Título: ¿Qué se entiende por racionalismo?
Autor/a: Ricardo Mella
Tema: Racionalismo
Fecha: 1911
Notas: Publicado originalmente en Acción Libertaria, número 19, Gijón, 21 de abril de 1911. Edición digital de antorcha.net.

No vamos a examinar lo que significa el racionalismo para Juan o para Pedro, sino lo que significa en general, lo que por tal entiende el común de las gentes. Perderíamos el tiempo lastimosamente si nos detuviéramos a considerar las mil opiniones particulares que no tienen más base que los fáciles decretos de la pereza intelectual.

Racionalismo (primera definición)

Doctrina filosófica cuya base es la omnipotencia e independencia de la razón humana.

Racionalismo (segunda definición)

Sistema filosófico que funda sobre la razón las creencias religiosas.

Racionalismo (tercera definición)

Más que un sistema filosófico o un método es el carácter general de todo pensamiento especulativo que únicamente admite la razón como criterio de verdad.

Y basta. Como se ve, en las tres definiciones se proclama la soberanía de la razón. Frente a toda fe y a toda autoridad la razón recaba sus fueros. Y al recabarlos, crea sistemas nuevos de filosofía, religiones nuevas también. Todo el gran movimiento filosófico cumplido por los filósofos alemanes, ha sido esencialmente racionalista.

Racionalista y librepensador es todo uno, puesto que ambos: Sólo admiten para garantizar la verdad de su pensamiento el pensamiento mismo y sus leyes, refutando toda otra clase de argumentos, incluso el histórico, ínterin la razón no discierne por sí misma el tanto o cuanto de verdad que encierra.

Y no hay ni más ni menos. Frente a la fe y a la autoridad, la razón. Pero, ¿qué razón? ¿La de Juan o la de Pedro? La razón es meramente individual, y al proclamarse soberana ha engendrado errores y absurdos que la experiencia se ha encargado de desbaratar. El racionalismo ha llenado el mundo con las mil geniales divagaciones, pero divagaciones al fin, de la metafísica y de la filosofía. Como añadidura al error religioso tuvimos el error filosófico, y el error político, y el error económico. La razón ha creado tales sistemas, tales dogmas, que contra sí misma tiene que rebelarse. ¿Y cómo no, si no hay regla o ley alguna que determine en todas las razones individuales las mismas conclusiones, aun en el supuesto de que las premisas sean idénticas?

Enhorabuena que el individuo recabe el derecho de guiarse por los dictados de su razón; pero erigirla en soberana, suponerla capaz de dar a todo el mundo el criterio exacto y la certidumbre de la verdad, es tan gran desvarío, que sólo así se comprende que los cien genios del filosofismo racionalista no hayan logrado estar de acuerdo ni una sola vez. Al gran Leibnitz se le ocurrió idear una razón impersonal (perennis filosofía) como base de la verdad, penetrado, sin duda, de que, para la razón individual, todo es según el color del cristal con que se mira. Pero semejante razón impersonal es pura abstracción, puro expediente filosófico para resolver de la mejor manera posible una dificultad insuperable. Así, el racionalismo como sistema, método o lo que sea de indagación de la verdad ha fracasado, aunque permanezca firme como lucha contra la revelación, contra la fe, contra la autoridad del dogma.

Por esto es cosa pasada el filosofismo y anacrónica la pretendida soberanía de la razón. La verdadera ciencia, que no se paga de soberanías, ha tomado resueltamente el camino de la experiencia, y funda sus construcciones sobre hechos y leyes comprobados y no sobre frágiles creaciones del pensamiento, tan dado a lo extraordinario y a lo maravilloso. Naturalmente que la razón es el instrumento necesario para traducir, ordenar y metodizar los datos de la experiencia, pero no ya más allá, y cuando lo pretende, por una vez que da en la verdad, cien da en el error.

Y no se nos arguya que así como hay la razón de Pedro y la razón de Juan, hay también la ciencia de Juan y la ciencia de Pedro. Cuando se habla de ciencia se traspasa sus propios límites si en ella se quiere incluir algo que no esté comprobado y verificado de tal modo que no pueda suministrar materia de discusión. Si la suministra, podrá estar el asunto en los dominios de la investigación científica, pero no estará en la ciencia constituida; por cuyo motivo, la ciencia, propiamente dicha, es una y solamente una.

Dadas estas premisas, ¿cómo admitir el adoctrinamiento de las gentes por medio del racionalismo que para cada individuo puede significar tal o cual otro método, sistema o doctrina filosófica y hasta religiosa? ¿Cómo admitirlo sobre todo, cuando se trata de los niños que aún no están en el pleno uso de sus facultades y pueden, por ello, ser inducidos a error?

Perfectamente que cada uno opine como quiera, que cada uno, como es natural, no admita autoridad alguna sobre su razón, pero esta misma razón, si no está cegada por las enseñanzas dogmáticas o por sus reminiscencias, habrá de decirle que ello no basta para determinar la verdad, que se halla toda entera en las cosas universales, y en sus leyes, en los hechos de experiencia y en las realidades de la vida toda, no en las imaginaciones de cualquier buen ciudadano cada bella mañana. Y esa misma razón que se proclama soberana, habrá de dictarle imperativamente el respeto a las otras razones, tan soberanas como la propia. Y dictándoselo, la enseñanza habrá de reducirse necesariamente a las cosas comprobadas y verificadas, que es lo que constituye la ciencia. Ni aun las ideas que más verdaderamente parezcan por militar a su favor el universal consentimiento, habrán de ser enseñadas, al menos como verdades comprobadas, puesto que los más grandes absurdos han contado y cuentan todavía con ese universal consentimiento.

Parécenos lo dicho claro y sencillo, fuera de toda parcialidad de doctrina o de opinión, y porque nos lo parece, procuramos llevar estas ideas al sentimiento de nuestros lectores. Si hay quien por ello se disguste o se moleste, será sensible, pero no suficiente para que renunciemos a la afirmación constante de lo que creemos puesto en razón.

Y si aún se dijere que no es eso el racionalismo, replicamos por anticipado que ni antes ni ahora nos preocupamos de lo que las cosas puedan ser para fulanito o para menganito, muy señores nuestros, sino de lo que en sí mismo significan o nos parece que significan.

Por todo lo cual habremos de continuar, mientras podamos, multiplicando los golpes de martillo sin temor a que se rompa el yunque.