Introducción

El comienzo de un año, de un siglo y, en este caso, de un milenio, siempre es una oportunidad propicia para mirar lejos al futuro y para revisar el pasado reciente. En este trabajo pretendemos hacer lo primero, pero como introducción conviene considerar nuestra justificación, que deriva de la experiencia que vivimos en el siglo XX, un siglo de mucha violencia, de mucha injusticia, de mucho sufrimiento pero también un siglo que brindó a la humanidad progresos y adelantos técnicos y científicos que parecieran abrigar un futuro promisorio. La pregunta es cómo ha sido posible que ambas situaciones tan contradictorias se dieran durante una misma centuria y en este sentido nuestra reflexión es que hemos equivocado el modo de organización socio-política. El error ha sido centrar nuestra vida, personal y comunitaria, en estructuras de poder jerárquico institucionalizado que han mostrado no estar a la altura de las necesidades, aspiraciones y solicitudes de la gente y de la historia, lo cual ha sido particularmente visible en el caso del Estado.

En los 100 años del siglo XX la humanidad, y en particular Occidente que nos toca de cerca, ha visto ensayar todas las alternativas que puede ofrecer este modelo de institucionalización y podemos decir, sin dudar, que ninguna de ellas ha satisfecho las esperanzas. Hemos tenido Estados centrados en religiones, centrados en partidos políticos, centrados en espíritus nacionales, centrados en ideologías, centrados en territorios o defendiendo uno u otro sector especial de la sociedad; hemos tenido Estados autoritarios, opresores, tiránicos, más o menos democráticos, civiles, militares, mixtos, respetuosos de la ley o personalistas; Estados monárquicos o republicanos, presidencialistas o ministerialistas; hemos tenido Estados surgidos de golpes militares, de revoluciones, de elecciones, con constituciones o sin ellas; ha habido Estados con grandes riquezas, o muy pobres, guerreros o pacifistas, industriales o agrícolas, conservadores o revolucionarios, y podemos decir que ninguno de ellos ha logrado sus objetivos. Por el contrario, nos han arrastrado a dos grandes guerras mundiales, a varias guerras de mediana envergadura, a innumerables guerras pequeñas, a incontables enfrentamientos internos y a una situación de miseria y sufrimiento en la que vive gran parte de la población mundial.

Normalmente, y de manera simplista, hemos achacado los fracasos a las personas que dirigían el gobierno de esos Estados, a la maldad que les era inherente, a intereses mezquinos, a la traición de sus promesas, a la ineptitud intelectual o moral, a complots de uno u otro color. Nuestra intención es mostrar que no son ellos los culpables primarios, aunque no dejan de serlo en una medida derivada. La causa de los males está en la noción misma de Estado, que se ha entronizado como único modo en que la gente piensa que se puede organizar la vida colectiva, y de ello se derivan estas calamidades, sea un Estado capitalista, democrático, socialista, comunista, mesiánico, autoritario, bolivariano, cristiano, musulmán o ateo. Correlativamente, otras maneras de institucionalizar las jerarquías de poder opresor permanente (como la empresa capitalista, la familia patriarcal, los aparatos religiosos, la educación formal, etc.) han podido desarrollarse en estrecha vinculación con el Estado, configurando entornos sociales que coartan las posibilidades de desarrollo pleno de la humanidad, que sólo pueden alcanzarse en libertad e igualdad, mediadas por la solidaridad.

Hace unos 150 años un grupo de gente lanzó estas ideas en Europa y su voz fue escuchada en todo el mundo generándose el anarquismo, un movimiento que entre fines del S. XIX y comienzos del S. XX llegó a tener amplia incidencia social y cultural al luchar por evitar los males que luego sobrevendrían. Rescataba una larga tradición, ya que el homo sapiens tiene unos 70.000 años sobre la tierra y el Estado apenas 6 a 7.000 y no en todas partes ni en todo tiempo ya que hubo culturas que nunca lo conocieron. Aquellos precursores del ideal libertario propusieron buscar caminos alternativos a la organización estatal, puesto que todo apunta a que el Estado no es algo que naturalmente el hombre requiera para una vida provechosa, ni una institución de la cual dependa nuestro pervivir inexorablemente. Como en toda idea que se lanza y avanza en la historia, muchos son los aspectos que están incompletos, muchos los que faltan desarrollar, muchas las alternativas por indagar pero, como intentamos mostrar, hacerlo no es imposible, los beneficios pueden ser los que aspiramos y muchos lo han hecho ya en alguna medida. Esto no debe ser motivo de alarma ni de prejuicio ya que ninguna propuesta de organización socio-política, desde el Estado egipcio pasando por las derivadas del cristianismo, del Imperio Romano hasta llegar al imperialismo capitalista, surgió hecha de una vez y para siempre, como Atenea de la frente de Zeus, sino que todos y cada uno de ellos se fueron conformando a lo largo de siglos, y lo mismo sucede con el anarquismo.

Tras un largo eclipse —que muchos tomaron por definitiva desaparición— la década de 1990 hizo patente que el ideal libertario volvía a asomar con nitidez en las calles, siendo inspiración fundamental en el ciclo de luchas contra el orden neoliberal que se inicia en Seattle, así como en los debates políticos y culturales para definir alternativas radicales consecuentes que enfrenten los profundos males que hoy afligen a la humanidad, de modo que en el siglo que se inicia pareciera que son cada vez más los ojos que buscan en él inspiración para su futuro. Por ello es que, en lo que sigue y partiendo de esa perspectiva, presentamos reflexiones, propuestas y caminos que valdría la pena que la humanidad del siglo XXI recorriera en busca de construir un mundo libre, igualitario, tratando de superar el mero y pasivo estar, alcanzando lo que todos aspiramos: un activo bien-estar en el mundo.

La anarquía: Ese camino por transitar...

El anarquismo es probablemente la corriente política en torno a la cual ha habido más desinformación o equívocos a la hora de describirla. En lo esencial, es un ideal que preconiza la modificación radical de las actuales formas de organización social, que tanta injusticia, dolor, sufrimiento y miseria acarrean a la mayoría de las personas del mundo, buscando suprimir todas las formas de desigualdad y opresión vigentes, a las que considera responsables de esos males, sin por ello reducir un ápice de la libertad individual. Para lograrlo no propone ninguna “receta” preconcebida ni ofrece ningún plan ni figura milagrosa. El modo de alcanzarlo es el ejercicio pleno de la libertad de cada uno de nosotros, en un plano de igualdad con todos los demás y anteponiendo la solidaridad a cualquier otro beneficio. Parece sencillo decirlo, y muchos son los que lo dicen, pero alcanzarlo implica una verdadera revolución no sólo en la sociedad sino en cada persona, pues milenios de dominación estatal y autoritaria han hecho perder la esperanza de su concreción y la autonomía que se requiere para concretarlo. Sin embargo no han logrado modificar la conjunción de elementos individuales y sociales que conforman al ser humano, que es donde en definitiva se apoyan los ideales anarquistas.

Se aprecia que esto no tiene nada que ver con adorar e instigar el caos, la muerte y la destrucción como regularmente se identifica a la anarquía, al punto que la palabra aparece en los diccionarios como sinónimo de desorden, perturbación, confusión. Los anarquistas no van por ahí arrojando bombas a diestra y siniestra, ni les parece ninguna virtud agredir brutalmente a los demás en nombre del resentimiento social o individual, obedeciendo a un líder mesiánico o agitando la bandera de una ideología superior. Su búsqueda es menos estruendosa que la iluminada por la pólvora, pero a la vez es la única que sacude los cimientos de una estructura de dominación que, de tanto soportarla, parece natural pero no lo es.

Visto su objetivo, no es accidental que la siniestra caricatura del terrorista ácrata esté tan difundida. El Estado y todo tipo de instituciones autoritarias, que han obtenido y obtienen sus prebendas de la desigualdad y de limitar la libertad de cada uno, utilizan cualquier medio a su disposición para presentar la anarquía como una orgía irracional de caos y asesinato, mientras ellos se asumen como los defensores imprescindibles de la ley y el orden, condiciones para el progreso según la clásica receta positivista. Es lo que cabe esperar de los detentadores de poder, que ninguna supremacía tendrían si el anarquismo se impusiese. La historia muestra como en los últimos 150 años el anarquismo ha sido el movimiento que con mayor pasión y solidez argumentativa se ha opuesto a los privilegios de los poderosos y a la degradación de la condición humana de millones de personas derivada de esos privilegios, sin hacer la menor concesión amparados en alguna circunstancia particular ni disculpando de ninguna manera la más mínima debilidad a favor de cualquier estructura de autoridad jerárquica, cualquiera que sea el pretexto con que pretenda justificarse.

En la necesidad de afianzar su dominio y la correspondiente sumisión para proseguir sus tropelías, el Estado, los medios masivos de difusión, la educación autoritaria y las diferentes religiones predican de mil maneras, abierta o implícitamente, la obediencia acrítica porque es en ella en la que basan sus ventajas y provechos ya que no puede haber dominio sin la correspondiente obediencia. En consecuencia, la anarquía ha sido el único y real enemigo contra todo afán de poder y por ello, si es mencionada, se lo hace como sinónimo de destrucción causada por enajenados. En este enfrentamiento, la actitud de los defensores del poder se explica porque, para encumbrar la opresión y el privilegio, es necesario que la libertad y la igualdad, así como la autonomía que de ellas se deriva, se combatan por todos los medios. Precisamente la libertad y la igualdad son los pilares en los que se funda el anarquismo en todas partes y en todos los lugares, más allá de las múltiples variedades que presenta y de la riqueza de sus propuestas.

La imagen perversa que se le adosa al anarquismo es bastante añeja y emerge en la “época de oro” del movimiento socialista libertario —fines del S. XIX y primeras décadas de S. XX— por el obvio temor de los poderes autoritarios ante el avance de su más consecuente antagonista, y renace ahora, al principio del siglo XXI, cuando diversos signos anuncian el resurgimiento del ideal y las prácticas ácratas, orientando las posibles opciones de transformación radical enfrentadas al orden existente; de modo que continúa siendo prioritario para los poderosos ocultar el sentido cierto de lo que el anarquismo es y se propone. Romper con esta mistificación interesadamente atribuida es necesario para quien quiera aproximarse con mente abierta y sin prejuicios a esta expresión de pensamiento y acción radical tan relevante ayer como hoy. El anarquismo es la única propuesta que exige lo que Ortega y Gasset reclamaba para todo pensar, la autonomía, que no es otra cosa que abandonar todo supuesto, prejuicio, opinión preconcebida, autoridad, revelación o vanguardias iluminadoras.

La necesidad impuesta de potestades opresoras está tan arraigada en la mente del ciudadano medio que la anarquía, cuyo significado lo podemos resumir en “falta de autoridad jerárquica”, resulta impensable para la mayoría de la gente. Curiosamente, son las mismas personas que admiten que los reglamentos, regulaciones, impuestos, intromisiones, limitaciones y abusos de poder (por nombrar algunos de los efectos de la acción gubernamental) que están obligado a soportar son irritantes, por decir lo menos. Pero sucede que a esa gente se la lleva a pensar que sólo queda aguantar en silencio porque la alternativa de “falta de poder, de autoridad y todo el mundo haciendo su propia voluntad” sería la “anarquía” a la que se asocia, falsa y arteramente, con el caos, la destrucción, el acabose. En cambio, el anarquismo persigue la eliminación de cualquier punto de control privilegiado desde donde se gobierne, la desaparición de todo grupo que se asuma como poseedor de algún privilegio para usufructuarlo en beneficio propio sometiendo a los otros. Como alternativa frente a las diferentes formas de gobierno —como la aristocracia, la teocracia, la democracia representativa, la dictadura del proletariado, la monarquía o la tiranía— sostiene la ausencia de gobierno o acracia.

¿Qué es el anarquismo (también llamado Socialismo Libertario o Acracia)?

Es una filosofía social, centrada en un enfoque que concibe a la libertad e igualdad plenas —ejercidas en un marco de solidaridad— como condiciones indispensables para el progreso humano en lo individual y lo colectivo. Esta filosofía ha sido expresión ideológica y política asumida por diversos grupos sociales e individualidades en contextos socio-históricos de todo el planeta, particularmente desde mediados del S. XIX hasta la actualidad.

Por miles de años las colectividades humanas vivieron y prosperaron sin Estado ni estructuras de poder jerárquico, como bien lo han confirmado la Historia y la Antropología contemporáneas, al destruir con abundancia de pruebas el mito de que la aparición de la estructuras estatales mejoró las condiciones de vida de las sociedades donde tal hecho ocurrió (por citar a un autor que demuestra convincentemente lo anterior, véanse los trabajos del antropólogo norteamericano Marvin Harris[1]). Desde el punto de vista teórico, hoy es válido concebir una variedad ilimitada de sociedades posibles sin instituciones de poder autoritario, y no todas ellas serían desagradables. ¡Por el contrario! Cualquier tipo de sociedad anarquista nos ahorraría las terribles distorsiones que generan las estructuras de poder y el Estado, que es su expresión más alta. Lo “negativo” del anarquismo, es decir, la abolición del Estado y de toda forma de poder opresor institucionalizado, se verá equilibrado por lo que viene en su lugar: una sociedad libre y de libre cooperación.

¿Anarquismo o anarquismos?

Hay varios tipos de anarquismo, con ideas diferentes respecto a la organización de una nueva sociedad y cómo llegar a ella. Todos tienen en común la defensa de que la felicidad individual sólo se alcanza con la felicidad colectiva, que el bien propio sólo se realiza si se funda en el bien de todos, que la libertad personal se extiende con la libertad del otro, que los intereses personales no son incompatibles con los intereses de los demás, que el bienestar de cada uno depende del bienestar de las otras personas, que alcanzar los logros que nos propongamos como individuos depende de que los demás y el conjunto también los alcance. En consecuencia, sostienen firmemente que el Estado y las actuales organizaciones autoritarias, que partiendo de una igualdad formal promueven una desigualdad de hecho, deben ser sustituidas por una sociedad sin clases y sin la violencia, directa o encubierta, que hace posible institucionalizar esas diferencias.

Es precisamente debido a su creencia en la libertad con igualdad que el anarquismo se niega a establecer pautas dogmáticas de lo que debe ser y por eso hay tantas variantes que puedan adoptarse. Sólo ofrece modelos posibles que se apoyan en el quehacer del día a día, en el aporte siempre renovado de los miembros del colectivo que responsablemente toman el destino de sus vidas, y las de los otros, en sus manos. De hecho, la organización social anarquista ha existido históricamente en muchos lugares y épocas en el mundo. En el período moderno sucedió en Ucrania en 1919[2] y en España en 1936[3] y en ambos casos hicieron falta feroces represiones y guerras para liquidar esas experiencias, a las que todavía hoy nadie puede negar los éxitos sociales que alcanzaron.

La ausencia de moldes obligatorios ocurre porque el anarquismo rechaza la existencia de un principio único, atemporal, suprahistórico, revelado por algún dios o ser privilegiado que ordena y manda sin apelación. Este es el origen etimológico del término anarquía, (an=sin, arje=principio). Es errado interpretarlo como que en cada momento y lugar no haya buenas y malas conductas y actitudes. Lo que busca es que la gente de hoy, con el aporte de las experiencias pasadas, de la historia, pueda tomar sus decisiones y edificar su propio futuro desde un presente dinámico, siempre en renovación. Sólo las personas libres, en diálogo igualitario con todas las personas que son y han sido, podrán construir el camino para alcanzar su bien-estar personal y colectiva. Un bien-estar que, por otra parte, nunca será perfecto porque la humanidad vive esencialmente en devenir, siempre cambiante, con nuevas metas que presentan nuevos problemas que exigen nuevas soluciones, lo que compromete en un esfuerzo constante por crear la existencia en colectivo.

Para concluir este punto, no puede dejar de indicarse que por encarnizada que haya sido en el pasado y sea en la actualidad la polémica interna dentro del movimiento ácrata, a nadie le cabe atribuirse el monopolio de la “verdad anarquista”, pues semejante pretensión dogmática es absolutamente ajena a la esencia del ideal ácrata.

Anarquismo: ¿Utopía irrealizable?

Una descalificación típica entre quienes tienen algún conocimiento de los principios anarquistas, es sostener que el anarquismo es una bella quimera intelectual, una idea hermosa, pero impracticable, adoptando así una posición realista, práctica, que juzga el debe ser desde lo que es, lo que ya Hume señaló como una crítica inadecuada.[4] Pero la descalificación es curiosa en otro sentido, porque el movimiento anarquista no surgió de teóricos encerrados en torres de marfil sino directamente de la lucha por la supervivencia de gente oprimida común y corriente, y tiene un largo recorrido histórico que lo prueba. La anarquía siempre ha sido intensamente práctica en sus pretensiones y en su forma de hacer las cosas, como lo ha mostrado en las ocasiones en que logró alcanzar algún éxito, a veces con gran preponderancia, a veces parcialmente. Más aún, el carácter del anarquismo se mantiene igual, y entre los anarquistas las opiniones valen por sí y no por la jerarquía, cargo, poder del que las emite. Por eso, la libertad para opinar, los términos igualitarios en que su voz es considerada, la autonomía de su pensamiento, impone a todos y cada uno de los anarquistas la responsabilidad frente al colectivo de las ideas que se sustentan y que se someten a la discusión.

Por razones de espacio no tenemos oportunidad de entrar en un detallado análisis de tal objeción, pero basta asomar esta duda: si en verdad el anarquismo fuera tan inviable, ¿Por qué tanto empeño por parte del Estado, como representante máximo de las fuerzas opresoras en destruirlo, sea el Estado de la seudo-democracia liberal, el fascista, el comunista o el religioso?, ¿Por qué tanto esfuerzo especulativo de sus adversarios del pasado y el presente para refutar un ideal que supuestamente es absurdo de principio a fin? Ningún integrante de los grupos que se han mostrado tan eficientes en dominar voluntades gastaría esfuerzo luchando por siglos contra un enemigo cuyas propuestas no tuvieran posibilidad de materializarse. Pero sucede que en las oportunidades que se concretaron sociedades anarquistas, quedó bien expuesto que el anarquismo desarrolla, y exitosamente, lo que su voz anuncia, libertad, igualdad y solidaridad, aún cuando se esté en las peores condiciones materiales.

Lo básico del anarquismo

Muy poca gente parece entender el anarquismo pese a que parte de una idea muy sencilla y clara. Básicamente su mensaje es “dirigir nuestras vidas en lugar de que nos manipulen” y hacerlo en armonía con los demás. Fue un movimiento que en el pasado alcanzó su mayor fuerza entre los trabajadores, pero que han adoptado también otros oprimidos y explotados en tanto aspiren a liberarse sin oprimir o tomar revancha sometiendo a su vez a otros grupos.

No hay nada especialmente complicado ni violento en el anarquismo excepto que algo tan elemental como la idea de llamar a cada quien a dirigir la propia vida se transforma en una conducta subversiva puesto que impide, precisamente, la manipulación por los otros, o por alguno de los otros. De ahí las ridículas objeciones que se le oponen, como “imagínate el desbarajuste que habría si todo el mundo hiciera lo que quisiera”. Para el anarquismo, la fuente de las divisiones sociales está en el Estado, que es la causa que impide vivir una vida plenamente humana, precisamente por la opresión que la concentración de poder político y económico nos someten. ¿Acaso ahora mismo no vivimos en el caos? Millones de personas carecen de ocupación digna, mientras otras están sobrecargadas de trabajo; se labora en empleos por demás repetitivos y rutinarios, muchas veces perniciosos para nosotros, para los demás o para el medio ambiente, que sólo brindan beneficios a un pequeño grupo frente a la indiferencia de una gran mayoría. Esto, que sucede en todo tipo de régimen estatal, cualquiera que sea el ropaje con que se lo cubra ¿No es desordenado e irracional? Y esta universalidad nos lleva a la impotencia ya que pareciera que nada se puede hacer al respecto. Hay gente que muere de hambre a la vez que se arroja comida al mar o se almacena hasta pudrirse para mantener los precios; malgastamos recursos y contaminamos el aire para que circulen automóviles demasiadas veces ocupados por una sola persona, pues así se beneficia a los dueños de la industria; y el planeta entero está en serio peligro por la destrucción de su atmósfera, que parece inevitable porque protegerla afecta a los intereses de unos pocos; se sacrifica la satisfacción de necesidades primarias a favor de beneficios superfluos o de propaganda que favorecen a los que detentan el poder. La lista de lo- curas, de situaciones caóticas y absurdas en la sociedad actual es interminable, generadas precisamente por aquellos que critican al anarquismo como fuente de desorden. ¡Y además se nos pide sacrificar nuestra libertad para promover este desastre cotidiano!

Los supuestos “beneficios” recibidos a cambio de la existencia del Estado son, en esencia, ilusorios, cuando no dañinos. El cuidado de la salud, la educación, la protección policial son servicios que funcionan pobremente, pero que sirven para hacernos dependientes del Estado y, lo peor de todo, nos compran por muy poco. Frenan la propia iniciativa de crear una seguridad social autogestionada y enfocada hacia nuestras necesidades, no hacia lo que desde el poder se define como asistencia sanitaria, que siempre deriva en herramienta de sometimiento y que debe agradecerse como regalo generoso. A su vez, la seguridad social, que pagan los asalariados, genera una disponibilidad de dinero de las más importantes en el capitalismo moderno, que se utiliza para explotar a esos mismos trabajadores. El Estado impide que podamos encauzar la educación de nuestros hijos sin someterlos a los designios de los amos de turno, como en Venezuela donde la injerencia castrense en el gobierno ha impuesto una odiosa instrucción premilitar en la educación de niños y jóvenes, lo mismo que sucede con temas religiosos, o con ideologías políticas en otras latitudes. En todas partes, los policías más que protegernos de los delincuentes son sicarios que vigilan y controlan a la población. Cualquier obra que se realiza con dineros públicos se paga muy caro porque en los costos se incluyen los enormes sobreprecios que demanda la corrupción. Y así todo.

El anarquismo es ácrata, no apoya la democracia y mucho menos la democracia representativa. La acracia es la ausencia de un gobierno central que asuma el poder. Toda delegación de poder lleva sin falta a la generación de una autoridad separada por parte de los delegados, que inexorablemente se dirige contra los que delegan. Por ello no acepta la democracia representativa, porque más temprano que tarde los representantes se desprenden de los intereses de sus representados y sólo persiguen su propia conveniencia. Esto es natural, ya que un pequeño grupo de personas, aunque sean elegidos, no puede materialmente decidir sobre todas las cuestiones que hacen a la vida de una sociedad durante un lapso que, mínimo y en el mejor de los casos, dura 5 ó 6 años. Mucho menos cuando el gobierno está en manos de 4 ó 5 personas, o una sola, que decide con omnipotencia y omnisapiencia cualquier asunto.

La autoridad institucionalizada, por su propia naturaleza, sólo puede interferir e imponer cosas en su beneficio. En este sentido, aún pensadores no anarquistas coinciden en que la fuerza de un Estado radica en el peso que la burocracia tiene sobre sus gobernados y es ocioso referirnos a la manera en que el aparato gubernamental, con sus controles, trámites y el requerimiento continuo de documentos y autorizaciones nos hace la vida miserable con sus exigencias, contradicciones y esterilidad, terminando por transformarnos en siervos que para todo debemos pedir permiso. Pero claro es que la burocracia sirve también para repartir cargos, favores, contratos, comprar voluntades, siendo por tanto un arma eficiente de desmovilización social en manos de los dueños del Estado, sea capitalista o el mal llamado socialista.

En Latinoamérica apreciamos con toda su crudeza lo que en otras regiones se presenta con más disimulo o mejor propaganda, como es la estrecha relación entre poder económico y poder político. A pesar de la tan cacareada libertad de mercados, ningún empresario tiene posibilidades de prosperar si no cuenta con el apoyo gubernamental en lo legislativo, judicial, financiero, o de control social. Por su parte, nadie puede aspirar a asumir la batuta del gobierno sin el soporte de grandes capitales para la subvención de sus pretensiones. En esta situación, el habitante común apenas es una marioneta a la que se sacude cada vez que hay que avalar con votos, cada 5 ó 6 años, este círculo realmente vicioso. En cambio, gobierno y dueños de la economía deciden día a día la marcha de los asuntos que incumben a todos pero benefician a unos pocos.

Es un principio básico del anarquismo que las personas directamente afectadas son las más indicadas para resolver los asuntos que conciernen a su comunidad, siempre mejor que lo que pueden hacerlo burócratas ávidos de poder o inversionistas ansiosos de rentabilidad. Seguro que los pobladores de un sector urbano pueden imaginarse alguna forma de uso del espacio que impida la destrucción de sus hogares y áreas verdes para construir edificios de oficinas, autopistas o centros comerciales; o que los padres pueden idear junto a sus hijos y los maestros una mejor educación que la recibida del Estado, de los mercaderes escolares privados, de la Iglesia o de cualquier otra ideología con pretensiones de dominación; o que una asociación vecinal autónoma y bien arraigada puede planear la seguridad local con mayor eficiencia que cualquier policía institucionalizada.

Todo el caos, según el anarquismo, deriva de la autoridad opresora y del Estado. Sin clases dirigentes, y su imperativo de mantenernos sometidos, no habría Estado. Sin Estado nos encontraríamos en situación de organizarnos libremente según nuestros propios fines. Ello difícilmente daría base a una sociedad tan absurda como ésta en la que nos ha tocado vivir, pues la libre organización resultaría en una sociedad mucho más tranquila y equilibrada que la actual, cuyo mayor interés no es el despojo sistemático, la infelicidad y el exterminio temprano o tardío de la mayoría de sus miembros.

Corroboran lo que decimos estos datos de la Organización Mundial de la Salud: la actual producción mundial es suficiente para abastecer a 8 mil millones de personas pero, de los 6 mil millones que somos, una gran parte literalmente muere de hambre o de las consecuencias del hambre. Si preguntamos por qué, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo puede responder con sus estadísticas. Sucede, según cifras de comienzos de la década de 1990 (y la situación ha empeorado), que el 20% de la población más rica del planeta consume más del 80% de la riqueza anual producida, mientras que el 20% más pobre apenas alcanza a consumir el 1,5%. De hecho, los 3.600 millones más pobres (60% de la población mundial) accede a poco más del5% de lo que se produce en el planeta Tierra. Estas gravísimas desigualdades resultan de un planeta cuyo régimen socio-político es mayoritariamente estatal y no ha logrado revertirse ni modificarse a pesar de todos los modelos de Estado que se han ensayado en el siglo XX.

Los no tan fríos números, porque generan en las personas sensibles un incontenible sentimiento de indignación, llevan a una conclusión inexorable: la brecha creciente entre ricos y pobres es tan enorme que podemos afirmar, por brutal que esto parezca, que un alto porcentaje de la población mundial queda excluida de toda posibilidad no ya de bienestar sino de sobrevivir, y en ese grupo están la mayoría de los latinoamericanos. No hay duda que, como diría el Hamlet de Shakespeare, algo está podrido pero no sólo en Dinamarca, sino en el mundo entero. Suponer que tal situación puede empeorar porque la gente tome el control de sus asuntos en sus manos es una afirmación sin fundamento, en especial cuando todas las otras opciones han fracasado.

Definiciones fundamentales del anarquismo

  • Justificación de la utopía racional y posible de un orden social autogestionario, con democracia directa, sin burocracia autoritaria ni jerarquías permanentes.

  • Cuestionamiento radical al Estado, por ser la expresión máxima de concentración autoritaria del poder; crítica a la delegación de poder en instituciones fijas y sobre-impuestas a la sociedad.

  • Llamada a un cambio revolucionario —producto de la acción directa consciente y organizada de las mayorías— que conduzca a la desaparición inmediata del Estado, reemplazado por una organización social federal de base local.

  • Defensa del internacionalismo y rechazo al concepto de “patria”, en tanto se ligue a la justificación del Estado-nación.

Aclarando dudas, respondiendo objeciones

Cuando se plantea la autogestión y el autogobierno, suprimiendo las actuales estructuras de poder simbolizadas y llevadas a su más alto grado en el Estado, surgen innumerables preguntas referidas a la manera en que se podría organizar una sociedad sin ese “ogro filantrópico” al que tan acostumbrados estamos.

¿Cómo es posible vivir sin el orden que el Estado impone? Comencemos reiterando que anarquismo no significa caos o desorden, ausencia de organización. En cambio quiere decir que el orden debe surgir de las exigencias de la vida misma y de los imperativos que impone, tanto a cada uno como al colectivo que integramos. De ninguna manera debemos aceptar como única posibilidad la clase de organización impuesta por fuerzas exteriores a la sociedad toda, que ambicionan fines sectoriales o parciales, como los intereses de un grupo particular (religioso, racial, militar, político o económico), la persecución del lucro o el afán de poder de algunos individuos o grupos de individuos. El anarquismo tiene bien claro que la libertad no es hija del desorden, sino madre del orden.

En consecuencia, al mismo tiempo que rechaza al poder, el anarquismo reconoce la autoridad derivada de las peculiares habilidades de cada uno. El habitante común de la ciudad es inferior al campesino en el conocimiento de la agricultura, así como el enfermo tampoco supera al saber del médico en su especialidad, ni el empleado de comercio al ingeniero civil en el diseño de un puente. Pero esta autoridad es siempre restringida, limitada, ya que tanto puede entender el médico de enfermedades como ignorar del campo lo que sabe el campesino por lo que, fundado en un saber particular nadie puede pretender un dominio total sobre todos los otros miembros de la sociedad, ni aspirar a una posición de privilegio permanente. Precisamente el Estado, como poder total, ajeno a las cualidades de sus integrantes y a las necesidades puntuales que pudieran satisfacer, es el que consolida los privilegios de unos sobre otros independientemente de méritos y necesidades.

En la vida cotidiana hay muchos ejemplos de que la organización es perfectamente compatible con la ausencia de un poder central que someta a los demás, como sucede con el Estado. ¿No se organizan acaso las líneas aéreas, o de trenes, o marítimas, en viajes multinacionales, sin que ninguna de ellas pierda su autonomía y sin necesidad de que haya una de ellas que domine a todas las otras? Basta para conseguirlo la coordinación de entes autónomos en pro del beneficio de todos, cediendo las instalaciones, servicios, etc., de una en beneficio de otra a cambio de similares beneficios que recibe de ella, y así entre todas. Si lo pueden lograr enormes empresas lanzadas a feroces competencias de mercado y que sólo persiguen las ganancias, bien lo pueden hacer otras instituciones, y con más razón los individuos, que tienen una gama más amplia de intereses y son naturalmente sociables.

¿Tienen los anarquistas algún sistema económico que impulsan? En esto, como en tantas otras cuestiones, el anarquismo no defiende ningún modelo en particular, sino que aspira a que los miembros de un colectivo, en forma libre, seleccionen la organización económica que más los favorece en vista de sus intereses particulares y colectivos. Pero, viendo la historia del movimiento ácrata, no es casualidad que se haya asumido ampliamente la identificación como socialismo libertario, pues siempre han llamado la atención de los anarquistas el mutualismo, el colectivismo y hasta formas del comunismo.

El mutualismo niega la propiedad pero acepta la posesión de uso, incluso la personal, partiendo de que la posesión surge del trabajo. La base del intercambio está en la asociación de consumidores y productores, con un precio derivado del costo de producción y suprimiendo el lucro. El colectivismo tiene como lema De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus méritos. Sostiene la propiedad colectiva de los instrumentos de producción, pero el fruto del trabajo debe distribuirse en proporción al trabajo y a su calidad, con lo que se mantiene un tipo diferenciado de salarios. El comunismo anarquista tiene como lema De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades, con lo que se suprime el salario diferencial, los medios de producción son comunes y la distribución se hace en función de las necesidades. A estas tendencias ha querido sumarse en años recientes una corriente anarco-capitalista, difundida particularmente en Estados Unidos, enemiga del poder estatal en tanto defensora a ultranza de la libre empresa y el mercado. La pretensión de asumirse como anarquista suele ser objetada por las demás corrientes, en especial por las diferencias que existen entre el modo en que vive la mayoría de los habitantes de la mayor potencia contemporánea y las desventajas que el mercado capitalista acarrea en los países donde ejerce su expoliación a plenitud. Para más precisiones en la crítica socialista libertaria al anarco-capitalismo o libertarianismo, ver la opinión del intelectual anarquista Noam Chomsky.[5]

Esta breve presentación es suficiente para dejar entrever que las discusiones entre los anarquistas acerca de las ventajas de estos modelos económicos, y de otros posibles, forman parte importante de lo imaginable de una nueva sociedad, para cuya construcción no hay prejuicios acerca de la manera en que puede organizarse sino que se debe debatir libre y colectivamente lo que cabe pensar como soluciones, calibrando ventajas y desventajas, sin ideas preconcebidas ni soluciones aportadas desde un saber autoproclamado como superior.

A menudo surge la pregunta de cómo una sociedad anarquista trataría a los delincuentes violentos. ¿Quién los pararía sin un Estado que esté a cargo del control policial? Comencemos apuntando que una parte de los asesinatos y otros crímenes violentos son originados en desórdenes mentales o pasiones individuales extremas, por lo que ni la policía ni nadie los puede prevenir. Es factible esperar, sin embargo, que en una sociedad menos frustrante y que se ordene con más cordura no habrá tantos delitos de este tipo, como se puede constatar estudiando lo sucedido en modelos de organización no estatal. Los demás asesinatos, y la mayor parte de las otras ofensas, derivan de la existencia de propiedad privada en gran escala por lo que, sí la forma dominante de propiedad fuese la colectiva, con muchas menos disparidades económicas, desaparecería un motivo muy importante de la delincuencia contra personas y bienes. La historia muestra que los grandes ciclos de aumento de criminalidad se producen en situaciones de grandes desigualdades socio-económicas, mientras que la violencia y los asaltos disminuyen drásticamente en épocas de una distribución más igualitaria de la riqueza. Resulta gracioso escuchar a los dirigentes de gobiernos latinoamericanos buscar asesoramiento policial en el Norte para la lucha contra la delincuencia cuando, en Canadá por ejemplo, no hay casi desocupación y el salario mínimo es 6 veces mayor que el de Venezuela, país donde la mitad de la fuerza laboral está desempleada o en ocupación precaria, sin protección social de ningún tipo, y con una de las distribuciones de riqueza más desiguales del planeta. Es fácil entonces imaginar las razones por las que en el 3er. Mundo se vive una situación de auge de los delitos contra las personas y, en su gran mayoría, contra la población de menores recursos, aunque sean los crímenes contra los poderosos los que recoge la prensa. Se trata de la lógica consecuencia de la acción del poder que exprime hasta un grado máximo la capacidad de la gente de soportar la injusticia. Finalmente, un elemento determinante en la disminución del delito es la educación, especialmente la educación en una sociedad que haga de la libertad, la igualdad y la solidaridad el verdadero centro de la vida individual y colectiva, haciendo de la participación de cada uno en la vida colectiva autogestionaria un hecho natural, participativo y autónomo.

Por supuesto que las comunidades necesitan algún medio para tratar a aquellos individuos que perjudiquen a los demás. En lugar de varios miles de policías profesionales, la mejor solución es a través de la organización comunal de la protección mutua. Quienes gobiernan proclaman que las fuerzas de seguridad (oficiales y privadas) existen para defendernos a los unos de los otros, cuando sabemos que en realidad sólo les interesa que puedan protegerlos a ellos, a su propiedad y a su poder sobre nosotros. Además, son instituciones condicionadas para responder a la violencia con más violencia, con lo que se genera un círculo vicioso que sólo beneficia al Estado policial y a los delincuentes que juntos se hacen así dueños de las ciudades. Por otra parte, ya son numerosos los intentos de asumir la protección independientemente de la policía, y sobre ellos los agentes del Estado ejercen fuertes presiones para controlarlos y evitar que la población tome conciencia de que no necesita uniformados para salvaguardar sus vidas e intereses.

Las cárceles son un fracaso a la hora de mejorar, reformar o disuadir a los infractores y operan solamente en el aspecto que mejor sabe hacer el Estado, reprimir. Los vecinos de una comunidad, conociendo las circunstancias personales de cada cual, aportarían soluciones mejores y más adecuadas tanto para la víctima como para el acusado. Por otra parte, el actual sistema penal es uno de los principales responsables de la promoción del comportamiento delictivo. Los reos que cumplen una condena más o menos larga a menudo se convierten en seres inadaptados para la convivencia fuera de las rejas. ¿Cómo puede imaginarse que encerrar a unas personas a cargo de otras de un carácter tan antisocial como ellos mismos (pues así suelen ser los carceleros), va a desarrollar en el individuo un modelo de comportamiento responsable y sensato? ¿Cómo pensar que se logrará ese comportamiento tras pasar por el infierno de las prisiones en Venezuela o tantos otros países? Naturalmente, lo que ocurre es todo lo contrario; la mayoría de los presos reinciden y con una grado mayor de agresividad.

Pero aún así, puede que nos encontremos con individuos que cometan delitos en la sociedad libertaria, individuos que pese a que se extremen las medidas de rehabilitación, sea imposible reincorporarlos a la sociedad. En tales casos, de una sociopatología manifiesta e insuperable, la sociedad tiene el derecho a protegerse expulsando al individuo de su seno, no por venganza o castigo, sino como reconocimiento a una relación sin posibilidad, que de mantenerse pone en peligro a los demás integrantes. Esto quizás sea considerado un castigo que despierta sonrisas, pero queremos mencionar un par de casos para mostrar su fuerza. Entre los griegos del período clásico, el exilio de la propia comunidad era considerado la peor pena y Sócrates, condenado y ante la opción, prefirió la muerte. Por otra parte, sabemos que si alguien es sancionado por incumplir los pagos de una tarjeta de crédito o librar un cheque sin fondo, el inculpado pierde la posibilidad de utilizar ese medio de pago tan usado hoy en día, puesto que ninguna otra institución le abre crédito o le permite operar con cuentas, por lo que se cuida de hacerlo regularmente. No es pequeña cosa ser exilado, y mucho menos si se es en forma ignominiosa, sea de donde sea. La única condición que requiere es la responsabilidad de todos en cumplirla sin excepciones, por lo que, para ser efectiva, requiere un cambio tanto en los que castigan como en los castigados.

Otra de las preguntas con las que se ha tenido enfrentar el anarquismo durante años es: ¿Quién haría todo el trabajo sucio, el trabajo duro que nadie quiere hacer? También se plantea la duda de ¿qué pasaría con aquél que se negara a trabajar? Para responder debemos tener claro que las personas necesitan trabajar, precisan de hacer algo. La gente tiene una verdadera urgencia creativa que se expresa en realizar alguna labor. Basta atender a lo mal que nos sentimos cuando no tenemos trabajo o fijarse como nos pasamos horas arreglando un automóvil, cuidando un jardín, confeccionando una prenda de vestir, haciendo música. Todas estas tareas pueden ser muy entretenidas sólo que a menudo se las considera aficiones más que auténticas actividades laborales. El punto está en que se nos ha enseñado a calificar el trabajo como un tormento que es irremediable aguantar, pues lo hemos desligado de la satisfacción de necesidades reales para convertirlo en un medio de enriquecimiento de los capitalistas y dominadores.

En la sociedad actual el trabajo es efectivamente un tormento, y lo rechazamos porque está estrechamente relacionado con un sentimiento de injusticia y explotación. En tales condiciones el trabajo es poco gratificante, pero no toda labor lo es como pretenden inculcarnos, y así impedir que podamos ser libres para elegir incluso aquello que nos es más propio, nuestro oficio. No se trata de que seamos holgazanes por naturaleza sino que aborrecemos que nos traten como si fuéramos máquinas, obligados a hacer una labor en su mayor parte desprovista de cualquier relación con lo que somos, o con la satisfacción de alguna necesidad colectiva, sin justas evaluaciones y para satisfacer intereses económicos ajenos. El trabajo no tiene por qué ser así, y si estuviera controlado por la gente que lo desempeña, desde luego no lo sería. Fácil es ver que en una sociedad libre nunca van a faltar voluntarios para hacer un tipo de tarea u otro, en especial si esta diferencia de ocupaciones no se acompaña de una impertinente jerarquización de ingresos o de valoración social. Por supuesto hay faenas desagradables que es necesario ejecutar, y hay pocas formas de hacer que la recolección de basura sea una actividad divertida. Pero estos problemas no son tantos ni son tan graves y, en última instancia, una comunidad puede resolver el punto conviniendo en que todos sus miembros compartan lo que es una labor ingrata o con alguna otra solución equitativa.

Cuestión importante es señalar al desempleo como un problema creado por el capitalismo. En un mundo más justo no existiría. Si hubiera un exceso de mano de obra, en especial gracias al desarrollo tecnológico, la solución no es la actual en que algunos trabajan mucho y otros nada, favoreciendo así la disminución del salario. En una sociedad en la que el trabajo es el modo de generación de riqueza, lo más conveniente es que todos trabajen, pero que trabajen menos horas haciendo posible que se disfruten equitativamente de los beneficios. Si nos deshiciéramos de la explotadora clase dominante y su inflexible apremio por aumentar la rentabilidad de sus inversiones, nos libraríamos de la mayor parte de la presión económica que obliga a algunos a laborar largas jornadas, con bajas retribuciones, al par que lleva a otra gran cantidad a la desocupación. En el sistema vigente, esto es grave para los dominados porque el trabajo es actualmente el mecanismo, muchas veces arbitrario e injusto, de distribución de bienes, por lo que hay millones de desocupados que nada reciben. Quizás haya en el mundo países con seguros de desempleo que aplacan el problema, pero en Latinoamérica brillan por su ausencia o son una broma de mal gusto, por lo que la desocupación es sinónimo de miseria.

Si en última instancia hubiera quien se resistiese por todos los medios a integrarse mediante su trabajo o actividad al conjunto de las ocupaciones requeridas por una sociedad libertaria, en ese caso debería plantearse seriamente su interés en mantenerse en ese colectivo por lo que, por mutuo acuerdo o en todo caso unilateralmente, la comunidad puede excluirlo de su seno. Pero, una vez más, es imposible que alguien quiera permanecer sin hacer nunca absolutamente nada. Finalicemos la discusión sobre el enfoque anarquista del trabajo remitiendo a los lectores al provocativo ensayo “La Abolición del Trabajo”, de Bob Black.

Otra objeción típica es: “bueno, eso a lo mejor opera a pequeña escala, en un atrasado pueblo rural, pero ¿cómo puede funcionar una sociedad tecnológicamente compleja sin necesidad de jerarquías permanentes?”. En primer lugar el anarquismo entiende que la sociedad necesita ser dividida en núcleos menores que los actuales, siempre que sea posible, para que los conglomerados adquieran una dimensión más humana y puedan ser dirigidos directamente por la misma gente que los integra. Hoy en día, la teoría de la organización empresarial del capitalismo reconoce lo que siempre ha sido un principio básico del anarquismo: que los grupos pequeños trabajan juntos de forma más eficaz y son capaces de coordinarse mejor con otros conjuntos laborales parecidos, mientras que las agrupaciones informes y de gran tamaño son comparativamente más torpes en su desempeño y les resulta más difícil acoplarse con el entorno. Dentro de este mismo punto es interesante señalar que recientemente las famosas “economías de escala”, que justifican por ejemplo las fábricas que cubren enormes superficies y con capacidad de producir volúmenes gigantescos, están siendo altamente cuestionadas. Llega un cierto tamaño en que las industrias, las explotaciones agropecuarias, las instituciones de servicio, las educativas, los sistemas administrativos y demás, pierden eficacia a medida que se hacen más grandes. Por otra parte, a todos es palpable, especialmente en Latinoamérica, la inhumanidad que encierra la vida en grandes conglomerados de gente, con malos servicios, habitaciones deleznables, muchas veces en situaciones que nada tienen que envidiar a cárceles y campos de concentración. Si en algún momento histórico tal agrupamiento fue necesario, por una u otra razón, en la situación tecnológica y comunicacional de hoy no tiene ya sentido.

Puede ocurrir que para proyectos de envergadura, puntuales, específicos y de interés común, sea necesaria la unión de varias comunidades, pero esto no es un problema irresoluble ni su existencia justifica un poder central permanente como el Estado. De hecho la clase trabajadora de España encontró soluciones de este tipo para grandes problemas en la década de 1930. Así, la Compañía de Autobuses de Barcelona al par que doblaba sus servicios, contribuyó con el “colectivo de entretenimiento ciudadano” (actividades recreativas) y produjo armas para el frente en los talleres de autobuses. Todo esto se consiguió con un número de trabajadores bastante reducido, ya que muchos se habían ido al campo de batalla para combatir el fascismo. Este increíble aumento de la eficacia, a pesar de la guerra y de la escasez de materiales, no es tan sorprendente después de todo, porque ¿quién puede dirigir una compañía de autobuses de la forma más idónea, con el menor esfuerzo y el más alto rendimiento? Obviamente sus trabajadores y nadie mejor que ellos para coordinar con otros trabajadores la solución de problemas compartidos, cuando a ninguno mueve el afán de explotar a los demás en beneficio propio.

Para extendernos en este caso ilustrativo, puntualicemos que todos los trabajadores de Barcelona estaban organizados por sindicatos —formados por quienes laboraban en el mismo ramo— subdivididos en grupos de tarea. Cada grupo tomaba sus propias decisiones en lo referente al trabajo día a día y nombraba a un delegado que representaba sus puntos de vista en temas más generales concernientes a toda la fábrica o incluso a toda la región. Estos representantes eran voceros de las decisiones tomadas en asamblea por todos los compañeros y el cargo se turnaba con frecuencia. Los delegados podían ser sustituidos inmediatamente en caso de que incumplieran el cometido de ser meros portavoces de la asamblea (principio de revocabilidad). Los delegados eran actores que sólo podían decir los parlamentos que los autores de la obra, la asamblea de trabajadores, escribieron para ellos, sin apropiarse la función de componer sus propias líneas, como sucede en la ilusoria “democracia representativa” de nuestros días. Añadiendo más niveles de delegación es posible alcanzar una actividad a gran escala sin abandonar la libertad de trabajar en la línea que cada individuo elija. A quien le interese saber más de la experiencia de organización anarquista en la Revolución Española de 1936 puede buscar en la extensa bibliografía sobre ese punto, donde destacaremos como particularmente completo al volumen de Frank Mintz,[6] mientras que en Internet hay un buen resumen introductorio de Nidia A. Rodríguez.[7]

Sigamos con más objeciones. ¿Una sociedad sin Estado no estaría indefensa ante ataques exteriores? El hecho de vivir bajo la tutela estatal no ha salvado a los pueblos de agresiones armadas a gran escala y podría decirse que las han promovido. Los ínuit del extremo norte de América (mal llamados “esquimales”) que nunca han tenido una organización estatal y mucho menos ejército, han vivido 500 años sin un enfrentamiento armado entre ellos. De hecho, en la mayoría de las naciones, las fuerzas militares y policiales son utilizadas, abierta o disimuladamente, en contra de sus propios habitantes como un ejército de ocupación. El Estado no protege sino que vigila y agrede para defender a una élite dirigente que, diciendo las cosas claramente, es el enemigo fundamental del pueblo de cada país. Un Estado, que se apoya y mantiene en un ejército regular, necesariamente, tarde o temprano, debe embarcarse en algún conflicto, interno o externo, al menos para justificar el gasto y mantener el entrenamiento.

En Latinoamérica es más claro que en otras regiones del mundo, pero todos sabemos que la gran mayoría de las guerras y enfrentamientos armados internacionales se han hecho y se hacen en beneficio de esas minorías dominadores, aunque bajo los pomposos nombres de la defensa de la patria, dignidad nacional o similares. Más aún, la evolución tecnológica y organizacional de los conflictos bélicos ha derivado en que el ejército no sea salvaguarda de nada, porque hoy el máximo esfuerzo y la mayoría de las víctimas se da entre los civiles que corren muchos más riesgos que los militares, quienes cuentan en tales circunstancias con la máxima protección y hasta la posibilidad de obtener jugosos beneficios. Basta citar que en las guerras más conocidas de los últimos años (Irak, Yugoslavia, Chechenia, Colombia, etc.) los combatientes formales han tenido una cifra de bajas mucho menor a los civiles, que han sufrido casi todos los rigores agresivos de uno y otro bando.

Una respuesta anarquista clásica es reconocer que la defensa del pueblo está en sus propias manos y la solución es la de armarlo. Las milicias anarquistas españolas estuvieron cerca de ganar la guerra civil en 1936 a pesar de la escasez de armamento, de la traición stalinista y de la intervención de Alemania e Italia a favor del alzamiento de Franco y sus secuaces. El error fue subestimar las propias fuerzas y dejarse integrar en el ejército regular de la República. No cabe duda que una población armada sería difícil de subyugar por ningún atacante del exterior, como lo muestran la enconada resistencia y los éxitos que desde siempre han tenido guerrillas con auténticas raíces populares frente a ejércitos de ocupación más poderosos.

Pero es cierto que un ensayo de sociedad libertaria podría ser destruido desde el exterior. Los jerarcas del imperio norteamericano, como lo harían en su momento los dirigentes soviéticos y de cualquier otra potencia, probablemente intentaría exterminarla antes que permitirle vivir en libertad e igualdad, por supuesto que con la interesada colaboración de todos aquellos que con la revolución vieran peligrar sus privilegios. Contra esa amenaza de destrucción la mejor respuesta es el movimiento revolucionario en otros países. Dicho de otra manera, la defensa más eficaz contra las bombas atómicas yankis o rusas será el movimiento de la gente y los trabajadores de Estados Unidos o Rusia y de todo el mundo. En el caso del Estado bajo el cual vivimos, la mayor esperanza de evitar el exterminio se basa en quitarle el privilegio del uso de los armamentos de aniquilación masiva. Podríamos garantizarnos un verdadero sistema mundial de seguridad si la solidaridad internacional evolucionara hasta tal punto que los trabajadores de los distintos “países enemigos”, adecuadamente esclarecidos, fueran capaces de impedir que sus respectivos gobernantes lanzaran ataques externos.

Y esto no es fantasía, pues hay precedentes; como el ocurrido en la década de 1920, cuando la Rusia Soviética se salvó de una intervención británica masiva gracias a una serie de protestas y sabotajes de los obreros británicos; o la movilización popular en Estados Unidos contra la intervención en Vietnam a fines de los años de 1960. Pero dijimos esclarecidos, porque también hay ejemplos en que los pueblos fueron arrastrados a enfrentamientos que en nada los beneficiaban debido a una obnubilación resultado de la propaganda y el empleo de los múltiples recursos con que cuentan el Estado y la clase dominante.

Anarquismo y violencia

Una de las características de los gobiernos latinoamericanos ha sido la represión violenta de las protestas colectivas; represión que testimonia la incapacidad de los políticos de estas latitudes para asumir o solucionar los conflictos sociales de manera tolerante. En cada caso que el gobierno de turno quitó el bozal a sus fuerzas represivas, argumentó que lo hacía para defender el orden y los bienes (no a los ciudadanos) de la amenaza de la subversión y la “anarquía”, pues es un lugar común para el poder reinante y sus defensores equiparar anarquía con la violencia y desorden que se atribuye a los de abajo. Pero ¿qué dicen los propios anarquistas cuando se identifica de ese modo a su ideal?...

Negar la posibilidad de la violencia como un momento en la lucha revolucionaria está lejos del anarquismo. En algún lapso el enfrentamiento destructivo que ella conlleva se hace presente, pues siempre habrá que responder a grupos que apelen a la fuerza como argumento para defender sus privilegios. Pero si la violencia puede ser necesaria, en modo alguno es la guía para la transformación que se pretende, que es un cambio total en la organización social y económica de la humanidad que se funda en un cambio de los valores de cada individuo. De ninguna manera este cambio radical puede ser el resultado de una revolución puntual y catastrófica, que a lo más podría llegar a dominar el poder político, lo que es contradictorio con la esencia del movimiento anarquista pues el objetivo precisamente es destruirlo. Está totalmente fuera de la tradición anarquista pensar que una algarada callejera, así logre tomar la Bastilla o el Palacio de Invierno, consiga transformar la sociedad tal como se desea, ni que sea el primer paso. En todo caso podría ser el último, porque la pretensión anarquista no se limita a la mera socialización de la economía ni menos aún a la adquisición del poder en alguna de sus formas, sino que busca modificar las relaciones entre los hombres fundándolas en la libertad, la igualdad y la solidaridad, lo que hace que la revolución se extienda a todos los aspectos de la vida de todos y de cada uno y encierre tanto un cambio de las relaciones comunitarias como un cambio personal.

No es por tanto que el anarquismo niegue la violencia, sino que rechaza esa violencia que es únicamente manifestación de la pasión destructiva y no está subordinada a la acción constructiva, y que ni siquiera sirve de detonante de un vasto movimiento popular revolucionario. No es en la violencia de un grupo de donde ha de surgir la creación de un mundo nuevo, sino de la participación e incorporación de todos y cada uno en esa tarea generadora. La violencia como momento destructivo es apenas un punto de un proceso constructivo mucho más largo y amplio.

Sin olvidar que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX cierto número de anarquistas —impacientes ante la enorme injusticia y desigualdad que les rodeaba— apoyó las acciones violentas de lo que se llamó entonces “propaganda por el hecho”, eso es insuficiente para asociar anarquía y violencia de manera tan directa como se pretende en este continente. En todo caso, recuérdese que tanto en aquel momento histórico como en todos los otros habidos en siglos, la gran mayoría del movimiento libertario no ha seguido vías estratégicas o tácticas que impliquen el uso sistemático del llamado terrorismo revolucionario. Tampoco se puede olvidar que los anarquistas han padecido, en el mundo entero y bajo cualquier régimen, más violencia que la que pueden haber ocasionado, pues lo cierto es que la represión policial de cualquier gobierno democrático-representativo latinoamericano ha matado más gente que, por ejemplo, los fallecidos por causa del gran movimiento filo-anarquista del mayo francés de 1968. Los anarquistas inmolados se cuentan por miles, muy pocos por la violencia ciega que ellos hubiesen propiciado y sí en cambio víctimas casi todos por defender —frente a los explotadores y opresores— ideas que son capaces de elevar a la humanidad a un nuevo estadio de dignidad. Ha habido menos violencia en los anarquistas que en las guerras santas de las religiones, en los conflictos por conquistar mercados o en los movimientos por apoderarse del poder político; en cambio han aportado como nadie su permanente activismo a manifestaciones pacifistas, en defensa de las minorías y en pro de los derechos de todos y cada uno.

Si esto que decimos es así, entonces ¿De dónde surge la asociación anarquía-violencia? Un recorrido por la historia ayuda a explicar esto. La violencia anarquista nunca fue del estilo de los guerrilleros fundamentalistas (religiosos, étnicos o políticos) actuales, que igual atacan una patrulla del ejército, masacran a un poblado desguarnecido, o colocan bombas en escuelas y zonas comerciales muy transitadas. La violencia anarquista se ha caracterizado por ser puntual, específica, por atentar contra un Rey, un obispo, un Presidente, un torturador, por robar bancos, atacar a instituciones o empresas símbolos de la opresión. Los anarquistas siempre golpearon en las estructuras de poder, donde los privilegiados se sienten seguros y atacándolos directamente. De allí que los afectados se ocupasen especialmente de sobre-dimensionar esa violencia, porque les llega de cerca, haciendo que los medios señalen el horror de la desgracia de uno de ellos como más notable que lo padecido a diario por los miles que sufren sus desmanes.

Final que es continuación

Lo que hemos visto anticipa que estas páginas no tienen final, sino en todo caso continuación. Por ello, en este punto no puede haber sino una invitación al diálogo, a la reflexión, a la acción, a ensimismarse y buscar con las otras alternativas políticas y filosóficas que impidan que el siglo XXI sea continuación de lo malo que nos trajo el siglo XX, rescatando lo positivo que la gente aportó, a pesar de todo y de unos pocos. El futuro no está allí esperándonos, tenemos que construirlo, así que aceptar pasivamente lo que desde el Estado e instancias de poder asociadas nos han ofrecido en venta no ha resultado un buen refugio. Nos toca hacerlo nosotros mismos y para ello no parece que haya otra alternativa que la anarquía nuestra de cada día.[8]

[1] Ver Harris, M (1977): Nuestra Especie, Madrid, Alianza.

[2] Ver Volin (1984): La Revolución Desconocida, México, Editores Mexicanos Reunidos.

[3] Ver Peirats, J (1976): Los Anarquistas en la Guerra Civil Española. Gijón, Júcar.

[4] Hume, D (1977): Tratado de la naturaleza humana, Libro III, Primera Parte, Sección I, (2 Vol). Madrid, Editora Nacional.

[5] Chomsky, N (1993): Conversaciones Libertarias, Móstoles, Madre Tierra.

[6] Mintz, F (1977): La Autogestión en la España Revolucionaria, Madrid, La Piqueta.

[7] Rodríguez, N. A: “La Autogestión en la Guerra Civil Española”.

[8] Para un repertorio de fuentes mucho más amplio, ver Méndez, N. y A. Vallota: “Bitácora de la Utopía: Anarquismo para el siglo XXI”.