Título: Ecología y Pensamiento Revolucionario
Autor/a: Murray Bookchin
Fecha: 1964
Fuente: Difusora Virtual Libertad, traducción: Eleuterio Ácrata
Notas: “Ecología y pensamiento revolucionario”, apareció originalmente bajo el seudónimo Lewis Herber, en la publicación “Comment”, en Nueva York, 1964. Según consta en la bibliografía de Bookchin preparada por Janet Biehl, existen dos traducciones previas al español. La primera: como folleto por “Ediciones Acción Directa”, México, 1976. La segunda que aparece en: “Por una sociedad ecológica”, compilación de artículos de Bookchin, publicada por la “Editorial Gustavo Gili”; Barcelona, 1978; traducción de Josep Elias. Fuente en inglés para la traducción presente disponible en dwardmac.pitzer.edu. Traducción: Eleuterio Ⓐcrata, S. M. de Tucumán, Ⓐrgentina, 2013-2014.

En casi todos los periodos desde el renacimiento, el desarrollo revolucionario del pensamiento ha estado fuertemente influenciado por una rama de la ciencia, casi siempre en conjunción con una escuela filosófica.

La astronomía en tiempos de Copérnico y Galileo ayudó a guiar el movimiento radical de ideas del mundo medieval, plagado de superstición, a uno embebido de racionalismo crítico abiertamente naturalista y de perspectiva humanista. Durante el Iluminismo —era que culmina en la Gran Revolución Francesa— este liberador movimiento de ideas fue reforzado por los avances en matemática y mecánica. La era victoriana fue sacudida en sus fundamentos por las teorías evolucionistas en biología y antropología, por el trabajo de Marx sobre la economía ricardiana y, hacia su fin, por la psicología freudiana.

En nuestra época hemos visto la asimilación de estas ciencias una vez liberadoras, al orden social establecido. De hecho hemos empezado a sospechar de la ciencia en sí misma, como un instrumento de control sobre el proceso de pensamiento y el ser físico de las personas. Esta desconfianza de la ciencia y del método científico no carece de justificación. «Muchas personas sensibles», observa Abraham Maslow,[1] «temen que la ciencia mancillé y deprima, que desmembré de en vez de integrar, por tanto que mate en vez de crear». Quizás sea igualmente importante, el que la ciencia moderna haya perdido su filo crítico. Altamente funcionales o instrumentales en los hechos, ramas de la ciencia que una vez rompieron las cadenas de la humanidad son ahora usadas para perpetuarlas y fortalecerlas. Incluso la filosofía ha caído en el instrumentalismo y tiende a ser poco más que un cuerpo de artificios lógicos.

Pero existe una ciencia, sin embargo, que quizás pueda restaurar e incluso trascender el carácter liberador de las ciencias y filosofías tradicionales. Comúnmente pasa desapercibida bajo el nombre de «ecología» —término acuñado por Haeckel[2] hace más de un siglo para denotar «la investigación de todas las relaciones de los animales con su medioambiente inorgánico y orgánico». Al principio la definición de Haeckel suena suficientemente inocua; así la ecología, mínimamente considerada dentro de las ciencias biológicas, es frecuentemente reducida a una variedad de datos biométricos de entre los cuales los especialistas se centran en el estudio de las cadenas alimentarias y el estudio estadístico de las poblaciones animales. Existe una ecología de la salud que difícilmente ofenda la sensibilidad de la Asociación Médica Americana y el concepto de ecología social conformaría a la Comisión de Planeamiento de la Ciudad de Nueva York.

En términos generales, la ecología trata del balance de la naturaleza. En tanto que la naturaleza incluye a la humanidad, es la ciencia que trata básicamente de la armonización entre la naturaleza y la humanidad. Éste es un punto de implicaciones explosivas. Las implicaciones explosivas de una aproximación ecológica se perciben no sólo por el hecho de que la ecología es intrínsecamente una ciencia crítica —de hecho, critica en una escala que los más radicales sistemas político-económicos han fallado en alcanzar—, pero también es una ciencia integradora y reconstructiva. Éste aspecto integrador y reconstructivo de la ecología, cargado de todas las implicaciones, conduce directamente a ideas sociales anárquicas. En un último análisis, es imposible lograr la armonización de la humanidad y la naturaleza sin crear una comunidad humana que viva en balance permanente con su ambiente natural.

La naturaleza crítica de la ecología

Examinemos el lado crítico de la ecología —una característica única para una ciencia, en un período de docilidad científica generalizada.

Básicamente, este lado crítico deriva del objeto mismo de la ecología —de su más íntimo dominio. Las cuestiones sobre las que trata la ecología son imperecederas en el sentido de que no pueden ser ignoradas sin poner en cuestión al mismo tiempo la viabilidad del planeta, de hecho la supervivencia de la humanidad misma. El filo crítico de la ecología no se debe tanto al poder del razonamiento humano —un poder que la ciencia ha venerado durante sus períodos más revolucionarios— como a un poder superior, el de la soberanía de la naturaleza sobre el hombre y todas sus actividades. Quizás sea que la humanidad es manipulable, como argumentan los dueños de los medios masivos de comunicación, o que los elementos de la naturaleza son manipulables, tal como lo demuestran los ingenieros con sus descollantes logros; pero claramente muestra la ecología que la totalidad del mundo natural —la naturaleza tomada en todos sus aspectos, ciclos, e interrelaciones— echa por tierra toda pretensión humana de ser los amos del planeta. Las grandes tierras baldías del norte de África y las colinas erosionadas de Grecia, alguna vez áreas rica agricultura o exuberante flora natural, son la evidencia histórica de la venganza de la naturaleza contra el parasitismo humano.

Aun así ninguno de estos ejemplos históricos se compara en magnitud y/o dimensión con los efectos del despojo realizado por la humanidad —y con la venganza de la naturaleza— desde los días de la Revolución Industrial, y especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los ejemplos históricos de parasitismo humano son esencialmente fenómenos de dimensión local; ellos fueron precisos ejemplos del potencial destructivo de la humanidad y nada más. Frecuentemente ellos fueron compensados por notorios mejoramientos en la ecología natural de la región; como testigos de esto tengamos el esfuerzo supremo del campesinado europeo al regenerar los suelos durante siglos de cultivo y los logros de los agricultores incas al construir terrazas en las montañas de los andes durante los tiempos pre-colombinos.

La destrucción moderna del medioambiente es de dimensión global, como su imperialismo. Incluso escapa al globo terráqueo, como lo manifiestan los disturbios ocurridos en el cinturón del Van Allen hace algunos años. El parasitismo humano presente perturba todavía más la atmósfera, el clima, los recursos hídricos, la tierra, la flora y la fauna de una región; perturba virtualmente todos los ciclos básicos de la naturaleza y amenaza con minar la estabilidad del medio ambiente a escala mundial.

Como un ejemplo de la dimensión moderna que alcanza el rol destructivo de la humanidad, vale mencionarse que se ha estimado que el uso de combustibles fósiles (carbón y petróleo) agrega 600 millones de toneladas de dióxido de carbono al aire anualmente algo así como el 0,03% del total de la masa atmosférica —y esto, debo agregar, aparte de la incalculable cantidad de otros tóxicos. Desde la Revolución Industrial, la totalidad de la masa atmosférica del dióxido de carbono se ha incrementado en un 13% por sobre niveles previos, más estables. Puede argumentarse sobre bases teóricas muy sólidas que el crecimiento de esta cortina de dióxido de carbono, al interceptar el calor irradiado por la tierra hacia el espacio exterior, conducirá al incremento de las temperaturas atmosféricas, a una más violenta circulación de los vientos, a patrones de tormentas más destructivos, y eventualmente al derretimiento de las capas de hielo polares (posiblemente en dos o tres siglos), al incremento del nivel oceánico, y a la inundación de vastas áreas de tierra. Aunque lejano como el diluvio universal, el cambio en las proporciones del dióxido de carbono por otros gases atmosféricos, es una advertencia del impacto que la humanidad está teniendo en el balance de la naturaleza.

Una cuestión ecológicamente más inmediata es la magnitud de la polución de los ríos llevada a cabo por la humanidad. Lo importante aquí no es el hecho del uso dado a los arroyos, ríos o lagos —algo que se realiza desde tiempos inmemoriales—, sino la magnitud de la polución hídrica alcanzada en las dos generaciones pasadas.

Casi todas las aguas de superficie de los Estados Unidos están contaminadas. Muchos ríos estadounidenses son cloacas, que muy apropiadamente califican como extensiones de los sistemas urbanos de desagüe; al punto, que podría considerarse como un eufemismo el describirlos todavía como ríos o lagos. Más significativo aún, es el hecho de que grandes proporciones del agua subterránea han sido suficientemente contaminadas como para tornarlas no potables, incluso médicamente peligrosas; muchos casos de epidemias locales de hepatitis han sido relacionados con la polución en áreas suburbanas. En contraste con lo que ocurre con la contaminación de aguas de superficie, la contaminación en las aguas de sub-superficie y subterráneas es extremadamente difícil de eliminar y tiende a permanecer durante décadas tras la remoción de las fuentes contaminantes.

Un artículo de una revista de circulación masiva apropiadamente describe los ríos navegables de los Estados Unidos como “nuestras aguas moribundas”. Esta desesperada y apocalíptica descripción del problema de la contaminación del agua en los Estados Unidos verdaderamente se aplica a todo el globo. Las aguas de la Tierra, concebidas como factores de un gran sistema ecológico, están literalmente muriendo. La contaminación masiva está destruyendo los ríos y lagos de África, Asia y América Latina como medios de vida, tanto como las largamente abuzadas vías fluviales de los continentes altamente industrializados. Incluso el mar abierto no se ha librado de una extensa polución. No me refiero solamente aquí a la contaminación radioactiva producto de las pruebas de bombas nucleares o reactores, que aparentemente alcanza a toda la flora y fauna del océano. Basta con señalar que la descarga de desechos de combustibles de barcos en el Atlántico Norte se ha vuelto un problema de contaminación masiva, reclamando una porción enorme de la vida marina.

Recuentos de este tipo pueden repetirse virtualmente para todas las partes de la biosfera. Paginas pueden escribirse sobre las inmensas perdidas de tierra cultivable que ocurren cada año en casi todos los continentes; sobre la desaparición de extensas áreas de cobertura arbórea en áreas vulnerables a la erosión; sobre episodios letales de polución del aire en áreas mega-urbanas; sobre la distribución mundial de agentes tóxicos, tales como isótopos radioactivos y plomo; sobre la “quimicalización” del medioambiente inmediato de las personas —uno podría decir, de la propia mesa— con residuos de pesticidas y aditivos comestibles en los alimentos. Puestos juntos como partes de un rompecabezas, estas afrentas contra el medioambiente forman un patrón de destrucción que no tiene precedente en la larga historia de la humanidad en la Tierra.

Obviamente, la humanidad puede ser descripta como un parásito altamente destructivo, que amenaza con destruir a su anfitrión —el mundo natural— y eventualmente a sí mismo. En ecología, como sea, la palabra parásito, usada en este sentido sobre-simplificado, no responde cuestión alguna, sino que levanta otros interrogantes propios. Los ecólogos saben que parasitismos destructivos de este tipo generalmente reflejan un quebrantamiento de la situación medioambiental; de hecho, muchas especies aparentemente muy destructivas bajo unas condiciones, son grandemente útiles bajo otras condiciones. Lo que le otorga un filo profundamente crítico a la ecología son las cuestiones que levantan las actividades destructivas de la humanidad: ¿Qué quebrantamiento ha convertido a la humanidad en un parásito destructivo? ¿Qué es lo que produce esta forma de parasitismo humano que no sólo resulta en grandes desequilibrios naturales, sino que también amenaza la supervivencia de la humanidad misma?

La verdad es que la humanidad ha producido desequilibrios no sólo en sus relaciones con la naturaleza, sino más profundamente entre los mismos seres humanos —en la estructura misma de la sociedad. Para decirlo más claramente: los desequilibrios que la humanidad ha producido en el mundo natural son causados por desequilibrios que ella ha generado en el mundo social. Hace un siglo hubiera sido posible considerar la contaminación del aire o el agua como el resultado de la codicia, la sed de ganancias y la competencia —en breve, como resultado de las actividades de los barones de la industria o de burócratas egoístas. En la actualidad esta explicación sería una gran simplificación. Es una verdad indudable, que la mayoría de las empresas burguesas siguen guiándose por una actitud de desprecio al público, como se atestigua en las reacciones de las compañías eléctricas, las automotrices y las corporaciones acereras a los problemas de contaminación. Pero más profunda que la actitud de los propietarios, es la del tamaño de estas empresas —sus enormes proporciones físicas, su ubicación dentro de una región en particular, su densidad en relación con la comunidad o las vías fluviales, sus requerimientos de materia prima y agua, su papel en la división nacional del trabajo.

Lo que nosotros estamos observando hoy en día es una crisis no sólo de la ecología natural sino también, sobretodo, de la ecología social. La sociedad moderna, especialmente como la conocemos en los Estados Unidos y en Europa, se ha organizado alrededor de inmensos cinturones urbanos en un extremo, una agricultura altamente industrializada en el otro extremo, y, recubriendo ambas, un burocratizado y anónimo aparato estatal. Si dejamos de lado por el momento las consideraciones morales, y examinamos la estructura física de esta sociedad, lo que necesariamente nos impresiona son los increíbles problemas de logística que deben resolver —problemas de transporte, de densidad, de abastecimiento (materias primas, productos manufacturados y alimentos), de organización económica y política, de localización industrial, etc. La carga que este tipo de sociedad urbanizada y centralizada pone sobre cualquier área continental es enorme. Si el proceso de urbanización de la humanidad y de industrialización de la agricultura continúa sin disminuir, podría volverse una parte de la tierra no apta para una sana y viable ocupación humana, haciendo de vastas áreas ulteriormente inhabitables.

Los ecólogos han preguntado frecuentemente, de forma burlona, por la ubicación científicamente exacta del punto de quiebre ecológico de la naturaleza —presumiblemente el punto en el cual el mundo natural cederá ante la humanidad. Esto es el equivalente a preguntarle a un psiquiatra por el preciso momento en el cual un neurótico se volverá un psicótico no funcional. No existe manera de responder a tal pregunta. Pero el ecólogo puede ofrecer una intuición estratégica dentro de las direcciones que la humanidad ha venido siguiendo como resultado de su separación del mundo natural.

Desde la perspectiva de la ecología, la humanidad ha peligrosamente simplificado su medioambiente. Las ciudades modernas representan las intromisiones regresivas de lo sintético en lo natural, de lo inorgánico (cemento, metales y vidrio) en lo orgánico, y de lo artificial, de estímulos elementales en lo variopinto y naturalmente salvaje. Los grandes cinturones urbanos[3] ahora en desarrollo en las zonas industrializadas del mundo, no sólo son groseramente ofensivos para la vista y el oído, sino que además se están volviendo en crónicamente ruidosos, sitiados por el smog y virtualmente inmovilizados por las congestiones vehiculares.

Este proceso de simplificación del medioambiente humano que lo vuelve cada vez más vulgar y básico, tiene una dimensión física y también una cultural. La necesidad de manipular las inmensas poblaciones urbanas —de transportarlas, alimentarlas, educarlas y de algún modo entretener millones de atiborradas personas diariamente— genera a un descenso del nivel cívico y social. La idea de relaciones humanas organizadas a escala masiva —de orientación totalitaria, centralista y regimentada— conduce a un dominio más individualizado que en el pasado. Técnicas burocráticas de control social reemplazan aproximaciones más humanistas. Todo lo que es espontáneo, creativo e individual ha sido limitado a lo estandarizado, lo regulado y lo masivo. El espacio individual se ha reducido constantemente por las restricciones impuestas sobre el por un aparato social impersonal y sin rostro. Cualquier reconocimiento de las cualidades individuales ha sucumbido constantemente frente a las necesidades —más precisamente, la manipulación— de un grupo; de hecho, el común denominador más bajo de las masas. Un acercamiento cuantitativo, estadístico, como si la humanidad fuera un panal de abejas, ha triunfado sobre enfoques que individualizan las cualidades, poniendo el énfasis la unicidad personal, la libre expresión y la complejidad cultural.

La misma simplificación regresiva del medioambiente ocurre en la agricultura moderna.[4] Las personas que son manipuladas en las ciudades modernas deben ser alimentadas y alimentarlas implica la extensión de granjas industriales. Las plantas alimentarias deben cultivarse de modo que permitan un alto grado de mecanización —no para reducir el trabajo humano sino para incrementar la productividad y eficiencia, maximizando la inversión y el rendimiento de la explotación de la biosfera. Concordantemente, el terreno debe reducirse a una planicie chata —como el piso de una fábrica, por decirlo de algún modo— y las variaciones naturales de la topografía deben desaparecer tanto como sea posible. El arado, la fertilización del suelo, el sembrado y la cosecha deben realizarse en escala masiva, frecuentemente con un total descuido respecto de la ecología natural del área. Grandes áreas de tierra deben dedicarse a un solo tipo de cultivo —una forma de agricultura que conduce por sí misma no sólo hacia la mecanización sino también proliferación de plagas. El monocultivo es el medioambiente ideal para la proliferación de plagas. Finalmente, agentes químicos deben utilizarse en grandes proporciones a fin de lidiar con los problemas creados por insectos, hierbas y las enfermedades de los cultivos, para regular su crecimiento, y para maximizar el rendimiento del suelo. El verdadero símbolo de la agricultura no es la hoz (o si se quiere el tractor) sino el aeroplano. Los cultivadores modernos no son representados por el campesino, el hacendado, o incluso el agrónomo —personas de las cuales cabe esperar que tengan una íntima y única relación con las cualidades de las tierras en las cuales ellos cultivan— si no el piloto y el químico, para quienes el suelo es un mero recurso, materia prima inorgánica.

El proceso de simplificación es llevado aún más allá por una exagerada división del trabajo a nivel regional (de hecho a nivel nacional). Inmensas áreas del planeta son cada vez más reservadas para tareas industriales específicas o reducidas para depósitos de materias primas. Otras se han convertido en centros de poblaciones urbanas, con grandes áreas dedicadas al comercio y el intercambio. Ciudades y regiones (de hecho, países y continentes) están específicamente identificados con productos especiales —Pittsburgh, Cleveland y Youngstown con el acero, Nueva York con las finanzas, Bolivia con el estaño, a Arabia con el petróleo, Europa y Norteamérica con los bienes industriales y el resto del mundo con un tipo u otro de materia prima. Los complejos ecosistemas que se extienden por diversas regiones de los continentes se ven sumergidos por la organización de naciones enteras en entidades dirigidas por la racionalidad económica, cada una de las cuales es una estación en una extensa línea de producción, cuyas dimensiones son mundiales. Es una cuestión de tiempo antes de que las áreas más hermosas de la naturaleza sucumban bajo la mezcla del concreto, al modo de lo que ocurrió con la costa este de los Estados Unidos. Las áreas naturales supervivientes serán dedicadas para las áreas de camping, autopistas panorámicas, hoteles, cadenas de comida, etc.

La cuestión es que el hombre está deshaciendo el trabajo de la evolución orgánica. Por medio de la creación de vastas aglomeraciones urbanas de concreto, metal y vidrio, sobrepasando y minando la complejidad, la sutileza de los ecosistemas organizados que constituyen las diferencias locales en el mundo natural —abreviando, por el reemplazo de un ambiente orgánico altamente complejo, por uno simplificado e inorgánico— la humanidad está desmontando la pirámide biótica que la ha sostenido, por incontables milenios, en la cúspide. En el proceso de remplazar las complejas interrelaciones ecológicas de las cuales dependen todas las formas avanzadas de vida por otras relaciones más elementales, la humanidad está sostenidamente restaurando en la biosfera un estadio que sólo será capaz de soportar las formas de vida más simples. Si esta profunda regresión del proceso evolucionario continúa, no es ilusorio suponer que las precondiciones necesarias para las formas de vida más elevadas serán destruidas y la Tierra se volverá incapaz de soportar a la humanidad misma.

El lado crítico de la ecología no deviene solamente del hecho de que entre todas las ciencias ella presenta este sorprendente mensaje a la humanidad, sino de que lo presenta con una nueva dimensión social. Desde el punto de vista ecológico, la inversión de la evolución orgánica es el resultado de la horrorosa contradicción que resulta entre nacional y local, entre estado y comunidad, industria y agricultura, entre producción en masa y artesanía, centralismo y regionalismo, y entre escala burocrática y escala humana.

La Naturaleza Reconstructiva de la Ecología

Hasta hace poco, los intentos por resolver las contradicciones creadas por la urbanización, la centralización, el crecimiento burocrático y la estatificación eran vistos como los vanos intentos de los contreras al “progreso” —contreras que son en el mejor de los casos idealistas y, en el peor, reaccionarios. Se ha considerado a los anarquistas como visionarios desesperanzados, marginados sociales, llenos de nostalgia por la aldea campesina o la comuna medieval. Sus anhelos de una sociedad descentralizada y una comunidad humana en unión con la naturaleza y las necesidades de los individuos —la espontaneidad individual, irrestricta por la autoridad— fueron vistos como reacciones románticas, de artesanos desclasados o “rebeldes” intelectuales. Sus protestas contra la centralización y la estatificación parecían menos persuasivas porque estaban basadas primeramente en consideraciones éticas —por utópicas, ostensiblemente “irrealistas” nociones de lo que la humanidad podía ser, no de lo que fue. A estas protestas, los oponentes del pensamiento anarquista —liberales, derechistas y autoritarios “de izquierda”— argumentaron que ellos eran las voces de la realidad histórica, que sus conceptos estatistas y centralistas estaban enraizados en la objetividad, en el mundo práctico.

El tiempo no es generoso con las ideas en conflicto. Cualquiera haya sido la validez de las perspectivas libertarias y no libertarias hace algunos años, el desarrollo histórico ha vuelto carentes de sentido todas las objeciones que se alzaban contra el pensamiento anarquista. La ciudad moderna y el estado, el uso masivo de la tecnología del carbón-acero en la Revolución Industrial; luego, sistemas más racionalizados de producción en masa y líneas de ensamblaje como organización del trabajo, centralización nacional, estado y aparato burocrático —todo lo cual ha alcanzado su límite. Cualquiera sea el papel progresista o liberador que hayan tenido, es claro que éste sea vuelto completamente regresivo y opresivo. Ellos son regresivos no sólo porque erosionan el espíritu humano y drenan de toda la comunidad la cohesión, la solidaridad y los parámetros ético-culturales; ellos son regresivos porque lo son desde una perspectiva objetiva, desde una perspectiva ecológica. Ellos minan no sólo el espíritu de la humanidad y de la comunidad humana, sino también la viabilidad del planeta y de todos los seres vivientes en él.

No puede enfatizarse con suficiente fuerza que los conceptos anarquistas de balance comunitario, democracia cara a cara, tecnología humanista y sociedad descentralizada —estos ricos conceptos libertarios no son sólo deseables, sino necesarios. No sólo pertenecen ellos a las grandes visiones futuras de la humanidad, ellos constituyen precondiciones para la supervivencia humana. El proceso del desarrollo social nos ha llevado desde una postura ética, dimensión subjetiva, hacia una dimensión objetiva, práctica. Lo que una vez fue considerado como impráctico y visionario se ha vuelto eminentemente práctico. Y aquello que una vez considerábamos como práctico y objetivo sea vuelto eminentemente impráctico e irrelevante en términos de un desarrollo humano más pleno, de una existencia sin límites. Si la comunidad, la democracia cara a cara, el humanismo, el uso liberador de la tecnología y la descentralización no son concebidas meramente como reacciones a un estado de cosas —un vigoroso no frente al estado de cosas existentes—, un irresistible y objetivo argumento puede hacerse sobre la practicidad de una sociedad anarquista.

El rechazo hacia el estado de cosas presentes, creo yo, se debe al crecimiento explosivo entre la gente joven de hoy de un “anarquismo intuitivo”.[5] Su amor a la naturaleza es la reacción en contra de las cualidades altamente sintéticas de nuestros ambientes urbanos y sus productos gastados. La informalidad de sus ropas y maneras es la reacción en contra de la formalidad y la naturaleza estandarizada e institucionalizada de la vida moderna. Su predisposición a la acción directa es una reacción en contra de la burocratización y la centralización de la sociedad. Su tendencia a escapar a los convencionalismos, refleja la creciente furia hacia las absurdas rutinas industriales que alimentan la producción en masa de las fábricas, las oficinas, o la Universidad. Su intenso individualismo es, de una forma muy elemental, un modo de descentralización de hecho de la vida social —una abdicación personal a la sociedad de masas.

Lo que es más significativo acerca de la ecología, es su habilidad para convertir frecuentemente el rechazo nihilista hacia el statu quo, en una enfática afirmación de la vida —de hecho, en reconstruir el credo de una sociedad humanista. La esencia del mensaje reconstructivo de la ecología puede ser expresado en una sola palabra: diversidad. Desde una perspectiva ecológica, el balance y la armonía en la naturaleza, en la sociedad, y por inferencia en el comportamiento, se alcanzan no por medio de la estandarización mecánica sino por su contrario, la diferenciación orgánica. Este mensaje sólo puede ser entendido claramente al examinar su significado práctico.

Consideremos el principio ecológico de la diversidad —aquel que Charles Elton[6] llama “de conservación de la variedad” —cómo se aplica a la biología, y específicamente a la agricultura. Una cantidad de estudios —los modelos matemáticos de Lotka y Volterra, los experimentos de Gause con protozoos y ácaros en ambientes controlados, y una extensa investigación de campo— claramente demuestran que las fluctuaciones en poblaciones animales y vegetales, que van desde leves hasta alcanzar la proporción de plagas, dependen fuertemente del número de especies que existen en el ecosistema y del grado de variedad del ambiente. Cuanto mayor es la variedad de presas y depredadores, más estable es la población; un ambiente más diversificado en términos de flora y fauna, es menos propenso a la inestabilidad ecológica. La estabilidad es una función en relación con la complejidad, la variedad y la diversidad: si el medio ambiente se simplifica, y la variedad de animales y plantas se reduce, las fluctuaciones en la población se vuelven más marcadas y tienden a salirse de control. Tienden a alcanzar la proporción de pestes.

En el caso del control de pestes, muchos ecólogos ahora concluyen que podemos evitar el uso repetido de tóxicos químicos tales como insecticidas y herbicidas, al permitir una mayor interrelación entre los seres vivientes. Debemos permitir un mayor espacio a la espontaneidad natural, para que las diversas fuerzas biológicas eleven la situación ecológica. «Los entomólogos europeos ahora hablan de manejar la totalidad de la comunidad de plantas-insectos», observa Robert L. Rudd. «Se le llama manipulación de la biocenosis. El ambiente biocenotíco es variado, complejo y dinámico. Aunque el número de los individuos cambia constantemente, ninguna especie normalmente alcanza el nivel de peste. Las condiciones especiales que permiten grandes poblaciones de una sola especie en ecosistemas complejos son eventos extraños. El control de la biocenosis o ecosistema debe ser nuestra meta, aunque sea difícil».[7]

La «manipulación» de la biocenosis en un modo significativo, como sea, presupone el haber alcanzado una gran descentralización de la agricultura. Siempre que sea posible, la agricultura industrial debe ceder el lugar al suelo y a la agricultura de cultivo; la planta fabril debe ceder el paso a la jardinería y la horticultura. Yo no deseo implicar que debemos abandonar las ventajas adquiridas por la agricultura en gran escala y la mecanización. Lo que pretendo, sin embargo, es que la tierra debe ser cultivada como si estuviéramos en un jardín; las plantas deben ser diversas y distribuirse con cuidado, el balance entre la fauna y el follaje de los árboles debe ser apropiado a la región. La descentralización es importante, por sobre todo, para el desarrollo del agricultor tanto como para el desarrollo de la agricultura. El cultivo de alimentos, practicado en un sentido verdaderamente ecológico, presupone que el agricultor es familiar con todas las características y sutilezas del terreno en el cual crecen sus cultivos. Él debe tener un conocimiento minucioso de la fisiografía del terreno, de la variedad de suelos —tierra de cultivo, bosques, pastura— y del contenido mineral y orgánico, del microclima, al tiempo que debe encontrarse continuamente estudiando los efectos que producen nueva flora y fauna. Él debe desarrollar su sensibilidad hacia la tierra, hacía sus posibilidades y necesidades mientras se va convirtiendo en una parte orgánica de una situación de agricultura. Difícilmente podemos esperar alcanzar ese alto grado de sensibilidad e integración en el agricultor sin reducir la agricultura a una escala humana, sin traer la agricultura a una dimensión individual. Para satisfacer las demandas de una aproximación ecológica a la producción de alimentos, la agricultura debe reducir su escala desde las grandes granjas industriales hacia unidades de tamaño más moderado.

El mismo razonamiento se aplica para el desarrollo racional de los recursos de energía. La Revolución Industrial incrementó la cantidad de energía disponible para la industria, pero disminuyó la variedad de las fuentes de energía utilizadas por la humanidad. Aunque es una verdad cierta que las sociedades pre-industriales dependían primariamente de la fuerza generada por los músculos de los animales y las personas, un complejo patrón del uso de energía se desarrolló en muchas regiones de Europa, involucrando la sutil integración de recursos tales como la fuerza del viento y el agua, y una variedad de combustibles (madera, turba, carbón, almidones vegetales y grasas animales).

La Revolución Industrial excedió y destruyó estos patrones regionales, reemplazándolos con un sistema de energía basado primero únicamente en el carbón, y luego con un sistema dual carbón-petróleo. Las regiones desaparecieron como modelos integrados de patrones de energía —de hecho, el concepto mismo de la integración a través de la diversidad fue destruido. Como indiqué anteriormente, muchas regiones se convirtieron predominantemente en áreas mineras, frecuentemente dedicadas a la producción de unas pocas materias primas. Es evidente el rol que el quiebre del verdadero regionalismo ha jugado en la producción de la contaminación del aire y el agua, en el daño infligido sobre grandes áreas del campo, y en el agotamiento de nuestros preciosos hidrocarburos.

Podemos, por supuesto, cambiarnos a los combustibles nucleares, pero es escalofriante el pensar en los letales desperdicios radioactivos que requerirían tratamiento, si fueran nuestra principal fuente de energía. Eventualmente un sistema energético basado en materiales radiactivos conduciría a una extensa contaminación del medio ambiente —primero de un modo sutil, pero luego de un modo masivo y en una escala destructiva palpable.

O podríamos aplicar los principios ecológicos a las soluciones de los problemas energéticos. Podríamos intentar restablecer patrones regionales de energía previos, usando un sistema energético que combine la fuerza generada por el viento, el agua y el sol. Podríamos sumar aparatos más sofisticados que los utilizados en el pasado. Ahora somos capaces de diseñar turbinas de viento que pueden proveer electricidad en numerosas áreas montañosas a comunidades de 50 mil habitantes. Hemos perfeccionado artefactos de energía solar que permiten alcanzar temperaturas suficientemente altas en lugares cálidos como para resolver la mayor parte de los problemas metalúrgicos. En conjunto con bombas de calor, varios aparatos solares podrían proveer tanto como 3/4 —sino todo— del calor necesario para mantener confortable una casa familiar pequeña. Mientras estas líneas son escritas, en Francia se está completando en la desembocadura del río Rance, en Bretaña, una represa de mareas que se espera que produzca más de 500 millones de kilowatts/horas por año. En ese momento el proyecto del río Rance cubrirá la mayor parte de las necesidades eléctricas del norte francés.

Paneles solares, turbinas de viento y fuentes hidroeléctricas tomadas individualmente no proveen una solución a nuestros problemas energéticos y al desbalance ecológico creado por los combustibles convencionales. Puestas en común como en un mosaico, como en un tapiz que muestre el desarrollo orgánico de las fuentes de energía desde las potencialidades de la región, ellas serían suficientes para cubrir las necesidades de una sociedad descentralizada. En áreas más soleadas podríamos depender en mayor medida de la energía solar que de los combustibles. En áreas de marcada turbulencia atmosférica, dependeríamos de aparatos que utilicen el viento; en áreas costeras apropiadas o en regiones mediterráneas que tengan buenas redes fluviales, la mayor parte de la energía puede provenir de instalaciones hidroeléctricas. En todos los casos, podemos utilizar una combinación de [fuentes] no-combustibles, combustibles y combustibles nucleares. El punto que deseo establecer es que diversificando nuestras fuentes de energías, organizándolas en un balanceado patrón ecológico en el que combinemos el poder del viento, del sol y del agua de una región, podemos cubrir todas las necesidades industriales y domésticas de una comunidad, reduciendo al mínimo el uso de combustibles peligrosos. Eventualmente podríamos desarrollar todos nuestros aparatos para que funcionen sin combustión, a fin de eliminar todas las fuentes energéticas peligrosas.

Como en el caso de la agricultura, sin embargo, la aplicación de los principios a las fuentes energéticas presupone por lejos la descentralización de la sociedad y la aplicación real del verdadero concepto de región en la organización de la sociedad. El mantenimiento de grandes ciudades requiere cantidades inmensas de carbón y petróleo. En contraste, sol, viento y marea pueden proveernos de pequeñas cantidades de energía; a excepción de las espectaculares represas mareomotrices, la mayoría de los nuevos aparatos raramente proveen más de unos cuantos cientos de kilowatts/hora de electricidad. Es difícil creer que alguna vez seremos capaces de diseñar recolectores de energía solar que puedan proveernos con las grandes cantidades de electricidad que produce una gigantesca turbina a vapor; es igualmente difícil de concebir que mejores turbinas eólicas nos proveerán de electricidad suficiente como para iluminar la isla de Manhattan. Si nuestras casas y fábricas están densamente concentradas, los dispositivos que usan fuentes limpias de energía permanecerán probablemente como meros juguetes, pero si las comunidades urbanas reducen su tamaño y se dispersan sobre la Tierra, no existe razón para que estos aparatos combinados puedan asegurarnos todas las comodidades de una civilización industrializada. Para poder utilizar eficientemente el poder del viento, de las mareas y del sol, las grandes megalópolis deben descentralizarse. Un nuevo tipo de comunidad, cuidadosamente acotada a las características y recursos de la región, debe reemplazar la extensión de los cinturones urbanos emergentes en la actualidad.[8]

Damos por hecho de que una objetiva argumentación a favor de la descentralización, no concluye en la discusión de los problemas de la agricultura y los problemas creados por nuestras fuentes energéticas. La validez del argumento a favor de la descentralización puede demostrarse por casi todos los problemas de «logística» que existen actualmente. Permítanme citar un ejemplo de la problemática área del transporte. Mucho se ha escrito sobre los nefastos efectos de la gasolina —que usan nuestros vehículos—, sobre sus desechos, sobre su rol en la polución del aire de las ciudades, sobre la contribución al ruido que produce en el ambiente de la ciudad, sobre la cantidad enorme de muertos que anualmente reclama, en las rutas de nuestras grandes ciudades en todo el mundo. En una civilización altamente urbanizada, sería un sinsentido cambiar estos vehículos perniciosos por otros limpios, más eficientes, virtualmente silenciosos y ciertamente más seguros a batería. Un buen auto eléctrico debe recargarse cada uno 150 km —lo cual está dentro de los límites del uso para transporte en grandes ciudades. En una pequeña y descentralizada comunidad, sin embargo, sería realizable el uso de estos vehículos eléctricos para transporte urbano y regional, al tiempo que podrían establecerse redes de monorrieles para transporte a larga distancia.

Es bastante conocido el hecho de que los vehículos que utilizan gasolina contribuyen enormemente a la polución urbana del aire y existe un fuerte sentimiento que busca “reformar” el automóvil dejando en el olvido sus características más nocivas. Nuestra época característicamente intenta resolver todas sus irracionalidades recurriendo a algún truco —posquemadores para los residuos tóxicos de la gasolina, antibióticos para sanarnos, tranquilizantes para los disturbios psíquicos. Pero el problema de la polución urbana del aire es demasiado para resolverlo con trucos, quizás aún más que lo creemos. Básicamente la polución del aire es provocada por poblaciones densamente pobladas, por una excesiva concentración de personas en un área pequeña. Millones de personas, densamente concentradas en las grandes ciudades, necesariamente producen un serio nivel de contaminación del aire, simplemente por desarrollar sus actividades diarias. Ellas deben quemar combustibles por razones domesticas e industriales; deben construir o derribar edificios (los escombros aéreos que producen esas actividades son una fuente mayor de contaminación del aire urbano); deben ocuparse de inmensas cantidades de desperdicios; deben trasladarse por los calles con neumáticos de goma (las partículas producidas por la erosión de los neumáticos generada por los materiales de las calles, suman una significativa cantidad de polución al aire). Sin importar que aparatos de control le coloquemos a nuestros automóviles o plantas industriales, el mejoramiento que estos puedan producir en la calidad del aire urbano se verá cancelado por el futuro crecimiento de las megalópolis.

Hay más en el anarquismo que sólo las comunidades descentralizadas. Si he examinado estas posibilidades con algún detalle, ha quedado demostrado que una sociedad anarquista, lejos de ser un remoto ideal, se ha convertido en la condición previa para la práctica de los principios ecológicos. Resumiendo el mensaje crítico de la ecología: si disminuimos la variedad del mundo natural, degradamos su unidad e integridad. Destruimos las fuerzas creadas por la armonía y estabilidad natural, por un equilibrio duradero, y lo que es más significativo, hemos introducido una retrogresión absoluta en el desarrollo del mundo natural que eventualmente volverá al medioambiente incapaz de soportar formas avanzadas de vida. Resumiendo el mensaje reconstructivo de la ecología: si decidimos avanzar hacia la unidad y estabilidad del mundo natural, si decidimos armonizarlos en siempre crecientes niveles de desarrollo, debemos conservar y promover la variedad. Es cierto que la mera variedad en sí misma es una finalidad vacua. En la naturaleza, la variedad emerge espontáneamente. Las capacidades de las nuevas especies son testeadas por los rigores del clima, por su habilidad para lidiar con los predadores, por su capacidad para establecer y agrandar su nicho. Así las especies que tienen éxito agrandando su nicho, también agrandan la situación ecológica como un todo. Tomando prestada la frase de E. A. Gutkind, esta “expandiendo el medioambiente”, para sí mismo y para las especies con las que entra en una balanceada relación.[9]

¿Cómo aplicamos estos conceptos a la teoría social? Para muchos lectores, será suficiente decir, que en tanto la humanidad es parte de la naturaleza, una expansión del medioambiente natural ensancha las bases del desarrollo social. Pero responder a la pregunta, creo yo, va mucho más de lo que muchos ecologistas y libertarios sospechan. Nuevamente, permítanme volver al principio ecológico de balance e integridad como un producto de la diversidad. Manteniendo este principio en mente, el primer paso para avanzar hacia una respuesta es proveernos de un pasaje de la Filosofía del Anarquismo, de Herbert Read. Al presentar su “medida del progreso”, Read observa: “La medida del progreso es por grado de diferenciación en una sociedad. Sí los individuos son unidades de una masa corporativa, sus vidas serán limitadas, aburridas y mecánicas. Sí los individuos son una unidad en sí mismos, con el espacio y la potencialidad para actuar separadamente, puede que más fácilmente estén sujetos a los accidentes o cambios, pero al menos ellos pueden crecer y expresarse a sí mismos. Ellos pueden desarrollarse —desarrollarse en el único sentido real del mundo—, desarrollarse al fortalecer sus conciencias, vitalidad y alegría”.[10]

El pensamiento de Read, desafortunadamente, no está completamente desarrollado, aunque provee un interesante punto de partida. Lo primero que nos llama la atención es que ambos, ecólogos y anarquistas, otorgan mucha importancia a la espontaneidad. El ecólogo, en tanto que es más que un técnico, tiende a rechazar la noción de “poder sobre la naturaleza”. Él en cambio habla de “direccionar” su camino a través de una situación ecológica, manejando más que recreando un ecosistema. El anarquista, a su vez, habla en términos de espontaneidad social, de liberar las potencialidades de la sociedad y humanidad, de dar libre e irrestrictas riendas a la creatividad de la gente. Cada uno a su manera es receloso de la autoridad como inhibitoria, como un peso que limita la potencialidad creativa de las situaciones de la naturaleza y la sociedad. Sus finalidades no son las de regir sobre un dominio, sino la de liberarlo. Ellos consideran que la intuición, la razón y el conocimiento como medios realizar las potencialidades de la situación, como facilitadores lógicos que resuelven una situación, no como reemplazos de sus potencialidades por nociones preconcebidas o deformando su desarrollo en dogmas.

Regresando a las palabras de Read, lo siguiente que nos llama la atención es que como el ecólogo, el anarquista ve la diferenciación como una medida del progreso. El ecólogo usa los términos pirámide biótica cuando habla de los avances biológicos; el anarquista, la palabra individualización para denotar los avances sociales. Si vamos más allá de Read, observaremos que, tanto para el ecólogo como para el anarquista, una unidad en constante crecimiento se obtiene por el incremento de la diferenciación. Una totalidad en expansión es creada por la diferenciación y el enriquecimiento de las partes.

Del mismo modo en que el ecólogo busca elaborar el alcance de un ecosistema y promover el libre juego entre las especies, el anarquista busca elaborar el alcance de la experiencia social y remover todas las cadenas que frenan su desarrollo. El anarquismo no es sólo una sociedad sin estado, sino también una sociedad armónica que expone a sus miembros al estímulo que proveen tanto la vida agraria como urbana, tanto la actividad física como la mental, la sensualidad sin represiones y la libre búsqueda espiritual, a la solidaridad comunal y al desarrollo individual, a la particularidad regional y a la hermandad mundial, a la espontaneidad y a la autodisciplina, a la eliminación de la explotación industrial y a la promoción de la artesanía. En nuestra sociedad esquizoide, estas metas son consideradas dualidades mutuamente excluyentes, bruscamente opuestas. Ellas parecen dualidades debido a la logística misma de nuestra época —la separación de provincia y país, la especialización del trabajo, la atomización de la humanidad— y sería absurdo creer que esas dualidades pueden resolverse sin una idea general de la estructura física de una sociedad anarquista. Podemos obtener alguna idea sobre como tal sociedad debería ser por medio de la lectura de News from Nowhere, de Willian Morris,[11] y de los escritos de Pedro Kropotkin. Pero estos son destellos. Ellos no consideran los desarrollos de la tecnología post Segunda Guerra Mundial y ni las contribuciones hechas por el desarrollo de la ecología. Este no es el lugar para embarcarnos en un escrito “utópico”, pero ciertas pautas pueden darse incluso en una discusión general. Y al presentar estas pautas, estoy deseoso de enfatizar no sólo las más obvias premisas ecológicas que las soportan, sino las humanistas.

Una sociedad anarquista debería ser una sociedad descentralizada, no sólo para establecer las bases permanentes de una armonización entre la humanidad y la naturaleza, sino también para agregar nuevas dimensiones a la armonización entre las personas. Los antiguos griegos, que tan frecuentemente recordamos, se hubieran horrorizado de una ciudad donde el tamaño y la cantidad de población excluyeran las relaciones cara-a- cara, comúnmente familiares entre conciudadanos. Hoy en día es clara la necesidad de reducir las dimensiones de la comunidad humana —en parte para resolver nuestros problemas de contaminación y transporte, en parte también para crear comunidades reales. En cierto sentido, debemos humanizar a la humanidad. Dispositivos electrónicos tales como los teléfonos, los telégrafos, radios, televisiones y computadoras deben usarse lo menos posible para mediar las relaciones interpersonales. Al tomar las decisiones colectivamente —y la antigua ecclesia ateniense fue, de alguna manera, un modelo para cómo realizar las decisiones colectivamente durante el periodo clásico— todos los miembros de la comunidad tienen la oportunidad de adquirir un juicio fundado sobre todos los que atienden a la asamblea. Ellos deberán estar en posición de contemplar sus actitudes, estudiar sus expresiones, y pesar sus motivos tanto como sus ideas en un encuentro personal directo, y por medio de un debate y una discusión completos cara-a- cara.

Nuestras pequeñas comunidades deben ser económicamente completas y balanceadas, en parte para que ellas puedan hacer un uso completo de las materias primas y fuentes energéticas locales; en parte también, para incrementar el nivel de estímulos agrícolas e industriales a que están expuestos los individuos. Sí un miembro de la comunidad, por ejemplo, tiene predilección por la ingeniería debe alentársele para que hunda sus manos en el humus; una persona de ideas debe ser alentado a usar sus músculos; el granjero “innato” debe familiarizarse con el trabajo de los trenes de laminación. El separar al ingeniero del suelo, al pensador de la pica y al granjero de la planta industrial, puede promover un grado de sobre-especialización que conduzca a niveles peligrosos de control social por especialistas. Lo que es igualmente importante, la especialización profesional y vocacional puede prevenir a la sociedad de alcanzar su meta vital: la humanización de la naturaleza, por medio del técnico y la naturalización de la sociedad, por medio del biólogo.

Sostengo que una comunidad anarquista se aproxima claramente a la definición de ecosistema —debe ser balanceada, diversa y armónica. Se puede argumentar, si tal ecosistema adquirirá la configuración de una entidad urbana con un centro distintivo, tal como podemos encontrar en las polis griegas o en las comunas medievales; o, como propone Gutkind, la sociedad puede consistir en comunidades dispersas sin un centro distintivo. En cualquier caso, la escala ecológica para cualquiera de estas comunidades será el bioma más pequeño capaz de soportar una población moderada.

Una comunidad relativamente autosuficiente, visiblemente dependiente de su ambiente para la obtención de sus medios de vida, ganará un nuevo respeto por las relaciones orgánicas que la sostienen. A la larga, el intento por alcanzar la autosuficiencia debería, creo yo, probarse más eficiente que el sistema nacional de división del trabajo que prevalece hoy. Aunque seguramente habrá muchas pequeñas instalaciones fabriles duplicadas de comunidad en comunidad, la familiaridad de cada grupo con el medioambiente local y con sus raíces ecológicas favorecerá un uso más inteligente y amoroso de su ambiente. Sostengo que lejos de fomentar el provincialismo, una relativa autosuficiencia podría crear una nueva matriz para el desarrollo individual y comunal —una unicidad con los alrededores que podría revitalizar la comunidad.

La rotación de las responsabilidades cívicas, vocacionales y profesionales podrá estimular todos los sentidos del ser individual, completándolo con una nueva dimensión sobre el auto-desarrollo. Una sociedad completamente entristecida podría creer nuevamente en la creación de personas completas; en una sociedad redondeada, personas plenas. En el mundo occidental los atenienses, con todos sus errores y limitaciones, fueron los primeros que nos dieron esta noción de completitud. “La polis fue hecha por amateurs”, nos dice Kitto. “Su ideal fue que cada ciudadano —más o menos, según si la polis era democrática u oligárquica— realizara su parte de todas las actividades —un ideal que reconociblemente desciende de la generosa concepción homérica de la arete como completa excelencia y completa actividad. Implica un respeto por la integridad o unicidad de la vida y, consecuentemente, le disgusta la especialización. Implica el desprecio de la eficiencia —o mejor, un ideal de eficiencia mucho más alto; una eficiencia que no existe en ningún compartimento de la vida, sino en la vida misma”.[12] En una sociedad anarquista, aunque seguramente aspiramos a más, difícilmente esperaríamos alcanzar algo menos que este estado mental.

Sí el entramado de principios ecológicos y anarquistas alguna vez alcanzan la práctica, la vida social conseguirá un desarrollo sensible de la diversidad humana y natural, conduciéndolas a ambas hacia una bien balanceada y armónica unidad. Desde las comunidades pasando a través de la región hacia el continente entero, veríamos la colorida diferenciación de los grupos humanos y los ecosistemas, cada uno desarrollando sus potencialidades únicas y exponiendo a los miembros de su comunidad a un amplio espectro de estímulos económicos, culturales y actitudinales. Siguiendo nuestras previsiones puede darse una excitante y, con frecuencia, dramática variedad de formas comunales —aquí marcada por las adaptaciones arquitectónicas e industriales de biomasa semiáridos, allá a la pradera, en otro sitio por la adaptación a áreas boscosas. Seremos testigos de la dinámica interrelacional entre individuo y grupo, comunidad y medioambiente, humanidad y naturaleza. Liberados de las rutinas opresivas, de las represiones e inseguridades paralizantes, de la carga del trabajo pesado y de las falsas necesidades, de las trabas que suponen la autoridad y la compulsión irracional, los individuos podrán finalmente estar en posición, por primera vez en la historia, de realizar plenamente sus potencialidades como miembros de la comunidad humana y del mundo natural.

Observaciones sobre anarquismo “clásico” y ecología moderna

El futuro del movimiento anarquista dependerá de su habilidad para aplicar los principios libertarios a nuevas situaciones históricas. Estos principios no son difíciles de definir —una sociedad descentralizada y sin estado, basada en la propiedad comunal de los medios de producción. Existe también una ética anarquista, sí no una metodología, que Bakunin resume así cuando dice: “No podemos admitir, incluso en una transición revolucionaria, una así llamada dictadura revolucionaria, porque cuando la revolución empieza a concentrarse en las manos de algunos individuos, empieza inevitable e inmediatamente la reacción”. (También existe la necesidad, me temo, de un vigoroso y comprometido artículo sobre “Tomarse en serio el anarquismo”. Hay demasiados auto llamados anarquistas, confortablemente situados en el milenario mundo de la reforma burguesa —y sus muchas recompensas oficiales y materiales— cuyas ideas pueden considerarse como meras extensiones de Adam Smith. Pero eso es otro tema.) Lo que me inquieta, en la actualidad, es la aplicación de la palabra clásico al anarquismo, palabra que suele decorarse con comillas. Esta palabra tiene extrañas connotaciones para un movimiento cuya sangre es fervientemente iconoclasta, no sólo respecto de la autoridad en la sociedad, sino respecto a sí mismo.

Es mi pensamiento, que el anarquismo consiste en un cuerpo imperecedero de ideales a los cuales la humanidad se ha esforzado en aproximar durante milenios, en todas partes del mundo. El contexto de estos ideales ha cambiado con el tiempo, pero los principios libertarios básicos han sido poco alterados por el curso de la historia. Es de importancia vital que los anarquistas capten el cambiante contexto histórico en el cual estos ideales deben aplicarse, evitémosles el que sean innecesariamente estigmatizados por insistir con fórmulas viejas ante situaciones nuevas.

En el mundo moderno, el anarquismo aparece por primera vez en el movimiento de los peones y campesinos acomodados contra las decadentes instituciones feudales. En Alemania su más destacado portavoz durante las Guerras de Los Campesinos fue Thomas Müntzer;[13] en Inglaterra, Gerrard Winstanleym[14] un participante destacado del movimiento de los Digger. Los conceptos sostenidos por Müntzer y Winstanley estaban magníficamente ajustados a las necesidades de su tiempo —un periodo histórico cuando la mayoría de la población vivía en el campo y cuando las fuerzas militantes más revolucionarias provenían del mundo agrario. Sería una nimiedad académica el argumentar si Müntzer y Winstanley podrían haber alcanzado sus ideales. Lo que es de real importancia es que ellos hablaron por su tiempo; sus conceptos anarquistas siguieron naturalmente a la sociedad rural de la cual se nutrieron las bandas de ejércitos campesinos de Alemania y del Nuevo Modelo de Inglaterra.

Con Jacques Roux, Jean Varlet y los Enragés (los Rabiosos)[15] de la Gran Revolución Francesa, nos encontramos con la reutilización de substancialmente los mismos conceptos sostenidos por Müntzer y Winstanley a un nuevo contexto histórico: el París de 1793 —una ciudad de casi 700 mil personas, compuesta (según nos dice Rudé) de “pequeños tenderos y comerciantes, artesanos, jornaleros, obreros, vagabundos y la ciudadanía pobre”. Roux y Varlet se contaron a sí mismos básicamente entre la gente sin clase, quienes pueden compararse con las hoscas masas negras del distrito de Watts de Los Ángeles. El suyo es un anarquismo urbanizado, por así decirlo; está centrado en la necesidad de contener las puntadas del hambre, en la miseria de los pobres en el incansable barrio de Gravilliers. Su agitación tiende a centrarse más en el costo de vida que en la redistribución de la tierra, más sobre el control de la administración de París que sobre la formación de hermandades comunales en el campo.

Proudhon, a su manera, prueba la vitalidad de su contexto. Él habla directamente a las necesidades de los artesanos, aquellos cuyo mundo y valores son amenazados por la Revolución Industrial. En el trasfondo de casi todas sus obras se halla la economía de la villa de Franche–Comte, las memorias de Burgille-en-Marnay y el tour de France que realizó como jornalero del comercio de la impresión. Un benigno paterfamilias, un artesano de corazón quien detestó París (“He sufrido durante mi exilio”, él escribe de París, “detesto la civilización parisina... Jamás seré capaz de escribir excepto en las orillas del Doub, el Ognon y el Loue”); el hecho que permanece es que esos parisinos que fueron la “tormenta del cielo” en 1830, en 1848 y nuevamente en la Comuna de 1871 eran principalmente artesanos, no obreros de fábricas, y fueron estos quienes adhirieron a las doctrinas de Proudhon. De nuevo, mi punto es que los proudhonianos fueron hombres de su tiempo y lidiaron con los problemas que mayor agitación social produjeron en Francia —los de la dolorosa agonía y destrucción de los trabajadores artesanos.

En el segunda mitad del siglo XIX, el anarquismo se encuentra a sí mismo ante un nuevo contexto histórico — un periodo marcado por el auge del proletariado industrial. La más efectiva expresión de este tiempo la podemos hallar menos en los trabajos de Bakunin y Kropotkin, que en los menos permanentes artículos y discursos de Christian Cornelissen, Pierre Monatte, “Big Bill” Haywood, Armando Borghi, y Fernand Pelloutier —en breve, de los anarco-sindicalistas. El que muchos referentes anarco-sindicalistas hayan derivado de posiciones anarquistas a otras propias del sindicalismo reformista no debe sorprendernos; a este respecto basta saber que ellos siguieron frecuentemente el cambio de mentalidad de la clase trabajadora industrial y su creciente participación en la sociedad burguesa.

Sí miramos hacia atrás, entonces encontramos que los principios anarquistas, en tanto que han sido más que la convicción personal de unos pocos intelectuales aislados, siempre se ha vestido acorde con el contexto histórico. Antes de la Revolución Francesa, las doctrinas anarquistas elevaron al máximo el descontento de los campesinos. Entre la Revolución Francesa y la Comuna de París, la ola que históricamente cargó con estas ideas fue la de los artesanos descontentos. Y entre la Comuna de 1871 y la Revolución Española de 1936, el anarquismo —esta vez con el socialismo marxista— fluyó junto con la fortuna del movimiento del proletariado industrial, menguando.

Existen muchos campesinos descontentos todavía desparramados por el mundo; de hecho son la fuente del descontento más violento que podemos encontrar en las aldeas de Asia, América Latina y África. Existen aún artesanos cuya posición social está siendo minada por la tecnología moderna; y todavía quedan millones de trabajadores industriales para quienes la lucha de clases es un hecho bruto, inmediato de la vida. Muchos aspectos de los viejos programas anarquistas, sofisticados por la experiencia histórica y madurados por pensadores más tardíos, sin lugar a dudas pueden todavía aplicarse en muchas partes del mundo.

Pero permanece el hecho de que en Estados Unidos y en muchos países de Europa, un nuevo contexto histórico está emergiendo para los principios anarquistas. Las características distintivas de este nuevo contexto son el desarrollo de un gigantesco cinturón urbano, la creciente centralización de la vida social dentro del estado capitalista, la extensión de la maquinaria automatizada a todas las áreas de la producción, el quiebre de la estructura tradicional de la clase burguesa (me he referido aquí a la disminución de la clase trabajadora, no a la mera desaparición de los viejos barones ladrones), el empleo de técnicas de “bienestar” para reprimir el descontento material, la habilidad de la burguesía —más precisamente del estado— para manejar las crisis y dislocaciones económicas, el desarrollo de la economía de guerra, y el realineamiento imperialista de las naciones en torno a los Estados Unidos —lo que ha sido crudamente llamado Pax Americana. Esta nueva era del capitalismo de estado, que suplanta a la anterior época de laissez-faire industrial capitalista, debe tratarse seriamente y sin considerar las conceptualizaciones más primitivas del movimiento anarquistas. De fracasar en alcanzar este reto teorético, se condenara a todos los movimientos existentes a un persistente y pesado estancamiento.

Nuevos problemas se han levantado para los cuales una aproximación ecológica ofrece un área de discusión más significativa que el acercamiento del viejo sindicalismo. La vida misma compele al anarquista a interesarse de modo creciente por la calidad de la vida urbana, con la reorganización de la sociedad según lineamientos humanistas, con subculturas creadas por nuevos y frecuentemente indefinibles estratos —estudiantes, desempleados, la inmensa bohemia de intelectuales, y por sobretodo la juventud que empieza a ganar conciencia social junto al movimiento pacifista y a la lucha por los derechos sociales de principios de los años 1960. Lo que mantiene a todas las clases y estratos en un asombroso estado de movilidad social e inseguridad es el advenimiento de la tecnología computarizada y automatizada —por lo cual es virtualmente imposible predecir el futuro vocacional o profesional de la mayor parte de la gente en el mundo occidental.

Por la misma razón, esta misma tecnología está cargada con la promesa de una sociedad verdaderamente liberada. El movimiento anarquista, más que ningún otro, puede explorar profundamente esta promesa. Debe asimilar minuciosamente esta tecnología —controlar su desarrollo, posibilidades y aplicaciones, revelando su promesa en términos humanísticos. El mundo ya está acosado por “utopías” mecánicas, que más claramente recuerdan el Brave New World de Huxley y el 1984 de Orwell, que las utopías orgánicas de Thomas More y William Morris —la tendencia humanista dentro del pensamiento utópico. Sólo el anarquismo puede infundir en la promesa de la tecnología moderna una perspectiva orgánica, con una dirección orientada hacia la humanidad. La ecología provee de una aproximación espléndida para el completamiento de esta responsabilidad histórica. Y es más que probable que si el movimiento anarquista no se toma en serio esta responsabilidad y se dedica completamente al trabajo de traducir la promesa tecnológica en un cuerpo visible de lineamientos, una aproximación tecnocrática, mecánica tendera a dominar el pensamiento moderno en el futuro. Se les pedirá a los individuos que se resignen a sí mismos para “mejorar” y trucar una versión urbana de las monstruosidades existentes; de sociedad de masas, de centralización, de estado burocrático. No creo que estas monstruosidades tengan permanecía o estabilidad; por el contrario, ellos arderán sin calma, hasta que alcancen un nuevo barbarismo y, eventualmente caigan antes de la venganza del mundo natural. Pero el conflicto social se reducirá a los más elementales y brutales términos, y es cuestionable sí la humanidad será capaz de recuperar su visión de una sociedad libertaria.

Existe una fascinante dialéctica en el proceso histórico. Nuestra época se asemeja mucho al Renacimiento, hace unos cuatro siglos. Desde el tiempo de Thomas More a Valentín Andreae, el quiebre de la sociedad feudal produjo una extraña zona intermedia social, una época indefinible, cuando las viejas instituciones estaban claramente en decadencia y las nuevas no se habían levantado aún. La mente humana, liberada del peso de la tradición, adquirió extraordinarios poderes para la generalización e imaginación. Andando libre y espontáneamente por la experiencia, produjo visiones asombrosas, que comúnmente trascendieron las limitaciones materiales del tiempo. Escuelas científicas y filosóficas enteras fueron fundadas en lo que dura un ensayo o panfleto. Fue el tiempo en el que nuevas potencialidades reemplazaron viejas actualidades, cuando en general, las posibilidades latentes reemplazaron los gravámenes particulares de la sociedad feudal; cuando una persona, desnuda de sus cadenas tradicionales, cambió de ser una criatura paralizada a una vital, a un ser en búsqueda. Las clases feudales establecidas se fueron quebrando, y con ellas casi todos los valores del mundo medieval. Una nueva movilidad social, agitada, casi un anhelo gitano por el cambio, impregno al mundo occidental. A su tiempo, la sociedad burguesa se cristalizo fuera de este flujo, trayendo con ella un nuevo y completo cuerpo de instituciones, clases, valores —y cadenas— para reemplazar las de la sociedad feudal. Por un tiempo el mundo perdió sus grilletes, y siguió buscando un destino que fue mucho menos definido de lo que suponemos hoy, con nuestra retrospectiva “histórica”. Este mundo nos obsesiona como un amanecer inolvidable, ricamente teñido, inefablemente hermoso y cargado de la promesa del alumbramiento.

Hoy, en la última mitad del siglo XX, todavía vivimos en un periodo de desintegración social. Las viejas clases se quiebran, los viejos valores se desintegran y las instituciones establecidas —tan cuidadosamente desarrolladas durante dos siglos de proceso capitalista— decaen ante nuestros ojos. Como nuestros antepasados del Renacimiento, vivimos en una época de potencialidades, de generalidades y también nosotros investigamos, buscamos la dirección desde la que nos lleguen las primeras luces del horizonte. Ya no se podrá, pienso yo, preguntar si el anarquismo se ha liberado a sí mismo de las cadenas del siglo XIX y ha actualizado sus teorías al siglo XX. En tiempos de tal inestabilidad, una década nos aproxima a una generación de cambios bajo condiciones estables. Debemos incluso mirar más lejos, hacia el siglo que nos espera delante; no podemos ser lo suficientemente extravagantes al liberar la imaginación de la humanidad.

Fin.

[1] Abraham Maslow: (1908–1970) psicólogo estadounidense, uno de los fundadores y principales exponentes de la Psicología Humanista (n. de t.).

[2] Ernst Heinrich Philipp August Haeckel: (1834—1919) Zoólogo y evolucionista alemán, fue un gran promotor de darwinismo y propuso nuevas nociones del desarrollo evolutivo (n. de t.).

[3] Para profundizar sobre este problema, el lector puede consultar las siguientes obras: Charles S. Elton, “The Ecology of Invations” (Nueva York: John Wiley & Sons, 1953); Edward Hyams, “Soil and Civilization” (Londres: Thames and Hudson, 1952); Lewis Herber, “Our Synthetic Environment” (Nueva York: Knopf, 1962); y Rachel Carson, “Silent Spring” —este último puede ser leído menos como una diatriba en contra de las pesticidas, y más como una plegaria a favor de la diversidad ecológica.

[4] Ibidem.

[5] Recuérdese que el presente artículo fue originalmente publicado en 1964 (ver n. “a” del t.). Las comillas son nuestras (n. del t.).

[6] Charles Sutherland Elton: (1900-1991) zoólogo y naturalista inglés. Estableció los parámetros modernos para los trabajos sobre las poblaciones y las comunidades en ecología, contribuyendo con estudios sobre especies invasoras (n. del t.).

[7] El uso que Rudd hace de la palabra manipulación, puede crear la errónea impresión de que una situación ecológica puede reducirse a simples términos mecánicos. Evitemos esta impresión, enfatizando que nuestro conocimiento de la situación ecológica y el uso práctico de este conocimiento es más una cuestión de intuición y comprensión, que de poder. Elton, creo yo, establece los parámetros para la manipulación ecológica de una situación cuando escribe: “El mundo del futuro debe ser manipulado, pero esta manipulación no debe ser como la que se da en un juego de ajedrez —sino más bien como dirigir un bote”.

[8] Lewis Heber [Murray Bookchin],Crisis in Our Cities (Nueva Jersey: Prentice-Hall, 1965), p. 194.

[9] No es mi deseo endilgarle a Gutkind conceptos que he expresado antes, pero el lector se beneficiaría grandemente de la lectura de su obra, “The Expanding Environment” (Freedom Press).

[10] Una versión en inglés: http://dwardmac.pitzer.edu/anarchist_archives/bright/read/philsofanar.html (n. del t.).

[11] Novela utópica muy popular, de fines del siglo XIX (n. del t.).

[12] H. D. F. Kitto, The Geeks; Chicago, Aldine, 1964. Pp. 161 (la trad. del pasaje es nuestra).

[13] 1489-1525(n. del t.).

[14] 1609-1676 (n. del t.).

[15] Jacques Roux, 1752-1794; Jean-François Varlet, 1764-1837(n. del t.).