Título: Carta a los Internacionales de Bolonia
Autor/a: Mijaíl Bakunin
Fuente: Recuperado el 5 de mayo de 2013 desde miguelbakunin.wordpress.com
Notas: Digitalización de Humberto López Amida.

En el Consejo general se acaba de declarar la guerra. Pero ello no debe preocuparnos, queridos amigos, pues la existencia, la fuerza y la unidad real de la Internacional no se verán afectadas, porque su unidad no viene de arriba, de un dogma teórico uniforme impuesto a la masa del proletariado, ni de un gobierno más o menos dictatorial como el que el Congreso de los obreros mazzinianos acaba de instaurar en Roma; viene de abajo: reside en la identidad de la situación material de los sufrimientos, de las necesidades y de las aspiraciones reales del proletariado de todos los países; la fuerza de la Internacional no reside en absoluto en Londres; reside en [la] libre federación de las secciones obreras autónomas de todos los países y en la organización de abajo arriba de la solidaridad práctica entre ellas. Estos son los principios que defendemos hoy contra las usurpaciones y contra las veleidades dictatoriales de Londres, que si pudiesen triunfar, matarían, con toda certeza, a la Internacional.

Un Consejo general de la Internacional, resida en Londres o en otra parte, sólo es soportable, sólo es posible, si se limita a estar investido en los modestos atributos de una Oficina Central de correspondencia. Esta es también, aproximadamente, la única función que le asignan nuestros estatutos generales. Pero desde el momento mismo en que pretende convertirse en un gobierno real, se transforma en una rareza, en una monstruosidad, en una absoluta imposibilidad. Imaginad una especie de monarca universal, colectivo, que imponga su ley, su pensamiento, su movimiento, su vida, a los proletarios de todos los países, reducidos a un estado de miseria. Sería una parodia ridícula del ambicioso sueño de César, de Carlos V, de Napoleón, bajo la forma de una dictadura universal, socialista y republicana. Sería el tiro de gracia contra la vida espontánea de las demás secciones, la muerte de la Internacional.

Estos doctrinarios y estos autoritarios, desde Mazzini hasta Marx, confunden siempre la uniformidad con la unidad, la unidad formal dogmática y gubernamental con la unidad viva y real, que sólo puede resultar del más libre desarrollo de todas las individualidades y de todas las colectividades y de la alianza federativa y absolutamente libre, sobre la base de sus intereses propios y de sus propias necesidades, de las asociaciones obreras en las comunas, y más allá de las comunas, de las comunas en las regiones, de las regiones en las naciones y de las naciones en la grande y fraternal Unión Internacional Humana, organizada federativamente a partir de la libertad, sobre la base del trabajo solidario de todos y de la más competa igualdad económica y social.

Este es el programa, el auténtico programa de la Internacional, que oponemos al nuevo programa dictatorial de Londres. Nosotros, es decir, la Confederación de las secciones del Jura, a la cual pertenezco. No estamos solos: la inmensa mayoría, casi podríamos decir la totalidad, de los internacionalistas franceses, belgas, españoles espero que también los italianos — hemos recibido ya la adhesión de varias secciones italianas y estamos seguros de la vuestra-, en una palabra, todo el mundo latino está con nosotros. Los obreros ingleses y americanos tienen un sentimiento de la independencia demasiado fuerte y la costumbre de la acción y de la vida demasiado espontánea para preocuparse, o tan siquiera por tomar nota, de las pretensiones bismarckianas del Consejo general, que ni siquiera osa anunciárselas. Tan sólo el mundo tudesco se somete con esta pasión a la disciplina o la servidumbre voluntaria que hoy les distingue. El pensamiento que desgraciadamente prevalece en el seno del Consejo general es un pensamiento exclusivamente alemán. Representado sobre todo por Marx -un judío alemán, un hombre muy inteligente, muy erudito, un socialista convencido que ha prestado grandes servicios a la Internacional, pero, al mismo [tiempo] muy vanidoso, muy ambicioso, intrigante como buen judío que es — este pensamiento, digo, representado por Marx, el jefe de los comunistas autoritarios de Alemania, por su amigo Engels, un hombre igualmente muy inteligente, secretario del Consejo general para Italia y España, y por otros miembros alemanes del Consejo general, menos inteligentes, pero no menos intrigantes ni menos fanáticamente entregados a su dictador-mesías Marx -este pensamiento se lo inspira un sentimiento racial-. Es el pangermanismo que, aprovechándose de los recientes triunfos del absolutismo militar prusiano; es el pensamiento omnidevorador y omniabsorbente de Bismarck, el pensamiento del Estado pangermánico, que pretende someter a toda Europa al dominio de la raza alemana, a la que creen destinada a regenerar el mundo; es este pensamiento liberticida y mortal para la raza latina y para la raza eslava el que hoy trata de apoderarse de la dirección absoluta de la Internacional. Frente a esta monstruosa pretensión del pangermanismo, debemos oponer la alianza de la raza latina y de la raza eslava, no con este monstruoso Imperio de todas las Rusias, que no es otra cosa que una especie de Imperio alemán impuesto a las poblaciones eslavas por el látigo tártaro, no con esa monstruosidad llamada paneslavismo y que no sería otra cosa que el triunfo y la dominación de este látigo en Europa; sino con la alianza de la revolución económica y social de los latinos con la revolución económica y social de los eslavos, revolución que, fundada en la emancipación económica de las masas populares y que, tomando como base de su organización la autonomía de las asociaciones obreras, de las comunas, de las regiones y de las naciones, libremente federadas, fundará un nuevo mundo internacional sobre las ruinas de todos los Estados, un mundo que, teniendo como base material la igualdad, como alma la libertad, como objeto la acción del trabajo, y como espíritu la ciencia, constituirá el triunfo de la humanidad.

Esta alianza latino-eslava no hará en absoluto la guerra al proletariado de Alemania, actualmente y por desgracia descarriado por culpa de sus jefes. Regla general: nunca son las masas populares las que crean la vanidad y la ambición nacional, siempre son sus jefes que la explotan y que naturalmente están muy interesados en extender los límites del mundo a su lucrativa explotación. Por consiguiente, lejos de hacerle la guerra, la alianza latino-eslava tratará, al contrario, de reforzar y multiplicar los vínculos de la más estrecha solidaridad con el proletariado de Alemania, tratando de inculcar en su seno, mediante una ardiente propaganda, este principio, esta pasión por la libertad que, derribando todo el tinglado artificial del nuevo despotismo que sus jefes actuales querrían montar sobre sus espaldas excesivamente habituadas a la servidumbre, es la única que puede darles y garantizarles lo que buscan y lo que quiere apasionadamente el proletariado de todos los países: una existencia humana.

Vuelvo al Congreso General de Londres. Sus actuales pretensiones son tanto más ridículas y absurdas cuanto que su composición y su constitución, totalmente irregulares y exclusivamente provisionales, habrían debido inspirarle sentimientos mucho más modestos. Aún sería comprensible que se arrogase este derecho, siempre inicuo y liberticida a mi entender, menos en caso de guerra, el derecho de imponerle sus leyes a todos los grupos nacionales de la Internacional, si realmente fuese el representante de dichos grupos. Pero para ello sería necesario que estuviese compuesto por delegados nombrados y renovados por la elección anual o bianual de dichos grupos. Sería necesario que cada país estuviese representado al menos por dos delegados, especialmente elegidos por el Congreso Nacional de todas las secciones. En este caso habría sido preciso que cada grupo nacional hiciese un desembolso de cuatro y seis mil francos por año, pues la vida en Londres es más cara que en otras partes. En parte debido a esta consideración, y en gran parte, también, a causa de la poca importancia que desde un principio se dio a la misión y a la modesta función que le asignaban los estatutos generales, el resultado fue que a partir del primer Congreso de la Internacional de Ginebra (1866), el Congreso Lausana (1867), el de Bruselas (1868), y el último Congreso de Basilea (1869), consideraron que era más cómodo dejar que continuase provisionalmente la existencia del mismo Consejo general, concediéndole el derecho de integrar nuevos miembros para no tener que renovarlo anualmente. De modo que, con muy pocas excepciones, desde que existe la Internacional, el Consejo general es el mismo que antes del Congreso de Ginebra se llamaba Consejo general o Comité central provisional, y que sólo adoptó el título definitivo de Consejo general después de la votación de este Congreso. En su inmensa mayoría, está compuesto por alemanes e ingleses. Las demás naciones están pobremente representadas, a veces por algunos nacionales que están en Londres y que tienen la suerte de no disgustar a Marx y Cía. y en su defecto, por individuos de una sección diferente, pero en la mayoría de casos, por alemanes. De este modo, actualmente, Italia y España están representadas por Engels, un alemán, América por Eccarius, alemán; Rusia por Marx[1], judío alemán, lo cual es simplemente ridículo. Para representar a Francia, y desdeñando, por ejemplo, a un Bergeret, que redacta en Londres el Qui vive! Y otros tantos representantes enérgicos, decididos e inteligentes de la Comuna o antiguos miembros de la Internacional francesa, han optado por Serraillier, una nulidad que ni siquiera formaba parte de la Internacional; y ello debido a que todos los franceses serios, celosos de su dignidad y de su independencia, no han querido, no han sabido someterse a Marx, mientras que Serraillier, deseoso de llegar a ser, mejor dicho, de parecer, alguien importante, en las barbas de sus compatriotas más serios, se ha subordinado voluntariamente la dictadura del judío alemán.

Pues en realidad es la camarilla alemana la que domina y la que hace todo en el Consejo general. Sus miembros ingleses, como insulares e ingleses que son, ignoran al continente y sólo se preocupan de la organización de las masas obreras de su propio país. Todo lo que se hacía en el Consejo general lo hacían exclusivamente los alemanes bajo la dirección única de Marx.

Por otra parte, hasta septiembre de 1871, la acción del Consejo general, desde el punto propiamente internacional, ha sido totalmente nula, tan nula que ni siquiera ha cumplido las obligaciones que le había impuesto el Congreso; como por ejemplo, las circulares que tenía que publicar cada mes sobre la situación general de la Internacional y que nunca han sido publicadas. Para ello hay muchas razones. En primer lugar, el Consejo general ha sido siempre muy pobre. Nosotros, que conocemos perfectamente el estado de las finanzas de la Internacional, nos hemos reído siempre cuando leímos, en los periódicos oficiales y oficiosos de los diferentes países, que Londres envía inmensas suma a todas partes para fomentar la revolución. El hecho es que el Consejo general ha estado siempre en una situación financiera excesivamente miserable. No lo habría estado si las secciones que se encuentran bajo la bandera de la Internacional en todos los países le hubiesen enviado regularmente los 1º céntimos por miembro que ordenan los estatutos. La mayoría de las secciones no lo ha hecho hasta ahora.

La segunda causa de la inacción del Consejo general fue ésta: hasta 1871 no se dio la posibilidad de establecer en su seno el dominio alemán. Las secciones francesas y belgas, y parcialmente las de Suiza francesa que dominaban en el Congreso estaban demasiado orgullosas, eran demasiado celosas de su independencia para someterse a la dictadura de una secta alemana. Los delegados de las sociedades obreras de Alemania y de la Suiza alemana solamente empezaron a tomar parte en las discusiones de los Congresos de la Internacional a partir de 1869. Se presentaron por vez primera en número considerable en el último Congreso de Basilea (septiembre de 1869), tras haberse constituido previamente en Partido de la democracia socialista pangermánica, bajo la inspiración directa y la dirección indirecta de Marx, quien, residiendo en Londres, se hacía y se hace todavía representar en el seno del proletariado en tanto de la Alemania propiamente dicha como de Austria, principalmente por su discípulo Liebknecht[2], y por otros muchos partidarios fanáticos, la mayoría de los cuales son también judíos.

Los judíos constituyen hoy en Alemania una verdadera fuerza. Judío él mismo, Marx tiene a su alrededor, tanto en Londres como en Francia y en muchos otros países, sobre todo en Alemania, una multitud de pequeños judíos, más o menos inteligentes y eruditos, que viven principalmente de su inteligencia y que venden al detalle sus ideas. Reservándose para sí mismo el monopolio de la gran política, iba a decir de la gran intriga, les deja gustosamente el lado más pequeño, sucio, miserable, y hay que decir que, a este respecto, siempre obedientes a sus órdenes, a su alta dirección, le rinden grandes servicios: inquietos, nerviosos, curiosos, indiscretos, charlatanes, bulliciosos, intrigantes, explotadores, como todos los judíos, agentes comerciales, escritores políticos, periodistas, agentes literarios en una palabra, al mismo tiempo que agentes financieros, se han apoderado de toda la prensa de Alemania, empezando por los periódicos monárquicos más absolutistas y terminando en los periódicos absolutistas radicales y socialistas, y desde hace tiempo reinan en el mundo del dinero y de las grandes especulaciones financieras y comerciales: con un pie en la Banca y en los últimos tiempos, con el otro en el socialismo, asientan sus posaderas en la literatura cotidiana de Alemania… Ya podéis imaginaros la nauseabunda literatura que se escribe de este modo.

Pues bien, todo este mundo judío que forma una sola secta explotadora, una especie de pueblo-sanguijuela, un parásito colectivo devorador y que se organiza por sí mismo no sólo a través de las fronteras de los diferentes Estados, sino también a través de las diferentes opiniones políticas, este mundo está actualmente, en gran parte, a disposición de Marx, por un lado, y de los Rothschild, por otro. Sé que los Rothschild, con todo lo reaccionarios que son, que tienen que ser por fuerza, aprecian mucho los méritos del comunista Marx; y que, a su vez, el comunista Marx se siente invenciblemente atraído, con una fuerza instintiva y una admiración respetuosa, por el genio financiero de los Rothschild. Los une la solidaridad judía, esa solidaridad tan poderosa que se arrastra a través de la historia.

Esto puede parecer extraño. ¿Qué puede haber en común entre el socialismo y la Gran Bretaña? ¡Ah!, es que el socialismo autoritario, el comunismo de Marx quiere la poderosa centralización del Estado, y allí donde hay centralización del Estado se requiere necesariamente una Banca Central del Estado, y allí donde existe una banca central de este tipo, los judíos están seguros de no morir de frío ni de hambre. Pues bien, la idea fundamental del Partido de la democracia socialista alemana es la creación de un inmenso Estado pangermánico supuestamente popular, republicano y socialista, de un Estado que englobe la totalidad de Austria, incluidos los eslavos, Holanda, una parte de Bélgica una parte de Suiza, por lo menos, y todo Escandinava. Una vez englobado todo esto, naturalmente y necesariamente acabará englobando todo lo demás. La influencia desmoralizadora de este partido se hizo sentir hace un año en Austria se hace sentir ahora en Suiza.

En 1868, se produjo en el seno del proletariado de Austria un magnífico movimiento espontáneo. En sus asambleas populares, los obreros de Viena y de muchas otras grandes ciudades de Austria habían proclamado resueltamente que, al estar compuestos de razas diferentes, alemanes, eslavos, magiares, italianos, no querían ni podían levantar una bandera nacional única, dejando a cada país el desarrollo absolutamente libre de su nacionalidad particular, derecho natural tan sagrado como puede serlo la propia individualidad de cada hombre. La única bandera que querían levantar en común era la bandera de la emancipación de los trabajadores, la bandera de la revolución social, la bandera de la fraternidad humana, que deberían ondear sobre las ruinas de todas las patrias políticas, es decir, de las patrias constituidas en Estados supuestamente nacionales separados orgullosamente, celosamente, ambiciosamente, en una palabra, burguesmente (siendo el Estado una simple forma de organizar la explotación del proletariado a favor de la burguesía), y siendo la patria política, en vez de la patria de las masas populares, la de las clases explotadoras y privilegiadas. La patria del pueblo es una cosa natural, no artificial, y su base principal, real, reside en la comuna. Esta es la causa de que Mazzini, que es un teólogo y un burgués, haya atacado con tanta furia el programa de la Comuna de París, y la causa de que el general Garibaldi, cuyo corazón bate al unísono con el corazón del pueblo y que posee la intuición de los grandes instintos y de los grandes hechos populares, se haya declarado a favor de la Comuna de París y a favor de la Internacional, contra Mazzini.

Por consiguiente, en una asamblea popular inmensa, los obreros de Viena habían rechazado solemnemente, y unánimemente, todas las propuestas pangermánicas y patrióticas de los demócratas burgueses alemanes, y habían votado una llamada fraternidad y alianza íntima a todos los trabajadores revolucionarios socialistas de Europa y el mundo. Habían adivinado instintivamente el programa de la Internacional.

Pero desde el otoño de 1868, los jefes, los propagadores y los agitadores, en su mayoría judíos, del Partido de la Democracia Socialista, que acababa de formarse, siempre bajo la inspiración de Marx, en el Norte de Alemania, empezaron a ganar para su causa a los judíos de Austria, y juntos se pusieron a magnetizar, a sermonear, a engañar a los obreros alemanes de Austria. No trabajaron en vano. Hace uno o dos meses, los mismos obreros alemanes de Viena, reunidos de nuevo en una gran asamblea popular y ya organizados según el programa y bajo la dirección de los jefes del Partido de la Democracia Socialista, han traducido, bajo una inspiración exclusivamente tudesca, su cosmopolitismo en pangermanismo, se ha declarado partidarios de la gran patria alemana, es decir, del Estado pangermánico supuestamente popular, del que esperan estúpidamente la emancipación del proletariado, como sui un gran Estado pudiese tener otra misión que la de someter al proletariado.

Examinaremos esta cuestión otra vez, queridos amigos. Mientras tanto, comprenderéis que esta nueva resolución ha tenido como consecuencia lógica la separación de todos los obreros no alemanes de Austria del movimiento del proletariado.

En Suiza, sobre too en Zurcí y en Basilea, y siempre bajo la influencia directa y en nombre de los principios de ese mismo programa de la Democracia Socialista tudesca, ¿qué reivindican los obreros de los cantones alemanes? La abolición del sistema federal y la transformación de la Federación suiza, garantía de la libertad suiza, en una centralización única del Estado. ¿Sabéis lo que esto significa? Es el comienzo de la absorción, de la conquista de Suiza, por lo menos de su parte alemana, por parte de Alemania; pero no solamente de la Suiza alemana, sino de toda la Suiza, pues las reformas que se están preparando y discutiendo ahora, caso de triunfar, tendrán como consecuencia inevitable, la de subordinar absolutamente a los suizos italianos y franceses a la dirección, al gobierno y a la administración exclusiva de los suizos alemanes, y más tarde, a través de éstos, a los prusianos, y todo ello para mayor gloria de los judíos alemanes y suizos que engordarán con todos estos chanchillos...

Tal es el espíritu de los delegados del Partido de la Democracia Socialista de Alemania, de Austria y de la Suiza alemana, trataron de hacer prevalecer en el Congreso de Basilea de septiembre de 1869[3] al que llegaron en gran número y en el que fueron apoyados unánimemente por todos los delegados del Consejo general de Londres, alemanes e ingleses, cuidadosamente elegidos por el propio Marx y naturalmente todos los cuales eran sus fanáticos partidarios.

Evidentemente se trata de una jugada preparada. Sin embargo, fracasó ante la unánime oposición de los delegados franceses, belgas, suizo-franceses, italianos y españoles. Se llevaron un chasco completo. Todas las propuestas tendentes a poner al movimiento socialista y revolucionario del proletariado de Europa a remolque del radicalismo burgués y del comunismo judío-pangermánico de los alemanes, fueron rechazadas. Inde irae.

Desde entonces, los congresos generales, la verdadera base del proletariado del mundo civilizado, fueron condenados en el ánimo de los cabecillas -es decir, de los alemanes del Consejo general de Londres-, en el ánimo de Marx y sus discípulos.

Hasta 1869, las funciones del Consejo General de la Internacional, tal como habían sido establecidas por nuestros estatutos generales por las sesiones de los Congresos de Ginebra, Lausana y Bruselas, fueron muy restringidas; sólo tenía la misión de ser una simple Oficina central de correspondencia y comunicación entre los grupos nacionales de los diferentes países -y sobre todo entre los grupos regionales: anglo-americano, alemán y latino, que naturalmente tenían pocos medios de comunicación entre sí-. Por lo demás, no tenia ninguna misión legislativa ni tampoco gubernamental, diga lo que diga Mazzini. El poder legislativo, si es que existía tal poder, residía exclusivamente en los congresos. Incluso las resoluciones de los congresos, aunque respetadas como auténtica expresión de los deseos y del pensamiento de la mayoría, no se consideraban en modo alguno como obligatorias, ya que la base real de la Asociación Internacional, su pensamiento, su vitalidad, residen enteramente en la autonomía, en la acción espontánea y en la libre federación, de abajo arriba, de las secciones.

Esta es, y siempre ha sido, una costumbre constante en todas las secciones de la Internacional, menos en las de Alemania, donde, al parecer, predomina actualmente una disciplina bismarckiana; después de cada congreso, los delegados, una vez de vuelta a sus secciones respectivas, deben rendir cuentas en detalle a éstas de todas las discusiones que tuvieron lugar en el congreso, explicar las razones de sus propios votos y someter a la aceptación o al rechazo de las secciones las resoluciones votadas por la mayoría del congreso. De donde resulta que los propios congresos — preciosos desde el punto de vista de que sirven para poner en contacto los deseos, las aspiraciones, las diversas tendencias de los diferentes grupos, para armonizarlos y unificarlos no autoritariamente, sino en virtud de ese mismo contacto encontrado, de este roce fraternal, anualmente renovado — no poseían en absoluto, ni tenían por qué poseer, un poder soberano, pues este poder tendría como consecuencia el sometimiento de una minoría a la ley de la mayoría, e incluso muy a menudo, la mayoría de las secciones a una mayoría artificial producida por las intrigas de una minoría en el seno del congreso; en una palabra, significaría transformar a Internacional en un Estado político, con la libertad ficticia y el sometimiento real de la masa del proletariado.

Queremos la unidad, pero la unidad real, viva, resultante de la libre unión de las necesidades, de los intereses, de las aspiraciones, de las ideas de los individuos y de las asociaciones locales que, por consiguiente, constituya la expresión y el resultado, siempre real y sincero, del mayor desarrollo de su libertad y de su existencia y acción espontánea, y no una unidad impuesta por la violencia o por algún artificio parlamentario. En pocas palabras: somos francamente comunalistas y federalistas, es decir, que [acatamos] estrictamente tanto el espíritu como la letra de nuestros estatutos generales, la ley constitutiva de la Internacional.

Es la única ley obligatoria para todas las secciones, y sobre la única base de esta ley, todas las secciones son autónomas, soberanas, al mismo tiempo que están realmente ligadas por la solidaridad internacional no dogmática, no gubernamental sino práctica.

Esta solidaridad internacional práctica, ley suprema y absolutamente obligatoria de la Internacional, puede resumirse en estos términos:

Cada miembro de la Internacional: individuos, secciones profesionales o de otro tipo, grupos o federaciones de secciones, federaciones locales, regionales, nacionales, están igualmente obligados a apoyarse y a socorrerse mutuamente en la medida de lo posible en la lucha de cada uno y de todos contra la explotación económica y contra la opresión política del mundo burgués. Los obreros de todas las profesiones, de todas las comunas, de todas las regiones y de todas las naciones constituyen una grande y única fraternidad internacional, organizada para esta lucha contra el mundo burgués; y a quien falte a esta solidaridad práctica en la lucha, ya sea un individuo, una sección o un grupo de secciones, es un traidor.

Esta es nuestra única ley realmente obligatoria. Por otra parte, están las disposiciones del reglamento primitivo que impone a cada sección el deber de pagar anualmente al Consejo general 10 céntimos por cada uno de sus miembros, de enviarle cada tres meses un informe detallado de su situación interior y de acatar sus reclamaciones cuando sean conformes a los estatutos generales. Por lo demás, es decir, por todo lo que se refiere a la propia vida, al propio desarrollo, al programa y al reglamento particular de cada sección, sus ideas teóricas, la forma de propagar sus ideas, su organización y su federación material, siempre que ninguna de sus objetivos reales esté en contradicción con los principios y las obligaciones explícitamente enunciados en los estatutos generales, se deja absolutamente en manos de cada una de las secciones.

Esta ausencia absoluta de un dogma único y un gobierno central en nuestra gran Asociación Internacional, esta libertad casi absoluta de las secciones indignan al doctrinarismo y al autoritarismo del hombre de Estado-profeta Mazzini. Y sin embargo, fue precisamente esta libertad, a la que él llama anarquía, y que basada en la verdadera fuente y en la base creadora de nuestra unidad real, en la real identidad de la situación y de las aspiraciones del proletariado de todos los países, la que creó una auténtica conformidad de ideas el verdadero poder de la Internacional.

Pues, como ya he dicho, hasta 1871, la acción del Consejo general fue totalmente nula Intrigó para formar este Partido de la Democracia Socialista en Alemania, es decir, para viciar el movimiento del proletariado alemán. Fue un mal positivo, ya que de este modo se ocupó también de la organización de la Internacional en Inglaterra y América. Esto estuvo bien, pero en el resto de Europa, en Bélgica, en Francia, en toda la Suiza francesa, en Italia, en España. No hizo absolutamente nada. Y sin embargo, fue precisamente en este período de su inacción forzosa cuando la Internacional tomó una extensión formidable por la mayoría de estos países. Bruselas, París, Lyon, y entonces [pero], no ahora, Ginebra, constituyeron otros tantos centros de propaganda; las secciones de los diferentes países confraternizaron y se federaron espontáneamente entre ellas, inspirándose en un solo pensamiento… De esta manera, los miembros de la sección de la Alianza de la Democracia Socialista, fundada en Ginebra a finales de 1868, formaron las primeras secciones de la Internacional en Nápoles, en Madrid y en Barcelona. Hoy, la Internacional, en España, tras los primeros gérmenes llevados por un italiano, se ha convertido en una verdadera fuerza. Y el Consejo general no solamente no ha tomado parte en esta labor de propaganda y en estas creaciones [sino que] las ha ignorado hasta el momento mismo en que las propias secciones españolas, italianas y francesas, le notificaron su constitución.

Alguien podría preguntarse qué utilidad podía tener la existencia de un Consejo general cuya influencia sobre la marcha y el desarrollo de gran parte de Europa, especialmente en los países latinos y eslavos, ha sido tan absolutamente nula.

¡Oh!, la utilidad de esta existencia era inmensa. El Consejo general era el signo visible de la Internacional para todas las secciones nacionales y locales. Recordad que las secciones de la Internacional son secciones obreras; que están formadas por hombres poco instruidos, poco habituados a las grandes concepciones y que además viven bajo el yugo de un trabajo agotador y de las preocupaciones aún más agotadoras de una existencia miserable. Abandonadas a sí mismas, estas secciones apenas extenderían sus ideas y su solidaridad práctica más allá de los límites de su propia comuna y de su propia profesión. La existencia de los estatutos generales, del programa y del reglamento internacional de las secciones no basta. Los obreros, la gran masa de los obreros, leen poco y olvidan fácilmente lo que leen. Por lo tanto, la simple existencia sobre el papel de este programa y de este reglamento, y su simple conocimiento teórico no eran suficientes. Sabemos por experiencia que los obreros sólo comienzan a conocerlos realmente cuando los practican, y una de las condiciones básicas de esta práctica era precisamente esta convergencia unánime de las secciones de todos los países en un centro internacional común. Todas las secciones, los obreros internacionalistas de todos los países tenían en ella un centro de reunión, un lugar para el abrazo, para la confraternización, por así decir, de su imaginación y de su pensamiento.

Es cierto que las relaciones reales con el Consejo general eran nulas. Pero los diez céntimos de cada obrera, del país o de la sección que fuese, enviaba por mediación de su comité de sección y de su comité federal al Consejo general de Londres, eran, para él, el signo visible, sensible, de su adhesión al principio humano y amplio de la internacionalidad. Era, para él, la negación real de las estrecheces de la nacionalidad y del patriotismo burgués.

La lejanía misma del Consejo general, la imposibilidad real en que estaba, y en la que todavía se encuentra hoy, para mezclarse de un modo efectivo en los asuntos de las secciones, de las federaciones regionales y de los grupos nacionales, no dejaba de constituir un bien. Al no poder entrometerse en los debates cotidianos de las secciones, veía crecer el respeto que le tenían y al mismo tiempo no impedía que las secciones viviesen y se desarrollasen con toda libertad. Se le respetaba, es cierto, un poco al modo como se respeta a los dioses, sobre todo con la imaginación. Sin embargo, no estaba tan alejado de ellas como para no poder hablarles en caso de necesidad. Pero este derecho de hablar sólo le era reconocido cuando se trataba de recordarle a una sección o a un grupo el olvido de alguno de los artículos de los estatutos generales, de los cuales era considerado como el guardián y al fiel intérprete, salvo apelación al congreso, en presencia del cual dejaba de existir. Por lo que, como, desde 1869 al menos, no se había extralimitado en sus funciones y había respetado escrupulosamente todas las libertades nacionales y locales, cuando hablaba, su voz era escuchada por todos con respeto.

Cuando estaba, y en gran parte sigue estando, formado por hombres que habían desempeñado un papel activo en la Internacional, gozaba de una autoridad moral tanto mayor cuanto que raramente la usaba y cuanto que jamás había abusado de ella. Ante cualquier dificultad que surgiese, en una sección, en una federación regional o nacional, todo el mundo se dirigía gustosamente al Consejo, no como a un tutor o un director, sino como a un amigo fiel. Y la única queja que contra él se levantaba era la de su pereza y negligencia, pues casi nunca contestaba y cuando lo hacía, era ya tarde.

En fin, tenía también dos grandes deberes prácticos que cumplir, a los que siempre prestó muy poca atención, ya fuese por falta de tiempo — sus miembros, al no estar retribuidos, tenían que trabajar para vivir — o por falta de medios

El primero de estos deberes consistía en informar a cada uno de los grupos nacionales de lo que pasaba en los demás grupos. Ese deber le fue recordado en todos los congresos, y nunca lo cumplió.

El otro deber era que, en caso de huelga de obreros internacionalistas en un país cualquiera, tenía que llamar en su ayuda a los obreros internacionalistas de los demás países. Pues bien, la llamada del Consejo general siempre llegó tarde en estas ocasiones.

Pero estas negligencias más o menos forzadas del Consejo general se vieron suficientemente compensadas por la propia actividad de las secciones y por las relaciones de fraternidad real que se establecían espontáneamente entre los diferentes grupos nacionales. Fue a través de esa federación espontánea de las secciones y los grupos, a través de las correspondencias directas que establecían, y no por las que establecían por medio del Consejo general, como se forjó poco a poco la unidad real del pensamiento y de acción, y la solidaridad práctica de los obreros de los diferentes países de la Internacional.

De esta manera, entre los años 1866, época del primer Congreso de Ginebra, y 1869, época del último Congreso de Basilea, se formaron en el seno de la Internacional tres grandes grupos: el grupo italiano, con la Suiza de lengua francesa, Bélgica, Francia, Italia y España; el grupo germano-austriaco º1, y el grupo anglo-americano. El grupo eslavo está solamente en vías de constitución. Propiamente hablando, todavía no existe. La unidad real, producida por el propio desarrollo de la acción de las relaciones espontáneas de las secciones entre sí, sólo existe en el interior de cada uno de estos grupos aparte, interiormente unidos por una especie de unidad racial, de situación, de pensamiento y de aspiraciones especialmente homogéneas. La unión de estos grandes grupos entre sí es mucho menos real; su base son los estatutos generales, y su única garantía necesaria es la acción imparcial pero real del Consejo general, y sobre todo la de los Congresos.

Esta fue la situación por la que atravesó la Internacional hasta el año 1869.

Hemos visto que en 1869 el Consejo general, que rumiaba desde hacía tiempo sus proyectos de una monarquía universal [nacidos] en el inteligente cerebro de Marx, había lanzado a sus delegados alemanes del Partido de la Democracia Socialista Obrera, para tratar de conseguir en el Congreso de Basilea una primera tentativa de realización. Los alemanes y los ingleses elegidos por Marx, partidarios del Estado sedicentemente popular, se llevaron un estrepitoso fracaso. Nuestro partido, que incluía a los delegados belgas, franceses, suizo-franceses, italianos y españoles, enfrentando a la bandera del comunismo autoritario y de la emancipación real del proletariado por el Estado, la bandera de la libertad absoluta o, como dicen ellos, la de la anarquía, la abolición de los Estados y la organización de la sociedad humana sobre las ruinas de los Estados, consiguió un rotundo éxito. Cuando Marx comprendió que en los congresos, la lógica y el instinto mismo de los trabajadores estaba con nosotros, y que nunca podría vencernos, decidió — con su partido — dar un golpe de Estado.

Pero como hábiles políticos, se dieron cuenta de que antes de intentarlo, era preciso prepararlo. ¿Pero cómo prepararlo? Con los medios empleados desde siempre por todos los ambiciosos políticos y científicamente confirmados por el tercer positivista político que apareció después de Aristóteles y de Dante: por Maquiavelo; con los mismos medios de que tan hábilmente se sirve en la actualidad el partido mazziziano: mediante la calumnia y la intriga. Nadie podía hacerlo mejor que Marx, porque, en primer lugar, es un auténtico genio en estas lides y, además, porque dispone de un ejército de judíos que, en esta clase de guerras, son auténticos héroes.

Después del Congreso de Basilea, toda la prensa alemana y en parte también la francesa, con artículos escritos por judíos alemanes, pero sobre todo la primera, se lanzaron sobre mí con un encarnizamiento inaudito. Marx y cía. me hicieron el honor de convertirme, a mí, que verdaderamente no tengo otra ambición que la de ser al amigo de mis amigos, el hermano de mis hermanos, y el servidor siempre fiel de nuestro pensamiento, de nuestra pasión común, en un jefe de partido. Estúpidamente, se imaginaron — realmente era un honor demasiado grande para mí atribuirme tanto poder — que yo sólo había podido amotinar y organizar contra ellos a los franceses, a los belgas, a los italianos y a los españoles en una compacta y aplastante mayoría. Juraron destruirme. El ataque lo inició el periódico de París, muy respetable: Le Réveil. El señor Hess, judío alemán que se autoproclama socialista, pero que es en realidad un adorador del becerro de oro, primero maestro de Marx, más tarde su rival y actualmente, su devoto y disciplinado discípulo, escribió contra mí un artículo infame que me presentaba, con mucha (ilegible) y con muestras de simpatía e incluso de respeto, como una especie de agente de Napoleón III, de Bismarck, del emperador de Rusia o [de] los tres a la vez. A mi primera reclamación, Delescluze, en nombre de la redacción, se retractó por este artículo. El señor Hess sufrió una gran humillación. Ningún periódico francés trató ya de atacarme. En cambio, se entregaron con cuerpo y alma a esta tarea los periódicos alemanes. ¡Ah, queridos amigos!, no sabéis lo que son las polémicas de la prensa: es una cosa sucia, estúpida, miserable. Un periódico socialista[4], el periódico oficial del Partido de la Democracia Socialista, redactado por otro amigo y discípulo de Marx, judío como él, Liebknecht — periódico, por otra parte, muy respetable e instructivo desde muchos puntos de vista — publicó una serie de artículos de un tercer judío, Borkheim, otro servidor de Marx, en los que se decía pura y simplemente que Herzern y yo éramos espías rusos pagados por el gobierno ruso. Os ahorro el resto. Por otra parte, yo no fui el único calumniado, injuriado. Muchos de mis amigos lo fueron también. Al principio nos preocupó mucho y nos pedíamos cuentas mutuamente. Al final, nos acostumbramos y ahora ni siquiera leemos lo que siguen escribiendo contra nosotros.

Paralelamente a la calumnia moral, la intriga, por su parte, fracasó en los demás países. Pero triunfó en Ginebra. Un pequeño judío ruso, estúpido pero astuto, declarado, desvergonzado, embustero e intrigante hasta la médula de sus huesos, se convirtió en la criatura, en el criado de Marx. Es él quien redacta ahora Le Egalité de Ginebra. Aprovechando mi ausencia, por residir en Locarno, han intrigado tanto, han hecho tantos tejemanejes, aliándose con los individuos más despreciables que concebirse pueda, han acabado por desmoralizar y arruinar completamente la Internacional de Ginebra. A consecuencia de todo ello, en 1870 estalló la ruptura entre la federación de las secciones del Jura y en Consejo federal de Ginebra. En una sucia historia cuyos detalles encontraréis en una Memoria que se está escribiendo actualmente en Neuchàtel. El Consejo general de Londres se puso naturalmente de parte de Ginebra, es decir, de parte de la infamia contra la justicia y los propios principios de la Internacional.

Estos son los efectos de la intervención central: su inacción nos unía, su intervención nos divide.

El final de la guerra, el triunfo de los alemanes, la derrota de Francia y el fracaso de la Comuna de París han hecho creer nuevas esperanzas en el corazón de Marx. Los internacionalistas de Francia, parcialmente destruidos, parcialmente dispersados, no podían, pensaba él, oponerse a la realización de sus ambiciosos proyectos.

En las actuales circunstancias, en medio de las persecuciones internacionales de que es objeto la Internacional, era imposible reunir un Congreso; y además, Marx, que es un gran orador y que temía que sus planes se derrumbasen cuando llegase el día de enfrentarse en público, no quería saber nada de un Congreso. Se sirvió del pretexto, real o ficticio, de la imposibilitar de convocar un Congreso para convocar en Londres una conferencia secreta, a la que solamente invitó a sus íntimos amigos, aquellos de los que creía estar seguro. Una conferencia, aunque hubiese sido pública, no tenía absolutamente ningún valor de acuerdo con nuestros estatutos, que solamente reconocen los derechos de los congresos. Pero estudiad los estatutos y veréis que en los congresos cada asociación obrera, y no solamente el grupo o la federación de secciones, sino cada sección tiene derecho a estar representada por uno o por dos delegados; y además, que todas las cuestiones que deben resolverse han de ser anunciadas a todas las secciones dos o incluso tres meses antes, para que puedan estudiarlas, discutirlas y dar instrucciones a sus delegados para que puedan actuar con pleno consentimiento de causa. En la última Conferencia (celebrada en Londres, septiembre último) ninguna de estas condiciones fue respetada. Se enviaron a ella unos pocos delegados por cada grupo. Italia no envió ninguno. No se dignaron ni tan siquiera informar a la federación del Jura. Algunos miembros de la Comuna de París, refugiados en Londres, fueron invitados a asistir. Pero después de los altercados que tuvieron con Marx, la mayoría de ellos decidieron no asistir. En su mayoría, la Conferencia estaba compuesta por ingleses marxianos y por alemanes y judíos alemanes. El delegado español, el delegado belga, los delegados de los refugiados franceses protestaron contra las resoluciones de esta Conferencia.

Estas resoluciones son lamentables. Otorgan un poder dictatorial al Consejo general, le conceden el derecho de rechazar las nuevas secciones, y el derecho de censura sobre los periódicos de la Internacional. Igual que el dogma de Mazzini en Roma, el dogma de Marx en Londres ha sido declarado ortodoxo. Ya leeréis, o quizá ya las habéis leído, estas resoluciones, estos ukases, estos decretos del Consejo general: representan el triunfo del golpe de Estado. Si no emitimos una protesta universal, si en nombre de nuestros principios y estatutos fundamentales no declaramos nulas tanto la Conferencia de Londres como todas sus resoluciones, y si no obligamos al Consejo general a mantenerse dentro de los límites que le imponen nuestros estatutos, la Internacional morirá.

Quienes quieren la libertad, quienes quieren la acción espontánea y colectiva del proletariado y no la intriga y el gobierno de los individuos ambiciosos, estará con nosotros.

[1] Marx, a partir de 1871, fue también corresponsal de Bélgica y Holanda. La participación de Rusia en la AIT se reducía entonces a la sección rusa de Ginebra, constituida entorno a Outine.

[2] Error: Liebknecht no era judío.

[3] En Basilea, Alemania estuvo representada por diez delegados, Austria por dos, y la Suiza de lengua alemana por once. Seis delegados representaban al Consejo general.

[4] Der Volksstaat.