Max Nettlau

La lucha contra el Estado

        Capítulo I

        Capítulo II

Capítulo I

Con frecuencia me he preguntado por qué las ideas anarquistas, que nos parecen tan claras y que tanto satisfacen a los que las abrazamos, no son, sin embargo, aceptadas sino por pocas personas aun allí donde una propaganda de largos años ha encontrado pocos obstáculos. Era tanta mi fe en la posibilidad, por así decir, mecánica de una propaganda ilimitada de ideas por los medios pedagógicos de educación y de agitación, que el éxito tan restringido me ha parecido enigmático y descorazonador. Reflexionando, he llegado a la siguiente explicación.

¿Cuál es, en efecto, la esencia del anarquismo? En todo organismo observamos tres tendencias: la de apropiarse y asimilarse todas las materias posibles circundantes más útiles para su bienestar material; la de extender su propia esfera de acción por medio de una expansión que venza cuanto le es posible todos los obstáculos, y la de diferenciarse, de crearse una individualidad en relación con la herencia, el medio, etc. En la humanidad están representadas por el bienestar material, el amor a la libertad y el desarrollo del individuo que se destaca poco a poco de la masa más homogénea, más gregaria, de los tiempos pasados. En fin de esta evolución es evidentemente un estado de cosas en el cual la mayor liberad y el mayor bienestar sean accesibles a cada individuo, en la forma que mejor corresponda a su individualidad y le permita acercarse a la mayor perfección posible, y esto es la anarquía.

La anarquía es, pues, el estado de mayor felicidad posible para cada individuo. Es evidente que esta verdadera anarquía no se establecerá sobre la base de un sistema económico y social único, sino que habrá tantas maneras de arreglarse como individuos. Es necesario aún tener en cuenta que durante el largo período de tiempo que exigirá la conversión a la anarquía de los más recalcitrantes, los primeros anarquistas no se detendrán, sino que continuarán adelante. No habrá, pues, en el provenir, un estado de desarrollo económico, moral, etc., igual para todos, dado que esta igualdad no existe tampoco actualmente y no ha existido jamás.

No puede existir por la simple razón de que los hombres son diferentes entre sí, y son, exceptuando aquellos que la cruel opresión del pasado y del presente aniquila casi enteramente su desarrollo, en camino de diferenciarse cada vez más. Todos desean el bienestar y la libertad, pero cada uno en grado diferente y en proporción también diferente. Si ciertas causas, como: la posición social común, la persuasión, la propaganda, la sugestión, y el entusiasmo de los grandes momentos disminuyen estas diferencias, otras como la herencia, el medio, la edad, y tantos accidentes de la vida diaria hacen un efecto contrario, y es una ilusión funesta la de creer que basta remover las masas, como hacen nuestros gobernantes, que si lo consiguen es debido aún a que hacen vibrar la cuerda de todos los prejuicios, de todas las maldades durante siglos. En nosotros mismos, a menudo, vibra un débil eco, a pesar de que no contamos más que con que lo que es noble y generoso.

Cada uno de nosotros contribuye en el éxito de nuestras ideas de un modo diferente, según la proporción del deseo de libertad y de bienestar material latente en cada uno. Hay quien está impulsado por su amor a la libertad, a los mayores sacrificios, y otros viven tranquilamente y no son capaces de ningún esfuerzo extraordinario sino en los momentos de entusiasmo general. La propaganda, la lucha contra la autoridad, requieren un temperamento combativo que no lo posee todo el mundo, y muchas personas, que no se hallan dispuestas a manifestarse sino por actos de menor brillo, nada hacen porque no se les presenta ocasión de hacer algo. Debería crearse un campo de acción para éstos.

Tocante a las masas obreras en general, piensan ante todo en mejorar su posición material y relegan la libertad a segundo plano. Esto es el efecto de la edad comercial y de la secular opresión estatista. Temo que el deseo de las masas obreras no es más, sobre todo, que un deseo de desquite contra la sociedad capitalista y que tal vez querrán ser los amos a su vez para perpetuar el dominio de una clase y la autoridad de un nuevo Estado obrero, de igual modo que los burgueses de la Revolución, cuando hubieron derrocado el feudalismo, no quisieron saber ya nada más de la libertad y no se preocuparon sino del dominio exclusivo de su clase. Estas tendencias tal vez prevalezcan sobre las de los viejos socialistas de buena fue que todavía sobreviven. ¿Y qué podrán los anarquistas contra esta acción de las masas enormes que escapan al control de los que ni quieren dirigirlas ni dominarlas, sino ver cómo marchan por sí mismas por el camino de la libertad? Los anarquistas no podrán hacer más que continuar la obra de nuestros días, la de despertar las fuerzas latentes que tienden hacia la libertad, y luchar, entonces y siempre, contra la autoridad.

Estas verdaderas tendencias de las masas han atraído ya la descomposición del socialismo, que ha visto que es imposible agruparlas para otro fin que no sean las luchas electorales pacíficas o las organizaciones sindicales, que no hacen más que alejarse de todo socialismo real. Por otra parte, el Estado, por desacreditado que esté, tiende a conquistar nuevamente la confianza de las masas por medio de toda clase de leyes obreras, retiros para la vejez, protección contra los trabajadores extranjeros, etcétera. No olvido que se ha creado en diversos países un sindicalismo revolucionario, que de un momento a otro pueden estallar huelgas generales de oficio, de localidad, o hasta más extensas; pero aquí también sucede que el paso tan simple y lógico, el paso decisivo de la huelga general a la revolución, no se da; no se dio en Rusia en el mes de Octubre de 1905[1], acarreando todas aquellas derrotas y desastres del movimiento ruso que actualmente presenciamos. ¿Por qué las huelgas más entusiastas terminan siempre por la calma y el retorno al trabajo pacífico? Es porque las masas no quieren, en realidad, ir más lejos, y que las pocas personas que lo quisieran son impotentes.

La iniciativa de las minorías, la acción de los militares tienen sus límites. Una nueva idea, un nuevo experimento nace allí donde lo permiten ciertas circunstancias favorables; en este sentido, todo progreso se debe naturalmente a las minorías, y antes que a ellas a individuos aislados. Pero imponer esta nueva idea a la mayoría por medio de la fuerza es un acto de autoridad, idéntico a la opresión que ejerce la minoría sobre las minorías. He aquí un punto que ante todo interesa a los anarquistas; porque si una minoría tiránica tiene mil medios para imponer sus voluntades a una mayoría, nosotros, que queremos la libertad, ¿cómo vamos a darla a gentes que no se preocupan bastante de ella para tomársela? Vean la ciencia y la ignorancia: la ciencia no razona con la ignorancia; sigue su camino, enseña sus resultados y de este modo poco a poco los ignorantes la siguen. Vean asimismo el librepensamiento y las religiones: si unos cuantos se emancipan de los absurdos religiosos, masas enteras quedan aún atadas a ellos. En estos dos casos se ha dado al fin con un modus vivendi, con una especie de mutua tolerancia. Comparemos la infame brutalidad de la beatería ignorante de los siglos pasados, dirigida contra la ciencia y el librepensamiento, con el estado de relativa indiferencia de nuestros días. Sé muy bien que esto no es más que una paz armada y que la reacción acecha el momento propicio para reconquistar el terreno perdido, pero la situación es de todos modos infinitamente diferente de la de antes; la ciencia y el librepensamiento, que antes estaban fuera de la ley, tienen hoy una posición, pequeña aún, pero firme e inconquistable. Hagamos lo mismo con la anarquía.

¿Qué es lo que ha producido el cese relativo de estas persecuciones? La ignorancia y la beatería, que querían perpetuar su dominio, creyeron poder exterminar la ciencia y el librepensamiento a sangre y fuego: no lo han conseguido porque no se puede destruir una idea. Por su parte, la ciencia y el librepensamiento han visto igualmente que chocaban con los sólidos prejuicios de las grandes masas y han marchado adelante limitándose a aceptar con los brazos abiertos a los que se sentían más afines a ellos y a ellos iban. También el librepensamiento quisiera destruir todas las religiones; la anarquíatambién quisiera destruir toda autoridad, pero esto no es posible inmediatamente sino por la destrucción material del noventa y nueve por ciento de la humanidad, y aunque esto fuera posible, las persecuciones habrían, por esta obra de destrucción, cambiado en autoridades y serían infinitamente peores que sus víctimas. Así es que por ambos lados se ha visto la necesidad de hacer cesar una guerra de puro ataque, de atenuar las formas de la lucha, y los que verdaderamente quieren abandonar el campo de los prejuicios y de la ignorancia encuentran más fácil cada día el camino hacia la ciencia y el librepensamiento. Mañana encontrarán con igual facilidad el camino hacia la anarquía.

* * * * *

Creo que estamos poco habituados a la especie de razonamiento que precede. Habitualmente no encaramos más que el camino revolucionario. Supongamos, pues, destruido el actual régimen capitalista. En el momento de la acción las minorías enérgicas son de gran importancia; supongamos, pues, que nos anarquistas han contribuido cuanto han podido en esta victoria, que el prestigio de la anarquía ha crecido enormemente, que en muchas partes se han olvidado los viejos prejuicios y que principia a vivirse anárquicamente. Es evidente que para esto no habrá jefes ni reglamentos únicos; que se obrará muy diferentemente en diferentes sitios. Unos rechazarán toda organización, otros la aceptarán en grados diferentes. Habrá grupos y municipios que ensayarán practicar la libertad a su modo, de manera más o menos diferente. Todo esto es excelente y es precisamente lo que hace falta, porque únicamente la experiencia enseñará poco a poco lo que mejor conviene, y así se irá de lo imperfecto a lo más perfecto. Pero entre tanto, todos estos organismos existirán unos al lado de otros, en paz, y los intentos de imponer tal o cual cosa que no sea por el ejemplo provocarán el desprecio general y despertarán el triste recuerdo de las persecuciones de antaño. Si, por consiguiente, en una sociedad nueva, todos quisieran practicar la anarquía, veríamos mil matices, desde el anarquismo más moderado hasta el más avanzado, sin que nadie tuviera nada que replicar.

Se me concederá que esto es suponer la eventualidad más favorable. Puede suceder muy bien que el capitalismo se venza en condiciones tales, que los obreros organizados, es decir, sus jefes, lleguen al poder; esto será, tal vez, la abolición del salariado, pero de ningún modo la libertad ni el socialismo; se formará una nueva burocracia que de administrativa pasará a ser directora y gobernante. Los anarquistas se verán, pues, tan mal vistos por este lado como lo son los políticos actuales de toda clase. Tendremos que luchar nuevamente contra esta sociedad sin explotación aparente, pero también sin libertad, y nadie puede decir si esta lucha será más fácil (todo el mundo, desembarazado de las preocupaciones económicas, encaminándose hacia la libertad) o más difícil (la indiferencia de los que se hayan hartado) que las luchas actuales. Es probable que ciertas localidades estarán más avanzadas que otras y que la anarquía se realizará en algunos sitios más fácilmente, porque la tierra y los instrumentos del trabajo serán más accesibles, sin que por esto dejen de surgir dificultades originadas por la existencia de una organización autoritaria que tendrá el deseo de acapararlo todo y negar el derecho de secesión.

Las condiciones en que se realice algún día, tal vez, la anarquía, serán, pues, en muchos sitios, más o menos diferentes, y es posible que se tenga que vivir entonces al lado de personas que no comprenderán nuestras ideas o que las interpretarán de modo muy incompleto. Me pregunto, por tanto, si no será conveniente tener en cuenta este futuro desde luego y obrar de modo que demos a la anarquía las mayores posibilidades posibles de ser practicada, experimentada y respetada en aquella sociedad futura.

Lo que hay que hacer, me parece, es habituarse a la idea de una coexistencia futura temporal, cada día menos sensible, pero de todos modos coexistencia de instituciones anarquistas y no anarquistas; en otros términos, a la idea de una mutua tolerancia. Así sucede para todo el mundo en nuestros días, exceptuados los que se sienten impulsados hacia la rebelión directa. De ningún modo pretendo aconsejar con lo dicho la sumisión al orden actual, tanto político como social. Al contrario, pienso que los anarquistas deben hacer constantemente caso omiso de las leyes que lesionan su libertad personal y procurar obtener el reconocimiento del derecho a obrar de este modo por parte de quienes, por motivos y razones particulares suyas del momento, creen o fingen creer en la necesidad de estas leyes para ellos mismos y los que les sigan.

Sé que estas palabras requieren algunas explicaciones, que serán motivo del artículo siguiente.

Capítulo II

La idea, expresada en el anterior artículo, de que los anarquistas, reconociendo la necesidad de una coexistencia temporal con personas menos avanzadas y sus instituciones, y que, por consiguiente, pueden poner en práctica la mutua tolerancia, con todo esto y negarse a someter a las leyes por otros dictadas, aun dejando a estos otros la plena libertad de prosternarse ante ellas, esta idea parecerá al principio utópica e irrealizable, pero más pronto o más tarde, desde hoy o en un régimen obrero sin capitalismo, tendremos que aceptarla si se quiere realizar la anarquía de la única manera posible, es decir, comenzando por el principio. La independencia económica tan deseable para esta lucha puede adquirirse ora por la cooperación, ora por la caída del capitalismo, tomando posesión de la tierra y de los instrumentos de trabajo actuales. Pero la tolerancia, que, no obstante, es la más simple de todas las cosas, tendremos que saberla conquistar. Hay luchas que conducen a un aumento de odio mortal, a una intolerancia absoluta, y hay otras que, si no consiguen del todo el mutuo respeto, que es grado superior, acaban, por menos, en tolerantita mutua. Es necesario, pues, luchar de un modo tal, que sea la tolerancia y no la intolerancia lo que se encuentre en sus orígenes. Para mí esto es el fondo de la cuestión.

Lo que yo pondría sobre el terreno antiestatista, los anarquistas lo practican ya sobre el terreno económico. Y esto, no ya desde que existe el sindicalismo, sino desde tiempo inmemorial. En todos tiempos han sido y son solidarios todos los obreros que se sienten explotados, aunque no tengan el deseo consciente de un completo cambio económico. Hay que establecer una solidaridad análoga entre todos los que con título diverso son adversarios del Estado sin que hayan deseado netamente el advenimiento del régimen anárquico, ni tengan las mismas concepciones económicas que nosotros, del propio modo que a los obreros sindicados contra el capital no se les pide que tengan unas mismas concepciones políticas. Hay aquí un verdadero campo de trabajo casi inexplorado y que está por roturar. El odio al Estado, el desprecio de las leyes y del personal que de ellas vive, la ardiente sed de libertad, esta inmensa indignación que se acumula en casi todos los hombres a cada paso cuando vemos que, a pesar de todas las instituciones sedicentes avanzados no disfrutamos ni de la menor libertad real, que a cada momento chocamos con las mil y mil triquiñuelas del Estatismo, de todo esto habría que crearse —y los sindicatos podrían hacerlo—, pero sobre bases más libres y más amplias, agrupaciones que reunieran a todos los que, sin ser anarquistas, comienzan a aproximarse a nosotros con su oposición a tal o cual forma particularmente odiosa de la influencia del Estado. Todos los métodos de la lucha sindicalista actual, y otros que aún pueden hallarse, se dedicarían a esta lucha contra el Estado, las leyes y la autoridad. De este modo resultará una corriente antiestatista que en el día de la victoria económica impedirá recaer en los errores de la autoridad y permitirá a la anarquía, si no una realización entera o parcial que tal vez sea aún imposible, por lo menos una experimentación más libre.

Si esto fuera un método completamente nuevo, no hablaría de él, puesto que es imposible crear algo que no esté ya en germen. Pero a cada instante vemos en la vida real que la mayor parte de las leyes quedan ignoradas. Por lo demás, si no lo fueran, la vida sería imposible. Las leyes más feroces son a veces pisoteadas, imposibilitadas por todo un pueblo; díganlo, si no, la historia de Irlanda, la de los abolicionistas enemigos de la esclavitud en América, la historia, en suma, de todos los movimientos políticos. Si se pudiera formar una estadística de las leyes obedecidas y de las desobedecidas, el absurdo de la legislación saltaría a la vista, puesto que la sociedad no puede desarrollarse sino pisoteando, barriendo a casa paso los obstáculos que tienen por nombre leyes y reglamentos.

Hasta existen ciertas débiles señales de que va a reconocerse este estado de cosas y obrar de conformidad. En Inglaterra hace unos cuantos años basta declarar que se tiene una «razón de conciencia» (consciencious objetion) contra la vacuna, por ejemplo, para eximirse de obedecer a la ley que la hace obligatoria, y recientemente se han reducido las formalidades que existían sobre el particular a una simple declaración. Es el resultado de las largas luchas contra esta ley especial; los adversarios de esta ley no han convencido a sus defensores hasta el punto de hacerla abolir para todos, pero han obtenido que se les deje tranquilos y que se dé a todo el mundo la posibilidad de imitarles con una simple declaración. Esto parecerá sin importancia, pero si sobre otros puntos se hubieran hecho esfuerzos semejantes se habría ya conquistado la abrogación de otras leyes, o por lo menos se estaría en camino de abolirlas. Dejemos a un lado los partidarios del todo o nada, y digamos que hasta el presente nadie ha querido tratar a fondo el principio de exención, basado sobre el derecho natural de secesión, de que cada uno obre según su modo de ver. El inglés Auberon Herbert preconizó el voluntarismorelativo a los impuestos, el impuesto pagado por los que se interesan en el objeto para el cual se paga el dinero, y que no se exigiera a los demás. Esto tiene aspecto de utopía, pero la huelga de los impuestos es una cosa bastante grave y que sería más popular que el hecho de correr tras quien inventa un nuevo impuesto, como hacen todos los estadistas, socialistas inclusive. Los diversos proyectos de representación proporcional demuestran que los anarquistas no están solos cuando se trata de sacudir la indiferencia ante el aplastamiento de las minorías por la democracia tradicional. Asimismo vemos las pequeñas nacionalidades que se levantan contra los grandes Estados, los cuales tienen que renunciar para siempre a la esperanza de nivelarlas y hacerlas desaparecer en la vasta masa del ganado para contribuciones y de la carne de cañón. No quiero hablar de las personas cuyo fanatismo religioso les ha permitido conquistas una situación fuera de las leyes, ni de los soldados que se niegan a tocar un fusil por convicción religiosa, etc., pero de todo esto me parece que resulta que ciertos verdaderos esfuerzos determinados siempre consiguen una solución, tal vez insuficiente, pero que de todos modos abre brecha en el principio del aplastamiento igual de todos mediante la ley. Reconozco que todo esto no pasa de débiles comienzos y que hay, en efecto, muchos otros movimientos que tienden a reforzar el estatismo, esta tendencia que es tan cómoda para los indolentes e indiferentes que se preocupan poco de su libertad. Otra prueba viviente la teneos en estos millares de electores socialistas de todos los países, y nos engañaríamos mucho si creyéramos que el sindicalismo puede hacer algún día esta obra antiestatista que reclamamos, aunque se llame antipolítico y antiparlamentario.

Porque, en fin, cesemos de dejarnos hipnotizar por el sindicalismo. La resistencia colectiva de los obreros contra el capital es una necesidad absoluta para ellos; esta lucha exige que sea hecha según las necesidades de la hora presente y nada tiene que ver con la lucha contra la sociedad actual entera que libra el socialismo anarquista. Con la desaparición del capitalismo, desaparecerá también necesariamente el sindicalismo, y surgen teorías sindicalistas según las cuales las primeras materias y los instrumentos del trabajo han de ser posesión de las corporaciones de oficios, esto sería un nuevo monopolio que estaría en contradicción con el socialismo más elemental, que enseña y dice que todo ha de ser de todos. El sindicalismo, excelente de momento, no tiene, pues, ningún provenir; es una dictadura militar que la guerra contra un enemigo igualmente concentrado puede de momento justificar desde el punto de vista estrictamente técnico, pero que nadie querrá su condición después de la batalla. Sabido es que está en la naturaleza de toda autoridad querer perpetuarse; un régimen sindicalista autoritario es, pues, tan posible como lo fue la dictadura de los dos Napoleones. Plebiscito, gobierno directo del pueblo por el pueblo (la quimera de 1851 de los Considerant, Ledru-Rollin y Rittinghausen) y acción directa (no el ideal, sino la realidad) son desplazamientos de la autoridad, que, del parlamento pasa a las manos de una masa mayor, de estas sedicentes mejoras de una cosa tan incorregible como es la democracia. Siento mejor que poder expresarlo que entre todo esto y nuestro querido «haz lo que quieras» media un abismo. El sindicalismo, por lo demás, es bastante poderoso y anda su camino, y no desea más sino que le dejen tranquilo los anarquistas y los socialistas, que no le interesan; dice que se basta a sí mismo. Es joven aún en Francia y no se ha tragado y asimilado los libertarios, que tan útiles le fueron cuando era débil. Hay que verlo en Inglaterra y en América, donde cuenta ya más de un siglo de edad, carente de todo aquel idealismo que al principio le prestaron los socialistas: es el egoísmo colectivo, sucesor del egoísmo individual, es el «trust del trabajo», como suele llamársele en América. Lo joven se hace viejo y lo viejo no se rejuvenece, y, mientras no se me desmienta este hecho natural, nadie me hará creer que las tradeunions se volverán sindicalistas revolucionarias y que el sindicalismo revolucionario francés continuará siendo siempre joven.

* * * * *

Me parece que de todo movimiento colectivo sale siempre un hábito de autoridad, y hoy más que nunca veo la necesidad de una amplia propaganda antiestatista, al propio tiempo que de una propaganda más profunda de las ideas completas de la anarquía. Aquí es muy de lamentar que la idea anarquista se haya desde el principio acoplado a hipótesis económicas que insensiblemente pasan al estado de doctrinas y teorías. Para probar la posibilidad práctica de la anarquía se armaron utopías económicas y la anarquía se dividió en escuelas comunista, colectivista, individualista, etc. Es muy triste, porque con una mano se corre el velo del porvenir haciéndonos ver la felicidad del disfrute de la mayor libertad y con otra mano se nos encadena a una doctrina económica cuyo mérito no discuto pero que no pasa de hipótesis comprobable. Nos falta la experiencia y es por lo demás absurdo creer que se pueda adivinar lo que convendrá a una sociedad desconocida aún, así como que pueda haber una sola doctrina en lugar de la experimentación en grande escala de todas las posibilidades económicas conformes a las necesidades de la libertad. Cuando un novato quiere adentrarse en la anarquía no encuentra, en verdad, grupo, libro o periódico que no esté afiliado a una u otra de las escuelas económicas, y entonces sus dudas hallan pocas simpatías entre los creyentes de los sistemas y de las soluciones de antemano formuladas. Déjese, pues, todo esto a un lado; la obra de acción y de propaganda antiestatista y anarquista es tan inmensa, que es preciso juntar a todos los que aman la libertad sin querer de antemano adoctrinarles y unificarles sobre el terreno económico. Cada uno se formará su propia utopía y se agrupará, si le place, con los más afines.

Sé muy bien que el sentimiento altruista está tan desarrollado en la mayor parte de los anarquistas, que durante mucho tiempo continuarán prestando todo su apoyo al sindicalismo; otros obrarán rebeldemente propagando ideas en su conjunto. Pero los que no encuentran en todo esto una satisfacción completa, que quieren huir del aislamiento relativo de la propaganda pura y al mismo tiempo no quieren dejarse engullir por el sindicalismo, estos encontrarán acaso un nuevo terreno de acción en la agitación antiestatista, que les pondrá en contacto con tantas personas como pudiera el sindicalismo y les permitirá hacer una obra libertaria más acentuada que la de éste. El antimilitarismo es un excelente precedente; falta aportar sentimientos semejantes a ambientes más amplios y, al atacar el Estado, las leyes y la autoridad bajo todas sus formas, ir creando esta corriente de opinión antiestatista y de simpatía anarquista que un día facilitará la creación de un verdadero ambiente anarquista. Por lo demás, en todas partes, sobre el terreno de la lucha contra los prejuicios de la vieja moral, por la libertad del pensamiento y del arte, existen vagas aspiraciones que, por la propaganda y la acción de los libertarios, pueden volverse más conscientes, dirigirse contra la fuente de todo mal, la autoridad.

Creo que se comprenderá más fácilmente mi punto de vista si se piensa en lo que he dicho sobre la inevitabilidad de la coexistencia de instituciones de carácter diverso. En los tiempos pasados parecía imposible que pudiera haber dos religiones en un mismo Estado y de ahí los siglos de guerras religiosas; hoy el librepensamiento y todas las religiones viven al lado unos de otros. Lo mismo sucederá con los sistemas sociales. Lo nuevo y lo viejo viven siempre codeándose. Lo viejo quiere acogotar lo nuevo en fuerza de persecuciones, y lo nuevo quiere aplastar lo viejo con rudos ataques. Se reparten los porrazos, pero ningún partido triunfa, porque siempre quedan hombres atados por fas o por nefas a lo viejo y a lo nuevo, sin ver que entre ambos campos hay una infinidad de matices intermedios que no dejan que se desliguen los extremos. Algún día, pues, se dejará que los anarquistas marchen por su lado desinteresándose del Estado y éste se desinteresará de ellos, de igual modo que hoy están netamente separados el librepensamiento y las Iglesias. Las bases económicas de esta independencia tal vez sean la cooperación o una parte de capital expropiado. Sea como sea, la anarquía, no será un hecho al principio sino para los anarquistas, y los demás se les irán juntando tan aprisa y tan numerosos —¿no hay cada día menos obstáculos serios para los que aceptan el librepensamiento y la unión libre?— hasta que les permita abandonar el Estado como se abandona hoy a la Iglesia o la moral de nuestros abuelos. Esta evolución, a mi modo de ver deseable, será secundada y se acelerará y tal vez sólo sea posible por la existencia de amplias simpatías antiestatistas que serán igualmente indispensables para impedir todo nuevo régimen socialista o sindicalista autoritario. Se trata, pues, de crear estas simpatías y he procurado demostrar cómo: apoyando con todas nuestras fuerzas, con una tolerancia y una paciencia extremas, todas las tendencias antiestatistas y antiautoritarias que se manifiestan y que son más numerosas de lo que se cree. Así daríamos bases serias a una verdadera liberación política y se crearía el verdadero apoyo necesario para una emancipación económica definitiva.

[1] Y cuando se ha dado más tarde, ha sido para instaurar aquel autoritarismo de clase antes previsto y temido por el autor. (N. de los E.).


Recuperado el 18 de enero de 2013 desde kclibertaria.comyr.com
Traducido por J. Prat.
Digitalización KCL.