Título: ¿Qué es la Ecología Social?
Autor/a: Murray Bookchin
Fecha: 1993
Fuente: Difusora Virtual Libertad
Notas: Según la bibliografía preparada por Janet Biehl sobre M. Bookchin, este es uno de los muchos artículos titulados de forma similar. Este artículo originalmente fue publicado como parte del volumen colectivo: “Environmental Philosophy: From Animal Rights to Radical Ecology”; comp. Michael E. Zimmerman/Englewood Cliffs; New Jersey, Prentice Hall, 1993, pp. 354-73. No cuenta con traducciones anteriores al español. Traducción: Eleuterio Ácrata basado en la versión publicada en dwardmac.pitzer.edu. S. M. de Tucumán, Argentina, 2013-2014.

        Naturaleza y Sociedad

        Jerarquía social y dominación

        La idea de dominar la naturaleza

        “¡Crece o muere!”

        Una sociedad ecológica

Lo que literalmente define la ecología social como “social”, es el reconocimiento del hecho —frecuentemente ignorado— de que casi todos nuestros problemas ecológicos surgen de nuestros profundamente enraizados problemas sociales. Inversamente, los actuales problemas ecológicos no serán claramente entendidos, mucho menos resueltos, sin atender a la solución de los problemas de la sociedad. Para ser concretos: los conflictos económicos, étnicos, culturales y de género, entre muchos otros, que subyacen en el corazón mismo de las más serias dislocaciones ecológicas que enfrentamos hoy en día —dejando de lado, aquellos que son producidos por catástrofes naturales.

Si esta aproximación les parece demasiado “sociológica” a aquellos ambientalistas quienes identifican los problemas ecológicos con la preservación de la vida salvaje, de la naturaleza, o más comúnmente, con “Gaia” y la “Unicidad” planetaria, puede ser esclarecedor el considerar algunos hechos recientes. El masivo derrame de petróleo del buque-tanque de Exxon en la bahía Príncipe William,[1] la deforestación extensiva de secoyas por la Corporación Maxxam, y la propuesta de una hidroeléctrica en la Bahía James, proyecto que podría inundar vastas áreas de los bosques del norte de Quebec, por citar algunos pocos problemas; deberían recordarnos que el verdadero campo de batalla dónde se decidirá el futuro ecológico del planeta es uno claramente social.

De hecho, el separar los problemas ecológicos de los problemas sociales —o incluso el pasar por alto o el dar por supuesta esta crucial relación— podría producir una grosera malinterpretación de las fuentes de la creciente crisis medioambiental. El modo en que los seres humanos se relacionan unos con otros como seres sociales es crucial para entender la actual crisis ecológica. A menos que reconozcamos esto claramente, seguramente fallaremos en ver que la mentalidad jerárquica y las relaciones de clase que tan plenamente penetran en nuestra sociedad son el fundamento mismo de la idea de la dominación sobre el mundo natural.

A menos que aceptemos que la presente sociedad de mercado, estructurada alrededor del brutal imperativo “crece o muere”, es un mecanismo auto-operado profundamente impersonal, vamos a tender a culpar falsamente a la tecnología en sí misma por cosas tales como los problemas medioambientales o de crecimiento poblacional. Manteniéndonos ignorantes sobre sus raíces causales, como el comercio por ganancia, la expansión industrial y la identificación del “progreso” con el interés de las corporaciones. En breve, tendemos a enfocarnos en los síntomas de una patología social severa, más que en la patología en sí misma, y nuestros esfuerzos están a dirigidos alcanzar fines de tipo cosmético, más que curativo.

Mientras que algunos han cuestionado sí la ecología social ha tratado adecuadamente las cuestiones de la espiritualidad, ella estuvo, de hecho, entre los más tempranos promotores de la ecología contemporánea que llamaban a realizar un cambio radical de los valores espirituales existentes. Tal cambio implica por los menos la transformación de la presente mentalidad de dominación por una de complementariedad, que nos permitiría ver nuestro rol en el mundo natural como creativo y de soporte, apreciando profundamente las necesidades de las formas de vida no-humana. En la ecología social, una verdadera espiritualidad natural se centra en la habilidad de despertar en la humanidad la función de agentes morales en la disminución del sufrimiento innecesario, comprometiéndonos con la restauración ecológica y fomentando una apreciación estética de la evolución natural en toda su fecundidad y diversidad.

Por lo tanto, a la ecología social no se le ha escapado nunca la necesidad de un cambio radical de espiritualidad o mentalidad en su llamado a realizar el esfuerzo colectivo de cambiar la sociedad. De hecho, en una fecha tan temprana como 1965, la primera declaración pública que anunciaba las ideas de la ecología social concluida con el imperativo: “La estructura mental que hoy organiza las diferencias entre humanos y otras formas de vida a lo largo de una línea jerárquica de “supremacía” o “inferioridad” tiene que dar paso a una mirada que trata con la diversidad de un modo ecológico —aquel que está de acuerdo con una ética de la complementariedad”.[2] De acuerdo con tal ética, los seres humanos complementan a los seres no-humanos con sus propias capacidades para producir un todo más rico, creativo y desarrollado —no como la especie “dominante” sino como una que colabora. A pesar de que esta idea, expresada unas veces como el deseo de una “re-espiritualización del mundo natural”, aparece en toda la literatura de la ecología social, la misma no debe confundirse con una teología que levanta deidad alguna sobre el mundo natural o que busca encontrar uno dentro él. La espiritualidad propugnada por la ecología social es definitivamente naturalista (como uno podría esperar, dada su relación con la ecología misma, que es un tallo de las ciencias biológicas), antes que supernatural o panteísta.

El priorizar cualquier forma de espiritualidad sobre los factores sociales erosiona todas las formas de espiritualidad, y levanta serios interrogantes sobre la habilidad de uno para percibir la realidad. Mientras un mecanismo social ciego, el mercado, está convirtiendo la tierra en arena, cubriendo suelos fértiles con concreto, envenenando el aire y el agua, y produciendo cambios climáticos y atmosféricos, no podemos ignorar el impacto que la sociedad jerárquica y de clases ha producido sobre el mundo natural. Debemos tratar honestamente con el hecho de que el crecimiento económico, la opresión de género y la dominación étnica —por no hablar de los intereses de las corporaciones, los estados y las burocracias— son mucho más capaces de contornear el futuro del mundo natural que las formas privadas de auto-regeneración espiritual. Estas formas de dominación deben ser confrontadas por la acción colectiva y los grandes movimientos sociales deben desafiar las fuentes sociales de la crisis ecológica, no sólo por medio de las formas personales de consumo e inversión que generalmente son la firma del “capitalismo verde”. Vivimos en una sociedad altamente cooptativa cuya única ambición es encontrar nuevas áreas de expansión comercial, agregándole un discurso ecológico a su publicidad y una atención al cliente personalizada.

Naturaleza y Sociedad

Empecemos, entonces, con lo básico —es decir, preguntándonos qué son la naturaleza y la sociedad. De entre las muchas definiciones de naturaleza que se han formulado a lo largo del tiempo, una es más elusiva y frecuentemente más difícil de captar porque requiere una forma de pensamiento que es extraña a aquella que popularmente llamamos “pensamiento lineal”. Esta forma “no-lineal” u orgánica de pensamiento es más procesual que analítica, o, en términos más técnicos, más dialéctica que instrumental. La naturaleza, entendida desde la perspectiva del pensamiento procesual, es más que las hermosas vistas que apreciamos desde la cima de las montañas o que las imágenes de los portarretratos. Tales vistas e imágenes de la naturaleza no-humana son básicamente estáticas e inmóviles. Nuestra atención, démoslo por cierto, puede ser raptada por el vuelo del halcón, o los agitados saltos del ciervo, o la carrera entre sombras del coyote. Pero lo que realmente estaríamos atestiguando en tales casos es la mera cinética del movimiento físico, capturada en la estructura de una imagen esencialmente estática que se muestra delante de nosotros. Nos engaña para que creamos en la “eternidad” de un solo momento en la naturaleza.

Si observamos con algún cuidado dentro la naturaleza no-humana como algo que es más que una vista escénica, comenzamos a sentir que es básicamente un fenómeno que nos envuelve, ricamente fecundo y a veces dramático en su desarrollo siempre cambiante. Intento definir la naturaleza no-humana precisamente como un proceso envolvente, como la totalidad de su evolución de hecho. Esto abarca el desarrollo de lo inorgánico en lo orgánico, del menos diferenciado y relativamente limitado mundo de los organismos unicelulares en aquellos multicelulares equipados con un simple, luego complejo y, actualmente, un plenamente inteligente aparato neuronal que les permite hacer elecciones innovadoras. Finalmente, la adquisición de sangre caliente les da a los organismos la asombrosa capacidad de existir en los más demandantes ambientes climáticos.

Este vasto drama de la naturaleza no-humana es en cada aspecto extraordinariamente magnifico. El mismo es producido por el incremento de la subjetividad, la flexibilidad y por medio una creciente diferenciación que produce un organismo más adaptable ante los nuevos retos y oportunidades ambientales; y genera un ser vivo mejor equipado para alterar su ambiente con la finalidad de satisfacer sus necesidades. Uno puede especular de qué se trata de la potencialidad de la materia en sí misma —la incesante interacción de los átomos formando nuevas combinaciones químicas para producir siempre moléculas más complejas, aminoácidos, proteínas y, en las condiciones adecuadas, formas elementales de vida— que es inherente en la naturaleza inorgánica. O uno puede decidir, con bastante naturalidad, que la “lucha por la existencia” o la “supervivencia del más apto” (por usar términos darwinianos populares) explican porque de modo creciente seres más subjetivados y flexibles son capaces de tratar con los cambios del ambiente de manera más efectiva que otros que lo son menos. Pero permanece el hecho de que cierto drama evolutivo como el que he descripto ocurrió y esta tallado en la piedra como registro fósil. El que la naturaleza es esté registro, está historia y esté desenvolvimiento o proceso evolucionario, es un hecho manifiestamente claro.

El concebir la naturaleza no-humana en su propia evolución en vez de como una simple vista tiene profundas implicaciones —éticas tanto como biológicas— para las personas con conciencia ecológica. Los seres humanos plasman, al menos potencialmente, los atributos del desarrollo no-humano que los sitúan directamente en el camino de la evolución orgánica. Ellos no son “extraños en la naturaleza”, por usar una expresión de Neil Evernden, extranjeros “exóticos”, “deformidades” filogenéticas que, poseyendo capacidades para crear herramientas, “no pueden evolucionar con un ecosistema en ningún lugar”.[3] Ni son ellos las “pulgas inteligentes”, por usar el lenguaje de los teóricos gaianos quienes creen que la tierra (Gaia) es una organismo viviente. Estás infundadas desconexiones entre la humanidad y el proceso evolucionario son tan superficiales como potencialmente misantrópicas. Los humanos son, de hecho, primates altamente inteligentes con elevada autoconciencia, que es lo mismo que decir que ellos han emergido y “no divergido”, de la larga evolución de las formas de vida vertebradas en las mamíferas y, finalmente, en las formas de vida de los primates. Ellos son el producto de un significativo movimiento evolucionario hacia la intelectualidad, la autoconciencia, la voluntad, la intencionalidad y la expresividad, sean en lenguaje oral o corporal.

Los seres humanos pertenecen a esta continuidad natural, no menos que sus antecesores primates y mamíferos en general. Representarlos como “extraños” que no tienen lugar o linaje en la evolución natural, o verlos como una plaga que parasita una altamente antropomorfizada versión del planeta (Gaia), en la misma forma en que las pulgas parasitan perros y gatos, es razonar mal, y no simplemente mala ecología. Adoleciendo de cualquier sentido de proceso, esta clase de pensamiento —desgraciadamente un lugar común entre los especialistas en ética— radicalmente separa lo no-humano de lo humano. Es más, hasta el grado en que la naturaleza no-humana es románticamente retratada como “salvaje” y presumiblemente vista como más auténticamente “natural” que el trabajo de humano; así el mundo natural está congelado dentro de un dominio circunscripto en el cual la innovación, la previsión y la creatividad humanas no tienen lugar, ni ofrecen posibilidad alguna.

La verdad es que los seres humanos no sólo pertenecen en la naturaleza, ellos son el resultado de un largo proceso evolucionario natural. Sus actividades aparentemente “innaturales”–como el desarrollo de la tecnología y la ciencia, la formación de instituciones sociales mudables, de formas altamente simbólicas de comunicación, la sensibilidad estética, la creación de pueblos y ciudades– serían todos imposibles sin el largo alineamiento de atributos físicos que ha venido produciéndose durante eones, sean ellos cerebros más grandes o la bipedación que libera sus manos para hacer herramientas o cargar alimentos. De muchas maneras estos rasgos humanos son expansiones de rasgos no-humanos que han evolucionado durante milenios. Incrementar el cuidado hacia los jóvenes, la cooperación, la sustitución del comportamiento instintivo por la conducta guida, en gran medida, mentalmente —todos presentes con mayor intensidad en el comportamiento humano. La diferencia entre el desarrollo de estas características en seres no-humanos, es que entre humanos ellas alcanzaron un grado elaboración e integración que produjo culturas o, visto en términos de institucionalidad familias, bandas, tribus, jerarquías, las clases económicas y el estado; sociedades altamente mudables para las cuales no existe precedente en el mundo no-humano —a menos que el comportamiento genéticamente programado de los insectos considerado como “social”. De hecho, la emergencia y el desarrollo de la sociedad humana es una efusión de características de comportamientos instintivos, que continúan un proceso de preparación del nuevo terreno para el comportamiento potencialmente racional.

Los seres humanos siempre permanecerán enraizados en su historia biológica evolutiva, la cual podemos llamar “naturaleza primera”; pero ellos producen una característica naturaleza social humana propia, a la cual podemos denominar “naturaleza segunda”. Y lejos de ser “antinatural”, la segunda naturaleza humana es eminentemente una creación de la evolución orgánica de la naturaleza primera. El inscribir la naturaleza segunda creada por los seres humanos fuera de la naturaleza como un todo, o de hecho minimizarla, es ignorar la creatividad de la evolución natural en sí misma, observándola desde una visión parcial. Si la “verdadera” evolución se plasma en criaturas simples como los osos pardos, los lobos y las ballenas —generalmente, animales que la gente encuentra estéticamente agradables o relativamente inteligentes— entonces los seres humanos son literalmente desnaturalizados. Desde tal perspectiva, sea que los veamos como “extraños” o como “pulgas”, los humanos son emplazados fuera caudal de la evolución natural hacia una mayor subjetividad y flexibilidad. Los más entusiastas promotores de esta des-naturalización de la humanidad pueden ver a los seres humanos apartados de la evolución no-humana, así tratan a la gente como a una “monstruosidad”, según lo plantea Paul Shepard,[4] del proceso evolutivo. Otros simplemente evitan el problema del singular posicionamiento de la humanidad en la evolución natural al ponerlos promiscuamente lado a lado con los escarabajos en términos de su “valor intrínseco”. En esta forma de pensamiento proposicional “disyuntivo”, lo social es o separado de lo orgánico, o impertinentemente reducido a lo orgánico; resultando en un inexplicable dualismo en un extremo o en un ingenuo reduccionismo en el otro. A la aproximación dualista, que es la cuasi teológica premisa de que el mundo fue “hecho” para uso humano le endilgamos el nombre de “antropocentrismo”; mientras que a la aproximación reduccionista, es la noción casi sin sentido de “democracia biocéntrica”, a la que le damos en nombre de “biocentrismo”.

La separación de los humanos de lo no-humano revela una falla para pensar orgánicamente y para acercarse al fenómeno de la evolución con un modo evolutivo de pensar. No es necesario decir, que si nos contentamos con considerar la naturaleza como nada más que una vista escénica, la pura descripción metafórica y poética de ella puede ser suficiente para reemplazar el pensamiento sobre ella. Pero si consideramos a la naturaleza como historia de la naturaleza, como un proceso evolucionario que va de un grado de desarrollo a otro bajo nuestros propios ojos, deshonramos este proceso al pensarlo de cualquier manera que no sea procesual. Eso es lo mismo que decir, que requerimos un tipo de pensamiento que reconozca este “qué-es” tal como aparece delante de nuestros ojos siempre desarrollándose en “esto-que-no-es”; o sea como parte de un continuo proceso auto-organizado en el cual pasado y presente, se ven ricamente diferenciados pero compartiendo un continuo, del que elevan una nueva potencialidad para el futuro, siempre en un grado creciente de totalidad. En concordancia con esto, humanos y no-humanos pueden ser vistos como aspectos de un continuo evolutivo y la emergencia de lo humano puede ser localizado en la evolución de lo no-humano; sin darle lugar a los ingenuos reclamos de que uno es “superior” al otro o que “fue hecho” para el otro.

Pero tomándolo en un modo procesual, orgánico y dialéctico de pensar, deberíamos tener poco problema para localizar y explicar el emerger de lo social fuera de lo biológico; de la naturaleza segunda de la primera. Parece estar más de moda en estos días tratar las cuestiones ecológicas socialmente significativas como un contable. Simplemente se yuxtaponen dos columnas —marcadas como “viejo paradigma” y “nuevo paradigma”— como cuando uno trata con entradas y salidas. Obviamente términos desagradables como “centralización” son puestos bajo “viejo paradigma”, mientras que otros más agradables como “descentralización” son colocados en el “nuevo paradigma”. El resultado es un catálogo de frases de calcomanía cuya “idea central” es una evidente variación de “el absoluto bien contra el absoluto mal”. Todo esto puede parecer deliciosamente simple y sinóptico a simple vista, pero carece singularmente de alimento para el cerebro. Para conocer verdaderamente y ser capaz de darle un sentido interpretativo a las cuestiones sociales así planteadas, deberíamos querer saber cómo cada idea se deriva de otras y es parte de un desarrollo global. ¿Qué es lo que, de hecho, queremos expresar con el concepto de “descentralización”; y cómo se deriva o se eleva desde la historia de la sociedad humana el de “centralización”? Nuevamente: un pensamiento procesual es necesario para tratar realidades procesuales, con ello ganaríamos algún sentido de dirección —práctico al tiempo que teórico— al considerar nuestros problemas ecológicos.

La ecología social parece ser la única que, en el presente, apela a usar modos de pensar orgánico, de desarrollo y derivativos para resolver problemas que básicamente son de carácter orgánico y de desarrollo. La definición misma del mundo natural como un desarrollo indica la necesidad de una forma de pensamiento orgánico, como lo hace la derivación de lo humano desde la naturaleza no-humana —una derivación que tiene las más profundas consecuencias para una ética ecológica que pueda ofrecer una guía sería para la solución de nuestros problemas ecológicos.

La ecología social nos llama a ver la naturaleza y la sociedad como interrelacionadas por la evolución en una Naturaleza que consiste en dos diferenciaciones: la primera o naturaleza biótica y la segunda o naturaleza humana. Naturaleza humana y naturaleza biótica comparten un potencial evolucionario para una mayor subjetividad y flexibilidad. La naturaleza segunda es el modo en que los seres humanos en tanto que primates altamente inteligentes y flexibles habitan el mundo. Eso es lo mismo que decir, que la gente crea un ambiente que se adapta a su modo de existencia. A este respecto, la naturaleza segunda no es diferente del ambiente que cualquier animal, dependiendo de sus habilidades, crea o adapta a las circunstancias biofísicas —o eco-comunales— en que vive. En este nivel, los seres humanos, en principio, no están haciendo nada que difiera de las actividades de supervivencia de los seres no-humanos —esto es construyendo represas de castores o madrigueras de topos.

Pero los cambios medioambientales que los seres humanos producen son significativamente diferentes de aquellos producidos por seres no-humanos. Los humanos actúan sobre su medioambiente con considerable previsión técnica, no obstante su falta de previsión en cuestiones ecológicas. Sus culturas son ricas en conocimientos, experiencias, cooperación, y conceptualizaciones intelectuales; y sin embargo, pueden verse bruscamente divididas contra ellas mismas en ciertos puntos de su desarrollo, por medio de conflictos entre grupos, clases, estados-naciones, o incluso ciudades-estados. Los seres no-humanos generalmente viven en nichos ecológicos y sus comportamientos están guiados primariamente por directivas instintivas y reflejos condicionados. Las sociedades humanas están “ligadas” entre sí por instituciones que cambian radicalmente en el periodo de siglos. Las comunidades no-humanas son impresionantes por su fijeza en términos generales, o por sus ritmos claramente preestablecidos y, frecuentemente, impresos genéticamente. Las comunidades humanas están guiadas en parte por factores ideológicos y están sujetas a cambios condicionados por esos factores.

Por lo tanto los seres humanos, emergiendo desde el proceso evolucionario orgánico, inician, por la fuerza bruta de su biología y de sus necesidades de supervivencia, un desarrollo evolutivo que envuelve profundamente su proceso evolucionario orgánico. Poseyendo naturalmente una inteligencia dotada, poderes de comunicación, capacidad para la organización institucional y una relativa libertad respecto del comportamiento instintivo, ellos redecoran su medioambiente —tal como lo hacen los seres no-humanos— hasta el límite de la capacidad de su equipamiento biológico. Es este equipamiento el que les posibilita generar los desarrollos sociales. No se trata tanto de que los seres humanos, en principio, se comporten de un modo distinto al de los animales o de que sean inherentemente más problemáticos en un sentido ecológico, sino que el desarrollo social por el cual ellos desbordan su desarrollo biológico frecuentemente se vuelve problemático para ellos mismos y para las formas de vida no-humanas. Cómo estos problemas emergen, las ideologías que ellos producen, la medida en la cual ellos contribuyen a la evolución biótica o su aborto, y el daño infringido al planeta como totalidad, son cuestiones depositadas en el corazón mismo la de crisis ecológica moderna. La naturaleza segunda, lejos de producir el cumplimiento de las potencialidades humanas, es acribillada por contradicciones, antagonismos y conflictos de interés que han distorsionado las capacidades únicas de la humanidad para el desarrollo. Contiene al mismo tiempo el peligro de destruir la biosfera y, dado un mayor desarrollo de la humanidad hacia una sociedad ecológica, la capacidad para proveer una completamente nueva dispensa ecológica.

Jerarquía social y dominación

¿Cómo, entonces, es que lo social —eventualmente estructurado alrededor de grupos de estatus, con la formación de clases y fenómenos culturales— emerge desde lo biológico? Tenemos razones para especular que hechos biológicos como linaje, distribución por género y diferencias generacionales fueron lentamente institucionalizadas, siendo su dimensión exclusivamente social bastante igualitaria. Más tarde adquirió una forma jerárquica opresiva y luego la de clase explotadora. El linaje o lazo de sangre en la temprana prehistoria constituía obviamente la base orgánica de la familia. De hecho, el unirse colectivamente en grupos de familias que forman bandas, luego clanes y tribus, a través de los casamientos mixtos o de formas ficticias de descendencia, formaba lógicamente el horizonte social temprano de nuestros ancestros. Más que otros mamíferos, el simple hecho biológico de la reproducción humana y el prolongado tiempo de cuidado materno que requiere el infante, tiende a unir a los hermanos [to knit siblings] en un grupo y a producir un fuerte sentido de solidaridad e intimidad grupal. Hombres, mujeres y sus hijos se unieron con la condición de llevar una vida familiar estable y justa, basada en la obligación mutua y expresada en un sentimiento de afinidad que fue frecuentemente santificado por votos maritales de una clase u otra.

Fuera de la familia y todas sus reelaboraciones en bandas, clanes y tribus o similares, otros seres humanos eran considerados “extraños”, quienes podían alternativamente ser hospitalariamente bienvenidos, o esclavizados, o asesinados. Lo común era un cuerpo de costumbres que probablemente fueran heredadas de tiempos inmemoriales. Aquello que nosotros llamamos moralidad se inicia con los mandamientos de una divinidad, de hecho ellas requieren alguna clase de reforzamiento supernatural o místico para ser aceptadas por la comunidad. Sólo tardíamente, empezando con los antiguos griegos, emergió el comportamiento ético, basado en la racionalidad y en la reflexión. El cambio desde la ciega costumbre a una moralidad directiva y, finalmente, a una ética racional ocurrió con el surgimiento de las ciudades y del cosmopolitismo urbano. La humanidad, gradualmente se desligo a sí misma del hecho biológico de los lazos de sangre, empezando a admitir al “extranjero” y cada vez reconociéndose a sí misma como compartiendo una comunidad de seres humanos, en vez de como una etnia —como una comunidad de ciudadanos, más que como parientes.

En el mundo social primordial y formativo que todavía debemos explorar, otros rasgos biológicos de la humanidad fueron rehechos desde lo estrictamente natural a lo social. Uno de estos fue el hecho de la edad y sus distinciones. En los grupos sociales emergentes que se desarrollaron entre los primeros humanos, la ausencia de lenguaje escrito ayudo a conferir a los mayores un más alto grado de estatus, por ser ellos quienes poseían la sabiduría tradicional de la comunidad, las líneas de parentesco que prescribían lazos maritales en obediencia al extenso tabú del incesto y a las técnicas de supervivencia que tenían que ser adquiridos tanto por los miembros jóvenes y los maduros del grupo. En adición a esto, el hecho biológico de la distinción de géneros fue lentamente rehecho a lo largo de las líneas sociales en lo que inicialmente fueron grupos complementarios de hermanas y hermanos. Las mujeres formaron sus grupos propios de recolectoras y cuidadoras con sus propias costumbres, sistemas de creencias y valores; mientras que los hombres constituyeron sus grupos de cazadores y guerreros con sus propias características de comportamiento, convenciones sociales e ideologías.

Por todo lo que sabemos sobre la socialización de los hechos biológicos del parentesco, los grupos de edad y de género —su elaboración en instituciones tempranas— no hay razón para dudar de que la gente existiera en una relación de complementariedad con los otros. Cada uno, de hecho, estaba necesitado de los otros para formar un relativamente estable todo. Ninguno “dominaba” al resto o intentaba privilegiarse a sí mismo en el día a día. Aun así, con el paso del tiempo, incluso los hechos biológicos que fundamentaban cada grupo humano fueron lentamente rehechos en varios periodos y en varios grados, hasta alcanzar una estructura jerárquica basada en el mando y la obediencia. Hablo aquí de un sendero histórico, de ninguna manera predeterminado por fuerza mística o deidad alguna; un sendero que frecuentemente no fue más allá de un muy limitado desarrollo entre muchas culturas preliterarias o aborígenes, e incluso en algunas civilizaciones más elaboradas. Ni podemos predecir cómo en la historia humana pueden haberse desarrollado ciertos valores femeninos asociados con el cuidado y la cría, sin ser ensombrecidos por valores masculinos asociados con el combate y el comportamiento agresivo.

La jerarquía en sus formas tempranas probablemente no estaba marcada por las cualidades más ásperas que adquirió luego en la historia. Los ancianos, en el principio mismo de la gerontocracia, no sólo eran respetados por su sabiduría, además eran amados por los jóvenes y su afecto era frecuentemente reciproco. Sólo podemos dar cuenta probable por el incremento en la estridencia y aspereza de las gerontocracias más tardías suponiendo que los ancianos, agobiados con el decaimiento de sus fuerzas y dependiendo de la buena voluntad de la comunidad, fueron más vulnerables al abandono en periodos de necesidad material, que cualquier otro segmento poblacional. En cualquier caso, que las gerontocracias fueron las formas más tempranas de jerarquía es algo corroborado por su existencia en comunidades tan distantes una de la otra como los aborígenes australianos, las sociedades tribales en el Este de África y las comunidades indígenas americanas. “Incluso en las culturas simples de recolectores, los individuos sobre los cincuenta, aparentemente se arrojan a sí mismos ciertos poderes y privilegios los cuales los benefician a ellos especialmente”, observa el antropólogo Paul Radin“... y no estaban dictados, en absoluto, por consideraciones a los derechos de los otros o al bienestar de la comunidad”.[5] Muchos consejos tribales alrededor del mundo fueron en realidad consejos de ancianos, una institución que nunca desapareció completamente (como lo sugiere la palabra “alderman” [concejal]), aunque fueran sobrepasadas por las sociedades de guerreros, los cacicazgos y los reinados.

El patri-centrismo, en el cual los valores masculinos, sus instituciones y formas de comportamiento prevalecen sobre los femeninos, parece haber seguido a la gerontocracia. Inicialmente, este cambio pudo haber parecido inofensivo, en tanto que las sociedades preliterarias y aborígenes fueron mayormente comunidades domesticas en las cuales el auténtico centro material de la vida era el hogar, y no “la casa de los hombres” tan extensamente presente en las sociedades tribales. La dominación masculina, sí tal cosa pudiera llamarse así, toma su forma más severa y coercitiva bajo el patriarcado, una institución en la cual el varón más viejo de una familia extensa o clan tiene el poder de vida-o-muerte sobre todos los miembros de su grupo. Las mujeres no son el único o ni siquiera el principal objetivo de la dominación patriarcal. A los hijos, como a las hijas, puede ordenárseles comprometerse, casarse y ser muertos por capricho del “viejo”. Por lo que concierne a la patricentricidad, en cualquier caso, la autoridad y la prerrogativa masculinas son el producto de una lenta y, frecuentemente, sutil negociación, en el desarrollado la cual la fraternidad masculina tiende expulsar a la fraternidad femenina en virtud de las crecientes responsabilidades “civiles” de la primera. El incremento de la población, las bandas de extraños merodeadores cuyas migraciones pueden ser inducidas por la sequía u otras condiciones desfavorables y las vendettas de una clase u otra, por citar causas comunes de la hostilidad y la guerra, crearon una nueva esfera “civil” paralela a la esfera domestica de las mujeres, que gradualmente invadió a esta última. Con la aparición de la agricultura de arado tirado por ganado, se inicia la invasión masculina de la esfera femenina de la horticultura, quienes usaban un palo para excavar, y su temprano predominio de la vida económica dentro de la comunidad, se disuelve. Las sociedades guerras y los jefes llevan el impulso de la dominación masculina a un nuevo nivel de desarrollo material y cultural. La dominación masculina se vuelve demasiado activa y en última instancia conduce a un mundo manejado por elites masculinas que dominan no sólo a las mujeres, sino también a los hombres.

El “por qué” emerge la jerarquía es algo suficientemente transparente: las enfermedades de la edad, el incremento poblacional, los desastres naturales, ciertos cambios tecnológicos que privilegian las actividades masculinas de la caza y cuidado de animales sobre las funciones de la horticultura femenina, el crecimiento de la sociedad civil, la expansión de las guerras. Todas ellas sirven para resaltar las responsabilidades masculinas a expensas de las femeninas. Los teóricos marxistas tienden a resaltar los avances tecnológicos y el supuesto excedente material que ellos producen para explicar la emergencia del estrato de la elite —de hecho, las clases explotadoras. Como sea, esto no nos dice por qué muchas sociedades las cuales sus medioambientes eran abundantemente ricos en comida nunca produjeron ese estrato. Que esos excedentes son necesarios para sostener las elites y clases superiores es obvio, como lo señalo Aristóteles hace más de dos milenios. Pero también muchas comunidades que tuvieron a su disposición tales recursos permanecieron bastante igualitarias y jamás “avanzaron” hacia sociedades jerárquicas o de clases.

Vale la pena enfatizar que la dominación jerárquica, tan coercitiva como puede ser, no debe confundirse con la explotación de clases. Es frecuente que el rol de los individuos de alto estatus sea bien conocido, como en el caso de las órdenes dadas por los padres a sus hijos, de preocupados cónyuges el uno al otro, o de los mayores a los más jóvenes. En las sociedades tribales, incluso cuando una gran cantidad de autoridad es acumulada por el jefe —y la mayoría de los jefes son consejeros más que legisladores—, lo común es que él deba ganarse la estima de la comunidad por medio de interacción con las personas y pueda ser ignorado o removido de su posición por ellos. Muchos jefes se ganan su prestigio, tan esencial para su autoridad, por medio de regalos, e incluso a través una considerable merma de sus bienes personales. El respeto acordado a muchos jefes es ganado, no por el acaparamiento de excedentes como medios para el poder sino por la disposición de ellos como muestra de generosidad.

Las clases tienden a operar sobre líneas diferentes. El poder es usualmente el ganado por la adquisición de bienestar, no por su dilapidación; el gobierno es garantizado por la coerción física directa, no por la simple persuasión; y el estado es el último garante de la autoridad. Que la jerarquía está más firmemente establecida que la dominación de clase quizás pueda verificarse por el hecho de que las mujeres han sido dominadas por milenios, a pesar de los dramáticos cambios en las sociedades de clases. Bajos las mismas premisas, la abolición del dominio de clases y de la explotación no ofrece ninguna garantía de que lo-que-sea que elabora las jerarquías y los sistemas de dominación vaya a desaparecer.

En las sociedades no jerárquicas e incluso en algunas sociedades jerárquicas, ciertas costumbres guían el comportamiento humano a lo largo de lineamientos básicamente decentes. De importancia primaria entre las costumbres tempranas fue la de la “ley del mínimo irreductible” (por usar una expresión de Radin), la noción compartida de que todos los miembros de la comunidad tienen derecho a los medios para su subsistencia, sin importar la cantidad de trabajo que puedan realizar. El negarle a alguien comida, abrigo o los medios básicos para la vida a causa de la enfermedad o incluso el comportamiento frívolo puede ser visto como una negativa atroz del derecho mismo a la vida. Los recursos y las cosas necesarias para el sostenimiento de la comunidad jamás fueron completamente propiedad privada: sobrepasar el control individual fue el más conocido principio del usufructo —noción de que los medios para la vida que no están siendo usados por un miembro del grupo pueden ser usados, en tanto sea necesario, por otro. Esas tierras sin uso, huertas e incluso herramientas o armas, en tanto que abandonadas, estaban a disposición de cualquiera en la comunidad que tuviera necesidad de ellas. Por último, la costumbre fomento la práctica de la ayuda mutua, el muy sensible comportamiento cooperativo de compartir las cosas y el trabajo, de manera que individuos o familias que gozan de bienestar esperaban ser ayudados por los otros sí su suerte cambiaba para peor. Tomadas como una totalidad, estas costumbres se sedimentaron de tal forma en la sociedad que persistieron mucho después que la jerarquía se volviera opresiva y la sociedad de clases predominante.

La idea de dominar la naturaleza

La «naturaleza», en el sentido extendido de un medioambiente biótico desde el cual los humanos toman las simples cosas que necesitan para sobrevivir, frecuentemente no tiene significado en los pueblos pre-literarios. Inmersos en la naturaleza como en el mismo universo en el que viven esta no tiene significado especial, incluso cuando ellos se celebran rituales animistas y ven al mundo circundante como un nexo de la vida, frecuentemente imputándoles sus propias instituciones sociales al comportamiento de varias especies, como es el caso de «las represas de los castores» y los espíritus cuasi humanos. Palabras que expresan nuestra noción de naturaleza no son fáciles de encontrar, si es que existen, en los lenguajes de los pueblos aborígenes.

Con el surgimiento de la jerarquía y de la dominación humana, como sea, se plantan las semillas para la creencia de que la naturaleza no sólo existe como un mundo aparte, sino que además está genéricamente organizado y puede ser dominado. El estudio de la magia revela este cambio claramente. Las tempranas formas de la magia no veían a la naturaleza como un mundo aparte. Su visión del mundo tiende a ser tal, que el practicante esencialmente ruega al «espíritu jefe» del juego para qué coaccione a un animal en la dirección de su flecha o lanza. Más tardíamente, la magia se vuelve enteramente instrumental; [el participante en] la situación la coacciona por medio de técnicas mágicas para convertirse en el cazador de la presa. Mientras que las formas más tempranas de magia pueden ser consideradas como prácticas de comunidades generalmente no jerárquicas e igualitarias, las formas tardías de creencias animistas denuncian una visión más o menos jerárquica del mundo natural y de los latentes poderes humanos de dominación.

Debemos enfatizar, aquí, que la idea de la dominación de la naturaleza tiene su fuente primaria en la dominación del ser humano por el ser humano y en la estructuración del mundo natural en una jerárquica cadena del Ser (una concepción estática, incidentalmente, que no tiene relación con la evolución de la vida en formas de subjetividad y flexibilidad gradualmente avanzadas). Es que el mandato bíblico que da a Adán y a Noé poder sobre el mundo viviente fue sobre todo expresión de una dispensa social. Su idea del dominio sobre naturaleza sólo puede ser superada a través de la creación de una sociedad sin esas clases y sin esas estructuras jerárquicas que permiten el dominio y la obediencia tanto en la vida privada como en la pública. El que esta nueva organización envuelve cambios en las actitudes y en los valores, es algo que ni deberíamos mencionar. Pero estas actitudes y valores permanecen vaporosas si no se les da sustancia a través de instituciones objetivas, las formas en que los humanos interactúan unos con otros concretamente y en las realidades de la vida de cada día, desde el sueño de los niños al trabajo y el juego. Hasta que los seres humanos dejen de vivir en sociedades que están estructuradas alrededor de jerarquías tanto como de clases económicas, nunca estaremos libres de la dominación, sin importar cuánto tratemos de disiparla con rituales, encantamientos, eco-teologías y la adopción de aparentes modos de vida «natural».

La idea de la dominación de la naturaleza tiene una historia tan antigua como la jerarquía misma. Ya en el poema épico Gilgamesh de Mesopotamia, un drama que puede ser datado aproximadamente 7000 años atrás, el héroe desafía a las deidades y corta sus árboles sagrados en su búsqueda por la inmortalidad. La Odisea es una vasta memoria del viaje de un guerrero griego, uno más astuto que heroico, quien básicamente se deshace de las deidades de la naturaleza que el mundo helénico heredó de sus menos conocidos precursores. Que las sociedades elitistas devastaron tanto la cuenca del Mediterráneo como las laderas de China provee de amplia evidencia de que las sociedades jerárquicas y de clases habían iniciado una reconstrucción radical del planeta y el modo de explotación mucho antes de que emergiera la ciencia moderna, la racionalidad «lineal» y la «sociedad industrial», por citar factores causales que son invocados tan libremente en el moderno movimiento ecologista. La naturaleza segunda, estemos seguros, no ha creado un Jardín del Edén al estar constantemente absorbiendo e hiriendo a la naturaleza primera. Bastante frecuentemente, ha destruido mucho de lo que era hermoso, creativo y dinámico en el mundo biótico, de la misma forma que ha devastado la vida humana misma con guerras homicidas, genocidio y actos de opresión inmisericorde. La ecología social se rehúsa a ignorar el hecho de que el daño que la sociedad elitista inflige sobre el mundo natural es más que equiparable al daño que infringe en la humanidad; no pasa por alto el hecho de que el destino de la vida humana está unido de la mano con el destino del mundo no-humano.

Pero las costumbres del mínimo irreductible, del usufructo, de la ayuda mutua no pueden ser ignoradas, sin importar cuán problemáticas se manifiestan las enfermedades producidas por la naturaleza segunda. Estas costumbres persisten bien dentro de la historia y saltan a la superficie casi explosivamente en los masivos levantamientos populares, desde las tempranas revueltas en el antiguo Sumer hasta el tiempo presente. Ellas reclaman por la recuperación de los valores solidarios y comunitarios cuando se encuentran bajo el embate del elitismo y la opresión de clase. De hecho, a pesar de los ejércitos que han vagado por los campos de batalla, de los recaudadores de impuestos que han expoliado a los aldeanos comunes, y a los abusos diarios que les fueron infligidos por los capataces a los trabajadores, la vida comunitaria continua persistiendo y reteniendo muchas de sus más valoradas cualidades, propias de un pasado más igualitario. Ni los antiguos déspotas ni los señores feudales pudieron aniquilarlas completamente en las aldeas campesinas o en los pueblos con gremios de artesanos independientes. En la antigua Grecia, las religiones basadas en la austeridad y, más significativamente, una filosofía racional rechazaron el sometimiento de los pensamientos y de la vida política a deseos extravagantes, tendiendo a disminuir el número de necesidades y a delimitar el apetito humano por bienes materiales. Ellos sirvieron para desacelerar la innovación tecnológica hasta el punto donde nuevos medios de producción pudieran ser sensiblemente integrados en una sociedad balanceada. Los mercados medievales fueron modestos, usualmente de nivel local y en ellos los gremios ejercían un estricto control sobre los precios, la competencia y calidad de los bienes producidos por sus miembros.

“¡Crece o muere!”[6]

Pero así como las jerarquías y las estructuras de clase tienden a adquirir su propio momento y a permear mucho en la sociedad, así el mercado comienza a ganar una vida propia y a extender sus bordes más allá de limitadas regiones hacia los vastos continentes profundos. El intercambio deja de ser primariamente un medio para proveer a sus modestas necesidades, subvirtiendo los límites que impusieron sobre el los gremios y las restricciones morales y religiosas. No sólo generó el lugar para técnicas mucho más elaboradas para incrementar la producción; también fue el creador de las necesidades, que le dieron un explosivo ímpetu al consumo y a la tecnología, muchas de las cuales son simplemente inútiles. Primero en el norte de Italia y en los Países Bajos europeos, luego —y más efectivamente— en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, la producción de bienes exclusivamente para la venta por ganancia (la mercancía capitalista) rápidamente barrio con todas las barreras sociales y culturales al crecimiento del mercado.

Hacia fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la nueva clase de capitalistas industriales, con su sistema de fábricas y el compromiso con una expansión sin límites, inician la colonización del mundo entero y, finalmente, de la mayor parte de la vida de las personas. Contrarios a la nobleza feudal, quienes tenían sus amadas tierras y castillos, los burgueses no tenían otro hogar que el mercado o la bóveda del banco. Como clase, ellos convirtieron más y más del mundo en el creciente dominio de las fábricas. Los conquistadores del mundo antiguo o medieval normalmente ponían todas sus ganancias juntas invirtiéndolas en tierras y viviendo como nobleza rural —dado los prejuicios de sus épocas contra las ganancias “mal habidas” del comercio. Por otro lado, los capitalistas industriales del mundo moderno han generado una amarga competencia que valora altamente la expansión industrial y el poder comercial que confiere, y funciona como si el crecimiento fuera un fin en sí mismo.

Es de importancia crucial, en ecología social, que se reconozca que el crecimiento industrial no es el resultado de un cambio en las perspectivas culturales solamente y, menos aún, del impacto de la racionalidad científica en la sociedad. Este crecimiento, se deriva sobretodo de factores objetivos fuertemente estimulados por la expansión del mercado mismo, factores que son altamente permeables a las consideraciones morales y a los esfuerzos de la persuasión ética. De hecho, a pesar de la cercana asociación entre desarrollo capitalista e innovación tecnológica, el imperativo rector del mercado capitalista, dada la deshumanizada competición que lo define, es la necesidad de crecer y de evitar la muerte a manos de competidores salvajes. Tan importante como la codicia o el poder conferido por el bienestar puedan ser, la pura supervivencia requiere de los empresarios que deban expandir sus aparatos productivos para mantenerse a la cabeza de otros empresarios y tratar, en realidad, de devorárselos. La clave para esta ley de vida —la supervivencia— es la expansión y las grandes ganancias, para ser invertidas en todavía más expansión. En la práctica, la noción de progreso, una vez identificado por nuestros ancestros como la fe en la evolución en una mayor solidaridad y cooperación humana, es ahora identificada con el crecimiento económico.

El esfuerzo de muchos bien intencionados teóricos ecologistas y de sus admiradores para reducir la crisis ecológica a un problema más cultural que social puede volverse fácilmente molesto. Sin importar cuán ecológico pueda ser un empresario, la cruda realidad es que su propia supervivencia en el mercado excluye cualquier significativa orientación ecológica. La participación en prácticas ecológicamente racionales coloca a un empresario moralmente interesado en una sorprendente, en verdad, fatal desventaja en relación con su rival —notablemente aquel carece de preocupaciones ecológicas y por ello produce a un menor costo y obtiene una mayor ganancia para futuras expansiones de capital.

En la práctica, al difundir que el movimiento y la ideología ambientalistas simplemente moralizan sobre la “debilidad” de nuestra sociedad anti-ecológica y enfatizar el cambio en la vida privada y las actitudes individuales, se obscurece la necesidad de una acción social. Las Corporaciones son expertas en manipular esta aspiración de mostrarse con una imagen ecológica. Mercedes-Benz, por ejemplo, declara en un anuncio de dos páginas, decorado con la pintura de un bisonte en la pared de una cueva del Paletico, que “debemos trabajar por hacer más ambientalmente sustentable el progreso por medio de la inclusión de la cuestión ambiental en la planeación de nuevos productos”.[7] Tales mensajes engañosos son un lugar común en Alemania, uno de los peores contaminadores de Europa occidental. Publicidad igual de autoindulgente existe en los Estados Unidos, donde los más grandes contaminadores piamente declaran para sí mismos, “Cada día es el Día de la Tierra”.

El punto que enfatiza la ecología social no es que los cambios morales o espirituales sean innecesarios o un sinsentido, sino que el capitalismo moderno es estructuralmente amoral y por lo tanto es impermeable a cualquier tipo de confrontación moral. El mercado moderno tiene sus propios imperativos, sin importar quien se sienta en el asiento del conductor o quien va colgado de la baranda. La dirección que sigue no depende de factores éticos sino más bien de las leyes sin sentido de la oferta y la demanda, el crece o muere, el devorar o ser devorado. Máximas como “los negocios son negocios” explícitamente nos dicen que los factores éticos, religiosos, psicológicos y emocionales no tienen ningún lugar en el mundo impersonal de la producción, la ganancia y el crecimiento. Es groseramente erróneo el pensar que nosotros podemos despojar este brutal y materialista, es más, mecánico mundo de su carácter objetivo, que podemos evaporar estos crudos hechos en vez de transformarlos.

Una sociedad basada en el “crece o muere” como su imperativo omnipresente debe necesariamente tener un devastador impacto ecológico. Dado el imperativo de crecer generado por la competición del mercado, significaría poco o nada sí hoy mismo la población se redujera a una fracción de lo que es actualmente. En tanto que los empresarios deban siempre expandirse sí es quieren sobrevivir, la tasa media que ha fomentado el consumo sin sentido debería movilizarse hacia un incremento de las compras de bienes, sin que importe la necesidad que haya de ellos. Por lo tanto seria “indispensable” para la opinión publica el poseer dos o tres aparatos de cada tipo, automóviles, aparatos electrónicos, etc., cuando uno hubiera sido más que suficiente. Sumemos a esto, que los militares seguirían demandando nuevos y más letales instrumentos de muerte, de los cuales se requerirían nuevos modelos anualmente.

Incluso las tecnologías “blandas” producidas por un mercado regido por el “crece-o-muere” son usadas para los fines destructivos del capitalismo. Hace dos siglos, los bosques de Inglaterra fueron cortados para abastecer las forjas de hierro con hachas que no han cambiado de forma apreciable desde la Edad de Bronce y barcos de velas cargados de mercancías navegaron hacia todas las partes del mundo hasta bien entrado el siglo XIX. Es verdad que mucho de los Estados Unidos fue “limpiado” de sus bosques, vida salvaje, suelo y de habitantes aborígenes con herramientas y armas deberían ser fácilmente reconocibles, sin importar cuanto las hayan modificado, por gente del Renacimiento que no había alcanzado la revolución industrial todavía. Lo que las técnicas modernas hicieron fue acelerar un proceso que estaba bien encaminado hacia fines de la Edad Media. Por sí mismo no devasto el planeta; pero instigo un fenómeno, el siempre-expansivo sistema de mercado que tiene sus raíces en una de las transformaciones sociales más fundamentales: la elaboración de la jerarquía y de las clases en un sistema de distribución basado en el intercambio, más que en la complementariedad y la ayuda mutua.

Una sociedad ecológica

La Ecología Social no solamente apela a una regeneración moral sino también, y sobre todo, por una reconstrucción social sobre lineamientos ecológicos. Enfatizamos que el llamamiento ético al poder (que encarna las ciegas fuerzas del mercado y las relaciones competitivas), tomado en sí mismo, es probablemente fútil. De hecho, tomado en sí mismo, frecuentemente oscurece las verdaderas relaciones de poder que prevalecen hoy en día al hacer que se crea que es posible alcanzar una sociedad ecológica con un simple cambio de “actitud”, con un “cambio espiritual”, o una redención cuasi-religiosa.

Aunque siempre consiente de la necesidad de cambio espiritual, la Ecología Social busca reparar el abuso ecológico que la sociedad ha infringido sobre el mundo natural yendo a las causas estructurales tanto como a las subjetivas de nociones como la de “dominación de la naturaleza”. Esto es, desafía al sistema completo de dominación en sí mismo y busca eliminar el edificio de las clases y las jerarquías que se ha autoimpuesto sobre la humanidad y que define la relación existente entre la naturaleza no-humana y la naturaleza humana. Sus avances en una ética de la complementariedad, en la cual los seres humanos deben tener un rol de apoyo para perpetuar la integridad de la biosfera son, potencialmente, al menos, el más consiente producto de la evolución natural. De hecho, los seres humanos parecen tener la responsabilidad moral funcionar creativamente en el desenvolvimiento de esa evolución. La Ecología Social subraya la necesidad de corporizar su ética de la complementariedad en instituciones sociales palpables que le darán sentido activo a su objetivo de totalidad y al involucramiento de los humanos como agentes morales y conscientes en el intercambio entre especies. Busca el enriquecimiento de los (...)

(Páginas faltantes: 370 y 371)[8][9]

(...) la legitimación de lo que tan frecuentemente se ve hoy en día. Significa el cuidado entre los afiliados de los intereses de la comunidad, una en la cual el interés comunal está colocado por sobre el interés personal; o, más propiamente, una en la que el interés personal sea congruente con y se realice a través del interés común.

La propiedad, en esta constelación ética, debería ser compartida y, en las mejores circunstancias, pertenecer a la comunidad como un todo, no a los productores (los trabajadores) o a los propietarios (los capitalistas). En una sociedad ecológica compuesta de “Comunas de Comunas”, la propiedad no pertenecería, en última instancia, ni a los propietarios ni a la nación-estado. La Unión Soviética levanto una despótica burocracia; la visión anarco-sindicalista de fábricas competitivas “bajo-control-obrero” trajo aparejada en última instancia una burocracia del trabajo. Desde el punto de vista de la Ecología Social, el “interés” en la propiedad podría generalizarse, sin que se reconstituya de formas diferentes e inmanejables. El mismo podría municipalizarse, en vez de nacionalizarse o privatizarse. Así los trabajadores, campesinos, profesionales, etc., deberían lidiar con la propiedad municipalizada y no como miembros de un grupo social o vocacional. Dejando de lado cualquier discusión sobre como esa visión de la rotación del trabajo se realice, los ciudadanos quienes se comprometan en ambas actividades, industriales y agrarias, y los profesionales que también realicen trabajo manual; las ideas comunales adelantadas por la ecología social darían lugar a individuos para quienes el interés colectivo es inseparable del personal, el interés público inseparable del privado, y el interés político inseparable del social.

La reorganización de las municipalidades, su confederalización en una siempre mayor red que forme un poder que se oponga al de la nación-estado, la reconstrucción de los componentes republicanos en ciudadanos quienes participan en una democracia directa —todo ello puede llevar un considerable periodo de tiempo hasta que se realice. Pero al final, sólo ellos pueden eliminar la dominación de los humanos por los humanos y, por tanto, lidiar con aquellos problemas ecológicos cuya creciente magnitud amenaza la existencia de una biosfera que pueda soportar formas de vida avanzadas. El ignorar la necesidad de estos cambios radicales, pero eminentemente prácticos, podría generar su agravamiento y expansión hasta el punto en el que ya no haya ninguna chance de resolverlos. Cualquier intento que ignore su impacto sobre la biosfera o que trate con ellos superficialmente podría ser la receta para el desastre, una garantía que la sociedad anti-ecológica que prevalece en la mayor parte del mundo actualmente, puede ciegamente precipitar a la biosfera como la conocemos hacia una destrucción segura.

MB

[1] El autor se refiere al desastre producido por el encallamiento del buque-tanque Exxon Valdez en la bahía del Príncipe William, el 24 de marzo de 1989 (n. del t.).

[2] Murray Bookchin, “Ecología y Pensamiento Revolucionario”, inicialmente fue publicado en el periódico eco-anarquista New Direction in Libertarian Thought (sept. 1964), y recopilado junto a otros de mis más importantes ensayos de los ’60 en Post-Scarity Anarchism (Berkeley: Ramparts Press, 1972; reeditado en Montreal: Black Rose Books, 1977). La expresión “ética de la complementariedad” está tomada de La Ecología de la Libertad (San Francisco: Cheshire Books, 1982; edición revisada, Montreal: Black Rose Books, 1991).

[3] Neil Evernden, The Natural Alien; Toronto: University of Toronto Press, 1986, p. 109.

[4] Paul Howe Shepard, Jr: (1925 — 1996) ambientalista y autor norteamericano, conocido por introducir el “Paradigma del Pleistoceno” dentro de la Ecología Profunda (n. del t.).

[5] Paul Radin, The World of Primitive Man (New York: grove Press, 1960), p. 211.

[6] Citado por Alan Wolfe, “Up from Humanism”, in The American Prospect (Winter, 1991), p. 125. [En la versión digital usada como fuente de la presente traducción, la ubicación exacta de la presente nota está perdida. (n. del t.).]

[7] Ver Der Spiegel, del 16 de septiembre de 1991, pp. 144-145.

[8] Todos estos puntos de vista fueron descriptos en el ensayo “Ecología y Pensamiento Revolucionario”, escrito por el autor en 1965, y fueron asimilados con el paso del tiempo por subsecuentes movimientos ecológicos. Muchas de las perspectivas adelantadas un año después en “Hacia una Tecnología para la liberación” fueron también asimiladas y renombradas como “tecnologías apropiadas”, una expresión socialmente neutral en comparación con mi término original de “ecotecnología”. Ambos ensayos pueden encontrarse en Post-Scarcity Anarchism [La presente nota y la que le siguen, se hallan perdidas en el cuerpo de texto faltante de la versión usada para esta traducción].

[9] Véansen los ensayos “Las Formas de la Libertad”, en Post-Scarcity Anarchism; “The Legacy of Freedom”, en The Ecology of Freedom; y “Patterns of Civic Freedom”, en The Rise of Urbanization and the Declines of Citizenship, San Francisco: Sierra Club Books, 1987.