Piotr Kropotkin

Origen y evolución de la moral

1934

    Prólogo

    Capítulo I. Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de la moral

    Capítulo II. Visión de conjunto de los fundamentos de una nueva ética

    Capítulo III. El principio moral en la naturaleza

    Capítulo IV. Las concepciones morales de los pueblos primitivos

    Capítulo V. Evolución de las doctrinas morales. la Grecia antigua

    Capítulo VI. La ética del cristianismo

    Capítulo VII. Ideas morales de la edad media y del renacimiento

    Capítulo VIII. Evolución de la ética Hobbes a Spinoza y Locke

    Capítulo IX. Teorías morales francesas de los siglos XVII y XVIII

    Capítulo X. La ética del sentimiento de Shaftesbury y Adam Smith

    Capítulo XI. La filosofía moral de Kant y sus sucesores alemanes

    Capítulo XII. Teorías morales de la primera mitad del siglo XIX

    Capítulo XIII. La ética del socialismo y del evolucionismo

    Capítulo XIV. Teorías morales de Spencer

    Capítulo XV. La ética de Guyau

    Consideraciones finales

Prólogo

La Ética[1] es el canto de cisne del gran sabio-humanista y revolucionario-anarquista, y viene a constituir como el coronamiento y la conclusión de todas las concepciones científicas, filosóficas y sociales de P. A. Kropotkin, elaboradas en el curso de su larga y extraordinaria vida. Desgraciadamente la muerte sorprendió a Kropotkin antes de que su obra estuviera totalmente terminada y a mí me incumbe, cumpliendo su voluntad, el deber y la responsabilidad de llevarla al conocimiento del público.

Al publicar el primer tomo de la Ética; me parece necesario añadir algunas palabras que hagan conocer al lector la historia de esta obra.

En su Ética; Kropotkin ha querido responder a dos cuestiones fundamentales: ¿Cuál es el origen de las concepciones morales en el hombre? Y, ¿cuáles son los fines a que tienden las normas y preceptos de la moral? Consiguientemente dividió su obra en dos partes: la primera dedicada al esclarecimiento del origen y desarrollo histórico de la moral, y la segunda consagrada a la exposición de las bases y finalidades de la Ética realista.

Tan sólo le fue posible terminar el primer tomo, y aun no en su forma definitiva. De algunos capítulos del primer tomo había escrito únicamente el borrador. El último capítulo, en el cual habían de exponerse las concepciones éticas de Stirner, Nietzsche, Tolstoi, Multatuli y otros moralistas contemporáneos sobresalientes, no llegó a ser escrito.

Para el segundo tomo de la Ética; Kropotkin llegó tan sólo a escribir (en inglés) algunos ensayos, completamente terminados, que se proponía publicar previamente como artículos de revista, y diversas notas y borradores. Entre los ensayos cabe mencionar: Primitive Ethics (Ética primitiva), Justice (Justicia), Morality and Religion (Moralidad y Religión), Ethics and Mutual Aid (Ética y Ayuda mutua) y Origen of Moral Motives and Sense of Duty (Origen de los motivos morales y sentido del deber). El estudio de los problemas de la moral atrajo ya a Kropotkin hacia 1880, pero fue en la última década del siglo diecinueve, cuando les dedicó mayor atención. Era precisamente la época en que la moral era repudiada por muchos, como cosa inútil, y el amoralismo de Nietzsche encontraba libre curso. Al mismo tiempo no pocos representantes de la ciencia y de la filosofía, influidos por una estrecha interpretación de las ideas de Darwin, afirmaban que el mundo está regido por una sola ley general: la de la lucha por la existencia, viniendo con ello a apoyar el amoralismo filosófico.

Sintiendo la falsedad de tales concepciones, Kropotkin se dispuso a probar, desde un punto de vista científico, que la naturaleza no es amoral y no enseña al hombre el mal y que, al contrario, la moral es un producto natural de la evolución de la vida social no solamente en el hombre, sino en casi todos los seres vivos, la mayoría de los cuales ofrecen ya algunos rudimentos, cuando menos, de las relaciones morales.

En 1890, Kropotkin dio en la Hermandad Ancota, de Manchester, una conferencia sobre Justicia y Moral; y algún tiempo después la repitió ampliada en la Sociedad Ética de Londres. Durante el período 1891-94, publicó, en la revista Nineteenth Century; una serie de artículos sobre la ayuda mutua entre los animales, los salvajes y los pueblos civilizados. Estos ensayos que más tarde formaron el libro La ayuda mutua como factor de la evolución, constituyen, por así decirlo, la introducción a las concepciones morales de Kropotkin.

En 1904 y 1905, Kropotkin publicó, en la misma revista, dos artículos dedicados directamente a los problemas de la moral: La necesidad de la moral en nuestros días y La moral en la naturaleza. Con algunas alteraciones de forma, estos ensayos constituyen los primeros tres capítulos del presente tomo. Por aquel entonces, Kropotkin escribió en francés un pequeño folleto con el título La Moral anarquista. En este folleto, Kropotkin exhorta al hombre a la actividad y afirma que la fuerza no reside en la soledad, sino en la unión con sus semejantes, con el pueblo, con las masas trabajadoras. En oposición al individualismo anarquista, se empeña en crear una moral social, una Ética de la solidaridad y de la sociabilidad.

Opina Kropotkin que todo el progreso humano está íntimamente ligado a la vida social. La vida en común engendra, natural e inevitablemente en los hombres y en los animales, el instinto de sociabilidad y de ayuda mutua, cuyo desarrollo subsiguiente hace nacer en los hombres los sentimientos de simpatía y de afecto.

En estos sentimientos e instintos reside el origen de la moral humana, o sea el conjunto de sentimientos morales, concepciones y representaciones, que, en último término, se transforman en la que es regla fundamental de todas las disciplinas morales: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.

Pero el no hagas a los demás lo que no quieras te hagan a ti; no es por sí sola, a juicio de Kropotkin, la expresión íntegra de la moral. Esta regla es tan sólo la expresión de la justicia y de la igualdad de derechos. Ella no basta para satisfacer la conciencia íntegra de la moral. Kropotkin cree que entre los elementos fundamentales de la moral, junto con el sentimiento de la ayuda mutua y el concepto de la justicia, hay, todavía, algo más, que los hombres llaman magnanimidad, resignación o espíritu de sacrificio.

Ayuda mutua, justicia, espíritu de sacrificio, tales son los tres elementos de la moral, según la teoría de Kropotkin. Sin tener el carácter de generalidad y necesidad de las leyes lógicas, esos elementos, sin embargo, forman parte de la base misma de la Ética humana, que puede ser considerada como una Física de las costumbres. La tarea de un filósofo–moralista consiste en estudiar el origen y el desarrollo de esos elementos de la moral, y en probar que, como los demás impulsos y sentimientos, forman parte de la naturaleza humana.

Llegado a Rusia en junio de 1917, después de cuarenta años de destierro, Kropotkin se instaló en Petrogrado, pero al cabo de poco tiempo los médicos le aconsejaron el traslado a Moscú. Tampoco aquí encontró una residencia definitiva. Las condiciones generales de la vida en Moscú eran, entonces, a tal punto difíciles, que Kropotkin se vio obligado a marcharse, en el verano de 1918, a Dmitrov, pequeña ciudad sin importancia, situada a 65 kilómetros de la capital. Allí vivió aislado, por completo, del mundo civilizado, durante tres años, hasta el día de su muerte.

Fácil es comprender cuán ardua ha de haber sido, para Kropotkin, la tarea de escribir una obra como la Ética y hacer una exposición histórica de las teorías morales en una ciudad como Dmitrov. No dispuso casi de libro alguno (toda su biblioteca había quedado en Inglaterra). La menor investigación o consulta, exigía largo tiempo y con frecuencia paralizaba el trabajo.

Por carecer de medios, no podía Kropotkin adquirir los libros necesarios, y tan sólo, gracias a sus amigos y conocidos, pudo, a veces, procurarse alguno de los más indispensables. Tampoco pudo disponer de secretario, ni de mecanógrafa. Sobre sus hombros pesaba toda la labor, incluso la de poner en limpio sus manuscritos. Todo ello influía, naturalmente, en el trabajo. Por otra parte, desde su instalación en Dmitrov y a causa, quizás, de las deficiencias de alimentación, Kropotkin no se encontró bien de salud. He aquí lo que me escribía el 21 de enero de 1919: Trabajo con ahinco en la Ética, pero mis fuerzas son escasas. A veces me veo obligado a interrumpir el trabajo. Tenía que luchar con inconvenientes de toda suerte. Así, por ejemplo, durante mucho tiempo tuvo que trabajar por la noche con muy mala luz.

Kropotkin atribuía gran importancia a sus trabajos sobre la Ética. Los consideraba una imprescindible obra revolucionaria. En una de sus últimas cartas, del 2 de mayo de 1920, dice: He vuelto a los trabajos sobre las cuestiones de la moral, porque, a mi parecer, se trata de una obra absolutamente necesaria. Sé muy bien que los libros no determinan las corrientes intelectuales, sino todo lo contrario. Pero sé, también, que para aclarar las ideas es preciso la ayuda de los libros que dan al pensamiento su forma concreta. Para sentar las bases de la moral emancipada de la religión y superior a la moral religiosa... es preciso la ayuda de los libros aclaradores. Y añade: Estos esclarecimientos son necesarios sobre todo ahora, cuando el pensamiento humano se encuentra encerrado entre Kant y Nietzsche.

En sus conversaciones conmigo, me dijo, con frecuencia: Si no fuera tan viejo, no estaría en estos tiempos revolucionarios encorvado sobre un libro de moral. Tomaría parte activa en la construcción de la nueva vida.

Revolucionario y realista, Kropotkin consideraba la Ética no como una ciencia abstracta sobre la conducta humana, sino que veía, ante todo, en ella una disciplina científica concreta, que tiene por finalidad guiar a los hombres en sus actividades prácticas. Veía que no bastaba llamarse revolucionario o comunista para tener un sólido fundamento moral, y que la mayoría de los que así se llaman carecen de una idea moral directora, de un ideal elevado de moral. Solía decir Kropotkin que la falta de este ideal moral elevado era, tal vez, la causa por la cual la revolución rusa se mostrara impotente para crear un nuevo régimen social sobre las bases de la justicia y de la libertad, y propagar a los demás pueblos la llama revolucionaría, como ocurrió en la época de la gran revolución francesa y de la revolución de 1848.

El viejo revolucionario rebelde, cuyos pensamientos todos tendieron, siempre, hacia la felicidad humana, abrigaba la esperanza de que su Ética sirviera de inspiración en la lucha a las jóvenes generaciones, inculcándoles la fe en la justicia de la revolución social; encendiendo en sus corazones la llama del espíritu de sacrificio en pro de sus semejantes, y convenciéndoles de que la felicidad no consiste en el goce individual, ni en los placeres egoístas, por elevados que sean, sino en la lucha por la verdad y la justicia entre el pueblo y junto con el pueblo.

Al negar los lazos entre la moral, por una parte, y la religión y la metafísica por otra, Kropotkin quería sentar la Ética sobre bases puramente naturales, empeñándose en probar que tan sólo permaneciendo dentro de la realidad puede encontrarse la fuerza para una vida verdaderamente moral. Se diría que Kropotkin quería, con la Ética, dar a la Humanidad algo así como su testamento, inspirándose en la estrofa del poeta:

Amigo, no huyas con tu alma cansada
De la tierra, de tu maldita patria.
Trabaja con la tierra y sufre con la tierra
El dolor común de los hombres, tus hermanos.

Muchos esperan que la Ética de Kropotkin sea una Ética revolucionaria, o anarquista. Pero él solía afirmar que su intención era tan sólo escribir una Ética puramente humana (a veces se servía de la palabra realista).

No admitía la existencia de Éticas diversas. Creía que la Ética debe ser única e igual para todos los hombres. Cuando se le objetaba que en la sociedad contemporánea, dividida en clases y castas hostiles entre sí, no podía darse una Ética única, respondía que toda Ética, burguesa o proletaria, se funda sobre una base étnica común, cuya influencia sobre los principios de la moral de clase o de grupo, es, a veces, grande. Afirmaba Kropotkin que todos nosotros, sea cual fuere el partido o la clase a que pertenezcamos, somos, ante todo, hombres, homo sapiens, unidad lógica que comprende desde el europeo más culto hasta el salvaje; desde el burgués más refinado al proletario más humilde. En sus concepciones de la sociedad futura, Kropotkin pensaba, siempre, en los hombres, sin las estúpidas clasificaciones consagradas por la Humanidad en su largo camino histórico.

La teoría ética de Kropotkin se puede caracterizar como teoría de la fraternidad, a pesar de que esta palabra casi no aparece en su libro, sustituyéndola, casi siempre, por la de solidaridad. A su juicio, la solidaridad es algo más real que la fraternidad. Para probarlo, indicaba el hecho de que con frecuencia nacen, entre los hermanos, disputas y odios que conducen, a veces, hasta el fratricidio. Según la leyenda bíblica, la historia del género humano empieza precisamente por un fratricidio. En el orden vital, la concepción de la solidaridad expresa la relación física y orgánica entre los miembros y elementos de cada ser vivo, mientras que en el orden de las relaciones morales la solidaridad se expresa en la ayuda mutua y en la compasión. La solidaridad concuerda con la libertad y la igualdad, condiciones éstas indispensables para la justicia social. De aquí arranca la fórmula de la Ética de Kropotkin: Sin igualdad no hay justicia y sin justicia no hay moral.

La Ética de Kropotkin no resuelve todos los problemas morales que apasionan a la Humanidad contemporánea; señala tan sólo el camino y propone una solución del problema ético. Su obra es, sencillamente, la tentativa de un hombre de ciencia y de un revolucionario, para contestar a esa cuestión penosa: ¿por qué he de vivir yo una vida moral? Es una lástima que la muerte le haya impedido dar forma definitiva a la segunda parte de su obra, en la cual se proponía exponer las bases de la Ética natural y realista, y formular su Credo ético.

Con sus investigaciones para sentar las bases realistas de la Ética, Kropotkin ilumina nuestro camino en el mundo complicado de las relaciones morales. Para cuantos tienden a alcanzar la tierra prometida de la libertad y de la justicia, pero se ven condenados a vivir en un mundo de violencia y hostilidad, Kropotkin es un guía seguro. Enseña la ruta hacia la nueva Ética, hacia la moral del porvenir, que en lugar de dividir a los hombres en amos y esclavos; en gobernantes y gobernados, será la expresión de la libre colaboración colectiva de todos para el bien común, único medio para establecer sobre la tierra el reino, no ilusorio sino real, del Trabajo y de la Libertad.

Al preparar la edición de esta obra, me he inspirado en las observaciones oídas al propio Kropotkin y en las contenidas en sus notas: Lo que hay que hacer con mis papeles y en el breve ensayo A un continuateur. En este último documento Kropotkin, entre otras cosas, dice: Si je ne réussis pas à terminer mon Éthique, je prie ceux qui tâcheront peut–être de la terminer d'utiliser mes Notes (Si no alcanzo a terminar mi Ética, ruego a aquellos que intentarán, tal vez, terminarla, de utilizar mis Notas).

Estas notas no han sido utilizadas en la presente edición, en primer lugar, porque la familia y amigos de Kropotkin decidieron que era más interesante editar la Ética en la forma en que la había dejado el autor, y en segundo lugar, porque la utilización de ellas hubiera exigido un largo trabajo y retrasado la publicación del libro.

En las siguientes ediciones, todos los materiales dejados por Kropotkin referentes a la Ética serán debidamente utilizados y publicados.

N. Lebedeff

Moscú, 1 de Mayo de 1922.

Capítulo I. Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de la moral[2]

Progresos de la ciencia y la filosofía en los últimos cien años. —Progreso de la técnica actual. —Posibilidad de elaborar una Ética sobre la base de las ciencias naturales. —Las modernas teorías morales. —Error fundamental de los actuales sistemas éticos. —Teoría de la lucha por la existencia; su interpretación errónea. —La ayuda mutua en la naturaleza. —La naturaleza no es amoral. —De la observación de la naturaleza el hombre recibe las primeras lecciones morales.

Ante los resultados obtenidos por la ciencia durante el siglo XIX y las promesas que estos resultados entrañan para el porvenir, es preciso reconocer que una nueva era se abre en la vida de la Humanidad, o que, por lo menos, ésta cuenta con todos los medios para inaugurarla.

En el curso de los últimos cien años surgieron, bajo los nombres de Antropología (estudio del hombre), Etnología prehistórica (estudio de las instituciones sociales primitivas) e Historia de las Religiones, nuevas ramas de la ciencia que transformaron, radicalmente, las concepciones sobre el desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo, los descubrimientos en el campo de la Física sobre la estructura de los cuerpos celestes y de la materia en general permitieron elaborar nuevas concepciones sobre la vida del Universo; las antiguas doctrinas sobre el origen de la vida; la posición del hombre en el mundo y la naturaleza de la razón, sufrieron cambios fundamentales gracias al rápido progreso de la Biología (estudio de la vida) y a la aparición de la teoría del desarrollo (evolución), así como al desenvolvimiento de la Psicología (estudio de la vida espiritual).

No basta decir que todas las ramas de la ciencia, con excepción, quizás, de la Astronomía, hicieron mayores progresos en el curso del siglo XIX que en el de los tres o cuatro siglos anteriores. Hay que retroceder más de dos mil años, hasta la época del florecimiento filosófico en la Grecia antigua, para encontrar un despertar semejante del espíritu humano. Pero ni siquiera esta comparación es exacta, ya que, entonces, el hombre no disponía de los actuales medios técnicos, y sólo con el desarrollo de la técnica puede librarse el hombre del trabajo que le esclaviza.

En la humanidad contemporánea se ha desarrollado, al mismo tiempo, un atrevido espíritu de descubrimiento, nacido de los recientes progresos de las ciencias. Los inventos, sucediéndose, rápidamente, uno tras otro, han aumentado hasta tal punto la capacidad productora del trabajo humano, que los pueblos cultos contemporáneos han podido alcanzar un nivel de bienestar general como ni siquiera pudo soñarse no sólo en la antigüedad o en la Edad Media, sino aun en la primera mitad del siglo XIX. Por primera vez se puede decir de la Humanidad que su capacidad para satisfacer todas las necesidades es superior a las necesidades mismas; que no es preciso ya someter al yugo de la miseria y de la humillación a clases enteras para dar el bienestar a algunos y facilitarles su desarrollo intelectual. El bienestar general, sin necesidad de obligar a los hombres a un trabajo opresor y nivelador, es, ahora posible. La Humanidad puede, finalmente, reconstruir toda su vida social sobre los principios de la justicia.

¿Tendrán los pueblos cultos contemporáneos la capacidad creadora y la suficiente audacia para utilizar las conquistas del espíritu humano en bien de la comunidad? Difícil es decirlo de antemano. En todo caso, es indudable que el florecimiento reciente de la ciencia ha creado ya la atmósfera intelectual necesaria para que surjan las fuerzas indispensables; disponemos ya de los conocimientos precisos para la realización de esta magna tarea.

Vuelta a la sana filosofía de la naturaleza, olvidada desde la Grecia antigua hasta que Bacon despertó el estudio científico de su prolongado letargo, la ciencia contemporánea ha sentado las bases de una filosofía del Universo libre de hipótesis sobrenaturales y de una mitología metafísica del pensamiento, filosofía que, por su grandeza, poesía y fuerza de inspiración, tiene, naturalmente, el poder de despertar a la vida nuevas energías. El hombre no tiene ya necesidad de revestir con ropajes de superstición sus ideales de belleza moral y su concepción de una sociedad basada sobre la justicia; no tiene que esperar la reconstrucción de la sociedad de la Suprema Sabiduría. Puede encontrar sus ideales en la naturaleza misma y en el estudio de ésta hallar las fuerzas necesarias.

Una de las primeras conquistas de la ciencia contemporánea ha consistido en probar la indestructibilidad de la energía, sean cualesquiera las transformaciones a que se la someta. Para los físicos y matemáticos esta idea fue una rica fuente de variadísimos descubrimientos. De ella están penetrados todos los estudios contemporáneos. Pero el valor filosófico de este descubrimiento tiene, también, gran importancia, puesto que acostumbra al hombre a concebir la vida del Universo como una cadena ininterrumpida e interminable de transformaciones de la energía. El movimiento mecánico puede transformarse en sonido, en calor, en luz, en electricidad y, al contrario cada una de esas manifestaciones de la energía, puede transformarse en las demás. Y en medio de todas estas transformaciones el nacimiento de nuestro planeta, el desarrollo continuo de su vida, su inevitable disgregación final, y su disolución en el gran Cosmos, no son más que fenómenos infinitamente pequeños; un momento fugaz en la vida de los mundos astrales.

Lo mismo ocurre en el estudio de la vida orgánica. Las investigaciones hechas en la vasta zona intermedia que separa el mundo inorgánico del mundo orgánico, donde los más sencillos procesos vitales en los hongos inferiores apenas si pueden distinguirse, y aun de modo incompleto, de los desplazamientos químicos de los átomos que se operan, constantemente, en los cuerpos complicados, quitaron a los fenómenos vitales su carácter místico y misterioso. Al mismo tiempo, nuestras concepciones sobre la vida se han ampliado hasta tal punto, que estamos, ahora, acostumbrados a considerar la acumulación de la materia en el Universo, como algo viviente y sujeto a los mismos ciclos de desenvolvimiento y disgregación a que están sujetos los seres vivos. Volviendo a las ideas que se abrieron camino en la antigua Grecia, la ciencia moderna ha seguido, paso a paso, el maravilloso desarrollo de estos seres, desde sus formas más sencillas que apenas merecen el nombre de organismo, hasta la infinita variedad de especies que pueblan, ahora, nuestro planeta y son su mayor belleza. Finalmente, la Biología, después de habernos acostumbrado a la idea de que todo ser vivo es, en gran medida, producto del medio en que vive, descifró uno de los más grandes enigmas de la naturaleza, explicando las adaptaciones que podemos observar a cada paso.

Aun en la más enigmática de las manifestaciones vitales, en el terreno del sentimiento y del pensamiento, donde la razón humana ha de buscar los procesos que le sirven para aprehender las impresiones externas, aun en este campo, el más obscuro de todos, ha podido ya el hombre comenzar a descifrar el mecanismo del pensamiento siguiendo los métodos de investigación adoptados por la fisiología.

Por último, en el vasto campo de las instituciones humanas, costumbres y leyes, supersticiones, creencias e ideales, la Historia, el Derecho y la Economía Política, estudiadas desde un punto de vista antropológico, han proyectado una luz tal, que bien puede decirse que la aspiración a la felicidad del mayor número ha dejado de ser un sueño utópico. Su realización es posible y está, por lo tanto, demostrado que la felicidad de un pueblo o de una clase cualquiera, no puede basarse, ni siquiera provisionalmente, en la opresión de las demás clases, naciones o razas.

La ciencia contemporánea ha conseguido, de este modo, un doble objeto. Por una parte ha dado al hombre una preciosa lección de modestia, enseñándole que es tan sólo una partícula infinitamente pequeña del universo. Con ello, lo ha sacado de su estrecho y egoísta aislamiento. Disipó su ilusión de creerse centro del universo y objeto de la preocupación especial del Creador. Le enseñó que, sin el gran Todo, nuestro Yo no es nada y que para determinar el yo un cierto tú es imprescindible. Y al propio tiempo, la ciencia ha mostrado cuán grande es la fuerza de la Humanidad en su evolución progresiva, cuando sabe aprovechar la infinita energía de la naturaleza.

De este modo, la ciencia y la filosofía nos han dado la fuerza material y la libertad mental necesarias para despertar a la vida a los hombres capaces de hacer avanzar la Humanidad por el camino del progreso común. Existe, sin embargo, una rama de la ciencia que ha quedado más atrasada que las demás. Es la Ética, la ciencia de los principios fundamentales de la moral. No existe, todavía, una doctrina que se encuentre al nivel de la ciencia contemporánea y que aprovechando sus conquistas para asentar las bases de la moral sobre un vasto fundamento filosófico, pueda dar a los pueblos cultos la fuerza capaz de inspirarles en la gran reconstrucción del porvenir. Por todas partes se nota la necesidad de esta doctrina. La Humanidad demanda, imperiosamente, una nueva ciencia realista de la moral, libre de todo dogmatismo religioso, de las supersticiones y de la mitología metafísica, libre como lo está ya la filosofía naturalista contemporánea, e inspirada, al mismo tiempo, por los sentimientos elevados y las luminosas esperanzas que nos da la ciencia actual sobre el hombre y su historia.

No cabe duda de que tal ciencia es posible. Si el estudio de la naturaleza nos ha dado las bases de una filosofía que abarca la vida de todo el universo, la evolución de los seres vivos en la tierra, las leyes de la vida psicológica y del desarrollo de las sociedades, ese estudio de la naturaleza debe darnos, también, la explicación natural del origen del sentido moral. Tiene que enseñarnos dónde residen las fuerzas capaces de exaltar este sentido moral hasta las cumbres más puras y elevadas. Si la contemplación del Universo y el conocimiento íntimo de la naturaleza fueron capaces de inspirar a los grandes naturalistas y poetas del siglo XIX; si el deseo de penetrar en ella hasta lo más profundo fue capaz de acelerar el ritmo de la vida en Goethe, Byron, Shelley, Lermontov, conmovidos por el espectáculo de la tempestad desencadenada de las montañas majestuosas, o de la selva obscura y de sus habitantes, ¿por qué no habrá de encontrar el poeta motivo de inspiración en la comprensión más profunda del hombre y su destino? Cuando el poeta encuentra la expresión justa de su sentimiento de comunidad con el Cosmos y con la Humanidad entera, posee, por ello mismo, la fuerza de contagiar su inspiración a millones de hombres, despertando en ellos sus fuerzas mejores y el deseo de perfección. Los hace arder, así, de éxtasis, que era considerado, hasta ahora, como el bien supremo de la Religión. Pues, ¿qué son, en realidad, los Salmos —en los cuales muchos ven la expresión suprema del sentido religioso— y las partes poéticas de los Libros Sagrados del Oriente, sino tentativas para expresar el éxtasis del hombre ante el Universo, manifestaciones del despertar del sentido de la poesía de la naturaleza?

La necesidad de una Ética realista se hizo sentir desde los primeros años del Renacimiento científico, y ya Bacon, al formular las bases del resurgimiento de las ciencias, trazó, también, empíricamente, las líneas fundamentales de la Ética científica, sin ahondar tanto, como lo han hecho sus sucesores, pero con una fuerza de generalización que pocos han alcanzado después y que apenas hemos conseguido traspasar en nuestros días.

Los mejores pensadores del siglo XVII siguieron, también, el mismo camino, tratando, asimismo, de elaborar los sistemas éticos independientemente de los preceptos religiosos. En Inglaterra, Hobbes, Cudworth, Locke, Shaftesbury, Paley, Hutcheson, Hume y Adam Smith, prosiguieron, audaz y esforzadamente, el estudio de este problema, procurando iluminarlo en todos sus aspectos. Atribuyeron gran importancia a las fuentes naturales del sentido moral, y en sus definiciones de los problemas de la moralidad se colocaron todos (a excepción de Paley) en un punto de vista científico. Trataron de coordinar por varios caminos el intelectualismo y el utilitarismo de Locke con el sentido moral y el sentido de la belleza de Hutcheson; la teoría de la asociación de Hartley y la Ética del sentimiento de Shaftesbury. Al tratar de los fines de la Ética, algunos de ellos aludían ya a la armonía entre el egoísmo y el sentimiento altruista que tanta importancia adquirió en las teorías morales del siglo XIX. Esta armonía la veían en el lazo íntimo que existe entre el deseo de elogio; de Hutcheson, y la simpatía; de Hume y de Adam Smith. Y cuando, por fin, tropezaron con dificultades para encontrar una explicación racional del sentimiento del deber, la buscaron en la influencia que la religión ejerció en las épocas primitivas, en el sentimiento innato o en la teoría, más o menos transformada, de Hobbes, según la cual, las leyes eran la causa principal de la formación de la sociedad y el salvaje primitivo un ser rebelde a la vida en comunidad.

Los materialistas y enciclopedistas franceses enfocaron el problema desde el mismo punto de vista, insistiendo con más fuerza sobre el egoísmo y tratando de coordinar las dos tendencias opuestas de la naturaleza humana: la individual y la social. Sostenían que la vida social contribuye, necesariamente, al desenvolvimiento de los mejores aspectos de la naturaleza humana. Rousseau, con su religión racionalista, constituyó el vínculo entre los materialistas y los creyentes, y por su audacia al afrontar los problemas de su tiempo, ejerció una influencia muy superior a los demás. Por otra parte, ni los más extremos idealistas, como Descartes, el panteísta Spinoza y, durante cierto tiempo, el propio filósofo del idealismo trascendental Kant, aceptaban en absoluto la revelación como origen de los principios morales. Por esta razón trataron de dar a la Ética una base más amplia, no renunciando, sin embargo, a dar en parte una explicación sobrehumana de la ley moral.

La misma aspiración a encontrar una base realista de la moralidad se hace notar, con mayor fuerza aún, en el siglo XIX. Sobre la base del egoísmo, del amor a la Humanidad (Augusto Comte, Littré y otros discípulos de menor importancia), de la simpatía y de la identificación intelectual de la propia personalidad con la Humanidad (Schopenhauer), del utilitarismo (Bentham y Mill) y, por fin, de la teoría de la evolución (Darwin, Spencer, Guyau) —sin hablar de los sistemas que niegan la moral, concebidos por La Rochefoucauld y Mandeville, y desarrollados en el siglo XIX por Nietzsche y algunos otros—, fueron elaborados una serie de sistemas éticos que, afirmando los derechos superiores del individuo, tendían, sin embargo, con sus ataques violentos, a las concepciones éticas de nuestro tiempo a elevar el nivel de la moral.

Dos teorías de la moral, el positivismo de Comte y el utilitarismo de Bentham, han ejercido, como se sabe, una influencia profunda sobre el pensamiento de nuestro siglo. La doctrina de Comte ha puesto su sello sobre todas las investigaciones científicas que constituyen el orgullo de la ciencia contemporánea. De ambas teorías, la de Comte y la de Bentham, han arrancado una serie de sistemas secundarios, y casi todos los hombres eminentes que han trabajado en el terreno de la Psicología; la teoría de la evolución y la Antropología, han enriquecido la literatura de la Ética con estudios más o menos originales de gran valor. Baste nombrar, entre ellos, a Feuerbach, Bain, Leslie Stephen, Proudhon, Wundt, Sidgerick, Guyau, Jodl, aparte de otros muchos menos conocidos. Hay que mencionar, también, por último, la fundación de un gran número de sociedades éticas para la difusión de las doctrinas morales sin fundamento religioso. En la primera mitad del siglo XIX se inició, asimismo, bajo los nombres de fourierismo, owenismo, saint–simonismo y más tarde socialismo y anarquismo internacional, un vasto movimiento que aun estando dirigido, más que todo, por motivos económicos, ha sido, también, en su sentido más profundo, una dirección ética. Este movimiento, cuya importancia es cada día mayor, tiende, con la ayuda de los trabajadores de todos los países, no solamente a revisar las bases en que se fundan todas las concepciones morales, sino, también, a reconstruir la vida de tal modo, que se abran, para la Humanidad, los caminos de una nueva moral.

Diríase que después de tantos sistemas de Ética racionalista, elaborados durante los últimos dos siglos, toda aportación nueva habría de resultar imposible. Pero, en realidad, cada uno de los principales sistemas del siglo XIX —el positivismo de Comte, el utilitarismo de Bentham y Mill, y el evolucionismo altruista, o sea la teoría del desarrollo social de la moral de Darwin, Spencer y Guyau— vino a añadir algo esencial a las teorías de sus predecesores, y ello prueba que el problema de la Ética no está todavía agotado.

Fijándonos tan sólo en las concepciones de Darwin, Spencer y Guyau, vemos que el segundo no llegó, desgraciadamente, a utilizar, siquiera, todos los datos aportados por el admirable ensayo sobre Ética que contiene El Origen del Hombre; de Darwin, entretanto que Guyau introdujo en el estudio de los motivos morales un elemento tan importante, como el exceso de energía en el sentimiento, el pensamiento y la voluntad, que había pasado, hasta entonces, desapercibido a los investigadores anteriores. El hecho de que cada sistema consiguiera introducir un nuevo elemento de importancia, constituye ya una prueba de que la ciencia de los motivos morales está, todavía, lejos de haber encontrado su forma definitiva. Puede llegar a decirse que esta forma definitiva no llegará, nunca, a alcanzarla, ya que el continuo desarrollo de la Humanidad exigirá que sean tenidas en cuenta las nuevas fuerzas y aspiraciones que las nuevas condiciones de vida vayan creando.

Es indiscutible, por lo tanto, que ninguno de los sistemas éticos del siglo XIX ha conseguido satisfacer a las clases intelectuales de los pueblos civilizados. Sin hablar ya de los numerosos trabajos filosóficos en los cuales queda claramente puesta de manifiesto la insuficiencia de la Ética contemporánea,[3] la mejor prueba de ello la encontramos en el sensible retorno al idealismo que hacia fines del siglo XIX se hizo observar. La ausencia de inspiración poética en el positivismo de Littré y Spencer, y su incapacidad para dar una respuesta satisfactoria a los grandes problemas de la vida contemporánea; el carácter estrecho de algunas de las concepciones del propio Spencer, el más importante de los filósofos de la teoría de la evolución; por fin, el hecho de que los positivistas posteriores hayan llegado a negar las teorías humanitarias de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII, son todos factores que han contribuido a la gran reacción en provecho de un nuevo idealismo místico-religioso. Según dice, muy justamente, Fouillée, la interpretación unilateral del darvinismo, dada por los principales representantes del evolucionismo (contra la cual no protestó el propio Darwin durante los primeros doce años que siguieron a la publicación de El Origen de las Especies), fortaleció, esencialmente, la posición de los adversarios de la teoría naturalista de la Ética.

Después de haber empezado señalando ciertos errores en la filosofía científica naturalista, la crítica no tardó en dirigirse contra la ciencia en general. Solemnemente se proclamó la bancarrota de la ciencia.

Los hombres de estudio saben, sin embargo, que todas las ciencias van de una aproximación a otra, es decir de la primera explicación aproximada de una serie de fenómenos a la siguiente, más exacta. Pero esta verdad sencilla no quieren saberla los creyentes, ni cuantos se sienten atraídos por el misticismo. Al descubrir inexactitudes en la primera aproximación, se apresuran a proclamar la bancarrota de la ciencia en general. Pero aun las ciencias susceptibles de alcanzar una mayor exactitud, como la Astronomía, van por un camino de continuas aproximaciones sucesivas. La constatación de que los planetas giraban alrededor del Sol, constituyó un gran descubrimiento y la primera aproximación consistió en suponer que, al girar, describían círculos perfectos. Luego se averiguó que los círculos que describían eran elípticos y ésta fue la segunda aproximación. La tercera aproximación consistió en descubrir que la órbita de los planetas es ondulante y que éstos, apartándose ora a un lado ora a otro de la elipsis, no pasan, nunca, por el mismo camino. Por fin, ahora que sabemos que el Sol no está fijo, los astrónomos tratan de determinar el carácter y curso de las órbitas que siguen los planetas en su camino ondulado alrededor del Sol.

Las mismas transiciones de una solución aproximada a otra más exacta se notan en todas las ciencias. Así, por ejemplo, las ciencias naturales están revisando, ahora, las primeras aproximaciones referentes a la vida, a la actividad psíquica, al desarrollo de las formas vegetales y animales, etc., a las cuales se llegó durante la época de los grandes descubrimientos (1856-62). Es preciso revisar estas aproximaciones, para poder llegar a las siguientes más profundas, y esta revisión la aprovechan algunos ignorantes para asegurar a otros, más ignorantes todavía que ellos, que la ciencia es impotente para explicar los grandes problemas de la creación.

En la actualidad, muchos tienden a sustituir la ciencia por la intuición, es decir, por la adivinación y la fe ciega. Después de volver primero a Kant, luego a Schelling y aun a Lotze, muchos escritores propagan, ahora, el indeterminismo, el espiritualismo, el apriorismo, el idealismo individual, la intuición, etc., empeñándose en probar que en la fe y no en la ciencia reside la fuente de la verdadera sabiduría. Pero ni esto bastaba. Se ha puesto, ahora, de moda el misticismo de San Bernardo y de los neo-platónicos. El simbolismo, lo inaprehensible, lo inconcebible, gozan de gran predicamento. Ha llegado a resucitar la fe en el Satanás de la Edad Media.[4]

Verdad es que ninguna de estas nuevas corrientes ha conseguido adquirir una influencia amplia y profunda, pero es preciso, de todos modos, reconocer que la opinión pública vacila entre dos extremos: entre la aspiración obstinada de volver a las obscuras creencias de la Edad Media —con su cortejo de supersticiones, idolatría y aun con la creencia en las artes de embrujamiento— y de exaltar, una vez más, el amoralismo y el culto de los espíritus superiores, llamados, hoy, superhombres, que Europa conoció ya en los tiempos del byronismo y del romanticismo.

Es, por lo tanto, necesario aclarar si las dudas en la autoridad de la ciencia, sobre los problemas morales, están fundamentadas y si la ciencia puede darnos las bases éticas que, sentadas con precisión, permitan contestar a los interrogantes del presente.

El escaso éxito de los sistemas éticos, elaborados durante los últimos cien años, constituye un indicio de que el hombre no se da por satisfecho con la sola explicación científico-natural del origen del sentimiento moral. Reclama, también, la justificación de este sentimiento. En lo que a los problemas morales se refiere, no se conforma con el descubrimiento de las fuentes del sentido moral y de las causas determinantes que influyen sobre su desarrollo y refinamiento. Este método basta para el estudio del desarrollo de una flor, pero es insuficiente en el terreno que nos ocupa. Las gentes quieren encontrar una base que les permita comprender la esencia del sentido moral. ¿Hacia dónde nos conduce ese sentimiento? ¿A la meta deseada, o, como algunos pretenden, a debilitar la fuerza y el espíritu creador del género humano y, en último término, a la degeneración?

Si la lucha por la existencia y el exterminio de los físicamente débiles es una ley de la naturaleza, sin la cual el progreso resulta imposible, ¿el estado industrial pacífico, prometido por Comte y Spencer, no será, más bien, el principio de la degeneración del género humano, como con tanta energía afirma Nietzsche? Y si queremos evitar este desenlace, ¿no es fuerza de que nos ocupemos de la revisión de los valores morales que tienden a hacer la lucha menos cruenta?

El principal problema de la Ética realista contemporánea consiste, por lo tanto, como afirma Wundt en su Ética, en definir, ante todo, la finalidad moral a que aspiramos. Esa finalidad o finalidades, aun las más ideales y lejanas en su realización, deben, en todo caso, pertenecer al mundo real.

La finalidad de la moral no puede ser trascendente, es decir sobrenatural, como quieren algunos idealistas: debe ser real. La satisfacción moral tenemos que encontrarla en la vida y no fuera de ella.

Al lanzar Darwin su teoría de la lucha por la existencia y presentarla como el motor principal del desarrollo progresivo, resucitó, de inmediato, la vieja cuestión de saber si la naturaleza tiene un carácter moral o inmoral. El origen de la concepción del bien y del mal que preocupó a los espíritus desde la época del Zend —Avesta, se convirtió, de nuevo, en objeto de discusión, con mayor viveza y profundidad que nunca. Los darwinistas imaginaban la naturaleza como un enorme campo de batalla, en el cual no se veía más que la exterminación de los más débiles por los más fuertes, más hábiles y más astutos. De ello resultaba que, en la naturaleza, el hombre no puede aprender más que el mal.

Como es sabido, estas concepciones alcanzaron una gran difusión. De haber sido justas, los filósofos evolucionistas hubieran tenido que resolver una honda contradicción planteada por ellos mismos. No podían negar, en efecto, que el hombre tiene un concepto elevado del bien y que la fe en el triunfo gradual del bien sobre el mal está profundamente arraigada en la naturaleza humana. Y siendo así, se veían obligados a explicar de dónde procede este concepto del bien: de dónde esa fe en el progreso. No podían contentarse con la concepción epicúrea, que el poeta Tennyson expresó con las palabras: Sea como fuere, el bien acabará saliendo del mal. No podían representarse la naturaleza empapada en sangre —red in tooth and claw, como han escrito el mismo Tennyson y el darvinista Huxley—, luchando en todas partes contra el bien, representando la negación del bien en cada ser vivo y, a pesar de todo ello, seguir afirmando que, al fin y al cabo, el bien acabará por triunfar. Tenían, por lo menos, el deber de decirnos cómo explican esta contradicción.

Si un hombre de ciencia afirma que la única lección que el hombre puede sacar de la naturaleza es la del mal; estará obligado a reconocer la existencia de otras influencias, superiores a la naturaleza, que inspiran al hombre la idea del bien supremo y conducen a la Humanidad hacia el ideal. Y de este modo reducirá a la nada su tentativa de explicar el desarrollo de la Humanidad por la única acción de las fuerzas naturales.[5]

En realidad, la posición de la teoría evolucionista no es tan precaria, ni conduce a las contradicciones en que incurrió Huxley, puesto que el estudio de la naturaleza no confirma, ni de lejos, la concepción pesimista de la vida más arriba expuesta, y así lo reconoció el propio Darwin en su segunda obra El Origen del Hombre. La concepción de Tennyson y Huxley no es completa: es unilateral y, por consiguiente, falsa y tan poco científica, que aun el mismo Darwin, en un capítulo especial de su obra citada, ha creído deber completarla.

En la propia naturaleza —ha dicho Darwin— podemos observar, al lado de la lucha mutua, una serie de otros hechos, cuyo sentido es completamente distinto, como el de ayuda mutua dentro de una misma especie; estos hechos tienen aún más importancia que los primeros para la conservación de la especie y su desenvolvimiento. Esta idea extremadamente importante, sobre la cual la mayoría de los darwinistas se niegan a fijar su atención. y que Alfred Russell Wallace llegó a repudiar por completo, quise yo, por mi parte, desenvolverla y confirmarla con multitud de hechos en una serie de artículos dedicados a poner de relieve el valor enorme de la ayuda mutua para la conservación de las especies animales y de la Humanidad y, sobre todo, para su desarrollo progresivo y perfeccionamiento.[6]

Sin pretender quitar importancia al hecho de que la enorme mayoría de los animales vive devorando otras especies del mundo animal, o géneros inferiores de la misma especie, afirmaba yo que la lucha en la naturaleza está limitada a la lucha entre varias especies, pero que dentro de cada una de ellas, y a veces dentro de grupos compuestos de varias especies de animales que viven en común, la ayuda mutua es una regla general. Por esta razón, la convivencia entre los animales está más extendida y representa un papel más importante en la vida de la naturaleza que el exterminio mutuo. En efecto, son muchos los rumiantes, los roedores y los pájaros que, así como las abejas y las hormigas, no viven de la caza de las demás especies.

Además, casi todas las fieras y aves de rapiña, sobre todo aquellas que no están en curso de desaparecer, exterminadas por el hombre o por otras causas, practican, también, en cierta medida, la ayuda mutua. Esta ayuda mutua, es, en la naturaleza, un hecho predominante.

Si la ayuda mutua está tan extendida, hay que atribuirlo a las ventajas que ella ofrece a las especies animales que la practican, ventajas superiores a las que la rapacidad procura. Es la mejor arma en la gran lucha por la existencia que continuamente tienen que sostener los animales contra el clima, las inundaciones, tormentas, huracanes, frío, etc., y que exige de los animales una adaptación constante a las condiciones, siempre cambiantes, del ambiente. En conjunto, la naturaleza no confirma, de ningún modo, el triunfo de la fuerza física, de la celeridad, de la astucia y de las demás características útiles para la lucha. Al contrario, encontramos en la naturaleza numerosas especies débiles, sin caparazón, pico resistente, ni hocico que les sirva para la defensa contra sus enemigos y, en general, desprovistas de instintos bélicos y que, sin embargo, consiguen más que otras en la lucha por la existencia, merced a su comunicatividad y a la ayuda mutua, llegar a triunfar sobre rivales y enemigos mucho mejor armados. Este es el caso de las hormigas, abejas, palomos, patos, ratas de campo y otros roedores, cabras, ciervos, etc. Por fin, puede considerarse como cosa probada que mientras la lucha por la existencia puede ser causa, tanto de progreso como de regresión, es decir que a veces conduce a la mejora de la especie y otras a su empeoramiento, la práctica de la ayuda mutua es, siempre, un factor de desarrollo progresivo. En la evolución progresiva del mundo animal —desarrollo de la longevidad, del espíritu y de cualidades que calificamos de superiores—, la ayuda mutua constituye el factor principal. Ningún biólogo ha negado, hasta ahora, esta afirmación mía.[7]

Siendo la ayuda mutua un factor necesario para la conservación, el florecimiento y el desarrollo progresivo de cada especie, se ha convertido en lo que Darwin calificó de instinto permanente (a permanent instint), propio de todos los animales comunicativos, entre los cuales hay que contar, naturalmente, al hombre. Revelándose desde el comienzo mismo del desarrollo de la vida animal, no cabe duda que este instinto, como el maternal, está hondamente arraigado en todos los animales inferiores y superiores, y aun más, pues se le encuentra hasta en aquellas especies cuyo instinto maternal cabe poner en duda, como los gusanos, ciertos insectos y la mayoría de los peces. Por esto tuvo Darwin perfecta razón, al afirmar que el instinto de la simpatía mutua se manifiesta en los animales comunicativos de una manera más continua que el instinto puramente egoísta de la propia conservación. En ese instinto veía Darwin, como es sabido, el rudimento de la consciencia moral, cosa que, desgraciadamente, olvidan, con frecuencia, los darwinistas.

Pero esto no es todo. En ese instinto reside el comienzo de los sentimientos que empujan a los animales a la ayuda mutua y que son el punto de partida de todos los sentimientos éticos más elevados. Sobre esta base se desarrolló el sentimiento, ya más elevado, de la justicia y de la igualdad y más tarde lo que conocemos con el nombre de espíritu de sacrificio.

Al ver cómo decenas de millares de aves marinas llegan en grandes bandadas, desde el Sur lejano, para construir sus nidos en los peñascos de las costas del océano glacial y se instalan allí sin querellarse por los mejores sitios; cómo bandadas de pelícanos viven en la costa y saben repartirse, entre sí, las zonas para la pesca; cómo millares de especies de pájaros y mamíferos saben ponerse de acuerdo para repartirse las zonas de caza o alimentación; el emplazamiento para los nidos y el albergue para la noche; al ver, por fin, cómo un pájaro joven, al llevarse algunas pajas de un nido ajeno es castigado, por ello, por otros pájaros de su propia especie, podemos constatar, en la vida de los animales sociales, los comienzos y aun un cierto desarrollo del sentimiento de la igualdad de derechos y de la justicia.

Y al acercarnos, por fin, dentro de cada especie, a los representantes superiores de la misma (hormigas, abejas y avispas, entre los insectos; grullas y loros entre los pájaros; rumiantes superiores, monos y, finalmente, entre los mamíferos, el hombre), encontramos que la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y aun, a veces, el espíritu de sacrificio del individuo por su grupo va en aumento, según se pasa de los representantes inferiores a los superiores de cada especie, hecho que denota que en la naturaleza reside el origen no sólo de los rudimentos de la ética, sino de sus expresiones superiores.

Así, pues, la naturaleza, lejos de darnos una lección de amoralismo, es decir, de indiferencia hacia la moral, contra la cual un principio ajeno a la naturaleza ha de luchar para poder vencerla, nos obliga a reconocer que de ella dimanan las concepciones del bien y del mal, y nuestras ideas del bien supremo. No son estas concepciones otra cosa que el reflejo en el espíritu del hombre de lo que él ha podido observar en la vida de los animales. Subsiguientemente, con el desarrollo de la vida en común, dichas observaciones se convirtieron en la concepción general del Bien y del Mal. Téngase en cuenta, a este respecto, que no pretendemos referirnos a los juicios personales de la gente excepcional, sino al juicio de la mayoría, en el cual encontramos ya los elementos fundamentales de la justicia y de la compasión mutua. De igual modo las concepciones de la mecánica, fundadas en observaciones hechas sobre la superficie de la tierra, se adaptan, también, en esencia, a los espacios interplanetarios.

Idéntica constatación se impone en lo que afecta al desenvolvimiento del carácter humano y de las instituciones humanas. La evolución del hombre ha tenido lugar dentro de la naturaleza y en el mismo sentido que la de ésta. Las mismas instituciones de apoyo y de ayuda mutuos, surgidas y desarrolladas en las sociedades humanas, ponían de relieve, ante el hombre, los provechos y ventajas que de ellas recibía. En el medio social iba desenvolviéndose la imagen moral del hombre. Basándonos en los últimos estudios históricos, podemos, ahora, representarnos la historia de la humanidad desde el punto de vista del desarrollo del elemento ético, es decir, como la evolución de la necesidad sentida por el hombre de organizar su vida sobre la base de la ayuda mutua, primero en el clan, luego en la comunidad rural y, finalmente, en las Repúblicas de las ciudades libres. A pesar de los interregnos de regresión, estas formas del régimen social se han convertido, siempre, en las fuentes del progreso.

Hemos de renunciar, naturalmente, a la idea de exponer la historia de la humanidad como una cadena ininterrumpida de la evolución, desde la edad de piedra hasta nuestros días. El desarrollo de las sociedades no ha sido continuo. Algunas veces ha tenido que empezar de nuevo, como en la India, en Egipto, en Mesopotamia, Grecia, Roma, Escandinavia y Europa occidental, y siempre partiendo del clan primitivo y, después, de la comunidad rural. Pero, al observar estos casos separadamente, constatamos, en cada uno —sobre todo en la evolución de la Europa occidental desde la caída del Imperio romano—, una extensión continua de las concepciones de ayuda y defensa mutuas, desde el clan a la tribu, a la nación y, finalmente, a la unión internacional de las naciones. Por otra parte, a pesar de los períodos de regresión, manifestados aun entre las naciones más cultas, aparece, siempre —por lo menos entre los representantes del pensamiento avanzado en los pueblos cultos y en los movimientos populares progresivos—, el deseo de extender las concepciones corrientes de la solidaridad humana y de la justicia. y la tendencia a mejorar el carácter de las relaciones mutuas. Al propio tiempo vemos surgir el ideal, es decir, la idea de lo que es deseable para el porvenir.

El hecho de que la parte culta de la humanidad considere los períodos de regresión como manifestaciones transitorias y enfermizas, cuya repetición es preciso impedir, constituye una prueba del progreso del criterio ético. Y a medida que en las sociedades civilizadas crecen los medios para satisfacer las necesidades de todos los habitantes, abriendo, así, el camino para una concepción universal de la justicia, aumenta la importancia de los postulados éticos.

Desde el punto de vista de la Ética realista, el hombre puede, por lo tanto, no tan sólo creer en el progreso moral, sino fundamentar esta creencia científicamente, a pesar de todas las lecciones pesimistas de la Historia. Aunque en sus principios la fe en el progreso no haya pasado de ser una simple hipótesis (en toda ciencia, la hipótesis precede al descubrimiento), esta hipótesis ha resultado, después, científicamente comprobada.

Capítulo II. Visión de conjunto de los fundamentos de una nueva ética

Obstáculos que se oponen al progreso moral. —Desarrollo del instinto de comunidad. —Fuerza inspiradora de la Ética evolucionista. —Ideas y concepciones morales. —El sentimiento del deber. —Dos clases de acciones morales. —Significado de la actividad personal. —Necesidad de la creación propia. —Ayuda mutua, Justicia y Moralidad, como fundamentos de la Ética científica.

Si los filósofos empíricos, basándose en las ciencias naturales, no han conseguido hasta ahora probar la existencia de un progreso continuo de las concepciones morales (que puede ser considerado como el principio fundamental de la evolución) ello se debe a la oposición tenaz con que han tropezado de parte de los filósofos especulativos, es decir no científicos. Con tanta obstinación negaban estos últimos el origen empírico natural del sentido moral, tanto empeño ponían en atribuir al sentido moral un origen sobrenatural y tanta era la prodigalidad con que hablaban de la predestinación del hombre, del objeto de la vida, de las finalidades de la Naturaleza y de la Creación que forzosamente tenían que provocar una reacción en sentido contrario. Los evolucionistas contemporáneos, después de haber probado la existencia de la lucha por la vida en varias especies del mundo animal, no podían admitir que un fenómeno tan cruel, que tantos sufrimientos causa entre los seres vivos, sea expresión de la voluntad del Ser Supremo y negaron, por lo tanto, que en él residiera ningún principio ético. Tan sólo ahora, cuando empieza a considerarse como resultado de un desenvolvimiento natural la evolución sucesiva de las especies, así como de las razas e instituciones humanas y aun de los propios principios éticos, es posible estudiar, sin caer en la filosofía sobrenatural, los diversos factores que han contribuido a dicha evolución. Entre ellos figura la ayuda y la compasión mutuas, como fuerzas morales naturales. Pero siendo ello así, es preciso reconocer que hemos llegado a un momento de suma gravedad para la Filosofía. Porque tenemos el derecho de llegar a una conclusión y ella es que la lección que el hombre saca del estudio de la naturaleza y de su propia historia consiste en hacerle ver la existencia de una doble aspiración: por un lado la aspiración a la comunidad y por otro la aspiración, que emana de la primera, hacia una vida más intensa. Por consiguiente, hacia una mayor felicidad del individuo y a su más rápido progreso físico, intelectual y moral. Esa doble aspiración es el rasgo característico de la vida en general. Constituye una de las propiedades fundamentales de la vida (uno de sus atributos), sea cual fuere el aspecto que la vida revista en nuestro planeta o fuera de él. No es ni una confirmación metafísica de la universalidad de la ley moral ni una simple suposición. Sin un desenvolvimiento constante de la comunidad y por consiguiente de la intensidad de la vida y variedad de sus sensaciones, la vida misma es imposible. Esos elementos constituyen su substancia. Sin ellos la vida va a la disgregación y a la extinción. Es una ley de la naturaleza.

Resulta por lo tanto que la ciencia, lejos de destruir las bases de la Ética, le da —en oposición a las nebulosas afirmaciones metafísicas de la Ética trascendental, o sea sobrenatural— un contenido concreto. Y a medida que la ciencia penetra más hondamente en la vida de la naturaleza encuentra para la Ética evolucionista una certidumbre filosófica, en tanto que los pensadores trascendentales podían tan sólo apoyar sus ideas en hipótesis flotantes. Escasa justificación tiene, asimismo, un reproche que con frecuencia se hace a la Filosofía, basada en el estudio de la naturaleza. Se pretende que esta Filosofía puede conducirnos tan sólo al conocimiento de una verdad fría y matemática, sin influencia, por ser tal, sobre nuestra conducta; que en el mejor caso el estudio de la naturaleza puede inspirarnos el amor a la verdad, pero que la inspiración para las emociones superiores, como por ejemplo la infinita bondad, puede dárnosla tan sólo la Religión.

No es difícil probar que semejante afirmación carece por completo de fundamento y es, por consiguiente, falsa. El amor a la verdad es ya por sí sólo la mitad —y la mejor mitad— de toda doctrina moral. Las personas religiosas inteligentes lo comprenden muy bien. Y por lo que a la aspiración hacia el bien se refiere, la verdad a que más arriba se ha hecho alusión, es decir, el reconocimiento de la ayuda mutua como rasgo fundamental en la existencia de todos los seres vivos, es ciertamente una verdad inspiradora que un día habrá de encontrar su expresión digna en la poesía de la naturaleza, porque añade a la concepción de ésta un nuevo rasgo humanitario, Goethe, con la penetración de su genio panteísta, comprendió de un golpe toda su importancia filosófica,[8] al oír de labios de Eckermann una alusión a esta verdad.

A medida que adquirimos un conocimiento más exacto del hombre primitivo, se fortalece nuestro convencimiento de que en los animales con los cuales vivía en estrecha comunidad encontró el hombre las primeras lecciones de espíritu de sacrificio para la defensa de sus semejantes y el bien de su grupo, de infinita afección paternal y de reconocimiento de la utilidad de la vida en común. Los conceptos de virtud y vicio son concepciones zoológicas y no solamente humanas.

No cabe, por otra parte, poner en duda la influencia de las ideas e ideales sobre las concepciones morales ni tampoco la que éstas ejercen sobre la imagen intelectual de cada época. La evolución de una sociedad dada puede tomar a veces una dirección completamente falsa bajo la influencia de circunstancias externas: sed de enriquecimiento, guerras, etc., o, al contrario, elevarse a una gran altura. Pero en ambos casos el nivel intelectual de la época, influye siempre hondamente sobre el carácter de las concepciones morales, tanto de la sociedad como de los individuos.

Fouillée ha dicho, con evidente exactitud, que las ideas son fuerzas. Son fuerzas morales cuando son justas y suficientemente amplias para expresar la verdadera vida de la naturaleza en todo su conjunto y no tan sólo en uno de sus aspectos. Por lo tanto, el primer paso para la elaboración de una moral que pueda tener sobre la sociedad una influencia duradera consiste en sentarla sobre verdades firmemente establecidas. En efecto, uno de los principales obstáculos para la elaboración de un sistema completo de Ética que corresponda a las exigencias contemporáneas reside en el hecho de que la Sociología se encuentra aún en su infancia. La Sociología ha reunido hasta ahora tan sólo los materiales necesarios para los estudios encaminados a determinar la dirección probable de la evolución subsiguiente de la humanidad. Pero en este campo tropieza constantemente con una serie de arraigados prejuicios.

Lo que en primer término se exige ahora de la Ética es que encuentre en el estudio filosófico de los materiales ya reunidos lo que hay de común entre dos series de sentimientos que existen en el hombre, facilitando así no una transacción o compromiso, sino una síntesis, una generalización. De estos sentimientos unos empujan al hombre a someter a los demás para satisfacer sus fines personales, mientras que otros lo empujan a unirse con los demás para alcanzar en conjunto ciertas finalidades. Los primeros corresponden a la necesidad fundamental de lucha que siente el hombre, mientras los segundos corresponden a una necesidad también fundamental: la de unión y compasión mutuas. Es natural que entre esos dos grupos de sentimientos se establezca un combate; por ello mismo es absolutamente indispensable encontrar, sea como fuere, la síntesis que los reúna. Esta necesidad es tanto más urgente cuanto que, careciendo el hombre contemporáneo de normas fijas para orientarse en ese conflicto, derrocha en empeños inútiles sus fuerzas de acción. No puede el hombre creer que la lucha cruenta por la posesión que tiene lugar entre hombres aislados y entre las naciones sea la razón última de la ciencia, ni puede creer tampoco que la solución del problema pueda conseguirse solamente predicando la fraternidad y la resignación, como lo ha hecho durante tantos siglos el cristianismo, sin jamás conseguir que reinara la fraternidad entre los pueblos y los individuos, ni siquiera la tolerancia mutua entre las varias doctrinas cristianas. Iguales razones inducen a la mayoría de la gente a no creer en el comunismo.

Nos encontramos, pues, con que la tarea principal de la Ética consiste ahora en ayudar al hombre a resolver esta contradicción fundamental. A este fin hemos de estudiar atentamente los medios de los cuales se ha servido el hombre en varias épocas para obtener el mayor bienestar general, del conjunto de los esfuerzos de los individuos aislados, sin paralizar por ello la energía individual. Hemos de estudiar asimismo, para llegar a esa síntesis necesaria, las tendencias que se manifiestan ahora en el mismo sentido, ya sea como tentativas todavía vacilantes o tan sólo como posibilidades ocultas en el fondo de la sociedad contemporánea. Y como quiera que ningún nuevo movimiento consigue abrirse camino si no logra despertar cierto entusiasmo, necesario para vencer las resistencias de la rutina, la tarea fundamental de la nueva Ética ha de consistir en inspirar al hombre ideales capaces de despertar en él la exaltación entusiasta y las fuerzas indispensables para realizar la unión entre la energía individual y el trabajo para el bien común.

La necesidad de tener un ideal real nos obliga a examinar ante todo el argumento fundamental que se opone a todos los sistemas de Ética no religiosa. Se afirma que todos ellos carecen de la autoridad necesaria y no pueden, por consiguiente, despertar el sentimiento del deber, de una obligación moral.

Cierto es que la Ética empírica nunca ha pretendido tener el carácter obligatorio propio de los diez mandamientos de Moisés. Al sentar como imperativo categórico de toda moral la regla: Obra de tal modo que puedas siempre querer que la máxima de tu acción sea una ley universal, pretendía probar Kant que esta regla, para ser reconocida como universalmente obligatoria, no requiere ninguna confirmación suprema. Esta regla —afirmaba Kant— constituye una forma necesaria del pensamiento, una categoría de nuestra razón y no tiene su origen en consideraciones utilitarias.

La critica contemporánea, empezando por Schopenhauer, ha mostrado, sin embargo, que Kant no estaba en lo cierto. No explicó Kant por qué el hombre se encontraba sometido a la ley de su imperativo y es curioso que de los argumentos del filósofo se desprenda que la única razón para el reconocimiento universal de su ley reside precisamente en la utilidad social de la misma. Y, sin embargo, las mejores páginas de Kant son aquellas en que demuestra cómo en ningún caso las consideraciones utilitarias han de considerarse como base de moral. En realidad Kant escribió un elogio sublime del sentido del deber, pero sin hallar para este sentido otra base que la consciencia íntima del hombre y el deseo vivo en éste de conservar la armonía entre sus concepciones intelectuales y su conducta.[9]

La Ética empírica no pretende oponerse a los mandamientos religiosos con sus conceptos del deber como obligación. Hay que reconocer, por otra parte, que la moral empírica no está del todo desprovista de un cierto carácter de compulsión. La serie de sentimientos y hechos que desde Augusto Comte se llaman altruistas puede dividirse en dos clases. Hay hechos que son incondicionalmente necesarios para vivir en sociedad, que no cabe calificar de altruistas. Tienen carácter de reciprocidad y el interés propio juega en ellos un papel tan importante como en un acto de conservación. Pero al lado de los hechos mencionados hay otros que en absoluto carecen del carácter de reciprocidad. Quien los realiza da sus fuerzas, sus energías, su entusiasmo, sin esperar nada en cambio, ni remuneración o recompensa alguna; y aunque precisamente esos hechos son los factores primordiales de la perfección moral es imposible calificarlos de obligatorios. Es corriente, sin embargo, que los tratadistas confundan estos dos órdenes de hechos y en ellos reside la explicación de las numerosas contradicciones que aparecen en el tratamiento de los problemas éticos.

Pero, en realidad, no es difícil eliminar esa confusión. Ante todo no hay que confundir los problemas de la Ética con los del Derecho. La moral no resuelve el problema de saber si la legislación es necesaria o no. Su plano es superior. Son muchos, en efecto, los tratadistas que negando la necesidad de todo Derecho, apelaban directamente a la conciencia humana; en el primer período de la Reforma estos tratadistas ejercieron una influencia nada despreciable. En su esencia, la misión de la Ética no consiste en insistir sobre los defectos del hombre y en reprocharle sus pecados, sino en actuar en un sentido positivo, apelando a los mejores instintos humanos. Ha de determinar y explicar los principios fundamentales sin los cuales ni el hombre ni los animales podrían vivir en sociedad. Apela, al mismo tiempo, a razones superiores: al amor, al valor, a la fraternidad, al respeto de sí mismo, a la vida de acuerdo con el ideal. Finalmente ha de indicar al hombre que si quiere vivir una vida en la cual todas sus fuerzas puedan ser íntegramente utilizadas, es necesario que renuncie de una vez a la idea de que es posible vivir sin tener en cuenta las necesidades y los deseos de los demás.

Tan sólo a condición de que exista una cierta armonía entre el individuo y el mundo circundante, es posible acercarse a semejante ideal de vida —dice la Ética—. Y enseguida añade: fijáos en la naturaleza; estudiad el pasado del género humano y veréis cómo ello es cierto. Por lo tanto cuando el hombre, por una razón cualquiera, vacila sobre lo que tiene que hacer en un caso dado, la Ética viene en su ayuda y le dice que tiene que hacer lo que en un caso análogo desearía que hicieran con él.[10] Pero ni aun en este caso la Ética puede dictar al hombre una línea rigurosa de conducta y se ve obligada a considerar y pesar por su propia cuenta las varias alternativas que se le presentan. Es inútil, por ejemplo, aconsejar algo que signifique un riesgo a un hombre incapaz de soportar un fracaso; igualmente inútil es aconsejar a un joven lleno de energías la prudencia de un anciano: contestaría a este consejo con las palabras profundamente justas y bellas de Egmont al conde Olivier en el drama de Goethe. Y razón tendría para hacerlo. Como empujados por espíritus invisibles los caballos de fuego del tiempo corren veloces, arrastrando el carro ligero de nuestro destino; nosotros debemos tan sólo sostener las riendas valerosamente y cuidar de que el carro no se estrelle a derecha contra un peñasco o se derrumbe a izquierda en un precipicio. ¿Hacia dónde vamos? ¡Quién sabe! ¿Es que nos acordamos siquiera de dónde venimos? La flor ha de hacer necesariamente eclosión, aunque ello le cueste la vida, ha dicho Guyau en su obra La moral sin obligación ni sanción.

Y sin embargo no consiste la tarea fundamental de la Ética en repartir a cada cual los correspondientes consejos. Su finalidad es más bien la de dar un Ideal a los hombres en conjunto, que sirva a éstos instintivamente mejor que cualquier consejo, para guiarlos en la acción. Así como el ejercicio intelectual nos acostumbra a obtener casi inconscientemente toda una serie de conclusiones importantes, debe consistir así también la tarea de la Ética en crear en la sociedad una atmósfera tal en que se realicen casi impulsivamente, sin vacilaciones, todas aquellas acciones que conducen al bienestar de la comunidad y a la mayor felicidad posible de cada uno.

Tal es la última finalidad de la moral. Pero para alcanzarla es preciso emancipar nuestras doctrinas morales de sus contradicciones internas. Así, por ejemplo, la moral que predica el ejercicio del bien por misericordia y piedad lleva dentro de sí una mortal contradicción. Empieza afirmando el principio de justicia universal, es decir la igualdad o fraternidad absoluta, para declarar inmediatamente después que no vale la pena aspirar a esos ideales porque la igualdad es inasequible y la fraternidad, que constituye la base de todas las religiones, no debe ser concebida en sentido literal, sino tan sólo como una expresión poética de predicadores entusiastas. La desigualdad es una ley de la naturaleza —nos dicen los propagandistas religiosos, acordándose esta vez de la naturaleza y apoyándose en ella—. A este respecto nos aconsejan que sigamos las lecciones de la naturaleza y no de la Religión que ha criticado a la naturaleza. Pero cuando la desigualdad en la vida de los hombres se hace demasiado ostensible y las riquezas producidas se reparten con tanta injusticia que la mayoría de las gentes se ven obligadas a vivir en la más negra miseria, entonces se proclama el deber sagrado de compartir con los pobres lo que se puede, sin necesidad de que por ello los privilegiados pierdan su posición de tales.

Una moral semejante puede mantenerse durante cierto tiempo —y aun durante mucho tiempo— a condición de estar sostenida por la Religión. Pero cuando el hombre empieza a examinar la Religión desde un punto de vista crítico y en vez de la obediencia y el temor ciegos busca convicciones confirmadas por la razón, esta contradicción interna no puede mantenerse largo tiempo. Hay que despedirse de ella cuanto antes. La contradicción interna es una sentencia de muerte para toda Ética, un gusano que roe la energía del hombre.

Todas las teorías morales modernas deben llenar una condición fundamental. Han de abstenerse de encadenar la actividad del individuo, aunque sea bajo el pretexto de alcanzar una finalidad tan elevada como el bien de la comunidad o de la especie. En su admirable estudio de los sistemas éticos ha dicho Wundt que desde el período enciclopedista hacia mediados del siglo XVIII casi todos los sistemas éticos toman un carácter individualista. Pero esta observación es justa tan sólo hasta cierto punto, puesto que los derechos del individuo eran afirmados con energía tan sólo en el terreno económico. Pero también en este campo la libertad individual tanto en la práctica como en la teoría, resultaba más bien una apariencia que una realidad. En los demás campos, político, intelectual, estético, puede decirse que, a medida que se hacía más vigorosa la afirmación del individualismo económico, crecía también la sumisión del individuo a la organización Militar del Estado y a su sistema de instrucción, al propio tiempo que se reforzaba la disciplina necesaria para el mantenimiento de las instituciones existentes. Aun la mayoría de los reformadores más avanzados de nuestros días en sus previsiones sobre la sociedad futura creen en una absorción, mayor todavía que la actual, del individuo por la sociedad.

Una tendencia semejante no podía dejar de provocar la consiguiente reacción. Godwin a principios del siglo XIX y Spencer en la segunda mitad del mismo dieron expresión a esta protesta y Nietzsche ha llegado a afirmar que más valía echar por la borda todas las teorías morales si éstas no pueden encontrar otra base que el sacrificio del individuo a los intereses de la Humanidad. Esta crítica de las ideas morales corrientes, es, tal vez, el rasgo más característico de nuestra época, sobre todo si se tiene en cuenta que su motivo principal más que en la aspiración estrictamente egoísta a la independencia económica (como era el caso en el siglo XVIII de todos los defensores de los derechos del individuo, con excepción de Godwin) reside en un deseo apasionado de independencia individual para contribuir a formar una sociedad nueva y mejor, en la cual el bienestar de todos sería la base del completo desarrollo de la personalidad humana.[11]

El escaso desarrollo del individuo y la carencia de fuerza creadora personal y de iniciativa constituyen, sin duda, uno de los principales defectos de nuestra época. El individualismo económico no ha cumplido sus promesas: no ha determinado el desenvolvimiento intenso de la personalidad. Como en la antigüedad, la creación de las formas sociales continúa manifestándose con extrema lentitud y la imitación sigue siendo el medio principal para la propagación de las innovaciones. Las naciones contemporáneas repiten la historia de las tribus bárbaras y de las ciudades medioevales, comunicándose unas a otras los movimientos políticos, sociales, religiosos y económicos y las constituciones. Naciones enteras se han apropiado durante los últimos tiempos, con una rapidez asombrosa, la civilización industrial y la organización Militar de Europa. Y en estas mismas versiones de los viejos modelos puede apreciarse claramente hasta qué punto lo que llamamos civilización tiene un carácter superficial y está formado por simples procesos imitativos.

Es natural, por lo tanto, hacerse esta pregunta: ¿no contribuyen las doctrinas morales actuales a extender esa sumisión imitativa? ¿No han querido hacer del hombre el autómata intelectual de que nos habla Herbart, absorbido en la contemplación y temeroso, sobre todo, de las tempestades pasionales? ¿No habrá llegado ya el tiempo de defender los derechos del hombre vivo, lleno de energías, capaz de amar lo que vale la pena de ser amado y de odiar lo que merece odio, de un hombre dispuesto siempre a luchar por el ideal que exalta sus amores y justifica sus antipatías? Desde los filósofos de la Edad Antigua ha existido siempre la tendencia a pintar la virtud como una especie de sabiduría que exhorta al hombre más bien a cuidar la belleza de su alma que a luchar contra los males de su época. Más tarde se ha dado el nombre de virtud a la no resistencia al mal. Y durante muchos siglos la salvación personal, junto con la sumisión al destino y la indiferencia ante el mal, han constituido la esencia de la Ética cristiana. De ello surgían una serie de refinados argumentos en pro del individualismo virtuoso, y la glorificación de la indiferencia monástica ante el mal social. Afortunadamente se inicia ya la reacción contra una virtud tan egoísta y se plantea el problema de saber si la indiferencia ante el mal no es una criminal cobardía. ¿No tiene razón el Zend-Avesta al afirmar que la lucha activa contra Ariman, encarnación del mal, es la primera condición de la virtud?[12] El progreso moral es necesario pero sin el valor moral resulta imposible.

Tales son las exigencias que la moral ha de satisfacer. Todas ellas convergen en una sola idea fundamental. Es preciso elaborar una nueva doctrina moral, cuyos principios fundamentales sean bastante amplios para dar nueva vida a nuestra civilización, emancipada en sus aplicaciones prácticas tanto de las supervivencias del pensamiento trascendental y sobrenatural como de las concepciones estrechas del utilitarismo burgués.

Existen ya los elementos para una nueva concepción de la moral. La importancia de la sociabilidad y de la ayuda mutua en la evolución del mundo animal y en la historia del hombre puede, a mi juicio, ser aceptada como una verdad científica establecida y libre de hipótesis.

Podemos además admitir que, a medida que la ayuda mutua se convierte en una costumbre establecida en la sociedad humana y se ejerce por así decirlo instintivamente, su misma práctica conduce al desarrollo del sentido de la justicia, inevitablemente acompañado por el sentido de la igualdad. A medida que van desapareciendo las diferencias de clase, se abre camino la idea de que los derechos de un individuo determinado son tan inviolables como los de cualquier otro. En el proceso de transformación social esta idea cobrará cada vez un aspecto más amplio.

Ya en los comienzos de la vida social existió naturalmente, en cierta medida, la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y asimismo la encontramos entre los animales inferiores. Pero a medida que se arraigan las relaciones de igualdad y de justicia en las sociedades humanas va preparándose el terreno para el refinamiento de las mismas. Merced a ellas el hombre se acostumbra a descubrir el reflejo de su conducta en la sociedad entera, hasta tal punto que llega a abstenerse de molestar a los demás renunciando a la satisfacción de un apetito o de un deseo. Y hasta tal punto llega a identificar sus sentimientos con los de los demás que se halla dispuesto a sacrificar sus fuerzas para el bien de sus semejantes sin espera de recompensa. Sólo estos sentimientos y hábitos, calificados ordinariamente con los nombres poco exactos de altruismo y espíritu de sacrificio, son los que a mi juicio corresponden propiamente al dominio de la moral, aun cuando la mayoría de los escritores, bajo la denominación de altruismo, los agrupan junto al sentimiento de Justicia.

Ayuda mutua, Justicia, Moralidad: tales son las etapas subsiguientes que observamos al estudiar el mundo animal y el hombre. Constituyen una necesidad orgánica que lleva su justificación en sí misma y que vemos confirmada en todo el reino animal, empezando por sus capas inferiores en forma de colonias de organismos primitivos y elevándose hasta las sociedades humanas más adelantadas. Nos encontramos por lo tanto ante una ley universal de la evolución orgánica. Los sentimientos de Ayuda Mutua, de Justicia y de Moralidad están arraigados hondamente en el hombre, con toda la fuerza de los instintos. El primero de ellos —el instinto de la ayuda mutua— aparece como el más fuerte, mientras el último, desarrollado en último término, se caracteriza por su debilidad y su carácter menos universal.

Como la necesidad de alimentación, albergue y sueño, estos instintos son de conservación. Bajo la influencia que circunstancias determinadas pueden debilitarse y abundan los casos en que ese debilitamiento ha tenido lugar, ya sea en especie animales o en sociedades humanas. Pero las especies o sociedades en que este fenómeno se produce están condenadas a decaer y a fracasar en la lucha por la existencia. Si no se opera un retorno a las condiciones necesarias para su conservación y desarrollo progresivos, es decir a la Ayuda Mutua, la Justicia y la Moralidad, el grupo afectado —pueblo o especie— muere poco a poco y desaparece. Cuando deja de cumplir la condición esencial para el desarrollo progresivo queda condenado fatalmente a la decadencia y a la desaparición.

Tal es la base firme que nos da la ciencia para la elaboración de un nuevo sistema de Ética y para su justificación. En lugar de proclamar la bancarrota de la ciencia se nos presenta por lo tanto el problema de elaborar una Ética científica con los elementos que nos proporcionan las investigaciones contemporáneas sobre la teoría de la evolución.

Capítulo III. El principio moral en la naturaleza[13]

Origen del sentimiento moral en el hombre, según la teoría de Darwin. —Gérmenes del sentimiento moral en los animales. —Origen del sentimiento del deber en el hombre. —La ayuda mutua como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. —La sociabilidad en el mundo animal. —Relaciones de los salvajes con los animales. —Desarrollo del concepto de justicia entre las tribus primitivas.

La obra científica de Darwin no está limitada a la Biología. Ya en 1837, después de haber trazado, nada más que en rasgos generales, un ensayo de su teoría del origen de las especies, apuntó en su carnet: Mi teoría engendrará una nueva Filosofía. Y así ha ocurrido en la realidad. Al aplicar la teoría de la evolución al estudio de la vida orgánica, Darwin ha inaugurado una nueva era en la Filosofía; y en cuanto al ensayo sobre la evolución del sentido moral en el hombre, que escribió más tarde, constituye este trabajo un nuevo capítulo de la ciencia moral.[14]

En este ensayo mostró Darwin el verdadero origen del sentido moral y colocó el problema en un terreno puramente científico. Aunque sus conceptos puedan estar considerados como el desarrollo de las ideas de Shaftesbury y Hutcheson, hay que reconocer que inauguró un nuevo camino para la Ética y precisamente en la dirección trazada —en rasgos generales— por Bacon. De este modo resulta el fundador de una escuela ética, al igual que Hume, Hobbes y Kant.

La idea fundamental de la Ética de Darwin puede ser expuesta en pocas palabras. El mismo la ha fijado ya en las primeras líneas de su ensayo. Comienza con la glorificación del sentido del deber, recurriendo a las expresiones poéticas conocidas: ¡Deber! Pensamiento maravilloso que no obras ni por insinuación, ni por lisonja, ni por amenaza, amo sólo afirmando en el alma tu ley desnuda, obligando a respetarte y a obedecerte: ante ti enmudecen todos los groseros apetitos, por rebeldes que sean en secreto, ¿dónde se halla tu origen? Y este sentido del deber, es decir la conciencia moral, Darwin lo explica únicamente desde el punto de vista de la ciencia natural —una explicación— que según él, no había proporcionado hasta entonces ningún escritor inglés.[15]

En realidad, Bacon se acercó ya a una explicación semejante.

Desde el punto de vista de la evolución, Darwin ha repudiado el concepto de que cada hombre adquiere individualmente, en el curso de su vida, un sentido moral. Según él, este sentido procede de los sentimientos sociales instintivos o innatos en los animales, así como también en el hombre. La verdadera base de todos los sentimientos morales la veía en los instintos sociales, merced a los cuales un animal se complace en la sociedad de los suyos, en cierta simpatía para con ellos y en la posibilidad de prestarles algunos servicios. Darwin entendía la simpatía en el sentido exacto de esta palabra, no como compasión o amor, sino como sentimiento de compañerismo, de influencia mutua, esto es en el sentido de que el hombre puede ser influenciado por los sentimientos de los demás.

Después de haber formulado esta idea fundamental, Darwin ha señalado que en cada especie animal —a condición de que su capacidad espiritual se desarrolle en el mismo sentido que la humana— se desarrolla también, sin duda alguna, el instinto social. La imposibilidad de satisfacer este instinto despertará en el individuo el descontento y hasta le hará sufrir cuando, al reconsiderar sus actos, encuentre que en tal o cual caso ha obedecido no al instinto social, sino a otros instintos que, aunque más poderosos en el momento, son tan sólo pasajeros y no dejan una impresión realmente honda.

Así, pues, no concebía el sentido moral como una ofrenda mística de origen desconocido y misterioso, según se lo representaba Kant. No importa que animal —ha escrito— dotado de instintos sociales, incluso el cariño paternal y filial, puede indudablemente llegar a adquirir el sentido moral o la consciencia moral (el conocimiento del deber, según Kant) con tal de que su intelecto alcance el nivel del intelecto humano.

A estas dos ideas fundamentales, Darwin ha añadido otras dos secundarias.

A medida que se desarrolla el don de la palabra y la posibilidad de dar expresión a los anhelos de la sociedad, se transforma la opinión pública, en lo que concierne a la conducta de cada miembro de la sociedad, en un guía poderoso y aun principal de la conducta. Pero la fuerza de la aprobación o censura social depende completamente del grado de desarrollo de la simpatía mutua. Atribuimos cierta importancia a la opinión de nuestros semejantes únicamente porque simpatizamos con ellos. Y la opinión pública o social ejerce una influencia moral tan sólo cuando el instinto social ha alcanzado un grado bastante elevado.

Lo justo de esta observación es evidente. Desmiente el concepto de Mandeville (el autor de La Fábula de las abejas) y de sus partidarios en el siglo XVIII, que se empeñaban en presentar a la moral como una acumulación de las costumbres convencionales.

Finalmente ha considerado Darwin a la costumbre como un factor muy activo en la formación de la conducta hacia nuestros semejantes. La costumbre fortalece el instinto social y los sentimientos de simpatía mutua, así como la obediencia a la opinión pública.

Después de haber formulado en estas cuatro afirmaciones sus conceptos esenciales, ha procurado darles un amplio desarrollo.

En primer lugar ha estudiado la sociabilidad entre los animales: el contacto continuo que los relaciona, las advertencias mutuas y la ayuda que se prestan durante la caza y en caso de defensa contra los enemigos. A no dudarlo, ha dicho Darwin, los animales comunicativos se quieren mutuamente, cosa que no ocurre entre los animales desprovistos de instintos sociales. Esta simpatía mutua, tal vez, no se nota en los momentos ordinarios (por ejemplo durante los juegos), pero sí cuando los animales pasan una mala situación. Darwin lo demuestra con ejemplos asombrosos, algunos de los cuales se han hecho ya muy populares (como el pelícano ciego, descrito por Shaftesbury, o el ratón ciego, al cual alimentaban los suyos).[16]

Además del amor y de la simpatía, continúa, los animales están dotados de otras cualidades que nosotros los hombres hubiéramos calificado de morales. En apoyo de esta afirmación ha citado algunos ejemplos del sentido moral entre los perros y los elefantes.

En general, es concebible que para cada acción común —y toda la vida de ciertas especies animales consiste en acciones comunes— se necesita cierto sentido regulador. Desgraciadamente Darwin no ha estudiado en detalle el problema de la sociabilidad y de los comienzos del sentido moral entre los animales en la medida que corresponde a la importancia del asunto.

Tratando luego de la moral humana, observó que, aunque el hombre —por lo menos tal como lo vemos ahora— posee pocos instintos sociales, es sin embargo un ser sociable, que conserva, desde tiempos muy antiguos, cierto amor instintivo y cierta compasión para con sus semejantes. Esos sentimientos actúan como instintos impulsivos semiconscientes, ayudados por la razón, la experiencia y el deseo de aprobación de parte de los demás.

De este modo —concluye Darwin— los instintos sociales que el hombre había probablemente adquirido en un estado del desarrollo muy primitivo (tal vez cuando no distaba mucho de los monos-antropoides) le sirven aún ahora de guía en sus actos. Lo restante es el resultado del intelecto que se va desarrollando cada vez más y de la educación colectiva.

Por supuesto que estos conceptos parecerán justos únicamente a aquellos que reconocen que el intelecto animal se distingue del humano tan sólo en el grado de su desarrollo, pero no en la substancia. Pero a esta conclusión ha llegado también la mayoría de los investigadores de la Psicología comparada del hombre y de los animales. Las tentativas recientes de ciertos psicólogos para separar con un abismo infranqueable los instintos y el intelecto humanos del de los animales han fracasado por completo.[17] Claro está que, a pesar de cierta semejanza entre los instintos y el intelecto del hombre con el de los animales, no hay que considerarlos como idénticos. Al comparar, por ejemplo, a los insectos con los mamíferos, no hay que olvidar que las líneas de su desarrollo se habían separado ya en una época muy antigua. Existe una gran diferencia fisiológica en la estructura y la vida de varias especies de insectos (hormigas, abejas, avispas), así como entre varias clases de la misma especie (machos, trabajadoras, reinas), y al mismo tiempo una honda división fisiológica del trabajo en la colectividad. Una división semejante no existe entre los mamíferos. Por esta razón no se puede negar la existencia de la moral entre las abejas, fundándose, por ejemplo, en que éstas matan a los machos en sus colmenas. No en balde el ejemplo sacado por Darwin de la vida de las abejas ha sido acogido con tanta hostilidad en el campo religioso. Entre los insectos y los mamíferos existe un abismo tan profundo en lo que concierne a sus caminos de evolución que la comprensión mutua resulta muchas veces, imposible. La misma falta de comprensión —aunque en una escala menor— existe también entre las sociedades humanas en varios grados de la evolución.

Con todo eso los conceptos morales del hombre y los actos de los insectos que viven en común tienen tanta analogía que los más grandes preceptores de la moral no vacilaron en citar, como ejemplos dignos de imitación, ciertos rasgos de la vida de las hormigas y de las abejas. Nosotros no somos superiores a ellas en cariño para con los grupos respectivos. Por otro lado —sin hablar ya de las guerras o de los exterminios colectivos, tan frecuentes en la Historia, por motivos religiosos o políticos— las leyes de la moral humana en el curso de los siglos han sido sometidas a modificaciones y desfiguramientos muy hondos. Basta mencionar los sacrificios humanos en el altar de los dioses, el mandamiento de ojo por ojo y diente por diente del Antiguo Testamento, las ejecuciones capitales y torturas, etc., y comparar esta moral con el respeto para con todo ser viviente que habían predicado los antiguos hindúes, o con el perdón del mal sufrido, que predicaron los primeros cristianos, para comprender que los principios morales están sometidos a la misma evolución y a veces a la misma degeneración que todos los demás principios.

Nos vemos por consiguiente obligados a reconocer que si la diferencia entre los conceptos morales de una abeja y de un hombre obedece a la diferencia fisiológica, la semejanza asombrosa que existe entre ellos, en otros rasgos esenciales revela un origen común.

De este modo llegó Darwin a la conclusión de que el instinto social constituye la fuente común de todos los principios morales. Y procuró dar una definición científica de este instinto.

Por desgracia, la Psicología científica de los animales está aún muy poco estudiada. Por eso resulta muy difícil distinguir entre los instintos sociales propiamente dichos y los instintos paternales, filiales y otros semejantes, así como entre la simpatía mutua y los motivos utilitaristas, la experiencia y la imitación. Darwin se dio perfecta cuenta de la dificultad y por esta razón evitó las afirmaciones categóricas. Los instintos paternales y filiales constituyen, probablemente, la base de los instintos sociales, ha escrito, y en otra ocasión se expresó del modo siguiente: El sentimiento de placer por encontrarse en sociedad representa, según todas las probabilidades, el desarrollo del cariño paternal y filial, puesto que el instinto social está desarrollado merced a la larga convivencia de los hijos con sus padres.

Esta prudencia en las expresiones es muy natural, puesto que en otro lugar Darwin señala que el instinto social es un instinto especial diferente de los demás; la selección natural ha contribuido a su desarrollo en vista de su utilidad para la conservación y el bienestar de la especie. Tiene un carácter tan fundamental que a veces hasta triunfa en su lucha con un instinto tan poderoso como el cariño de los padres para con sus hijos. Así, entre los pájaros, cuando llega la época de la peregrinación otoñal, abandonan a veces a sus pequeños, incapaces de soportar un viaje tan largo, para no separarse de sus compañeros.

A este ejemplo tan importante puede añadirse que el mismo instinto social está muy desarrollado entre numerosos animales inferiores, por ejemplo, entre una especie de cangrejos y ciertos peces; en tales casos el instinto social no puede ser considerado como ampliación del instinto paternal o filial. Me inclino mucho más a considerarlo como el desarrollo de las relaciones entre hermanos o hermanas, o bien de los sentimientos de compañerismo que, según parece, se consolidan entre los animales (insectos y aun pájaros de varias especies) que han nacido de huevos al mismo tiempo y en el mismo lugar y que, por consiguiente viven juntos. Tal vez sería más justo considerar los instintos sociales y paternales como estrechamente unidos, de los cuales los primeros, siendo de origen más antiguo, son más fuertes pero que se desarrollaron en conjunto en el proceso general de la evolución del mundo animal. Naturalmente este desarrollo ha sido facilitado por la selección natural que ha mantenido el equilibrio entre ellos cuando se manifestaban en oposición uno a otro, contribuyendo de este modo al bien de toda la especie.[18]

La parte más importante de la Ética de Darwin es la explicación que da de la conciencia moral en el hombre, del sentido del deber y de los remordimientos de la conciencia. En la explicación de estos sentimientos ha sido puesta de relieve la debilidad de todas las teorías éticas. Como es sabido, Kant en su Ética, en general muy bien escrita, no consiguió demostrar por qué hay que obedecer a su imperativo categórico, si éste no es la manifestación de la voluntad del Ser Supremo. Podemos admitir que la ley moral de Kant (cambiando ligeramente su fórmula, pero dejando intacta la esencia) es la conclusión necesaria de la razón humana. Naturalmente, combatimos la forma metafísica que reviste la ley de Kant, pero al fin y al cabo su esencia —que Kant desgraciadamente no ha expresado— no es otra cosa que la justicia, la igual justicia para todos (équité, equity). Y al traducir el lenguaje metafísico de Kant al idioma de las ciencias inductivas podemos encontrar puntos de acuerdo entre su explicación del origen de la ley moral y la que nos proporcionan las ciencias naturales. Pero eso no resuelve más que la mitad del problema.

Al suponer (para no alargar demasiado la discusión) que la razón pura de Kant, prescindiendo de toda observación del sentimiento y del instinto, y únicamente en virtud de sus calidades innatas inevitablemente llega a la ley de la justicia, como el imperativo de Kant; al admitir aún que ningún ser pensante pueda llegar a una conclusión distinta —porque tales son las propiedades innatas de la razón— al admitir, digo, todo eso y al reconocer el carácter elevado de la Filosofía moral de Kant, queda, sin embargo, sin resolver el gran problema de toda doctrina moral, que es el siguiente: ¿Por qué el hombre debe obedecer a la ley moral o a las conclusiones de su razón? O por lo menos, ¿de dónde viene el sentimiento de lo obligatorio en el hombre?

Algunos críticos de la Filosofía moral de Kant han señalado ya que ésta ha dejado el problema sin resolver. Pero pudieran añadir que el propio Kant ha reconocido su incapacidad para resolverlo. Después de haber, durante cuatro años, pensado y escrito acerca de este problema, reconoció, en su Religión dentro de los límites de la mera razón (publicada en 1792, parte I), sobre el defecto esencial de la naturaleza humana, que no había podido encontrar la explicación del origen de la ley moral. De hecho renunció a la solución de todo este problema, reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, que señala su origen divino. Esta inconcebibilidad, ha escrito Kant, ha de inspirar al hombre entusiasmo y darle fuerza para todos los sacrificios que le exige la observación de su deber.[19]

Tal solución, después de cuatro años de esfuerzos, equivale a la renuncia absoluta, por parte de la Filosofía, de resolver el problema, dejando su resolución en las manos de la religión.

Así es como la Filosofía intuitiva reconoció su incapacidad para resolver aquel problema. Vamos a ver ahora cómo lo resuelve, desde el punto de vista naturalista, Darwin.

He aquí un hombre que, cediendo al instinto de conservación, no ha arriesgado su vida para salvar a su prójimo o bien que, empujado por el hambre, ha cometido un robo. En ambos casos obedecía a un instinto muy natural —y, sin embargo, está de mal humor; se reprocha su acto y piensa que debiera haber obedecido a otro instinto y haber actuado de modo diverso—.

La explicación, opina Darwin, es sencilla: en la naturaleza humana los instintos sociales más persistentes triunfan de los menos persistentes (the more enduring social instincts conquer the less persistent instincts).

Nuestra conciencia moral, continúa Darwin, reviste siempre el carácter de reminiscencia del pasado; levanta la voz cuando pensamos en nuestros actos pasados; es el resultado de la lucha, durante la cual el instinto individual, menos sólido y constante, resulta vencido por el instinto social más constante y persistente. Entre los animales que viven en común los instintos sociales siempre se manifiestan en primer término. Siempre están prestos a participar en la defensa de su grupo y en tal o cual forma acudir a la ayuda de los suyos. Experimentan un malestar cuando se encuentran aislados. Lo mismo ocurre con el hombre. Un hombre privado en absoluto de esos instintos, es un ser anormal.

Por otro lado, el deseo de satisfacer al hambre, de dar libre curso a su cólera, de evitar un peligro o de apropiarse de algo ajeno es, según su propia naturaleza, nada más que un deseo provisorio. Su satisfacción es siempre menos intensa que el propio deseo; al pensar en el más tarde, ya no podemos resucitarle con la misma intensidad que había tenido antes de su satisfacción. Resulta que el hombre, al satisfacer un deseo semejante, ha actuado en contra de su instinto social; pensando luego en su acto —lo que siempre hacemos— lega inevitablemente a la comparación entre el efecto del hambre o de la venganza satisfechas, del peligro evitado a costa del prójimo, etc., y el instinto de simpatía, que siempre está presente en nosotros y piensa en lo que el ambiente social, en que vive, califica de digno de elogio o, al contrario, censura severamente. Una vez esta comparación hecha, el hombre experimentará lo que experimenta siempre cuando no puede seguir sus instintos o inclinaciones, es decir el descontento que hasta le hace infeliz.

Luego muestra Darwin que la conciencia moral, que siempre está mirando hacia el pasado y sirve de guía para el porvenir, puede revestir en el hombre la forma de vergüenza, de remordimientos y de reproches crueles, cuando piensa en la desaprobación de su acto por parte de los que le inspiran simpatía. Poco a poco la costumbre consolidará la dominación de la conciencia, poniendo cada vez más de acuerdo los deseos y las pasiones individuales con los instintos y simpatías sociales.[20]

La dificultad general y principal para toda filosofía moral consiste en la explicación de los comienzos rudimentarios del sentimiento del deber, de la obligatoriedad en el intelecto humano del concepto del deber. Pero una vez dada la explicación, todo lo demás es explicado por la acumulación de la experiencia en la sociedad y el desarrollo de la razón colectiva.

De modo que tenemos, pues, en la doctrina de Darwin, la primera explicación del sentido del deber basada en la ciencia natural. Cierto es que está en contradicción con los conceptos corrientes acerca de la naturaleza humana y animal, pero es justo. Casi todos los que han escrito hasta ahora sobre la moral se basaban en un concepto no demostrado, afirmando que el instinto más poderoso en el hombre, y más aun en los animales, es el de la conservación que, a causa de una terminología poco exacta, identificaban con el egoísmo. Incluían en este instinto, por un lado, inclinaciones tan fundamentales como la defensa propia, la conservación propia y hasta la satisfacción del hambre; por otro lado, sentimientos como el deseo de dominación, la avidez, la maldad, la pasión vengativa, etc. Y esta mezcla de los instintos y sentimientos en los animales y los hombres de la cultura contemporánea concebían en forma de una fuerza todopoderosa y ubicua, que no encuentra en la naturaleza humana y animal oposición alguna, salvo cierto sentido de benevolencia o de misericordia.

Naturalmente, a los que profesan este concepto de la naturaleza del hombre y de los animales no les queda más que poner todas sus esperanzas en los llamamientos de los predicadores de la moral; el espíritu de sus doctrinas reside fuera de la naturaleza, fuera y por encima del mundo accesible a nuestros sentidos. Y buscan el apoyo para sus doctrinas en las fuerzas sobrenaturales. Y el que repudia conceptos semejantes —como por ejemplo Hobbes— no tiene más remedio que atribuir una importancia capital al poder coercitivo del Estado, guiado por legisladores geniales; de modo que en vez del sacerdote era el legislador quien poseía la verdad.

Desde la Edad Media los fundadores de las doctrinas éticas, que en su mayoría conocían mal la naturaleza, porque a su estudio preferían la Metafísica, han concebido el instinto de conservación del individuo combinación de la condición necesaria de la vida del hombre y de los animales. La obediencia a este instinto era para ellos una ley fundamental de la Naturaleza, mientras lo contrario hubiera conducido, según su concepto, a un gran daño para la especie, y, finalmente, a su desaparición. Y han llegado a la conclusión de que el hombre puede combatir sus inclinaciones egoístas tan sólo con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Por consiguiente, el triunfo del concepto moral se concebía como el triunfo del hombre en su lucha contra la Naturaleza, que se puede conseguir tan sólo con la ayuda desde afuera y como recompensa de sus buenas inclinaciones.

Se nos afirmaba, por ejemplo, que no hay virtud más elevada, ni triunfo más glorioso que el sacrificio de la propia vida para el bien de los hombres. Pero en realidad, el sacrificio para el bien de un hormiguero o de una bandada de pájaros, de antílopes o de monos, es un hecho puramente zoológico, que se repite a diario en la Naturaleza; exige de los centenares y millares de animales que lo ejercen tan sólo la simpatía mutua entre los miembros de la misma especie, la práctica continua de la ayuda mutua y la energía vital en el individuo.

Darwin, que conocía mejor la naturaleza, se atrevió a decir que de los dos instintos —el social y el individual— el social es más fuerte, persistente y constante. Y tenía mucha razón. Todos los naturalistas que han estudiado la vida de los animales —sobre todo en las partes del globo poco pobladas aun por el hombre— están de acuerdo con él. El instinto de la ayuda mutua está, en efecto, desarrollado en todo el mundo animal, porque la selección natural le mantiene, exterminando sin piedad alguna a las especies en las cuales este instinto pierde, por talo cual causa, su fuerza. En la gran lucha por la existencia contra las rudezas del clima y contra los enemigos de todo género, las especies animales que ejercen la ayuda mutua resultan vencedoras, mientras que las que no la ejercen desaparecen poco a poco. Lo mismo observamos en la Historia de la Humanidad.

Es curioso que, al atribuir tanta importancia al instinto social, volvemos a lo que había comprendido ya el gran fundador de la ciencia inductiva, Bacon. En su célebre obra Instautario Magna, Bacon ha escrito: Todos los seres vivos poseen el instinto (appetite) para dos géneros de bienes: unos son los del individuo mismo y otros son los bienes que sirven al individuo como parte y de una entidad; este último instinto es más precioso y más fuerte que el primero, puesto que contribuye a la conservación de algo más amplio. El primero puede calificarse de bien del individuo, el segundo de bien de la comunidad. Siempre ocurre que los instintos están guiados por el deseo de conservar lo más amplio.[21]

En otro sitio vuelve Bacon al mismo concepto, hablando de dos apetitos (instintos) de los seres vivos: 1) conservación propia y 2) multiplicación y propagación. El segundo instinto —añade— como más activo, parece más poderoso y más precioso que el primero. Desde luego que una concepción semejante del mundo animal no está de acuerdo con la teoría de la selección natural que concibe la lucha por la existencia dentro de la misma especie como condición indispensable para la aparición de nuevas especies y para la evolución, es decir, para el desarrollo progresivo en general.

He tratado detalladamente este asunto en mi obra La ayuda mutua y no me preocuparé de él en estas páginas. Añadiré tan sólo la observación siguiente: durante los primeros años después de la publicación de El origen de las Especies de Darwin, todos nos sentimos inclinados a creer que la lucha aguda por los medios de existencia entre los miembros de la misma especie era indispensable para intensificar la variación y engendrar la aparición de las nuevas especies, Mis observaciones de la Naturaleza en Siberia me inspiraron, sin embargo, las primeras dudas en lo que concierne a la lucha aguda dentro de la misma especie. Pude observar, al contrario de lo que se creía, la enorme importancia de la ayuda mutua durante las peregrinaciones de los animales y para la conservación de la especie en general. Luego, a medida que la Biología penetraba más hondamente en el estudio de la naturaleza de los seres vivos y tomaba conocimiento de la influencia directa del ambiente que produce modificaciones en un sentido determinado —sobre todo en los casos en que, durante las peregrinaciones, una parte de la especie quedaba aislada de las demás— era ya posible concebir la lucha por la existencia en un sentido más amplio y más hondo. Los biólogos se vieron en la obligación de reconocer que los grupos animales actúan con frecuencia como un ser colectivo, luchando contra las condiciones desfavorables o con los enemigos exteriores —por ejemplo las especies vecinas— mediante la ayuda mutua dentro del propio grupo. En este caso nacen costumbres que reducen la lucha interior por la existencia y al mismo tiempo conducen al desarrollo superior del intelecto entre los que ejercen la ayuda mutua. Ejemplos semejantes abundan en la Naturaleza. En cada clase de animales son precisamente las especies más comunicativas las que están en un grado de desarrollo superior. De modo que la ayuda mutua dentro de la especie es —como lo ha señalado ya Kessler— el factor principal de lo que puede calificarse como desarrollo progresivo.

Así es que la Naturaleza puede ser considerada como el primer preceptor de Ética, de principios morales para los hombres. El instinto social, innato al hombre y a todos los animales sociales, constituye la fuente de todas las ideas éticas y de todo el desarrollo consiguiente de la moral.

Esta base para todo estudio de la teoría de la moral ha sido señalada por Darwin trescientos años después de las primeras tentativas hechas en este sentido por Bacon, en cierta medida también por Spinoza y Goethe.[22] Concibiendo al instinto social como punto de partida para el desarrollo consiguiente de los sentimientos morales era ya posible, después de haber consolidado esta base por hechos nuevos, construir sobre ella toda la Ética. Pero una labor semejante no ha sido todavía hecha hasta ahora.

Los teóricos de la teoría de la evolución que han tratado el problema de la moral emprendieron, por tal o cual razón, caminos inaugurados por los precursores de Darwin y de Lamarck, pero no los que había trazado —tal vez superficialmente— Darwin en su Origen del Hombre.

Esta observación se refiere también a Heriberto Spencer. Sin examinar aquí su Ética (lo que haré en otro sitio), diré tan sólo que ha construido su Filosofía de la moral de un modo distinto. Las partes ética y sociológica de su Filosofía sintética han sido escritos mucho antes de la publicación del ensayo de Darwin acerca del sentido moral, bajo la influencia de Augusto Comte, en parte del utilitarismo de Bentham y de los sensualistas del siglo XVIII.[23]

Tan sólo en los primeros capítulos de La justicia (publicados en la revista Nineteenth Century en marzo y Abril 1890) menciona Spencer la Ética de los animales y la justicia infrahumana, a las cuales tanta importancia había atribuido Darwin para el desarrollo del sentido moral en el hombre. Es curioso que esta mención quede aislada de los demás conceptos éticos de Spencer, puesto que no consideraba a los hombres primitivos como seres sociales cuyas comunidades hubieran constituido la continuación de las tribus y sociedades entre los animales. Siguiendo fielmente a Hobbes veía en las tribus salvajes aglomeraciones sin lazos sólidos, ajenas unas a otras, que viven en hostilidad continua; según su concepto, esas aglomeraciones han salido del estado caótico tan sólo cuando un hombre de cualidades superiores, apropiándose el poder, ha organizado la vida social.

De este modo el capítulo sobre la Ética animal, añadido por Spencer más tarde, constituye una parte por encima de su Filosofía moral; no ha creído necesario explicar por qué había cambiado en este punto sus conceptos anteriores. De todos modos, según Spencer el sentido moral en el hombre no constituye el desarrollo posterior de los sentimientos de la sociabilidad que habían existido ya entre los antepasados del hombre. Según él, el sentido moral nació en las sociedades humanas mucho más tarde, como resultado de las restricciones inauguradas por sus directores políticos, sociales y religiosos (Datos de la Ética, 45). El concepto del deber como lo afirmaba, después de Hobbes, también Bain, no es según Spencer más que un producto de coerción por parte de los jefes durante los primeros períodos de la vida humana, o más bien dicho una reminiscencia de esta coerción.

Esta suposición —que sería difícil confirmar por un estudio científico— pone su sello a toda la Ética de Spencer. Para él la Historia de la Humanidad se reparte en dos períodos: Militar, que ha regido hasta ahora, e industrial que lentamente nace en nuestros días; y cada uno de esos períodos exige una moral especial. Durante el período Militar la coerción era más que necesaria: sin ella no había progreso posible. En ese grado del desarrollo de la Humanidad era también indispensable que el individuo fuera sacrificado para el bien de la sociedad y que un código moral especial fuera elaborado con tal objeto. Esta necesidad de la coerción y del sacrificio del individuo habrá de perdurar hasta que el período industrial sustituya plenamente al período Militar. Así es que Spencer admite dos Éticas distintas aplicadas a dos períodos del desarrollo (Datos de la Ética, 48-50), lo que le conduce a una serie de conclusiones basadas por entero en este concepto central.

Por consiguiente la doctrina de la moral no es otra cosa que la búsqueda de un compromiso, de un acuerdo entre la ley de hostilidad y el mandamiento de benevolencia, entre la igualdad y la desigualdad (pág. 85). Y como no hay acuerdo posible entre esos dos principios opuestos —puesto que el advenimiento del régimen industrial será realizable tan sólo cuando termine su lucha contra el régimen Militar— lo único que resulta posible es predicar cierta benevolencia entre los hombres, para suavizar un poco el régimen actual, basado en principios individualistas. Por esta razón la tentativa de Spencer de establecer, sobre una base científica los principios fundamentales de la moral fracasó, llegando al fin a la conclusión en absoluto inesperada de que todas las teorías de la moral, filosóficas y religiosas, se completan una a la otra. El concepto de Darwin era completamente distinto según él, la fuente de todos los sistemas éticos y doctrinas morales, incluso la parte ética de las religiones, estaba constituida por la sociabilidad y la fuerza del instinto social, que se manifiesta ya entre los animales y, más aun entre los salvajes primitivos; pero Spencer, igual que Huxley, vacila entre las teorías de la coerción, del utilitarismo y de la religión, viendo en ellas la fuente de la moral.

Para terminar, hay que decir que aunque el concepto de Spencer acerca del antagonismo entre el egoísmo y el altruismo semeja mucho al concepto de Comte, este último, a pesar de su negación del desenvolvimiento de las especies, se acercaba más al concepto de Darwin que Spencer. Al tratar de la importancia de los instintos sociales e individuales, Comte, sin vacilación alguna, reconoció el papel preponderante de los primeros. Hasta veía en este reconocimiento el rasgo característico de la Filosofía moral que había en absoluto roto con la Teología y la Metafísica. Desgraciadamente Comte no ha desarrollado esta afirmación suya hasta su conclusión lógica.[24]

Según está ya dicho antes, ninguno de los discípulos de Darwin ha procurado desarrollar su Filosofía ética. Jorge Romanes pudiera constituir una excepción, puesto que había proyectado, después de sus estudios acerca del intelecto de los animales, dedicarse al estudio de la ética animal. Coleccionaba ya los datos necesarios a este fin.[25] Pero desgraciadamente lo hemos perdido antes de que pudiera terminar su obra.

En cuanto a los demás partidarios de la teoría evolucionista o bien llegaron a conclusiones completamente distintas de los conceptos de Darwin —como Huxley en su conferencia Evolución y Ética— o bien basándose en esta teoría, siguieron otros caminos. Tal es la Filosofía moral de J. M. Guyau,[26] en la cual éste se ocupa de las manifestaciones superiores de la moral, sin mencionar siquiera la Ética de los animales.[27] Por esta razón he creído necesario examinar de nuevo este problema en mi obra La ayuda mutua como factor de la evolución, en la cual los instintos y costumbres de la ayuda mutua son considerados como uno de los principios fundamentales de la evolución.

Ahora tenemos que examinar las mismas costumbres sociales desde un doble punto de vista: desde el de las inclinaciones heredadas y desde el de las enseñanzas éticas que nuestros antepasados primitivos sacaron al observar la naturaleza. He de recordar a este respecto, en rasgos generales, ciertos datos que había expuesto ya en mi estudio antes mencionado con el objeto de subrayar su significación ética.

Después de haber examinado la ayuda mutua en su cualidad de arma en la lucha por la existencia, es decir en el sentido que importa a un naturalista, voy ahora a señalar su importancia como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. Desde este punto de vista el problema tiene mucho interés para la Filosofía ética.

El hombre primitivo había vivido en la comunión estrecha con los animales. Con ciertos de ellos había, probablemente, repartido su vivienda en las montañas, a veces en las cavernas. Con frecuencia repartía con ellos también sus alimentos. Tan sólo hace unos ciento cincuenta años los indígenas de Siberia y de América pasmaron a nuestros naturalistas por su hondo conocimiento de las costumbres de los animales y pájaros más salvajes. Pero el hombre primitivo estaba en un contacto aun más estrecho con los habitantes de los bosques y estepas y los conocía mejor aun. El exterminio en masa de los animales y pájaros mediante los incendios de los bosques, de las flechas envenenadas, etc., no había tenido lugar aun. La abundancia asombrosa, casi inverosímil de los animales que —según la admirable descripción de naturalistas de primer orden como por ejemplo Audubon. Azara y otros muchos— habían encontrado en América los primeros colonos puede darnos una idea de la densidad de la población animal sobre la Tierra durante el primer período post-glacial.

El hombre de la edad de piedra anterior y posterior ha vivido pues en contacto estrecho con sus hermanos mudos, igual que Behring, que se vio en la obligación de pasar el invierno, junto con sus compañeros, entre un sinnúmero de zorros polares, que corrían entre ellos, devoraban los víveres y hasta roían, durante la noche, las pieles que servían a la gente de colchones.

Nuestros antepasados primitivos han vivido entre los animales y con ellos. Y desde el día en que comenzaron a ordenar, aunque sea superficialmente, sus observaciones de la naturaleza, trasmitiéndolas a sus hijos, la vida y las costumbres de los animales, constituyeron los elementos principales de una especie de enciclopedia verbal y de la sabiduría práctica, que encontraba su expresión en sentencias y proverbios. La Psicología animal ha sido la primera estudiada por el hombre; hasta nuestros días constituye el tema predilecto de conversaciones alrededor de un fuego en los bosques o campos. La vida de los animales, estrechamente unida a la de los hombres, ha sido también objeto de los primeros comienzos del arte: inspiraba a los primeros grabadores y escultores y constituía un elemento indispensable de las creencias éticas más antiguas, así como de los mitos sobre la creación del Universo.

En nuestros días lo primero que la Zoología enseña a nuestros hijos son las descripciones de las bestias feroces: leones y tigres. Pero lo primero que habían tenido que aprender los salvajes primitivos ha sido que la naturaleza representa una enorme aglomeración de tribus animales: de los monos, que tan poco difieren del hombre; de los lobos, que siempre andan en busca de alimentos; de los pájaros, que todo lo saben y todo lo cuentan; de las hormigas, que trabajan sin descanso, etc.[28] Para los salvajes primitivos los animales no eran otra cosa que la continuación de su propia tribu, pero mucho más hábiles que los propios hombres. El primer concepto general sobre la naturaleza —muy poco determinado, que apenas se distinguía de una simple impresión— era probablemente la idea de que los hombres y los animales son inseparables. Nosotros podemos separarlos, pero nuestros antepasados primitivos no lo podían. Hasta es dudoso que fueran capaces de concebir la vida aparte de una raza o de un grupo.

En esa época un concepto semejante de la naturaleza era indispensable. Entre los monos, su vecino más próximo, el hombre, veía centenares de especies[29] que vivían en grandes sociedades, en las cuales todos los miembros estaban estrechamente unidos. El hombre veía que los monos se apoyaban mutuamente en su busca de alimentos se trasladaban con precauciones infinitas, combatían en común a los enemigos, se prestaban unos a otros pequeños servicios, durante el frío se mantenían apretados unos a otros, etc. Por supuesto, había también no pocas riñas entre los monos; pero durante estas riñas hacían más ruido que daño; en cambio, cuando aparecía un peligro cualquiera, daban pruebas admirables de amistad mutua, sin hablar ya del cariño de las madres para con sus hijos y de los ancianos para con todo el grupo. Resulta, pues, que la sociabilidad fue el rasgo característico entre los monos. Cierto es que existen hasta ahora dos especies de monos —el gorila y el orangután— que forman tan sólo pequeñas familias; pero ocupan un territorio muy reducido, lo que constituye la prueba de que son especies condenadas a la desaparición; tal vez porque el hombre las exterminaba tomo especies demasiado semejantes a sí mismo.

El salvaje primitivo veía y sabía además que aún entre los animales rapaces rige una ley común: no se matan entre ellos jamás. Al contrario, hay especies en extremo sociales, como por ejemplo, todas las especies caninas: los chacales, los perros salvajes de la India y las hienas.

Aun las especies que viven en pequeñas familias, si son bastante inteligentes (como por ejemplo los leones) se unen para cazar en común, igual que las especies caninas.[30] En cuanto a las que viven —por lo menos ahora— completamente aisladas (como por ejemplo los tigres), también observan la misma ley: no se matan entre sí. Aun en nuestros días, en que los tigres están obligados a vivir no lejos de las aldeas, porque no existen ya los innumerables rebaños de animales salvajes que poblaban antes grandes llanuras de tierra; aun ahora, según atestiguan los campesinos de la India, los tigres respetan mutuamente sus territorios respectivos y no pelean entre sí. Es muy probable que aun las raras especies de gatos (casi todos animales nocturnos), los osos, zorros, etc., no siempre han vivido aisladamente. Respecto a algunos de ellas (osos, zorros) he conseguido recoger indicaciones positivas de que habían vivido en común hasta que se inauguró su exterminio por parte del hombre. Otros siguen viviendo en común hasta ahora en los desiertos. De modo, pues, que tenemos motivos suficientes para pensar que casi todos los animales han vivido en común.[31] Pero aun admitiendo que haya habido siempre algunas especies animales que han vivido aisladas, podemos estar seguros de que no eran más que excepciones de la regla general.

Por consiguiente la naturaleza ha venido enseñando que aun los animales más fuertes están obligados a vivir en común. Los salvajes, al observar cómo los perros de la India, por ejemplo, triunfaban en su lucha contra las fieras mucho más robustas, se dieron cuenta de la importancia de la unión de las fuerzas, que inspira confianza y valor a cada individuo.

En los bosques y praderas nuestros antepasados primitivos han visto a millones de animales que formaban enormes sociedades de tribus y especies.

Innumerables rebaños de cabras salvajes, ciervos, búfalos, caballos salvajes, burros, cebras, etc., vagabundeaban en común a través de las praderas; aun, según testimonios muy recientes de varios exploradores, se ha visto en el África Central a las cabras, antílopes y jirafas apacentándose en común. A medida que el hombre aprendió cómo vivían los animales, se fue penetrando de la idea de que todos ellos viven en unión estrecha. Aun cuando parecían completamente absortos por la busca de los alimentos se observaban mutuamente, prestos a cada momento a unirse para una acción común cualquiera. También veía el hombre que los ciervos y las cabras, cuando se dedican a no importa qué ocupaciones o juegos, tienen siempre centinelas que vigilan con mucho celo y advierten a los suyos del peligro. Veía también que, en caso de un ataque, los varones y las hembras forman un círculo estrecho alrededor de los hijos, defendiéndoles valerosamente con riesgo para su propia vida. Sabía el hombre que la misma táctica se aplica en los rebaños de los animales en caso de retirada.

El hombre primitivo sabía todo eso —todo lo que nosotros no sabemos— o que de buen gusto olvidamos. Y describía luego en sus relatos y mitos estas acciones heroicas de los animales, adornando su Poesía primitiva con tales actos de habilidad y de sacrificio propio e imitándolos en sus costumbres religiosas, que hoy con falsedad son consideradas como danzas.

Menos aun podían los salvajes primitivos ignorar las grandes emigraciones de los animales. Tras ellas iba también el hombre, como aun hoy los indígenas del Norte, que vagan junto con los rebaños de ciertos salvajes. Nosotros con nuestra sabiduría dudosa sacada de los libros y nuestra ignorancia de la naturaleza, no somos capaces de comprender cómo los animales, esparcidos por grupos a través de un inmenso territorio, se reúnen en un sitio para atravesar un río (como lo he visto en las orillas del Amur) o trasladarse en común al Norte, al Sur o al Oeste; pero nuestros antepasados, que atribuían a los animales un intelecto superior al propio, consideraban estos acuerdos como una cosa natural. Según su concepto, todos los animales —fieras, pájaros, peces— están en comunión continua entre sí. Se advierten el peligro unos a otros mediante signos o sonidos que el hombre no entiende; se informan unos a otros acerca de toda clase de acontecimientos; forman, en fin, una enorme sociedad con sus tradiciones de buena vecindad y de cortesía. Huellas profundas de una concepción semejante de la vida de los animales se conservan hasta nuestros días en los cuentos y leyendas de los pueblos.

De las animadas, densamente pobladas y alegres colonias de marmotas, ratas de los campos, nutrias, etc., que abundaron tanto en las orillas de los ríos durante la época post-glacial, el hombre primitivo, todavía nómada, ha podido aprender las ventajas de la vida sedentaria, de una vivienda constante y de un trabajo en común. Aun en nuestros tiempos (lo he visto hace un medio siglo) los nómadas cuidadores de rebaños, que a veces ostentan una perspicacia asombrosa, aprenden, observando a los gerbos (Jamias Striatus) las ventajas de la agricultura y de los silos, puesto que cada otoño se los saquean y se apropian sus plantas y raíces comestibles. Según relata Darwin, ciertos salvajes, durante un año en que sufrían hambre aprendieron, observando a los monos, qué géneros de frutos pueden servir de alimento. Indudablemente los silos de varios animales roedores, llenos de granos, han inspirado por primera vez al hombre la idea de cultivar la tierra. Los libros sagrados del Oriente contienen no pocas indicaciones acerca de la previsión y el celo trabajador de los animales, que pudieran servir de modelo al hombre.

Los pájaros, a su vez, daban a nuestros antepasados remotos, lecciones de una sociabilidad muy estrecha, de sus ventajas y goces. Grandes sociedades de patos, gansos y otros pájaros enseñaban al hombre lo útil de la vida en común al defender con éxito, todos juntos, sus hijos y sus huevos. Los salvajes que habían vivido en las selvas y en las orillas de los ríos, podían observar la vida de los pájaros jóvenes, que en el otoño formaban grandes bandadas, dedicadas durante una mitad del día a la busca de los alimentos, en tanto que el tiempo restante cantaban y se divertían en común.[32] Tal vez las reuniones de pájaros en el otoño hayan inspirado al hombre la idea de juntarse, en el otoño, en tribus enteras para la caza en común (lo que los mongoles llaman aba y los tungusos cada) —caza que dura uno o dos meses— y constituye una fiesta para toda la tribu, consolidando al mismo tiempo la parentela entre los grupos y las uniones federales.

Observaba también el hombre los juegos que tanto apasionan a ciertas especies de animales, sus deportes, sus conciertos y bailes (véase el apéndice a La Ayuda Mutua), sus excursiones en común por las tardes. Observaba los mítines ruidosos de las golondrinas y otros pájaros, que tienen lugar en el otoño, cada año en el mismo sitio, antes de emprender sus peregrinaciones hacia el Sur. Asombrado seguía con los ojos a las inmensas bandadas de pájaros en el cielo, o bien a los innumerables rebaños de búfalos, ciervos o marmotas que, dirigiéndose en columnas densas hacia el Norte o el Sur, le obstruían, durante días enteros, las rutas.

El salvaje conocía bien estos milagros de la naturaleza, tan olvidados en nuestras ciudades y Universidades, estas bellezas de la vida que ni siquiera mencionan nuestros muertos libros de Historia Natural, mientras los informes de los grandes exploradores, como por ejemplo Audubon, Humboldt, Azara, Brehm, Severzoff y tantos otros se cubren de polvo en las bibliotecas.

En tiempos remotos la vida de los ríos y lagos tampoco constituía un misterio para el hombre. Conocía bien a sus habitantes. Así, hasta en nuestros días, los semisalvajes del África profesan un hondo respeto para con el cocodrilo. Le consideran como un pariente próximo del hombre, aun como su antepasado. Evitan pronunciar en voz alta su nombre, sino que le llaman el abuelo o le dan otra significación cualquiera, muy respetuosa; según ellos, el cocodrilo actúa como los hombres mismos. Nunca tomará sus alimentos sin repartirlos con sus parientes. Y si a un hombre cualquiera se le ocurre matar a un cocodrilo, no por razones de la venganza por su tribu —lo que es un acto legal— los salvajes están seguros de que los parientes del asesinado han de vengarse, matando a uno de la tribu a la cual pertenece el asesino. Por esta razón si un cocodrilo ha devorado a un negro, los parientes de la víctima se empeñan en matar precisamente al cocodrilo culpable, por temor de que, si matan a otro cualquiera, los parientes de éste tendrán que vengar su muerte. Y después de haber matado al cocodrilo que, según ellos, es el culpable, los negros examinan cuidadosamente sus entrañas con objeto de encontrar en su estómago los restos de su pariente devorado, para estar seguros de que no se hayan equivocado, y de que precisamente ese cocodrilo es el que ha merecido la muerte. Y al no encontrar resto alguno del devorado se empeñan en presentar sus excusas a los parientes del cocodrilo inocentemente muerto y siguen buscando al verdadero culpable, pues de otro modo aquellos parientes han de vengarse contra la tribu entera.

Creencias análogas están en vigor entre los pieles rojas en lo que concierne a ciertas especies de serpientes y de lobos; entre los ostiaks del Norte, en lo que concierne al oso, etc. Su significado para la elaboración posterior del concepto de la justicia es evidente.[33]

También pasmaban al hombre primitivo las bandadas de peces con sus peregrinaciones en masa y con sus exploradores que previamente estudiaban las rutas. Las huellas de la honda impresión producida por las costumbres de los peces se pueden encontrar hasta ahora en las leyendas de muchas tribus salvajes. Así, por ejemplo, una leyenda está consagrada a cierto Decanavido, al cual los pieles rojas atribuyen la creación de su tribu; este Decanavido, antes de dedicarse a su obra, se apartó de las gentes para meditar en el seno de la naturaleza. Se colocó en las orillas de un arroyo límpido, lleno de peces, y se puso a observar cómo los peces jugaban en pleno acuerdo; y allí concibió la idea de dividir a su pueblo en géneros y clases o tótems.[34] En otras leyendas un representante sabio de tal o cual tribu aprende la sabiduría al observar las costumbres de los castores, de las ardillas o de los pájaros.

En general, para un hombre primitivo los animales son seres enigmáticos, misteriosos, dotados de un amplio conocimiento de la naturaleza. Merced a sus sentidos más refinados que los nuestros, y merced a que se comunican mutuamente todo lo que observan durante sus peregrinaciones, los animales, según el concepto del hombre primitivo, saben lo que ocurre a una distancia de muchos kilómetros del lugar. Y si un hombre cualquiera los trata sin recurrir a la astucia o a la mentira, le advierten del peligro, como lo hacen para con los suyos. Pero si no es honrado en sus relaciones con ellos, no se preocupan para nada de él. Las serpientes y los pájaros (la lechuza hace el papel de jefe de las sierpes), las fieras y los insectos, los lagartos y los peces, todos se entienden y se comunican mutuamente sus observaciones. Todos constituyen una especie de gran fraternidad, en la cual a veces admiten también al hombre.

Hay naturalmente en el seno de esta fraternidad uniones más estrechas, compuestas por los seres de la misma sangre. Los monos, los osos, los lobos, los elefantes, las liebres y la mayoría de los roedores, los cocodrilos, etc., conocen a perfección a los suyos y no toleran que uno de ellos sea matado por un hombre sin que el muerto sea honradamente vengado. Este concepto parece ser de origen muy remoto y se había formado en la época en que el hombre no era todavía carnívoro y no perseguía a los pájaros y a los mamíferos para comerlos. Se convirtió en carnívoro, probablemente, durante la era glacial, cuando las plantas habían desaparecido a causa del frío. Pero el concepto arriba mencionado se ha mantenido hasta nuestros días. Aun ahora un salvaje se cree obligado a observar, durante la caza, ciertas reglas para con los animales; por lo menos al terminar la caza tiene que cumplir ciertos ritos expiatorios. Algunos de estos ritos son rigurosamente observados hasta en nuestros días —por ejemplo entre los aborígenes del Amur— sobre todo cuando se trata de los animales considerados como socios del hombre, por ejemplo el oso.

Se sabe que dos hombres pertenecientes a diferentes tribus pueden hacerse hermanos después de haber mezclado su sangre, para lo cual ambos se hieren ligeramente. En los tiempos antiguos era esta una costumbre muy frecuente. Por los cuentos y las leyendas de todos los pueblos, sobre todo de los escandinavos, sabemos que este tratado de sangre era religiosamente respetado. Pero tratados análogos eran también muy corrientes entre el hombre y varios animales. Las leyendas los mencionan con mucha frecuencia: así por ejemplo un animal, viendo que el hombre está a punto de matarlo, le suplica no lo haga; el hombre acepta y ambos se hacen hermanos. En este caso el mono, el oso, la cabra salvaje, el pájaro, el cocodrilo, aun la abeja (en fin cualquier clase de animal sociable) —vigilan sobre el hombre-hermano en los momentos críticos de su vida, enviándole a los suyos para salvarle del peligro que le amenaza. Si la advertencia ha llegado demasiado tarde o ha sido mal comprendida, y el hombre ha perecido, todos esos animales se empeñan en devolverle la vida; si no lo consiguen se encargan entonces, por lo menos, de vengar su muerte, como si fuera uno de su tribu.

Durante mis viajes a través de la Siberia he tenido varias ocasiones de observar que los tungusos o mongoles evitan cuidadosamente matar a un animal sin una necesidad absoluta. El salvaje profesa un gran respeto para con la vida. Por lo menos, antes de haber entrado en contacto con los europeos. Mata a un animal únicamente por su carne o su piel, pero nunca lo hace para divertirse o empujado por una pasión destructora. Cierto es que los pieles rojas de América exterminaban, sin necesidad alguna, a los búfalos, pero ha sido recién después de un largo contacto con la raza blanca y después de haber tomado conocimiento del fusil y el revólver. Por supuesto que hay animales que son considerados como enemigos del hombre —como por ejemplo el tigre y la hiena—, pero como regla general los salvajes profesan mucho respeto hacia el mundo animal y se lo enseñan a sus hijos.

El concepto de la Justicia, entendida como recompensa o castigo, está por consiguiente estrechamente ligada a las observaciones del mundo animal. Pero es muy probable que la idea de la recompensa o del castigo de los actos justos e injustos tenga su origen en la idea del salvaje primitivo de la venganza que los animales ejercen contra el hombre por sus malos tratos. Este concepto está tan hondamente arraigado entre los salvajes del globo entero que tiene que ser considerado como uno de los conceptos fundamentales de la Humanidad. Poco a poco esta idea se ha transformado en la concepción del gran todo, unida por los lazos de la ayuda mutua. Este misterioso uno vigila los actos de todos los seres vivos y se encarga de castigar a los malos.

De aquí el concepto de Eumenides y de Moira entre los griegos, de las Parcas entre los romanos, del Karma entre los hindúes. La leyenda griega, que presenta al hombre y a los pájaros en una unidad, y las numerosas leyendas análogas del Oriente no son más que encarnaciones poéticas de dicho concepto. Más tarde se han incluido en él a los fenómenos celestes. Las nubes, según los más antiguos libros religiosos de la India, es decir los Vedas, eran consideradas como seres vivos igual que los animales.

He aquí lo que veía en la naturaleza el hombre primitivo y lo que ella le enseñaba. Nosotros, con nuestra instrucción escolástica —que no quería conocer la naturaleza y se empeña en explicar los hechos corrientes de la vida, sirviéndose de creencias supersticiosas o bien de figuras metafísicas—, hemos olvidado poco a poco las grandes enseñanzas de la naturaleza. Pero para nuestros antepasados de la edad de piedra la sociabilidad y la ayuda mutua, dentro de la especie, eran una cosa tan habitual y general que hasta eran incapaces de concebir la vida de modo distinto.

El concepto que hace del hombre un ser aislado no es más que un producto de la civilización posterior de las leyendas creadas en el Oriente entre las gentes que se habían apartado de la sociedad. Pero para desarrollar este concepto abstracto fueron precisos siglos enteros. Para un hombre primitivo la vida de un ser aislado parece tan extraña y contraria a la naturaleza de los seres vivos, que al ver un tigre, una serpiente u otro animal aislado, aun un árbol que se encuentra apartado del bosque, compone una leyenda especial para dar una explicación de un hecho tan inconcebible. No crea leyendas para explicar la vida en común, pero sí las compone para explicar cualquier caso de vida aislada. Sólo por excepción ve en el eremita a un sabio, que se ha apartado por algún tiempo del mundo para meditar sobre sus destinos. Al contrario, lo considera como a un expulsado por los animales por una grave infracción cualquiera de las costumbres de la sociedad: ha cometido algo hasta tal modo opuesto a las tradiciones consagradas que se ha visto repudiado por todo su ambiente. Con frecuencia es un hechicero, el cual posee en su seno a las malas fuerzas, y tiene tratos con los cadáveres que engendran las enfermedades. Por eso vaga solitario durante la noche, prosiguiendo sus fines malvados.

Todos los demás seres viven en sociedad y en esta dirección trabaja también el pensamiento humano. La vida social, es decir, no el yo sino el nosotros, he aquí el sistema natural de la vida. Es la vida misma. Por eso el nosotros era mucho más concebible para un intelecto primitivo, era una especie de categoría del entendimiento, como hubiera dicho Kant.

En esta identificación —hasta se puede decir en esta desaparición del yo en el género y en la tribu— reside el comienzo de todo el pensamiento ético. La suposición de la personalidad individual vino mucho después. Aun en nuestros días los salvajes primitivos casi no pueden concebir lo que es la personalidad, el individuo. En su intelecto predomina el concepto de la tribu, con sus costumbres fijamente establecidas, con sus prejuicios, creencias, prohibiciones e intereses.

En esta identificación continua del individuo con la totalidad reside el origen de toda la Ética; de ella se han desarrollado todos los conceptos posteriores de la Justicia y los más amplios aun de la moralidad. En los capítulos siguientes he de examinar esta evolución de la Ética.

Capítulo IV. Las concepciones morales de los pueblos primitivos

Desarrollo del instinto social entre los salvajes. —Dualismo de las leyes morales entre los pueblos salvajes: leyes obligatorias y leyes cuya observancia es sólo deseable. —Medios de coerción individual entre los salvajes. —Establecimiento de usos y costumbres útiles a la comunidad. —Organización y justicia de la tribu. —División de la sociedad en clases y grupos y aspiraciones de dominación de unos sobre otros. —Evolución de los conceptos morales primitivos. —Necesidad de investigar esta evolución y de definir las bases fundamentales de la Ética.

Los progresos de las ciencias naturales en el siglo XIX despertaron en los pensadores contemporáneos el deseo de elaborar las bases de una Filosofía del mundo sin necesidad de la intervención de fuerzas sobrenaturales —pero no por ello perdiendo la majestuosidad poética capaz de inspirar al hombre ideas elevadas—. La ciencia contemporánea no ha necesitado recurrir a intuiciones de carácter sobrehumano para justificar los ideales de la belleza moral. La ciencia prevé además que en un porvenir no lejano la sociedad humana, emancipada, gracias a los progresos científicos, de la miseria de los siglos pasados y reconstruida de acuerdo a los principios de justicia universal y de ayuda mutua, podrá garantizar al hombre la libre manifestación de su espíritu creador en el terreno intelectual, técnico y artístico. Esta previsión abre posibilidades morales tan amplias para el porvenir que para su realización ya no son necesarias ni la intervención del mundo sobrenatural ni el temor al castigo en el otro mundo. Es necesario, por lo tanto, una ética nueva sobre bases nuevas.

La ciencia contemporánea, al despertar de un corto período de estancamiento hacia la mitad del siglo XIX, ha preparado ya los elementos para la elaboración de esta nueva Ética racional. En los trabajos de Jodl, Wundt, Paulsen y otros muchos encontramos estudios admirables de todas las tentativas hechas anteriormente para basar la Ética en principios religiosos, metafísicos y naturales. Durante todo el siglo XIX se hicieron una serie de nuevas tentativas para encontrar los fundamentos de la naturaleza moral del hombre en el egoísmo inteligente y en el amor a la humanidad (Augusto Comte y sus discípulos), en la simpatía recíproca y en la identificación de la personalidad individual con la Humanidad (Schopenhauer), en la utilidad (Bentham, Mill) y en la teoría de la evolución (Darwin, Spencer, Guyau).

El fundador de esta última Ética fue Darwin, el cual trató con empeño de derivar el sentido moral del instinto social, innato en todos los animales sociales. Como quiera que la mayoría de los tratadistas de la Ética pasaron por alto esta tentativa y aun los propios darwinistas se abstuvieron de ocuparse de ella, le he dedicado la atención detallada que merece en el segundo capítulo de este libro.

Ya en mi obra La Ayuda Mutua hice hincapié sobre la vigorosa manifestación del instinto de sociabilidad, observable en la enorme mayoría de los animales de todas clases, y en el segundo capítulo arriba mencionado hemos visto cómo los hombres primitivos de la era glacial y de los comienzos de la era post-glacial hubieron de aprender la sociabilidad de los animales con los cuales convivían en estrecho contacto. Así lo prueba el hecho de que ya en sus primeros cuentos y leyendas el hombre trasmitiera de generación en generación reglas prácticas sacadas del conocimiento de la vida de los animales.

Así, pues, el primer preceptor de moral del hombre fue la naturaleza misma. No la naturaleza descripta por los filósofos de gabinete que la ignoran por completo, ni la de los naturalistas que la estudiaban en los ejemplares muertos de los museos, sino la naturaleza en cuyo seno vivieron y trabajaron sobre el continente americano, entonces poco poblado, así como también en África y en Asia los grandes fundadores de la zoología descriptiva: Audubon, Azara, el príncipe de Wied, Brehm y otros. La naturaleza, en fin, que concibió Darwin al desarrollar en su Origen del Hombre un corto ensayo sobre los orígenes del sentido moral.

No cabe duda que el instinto de sociabilidad, heredado por el hombre y por consiguiente hondamente arraigado en él, tuvo que consolidarse y desarrollarse a pesar de la penosa lucha por la existencia. En el trabajo mío ya citado sobre La Ayuda Mutua indiqué, basándome en los estudios de los investigadores competentes, hasta qué punto está desarrollada la comunicatividad entre los salvajes, así como el sentimiento de igualdad entre los representantes más primitivos del género humano. Indiqué también de qué modo, merced a esta sociabilidad, pudieron desarrollarse, a pesar de las dificultades de la vida primitiva, las sociedades humanas más antiguas.

Procuraré ahora explicar cómo se desarrollaron en las sociedades de los salvajes primitivos las ideas morales consiguientes y qué influencia han ejercido estas ideas sobre el desarrollo posterior de la moral.

No sabemos casi nada de la vida de los seres primitivos de los comienzos de la época glacial y de fines del período terciario: lo único que se sabe es que vivían en pequeñas sociedades y sacaban con gran dificultad de los lagos y de los bosques los escasos alimentos de que se nutrían, sirviéndose de instrumentos de hueso y de piedra.

Pero ya en esos períodos el hombre primitivo tuvo que acostumbrarse a identificar su yo con el nosotros social, elaborándose de este modo las primeras leyes de la moral. Acostumbróse a concebir su tribu como algo de la cual él mismo constituía tan sólo una parte, y ciertamente una parte secundaría, puesto que veía toda su impotencia frente a la naturaleza severa y amenazadora al encontrarse aislado, fuera de la tribu. Por esta razón acostumbróse poco a poco a limitar su propia voluntad ante la voluntad de los demás, y este hecho constituye ya la base fundamental de toda moral individual. En efecto, sabemos que los hombres primitivos de la era glacial y de los comienzos de la post–glacial vivían ya en sociedades; en cavernas, en las hendiduras de las montañas o debajo de las rocas; que cazaban y pescaban en común sirviéndose de sus instrumentos primitivos. Ahora bien la convivencia y la colaboración suponen ya la existencia de ciertas reglas de moral social.

Esta educación del hombre primitivo continuó durante decenas de millares de años y paralelamente a ella siguió elaborándose el instinto de sociabilidad, que con el tiempo se hizo más fuerte que todo razonamiento individual. El hombre se acostumbró a concebir su yo solamente en relación con su grupo. A continuación veremos la alta significación educativa de este razonamiento.[35]

Ya en el mundo animal constatamos que la voluntad individual se armoniza con la voluntad de todos. Los animales comunicativos lo aprenden ya a una edad muy precoz, en sus juegos,[36] en los cuales es preciso someterse a las reglas generales. Así, por ejemplo, se observa que los animales al jugar no se atacan con los cuernos, no se muerden unos a otros, no faltan al turno establecido por el juego, etc. En cuanto a los animales adultos la absorción de la voluntad personal por la social se nota claramente en muchas ocasiones; los preparativos de los pájaros para las migraciones de norte a sur y viceversa, los vuelos de ejercicio por las tardes durante algunos días antes de emprender las grandes migraciones; el acuerdo visible entre las fieras y los pájaros durante la caza; la defensa de los animales que viven en rebaño contra los ataques de las bestias feroces; las migraciones de los animales en general y en fin la vida social de las abejas, avispas, hormigas, de los pájaros, loros, castores, monos, etc. son otros tantos ejemplos de la sumisión de la voluntad individual. En ellos se ve claramente la concordancia de la voluntad de los individuos aislados con la voluntad y las intenciones de la comunidad y esta concordancia se transforma no tan sólo en costumbre heredada sino también en instinto.[37]

Ya Hugo Grocio en 1625 comprendió claramente que en este instinto residen los albores del Derecho. Pero no cabe duda de que el hombre de la era cuaternaria glacial lacustre estaba por lo menos al mismo nivel de desarrollo social que los animales y probablemente a un nivel más elevado aun. Una vez existente la comunidad, nacen inevitablemente en su seno ciertas formas de vida, costumbres y usos que, siendo reconocidas como útiles y entrando en el modo habitual de pensar, se transforman poco a poco en costumbres instintivas y luego en reglas de vida. Así se forma la moralidad, la Ética de la tribu, que los ancianos guardadores de las costumbres ponen luego bajo la salvaguardia de las supersticiones y de la religión, es decir bajo la protección de los antepasados muertos.[38]

Ciertos naturalistas conocidos hicieron recientemente tentativas y experimentos para averiguar si existen o no ideas morales deliberadas entre los perros, caballos y otros animales que viven en contacto estrecho con el hombre, y obtuvieron resultados bastante positivos. Por ejemplo, los hechos que relata Spencer en el segundo volumen de sus Datos de la Ética conducen sugestivamente a importantes conclusiones. Hay también numerosos hechos convincentes en la obra de Romanes arriba mencionada. Pero no vamos a detenernos en ellos puesto que basta establecer que ya en las sociedades animales, y con más razón aun en las humanas, se elaboran inevitablemente, gracias a la fuerza de las costumbres de sociabilidad, conceptos que identifican el yo individual con el nosotros social y a medida que estos conceptos se transforman en un instinto social el yo individual se somete al nosotros social.[39]

Pero una vez llegados al convencimiento de que ha existido una identificación semejante entre el individuo y la sociedad, aunque sólo sea en un grado reducido, fácil es comprender que, si el instinto social era realmente útil a la Humanidad, su consolidación y desarrollo en el hombre tenía que producirse forzosamente, ya que se trataba de un ser que poseía el don de la palabra y la facultad de crear leyendas. Además este instinto social hubo de servir, más tarde, para el desarrollo de un instinto moral firme.

Una afirmación de esta naturaleza despertará probablemente ciertas dudas. Muchos preguntarán: ¿Es posible que la sociabilidad semianimal haya podido dar lugar a que surgieran doctrinas morales tan elevadas como las de Sócrates, Platón, Confucio, Buda y Jesucristo sin la intervención de una fuerza sobrenatural?

La Ética tiene que contestar a esta cuestión. Buscar argumentos en la Biología para demostrar que los organismos microscópicos pudieron, durante decenas de miles de años, transformarse en organismos más perfeccionados hasta los mamíferos y el hombre no es suficiente. Por lo tanto la Ética tiene que realizar un trabajo análogo al que Comte y Spencer llevaron a cabo en la Biología y al que muchos investigadores han realizado en la historia del Derecho. Por lo menos la Ética tiene que indicar cómo las ideas morales pudieron desarrollarse surgiendo de la sociabilidad propia de los animales superiores y de los salvajes primitivos hasta alcanzar las doctrinas morales de más elevado idealismo.

Las reglas de vida entre varios pueblos salvajes contemporáneos son diferentes. En diferentes climas, las tribus rodeadas de vecinos diferentes elaboran sus propios usos y costumbres. Hay que hacer notar además que las descripciones de estos usos y costumbres realizadas por varios viajeros difieren mucho entre sí, según el carácter del que escribe y el concepto que se forma de nuestros hermanos inferiores. Por esta razón no es posible reunir en un todo único las variadísimas descripciones de las tribus primitivas, como lo hicieron ciertos antropólogos poco expertos, sin fijar previamente el nivel de desarrollo de tal o cual tribu y sin someter a un mínimum de crítica dichos relatos. El propio Spencer, en su enorme edición de elementos antropológicos[40] y aun en su trabajo posterior sobre la Ética, no evitó este error. Pero no lo cometieron, por ejemplo, Waitz en su Antropología de los pueblos primitivos, ni toda una serie de antropólogos como Morgan, Maine, Máximo Kowalewski, Past, Dargun y otros muchos. En general es preferible servirse tan sólo de las descripciones de los exploradores y misioneros que permanecieron largo tiempo entre los indígenas: una larga estancia es en cierta medida una prueba de comprensión mutua. Si queremos saber algo de lo que fueron las ideas morales en los albores del género humano debemos basarnos en el estudio de la organización de aquellos salvajes que mejor hayan conservado los rasgos de la vida de la tribu desde los tiempos primeros de la era post-glacial.

No existe ya, naturalmente, ninguna tribu que haya conservado en su integridad los usos de aquella época. Pero las que con mayor pureza los han mantenido son los salvajes de las regiones septentrionales, como los Aleutas, Chucktches y Esquimales que aun hoy viven en las mismas condiciones de existencia física que al empezar el deshielo de la enorme capa glacial,[41] así como ciertas tribus del extremo antártico, es decir de la Patagonia y de Nueva Guinea y los pequeños restos de tribus que quedan en algunas regiones montañosas, sobre todo en el Himalaya.

Sobre las tribus del extremo Norte poseemos, precisamente, datos detallados debidos a personas que han vivido entre ellas, sobre todo el notable escritor y misionero Wenjaminoff en lo que se refiere a los aleutas de la Alaska septentrional y a los esquimales. Las relaciones de Wenjaminoff son interesantes en extremo.[42]

En primer lugar hay que decir que en la Ética de los aleutas como en la de los demás pueblos primitivos se notan dos categorías: las costumbres y reglas éticas incondicionalmente obligatorias y las que son tan sólo deseables y cuyo incumplimiento provoca únicamente ligeros reproches. Así, por ejemplo, los aleutas califican ciertos actos de vergonzosos.

Es por ejemplo una vergüenza para un aleuta —escribe Wenjaminoff— temer la muerte inevitable, pedir perdón al enemigo, estar convicto de robo, descuidar la canoa en el puerto, demostrar temor en un viaje por mar ante la tempestad, mostrarse ávido en la repartición del botín, en cuyo caso los demás dan al que ha demostrado avidez todo cuanto quiere a fin de confundirle. Es vergonzoso revelar los secretos de la tribu a la mujer, no ofrecer al compañero de caza la mayor parte del botín, alabarse de sus hazañas, sobre todo si son inventadas, aplicar a los demás palabras despectivas, etc. Es vergonzoso, en fin, pedir limosna, acariciar a la propia mujer en presencia de extraños o bailar con ella, regatear con el comprador, dado que el precio de una mercancía ha de ser fijado siempre por una tercera persona. Para una mujer es vergonzoso no saber coser, bailar y en general ignorar lo que constituyen los deberes femeninos; también es una vergüenza acariciar al marido en presencia de extraños y aun hablar con él.[43]

Wenjaminoff no nos ha dicho de qué modo perduran estos rasgos éticos de los aleutas. Pero una expedición que invernó en Groenlandia describe la vida de los esquimales. En una sola choza viven juntas varias familias, separadas tan sólo unas de otras por medio de compartimentos hechos de pieles. Estas viviendas tienen a veces la forma de una cruz, en el centro de la cual se coloca el hogar. Durante las largas noches de invierno las mujeres cantan canciones en las cuales con frecuencia hay burlas contra los que han faltado a las regias de la buena educación. Pero hay también reglas rigurosamente obligatorias: en primer lugar, naturalmente, la prohibición absoluta de matar a alguno de la tribu. Tampoco se admite que el asesinato de alguno de los miembros de la tribu realizado por una persona ajena a ella quede sin venganza.

Además existe una categoría completa de costumbres de tal obligatoriedad que el culpable de incumplimiento de las mismas atrae sobre sí el menosprecio de toda la tribu y se arriesga además a ser expulsado de ella. Estas medidas se consideraban indispensables, puesto que de otro modo el delincuente podría atraer sobre la tribu misma la venganza de los animales insultados, cocodrilos u osos, por ejemplo (a los cuales se hace alusión en el anterior capítulo) o de los seres invisibles y espectros de antepasados que protegen a la tribu.

Relata además Wenjaminoff que una vez al marcharse, olvidó llevar consigo a la embarcación un paquete de pescado seco que la tribu le había regalado. Al volver medio año más tarde al mismo lugar se enteró que durante su ausencia la tribu había sufrido un hambre atroz, pero que nadie había tocado el paquete de pescado encontrado intacto por Wenjaminoff. Obrar de distinto modo hubiera representado para la tribu conjurar sobre sí una serie de calamidades. Asimismo ha escrito Middendorf que en las estepas glaciales de la Siberia Oriental nadie toca jamás lo que se encuentra en los trineos abandonados, aunque se trate de víveres. Sabido es que todos los indígenas del extremo Norte sufren constantemente del hambre; pero utilizar los víveres que pertenecen a otros es considerado como un crimen y como propicio además para atraer desgracias sobre toda la tribu. En este caso son comunes los intereses de la tribu y del individuo.

Los aleutas, por fin, como todos los salvajes primitivos, tienen una serie de reglas sagradas, que son incondicionalmente obligatorias. Estas se refieren a cuanto concierne al mantenimiento de las tradiciones de la tribu, a la división en clases, a la institución del matrimonio, a los conceptos de propiedad, de familia y de tribu, a las costumbres que rigen durante la caza y pesca individual y colectiva, a las migraciones, etc. Hay además una serie de ritos absolutamente religiosos sobre los cuales rige una ley severa, cuyo incumplimiento puede costar muy caro a la familia y aun a toda la tribu, y por esta razón el incumplimiento se hace inconcebible y casi imposible. Si esta ley no se cumple, y ello ocurre en muy raros casos, el crimen es castigado, como la traición, con la expulsión y aun con la muerte. Pero ya he dicho que casos semejantes no ocurren casi nunca. El Derecho romano consideraba el parricidio como una cosa tan inconcebible que ni siquiera había formulado un castigo para este crimen y lo mismo sucede con la infracción de las leyes sagradas entre los salvajes.

En general todos los pueblos primitivos de que tenemos conocimiento han elaborado unas tradiciones de vida muy complicadas. Cada uno de ellos tiene una moralidad, una Ética, mantenida por la propia tradición. Y en todas estas codificaciones sagradas, no escritas aun, se observan tres categorías fundamentales de reglas o normas de vida.

Una de ellas se refiere a las normas establecidas para la busca de los alimentos, ya sea realizada individualmente o en común. Estas reglas determinan en qué medida se puede usar lo que pertenece a toda la tribu: aguas, bosques, en ciertos casos árboles frutales, terrenos para la caza, canoas. Hay también reglas severas que se aplican a la caza y a las migraciones, a la conservación del fuego, etc.[44]

Hay asimismo normas que determinan los derechos y las relaciones personales: la división de la tribu en secciones, el sistema de las relaciones matrimoniales admisibles, las normas para la educación de la juventud, que entre los salvajes del Pacífico tiene principalmente lugar en las llamadas cabañas largas, el tratamiento de los ancianos y de los recién nacidos y, en fin, medidas preventivas contra los conflictos agudos, por ejemplo contra los actos de violencia dentro del clan o entre varias tribus, y sobre todo reglas especiales para el caso en que el conflicto amenacen una guerra. Sobre este terreno, como ha establecido el profesor belga Ernesto Nys, se elaboraron más tarde los comienzos del derecho internacional.

Finalmente, una tercera categoría de normas estrictamente observadas son las que conciernen a las supersticiones y ritos religiosos en su relación con las estaciones del año, con la caza, las migraciones, etc.

Los ancianos de cada tribu pueden contestar a las más diversas preguntas que se les hagan sobre estas cuestiones. Naturalmente ocurre con frecuencia que las contestaciones no son idénticas en las varias tribus, a causa de la diferencia de los ritos. Pero lo importante es que cada clan o tribu, aun aquellas cuyo nivel de desarrollo es extremadamente bajo, poseen ya un sistema de Ética propio y muy complicado, un criterio propio de lo moral y de lo inmoral.

Los fundamentos de esta moral residen, como ya hemos visto, en el sentimiento de sociabilidad, en la necesidad de la ayuda mutua que se desarrolla entre todos los animales comunicativos y más tarde en las sociedades humanas primitivas. Y es muy natural que entre los hombres, gracias al don de la palabra, que favorecía el desarrollo de la memoria y la creación de las leyendas, las normas elaboradas de la moral fueran mucho más complicadas que entre los animales. Con la aparición de la Religión, aun en sus formas más rudas, penetró en la Ética humana un nuevo elemento que vino a prestarle cierta estabilidad primero y más tarde un carácter espiritual unido a cierto grado de idealismo.

Luego, a medida que la vida social iba desarrollándose, tenía que desenvolverse asimismo más y más el concepto de la justicia en las relaciones mutuas. Los primeros albores de la justicia, en el sentido de igualdad de derecho, se pueden observar ya entre los animales, sobre todo entre los mamíferos, por ejemplo, cuando una madre alimenta a varios hijos, o bien entre los juegos de muchos animales donde la observancia de ciertas reglas es obligatoria. Pero la transición del instinto de sociabilidad, es decir de la simple necesidad o deseo de vivir en común, a la convicción de que la justicia es algo necesario en las relaciones recíprocas tuvo que efectuarse en el hombre en el mismo momento en que se planteó el problema del mantenimiento mismo de la vida en común. En efecto, en cada sociedad los deseos y pasiones del individuo tropiezan indispensablemente con los de los demás miembros de la sociedad y estos conflictos conducen fatalmente a luchas interminables y a la disgregación social si al mismo tiempo no se desarrolla en el hombre, como ya se ha desarrollado en algunos animales sociales, el concepto de la igualdad de derechos de todos los miembros de la sociedad. De este concepto ha ido desprendiéndose poco a poco el más preciso de justicia, como lo muestran el origen de las palabras aequitas, équiré, que en el concepto de justicia personalizan la igualdad. No en balde los antiguos representaban la justicia en forma de una mujer con los ojos vendados y una balanza en la mano.

Fijémonos en un ejemplo que la vida real nos ofrece. He aquí a dos hombres que sostienen una viva discusión. Uno afirma que el otro le ha insultado, mientras que aquél sostiene que tenía razón para decir lo que ha dicho. Cierto es que las palabras dichas eran injuriosas, pero fueron pronunciadas como respuesta a los insultos del primero.

Si esta discusión ha degenerado en un conflicto y los adversarios han llegado a las manos, ambos se empeñarán en afirmar que el primer golpe fue tan sólo una respuesta a un grave insulto: y cada golpe siguiente estará explicado como respuesta a un golpe del adversario. Si de la riña resultaron heridos y el asunto llegó a los tribunales, los jueces medirán la profundidad de las heridas y el que ha causado al otro la más grave se verá condenado a pagar una multa destinada a restablecer la igualdad de las injurias. Así se procedió durante muchos siglos en los tribunales comunales.

En este ejemplo no inventado, sino sacado de la vida real, se ve cómo concebían la justicia los salvajes más primitivos y también lo que los pueblos más cultos hasta nuestros tiempos entienden por derecho, justicia, equidad, etc. Ven en estas palabras el restablecimiento de la igualdad de derechos ultrajada. Nadie debe quebrantar la igualdad de los miembros de la sociedad; pero una vez quebrantada es preciso restablecerla por la intervención de la sociedad. Así proclamaba Moisés: Ojo por ojo, diente por diente, herida por herida —pero nada más—. Así procedía la justicia romana. Así proceden hasta ahora todos los salvajes y muchos de estos conceptos se han conservado en la legislación contemporánea.

Sea cualquiera el grado de desarrollo de una sociedad determinada, ha habido en ella y habrá siempre personas que aspiran a utilizar su fuerza, su habilidad, su inteligencia o su valor para someter a los demás. Algunos de éstos alcanzan su fin. Tales individuos existieron sin duda entre los pueblos primitivos. Los encontramos en todas las sociedades y en todos los grados de la cultura humana. Pero como contrapeso a estas individualidades se elaboraron también, en todos los grados de la civilización, costumbres que tendían a contrarrestar el desarrollo de un individuo aislado en perjuicio de toda la comunidad. Todas las instituciones elaboradas en los varios períodos de la humanidad, en la vida de la tribu, en la comuna rural, en la ciudad, en las Repúblicas de la Edad Media, en la autonomía regional, en el sistema parlamentario, tienden en el fondo a proteger la colectividad contra el arbitrio de tales individuos y de su autoridad naciente.

Ya hemos tenido ocasión de ver cómo aun entre los salvajes más primitivos existen toda una serie de costumbres que persiguen este fin. Así Darwin pudo observar con extrañeza en la Patagonia que cuando un europeo regalaba comestibles a un salvaje éste los repartía inmediatamente en partes iguales entre todos los presentes. Igual cosa observaron otros exploradores entre varios otros pueblos primitivos y yo mismo lo he visto en un nivel superior de civilización entre un pueblo de pastores, los buriatos, que vive en un paraje remoto de la Siberia.[45]

En las descripciones de los pueblos primitivos se encuentran una multitud de hechos semejantes.[46] Por todas partes los exploradores encuentran entre los salvajes las mismas costumbres de sociabilidad, el mismo espíritu de solidaridad, la misma voluntad de refrenar el egoísmo individual por el mantenimiento de la vida social. Cuando procuramos penetrar en la vida del hombre en los grados más inferiores de la civilización encontramos siempre los mismos lazos de tribu y las mismas uniones para la ayuda mutua. Y nos vemos obligados a reconocer que precisamente en las cualidades sociales del hombre reside la fuerza principal de su pasado desarrollo y del progreso futuro.

En el siglo XVIII, bajo la impresión de los primeros conocimientos que se tuvieron de los salvajes del Pacífico se notó una tendencia a idealizar a los salvajes y su vida natural, tal vez como reacción contra la doctrina de Hobbes y de sus partidarios que pintaron a los salvajes como bandas de fieras prontas a devorarse unas a otras. Ambos conceptos eran falsos, como sabemos ahora gracias a los trabajos de una multitud de concienzudos exploradores. El hombre primitivo no es, en modo alguno, ni un ideal de virtud ni un tigre. Pero ha vivido siempre y sigue viviendo en sociedades como los demás seres vivos y esta vida ha desarrollado en él no solamente las cualidades sociales propias de todos los animales comunicativos sino que, gracias al don de la palabra y por consiguiente a una inteligencia más desarrollada, fue empujado a elaborar las normas de vida social que nosotros denominamos moralidad.

En la tribu el hombre aprendió ante todo la regla fundamental de toda vida social: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Y aprendió, además, por varios medios, a refrenar a cuantos no quisieran someterse a esta regla. Luego se desarrolló en él la capacidad de identificar su vida personal con la de toda la tribu. Se observa en el estudio de los salvajes, tanto en los primitivos como en los que se encuentran en el período de desarrollo posterior, la identificación del hombre con su tribu y este rasgo es precisamente lo que más nos pasma. Pasa este rasgo a través de toda la historia de la evolución de la humanidad y puede observarse que se conserva más vivo donde más se conservaron las formas primitivas de la vida en común y los medios primitivos de lucha contra la naturaleza, es decir, entre los esquimales, aleutas, habitantes de la Tierra del Fuego y entre ciertos pueblos montañeses. Y cuanto más estudiamos al hombre primitivo tanto más nos convencemos de que toda su conducta le lleva a identificar (y que en efecto identifica) su vida con la de su tribu.

Los conceptos del bien y del mal se elaboraron por consiguiente; no tomando al hombre como término de comparación, sino considerando como bueno o malo aquello que lo era para la tribu. Estos conceptos variaron según el lugar y el tiempo. Ciertas de estas reglas, como por ejemplo los sacrificios humanos para aplacar las fuerzas sobrenaturales amenazadoras —el volcán, el mar o el terremoto—, eran simplemente estúpidas. Pero una vez que estas reglas fueron establecidas por la tribu, el hombre se sometió a ellas aun cuando su cumplimiento resultara difícil.

En general el salvaje primitivo identificó su persona con su clan. Se sentía desgraciado cuando ejecutaba un acto cualquiera capaz de atraer sobre su tribu la maldición, la venganza de la gran muchedumbre de los antepasados o de cualquier especie animal: cocodrilos, osos, tigres, etc. El derecho consuetudinario fue para el salvaje algo más importante que la religión para un hombre contemporáneo.

Constituye la base misma de su vida y por lo tanto el salvaje cumple las reglas establecidas en bien de la colectividad y a veces sacrifica a ellas su propia vida como un hecho perfectamente corriente.[47]

En una palabra, cuanto más antigua es la sociedad primitiva más rigurosamente se observa en ella la regla cada uno para todos. Tan sólo la ignorancia absoluta de la vida real de los salvajes primitivos puede explicar cómo pensadores de la talla de Hobbes y Rousseau hayan afirmado que la moral tiene por origen el contrato social y que otros busquen estas bases en la intuición inspirada desde arriba por un legislador sobrenatural. En realidad el origen de la moral reside en la sociabilidad propia de todos los animales superiores y con más razón aun del hombre.

Desgraciadamente la regla cada uno para todos rige solamente para una tribu determinada. Una tribu no está obligada a compartir los alimentos con las demás. Por otra parte el territorio —y esto ocurre también entre ciertos mamíferos y pájaros— está repartido entre varias tribus, de modo que cada una dispone de una región para la caza y la pesca. Así, pues, en los tiempos más antiguos, se elaboraron dos clases de relaciones: las interiores del clan o tribu y las relaciones con las tribus vecinas. Estas últimas creaban el terreno para los conflictos y guerras.

Cierto es que el hombre trató ya en la antigüedad y sigue tratando aun de regularizar las relaciones entre las tribus vecinas. Al entrar en una cabaña un salvaje tiene que dejar sus armas fuera; aun durante la guerra entre dos tribus rigen reglas obligatorias acerca de los pozos y los senderos por los cuales las mujeres van a buscar agua. Pero como regla general, si entre las tribus no existe una federación, las relaciones de los vecinos de varias de ellas son distintas de las relaciones dentro de la tribu. Tampoco en el desarrollo posterior de la humanidad ninguna religión fue capaz de desarraigar el concepto de forastero. Al contrario las más de las veces las religiones se transformaron en fuentes de hostilidad feroz, hostilidad que se intensificó a medida que el Estado se fue desarrollando. Así pues se engendró una Ética doble que continúa en vigor en nuestros días y que ha dado lugar a los horrores de la última guerra.

Al principio el clan constituía una sola familia y se ha comprobado que tan sólo poco a poco aparecieron en su seno familias separadas. En este régimen el matrimonio era tan sólo permitido con mujeres de otras tribus o clanes.

La separación de la familia conducía a la disgregación del régimen comunista puesto que abría el camino a la acumulación de la riqueza familiar. Entonces la necesidad de la sociabilidad, elaborada antes, empezó a revestir formas nuevas. En el campo se fundó la comuna rural. En las ciudades los gremios o corporaciones de artesanos y comerciantes, que dieron lugar más tarde, en la Edad Media, a la constitución de las ciudades libres. Con la ayuda de estas instituciones, las masas populares construyeron un nuevo sistema de vida fundado sobre nuevas asociaciones.

Por otra parte las grandes migraciones de los pueblos y las luchas constantes entre tribus y pueblos distintos condujeron a la formación de una casta o clase militar que, a medida que la población rural y urbana se desacostumbró al negocio de la guerra, fue adquiriendo más fuerza. Al mismo tiempo los ancianos, guardadores de las tradiciones de la tribu, así como los observadores de la naturaleza que acumulaban los rudimentos de la ciencia y los guardianes de los ritos religiosos, trataron de consolidar su poder en las comunas rurales y las ciudades libres, constituyendo con este objeto asociaciones secretas. Más tarde, con el nacimiento del Estado, la fuerza militar se unió a la de la Iglesia en la sumisión común al poder real.

Sin embargo, jamás, en ninguna época de la vida de la humanidad las guerras constituyeron una condición normal de existencia. Mientras los beligerantes se exterminaban unos a otros y los sacerdotes glorificaban estas exterminaciones mutuas, las masas populares en los campos y ciudades vivían su vida habitual. Preocupadas de su trabajo pacífico, fortalecían al mismo tiempo sus organizaciones, basadas en la ayuda mutua, es decir, en el derecho tradicional y esto pudo observarse aun en la época en que la gente estaba ya sometida a la autoridad de los reyes y de los príncipes de la Iglesia.

En el fondo, toda la historia de la humanidad puede ser considerada como la tendencia, por una parte, de varios hombres o grupos a usurpar el poder para someter a la mayor cantidad posible de gente y, por otra parte, como la aspiración a conservar la igualdad de derechos e impedir la usurpación del poder o por lo menos limitarla; en otras palabras, la aspiración a conservar la justicia dentro de la tribu del pueblo o de la federación.

La misma tendencia se hizo notar con gran fuerza en las ciudades libres de la Edad Media, sobre todo después de su emancipación del yugo de los señores feudales. En realidad las ciudades libres eran uniones defensivas de los ciudadanos contra los señores feudales de los alrededores.

Poco a poco fueron notándose también en ellas las distinciones sociales entre los habitantes. Primero el comercio constituyó un negocio de toda la ciudad: los productos de la industria urbana y los que eran comprados en los campos constituían la propiedad de la comuna entera. Pero más adelante el comercio se transformó en una operación privada, enriqueciéndose no solamente las ciudades sino también los particulares, los comerciantes libres, mercatori libri. Este hecho fue sobre todo observable después de la época de las cruzadas que abrió el camino para el comercio con el Oriente. Se formó la clase de los banqueros, a los cuales se dirigían en caso de necesidad no solamente los nobles arruinados, sino también más tarde las ciudades.

De este modo se formó, en las que un día fueron ciudades libres, una aristocracia comercial que ejerció su poder sobre las mismas, que apoyó ora al Emperador, ora al Papa, cuando éstos pretendían ejercer el control sobre tal o cual ciudad, que sostuvo ora al Rey ora al Gran Duque, cuando éstos dominaban una ciudad, sea tal o cual, apoyándose un día en los ricos comerciantes, otro en las masas pobres.

Así nacieron los Estados centralistas contemporáneos. Esta centralización fue llevada a cabo mientras Europa tenía que defenderse contra las invasiones de los moros en España en los siglos X y XI, de los mongoles en Rusia en el siglo XIII, y de los turcos en el siglo XV. Las ciudades y pequeños condados resultaron impotentes, tanto más cuanto que sostenían luchas entre sí, lo que hizo sentir la necesidad de unirse a los grandes Estados políticos.

Claro está que tales cambios esenciales en la vida social, así como las guerras y sublevaciones religiosas, dieron un sello especial a todo el conjunto de ideas morales en cada país. Probablemente se publicará en el porvenir un gran trabajo en el cual se estudie la evolución de la moral en relación con los cambios en la vida social. Pero este estudio nos llevaría al terreno donde la Ética se une con la Sociología, es decir con la ciencia sobre la vida y la evolución de la sociedad. Ahora bien, en todos los hombres, aun los que se encuentran en un nivel de desarrollo muy bajo, así como en todos los animales sociales, se hallan rasgos que podemos calificar de morales. En todos los grados de la evolución del hombre encontramos la sociabilidad. En algunos individuos se añade a ésta la disposición a prestar ayuda a los demás, aun arriesgando la propia vida. La existencia de rasgos semejantes favorece el mantenimiento y el desarrollo de la vida social que a su vez garantiza la vida y el bienestar de todos. Estas cualidades fueron consideradas en los tiempos más remotos de las sociedades humanas no solamente como deseables sino como obligatorias. Los ancianos sabios y sacerdotes de los pueblos primitivos y más tarde el clero, calificaron estas cualidades de la naturaleza humana, de mandamientos del cielo, provenientes de las fuerzas misteriosas de la naturaleza, es decir de los dioses, o del creador único del Universo. Pero ya desde los tiempos más antiguos, sobre todo desde la época del florecimiento de las ciencias inaugurada en la antigua Grecia, es decir hace más de 2.500 años, los pensadores se preocuparon del problema del origen natural de las ideas y sentimientos morales que impiden a los hombres hacer el mal a sus semejantes y en general todo lo que pueda perjudicar a la sociedad. Se empeñaron, en una palabra, en encontrar una explicación natural de lo que se califica de moral y se considera indudablemente como deseable en toda sociedad.

Tentativas semejantes tuvieron probablemente lugar ya en la antigüedad más remota puesto que se encuentran sus huellas en China y en la India. Pero en una forma científica llegaron hasta nosotros tan sólo, como ya hemos dicho, desde la Grecia antigua. En Grecia, en el curso de cuatro siglos, una serie de pensadores. Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro y más tarde los estoicos se preocuparon filosóficamente de las siguientes cuestiones fundamentales:

¿De dónde provienen las reglas morales en el hombre, reglas que son contrarias a sus pasiones y con frecuencia las refrenan?

¿Qué origen tiene el reconocimiento del carácter obligatorio de las reglas morales, manifiesto aún en aquellas personas que repudian estas reglas en sí mismas?

¿Es ello el resultado de nuestra educación, de la que no podemos librarnos, como lo afirman ciertos escritores y como lo afirmaron antes algunos escépticos?

¿O es que la conciencia moral del hombre reside en su naturaleza misma? En este caso, ¿se trata tal vez de un principio arraigado merced a su vida social durante millares de años?

Finalmente, si es así, ¿debe desarrollarse y fortalecerse esta consciencia o sería más razonable desarraigarla favoreciendo el desarrollo de sentimientos contrarios, del egoísmo, que junto con la negación de la moral, son a veces considerados como ideales por los hombres cultos?

He aquí los problemas cuya solución ha preocupado a los pensadores durante más de dos mil años y a los cuales se han dado variadísimas contestaciones. Estos estudios formaron toda una ciencia, la Ética, que linda por un lado con la Sociología y por otro con la Psicología, que es la ciencia de las capacidades humanas, intelectuales y psíquicas.

En el fondo todos los problemas arriba mencionados convergen en las dos tareas principales de la Ética:

  1. Establecer el origen de las ideas y sentimientos morales.

  2. Determinar las bases fundamentales de la moral y elaborar de este modo un ideal justo, es decir que corresponda a su finalidad.

Estos problemas han preocupado y siguen aun preocupando a los pensadores de todos los pueblos. Antes de exponer mis conclusiones voy a examinar aquellas a que han llegado los pensadores de las distintas escuelas.

En tal estudio prestaré sobre todo atención al concepto de justicia, que constituye a mí entender la base de la moral y el punto de partida de las conclusiones prácticas de las Filosofías éticas, aunque el hecho esté lejos de ser reconocido por la mayoría de los escritores que se han ocupado del problema.

Capítulo V. Evolución de las doctrinas morales. la Grecia antigua

Concepciones morales de los antiguos griegos. —La doctrina moral de los sofistas. —Sócrates. —Platón. —Aristóteles. —Epicuro. —Los estoicos.

Hemos visto en los capítulos precedentes cómo en los pueblos primitivos se elaboró un sistema de vida social, cómo se formaron los usos y costumbres, los conceptos del bien y del mal, la noción de lo que no debe hacerse y la manera de obrar en cada caso. En una palabra, cómo se elaboró la moral, la Ética.

Una parte de estas reglas fueron colocadas bajo la custodia del uso. No hagas eso o aquello, porque hacerlo sería mal o una vergüenza; significaría debilidad física o de carácter. Pero había también delitos más graves y reglas más severas. Quien no las observara, no solamente daría pruebas de poseer un carácter inadaptable, sino que perjudicaría a su tribu. El bienestar de toda la tribu se encontraba colocado bajo la advocación de los antepasados muertos y éstos ejercían venganza contra los que quebrantaban las normas de vida heredadas de generación en generación y contra el clan entero por haber permitido quebrantar las tradiciones.[48]

El mundo animal, como ya hemos visto en el capítulo II, ayuda al hombre bueno y justo y por todos los medios se opone al hombre malvado e injusto. En general, entre los pueblos primitivos, mucho más que entre los cultos, cada miembro se identifica con la colectividad; cada uno es responsable por todos y todos por cada uno, como lo prueba la venganza de la tribu que existe y había existido entre todos los pueblos primitivos.

El uso, o sea la costumbre de vivir según las tradiciones, la aversión al cambio y el estancamiento de las ideas, representan, pues, el papel principal en la conservación de las reglas establecidas. Pero las derivaciones son siempre posibles y para que no triunfen, los ancianos, profetas y sacerdotes, se sirven de la intimidación. Amenazan a los delincuentes con la venganza de los antepasados y de los varios espíritus, seres misteriosos que pueblan la Tierra. Los dioses de las montañas y de los bosques, las tempestades, inundaciones y enfermedades se invocan para defender los usos violados. Y para mantener ese miedo al castigo se establecen ritos sagrados que expresan la veneración a las fuerzas de la naturaleza, se hacen sacrificios a dichas fuerzas y se organizan espectáculos de una gran teatralidad.[49]

La moral se coloca, por lo tanto, bajo la vigilancia de las fuerzas divinizadas. Esta divinización forma la Religión, que a su vez consagra y consolida las ideas morales.[50]

En estas condiciones la moral se une en el hombre tan estrechamente con la mitología y la Religión que es muy difícil separarla de los mandamientos místicos y religiosos en general y por ello las gentes continúan aun hoy concibiendo la moral como formando parte de la Religión.

Como todos los pueblos primitivos, los antiguos griegos concibieron durante largo tiempo los astros y los fenómenos amenazadores de la naturaleza en forma de seres poderosos que revisten forma humana y que intervienen constantemente en la vida de los hombres. La Iliada es un admirable monumento en este sentido. Vemos en ese libro cómo los conceptos morales de aquellos tiempos revestían el mismo carácter que observamos hoy entre los salvajes. El delito contra lo que entonces se consideraba como moral era castigado por los dioses, cada uno de los cuales personificaba en una forma humana tal o cual fuerza de la naturaleza.

Pero mientras fueron muchos los pueblos que permanecieron largo tiempo en este grado de su evolución, en la Grecia antigua unos siglos después de la época de la Iliada, es decir en el VII y VI siglo antes de J. C., aparecieron pensadores que se empeñaron en basar los conceptos morales no solamente en el miedo de los dioses, sino en la comprensión de su propia naturaleza: en la estimación de sí mismo, en el sentimiento de su dignidad y en el estudio de las finalidades intelectuales y morales superiores.

Tales pensadores, ya en esa época, se dividieron en varias escuelas. Los unos se empeñaron en explicar la naturaleza y por consiguiente también las ideas morales del hombre desde el punto de vista natural, es decir sirviéndose del estudio y de la experiencia, como se procede hoy día en las ciencias naturales. Otros afirmaron que era imposible explicar desde el punto de vista natural el origen del Universo y de la vida, puesto que el mundo que vemos es una creación de fuerzas sobrenaturales: es producto de algo que está fuera del alcance del intelecto humano. Por lo tanto el hombre, para conocer el Universo, tiene que recurrir no a las impresiones que recibe al observar el mundo exterior, sino únicamente a las concepciones abstractas, a la Metafísica.[51]

Por eso los pensadores de aquella época veían en lo que está oculto a nuestros ojos y a nuestra comprensión la personificación de la razón suprema de la palabra (el Logos) de la voluntad suprema o del alma del universo, accesible tan sólo por el conocimiento de sí mismo. A pesar de los esfuerzos de tales pensadores abstractos, es decir, metafísicos, para animar estas fuerzas y atribuirles una existencia sobrehumana y aun sobrenatural, su representación adquiría siempre, como en los dioses de la antigüedad, la forma humana, con sentimientos e intelecto propios del hombre. Así es que la concepción del mundo espiritual empezó por llevar el sello de la humanización primitiva de la naturaleza. Los dioses de Homero reaparecieron, pero en una forma más espiritualizada.

Hay que reconocer que empezando por la época de la Grecia antigua y siguiendo hasta nuestros días, la Filosofía metafísica ha tenido ideólogos de gran talento. No se contentaron con la descripción de los astros y de sus evoluciones, del trueno, del rayo, de las estrellas fugaces, de las plantas y de los animales. Se esforzaron también por comprender la naturaleza como un todo universal. Poco fue, sin embargo, lo que consiguieron hacer por el desarrollo de las ciencias. Ya los primeros pensadores de tendencias metafísicas comprendieron, y este fue su gran mérito, que era imposible buscar la explicación de los fenómenos naturales en el arbitrio de seres supremos. Ni que el arbitrio y las pasiones de los dioses ni el azar ciego puedan explicar la vida de la naturaleza. Hemos de reconocer que todo fenómeno, la caída de una piedra, la corriente de un arroyo, la vida de un animal o árbol cualquiera, son manifestaciones indispensables del Todo, de lo que es propio a todo el conjunto de la naturaleza animada e inanimada. Son inevitables consecuencias lógicas del desarrollo de las propiedades fundamentales de la naturaleza y sus leyes pueden ser descubiertas por el intelecto humano.

Merced a esto los pensadores metafísicos se anticiparon a los descubrimientos científicos dándoles una forma poética. Ya en el siglo V antes de J. C. ciertos pensadores griegos, a pesar de sus métodos metafísicos, expresaron ideas sobre los fenómenos naturales que puedan considerarse como precursoras de la Física y Química contemporáneas. Lo mismo sucedió más tarde en la Edad Media y en la época posterior hasta el siglo XVIII: descubrimientos importantes fueron hechos muchas veces por pensadores que en la explicación de la naturaleza espiritual y moral del hombre se basaban en la Metafísica y hasta en la Religión, lo cual no les impedía seguir el método científico cuando se trataba de las ciencias físicas.

Al mismo tiempo la Religión iba poco a poco revistiendo un carácter más espiritual. En lugar de la concepción de varios dioses en forma humana aparecieron en Grecia, sobre todo, debido a los filósofos de la escuela de Pitágoras, conceptos de las fuerzas generales que crean la vida universal. Tal fue el concepto del fuego, que penetra por todas partes, de los números, o sea de las leyes matemáticas del movimiento, de la armonía, o sean las leyes constantes que rigen la vida de la naturaleza. Por otro lado nacía ya el concepto del ser único que gobierna el mundo entero y aparecían también alusiones a la verdad universal y a la justicia.

Sin embargo, la Filosofía griega no pudo contentarse largo tiempo con estos conceptos abstractos. Más de cuatro siglos antes de J. C. entraron en escena por una parte los sofistas y amoralistas, o sea los que no reconocían el carácter obligatorio de los postulados morales, y por otra pensadores como Sócrates y Platón (siglo v), Aristóteles (siglo IV), y Epicuro (siglo III), que sentaron las bases de la Ética y cuya importancia es aun grande en nuestros días.

Las obras del sofista Protágoras (nacido hacia el 480 antes de nuestra era) han llegado hasta nosotros tan sólo en fragmentos que no permiten tener un concepto completo de su filosofía. Se sabe solamente que negaba las religiones y que consideraba la moral como establecida por las sociedades humanas, de las cuales reflejaba el desarrollo de tal o cual pueblo o de tal o cual época. Por ello resultan distintas las reglas morales de los diversos pueblos. La conclusión que de este principio sacaba Protágoras era que el bien y el mal son conceptos relativos.

No tardó en formarse una escuela de sofistas que propagó las ideas de Protágoras y otras semejantes.

En general no se observa en la Grecia antigua inclinación á la filosofía idealista. Prevalecía en ella la aspiración a la acción, a la educación de la voluntad, a la participación activa en la vida social, a la formación de un hombre con energía y sólida inteligencia. La creencia en los dioses que dirigen los actos de los hombres se fue apagando. Toda la vida de la Grecia de entonces, formada por pequeñas Repúblicas independientes, fue dominada por la sed de conocer la naturaleza y de estudiar el mundo merced a los viajes y a la colonización. Todo esto sirvió para fortalecer la negación del poder del uso y de la fe y para la emancipación del espíritu. Al mismo tiempo tenía lugar un rápido desenvolvimiento de las ciencias, tanto más asombroso cuanto que pocos siglos después, ya en tiempo del imperio romano, pero sobre todo durante la invasión de los bárbaros llegados a Europa procedentes del Asia, el desarrollo científico quedó por completo paralizado durante muchos siglos.

El movimiento intelectual iniciado por los sofistas no pudo mantenerse largo tiempo dentro de ese marco. Inevitablemente conducía a un estudio más profundo del hombre, de su pensamiento, de sus sentimientos, de su voluntad, de las instituciones sociales, de toda la vida del Universo, es decir, de la naturaleza en general. Era imposible encontrar satisfacción en el tratamiento superficial de los problemas morales que caracterizaba a los sofistas. El desarrollo de las ciencias, emancipando al hombre de la obediencia servil a la religión y al uso, condujeron a la elaboración de las bases de la moral mediante el conocimiento experimental con mucho más vigor que el que la dialéctica de los sofistas podía darle.

Todo ello en conjunto quebrantó la Filosofía de la negación.

En nombre de la verdadera ciencia combatió a los sofistas Sócrates (469-399 antes de J. C.). Aun cuando compartía las aspiraciones renovadoras de los sofistas, Sócrates se separaba de ellos en cuanto trataba de encontrar un apoyo más sólido que la crítica superficial para explicar la Ética. Siendo revolucionario en Religión y en Filosofía, atribuíalo todo a la razón sublime del hombre y veía la fuente de la Ética en la armonía interior entre la razón por una parte y los varios sentimientos y pasiones por otra. No repudiaba naturalmente la virtud, pero la concebía en un sentido muy amplio, como la fuerza que nos permite adelantar por el camino del desenvolvimiento intelectual en las artes, las ciencias y en las demás ramas de la actividad creadora. Por eso es preciso en primer lugar el conocimiento: no solamente el conocimiento científico-natural, sino también la comprensión de la vida social y de las relaciones mutuas entre los hombres. La virtud —enseñaba Sócrates— no procede de los dioses, sino del conocimiento ético de lo que es realmente bueno. Este da al hombre la posibilidad de vivir sin oprimir a los demás, tratándolos con justicia y haciéndose capaz de servir a la sociedad y no sólo a sí mismo. Sin este conocimiento la sociedad es inconcebible.

De un modo más completo que Sócrates expuso estos conceptos, animándolos con su concepción idealista de la moral, su discípulo Platón (428-348 antes de nuestra era). A pesar de ser un espíritu metafísico penetró más hondamente que Sócrates en la esencia de la moral. Sin pretender exponer las ideas fundamentales de Platón en su forma abstracta, sino fijándonos tan sólo en su esencia, su doctrina puede expresarse y resumirse del modo siguiente:

En la misma naturaleza existen las ideas del bien y de la justicia. En la vida del Cosmos hay un activo principio del mal y de la injusticia, pero a su lado podemos descubrir también el principio del bien. Platón se empeñó en aclarar las ideas de bondad y de justicia, mostró toda la fuerza que en ellas reside y les atribuyó la categoría de principios directores de la vida humana.

Desgraciadamente, en vez de seguir el camino que ya se presagiaba en Grecia y de demostrar cómo las bases de la moral y del bien proceden de la naturaleza misma, de la sociabilidad humana y de la inteligencia del hombre, Platón buscó esos fundamentos fuera del mundo: en la Idea, la cual está contenida en el orden universal, pero no adquiere dentro de él su expresión perfecta.

A pesar de las innumerables explicaciones que se han dado de los pensamientos abstractos de Platón es difícil comprender lo esencial de su doctrina. Estamos quizás en lo justo al afirmar que el gran filósofo griego, a causa de su honda comprensión de los íntimos lazos que existen entre la vida de la humanidad y la de la naturaleza, no pudo contentarse con explicar la moral en el hombre por las aspiraciones de cada individuo a lo agradable, como lo hacían los sofistas. Aun menos podía Platón considerar la moral como un producto fortuito de la vida social, tan sólo porque en varias épocas y países distintos revestía diversas formas. Tuvo que preguntarse y en efecto se preguntó: ¿por qué el hombre, al ir en busca de lo que le es agradable, llega sin embargo, a las ideas morales que en lo esencial son las mismas entre los varios pueblos y países, puesto que tienen por fin la felicidad de todos? ¿Por qué, al fin y al cabo, la felicidad del individuo se identifica con la de la mayoría de los hombres? ¿Por qué la primera resulta imposible sin la segunda? ¿Cuál es la causa que hace del hombre, en lugar de un ser egoísta, un ser capaz de tener en cuenta los intereses de los demás y a menudo de sacrificar su felicidad personal y hasta su vida?

Siendo discípulo de Sócrates, no podía atribuir Platón el origen del concepto del bien a los dioses, al trueno, al sol, a la luna, etc., es decir, a las fuerzas de la naturaleza que revestían formas humanas. Pero en el estado rudimentario de los conocimientos de la vida social que era natural en su época tampoco pudo buscar la explicación del bien como lo hacemos ahora en el desarrollo gradual de la sociabilidad y del sentimiento de igualdad de derechos.

Encontró por lo tanto su explicación en la Idea, en algo abstracto que impregna al mundo entero, al hombre y al Universo todo. En este mundo no puede presentarse como fenómeno nada que no resida en el todo. Esta fue su idea fundamental, idea justa y filosófica. Pero de ella Platón no sacó las conclusiones lógicas y concretas que se imponían. Lógico hubiera sido después de esto concluir que si la razón humana va en busca del bien, de la justicia y del orden como leyes de la vida, ello es debido a que existen ya en la vida de la naturaleza, de la cual emanan precisamente las bases del bien, de la justicia y del orden social, que luego concibe el entendimiento humano. En vez de lo cual Platón, aun cuando se esforzó por emanciparse de los errores de sus predecesores, llegó a la conclusión de que si el hombre busca el bien y la justicia, es decir, algo más apetecible que la satisfacción de las necesidades cotidianas, esto tiene su explicación no en la naturaleza, sino en algo que está fuera de nuestro conocimiento, de nuestros sentimientos y experiencias, es decir, en la Idea universal.

Más tarde, como es de suponer, los neoplatónicos y luego los cristianos, utilizaron esta conclusión del pensador griego, primeramente para el misticismo, luego para apoyar la idea del monoteísmo y para explicar todo lo moral en el hombre no por el desarrollo natural de los sentimientos sociales y de la razón, sino por la revelación, es decir, por la intuición que emana de un ser superior.

Es también comprensible que sin fijarse en el problema de la necesidad de basar la moral en el hecho mismo de la vida social —lo que probablemente le hubiera conducido al reconocimiento de la igualdad de los hombres— y sin pensar en que las doctrinas morales son impotentes si el sistema de la vida social les es contrario, Platón en su República, igual que sus predecesores, planteó como sistema social ideal la República de clases, construida sobre la sumisión de unas clases a las otras, es decir, sobre la esclavitud y sobre la pena capital.

Esto explica también cómo más tarde, a través de toda la historia de la Ética, empezando por la antigua Grecia y llegando hasta Bacon y Spinoza, se nota la misma idea fundamental de que lo moral no reside ni en el hombre ni en la naturaleza.

Cierto es que algunos sofistas predecesores de Platón llegaron a una concepción natural de los fenómenos y trataron de explicar la vida de la naturaleza por causas mecánicas, como es explicada hoy por la Filosofía positiva. Aun en las ideas morales algunos sofistas vieron la consecuencia inevitable de la estructura física del hombre. Pero los conocimientos científicos de la humanidad de aquella época no eran todavía suficientes como para que fuera aceptada una concepción semejante de la moral y la Ética quedó durante varios siglos bajo la tutela de la Religión. Tan sólo ahora empieza á construirse sobre la base de las ciencias naturales.

Teniendo en cuenta el bajo nivel del conocimiento de la naturaleza en aquella época, la doctrina moral de Platón fue la más accesible para la mayoría de las gentes cultas. Probablemente estas ideas coincidieron con las nuevas corrientes religiosas que llegaban del Oriente donde, a la sazón, se abría camino el budismo. Pero, sin embargo, es imposible explicar la influencia de Platón —que se hace notar aun en nuestros días— por estas solas causas. Platón introdujo en la Ética el concepto ideal de lo moral. El alma era para él la unidad de la razón, del sentimiento y de la voluntad, conjunto del cual emana la sabiduría, la audacia y la sobriedad en las pasiones. Su ideal era el amor y la amistad, pero la palabra amor (Eros) tenía entonces un sentido más amplio que ahora: Platón entendía por Eros, no solamente la afección mutua entre dos seres, sino también la sociabilidad basada en la concordia entre las aspiraciones del individuo y la de todos los demás miembros de la sociedad. Su Eros significaba así mismo lo que nosotros calificamos ahora la sociabilidad, compasión mutua, simpatía. Era, por lo tanto, el sentimiento que impregna el mundo de los seres vivos y que constituye, junto al instinto de conservación, una condición indispensable para la vida. Platón, sin tener el concepto claramente formulado, presentía la importancia de este factor fundamental de todo desarrollo progresivo que ahora llamamos evolución.

Aunque no apreció la importancia de la justicia en la elaboración de la moral, al explicar el concepto de justicia lo hizo de tal modo que parece extraño que los pensadores subsiguientes no lo utilizaran como base de la Ética. En efecto, en el primer diálogo de Alcibíades, escrito por Platón en su juventud, Sócrates obliga a Alcibíades a reconocer que aunque los hombres son capaces de exterminarse pretendiendo defender la justicia, sus guerras tienen otra explicación. Luchan por lo que creen más útil para sí. Lo justo siempre es bello: es siempre lo bueno, es decir lo útil, de modo que es imposible encontrar nada de mayor importancia que la justicia, la belleza, el bien y la utilidad.

Es curioso que cuando en el mismo diálogo Platón habla por boca de Sócrates, del alma y de su parte divina, califica de divina la parte que sirve para conocer y pensar, es decir, no el sentimiento sino la razón. Y concluye el diálogo con las palabras siguientes que pone en labios de Sócrates:

Viviendo en comunidad, de un modo justo y razonable, haréis un placer a los dioses y os fijareis en lo divino y claro, es decir en la razón, que constituye la fuerza del alma. Y si os fijáis en este algo divino podréis ver y apreciar por vosotros mismos en qué consiste vuestro propio bien.

En términos aun más claros Platón se ha expresado sobre la justicia y la moral en general en el diálogo El banquete, donde los comensales hacen el elogio del dios del amor, Eros. No, por cierto en la primera parte, sino en la segunda, en el diálogo entre el poeta-dramaturgo Agathon y Sócrates.

Las virtudes propias de Eros —dice el poeta— son la justicia, el dominio de sí mismo, el valor. Además el amor a lo bello. No tolera la fealdad. Nos salva del aislamiento y nos inspira la confianza mutua... Hace nuestras relaciones más suaves y elimina la brutalidad... Demuestra gran benevolencia y la cólera le es casi desconocida... Protege a los buenos y odia a los malos, etc.

En la misma obra Platón, por boca de Sócrates, afirma y demuestra que el amor es inseparable del bien y de la belleza. El amor, dice Sócrates en El banquete, consiste en crear lo bello física y espiritualmente. El amor busca siempre lo bueno y lo bello, de manera que en definitiva no es otra cosa que la aspiración a la bondad y a la belleza.

La belleza que se encuentra en un cuerpo está en relación de analogía con la que se encuentra en los demás cuerpos. El hombre que se ha posesionado de ésta debe amar todas las formas bellas... y debe apreciar mucho más la belleza del alma que la del cuerpo: por este camino llegará a la contemplación de aquella belleza que consiste en el cumplimiento de sus deberes y entonces comprenderá que lo bello es idéntico en todas sus partes y por lo tanto la belleza del cuerpo ya no será para él algo esencial. Después de haber llegado a este grado de comprensión de la belleza, dice Platón, el hombre verá algo admirablemente bello por su naturaleza, la belleza eterna que no ha sido creada, que no puede perecer, que no crece ni decrece, que es incambiable en todas sus partes, en todos los tiempos, bajo todos los puntos de vista, en todos los sitios y para todos los hombres. Llegando a un grado supremo de idealismo añade Platón que esta belleza no revestirá una forma concreta, como por ejemplo aquella que está en un ser vivo sobre la Tierra o en el cielo, sino que se presentará como algo eterno que existe siempre en sí y por sí y que es siempre lo mismo. En otras palabras: como la concepción de nuestra razón y de nuestros sentimientos —como Idea—.

Tal fue el idealismo de Platón. No es extraño que esta doctrina encuentre aun hoy partidarios. Por un lado abrió camino a la corriente de los eudemonistas que hasta ahora han predominado en la Ética y que afirman, como lo hacían ya Platón y los sofistas y después de Platón, Epicuro y sus discípulos, que cuanto el hombre hace tiene por objeto el bienestar individual, aunque naturalmente Platón concebía este bienestar no como un goce semianimal, sino como un sentimiento superior, tal como está expresado en los diálogos Laques y El Banquete. Pero al mismo tiempo, introduciendo los conceptos de alma y belleza como algo que está en la naturaleza pero que es superior a ella, preparaba el camino para la Ética religiosa. Por eso Platón goza aun en nuestros días de gran predicamento entre los pensadores religiosos. Fue en realidad su predecesor. Sin embargo, su alto concepto de la naturaleza y de la belleza moral que reside en ella —que no ha sido justamente apreciado hasta hoy ni por la Ética religiosa ni por la no religiosa— le separa de las dos corrientes de moral antes mencionadas.

En la segunda mitad de su vida, cuando Platón se encontraba bajo la influencia de los pitagóricos, trató, con el apoyo del tirano de Siracusa, Dionisio, de crear el Estado según el concepto que expresa en sus obras La República y Las Leyes (esta última producto de un intelecto ya caduco). Platón había dejado de ser el mismo idealista que durante la primera mitad de su vida. En su Estado ideal —señala con amargura Vladimiro Solovief, el gran escritor ruso y admirador de Platón— Platón no solamente conservó la esclavitud, sino la pena capital para los esclavos y los ciudadanos, por las faltas cometidas contra la religión estatal. De este modo consagraba el mismo crimen que tanto le había indignado en su juventud cuando en virtud de una igual intolerancia religiosa fue ejecutado su maestro Sócrates. Eros, es decir el amor, que Platón glorificó tan admirablemente, no le impidió exaltar los mismos crímenes de que más tarde se hizo culpable la Iglesia Católica, a pesar de predicar el amor de su fundador.

Aristóteles. —Entre el concepto científico— natural de la moral y el metafísico se coloca la doctrina de Aristóteles (384-322 A. C.).

Buscaba Aristóteles la explicación de nuestras concepciones morales no en la razón suprema ni en la Idea universal, como Platón, sino en la vida real de los hombres: en sus aspiraciones a la felicidad y a la utilidad, en la razón humana. Gracias a estas dos aspiraciones, afirmaba, se elaboran dos virtudes sociales de capital importancia: la Amistad, es decir el amor hacia los demás (ahora diríamos sociabilidad) y la Justicia; pero no concebía la justicia en el sentido de la igualdad de derechos.

En la Filosofía de Aristóteles encontramos, por lo tanto, por primera vez la autoafirmación de la razón humana. Igual que Platón veía la fuente de la razón en la divinidad, pero esta divinidad no intervenía en la vida del mundo.

Mientras Platón trataba de establecer la existencia de dos mundos separados, uno que conocemos por nuestros sentidos y otro que está fuera del alcance de los mismos, Aristóteles procuró realizar la unión entre ambos. No había lugar en su doctrina para la fe y no reconocía la inmortalidad individual. Tan sólo después de haber comprendido el universo se puede comprender debidamente nuestra vida.

Veía la base de las ideas morales en los hechos de la vida real. Todo el mundo aspira al mayor bien, a la felicidad; esto es lo que hace la vida deseable, la causa de las satisfacciones. La plebe ve su felicidad en el goce, en el placer, mientras que la gente culta la busca en algo superior: no en la Idea como afirmaba Platón, sino en una actividad razonable del alma o por lo menos no contraria a la razón (Ética, I, 6). El bien supremo para el hombre consiste en una actividad del alma de acuerdo con la virtud (I. 6-9). La felicidad supone la vida de acuerdo con las exigencias de la justicia y una vida semejante es lo más bello que puede darse: une en sí la salud y el logro de lo que se ama.

Sin embargo, añade Aristóteles, la felicidad necesita también bienes externos, entre los cuales enumera a los amigos, la riqueza, la influencia política, el origen noble, los buenos hijos y la belleza. Sin esto la felicidad parece incompleta (I, 9). En el reparto de la felicidad representa un papel importante el azar. Pero las personas no del todo desprovistas de virtud pueden alcanzarla mediante la instrucción y el trabajo (I, 10), puesto que aun la parte irracional de nuestra alma, las pasiones, obedece en cierta medida a la razón (I, 13). En general Aristóteles atribuye gran importancia en la elaboración de la moral a la razón: en la razón reside el freno de las pasiones; gracias a ellas somos capaces de comprender que la aspiración al bien de la sociedad proporciona una felicidad muy superior a la satisfacción de los deseos personales.

Como puede verse, en vez de buscar la base de las ideas morales en la intuición sobrenatural, Aristóteles sometía dichas ideas a la razón, cuyo principio director es la satisfacción de la felicidad. Comprendía que la felicidad del individuo está estrechamente ligada con la de la sociedad (del Estado decía Aristóteles, comprendiendo bajo esta denominación toda comunidad organizada). De este modo Aristóteles resulta el predecesor de los eudemonistas que más tarde explicaron los instintos, sentimientos y acciones morales con la idea de la persecución de la felicidad personal; es también el precursor de la escuela utilitarista (Bentham, Mill, Spencer).

La Ética de Aristóteles, por su forma y por la elaboración cuidadosa de cada idea, constituye un monumento admirable de la cultura de la antigua Grecia y puede ponerse al lado de sus demás obras científicas y políticas. En la Ética empero, así como en la Política, paga su tributo a lo que ahora calificamos de oportunismo. Tal es su famosa definición de la virtud: La virtud —dice—, es una cualidad del alma, intencionadamente adquirida y determinada por la razón: es el término medio entre el exceso y el defecto. (Part. II, 5, 6 y 9).

Lo mismo ocurre con el concepto de la justicia.[52] Aun cuando Aristóteles ha consagrado a esta idea un capítulo de su Ética, concibiéndola también como el término medio entre dos extremos, no ha englobado en ella el concepto de igualdad de derechos más que en un sentido muy limitado.[53] Ello es tanto más interesante cuanto que la justicia era para él la mayor de las virtudes, más admirable y espléndida que las estrellas del alba y de la noche. La justicia incluye todas las virtudes, decía un proverbio de la época. Aristóteles comprendía además sin duda su significación moral, puesto que enseñaba que sólo la justicia entre todas las virtudes parece consistir en un bien útil a otra persona. En otras palabras: es una virtud no egoísta.[54] Aristóteles llegó además a la conclusión muy justa de que todos los actos injustos pueden ser siempre reducidos a una maldad.

Pero al mismo tiempo Aristóteles distingue dos especies de injusticia, la injusticia común que consiste en quebrantar la ley y la que reside en establecer diferencias en el tratamiento de los hombres. Y también dos especies de justicia. Junto a ésta establecía Aristóteles una nueva división reconociendo dos especies de justicia especial. Una consiste en el reparto de los honores, del dinero y en general de todos los bienes que pueden ser repartidos entre los ciudadanos de una comunidad y otra se refiere a los derechos en las relaciones particulares. El gran pensador de la antigua Grecia añade inmediatamente que en la equidad y también en la justicia debe existir un justo medio, pero como quiera que el justo medio es un concepto muy condicionado, al hacer esta afirmación Aristóteles perturba radicalmente la noción de la justicia como solución legítima de aquellas cuestiones morales difíciles y dudosas ante las cuales el hombre vacila. Y de hecho Aristóteles no exigía la igualdad en el reparto y sí tan sólo la equidad.[55]

De este modo, claro está, que viviendo en una sociedad donde existía la esclavitud, Aristóteles no se atreviese a reconocer que la justicia consiste en la igualdad de derechos. Se conformaba con una justicia distributiva. La humanidad tuvo que esperar cerca de dos mil años para que en Occidente y en Francia la Igualdad junto con la Libertad y la Fraternidad fueran proclamadas como ideales de la vida social.

En general, Aristóteles no fue superior a su época en cuanto se refiere a la moral y a la política. En cambio, en las definiciones de la ciencia, de la sabiduría y del arte fue precursor de la filosofía de Bacon. En el examen de los distintos bienes y en la enumeración de los goces se acercó mucho a Bentham. Comprendió la significación de la simple sociabilidad que, por cierto, confundió con la amistad y la afección mutua (VIII. 8); por otro lado fue el primero en apreciar lo que descuidan la mayoría de los pensadores de nuestro siglo, o sea que al hablar de la moral hay que distinguir sobre todo entre lo que se puede exigir a cualquiera y la virtud heroica inaccesible al hombre ordinario (VII. 1). Es precisamente esta cualidad, que llamamos ahora espíritu de sacrificio y de magnanimidad, que estimula a la humanidad en la marcha hacia adelante y desarrolla la aspiración a realizar lo bello, lo que la Ética de Aristóteles tiende a demostrar (Lib. VIII, 8). Esta cualidad no puede naturalmente ser exigida de todos.

Tal fue la filosofía del gran pensador, pero no muy profundo, que ocupó en su época un lugar preponderante y que durante los tres últimos siglos, desde el Renacimiento en el siglo XVI hasta nuestros días, ha ejercido una gran influencia sobre la ciencia en general y sobre la Ética en particular.

Epicuro. — Las doctrinas de Platón y de Aristóteles constituyeron dos escuelas muy diversas de la concepción de la moral. Aun después de la muerte de ambos filósofos las discusiones entre sus partidarios no cesaron. Pero poco a poco esas discusiones perdieron gran parte de su interés dado que las dos escuelas estaban de acuerdo en reconocer que la moral humana no es un fenómeno fortuito, sino que tiene una base profunda en la naturaleza y que existen ideas morales propias a todas las comunidades humanas.

En el siglo III antes de nuestra era se fundaron dos nuevas escuelas: la de los estoicos y la de los epicúreos.

Los estoicos, igual que sus predecesores Platón y Aristóteles, enseñaban que hay que vivir de acuerdo a la Naturaleza, es decir con la razón y con las propias capacidades, porque tan sólo una vida semejante puede proporcionarnos la máxima felicidad. Pero, como es sabido, insistieron sobre todo en que el hombre encuentra su felicidad (eudemonia), no en los bienes externos —riquezas, honores, etc.—, sino en la aspiración hacia algo superior, ideal, en el desarrollo de la vida espiritual para el bien del hombre, de la familia, de la sociedad y principalmente en la realización de la libertad interior.

Más adelante, en este mismo capítulo, he de ocuparme de las teorías de los estoicos. Ahora he de observar tan sólo que, aunque los estoicos repudiaban la metafísica moral de Sócrates, siguieron sin embargo el mismo camino, pues introdujeron el concepto del saber que nos permite distinguir entre las varias formas de gozar la vida y buscar la felicidad en su forma más perfecta y espiritual. Como veremos luego la influencia de los estoicos fue enorme, sobre todo más tarde en el mundo romano. Prepararon los espíritus para la aceptación del cristianismo. Notable fue esta influencia especialmente por lo que se refiere a la doctrina de Epícteto (fin del siglo II y comienzos del siglo I antes de J. C.), cuya esencia ha sido aceptada por los positivistas y por la escuela ética científico-natural de nuestros días.

En oposición a los estoicos, los sofistas, sobre todo Demócrito (470-380 antes de J. C.) que fue el fundador de la física molecular, y en general la escuela de los cirenaicos, al decir que el rasgo principal del hombre y de todo ser vivo es la aspiración al placer, al goce —es decir el hedonismo— no subrayaron suficientemente que la aspiración a la felicidad puede ser muy distinta y puede comprender desde el egoísmo más brutal hasta el más ideal y abnegado espíritu de sacrificio. La tarea de la Ética consiste precisamente en distinguir entre las varias especies de aspiraciones a la felicidad, en demostrar a dónde conducen y qué grado de satisfacción proporcionan.

Así lo hizo muy concienzudamente Epicuro, cuya fama fue grande en el —mundo griego-romano merced a su eudemonismo, es decir a la doctrina moral basada en la busca de la felicidad, pero con la preocupación de descubrir el camino que mejor conduce a una vida feliz.

La finalidad a la cual todos los seres vivos irreflexivamente aspiran es la felicidad —enseñaba Epicuro— (se puede decir también lo agradable), pues apenas nacen van ya en busca del goce y repudian el sufrimiento. La razón nada tiene que ver con estos impulsos: el hombre se siente empujado en este camino por la misma naturaleza. La razón y el sentimiento marchan juntos y es la razón quien se somete al sentimiento. En una palabra, el placer es el comienzo y la finalidad de una vida feliz, el primer bien natural. La virtud es buena tan sólo cuando conduce al bien y la Filosofía es la energía que, mediante el razonamiento, proporciona una vida feliz.[56]

Epicuro ha expresado su idea fundamental, poniendo en ello probablemente toda la intención, en palabras bastante ásperas: el punto de partida y la raíz de todo bien es el goce del estómago. Sus adversarios utilizaron abundantemente esta sentencia para ridiculizar el epicureísmo. Sin embargo Epicuro, según parece, pretendía tan sólo decir que el punto de partida de las sensaciones agradables, las cuales luego se descomponen en sensaciones bajas y elevadas, es el goce de la comida. Poco a poco surgen de la alimentación mil variedades que se transforman en el goce del gusto, de la vista, de la imaginación hasta el punto de poderse justificar la afirmación antedicha. Con esta idea están también de acuerdo los biólogos contemporáneos que estudian los primeros pasos de la vida consciente.

Las cosas sabias y bellas están ligadas con este goce, ha escrito Epicuro. La comida no significa naturalmente el objetivo final de la felicidad, pero puede ser considerada como el punto de partida puesto que sin ella es imposible la vida en general. La felicidad es el conjunto de toda una serie de placeres. Mientras algunos hedonistas, como por ejemplo Aristipo el Joven no hicieron distinción entre los varios goces, Epicuro los distinguió según la influencia que ejercen sobre nuestra vida. Los mismos sufrimientos —decía— pueden ser útiles y pueden conducir al bien. Así es que la doctrina de Epicuro se elevó considerablemente sobre la moral del simple placer, como lo han demostrado perfectamente muchos escritores y entre ellos Guyau (III, 1 y 4 e Introducción); ella inicia el camino que han seguido Bentham y Stuart Mill en el siglo XIX.

En cuanto coloca Epicuro la finalidad del hombre en un estado actual de ánimo feliz y no en la liberación de anteriores pasiones o caprichos resulta claro el camino que hay que seguir para alcanzar este fin: ante todo hay que limitar los deseos y conformarse con poco. Aquí se muestra dispuesto Epicuro a mantenerse toda la vida a pan y agua, como los más estrictos estoicos (Guyau, IV, 1). Luego hay que procurar vivir de acuerdo a la propia naturaleza, sin contradicciones internas, llevar y sentir una vida de unidad que exprese la característica personal y no dejarse esclavizar por las influencias externas (Guyau, IV. 2).

La base de la conducta del hombre debe estar en todo aquello que le proporciona una mayor satisfacción. Pero esta base no puede consistir en las aspiraciones a la utilidad personal, puesto que la mayor felicidad se realiza mediante el acuerdo de las aspiraciones del individuo con las de los demás. La felicidad consiste en emanciparse del mal y ello es tan sólo posible cuando la vida de cada uno está de acuerdo con el interés de todos. Esto nos enseña la vida: el hombre como ser razonable que sabe aprovechar las lecciones de la experiencia distingue entre los actos que conducen a este acuerdo y los que le son opuestos. Así se forma el carácter moral de la sociedad, la Ética de una época dada.

Resulta por lo tanto comprensible que Epicuro después de haber comenzado sentando la afirmación de que la virtud y el desinterés no existen y que toda la moral no es otra cosa que el egoísmo razonable, llegara a una doctrina ética que en sus conclusiones nada cede a las de Sócrates y aun de los estoicos. El placer puramente físico no puede llenar toda la vida. Es algo pasajero. A su lado está la vida de la inteligencia y del corazón, de los recuerdos y de las esperanzas, de la memoria y de las previsiones que abre al hombre toda una serie de nuevos goces.

Epicuro quiso también emancipar a los hombres de los horrores que inspira la creencia en los dioses, dotados de todas las malas cualidades, así como del miedo a los horrores de la vida de ultratumba y de la creencia en el Destino que mantenía aun el mismo Demócrito. Pero para emanciparlos de este temor era preciso libertarlos ante todo del horror a la muerte, o mejor dicho de la vida de ultratumba, temor que estaba en la antigüedad fuertemente arraigado puesto que entonces la vida ultraterrena era representada en forma de un sueño en la obscuridad subterránea con la consciencia despierta y capaz de atormentar al hombre.[57]

Al mismo tiempo, combatió Epicuro el pesimismo que predicaba Hegesio, muy semejante al pesimismo contemporáneo de Schopenhauer, fundado sobre la idea de que más vale morir porque el mundo está lleno de males y sufrimientos.

En general toda la doctrina de Epicuro tendió a la emancipación intelectual y moral del hombre, pero hay en ella una omisión grave: no dio al hombre fines morales elevados. Sobre todo no predicó el sacrificio en bien de la sociedad. Epicuro no previó fines morales como la igualdad de los derechos de todos, ni la abolición de la esclavitud. El valor, según él, consistía no en la busca de los peligros, sino en saber evitarlos. Lo mismo opinaba en cuanto al amor: el hombre prudente tiene que evitar el amor apasionado, pues éste no contiene nada natural ni racional; no pasa de ser una ilusión psicológica, una especie de adoración religiosa que no debería existir. Era contrario al matrimonio a causa de las dificultades que ocasiona y de las que producen los hijos, que son su consecuencia. (Sin embargo quería a los niños). En cambio apreciaba mucho la amistad —decía— el hombre olvida sus intereses. Hacer algo agradable a un amigo es como hacérnoslo a nosotros mismos.

Epicuro vivió siempre rodeado de amigos y discípulos. Merced a la vida agradable que en común llevaban, atrajeron tantos partidarios que, según Diógenes Laercio, no hubieran bastado ciudades enteras para darles cabida. La fidelidad de los epicúreos a sus amigos es proverbial.

En su estudio sobre las doctrinas de los epicúreos, Guyau señala una particularidad interesante. Es evidente que la amistad y el sacrificio para con un amigo son contrarios a la teoría del interés personal, el cual, según Epicuro, debe servir de guía a todo hombre razonable. Para evitar esta contradicción, los discípulos de Epicuro consideraron siempre la amistad como un pacto tácito concluido a base de la justicia, es decir de la igualdad y de la reciprocidad. Un pacto semejante se mantiene por la fuerza de la costumbre. Los primeros tratos tienen como base el placer personal recíproco. Poco a poco se convierten en costumbre; nace la afección y entonces queremos a nuestros amigos sin pensar en sacar de ellos una ventaja cualquiera. Así justificaron los epicúreos la amistad, afirmando que no contradice su principio fundamental de la felicidad personal.

Pero se planteaba la cuestión de saber cómo concebía Epicuro la sociedad. Ya Platón en su diálogo Gorgias, dice Guyau, expresó la idea de que la única ley de la naturaleza es el derecho del fuerte. Luego los escépticos y Demócrito negaron la justicia natural y muchos pensadores de aquella época reconocieron que las normas de la vida han sido establecidas por la fuerza y se consolidan gracias a la costumbre.

Según Guyau, Epicuro fue el primero en expresar la idea de que el llamado derecho natural no es otra cosa que un pacto mutuo para no hacer ni soportar daño entre unos y otros. La justicia no tiene valor en sí: existe sólo en los pactos mutuos. Estos pactos los concluyen los prudentes —dice Epicuro— no para no cometer injusticias, sino para no sufrirlas por parte de los demás. Tan sólo merced a la reciprocidad resulta posible que al defendernos de los demás defendamos también a los demás de nosotros mismos. Sin pactos ni leyes semejantes la sociedad sería imposible, los hombres se devorarían unos a otros, ha dicho Metrodoro, discípulo de Epicuro.[58]

La conclusión de la doctrina de Epicuro fue, por consiguiente, que lo que las gentes llaman deber y virtud se identifica con el provecho de cada uno. La virtud es el mejor medio para alcanzar la felicidad y si el hombre vacila en el momento de actuar en tal o cual sentido lo mejor es seguir el camino de la virtud.

Pero en esta virtud no encontramos ni la sombra siquiera de la igualdad entre los hombres. La esclavitud no indignaba a Epicuro. Trataba bien a sus esclavos. Pero les negaba todos los derechos. La igualdad humana no le preocupaba. Tuvieron que pasar varios siglos para que los pensadores dedicados al estudio del problema moral abogaran por la igualdad de todos los seres humanos haciendo de la igualdad la llama de la moral.

Para caracterizar más aun la doctrina epicúrea hay que añadir que uno de los discípulos que más acabadamente expuso estas ideas, el escritor romano Lucrecio (siglo I antes de J. C.), habla ya en su poema De la naturaleza de las cosas del desarrollo progresivo, es decir, de la evolución que es hoy la idea central de la filosofía contemporánea. Lucrecio expone un criterio científico–natural, materialista de la Naturaleza análogo al de la ciencia contemporánea. En general, las ideas de Epicuro sobre la naturaleza y el Universo están, como su Ética, desligadas de la fe. A su lado los estoicos, siendo panteístas, seguían creyendo en la intervención continua de fuerzas sobrenaturales en nuestra vida. Los discípulos de Platón, sobre todo los filósofos de la escuela de Alejandría que creían en los milagros y en la magia, capitularon naturalmente ante la fe cristiana. Sólo los epicúreos se mantuvieron en su incredulidad y su doctrina persistió durante largo tiempo. Hasta el advenimiento del cristianismo, el epicureísmo fue la doctrina más propagada en el mundo antiguo y consiguió sobrevivir durante unos cuatro siglos todavía. Cuando en el siglo XII, y más tarde en la época del Renacimiento, se inició en Europa el movimiento racionalista, se inspiró éste, sobre todo en Italia, en la doctrina de Epicuro.[59]

La doctrina de Epicuro ejerció, por otra parte, una gran influencia sobre un pensador racionalista del siglo XVII, Gassendi (1592-1655) así como sobre su discípulo Hobbes y aun sobre el mismo Locke, los cuales prepararon el movimiento enciclopedista y la filosofía naturalista contemporánea: También fue notable esta influencia en la Filosofía de los negadores, como La Rochefoucauld y Mandeville y más tarde Nietzsche, Stirner y sus imitadores.

Estoicos. —Finalmente, la cuarta escuela filosófica que se desarrolló en Grecia y luego en Roma y cuyas huellas se notan todavía hoy en la Ética fue la de los estoicos, cuyos fundadores fueron Zenón (340-265 antes de J. C.), y Crisipo (281 o 276-208 o 204 antes de J. C.). Luego en el Imperio romano desarrollaron la misma doctrina Séneca (54 a. de J. C. —36 d. C.), Marco Aurelio (121-180 después de J. C.) y sobre todo Epícteto (fin del siglo I y principios del II).

Los estoicos se esforzaron en predicar que el hombre llegaba a la felicidad por el desarrollo de la virtud, que consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza y al mismo tiempo en el desarrollo de la razón y en el conocimiento de la vida universal. No buscaron el origen de los conceptos morales del hombre en una fuerza sobrenatural cualquiera, sino que afirmaron, al contrario, que la naturaleza misma contiene en sí reglas y por consiguiente modelos de moral. Lo que generalmente se llama ley moral emana de las leyes universales que regulan la vida de la naturaleza, afirmaban los estoicos.

Sus ideas coinciden en este respecto con las que se van abriendo camino en la Ética contemporánea desde los tiempos de Bacon, Spinoza, Augusto Comte y Darwin. Pero al hablar de las razones fundamentales de la moral y de la vida en general se sirvieron a veces de la terminología propia de la Metafísica. Así enseñaron que la Razón o Logos llena el mundo entero, como razón del Universo, y que la ley moral proviene de aquellas leyes naturales en que se rebela esta Razón universal.[60]

Por consiguiente la razón del hombre, las ideas morales, decían los estoicos, no son otra cosa que una de las manifestaciones de la fuerza de la naturaleza; ello no les impedía comprender, naturalmente, que el mal, en la naturaleza y en el hombre, tanto en lo físico como en lo moral, es también una consecuencia natural de la vida de la naturaleza tanto como el bien. Toda la doctrina tendió por eso a ayudar al hombre a desarrollar en sí el bien y a combatir el mal alcanzando de este modo la mayor felicidad posible.

Los adversarios de los estoicos afirmaron que éstos reducían a la nada la diferencia entre el bien y el mal y hay qué reconocer que aquéllos, aunque en su mayoría no confundieron en la vida misma estos conceptos, no consiguieron sin embargo dar un criterio determinado para distinguir entre el bien y el mal, como lo han hecho, por ejemplo, los utilitaristas en el siglo XIX, que vieron la finalidad de la moral en la mayor felicidad para la mayoría de los hombres (Bentham), o bien los que la basaron en el dominio natural del instinto social sobre el individuo (Bacon y Darwin) o los que incluyeron en la Ética el concepto de la justicia, es decir, la igualdad de derechos.

En general, los estoicos no llegaron realmente a construir su teoría moral sobre bases naturales. Cierto es que cuando afirmaron que el hombre debe vivir según las leyes de la naturaleza algunos de ellos ya indicaban que el hombre, como animal social, debe someter sus deseos a la razón y a las aspiraciones de la colectividad. Cicerón (106-43) llegó a considerar la justicia como base de la moral. Tan sólo la vida puesta de acuerdo con la razón universal podía dar al hombre la sabiduría, la virtud y la felicidad; la propia naturaleza, afirmaban los estoicos, nos inspira instintos morales sanos.

Pero los estoicos, según ha observado Jodl en su Historia de la Ética, no sabían encontrar lo moral en lo natural ni tampoco lo natural en lo moral. Debido a esta laguna de su doctrina, inevitable dada la época, uno de ellos, Epícteto, llegó a admitir la necesidad de la revelación para el conocimiento de lo moral, principio fundamental del cristianismo. Otros, como Cicerón, vacilaron entre el origen natural y el divino de la moral y Marco Aurelio, cuyas sentencias morales son a veces de una gran belleza, llegó, en la defensa de los dioses oficialmente reconocidos, a la admisión de las atroces persecuciones de que eran víctimas los cristianos. Su estoicismo degeneró en fanatismo religioso.

En general se notan en las doctrinas de los estoicos muchas insuficiencias y aun muchas contradicciones. Pero a pesar de todo la huella que han dejado en la Filosofía moral ha sido profunda. Algunos de ellos llegaron a predicar la fraternidad universal, pero no por eso combatieron el individualismo, la liberación de las pasiones y la renuncia al mundo. Séneca, que fue preceptor de Nerón y más tarde una de las víctimas de su discípulo, reunió el estoicismo con la metafísica de Platón, mezclando al mismo tiempo en su concepción las doctrinas de los pitagóricos y de Epicuro. Cicerón por su parte se inclinó más hacia el concepto religioso de la moral, viendo en ella la expresión de las leyes de la naturaleza y de la divinidad.[61]

Pero la idea fundamental de los estoicos consistió en encontrar las bases de la moral en la razón humana. Consideraban que la aspiración de la sociedad al bien era una cualidad innata que va desarrollándose en el hombre a medida que evoluciona intelectualmente. Razonable es, añadían, la conducta que está de acuerdo con la naturaleza humana y con la naturaleza en general. El hombre debe basar su Filosofía y su moral en el conocimiento: en el conocimiento de sí mismo y en el de toda la naturaleza. Vivir de acuerdo con la naturaleza significa ante todo para Cicerón conocerla y desarrollar en sí los instintos humanos, es decir, la capacidad de dominar las pasiones que conducen a la injusticia. O lo que es lo mismo: cultivar en sí la justicia, el valor y en general lo que llamamos virtudes cívicas. Es comprensible, por lo tanto, que Cicerón se convirtiera en el escritor predilecto de la época del Renacimiento y que más tarde alcanzara gran favor entre los escritores del siglo XVII y ejerciera tanta influencia sobre Locke, Hobbes, Shaftesbury, así como sobre los precursores de la gran revolución francesa, Montesquieu, Mably, Rousseau.

Eucken está, por lo tanto, completamente en lo justo al afirmar que la idea fundamental del estoicismo, es decir la explicación científica de la moral, la elevación de ésta a la categoría de ciencia y su independencia dentro de un mundo concebido como unidad, se ha conservado hasta nuestros días.[62] No es digno del hombre el someterse inconscientemente al mundo. Hay que aspirar a la comprensión de la vida universal, a la percepción de su desarrollo incesante y a vivir de acuerdo con las leyes de la evolución. Así comprendieron la moral los mejores entre los estoicos, contribuyendo con ello en alto grado al desarrollo de la ciencia de la moralidad.

Así, pues, el lema de los estoicos fue no permanecer indiferente ante la vida y la sociedad y a este fin predicaron la formación y el fortalecimiento del carácter. El que más insistió sobre estas ideas fue Epitecto, como lo ha probado Paulsen en sus Bases de la Ética. Una honda impresión —escribe Paulsen— producen las páginas de Epitecto en que invita al hombre a emanciparse de las cosas que están fuera de su poder y llegar a la conquista de la libertad interior apoyándose tan sólo en sí mismo.

El rigor es necesario en la vida, escribieron los estoicos. Hay que ser severos para con nuestras propias debilidades. La vida es un combate y no un goce epicúreo de los placeres. El peor enemigo del hombre es la ausencia de finalidad. Para ser feliz hay que tener valor, elevación de alma, heroísmo. Estas ideas les condujeron a la de fraternidad universal, de humanidad, es decir a una idea que no había aun preocupado a sus predecesores.

Pero al lado de tan bellas aspiraciones notamos en todos los estoicos cierta duplicidad e indecisión. Al lado de las leyes naturales que rigen el mundo admitían también la Razón Suprema, lo cual había de paralizar inevitablemente el estudio científico de la naturaleza. Su concepto del mundo no era integral y su dualismo los condujo a hacer concesiones contrarias a los principios fundamentales de su moral y a reconciliarse con lo que repudiaron antes al elaborar el ideal. Esta duplicidad condujo a un pensador como Marco Aurelio a la persecución implacable de los cristianos. La tendencia a buscar la posibilidad de una armonía entre la vida individual y el estado de cosas de la época les condujo a lamentables transigencias y pactos con la realidad más brutal y eso no tardó en poner en las obras de los estoicos una nota de desesperación, de pesimismo.

Con todo, su influencia fue enorme. Prepararon los espíritus a la aceptación del cristianismo y su influjo se hace sentir todavía hoy entre los racionalistas.

Capítulo VI. La ética del cristianismo

El cristianismo: causas de su aparición y su éxito. —El cristianismo como Religión de la pobreza. —Cristianismo y budismo. —Diferencia fundamental entre estas religiones y las precedentes. —Ideal social del cristianismo. —Transformaciones del cristianismo primitivo.

Echando una ojeada sobre la Ética precristiana en la antigua Grecia, vemos que, no obstante la diversidad de ideas morales, los pensadores griegos estaban de acuerdo en un punto: veían la fuente de la moral humana en las inclinaciones naturales del hombre y en la razón. No se daban cuenta exacta de la verdadera naturaleza de estas inclinaciones, pero enseñaban que merced a su razón el hombre, al vivir en sociedad, desarrolla y fortalece las inclinaciones morales útiles para el mantenimiento de la vida social y no trataban de buscar un apoyo externo en las fuerzas sobrenaturales.

Tal fue la doctrina de Sócrates, de Aristóteles y en parte la de Platón y los primeros estoicos. Tan solo Platón introdujo en la moral un elemento semirreligioso. Pero por otro lado Epicuro, tal vez como contrapeso a la idea de Platón, proclamó un nuevo principio: la aspiración racional del hombre a la felicidad, al placer; en esta aspiración veía la fuente principal de la moral en el hombre pensante.

Al afirmar que, bien comprendida, la aspiración a la felicidad personal, a una vida íntegra, constituye la plenitud moral, Epicuro estaba en lo cierto: un hombre que ha comprendido que la sociabilidad, la justicia, la benevolencia para con sus semejantes conduce a cada uno y a toda la sociedad a la felicidad, no puede ser un hombre inmoral; en otras palabras, un hombre que ha reconocido la igualdad para todos e identifica sus goces con los de la comunidad, puede indudablemente encontrar en esta idea un apoyo para su moral. Pero al afirmar que la aspiración razonable a la felicidad conduce al hombre de por sí a tratar a los demás según los principios de la moral, Epicuro empequeñecía sin necesidad alguna las bases reales de la moral. Olvidaba que, a pesar de su egoísmo, tiene el hombre inclinaciones a la sociabilidad, posee un concepto de justicia, tiene una consciencia del ideal y de la belleza moral que en formas más o menos vagas se encuentra aún en los seres de más bajo nivel ético.

De este modo Epicuro disminuía la importancia de los instintos sociales del hombre. Por otro lado, no prestaba atención a la influencia del medio ni a la división en clases que es contraria a la moral, puesto que la estructura piramidal de la sociedad autoriza a unos lo que prohíbe a otros.

En efecto, los discípulos de Epicuro, bastante numerosos en el imperio de Alejandro de Macedonia y más tarde en el Imperio romano, pudieron justificar su indiferencia ante los males sociales en la ausencia de un ideal ético basado en la igualdad y en la justicia.[63]

Era inevitable que contra los males sociales de la época surgiera una protesta y ésta surgió abriéndose camino, como ya hemos visto, en las doctrinas de los estoicos y más tarde del Cristianismo.

Ya en el siglo V antes de nuestra era empezaron las guerras entre Grecia y Persia y estas luchas produjeron, poco a poco, la decadencia completa de las libres Repúblicas griegas, en las cuales habían alcanzado el arte y la Filosofía tan alto grado de desarrollo. Luego, en el siglo IV, se formó el reino macedonio y se iniciaron las expediciones militares de Alejandro el Magno hacia el centro del Asia. Las democracias independientes y prósperas de Grecia fueron sometidas al nuevo régimen de conquista. Alejandro, al traer de Oriente los esclavos y las riquezas de los pueblos saqueados, trajo consigo también la idea de la centralización y como consecuencia inevitable de ésta el despotismo político y el espíritu mercantil. Además, el encanto de las riquezas que había traído del Oriente despertó la envidia en los vecinos occidentales de Grecia y al final del siglo III antes de J. C. se inauguró la conquista de Grecia por parte de Roma.

Aquel foco de ciencia y de arte que fue Grecia quedó así convertido en una provincia del Imperio romano conquistador. El faro de la ciencia encendido en la Hélade, se apagó por varios siglos, mientras Roma, plagiando el centralismo de Grecia y organizando el lujo de las clases superiores sobre el trabajo de los esclavos y de los pueblos conquistados, se extendía cada día más. En estas condiciones era inevitable que surgiera la protesta. Ocurrió lo que había de ocurrir. Primero como un eco del Budismo, religión nacida en la India, país en el cual se hacía sentir el mismo proceso de desintegración que en Grecia; más tarde, unos cuatro siglos después, bajo la forma del Cristianismo, religión nacida en Judea, de donde pasó al Asia Menor, país lleno de colonias griegas y por fin a Italia, que era el centro de la dominación romana.

Es fácil de comprender la impresión producida por estas dos religiones que tanto tienen de común, sobre todo entre las clases pobres. Las noticias sobre la nueva religión nacida en la India empezaron a penetrar en la Judea y en el Asia Menor durante los dos últimos siglos antes de Jesucristo. Circulaban rumores de que el heredero del trono, Gautama, había abandonado su palacio y su joven esposa, se había vestido humildemente y, renunciando al poder y a la riqueza, se había convertido en un servidor del pueblo. Pordioseando, predicaba el desprecio a la riqueza y al poder, el amor a los amigos y enemigos, la misericordia para con todos los seres vivos, la igualdad de todos sin distinción de clases ni de posición. Entre los pueblos agotados por las guerras y la tiranía, maltratados y ultrajados por sus dueños y señores, la doctrina de Gautama Buda,[64] no tardó en encontrar numerosos fieles y se propagó poco a poco desde el norte hacia el sur de la India y hacia el oeste a través de toda el Asia. Decenas de millones de gentes se convirtieron al budismo.

El fenómeno se repitió algunos siglos más tarde cuando una doctrina análoga, aunque más elevada, el Cristianismo, se propagó desde Judea a las colonias griegas del Asia Menor, para pasar desde aquí a Grecia y a la Sicilia.

El terreno para la nueva religión de los pobres, indignados ante el despilfarro de los ricos, estaba bien abonado. Más tarde la migración de pueblos enteros de Asia a Europa, movimiento iniciado doce siglos antes, al establecer los primeros contactos con el mundo romano, introdujo un tal pavor en los espíritus que la necesidad de una nueva religión se hizo sentir aún con más fuerza.[65]

Entre todos los errores de la época, los pensadores, aun los más ecuánimes, perdieron la fe en el porvenir de la humanidad. En cuanto a las masas, vieron en la invasión de los bárbaros un azote de la fuerza. Se abrió paso la idea del fin del mundo y la gente buscó en la religión el camino para salvarse.

Lo que principalmente distinguía al Cristianismo y al Budismo de las religiones precedentes era que, en vez de los dioses crueles a los cuales había que someterse, las dos nuevas religiones predicaban la fe en un ideal Hombre-Dios. En el Cristianismo el amor del Divino Maestro hacia los hombres, hacia todos los hombres, sin distinción de nacionalidad ni de fortuna y sobre todo hacia los humildes, llegó hasta el acto más elevado: hasta la crucifixión y muerte de Jesús para salvar a la Humanidad del poder del mal.

En vez del miedo ante el Jehová vengativo o ante los dioses que personificaban las fuerzas adversas de la naturaleza, se predicó el amor hacia las víctimas de la violencia. Y en el Cristianismo el predicador de moral no fue una divinidad vengativa, ni un sacerdote, ni un sabio, sino un hijo del pueblo. Mientras el fundador del Budismo, Gautama, fue el hijo de un rey que voluntariamente se convirtió en mendigo, el fundador del Cristianismo fue un sencillo carpintero que abandonó su casa y sus padres para vivir como un pájaro del cielo en espera del juicio final. La vida de esos dos grandes maestros transcurrió fuera de los templos y academias, entre los pobres y de entre éstos y no de la casta de los sacerdotes salieron los apóstoles de Cristo. Si más tarde en el Cristianismo, así como en el Budismo, se formó la Iglesia, es decir un gobierno de los elegidos con todos los vicios naturales de un gobierno, ello ocurrió contra la voluntad de los dos fundadores. En vano se trató de justificar la creación de la Iglesia invocando determinados pasajes de los Libros, largos años después de la muerte de Cristo y de Buda.

El otro rasgo fundamental del Cristianismo, al cual ha debido éste en gran medida su omnipotencia, fue el principio de que el hombre no aspira a su bien personal, sino al bien de la comunidad. El Cristianismo predicó, en efecto, un ideal social merecedor del sacrificio de la vida (véanse, por ejemplo, los capítulos X y XIII del Evangelio según San Marcos). El ideal del Cristianismo consistió, pues, no en la vida tranquila a la cual aspiraba el sabio griego, ni en las hazañas militares de los héroes de la Grecia antigua y de Roma, sino en predicar que hay que erguirse contra las injusticias sociales de cada época y saber morir por la fe —es decir por la justicia y por el reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los hombres— y en afirmar la necesidad de hacer el bien a propios y extraños y de perdonar las injurias a nuestros semejantes, todo lo cual estaba en contradicción con la regla general de la época que establecía la venganza obligatoria.

Desgraciadamente estas bases del Cristianismo, sobre todo el perdón de las injurias y la igualdad para todos, perdieron muy pronto el importante lugar que tenían en el apostolado y no tardaron en ser olvidadas por completo. En esta religión, lo mismo que en todas las escuelas morales, penetró el espíritu oportunista y esto ocurrió con tanta más facilidad, cuanto que en el seno del Cristianismo, igual que en las demás religiones, se formó un núcleo de gente que pretendió conservar la doctrina de Cristo en toda su pureza y combatió a cuantos trataban de comentarla.

No cabe poner en duda que la condescendencia de los apóstoles obedeció también en cierta medida a las persecuciones feroces que los primeros cristianos tuvieron que sufrir hasta que su fe se convirtió en la religión del Estado. Es posible que hicieran concesiones tan sólo exteriormente, mientras el núcleo interior de las comunidades cristianas guardaban los principios de la nueva religión en toda su pureza. Los laboriosos estudios llevados a cabo a este respecto han demostrado, en efecto, que los cuatro evangelios reconocidos por la Iglesia como las exposiciones más verdaderas de la vida y de la doctrina de Cristo, han sido escritos entre los años 60 y 90 de nuestra era (y tal vez más tarde, entre esta última fecha y el año 120). Pero fue precisamente en estos años cuando los cristianos fueron más ferozmente perseguidos en el Imperio romano. Las ejecuciones en Galilea empezaron ya después de la rebeldía de Judas contra la dominación romana (año 9 de nuestra era). Luego tuvieron lugar otras persecuciones, más feroces aun, contra los judíos no tan sólo antes, sino también después de la rebeldía de Judea (años 66–71 de nuestra era). Las ejecuciones se contaron por centenares.[66]

En vista de estas persecuciones los apóstoles cristianos, prontos a morir en la cruz o en la hoguera, hicieron, como es natural, en sus misivas a los creyentes concesiones secundarias para no exponer a persecuciones a las jóvenes comunidades cristianas. Así, por ejemplo, las palabras: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, que citan siempre con tanto gusto los potentados, pudieron entrar en el Evangelio como una concesión insignificante que no perjudica a la esencia de la doctrina, tanto más cuanto que el Cristianismo predicaba el renunciamiento a todos los bienes materiales.

Al mismo tiempo el Cristianismo, nacido en Oriente, estaba sometido en alto grado a la influencia de las creencias orientales. Las religiones de Egipto, Persia y la India no se contentaban con una simple personificación de las fuerzas de la naturaleza, como lo habían hecho los paganos de Grecia y de Roma. Los orientales veían en el mundo una lucha entre dos principios o fuerzas iguales: el bien y el mal, la luz y las tinieblas, y trasladaban esta misma lucha al corazón humano. Esta concepción de dos fuerzas hostiles que luchan por la dominación del mundo entró poco a poco en el Cristianismo y se convirtió en su base principal. Más tarde la Iglesia católica se sirvió abundantemente, durante varios siglos, de la idea del Diablo todopoderoso que se adueña del alma humana, empleándola para exterminar con crueldad horrible a cuantos se atrevieron a criticar sus dogmas.

De este modo la Iglesia repudió en la realidad las ideas de bondad y de perdón que habían predicado los fundadores del Cristianismo y que daban la nota que les distinguía de todas las demás religiones, con excepción del Budismo. En la persecución de sus adversarios la ferocidad de la Iglesia Católica no conoció límites.

Más tarde los discípulos de Cristo, aun los más fieles a sus doctrinas, llegaron mucho más lejos por el camino de las derivaciones, apartándose cada vez más de la doctrina y llegando a establecer una unión estrecha entre la Iglesia Cristiana y los Césares, en forma tal que los Príncipes de la Iglesia no tardaron en considerar la verdadera doctrina cristiana como peligrosa. Tan peligrosa que en Occidente la Iglesia oficial autorizaba la edición del Evangelio tan sólo en lengua latina, completamente incomprensible para las masas, y en Rusia en el idioma antiguo eslavo, poco asequible para el pueblo.[67]

Pero lo peor era que al transformarse en una Iglesia de Estado, el Cristianismo oficial olvidó la distinción fundamental que existía entre esta religión y las precedentes, a excepción como ya hemos dicho del Budismo: olvidó el perdón de las injurias y se vengó como los déspotas orientales. En fin, los representantes de la Iglesia no tardaron en convertirse en ricos poseedores de esclavos, igual que los nobles, y en adquirir un poder político análogo al de los soberanos y señores feudales, que ejercieron con igual avidez y crueldad que ellos.

Cuando en los siglos XV y XVI empezó a desarrollarse el poder centralizado de los reyes y emperadores en los Estados modernos, la Iglesia apoyó con su influencia y sus riquezas a los detentadores del nuevo estado de cosas, bendiciendo con la cruz a fieras coronadas como Luis XI, Felipe II e Iván el Terrible. Castigó toda resistencia a su poder con crueldad oriental, sirviéndose de la tortura y de la hoguera. La Iglesia occidental llegó a crear para este objeto una institución especial: la santa Inquisición.[68]

Si nos fijamos sin prejuicios no solamente en las religiones predecesoras al Cristianismo, sino en los usos y costumbres de las más primitivas tribus salvajes, vemos cómo aun en las regiones más rudimentarias regía el principio que aun hoy está en vigor: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Sobre este principio se construyeron todas las sociedades humanas durante varios miles de años. De modo que al predicar la aplicación de tratos iguales para con sus semejantes, el Cristianismo no decía nada nuevo.[69]

Ya en un documento tan ancestral como el Antiguo Testamento encontramos la regla: no practiques venganza ni guardes cólera contra los hijos de tu pueblo; ama a tu semejante como a ti mismo. Así fue dicho en nombre de Dios en el tercer libro de Moisés (Levítico, XIX, 18). La misma regla se aplicaba a los extraños. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros; y ámalo como a ti mismo; porque peregrinos fuisteis en la tierra de Egipto. (Levítico, XIX, 34).

La declaración de los evangelistas según la cual el mayor mérito consiste en sacrificarse por sus compañeros (tan poéticamente expresada en el Evangelio según San Marcos, cap. XIII), tampoco puede ser calificada como rasgo propio del Cristianismo, porque el sacrificio en pro del prójimo fue glorificado entre los paganos y la defensa de los demás, aun a riesgo de la vida, era una cosa cotidiana no sólo entre los salvajes, sino entre los animales sociales.

Lo mismo puede decirse de la caridad, que algunos representan como un rasgo característico del Cristianismo en oposición al paganismo. Ya entre los pueblos más primitivos el negar a uno, aunque se trate de un forastero, el albergue y no repartir con él la comida se consideraba como un crimen. Un buriato, caído en la miseria, tiene el derecho de participar en la comida de los demás; los salvajes de la Tierra del Fuego, los hotentotes de África y todos los demás salvajes reparten entre sí, como ya hemos dicho, cuanto reciben. Por lo tanto, si en el Imperio Romano, sobre todo en las ciudades, estos usos desaparecieron, la culpa no fue del paganismo, sino de todo el sistema político del Imperio. Así y todo en la Italia pagana (época de Numa Pompilio) y más tarde en tiempos del Imperio estaban muy desarrollados los colegios (Collegia), es decir las uniones de artesanos, que más tarde en la Edad Medía se llamaron gremios, dentro de los cuales se practicaba la ayuda mutua obligatoria y existían en ciertos días comidas obligatorias comunes. Y uno llega a preguntarse: ¿es verdad, como lo afirman ciertos escritores, que la sociedad romana precristiana no conoció la ayuda mutua, ni otra caridad que la que proviene del Estado y de la Religión? ¿O no es más bien comprensible que la necesidad imperiosa de una tal caridad se hizo sentir con toda su fuerza al ser destruidos los gremios y en la misma medida en que avanzaba la centralización estatal? Debemos, pues, admitir que, predicando la fraternidad y la ayuda mutua entre los suyos, el Cristianismo no enseñó ningún principio moral nuevo. Lo único que esta religión y el budismo representaron de nuevo en la vida de la Humanidad fue la exigencia de que el hombre debía perdonar por completo el mal que le hubieran hecho. Hasta entonces la Ética de todos los pueblos consagraba la venganza personal y aun colectiva, mediante el asesinato, la mutilación y el insulto, mientras que la doctrina de Cristo en su forma primitiva repudió la persecución y la venganza, la acción ante los tribunales y exigió del ultrajado la renuncia a devolver el mal que recibía y el perdón de los enemigos. Y no era una o dos veces, sino siempre. La verdadera grandeza del Cristianismo reside en las palabras no te vengues de tus enemigos.[70]

Pero el principal mandamiento de Cristo que consistía en devolver el bien por el mal fue repudiado muy pronto por los cristianos. Los apóstoles hicieron de esta idea un uso considerable. No pagues el mal con el mal o la injuria con la injuria; bendice al contrario a tus enemigos, escribía el apóstol Pedro en su primera carta (III, 9). Pero el apóstol Pablo recurre ya a alusiones vagas cuando habla del perdón de los enemigos y a veces a manifestaciones de carácter egoísta: porque en lo que juzgas a otros te condenas a ti mismo (Epístola a los Romanos, II, I). En general, en vez de las prescripciones de Cristo que prohibían la venganza, los apóstoles aconsejaron tímidamente aplazarla y predicaron el amor en abstracto. De modo que al fin y al cabo la venganza por medio de los tribunales hasta en sus formas más crueles se ha convertido en un atributo inevitable de lo que se llama Justicia en los Estados y en la Iglesia cristiana. No en balde el verdugo está siempre acompañado en el patíbulo por un sacerdote.

Igual ha ocurrido con otro de los principios fundamentales de la doctrina cristiana: nos referimos al principio de igualdad. Un esclavo y un libre ciudadano de Roma eran para Cristo igualmente hermanos. Eran hijos de Dios. Y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse el primero, será siervo de todos, enseñó Cristo (Marcos, X, 44). Pero ya en los apóstoles encontramos ciertas variaciones. Los esclavos son iguales a sus amos... en Cristo. En realidad los apóstoles Pedro y Pablo consideraron como una virtud cristiana fundamental la obediencia ciega, con temor y temblor, de los súbditos a las autoridades establecidas —puesto que éstas son agentes de Dios— y de los esclavos hacia sus amos. En cuanto a los amos, los apóstoles citados recomiendan tan sólo un trato más suave. Pero de ninguna manera predican la renuncia de su derecho a poseer esclavos, aun en el caso de que éstos sean fieles y amados, es decir, convertidos al cristianismo.[71]

Los consejos de los apóstoles obedecen naturalmente al deseo de salvar a sus fieles de las persecuciones de los emperadores de esta época. Pero predicando la obediencia a aquellos monstruos y presentándolos como enviados de Dios, el cristianismo se dio a sí mismo un rudo golpe cuyas consecuencias son sensibles aun en nuestros días. Cesó de ser la religión de Cristo purificado y se transformó en una religión del Estado.

La esclavitud y la sumisión servil a las autoridades, apoyadas por la iglesia, se mantuvo durante once siglos hasta las primeras sublevaciones urbanas y campesinas de los siglos XI y XII. San Juan Crisóstomo, el Papa Gregorio (a quien la Iglesia ha otorgado el nombre de Magno) y otros santos aprobaron la esclavitud. En cuanto a San Agustín justificó la esclavitud afirmando que los esclavos son los antiguos pecadores castigados por sus faltas. Y aun un filósofo relativamente liberal, como Tomás de Aquino aseguraba que la esclavitud es una ley divina. Pocos fueron los señores que emanciparon a sus esclavos y sólo algunos obispos hicieron colectas para rescatarlos y únicamente al comenzar las Cruzadas los esclavos, al ponerse una cruz en la manga y alistarse en los ejércitos que marchaban a Oriente para libertar a Jerusalén, recibieron a su vez la libertad.

La mayoría de los filósofos siguieron abierta o tácitamente el camino señalado por la Iglesia. Tan sólo en el siglo XVIII, en vísperas de la gran Revolución francesa, se hicieron oír las voces de los librepensadores contra la esclavitud. Fue la revolución y no la Iglesia la que suprimió la esclavitud en las colonias francesas y el estado de servidumbre en la misma Francia. Durante la primera mitad del siglo XIX floreció en Europa y América el tráfico de negros (esclavos) y la Iglesia guardó silencio. Tan sólo en 1861 fue suprimida la esclavitud en Rusia, donde se le daba el nombre de servidumbre, acto preparado por la sublevación de los diciembristas de 1825, la conspiración de los petrachewstzi en 1848 y las sublevaciones campesinas de los años 1850 y 1851 que tanta inquietud causaron entre la nobleza. En 1864 la esclavitud fue suprimida también en los Estados Unidos (país hondamente religioso). Después de una guerra sangrienta contra los poseedores de esclavos estos últimos fueron proclamados libres, pero sin darles ni un pedazo de la tierra que ellos habían laborado. El Cristianismo resultó impotente en la lucha contra la avidez de los poseedores y de los mercaderes de esclavos. La esclavitud continuó manteniéndose hasta que, con la intensa producción de las máquinas, el trabajo de los obreros libres ha resultado más ventajoso que el de los esclavos o hasta que éstos acabaron por sublevarse. De tal modo los dos mandamientos fundamentales del Cristianismo: la igualdad y el perdón de las injurias fueron repudiados por los discípulos de Cristo. Tan sólo unos quince siglos más tarde unos cuantos escritores, apartándose de la Iglesia, se atrevieron a reconocer la igualdad de derechos y a convertir este principio en base de la sociedad.

Hay que hacer notar, finalmente, que el Cristianismo ha reforzado la creencia en el Diablo y en su ejército como rivales poderosos del bien. La creencia en el poder de la fuerza malvada fue sobre todo fuerte en la época de las grandes migraciones de pueblos y razas y más tarde la Iglesia la utilizó ampliamente para exterminar, con este recurso, a los discípulos del Diablo, que se atrevían a criticar a sus directores. Aun más: la Iglesia romana vio en la prohibición cristiana de la venganza un error debido a la excesiva bondad del Maestro y por esto, en lugar de la misericordia, empuñó la espada y encendió las hogueras para el exterminio de aquellos que fueron calificados de herejes.[72]

Capítulo VII. Ideas morales de la edad media y del renacimiento

Influencia del Cristianismo en la Edad Media. —Alianza de la Iglesia y el Estado. —Protestas populares contra el yugo eclesiástico y feudal. —La lucha del pueblo contra las instituciones oficiales. —Ciudades libres y movimientos religiosos (Albigenses. Lolardianos. Husitas) —La Reforma. —El Renacimiento. —Copérnico y Giordano Bruno. —Kepler y Galileo. —Francisco Bacon. —La doctrina moral de Bacon. —Hugo Grocio. —Progreso de las doctrinas morales en el siglo XVI.

A pesar de todas las persecuciones que los cristianos sufrieron en el Imperio Romano y de la escasez de comunidades cristianas, durante los primeros siglos, el Cristianismo siguió conquistando los espíritus, primero en el Asia Menor, luego en Grecia, Sicilia, Italia y en general en toda la Europa occidental. Por un lado el Cristianismo constituía una protesta contra la vida que entonces se hacía en el Imperio Romano, donde la riqueza de las clases dominantes tenía por base la miseria terrible de los campesinos y del proletariado urbano y donde la cultura no pasaba de ser un barniz superficial, expresándose tan sólo en un cierto lujo externo sin preocupación alguna por las necesidades espirituales e intelectuales.[73]

Pues ya en aquella época era grande el disgusto entre el pueblo a causa del refinamiento y los placeres en que vivían las clases superiores y de la debilidad de que daban muestras. No solamente los pobres, a los cuales el Cristianismo prometía la emancipación, sino también algunos representantes de las clases superiores buscaron en él una nueva fuente de vida espiritual.

Al mismo tiempo se desarrollaba en el mundo del pensamiento una gran desconfianza hacia la naturaleza humana. Puede notarse ya este hecho en Grecia, en las obras de Platón y sus discípulos. Entonces, merced a la vida insoportable que llevaban los pueblos sometidos a las grandes migraciones y a consecuencia de la corrupción de la vida romana, empezó, bajo la influencia del Oriente, a desarrollarse el pesimismo. Se perdió la fe en la posibilidad de organizar un porvenir mejor mediante el esfuerzo humano y nació la creencia en el triunfo del mal sobre la Tierra. La gente buscó un consuelo en la fe y en la vida de ultratumba, donde no se está expuesto al mal ni al sufrimiento.

En estas condiciones el Cristianismo dominó cada día más los espíritus, pero a pesar de ello no determinó ningún cambio esencial en el curso de la vida. No encontró nuevas formas de vida susceptibles de una aplicación más o menos general, y, por otra parte, se reconcilió, como antes lo hiciera el paganismo, con la esclavitud, la servidumbre y todas las llagas de la autocracia romana. Los servidores de la Iglesia cristiana se convirtieron muy pronto en sostén de los emperadores. La desigualdad material y la opresión política quedaron en pie. El desarrollo intelectual de la sociedad emprendió una curva descendente. El cristianismo no elaboró nuevas formas sociales. En realidad y debido en gran parte a la expectación que provocaba la idea del fin del mundo, la Religión no prestaba gran atención a este aspecto de la vida. Mas de mil años transcurrieron antes de que empezaran a elaborarse en Europa, primero en las orillas del Mediterráneo y más tarde en el interior del continente, nuevas formas de vida social en las ciudades que habían proclamado su independencia. En estos nuevos centros de vida libre, que recordaban a las ciudades libres de la antigua Grecia, se inició también el renacimiento de las ciencias, cuyo desenvolvimiento estaba paralizado en Europa desde la época de los imperios macedonio y romano.

En los tiempos de los apóstoles, los discípulos de Cristo que vivían en la espera del segundo advenimiento del Maestro se preocupaban principalmente de propagar su doctrina que prometía a los hombres la salvación. Se aplicaron con ahínco a difundir por todas partes la buena nueva y estaban dispuestos a morir como mártires si era preciso. Pero ya en el siglo II de nuestra era empezó a formarse la Iglesia. Conocida es la facilidad con que en Oriente toda nueva religión se divide y ramifica en varias escuelas. Cada uno comenta a su entender la nueva doctrina y defiende apasionadamente su dogma. El cristianismo se vio asimismo amenazado por este peligro, tanto más cuanto que en Asia Menor y en Egipto chocó con el antiguo paganismo y con las avanzadas del budismo y tuvo que sufrir las infiltraciones de estas tendencias.[74] Por tales razones los predicadores del Cristianismo aspiraron desde los primeros tiempos a formar, siguiendo los ejemplos de las religiones antiguas, una Iglesia, es decir un grupo de maestros estrechamente unidos para salvaguardar la doctrina sino en su pureza inicial por lo menos en su homogeneidad.

Sin embargo, una vez formada la Iglesia como guardiana de la doctrina y de los ritos, se crearon, lo mismo que en el budismo, por una parte las instituciones monásticas, que respondían a una aspiración de alejarse de la sociedad, y por otra una casta poderosa, el clero, que cada día se sintió más próximo a las autoridades laicas. Al defender lo que creía la fe pura y perseguir lo que consideraba como criminal herejía llegó pronto la Iglesia, en la persecución de los apóstatas, a extremos de crueldad inconcebible. Para triunfar en esta lucha buscó, y más tarde reclamó, el apoyo de las autoridades laicas que a su vez exigieron de la Iglesia su benevolencia y apoyo para mantener el poder tiránico que ejercían sobré el pueblo.

Así cayó en el más absoluto olvido la idea fundamental de la doctrina cristiana: el espíritu de sacrificio unido a la mansedumbre. El movimiento que en sus comienzos fue una protesta contra las ignominias del poder se convirtió en un instrumento de este mismo poder. La Iglesia no solamente perdonaba a los gobernantes los crímenes que éstos cometían sino que los consagraba y los consideraba como realizaciones de los mandamientos divinos. Al mismo tiempo la Iglesia ponía cuanto estaba de su parte para impedir el estudio de la antigüedad pagana. Los libros y manuscritos de la antigua Grecia, únicas fuentes donde podía estudiarse la ciencia de dicha época, fueron aniquilados por ver la Iglesia en ellos tan sólo manifestaciones de orgullo y de herejía inspiradas por el Diablo. Merced a este terrible espíritu de intolerancia que se desarrolló en el Cristianismo muchos escritos de los pensadores griegos han desaparecido por completo y llegaron hasta la Europa occidental tan sólo en los fragmentos traducidos por los árabes. ¡Tanto fue el celo puesto por los cristianos en el aniquilamiento de la sabiduría helénica![75]

En aquella época el sistema feudal implantado en Europa después de la caída del Imperio Romano, con la servidumbre que era parte del mismo, empezó a disgregarse, sobre todo después de las Cruzadas y de una serie de sublevaciones importantes en los campos y en las ciudades.[76]

Gracias a las relaciones con el Oriente y al desarrollo del comercio continental y marítimo se crearon en Europa ciudades en las cuales, al lado del comercio, de los oficios y de las artes, se desarrollaba también el espíritu de libertad. Desde el siglo X esas ciudades empezaron a derrumbar el poder de sus potentados laicos y de sus obispos y las sublevaciones para conseguir este fin empezaron a propagarse más y más cada día. Los habitantes de las ciudades sublevadas redactaban por sí mismos sus cartas de libertades, obligaban a los gobernantes a reconocerlas y firmarlas y de no conseguirlo los expulsaban, jurando entonces los propios habitantes guardar la nueva constitución. Se nota en todas estas sublevaciones el hecho de que en las ciudades en cuestión se negaran los ciudadanos a reconocer los tribunales establecidos por los príncipes u obispos y formularan el deseo de nombrar sus propios jueces. Se formaron milicias municipales para la defensa de las ciudades respectivas y designaron ellos mismos los jefes y por fin establecieron pactos con otras ciudades emancipadas o grupos de las mismas. Muchas ciudades libertaron también a los campesinos de sus alrededores del yugo de los señores, tanto laicos como religiosos, enviando la milicia para ayudar a los campesinos en estas luchas. Así lo hizo Génova en el siglo X. Poco a poco la emancipación de los centros urbanos y la creación de ciudades libres se propagó por toda Europa, en primer lugar por España e Italia, luego en el siglo XII por Francia, Holanda, Inglaterra y por fin en toda la Europa central, Bohemia, Polonia y el noroeste de Rusia, donde Novgorod y Peskow, con sus colonias en Viatxa, Vologda, etc., existieron como ciudades libres y democráticas durante varios siglos. En las ciudades libres renació de este modo el régimen político de libertad, merced al cual unos mil quinientos años antes tan profusamente se había desarrollado la cultura en la antigua Grecia. El mismo fenómeno cultural se repitió en las ciudades de la Europa occidental y central a que nos hemos referido.[77]

Junto al nacimiento de la nueva vida libre se inició la resurrección de las ciencias y de las artes, dando comienzo, en una palabra, a la llamada época del Renacimiento.

No he de ocuparme en detalle de las causas que llevaron a Europa el Renacimiento y más tarde, en el siglo XVII, al período llamado del Iluminismo, no sólo porque este despertar del espíritu humano ha sido ya descrito en muchas obras existentes, sino también porque nos apartaría demasiado de nuestra propia labor.

He de observar tan sólo que entre las causas productoras de esa nueva época —más aun que la influencia que ejercieron los descubrimientos de la cultura antigua para el desarrollo de la nueva ciencia y arte y más también que la influencia de los grandes viajes y de las nuevas relaciones comerciales con América y Oriente— es menester caracterizar la influencia de las nuevas formas de vida social que se fueron creando en las ciudades libres. Sería necesario también mostrar cómo esas nuevas condiciones de vida ciudadana, junto al despertar de la población rural, condujeron a una nueva interpretación del Cristianismo y a movimientos populares de profunda influencia, en los cuales se manifestó la protesta contra el poder de la Iglesia junto al ansia de liberación del régimen feudal.

Tales levantamientos pasaron como una ola a través de toda Europa. El primer movimiento que encontramos es el de los albigenses en la Francia meridional (siglos XI y XII). Más tarde, hacia fines del siglo XIV, tuvieron lugar en Inglaterra las sublevaciones campesinas de John Ball, Wat Tyler y de los lolardos dirigidas contra los Lores y el Estado y relacionadas con el movimiento de reforma religiosa de Wiclef.

En Bohemia se desarrolló la doctrina del gran reformador y mártir Juan Huss, quemado por la Iglesia en 1415. Sus numerosos partidarios se sublevaron contra la Iglesia Católica y los terratenientes feudales. No tardó en estallar en Moravia el movimiento de los hermanos moravios y el de los anabaptistas en Holanda, Alemania occidental y Suiza. Todos ellos aspiraban no tan sólo a purificar el cristianismo sino también a transformar el régimen social, estableciéndolo sobre las bases de la igualdad y del comunismo.

Hay que mencionar también, finalmente, las grandes guerras campesinas en Alemania, durante el siglo XVI, que, se desarrollaron en relación con el movimiento protestante, así como las sublevaciones contra el papado, los terratenientes y los reyes que adquirieron una gran amplitud en Inglaterra entre los años 1639 y 1648 y acabaron con la ejecución del rey y la abolición del régimen feudal. Como es natural, ninguna de esas revoluciones realizó el objetivo político, económico o moral que se había propuesto. Pero de todos modos crearon en Europa dos confederaciones relativamente libres: la suiza y la holandesa y dos países relativamente libres también: Inglaterra y Francia, donde los espíritus fueron trabajados a tal punto de que las ideas de librepensamiento encontraron numerosos partidarios. En estos países los escritores heterodoxos pudieron escribir y a veces hasta publicar sus obras sin riesgo de ser quemados vivos en las hogueras que levantaban los príncipes de la Iglesia cristiana o de ser encerrados perpetuamente en una cárcel. Para explicar como es debido la preponderancia del pensamiento filosófico en el siglo XVII habría que estudiar a fondo estos movimientos revolucionarios populares, cuya importancia es igual a la de los monumentos intelectuales de la antigua Grecia que fueran descubiertos al mismo tiempo y de los cuales tan aficionados se muestran a hablar los manuales de historia de la época del Renacimiento, al propio tiempo que se abstienen de hacer referencias de estas agitaciones.

Dado nuestro objeto inmediato, un estudio semejante, enfocado desde el punto de vista de la Filosofía de la Historia, nos conduciría demasiado lejos. Por lo tanto, me limitaré a indicar que todas estas causas juntas contribuyeron a la elaboración de una vida nueva y más libre y, al dar otro giro al pensamiento, ayudaron a la elaboración de una nueva ciencia, que poco a poco fue emancipándose de la tutela de la Teología, de una nueva Filosofía que aspiró a abrazar la vida de toda la naturaleza y a explicarla desde un punto de vista natural y por último a despertar la fuerza creadora del espíritu humano. Al mismo tiempo procuraré demostrar que en la época a que me refiero empezó a destacarse más vigorosamente en el terreno moral la personalidad libre, que proclamó su independencia de la Iglesia, del Estado y de las tradiciones consagradas.

Durante los primeros diez siglos de nuestra era la Iglesia cristiana consideró el estudio de la naturaleza como algo inútil y hasta peligroso, que conduce al orgullo, sentimiento que era perseguido por creerlo la fuente de la falta de fe. Lo que hay de moral en el hombre —afirmaba la Iglesia— tiene su origen, no en la naturaleza, capaz tan sólo de empujarle hacia el mal, sino únicamente en la revelación divina. La Iglesia repudió, pues, todo estudio de las fuentes naturales de la moral humana y la ciencia griega que había trabajado en esta dirección fue resueltamente condenada.

Por fortuna las ciencias nacidas en Grecia encontraron un refugio en la cultura árabe, la cual al propio tiempo que ofrecía al mundo sus propios adelantos daba a conocer por medio de traducciones a los escritores griegos. Como la griega, consideraba la cultura árabe el estudio de la moral como una parte del estudio de la naturaleza. Así se mantuvieron las fuerzas de Europa durante más de mil años. Tan sólo en el siglo XI, y coincidiendo con las sublevaciones de ciudades a que ya hemos hecho referencia, se inició el movimiento racionalista y librepensador. Se buscaron afanosamente las grandes obras de la ciencia y la filosofía griegas y basándose en ellas se empezó a estudiar la Geometría, la Física, la Astronomía y la Filosofía. En medio de las tinieblas profundas que reinaban en Europa durante tantos siglos el descubrimiento de un manuscrito cualquiera de Platón o de Aristóteles y su traducción era un acontecimiento mundial: ellos abrían nuevos horizontes desconocidos, despertaban los espíritus, resucitaban el sentido de lo bello y la admiración por la naturaleza, así como la fe en la fuerza del espíritu humano que con tanto empeño había rebajado siempre la Iglesia.

En aquella época puede decirse que empezó el Renacimiento, primero en las ciencias, luego en los estudios sobre la esencia y los fundamentos de la moral. El infortunado Abelardo (1109-1142) se atrevió ya en el siglo XII a afirmar, siguiendo a los pensadores de la Grecia antigua, que el hombre lleva en sí mismo los comienzos de las ideas morales pero no encontró apoyo para una herejía semejante. Tan sólo en el siglo siguiente apareció en Francia un pensador, Tomás de Aquino (1225-1276), que se empeñó en conciliar las doctrinas de la Iglesia con una parte de las de Aristóteles. Hacia el mismo tiempo en Inglaterra Roger Bacon (1214-1294) hizo por fin una tentativa para rechazar las fuerzas sobrenaturales en la concepción de la naturaleza y las ideas morales en el hombre.

Estas aspiraciones no tardaron, sin embargo, en ser pronto aplastadas. Tan sólo después de haber producido los movimientos populares en Bohemia, Moravia, las provincias que constituyen ahora el Imperio Alemán, Suiza, Francia —sobre todo la Francia meridional— Países Bajos e Inglaterra; tan sólo después de las guerras y revoluciones durante las cuales perecieron por el hierro y el fuego centenares de miles de seres humanos; en fin, tan sólo después de la grandiosa sacudida que revolvió a Europa entre los siglos XII y XVI, la Iglesia y los representantes del poder laico toleraron que los pensadores hablasen y escribiesen sobre el instinto social del hombre como fuente de los conceptos morales y sobre la importancia de la inteligencia humana en la elaboración de los mismos. Pero aun entonces el pensamiento que empezaba a emanciparse del yugo de la Iglesia prefirió atribuir a los sabios, gobernantes y legisladores lo que antes se atribuía a la revelación divina. Recién mucho más tarde la nueva corriente de ideas se atrevió a reconocer que la elaboración de los principios morales ha sido obra del espíritu creador de la humanidad entera.

En la mitad del siglo XVI, poco antes de la muerte de Copérnico (1473-1543), fue publicado su libro sobre la estructura de nuestro sistema planetario, obra que dio un gran estímulo al pensamiento científico-natural. Su autor afirmaba en ella que la Tierra no ocupa en modo alguno el centro del Universo, ni siquiera el centro del sistema planetario al cual pertenece y que el Sol y las estrellas no giran alrededor de la Tierra como parece; que no solamente nuestro planeta, sino también el Sol, no son más que granos de arena entre los infinitos mundos. Estas ideas estaban en tan flagrante contradicción con las doctrinas de la Iglesia, la cual afirmaba que la Tierra era el centro del Universo y que el hombre era el objeto de las especiales preocupaciones del creador de la Naturaleza, que, como es de suponer, la nueva doctrina fue cruelmente perseguida y las víctimas de esta persecución fueron innumerables. Una de ellas fue el italiano Giordano Bruno, nacido en 1548 y quemado vivo en Roma en 1600 por su obra Spaccio della bestia trionfante, que constituía un testimonio a favor de la herejía de Copérnico. Pero los astrónomos consiguieron dar al pensamiento, a pesar de todo, una nueva dirección: en las ciencias exactas los nuevos métodos, basados en los cálculos matemáticos y en la experiencia, triunfaron sobre las conclusiones basadas en la metafísica. En Florencia se fundó la Academia del Cimento, es decir de la experimentación.

Muy en breve, en 1609 y 1619, los estudios minuciosos de Kepler (1571-1630) sobre las leyes del movimiento de los planetas alrededor del Sol confirmaron las ideas de Copérnico. Veinte años después el sabio italiano Galileo (1564-1642) publicó sus principales obras, que no solamente confirmaban la doctrina de Copérnico, sino que ponían también de relieve la importancia de la Física basada en la experimentación. En 1633 la Iglesia condenó a Galileo a la tortura y le obligó con amenazas a renunciar a su herejía.

Bacon. — Pero el pensamiento se iba emancipando de las doctrinas cristianas, así como de las antiguas enseñanzas del judaísmo. En el pensador inglés Francisco Bacon las ciencias naturales encontraron no solamente un continuador de los atrevidos estudios de Copérnico, Kepler y Galileo, sino también el fundador de un nuevo método de estudios científicos: el método inductivo basado en el estudio cuidadoso de los fenómenos naturales como base para llegar a ciertas conclusiones, en vez del método deductivo basado en ideas abstractas y preestablecidas. Bacon creó, por lo tanto, una nueva ciencia fundada principalmente sobre la observación y la experiencia.

En aquella época se notaba en Inglaterra una gran agitación entre los espíritus, que tuvo pronto por consecuencia la revolución de 1639-1648, concluida con la proclamación de la República y la ejecución del rey. Junto a la revolución económica y política, es decir, a la abolición del poder de los señores feudales en favor de la clase media, tuvo lugar la emancipación de los espíritus del yugo de la Iglesia y la elaboración de una nueva filosofía y de una nueva concepción de la naturaleza basada en el estudio del desarrollo de la vida, es decir en la evolución, que constituye la base de la ciencia contemporánea.

Bacon y Galileo fueron los precursores de esta ciencia, que en la mitad del siglo XVII ya se daba cuenta de su fuerza y de la necesidad de emanciparse definitivamente de las Iglesias católica y protestante. Los sabios fundaban academias y asociaciones científicas con el objeto principal de dedicarse al estudio experimental en lugar de perder el tiempo en discusiones metafísicas. Tales fueron las Academias fundadas en primer lugar en Italia, luego la Sociedad Real, fundada en el siglo XVIII en Inglaterra. Esta última se convirtió en un baluarte de las ciencias naturales y sirvió de modelo para las sociedades análogas fundadas en Francia, Holanda, Prusia, etc.

Esta revolución en las ciencias influyó, como es de suponer, en la ciencia de la moral. Francisco Bacon, dos años antes de la Revolución inglesa, hizo una tímida tentativa para separar de la Religión el problema de los orígenes de las ideas morales. Se atrevió a afirmar que la Religión nada tiene que ver con la moral y que aun un ateo puede ser un ciudadano honrado. Afirmaba, además, que una Religión supersticiosa que trata de influir sobre la moral, constituye un verdadero peligro. Bacon se expresaba en términos muy moderados: en su época la prudencia era necesaria. Pero el fondo de su pensamiento fue comprendido y encontró un eco en Inglaterra y Francia. A partir de él se empezaron a estudiar la Filosofía de Epicuro y de los estoicos y se inició el desarrollo de la Ética racionalista, es decir de la moral fundada sobre la base de la ciencia. Trabajaron en este terreno Hobbes, Locke, Shaftesbury, Cudworth, Hutcheson, Hume y Adam Smith en Inglaterra y Gassendi Helvecio, Holbach y otros muchos en Francia.[78]

Es curioso notar que el rasgo principal de la explicación de la moral dada por Bacon, que es precisamente el de que aun entre los animales, el instinto social es más fuerte que el de la conservación, no atrajo la atención de sus partidarios, ni aun de los más ardientes defensores de la explicación natural de la moralidad.[79]

Tan sólo Darwin, en los últimos años de su vida, se decidió a confirmar la idea de Bacon que, por cierto, le sirvió de base para escribir las bellas páginas sobre el origen del sentido moral en su libro El Origen del Hombre. Pero, incluso en nuestros días, los que escriben sobre Ética no prestan atención a esta idea, que debiera ser la base misma de la moral racional.

Grocio. —Después de Bacon, uno de los filósofos del siglo XVII que expresó con más claridad tal pensamiento fue Hugo Grocio, autor del libro De jure bellis (1625). Grocio reconoció que la naturaleza y la razón, que sirve para conocerla, son la fuente del Derecho y de las ideas morales estrechamente unidas a él.

Prescindió de la moral religiosa y se dedicó únicamente al estudio de la moral natural. Se fijó con exclusividad en la naturaleza humana que, a su entender, sabe distinguir entre el bien y el mal, puesto que en el hombre existe la sociabilidad que le inspira el deseo de convivir con los demás. Al lado de este todopoderoso impulso, continúa Grocio, el hombre, gracias al don de la palabra, es capaz de formular normas para la vida en común y hacer de ellas una aplicación práctica. Esta preocupación constituye la fuente de los usos establecidos y del llamado Derecho consuetudinario. A la elaboración de los usos contribuye también el concepto de la utilidad común y la idea de lo reconocido como justo. Pero sería completamente falso creer, decía Grocio, que son las autoridades quienes obligan a los hombres a preocuparse del Derecho, como lo sería también suponer que sólo la ventaja personal contribuya a la elaboración del mismo. Explicando cómo la naturaleza es la fuente del Derecho, Grocio escribió: Porque hasta en los animales se nota que algunos olvidan sus intereses individuales para preocuparse de sus hijos o semejantes.[80]

La misma tendencia a hacer el bien a los demás se nota en cierta medida entre los niños. El derecho natural —ha expresado Grocio— es una regla que nos inspira la razón, que nos sirve para distinguir entre un acto bueno y uno malo, según este acto corresponda o no a la naturaleza racional (libro I, cap. I, 10, 1). Aun más: El derecho natural es tan inamovible que el propio Dios no puede transformarlo, porque aun cuando el poder de Dios sea enorme, hay cosas que no están a su alcance (lib. I, cap. I, 10, 5).

En otras palabras: las ideas de Bacon y Grocio reunidas aclaran el origen de las ideas morales, a condición de reconocer el instinto de sociabilidad como rasgo fundamental del hombre. Gracias a este instinto se forma la vida social con ciertas concesiones al egoísmo personal. Contribuye, además, a la elaboración de la moral colectiva que encontramos en todos los salvajes primitivos. Luego, en el curso de la vida real, la razón trabaja sin descanso para conducir al hombre a la elaboración de aquellas reglas de vida, siempre más complicadas, que representan un fortalecimiento de los impulsos sociales y las costumbres que este instinto había inspirado. Esta es la elaboración natural de lo que llamamos Derecho.

Los conceptos morales del hombre no necesitan, por lo tanto, de una explicación sobrenatural. En efecto, en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo XIX la mayoría de los tratadistas de Ética veían el origen de las ideas morales en una doble fuente: en el sentido innato o en el instinto social por una parte y en la razón, por otra, que consolida y desarrolla lo que le es dictado por el sentido hereditario y por las costumbres instintivamente elaboradas.

Aquellos que querían mantener en la Ética el principio sobrenatural, el principio divino, explicaban el instinto y los hábitos sociales del hombre por la intuición divina, olvidando que las costumbres y el instinto social son también propias a la enorme mayoría de los animales. Añadiré por mi parte que las costumbres sociales son el arma más segura en la lucha por la existencia y precisamente en esta lucha se fortalecen y desarrollan.

Las ideas de Bacon y Grocio planteaban sin embargo la cuestión inevitable: ¿en qué se basa la razón al elaborar los conceptos morales? Esta cuestión se había planteado ya en forma vaga en la antigua Grecia. Las respuestas, empero, habían sido distintas. Platón, sobre todo en la segunda mitad de su vida, y sus discípulos veían la fuente de los conceptos morales en el amor, inspirado al hombre por fuerzas sobrenaturales, y dejaban, como es de suponer después de lo dicho, un papel muy reducido a la razón. Según ellos la razón humana no sirve más que para concebir la razón de ser de la naturaleza o sea la influencia de las fuerzas sobrenaturales.

Las escuelas escépticas de los sofistas primero y más tarde de Epicuro, aun cuando ayudaron a los pensadores griegos a emanciparse de la Ética religiosa, no repudiaron tampoco la intervención de una voluntad suprema. Atribuyeron ciertamente un papel a la razón, pero redujeron considerablemente su importancia y creyeron que su función se reducía a servir de ayuda al hombre para elegir el camino que conduce a la felicidad. La vida moral —decían— es la que proporciona al hombre mayor felicidad personal y mayor bienestar a la sociedad toda. La felicidad es la ausencia del mal. Merced a la razón el hombre sabe distinguir los goces pasajeros de los más profundos, elige el camino que conduce con más seguridad a un estado de equilibrio y de satisfacción general, a una vida armoniosa. Asimismo la razón contribuye al desarrollo de nuestra personalidad respetando las particularidades individuales.

Por consiguiente, esta Ética niega por definición la busca de la justicia o de la llamada virtud. Tampoco atribuye importancia al ideal del amor enseñado por Platón. Aristóteles atribuyó a la razón una mayor importancia, aunque señalándole ciertas limitaciones. Su ideal consistía en el pensamiento justo y en poner un freno a la voluntad.

Aristóteles repudió la Metafísica y se colocó en un terreno práctico, considerando la aspiración a la felicidad, el egoísmo, como punto de partida de toda actividad. El mismo punto de vista compartieron Epicuro y los discípulos y sucesores de éste durante cinco o seis siglos. Desde la época del Renacimiento, es decir desde el siglo XVI, fue de nuevo adoptado por una serie de pensadores y más tarde lo hicieron suyo los enciclopedistas del siglo XVIII, los utilitaristas (Bentham y Mill) y los naturalistas (Darwin y Spencer). Pero a pesar del éxito que tuvieron estas doctrinas, sobre todo cuando la humanidad sintió el deseo de emanciparse del yugo de la Iglesia y se abrieron nuevos caminos en el desarrollo de las formas sociales, no puede decirse que resolvieran el problema del origen de las ideas morales del hombre.

Decir que el hombre aspira siempre a la felicidad y a la completa liberación del mal, equivale a expresar una verdad banal, evidente, expresada hasta en los refranes. En efecto: si la vida moral condujera al hombre a la desgracia haría mucho tiempo que en el mundo los últimos vestigios de toda moral hubieran dejado de existir. Pero, una observación de orden tan general no basta. No cabe duda de que el deseo de alcanzar la mayor felicidad posible es propio de todo ser vivo y al fin y al cabo es éste el deseo que dirige al hombre. Pero la cuestión que nos preocupa consiste precisamente en saber por qué o a consecuencia de qué proceso intelectual o sentimental el hombre renuncia con tanta frecuencia a lo que indudablemente debe proporcionarle un placer. ¿Por qué se somete el hombre a veces a toda clase de privaciones con tal de no hacer traición a sus principios morales? La respuesta que dieron a esta pregunta los pensadores griegos arriba mencionados y más tarde los filósofos utilitaristas no satisface nuestro espíritu. Nos damos perfecta cuenta de que no se trata tan sólo de elegir entre dos goces, ni en preferir el mayor placer al menos intenso. Se trata de algo más complicado y al mismo tiempo más general.

Aristóteles demostró comprenderlo en cierta medida al escribir que el hombre que se encuentra entre dos soluciones posibles hace bien optando por la solución favorable a sus inclinaciones personales, que es la que le proporciona mayor satisfacción. Aspiramos a los goces, al honor, a la estima —decía—, no solamente en sí mismas, sino porque proporcionan un sentimiento de satisfacción a nuestra razón. Lo mismo, y dicho en mejor forma aun, repitió, como ya hemos visto, Epicuro. Pero siendo así, se plantea la siguiente cuestión: ¿qué es lo que en tales casos satisface a nuestra razón? La respuesta será: la aspiración a la verdad, que al mismo tiempo es justicia, es decir igualdad. Aristóteles y Epicuro concibieron, sin embargo, este problema de un modo distinto. Todo el sistema de su época, basado en la esclavitud de la mayoría, todo el espíritu de la sociedad estaba entonces hasta tal punto apartado de la justicia y la igualdad que Aristóteles y Epicuro ni siquiera llegaron a preocuparse de esta cuestión. Pero habiendo dejado de existir ahora las viejas concepciones, ya no podemos conformarnos con los conceptos de dichos pensadores y nos preguntamos: ¿por qué todo espíritu desarrollado encuentra una mayor satisfacción precisamente en las soluciones más favorables a los intereses de la comunidad? ¿Está tal vez este impulso regido por causas fisiológicas?

Ya hemos visto cómo resolvieron esta cuestión Bacon y luego Darwin (véase el capítulo III). El instinto social en el hombre, decían, así como en los animales que viven en común es más fuerte y más constante que todos los otros instintos que, juntos, convergen en el instinto de conservación. El hombre, como ser razonable que es, hace ya docenas de miles de años que vive en sociedad y en ella la razón ha contribuido al desarrollo de usos, costumbres y normas útiles para la evolución social y de los individuos en particular.

Pero tampoco esta respuesta puede satisfacernos en absoluto. Sabemos por experiencia de la vida que muy frecuentemente los sentimientos estrechamente egoístas triunfan sobre los sociales. Tanto en las sociedades como en los individuos aislados puede observarse este fenómeno y ello nos conduce a la convicción de que si la razón no llevara en sí un cierto elemento social hubiera preferido siempre las soluciones egoístas a las sociales.

Como veremos en los capítulos siguientes este elemento social existe. Hay en nosotros un instinto de sociabilidad hondamente arraigado, un sentimiento de compasión hacia las personas con las cuales vivimos, sentimiento que se desarrolla paralelamente a la evolución de la vida en común, y por otro lado hay en nosotros el sentimiento de la justicia, propio de nuestra razón.

Las nociones de historia de la moral que siguen servirán para confirmar esta conclusión.

Capítulo VIII. Evolución de la ética Hobbes a Spinoza y Locke

Las dos direcciones de la Ética moderna. —Hobbes y su doctrina moral. —Cudworth y Cumberland. —La Ética de Spinoza. —John Locke. —Clarke. —Leibniz.

Las mismas dos tendencias de la Ética que se habían señalado ya en la antigua Grecia pueden observarse en los pensadores anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII. La mayoría de ellos buscaba afanosamente la explicación del origen del sentimiento ético en algo sobrenatural. Los conceptos de Platón, desarrollados y reforzados por la Iglesia Católica, constituían y constituyen aún la esencia de tal doctrina moral, a pesar del dogmatismo y estrechez introducidas en ella. Según Platón y Sócrates lo que constituye la verdadera fuerza motriz de toda moral es el conocimiento del bien. Pero este conocimiento no lo concebía Platón como recibido desde fuera. La base de la concepción general de Platón, y sobre todo de los estoicos, era la idea de que el sentido moral que se manifiesta en el hombre, aunque en una forma imperfecta, es una parte de algo innato en la vida del Universo. De no haber existido este principio en la naturaleza, no se hubiese, en efecto, manifestado en el hombre.

Así pues, entre la antigua Filosofía griega y la ciencia de la época moderna existe, por consiguiente, un parentesco. Sin embargo la Iglesia Católica y las doctrinas por ella influidas se esforzaron por desarraigar esta idea de nuestros espíritus. Cierto es que el Cristianismo había traído a la Ética —o más bien había encontrado en ella— la idea del sacrificio en bien del prójimo, encarnando este ideal en Cristo hasta el punto de que el Cristianismo, igual que el Budismo, ha servido para dar a la humanidad una lección elevada de moral. Pero los epígonos de esta doctrina —sobre todo los dogmáticos— empezaron en breve a predicar que la virtud de los que tratan de realizar tal ideal no es de origen humano. El mundo está impregnado del mal —decían— en contra de lo que habían afirmado los pensadores de la antigua Grecia. Reflejando el pesimismo de la época, los directores de la Iglesia Católica consideraban que el hombre es un ser tan inmoral y que el mundo está a tal punto en poder de las fuerzas del mal que el Creador tuvo que enviar a la Tierra a su Hijo para enseñar a los hombres el camino del bien y con su muerte expiar los pecados de la humanidad.

Como hemos visto esta doctrina se consolidó hasta tal punto que tan sólo unos quince siglos más tarde, merced a la nueva vida que nacía en Europa, se pudo empezar a hablar de los orígenes de la moral en la naturaleza misma. Pero, aun hasta nuestros días, estas voces siguen perdiéndose entre las que afirman que la naturaleza proporciona al hombre tan sólo ejemplos del mal y que por lo tanto si en el hombre se manifiesta un instinto moral, su origen ha de ser sobrenatural.

La nueva tendencia de la Ética, que cree que la fuente de las ideas morales reside en el propio hombre y en la naturaleza, ha seguido, sin embargo, desarrollándose durante los últimos tres siglos a pesar de la oposición de que era objeto por parte de la Iglesia y del Estado. Esta tendencia ha puesto de relieve que nuestras ideas morales han nacido y se han desarrollado de un modo natural gracias al instinto de sociabilidad innato en el hombre y en la mayoría de los animales. Vamos a entrar ahora en el estudio de estas nuevas doctrinas y trataremos de ver hasta qué punto han tenido que luchar contra las de sus adversarios, disimuladas constantemente bajo nuevas formas y a veces bajo máscaras que impedían por completo reconocerlas. Como la concepción científico-natural de la moral fue desarrollándose en Inglaterra y Francia por caminos distintos vamos a tratar separadamente cada una de estas dos evoluciones. Empezaremos por Inglaterra donde Bacon fue el padre espiritual de una nueva tendencia que contó entre sus representantes más autorizados a Hobbes.

Hobbes (1588-1679). — Hemos visto que los filósofos griegos, a pesar de las diferencias entre sus distintas escuelas, reconocían que los conceptos morales son algo que emana de las inclinaciones naturales del hombre y que, a medida que se van desarrollando las concepciones sociales, el hombre aplica los conceptos morales con sus propias fuerzas. Hemos visto luego que según Bacon y Hugo Grocio el origen del principio moral se encuentra en el instinto de sociabilidad. De modo que la idea de los estoicos, que creían que la moral era algo innato en la naturaleza, renacía en la nueva filosofía científico-naturalista.

Pero Hobbes se colocó en un punto de vista completamente opuesto. Estaba sin duda influido por su amigo, el pensador francés Gassendi. No cabe duda, sin embargo, de que su menosprecio del hombre, al cual consideraba como un animal perverso, impotente contra sus malas pasiones, se había formado ya en Inglaterra durante los turbulentos años de la revolución, desde el comienzo de ésta en 1639, hasta la ejecución del rey en 1648. Ya en esta época Hobbes odiaba a los revolucionarios y tuvo que huir a Francia donde escribió su primera obra sobre el Estado: De Cive.[81]

Como quiera que en su tiempo era muy poco lo que se sabía de la vida entre los salvajes, Hobbes imaginaba la vida del hombre primitivo como un estado de guerra de cada uno contra todos. La guerra cesaba tan sólo cuando los hombres se unían en sociedades concluyendo para este objeto un contrato social. Con su obra sobre el Estado, Hobbes sentó por primera vez la afirmación de que el hombre no es de ningún modo el animal social nacido ya con costumbres societarias del cual había hablado Aristóteles, sino todo lo contrario: Homo homini lupus.

Si los hombres buscan compañeros lo hacen, no en virtud de una sociabilidad innata, sino para sacar ventajas de ello o bien empujados por el miedo (cap. I y II). De haber existido en los hombres el sentimiento de solidaridad —escribía Hobbes— el amor humano se extendería a todos sin excepción. Buscamos a los compañeros no en virtud de un instinto natural cualquiera, sino para gozar de su estima y sacar ventajas de su trato... Cada uno al conversar con los demás se esfuerza en decir algo que provoque la risa a fin de conseguir que sus cualidades sean elogiadas y favorablemente comparadas con los defectos de cualquier otro miembro de la misma sociedad...

Afirmo otra vez —repite Hobbes— que la sociedad está basada en el deseo de la estimación y en las comodidades de la vida; y que estos contratos se concluyen más bien por egoísmo que por simpatía para con nuestros semejantes. Y finalmente añade: De este modo queda firmemente establecido que las sociedades más grandes y sólidas tienen en su origen no la benevolencia mutua de los hombres sino el miedo mutuo.

Con esta concepción superficial de la naturaleza ha construido Hobbes su Ética. Sus contradictores tan sólo conseguían provocar en él una reafirmación de tales conceptos.[82]

La vida en común de ciertos animales y salvajes no es todavía el Estado, decía Hobbes. La razón es precisamente lo que impide a los hombres reunirse en sociedad. Porque está más dotado de razón que los demás seres vivos, el hombre es enemigo del hombre. Su sociabilidad no es de ningún modo una cualidad moral sino un resultado de la educación. Por su naturaleza cada hombre al reconocerse igual a los demás se considera con derecho para causar daño a sus semejantes y para apropiarse sus bienes. Es el estado de guerra de todos contra todos. El hombre no hace la guerra tan sólo cuando está sometido por los más fuertes o por los más astutos; la hace también un grupo de hombres dándose cuenta del peligro de una lucha incesante, concluye un acuerdo y funda una sociedad.[83]

Ahora, merced a nuestros conocimientos de la vida de los salvajes, sabemos ya hasta qué punto se equivocó Hobbes. Ahora vemos claro que el instinto social constituye un arma poderosa en la lucha por la existencia y dicho instinto lo encontramos patente aun en animales que vivían en común antes de que el hombre hiciera su aparición sobre la Tierra. Por consiguiente ha podido el instinto social desarrollarse en el hombre sin el contrato social y sin el Estado-Leviathan.

De su concepción social Hobbes deducía las leyes de la naturaleza, que según él constituyen las bases de la sociedad humana. Y como quiera que fue un conservador y monárquico encarnizado (aun durante la República de Cromwell) consideraba las tendencias opresoras de su partido como las bases de la sociedad.

Para los que conozcan aunque superficialmente la vida de los animales y de los salvajes, las ideas de Hobbes son eminentemente falsas, posibles tan sólo en la mitad del siglo XVII. ¿Pero cómo han podido mantenerse estas ideas después de los viajes y descubrimientos de los siglos XVIII y XIX? Se puede aun concebir que Rousseau compartiera tales conceptos sobre el origen de las sociedades humanas, pero es completamente inconcebible que el naturalista Huxley las haya hecho suyas también y yo tuve que llamar su atención sobre el hecho de que la vida en común había precedido en la Tierra a la aparición del hombre.

El error de Hobbes obedece tan sólo a que vivía en una época en la cual era preciso luchar contra el concepto idílico sobre el estado primitivo del hombre, concepto ligado a la leyenda del paraíso terrenal y del pecado original que mantenía la Iglesia Católica y también las protestantes que nacían a la sazón y para las cuales la expiación era un dogma aun más fundamental que para los católicos mismos.

En tales condiciones un escritor que repudiaba el estado primitivo ideal y deducía los conceptos morales del hombre-animal de la convicción que la vida común y pacífica es más ventajosa que la guerra había de tener éxito inevitablemente. Los hombres se encontraban según Hobbes ante el dilema: el contrato social o la sumisión al vencedor que por medio de la fuerza coarta el libre arbitrio de los individuos. Tales eran los primeros pasos en el camino de la moral, de la legalidad. Luego la razón, para el bien personal, limitaba los derechos naturales de los individuos y en esta limitación venía a residir el origen de las virtudes morales como la compasión, la honradez, el agradecimiento, etc.

Los conceptos morales se desarrollan de un modo muy variado, afirma Hobbes, según las condiciones de lugar y de tiempo; por consiguiente no hay en ellos nada de general ni absoluto.[84] Hay que observar las reglas morales tan sólo cuando los demás también las observan. Es irrazonable observarlas con aquellos que las ignoran en cuanto a nosotros se refiere. En general no se puede confiar en la razón colectiva para la implantación de la moral. Es preciso un poder que organice la moral social con la amenaza del castigo y a este poder de un hombre aislado o de una reunión de hombres tienen todos que obedecer incondicionalmente. En el Estado, igual que en la naturaleza, es la fuerza lo que crea el derecho. El estado natural de los hombres es la guerra de todos contra todos. El Estado defiende la vida y los bienes de sus súbditos al precio de la obediencia absoluta. La voluntad del Estado es la ley suprema.

La sumisión a la fuerza del Estado todopoderoso —del Leviathan— es la base de la vida social. Tan sólo bajo esta condición se realiza la convivencia pacífica a la cual tienden nuestras leyes y nuestras instituciones morales. En cuanto al instinto social hereditario, se trata de un factor que no tiene importancia ninguna puesto que está poco desarrollado en el hombre primitivo y no puede por lo tanto transformarse en la fuente de los principios morales. La razón tampoco tiene importancia para la elaboración de las normas sociales permanentes: el hombre carece de ideas innatas de justicia. La razón, con verdadero oportunismo, establece reglas de vida en común según las exigencias de la época. El vencedor tiene siempre razón porque consigue dar satisfacción a sus contemporáneos.

Así concebía la moral Hobbes y así han opinado hasta nuestros tiempos las clases gobernantes.

Habiendo roto definitivamente en su concepción de la moral con la Religión y la Metafísica su actitud le atrajo muchos partidarios. Cuando la lucha entre la Iglesia Católica y los protestantes era en Inglaterra encarnizada, cuando la emancipación del individuo y del pensamiento estaban a la orden del día, la doctrina de Hobbes, que sentaba la moral sobre una base racionalista, encontró un aprecio considerable. Emancipadas de la Religión, la Ética y la Filosofía daban un gran paso adelante, al cual contribuyó Hobbes en alto grado. Demostraba además —siguiendo en esto a Epicuro— que aun cuando el hombre está dirigido por la conquista de ventajas personales, llega, sin embargo a la conclusión de que su interés reside en el mayor desarrollo de la sociabilidad y de las relaciones mutuas y pacíficas. Resultaba pues que, aun cuando las reglas morales emanen del egoísmo personal, se transforman sin embargo en una base para el desarrollo de mejores relaciones mutuas y de la sociabilidad en general.

Cudworth (1617-1688). —Por las causas que ya hemos mencionado las ideas de Hobbes obtuvieron en Inglaterra un éxito considerable y duradero, pero muchos eran los que no se declaraban satisfechos por completo y no tardaron en aparecer serios adversarios. Entre ellos figuraba el célebre poeta John Milton, republicano encarnizado y defensor de la libertad de conciencia y de la prensa, y Jacobo Harrington que publicó en 1656 su utopía Oceanía, en la cual elogiaba en contra de Hobbes la República democrática.

Pero las críticas principales a la obra de Hobbes salieron de un grupo de intelectuales de la Universidad de Cambridge. Eran éstos igualmente hostiles al puritanismo republicano de Cromwell y al carácter científico-natural de la doctrina de Hobbes, en la cual veían una amenaza contra toda fuerza moral. La utilidad personal, escribía Cudworth, no puede explicar por qué sentimos que ciertos principios morales son obligatorios. Más aun: la moral, decía, no es creación del hombre. Sus raíces residen en la naturaleza misma de las cosas y ni la voluntad divina puede cambiarlas. Las conclusiones de la moral son tan inevitables y necesarias como las de las matemáticas.

El hombre descubre las propiedades del triángulo, pero no las crea. Las ideas morales serían igualmente justas aunque el mundo pereciera. Estas ideas de Cudworth se aproximan ya por consiguiente al problema de la libertad de los hombres, que empieza a manifestarse en la Ética racionalista contemporánea.

Pero Cudworth era ante todo un teólogo y no concebía la Filosofía sin la Religión y sin el temor que ésta inspira a los hombres.

Cumberland. — Mucho más se acercó a la nueva Ética otro representante de Cambridge, Richard Cumberland (1632-1718). En su obra De Legibus naturae disquisitio philosophica publicada en Londres en 1671, exponía los siguientes conceptos: El bien de la sociedad es la ley moral suprema. Todo lo que conduce a este fin es moral.

En ese camino se encuentra el hombre empujado por toda su naturaleza. La sociabilidad es inseparable de la naturaleza humana y es una condición de su organización espiritual. Los argumentos de Hobbes, que creía lo contrario, son falsos puesto que la sociabilidad ha existido ya entre los salvajes más primitivos. Cierto es que Cumberland no tenía todavía a su disposición las pruebas que poseemos ahora gracias a los viajes y nuestro mayor conocimiento de los seres primitivos. Esto hizo que tuviera que apoyar sus ideas en consideraciones de orden general sobre la estructura del Universo, sobre la naturaleza del hombre y sus relaciones con los demás seres vivos asimismo dotados de razón. Ciertamente Cumberland hacía una concesión a su época al afirmar que la moral es una manifestación de la voluntad divina; pero también es cierto que no consideraba esta voluntad como algo arbitrario o cambiable.

Por lo tanto los juicios de Cumberland sobre el origen de las ideas morales eran justos. Desgraciadamente no se preocupó del desarrollo consiguiente del sentido de la sociabilidad. Señaló tan sólo que la benevolencia para con los demás, que nace de este sentido y está apoyada y desarrollada por la razón, es de tanta utilidad para todos los seres racionales que el hombre se somete con gusto a los preceptos morales aun sin intervención de la autoridad divina. Naturalmente, al seguir su inclinación hacia la vida en común, el hombre aspira al mismo tiempo a su felicidad personal, pero bajo la influencia de la vida en sociedad su aspiración a la felicidad personal conduce también al bien general, lo que contribuye a acrecentar el caudal de sus satisfacciones.

Cumberland no va más lejos. No se preocupa del cómo y del por qué el hombre ha podido desarrollar sus ideales morales hasta el nivel actual, ni del concepto de la justicia que conduce a la igualdad.

Esta tarea ha sido llevada a cabo más tarde por John Locke y sus discípulos, que veían la base de la moral en la utilidad, y por Shaftesbury y sus partidarios, que creían ver la fuente de la moral en el instinto y en los sentidos innatos al hombre. Pero antes de entrar en el estudio de estas escuelas hemos de ocuparnos de la Ética de Spinoza que ha influido enormemente en el desarrollo de las doctrinas morales.

Spinoza (1632-1677) —Su Ética tiene algo de común con la de Hobbes. Ambos le niegan a la Ética un origen sobrenatural, pero la Ética de Spinoza difiere profundamente de la de Hobbes en sus conceptos fundamentales. El Dios de Spinoza es la naturaleza misma. Fuera de Dios no hay otra substancia concebible (Ética, parte I).

Dios es la causa activa de todas las cosas; pero actúa según las leyes de su naturaleza. No puede impedir que se hagan las cosas que deben hacerse. Sería falso atribuir a Dios la razón suprema y una voluntad completamente libre (I, 17). En la naturaleza de las cosas no hay nada fortuito, sino que todo está de antemano determinado por la naturaleza divina y actúa de modo fatal (1. 29). En fin, lo que los hombres califican de Dios es la misma naturaleza incomprendida por el hombre. La voluntad es tan sólo un estado del pensamiento. Cada impulso es determinado por su causa, ésta a su vez por una causa anterior y así sucesivamente hasta el infinito (1. 32) De aquí la conclusión de que las cosas han sido creadas por Dios tan sólo como deben serlo y no de otro modo o en otro orden (1. 33) El poder que la muchedumbre atribuye a Dios no es solamente una calidad humana (lo que prueba que la muchedumbre sólo concibe a Dios en forma humana), sino que supone también una cierta impotencia (II, 3).

Spinoza era, pues, un continuador de Descartes en cuanto desarrollaba los conceptos de éste sobre la naturaleza. En la negación del origen divino de las ideas morales se encontraba de acuerdo con Hobbes. Pero completamente emancipado de la mística cristiana, Spinoza comprendía demasiado bien a la naturaleza y al hombre para seguir en su Ética a Hobbes y naturalmente no pudo creer que la moral estuviera basada en la coacción ejercida por el poder del Estado. Demostró por el contrario que la razón humana, aun sin la intervención del temor de un ser supremo o de los gobernantes, inevitablemente empuja al hombre a trabar relaciones morales con sus semejantes y a encontrar en ello una mayor felicidad, pues representa la satisfacción de una exigencia de su entendimiento libre y pensante.

Así pues Spinoza creó una verdadera ciencia ética, empapada del más profundo sentimiento de moralidad. Su vida misma fue, por otra parte, un ejemplo de la moral más elevada.

Según su doctrina, el alma y el cuerpo son una misma cosa, concebida ora desde el punto de vista del pensamiento, ora desde el punto de vista de la extensión. Repudiaba la opinión corriente, según la cual el alma ejerce poder sobre el cuerpo. Eso prueba tan sólo, dice Spinoza, que la gente no conoce los móviles de sus acciones (II, 2). Las decisiones del alma obedecen a la misma necesidad que las ideas sobre las cosas reales. Todo cuanto aumenta la capacidad de acción de nuestro cuerpo aumenta también la capacidad de pensamiento de nuestra alma (III, 11). La alegría, la serenidad y el buen humor contribuyen a la perfección de nuestra alma; la tristeza ejerce una influencia contraria (III, II). En una palabra, el cuerpo y el alma son inseparables. El amor no es otra cosa que la alegría acompañada de la idea de una causa exterior, mientras que el odio no es otra cosa que la tristeza acompañada de la idea de una causa exterior (III, 13). Esto nos explica lo que son la esperanza, el miedo, la desesperación y el placer, así como también lo que es el remordimiento de conciencia (El remordimiento es la tristeza que se opone al placer) (III, 18).

De estas definiciones deducía Spinoza todas las concepciones fundamentales de la moral. Tendemos a afirmar de nosotros mismos y de los objetos queridos todo aquello que nos representamos como pudiendo causar un placer a nosotros y a los objetos queridos.[85] Pero puesto que la tendencia del alma es por su naturaleza análoga a la tendencia de los cuerpos, tendemos a apoyar todo lo que pensamos que puede a su vez servir de apoyo para el placer en nosotros y en los seres por nosotros queridos. Sobre tales bases pudo Spinoza llegar a las más altas ideas morales.

En la naturaleza, escribía Spinoza, no encontramos nunca el deber ser, sino la necesidad de ser. El conocimiento del bien y del mal no es otra cosa que el sentimiento de la alegría o de la tristeza. Calificamos de bien o de mal lo que es útil o perjudicial para la conservación de nuestra existencia, lo que aumenta o disminuye, apoya o estorba nuestra capacidad de acción (IV, 8).

Spinoza provocó con sus doctrinas un gran odio en el campo de los teólogos, por ser su obra un repudio del dualismo que defendían aquéllos, en virtud del cual Dios es la encarnación de la justicia eterna, mientras que el mundo creado por Dios es la negación misma de la justicia.[86]

Spinoza basaba su moral en un principio eudemonístico, es decir en la aspiración del hombre a la felicidad. El hombre, decía, igual que todos los demás seres vivos aspira a la mayor felicidad y de ella su razón deduce las reglas morales de la vida. Pero haciendo esto el hombre no es libre, pues su acción se encuentra limitada a lo que por necesidad emana de su naturaleza.

No cabe duda de que Spinoza tendía ante todo a emancipar la moral de los sentimientos inspirados por la Religión. Se empeñaba en probar que nuestras pasiones y deseos no dependen de nuestra buena o mala voluntad. Aspiraba a someter la vida moral del hombre enteramente a la razón, cuya fuerza crece con el desarrollo del conocimiento. Muchas páginas de la cuarta parte de su obra —que trata De la esclavitud humana— están consagradas a esta cuestión y toda la quinta parte de la Ética está dedicada al Poder de la razón y de la libertad humana. Spinoza en su Ética empuja al hombre a la acción, afirmando que llegamos a la completa satisfacción de nuestro yo tan sólo participando activa y no pasivamente en la vida. No advirtió Spinoza, por desgracia, que la capacidad para apreciar lo justo e injusto es una expresión de la forma fundamental de nuestro pensamiento, sin la cual el propio pensamiento no podría existir.

La Ética de Spinoza es absolutamente científica. Es ajena a las sutilezas metafísicas y a las intuiciones sobrenaturales. Busca su base en el conocimiento de la naturaleza en general y en el conocimiento del hombre en particular. ¿Pero qué es lo que ve Spinoza en la Naturaleza? ¿Qué enseña la Naturaleza a nuestra razón, que es quien decide en las cuestiones morales?

La Naturaleza enseña, dice Spinoza, a no conformarse con la compasión, a no contemplar desde lejos la alegría o los sufrimientos humanos, sino a tomar en la vida una posición activa. ¿Pero en qué sentido hay que comprender esta actividad? A esta pregunta Spinoza no contestaba. Escribió durante la segunda mitad del siglo XVII y su Ética fue tan sólo publicada después de su muerte en 1677. En esta época tuvieron lugar dos grandes conmociones: la Reforma y la revolución inglesa. Ambos movimientos no fueron solamente una lucha contra la Teología y la Iglesia. Revistieron, por el contrario, un hondo carácter social y su aspiración fundamental fue la igualdad de derechos. Spinoza, empero, no reflejó en sus obras estos movimientos tan importantes.

Según dice muy justamente Jodl, Spinoza es quien con mayor profundidad ha penetrado en los dominios de la Ética. La moral es para él, dice el propio Jodl, algo al mismo tiempo divino y humano, egoísmo y resignación, razón y deseo, libertad y necesidad. Pero al mismo tiempo, añade nuestro autor, Spinoza, al construir intencionadamente la Ética sobre la base del egoísmo, no tuvo del todo en cuenta las inclinaciones sociales del hombre. La unión social era para él algo secundario y la satisfacción de la personalidad perfecta en sí era a su entender superior a la idea de la actividad común en la sociedad. (Jodl, Historia de la Ética, edición alemana, tomo I, pág. 259). Tal vez este defecto obedece al hecho de que, habiéndose efectuado en el siglo XVII matanzas en masa en nombre de la verdadera fe, no podía haber para la Ética tarea más noble y elevada que la de separar la moral de las virtudes cristianas. Después de haberlo hecho, Spinoza no se atrevió quizás a defender la justicia social, es decir las ideas comunistas proclamadas por los movimientos religiosos de aquella época. Era necesario ante todo restablecer los derechos de la razón independiente y autónoma. Para conseguirlo había que romper definitivamente con la Ética teológica sin caer empero en el utilitarismo ni en las concepciones de Hobbes y sus discípulos. De todos modos la laguna notada por Jodl en la doctrina de Spinoza es bastante seria.

John Locke (1632-1704) — La Filosofía inductiva de Francisco Bacon y las ideas atrevidas de Descartes, que tendían a revelar la vida natural del universo entero, la Ética de Spinoza, opuesta a la intervención de fuerzas misteriosas en la generación de la Moral, la tentativa de Grocio para explicar el desarrollo de la vida social sin la intervención de un legislador sobrenatural —todo ello contribuía a abrir el camino para una nueva Filosofía. Esta encontró un intérprete de importancia considerable en la persona del pensador inglés Locke.

Locke no creó una doctrina ética especial, pero en su Ensayo sobre el entendimiento humano,[87] analizó tan hondamente el proceso de nuestro conocimiento que creó con ello las bases de la Filosofía de toda una generación. En sus otras obras[88] ha expresado opiniones acerca del origen de las ideas morales que por su importancia impregnaron cuanto se escribió sobre la moral a principios del siglo XVIII. No fundó una nueva teoría con ideas estrictamente determinadas. Al exponer su concepto del pensamiento humano, al hablar de la llamada libertad de la voluntad y de la moral en general se mostró muy tolerante para con las demás doctrinas.

Igual que Spinoza era ante todo discípulo de Descartes. Seguía las huellas de éste en la explicación del sistema de nuestro conocimiento. Como Descartes, repudió la Metafísica y se colocó en un terreno absolutamente científico. Pero no estuvo de acuerdo con él al apreciar el problema de las ideas innatas en el hombre, en las cuales Descartes y otros predecesores de Locke veían la fuente de los conceptos morales.

Ni en la moral ni en la razón existen ideas innatas, afirmaba Locke. ¿Dónde está la verdad práctica —preguntaba— que es aceptada por todos como una verdad innata? He aquí, por ejemplo, dos verdades prácticas reconocidas por la mayoría: la justicia y el cumplimiento de los contratos. Las reconocen en sus sociedades hasta los bandidos y ladrones, pero no las consideran como leyes de la naturaleza, sino que ven en ellas reglas necesarias para sus sociedades. Son, en una palabra, condiciones de la vida en común.

¿Puede por eso alguien afirmar que los que viven robando y engañando a los demás tienen reglas innatas de la verdad y de la justicia? (Libro I, cap. III, 2). Como quiera que reconocen los principios de la justicia, olvidados aun por aquellos que profesan reconocerlos, claro está que no se puede admitir la existencia de reglas prácticas innatas.

El lector contemporáneo, orientado sobre la teoría de la evolución, observará fácilmente el carácter superficial de la argumentación de Locke. Locke ha podido repudiar la existencia de ideas innatas, incluso de las ideas morales; ha tenido razón al afirmar que en la moral como en todo lo demás el hombre saca sus conceptos de la experiencia. Pero si hubiera conocido, como nosotros hoy, las leyes de la herencia no hubiese negado que en un ser sociable podía y tenía que desarrollarse, merced a esa ley de la herencia, no tan sólo una inclinación a la vida en común, sino también a la igualdad de derechos y a la justicia.[89]

Sin embargo, en su tiempo, es decir en el siglo XVII, la oposición de Locke contra las concepciones morales innatas fue un importante paso adelante que emancipó a la Filosofía del sometimiento a las doctrinas de la Iglesia acerca del pecado, del paraíso perdido, etc.

Después del Prólogo, en el cual Locke se empeñó en demostrar que las ideas morales nada tienen que ver con lo sobrenatural, se entregó al principal objeto de su estudio: a demostrar que nuestras ideas dependen de la observación y de la experiencia. En este campo fueron de tanta profundidad sus estudios, que los principales pensadores del siglo XVIII y aun los positivistas contemporáneos se han basado en ellos para sus especulaciones. Locke demostró con gran seguridad que todas nuestras ideas (pensamientos, conceptos) proceden directamente de nuestras percepciones sensoriales. Todos los elementos del pensamiento los recibimos de la experiencia. No hay nada en la razón que no haya estado antes en los sentidos.

Esta gran fuente de la cual nacen la mayor parte de nuestras representaciones, que dependen de nuestros sentidos y por ellos pasan a nuestro entendimiento, la llamo yo percepción sensorial, escribía Locke. (Libro II, cap. IV, 3). Al mismo tiempo, empero, no negaba la existencia de ciertos procesos mentales propios de nuestra razón y que permiten a ésta descubrir verdades, como por ejemplo la diferencia entre dos cosas, la igualdad o la desigualdad, la causa y sus efectos.

Hay dos géneros de ideas simples —enseñaba Locke—. Unas nos proporcionan alegría, otras nos producen aflicción. (Libro II, cap. VII, 2). Todo puede ser un bien o un mal según nos cause aflicción o alegría. Calificamos de bien lo que es capaz de proporcionarnos un placer, de intensificarlo o de suavizar nuestro sufrimiento. (Libro II, capítulo XX, 2). Las percepciones engendran en nosotros las inclinaciones y pasiones correspondientes que reconocemos al observarlas; el hombre busca lo que le proporciona placer y evita lo que le hace sufrir. Los placeres pueden ser, según Locke, físicos y morales. Puede decirse, por lo tanto, que Locke sentó ya las bases de la doctrina que en el siglo XIX y con el nombre de utilitarismo tan magistralmente fue desarrollada por John Stuart Mill.

Al observar con la ayuda de la experiencia los cambios que diariamente sufren nuestras más sencillas representaciones llegamos a formarnos un concepto de nuestra voluntad, es decir de la facultad de obrar de modos diversos. De aquí nace el concepto de la libertad de la voluntad. (Libro II, cap. XXI, 1 y 2). El hombre —dice Locke— siente en sí una fuerza que le permite empezar, detener, proseguir o terminar cualquiera actividad del espíritu o movimiento corporal y que en último término por medio de un pensamiento o de una elección del espíritu dispone u ordena la ejecución o no ejecución de cada uno de dichos movimientos o actividades. (Lib. II, cap. XXI, 5). Así nace la idea del libre albedrío. Pero en el fondo, según Locke, la cuestión de si la voluntad es libre o no, está mal planteada. Hay que preguntar: ¿es libre el hombre en sus actos? La respuesta será: el hombre puede actuar como quiere. ¿Pero es libre el hombre en su querer? A esta cuestión Locke contestó, como es de suponer, en sentido negativo, pues según él la voluntad del hombre está determinada por toda una serie de influencias anteriores.

Luego, estudiando cómo la razón dirige la voluntad, Locke indicaba que la previsión del sufrimiento o un sencillo malestar influye más en la voluntad que la previsión de las grandes ideas de ultratumba. En general, ha analizado Locke tan hondamente las relaciones entre la razón y nuestros actos que puede ser considerado como el fundador de toda la Filosofía posterior a su tiempo.

Pero si su influencia fue grande sobre la Filosofía negativa del siglo XVIII, no menor lo fue sobre Kant y la Filosofía alemana de la primera mitad del siglo XIX.

Al emancipar la Filosofía moral del yugo de la Iglesia, Locke colocaba, sin embargo, la moral bajo la custodia de tres diferentes leyes: la divina, la civil y la de la opinión pública (cap. 38, 4 y 14). De manera que se abstuvo de romper los lazos con la moral eclesiástica basada en la promesa de la felicidad en la vida futura. Se limitó a reducir la importancia de esta promesa.

La parte final del segundo volumen de su Ensayo, está consagrada al desarrollo de la idea de que las verdades morales pueden ser probadas del mismo modo que si se tratara de verdades matemáticas. El conocimiento moral puede ser tan seguro como el matemático —escribía— puesto que nuestros conceptos morales igual que los de las Matemáticas son conceptos fundamentales. Toda esta sección, especialmente el capítulo La moralidad es demostrable, es sumamente interesante. Demuestra que Locke se acercó mucho al reconocimiento de la justicia como base de las ideas morales. Pero sin necesidad alguna redujo este concepto al simple de propiedad. Donde no hay propiedad —decía— no hay injusticia y esto es tan cierto como cualquier teorema de Euclides (Lib. IV, cap. III, 18).

La Filosofía de Locke ejerció una enorme influencia sobre el subsiguiente desarrollo del pensamiento. Escrita en un lenguaje sencillo, sin la terminología bárbara de los filósofos alemanes, no envolvía sus ideas fundamentales con una niebla de frases metafísicas que a veces impiden al propio autor darse cuenta exacta de lo que quiere decir. Locke fue muy claro en la expresión de las bases de la moral y por esta razón sirvió con Descartes de guía a toda la Filosofía subsiguiente, desde la Filosofía metafísica de Kant hasta el utilitarismo inglés, el positivismo de Comte y aun hasta el materialismo contemporáneo.

Veamos ahora, para terminar, cómo se plantean este problema dos importantes continuadores y al mismo tiempo adversarios de Locke: Samuel Clarke y Godofredo Guillermo Leibniz.

Samuel Clarke (1675-1729). –Discípulo de Descartes y de Newton, en su Discourse concerning the Inalterable Obligations of Natural Religion afirmó Clarke, contra la opinión de Locke, que las normas morales, igual que las reglas matemáticas, pueden ser deducidas de algunas ideas fundamentales inherentes a la naturaleza humana. Insistió también en que los principios morales son completamente independientes de la voluntad del ser supremo y sobrenatural y que el hombre considera la moral como una cosa obligatoria, aun cuando muchas veces obre sin fijarse en las consecuencias posibles de los actos inmorales. Sería lógico, pues, que Clarke hubiese desarrollado la idea de Bacon sobre el carácter hereditario de los instintos morales. Y reconociendo la existencia -al lado de aquéllos- de los instintos antisociales, Clarke hubiera podido aclarar el papel que juega la razón en la elección entre ambas categorías de instintos y enseñar cómo poco a poco han ido triunfando los instintos sociales. No lo hizo sin embargo. La teoría de la evolución, no era todavía conocida y Clarke, igual que Locke, apeló a la revelación divina e igual que Locke y los utilitaristas se sirvió del concepto de utilidad para explicar cómo las ideas morales proceden de los instintos hereditarios, reduciendo así el alcance de su idea primitiva. Por esta razón su influencia sobre la Ética fue mucho menos considerable de lo que hubiera podido ser.

Leibniz (1646-1716) – No vamos a exponer en detalle la doctrina del filósofo alemán Godofredo Guillermo Leibniz, aun cuando de ella podrían sacarse ideas muy instructivas, especialmente de su crítica a Spinoza y Locke, de su tentativa para unir la Teología y la Filosofía, de sus estudios para conciliar las corrientes de pensamiento manifestadas en el catolicismo y en el protestantismo, en la Ética inglesa y en la escocesa. Como es sabido, Leibniz, contemporánea e independientemente de Newton introdujo en las Matemáticas un nuevo método de análisis de los fenómenos estudiando las modificaciones de las cantidades infinitamente pequeñas. Leibniz propuso además una teoría de la estructura de la materia semejante a la teoría de los átomos. Pero ni su admirable inteligencia ni sus grandes facultades de exposición bastaron para llegar a conciliar el panteísmo filosófico y la fe cristiana, ni la Ética basada en el estudio de la naturaleza humana con la Ética cristiana basada en la fe en la vida futura.

Pero no por ello dejó de contribuir al desarrollo de la Ética, señalando la importancia del instinto social innato propio de todos los hombres, así como la importancia de la voluntad para la formación de un ideal y de los conceptos morales del hombre, ideas que antes de Leibniz habían pasado muy desapercibidas.

No cabe duda de que Leibniz no llegó a separarse de la Ética teológica y cristiana, ni tampoco de la idea que supone que la fe en la vida futura consolida las fuerzas morales del hombre. Pero sin embargo, se acercó bastante al ateísmo de Shaftesbury y de Bayle. Por otra parte, y debido precisamente a su vacilación entre la moral religiosa y la no religiosa, Leibniz llegó fatalmente a la idea de que en la base misma de la moral hay algo más que los instintos, las pasiones y los sentimientos. Creía que nuestra razón al juzgar los fenómenos morales e inmorales está guiada no solamente por las consideraciones de utilidad personal o social, como afirmaban los intelectualistas discípulos de Epicuro, sino que hay en la razón algo más general y reconocible por todos. Leibniz no llegó a una conclusión sobre la esencia de este algo superior propio de nuestra razón, es decir, el concepto de la justicia, pero preparó a esta idea el camino para abrirse paso.

Expresó además en forma tan bella la necesidad de las ideas elevadas y de los actos nobles y formuló tan elocuentemente el papel del ideal en el desarrollo de la moralidad que con ello laboró en favor de la justicia y de lo que más vale aun: el espíritu de sacrificio.[90]

Capítulo IX. Teorías morales francesas de los siglos XVII y XVIII

Comienzos de la nueva Filosofía en Francia. —Montaigne y Charrón. —Descartes. —Gassendi. —Bayle. —La Rochefoucauld. —Lamettrie. —Helvecio. —Holbach. —Los enciclopedistas. —Morelly y Mably. —Montesquieu. —Voltaire y Rousseau. —Turgot y Condorcet.

La emancipación de las ciencias, y por lo tanto de las doctrinas morales, del yugo de la Iglesia tuvo lugar en Francia al mismo tiempo que en Inglaterra. El pensador francés Renato Descartes ocupó en ella el mismo lugar que Francisco Bacon en Inglaterra y las principales obras de ambos aparecieron casi al mismo tiempo.[91]

Pero por varias causas el movimiento tomó en Francia un carácter distinto que en Inglaterra: las ideas libertadoras francesas penetraron en capas más amplias y ejercieron una influencia mucho más honda en Europa que la corriente iniciada e instigada por Bacon, la cual engendró, sin embargo, una verdadera revolución en la ciencia y en la filosofía científica.

El movimiento emancipador se inauguró en Francia ya hacia fines del siglo XVI y tomó desde el principio un camino distinto al de Inglaterra, donde se manifestó en forma de movimiento protestante y de revolución campesina y urbana. En Francia la revolución estalló tan sólo a fines del siglo XVIII, pero las ideas de libertad se propagaron en la sociedad francesa mucho antes, sobre todo merced a la literatura. Por primera vez encontramos estas ideas en las obras de Rabelais (1483-1553) y de su discípulo Miguel Montaigne.

Montaigne (1533-1592) — Es uno de los más admirables escritores franceses. Fue, además, uno de los primeros que expresó en forma fácil de comprender, desde el punto de vista del sentido común, ideas atrevidas sobre la Religión.

Su célebre libro Ensayos, publicado en 1583, tuvo un éxito enorme. Las ediciones se sucedieron unas tras otras y fue leído en toda Europa. Más tarde fue considerado como maestro aun por los más grandes escritores del siglo XIX.

Este libro ha contribuido mucho a emancipar la Ética de los viejos dogmas escolásticos. Los Ensayos de Montaigne no pasan de ser una serie de francas confesiones de un hombre de mundo sobre su propio carácter, los motivos de sus juicios y actos, así como sobre el carácter de la mayoría de las personas que les rodeaban. Juzgaba los actos humanos como un epicúreo refinado. Su egoísmo estaba suavizado por una ligera capa filosófica.

Desenmascaraba la hipocresía religiosa, en la cual se envuelven los epicúreos egoístas y sus directores religiosos.

Gracias a su considerable talento literario dio Montaigne el tono crítico e irónico respecto a la Religión que más tarde, en el siglo XVIII, caracterizó a toda la literatura francesa. Desgraciadamente ni él ni sus partidarios han sometido hasta ahora al mismo género de crítica irónica la organización del Estado, que ocupa hoy el lugar de la Iglesia en la dirección de la vida social.[92]

A una crítica más substancial se dedicó, algún tiempo después, el teólogo y predicador de la reina Margarita, Pedro Charrón (1541-1603). Su libro Tratado de la Sabiduría, publicado en 1601, adquirió inmediatamente una gran popularidad. A pesar de ser sacerdote era mucho más escéptico que Montaigne. Al analizar las varias religiones cristianas y paganas señaló Charrón que era mucho lo que todas ellas tienen de común y demostró que la moral no necesita del apoyo de la Religión.[93]

En general ese escepticismo para con la religión fue más tarde el rasgo característico de la literatura francesa del siglo XVIII y está expresado con una claridad particular en las obras de Voltaire y de los enciclopedistas, así como en las novelas y dramas publicados antes y durante la revolución.

Renato Descartes (1596-1650). — Bacon nos ha dejado para el estudio de la naturaleza el método inductivo que prescinde por completo de la intervención de la Religión y de la Metafísica en la explicación de la vida del Universo. Pero Descartes continuó sirviéndose del método deductivo. Trató de aclarar, sin embargo, sirviéndose de previsiones físico–matemáticas, terrenos no estudiados todavía y que no se prestaban a una explicación científica. Con todo, Descartes se mantuvo siempre en el campo firme de la concepción física de los fenómenos y procuró expresar sus hipótesis en un lenguaje matemático.

Publicando sus obras en Francia, todavía no emancipada de la Iglesia Católica, Descartes tuvo que ser muy prudente en sus expresiones.[94] Ya en 1628 se vio obligado a emigrar de Francia y a establecerse en Holanda, donde publicó en 1637 sus Ensayos filosóficos. Una parte de este libro estaba integrada por su trabajo fundamental o sea el Discurso del Método, que ejerció una gran influencia sobre el pensamiento filosófico e inauguró la concepción mecánica de la naturaleza.

Descartes se ocupó relativamente poco del problema moral y sus ideas a este respecto se encuentran tan sólo en las cartas a la princesa Cristina de Suecia. Prefirió no tocar la religión; hacía poco que había sido quemado Giordano Bruno. Pero su tentativa de explicar la vida del universo sirviéndose del análisis matemático —lo que pronto se llamó cartesianismo— prescindía de la Iglesia y de la fe, lo mismo que el método inductivo de Bacon.

Descartes evitó cuidadosamente todo ataque a la Iglesia y aun para hacerse agradable a ella se empeñó en probar la existencia de Dios. Pero se ve claramente que en este punto le faltaba la sinceridad. Toda su doctrina excluía la intervención del Creador. El Dios de Descartes, así como el de Spinoza, era el Universo entero, la naturaleza misma. Procuraba, por ejemplo, dar una explicación fisiológica de la vida psíquica del hombre, a pesar de la escasez de conocimientos de la época. Pero en el terreno de las ciencias exactas, sobre todo en el del estudio de los fenómenos físicos por medio del método matemático, los méritos de Descartes fueron enormes. Puede decirse que ha creado, sentando las bases de la Geometría analítica, una nueva ciencia. Aplicó sus nuevos métodos al estudio de los más difíciles problemas físicos y de un modo particular a la investigación de los movimientos giratorios de las partículas de materia infinitamente pequeñas en el espacio ilimitado. Tan sólo muy recientemente la Física, con sus investigaciones sobre el éter, ha conseguido acercarse a este problema fundamental de la vida del Universo.

Como Bacon, Descartes ponía de relieve la omnipotencia de la ciencia en comparación con la nulidad de las supersticiones y de las explicaciones intuitivas, es decir basadas en suposiciones.

Copérnico, poco antes, había demostrado que nuestra Tierra era tan sólo uno de los satélites del sol y que las estrellas innumerables constituyen millones de universos como nuestro sistema solar. De este modo surgió ante el hombre en toda su grandiosidad el misterio de la creación y su intelecto, se esforzó por comprenderlo. Bacon afirmó que para llegar a este resultado el mejor método es el inductivo. En cuanto a Descartes, se esforzó en penetrar en este misterio y en adivinar nada menos que las leyes fundamentales de la naturaleza que rigen no solamente en nuestro sistema solar, sino en todo el universo.

Al tratar de concebir la naturaleza mediante el pensamiento matemático —como lo habían soñado Pitágoras y sus discípulos, así como más tarde Giordano Bruno—, Descartes fortaleció de hecho la importancia de la Metafísica en la filosofía de los siglos XVII y XVIII. Pero en cambio introdujo en la Física elementos que ayudaron a que en el siglo XIX fuera posible descubrir la esencia del calor y de la electricidad en las vibraciones de las moléculas y más tarde, a fines del mismo siglo, las vibraciones invisibles, entre las cuales hay que mencionar los rayos Rontgen, que constituyeron el primer paso para los admirables descubrimientos de la telegrafía y telefonía sin hilos.

Precediendo a Lamarck y a Darwin, señaló Bacon que bajo la influencia de las condiciones exteriores, siempre cambiantes, nacen nuevas especies de plantas y animales; en cuanto a Descartes, puede decirse que con su teoría de los torbellinos supo ya prever los descubrimientos científicos del siglo XIX.

Gassendi (1592-1655) — Hemos ya hablado en el capítulo IV de la influencia que ejerció durante cinco siglos la doctrina de Epicuro en el mundo latino y griego. Los estoicos la combatieron, pero aun en los representantes más notables del estoicismo, como Séneca, se encontraron bajo la influencia del epicureísmo. Tan sólo el cristianismo consiguió vencer la doctrina de Epicuro, pero también muchos pensadores cristianos, como Luciano y el propio Agustín, le pagaron su tributo.

Cuando en la época del Renacimiento resurgió el interés por todos los documentos de la civilización griega y romana, los pensadores de las varias escuelas, en sus esfuerzos para deshacerse del yugo de la Iglesia, se fijaron atentamente en los escritos de Epicuro y de sus discípulos y sucesores, como Diógenes Laercio, Cicerón y Lucrecio, este último, por cierto, uno de los precursores de la explicación científico-natural contemporánea del mundo.

La fuerza principal de la doctrina epicúrea consistía en repudiar el origen sobrenatural del sentido moral. Explicábalo por la aspiración razonable a la felicidad. Pero la felicidad, añadía Epicuro, consiste no sólo en la satisfacción de las necesidades materiales, sino también en la de los sentimientos y necesidades superiores, incluso la necesidad de la amistad y de la vida social. En esta forma predicaron el epicureísmo los que repudiaban la moral religiosa.

Ya en la segunda mitad del siglo XVI se expresaba en este sentido Montaigne. Un poco más tarde, en el siglo XVII, se colocó en el punto de vista de Epicuro el filósofo Pierre Gassendi, sacerdote instruido, físico, matemático y pensador. En 1624, siendo profesor de Filosofía en el sur de Francia, publicó en tono polémico una obra latina contra las doctrinas de Aristóteles, que predominaban a la sazón en las escuelas eclesiásticas.[95] En los dominios de la Astronomía, Gassendi opuso Copérnico a Aristóteles, considerado como un herético peligroso. En los problemas morales compartió el punto de vista de Epicuro.

El hombre, afirmaba Gassendi, aspira ante todo a la felicidad y al placer, pero concibiendo estas ideas, según había enseñado Epicuro, en su más amplio sentido. No solamente los placeres corporales que pueden empujar al hombre a actos malos para con sus semejantes, sino y principalmente el equilibrio espiritual realizable tan sólo cuando el hombre ve en los demás a sus propios compañeros y no a sus enemigos.

Las obras de Gassendi encontraron una excelente acogida entre las gentes cultas de la época, las cuales aspiraban ya a emanciparse del yugo de la Iglesia y de las supersticiones y sobre todo a un nuevo ideal de la vida social basado en la igualdad. Este ideal empezó a tomar formas concretas tan sólo en el siglo XVIII.

Pedro Bayle (1637-1706). —Desde la época de Bacon y Descartes comenzó en la Ética, como ya hemos visto, una gran transformación. Los pensadores empezaron a buscar en la naturaleza misma del hombre las fuentes naturales de la moral. Hobbes, que vivió un poco más tarde que los dos fundadores mencionados de la ciencia natural contemporánea (sus principales obras fueron publicadas entre 1642 y 1658), desarrolló ya todo un sistema ético emancipado de la religión. Desgraciadamente estuvo guiado por conceptos completamente falsos sobre la humanidad primitiva y sobre la naturaleza humana en general, lo que le condujo a falsas conclusiones. Pero la nueva dirección en el estudio de la moral había sido ya señalada y una serie de pensadores trataron de demostrar que la moral no obedece al miedo del castigo en la vida actual o futura, sino que constituye el desarrollo fundamental de las propiedades naturales en la naturaleza humana. Más aun: en la humanidad contemporánea. a medida que se produce la emancipación del miedo inspirado por las religiones, se manifiesta el deseo de ideales sociales siempre más elevados. En este sentido se expresó también el filósofo panteísta Spinoza, continuador de Descartes, y su contemporáneo Locke. Pero con más claridad aun se pronunció en Francia otro escritor de la misma época: Pedro Bayle.

Admirador de la filosofía de Descartes contribuyó, con su famosa Enciclopedia,[96] a sentar las bases de la concepción naturalista del mundo que, recogida posteriormente por Hume, Voltaire, Diderot y en general los enciclopedistas, adquirió tanta importancia para el desarrollo espiritual de la humanidad. Fue además el primero que abogó abiertamente por la liberación de las doctrinas morales de toda clase de fundamentos religiosos.

Apoyándose en las definiciones de la misma Iglesia, Bayle demostró que la falta de fe podía ser considerada como fuente de malas costumbres tan sólo en el caso de que la fe hubiera calificado el amor a Dios como único y supremo ideal moral. Pero en realidad es todo lo contrario. La fe reviste otro carácter y está ligada a muchísimas supersticiones. Además todas las religiones se sirven también de la amenaza del castigo en el caso de que sus reglas sean incumplidas. Por otra parte la moral, como es sabido, convive muy bien con el ateísmo.

De aquí la necesidad de estudiar si no existen en la naturaleza humana principios que tienen su origen en la vida en común o social. Guiado por tales ideas, Bayle consideró los principios fundamentales de la moral como leyes eternas, pero no de origen divino, sino como leyes de la naturaleza o, mejor aun, como un hecho perfectamente natural.

Desgraciadamente Bayle, siendo escéptico y crítico, pero no creador de nuevos sistemas, no llevó su pensamiento hasta el fin y se abstuvo de llegar a conclusiones sobre el origen de la moral. Además sus ideas provocaron tanta indignación en las esferas políticas y religiosas que se vio obligado a suavizar sus expresiones. Pero a pesar de todo, tan aguda y espiritual fue su crítica, que Pedro Bayle puede ser considerado como precursor de Helvecio, Voltaire y los enciclopedistas.

La Rochefoucauld (1613-1680). —Contemporáneo de Bayle, aun cuando su obra no puede ser considerada como típicamente filosófica, preparó sin embargo, con su libro Máximas —en no menor grado que Bayle—, el terreno para una Ética emancipada de la Iglesia. La Rochefoucauld fue un hombre de mundo y vivió el ambiente de la sociedad aristocrática. Fino psicólogo y atento observador, vio perfectamente la sociedad de su época, la vaciedad de la misma, su hipocresía y vanidad que servía de base a la llamada virtud; vio que en realidad las gentes de su medio social estaban guiadas por el deseo de la utilidad y por las ventajas personales, que la religión oficial no hace nada para impedir los actos inmorales. Y llegó a la conclusión de que el egoísmo es el único motor de la actividad humana. El egoísmo es, en efecto, el principio fundamental de su libro.

El hombre, dice La Rochefoucauld, no quiere más que a sí mismo; aun en los demás quiere sólo a sí mismo. Todas las afecciones y pasiones humanas no son más que transformaciones de un egoísmo mal escondido. Aun los mejores sentimientos humanos los atribuía La Rochefoucauld a causas egoístas: en el valor y en la valentía veía la manifestación de la vanidad; en la magnanimidad veía el orgullo; en la generosidad, la ambición; en la modestia, la hipocresía, etc.

A pesar de todo su pesimismo La Rochefoucauld contribuyó con su libro en alto grado a despertar el pensamiento crítico en Francia y sus Máximas, junto con el libro de su contemporáneo La Bruyere, Los caracteres, fueron las obras que mayor difusión y éxito alcanzaron en la segunda mitad del siglo XVII y a principios del XVIII.

La Bruyere (1639-1696) — Fue menos pesimista que La Rochefoucauld, aun cuando calificara también a los hombres de injustos, ingratos, implacables y egoístas por su naturaleza; pero opinó que las gentes son merecedoras de una cierta condescendencia porque su maldad nace de las desgracias de la vida. El hombre, según La Bruyere, al repudiar la Ética religiosa, llegó a crear un sistema de moral basado en las leyes naturales. Esta finalidad trataron de conseguirla algún tiempo más tarde Lamettrie, Helvecio y Holbach.

Lamettrie (1709-1751) — Fue una de las inteligencias más inquietas del siglo XVIII. En sus obras declaró la guerra a todas las tradiciones morales, religiosas y políticas. Siguiendo a Hobbes, elaboró una concepción materialista del Universo con la misma audacia que luego observaron los materialistas de mediados del siglo XIX.

En sus obras Historia natural del alma, El hombre planta y El hombre-máquina repudió la inmortalidad del alma y predicó ideas francamente materialistas. En El hombre-máquina, publicado en 1748, Lamettrie afirma que nuestra alma contiene solamente impresiones y sensaciones y que lo único que hay en la naturaleza es la substancia o materia sometida a las leyes mecánicas. Por sus ideas fue Lamettrie expulsado de Francia y su libro El hombre-máquina quemado en París por el verdugo. Al mismo tiempo desarrolló la doctrina materialista Condillac (1715-1780), que expuso sus ideas en dos obras: Ensayo sobre los orígenes del conocimiento humano (1746) y Tratado de las sensaciones (1754).

Claudio Helvecio (1715-1771). — El siglo XVIII ha sido una de las épocas decisivas en la historia de la evolución intelectual de la humanidad. Toda una serie de pensadores ingleses y franceses reconstruyeron por completo las bases mismas de nuestra concepción del Universo. El filósofo francés Helvecio trató de hacer el balance de las conquistas del pensamiento científico en un célebre libro, escrito en forma viva y comprensible, titulado Del espíritu.

A instancias del clero francés el libro de Helvecio fue quemado en 1759, lo que contribuyó todavía a aumentar su difusión. Sus ideas pueden ser resumidas a grandes rasgos como sigue: el hombre es un animal sensual; la base de la naturaleza humana la constituyen las sensaciones, de las cuales emanan luego todas las formas de actividad. La suprema ley moral consiste en aspirar al goce y en evitar el sufrimiento. El hombre juzga a los demás según este criterio: calificamos de virtud lo agradable y útil y de vicio lo contrario. En los actos más nobles y altruistas el hombre no busca más que su goce y efectúa o realiza estos actos cuando el goce que le procuran es superior al sufrimiento que le producen.

Helvecio atribuyó una gran importancia a la educación en la formación del carácter moral del hombre. La educación desarrolla en el hombre la conciencia de que nuestro interés individual reside en la coordinación del mismo con el interés de los demás.

La filosofía de Helvecio tuvo un éxito enorme y ejerció una gran influencia sobre la sociedad francesa de su tiempo, preparando el terreno para las ideas de los enciclopedistas.

Barón D'Holbach (1723-1789). — Trabajó siguiendo las mismas direcciones que Lamettrie y Helvecio. Expuso sus ideas sobre la moral en el libro El sistema social, publicado en 1773 y condenado por el parlamento francés en 1776.

Holbach trató de asentar la Ética sobre bases puramente naturales sin mezcla alguna de ideas metafísicas. Reconoció que el hombre aspira a la felicidad y que toda su naturaleza le empuja a evitar el sufrimiento. Pero en su aspiración al placer el hombre está guiado por la razón, es decir por el conocimiento de la verdadera felicidad y de los medios para alcanzarla.[97] La justicia consiste en dar al hombre la posibilidad de utilizar o por lo menos de no impedirle utilizar sus capacidades, derechos y todo lo necesario para la vida y la felicidad. (Tomo I, pág. 104).

Las ideas de Holbach acerca de la moral fueron profesadas por la mayoría de los enciclopedistas franceses, con los cuales mantuvo siempre relaciones amistosas. En su salón de París se reunieron los pensadores más notables de la época como Diderot, D' Alembert, Grimm, Rousseau, Marmontel, etc. Por intermedio de ellos las ideas de Holbach penetraron como uno de los elementos fundamentales en la filosofía de los enciclopedistas.[98]

Los Enciclopedistas y su Filosofía son los representantes típicos de la vida espiritual de todo siglo XVIII. La Enciclopedia constituye el balance de todo lo que había realizado la humanidad en el terreno de las ciencias y de la política hasta aquella época. Es el verdadero monumento intelectual de aquellos tiempos y en su construcción colaboraron todos los hombres sobresalientes de Francia. La Enciclopedia creó el espíritu crítico destructor que más tarde inspiró a los hombres más eminentes de la Revolución francesa.

Los iniciadores e inspiradores de la Enciclopedia fueron, como es sabido, los filósofos Diderot (1713-1784) y D' Alembert (1717-1783). Los enciclopedistas aspiraban a la emancipación del intelecto humano mediante el conocimiento. Eran enemigos del gobierno y de todas las ideas tradicionales que servían de apoyo al viejo orden social. No tiene nada de extraño pues que el gobierno y el clero, ya desde un principio, declararan la guerra a estos pensadores e impidieran por todos los medios la difusión de la gran obra que habían emprendido.

La Ética de los enciclopedistas estaba naturalmente de acuerdo con las ideas que dominaban a la sazón en Francia. Sus conceptos fundamentales eran los siguientes: El hombre aspira a la felicidad y con este fin se reúnen los hombres en sociedades. Todos tienen iguales derechos a la felicidad y por lo tanto a los medios para conseguirla. Por eso lo justo es idéntico a lo útil. Las confusiones que surgen a causa de los conflictos entre derechos distintos deben armonizarse por las leyes que son expresión de la voluntad común y consagran únicamente lo que sirve a la felicidad de todos.

En este mismo sentido escribió también el sacerdote Reynal (1713-1796), cuya obra, Historia de las colonias y del comercio europeo en las Indias, estaba por su espíritu tan cerca de los enciclopedistas, que muchos la atribuyeron a Diderot. Fue escrita en forma tan amena que en corto tiempo alcanzó varias ediciones. Pintaba con justos colores el estado natural de la vida entre los salvajes y restablecía la verdad a este respecto, separándose de la pintura sombría y falsa de los misioneros católicos que consideraban a los salvajes como hijos del infierno. Al mismo tiempo Reynal abrazó con energía la causa de la emancipación de los negros, hasta el punto de que su libro fue calificado de evangelio de los negros.

En el mismo sentido científico y humanitario escribió, por fin, el italiano Beccaria (1738-1794). Su libro, Dei delitti e delle pene aboga por la suavización de las costumbres y la abolición de las torturas y ejecuciones capitales. Esta obra, escrita en 1764, propagó en Italia las ideas de los enciclopedistas e inmediatamente fue traducida por el cura Morellet y completada por Voltaire, Diderot y Helvecio. En este libro demostró Beccaria que las ejecuciones capitales crueles, que se practicaban a la sazón en Europa, no solamente no desarraigaban los crímenes sino que al contrario contribuían a hacer más brutales las costumbres. El mejor medio de lucha contra la criminalidad —decía Beccaria— está en la instrucción de las masas populares.

A fines del siglo XVII y a principios del XVIII se publicaron en Francia numerosas utopías, es decir pinturas de una sociedad ideal basada en principios racionales. Todas ellas tenían como base la fe en la omnipotencia de la razón y la convicción de que la moral reside en la misma naturaleza humana. El escritor más notable en este género de literatura fue el abate Morelly que publicó en 1753 una novela comunista titulada Naufragio de las islas flotantes. En ella Morelly procuró demostrar que los pueblos pueden conseguir la felicidad, no por medio de reformas políticas, sino cumpliendo las leyes de la naturaleza. Más ampliamente expuso Morelly sus ideas comunistas en la obra Code de la Nature ou véritable esprit de tout temps negligé ou méconnu (París, 1756 ). En esta obra describe detalladamente la organización comunista de la sociedad, en la cual no hay más propiedad individual que la de los objetos de uso cotidiano.

Los libros de Morelly ejercieron mucha influencia antes de la revolución y durante largo tiempo sirvieron de modelo para la reorganización de la sociedad según el espíritu comunista. Probablemente inspiraron también a Mably (1709-1785), quien en sus obras Conversaciones de Foción sobre las relaciones entre la moral y la política (1763) y Los derechos y deberes del ciudadano predicó el comunismo y la comunidad de bienes. Mably veía el principal obstáculo para la felicidad y la moral en la avidez humana; por esto, decía, hay que aniquilar antes a este enemigo eterno de la igualdad, creando un régimen social en el cual nadie vea su felicidad en el aumento de la riqueza. Más tarde estas ideas inspiraron a Graco Babeuf, quien junto con sus amigos Buonarotti y Silvain Marechal tramó la conspiración de los iguales por la que fue decapitado en 1796.

Al lado de la crítica utópica de los comunistas, los fisiócratas, acaudillados por Quesnay (1694-1794), inauguraron una crítica puramente científica de la sociedad contemporánea. Fueron los primeros en señalar el defecto fundamental de la estructura social: la división en productores por un lado y en propietarios parásitos por otro. Insistieron además en la nacionalización de la tierra.

La necesidad de la reconstrucción social se hacía sentir en Francia cada día más y en la segunda mitad del siglo XVIII surgió, con su crítica del antiguo régimen, el más grande pensador de la época, el barón de Montesquieu.

Montesquieu (1689-1755) — Su primera obra, conteniendo una crítica del despotismo y de toda la vida social, fueron las Cartas Persas. En 1748 publicó su obra capital titulada El espíritu de las leyes, que inauguró una nueva concepción de la sociedad humana, así como de las costumbres y leyes, que Montesquieu consideraba como productos naturales de la evolución de la vida social en sus diversos grados. Esta obra influyó en alto grado sobre todos los pensadores de la segunda mitad del siglo XVIII. Lo más interesante de ella es la aplicación del método inductivo al problema de la evolución de las instituciones. Su crítica del poder monárquico, la previsión de un régimen nuevo que ha de implantarse con el desarrollo industrial, la crítica de las crueldades del código, etc. se transformaron en postulados de todos los movimientos progresivos de Europa.

Desgraciadamente el libro de Montesquieu por su forma y estilo estaba tan sólo al alcance de las gentes instruidas. El autor no poseía el don, o tal vez no quería poseerlo, de escribir para las grandes masas. Esta cualidad la poseyeron en cambio hasta la perfección, dos filósofos de la misma época. Voltaire y Juan Jacob Rousseau, admirables pensadores que prepararon en Francia la gran revolución y ejercieron una influencia considerable en el desenvolvimiento de la misma.

Voltaire (1694-1778) — Fue un hombre de una inteligencia sobresaliente. No era estrictamente un filósofo. Pero se servía de la Filosofía como de un arma adecuada para luchar contra las supersticiones y prejuicios. Tampoco era un moralista en el sentido estricto de la palabra. Su doctrina ética no era muy profunda, pero sí en extremo hostil a las exageraciones ascéticas y metafísicas. Voltaire no tiene un sistema ético propio, pero con sus obras contribuyó no poco a la consolidación de la Ética del sentimiento humanitario, del respeto a la personalidad humana. En todas sus obras reclamó con energía la libertad de conciencia, la abolición de la Inquisición, de las torturas y de la pena de muerte. Abogó además en favor de las ideas de igualdad civil y de legalidad, las cuales trató de realizar posteriormente la Revolución francesa.[99]

Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) —Influyo muchísimo, lo mismo que Voltaire, en la Revolución francesa. Era un carácter distinto del de Voltaire. Se dedicó a la crítica del régimen social y predicó la sencilla vía natural. Enseñó que el hombre es bueno por naturaleza y que todo lo malo en él procede de la civilización. Rousseau atribuye las inclinaciones morales a la comprensión exacta de lo que es ventajoso, pero al mismo tiempo daba como fin del desarrollo de la humanidad los ideales más elevados. En la igualdad veía la base de todo régimen social razonable. Todos nacen iguales, escribió Rousseau. Predicó estas ideas con tanto ardor y fervor que sus escritos alcanzaron una influencia enorme no sólo en Francia sino en toda Europa. Filósofo del sentimiento, veía en él la fuerza viva capaz de corregir todos los defectos y realizar los grandes actos. Era un poeta, entusiasta de los grandes ideales, inspirador de los derechos del ciudadano.

Al hablar de la Filosofía francesa de la segunda mitad del siglo XVIII hay que mencionar todavía a otros dos pensadores que fueron los primeros en formular la idea del progreso: Turgot y Condorcet.

Turgot (1727-1781). — Fue el primero que formuló la idea de progreso y de la perfectibilidad humana en su obra, Estudio de la historia universal. He aquí lo que escribió a este respecto: La Humanidad, marchando poco a poco del reposo a la actividad, se encamina con paso lento pero firme hacia la mayor perfección, que consiste en la sinceridad del pensamiento, en las buenas costumbres y en las leyes justas.

Condorcet (1743-1794) — Fue una de las víctimas del Terror, contribuyendo además al desarrollo de la idea del progreso con su célebre obra Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. En este libro procuró no solamente establecer y demostrar la existencia de la ley del progreso, sino que trató de deducir, basándose en el pasado de la humanidad, las leyes de la evolución social para el porvenir. Afirmó que el progreso consiste en la aspiración a la supresión de la desigualdad social entre los ciudadanos. Estaba seguro de que los hombres aprenderían en el porvenir a conciliar los intereses privados con los de la comunidad y que la moral habría de convertirse en una necesidad natural para el hombre.

Todas las doctrinas e ideas que acabamos de exponer influyeron en uno u otro sentido sobre el gran movimiento social que se llama la Revolución francesa. Esta, que se había ya producido en los espíritus hacia fines del siglo XVIII, y las nuevas y atrevidas ideas inspiradas por el sentimiento de la dignidad humana que lanzaron tantos grandes pensadores, se propalaron como una corriente impetuosa en la sociedad, destruyendo las viejas instituciones y prejuicios. La Revolución aniquiló los últimos restos del régimen feudal y las nuevas instituciones que creó fueron un producto del movimiento filosófico que, empezado en Inglaterra, se desarrolló luego en Francia. La célebre declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano lanzada por la Revolución francesa está integrada por ideas de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y Condorcet. Estas ideas son en resumen: todos los hombres nacen iguales y libres; todos tienen el mismo derecho al desarrollo de sus fuerzas y capacidades, a gozar en la misma medida de la vida y de la libertad; todos tienen derecho a profesar las opiniones y religiones que quieran.

En estos principios vemos, en forma lacónica y clara, las ideas de Hobbes y Locke, desarrolladas por los pensadores franceses del siglo XVIII. Este programa lo dejó luego la Revolución francesa a las generaciones posteriores para que ellas a su turno lo lleven a la práctica.

Capítulo X. La ética del sentimiento de Shaftesbury y Adam Smith

Shaftesbury. —Carácter original del sentimiento moral. —Influencia de Shaftesbury en la Ética posterior. —Hutcheson y la escuela escocesa. —David Hume. —Estudio empírico de las tendencias humanas. —Adam Smith. —La moral fundada en el sentimiento de simpatía.

De cuantos filósofos escribieron en el siglo XVII ninguno como Shaftesbury se acercó tanto a las ideas morales del gran fundador del método inductivo, Francisco Bacon.

Examinaremos en detalle sus doctrinas y luego las de los pensadores escoceses que en los siglos XVII y XVIII desarrollaron —con gran amplitud de miras— sus pensamientos cardinales.

Shaftesbury (1671-1713) — Su filosofía moral se distingue, sobre todo, por una mayor integridad. Expresó sus ideas sobre el origen de la moral con más valentía y claridad que sus predecesores, a pesar de que tuvo también que hacer algunas concesiones a las doctrinas religiosas de su tiempo.

Shaftesbury se empeñó, ante todo, en probar que el sentimiento moral es fundamental en la naturaleza humana. Que no obedece a consideraciones sobre las consecuencias útiles o perjudiciales de nuestros actos. La moral tiene por base emociones e inclinaciones, cuyo origen reside en la constitución natural del hombre y de las cuales éste puede juzgar tan solo después de su manifestación. Entonces el hombre califica sus sentimientos o instintos de morales o inmorales.

Así, pues, la moral depende sólo de la razón en cuanto hay que comprender lo que es justo e injusto para formarse un juicio. Nada malo o antinatural, nada de lo que destruye las inclinaciones naturales que sirven para mantener la especie o la sociedad, puede ser considerado como bueno o respetable en virtud de un principio o concepto cualquiera de la Religión o del Honor (Sobre la virtud, libro I, parte 2, 3).

La Religión no tiene para Shaftesbury ningún significado en la determinación de los conceptos morales. En los hombres que han llegado a ser morales bajo la influencia de la Religión no se puede encontrar más veracidad, piedad o santidad que en los tigres aferrados a cadenas (libro II, parte 2a, 1).

En general, Shaftesbury se expresaba con gran libertad sobre la religión y el ateísmo.

Shaftesbury veía el origen de las ideas morales en los instintos sociales innatos comprobados por la razón. De ellos se han derivado las ideas de justicia y derecho (Equity and Right). Para que el hombre pueda merecer el calificativo de bueno o de virtuoso, sus inclinaciones, su intelecto, sus tendencias tienen que ser útiles al bien de la especie y de la sociedad a la cual pertenece (lib. II, part. 1o, pág. 17). Los intereses de la sociedad y los del individuo no solamente son idénticos, sino inseparables. El amor a la vida desarrollado hasta el extremo no corresponde a los intereses del individuo. Al contrario, le impide alcanzar la felicidad (ibid, pág. 144).

Al mismo tiempo se preocupó Shaftesbury, como lo hicieron más tarde John Stuart Mill y su escuela, de los principios utilitaristas y habló de la preferencia que hay que acordar a los placeres del espíritu sobre las satisfacciones físicas o sensuales (conclusión de la 2a parte del libro II, pág. 173). En el diálogo The Moralits, publicado en 1709, hacía burla del pretendido estado natural, en el cual, según Hobbes, los hombres están siempre en guerra.[100]

Es interesantísimo el detalle de que Shaftesbury, al repudiar la afirmación de Hobbes —Homo homini lupus— fue el primero en llamar la atención sobre la existencia de la ayuda mutua entre los animales. A los sabios —dice— les gusta hablar del estado imaginario de hostilidad entre los hombres. Pero decir homo hominis lupus es estúpido, puesto que los lobos se muestran muy afectuosos con los demás lobos. Entre ellos, el padre y la madre cuidan de sus pequeños y esta unión continúa entre los adultos: aúllan para convocar a los demás cuando van de caza, cuando quieren apoderarse de un botín o cuando han descubierto los restos de un animal muerto. Aun entre los cerdos existe la mutua atracción y defienden a sus semejantes en el peligro.

Así, pues, las vagas palabras de Bacon, Grocio y Spinoza sobre la ayuda mutua mutuam juventum, no fueron perdidas y gracias a Shaftesbury entraron en la Ética. Ahora sabemos, debido a las investigaciones fundamentales realizadas por los más eminentes zoólogos y los estudios sobre la vida de las tribus primitivas efectuadas durante el siglo XIX, hasta qué punto Shaftesbury tuvo razón. Sin embargo no son pocos por desgracia los naturalistas y etnólogos de gabinete que repiten la afirmación absurda de Hobbes.

Las ideas de Shaftesbury parecieron tan atrevidas en su época y tan cercanas se hallan de las nuestras que merecen la pena de que en ellas se fije nuestra atención más detenidamente. Según él, el hombre está guiado en sus actos por motivos de tres categorías sociales, egoístas y aquellos que, por su esencia misma, son antinaturales como el odio, la crueldad, las pasiones. La moral no es otra cosa que la relación justa entre las inclinaciones sociales y las egoístas. En general Shaftesbury insistía en la independencia de la moral respecto a la tradición y los motivos intelectuales, dado que su origen reside no en el razonamiento sino en la naturaleza del hombre y en sus inclinaciones elaboradas durante siglos. Finalmente, la moral es también independiente de sus propios fines, puesto que el hombre actúa guiado no por la utilidad externa de tal o cual acto, sino por la armonía interior, es decir por el sentimiento de satisfacción o de desengaño después del acto.

Shaftesbury, por lo tanto, proclamó con audacia, y así lo ha hecho notar Wundt, el origen independiente del sentido moral. Comprendió también que de esta fuente elemental tiene que surgir inevitablemente todo un sistema de leyes éticas. Y al mismo tiempo repudió resueltamente la tesis según la cual las ideas morales proceden de cálculos utilitarios sobre el provecho o el daño que puedan resultar de tales o cuales acciones. Para Shaftesbury todos los preceptos morales de las religiones tienen su fase fundamental en los instintos heredados.

En este punto la Filosofía naturalista difiere mucho de la de los pensadores franceses del siglo XVIII, incluso los enciclopedistas, los cuales prefirieron adoptar ante el problema moral los puntos de vista de Epicuro y de su escuela. Es interesante, de todos modos, subrayar el hecho de que esta diferencia se hacía notar ya entre los dos fundadores de las modernas escuelas filosóficas en Inglaterra y Francia, es decir entre Bacon y Descartes.

Darwin compartió el punto de vista de Shaftesbury y asimismo tendrán que adoptarlo inevitablemente cuantos psicólogos se coloquen en un punto de vista imparcial. En Shaftesbury tenemos también un predecesor de la obra de Guyau, La moral sin obligación ni sanción. A las mismas conclusiones llega la ciencia natural contemporánea; de modo que después de haber hecho la luz sobre la ayuda mutua entre los animales y entre los salvajes primitivos se puede decir que al hombre le es mucho más fácil volver a andar sobre cuatro patas que repudiar sus instintos morales, puesto que éstos se elaboraron ya en el mundo animal mucho antes de su propia aparición como hombre.[101]

Hutcheson (1694-1747) — Este pensador escocés, discípulo de Shaftesbury ha abogado con más fuerza que todos sus contemporáneos en favor del sentimiento moral natural. Shaftesbury no explicó suficientemente las causas que hacen triunfar las aspiraciones altruistas sobre las manifestaciones del egoísmo personal y en este sentido dejó una puerta abierta a la Religión. Hutcheson, aun cuando más creyente y más respetuoso para con la Religión que Shaftesbury, defendió con mayor tesón que los demás pensadores de su época la independencia de nuestras ideas morales.

Demostró en sus obras, sobre todo en su Philosophiae irioralis institutio compendiaria que lejos de estar guiados por la consideración de la utilidad o del perjuicio que puedan resultar de nuestras acciones, experimentamos una satisfacción intelectual después de un acto favorable al bien general y lo calificamos de moral antes de pensar en la utilidad o el perjuicio que de él se puede derivar. Por el contrario, nos encontramos sometidos al descontento intelectual después de los actos malvados. Hutcheson nota que así como la regularidad y la armonía de un edificio o de una sinfonía nos producen placer y nos molesta la ausencia de armonía en la arquitectura y en la música, un fenómeno análogo se produce en el terreno moral. La razón por sí misma no sería capaz de empujamos a un acto que conduce al bien común si no existiera previamente la inclinación hacia ese acto. Por esto deja Hutcheson a la razón un papel modesto en demasía. La razón, dice, tan sólo pone orden en nuestras impresiones y percepciones y su papel es puramente educativo. Nos proporciona la posibilidad de conocer los goces supremos, aquellos que mayor importancia tienen para nuestra felicidad. Por la razón —escribe— llegamos a comprender el orden del Universo y conocemos el espíritu que lo gobierna. Pero de ella emanan también aquellas diferencias en virtud de las cuales se puede decir de un concepto que es moral o inmoral. Gracias a estas divergencias los pueblos fijan una gran variedad de normas, usos y costumbres morales —y a veces inmorales— según el grado de su desenvolvimiento. Los actos vergonzosos que en diferentes épocas han sido llevados a cabo obedecieron a conceptos intelectuales falsos: el sentido moral sin el apoyo de la razón es incapaz de encontrar una solución a los problemas que ofrecen mayores complicaciones.

Sería a nuestro parecer más justo decir que el sentido moral está siempre en oposición con esos malos actos y que siempre han habido hombres aislados que se han sublevado contra los mismos. Pero faltó el sentido moral, la fuerza suficiente para impedirlos. Hay también que tener en cuenta hasta qué punto fueron causa de estos actos inmorales —y continúan siéndolo aún hoy— las religiones. Con mucha frecuencia empujaron ellas a los hombres al servilismo ante las autoridades, predicaron el odio contra los creyentes de otras religiones, cometieron las atrocidades de la Inquisición y exterminaron ciudades enteras.

Verdad es que Hutcheson apreciaba en las religiones las cualidades elevadas que éstas atribuyen a Dios. No cabe duda de que la Religión, igual que otras instituciones sociales, contribuye a la formación del ideal. Pero como ya lo han indicado varios escritores, la importancia principal de los factores de la moral social no radica en los ideales, sino en las costumbres cotidianas de la vida social.

Así, por ejemplo, los santos cristianos y budistas sirven indudablemente de modelos y en ciertos casos de estímulos de la vida moral. ¡Pero nosotros no somos santos! —dicen las gentes para justificar su conducta inmoral. Mas las instituciones y usos sociales ejercen mucha mayor influencia en la moral que en la Religión. El comunismo que existe entre varios pueblos primitivos mantiene mejor que la fe cristiana las costumbres de solidaridad. Cuando durante mis viajes a través de Siberia tuve ocasión de hablar con hombres que viven en estado salvaje, me resultó muchas veces difícil explicar cómo en nuestras ciudades cristianas tantos seres se mueren de hambre, mientras otros a su lado viven en la abundancia. Para los tungusos, aleutas y otras muchas tribus esto sería inconcebible.

El mérito principal de Hutcheson consistió en el empeño puesto para tratar de explicar cómo y por qué las aspiraciones altruistas triunfan siempre de las egoístas. Según él, cada vez que el sentido social vence al estrechamente individual, experimentamos una suerte de aprobación interior. Con esta afirmación Hutcheson libertaba a la Ética de la necesidad de reconocer la supremacía de la Religión y de las consideraciones sobre la utilidad o el perjuicio de tal o cual acto. El defecto principal de su doctrina hay que verlo en el hecho de que Hutcheson, como sus predecesores, no distinguió entre lo obligatorio y lo deseable en la moral, por lo cual no pudo comprender que en todos los conceptos y teorías morales lo obligatorio se funda en el reconocimiento del equilibrio entre la razón y el sentimiento.

Este defecto se nota aun, como veremos a continuación, en la mayoría de los pensadores contemporáneos.

David Hume (1711-1776) — Este profundo filósofo y pensador escocés desarrolló magníficamente en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XVIII, las ideas de Bacon y de Locke. Fue el espíritu más independiente de la época. Dio a la Filosofía moderna una base sólida y la extendió a todos los dominios del saber, como ya lo había deseado Bacon. Ejerció también una influencia muy profunda sobre todo el pensamiento posterior.

Comenzó Hume separando rigurosamente la Moral de la Religión y no atribuyendo a esta última —en oposición a la mayoría de sus predecesores ingleses y escoceses (salvo Shaftesbury)— ninguna importancia en la elaboración de las ideas morales. Era un escéptico, como Bayle, aun cuando haya hecho algunas concesiones.[102]

Desarrollando las ideas de Bacon y Bayle. Hume expuso que los hombres independientes se forman ideas morales propias. Pero la gente religiosa, dice, aun cuando tiene un concepto muy elevado del Ser Divino, busca sus favores no a consecuencia de una vida virtuosa y moral, sino más bien mediante el cumplimiento de ritos estúpidos y por la fe en diversos absurdos místicos.[103]

Según Hume, el Creador supremo, del cual hablaba con frecuencia, no tiene nada que ver con las ideas morales del hombre. Lo que mantiene la moral en la conciencia es su necesidad absoluta para la existencia misma de la sociedad.

La parte ética de la Filosofía de Hume presenta, naturalmente, sólo un caso particular de su teoría general sobre el origen de los conocimientos en el hombre.

Todas nuestras ideas —escribió— proceden de la experiencia, así como todos nuestros conceptos, que se forman de impresiones e ideas y que no son sino el producto de nuestra memoria, de la imaginación y del pensamiento. La base de todo conocimiento lo constituyen las ciencias naturales. En el conocimiento de las leyes del mundo físico avanzamos siempre por aproximaciones a la verdad.

En lo que concierne a la moral, Hume comienza analizando todas las divergencias entre las varias escuelas éticas para determinar si sus bases se encuentran en la razón o en el sentimiento, si la moralidad surge como consecuencia de una cadena de razonamientos o en forma inmediata del sentimiento y de un instinto interno y para fijar con seguridad si los elementos de la moral son iguales en todos los seres pensantes o si cambian con la evolución histórica de la humanidad.

Por lo general, creen los filósofos que la moralidad coincide con la razón, pero no por eso dejaron muchas veces de fundarla en una tendencia interna o en el sentimiento. Con todo, la mayoría de los pensadores contemporáneos se inclinan a deducir la moral de los principios abstractos de la razón. Hume, por el contrario, llegó a la conclusión de que nuestros conceptos morales están en último término determinados por un cierto sentido interior del cual la naturaleza ha dotado a todos los seres humanos. Pero para que este sentimiento sea eficaz tiene que apoyarse sobre meditaciones, conclusiones, análisis y, en último término, sobre la razón.[104] En otras palabras: nuestras ideas morales son un producto de nuestros sentimientos, de nuestra razón y de su desarrollo natural en las sociedades humanas.

El rasgo característico de todo acto que calificamos de moral es la aspiración al bien común. El deber moral consiste en dejarnos guiar por las fuerzas que conducen al bien general. Hume no negaba que en esta aspiración al bien común hay un deseo de bien personal. Pero comprendía también que es erróneo creer que el sentido moral obedece tan sólo a las aspiraciones egoístas, como lo hizo por ejemplo Hobbes. Además del deseo al bien personal, Hume veía también la fuente de la moral en la simpatía, en el concepto de justicia y en el sentimiento de benevolencia; pero concebía la justicia, no como la conciencia de algo obligatorio, sino más bien como una virtud, una especie de beneficencia. Además, junto con Shaftesbury, atribuía extrema importancia en la formación de la moral al sentimiento de armonía, al deseo de perfección, al desarrollo completo de la naturaleza humana y al sentido estético de la belleza, que conduce en conjunto a la evolución perfecta de la personalidad, pensamiento este que, como es sabido, desarrolló luego Guyau en forma admirable.

Hume consagró un estudio especial a la benevolencia. En nuestro idioma, decía, existen numerosas palabras para expresar este sentimiento, lo cual prueba cuan grande es la inclinación de los hombres a las relaciones mutuas de amistad. Analizando el concepto de la justicia, Hume ha hecho una observación interesante. Claro está, dice, que la justicia goza de la estima general por ser una cosa útil, pero esto no basta para explicar esa estima general, pues ella no solamente es una cosa útil, sino también indispensable. En una sociedad donde no faltara nada, y todo estuviera sin gran trabajo al alcance de cada uno, todas las virtudes sociales hubieran florecido sin que nadie hubiese pensado siquiera en mencionar esta virtud dudosa, llamada justicia. Aun en nuestros tiempos lo que existe en abundancia es propiedad común. Si nuestra razón, nuestra amistad y nuestra generosidad estuvieran fuertemente desarrolladas, la justicia no sería necesaria. Para qué he de obligar a otro con títulos y documentos cuando yo mismo sé que desea mi propio bien. En general se necesita tanto menos la justicia cuanto más sentimiento de benevolencia existe. Pero como quiera que la sociedad humana es tan sólo un medio, muy alejado del ideal, los hombres no pueden prescindir de la propiedad y por consiguiente la justicia es indispensable. Hume veía, pues, la idea de justicia tan sólo desde el punto de vista de la defensa de los derechos de propiedad, pero no en el más amplio sentido de igualdad de derechos en general. Las reglas de la justicia (equity, justice) —decía—, dependen de las condiciones de vida y tienen por origen las ventajas que la humanidad deriva de su cumplimiento. Hume no reconocía la edad de oro, ni siquiera concebía la existencia de una época durante la cual los hombres vivieron aislados. Si esto hubiera sido posible, dice Hume, no lo hubiera sido la elaboración de normas de vida y de ideas de justicia. El sentimiento de justicia, según nuestro autor, ha podido nacer de la meditación sobre las relaciones mutuas de los hombres de bien o del instinto natural del cual nos ha dotado la naturaleza para conseguir fines útiles. La primera suposición hay que repudiarla. La justicia es producto indispensable de la vida social. Sin ella la sociedad no podría existir. Es la fuente de una gran parte de nuestras buenas cualidades: de la beneficencia, de la amistad, del espíritu social y de otras muchas.

Hume atribuye un papel considerable en la elaboración de los usos e ideas morales al interés personal. Pero hay casos, decía, en los cuales el sentido moral persiste a pesar de que el interés personal no coincide con el social. Y después de haber citado una serie de ejemplos para probar esta tesis, Hume concluye: tenemos que renunciar a la teoría que atribuye todo sentido moral al egoísmo (Cap. V, pág. 281). Hay sentimientos que tienen su origen en el humanitarismo (Cap. IX). La fe en Dios, decía Hume, no puede ser fuente de la Ética puesto que la devoción religiosa no hace al hombre moral. Muchas personas religiosas, tal vez la mayoría, aspiran a merecer el favor divino no mediante la virtud y la vida moral, sino cumpliendo ritos religiosos o poniendo una fe ciega en los misterios.[105]

Oponiéndose a la concepción de Hobbes, según la cual los hombres en la antigüedad vivían en una lucha eterna de unos con otros, Hume no acababa de creer, sin embargo, que en la naturaleza humana residan sólo principios de bondad. Reconocía que el hombre está guiado en sus actos por el egoísmo. Pero, añadía, tampoco carece del sentido del deber para con los demás. El hombre —dice— al meditar con calma sobre sus actos experimenta el deseo de poseer tales o cuales inclinaciones y entonces nace en él el sentimiento del deber. En este punto Hume está de acuerdo con Spinoza. Pero negando decididamente que el juicio moral acerca de los actos humanos tenga un origen doble en el sentimiento y en la razón se inclina, en el curso de su obra, ora en favor de uno, ora en favor de otro, pronunciándose finalmente de un modo definitivo en favor del sentimiento. Igual que Shaftesbury y Hutcheson atribuye a la razón tan sólo la preparación de los juicios sobre los hechos pero el veredicto definitivo pertenece, según él, al sentimiento.[106]

Hume atribuía una gran importancia a la simpatía. Esta, decía, suaviza nuestras tendencias egoístas y a veces triunfa de ellas. Como es sabido, Adam Smith desarrolló más tarde este concepto atribuyéndole un papel decisivo en la formación de los principios morales. Por otra parte Hume no desconoció la importancia de la idea de justicia en la elaboración de dichos principios, pero no quería entrar en conflicto con las leyes existentes y especialmente con las de la Iglesia. Por ello colocó la justicia fuera de la Ética, considerándola como algo que se desarrolla independientemente en el marco de las instituciones del Estado. En esto Hume seguía las huellas de Hobbes, el cual colocó fuera de la Ética al Derecho, es decir, la legislación, la arbitrariedad o mejor aun el interés de las clases dominantes.

En general Hume no ha dado de las ideas morales una explicación clara, ni ha creado una nueva teoría ética. Pero estudió cuidadosamente y a veces con brillo el problema de las inclinaciones humanas en sus variadísimos aspectos, repudiando las explicaciones corrientes. Además, atribuía tan poca importancia a la influencia de la Religión, al egoísmo y al utilitarismo que por ello mismo los pensadores que le siguieron se vieron inclinados a fijar su atención sobre estos puntos. Hume preparó el terreno para la explicación científico-natural de la moral y al mismo tiempo para la explicación contraria, la irracionalista o kantiana.

Su influjo en el campo de la Ética se verá más claro en las consideraciones posteriores.

Adam Smith (1723-1790). — Uno de los más notables continuadores ingleses de Hume fue Adam Smith. Su obra Teoría de los sentimientos morales, publicada en 1759 alcanzó, durante el siglo XVIII, diez ediciones. Más tarde, Adam Smith se hizo célebre como autor de un importante estudio sobre economía política. Con frecuencia queda olvidada la obra que realizó en el campo de la Ética. Sin embargo el valor de la misma es considerable. Smith explicó la moral como una de las particularidades de la naturaleza humana y de ningún modo como un don sobrenatural.

Smith veía en la simpatía la fuerza principal para el desarrollo de la moral, es decir, en un sentimiento que es propio del hombre como ser social. Al aprobar o desaprobar un acto cualquiera está el hombre guiado, no por la idea de la utilidad o del perjuicio social, como afirmaban los utilitaristas, sino que nos fijamos únicamente en la repercusión de estos actos sobre nosotros mismos.

Nace en nosotros, en una palabra, el acuerdo o desacuerdo entre nuestros sentimientos y aquellos que causaron esos actos. Al contemplar el sufrimiento ajeno podemos experimentarlo en nosotros mismos y esto es lo que se llama compasión o simpatía. Y aun a veces acudimos en socorro del que sufre. Lo mismo sucede al contemplar la alegría ajena, ante la cual experimentamos un sentimiento agradable. En una palabra, experimentamos un disgusto al ver que se trata mal a alguien y al contrarío estamos satisfechos al contemplar que se le hace un bien.

Tal es nuestra naturaleza. Obedece al desarrollo de la vida social, pero de ningún modo a consideraciones sobre la utilidad o el perjuicio que de tal o cual acto puedan derivarse, como afirmaban los utilitaristas y Hume con ellos. Sentimos sencillamente lo que sienten los que nos rodean y así poco a poco se va formando nuestra moral.[107]

Así, pues, Adam Smith repudió el origen sobrenatural de la moral. Demostró al mismo tiempo cómo las ideas morales pudieron desarrollarse fuera de las consideraciones de orden utilitario y de la intuición divina. No se contentó con la indicación general sobre el origen de los sentimientos morales, sino que al contrarío dedicó la mayor parte de su trabajo a estudiar cómo ha podido desarrollarse tal o cual idea determinada, siempre basándose en la simpatía como punto de apoyo para sus razonamientos. Como conclusión de su estudio hace notar el hecho de que todas las religiones se han visto en sus comienzos obligadas a respetar y proteger los usos y costumbres útiles.

Parece lógico que Smith, al llegar a este punto, reconociera como base de la moral no solamente el sentimiento de simpatía, sino también cierta particularidad de nuestra inteligencia, puesta de manifiesto en la aspiración a la justicia, es decir al reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los miembros de la sociedad. Pero no es así, porque sí bien reconoció la participación del sentimiento y de la razón en la formación de las ideas morales, no estableció entre ambos ninguna línea divisoria. Es además muy posible que el concepto de la igualdad de derechos fuese desconocido por Smith, ya que éste escribió mucho antes de que estallara la Revolución francesa. Concebía Smith la justicia tan sólo en el sentido jurídico; como compensación al ofendido y castigo del ofensor. Smith atribuye la indignación que experimentamos al ver que se ofende al bien, al deseo que sentimos de que esta falta sea expiada y un tal deseo lo consideraba como una de las bases de la vida social. Consideraba, además, como punibles todos aquellos actos debidos a motivos indignos. Pero no escribió una sola palabra sobre la igualdad de derechos entre los hombres y ha hablado sólo de la justicia en tanto que ésta emana de los tribunales, pero sin prestar atención a un concepto de justicia más elevado.[108] No se preocupó de la injusticia social, de clase, que en los tribunales encuentra precisamente su apoyo.

En general las páginas que Smith ha dedicado a la justicia producen la impresión de algo inacabado. Ante ellas es imposible determinar la parte que asignaba Smith al sentimiento y la que asignaba a la razón en la formación de la Ética. Pero no cabe duda de que negó a ésta todo origen misterioso y sobrenatural, viendo sólo en ella el producto de la lenta evolución del instinto social, basado no en consideraciones utilitarias, en las ventajas o perjuicios que de tales o cuales rasgos del carácter pueden derivarse, sino en la simpatía y compasión que provocan los sufrimientos y goces de nuestros semejantes.

Smith dedicó uno de sus más bellos capítulos al estudio de cómo se desarrolla en el hombre la conciencia moral, este espectador imparcial que existe dentro de nosotros. Y paralelamente a ese estudio se fijó además en el amor que siente el hombre para lo moralmente bello. Sus ejemplos están sacados de la vida real y a veces de la literatura clásica y son en extremo interesantes. Desgraciadamente no se fijó en las relaciones del hombre con el medio social, a pesar de que en su tiempo estos problemas conmovían ya a las gentes y se estaba incubando el movimiento en favor de la justicia social.[109]

Como habrá visto el lector, Smith creía que nuestra simpatía hacia ciertos actos y nuestra antipatía hacia otros se explica tan sólo por la aplicación mental de estos actos a nosotros mismos y por el hecho de colocarnos también mentalmente en el lugar de los que sufren o de los que gozan. Al admitir tal traslación de uno mismo al lugar de otra persona que sufre la injusticia, parece lógico que Smith admitiera también que en la mente de la persona que se substituye a otra hubiera de nacer la idea del reconocimiento de la igualdad de derechos, puesto que ambas reaccionan de igual modo ante la injusticia. Pero Smith no lo hizo así. No introdujo en la simpatía elemento alguno de justicia ni de equidad. Tampoco señaló la continuidad de la evolución del sentido moral en el hombre. Desde luego que no se le puede achacar el desconocimiento de la evolución zoológica del tipo humano, que recién en el siglo XIX se llegó a poseer. Pero tampoco tuvo en cuenta las lecciones de bondad que el hombre primitivo pudo sacar de la naturaleza, es decir de la vida de los animales y de la vida social de aquellos tiempos, a la cual pensadores como Hugo Grocio y Spinoza habían ya aludido. Hay que llenar esta laguna y decir que la simpatía, factor muy importante en la evolución de la moral, es propia no solamente al hombre sino también a la enorme mayoría de los seres vivos. Constituye un hecho fundamental de la naturaleza que encontramos entre los animales y pájaros que viven en sociedad. Los más fuertes entre cada clase de animales se encargan de rechazar a los enemigos comunes. Los pájaros de una especie ayudan a los pequeños de otra cuando caen de un nido y este hecho encantó a Goethe al serle contado por Eckermann.

Smith se preocupó principalmente de demostrar que merced a la misma naturaleza del hombre, la moral debía desarrollarse con carácter necesario. En este sentido fue un pensador naturalista. Después de haber señalado las aspiraciones que pueden empujar al hombre a actos inmorales hizo notar que en nuestra naturaleza hay un correctivo que refrena este impulso: el hombre observa la conducta de los demás y elabora con esta observación ciertas reglas que le sirven para ver lo que es lícito y lo que no lo es. La acumulación de ellas produce la educación social y la determinación exacta de las reglas generales de la moral. (Libro III, Cap. 4º). Pero inmediatamente después Smith afirmó que esas reglas pueden justamente ser consideradas como leyes divinas (Prólogo del Cap. 5º). El respeto hacia estas reglas —decía— es lo que calificamos de sentimiento del deber, sentimiento de enorme importancia porque constituye la única regla que puede guiar a la humanidad en la realización de la mayor parte de sus actos. Y no cabe duda —añadía—, que estas reglas nos han sido dadas para guiarnos en esta vida (Libro III, Cap. 5º).

Estas observaciones de Smith demuestran hasta qué punto pagó tributo a su época y también hasta qué punto un pensador inteligente y audaz en alto grado encuentra difícil hallar la solución del problema moral cuando no cuida de observar el fenómeno de la evolución progresiva de las formas sociales.

Smith no se contentó con esta explicación del origen de la moral, sino que se dedicó al análisis de los varios hechos de la vida para determinar en qué consiste la conducta moral. En esto sus ideas coincidieron con las de los estoicos, griegos y romanos, sobre todo con Séneca y Epicteto. Viendo en la simpatía un sentimiento decisivo y rector en la elaboración de la moral, dio una importancia muy relativa a la razón en las cuestiones que se refieren a la justicia y a la igualdad de derechos. No cabe poner en duda la belleza de las observaciones que Smith ha hecho sobre la justicia.[110] Pero en ninguna parte de su obra dio a la justicia la importancia fundamental que tiene en la elaboración de los conceptos morales. En este punto sus ideas estaban de acuerdo con las de los estoicos, sobre todo con las de Epicteto y Marco Aurelio.

En general Smith colocó a la Ética en el terreno de la realidad e indicó cómo los sentimientos morales habían ido desarrollándose a base de la simpatía que siente el hombre por sus semejantes, cómo esta simpatía ha producido la educación social y la elaboración de normas generales de conducta, y cómo más tarde fueron mantenidas estas normas por acuerdo común entre los hombres. Con tales doctrinas Smith abrió indudablemente el campo a la idea que considera la moral como un producto de la vida social, lentamente desarrollado desde los tiempos primitivos. Esa vida sigue desenvolviéndose aun ahora en el mismo sentido sin necesidad de autoridad exterior alguna. En otras palabras: las ideas de Smith abrieron el camino a la Filosofía moral del siglo XIX.

Resumiendo todo lo expuesto hasta ahora, puede decirse que en todas las doctrinas morales nacidas y desarrolladas en los siglos XVII y XVIII, doctrinas que trataron de dar a la moral una explicación científico-natural, se nota la influencia de la filosofía epicúrea. Casi todos los representantes principales de la Filosofía, sobre todo en el siglo XVIII, han sido discípulos de Epicuro. Y aun cuando en las doctrinas éticas modernas se distinguen dos tendencias, están éstas unidas por la idea, común a ambas, de rechazar toda explicación religiosa o metafísica de la moral y por el empeño puesto en explicar la moral como un fenómeno natural y en no aceptar lazos de ninguna especie entre ella y la Religión.

Pero una de estas escuelas filosóficas, reconociendo con Epicuro que el hombre aspira ante todo a su felicidad personal, afirmó sin embargo, que la máxima felicidad reside, no en la utilización de nuestros semejantes para la satisfacción de nuestros intereses personales, sino en la convivencia amistosa con los que nos rodean. Los representantes de la otra escuela, empero, acaudillados por Hobbes, continuaron considerando la moral como algo impuesto al hombre por la fuerza, pero en vez de atribuir esta fuerza a la divinidad la atribuyeron al Estado, ese Leviathan que inspira miedo y gracias a ello cultiva la moral en el género humano.

Así, pues, los partidarios de esta escuela substituyeron un mito por otro. Pero hay que reconocer que en aquel tiempo la substitución de la Iglesia por el Estado, entendido como un edificio basado sobre el contrato social tuvo mucha importancia, sobre todo para los fines políticos. La Iglesia pretendía tener su origen en la voluntad divina y se llamaba a sí misma representante de Dios en la Tierra. En cuanto al Estado, a pesar de que estuvo desde época muy lejana bajo la protección de la Iglesia, los pensadores más avanzados del siglo XVIII le atribuyeron un origen terrenal, puesto que nació según ellos a raíz de un contrato social. Y no cabe duda que este concepto ha prestado un gran servicio a la lucha, entablada a fines del siglo XVII, contra el poder autocrático de la monarquía de origen divino.

La división de los pensadores que daban de la moral una explicación científico-natural se hace notar por todas partes durante los siglos XVII y XVIII y se va haciendo cada vez más evidente y profunda. Mientras unos empiezan a comprender que el desenvolvimiento normal de la sociabilidad es una característica propia del hombre, otros ven en ella la aspiración justamente concebida a la felicidad personal. Y de acuerdo a estas dos tendencias son también las conclusiones muy diferentes entre sí. Los segundos siguen creyendo, como Hobbes, que el hombre es malo por naturaleza y por esta razón ven la salvación en un poder central rigurosamente organizado que suavice la hostilidad mutua y continua entre los hombres. Los primeros, en cambio, opinaron que tan sólo una amplia libertad y la posibilidad de establecer acuerdos entre los hombres, puede servir de base a un régimen social que tenga por fundamento la satisfacción justa de todas las necesidades.

Estas dos doctrinas con sus derivaciones, así como la que sigue atribuyendo a la moral un origen religioso, han perdurado hasta nuestros días. Pero desde que la teoría de la evolución, es decir del desarrollo progresivo de las creencias, costumbres e instituciones, se conquistó por fin un puesto en la ciencia, la primera de aquellas tendencias, la que quiere fundar la vida sobre la libertad, empieza a prevalecer sobre la otra.

En los capítulos siguientes seguiremos estudiando la evolución de estas doctrinas del pensamiento ético en la Filosofía moderna.

Capítulo XI. La filosofía moral de Kant y sus sucesores alemanes

Evolución de las doctrinas morales en Alemania. —Kant.— La voluntad y el imperativo categórico en Kant. —La Metafísica de las costumbres. —Fichte. —Schelling. —Hegel. —Schleiermacher.

Como ya hemos señalado, las doctrinas de los pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XVIII, como Helvecio, Montesquieu y Rousseau, así como también los enciclopedistas Diderot, D' Alembert y Holbach ocupan un puesto muy importante en la historia de la ciencia moral. Su negación audaz del origen religioso de la moral, su afirmación de la igualdad, por lo menos política, y la importancia decisiva que dichos pensadores atribuyeron al interés personal, entendido razonablemente en la creación de las formas sociales de la vida, todo ello tuvo una importancia tan considerable en la elaboración de las ideas morales que contribuyó a que se propalara en la sociedad la idea de que la moral puede estar completamente emancipada de toda sanción religiosa.

Sin embargo, el terror de la Revolución francesa y la perturbación provocada por la abolición de los derechos feudales después de las guerras que siguieron a la revolución empujaron a muchos pensadores a tratar de sentar las bases de la Ética, una vez más, en principios sobrenaturales más o menos disfrazados. La reacción política y social fue seguida en la Filosofía por el renacimiento de la Metafísica. Empezó este renacimiento en Alemania, donde a fines del siglo XVIII aparecieron las obras del más considerable de los filósofos alemanes, Emmanuel Kant (1724-1804). Su doctrina viene a quedar colocada entre la Filosofía especulativa de los antiguos y la científico-natural del siglo XIX. Vamos a analizar brevemente las ideas morales de Kant.[111]

Kant se propuso crear una Ética racional, es decir una teoría moral fundamentalmente distinta de la Ética empírica cultivada en el siglo XVIII por la mayoría de los pensadores ingleses y franceses.

El objetivo que perseguía no era nuevo: casi todos los pensadores anteriores procuraron determinar las bases racionales de la moral. Pero Kant creyó descubrir las leyes fundamentales de la moral, no mediante el estudio de la naturaleza humana y la observación de la vida y de los actos humanos, sino por medio del pensamiento abstracto. Esta característica le distinguió de los filósofos franceses e ingleses de los siglos XVII y XVIII.

Kant llegó al convencimiento de que la base de la moral reside en la conciencia del deber. Esta conciencia no obedece a consideraciones de utilidad personal o social ni al sentimiento de simpatía o de benevolencia, sino que constituye una particularidad de la razón humana. Según Kant, la razón humana es capaz de crear dos clases de reglas de conducta: unas son condicionales y facultativas, otras incondicionales. Por ejemplo: quien quiera tener buena salud ha de moderarse. Esta es una regla condicional El hombre que no quiere llevar una vida moderada, poco interés puede tener por su salud. Reglas semejantes no son obligatorias. A ellas pertenecen todas las reglas de conducta basadas en el interés y que por lo tanto no pueden constituir la base de la moral. Los postulados morales tienen que tener un carácter de mandamientos incondicionales, es decir, han de estar basados sobre el imperativo categórico. Este imperativo categórico representa la conciencia del deber.

De la misma manera que los axiomas de las Matemáticas no proceden de la experiencia (así opinaba Kant), la conciencia del deber lleva en sí el carácter de una ley natural y es propia del entendimiento de todo ser que piensa racionalmente. Es una cualidad de la razón pura. No importa que el hombre jamás obedezca en absoluto al imperativo categórico. Lo que importa es que el hombre haya llegado al reconocimiento de este imperativo no recurriendo a la observación o a sus sentimientos, sino descubriéndolo en sí mismo y reconociéndolo como ley suprema de su conducta.

¿En qué puede consistir el deber moral? Según su naturaleza misma, el deber es lo que tiene un valor absoluto y por lo tanto no puede ser sólo un medio para la consecución de otro fin, sino que es la finalidad en sí misma. Ahora bien: ¿qué es lo que para el hombre puede tener valor absoluto y por lo tanto constituir una finalidad?

Según Kant, lo único que tiene en el mundo y aun fuera de él una importancia absoluta es la voluntad libre y racional. Todo lo demás tiene en el mundo, según Kant, un valor relativo. Tan sólo la personalidad racional y libre tiene en sí un valor absoluto. Así, pues, la voluntad libre y racional constituye el objeto del deber moral. Debes ser libre y racional, tal es el mandato de la conciencia moral.

Después de haberla establecido, Kant deduce de ella la primera fórmula de la conducta moral: Obra de tal modo que emplees la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio. Pues todos los hombres, iguales a nosotros, están dotados de una voluntad libre y racional y no pueden, por lo tanto, servirnos jamás como medio. Según Kant, el ideal al cual aspira la moral es una comunidad de hombres libres y racionales en la cual cada individuo constituya una finalidad para todos los demás. Basándose en esta idea, Kant definió así la ley moral: Obra de tal modo que puedas siempre querer que la máxima de tu acción sea una ley universal; o en otra fórmula: Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por su voluntad, en ley universal de la naturaleza.

El pequeño ensayo en que Kant formula estas ideas (la Fundamentación de la metafísica de las costumbres) está escrito en un estilo sencillo y vigoroso apelando a los mejores instintos humanos. Nada tiene, pues, de raro que la doctrina de Kant ejerciera, sobre todo en Alemania, una enorme influencia. En oposición a las doctrinas eudemonistas y utilitaristas que predicaban la moral porque proporciona al hombre la felicidad (según los eudemonistas) o el provecho (según los utilitaristas), Kant afirmó que el hombre ha de ser moral en la vida porque así lo exige nuestra razón. Decía, por ejemplo, debes respetar tu propia libertad y la de los demás no solamente cuando esperas sacar de ella un placer o un provecho, sino siempre y en todas las circunstancias porque la libertad es un bien absoluto y por sí sola constituye una finalidad: todo lo demás no es más que un medio. En otras palabras, la personalidad humana ha de ser objeto de una estima absoluta y en esto según Kant reside la base de la moral y del derecho.

La Ética de Kant ha de satisfacer indudablemente a los que dudan del carácter obligatorio de los preceptos de la Iglesia y del Evangelio y que al mismo tiempo no se deciden a adoptar el punto de vista de la ciencia natural; la Ética de Kant encuentra partidarios entre las gentes cultas que se complacen en creer que el hombre cumple sobre la Tierra el mandamiento de una voluntad suprema, en una palabra, entre los que ven en esa doctrina la expresión de sus propias creencias vagas y nebulosas.

Es indudable que la Ética de Kant alcanza una gran elevación. Pero ella nos deja en absoluta ignorancia sobre el más importante de los problemas morales, es decir: el origen del sentimiento del deber. Decir que el hombre experimenta en sí el sentimiento elevado del deber moral al cual se cree obligado a obedecer no resuelve la cuestión: esta afirmación es análoga a la de Hutcheson, el cual aseguraba que el sentimiento moral que guía al hombre en su conducta está profundamente anclado en la naturaleza humana. La razón, según Kant, nos impone la ley moral. La razón, independientemente de la experiencia y de la observación de la naturaleza. Pero después de haber tratado de probar esta idea con gran calor, hubo de reconocer Kant, una vez publicada la Crítica de la Razón Práctica, que la fuente del amor a lo moral no puede residir en el hombre y se inclinó a atribuirle un origen divino.

Esta regresión a la Ética teológica obedeció tal vez a la decepción provocada en Kant por la Revolución francesa. Sea de ello lo que fuere, he aquí sus propias palabras: Hay sin embargo en nuestra alma algo que provoca nuestra admiración y entusiasmo y ello es nuestra capacidad moral innata. ¿Pero en qué reside esta capacidad que nos eleva tan por encima de nuestras necesidades habituales? Su origen misterioso, tal vez divino, levanta nuestro espíritu hasta el entusiasmo y nos da fuerzas para todos los sacrificios que reclame el sentimiento del deber.[112]

Por lo tanto, después de haber negado la importancia y casi la existencia misma en el hombre del sentimiento de simpatía y del instinto de sociabilidad, sobre los cuales habían basado sus doctrinas morales Hutcheson y Adam Smith, considerando sólo que la capacidad moral es uno de los atributos fundamentales de la razón, Kant no podía en verdad encontrar en la naturaleza nada capaz de señalarle el origen natural de la moral y por esto se vio obligado a admitir un origen divino para nuestro sentimiento del deber moral. Cierto es que Kant admitía que la conciencia de la ley moral es propia no sólo del hombre sino también de todos los seres racionales, pero como quiera que de esta designación excluía a los animales hay que suponer —como ya observó Schopenhauer— que aludía al mundo de los ángeles.

Kant contribuyó mucho, sin embargo, al aniquilamiento de la Ética religiosa tradicional y a preparar el terreno para una Ética nueva puramente científica. Puede decirse sin exageración que Kant ha abierto el camino para la Ética evolucionista contemporánea. Tampoco hay que olvidar su idea, muy justa, de que la moral no puede basarse en consideraciones de utilidad ni en la idea de felicidad, como habían tratado de hacerlo los utilitaristas y los eudemonistas. Al mismo tiempo afirmaba que el sentimiento de la simpatía no da una base suficiente para explicar la moral. En efecto, aun en los hombres que tienen muy desarrollado el sentimiento de la simpatía para con los demás, pueden darse a veces casos de contradicción con otras aspiraciones de la naturaleza humana. Y aun cuando puede admitirse que estas contradicciones sean solamente momentáneas, es indudable que cuando se producen, el hombre vacila entre la conciencia moral y sus aspiraciones de otra índole. ¿En qué consiste, pues, la condición que ayuda al hombre a resolver el problema moral? ¿Por qué la solución que nosotros calificamos de moral nos produce satisfacción y es aprobada por los demás? Este problema, que es el fundamental de la Ética, Kant no lo ha resuelto.

Tan sólo ha señalado Kant la lucha que existe en el interior del hombre entre lo que es moral y lo que no lo es y ha afirmado que el papel decisivo en esta lucha lo desempeña la razón y no el sentimiento. Pero entonces se plantea el problema siguiente: ¿por qué la razón toma tal resolución y no otra distinta? Kant ha excluido, y con mucha razón, del problema moral las consideraciones de utilidad. Por supuesto, las consideraciones sobre la utilidad de los actos morales han tenido para el género humano mucha importancia y han influido en la elaboración de nuestras ideas éticas; pero queda siempre algo que estas consideraciones no pueden explicar y este algo es, precisamente, lo que se trata de comprender. Tampoco bastan las consideraciones sobre la satisfacción que experimentamos después de realizar un acto moral, porque lo que se trata de explicar es el por qué de esta satisfacción, de la misma manera que al explicar el efecto que nos producen ciertas combinaciones de sonidos y acordes hay que estudiar el por qué unas combinaciones nos resultan más agradables que otras.

Así es que, aunque Kant no pudo contestar a las cuestiones fundamentales de toda Ética, preparó el camino para los que, como Darwin, siguiendo las indicaciones de Bacon, se fijaron en el instinto de sociabilidad propio a todos los animales que viven en común y vieron en este instinto, cada día más y más desarrollado, la cualidad fundamental del hombre. De este modo Kant ayudó a la creación de una nueva Ética realista.

Mucho podría decirse sobre la Filosofía moral de Kant, pero me contentaré con formular algunas observaciones finales.

En su Fundamentos de la Metafísica de las costumbres obra principal sobre la Ética, Kant reconoció honradamente que no sabemos porque nos sentimos obligados a actuar según la ley moral: ¿De dónde procede el carácter obligatorio de la ley moral?... Es una especie de círculo que, al parecer, no tiene salida. Nos consideramos libres y al mismo tiempo estamos sometidos a las leyes morales, atribuyendo esta sumisión a nuestra libre voluntad. Kant procuró aclarar este pretendido error del pensamiento con una explicación que muestra a las claras la base de toda su Filosofía del conocimiento. La razón —decía— está no sólo por encima del sentimiento, sino también del entendimiento, puesto que contiene algo más que lo que nos proporcionan los sentidos. La razón se manifiesta en una espontaneidad tan pura, en lo que califico de Ideas, que va mucho más allá del límite de lo que pueden proporcionarle los sentidos; su función principal consiste en establecer la distinción entre el mundo de los sentidos y el del entendimiento, señalando con ello los límites de este último. Al concebirnos como seres libres nos trasladamos al mundo del entendimiento y reconocemos la autonomía de la voluntad, por su consecuencia, la moral; mientras que al considerarnos obligados, nos observamos como perteneciendo simultáneamente al mundo de los sentidos y al del entendimiento. La libertad de la voluntad, según Kant, no es otra cosa por lo tanto que una Idea de la razón.[113]

Claro está que Kant, al hacer estas afirmaciones, se basa en su imperativo categórico que es la ley fundamental de la pura razón moral y por lo tanto una forma indispensable de nuestro pensamiento. Pero no pudo explicar de dónde y merced a cuáles causas nació en nuestra razón esta forma de pensamiento precisamente. Nosotros podemos ahora, según creo, afirmar que esta forma emana de la idea de justicia, es decir del reconocimiento de la igualdad de derechos para todos.

Se ha escrito mucho sobre la esencia de la ley moral kantiana. Lo que constituye el mayor obstáculo para que la fórmula de esa ley sea reconocida por todos es su afirmación de que la solución moral debe ser tal que pueda ser aceptada como base de la legislación universal. ¿Pero esta solución por quién debe ser reconocida? ¿Por la razón de un solo hombre o por la sociedad? Si lo es por la sociedad entonces para la apreciación común de un acto determinado es preciso que este acto sea útil al bien común y en este caso llegamos a las teorías de la utilidad (utilitarismo) o de la felicidad (eudemonismo) que tan resueltamente rechazó Kant. Si se trata del reconocimiento de dicha solución por la razón de cada hombre aislado y no como consecuencia de la utilidad de tal o cual acto, sino porque lo impone la razón, hay que reconocer que en la razón humana debe existir algún elemento que Kant, por desgracia, no ha señalado. Este algo existe en efecto y para concebirlo no era necesario pasar por toda la Metafísica kantiana. Estuvieron muy cerca de la concepción de este algo los materialistas franceses, así como los pensadores ingleses y escoceses y esta particularidad de la razón es, como ya he dicho varias veces, la idea de la justicia, es decir de la igualdad de derechos. No existe, en efecto ni puede existir otra idea capaz de convertirse en regla universal para la apreciación de todos los actos humanos. Más aun: su validez no está reconocida solamente por los seres pensantes —o por los ángeles, a los cuales aludía quizás Kant— sino también por muchos animales sociales; y es imposible explicar esta facultad de la razón sin tener en cuenta el desarrollo progresivo o sea la evolución del hombre y del mundo animal en general. En efecto, no cabe negar que la aspiración principal del hombre es la de llegar a la felicidad personal en el más amplio sentido de la palabra. En esto tienen razón los eudemonistas y utilitaristas. Pero tampoco cabe dudar de que el principio moral regulador se manifiesta, al mismo tiempo que en la aspiración a la felicidad, en los sentimientos de sociabilidad, de simpatía y de ayuda mutua que se observan no sólo entre los animales sino en el hombre y que se desarrollan continuamente con él.

La doctrina de Kant despertó la consciencia moral de la sociedad alemana y le ayudó a atravesar un período crítico. Pero Kant no analizó profundamente la base de la vida social alemana. Después del panteísmo de Goethe, la doctrina de Kant provocó un retroceso social y la vuelta a la explicación sobrenatural de la Ética; apartó a ésta del método que emplearon los pensadores franceses del siglo XVIII, método que consistía en buscar la explicación del principio fundamental de la moral en causas naturales y en la evolución progresiva.

En general, los admiradores contemporáneos de Kant harían bien en ahondar en la doctrina moral de su maestro. Sería por supuesto deseable que la regla de nuestra conducta pudiera convertirse en una ley general. ¿Pero ha descubierto Kant esta ley? Hemos visto ya que todas las doctrinas morales, incluso la de los eudemonistas y utilitaristas, veían la base de la conducta moral en el interés de la colectividad. Pero la cuestión reside en saber lo que puede calificarse de interés general y esto, que tanto había preocupado a Rousseau y a los demás pensadores franceses anteriores a la Revolución, así como a sus predecesores ingleses y escoceses, Kant no procuró en manera alguna tratar de resolverlo. Se contentó con alusiones a la voluntad divina y a la fe en la vida futura.

En cuanto a la segunda fórmula del imperativo categórico de Kant, obra de tal modo que emplees la Humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio, puede ser expresada en palabras mucho más sencillas: en las cuestiones que interesan a la sociedad, persigue no sólo tu interés personal sino el de toda la comunidad.

Este principio altruista, en el cual Kant creía reconocer el mérito principal de su Filosofía, es tan antiguo como la moral misma. En Grecia se sostuvieron alrededor de este principio vivas polémicas entre estoicos y epicúreos y luego, en el siglo XVII, entre Hobbes, Locke, Hume, etc. Además la fórmula de Kant es en sí misma falsa. El hombre es un ser verdaderamente moral, no cuando cumple la ley que cree divina, ni cuando actúa en su pensamiento un elemento egoísta de esperanza y miedo, como por ejemplo los elementos que entran en la vida de ultratumba, sino tan sólo cuando sus actos morales se han convertido para él en una segunda naturaleza.

Como ha dicho Paulsen en su Sistema de Ética, Kant profesó respeto por las masas populares, entre las cuales se encuentran, con más frecuencia que entre las gentes cultas, personas dotadas de un fuerte y sano sentido del deber. Pero no llegó al reconocimiento de la igualdad de derechos de las masas con las demás clases de la sociedad. No se fijó en que al hablar con tanta elocuencia del sentimiento del deber no proclamaba, sin embargo, los principios que habían proclamado ya Rousseau y los enciclopedistas, que la Revolución había escrito en su bandera, en una palabra, la igualdad de derechos. No se atrevió, porque le faltó valor lógico. Apreciaba las ideas de Rousseau en sus consecuencias secundarias, pero no en su esencia fundamental, es decir en el llamamiento a la justicia. Al inclinarse, como lo hacía, ante el sentimiento del deber, Kant no se preocupaba de averiguar de dónde nace esta tendencia de la naturaleza humana y se contentaba con decir que se trata de una ley general. Finalmente, puso su Ética bajo la protección de un ser superior.

La corrupción de las costumbres al finalizar el siglo XVIII la atribuía Kant a la influencia nefasta de los filósofos franceses, ingleses y escoceses. Se empeñó en restablecer el respeto al deber desarrollado en el hombre, a su juicio, gracias a la Religión y con este empeño la Filosofía moral kantiana, so pretexto de utilidad social, contribuyó a retrasar el triunfo de la Filosofía de la evolución en Alemania. Sobre esto ya se han expresado elocuentemente una serie de críticos de la Filosofía kantiana como Wundt, Paulsen, Jodl y muchos otros.

El mérito inmortal de Kant, ha dicho Goethe, consistió en haber acabado con nuestra molicie. En efecto, su Ética inauguró un concepto más riguroso de la moral que acabó con el libertinaje que, si no era inspirado por la filosofía del siglo XVIII, por lo menos encontró en ella su justificación. Pero para el desarrollo subsiguiente de la moral y para la comprensión de la naturaleza de la misma, la doctrina de Kant no ha aportado nada nuevo. Al contrario, al dar a los filósofos una cierta satisfacción intelectual en su obra de descubrir filosóficamente la verdad, esta doctrina paralizó durante largo tiempo el desarrollo de la Ética en Alemania. En vano Schiller, gran conocedor de la antigua Grecia, insistió en afirmar que el hombre es verdaderamente moral, no cuando en él luchan el sentimiento y el deber, sino cuando la moral se convierte en su segunda naturaleza. En vano trató de probar que el desarrollo verdaderamente artístico (no por cierto el esteticismo contemporáneo) contribuye a la afirmación de la personalidad, que el arte y la belleza ayudan a elevarse hasta un nivel superior, por encima de los instintos bestiales y abriendo el camino al reino de la razón y al amor a la humanidad. Los filósofos alemanes que después de Kant estudiaron los problemas éticos siguieron el ejemplo de su maestro, vacilando entre el concepto teológico y el filosófico de la Ética. No abrieron nuevos caminos, no inspiraron al hombre la idea de servir a la humanidad, no supieron salirse del marco del régimen feudal de la época y mientras aparecía ya la doctrina utilitarista guiada por Bentham y Mill, así como la positivista con Augusto Comte a la cabeza, que más tarde condujo a la Ética científico-natural de Darwin y Spencer, la Ética alemana seguía alimentándose con las migajas del kantismo o divagando en las nieblas de la Metafísica, y volviendo a veces, más o menos francamente, a la Ética religiosa.

Sin embargo, si la Filosofía alemana de la primera mitad del siglo XIX, así como la sociedad de entonces, no se atrevió a romper con las tradiciones feudales, contribuyó evidentemente al renacimiento moral de Alemania, inspirando a las jóvenes generaciones ideales elevados. En este sentido se destacaron sobre todo Fichte, Schelling y Hegel.

Fichte merece que fijemos en él especialmente nuestra atención. No trataré de exponer su doctrina porque para ello sería preciso un lenguaje metafísico que sirve sólo para oscurecer las ideas. Mencionaré tan sólo una de las conclusiones de su teoría para demostrar que Fichte se acercó a ciertas ideas de la Ética racional científico-natural.

La Filosofía de la antigua Grecia aspiró a convertirse en guía de la vida. El mismo fin persiguió la Filosofía de Fichte. Exigía mucho de la moral. Repudiaba todas las finalidades egoístas. Quería que el hombre tuviera ideales claros y bien definidos, los cuales, según Fichte, habían de distinguirse por el dominio de la razón y la lucha contra la pasividad.

En otras palabras, según Fichte, puede decirse que la moral consiste en el triunfo de lo humano, del pensamiento sobre los factores externos. La conciencia moral no debe dejarse guiar nunca por una autoridad cualquiera. Quien al actuar invoca la autoridad de que dispone traiciona su conciencia moral. Es fácil comprender el efecto que estas palabras habían de producir en la juventud alemana de principios del siglo XIX.

Así pues Fichte volvió a la idea ya expresada en la antigua Grecia, a saber, que la fuente de las ideas morales reside en una cualidad innata de la razón humana y que para ser moral el hombre no necesita de la inspiración del cielo ni del miedo al castigo en esta vida o en la vida futura. Esto no impidió, sin embargo, que Fichte llegara a la conclusión de que sin la revelación divina es imposible toda Filosofía.

Krause fue todavía mucho más allá. Para él la Filosofía y la Teología eran una misma cosa. Baader construyó un sistema filosófico sobre los dogmas de la Iglesia Católica. Schelling llegó directamente al Teísmo, a la fe en un Dios personal. Su ideal fue Platón, su Dios, el dios humano, cuya revelación ha de subsistir a toda Filosofía. A pesar de esto los teólogos alemanes atacaron con violencia a Schelling, dándose cuenta de que ese no era el Dios cristiano, sino más bien el Dios de la naturaleza. Vieron además con celos la influencia de Schelling sobre la juventud.[114]

Hegel (1790-1831) — No dedicó este filósofo ninguna obra especial a la Ética, sino que trató de los problemas morales en su Filosofía del Derecho.[115] Las bases del Derecho y de la doctrina moral son para Hegel una misma cosa y este es un rasgo característico de la mentalidad alemana de la época.

Al examinar la ley moral de Kant, Hegel repudió el concepto según el cual las reglas de conducta individual se justifican cuando pueden servir de base para un ley común. Para cada acto, según Hegel, puede encontrarse una tal justificación y aun proclamarla obligatoria. En efecto no solamente los salvajes elevan a la categoría de deber ciertos actos que repugnan a nuestra conciencia, como el asesinato de niños y la venganza sangrienta, sino que en las sociedades cultas encontramos también cosas inmorales elevadas a ley común, como la pena de muerte, la explotación del trabajo, la desigualdad de clases, etc.

Sin que ello afecte el respeto que Kant nos merece, todos los que se preocupan de los problemas morales han sentido que en la base de los mismos, y de todos ellos, debe residir una regla general. No en balde los pensadores, desde la época de la antigua Grecia, buscan una fórmula general que sintetice los juicios y sentimientos que encontramos en nuestras ideas morales.

Hegel sintió también esa necesidad y buscó para la moral el apoyo de las instituciones de la familia, de la propiedad y sobre todo del Estado. Merced a estas tres influencias, el hombre se acostumbra tanto a la moral que ésta deja de ser para él una fuerza coercitiva: el hombre ve en ella la manifestación de su propia voluntad libre. Las ideas morales que se forman de este modo no son naturalmente inmutables. Primero se incorporan en la familia, luego en el Estado y aun dentro de éste siguen sufriendo variaciones, de tal modo que en el desenvolvimiento progresivo de la humanidad van elaborándose formas de moral más elevadas y con más claridad se afirman los derechos de la personalidad humana a un desarrollo autónomo. La moral primitiva de un pastor tiene igual valor que la moral de un hombre culto. La moral cambia en cada Estado y su evolución es continua en todo el mundo.

En su concepto de la evolución de las normas morales, Hegel estuvo sin duda de acuerdo con los filósofos franceses de fines del siglo XVIII, que sentaron las bases de la teoría evolucionista. Fue el primer pensador alemán, fuera de Goethe, que construyó su sistema filosófico sobre la idea de la evolución, que él formuló con su célebre trilogía: tesis, antítesis y síntesis. En oposición a Kant, Hegel enseñó que la razón absoluta no es una verdad inmutable, sino que, al contrario, se encuentra en continuo movimiento. Esta razón universal se manifiesta en la humanidad y su expresión es el Estado. En la Filosofía de Hegel la personalidad está por completo absorbida por el Estado, al cual el hombre tiene que obedecer. El individuo es tan sólo un instrumento en manos del Estado y por lo tanto es un medio y de ningún modo un fin para el Estado. El Estado dirigido por la aristocracia intelectual toma en las obras de Hegel la forma de una institución sobrehumana, casi divina.

Naturalmente, este concepto de la sociedad excluye la idea de que la justicia, o sea la igualdad de derechos, pueda ser reconocida como base de los juicios morales. Y, claro está, esta idea conduce a la vuelta de la Religión y en particular de la ideología católica, que ha sido, como se sabe, uno de los principales factores en el levantamiento del Estado moderno. Hegel, por lo tanto, abrió al espíritu humano el camino de la actividad creadora, no en el campo de la vida social, sino en el del arte, de la religión y de la filosofía.

Según la justa observación de Eucken, poseemos en la filosofía hegeliana un sistema rigurosamente acabado, construido según las leyes de la Lógica, pero en el cual juega al mismo tiempo un gran papel la intuición.

La Filosofía de Hegel ha ejercido una gran influencia, no solamente en Alemania, sino en todos los países, sobre todo en Rusia. Pero su influencia fue debida principalmente no a sus construcciones lógicas, sino al fuerte sentimiento vital que se nota en sus escritos. Gracias a ello, la Filosofía hegeliana despertó a los espíritus y produjo un sentimiento revolucionario, aunque al mismo tiempo constituyó una reconciliación de la filosofía con la realidad, tendiendo a la aceptación de todo lo que existe, puesto que según Hegel todo lo que existe es racional. Había en Hegel algunos principios progresistas, lo que permitió a los hegelianos de la izquierda servirse de ellos para justificar sus ideas revolucionarias. Pero la izquierda hegeliana tropezó con el carácter indeciso de la doctrina de Hegel y con su inclinación ante la autoridad del Estado que no admitía crítica de ninguna especie.

Schleiermacher (1768-1834). — Este filósofo, contemporáneo de Hegel, sentó su Filosofía, imbuida como la de Fichte de Metafísica, sobre una base no solamente religiosa, sino teológica. No añadió nada a lo que ya había sido dicho antes por sus predecesores. Diré tan sólo que Schleiermacher atribuía a los actos morales un carácter triple. Aceptaba la idea de Locke y de los eudemonistas de que el hombre encuentra en un acto moral su bien superior. Recogía del cristianismo lo que tiene el acto moral de virtud y de deber para con Dios. Y finalmente admitía la idea de Kant, según la cual el principio moral reside en el sentimiento del deber. Schleiermacher considera estas tres motivaciones del acto moral como inseparables. En el lugar de la justicia, que constituye la ley fundamental de la moral, Schleiermacher puso al amor cristiano.

En general la Filosofía moral de Schleiermacher constituye una tentativa de un teólogo protestante para conciliar la Teología con la Filosofía. Después de haber indicado que el hombre siente su unión con la vida de la naturaleza y de desear que el hombre estreche más y más sus lazos con ella, Schleiermacher da a esta unión un sentido religioso. Olvida, como justamente ha dicho Jodl, que dentro de esta unión con la naturaleza se forman también cadenas pesadas que sujetan al espíritu a lo bajo y mezquino.

Capítulo XII. Teorías morales de la primera mitad del siglo XIX

Doctrinas morales de los pensadores ingleses de la época. —Mackintosh y Stewart. —Bentham. —John Stuart Mill. —Schopenhauer. —Víctor Cousin y Jouffroy. —Augusto Comte y el positivismo.— El culto de la Humanidad. —La moral del positivismo. —Littré. —Feuerbach.

Tres tendencias nuevas se manifestaron en la Ética durante el siglo XIX:

  1. El positivismo, elaborado por el filósofo francés Augusto Comte, que encontró en Alemania un representante de talento en la persona del filósofo Feuerbach.

  2. El evolucionismo, es decir la doctrina del desarrollo gradual de todos los seres vivos, de las instituciones sociales y creencias e incluso de las ideas morales del hombre, creada por Carlos Darwin y elaborada en detalle por Herbert Spericer en su Filosofía sintética.

  3. El socialismo, es decir la doctrina de la igualdad política y social de los hombres, que tuvo su origen en la gran Revolución francesa y en las ideas posteriormente formadas bajo la influencia del rápido desarrollo de la industria y del capitalismo en Europa. Estas tres doctrinas ejercieron una considerable influencia sobre el desarrollo de la moral en el siglo XIX. Sin embargo, no existe todavía hoy un sistema ético completo fundado en las tres a la vez. Algunos filósofos contemporáneos como Spencer, Guyau y en parte Wundt, Paulsen, Hoffding. Gizycki y Eucken, trataron de crear un sistema de Ética sobre las bases del positivismo y del evolucionismo, pero todos ellos, en mayor o en menor grado, ignoraron el socialismo. Y sin embargo, en el socialismo reside una gran doctrina moral y no puede hoy en día existir ningún sistema ético que no se encuentre en contacto con esta doctrina, expresión de las aspiraciones de las masas trabajadoras a la justicia social y a la igualdad de derechos.

Antes de exponer las ideas morales de los principales representantes de las tres tendencias mencionadas, trataremos de resumir brevemente las doctrinas morales de los pensadores ingleses de la primera mitad del siglo XIX.

Mackintosh (1765-1832) — Este filósofo escocés fue el precursor del positivismo en Inglaterra. Profesó opiniones radicales y fue un partidario entusiasta de la gran Revolución francesa. Expuso su doctrina ética en el libro Historia de la Filosofía moral, en el cual ha sistematizado las teorías sobre el origen de la Ética de Shaftesbury, Hutcheson, David Hume y Adam Smith. Lo mismo que estos pensadores, Mackintosh admitía que los actos morales emanan del sentimiento y no de la razón. Los fenómenos morales, decía, son en cierto modo sentimientos, una mezcla integrada por la simpatía y la antipatía, por la aprobación y por la censura. Todos estos sentimientos se reúnen y forman algo general, una capacidad particular de nuestra psiquis, a la cual cabe dar el nombre de conciencia moral.

Nos damos cuenta de que depende de nuestra voluntad el actuar de acuerdo con nuestra conciencia o en oposición a ella, y cuando actuamos contra la conciencia moral achacamos la culpa a nuestra mala o débil voluntad.

Así, pues, Mackintosh redujo toda la moral a los límites del sentimiento y repudió toda intervención de la razón en la formación de la ética individual. Según él, el sentimiento moral es algo innato y propio de la naturaleza humana como tal y de ningún modo fruto de la educación.

Este sentido moral, tiene para Mackintosh carácter imperativo. Exige por cierto el trato de los hombres entre sí porque solamente en la sociedad humana nos damos cuenta de que nuestros sentimientos morales están dentro de los límites de nuestra voluntad.

Los varios motivos o impulsos morales del hombre van uniéndose poco a poco y forman un conjunto y de la unión de los grupos de sentimientos que no tienen entre sí nada de común, por ejemplo del egoísmo y de la simpatía hacia los demás, surge el carácter del hombre.

Tal es, según Mackintosh, el origen de la moral y tal el criterio que sirve de guía en la vida. Pero estas bases éticas, prosigue nuestro autor, son tan benéficas para el hombre, unen a cada uno de nosotros tan estrechamente con el bienestar de toda la comunidad, que inevitablemente han tenido que desarrollarse en el seno de la sociedad.

En este respecto Mackintosh se colocó en el punto de vista de los utilitaristas. Insistió sobre todo en que no hay que confundir, como generalmente se hace, el criterio, es decir la base del impulso moral, con lo que nos empuja personalmente a actuar en tal o cual sentido. Estos dos impulsos pertenecen a dos órdenes distintos y hay que hacer una distinción entre ellos. Importa saber ante todo cuales actos aprobamos o dejamos de aprobar desde el punto de vista moral. Esta distinción constituye nuestro criterio, nuestra apreciación moral. Pero también nos importa saber donde radica el origen de nuestra aprobación o reprobación: sí en un acto inmediato del sentimiento o en consideraciones posteriores fundadas en la razón. En fin, importa saber, en el caso de que nuestra aprobación o condena tenga su origen en el sentimiento, en qué consiste éste, si en un rasgo elemental de nuestra naturaleza o un instinto que va elaborándose lentamente bajo la influencia de la razón.

Según ha observado justamente Jodl, las afirmaciones de Mackintosh son en cierta medida lo más claro y preciso que se haya dicho hasta ahora sobre las bases metódicas de la teoría de los principios morales. En efecto, a base de esta interpretación resulta claro que, aun cuando en nuestro sentido moral existe algo innato, esto no impide a la razón calificar tales o cuales actos desarrollados por la educación social de útiles para el bien común.

Por mi parte añadiré que la sociabilidad e, inseparablemente de ella, la ayuda mutua, propias de la enorme mayoría de las especies animales y con más razón aun propias del hombre, han sido desde los principios de la existencia del ser humano la fuente de tales sentimientos morales. La consolidación del sentimiento de sociabilidad ha sido facilitada por la conciencia y la comprensión de la vida social, es decir por la actividad de la razón. A medida que ha ido desenvolviéndose y complicándose la vida social, la razón ha adquirido una mayor influencia sobre el carácter moral del hombre.

No cabe duda tampoco que debido a la ruda lucha por la existencia y al fortalecimiento de los instintos de bandidaje, que a veces se da en ciertos pueblos y tribus, el sentido moral puede debilitarse y pudiera incluso llegar a desaparecer por completo, si en la naturaleza misma del hombre y de la mayoría de los animales más perfectos no existiera una capacidad particular, una cierta tendencia del pensamiento que mantiene y fortalece el instinto de la sociabilidad y la influencia del mismo. Esta tendencia es, a mi entender, la idea de justicia que al fin y al cabo no es otra cosa que el reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los miembros de la sociedad humana. A esta característica de nuestro pensamiento, que encontramos ya entre los hombres primitivos y en cierta medida entre los animales sociales, debemos el hecho de que nuestros conceptos morales lleguen a adquirir, a veces inconscientemente, una fuerza imperativa. Más tarde, al exponer las ideas éticas de Guyau, me ocuparé detenidamente de estudiar el concepto de magnanimidad, que llega a veces hasta el sacrificio.

No voy a detenerme en la Filosofía inglesa de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Constituye una reacción contra la Revolución francesa y la filosofía de los enciclopedistas, así como contra las ideas atrevidas expresadas por Godwin en su libro sobre la Justicia Política. Este libro contiene la exposición completa y sincera de lo que más tarde ha sido propagado con el nombre de anarquismo.[116]

En general, los pensadores ingleses de este período trataron de probar la insuficiencia del pensamiento para la explicación de la moral. Así Stewart demostró que no bastan ni los afectos reflexivos de Shaftesbury, ni la conciencia moral de Butler para explicar la moralidad. Se negó a reconocer, lo mismo que Hume, que de los solos juicios de la razón puedan nacer en nosotros los conceptos del bien y de la belleza y al mismo tiempo trató de mostrar hasta qué punto los impulsos morales están apartados de los sentimientos inmediatos.

Aun cuando, según lo que antecede, parece natural que Stewart se inclinara a favor de la idea de justicia, es de notar el hecho de que apenas se refiere a ella y que su obra queda por lo tanto privada de una conclusión definitiva.

Jeremías Bentham, contemporáneo de Mackintosh y de Stewart, fue quien formuló en la Ética inglesa nuevas ideas.

Bentham (1748-1832) —No puede decirse que Bentham fuera un filósofo en el sentido estricto de la palabra. Fue un abogado. Rechazó el Derecho oficial y la práctica legislativa como normas de la moral, por creer que estas actividades han sido durante miles de años un instrumento de opresión, y trató de encontrar otros principios más profundos y estrictamente científicos que, pudiendo servir de fundamento al Derecho, satisfagan a la razón y a la conciencia.

Según Bentham, el derecho y la moral son una misma cosa y no en balde tituló su obra Introducción a los principios de la moral y de la jurisprudencia.

De acuerdo en esto con Helvecio, Bentham vio el principio fundamental de toda Ética en la máxima felicidad de la mayoría de los hombres. En este punto estuvo también de acuerdo con Hobbes. Pero Bentham y sus secuaces, Stuart Mill entre otros, dedujeron de tal principio conclusiones totalmente diversas.

El reaccionario Hobbes, bajo la influencia de la revolución de 1648, creyó que tan solo un poder superior puede proporcionar a los hombres la máxima felicidad, mientras que Bentham, un filantropista, según él mismo se llamaba, llegó al reconocimiento de la igualdad. Aun cuando rechazara la doctrina socialista de Owen, reconoció, sin embargo, que la igualdad de la riqueza es capaz de ayudar a los hombres a alcanzar la mayor felicidad para el mayor número, a condición, sin embargo, de evitar los actos revolucionarios. En el terreno de la legislación afirmó que cuanto menor es el número de las leyes, tanto mejor es el resultado. Las leyes —decía— reducen tan sólo el campo de acción humana y por lo tanto constituyen un mal.

Bentham sometió el régimen social de su época a una crítica severa. Al acercarse, sin embargo, a las ideas socialistas y aun anarquistas no se atrevió a ir hasta la conclusión lógica de sus puntos de vista; se preocupó tan sólo de determinar cuáles eran los goces más fuertes, duraderos y productivos. Habiendo observado que los conceptos de la felicidad son muy distintos y que los hombres no siempre se dan cuenta exacta de lo que es el bien común, Bentham se empeñó en determinarlos. La aspiración a la felicidad, decía, es la aspiración al placer, al goce personal, y, como Epicuro, se empeñó en averiguar cuáles goces son capaces de proporcionamos la mayor felicidad posible, no pasajera, sino permanente, aunque esta felicidad vaya unida al sufrimiento. Para ello inventó una especie de escala de goces con los más profundos e intensos —que son los que pueden durar toda la vida— en la parte superior, seguidos en descenso por los más inmediatos y fáciles de realizar.

La intensidad del goce, su duración, su seguridad, su proximidad; he aquí las cuatro medidas que Bentham estableció para su Aritmética de los Placeres. Añadió también la fecundidad, o sea la capacidad para producir nuevos placeres y la transmitibilidad, o sea la capacidad de provocar el goce no sólo en sí mismo, sino en los demás. Paralelamente a esta escala de placeres, Bentham estableció también una escala de sufrimientos.

Para explicar los orígenes del sentido moral no se contentó Bentham con las teorías antiguas que explicaban la Ética por un sentido innato o por la inspiración sobrenatural, por la simpatía y antipatía, etc. La palabra virtud, en nombre de la cual se han cometido tantos horrores, le inspiraba indignación.

Todas estas ideas son ampliamente desarrolladas en su obra Deontología de la ciencia de la moral, redactada después de su muerte por su amigo Bowring.[117]

Es preciso sentar la moral sobre otras bases, decía Bentham. El deber de los pensadores consiste en demostrar que un acto virtuoso constituye un buen cálculo, un sacrificio provisorio que proporciona más tarde un gran placer. Un acto inmoral, por el contrario, es el producto de un cálculo falso. Así se habían expresado ya Epicuro y muchos de sus partidarios, como por ejemplo Mandeville, el autor de la famosa Fábula de las abejas. Pero, como ha señalado Guyau en su obra La moral inglesa contemporánea, Bentham introdujo en el epicureísmo una corrección muy importante: la virtud no es solamente un cálculo, decía, contiene también un elemento de esfuerzo, es la expresión de una cierta lucha interior, porque el hombre virtuoso sacrifica el placer inmediato a otro más lejano y más importante. Y Bentham insistió en la realidad de este sacrificio, porque se daba cuenta de que, sin esta corrección, la concepción ética de los utilitaristas se encerraba en un callejón sin salida. El mismo punto de vista defendió John Stuart Mill, que escribió en la época en que las doctrinas comunistas de Owen, cuya concepción moral rechazaba asimismo todo origen sobrenatural, estaban muy difundidas en Inglaterra.

Este criterio del bien y del mal sirve, según Bentham, no solamente como base de apreciación moral de nuestros propios actos, sino también de base a toda la legislación. Pero, además de estas consideraciones, hay que tener en cuenta una serie de hechos que influyen considerablemente sobre la moral y sobre el concepto de lo deseable en los individuos y en las sociedades de las distintas épocas: el nivel intelectual del hombre, su religión, su temperamento, el estado de su salud, su educación, su posición social y también el régimen político. Todos estos elementos contribuyen a modificar las ideas morales y Bentham los analizó cuidadosamente. Aun cuando apreció la belleza moral del sacrificio, no nos dice, sin embargo, dónde, cuándo y por qué el instinto triunfa sobre las cálculos impasibles de la razón, ni qué lazo existe entre la razón y el instinto. Por esto su Ética no es completa y nada tiene de extraño que muchos pensadores, no satisfechos con ella, buscaran otro punto de apoyo para sus aspiraciones morales, ora en la religión, ora en la Ética kantiana con su idea del sentimiento del deber.

Por otro lado, no cabe duda que la crítica de Bentham aspiró a despertar en los hombres la fuerza creadora capaz de proporcionarles no solamente la felicidad personal, sino también la comprensión de los problemas sociales y las aspiraciones más elevadas. Aspiró, además, este pensador a que el Derecho y la legislación se inspiren no en los conceptos banales de la felicidad humana, realizables bajo un poder fuerte, sino en consideraciones superiores, y es por eso concebible que, a pesar de la frialdad de su punto de partida aritmético, la doctrina de Bentham haya ejercido una influencia beneficiosa sobre la mayoría de sus contemporáneos y que los filósofos que conocen a fondo su doctrina, como por ejemplo Guyau, lo consideraran como el verdadero fundador de toda la escuela utilitarista inglesa, a la cual, en cierta medida, perteneció también Spencer.

Sus partidarios —entre los cuales se destacaban James Mill y su hijo John Stuart Mill (1806-1873)— se impusieron la obligación de desarrollar la teoría de Bentham. El pequeño libro de John Stuart Mill titulado El Utilitarismo, constituye la mejor exposición de las doctrinas utilitaristas de la Ética.[118]

Este libro de Stuart Mill constituye un aporte considerable a la ciencia de la Ética y da una estructura lógica a la concepción utilitaria. Se nota en él, lo mismo que en las obras económicas de su autor, que Mill está penetrado por la idea de reconstruir la sociedad sobre nuevas bases éticas.

Para ello no necesita ni de una explicación religiosa de la moral, ni tampoco de la legislación derivada de la razón pura de Kant; construyó toda la ciencia ética sobre un solo principio fundamental: la aspiración de la máxima felicidad justamente concebida. De esta misma manera había ya concebido el origen de la moral Hume; pero Mill, como era natural en un pensador de mitad del siglo XIX, señaló también la evolución continua de las ideas morales que se opera en la vida social. La moral, decía, no es innata; es un producto de la evolución.

Hay en el hombre, según Mill, tendencias morales, pero hay también tendencias perversas; hay hombres dispuestos a trabajar por el bien común, pero hay otros que no se preocupan de él. Muy distintos son los conceptos del bien y del mal desde el punto de vista del individuo y desde el de toda la sociedad. Toda sociedad humana tiene interés en que, en la lucha entre las varias concepciones y tendencias sociales, triunfen los elementos del bien, o, sirviéndose del lenguaje de Comte, que los elementos altruistas triunfen sobre los egoístas. En otras palabras, en la vida social se efectúa una síntesis entre las aspiraciones que proceden del sentimiento del deber y las que proceden del principio de máxima felicidad (eudemonismo) o de la mayor utilidad (utilitarismo).

La moral, afirmaba Mill, es un producto de la influencia mutua entre la organización psíquica e intelectual del hombre y la sociedad. Esta idea abre un amplio camino para la realización de ideales elevados en el campo social. Desde este punto de vista la moral constituye la suma de exigencias que la sociedad impone a sus miembros en interés del propio bienestar de todos. Los intereses del desarrollo subsiguiente de la sociedad y del bien de la misma son distintamente concebidos por los varios partidos; existen siempre conflictos entre los que buscan algo mejor para el porvenir y los que prefieren mantenerse dentro de las normas sociales antiguas y el único criterio para situarse en uno u otro punto de vista es el bien de la humanidad y su perfección.

Por estas pocas líneas se puede ver la importancia considerable que atribuyó Mill al principio de utilidad. A consecuencia de ello se debe la gran influencia que ejerció en las ideas de sus contemporáneos, tanto más cuanto que sus obras están escritas en un lenguaje claro y sencillo.

Pero el principio de la justicia, señalado ya por Hume, no fue tomado en consideración por Mill. Nuestro autor habla tan sólo de la justicia al final de su obra, cuando trata de encontrar un criterio para distinguir la validez de las conclusiones a que llegan las distintas tendencias que luchan entre sí por tener la prioridad en la evolución progresiva de la sociedad.

En cuanto al problema de saber hasta qué punto el utilitarismo puede servir de fundamento a la moral, lo examinaremos en la segunda parte de esta obra. Aquí tan sólo nos importa señalar el gran paso que la obra de Mill hizo dar a la Ética, puesto que en ella encontramos una aspiración evidente al fundarla sobre principios racionales, fuera de toda influencia, franca u oculta, de la Religión.

Antes de pasar a la exposición de la Ética del positivismo y del evolucionismo es necesario que nos detengamos algún tiempo en las doctrinas morales de algunos filósofos del siglo XIX que, aunque estuvieron adheridos a las escuelas metafísica y espiritualista ejercieron, sin embargo, una cierta influencia en la evolución de la Ética contemporánea. Los más conocidos de estos filósofos fueron: Schopenhauer en Alemania, Víctor Cousin y su discípulo Teodoro Jouffroy en Francia.

Schopenhauer (1788-1860) — Su doctrina ética es muy diversamente apreciada por los varios escritores que se han ocupado de ella y muy discutida es asimismo su obra en general. El pesimismo de Schopenhauer está inspirado no por el dolor humano, sino por el carácter egoísta del hombre.

Nuestro mundo es imperfecto, enseñaba Schopenhauer. Nuestra vida está llena de sufrimientos. La voluntad de vivir nos inspira deseos en la realización de los cuales encontramos obstáculos que, al querer vencerlos, nos hacen sufrir. Pero desde el momento que hemos vencido los obstáculos y que nuestro deseo está satisfecho experimentamos un descontento. Y como que el hombre es un miembro activo de la vida, es por lo tanto un mártir. El progreso no destruye el sufrimiento. Al contrario: a medida que la cultura va desarrollándose aumentan las necesidades y la imposibilidad de satisfacerlas causa al hombre nuevos sufrimientos y nuevos desengaños.

Junto con el desarrollo del progreso y de la cultura, el espíritu humano se hace cada vez más sensible para los sufrimientos y adquiere la capacidad de sentir no sólo sus propios dolores, sino también los de sus semejantes y aun los de los animales. De esta capacidad nace, según Schopenhauer, el sentimiento de compasión que es la base de la moral y la fuente de todos los actos éticos.

Schopenhauer se negó a ver en los actos que tienen por origen el egoísmo o la aspiración a la felicidad un principio moral, pero repudió también en absoluto el sentimiento del deber kantiano como base de la Ética. La moral empieza, según Schopenhauer, tan sólo cuando el hombre está guiado en sus actos por la compasión para con sus semejantes. La compasión, escribió Schopenhauer, es un sentimiento elemental propio al hombre y precisamente en él reside la base de todos los impulsos morales y no en motivos egoístas o en la conciencia del deber.

En el sentimiento de compasión veía Schopenhauer dos facetas. Hay casos en que el hombre se ve imposibilitado por algún motivo para hacer mal a sus semejantes. En otros casos el hombre interviene al ver que se hace sufrir a alguien. En el primero estamos en presencia de la simple justicia. En el segundo del sentimiento de amor al prójimo.

Esta distinción ha hecho dar a la Ética un paso adelante. Como ya señalé en el segundo capítulo de este libro, también los salvajes hacen esta distinción cuando dicen unas veces que algo se debe hacer y otras que es vergonzoso hacerlo o no hacerlo. Estoy seguro de que tal distinción será considerada en el porvenir como fundamental, puesto que concuerda con la evolución de nuestras ideas morales, cuyo desarrollo puede expresarse en la fórmula Sociabilidad-Justicia-Generosidad.

Desgraciadamente, Schopenhauer no dedujo de la compasión el reconocimiento de la igualdad de derechos, idea a la cual había llegado ya la Ética de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Identificando la justicia con la compasión, Schopenhauer redujo considerablemente la importancia de la primera, que es el elemento fundamental de la Ética. Confundió, además, lo justo con lo deseable y, como la mayoría de los escritores que se han ocupado de los problemas éticos, no distinguió suficientemente entre los dos impulsos, de los cuales uno dice: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti y el otro: da a tu semejante sin pensar en lo que recibieras por ello.

En vez de demostrar que en estos dos impulsos se manifiestan dos conceptos distintos de nuestras relaciones con los demás, Schopenhauer creyó que ambos se distinguen tan sólo por la fuerza de la influencia que ejercen sobre nuestra voluntad. En el primer caso el hombre permanece inactivo y no hace daño a sus semejantes, mientras que en el segundo actúa activamente empujado por el amor a los demás. Pero en realidad la distinción es mucho más profunda: inevitablemente hay que reconocer que el concepto fundamental de la moral es la justicia, en el sentido del reconocimiento de la igualdad de derechos. Luego, y como consecuencia de la justicia, se manifiesta la generosidad, que Guyau calificó admirablemente de derroche de la inteligencia, de la voluntad y de los sentimientos humanos para con los demás. Schopenhauer, naturalmente, no pudo prescindir por completo del sentimiento de la justicia, concebida en el sentido antes mencionado. Nuestra capacidad para sentir la compasión ante el sufrimiento de los demás, para contagiarnos de las alegrías y de los goces ajenos, sería, en efecto, incomprensible si el hombre no poseyera una capacidad consciente o inconsciente para identificarse con los demás. Esta capacidad resultaría imposible si cada uno se considerara distinto de los otros. Tan sólo a fuerza de reconocernos iguales a los demás puede explicarse por qué el hombre se arroja al agua para salvar a otro, aunque no sepa nadar, o bien por qué arriesga su vida recogiendo a los heridos en el campo de batalla.[119]

Pero, dejando aparte de que para Schopenhauer la vida es un mal y de que en el nivel inferior de la moral el egoísmo resulta muy fuerte, afirmó también nuestro autor que a medida que se desarrolla el sentimiento de compasión el hombre adquiere la capacidad de comprender y compartir los sufrimientos de los demás y por lo tanto de hacerse aun más desgraciado. Creyó que tan sólo el ascetismo, el alejamiento de la sociedad y la contemplación de la naturaleza pueden emanciparnos de las pasiones que nos producen dolor y que nos conducen por contraste al fin supremo de la moral, es decir a la supresión de la voluntad de vivir. Si el mundo pudiera conseguir la supresión de la voluntad de vivir, llegaría a un estado de reposo absoluto, al nirvana.

Esta filosofía pesimista es, naturalmente, la filosofía de la muerte y no de la vida y por lo tanto la moral del pesimismo no puede crear nada sano ni activo en la sociedad, y si me detengo, quizás excesivamente, en ella, es únicamente porque, al combatir Schopenhauer la Ética de Kant, sobre todo su teoría del deber, preparó en Alemania el terreno para que los pensadores y filósofos buscaran las bases de la moral en la misma naturaleza humana y en el desarrollo de la sociabilidad. Pero la obra de Schopenhauer, debido a sus particularidades individuales, fue incapaz de dar a la Ética una nueva dirección. En cuanto a su admirable estudio sobre la libertad de la voluntad y la importancia de ésta como factor de la vida social, volveremos a estudiarlo en la segunda parte de esta obra.

En Francia la época post–revolucionaria no produjo una filosofía pesimista análoga a la de Schopenhauer, pero en el período de la restauración borbónica y en tiempos de la Monarquía de Julio se produjo un florecimiento de la Filosofía espiritualista. Durante esta época las ideas progresistas de los enciclopedistas, de Voltaire, de Condorcet y de Montesquieu, tuvieron que ceder lugar a las teorías de Bonald, José de Maistre, Maine de Biran, Royer-Collard, Víctor Cousin y otros representantes de la reacción en el campo del pensamiento filosófico.

No nos detendremos en la exposición de estas doctrinas. Diremos tan sólo que las ideas morales expuestas por el más notable de los pensadores de este grupo, Víctor Cousin, son las del espiritualismo tradicional.

Tenemos también que señalar la tentativa del discípulo de Cousin, Teodoro Jouffroy, el cual se propuso llamar la atención sobre lo que yo he calificado de espíritu de sacrificio o de generosidad. Jouffroy no supo apreciar, sin embargo, la importancia que este elemento merece, pero de todos modos comprendió que lo que los hombres califican de espíritu de sacrificio es un elemento fundamental de la moral. Como todos sus antecesores, confundió este elemento de la moral con el conjunto de la Ética.[120] Hay que hacer constar, además, que la obra de toda esta escuela tiene un carácter vago e inconcluso.

El positivismo. —La segunda mitad del siglo XVIII se caracterizó, como ya hemos visto, por una crítica atrevida de las ideas científicas, filosóficas, políticas y éticas. Esta crítica no se limitó a un trabajo académico. En Francia las nuevas ideas fueron propagadas en la sociedad y en breve provocaron una revolución en las instituciones sociales y en toda la vida económica, intelectual y religiosa. Después de la revolución, durante la serie de guerras, que duraron con pequeños intervalos de paz hasta 1815, las ideas renovadoras, sobre todo en lo que concierne al problema de la igualdad de derechos, fueron propagadas a través de la Europa occidental y en parte de la Europa central, por las tropas republicanas primero y por las de Napoleón después. Pero los Derechos del hombre, que implantaron los franceses en los países conquistados, así cómo la declaración de la igualdad de todos los ciudadanos y la abolición de los últimos vestigios del feudalismo no pudieron mantenerse después de la restauración de los Borbones en el trono francés. Más aun, en toda Europa se inauguró una reacción intelectual y política. Austria, Rusia y Prusia concluyeron la Santa Alianza, cuyo fin consistía en mantener en Europa el régimen monárquico y feudal. Con todo, había ya comenzado para Europa una nueva era política, sobre todo en Francia, donde después de quince años de una reacción feroz las nuevas ideas se manifestaron en todos los campos: político, económico, científico, filosófico.

Como es de suponer, la reacción que se produjo contra la gran Revolución francesa, y que duró unos treinta años, consiguió paralizar en gran parte la influencia intelectual y filosófica del siglo XVIII y aun de la revolución misma. Pero con el primer viento de libertad que sopló sobre Europa, el movimiento de las ideas renació en Francia y en Inglaterra.

En los primeros treinta años del siglo XIX nació en Europa una nueva técnica: empezaron a construirse líneas férreas, apareció la navegación a vapor, que facilitó los grandes viajes transoceánicos, se construyeron grandes fábricas que trabajaron con máquinas perfeccionadas, etc. Gracias a los progresos de la química se creó una gran industria metalúrgica. Toda la vida económica se reorganizó. Nació el proletariado industrial, el cual empezó a formular sus reivindicaciones. Bajo la influencia de la realidad y de las doctrinas de los primeros fundadores del socialismo, —Fourier, Saint–Simon, Owen— en Francia e Inglaterra se abrió camino el movimiento obrero socialista. Al mismo tiempo se fundó una nueva ciencia enteramente basada en la experiencia y la observación y absolutamente libre de las hipótesis teológicas y metafísicas. Las bases de esta ciencia fueron establecidas a finales del siglo XVIII por Laplace en Astronomía, por Lavoisier en la Física y Química, por Buffon y Lamarck en la Zoología y Biología, por los fisiócratas y Condorcet en las ciencias sociales. Junto con el desarrollo de la nueva ciencia nació en Francia, alrededor de 1830, la nueva Filosofía conocida con el nombre de Positivismo. El fundador de ella fue Augusto Comte.

En Alemania la Filosofía de los discípulos de Kant, Fichte y Schelling, siguieron en las redes de la Metafísica semi-religiosa, en tanto que la doctrina positiva aspiraba sencillamente a justificar su nombre, como trató de hacerlo dos mil años antes Aristóteles. El fin de esta Filosofía fue basar sus conclusiones tan sólo en la experiencia y unir todos los conocimientos en un sistema integral de concepción del Universo.

Las doctrinas arriba mencionadas abrieron al hombre un mundo nuevo de fuerzas naturales siempre en acción. Asimismo ejercieron una gran influencia en el campo de la economía y de la historia, Saint-Simon y sus sucesores y de un modo particular el historiador Agustín Thierry y otros pensadores que supieron emanciparse de la tiranía de la metafísica.

Augusto Comte comprendió la necesidad de reunir todas las adquisiciones y las conquistas del pensamiento científico. Se propuso sistematizar todas las ciencias en un conjunto armonioso y mostrar la dependencia mutua y estrecha de todos los fenómenos de la naturaleza, su base común y las leyes generales de su desarrollo. Al mismo tiempo, Comte sentó las bases de nuevas ciencias como la Biología, la Antropología y la Sociología. Sometiendo la vida de todos los seres vivos a las mismas leyes, Comte señaló que para comprender la vida de las comunidades humanas primitivas es necesario comenzar investigando las sociedades animales. Al tratar de los conceptos morales del hombre Comte señaló además la importancia de los instintos sociales.

La esencia del positivismo está en el saber real que consiste, según Comté, en la previsión. Savoir c'est prévoir (Saber es preveer) y la previsión es necesaria para aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza, para acrecentar el bienestar de la humanidad. Del mundo de los sueños y de las concepciones fantásticas Comte invitó a los sabios a bajar a la Tierra, a ir hacia los hombres que sufren y aspiran a una vida mejor, que quieren conocer la naturaleza y utilizar sus fuerzas, que desean emancipar al hombre y hacer su trabajo más productivo. Al mismo tiempo aspiró a emancipar al hombre de las cadenas del temor religioso ante la naturaleza y sus fuerzas y quiso encontrar las bases de la vida de la personalidad libre dentro de la sociedad basada en un contrato libremente aceptado.

Todo lo que los enciclopedistas pudieron prever vagamente en la ciencia y en la filosofía, todo lo que para los hombres más eminentes de la Revolución francesa constituyó un ideal, lo que ya habían señalado Saint–Simon, Fourier y Owen y lo que habían soñado los más grandes espíritus de fines del siglo XVIII y principios del XIX, todo esto Comte trató de reunirlo, sistematizarlo y confirmarlo por medio de su Filosofía positiva, para que de ella pudieran elaborarse nuevas ciencias, un arte nuevo, una nueva concepción del mundo y una Ética nueva.

Es naturalmente una candidez creer qué un sistema filosófico, por mucha que sea su profundidad, sea capaz de crear nuevas ciencias, un nuevo arte y una nueva Ética. Toda filosofía no es más que una generalización, el resumen de un movimiento intelectual que abarca todos los ramos de la vida. La Filosofía puede servir tan sólo de inspiración para la ciencia y el arte. Un sistema legítimo de pensamiento, que generaliza todos los dominios del saber, da al mismo tiempo a cada uno de estos dominios una nueva dirección, fuerzas nuevas, un nuevo espíritu creador y con todo ello una nueva perfección.

Así ocurrió en efecto. La primera mitad del siglo XIX ha producido en la Filosofía el positivismo, en la ciencia la teoría evolucionista y toda una serie de magníficos descubrimientos —sobre todo durante los años de 1856 a 1862[121]— y por fin en la Sociología el socialismo así como la moral libre, no impuesta por el temor o por la fuerza sino procedente de la misma naturaleza humana.

Bajo la influencia de todas las conquistas de la ciencia se ha formado una comprensión más clara de los lazos que existen entre el hombre y los demás seres vivos.

La Filosofía positivista aspiró a reunir todos los resultados y conquistas de la ciencia. Lo que en las obras de Spinoza y Goethe no pasaron de ser chispas geniales encontró en ella una expresión más precisa.

Dicho está que dado su concepto de la Filosofía, Comte había de atribuir a la Ética una gran importancia. Pues deducía ésta no de la Psicología de individuos aislados, ni tampoco la consideraba como un tema para sermones morales —como ocurría aun en Alemania— sino como algo que emana naturalmente de toda la historia del desarrollo de las sociedades humanas. Basándose en los trabajos de Buffon y posteriormente de Cuvier, que confirmaban la teoría de Lamarck sobre la evolución progresiva de las especies animales inferiores en especies superiores —aunque Cuvier mismo, por motivos reaccionarios, rechazó esta opinión— Comte insistió en la necesidad de un estudio histórico en el campo de la Antropología —ciencia que se ocupa del hombre en su aspecto físico— y de la Ética, parangonando estos estudios con los de Anatomía comparada en los dominios de la Biología.

Comte concibió la Ética como una gran fuerza capaz de elevar al hombre por encima de los intereses cotidianos. Aspiró a sentar su sistema ético sobre una base positiva, estudiando su desarrollo desde el instinto de sociabilidad entre los animales hasta sus manifestaciones superiores. Y si al final de su vida, a causa de la decadencia de su vigor intelectual o bajo la influencia de Clotilde de Vaux, Comte como tantos otros pensadores, hizo concesiones a la Religión y llegó incluso a fundar su propia Iglesia, esto no quita nada a sus teorías, pues una tal actitud está en contradicción absoluta con las ideas expresadas en su obra fundamental: La filosofía positiva. La religión positiva fue un derivado sin importancia y así lo comprendieron sus mejores discípulos, como Littré y Wiruboff, así como sus partidarios en Inglaterra, Alemania y Rusia.[122]

Sus ideas capitales sobre los fundamentos de la Ética las dedujo Comte, según vemos en su Física Social, no de consideraciones abstractas, sino de los hechos de la historia social de la humanidad. Según él, las inclinaciones sociales del hombre pueden explicarse tan sólo por una capacidad innata, es decir por el instinto que le empuja a la vida en común. Este instinto lo denominó Comte altruismo y vio en él una particularidad fundamental de nuestra naturaleza. Fue además el primero en señalar que esta particularidad o inclinación innata existe también entre los animales.

Separar este instinto de la influencia de la razón es, según Comte, absolutamente imposible. Con la ayuda de la razón creamos de los sentimientos e inclinaciones innatas las ideas morales, de modo que la moral humana es al mismo tiempo innata y producto de la evolución. Al llegar el hombre a la vida, lleva ya en sí los principios de la moral. Pero la Ética completa tiene que ser desarrollada por la educación. Las inclinaciones morales existen también entre los animales sociales, pero la moral, en tanto que es un resultado del instinto, del sentimiento y de la razón, es propia únicamente del hombre. Las ideas morales han ido desarrollándose poco a poco y su evolución continúa y continuará en el porvenir. Esto explica la diferencia entre la moral de los distintos pueblos y las distintas épocas, lo que empuja a ciertos pensadores frívolos, que niegan la moral, a ver en estas diferencias algo condicional y a deducir de las mismas que la Ética carece de bases fijas en la naturaleza humana.

Al estudiar todas las modificaciones sufridas por las ideas morales es fácil, según Comte, convencerse de que siempre hay en ellas algo constante, que es precisamente la comprensión del bien ajeno que adquiere el hombre gracias al conocimiento de su propio interés. De modo que Comte reconoció en este punto el principio utilitarista, pero al mismo tiempo se daba perfecta cuenta de la importancia de las tres fuerzas poderosas que contribuyen a la elaboración de la moral: sentido de la sociabilidad, simpatía mutua y razón. Así pues, no repitió el error de los utilitaristas que atribuyeron al instinto y al interés personal una importancia dominante.

La moral, decía, como la misma naturaleza humana, y como todo lo que existe en la naturaleza, añadiremos por nuestra parte, es al mismo tiempo algo desarrollado ya y algo cuyo desarrollo sigue su curso. En el proceso de este desarrollo atribuyó Comte una gran importancia a la familia y a la sociedad. La familia, según él, contribuye a formar el elemento de la moral que deriva del sentimiento, mientras que la sociedad desarrolla en nosotros los elementos que derivan de la razón. Esta distinción, empero, no corresponde a la realidad, puesto que la educación en común de la juventud, sea la que se da en nuestros pensionados, sea la que reciben los salvajes de muchas tribus de las islas del Pacífico, desarrolla el instinto gregario, el sentimiento del honor, el sentido del honor colectivo, el sentimiento religioso, etc. Mucho más que la vida de familia.

Hay que señalar por fin otro rasgo de la Ética positiva. Comte insistió en la gran importancia que revestía la concepción del mundo propuesta por el positivismo, puesto que esta concepción inspira a los hombres la idea de la última relación que existe entre la vida de cada individuo y la de la sociedad entera. Por este motivo, decía, es preciso desarrollar en los hombres la comprensión de la vida del Universo así como la conciencia de que nuestros actos serán aprobados por la sociedad entera. No debemos ocultar nada, decía Comte. Toda mentira es una humillación para nuestro yo, el reconocimiento de nuestra inferioridad. He aquí la regla que proponía: vivre au grand jour, vivir en tal forma que no sea preciso ocultar nada.

Comte distinguía en la Ética tres elementos: su esencia, es decir sus principios fundamentales y su origen, su importancia para la sociedad y finalmente su evolución y el carácter de la misma. La Ética, decía, se forma sobre el terreno de la historia. Existe una evolución natural que es el progreso, el triunfo de las particularidades humanas, del hombre sobre el animal. La suprema ley moral consiste en que el hombre debe preferir sus deberes sociales a sus inclinaciones egoístas. De manera que según este autor la base de la Ética debe ser el interés del género humano, de la humanidad, de ese ser superior, del cual no somos más que una parte. La moral consiste en vivir por los otros, vivre pour autrui.

Tal es, en pocas palabras, la Ética de Comte. Muerto éste, sus ideas fueron desarrolladas por sus discípulos, principalmente por Littré y Wiruboff, los cuales editaron desde 1867 a 1883 la revista Filosofía Positiva. El positivismo ha ejercido una intensa y beneficiosa influencia sobre el desarrollo de las ciencias. Puede afirmarse que hoy en día la totalidad de los hombres de ciencia se colocan en un terreno positivista. En Inglaterra la Filosofía de Spencer, con la cual están de acuerdo la mayoría de los naturalistas, es la filosofía positiva, aunque Spencer haya subrayado con frecuencia, frente a ciertas cuestiones, su desacuerdo con Comte.

En Alemania, Ludwig Feuerbach (1804-1872), se acercó mucho a la Filosofía de Comte. Estuvo sometido durante un cierto tiempo a la influencia de Hegel y llegó a la filosofía positiva después de haber criticado en forma penetrante y atrevida los sistemas filosóficos idealistas de Kant, Schelling y Hegel. Expuso sus ideas primeramente en forma de aforismos en dos artículos publicados en 1842 y 1843. Tan sólo unos quince años más tarde dio a publicidad sus pensamientos sobre la moral. En 1866 publicó la obra titulada Divinidad, Libertad e Inmortalidad desde el punto de vista antropológico y en ella dedicó una sección especial al libre albedrío. Luego escribió una serie de artículos sobre la Filosofía moral pero, según Jodl, todos estos estudios distan mucho de ser acabados. Las obras de Feuerbach, escritas en un lenguaje ameno, al alcance de todos, ejercieron una influencia beneficiosa sobre el pensamiento alemán.

Es lo cierto, sin embargo, que Feuerbach no supo evitar ciertas contradicciones. Aspiró a sentar su Filosofía moral sobre la realidad de la vida y abogó por el eudemonismo. Pero al mismo tiempo elogió la Ética de Kant y de Fichte que fueron, como hemos visto, encarnizados adversarios de los eudemonistas ingleses y escoceses y que buscaron la explicación de la moral en una inspiración religiosa.

El éxito de la Filosofía de Feuerbach se debe a las inclinaciones realistas de los espíritus que se hicieron notar en la segunda mitad del siglo XIX. La Metafísica de Kant, así como las ideas religiosas de Fichte y de Schelling no pudieron dominar los espíritus en una época durante la cual trabajaban Darwin, Joule, Faraday, Helmotholtz, Claude Bernard, etc., en la ciencia y Augusto Comte en la filosofía. El positivismo, o como prefieren llamarlo los alemanes, el realismo, fue la conclusión natural de los éxitos de la ciencia, producida por la acumulación de datos científicos llevada acabo durante medio siglo. Jodl señala una particularidad de la Filosofía de Feuerbach en la cual ve el secreto del éxito de la tendencia realista en Alemania. Se trata de la concepción purificada y ahondada de la voluntad y de sus manifestaciones, opuesta a la concepción abstracta y pedantesca de la moral en la escuela idealista.

Esta última trataba de explicar las más elevadas manifestaciones de la voluntad por una causa teórica. La ruptura con una tendencia tal, efectuada por Schopenhauer y Beneke y asegurada por Feuerbach, hizo época en la Ética alemana.

Si toda Ética —decía Feuerbach— tiene por objeto el estudio de la voluntad humana, hay que afirmar que no hay voluntad sin impulso y que este impulso es la aspiración a la felicidad. Todo deseo humano es una manifestación del deseo de la felicidad: Yo quiero, significa quiero no sufrir, quiero no ser aniquilado, sino que quiero conservarme y prosperar... La moral que no tiene por objeto la felicidad —afirmaba Feuerbach— es una palabra vacía de sentido.

Esta interpretación de la moral causó en Alemania, como es de suponer, una impresión profunda. Pero Jodl ha hecho observar que las ideas de Feuerbach no son del todo originales puesto que, como él mismo reconoció, sus maestros fueron Locke, Malebranche y Helvecio. En la Europa occidental esta interpretación de la moral no era nada nueva, pero en cambio constituía una novedad en Alemania. Feuerbach tiene además el mérito de haber expresado en formas de gran belleza las ideas de los eudemonistas.

En cuanto a la cuestión de saber de qué modo la aspiración egoísta del individuo a la felicidad se transforma a menudo en algo aparentemente contrario, a saber, en la actividad para el bien común, Feuerbach no da una solución satisfactoria. No cabe duda —dice— de que el principio de la moral es la felicidad, pero no la felicidad restringida a un individuo, sino la que comparten el yo, el tú o la colectividad entera. Esta fórmula no resuelve, sin embargo, la cuestión.

La tarea de la Ética consiste en encontrar la explicación de por qué el hombre es capaz de concebir el bien de los demás como si fuera el propio. ¿Es esta facultad un instinto innato o un producto de nuestra razón que se transforma luego en una costumbre? ¿O es un sentimiento inconsciente contra el cual, según afirman los individualistas, hay que luchar? Y en el caso de que exista esta facultad, ¿de dónde procede esa extraña coincidencia del deber con el derecho por la cual el hombre identifica su bien con el de los demás?

Desde la época de la antigua Grecia, la Ética procura contestar a estas preguntas y llega a soluciones variadísimas: la inspiración sobrenatural, el egoísmo, la sociabilidad, el temor ante el castigo en una vida futura, etc. Feuerbach no ha encontrado tampoco una solución nueva y satisfactoria.

Jodl, que trata a Feuerbach con toda simpatía, dice: Aquí hay indudablemente una falta en la exposición moral de Feuerbach. Falta la prueba expresa de que esta contradicción entre el yo y el tú —que puede ser considerada como la fuerza animadora de la evolución ética— no se refiere a dos individuos, sino que es en realidad la contradicción entre el individuo y la comunidad. Pero aun esta observación no resuelve el problema planteado.

La falla mencionada, continúa Jodl, ha sido llenada por el Sistema de Filosofía del Derecho de Krapp, donde se considera expresamente al interés común como el punto de partida lógico del proceso ético, por lo cual, en la medida en que el hombre se identifica con un conglomerado cada vez mayor de sus semejantes y por fin con la humanidad entera, crece asimismo el valor racional de la moralidad. Krapp volvió, pues, al instinto de sociabilidad, que ya Bacon había considerado como más fuerte y duradero que el de satisfacción personal.

Al recomendar al lector la lectura de las propias obras de Feuerbach, escritas en un estilo amenísimo y basadas no en premisas abstractas sino en la observación de la vida y al recomendar además la magnífica exposición que de las ideas de este autor ha hecho Jodl, me permitiré señalar tan sólo en este lugar como explica Feuerbach la diferencia entre las inclinaciones (tanto egoístas como sociales) y el deber. Que ambos se encuentren a veces en oposición no quiere decir que sean y deban ser hostiles. Al contrario, el hombre dotado de educación moral es el que procura suprimir en lo posible esta oposición. Aun cuando el hombre, ejerciendo su deber, expone su vida, siente con claridad que si bien la acción puede significar la propia negación del cuerpo, la inacción significa con toda seguridad la propia negación moral. Feuerbach se acercó mucho, además, a la idea de la justicia al escribir: La voluntad moral es una voluntad que no quiere causar el mal porque no quiere sufrir el mal.

El objeto principal de la Filosofía de este pensador consistió, sin embargo, en establecer las verdaderas relaciones entre la Filosofía y la Religión. Su postura ante la religión fue ciertamente negativa. Aspiró a emancipar a la humanidad del dominio que ella ha ejercido y no reconoció ni el origen divino ni la influencia benéfica de la Iglesia. La revelación, en la cual toda Religión se apoya, afirmaba Feuerbach, emana no de la divinidad, sino que es la expresión de los sentimientos vagos que el hombre tiene sobre lo que es útil al género humano. En los ideales y preceptos religiosos están expresados los ideales humanos que debieran guiar al hombre en la vida cotidiana. Es una idea muy justa: sin ello, ninguna religión, en efecto, hubiera adquirido el poder que las religiones en general han ejercido sobre los hombres. Pero tampoco hay que olvidar que los brujos, magos, adivinos, etc., junto con los sacerdotes, siguen apoyando hasta en nuestro tiempo las reglas morales y religiosas primitivas en una compleja construcción de supersticiones, una de las cuales es la de la desigualdad entre las clases y castas. Todo Estado es una asociación de los ricos contra los pobres y de los gobernantes contra los gobernados. Y los sacerdotes de todas las religiones —que al mismo tiempo son miembros activos de las organizaciones estatales— interpretan siempre los ideales, que debieran custodiar, en un sentido favorable a las clases gobernantes.

Capítulo XIII. La ética del socialismo y del evolucionismo

Evolución del concepto de justicia. —Ética del socialismo. —Fourier, Owen y Saint-Simon, Proudhon. —Ética del evolucionismo. —Darwin y Huxley.

Como el lector ha podido ver a través de nuestra rápida ojeada de las varias explicaciones sobre el origen de la moral, casi todos los pensadores que se han ocupado de este problema han llegado a la conclusión de que hay en el hombre un sentimiento innato que nos empuja a solidarizarnos con los demás. Algunos de ellos han hablado del sentido moral innato pero no han dado una explicación del mismo; otros, profundizando más en el problema, han calificado este sentido de simpatía que el hombre siente por sus semejantes; otros aun, como Kant, sin distinguir entre las aspiraciones del sentimiento y los mandamientos de la razón, que casi siempre determinan conjuntamente nuestra conducta, han hablado del sentido del deber o de la conciencia moral que nos es propia, sin preguntarse empero de dónde proviene este sentido y cómo se desarrolla en el hombre, preguntas que se hacen ciertamente los representantes de la escuela antropológica o evolucionista. Otro grupo de pensadores buscó la explicación del sentimiento moral del hombre en la razón; entre éstos se distinguieron principalmente los escritores franceses de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, los enciclopedistas y en primer lugar Helvecio. Aunque trataron de explicar las aspiraciones morales del hombre únicamente por motivos egoístas dictados por la razón, reconocieron al mismo tiempo otra fuerza moral activa, el idealismo práctico, que empuja con mucha frecuencia al hombre a actuar por simple simpatía, por compasión, haciendo que se coloque en el lugar del que sufre e identificándose con él.

Fieles a su punto de vista fundamental, los pensadores franceses explicaron estos actos también por la razón, la cual busca en las acciones que realiza el hombre para el bien de sus semejantes, la satisfacción de su egoísmo y de sus necesidades superiores.

Pero el pensador que después de Bentham ha desarrollado de una manera más completa estas ideas ha sido su discípulo John Stuart Mill.

Al lado de los escritores de estas varias tendencias han existido en todas las épocas otros dos grupos de moralistas que han tratado de fundamentar la Ética en bases completamente distintas. Los pensadores del primero de estos grupos reconocen que el instinto o sentido moral es inspirado al hombre por el Creador de la Naturaleza, ligando de este modo la Ética con la Religión. Este grupo ha ejercido una influencia más o menos directa sobre todas las teorías morales escritas hasta nuestros días. La otra dirección ha estado representada en la antigua Grecia por ciertos sofistas, en el siglo XVII por Mandeville y en el siglo XIX por Nietzsche, los cuales se han burlado de toda moral, considerándola como una supervivencia de la educación religiosa y de las supersticiones.

En todos los pensadores que han visto el origen de la moral en los instintos innatos, en el sentido de la simpatía, etc., se manifiesta, en una u otra forma, la idea de que una de las bases de la moral está constituida por el concepto racional de la justicia.

Hemos ya visto que numerosos pensadores, como por ejemplo Hume, Helvecio y Rousseau, se acercaron mucho a este concepto, pero que no se expresaron claramente al señalar la posición de la justicia dentro de la moral.

Fue la gran Revolución francesa, la mayoría de cuyos grandes actores se encontraban bajo la influencia de las ideas de Rousseau, quien realizó en la legislación y en la vida las ideas de la igualdad política. Empero una parte de los revolucionarios de 1793-94 fue más lejos aun y reclamó la igualdad de hecho, es decir la igualdad económica. Estas nuevas ideas se desarrollaron durante la Revolución en las Sociedades populares, en los Clubes de los extremistas de los enragés, de los anarquistas, etc. Como es sabido los defensores de estas ideas fueron derrotados en el Termidor (Junio de 1794), cuando el poder cayó de nuevo en manos de los girondinos que a su vez fueron más tarde deshechos por la dictadura militar. Pero los principios revolucionarios —la abolición de los restos del régimen feudal, la igualdad política, etc.— fueron propalados por las tropas francesas republicanas a través de toda Europa y llegaron hasta las fronteras de Rusia. Y a pesar de que en 1815 los aliados vencedores, con Rusia y Alemania a la cabeza, devolvieron el trono de Francia a los Borbones e iniciaron la restauración, dichos principios revolucionarios han dominado los espíritus hasta nuestros días.

A fines del siglo XVIII y a principios del XIX numerosos pensadores empezaron ya a ver en la justicia el fundamento de la moral humana. Si esta visión no se ha convertido en una verdad reconocida por todos obedece ello a dos causas, una de carácter interior, otra histórica. En el hombre existe, al lado de la idea de la justicia y de la aspiración hacia ella, la aspiración al predominio personal, a ejercer el poder sobre los demás. A lo largo de toda la historia humana, desde los tiempos primitivos, se nota una lucha entre estos dos principios. En las sociedades de los salvajes, los ancianos, sabiendo por experiencia los trastornos que introduce en la vida de la tribu todo lo nuevo, temen las modificaciones y sirviéndose de la autoridad se oponen resueltamente a ellas. Es para salvaguardar los usos tradicionales que se establecen, en estas tribus, las primeras instituciones del poder. Poco a poco se adhieren a ellas los sacerdotes, los hechiceros, los nigrománticos, etc. y todos juntos forman sociedades secretas para someter e imponer obediencia a los demás miembros de la tribu, conservar las tradiciones y el régimen establecido. Estas sociedades, en los primeros tiempos de su existencia, mantienen la igualdad y no permiten a los individuos aislados enriquecerse o ejercer la autoridad. Pero luego las mismas sociedades se oponen a la implantación de la igualdad como base de la vida social.

Lo mismo se nota a través de toda la historia humana hasta nuestros días. Los hechiceros de Oriente, los sacerdotes de Egipto, Grecia y Roma, que fueron los primeros exploradores de la naturaleza y sus misterios, luego los zares y tiranos de Oriente, los emperadores y senadores romanos, los príncipes de la Iglesia en la Europa occidental, los militares, los jueces, etc., se opusieron siempre y por todos los medios a la adopción, en la vida social, de las ideas de igualdad por ser éstas una amenaza para su situación privilegiada.

Se comprende bien que la oposición de estos elementos organizados fuertemente y armados con conocimientos y experiencia, fuera un gran obstáculo para que la igualdad sea reconocida como base fundamental de la humanidad. La lucha contra la desigualdad que puede manifestarse en forma de esclavitud, de servidumbre, de castas, de títulos, de privilegios, etc.-, resultó muy difícil, tanto más que la desigualdad estaba consagrada por la Religión y a veces por la ciencia misma.

La Filosofía del siglo XVIII y la Revolución francesa constituyeron una poderosa tentativa para derrumbar el yugo secular y sentar un nuevo régimen social en los principios de la igualdad. Pero la espantosa lucha social que se desarrolló en Francia durante la revolución, las crueles ejecuciones y posteriormente más de veinte años de guerras europeas paralizaron por largo tiempo la realización de estos nobles ideales. Tan sólo sesenta años después, en 1848, se inauguró de nuevo en Europa un movimiento en favor de la igualdad, pero también fue ahogado en sangre. Después de estas tentativas revolucionarias, unos diez años más tarde, tuvo lugar una gran transformación en las ciencias sociales, cuyo resultado fue la creación de una nueva teoría: la evolucionista.

Ya Augusto Comte, el filósofo del positivismo, así como los fundadores del socialismo, Fourier, Saint-Simon y Roberto Owen, trataron de aplicar la teoría de la evolución continua del mundo vegetal y de los animales —que habían recibido de Buffon, Lamarck y los enciclopedistas— a la vida de las sociedades humanas. En la segunda mitad del siglo XIX el estudio de la evolución de las instituciones sociales humanas hizo posible por vez primera comprender en toda su importancia la evolución del concepto de la igualdad de los derechos, que constituye la base misma de toda la moral.

Hemos visto ya que Hume y más profundamente aun Adam Smith y Helvecio (este último sobre todo en el segundo tomo de su obra De l'homme, de ses facultés intellectuelles et de son éducation) se acercaron al reconocimiento de la justicia y por lo tanto de la igualdad de derechos entendida como base de la moral humana.

La proclamación de la igualdad en la Declaración de los Derechos del Hombre en 1791 puso todavía más de relieve este principio fundamental.

Hay que señalar además un paso adelante muy importante en el concepto de la justicia. A fines del siglo XVIII y a principios del XIX muchos pensadores y filósofos concebían ya en el concepto de la justicia y de la igualdad de derechos no solamente la igualdad política y civil sino principalmente la económica. Morelly en su novela Basiliade y sobre todo en el Código de la Naturaleza proclamó abierta y claramente la igualdad de los bienes. Mably, en su obra De la legislación (1776), demostró con mucho arte que la sola igualdad política, sin la económica, sería incompleta y que con la conservación de la propiedad privada, la igualdad resultará siempre una palabra vana. Aun el moderado Condorcet en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del Espíritu Humano (1794) declaró que la riqueza es la usurpación. Finalmente, el apasionado Brissot, que fue girondino, es decir, un hombre moderado, y que murió víctima de la guillotina, afirmó en toda una serie de escritos que la propiedad privada es un crimen contra la naturaleza.[123]

Todas estas ideas y aspiraciones hacia la igualdad económica se expresaron al fin de la revolución en la doctrina comunista de Graco Babeuf.

Después de la revolución a principios del siglo XIX, las ideas de la justicia económica se manifestaron con gran claridad en la doctrina que recibió el nombre de socialismo, cuyos padres espirituales fueron Saint-Simon, Fourier y Owen. Entre ellos, sin embargo, existió ya un desacuerdo, Saint-Simon afirmó que el régimen justo puede estar organizado tan sólo por el poder, mientras que Fourier y en parte Owen creían que la justicia social es realizable sin la intervención del Estado. De modo que el socialismo de Saint-Simon es autoritario mientras que el de Fourier es libertario.

Hacia la mitad del siglo XIX las ideas socialistas fueron propagadas por numerosos pensadores, entre los cuales hay que mencionar a Considerant, Pedro Leroux, Luis Blanc, Cabet, Vidal, Pequeur y Proudhon en Francia; a Carlos Marx, Engels, Rodbertus y Schäffle en Alemania; a Bakunin, Tschernyschewski, Lawroff y otros en Rusia. Todos estos pensadores y sus discípulos se dedicaron a la propaganda de las ideas socialistas o trataron de dar al socialismo una base científica.

A medida de que estas ideas fueron abriéndose camino se notaron en ellas dos principales tendencias: por una parte el comunismo autoritario y por otra el anárquico que negó toda autoridad. Entre las dos tendencias que acabamos de mencionar se formaron algunas escuelas: el capitalismo de Estado que defiende el punto de vista de que el Estado debe poseer todo lo necesario para la producción, el colectivismo, el cooperativismo, el socialismo municipal y varias otras.

Al mismo tiempo las ideas socialistas, sobre todo las de Roberto Owen, crearon un fuerte movimiento obrero, económico en su forma exterior, pero en realidad hondamente ético. Este movimiento tendió a reunir a todos los obreros en uniones para la lucha directa contra el capitalismo. Ello dio nacimiento entre 1864 y 1879 a la Asociación Internacional de los Trabajadores que se propuso unir a los proletarios del mundo entero.

Tres tesis fundamentales fueron establecidas por este movimiento intelectual y revolucionario:

1º. Abolición del salario que paga el capitalista al obrero, puesto que este salario no es otra cosa que la forma contemporánea de la esclavitud;

2º. Abolición de la propiedad privada, organización social de la producción y del cambio de los productos;

3º. Emancipación del individuo y de la sociedad de la esclavitud política, es decir del Estado, que sirve para el mantenimiento y la conservación de la esclavitud económica.

La realización de estos tres principios es necesaria para inaugurar en la sociedad la justicia social que corresponde a las exigencias morales de nuestra época. Estas ideas han penetrado profundamente no sólo en el espíritu de los obreros sino en el de todos los elementos progresivos.

Pero de todos los socialistas, el que más se acercó a la concepción de la justicia ha sido Proudhon.

Proudhon (1809-1865). — Su significado en la historia de la evolución de la Ética, igual que el de Darwin, pasó de una manera inapercibida. Sin embargo el historiador de la Ética, Jodl, no vaciló en colocar a este autodidacta (Proudhon era de origen campesino y trabajaba como cajista) al lado de los pensadores más sabios y profundos del campo de la moral.

Naturalmente, al declarar que la justicia es el concepto fundamental de la moral, Proudhon estaba bajo la influencia de Hume, Adam Smith, Montesquieu, Voltaire y los enciclopedistas por un lado, y la Filosofía alemana, y especialmente —el movimiento socialista por otro— el movimiento que más tarde llegó a la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores cuyo lema fue: No hay derechos sin deberes, ni deberes sin derechos.

Pero el mérito principal de Proudhon consiste en haber declarado que la igualdad y la justicia —conceptos que emanan de la gran Revolución francesa— son ideas fundamentales de la Ética. Demostró que estos conceptos han sido siempre la base de toda sociedad y por lo tanto de toda moral, a pesar de que los pensadores no se fijaran o no quisieran fijarse en ellos.

En una de sus primeras obras titulada ¿Qué es la propiedad? Proudhon identificó la justicia con la igualdad (o mejor dicho con la igualdad de derechos, apoyándose en la antigua definición de la justicia: justum aquale est, injustum inaquale, —justo es lo que es igual, injusto lo desigual— Luego insistió con frecuencia sobre la misma cuestión en sus obras Contradicciones económicas y Filosofía del progreso. Pero el estudio completo del asunto, en el cual se fija la importancia capital del concepto de justicia, lo encontramos en su obra maestra, La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, publicada en 1858 en tres tomos.

Cierto es que no hay en esta obra una exposición sistemática de las ideas éticas de Proudhon, pero no lo es menos que en el curso de ella se manifiesta a menudo su pensamiento de una manera relevante.

La Ética es para Proudhon una parte de la ciencia del Derecho. La tarea del explorador de la moral consiste en encontrar su esencia, su origen y su sanción, es decir lo que da al derecho y a la moral el carácter obligatorio y lo que tiene valor educativo. Como Comte y los enciclopedistas, Proudhon se negó resueltamente a sentar su Filosofía del derecho y de la moral en una base religiosa o metafísica. Es preciso, decía, estudiar la vida de las sociedades y descubrir de este modo los principios que sirven de hilo conductor en las mismas.

Se puede decir que hasta esta época la Ética fue construida siempre más o menos bajo la influencia de la Religión; ninguna doctrina se atrevió a declarar que la igualdad de derechos y la igualdad económica constituyen las bases mismas de toda moral. Proudhon procuró hacerlo en tanto fue posible, aunque no hay que olvidar que escribió bajo la censura de Napoleón que combatía severamente el socialismo y el ateísmo. Quiso crear, según su propia confesión, una filosofía popular basada en la ciencia. Con este fin escribió su obra La Justicia en la Revolución y en la Iglesia. El objeto de esta filosofía, como el de todas las demás ciencias, consiste en la previsión que sirve para trazar las rutas de la vida social antes que la sociedad se encamine por ellas.

El verdadero sentido de la justicia y la base de toda moral se encuentra, según Proudhon, en el sentido del valor personal. El hombre en el cual este sentido está desarrollado no niega la dignidad de los demás. El derecho es la capacidad propia a cada hombre de exigir que todos los demás respeten su sentido de la dignidad humana; el deber consiste en reconocer la dignidad humana en los demás. No es posible amar a todos, pero debemos respetar su dignidad personal. No podemos exigir de todos que nos quieran, pero tenemos derecho de exigir que respeten nuestra personalidad. Construir la sociedad nueva en el amor mutuo es imposible; pero es no sólo posible sino deseable construirla sobre las exigencias del respeto mutuo.

Sentir y cultivar la dignidad humana, en primer lugar en lo que nos es propio, después en la persona de nuestros semejantes, sin caer en el egoísmo y sin fijarnos en la divinidad o en la sociedad, esto es el Derecho: estar dispuestos en todas las circunstancias a defender esta dignidad: he ahí la Justicia.

Sería lógico y consecuente por parte de Proudhon declarar con toda claridad que una sociedad libre puede ser construida tan sólo sobre la igualdad de derechos. Pero si no lo ha dicho con claridad ha sido tal vez por temor de la censura napoleónica; de todos modos en su Justicia esta idea penetra la obra entera.

En cuanto al origen del sentido de la justicia, Proudhon, igual que Comte y toda la ciencia contemporánea, lo encuentra en el desarrollo de las sociedades humanas.

Proudhon busca una base orgánica para explicar la moral o sea la justicia,[124] y la encuentra en la estructura psíquica del hombre.[125] La justicia, decía, no tiene un origen celestial ni es tampoco el resultado de un cálculo, puesto que sobre el cálculo no puede establecerse régimen social alguno. Es además algo distinto de la bondad natural del hombre, del sentido de la simpatía o del sentimiento de sociabilidad sobre el cual los positivistas pretenden sentar la Ética. Un sentido especial, más elevado que el de sociabilidad, posee aun el hombre y precisamente el sentido del derecho, la conciencia del igual derecho de todos al respeto de su persona.[126]

De modo que Proudhon, observa Jodl, después de tantas protestas contra el transcendentalismo vuelve al fin y al cabo a la antigua herencia de la Ética intuitiva, a la conciencia moral.

Pero esta observación no es del todo justa. Proudhon quiso tan sólo decir que el concepto de la justicia no puede ser una inclinación sencilla, innata, porque si fuera así sería inconcebible que triunfara en la lucha con las demás inclinaciones que empujan siempre al hombre a ser injusto para con los demás. El sentido humano de defender los intereses ajenos, aunque sea en perjuicio propio, no puede provenir de un sentido innato, a pesar de que sus comienzos existan ya en el hombre. Esta materia prima hay que educarla. Su desenvolvimiento es posible gracias a la experiencia y tan sólo en la sociedad humana. Y en realidad así ocurren las cosas.

Al considerar las contradicciones entre el concepto de justicia que alienta el hombre y la injusticia social que se observa a través de la historia, Proudhon llegó a la conclusión de que, a pesar del innatismo de aquel concepto, la Humanidad ha necesitado millares de años para que la idea de la justicia entrara como principio fundamental en la legislación durante la Revolución francesa y a través de la Declaración de los Derechos del Hombre.

De la misma manera que Comte, Proudhon comprendió perfectamente el progreso que se efectúa en la evolución de la Humanidad y estaba seguro de que este progreso continuará no sólo en lo que concierne a la cultura, es decir a las condiciones de progreso material, sino principalmente en lo que se refiere a la civilización o sea al desarrollo intelectual y espiritual. En este progreso Proudhon atribuía una gran importancia al proceso de idealización, a los ideales que en ciertas épocas dominan las mezquinas preocupaciones cotidianas.

Y de todos modos, Proudhon preparó a los hombres a la concepción de la justicia como idea fundamental de la moral y éste es su gran mérito.[127] El fin supremo para el hombre, decía Proudhon, es la realización de la justicia. Toda la historia de la Humanidad es la historia de los esfuerzos para realizar la justicia. Todas las grandes revoluciones no son otra cosa que la aspiración a implantar, por la fuerza, la justicia; pero como durante la revolución el medio, es decir la violencia, triunfa sobre las antiguas formas de la opresión, resulta que una violencia se substituye por otra. A pesar de ello toda revolución está inspirada por la justicia e introduce, aun si degenera más tarde, cierta parte de justicia en la vida social. Todas estas realizaciones parciales conducirán, al fin y al cabo, al triunfo de la justicia sobre la Tierra.

¿Por qué la justicia, a pesar de tantas revoluciones, no se ha realizado enteramente en ningún país? Porque esta idea no ha penetrado todavía en la mayoría de los hombres. La justicia tiene que transformarse en una fuerza motriz que inspire la revolución. Su punto de partida debe ser el sentido de la dignidad personal, que en la vida social se transforma en dignidad humana. Un ser razonable reconoce la dignidad humana a sus semejantes. En este punto la justicia se distingue del amor y de las demás manifestaciones de la simpatía. Es la antítesis del egoísmo: su influencia sobre nosotros es más fuerte que la de los demás sentimientos. Por eso, en el hombre primitivo, la dignidad personal toma formas brutales y a veces antisociales y la justicia encuentra su expresión en forma de mandamientos sobrenaturales y se apoya en la Religión. Pero poco a poco y bajo la influencia de la Religión este sentimiento de justicia se disgrega y se deteriora. A pesar de su esencia, la Religión se hace aristocrática y en el cristianismo (como en las demás religiones anteriores), se llega hasta la humillación de la dignidad humana. En nombre del respeto a Dios se desarraiga el respeto debido al hombre y la idea de la justicia sucumbe, lo que conduce a la disgregación de la sociedad.

Entonces se produce la revolución que abre a la Humanidad una nueva era. La justicia tiene a través de la revolución la posibilidad de manifestarse en toda la integridad y pureza de su concepto. La justicia, dice Proudhon, es absoluta, inamovible, no puede ser expresada en conceptos relativos, en nociones de más o de menos. Es el criterio invariable de todos los actos humanos.[128] Es remarcable, añade Proudhon, que desde la caída de la Bastilla en 1789, ningún gobierno francés se ha atrevido a repudiar la revolución y a proclamarse francamente antirrevolucionario. Lo que no les ha impedido traicionar a la justicia y aun el Régimen del terror y el mismo Robespierre —quizás más que todos— la han traicionado.[129]

Pero hay que cuidar además que los intereses del individuo no sean pisoteados en nombre de la sociedad. La verdadera justicia consiste en la combinación armoniosa de los intereses sociales con los del individuo. La justicia así concebida no contiene en sí nada misterioso, ningún misticismo. No está inspirada tampoco en el deseo de la ventaja personal, puesto que el hombre ha de considerar como un deber exigir respeto no solamente para su propia persona, sino también para todos sus semejantes. La justicia reclama el respeto de la dignidad personal aun para con el enemigo, de donde surge el Derecho de guerra.

La justicia abre a todos un camino de desarrollo y de perfección. Por este motivo encontró ya su expresión en las religiones más primitivas, como por ejemplo en la de Moisés, que prescribe amar a Dios con toda el alma y al prójimo como a sí mismo; y por esto el profeta Tobías predicó: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. En el mismo sentido se expresaron los pitagóricos, Epicuro y Aristóteles, así como filósofos no religiosos como Gassendi, Hobbes, Bentham, Helvecio, etc..[130]

En una palabra, vemos que en todas las direcciones es considerada la igualdad de derechos como base de la justicia, o como decía Proudhon: sin igualdad no hay justicia.[131]

Desgraciadamente todos los partidarios del poder, aun los socialistas del Estado, no se fijan en estos principios fundamentales de toda moral y siguen manteniendo la necesidad de la desigualdad dentro del Estado. A pesar de ello la igualdad de derechos ha pasado a ser la base de todas las declaraciones de principios formulados desde la gran Revolución francesa, como constituyó la base de la Declaración de Derechos de la República Norteamericana. En la declaración de 1789 se proclamó ya que la Naturaleza ha creado a todos los hombres libres y con iguales derechos. Lo mismo repitió la declaración del 24 de Junio de 1793.

La Revolución proclamó además la igualdad personal y la de los derechos políticos y civiles así como la igualdad ante la ley y ante los tribunales. Hizo más aun: creó una nueva economía social reconociendo, en lugar del derecho personal, el principio de la equivalencia de los servicios mutuos.[132]

La quintaesencia de la justicia es el respeto de nuestros semejantes. Esta idea ha sido repetida por Proudhon con mucha frecuencia. La definición de la justicia, escribió, puede ser formulada de este modo: Respeta a tu semejante como a ti mismo. Aun si no puedes quererlo y no permitas que no le respeten, como si se tratara de ti mismo.[133]

La Economía política ha señalado la división del trabajo como una solución para aumentar la producción, lo que naturalmente es inevitable. Ciertos economistas, como por ejemplo B. Rossi, señalaron también que esta división del trabajo conduce al embrutecimiento de los obreros y a la creación de una clase de esclavos. Claro es que la única solución posible de este estado de cosas consiste en la mutualidad de los servicios, en vez de la sumisión de unos a otros, y en su consecuencia natural, la igualdad de derechos y de posesiones. Así lo estableció la declaración del 15 de Febrero y 24 de Junio de 1793, en la cual se proclamó la libertad e igualdad de todos ante la ley. Desde entonces ella se ha repetido en los años 1795, 1799, 1814, 1830 y 1848. La justicia es para Proudhon no sólo una fuerza social reguladora sino que la concibe como una fuerza creadora igual que la razón o el trabajo.[134] Luego, al darse cuenta de que, como había notado ya Bacon, el pensamiento procede de la acción y después de haber dedicado una serie de páginas admirables a la necesidad del trabajo manual y de la enseñanza de los oficios en las escuelas, en tanto que es un medio de profundizar nuestro conocimiento científico, Proudhon consideró la justicia en sus varias aplicaciones: en el individuo, en la repartición de las riquezas, en el campo de la instrucción, en el Estado, etc.

Proudhon tuvo que reconocer que para el desarrollo de la justicia en las sociedades humanas es necesario en efecto un cierto tiempo; se necesita además que el hombre posea en alto grado el ideal y el sentimiento de la solidaridad para con los demás, lo que se consigue tan sólo por una larga evolución individual y social. Sobre este tema —que he de considerar con más detalle en el segundo volumen— añadiré tan sólo que en la obra citada de Proudhon se pueden encontrar una gran cantidad de pensamientos nuevos y fecundos.

En las páginas que Proudhon escribió acerca de la justicia hay también una gran cantidad de ideas que despiertan y avivan el pensamiento. La abundancia de ideas es en efecto uno de los rasgos característicos de este pensador. Con todo, Proudhon no se fijó quizás bastante en la distinción entre los dos sentidos que posee en francés la palabra justice. Tiene en primer lugar un sentido análogo a igualdad matemática, a equivalencia. Y además significa la actividad de la justicia, su funcionamiento, tomando la palabra en sentido jurídico, Proudhon la empleó a veces en este segundo sentido, lo que tuvo por consecuencia introducir ciertas inexactitudes en su obra.

Pero de todos modos, después de la publicación de la obra de Proudhon, La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, es ya imposible construir la Ética sin reconocer como su fundamento la igualdad de los derechos. Probablemente por tal razón se ha hecho gran silencio alrededor de esta obra y tan sólo Jodl ha tenido el valor de colocar al revolucionario francés en un puesto de honor en su Historia de la Ética. Verdad es que en los tres volúmenes de La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, consagrados por Proudhon a la justicia hay muchas cosas ajenas al tema: hay polémicas con la Iglesia, dos ensayos sobre la mujer (con cuyas ideas los escritores contemporáneos no estarán seguramente de acuerdo) y en fin muchas reflexiones que obscurecen un poco la explicación. Pero en esta obra tenemos por fin un estudio donde se expresa claramente que la justicia es el reconocimiento de la igualdad de los derechos, la aspiración a la igualdad de todos y el fundamento principal de las ideas morales.

La Ética se encaminaba desde mucho tiempo antes hacia este resultado, pero hasta ahora ha estado tan unida a la Religión que ninguno de los predecesores de Proudhon expresó estas ideas con toda plenitud.

Por fin hay que señalar que en la citada obra de Proudhon, junto al desarrollo de la idea de justicia, existe ya una alusión al triple carácter de la moral. Señala en efecto, en el primer volumen de la obra, aunque solamente en pocas líneas, que la fuente primitiva de la moral es la sociabilidad que se observa ya en los animales. Y al final de su trabajo, en el tomo tercero, señaló el tercer elemento de toda moral: el ideal. No indica ciertamente Proudhon qué camino sigue la línea de demarcación que establece la diferencia entre la justicia matemática que se enuncia con el principio: da a cada uno lo que le pertenece y la justicia ideal que se expresa: da a los otros más de lo que les pertenece; pero lo cierto es que Proudhon completa la justicia real con el Ideal, es decir con la tendencia hacia los actos ideales que dan a nuestros conceptos morales más amplitud y delicadeza. En verdad, después de la revolución americana y de las dos revoluciones francesas, nuestras ideas sobre la justicia no son las mismas que afines del siglo XVIII. Entonces la servidumbre y la esclavitud no provocaban protestas, ni aun entre los pensadores más avanzados que escribían sobre la moral.

Darwin. — Examinaremos ahora los trabajos de los pensadores que se han ocupado de la Ética desde el punto de vista evolucionista. Son muchos, puesto que casi todos los tratadistas de la segunda mitad del siglo XIX se han inspirado en la teoría de la evolución, que supo rápidamente conquistar los espíritus después de los estudios de Darwin sobre la vida orgánica. Aun en las obras de ciertos escritores que no se preocuparon de la moral se encuentran indicaciones sobre el desenvolvimiento de la Ética, junto con las referentes a la evolución de los conceptos intelectuales, científicos, religiosos y políticos. Se puede decir que la teoría de Darwin ha tenido una influencia enorme y decisiva en el desarrollo de la Ética realista contemporánea o por lo menos de ciertas partes de ella. Me contentaré aquí con el análisis de los trabajos de los principales representantes de la Ética evolucionista: Herbert Spencer, Huxley, que fue discípulo directo y auxiliar de Darwin, y Guyau. Cierto es que hay una serie de trabajos de gran valor para la Ética inspirados también por la doctrina de la evolución, como por ejemplo las grandes obras de Westermarck, el libro de Bastian sobre El origen y la evolución de las ideas morales, la obra de Gizycki sobre El hombre en la historia, sin hablar, claro está, de las obras menos originales como las de Kidd y Sutherland, o de las divulgaciones populares escritas para la propaganda por los socialistas y anarquistas.

He expuesto la Ética de Darwin en el capítulo III de este libro. En pocas palabras su esencia es la siguiente: sabemos que el hombre posee un sentido moral y es natural que queramos conocer su origen. Es poco probable que cada uno adquiera este sentido aisladamente. Su origen hay que buscarlo en el desarrollo de los sentimientos sociales, instintivos o innatos, que se manifiestan en los animales sociales y en el hombre. En virtud de este sentido el animal se complace en estar en compañía de sus semejantes, experimenta cierta simpatía y compasión por ellos y les presta ciertos servicios.

Este sentimiento de simpatía social, desarrollándose poco a poco paralelamente a la complicación de la vida social, se hace cada vez más variado, razonable y libre en sus manifestaciones. En el hombre el sentimiento de la simpatía social se transforma en una fuente de ideas morales. ¿Pero cómo se desarrollan de este sentimiento las ideas morales? He aquí lo que dice Darwin al respecto: el hombre está dotado de memoria y de la capacidad de pensar. Y ocurre que cuando no escucha la voz del sentimiento de simpatía social sino que sigue una inclinación opuesta cualquiera, por ejemplo, la inclinación al odio para con los demás, experimenta, después de un placer de muy corta duración un disgusto interior, un remordimiento. A veces, en el momento mismo de la lucha entre dos sentimientos opuestos, la razón manda al hombre imperiosamente que siga las indicaciones del sentimiento de simpatía social, al mismo tiempo que le describe las consecuencias de tal o cual acto. En este caso el convencimiento de que hay que seguir la voz de la simpatía personal se transforma en conciencia del deber. Todo animal con instintos sociales desarrollados, poseyendo los instintos paternal y filial, inevitablemente adquiere, si sus capacidades están al nivel de las del hombre, un sentido moral o conciencia del deber.[135]

Más tarde, en el grado consiguiente de la evolución, cuando la vida social adquiere un nivel más elevado, es la opinión pública —constituyendo un gran apoyo para el sentido moral— la que indica al hombre cómo hay que actuar para el bien común. La opinión pública no es algo procedente de las convenciones sociales imaginarias, como afirmaron con tanta ligereza Mandeville y algunos de sus partidarios, sino que es el resultado del desarrollo en la sociedad de la simpatía mutua. Poco a poco la capacidad para el bien común se transforma en una costumbre.

Con esto se ve claramente que Darwin volvió al concepto formulado ya por Bacon en su Instauratio Magna. He señalado ya que fue Bacon quién indicó que el instinto social es más poderoso que el personal. A la misma conclusión llegó también, como hemos visto, Hugo Grocio.[136]

Las ideas de Bacon y de Darwin acerca del prevalecimiento del instinto social sobre el individual proyectan mucha luz sobre los primeros períodos de la evolución moral del género humano. Estas ideas deberían constituir los fundamentos de todos los trabajos modernos en el campo de la Ética. Pero en realidad han pasado desapercibidos. Así al hablar yo en Inglaterra con los naturalistas afiliados a la escuela darwinista acerca de las ideas éticas de Darwin muchos de entre ellos me preguntaban: ¿Ha escrito algo sobre la Ética, Darwin? Otros creían que al hablar yo de las ideas morales de Darwin me refería a la implacable lucha por la existencia como principio fundamental de las sociedades humanas y quedaban muy extrañados cuando decía que Darwin veía el origen del sentimiento del deber en el predominio de la simpatía social sobre el egoísmo. Para ellos las ideas morales del darvinismo consistían en la lucha de todos contra todos.[137]

Huxley. —Las concepciones del darvinismo encontraron un gran reflejo en las obras del principal discípulo de la escuela, Huxley, a quien Darwin eligió para la popularización de sus conclusiones acerca de las transformaciones de las especies.[138]

Este evolucionista de talento, que tanto ha hecho para confirmar la doctrina de Darwin sobre la evolución de las formas orgánicas, se mostró incapaz de seguir a su gran maestro en el dominio de la Ética, Huxley ha expuesto sus ideas sobre la cuestión en una conferencia dada poco antes de su muerte en la Universidad de Oxford y titulada Evolución y Ética. Se sabe también por las cartas de Huxley, publicadas por su hijo, que atribuía mucha importancia a ella y que la había preparado con mucho cuidado. La prensa acogió la conferencia como una especie de manifiesto agnóstico;[139] la mayoría de los lectores ingleses vieron en ella la última palabra de lo que la ciencia contemporánea puede decir acerca de los principios de la moral, es decir del objeto final de todo sistema filosófico. La importancia que se dio a la lección no solamente obedeció al nombre del autor, que tanto ha trabajado en favor de la doctrina evolucionista y a que la conferencia estaba escrita en una forma literaria perfecta y reconocida como modelo de prosa inglesa, sino principalmente al hecho de que reflejaba los conceptos morales dominantes entre las clases cultas de todas las naciones, conceptos que han penetrado tan profundamente en esas clases que pueden considerarse como su Religión.

El motivo central de la conferencia consiste en lo que sigue: Existe un proceso cósmico, es decir, referente a la vida del Universo, y un proceso ético, es decir de la vida moral; los dos son opuestos, se niegan mutuamente. Al proceso cósmico está sometida la naturaleza entera, las plantas, los animales y el hombre primitivo; este proceso está regado con sangre; en él triunfa el pico fuerte y la uña vigorosa. Es la negación de todos los principios morales. El sufrimiento es la ley de todos los seres vivos y constituye el elemento esencial del proceso cósmico.

Los métodos de lucha por la existencia propios del tigre o del lobo son los rasgos característicos de este proceso.

En la Humanidad primitiva la apropiación franca de todo lo que se puede poseer por la fuerza resultó el medio más racional en la lucha por la existencia. La conclusión es que la Naturaleza no nos enseña más que el mal.

Es lo único que podemos aprender de ella. Y no es verdad que haya un cierto equilibrio entre el bien y el mal. Nada de eso: es el mal quien prevalece y triunfa. La naturaleza no llega a enseñarnos que la sociabilidad y la limitación de nuestras inclinaciones egoístas constituyen un arma poderosa para el éxito en el proceso de la evolución. Al contrario: Huxley se empeñó en demostrar que la naturaleza cósmica no es en modo alguno una escuela de la virtud sino más bien el cuartel general del enemigo de todo lo moral (pág. 27 del folleto Evolución y Ética). Lo que nosotros consideramos como una vida virtuosa, moral, es completamente opuesto a lo que en la lucha cósmica por la existencia puede conducir al éxito.

Y de repente, en medio de esta vida cósmica que duraba un sinnúmero de miles de años enseñando la lucha implacable y la inmoralidad, aparece, sin razón visible, no se sabe de dónde, el proceso ético, es decir la vida moral, inspirada al hombre ya en un período posterior de su evolución no se sabe por quién, pero de todos modos no seguramente por la naturaleza. La evolución cósmica, subraya Huxley, no es capaz de proporcionar ni un solo argumento para demostrar que lo que llamamos el bien, es preferible a lo que calificamos de mal (Ibid., pág. 31). Y sin embargo, sin que sepamos por qué, en la sociedad humana se inaugura el proceso social que no constituye una parte del proceso cósmico, sino que es algo que pone ciertos límites a este proceso, que lo regula. Gracias a su intervención triunfan en la lucha por la existencia no los que están mejor armados físicamente sino los que son moralmente mejores (Ibid., pág. 33). Pero, ¿por qué razón y de dónde proviene esta repentina evolución en la naturaleza? Sobre este punto Huxley no dice ni una palabra; sigue afirmando que el proceso ético no es en modo alguno la continuación del proceso cósmico; el primero, según Huxley, es el contrapeso del segundo y el primero encuentra en el segundo un enemigo tenaz y poderoso.

Así es que para Huxley la lección que la naturaleza nos proporciona es en realidad una lección de maldad (Ibid., pág. 37); pero desde el momento en que los hombres forman sociedades organizadas se produce el proceso moral (sin que se sepa empero de dónde proviene) y la lección de este proceso es completamente opuesta a la que la naturaleza enseña al hombre. Luego la ley, la costumbre y la civilización siguen desarrollando este proceso.

Pero, ¿dónde están las raíces, los principios del proceso ético? No pudo nacer de la observación de la naturaleza puesto que esta observación enseña lo diametralmente opuesto: tampoco puede ser considerado como una herencia de los tiempos anteriores a la aparición del hombre, puesto que entre los animales no hay ni vislumbres del proceso ético. Estas raíces han de estar por tanto fuera de la naturaleza.

La ley moral que refrena las pasiones tiene por lo tanto su origen —como la ley de Moisés— no en las costumbres ya existentes ni en los usos: procede más bien de una revelación divina que alumbró de súbito la mente del legislador. Tiene un origen sobrehumano, sobrenatural.

Esta conclusión de las ideas de Huxley es tan lógica y natural que George Miwart, el conocido evolucionista y al mismo tiempo fervoroso católico, inmediatamente después de la conferencia de Huxley publicó en la revista Nineteenth Century un artículo felicitando a su amigo por haber vuelto al seno de la Iglesia cristiana. Huxley ha dicho muy bien —escribió en este artículo Miwart— que la Ética nunca ha podido constituir una parte del proceso general de la evolución.[140] El hombre no pudo por su propia voluntad y conscientemente inventar un ideal moral: este ideal estaba en el hombre pero no emanaba de él: provenía del Creador Divino.

En efecto: o los conceptos morales del hombre no son más que el desarrollo de las costumbres de la ayuda mutua, hasta tal punto propias de todos los animales sociales que pueden ser calificadas de leyes de la naturaleza, y en este caso nuestros conceptos morales, si proceden de la razón, son la conclusión de lo que el hombre ha observado en la naturaleza o, si proceden de los instintos y costumbres, son el desarrollo de los instintos y costumbres propias de los animales sociales o bien nuestros conceptos morales están inspirados desde el cielo y todos los trabajos sobre la Ética pueden constituir tan sólo comentarios sobre la voluntad divina. Tal era la conclusión inevitable de dicha conferencia de Huxley.

Pero de repente he aquí que al editar Huxley su lección en un folleto, Evolución y Ética, entre las largas notas cuidadosamente escritas encontramos en una de ellas una reducción de la esencia de la conferencia.[141] En esta nota Huxley reconoce que el proceso ético constituye una parte del proceso general de la evolución, es decir del proceso cósmico, en el cual existen ya los comienzos del proceso ético.

Así es que todo lo dicho en la conferencia acerca de los dos procesos opuestos y hostiles —el natural y el ético— no corresponde a la verdad. En la sociabilidad de los animales ya existen principios de moral que en las sociedades humanas reciben su desarrollo consiguiente y se perfeccionan.

¿Cómo pudo Huxley cambiar tan bruscamente de ideas? No lo sabemos. Hay que suponer que ello obedeció a la influencia de su amigo, el profesor de la Universidad de Oxford, Romanes, que presidió precisamente la lección del profesor Huxley. Pues Romanes trabajaba en aquella época en el estudio de la moral entre los animales y poco tiempo antes había publicado una obra importante sobre La inteligencia de los animales.

Siendo hombre en extremo honrado y humano, probablemente Romanes protestó contra las conclusiones de Huxley y demostró su falsedad.[142] Es de lamentar que la muerte le haya impedido terminar su estudio sobre la moral entre los animales, acerca de cuyo problema había reunido muchos materiales valiosos.[143]

Capítulo XIV. Teorías morales de Spencer

Problemas de la Ética evolucionista. —Evolución de los conceptos morales del hombre desde el punto de vista sociológico. —Egoísmo y Altruismo. —Justicia y beneficencia. —El Estado y su papel en la vida social.

En el siglo XIX se planteó el problema moral desde un nuevo punto de vista: el de la evolución de la Ética en la Humanidad desde los tiempos primitivos. Considerando la naturaleza como un resultado de la acción de diversas fuerzas físicas, la nueva Filosofía tuvo que explicar la moral colocándose en el mismo terreno.

Este concepto de la moral se preparó ya a fines del siglo XVIII. El estudio de la vida de los salvajes primitivos, la hipótesis de Laplace sobre el origen de nuestro sistema solar y más aun la teoría de la evolución, del mundo vegetal y animal trazada ya por Buffon y Lamarck y defendida a principios del siglo XIX por Geoffroy Saint-Hilaire, los trabajos históricos de los saintsimonianos y sobre todo los de Agustín Thierry y por fin la Filosofía positivista de Augusto Comte: todo ello preparó los espíritus para la doctrina evolucionista. En 1859 apareció la célebre obra de Carlos Darwin que contenía la exposición completa y sistemática de esta doctrina.

Herbert Spencer, antes que Darwin, en 1850, publicó su obra Estática Social, donde aparece ya la teoría de la evolución aunque ciertamente en una forma poco elaborada. Las ideas expresadas en ella estaban tan en contradicción con las que dominaban a la sazón en Inglaterra que nadie se fijó en el libro. Se empezó a hablar de Spencer tan sólo cuando este autor inauguró una serie de estudios filosóficos bajo el título general de Filosofía sintética, en los cuales expuso el desarrollo de nuestro sistema solar, de la vida sobre la Tierra y finalmente la evolución de la Humanidad, de su pensamiento y de las sociedades humanas.

Según la opinión muy justa de Spencer, la Ética debiera ser una sección de la Filosofía general de la naturaleza. Empezó por el estudio de las bases fundamentales del Universo y el origen de nuestro sistema planetario en tanto que es el resultado de la acción de fuerzas mecánicas; luego trató de las bases de la Biología, es decir de la ciencia sobre la vida en la Tierra; más tarde estudió las bases de la Psicología, o sea la ciencia de la vida espiritual del hombre y de los animales; la Sociología, o sea la ciencia que se refiere a la vida de las sociedades, y por fin las bases de la Ética, es decir la ciencia que se ocupa de las reglas que presiden las relaciones entre los seres vivos, relaciones que tienen un carácter obligatorio, por lo que fueron confundidas durante largo tiempo con la Religión.[144]

Tan sólo hacia el fin de su vida, en la primavera de 1890, cuando la mayor parte de su Ética estaba ya escrita, Spencer publicó en una revista dos artículos en que por vez primera hablaba de la sociabilidad y de la moral entre los animales. Anteriormente no se había fijado más que en la lucha por la existencia, entendiéndola como una guerra de todos contra todos para ganar los medios de existencia.

En la última década del siglo XIX, Spencer publicó un pequeño libro, El individuo contra el Estado, en el cual expuso sus ideas sobre la inevitable centralización del Estado y la violencia. En esta obra Spencer se acercó mucho a las ideas del primer teórico del anarquismo, Guillermo Godwin, cuyo libro titulado De la Justicia política era tanto más notable cuanto que su aparición coincidió con la época del triunfo en Francia del jacobinismo, es decir, del poder ilimitado del gobierno revolucionario. Godwin estaba completamente de acuerdo con los ideales de los jacobinos acerca de la igualdad política y económica,[145] pero era contrario a la idea jacobina de crear un Estado que lo absorba todo y reduzca a la nada los derechos del individuo. Spencer iba también contra el despotismo de Estado y las ideas sobre el tema habían sido ya formuladas en 1842.[146]

En su Estática Social, así como en sus Principios de la Ética, Spencer expresó la idea de que el hombre, lo mismo que los animales, es capaz de transformaciones variadísimas, gracias a la adaptación a las condiciones exteriores de la vida. Esto explica cómo el hombre pasa de la vida primitiva, nómada, a las fórmulas de la vida civilizada a través de una serie de transformaciones lentas en su naturaleza. Este proceso se efectúa por medio de la desaparición de ciertas particularidades del organismo humano, como por ejemplo de los rasgos bélicos del carácter, que con el desarrollo de las relaciones más pacíficas se hacen inútiles.

Poco a poco, bajo la influencia de las condiciones exteriores de la vida, del desarrollo de las particularidades individuales y también de la complicación de la vida social se elaboran en la humanidad formas de vida más refinadas, usos y costumbres más pacíficos que conducen a una colaboración más estrecha entre los miembros de la sociedad. Según Spencer, el factor más importante en tal progreso es el sentimiento de la simpatía.

Una colaboración social más o menos regularizada u ordenada conduce naturalmente a cierta limitación de la libertad individual, debido al respeto de la libertad de los demás. Poco a poco se desarrolla en la sociedad la conducta justa del individuo y nace un orden social equitativo, según el cual el individuo actúa de acuerdo a la ley de la libertad, que es igual para todos.

A medida que los hombres se acostumbran a la vida en la sociedad, se desarrolla en ellos la compasión mutua, el sentido de simpatía, del cual nace más tarde lo que se llama el sentido moral. Junto con el desarrollo de este sentido nacen en el hombre conceptos abstractos sobre las relaciones justas entre los individuos, los cuales se hacen cada vez más claros a medida que se desarrolla la sociabilidad. De este modo se reconcilian las particularidades individuales con las exigencias de la vida social. Spencer abrigaba la esperanza de que al fin y al cabo la vida social alcanzará un desarrollo tal que será posible el máximo desenvolvimiento del individuo (es decir, de la individualidad, no del individualismo), al lado del mayor desarrollo social, Spencer estaba convencido de que gracias a la evolución y al progreso se creará un equilibrio, merced al cual cada uno, al satisfacer las necesidades de su vida, contribuirá de un modo natural y voluntario a la satisfacción de las necesidades de los demás.[147]

Tal como lo concebía Spencer, el objeto de la Ética consiste en formular reglas de conducta que tengan un fundamento científico. Esto es tanto más necesario —decía— en cuanto que la Religión está perdiendo su autoridad. Al mismo tiempo la doctrina moral debe estar emancipada de los prejuicios y del ascetismo monástico que perjudican mucho la verdadera comprensión de la moral. Por otro lado, la Ética no debe ser atacada y debilitada por el temor de que niegue el egoísmo estrecho. La Ética, basada en un fundamento científico, satisface las condiciones de la ciencia, puesto que los principios morales, científicamente deducidos, coinciden en absoluto con las doctrinas morales deducidas por otros medios. Desgraciadamente, esto no lo quieren reconocer las personas religiosas.

Al imponerse la formulación de la Ética, Spencer trató el problema moral partiendo de los principios más sencillos.

Para comprender los actos y la vida de los hombres, decía, hay que considerarlos en el proceso orgánico universal, empezando por los animales Al pasar de los animales inferiores a los superiores, vemos que sus actos y toda su vida se adaptan cada vez más a las condiciones del ambiente; al adaptarse de este modo prosiguen el fin de hacerse individualmente más fuertes o de fortalecer la especie, que en el curso de la evolución está cada vez más ligada a la conservación del individuo. En efecto: los cuidados de los padres para con los hijos armonizan, por decirlo así, la conservación individual con la de la especie; estos cuidados se intensifican y adquieren un carácter de afección personal a medida que se va subiendo la escala animal y se llega a los animales superiores.

Desgraciadamente, Spencer, penetrado de la idea de la lucha por la existencia, no se fijó lo bastante en el hecho de que en ciertos grupos de animales existe entre las varias especies la ayuda mutua y que a medida que ella se desarrolla aumenta la longevidad de los individuos aislados y más se acumula la experiencia, lo cual ayuda y sirve a la especie en su lucha con los enemigos.

Pero no basta adaptarse a las condiciones exteriores, decía Spencer; a medida que avanza la evolución se efectúa también el perfeccionamiento de las fórmulas de vida. La lucha por la existencia disminuye en la humanidad a medida que la vida militar y el bandidaje es sustituido por lo que se podría calificar de colaboración industrial. Al mismo tiempo aparecen comienzos de nuevos principios morales.

¿Qué calificamos de bueno o de malo? Lo bueno, según Spencer, es lo que corresponde a su finalidad; lo malo es lo que no conduce al fin, lo que no corresponde a su destino. Así una cosa es buena si nos defiende contra el frío y la intemperie. Este mismo criterio es el que aplicamos a nuestros actos: Ha hecho usted bien —decimos— de cambiar su vestido mojado; o bien: Ha hecho usted mal en confiar en Fulano. Las finalidades son distintas. Pueden ser estrictamente personales o bien más amplias, sociales. Pueden tener por objeto la vida no solamente del individuo, sino de la especie.

Pero en las dos finalidades se persigue no solamente la conservación de la vida, sino la consolidación de la vitalidad; de modo que la tarea se hace siempre más amplia y el bien de la sociedad coincide cada vez más con el del individuo. Por lo tanto, calificamos de buena una conducta que contribuye a la plenitud y variedad de nuestra vida —y de la de los demás—, lo que la hace más intensa, más bella, más integral.[148]

De este modo explica Spencer el nacimiento y la evolución posterior de los conceptos morales. Como se ve, no busca su origen en las ideas metafísicas abstractas o en los mandamientos de la Religión, ni tampoco en los goces y ventajas, como lo proponen los pensadores del utilitarismo. Los conceptos morales son para Spencer, como para Augusto Comte, un fruto del desarrollo social tan indispensable como la evolución de la razón, del arte, de la ciencia, de la capacidad musical o del sentido de la belleza. Se pudiera añadir que el desarrollo posterior de la sociabilidad, que poco a poco se transforma en la solidaridad y la dependencia mutua de todos los miembros de la sociedad, constituye el resultado indispensable de la vida social, igual que el desarrollo de la razón proviene de las dotes de observación, de la impresionabilidad y de otras capacidades humanas.

Es, pues, indudable que los conceptos morales se han venido acumulando en el género humano desde los tiempos más lejanos. Se manifiestan ya en los animales. Pero ¿por qué la evolución ha tomado tal dirección y no la opuesta? A nuestro parecer, la Ética evolucionista debe responder a esta cuestión diciendo que este desarrollo favoreció la conservación de la especie, porque es evidente que la imposibilidad de desarrollar las capacidades sociales entre los animales y las tribus humanas hubiera conducido fatalmente al fracaso en la lucha por la existencia y, por lo tanto, a la desaparición. O bien como responde, junto con los eudemonistas, Spencer: Porque el hombre encontró, en los actos que conducen al bien, un placer. Spencer demostró, además, a las personas religiosas que el propio Evangelio promete la felicidad como recompensa de las buenas acciones: bienaventurados sean los humildes, bienaventurados sean los caritativos, etc., etc. Pero tal respuesta no excluye, naturalmente, los argumentos de la Ética intuicionista. Esta dice: Es la voluntad de Dios que el hombre experimente satisfacción cuando sus actos son útiles a los demás o cuando cumple los mandamientos divinos.

No importa qué criterio adoptemos —la perfección del carácter o la bondad de las inclinaciones— constatamos, dice Spencer, que la perfección, la veracidad, la virtud, siempre conducen al placer, a la felicidad experimentada por alguien en una forma cualquiera. De modo que ninguna escuela o doctrina moral puede negarse a reconocer como finalidad suprema de la moral cierto estado psíquico deseable, que pudiéramos calificar de placer, de goce, de felicidad, de alegría.[149]

Pero la Ética evolucionista no puede aceptar enteramente esta explicación, puesto que no puede admitir que el principio moral no sea otra cosa que una acumulación ocasional, fortuita, de las costumbres que ayudaron a la especie en su lucha por la existencia. El filósofo evolucionista se pregunta por qué son las costumbres altruistas y no las egoístas las que proporcionan al hombre mayor satisfacción. Tal vez la sociabilidad que se observa en la naturaleza y la ayuda mutua desarrollada gracias a la vida social son un medio tan eficaz en la lucha por la existencia que el egoísmo y la violencia no valen mucho en comparación con ellas; y por esta razón la sociabilidad y la ayuda mutua, de las cuales nacieron poco a poco nuestros conceptos morales, son quizás particularidades fundamentales de la naturaleza humana y aun de la naturaleza animal, como lo es la necesidad de la alimentación.

En la parte teórica de esta obra me he de ocupar en detalle de todos estos problemas. Por ahora añadiré tan sólo que Spencer no supo resolverlos. Posteriormente se fijó en ellos. Pero no allanó el desacuerdo entre la Ética evolucionista y la intuitiva, es decir la inspirada por las fuerzas sobrenaturales. En cambio demostró perfectamente la necesidad de sentar la moral sobre bases científicas, así como señaló la falta de un fundamento científico en los sistemas éticos anteriores.[150]

Al estudiar los varios sistemas éticos uno se persuade, dice Spencer, de la ausencia en ellos del principio de causalidad. Son sistemas en los cuales no se respeta la relación de causa a efecto. Los antiguos pensadores reconocieron que la moral es inspirada al hombre por los dioses o por Dios, pero olvidan que si los actos que calificarnos de malos por la razón de que contradicen la voluntad divina no tuvieran consecuencias perjudiciales, no hubiera el hombre tenido ninguna razón para calificarlos así.

Tampoco razonan lógicamente los pensadores que, siguiendo el ejemplo de Platón, Aristóteles y Hobbes, ven la fuente del bien y del mal en las leyes establecidas por el poder coercitivo o mediante el contrato social. Si así ocurrieran en realidad las cosas, tendríamos que reconocer que no hay distinción posible entre las consecuencias de los actos buenos y los malos en sí, puesto que la división en actos buenos y malos la haría el poder, o bien los hombres, al concluir el contrato social.

También los filósofos que buscan la fuente de la moral en la inspiración divina, dice Spencer, admiten que entre los actos humanos y sus consecuencias no hay una relación lógica al alcance de nuestro intelecto y capaz de substituir a la inspiración sobrenatural.

Aun los utilitaristas, continúa, no están completamente libres del mismo error, puesto que tan sólo en parte reconocen el origen natural de los conceptos morales. Y Spencer aclara su idea con un ejemplo: toda ciencia empieza con una acumulación de observaciones. Mucho antes del descubrimiento de la ley de gravitación universal, los griegos y egipcios sabían fijar exactamente el lugar donde tal o cual planeta se encontrará en un momento determinado. Llegaron a este conocimiento mediante observaciones y sin saber las causas del fenómeno. Tan sólo después del descubrimiento de la ley de gravitación, después de haber aprendido las causas y las leyes del sistema solar nuestras definiciones sobre esta materia dejaron de ser empíricas y se convirtieron en científicas, en racionales. Lo mismo se puede decir de la Ética utilitarista. Los filósofos de esta escuela comprenden perfectamente que hay razones lógicas del porqué unos actos son calificados de buenos y otros de malos; pero no nos explican en qué consisten esas razones. Pues no basta decir que tales actos son útiles a la sociedad y tales otros perjudiciales: esto no es más que la constatación de un hecho mientras que lo que necesitamos es saber el carácter general de la moral, que nos permita distinguir el bien del mal. Buscamos algo general para deducir de ello normas morales de vida. Tal es el problema de la ciencia moral o sea de la Ética.

La Ética ha sido preparada, naturalmente, por la evolución y el desarrollo de las otras ciencias. Ahora aspiramos a establecer las leyes morales como manifestaciones de la evolución, de acuerdo con las leyes físicas, biológicas y sociales.

En general Spencer se colocó resueltamente en el punto de vista de la moral utilitarista. Afirmó que si lo bueno es lo que aumenta el placer en la vida y lo malo aquello que disminuye ese placer, este criterio puede servir, generalizándolo, para determinar la moral humana. A pesar de la infinidad de prejuicios religiosos y políticos que han obscurecido esta idea fundamental, sobre ella se construyen, según Spencer, todos los sistemas éticos.

Los capítulos que dedicó a la apreciación de los actos desde el punto de vista físico y biológico son muy instructivos, porque sirviéndose de los ejemplos de la vida real señaló el criterio que debe tener toda ciencia basada en la teoría evolucionista. En ellos explica Spencer el origen natural de los hechos fundamentales que forman parte de toda doctrina moral. Sabemos por ejemplo que la coherencia en los actos es uno de los rasgos característicos de las acciones morales humanas. Sabemos también que un acto moral es una acción clara y determinada. Asimismo poseen los actos morales un cierto equilibrio y son el fruto de la capacidad de adaptación a no importa qué ambiente. Requieren, finalmente, una cierta variedad y plenitud de vida. He aquí lo que se espera de una persona bien desarrollada. La existencia de estas capacidades es para nosotros un criterio para la apreciación moral del hombre.

Se observa que precisamente estas cualidades se desarrollan más y más a medida que se pasa de los animales inferiores a los superiores y luego al hombre.

De manera que las cualidades indudablemente morales se elaboran con el perfeccionamiento animal. Y lo mismo sucede entre los hombres: a medida que se va desarrollando la evolución y se pasa de la vida primitiva y salvaje a las formas sociales complicadas se van elaborando lentamente los tipos superiores de vida. Pero el tipo humano superior puede ser alcanzado tan sólo en una sociedad de personas muy desarrolladas. Una vida integral, rica en emociones, es posible tan sólo en una sociedad que rebosa de vida.

A tales conclusiones llega Spencer al estudiar las cualidades morales desde el punto de vista de la plenitud vital, es decir desde un punto de vista biológico. La observación de la realidad le produce el convencimiento de que hay, sin duda, un lazo interior y natural entre lo que nos proporciona placer y la intensificación de la vitalidad y por lo tanto con el fortalecimiento de las emociones la duración de la vida. Tal conclusión está en contradicción directa y evidente con el concepto corriente del origen sobrenatural de la moral.

Añade luego Spencer que hay placeres que fueron elaborados en las épocas de la organización para la guerra, durante los períodos militares; pero poco a poco, dice, la humanidad pasa de este período al régimen pacífico e industrial y esto hace cambiar la apreciación de lo que es agradable o desagradable. Ya no se encuentra hoy en las riñas, en las astucias de la guerra y en el asesinato el placer que en estos actos experimentó el salvaje.

En general no le fue difícil a Spencer demostrar hasta qué grado el placer y la alegría de vivir aumentan la vitalidad, el espíritu creador y la productividad y, al contrario, hasta qué punto los sufrimientos y el dolor disminuyen la vitalidad. Claro está, por otro lado, que el abuso de los placeres puede por un cierto tiempo o por un largo plazo perjudicar la humana capacidad de trabajo y de creación.

El no reconocimiento de esta última verdad perjudica no sólo los conceptos morales, dándoles una dirección falsa, sino también la vida misma. La vida, por supuesto, es indiferente a estas cuestiones; desde el punto de vista vital, lo mismo da que el hombre siga una conducta regular o irregular y lo mismo castiga al sabio que ha trabajado toda su vida que al borracho.

Se ve claramente, después de esta exposición, que Spencer se colocó por completo en el punto de vista de los eudemonistas y hedonistas, es decir de los que ven en el desarrollo de la moral la aspiración a la mayor felicidad, a la mayor plenitud de vida posible. Pero lo que no está claro es por qué el hombre encuentra placer en la vida calificada de moral. La cuestión se plantea en esta forma: ¿no habrá tal vez en la naturaleza humana misma algo que da más valor a los placeres morales que a los demás? Spencer no responde a esta pregunta.

Spencer trata el problema de la esencia de la Ética en el capítulo sobre la Psicología, estudiando la formación —a través del lento desarrollo de la humanidad— de los llamados conceptos morales.

Comienza como siempre su argumentación con un ejemplo sencillo. Dice: un animal cualquiera que vive en el agua se apercibe de que algo se le acerca. Esta impresión causa en él una sensación sencillísima, la cual se manifiesta en un cierto movimiento. El animal, según vea que lo que se acerca es un enemigo o una presa, se esconde o ataca.

Este movimiento es la forma más sencilla de los que llenan nuestra vida. Algo exterior provoca en nosotros una cierta impresión, la cual va seguida de un acto. Por ejemplo: leemos en un periódico que un piso se alquila; el anuncio enumera las ventajas del piso ofrecido, lo que nos da del mismo una cierta idea, de la que nace en nosotros una sensación y posteriormente un acto. En efecto: o procuramos informarnos sobre los detalles de la oferta o renunciamos a alquilar el piso.

Pero hay evidentemente actos más complicados. Nuestro espíritu es una residencia de variadísimas y complejas impresiones que tropiezan unas con otras; del conjunto de ellas (y de las reflexiones que hacemos a propósito de ellas) se forma nuestra razón o inteligencia. Mientras un animal inferior o un salvaje escasamente desarrollado se lanzan sin previas reflexiones sobre el botín, un animal más experimentado, un hombre más desarrollado, piensan sobre las consecuencias posibles de sus actos. El mismo rasgo encontramos al observar los actos desde el punto de vista moral. Un ladrón no piensa en las consecuencias posibles de sus actos; en cambio un hombre de conciencia delibera y medita antes de obrar y a veces delibera no sólo por su propia cuenta, sino por cuenta de los demás y quizás de la sociedad entera. En fin, en un hombre culto los actos están con frecuencia motivados por ideas muy complicadas sobre finalidades lejanas y a estas ideas las calificamos de ideales.

Naturalmente, es imposible que el hombre evite por completo las conclusiones falsas y las exageraciones. Esto ocurre con los que al repudiar los bienes presentes por los del porvenir o de la vida futura llegan al ascetismo y pierden poco a poco la capacidad para la vida activa. Lo que importa es que a medida del desarrollo de la sociedad y de la evolución de las ideas morales, los juicios y las ideas más complicadas y por consiguiente más amplias substituyen a las más primitivas y sencillas.

Se necesita, naturalmente, mucho tiempo para que la mayoría de los miembros de la sociedad se acostumbren a someter sus inclinaciones inmediatas a las consideraciones sobre las consecuencias más o menos lejanas de dichos actos. Pero aun antes se acostumbran a ello individuos aislados, gracias a la experiencia personal; luego una cantidad de experiencias y de conclusiones personales constituye la moral de la tribu, la cual es consagrada después por las leyes y trasmitida de generación en generación.

El primer sentimiento que nace en los salvajes es el miedo de provocar la cólera de sus compañeros; después nace el miedo ante el jefe, generalmente jefe militar y guerrero al cual hay que obedecer durante la lucha; por fin el miedo ante los espectros, los muertos y los seres sobrenaturales que, según ellos, intervienen en los asuntos de los vivos. Estos tres géneros de hechos refrenan en los hombres primitivos el deseo de satisfacer inmediatamente sus inclinaciones y sólo más tarde nacen aquellos fenómenos sociales que calificamos de opinión pública, de poder político o de autoridad de la Iglesia. Sin embargo, hay que distinguir entre las reflexiones que el hombre hace sobre la necesidad de refrenar sus pasiones y los sentimientos morales y costumbres, puesto que la conciencia moral y el sentimiento ya no se fijan en las consecuencias exteriores de los actos para con los demás, sino en las interiores para con el hombre mismo.

En otras palabras —como escribió Spencer a Mill— el sentido moral fundamental en la humanidad, que es el resultado de la experiencia acumulada y heredada, se refiere a la utilidad de ciertas relaciones recíprocas. Tan sólo poco a poco y muy lentamente este sentido se ha hecho independiente de la experiencia. De modo que cuando Spencer escribió esta parte de sus Principios de Ética, en 1879, no veía todavía ninguna causa interior que motivara la moral humana. El primer paso en este camino lo dio más tarde, en 1890, cuando publicó en la revista Nineteenth Century dos artículos acerca de la ayuda mutua, citando algunos otros datos sobre el sentimiento moral entre los animales.

Tratando luego del desarrollo de los conceptos morales desde el punto de vista sociológico, es decir desde el punto de vista del desarrollo de las instituciones sociales, Spencer señaló que ante todo, una vez que los hombres viven en sociedad, inevitablemente se convencen que cada miembro de la misma tiene interés en mantener la vida de la colectividad y aun a veces en su propio perjuicio. Pero, por desgracia, partió Spencer en esta cuestión del falso concepto establecido en los tiempos de Hobbes, según el cual los salvajes primitivos no viven en sociedad, sino aislados o en pequeños grupos. En cuanto a la evolución posterior de la humanidad, Spencer compartió las ideas simplistas de Comte sobre el paso gradual de las sociedades contemporáneas de un régimen militar y guerrero al pacífico e industrial.

Así es que —escribía Spencer— en la humanidad contemporánea hay dos géneros de moral: ¡Mata a tu enemigo, destruye! —Se dice al hombre por un lado-; y por el otro: ¡Ama a tu semejante, ayúdale! ¡Obedece al régimen militar! y ¡Sé un ciudadano independiente, aspira a la limitación del poder del Estado!

Aun en la vida familiar de los pueblos civilizados —nota Spencer— se admite la sumisión de las mujeres y de los niños, aunque al mismo tiempo se oyen reivindicaciones de la igualdad de los sexos ante la ley. Todo esto produce un estado de dualismo a consecuencia del cual se originan transacciones y compromisos en la conciencia.

Y sin embargo, la moral de una época pacífica es muy sencilla y evidente. Claro está que lo que perjudica a la colectividad tiene que ser combatido; es también evidente que para el florecimiento de la colectividad se exige la colaboración mutua de sus miembros. Y aun más: si no existe la ayuda mutua para la defensa del grupo, tampoco existirá para la satisfacción de las necesidades más imperiosas: alimentación, vivienda, caza, etc. Entonces se perderá la idea misma de la utilidad de la vida en sociedad.

La colaboración es indispensable aun cuando las necesidades de la sociedad sean muy reducidas. Y esta colaboración se manifiesta ya en los pueblos primitivos, en la caza colectiva, en el cultivo común de la tierra, etc.; luego, en un nivel más elevado, nace una colaboración en la cual los varios miembros de la sociedad efectúan trabajos distintos aunque persigan el mismo objeto; por fin aparece una colaboración en la que el carácter y el objeto del trabajo de cada miembro es distinto, pero todos contribuyen al bienestar común. En este grado de evolución se observa ya la división del trabajo y ella plantea el siguiente problema: ¿cómo repartir los productos del trabajo? La única solución posible es provocar un acuerdo amistoso de modo que sea posible restablecer las fuerzas gastadas, como ocurre en la naturaleza. A lo cual nosotros tenemos que añadir: y además, que sea también posible gastar ciertas fuerzas para un trabajo que tal vez no esté todavía reconocido como útil, pero que pueda en el porvenir ser útil a la sociedad entera.

Pero esto tampoco basta, decía Spencer. Porque es concebible, en efecto, una sociedad industrial en la cual los hombres vivan pacíficamente, cumplan sus pactos y contratos pero no donde no haya colaboración para el bien común, donde nadie se preocupe del bienestar general. Una sociedad semejante no ha alcanzado todavía el límite supremo de su desarrollo. El régimen social, en efecto, decía Spencer, donde a la justicia hay que añadir la beneficencia, es un régimen manifiestamente imperfecto (Principios de la Ética, tomo I, 54).

Resulta, después de lo dicho, que el punto de vista sociológico completa la explicación de la Ética vista desde los puntos de vista físico, biológico y psicológico. Después de haber establecido de este modo las bases fundamentales de esta ciencia desde el punto de vista evolucionista, Spencer escribió una serie de capítulos en los cuales ha contestado a las observaciones críticas dirigidas contra el utilitarismo y —entre otras materias extraordinariamente interesantes y sugestivas— ha estudiado el papel que desarrolla la justicia en la elaboración de los conceptos morales.[151]

Al oponerse al concepto de la justicia como base de la moral, el utilitarista Bentham escribió: ¡La justicia! Pero, ¿qué es la justicia? ¿Y por qué justicia y no felicidad? Y añadía: Todos sabemos lo que es la felicidad, pero jamás estamos de acuerdo acerca de la justicia. Decía más aun: Pero en todo caso, la justicia tiene derecho a nuestra estima, porque constituye un medio para alcanzar la felicidad (Constitutional Code, cap. 16, sec. 6).

A esto Spencer ha contestado que todas las sociedades humanas —nómadas, militares e industriales— aspiran a la felicidad, aunque por distintos caminos. Pero hay ciertas condiciones comunes a todas ellas que son: colaboración bien organizada, evitar la violencia directa y evitar la violencia indirecta en forma de no cumplimiento de los contratos. Estas tres condiciones convergen en una: el mantenimiento de las relaciones honradas, equitativas (Ibid 61). Esta afirmación de Spencer es muy significativa, porque resulta, en efecto, que distintas doctrinas de la moral están de acuerdo en el reconocimiento de la igualdad de derechos. Todas están de acuerdo en afirmar que el objeto de la vida social consiste en el bienestar de cada uno y de todos y que el medio indispensable para llegar a ese bienestar consiste en la igualdad de derechos, y —añadiré por mi parte— esta igualdad, a pesar de todas las mutilaciones por parte de los legisladores, se encuentra en el fondo mismo de todos los conceptos e ideas morales.

De modo que Spencer, al discutir con el utilitarista Bentham, llegó a la esencia misma de nuestros conceptos morales y al fundamento de la Ética, que consiste en el reconocimiento de la igualdad de derechos. Así opinaba ya Aristóteles al escribir.: Lo justo es lo legal y lo igual; lo injusto es lo ilegal y lo desigual. Los romanos también identificaron la justicia con la igualdad. Aequitas viene del adjetivo aequus, que significa igual, justo. Este sentido romano de la palabra justicia ha sido trasladado a la legislación contemporánea que prohíbe la violencia directa o indirecta (en forma de violación o incumplimiento de los contratos), identificando de este modo, según Spencer, la justicia con la igualdad.

Muy sugestivos son los capítulos dedicados al estudio del egoísmo y del altruismo. En ellos se exponen las bases mismas de la Ética de nuestro autor.[152]

En las varias razas humanas, dice Spencer, y en las diversas épocas, los placeres y los sufrimientos se han concebido de un modo muy distinto. Lo que antes fue calificado de placer no lo ha sido más tarde; y, al contrario, lo que fue considerado como una molestia se transformó luego, dadas otras condiciones de vida, en un placer. Ahora experimentamos un placer, por ejemplo, al remar, pero no lo experimentamos en cambio al segar. Lo que es natural, porque las condiciones cambian y cambian nuestros gustos. En general, empero, se puede decir que todo trabajo útil puede o podrá convertirse en un placer.

¿Qué es, pues, el altruismo o sea la preocupación por los otros? ¿Qué es el egoísmo, es decir, la preocupación por uno mismo?

Antes de actuar, dice Spencer, un ser vivo debe vivir. Por lo tanto, el mantenimiento de su vida constituye la primera preocupación de cada ser. El egoísmo precede, pues, al altruismo, por ser necesario para la conservación de la vida. Esta dominación del egoísmo se manifiesta también en el proceso del desarrollo de la humanidad. Se consolida así en nosotros la idea de que las exigencias egoístas deben prevalecer sobre las altruistas. Esta conclusión de Spencer no es aceptable, porque la evolución contemporánea permite cada vez más que todo miembro de la humanidad goce no solamente de los bienes personales, sino también de los sociales.

Nuestro vestido, nuestras habitaciones con su confort moderno son producto de la industria mundial. Nuestras ciudades, con sus calles, escuelas, museos y teatros son el resultado de la evolución mundial realizada durante largos siglos. Todos nos servimos de los ferrocarriles. Y los que aprecian más los ferrocarriles son quizás los campesinos que viajan en ellos por primera vez, después de conocer las fatigas de los viajes a pie. Sin embargo, no ha sido el campesino quien ha creado el ferrocarril. Y lo mismo puede decirse de los grandes buques. ¡Considérese la felicidad de un campesino de Galitzia que puede ir en un gran vapor a reunirse con los suyos en América!

Pero todo esto no es producto de la creación personal, sino de la colectiva, de modo que la ley de la vida es justamente contraria a la conclusión de Spencer. Esta ley dice que, a medida que se desarrolla la civilización, el hombre se acostumbra cada vez más a aprovechar los bienes adquiridos y producidos no por él, sino por la humanidad en general. Y esta noción la aprendió el hombre en una época lejana. El lector puede fijarse en una aldea de los salvajes más primitivos del Pacífico, con su gran Balai (casa común), su tierra y sus árboles cultivados, sus canoas, sus reglas para la caza, sus normas de buena conducta, etc. Aun entre los restos de los hombres de la época glacial, los esquimales, se nota que hay ya una común civilización, con conocimientos elaborados no por el individuo, sino por la colectividad.

Así es que aun Spencer se vio obligado a formular la regla fundamental de la vida con una limitación: la aspiración a la felicidad personal en los límites prescritos por las condiciones sociales. En efecto, en la vida de la tribu aprende el salvaje diariamente que la vida individual es imposible. Sobre esta base y no sobre la del egoísmo se construye toda la vida de los salvajes, así como la de los pájaros y de las hormigas.

En general toda la parte de la obra de Spencer dedicada a la defensa del egoísmo (Principios de la Ética, 71, 72 y 73) es en extremo floja. La defensa del egoísmo era, sin embargo, en este pensador indispensable, tanto más que los moralistas religiosos exigen del individuo demasiados deberes estúpidos. Pero de todos modos los argumentos de Spencer parecen más bien una justificación de la bestia rubia de Nietzsche. Además, la conclusión a que llega es muy vaga y no dice nada: Está claramente demostrado —escribe— que por necesidad el egoísmo precede al altruismo.

Ciertamente en el capítulo siguiente (Altruismo contra egoísmo), Spencer, adoptando el sistema de los discursos ante el tribunal, procuró demostrar la gran importancia del altruismo en la vida de la naturaleza. Ya en los pájaros se nota un cierto altruismo, tal vez inconsciente, cuando defienden a sus pequeños arriesgando su propia vida. Y Spencer tuvo, además, que reconocer que el espíritu de sacrificio resulta también un hecho fundamental de la Naturaleza igual que el instinto de conservación.

Luego, en la evolución posterior de los animales y de los hombres, el paternal altruismo inconsciente se transforma cada vez más en consciente y nacen nuevas formas de identificación de los intereses particulares con los intereses de los demás.

Aun dentro de los placeres egoístas se hace posible notar un placer altruista, por ejemplo en las artes que aspiran a unir a todos en el goce del artista. En todo caso el egoísmo y el altruismo están ligados y dependen uno de otro.[81]

Esta observación de Spencer es muy justa. Pero, aun aceptando la palabra altruismo, introducida por Comte en el sentido de algo contrario al egoísmo, ¿qué es la Ética? ¿A qué aspira y aspiró siempre la moral entre los animales y entre los hombres, sino a combatir las manifestaciones del egoísmo y a elevar la humanidad en el altruismo? Las expresiones mismas egoísmo y altruismo no son justas, puesto que no existe un altruismo puro sin mezcla de egoísmo. Es por esta razón que sería más justo decir que la Ética persigue el desarrollo de las costumbres sociales y la reducción de los egoísmos estrechamente personales, que por cierto no consiguen su fin, es decir, el bien personal; el trabajo en común, en cambio, la ayuda mutua conducen a muy buenos resultados, tanto en la familia como en la sociedad.

Después de haber estudiado en la primera parte el origen de la moral desde los puntos de vista físico, biológico, psicológico y sociológico, Spencer se dedicó al análisis de la esencia de la Ética. En el individuo y en la sociedad, escribió, hay una lucha constante entre el egoísmo y el altruismo; el objeto de la moral consiste en reconciliar estas dos direcciones opuestas. A esta reconciliación y aun al predominio de las aspiraciones sociales sobre las personales va llegando la humanidad a través de su evolución histórica.

En cuanto al origen del acuerdo entre el egoísmo y el altruismo, Spencer, desgraciadamente, opinó en esta cuestión como Hobbes: los hombres, según él, habían vivido en los tiempos primitivos como fieras, y como los tigres, por ejemplo, estuvieron siempre dispuestos a devorarse; un buen día, empero, decidieron unirse en sociedad y desde este momento empezó a desarrollarse la sociabilidad.

En sus principios la sociedad estaba regida por un régimen militar. Todo estaba sometido a las exigencias de la lucha, de la guerra. El valor militar era considerado como la mayor virtud; la capacidad de quitar a los vecinos sus bienes, su mujer, etc., era glorificada como si fuera un gran mérito. La moral de esta época se formó según los ideales bélicos. Tan sólo poco a poco el régimen militar fue cediendo lugar al industrial, en el cual vivimos ahora, aunque aun quedan no pocos restos de la época anterior. Pero es visible cómo van delineándose los rasgos de la época industrial, cómo surge una nueva moral en la cual prevalecen las características de la sociabilidad pacífica —como por ejemplo la mutua simpatía— y cómo van apareciendo una serie de virtudes que antes eran desconocidas.

El lector puede convencerse hasta qué punto es falsa y fantástica la idea de Spencer sobre los pueblos primitivos leyendo las obras de los numerosos exploradores anteriores y contemporáneos que he enumerado en mi libro La Ayuda Mutua. Pero esto hasta cierto punto no nos interesa. Nos importa saber de qué modo se desarrollaron en la humanidad, según Spencer, los conceptos morales.

En los primeros tiempos fue la Religión quien fijó las reglas de la vida. La Religión glorificó las guerras y las virtudes cívicas: el valor, la obediencia a los jefes, la crueldad para con los enemigos. Al lado de la Ética religiosa fue naciendo lentamente la moral utilitarista. Las huellas de este nacimiento ya se notan en el antiguo Egipto. En la Grecia clásica, Sócrates y Aristóteles separaron la moral de la religión e introdujeron el criterio de la utilidad. Durante la Edad Media este principio luchó con los de la Ética religiosa: más tarde, en la época del Renacimiento, triunfó el criterio utilitarista, el cual se consolidó, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XVIII. En el siglo XIX, afirma Spencer, el criterio de la utilidad domina como único principio de la conducta.[116] La costumbre humana de adaptar los actos a unas ciertas reglas, así como la apreciación de la utilidad de tales o cuales usos y hábitos, crearon nuevas ideas y sentimientos y poco a poco fue adquiriendo valor la conducta que conduce al bienestar social. Para confirmar esta idea, Spencer citó ejemplos sacados de los libros de la India antigua y de Confucio, que demuestran que la moral se desarrolló independientemente de la promesa de una recompensa sobrenatural. Todo este desarrollo se explica, según Spencer, por el hecho de que los individuos más capaces para adaptarse a los regímenes sociales pacíficos tuvieron más suerte en la lucha por la existencia.

En la larga evolución de las ideas morales Spencer no veía más que un único estímulo: la utilidad. Rechazó todo principio de orden intelectual o sentimental. Dentro del régimen social organizado sobre la guerra fue útil a los hombres el saqueo, la lucha y la violencia y sobre esta utilidad se construyó una moral que glorificaba la violencia y el saqueo. Cuando nació el régimen industrial y comercial, los conceptos morales también sufrieron un cambio: se formó una nueva Religión y una nueva Ética.

Pero es curioso hacer constar que Spencer, dada la honradez intelectual que le es propia, ha confesado que ciertos hechos no pueden ser explicados desde el punto de vista exclusivamente utilitario del desarrollo moral.

Es cosa sabida que durante diecinueve siglos consecutivos, después de la aparición del cristianismo, ha sido glorificado el pillaje guerrero como una gran virtud. Hasta en nuestros días se califica de héroes a hombres como Alejandro Magno, Carlo Magno, Pedro el Grande, Felipe II, Federico II, Napoleón. Sin embargo, en los Mahabarata, el gran libro de los antiguos indios, y sobre todo en su segunda parte, se enseñó ya algo distinto: Trata a los demás de la misma manera como quieras que te traten a ti, se lee allí. Y en otro lugar: No hagas a tu vecino lo que no quieras que te hagan a ti. El chino Lao-Tse enseñó que la paz es el fin supremo. Y lo mismo enseñaron los pensadores persas y el libro Levítico de los hebreos, mucho antes que aparecieran el budismo y el cristianismo. Pero, prescindiendo de esto, lo que más está en oposición con la teoría de Spencer son los usos y costumbres de los salvajes, como por ejemplo la vida de los habitantes primitivos de Sumatra, la de los tcharusos que habitan en el Himalaya, las costumbres de los Iroqueses descritas por Morgan, etc. Estos hechos, así como numerosos otros que he citado en mi libro La Ayuda Mutua, demuestran que si en los Estados nacientes o ya formados la Ética del saqueo, la violencia y la esclavitud florecían fomentadas por los gobernantes con un vigor no igualado, en los ambientes llamados bárbaros, en cambio, en las masas populares, incluso en las tribus primitivas, ha existido siempre una Ética distinta: la de la igualdad de derechos y por tanto la moral basada en la mutua benevolencia. Esta moral era predicada ya y practicada entre los hombres más primitivos.

En la segunda parte de sus Principios de la Ética, o sea en las Inducciones de la Ética, Spencer expresó su idea de que los fenómenos morales son muy complicados y que es imposible generalizar sobre ellos. Sus conclusiones en este punto son vagas. Tienden ciertamente a demostrar que el paso del régimen militar al industrial conduce, como ya señaló Comte, al desarrollo de una serie de virtudes sociales. Luego agrega: La teoría de los sentimientos morales innatos es por cierto falsa, pero ella nos lleva a una verdad más alta, a saber: que los sentimientos y las ideas que se forman en la sociedad se adaptan a la actividad que en ella prevalece.[191]

Es ésta una conclusión inesperada y un poco banal. En realidad la vida de los salvajes nos enseña claramente lo siguiente: la base de toda moral radica en el sentido de sociabilidad, que es propio a todo el mundo animal y en la idea de la igualdad de derechos que constituye una de las nociones originales de la razón humana. Desgraciadamente lo que impide reconocer que el sentido social y el concepto de la igualdad son las bases fundamentales de la moral son los instintos de rapiña que se conservaron en los hombres desde los tiempos primitivos. No solamente estos instintos se conservaron, sino que se han desarrollado en el curso de la historia, a medida que fueron apareciendo nuevos métodos de enriquecimiento: la industria, el comercio, la banca, los ferrocarriles, la navegación marítima, en una palabra, todo lo que ha dado a los individuos y a las sociedades civilizadas la posibilidad de enriquecerse a costa del trabajo ajeno. El último acto de este desarrollo lo hemos visto en la horrorosa guerra de 1914-1918.

Spencer ha consagrado el segundo tomo de sus Principios de la Ética a los dos conceptos morales fundamentales: a la justicia y a lo que es superior a la justicia y que Spencer ha calificado de beneficencia —negativa y positiva— o sea a lo que nosotros hubiéramos llamado generosidad, aunque aun esta denominación no es muy justa. Ya en las sociedades animales —escribió Spencer en los capítulos que añadió a su citado libro en 1890— se pueden distinguir actos buenos y malos. De buenos o altruistas calificamos los actos ventajosos no solamente al individuo sino a la sociedad. De estos actos nace lo que se podría llamar la justicia sub-humana que poco a poco alcanza un alto grado de desarrollo. Las costumbres brutales se hacen menos corrientes, los más fuertes empiezan a defender a los más débiles, las particularidades individuales adquieren más importancia y en general se forman caracteres necesarios a la vida social. Se elaboran, en una palabra, formas sociales. Hay, por supuesto, en todas las épocas excepciones, pero éstas desaparecen poco a poco.

Luego, en los dos capítulos dedicados a la Justicia, demostró que este sentimiento obedeció ante todo a las inclinaciones personales y egoístas, por ejemplo al temor de la venganza del injuriado, de sus parientes o de los antepasados; luego, junto al desarrollo intelectual humano, se fue formando el sentimiento de la simpatía mutua. Más tarde se elaboró un concepto intelectual de la justicia, a pesar de que este desarrollo fue impedido por las guerras, primero entre las tribus y luego entre las naciones. Los griegos tuvieron un concepto muy vago de la justicia. Lo mismo se puede decir de la Edad Media y esto se comprende porque en dicha época los autores de un asesinato o de una mutilación pagaban una multa distinta, según fuera su posición social. Tan sólo a fines del siglo XVIII y a principios del XIX encontramos en las obras de Bentham y de Mill un criterio más justo: cada uno cuenta por uno y nadie por más de uno. El mismo concepto es compartido por los socialistas. Pero este nuevo principio de igualdad, que fue reconocido desde la gran Revolución francesa, no es aprobado por Spencer. Ve en él la desaparición posible de la especie. Sin embargo, no rechaza este principio en absoluto, sino que busca una transacción.

En teoría, Spencer reconoce la igualdad de derechos, pero trata de reconciliarla con las exigencias de los contrarios a esta igualdad. Afirmó, además, que de generación en generación se va efectuando el acuerdo entre la doctrina intuitiva y utilitarista de la moral.

He aquí cómo en general Spencer concibe la moral: cada uno tiene derecho a hacer lo que quiere, a condición de no atentar a la igual libertad que tienen los demás. Según Spencer, pues, la libertad de cada uno es limitada tan sólo por la libertad de los otros.

No hay que olvidar —escribió Spencer— que la finalidad de cada uno, o sea la mayor felicidad, tiene ciertos límites, más allá de los cuales se encuentra el campo de la actividad de los otros.[273] Al hacerse esta corrección una costumbre, se desarrolla el antes mencionado concepto de justicia.

Ciertas tribus salvajes que se encuentran en un nivel de civilización muy bajo conciben, sin embargo, mejor la justicia que pueblos más desarrollados, los cuales conservan todavía los residuos del régimen guerrero. Este concepto de la justicia formado de un modo tan natural, ejerciendo durante largo tiempo su influencia sobre el espíritu humano, contribuyó directa o indirectamente a la formación de un cierto método del pensamiento, gracias al cual las conclusiones de la razón basadas en la vida de innumerables personas son tan justas como las conclusiones personales. Y si no son justas en el verdadero sentido de la palabra, sin embargo se las puede considerar como una verdad.[153]

Una vez que Spencer hubo terminado el estudio de los fundamentos de la Ética intentó aplicar y adaptar sus conclusiones a la sociedad humana y luego consagró siete capítulos al estudio del Estado, de su esencia y de sus funciones.

Ellos son como el coronamiento de sus ideas sobre la justicia. Allí criticó severamente, como Godwin, las teorías contemporáneas que exigen la sumisión de toda la vida social al Estado.

Spencer ha realizado un gran servicio introduciendo en la Ética el estudio de las formas de la sociedad. Antes de él estas formas no se tomaban en cuenta. Sin embargo nuestros conceptos de la moral dependen mucho de ellas, de la época y de las condiciones del país. Si la opinión está en absoluto sometida al poder central —forma de gobierno autocrático— o si el país está sometido al régimen político constitucional, si rige la centralización o el acuerdo entre ciudades libres, si la vida económica se funda en el poderío del capital o en el trabajo: todo ello se refleja en los conceptos morales de una época determinada.

Para convencerse de eso basta fijarse en las ideas éticas de nuestro tiempo. Junto con la formación de los grandes Estados y el rápido desarrollo de la industria y de las finanzas, se ha desarrollado también la lucha por la supremacía de unos pueblos sobre otros para enriquecerse a su costa. Esto ha engendrado, en los últimos 130 años, interminables guerras sangrientas. Los problemas del poder del Estado, la intensificación o reducción de ese poder, la centralización o descentralización, el poderío del capital, etc., son cuestiones de aguda actualidad. De su solución depende en realidad la solución de los problemas morales. La Ética de cada sociedad es el reflejo de sus formas de vida. De modo que Spencer ha prestado un gran servicio al introducir en la Ética el estudio del Estado.

En primer término estableció que las formas del Estado, como todo en la naturaleza, cambia y evoluciona. En efecto, la historia nos enseña cómo cambiaron las distintas formas de sociedades humanas. Luego, siguiendo a Augusto Comte, señaló en la historia dos grandes tipos sociales: la forma del Estado guerrero o militar —que según Spencer prevaleció en las sociedades primitivas— y el régimen pacífico e industrial, al cual va entrando lentamente la parte cultural de la humanidad.

Después de haber reconocido la igualdad de libertad para todos los miembros de la sociedad, los hombres tuvieron también que reconocer la igualdad política, es decir, el derecho a elegir su propio gobierno. Pero resultó, dice Spencer, que esto no bastó puesto que la igualdad política no suprime los intereses antagonistas de las varias clases. Y así llegó Spencer a la conclusión de que la humanidad contemporánea está todavía lejos de garantizar a los hombres la verdadera igualdad de derechos.[352]

No me ocuparé aquí de sus ideas sobre los derechos de los ciudadanos. En este punto Spencer profesaba opiniones atrasadas: así, por ejemplo, negaba los derechos políticos a la mujer. Lo que nos interesa en este momento, son sus ideas sobre el concepto general del Estado. El Estado —dice— ha sido creado por la guerra. Allí donde no ha habido guerra no ha habido gobierno. Todo gobierno, todo poder, debe su origen a la guerra. Por supuesto —agrega— en la formación del poder del Estado ha representado un gran papel, no solamente la necesidad de tener un jefe para la guerra, sino la necesidad de poseer un juez para los pleitos que puedan surgir entre las tribus y clanes. Así lo ha reconocido Spencer, pero en la formación del Estado atribuía la máxima importancia a los motivos bélicos.[154] Además afirmó que por medio de una guerra duradera se convierte el poder gubernamental en una dictadura militar.

A pesar de sus ideas, a menudo reaccionarias, el pensamiento de Spencer llegó a veces muy lejos —mucho más lejos que muchos de nuestros estadistas avanzados y hasta comunistas— en la protesta contra el poder ilimitado del Estado al disponer de la persona y de la libertad de los ciudadanos. En sus Principios de la Ética el pensador inglés ha dedicado unas páginas muy ricas de ideas al papel y a la significación del Estado. En este punto Spencer es un continuador de Godwin, que es el primer teórico de la doctrina antiestatista calificada hoy día de anarquismo.

Cuando los pueblos de Europa —escribió Spencer— se reparten entre ellos las tierras del globo habitadas por razas inferiores, manifestando una indiferencia cínica ante las reivindicaciones de estos pueblos, sería inútil esperar que los gobiernos europeos se preocupen de los intereses de los ciudadanos... En tanto la gente está convencida de que la fuerza tiene derecho a saquear las tierras y bienes ajenos, en el interior del país continuará la sumisión y opresión de los individuos aislados por parte del Estado y en nombre de la voluntad colectiva.

Tratar de este modo la personalidad humana es una supervivencia del pasado. Las sociedades cultas aspiran a que cada uno pueda satisfacer sus necesidades sin impedir a los demás que satisfagan las suyas propias. Y Spencer llega a la conclusión de que el papel del Estado debe consistir tan sólo en garantizar la justicia. Toda actividad que sobrepase la justicia va contra ella.

Naturalmente, dice Spencer, durante largo tiempo resultarán vanas las voces de los que insisten para que sea limitada la intervención de los gobiernos en la vida de los pueblos. Sin embargo dedicó tres capítulos de su obra al examen de los límites de los deberes del Estado. Al concluir su estudio, Spencer trata de probar hasta qué punto es absurda la pretensión de los legisladores de suprimir, mediante las leyes, la variedad de los caracteres humanos; aun en nuestros tiempos, dice, se emplean, para llegar a la uniformidad, medios criminales, como los que se emplearon en otra época para imponer a los hombres tal o cual fe, lo que no impide a los pueblos cristianos, con sus innumerables iglesias y su clero, ser tan bélicos y agresivos como los salvajes. Afortunadamente, la vida conduce a la elaboración de un tipo humano superior.

Desgraciadamente Spencer no ha señalado en sus Principios de la Ética, qué es lo que mantiene en la sociedad contemporánea la avidez y el deseo de riquezas realizado a costa de los pueblos atrasados: no ha dicho nada acerca del hecho de que en las sociedades civilizadas existe una amplia posibilidad de explotar, incluso en Inglaterra, su país, el trabajo de las gentes pobres, las cuales están obligadas a vender ese trabajo y a venderse a sí mismas para no perecer con sus familias de hambre; debido a esta posibilidad, que es la base de la sociedad contemporánea, el trabajo humano está tan mal organizado, se pierde y se derrocha tanta actividad que la productividad en la agricultura y en la industria es muy reducida.

El trabajo de los obreros y campesinos es tan poco apreciado en nuestra época que los obreros han tenido que mantener una lucha larga y durísima para conseguir en las fábricas la introducción de un cierto contralor gubernativo y unas medidas legales para proteger a los trabajadores contra los accidentes del trabajo, mutilaciones por las máquinas, asfixia por gases nocivos, etc.

Con todo que Spencer fue un crítico muy atrevido en el terreno político, en el económico su obra es indecisa y tímida; como sus amigos del campo político liberal, protestó tan sólo contra el monopolio de la tierra. Quizás por temor de la revolución no se atrevió a protestar contra la explotación del trabajo humano.

Spencer ha consagrado las dos últimas partes de sus Principios de la Ética a la moral de la vida social, subdividiéndolas en dos secciones que ha llamado Beneficencia positiva y Beneficencia negativa.

Ya en los comienzos de su obra, Spencer hace constar que la sola justicia no hubiera bastado para la vida de la sociedad y que hay que añadir a la justicia aquellos actos que realiza el hombre en bien de los demás o de la sociedad y por los cuales no espera recompensa alguna.

Calificó Spencer estos actos de beneficencia o de generosidad y señaló el hecho curioso de que muchas personas ya no distinguen entre lo que se puede exigir de los hombres y lo que debe considerarse como un beneficio (269 y 389).

Esta confusión inquietaba a Spencer y escribió con gusto, con este motivo, contra las reivindicaciones contemporáneas de las masas trabajadoras que a su juicio conducen a la degeneración y a lo que es peor aun, al comunismo y al anarquismo. La igualdad de sueldos y jornales —escribió— conduce al comunismo: luego viene la teoría de Ravachol, según la cual cada uno puede apoderarse de lo que le gusta y suprimir a todo lo que se presenta en el camino. Aquí empieza ya el anarquismo y la lucha ilimitada por la vida, como entre los salvajes. Todo esto obedece, según Spencer, a que los hombres no distinguen entre la justicia y la beneficencia.[390]

Es necesario, dice, dulcificar la ley del exterminio de los menos adaptados; pero esto debe ser obra de la beneficencia privada y no del Estado.

En estas cuestiones Spencer no es ya un pensador, sino que se coloca en el punto de vista del hombre ordinario. Olvida que si mucha gente no puede vivir con lo que gana obedece a la usurpación del poder en las sociedades contemporáneas y a la legislación de clase —lo que por otra parte reconoce el mismo Spencer en otro lado de su obra, al protestar contra la usurpación de las tierras en Inglaterra por sus actuales poseedores. Pero afirmó, de todos modos, que se exige demasiado en la Europa contemporánea a la legislación en favor de las masas trabajadoras. Y empeñándose en distinguir lo que se debe a las masas de lo que puede dárseles por sentimiento benéfico, olvidó que la miseria del pueblo y su reducida productividad obedecen precisamente a la mala organización económica establecida por la legislación.

No cabe duda de que en este punto Spencer ha estado mal inspirado por su falso concepto de la lucha por la existencia. Veía en ella sólo el exterminio de los menos adaptados mientras que su rasgo característico es la supervivencia de los más capaces a las condiciones variables de la vida. La diferencia de estas dos ideas, como ya he señalado, es enorme.[155] En un caso, el explorador ve la lucha entre los individuos del mismo grupo —o mejor dicho no la ve sino que se la figura-; en el otro caso ve la lucha contra los elementos hostiles de la naturaleza o bien contra las demás especies animales, la cual se efectúa en grupos unidos y mediante la ayuda mutua. Todo explorador capaz de valorizar y observar fielmente la vida real de los animales, como Brehm, que Darwin calificó de gran naturalista, comprende la enorme importancia de la sociabilidad en la lucha por la existencia. Comprende que los animales o grupos que mejor se adaptan a las condiciones variables de vida no son sólo los más fuertes físicamente, sino los más dotados de instintos sociales, lo que por otra parte, como ha observado Darwin,[156] favorece el desarrollo de las capacidades intelectuales.

Esto no lo vio Spencer. Y aunque en sus dos artículos publicados en 1890 en la revista Nineteenth Century corrigió el error, al señalar la sociabilidad y su papel entre los animales, sin embargo toda la estructura de su Ética sufrió por causa de la falsedad de sus premisas.

Capítulo XV. La ética de Guyau

La moral sin obligación ni sanción. —Fecundidad moral. —El espíritu de sacrificio. —Plenitud de vida y deseo de riesgo y de lucha. —El carácter individualista de la moral de Guyau. —Necesidad de fundar la moral desde el punto de vista sociológico.

Entre las numerosas tentativas de construir la Ética sobre bases puramente científicas realizadas en la segunda mitad del siglo XIX, merece especial mención la del gran pensador francés Juan María Guyau (1854-1888), desgraciadamente muerto joven. Guyau trató de fundamentar la moral sin intervención alguna de elementos místicos y sobrenaturales y también sin coerción exterior ni obligación; por otro lado procuró separar del dominio moral el interés material personal o la aspiración a la felicidad, sobre la cual basaron la moral los utilitaristas.

La doctrina de Guyau se maduró tanto en su cerebro y está expuesta con tanta claridad y en forma tan bella que es fácil reproducirla en pocas palabras. Siendo aun muy joven escribió Guyau una obra fundamental acerca de la doctrina moral de Epicuro.[157] Cinco años más tarde, en 1879, publicó su segundo trabajo, que tiene un gran valor por ser una historia crítica de la moral inglesa contemporánea.[158] En este estudio Guyau expuso y sometió a la crítica las doctrinas morales de Bentham, Mill (padre e hijo), Darwin, Spencer y Bain. Por fin, en 1884, publicó su importante trabajo: Esbozo de una moral sin obligación ni sanción que produjo una impresión intensa, no sólo por la novedad, la profundidad y la precisión de las conclusiones, sino también por la belleza del estilo.[159] Este libro tuvo en Francia ocho ediciones y ha sido traducido a todos los idiomas europeos. En él basa Guyau su moral en un concepto de la vida tomado en su sentido más amplio.

La vida, según este filósofo, se manifiesta en el crecimiento, en la multiplicación y en la extensión. La Ética debe ser considerada como una doctrina acerca de los medios para conseguir la finalidad impuesta al hombre por la naturaleza misma: el crecimiento y el desarrollo de la vida. Por esta razón la moral humana no necesita coerción alguna ni obligaciones imperiosas, ni sanción sobrenatural; se desarrolla en nosotros en virtud de nuestra necesidad de vivir una vida más integral, más intensa y más fecunda. El hombre no se conforma con una vida ordinaria, cotidiana, sino que trata de ampliarla, de fortalecer su tiempo de marcha, de llenarla de impresiones y de emociones. Y una vez que el hombre se siente capaz de ello lo hace sin esperar la coerción o los mandamientos de un orden sobrenatural. El deber, dice Guyau, es la conciencia del poder interior, la capacidad de crear algo con el máximo de fuerza, sentirse capaz de desarrollar el máximo de fuerza en tal o cual acción equivale a creerse obligado a cumplir la acción misma.

Experimentamos, sobre todo en una cierta edad, dice Fouillée, que poseemos más fuerzas que lo necesario para nuestra vida personal y con una gran satisfacción las empleamos para el bien de los demás. De esta conciencia del sobrante de nuestras fuerzas vitales que aspiran a ser aplicadas nace lo que se llama el espíritu de sacrificio. Emprendemos un viaje lejano, nos dedicamos a una obra cultural, ponemos nuestro valor, nuestra energía y nuestra capacidad de trabajo al servicio de una obra general cualquiera porque nos sobran energías.

Lo mismo ocurre con nuestra compasión y con nuestra simpatía para con los demás. Nos damos cuenta de que poseemos más ideas y más afectos, más alegrías y más lágrimas que las que son precisas para nuestra conservación, y las compartimos con los otros sin pensar en las consecuencias. Esto es lo que exige nuestra naturaleza y por las mismas razones que explican porqué florece una flor, aunque después del florecimiento venga la muerte.

El hombre posee una fecundidad moral que le permite reconciliar el egoísmo con el altruismo. Nuestra vida personal tiene que gastarse y resolverse en los otros y para los otros. Esta propulsión humana y su intensificación son las condiciones necesarias para la verdadera vida. La vida, dice Guyau, tiene dos aspectos: por un lado es asimilación y digestión y por otro es producción y fecundidad. Cuanto más absorbe el individuo más tiene que gastar. Es la ley de la vida.

El gasto no es, fisiológicamente considerado, un mal; es simplemente una de las manifestaciones de la vida. Es como el proceso de la respiración... La vida es fecundidad y viceversa: la fecundidad, la vida que rebosa, es la única verdadera existencia. El organismo tiene que gastar generosamente, de lo contrario, si no muere, se seca. La vida ha de florecer, la moral, el altruismo, es la flor de la existencia humana.

Luego Guyau habla de la belleza de la lucha y del riesgo. En efecto, con mucha frecuencia el hombre va hacia ellos —y a veces el riesgo es muy grande— ocurriendo esto en todas las edades, incluso en la vejez, únicamente por el amor a la lucha y al riesgo mismo.

Todos los grandes descubrimientos y estudios sobre el mundo y sobre la naturaleza, en general todas las tentativas atrevidas de penetrar los misterios del Universo o de utilizar las fuerzas naturales en una forma nueva (en los viajes marítimos en el siglo XVI, en la aviación en nuestros días), todas las tentativas de reconstruir la sociedad, todos los movimientos en el terreno del arte obedecen precisamente a este deseo de lucha y de riesgo que anima a los individuos aislados, a veces a clases enteras y a veces incluso a todo un pueblo. Y esto es precisamente lo que crea el progreso humano.

Además, añade Guyau, existe un riesgo metafísico, un riesgo del pensamiento y de la especulación, cuando se formula una nueva hipótesis científica o se lanza un postulado social.

He aquí lo que mantiene el orden y el progreso moral en la sociedad: el hecho heroico, no sólo en la lucha y en la batalla, sino también en las investigaciones del pensamiento arriesgado y en la reorganización de la vida tanto individual como social.

En cuanto a la sanción de los conceptos y de las aspiraciones que nacen en nosotros, es decir, aquella fuerza que las hace obligatorias, los hombres la han buscado siempre en la Religión, o sea en las órdenes sobrenaturales o trascendentes, acompañados de un sistema de amenazas, de castigos o de promesas de recompensa en la vida futura. Guyau no veía la necesidad de estas sanciones por ningún lado y consagró unos bellos capítulos a la explicación del origen del concepto de obligatoriedad en las reglas morales. Sus ideas fundamentales sobre este punto son las siguientes:

Nos es innata la aprobación de los actos morales, así como la condenación de los inmorales. Este innatismo se desarrolla desde los tiempos más remotos merced a la sociabilidad humana y a la vida del hombre en sociedades. La aprobación o condenación moral fue dada al hombre gracias al sentimiento de justicia instintiva. En esta misma dirección actúan, según Guyau, los sentimientos de amor y de fraternidad innatos al hombre.[160]

En general, hay en el hombre dos especies de inclinaciones: las inconscientes, de las cuales no se da cuenta, es decir, aquellos instintos y costumbres de los que nacen luego ideas vagas y por otro lado, las inclinaciones claras y precisas. La moral está, según Guyau, en la frontera entre las primeras y las segundas y tiene constantemente que elegir entre ambas y opuestas direcciones. Desgraciadamente los pensadores no se han fijado lo bastante antes de ahora hasta qué punto lo consciente en el hombre depende de lo inconsciente.

Sin embargo, continua Guyau, el estudio de los usos y costumbres humanas, nos enseña la influencia que ejerce lo inconsciente sobre nuestros actos. Estudiando esta influencia, se ve cómo el instinto de conservación no es la única fuerza motriz de nuestras aspiraciones, como creen los utilitaristas; al lado de él hay otro que es la aspiración humana hacia una vida más integral, intensa y variada. La vida no se conforma con la simple alimentación: aspira también a la fecundidad intelectual, a la actividad espiritual llena de emociones y a la variedad en las manifestaciones de la voluntad.

Naturalmente estas manifestaciones de la voluntad pueden actuar —como observaron con razón algunos críticos de este filósofo— en una forma hostil a la sociedad, lo que ocurre con frecuencia. Pero las inclinaciones antisociales, a las cuales tanta importancia atribuyeron Nietzsche y Mandeville, no son las únicas en el hombre: al lado de ellas existe la inclinación a la vida social, la inclinación del hombre a ponerse en armonía con la sociedad y estos impulsos no son ciertamente menos fuertes que los antisociales. El hombre orienta sus ansias hacia la comunidad y la justicia. Por desgracia no ha tratado Guyau en su obra fundamental los dos conceptos recién mencionados. Sólo más tarde los ha desarrollado en su último ensayo, Educación y herencia.

Guyau comprendió que es imposible construir la Ética sobre el mero egoísmo como lo hicieron Epicuro y los utilitaristas ingleses.

Se dio cuenta de que en la moral entra también el instinto de sociabilidad y que para ella no basta la armonía interior (l'unité de l'etre).[161] Pero de todos modos no atribuía a este instinto la importancia debida, como lo hicieron Bacon y después Darwin, el cual llegó a afirmar que el instinto social en el hombre y en numerosas especies animales es más fuerte y más constante que el de conservación. Guyau, por otra parte, no supo apreciar la importancia decisiva del concepto de justicia, es decir, de la igualdad de derechos, igualdad que está por encima de todas las vacilaciones humanas y de todos los cambios de las épocas.

El sentimiento de la obligatoriedad de la moral que experimentamos en forma indudable era explicada por Guyau del siguiente modo:

Basta fijarse, decía, en las funciones normales de la vida psíquica para convencerse de que hay una cierta presión moral interior que proviene de la dirección que hayamos dado a nuestros actos... La obligación moral tiene, pues, su origen en la vida misma y echa allí sus raíces mucho más profundamente que en el pensamiento consciente. Proviene de los más obscuros e inconscientes fondos del hombre.

El sentido del deber no es insuperable; puede ser suprimido. Pero como lo ha demostrado ya Darwin vive aun cuando el hombre realiza algo contra su deber, pues entonces experimenta un disgusto.

En este punto Guyau cita unos admirables ejemplos, así como reproduce las palabras de Spencer, según el cual en el porvenir el instinto altruista se desarrollará hasta tal punto que el hombre le obedecerá sin dificultad alguna —y añadiré por mi parte— que hay ya algunos hombres que viven según este deseo. Día vendrá, en efecto, en que los hombres rivalizarán en el cumplimiento de actos de sacrificio: El espíritu de sacrificio, decía Guyau, es una de las leyes de la vida... No constituye la negación de nuestra propia personalidad, sino que es al contrario la expresión de la vida que ha llegado a lo sublime.

En la gran mayoría de los casos el espíritu de sacrificio no exige la prestación de la vida sino tan sólo la de ciertos bienes e impone sólo un riesgo. En cada riesgo hay esperanzas de triunfo y estas esperanzas nos proporcionan la sensación de alegría y de plenitud de vida. Aun muchos animales se complacen con juegos peligrosos: así ciertos monos encuentran placer hostigando a los cocodrilos. Entre los hombres es muy frecuente el deseo de la lucha peligrosa. El hombre siente la necesidad de medir sus fuerzas y su voluntad y esto le es proporcionado en la lucha contra sus pasiones y contra los obstáculos exteriores. Estas luchas son una especie de necesidad fisiológica.

Pero el sentimiento moral nos empuja no solamente hacia el riesgo sino a veces también hacia la muerte inevitable. En este punto la historia enseña a la Humanidad que el sacrificio de sí mismo es uno de los factores más poderosos y apreciables de progreso. Para dar un paso adelante, la Humanidad —ese cuerpo enorme y perezoso— tiene que pasar por perturbaciones que cuestan la vida a muchos.

Tratando estas cuestiones, Guyau nos ha dejado una serie de bellas páginas, en las cuales demuestra que el sacrificio es una cosa muy natural, aun cuando nos empuje hacia la muerte y sin necesidad de la creencia en una vida futura. A esto hay que añadir y añadiré que lo mismo observamos entre los animales sociales. El sacrificio para el bien de la familia animal o del grupo es un rasgo ordinario de los animales y el hombre, en tanto que ser social, no puede constituir una excepción a la regla.

Guyau señaló otra particularidad de la naturaleza humana, a saber, el deseo de riesgo intelectual, es decir la capacidad ya reconocida por Platón de hacer suposiciones atrevidas, de construir hipótesis y deducir de ellas las reglas morales. Todos los grandes reformadores sociales se guiaron por los ideales que construyeron de una mejor humanidad; y aunque es imposible demostrar matemáticamente lo que sea deseable y lo que es realizable en la reconstrucción social emprendida en tal o cual sentido, los reformadores dedican toda su vida y todas sus capacidades a averiguarlo. La hipótesis equivale en este caso a la fe; de la hipótesis nace la fe, aunque no la fe dogmática... Kant ha iniciado una revolución en los dominios de la moral, en cuanto ha querido que la voluntad sea autónoma en vez de dejarla inclinarse ante una ley externa. Pero se quedó en la mitad del camino: creyó que era posible unir la libertad individual del hombre que actúa moralmente con la validez universal de la ley... Pero la verdadera autonomía debe producir originalidad individual y no uniformidad universal... Cuantas más tendencias diferentes existan que luchen entre sí por la supremacía del —espíritu humano— tanto más valiosa será la unión futura y definitiva.

De las posibilidades de realización de los ideales se ocupa Guyau en términos poéticos e inspirados. Cuanto más lejano está el ideal de la realidad tanto más valioso es; encontramos, en el deseo de realizarlo, las fuerzas necesarias para llevarlo a término, es decir, el máximo de fuerzas de que somos capaces.

Según Guyau el pensamiento atrevido conduce a la acción fuerte. La religión hace decir al hombre: abrigo la esperanza porque creo —y más concretamente— porque creo en la revelación. En realidad hay que decir: creo porque espero y espero porque percibo en mí una energía interior que presiento de gran significado... Tan sólo la acción nos da fe en nuestras fuerzas, en los demás, en el mundo entero; el pensamiento puro, en cambio, la soledad, nos quita nuestras fuerzas.

He aquí como veía Guyau la substitución de la sanción, que los ideólogos de la moral cristiana buscan en la Religión y en la promesa de una recompensa en la vida futura. Ante todo encontramos en nosotros mismos la aprobación o censura de los actos que realizamos porque nuestro sentido moral, junto con el sentimiento de la fraternidad, se desarrolla en el hombre desde los tiempos más antiguos gracias a la vida en sociedades y a las observaciones que la naturaleza proporciona al hombre. La misma aprobación encuentra el hombre en sus inclinaciones inconscientes, en las costumbres e instintos obscuros e inconcretos, pero hondamente arraigados en la naturaleza humana. Todo el género humano, durante miles y miles de años, ha sido educado en este sentido y si a veces el hombre olvida sus buenas cualidades, más tarde vuelve indefectiblemente a ellas. Las cualidades morales están en el hombre más profundamente arraigadas que la misma conciencia.

Para explicar la fuerza de los principios morales, Guyau ha examinado hasta qué punto está desarrollada en el ser humano la capacidad de sacrificio y ha demostrado que ella es propia al hombre, que el deseo de riesgo y de lucha no solamente existe entre las personas cultas sino también en la vida ordinaria.

En general, Guyau ha expresado el concepto contemporáneo de la moral y de sus problemas. No se propuso, ciertamente escribir un estudio integral sobre la Ética, sino demostrar que la moral no necesita para su sucesiva evolución de ninguna fuerza de obligatoriedad o de confirmación exterior.

El simple hecho de que el hombre aspira a intensificar su vida es, según Guyau, un llamamiento imperioso para vivir precisamente una vida integral. Al mismo tiempo el hombre se encuentra empujado hacia ese camino por el deseo de riesgo y de lucha, así como también por el placer en el riesgo del pensamiento (en el riesgo metafísico, ha escrito Guyau), o en otras palabras, por la alegría que experimentamos por todo lo hipotético en el pensamiento y en la acción, por lo que nos representamos como meramente posible.

He ahí lo que substituye en la moral natural al sentido de la obligatoriedad que domina en la moral religiosa.

En cuanto a la sanción de la moral, es decir a su confirmación por medio de un principio superior y general, se encuentra sustituida en la Ética natural por la aprobación moral que emana por un lado del concepto de la justicia innato en el hombre y por otro de los sentimientos de afección y de fraternidad desarrollados en la humanidad.

Tales son las concepciones morales de Guyau. Si en la base de las mismas se encuentran las ideas de Epicuro, Guyau las ha sabido profundizar mucho. En vez de una moral epicúrea, que es la moral del cálculo, Guyau ha creado una moral natural desarrollada gracias al sentido de sociabilidad. Estuvieron de acuerdo con este concepto de la moral Bacon, Grocio, Spinoza, Goethe, Augusto Comte, Darwin y en parte Spencer, pero no lo aceptan hasta ahora los que prefieren considerar al hombre como un esclavo del diablo, a pesar de que dicen que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Naturalmente, el único medio de luchar contra la inmoralidad innata del hombre es, según estos señores, el látigo y la cárcel en este mundo y las penas eternas del infierno en el otro.

Consideraciones finales

Procuraremos ahora hacer el balance del breve estudio que acabamos de realizar sobre las distintas escuelas morales.

Hemos visto que desde los tiempos de la antigua Grecia hasta nuestros días han dominado en la Ética dos tendencias. Los moralistas de la primera de ellas sostienen que los conceptos morales son inspirados al hombre por una fuerza sobrenatural y por lo tanto confunden la moral con la Religión. Los pensadores de la segunda ven la fuente de la moral en el hombre mismo y tratan de emancipar la Ética de la sanción religiosa y por lo tanto de crear una moral natural. Entre los pensadores de esta tendencia hay diferencias notables, pero la mayoría de ellos reconocen que el hombre está guiado en sus actos por el deseo de placer y de alcanzar la felicidad: con este fin el hombre hace todo lo demás. En la satisfacción de las necesidades más bajas, como en las finalidades más altas, el hombre busca únicamente el placer o la felicidad o por lo menos la promesa de ellos para el porvenir.

Por cierto, en todos nuestros actos, aun cuando intencionalmente renunciemos al placer para conseguir algo mejor o ideal, aspiramos tan sólo a lo que en el momento actual nos proporciona una mayor satisfacción. Un hedonista puede por lo tanto decir que toda la moral está reducida a la busca de lo agradable, aun cuando el hombre se proponga fines elevados como el bien de la mayoría de sus semejantes. Pero esto no quiere decir que al actuar en tal o cual sentido el hombre pueda echar de menos, al cabo de un instante y tal vez para toda su vida, lo que acaba de hacer.

Después de lo cual resulta claro, a mi entender, que los hedonistas no resuelven nada, de manera que el problema de los fundamentos de la moral queda completamente en pie.

Tampoco lo resuelven los que, criticando a los utilitaristas como Bentham y Mill, dicen: cuando el hombre domina su cólera (en vez de vengarse de la injuria de que ha sido objeto) se evita los disgustos y reproches que su brutalidad puede levantar en sí mismo. En este caso, el hombre toma el camino que le produce mayor satisfacción y encuentra en el mismo un placer. A lo cual un realista cualquiera puede añadir: ante esta determinación no puede hablarse de altruismo o de amor hacia el prójimo. El que emprende este camino actúa como un egoísta inteligente y nada más.

Pero todo esto no nos hace avanzar tampoco en la resolución del problema. Nada nuevo sabemos sobre el origen de la moral. Queda siempre planteada la cuestión: ¿Es posible que la moral constituya tan sólo un fenómeno fortuito en la vida de los hombres y en cierta medida de los animales sociales? ¿Es posible que la moral no tenga una base más profunda que la bondad humana, aun considerando que esa bondad sea una cosa útil para el hombre puesto que merced a ella se evita éste muchos disgustos? Más aun, cuando por lo menos una vez prevalece la opinión de que no todos los insultos pueden quedar sin respuesta, sino que al contrario deben ser reprimidos enérgicamente ¿es posible que no exista un criterio para distinguir entre los insultos graves y los insignificantes, un criterio fijo que no obedezca al humor fortuito o a la casualidad?

No cabe duda que la mayor felicidad de la sociedad, considerada como fundamento de la moral desde tiempos remotos y aun hoy corrientemente aceptada por los pensadores contemporáneos, constituye, en efecto, la primera base de la Ética. Pero es una base demasiado abstracta, lejana e incapaz de formar costumbres y conceptos morales. Es por esta razón que los moralistas han buscado siempre un fundamento más sólido.

Las uniones secretas de los hechiceros, sacerdotes, magos y nigrománticos de los pueblos primitivos tomaron como punto de partida de sus actividades la intimidación —sobre todo de los niños y de las mujeres— mediante ritos terribles y así se fueron creando poco a poco las Religiones.[162]

La Religión consolida los usos y costumbres reconocidos como útiles por la tribu entera y refrena los instintos egoístas de los individuos aislados. Más tarde obraron en el mismo sentido las escuelas de los pensadores griegos y posteriormente todavía las religiones más espirituales de Asia, Europa y América. Pero desde principios del siglo XVII, cuando la autoridad religiosa empezó a decaer en Europa, fue necesario buscar nuevos fundamentos para la moral. Entonces una corriente de pensamiento, siguiendo a Epicuro, insistió cada vez más en los principios de la utilidad personal, del goce y de la felicidad (hedonistas y eudemonistas), mientras que otra corriente inspirada por Platón y los estoicos, siguió buscando en la Religión una base para la moral o bien vio en la compasión y la simpatía el contrapeso del egoísmo.

A estas dos tendencias Paulsen acaba de añadir en nuestros días su energética moral, cuyos rasgos fundamentales son la conservación y confirmación de la voluntad, la libertad del yo razonable, en el pensamiento verdadero, el desarrollo armonioso y la manifestación de todas las fuerzas.

Pero tampoco la energética contesta a las numerosas preguntas que se pueden formular: ¿Por qué este sentimiento de satisfacción se convierte luego en una costumbre y regula todas nuestras acciones futuras? ¿Por qué la conducta y el modo de pensar de los demás nos provoca placer o disgusto? Si ello no es una simple casualidad ¿a qué es debido entonces? ¿Por qué las inclinaciones morales triunfan sobre las inmorales? ¿Obedece ello al goce, al cálculo, o a alguna otra de las análogas soluciones propuestas? Si no es así habrá que admitir que la causa reside en el interior mismo de los hombres y de los animales sociales, en algo que nos empuja hacia lo que calificados de moral —a pesar de que al mismo tiempo somos capaces, bajo la influencia de la avidez, de la ambición o del deseo del poder, de cometer los crímenes más horribles, como la opresión de los demás o la aplicación (como por ejemplo en la última guerra) de gases asfixiantes, submarinos y zepelines y aun la destrucción completa de territorios enteros previamente minados.

La historia nos enseña que si los hombres hubieran sido guiados tan sólo por la utilidad personal, la vida social hubiera sido imposible. Toda la historia de la humanidad nos demuestra que el hombre es un gran sofista y que su entendimiento sabe muy bien justificar todo aquello a que se siente empujado por sus instintos y sus pasiones.

Hasta para un crimen tan horroroso como la última guerra —que ha sacudido el mundo entero— el emperador alemán y millones de sus súbditos, sin exceptuar a los radicales y socialistas, encontraron una justificación en lo que llamaron el bien del pueblo alemán. Y otros, sofistas más hábiles aun, vieron en esta guerra un bien para la humanidad entera.

Según Paulsen, la energética en sus varias formas estaría representada por Hobbes, Spinoza, Shaftesbury, Leibniz y Wolff. Últimamente, añade, la filosofía evolucionista ha llegado al mismo concepto: un cierto tipo de vida y su manifestación activa es la finalidad de toda la vida y de toda aspiración.

Los argumentos de Pulsen aclaran bien, ciertamente, algunos aspectos de la vida moral desde el punto de vista de la voluntad, en cuyo desarrollo no se fijaron lo suficiente los que hasta ahora han escrito sobre la Ética. Pero es difícil decir en qué se distingue la manifestación activa de ciertos tipos de vida de la aspiración a la mayor felicidad posible. En el fondo es lo mismo y esta confusión puede conducir a muy malos resultados si el hombre, dominado por la pasión, no encuentra en sí un freno, como la aversión ante el engaño o el sentido de la igualdad.

Paulsen tiene razón al afirmar y demostrar que el engaño y la injusticia conducen al hombre a la pérdida. Pero esto no basta. La Ética no puede conformarse con un tal conocimiento. Tiene también que explicar porqué el engaño y la injusticia conducen a la decadencia humana. ¿Será esa la voluntad del Creador, como opina el cristianismo, o más bien será porque la mentira es siempre una humillación (la de considerarse más débil que la persona a la que se ha mentido) y por lo tanto conduce al hombre al menosprecio de sí mismo y porque los actos injustos suponen el pensamiento injusto, es decir, mutilan lo que hay de más precioso en nosotros?

He aquí las cuestiones a que debe contestar la Ética que pretende substituirse a la moralidad religiosa. No se puede como lo hace Paulsen, afirmar que la conciencia moral no es otra cosa que el conocimiento de las costumbres prescritas por la educación, por la sociedad o por los mandamientos religiosos. Precisamente tales explicaciones han originado la negación superficial de la moral por parte de Mandeville, Stirner, etc. Si las costumbres tienen su origen en la historia del desarrollo de la humanidad, entonces la conciencia moral, como procuraré demostrarlo, tiene su origen en una causa mucho más profunda, en la conciencia de la igualdad de derechos, que se desarrolla fisiológicamente en el hombre así como en los animales sociales...[163]

[1] La primera parte de la misma, única que logró terminar el autor, forma el presente volumen. Origen y evolución de la moral.

[2] Este capítulo fue publicado por primera vez, en inglés en la revista Nineteenth Century (Agosto de 1904).

[3] Bastará mencionar aquí los trabajos críticos e históricos de Paulsen, Wundt, Leslie Stephen, Lichtenberger, Fouillée, de Roberty y tantos otros.

[4] Véase: Fouíllee, Le mouvement idéaliste et la réaction contre la Science (2a edición). Paul Desjardins, Le devoir présent (del cual se han hecho en poco tiempo cinco ediciones), y otros muchos.

[5] Eso le ocurrió, precisamente, a Huxley, el cual en su conferencia sobre La Evolución y la Ética; empezó por repudiar todo factor moral en la vida de la naturaleza, viéndose, así, obligado a reconocer la existencia del principio ético fuera de ella; pero luego renunció a este punto de vista y reconoció la presencia de un principio ético en la vida social de los animales.

[6] En la revista Nineteenth Century (años 1890, 1891, 1892, 1894, 1896) y luego en el libro Mutual Aid, a factor of Evolution (Londres, Heinemann).

[7] Véanse, a este respecto, las observaciones de Lloyd Morgan y mi respuesta a las mismas.

[8] Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe (en la Colección Universal, Calpe, Madrid), Al contarle Eckermann que un pajarito, cuya madre había sido muerta por el propio Eckermann, después de caer del nido había sido recogido por una madre de otra especie. Goethe dijo emocionado: Eso es, sin duda, algo divino que me produce un asombro gozoso. Si este hecho de alimentar a un extraño fuese una ley general de la Naturaleza, quedarían descifrados muchos enigmas y podría decirse con razón que Dios cuida de los pajarillos abandonados. Los zoólogos de principios del siglo XIX, entre ellos el célebre naturalista Brehm, que estudiaban la vida de los animales en el continente americano, en partes todavía despobladas, confirmaron que el hecho contado por Eckermann es en extremo frecuente en el mundo animal.

[9] Posteriormente Kant fue todavía más allá. De su Religión dentro de los límites de la mera razón, editada en 1792, se desprende que, después de empezar oponiendo la Ética racionalista a las doctrinas anticristianas de la época, acabó reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, indicadora de su origen divino. (Obras de Kant. Edición Hartenstein, t. VI, págs. 143-44).

[10] La Ética no le dirá: esto debes hacer, sino que investigará con él: qué quieres, tu propia y finalmente, y no tan sólo de buen o de mal humor. (Federico Paulsen, Sistema de Ética, 2 tomos, Stuttgart y Berlín, 1913, t. I. pág. 28).

[11] Wundt hace una observación curiosa: Si no nos engañamos —dice— se opera ahora en la opinión pública una revolución: al individualismo extremo de la época enciclopedista sucede un renacimiento del universalismo de los antiguos pensadores, completado por la noción de la libertad de la personalidad individual. Es éste un progreso que debemos al individualismo. (Ética, pág. 459 de la edición alemana).

[12] C. P. Thile, Historia de la Religión en la antigüedad. (Edición alemana, Gotha, 1903. T.II. pág. 163 y siguientes).

[13] Este capítulo fue publicado en la revista Nineteenth Century, en marzo de 1905.

[14] Harald Hoffding. El profesor danés ha expuesto admirablemente el significado filosófico de la obra de Darwin en su Historia de la Filosofía Moderna. (Jorro, Madrid, t. II, págs. 517 al 534).

[15] El Origen del Hombre, cap. IV.

[16] Spencer, que antes se había negado a reconocer la moral entre los animales, más tarde citó él mismo unos hechos análogos en la revista Nineteenth Century. Están también reproducidos en sus Principios de Ética.

[17] La incapacidad de una hormiga, un perro o un gato para efectuar un descubrimiento o encontrar la solución justa en una situación difícil —en lo que insisten ciertos autores— no constituye, ni mucho menos, una prueba de una diferencia esencial entre las capacidades humanas y animales; además, esta falta de sentido de orientación y de espíritu inventivo se observa también con frecuencia en el hombre. Igual que la hormiga, en uno de los experimentos de John Lubbock, miles de hombres, sin el conocimiento previo del lugar, procuran atravesar un río sin haber colocado un puente, aunque sea de carácter primitivo (por ejemplo en forma de un árbol) y perecen en consecuencia. Lo sé por experiencia propia y eso pueden confirmarlo todos los exploradores de las regiones salvajes. Por otro lado encontramos entre los animales la razón colectiva (por ejemplo en un hormiguero o en una colmena de abejas). Y si una hormiga o una abeja encuentran la solución justa, las demás siguen su ejemplo. Esta afirmación está confirmada por las abejas en la Exposición de París, que habían cubierto con cera la ventanilla de la colmena para que no se las turbara en su trabajo, así como por otros muchos ejemplos de este género. (Véase La Ayuda Mutua, cap. I).

[18] En su admirable estudio del instinto social, el profesor Lloyd Morgan, autor de la conocida obra sobre el instinto y el intelecto de los animales, dice (pág. 32): En este problema Kropotkin, junto con Darwin y Espinas, hubiera contestado sin vacilar que la fuente primera de un núcleo social ha sido la convivencia de un grupo de padres con sus hijos. Es justo. Yo hubiera tan sólo añadido: o bien de los hijos sin padres, puesto que esta cláusula estaría más de acuerdo con los hechos mencionados y también con el pensamiento de Darwin.

[19] Obras de Kant. (Edición de Hartenstein, t. VI, págs. 143 y 144).

[20] En una nota, Darwin, con la perspicacia que le es propia, admite una excepción: La hostilidad y el odio, dice, parecen también sentimientos muy persistentes, tal vez más persistentes que otros muchos. Es posible que sean también sentimientos innatos, —como complemento y oposición— al instinto social (nota 27). Este sentimiento hondamente arraigado en la naturaleza de los animales, tal vez explica las guerras continuas entre varios grupos y especies de animales, así como de hombres. También explica la coexistencia de dos leyes morales distintas entre las gentes civilizadas. Pero este asunto, tan amplio y tan poco estudiado será más práctico tratarlo más adelante hablando del concepto de la justicia.

[21] On the Dignity and Advancement of Learning (Libro VII. cap. I, pág.. 270, edición Bohn's Library). Por supuesto, Bacon no nos da bastantes razones en apoyo de su idea; pero se preocupaba tan sólo de establecer las líneas generales de la ciencia, dejando a los demás su elaboración detallada. Más tarde expresaron la misma idea Hugo Grocio y varios otros pensadores.

[22] Véase las Conversaciones con Goethe de Eckermann, (Calpe, Madrid).

[23] Los Datos de la Ética, de Spencer, fueron publicados en 1879, mientras que su Justicia en 1891, es decir, mucho después de la publicación de El Origen del Hombre de Darwin (en 1871). Pero la Estática social de Spencer fue publicada ya en 1850. Spencer tenia, por supuesto, razón al señalar su desacuerdo con Comte; pero se encontraba, a no dudarlo, bajo la influencia del fundador del positivismo, a pesar de la honda diferencia entre los dos filósofos. Para convencerse de eso basta comparar los conceptos biológicos de Spencer y de Comte, sobre todo con los que se encuentran expuestos en el capítulo III del Discours préliminaire en el tomo I de la Politique positiva de este último. En la Ética de Spencer la influencia de Comte se nota sobre todo en la importancia que atribuye a la diferencia entre la época Militar y la industrial en el desarrollo de la Humanidad, así como en la oposición del egoísmo al altruismo.

[24] La moral positiva —ha escrito Comte— difiere de este modo no solamente de la moral metafísica, sino también de la teológica, porque sostiene el predominio de los sentimientos sociales como principio universal. (Politique Posítíve, Discours prélimínaire, parte II, pág. 93). Desgraciadamente las chispas de la genialidad, esparcidas en todo el Discours préliminaire, están con frecuencia oscurecidas por las ideas posteriores de Comte, que no deben verse como una contribución al desarrollo del método positivo.

[25] La menciona en su obra El desarrollo mental de los animales. Traducción castellana conocemos solamente de la primera parte, La Inteligencia Animal, por Antón y Ferrándiz. (Biblioteca Científica Internacional. Madrid).

[26] Guyau, Ensayo de una Moral sin obligación ni sanción. (Viuda de Rodríguez Serra, Madrid)

[27] Los estudios del profesor Lloyd Morgan, quien acaba de elaborar de nuevo su obra sobre el entendimiento entre los animales, dándole ahora el título de Animal's Behavior (Londres, 1900) No están todavía terminados; los menciono tan sólo porque prometen un desarrollo integro del problema, sobre todo desde el punto de vista de la Psicología comparada. Las demás obras que tratan el mismo problema —sobre todo el admirable estudio de Espinas, Les sociétés animales— están mencionadas en el Prólogo a mi libro La Ayuda Mutua.

[28] Kipling lo ha pintado admirablemente en sus relatos de Mangli.

[29] Según los zoólogos competentes hubo en la época terciaria cerca de mil especies de monos.

[30] Por medio de una fotografía instantánea se puede ver que al abrevadero donde toda clase de animales concurren en tropel, llegan de noche los leones en grupos.

[31] Véase La Ayuda Mutua, caps. I y II. He recogido muchos datos nuevos después de la publicación de esta obra, que corroboran todos este pensamiento.

[32] Estas reuniones están mencionadas, entre otros exploradores, por el conocido zoólogo profesor Keesler.

[33] Lástima que hasta ahora no se hayan publicado los hechos elocuentes acerca de la moral entre los animales que había recogido Romanes.

[34] Brandt-Sero, Decanaviden. (En la revista Man, 1901, pág. 166).

[35] Como ha dicho muy justamente Fouillée, todo razonamiento tiende a hacerse más y más objetivo, a renunciar a las consideraciones personales y a pasar poco a poco a consideraciones de orden general. (Fouillée: Critique des Systemes de la Moral Contemporaine. París, 1883, pág. 18). De este modo se forma poco a poco la moral social, es decir, la concepción de lo mejor posible.

[36] Véase la obra de Carlos Gross: El juego entre los animales.

[37] El lector encontrará muchos hechos para formar juicio sobre los comienzos de la Ética entre los animales comunicativos en los admirables trabajos de Espinas, el cual ha estudiado los varios grados de comunicatividad entre los animales en su libro Les Sociétés Animales (París, 1877), así como en el de Romanes sobre la inteligencia en los animales; en las obras de Huber y Forel sobre las hormigas y de Büchner sobre el amor entre los animales.

[38] Sobre la gran multitud de los antepasados muertos, Elías Reclús, hermano del geógrafo, ha escrito un pequeño pero substancioso libro, rico de hechos y de pensamiento, titulado Los primitivos (F. Granada y Cía. Barcelona).

[39] Spencer estudió detalladamente estos hechos en la mencionada obra Datos de la Ética.

[40] Descriptive Sociology, classified and arranged by Herbert Spencer, rompiled and abstracted by Davis Duncan, Richard Schappig and James Collier. Ocho tomos en folio.

[41] Probablemente, a medida que tuvo lugar el deshielo de la capa glacial llegando a alcanzar hasta los 50º, aproximadamente de latitud norte, estas tribus subieron poco en dirección septentrional empujadas por lo población creciente de las regiones meridionales (India, África Central), donde el hielo no existía.

[42] En los trabajos de Mikluia Maclay y algunos otros exploradores de Groenlandia y de Nueva Guinea se encuentran observaciones semejantes.

[43] Al enumerar estas bases de la moral entre los aleutas, Wenjaminoff añade también morir sin haber dado muerte a un solo enemigo. No he hecho mención de este caso porque entiendo que se trata de una falta de comprensión. Por enemigo no puede entenderse un miembro de la tribu puesto que según el mismo Wenjaminoff declara que entre una población de 60.000 almas ocurrió un solo asesinato en 40 años, que fue seguido de la venganza de toda la tribu. Por consiguiente el enemigo al cual se hace referencia tenía que pertenecer por fuerza a otra tribu y como quiera que, por otra parte, Wenjaminoff no nos dice que las tribus se hallaran en estado de lucha constante unas con otras hay que sacar la conclusión de que se trata del enemigo de la tribu que merecía la muerte en virtud de la ley de la venganza. Desgraciadamente este concepto lo tienen todavía hoy los defensores de la pena capital aun en los países llamados civilizados.

[44] La conservación del fuego tiene una gran gravedad. Según Mikluia Macley, entre los indígenas de Nueva Guinea donde él ha vivido, corre una leyenda según la cual se cuenta que los antepasados, después de haber permitido que el fuego se extinguiera, cayeron enfermos y no se restablecieron hasta después de haberlo recibido de nuevo de las islas vecinas.

[45] Cuando los buriatos matan un carnero, todos los miembros de la aldea, sin excepción, van hacia la hoguera donde se prepara el festín y toman parte en éste. Esto puede observarse entre los buriatos que viven en las montañas de Sayan, así como entre los indígenas de la región de Beriolenski.

[46] Para más detalles pueden consultarse con provecho las obras siguientes: Antrophologíe der Naturvolker de Waiz: Afríkanísche Jurísprudenz und die Geschlechtgenossenschaft der Urzeít de Post; Primitives Recht de Kowalewsky; Ancient Society de Morgan: The Eskimo Tríbes de Rink y una infinidad de estudios especiales de que se hace mención en estas obras y en mi libro La Ayuda Mutua.

[47] Véase la obra Der Mensch in der Geschichte (T. III), de Bastian; la de Grey Joumals of t.o Expeditions (T. II) y todas las relaciones de la vida de los salvajes que ofrezcan alguna garantía de seriedad. Sobre el miedo a la maldición véase la conocida obra del profesor Westermarck.

[48] Esta creencia en la gran muchedumbre de los muertos que vigila a los vivos está admirablemente descrita por Elías Reclús (hermano del geógrafo) en su libro sobre los pueblos primitivos.

[49] Algunos exploradores americanos califican estos ritos de danzas, pero en realidad tuvieron mucha más importancia. Sirvieron para mantener los usos establecidos de la caza, pesca y en general de toda la vida en común.

[50] El profesor Westermarck, en su vasto trabajo basado en el conocimiento de Marruecos, así como en el estudio de la literatura de los pueblos primitivos, ha probado cuanta importancia han tenido y tienen hasta ahora las maldiciones entre los usos y costumbres tradicionales. Un hombre sobre el cual pesa la maldición de sus padres, de toda la tribu o aun de un hombre aislado —por haberse negado a ayudarle o por haberle insultado— es presa de la venganza por parte de seres invisibles, de los espectros de los antepasados y de las fuerzas de la naturaleza.

[51] Metafísica significa en griego después de la Física, es decir lo que queda fuera de la Física. Así se calificó a una de las partes de la obra de Aristóteles.

[52] Ahora hay que examinar la justicia e injusticia: los actos que se refieren a ellas y entre qué extremos se encuentra lo justo. Así empieza su libro 5°, De la justicia.

[53] Se califica de hombre injusto —escribe— al que viola la ley, al que quita a los demás más de lo que debe, al que no trate a todos de igual modo. Así es que el concepto de la justicia significa para Aristóteles lo legal y lo equitativo, mientras que la injusticia representa lo ilegal y lo injusto. En cuanto a las leyes —sigue diciendo Aristóteles— las relaciones a que hacen referencia son variadísimas, teniendo en cuenta el bien de todos los hombres o solamente el de los mejores y más poderosos.

[54] En este sentido la justicia no es una parte de la virtud, sino toda la virtud y la injusticia no es una parte del vicio sino todo el vicio. (V. 3). Su concepto de la justicia como obediencia a las leyes le condujo, como era natural en un Estado basado en la esclavitud, al reconocimiento de la desigualdad entre los hombres.

[55] Esto se confirma con el proverbio dar a cada uno según su merecimiento. Todo el mundo está de acuerdo en que la justicia distributiva debe basarse en la idea del merecimiento. Pero el criterio del merecimiento no es el mismo para todos. Los que viven en un régimen democrático lo ven en la libertad. Los que viven en un régimen oligárquico en la riqueza y los que viven en un régimen aristocrático en la virtud. (V. 6). Y Aristóteles concluye su razonamiento con las palabras siguientes: Así hemos determinado los conceptos de justicia y de injusticia. Claro está que la acción justa es el término medio entre el acto de la injusticia y la obligación de sufrirla... Con frecuencia vuelve Aristóteles al mismo tema. En su libro De la Justicia aboga en favor de la esclavitud. En lo que se refiere a los derechos del amo sobre el esclavo y del padre sobre sus hijos, no es concebible la injusticia, porque se trata de propiedades. El esclavo o el hijo son como la parte del dueño o del padre, etc.

[56] En esta exposición sigo el admirable trabajo de J. M. Guyau, La Moral de Epicuro y sus relaciones con las doctrinas contemporáneas (Daniel Jorro, Madrid, 1907). También hay que citar las obras de Jodl, Wundt, Paulsen y otros.

[57] El cristianismo —observa Guyau— prometió a los hombres que los escogidos no permanecerían en las tinieblas subterráneas, sino que pasarían a las regiones celestes. Esto produjo un trastorno en los espíritus. Cada uno pudo abrigar la esperanza de figurar entre los escogidos.

[58] Guyau, ibid, libro III, cap. II.

[59] Guyau, ibid, lib. IV, cap. I.

[60] Epícteto llegó a considerar inútil el estudio de la naturaleza con el propósito de descubrir sus leyes esenciales. Nuestra alma, decía, las conoce directamente, pues se encuentra en comunicación con la Divinidad.

[61] El panteísmo naturalista de los primeros estoicos se transformó en Cicerón en un teísmo naturalista, escribe Jodl. Una análoga transformación del estoicismo era también compartida por Séneca. (Jodl, Historia de la Ética, t. 1, pág. 27).

[62] Eucken: La visión de la vida en los grandes pensadores (D. Jorro, Madrid).

[63] Guyau en su admirable estudio sobre Epicuro señala cómo, durante muchos siglos, sus doctrinas ejercieron considerable atracción sobre hombres de gran valor. Esta apreciación es muy justa. Hay que advertir, empero, que al lado de la élite se forma siempre una masa intelectual vacilante y sometida a la influencia de las doctrinas dominantes de la época. Para esta mayoría intelectual, débil precisamente, la Filosofía de Epicuro sirvió como justificativo de su indiferencia social. Al lado de esta mayoría abundaron los espíritus que trataron de encontrar un ideal en la Religión.

[64] Buda significa maestro.

[65] Después de la era glacial y de la que siguió a ésta durante el hundimiento de las capas glaciales, empezaron a secarse las mesetas del Asia Central que son ahora desiertas y contienen restos de antiguas ciudades de abundante población, hoy día cubiertas de arenas. La falta de agua obligó a la población de aquellas altiplanicies a bajar hacia el sur (hacia la India) y a subir hacia el norte, hacía las llanuras de Siberia. Desde allí se encaminaron hacía las fértiles tierras de la Rusia meridional y de la Europa occidental. Es fácil de comprender el horror que en sus migraciones los fugitivos inspiraban a los pueblos que vivían en las tierras donde iban apareciendo. Estos pueblos emigrantes vivían entregados al pillaje y exterminaban a las poblaciones que les oponían resistencia. Lo que soportó el pueblo ruso en el siglo XIII durante la invasión mongólica, Europa lo había sufrido ya durante los primeros siete u ocho siglos de nuestra era por parte de las hordas procedentes del Asia Central; España, y el sur de Francia pasaron por igual situación por parte de los árabes que, obligados por una análoga sequía, invadieronla Europa procedentes del Africa septentrional.

[66] Los disturbios de Judea habían empezado ya, probablemente, cuando Jesucristo comenzó su apostolado. (Véase Lucas, XIII. I y Marcos XV.7).

[67] Recién en 1859 o 1860 se autorizó en Rusia la publicación del evangelio en ruso y por mi parte conservo vivo el recuerdo de la honda impresión que este hecho produjo en Petrogrado. Anhelantes corríamos todos a la imprenta del Santo Sínodo, único lugar en donde era posible comprar el Evangelio en un idioma comprensible.

[68] Entre la abundante literatura que trata de la influencia ejercida sobre el Cristianismo por las ideas de Platón, sobre todo en sus conceptos del alma, merece mencionarse la obra de Harnack: Misión y propagación del cristianismo en los primeros tres siglos (edición alemana de 1902 e italiana, Fratelli Broca, Turín).

[69] Véase la descripción de la vida de los aleutas (que fabrican todavía cuchillos y flechas de piedra) y de los esquimales de Groenlandia.

[70] En la ley de Moisés y en el Levítico, libro ya citado, encontramos las palabras siguientes: No te vengues y no guardes rencor a los hijos de tu pueblo. Pero este mandamiento aparece aislado. En cambio, en otros lugares —sobre todo en el Éxodo— se consagraba la esclavitud provisoria (XXI. 2) Se autorizaba a castigar al esclavo y a la sirvienta con tal de que no murieran a consecuencia de ello uno o dos días después. En fin, como puede notarse en todos los pueblos de la época, regía en todas partes la ley de Talión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, herida por herida, etc. (XXI. 20 y 23-25).

[71] Sed pues sujetos a toda ordenación humana por respeto a Dios: ya sea al Rey como a superior; ya a los gobernadores como de él enviados para venganza de los malhechores, y para loor de los que hacen bien, escribía el apóstol Pedro cuando en Roma reinaban fieras como Calígula y Nerón (Epíst. l° II, 13 y 14), y luego: Siervos sed sujetos con todo temor a vuestros amos: no solamente a los buenos y humanos, sino también a los rigurosos (ibid, vers. 18). Por lo que a Pablo se refiere, sus consejos causan repugnancia y están en oposición decidida con la doctrina de Cristo: Toda alma se someta a las potestades superiores: porque no hay potestad sino de Dios: y las que son de Dios, son ordenadas; los magistrados son ministros de Dios que sirven a esto mismo, etc. (Epist. a los Romanos, XIII, 1-6). Ordenaba sacrílegamente a los esclavos que obedecieran a sus amos como a Cristo. Sobre todo aconsejaba obedecer a los amos fieles y amados, es decir, convertidos al cristianismo (VI, 2 y también en la Epist. a Tito, II, 9 y III, 1).

[72] Eugenio Sué, en su admirable novela Los Hijos del Pueblo: historia de una familia obrera, describe en una escena palpitante cómo el Gran Inquisidor reprocha a Cristo su excesiva misericordia para con las gentes. Dostoievsky, gran admirador de Sué, introdujo, como se sabe, una escena análoga en Los hermanos Karamazow. Para comprender hasta qué punto la Iglesia paralizó el libre desarrollo de la moral y asimismo de las ciencias naturales, basta recordar el poder que hasta el siglo XIX ejerció la Inquisición. En España fue abolida tan sólo en 1808 por el ejército francés, después de haber hecho durante 320 años 340.000 víctimas, de las cuales 32.000 fueron quemadas vivas, 17.656 fueron quemadas en efigie y 291.450 sufrieron otros castigos atroces. En Francia la Inquisición fue abolida tan sólo en 1772 y su fuerza era tal que obligó, incluso a Buffon a renunciar a sus conceptos sobre la formación de las capas geológicas. En Italia, a pesar de que la Inquisición fue suprimida en varías provincias a fines del siglo XVIII, no tardó en resucitar y mantenerse en la Italia central hasta la mitad del siglo XIX. En la Roma papal se mantienen aun restos de ella en forma de Tribunales secretos y una parte de los jesuitas en España, Bélgica y Alemania abogan por su restablecimiento.

[73] En los últimos tiempos se ha confundido con frecuencia, sobre todo en Alemania y en Rusia, los conceptos de cultura y civilización. Hacia el año 1860 la distinción entre ellos era clara. Por cultura se entendía entonces el desarrollo del confort exterior, de la higiene, de los medios de comunicación, etc., mientras que por civilización se entendía el desarrollo de la ciencia y del pensamiento, el genio creador y la aspiración a un sistema de vida más perfecto.

[74] Draper, en su Conflictos entre la Religión y la Ciencia, señala todas las infiltraciones paganas que ha sufrido el cristianismo. Pero no prestó la atención debida en la influencia que sobre él ejerció el budismo. Esta cuestión está aún por estudiar.

[75] Las obras del gran fundador de las ciencias naturales, Aristóteles, llegaron a conocimiento de la Europa medioeval en una traducción del árabe al latín.

[76] Las Cruzadas provocaron grandes fluctuaciones humanas. Un campesino esclavo que ingresara en las filas de los cruzados obtenía ipso facto la emancipación.

[77] Sobre esta época existen numerosos y admirables estudios que nunca se mencionan en las escuelas oficiales y Universidades. Los he citado en mi libro La Ayuda Mutua, donde figura también un breve estudio de la vida de las ciudades en la Edad Media.

[78] La obra admirable de Giordano Bruno, Spaccio della bestia trionfante, publicada en 1584, pasó casi desapercibida, así, como el libro de Charrón, De la Sagesse (1601; en la edición de 1604 están omitidas las páginas atrevidas sobre la religión), en el cual se hace la tentativa de fundar la moral en el sencillo sentido común del hombre; los Ensayos, de Montaígne (1588), en cambio, en los cuales se justificaba la existencia de varias religiones, tuvieron gran éxito.

[79] Incluso Jodl, el historiador de la Ética, cuya sensibilidad para todas las novedades es extraordinaria, tampoco apreció la idea de Bacon. Veía en ella un eco de la Filosofía griega y de la llamada lex naturalís, mientras que en realidad Bacon, deduciendo la moral de la sensibilidad propia en el hombre y en muchos animales, daba una explicación nueva y científico-natural de la moralidad.

[80] Véase la traducción francesa: Le droit de guerre et de paix (La haya, 1703).

[81] La revolución inglesa empezó en 1639. La primera obra de Hobbes, De Cive, fue publicada por primera vez en París en lengua latina y tan sólo en 1648 vio la luz en su patria en lengua inglesa. Su segunda obra, Leviathan, fue editada en Inglaterra en 1652.

[81] La revolución inglesa empezó en 1639. La primera obra de Hobbes, De Cive, fue publicada por primera vez en París en lengua latina y tan sólo en 1648 vio la luz en su patria en lengua inglesa. Su segunda obra, Leviathan, fue editada en Inglaterra en 1652.

[82] Así, en una nota al párrafo mencionado, Hobbes escribe: No niego que la necesidad de un apoyo en la niñez y la vejez obliga a los hombres a vivir en sociedades. La naturaleza nos empuja a la vida común; pero la sociedad civil no es una simple aglomeración de animales de la misma especie; la sociedad supone ligas y uniones mantenidas por leyes que tienen que estar determinadas y confirmadas por la promesa de que serán respetadas. Cuando le decían que si los hombres fueran como él los pintaba se hubieran evitado unos a otros, contestaba: Y así lo hacen. Antes de acostarse cierran las puertas. Llevan armas cuando viajan, etc., etc.

[83] La causa del miedo mutuo entre los hombres obedece a su igualdad natural, aparte del deseo que los anima de hacerse mutuamente daño (3 y 4). La desigualdad actual ha sido creada por la ley civil. Antes cuando regía la ley natural, cada uno era el árbitro superior para escoger los medios de conservación (8 y 9). En virtud de este derecho natural todo pertenece a todos.[10] Pero como esto hubiera conducido a la guerra, los hombres han concluido un contrato social que garantiza la paz y en virtud de la ley de la naturaleza se han obligado a respetarlo.

[84] La Filosofía moral —escribía Hobbes— no es otra cosa que la ciencia del bien y del mal en las relaciones de los hombres entre sí y en la sociedad humana. El bien y el mal son denominaciones que expresan nuestros deseos, tan diversos como diversos son los temperamentos, costumbres e ideas. Los hombres difieren por completo en sus conceptos del bien y del mal, de lo agradable y de lo desagradable. (De Cive, final del capítulo XV).

[85] De la palabra objeto, Spinoza se sirve igualmente para señalar los objetos inanimados y los seres vivos.

[86] En varios lugares de la Ética, afirma Spinoza que el hombre no es libre y que puede hacer tan sólo lo que emana de su naturaleza. Lo mismo dice por lo que se refiere a Dios. El ser eterno infinito que llamamos Dios o Naturaleza, está sometido a la necesidad misma en virtud de la cual existe.

[87] An Essay concerning Human Understanding, publicado en 1689, un año después de la implantación en Inglaterra de la monarquía constitucional.

[88] Treatise on Government (1689), Letters on Toleration y Reasonableness of Christianity.

[89] Si se le dice a un hombre que ha de tratar a los demás según quiera que se le trate a él, el interpelado preguntará: ¿y por qué? El Cristianismo contestará a esta pregunta diciendo que así lo ha ordenado Dios, mientras que un partidario de Hobbes dirá que lo exige la sociedad y que el estado (Leviathan) le castigará si no cumple esta regla. (Lib. 1. cap. III. 5). En general se elogia a la virtud no como una cualidad innata sino como una cosa útil.[6] Pero al luchar contra las ideas innatas, Locke dejaba de tener en cuenta la herencia, a pesar de que Bacon y en parte Spinoza la habían hecho ya entrar en sus sistemas.

[90] Sus principales obras son Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l' homme et l' origine du mal (1710); Nouveaux essais sur l'entendement humain (dirigidos contra Locke, escritos en 1704, publicados en 1760); Systeme nouveau de la Nature et de la communication des substances (1695). En español: Opúsculos filosóficos (Colección Universal, Calpe, Madrid).

[91] El Novum Organum de Bacon fue publicado en 1620, mientras que el Discurso del método de Descartes lo fue en 1637.

[92] Tan sólo uno de los amigos de Montaigne, Etienne de la Boetie (1530–1563) escribió una sátira admirable contra la tiranía. La servidumbre voluntaria, en la cual el autor opone al despotismo la libertad natural, la sana razón y la justicia. (Nota de N. Lebedeff).

[93] En la 1ª. Edición de su Tratado de Sabiduría aparece un párrafo —quitado en las ediciones posteriores— en el cual Charrón admite la piedad y la religiosidad, pero no para inspirar al hombre la moral, que ha nacido con él y le ha dado la naturaleza, sino para que la moral tome una forma definitiva y perfecta. Esto demuestra que el reconocimiento de la moral como una cualidad innata del hombre está mucho más desarrollada entre los pensadores que lo que se cree generalmente a través de sus escritos.

[94] Por las cartas de Descartes a su amigo Mersenne (Junio de 1633 y Enero de 1634, publicadas en la Historia del Materialismo de Lange, en la nota 69, a la 2a parte del primer tomo) se sabe que al informarse de que la Inquisición había encarcelado otra vez a Galileo y condenado su libro se declaró dispuesto a renunciar a la exposición de sus ideas sobre el movimiento de la Tierra.

[95] Exercitaciones paradoxica adversus Aristotelem. De esta obra Gassendi suprimió cinco capítulos que combatían las ideas astronómicas de Aristóteles y Ptolomeo, autores protegidos por la Iglesia; tan sólo unos cinco años antes de la publicación de este libro había sido quemado vivo por una obra análoga Vanini. Posteriormente publicó Gassendi dos escritos sobre Epicuro, cuando era aun profesor del Colegio de Francia. Pero su obra fundamental, Syntagma philosophia Epicuri, apareció recién después de su muerte.

[96] Dictionnaire Historique et Critique, publicado por primera vez en Rotterdam en 1696, en dos volúmenes. Luego en 1820 en 16 tomos. Con motivo de la aparición de un cometa en 1680, Bayle, en un folleto titulado Pensamientos diversos sobre el cometa —prohibido inmediatamente después de su aparición— expresó por primera vez sus ideas antirreligiosas.

[97] Systeme Social, tomo I, pág. 17.

[98] Los utilitaristas ingleses aprovecharon también las ideas de Holbach.

[99] No se puede calificar a Voltaire, naturalmente, de revolucionario, ni aun de demócrata. No reclamó nunca la abolición del régimen social existente, y si habló de la igualdad humana fue en términos generales. En la sociedad, decía, los hombres representan papeles distintos. Todos son iguales como hombres, pero desiguales en tanto que miembros de la sociedad. Su ideal político era el despotismo ilustrado, preocupado del bien del pueblo. (Pensées sur L'Administration, tomo V, pág. 351).

[100] Es absurdo —decía Shaftesbury— pretender que los hombres viven en su estado natural separados unos de otros. Lo más precioso del hombre es su afección a la sociedad y a sus semejantes. Y añadía: Si estos hombres tuvieron la misma estructura que nosotros, si poseyeron una memoria y el sentido de la afección, no pudieron vivir fuera de la sociedad. Shaftesbury señalaba la debilidad de los niños y la necesidad de protegerlos: Es muy natural —decía— que las necesidades de la familia hayan conducido a la formación del clan y luego de la tribu. Es evidente que la sociedad es un estado natural para el hombre y que éste no ha podido vivir nunca de otro modo que en sociedades. (Pág. 319). Hume, como veremos, repitió la misma idea.

[101] He aquí lo que dice Shaftesbury de sí mismo en su obra Los Moralistas: Siendo lo que se llama ahora realista respecto a la virtud, tiendo a demostrar que existe algo no arbitrario, o por decirlo así, no artificial en la naturaleza de las cosas, independiente de su origen, de su modo, de la voluntad y aun de la voluntad suprema. En otro lugar escribió: Ni el miedo ante el infierno ni mil otros miedos ante la divinidad podrán despertar la conciencia moral donde no exista la concepción de lo que es malo, odioso o repugnante. En cambio donde este concepto existe actúa ya la conciencia moral y por lo tanto —también independiente de toda circunstancia externa— el miedo del castigo. (Lib. II, parte II, 1, pág. 120). Merece asimismo ser citado el párrafo siguiente: Habréis oído hablar, amigo mío, por supuesto, de que el mundo está gobernado por la utilidad personal pero se me antoja a mí que la pasión, el humor, el capricho, los celos, el espíritu de partido, así como mil otros motivos opuestos a la utilidad personal, influyen muchísimo en el funcionamiento de esta máquina. (An Essay on the Freedom of Wit and Humour). Y añade: En realidad la benevolencia y la generosidad, la bondad y la amistad, las inclinaciones naturales y las sociales tienen la misma importancia en la vida moral. Shaftesbury hablaba con ironía mordaz de Hobbes y de los demás defensores de la explicación egoísta de la vida. No cabe duda —escribía— que todos aspiramos a la felicidad, pero la cuestión está en saber si la conseguimos siguiendo la naturaleza y nuestras inclinaciones o bien luchando contra ellas y obedeciendo tan sólo a la utilidad personal, al egoísmo y aun al mero deseo de conservar la vida. (Págs, 120 y 121) En nada llega tanto el hombre a ser el mismo como en su temperamento y en las características de sus inclinaciones y pasiones. Cuando pierde lo que en él es varonil y honorable, se pierde tanto así mismo como si ya no tuviera entendimiento ni memoria. Conviene añadir todavía que Shaftesbury negaba el libre albedrío.

[102] Sus principales obras: Tratado de la naturaleza humana (Londres, 1738-40. Publicado en la Colección Universal Calpe. Madrid). Investigación acerca de los principios de la moral (Edinburgo, 1751). Investigación acerca del entendimiento humano (Londres, 1748) e Historia natural de la Religión (Londres, 1752)

[103] Historia natural de la Religión (en los Ensayos y Tratados sobre cuestiones diversas. Basilea, 1793).

[104] Investigaciones acerca de los principios de la moral (en los Ensayos y Tratados sobre cuestiones diversas).

[105] Historia natural de la Religión (tomo IV, págs. 70-71): Las personas que ejecutan los actos más criminales y peligrosos son ordinariamente las más supersticiosas. Su devoción y su fe religiosa crecen al mismo tiempo que su miedo.

[106] Hume demostró perfectamente, como lo ha notado Jodl, que la moral no puede ser nunca activa si no tiene por base y origen al sentimiento; pero olvidó la capacidad del hombre para formarse un ideal moral. Los hechos de la vida moral, son concebibles tan sólo cuando se supone la existencia de ideales nacidos gracias a la educación y a la experiencia, en los cuales el elemento intelectual y el práctico están estrechamente ligados en la aspiración a realizarlos. (Jodl, Historia de la Ética, tomo I, cap. VII). En otras palabras, el sentimiento y la razón son igualmente necesarios para la elaboración de las ideas morales y para su transformación en fuerzas motrices de todos nuestros actos.

[107] Smith atribuye tanta importancia a esta explicación de los sentimientos morales que incluso ha titulado su libro Teoría de los sentimientos morales o tentativa de estudio de los principios según los cuales los hombres juzgan la conducta y el carácter de sus semejantes y luego de sí mismos.

[108] Al leer lo que Smith ha escrito sobre la justicia resulta, en conjunto, difícil distinguir los puntos de vista propios de Smith de las opiniones de los juristas.

[109] He aquí cómo Smith explica las ideas de los utilitaristas sobre el desarrollo de la moral. Desde el punto de vista filosófico —escribía—, la sociedad humana es como una máquina en actividad cuyos múltiples movimientos producen agradables y bellos efectos. Cuantas menos perturbaciones hay en una máquina, tanto mejores son los efectos que produce. Lo mismo ocurre con la sociedad. Ciertos actos causan perturbaciones y otros son innocuos. Y cuantas menos perturbaciones se producen en la sociedad, tanto más fácil y amena es la vida en la misma. Pero no son las ventajas que proporcionan los actos favorables lo que empuja al hombre a simpatizar con ellos; al leer en la historia las cualidades de tal o cual héroe, simpatizamos con él, no porque éstas pudieran sernos ahora útiles, sino porque imaginamos lo que hubiéramos experimentado al vivir en aquellos tiempos ya pasados. Esta simpatía hacia las figuras del pasado no puede considerarse, pues, como una manifestación de nuestro egoísmo. En general, decía Smith, el éxito de la teoría que explica la moral por el egoísmo, obedece a un concepto falso de la simpatía.

[110] Hay sin embargo una virtud —escribía Smith— cuyas reglas generales determinan exactamente los actos exteriores. Esta virtud es la justicia... En las demás virtudes estamos con frecuencia guiados por consideraciones ajenas a las finalidades de nuestra conducta. Pero este no es el caso en la justicia. (Libro III, cap. VI).

[111] La Filosofía moral de Kant está expuesta en tres obras: Fundamentos de la Metafísica de las costumbres (1785), publicada en la Colección Universal, Calpe. Madrid; Crítica de la Razón Práctica (1788) (V. Suárez, editor, Madrid) y Metafísica de las costumbres (1797).

[112] Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón.

[113] Idea en el sentido que Kant da a esta palabra.

[114] Por las cartas de Bakunin, por ejemplo, sabemos la gran influencia que ejerció la Filosofía de Schelling sobre la joven generación rusa que rodeaba a Stankewitsch y a Bakunin, Pero a causa de los elementos místicos que contenía esta Filosofía, a pesar de la agudeza de algunos de sus postulados, no tardó en eclipsarse por el desarrollo del pensamiento científico.

[115] Filosofía del Derecho (1821), Fenomenología del espíritu, Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

[116] Godwin, Investigación sobre la justicia política e influencia sobre la virtud y la felicidad en general (2 vols, Londres. 1793). En la segunda edición fueron suprimidas las opiniones de carácter anarquista y comunista del autor por temor a las persecuciones de que eran víctimas los amigos republicanos de Godwin.

[116] Godwin, Investigación sobre la justicia política e influencia sobre la virtud y la felicidad en general (2 vols, Londres. 1793). En la segunda edición fueron suprimidas las opiniones de carácter anarquista y comunista del autor por temor a las persecuciones de que eran víctimas los amigos republicanos de Godwin.

[117] La primera edición apareció en dos tomos en 1834.

[118] El Utilitarismo apareció primero en la revista Praser's Magazine, en 1861 y después, en forma de libro, en 1863.

[119] En los tiempos en que existía aún el feudalismo, la enorme mayoría de los terratenientes creía o aseguraba que estos esclavos no pueden tener sentimientos elevados y nobles como los demás hombres y el gran mérito de Turgueniev y de otros escritores rusos consistió en demostrar que ello es falso. Un menosprecio idéntico hacía los obreros pudo observarse en las últimas décadas del siglo XIX en ciertos círculos ingleses, a pesar del espíritu democrático del pueblo inglés.

[120] Jouffroy, Curso de derecho natural (págs. 38-90).

[121] Conservación de la energía, teoría mecánica del calor, análisis espectral, homogeneidad de la materia de los cuerpos celestes, psicología fisiológica, etc.

[122] Comte fundó su Iglesia positiva y una nueva religión, cuya divinidad superior era la Humanidad. Esta religión de la Humanidad tenía que substituir según Comte al Cristianismo. La religión positiva se mantiene todavía entre un reducido circulo de discípulos, los cuales no quieren suprimir sus ritos porque les atribuyen una importancia educadora.

[123] En el trabajo de Andrés Lichtenberger, El socialismo en el siglo XVIII se encontrará un considerable material relativo a las tendencias socialistas de la época.

[124] La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, tomo I.

[125] Jodl cae aquí en el mismo error que Proudhon al identificar la moral con la justicia, que a mi entender no es más que un elemento de la moral.

[126] Jodl, Historia de la Etica, Tomo II.

[127] Ideas admirables sobre la Ética y la justicia se encuentran no sólo en La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, sino también en Sistema de las contradicciones económicas, Filosofía de la miseria, Idea general sobre la revolución del siglo XIX y ¿Qué es la propiedad? El mal intencionado folleto de Marx, Miseria de la filosofía, escrito contra Proudhon, no ha rebajado en lo más mínimo el valor de su obra. El sistema ético de Proudhon estaba ya formado antes del año 40 del siglo XIX, es decir, antes de que comenzara su carrera de escritor.

[128] De la justicia en la Revolución y en la Iglesia, 1838, Ensayo II.

[129] Ibid, pág. 196.

[130] Añadiré tan sólo que justamente lo mismo encontramos en las reglas de vida de las sociedades salvajes. Véase mi libro La Ayuda mutua como factor de la evolución.

[131] En ce qui touche les personnes, hors de l´égalité point de justice.

[132] Proudhon añadía: La fórmula comunista —a cada uno según su necesidad, de cada uno según su capacidad— puede ser adoptada tan sólo en la familia. La fórmula de Saint-Simon: a cada uno según su capacidad, es la negación absoluta de la igualdad. En el falansterio de Fourier se reconoce el principio de la mutualidad, pero se repudia la justicia para con cada individuo aislado. Mucho más sencillo y digno es el principio adoptado desde hace mucho tiempo por la humanidad: deben valorizarse tan sólo los resultados de la producción, lo que no repugna a la dignidad personal y la organización económica se reduce a una fórmula sencilla: el intercambio.

[133] Proudhon escribió esto en 1858. Desde entonces muchos economistas han dicho lo mismo.

[134] El hombre es un ser razonable y trabajador, el más laborioso y sociable de todos, que tiene como principal finalidad no el amor, sino la ley, que es más elevada que el amor. De ahí el espíritu de sacrificio heroico para con las ciencias, sacrificio desconocido de las masas; de ahí los mártires del trabajo y de la industria, de los cuales nada dicen las novelas y el teatro; de ahí los mártires de la libertad y de la patria... Dejadme que me incline ante vosotros que habéis sabido rebelaros y morir en 1789, 1792 y 1830. Estáis más presentes que nosotros que hemos renunciado a nuestra libertad... Dar luz a una idea, producir un libro, un poema, una máquina, en una palabra, crear una obra acabada, prestar un servicio al país o a la Humanidad, salvar la vida a un hombre, hacer algo bueno, corregir una injusticia, todo esto constituye la reproducción de nosotros mismos en la vida social, como, procreando, nos reproducimos en la vida orgánica. La vida del hombre alcanza su plenitud satisfaciendo las condiciones siguientes: amor en los hijos y la familia; trabajo en la producción; sociabilidad en la justicia, es decir, participando en la vida de la sociedad y en el progreso de la Humanidad. (La Justicia en la Revolución y en la Iglesia, vol. II, Ensayo V).

[135] Darwin: El Origen del Hombre, edición inglesa de 1859. cap. IV.

[136] Spinoza también menciona la ayuda mutua entre los animales (mutuam juventum) como un rasgo importante de la vida social. Claro está que las especies animales que han poseído el sentido de la ayuda mutua más desarrollado han tenido más probabilidades de éxito en la lucha por la existencia, lo que a su vez les ha desarrollado más el instinto social. En las sociedades humanas, gracias al don de la palabra y por consiguiente de la leyenda, aumentó la influencia de las personas observadoras y experimentadas. Es natural que, de las especies animales que más se acercaron al hombre y con las cuales estaba éste en lucha continua por la existencia, sobrevivieran aquellas que tenían más desarrollado el sentido de la ayuda mutua, es decir, en las cuales el sentido de conservación social era más fuerte que el de conservación personal, que a veces llega a perjudicar los intereses de la especie.

[137] En una de sus cartas escribió Darwin: No se han fijado en esto probablemente porque sobre el problema había muy poco escrito. Lo mismo ocurrió con sus ideas morales. En nuestro siglo capitalista y mercantil, la lucha por la existencia ha tenido tanto éxito que la gente no se ha fijado en las otras ideas de Darwin.

[138] Editada el mismo año en forma de folleto. Más tarde Huxley escribió para ella un prólogo que desde entonces acompaña dicha lección en todas las ediciones de sus Ensayos (Mac Millan, Londres).

[139] La palabra agnóstico fue por primera vez introducida por un pequeño grupo de escritores no creyentes que se reunían en la casa de James Knowles, director de la revista Nineteenth Century. Prefirieron usar la palabra agnosticismo (negación de la gnosis, de la revelación) a ateísmo.

[140] Miwart: Evolución del profesor Huxley, en la revista, Nineteenth Century, Agosto 1893.

[141] Nota 19 del folleto Evolución y Ética, publicado en Collected Essays.

[142] Cuando me decidí a dar en Londres una conferencia sobre la ayuda mutua entre los animales, Knowles, el director de la revista Nineteenth Century, que se interesó mucho por mis ideas y habló de ellas a su amigo Spencer, me aconsejó que invitara a presidirla a Romanes. Así la hice: Romanes aceptó la presidencia. Terminada la conferencia, pronunció unas palabras sobre la significación de mi estudio, resumiéndolo en los términos siguientes: Kropotkin ha demostrado, sin duda, que aunque en la naturaleza continúa la guerra exterior entre todas las especies, las guerras interiores son muy reducidas, ya que en muchas especies predomina la ayuda mutua y la colaboración en formas variadísimas. La lucha por la existencia, dice Kropotkin, hay que entenderla en sentido metafórico. En este momento dije en voz baja a Romanes: Fue Darwin y no yo quien ha dicho esto. Romanes lo repitió en voz alta y confirmó que la lucha por la existencia de Darwin hay que entenderla no en un sentido directo. Si Romanes hubiera podido trabajar un año o dos más nos hubiera dado una obra notable sobre la moral de los animales. Ciertas observaciones suyas sobre su propio perro son admirables y ya muy conocidas. Es de lamentar que los darwinistas ingleses no hayan publicado sus ricos materiales.

[143] Aquí se interrumpe el manuscrito de Kropotkin sobre este capítulo (Observación de N. Lebedeff).

[144] De acuerdo con este concepto general de la Filosofía, Spencer publicó bajo el título general de Filosofía Sintética, las obras siguientes: Los primeros principios, Principios de la Biología, Principios de la Psicología, Principios de la Sociología y tan sólo más tarde Principios de la Ética.

[145] Véase la primera edición de: De la Justicia Política. En la segunda edición las ideas comunistas del autor fueron suprimidas probablemente debido a las persecuciones realizadas contra los amigos políticos de Godwin.

[146] Véase su obra, The proper Sphers of Government.

[147] Expongo casi verbalmente lo que Spencer escribió en el prólogo de 1893 sobre el contenido de su Estática Social y de sus Principios de la Ética. Esto prueba que concibió su Ética evolucionista antes de la publicación de la obra de Darwin, El origen de las especies. Pero no cabe duda que las ideas de Augusto Comte ejercieron mucha influencia sobre las de Spencer.

[148] La adaptación integral de los actos a lo que es necesario para el mantenimiento de la vida personal y la educación de los hijos, de tal modo que los demás puedan hacer lo mismo, supone, según Spencer, la disminución y supresión de la guerra entre los miembros de la sociedad.

[149] Principios de la Ética, parte 1, 16.

[150] Principios de la Etica. 18–23 del cap. 1.

[151] Sidgwick, al oponerse al hedonismo, es decir, a la doctrina que explica la moral por la aspiración al placer personal o social, afirmó que es imposible medir los placeres o los disgustos que pueden resultar de tal o cual acto, como afirmaba Mill. Spencer contestando a Sidgwick llegó a la conclusión de que este género de utilitarismo que calcula las consecuencias posibles de los actos no es más que el prólogo del utilitarismo racional. Poco a poco el medio para alcanzar la felicidad se transforma en finalidad moral. Los actos buenos se convierten en costumbres y el hombre ya no debe preguntarse en cada caso aislado: ¿qué me proporcionará más placer, ayudar al hombre que está en peligro o no ayudarlo? Muchos actos de la conducta han pasado ya a ser la costumbre misma.

[152] He aquí los títulos de esos capítulos: Relatividad de los dolores y placeres, El egoísmo contra el altruismo, El altruismo contra el egoísmo, Reflexión y compromiso, El acuerdo.

[153] El capítulo que Spencer dedica a esta cuestión merecería que lo reprodujéramos enteramente pero es demasiado largo. Del problema de la justicia, Spencer se preocupa también en el cap. IX, cuando contesta las observaciones de Sidgwick contra el hedonismo. En él, Spencer expuso que a medida que se desarrolla el hombre, los medios para la satisfacción de sus deseos se complican más y más. Con frecuencia persigue no el mismo objeto de sus deseos, como ciertos placeres o el enriquecimiento, sino los medios para alcanzarlos. Así se elabora, poco a poco, gracias a las inclinaciones a lo agradable, un utilitarismo racional que al desenvolverse en la vida busca un acuerdo con ciertos principios de la moral. Es falsa, nota Spencer, la afirmación de que la justicia es para nosotros inconcebible, como pensaba Bentham. Los pueblos primitivos no tienen una palabra que signifique felicidad, pero sí la tienen para significar justicia. Según Aristóteles: es injusto el que se apropia de más de lo que le pertenece y esta regla es estrictamente conservada y practicada aun por los salvajes más primitivos. En general Spencer tenía razón al afirmar que la justicia, como base de vida, es más concebible que la felicidad.

[154] Spencer se sirve de la palabra Estado para señalar todas las formas sociales, pero en realidad esta palabra debería aplicarse sólo a las sociedades centralizadas, y con un régimen jerárquico, que se formaron ya en Grecia, después de Filipo y Alejandro de Macedonia, en Roma hacia el fin de la República y en Europa a partir de los siglos XV y XVI. En cuanto a las federaciones de los pequeños pueblos a las ciudades libres de la Edad Media, con sus ligas nacidas en los siglos XI y XII, no puede decirse que fueran Estados sino federaciones, uniones, etc. Calificar de Estado a la Galia de los Merovingios, a las federaciones mongoles de los tiempos de Gengis Khan y, repitámoslo, a las ciudades libres de la Edad Media, no corresponde a la verdad. Para todas estas cuestiones véanse los capítulos V, VI y VII de mi libro La Ayuda Mutua.

[155] Véase mi libro La Ayuda Mutua.

[156] Darwin, en su libro El origen del hombre, ha cambiado mucho sus ideas sobre la lucha por la existencia expresadas anteriormente en El origen de las especies.

[157] La moral de Epicuro y sus relaciones con las doctrinas contemporáneas (1874). Esta obra ha sido coronada por la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas.

[158] La moral inglesa contemporánea.

[159] Esbozo de una moral sin obligación ni sanción (8a. edición, París 1907, con un prólogo de Alfredo Fouillée). Fouillée en su libro Nietzsche y el inmoralismo, dice que Nietzsche se ha servido largamente del ensayo de Guyau y que tenía siempre este libro en la mesa de su despacho. Para el estudio de la Filosofía de Guyau véase las obras de Fouillée: El arte, la moral y la religión, según Guyau y Moral de las ideas-fuerza.

[160] Ya hemos señalado en el capítulo segundo de este libro que las aspiraciones morales del hombre han sido el resultado de la vida social de las varias especies animales y del hombre mismo. Sin la sociabilidad, ninguna especie animal hubiera triunfado en la lucha áspera contra las fuerzas de la naturaleza.

[161] La moral, escribía Guyau, no es otra cosa que la unidad (integración), la armonía interior del ser humano, mientras que la inmoralidad consiste en la contradicción entre las varias capacidades humanas, que en este caso se rechazan mutuamente.

[162] En varias tribus salvajes de Norte América es ejecutado todo aquel que durante el rito religioso tiene la desgracia, ante la vista de las mujeres, de perder su máscara. En este caso se dice que ha sido muerto por un espectro. El rito tiene por objeto la intimidación.

[163] Aquí termina el manuscrito de Kropotkin. Observación de N. Lebedeff.


Recuperado el 16 de junio de 2013 desde kclibertaria.comyr.com
Obra póstuma e incompleta de Piotr Kropotkin. Digitalizado por Chantal López y Omar Cortés para Ediciones Antorcha basado en la edición publicada por la Editorial Americalee, el 20 de agosto de 1945.