Título: Hacia una nueva revolución
Fecha: 1938
Fuente: Recuperado el 21 de agosto de 2013 desde anarkismo.net
Notas: Publicado originalmente como un folleto en 1938.
Prólogo

La publicación de este folleto responde a una necesidad. A través del mismo encontraréis plasmado nuestro pensamiento. Saludamos con emoción y con cariño, a los camaradas del frente y a los camaradas que yacen tras rejas. Salud, camaradas.

* * * * *

Preliminares de la revolución española

La rotación política que se ha caracterizado en España por el clásico turno en el poder, de los constitucionalistas y los absolutistas, y que ha constituido el engranaje de la cosa oficial, se quebró de un modo fulminante con el golpe de Estado que dio en la capital catalana —en el año 1923— un general borrachín y pendenciero.

La dictadura de Primo de Rivera es la resultante de la desastrosa actuación de una política que se ha desenvuelto entre despilfarros, monopolios, gajes burocráticos, primas, concesiones y un cúmulo de pingües negocios que se han realizado siempre con el favor oficial.

La reacción de la militarada del año 1923 es una expresión exacta de una de las causas que han empobrecido a nuestro país y que han absorbido, casi por entero, el presupuesto nacional.

El poderío colonial de España dio vida a una taifa de aventureros, de mercenarios, de políticos profesionales y a una cohorte de tratantes de carne barata.

Mientras que la burocracia del sable y los caballeros de industria tuvieron un mercado abundante en las posesiones de ultramar para robar y saquear, la España oficial pudo ir navegando con rumbo más o menos incierto. Pero el desastre colonial llevó aparejado el hundimiento de este tinglado que manejaba una minoría sin escrúpulos y sin entrañas. A fines del siglo XIX los militares se quedan sin la presa codiciada. Han de regresar a la península con los entorchados anegados en sangre y con la afrenta de unos entes inservibles ni en el propio terreno de las armas.

Desde este momento se plantea un problema difícil para el pueblo español. Miles de paniaguados, de un rey sifilítico vienen a devorar a los naturales del país, puesto que se les había acabado la posibilidad de seguir esquilmando a los pobladores de las colonias que maldecían a la España representada por los ladrones y asesinos de fajín y de bocamangas.

El erario público necesitaba un desahogo inmediato. El acta de Algeciras permite asaltar el perímetro de Marruecos. Las minas del Riff que codiciaba el ex-conde de Romanones se convierten en una ventosa que aspira la sangre y el dinero del pueblo español.

La aventura de Marruecos ha costado al tesoro nacional la cifra de 1.000.000.000 de pesetas y miles de vidas ofrecidas en holocausto del grupo financiero que representaba el ex-conde de Romanones.

La tragedia del Barranco del Lobo y la de Annual constituyen las fases más salientes de este matadero español que ha girado en torno de las minas de hierro situadas en la cabila de Beni-Bu-Ifrar cerca del monte Af-Laten.

Los militares han sido la eterna pesadilla del pueblo laborioso. De infausta memoria anotamos las Juntas de Defensa. El inspirador de las mismas —coronel Márquez— trató de infundirles un espíritu liberal pero el favor palatino y las intrigas de La Cierva, pesaron mucho más que la supuesta buena voluntad de un coronel que se vio perseguido y encarcelado en Montjuich.

El general Primo de Rivera encarnó todo el pasado que estamos narrando. Del brazo de López Ochoa y con la complacencia de la burguesía, de los latifundistas, del clero, de las finanzas, encaramó la espada en las alturas del Poder.

Se ha señalado textualmente que el ex-Capitán General de Cataluña salía a la palestra a cancelar el expediente Picasso —en el que estaban complicados en primer término Alfonso XIII y su testaferro el General Silvestre. Es indudable que esta versión no es infundada; pero lo que precipitó el golpe militarista fue sin ningún género de dudas el malestar que se manifestaba en el seno de la clase trabajadora que, harta de atropellos y latrocinios, se disponía a barrer del suelo español a los causantes de su infortunio. La burguesía financiera e industrial puso todos sus recursos en la tramoya militar. Restringieron los créditos, sabotearon la economía, implantaron el lock-out, provocaron huelgas. Los burgueses catalanes recibieron con grandes muestras de júbilo la polacada de los militares.

La etapa de Primo de Rivera se ha de catalogar como un ensayo de la clase dominante para eludir el zarpazo de la clase trabajadora que en las etapas venideras se produce con trazos más categóricos. Su gestión fue la repetición corregida y aumentada de las épocas pretéritas, con la idéntica corrupción de costumbres y con la eterna desvergüenza que ha matizado, en toda época, el cadáver de la España castiza y harapienta. Al general mujeriego, le sucede Berenguer al que reemplaza más tarde Aznar. Y como colofón, es el conde de Romanones —agente del intelligence service— quien realiza el traspaso de la monarquía a su antiguo secretario, a don Niceto Alcalá Zamora, que de consuno con el hijo de Maura y ayudado por un médico palaciego —Marañón, del intelligence service—, sentaron los pilares de una República que forzosamente había de culminar en la hediondez más espantosa.

Nace la República completamente yugulada de sabor popular. En lugar de unas directrices sociales, forjadas en el fragor del arroyo, prevalecen las mismas taras de las etapas borbónicas. El Poder lo detentan los políticos que en los periodos monárquicos sirvieron a su amo. Alcalá Zamora era un monárquico recalcitrante, representante del clero y de los latifundistas. Azaña perteneció al partido de Melquíades Alvarez; Miguel Maura, otro realista; Alejandro Lerroux un deshonrado...

La desolada España seguía la senda de las traiciones, de los conciliábulos inconfesables. La comedia de abril había de costar raudales de sangre.

La República abrileña iba a dar resultados catastróficos. A los pocos días se producían acontecimientos. El vástago del asesino de Ferrer, el autor de 108 muertos, el ministro que dio la orden de disparar sin previo aviso, convirtió nuestro suelo en una hilera de cruces funerarias.

Al percatarse las masas obreras que sus reivindicaciones eran vilmente burladas, se revolvió airadamente contra la misse en scène de abril. Miguel Maura movilizó las fuerzas armadas de la flamante República para asesinar y diezmar a los trabajadores. Pasajes, Arnedo, Castilblanco, Sevilla, Cataluña... cataloga la naturaleza de una República que despide al soberano con guante blanco y lo convoya en un buque de la escuadra. Y la familia de Alfonso XIII encaja los apretones de manos del general Sanjurjo que en agosto de 1932 y en julio de 1936 asestaba duras arremetidas contra un pueblo que fue juguete inconsciente de los políticos que concedieron carta blanca al general asesino y de abolengo realista. Y en la estación del Escorial el conde de Romanones decía muy quedamente a la ex-reina: Hasta muy pronto.

Discurrió la República por constantes fluctuaciones. En las Cortes Constituyentes no se dio solución a ningún problema.

El problema militar que sólo podía resolverse con piquetes de ejecución, se trocó en una farsa. Azaña concedió a los militares el retiro con unas condiciones tan excepcionales que tuvo la virtud de gravar enormemente las clases pasivas y entregó los cuartos de banderas a la oficialidad monárquica.

El problema religioso también fue soslayado. Debía expropiarse sin indemnización alguna a la Iglesia, amén de la supresión de la partida de cultos y clero, del presupuesto nacional. No se hizo así. Se legalizaron las órdenes religiosas dando carta de ciudadanía a las mesnadas que se cobijaban en las 300 órdenes religiosas y en los 10.000 conventos. No se quiso librar al pueblo español de la carcoma que ha corroído durante largos siglos el alma peninsular. Hizo más el gobierno Mendizábal que la República nacida con una experiencia de cien años. Y no se arrancaron los 5.000.000.000 de pesetas que tenían incrustadas los jesuitas en la economía nacional.

La cuestión financiera tampoco fue resuelta. Se reconocieron las deudas y los despilfarros de la Monarquía. Se hipertrofió el presupuesto. Se aumentaron las clases pasivas y creció grandemente la burocracia. La deuda pública que en 1814 ascendía a 3.000.000.000 de pesetas, aumentada vertiginosamente con los desastres coloniales y de Marruecos —conociendo un ligero desinflamiento en la época de Villaverde— llega al periodo abrileño con la cifra astronómica de 22.000.000.000.

El 14 de abril protege a los rentistas y grava al consumidor. El impuesto sobre la renta fue algo truculento. Se hizo una política netamente burguesa a pesar de estar los socialistas en los escaños y en el Poder. Y los monopolios siguieron a la orden del día, continuando en sus reales el contrabandista March que se dio el gustazo de fugarse de la cárcel cuando a él se le antojó.

La cuestión de los Estatutos tampoco dio un resultado satisfactorio. En uno de los artículos de la Carta constitucional se habla de una República federal o federativa pero, en resumen de cuentas, se mantuvo el centralismo.

La cuestión agraria resultó un escarnio. El Instituto de la Reforma Agraria fue un vivero de enchufistas. Habían de asentarse 5.000 campesinos por año. Necesitaban tierra 5.000.000. Al cabo de mil años se hubiera terminado tan jocosa y sangrante reforma.

En las cuestiones de trabajo se armó un galimatías horrendo. El control obrero consistió en una serie de delegaciones que se las repartían las amistades y los incondicionales.

El problema de una España colonizada se planteó con el pleito de la Telefónica. A pesar de las bravatas de Prieto, a pesar de que en una conferencia celebrada en el Ateneo de Madrid se motejó de leonino el contrato de la Telefónica —por el orondo líder socialista— y en contra de estas manifestaciones se optó por ametrallar a los obreros de la Telefónica cuando salieron a la calle pidiendo un justo aumento de salarios y como contraste se apuntaló al capital norteamericano.

Dos bienios hemos vivido. El rojo y el negro. En los dos, la clase obrera fue perseguida a mansalva.

Los socialistas actuaron de lacayos del capitalismo. Las leyes de defensa de la República, de Orden Público, del 8 de abril son de un carácter ampliamente represivo. Las derechas se sirvieron a placer de ellas. La reacción obrera se manifestó en la quema de conventos, en los sucesos de Barcelona, en Figols, en el 8 de enero, en el 5 de diciembre. Las deportaciones a Bata y a Villa Cisneros adelantan la entrega infamante de la República a los enemigos seculares del proletariado.

Los dos bienios fueron funestos. La social democracia es responsable de que las derechas hayan vuelto a prevalecer. Y son los culpables de que la revolución no haya podido evitar la intervención extranjera, pues en abril de 1931 el fascio italiano aún no se había librado de la espina de Adua y los hitlerianos tampoco habían logrado estructurar el Estado totalitario y nacionalista. Las circunstancias eran favorables. Pero la traición de los socialistas y el reformismo de Pestaña y adláteres, impidió llevar a la cima lo que más tarde va a ser mucho más costoso.

De esta amalgama de situaciones más o menos dispares, amaneció octubre.

En Asturias se vivió el prólogo de julio. Se luchó con denuedo y con bravura. En Cataluña, Dencás se encarga de alejar la clase trabajadora de aquel movimiento que podía ser decisivo.

En octubre, los socialistas pretendían solamente amedrentar a Alcalá Zamora para que no entregase el poder a las derechas, como así lo habían intentado en las huelgas precedentes. De haber deseado la revolución hubieran aprovechado el levantamiento campesino de junio de 1934 o bien lo hubiesen aplazado para ligar la ciudad con el campo. Pero los socialistas fueron desbordados por la clase trabajadora.

Dos años duró el Gobierno Lerroux-Gil Robles. Años negros, de represión, de encarcelamientos. Culmina en febrero con las elecciones pro-presos que desemboca en las jornadas de julio.

19 de julio

La tragedia de España no tiene límites. Es inútil que las plumas más vibrantes pretendan diseñar el dolor de este pueblo que lleva grabados en sus cuerpos y en sus mentes los horrores de un pasado y de un presente.

No podrán nuestros escritores reflejar con exactitud el calvario de esta raza que parece talmente que haya nacido para sufrir.

Este cuadro de dolor, este aguafuerte español halla su máxima algidez en febrero de 1936. En esta fecha, el suelo español era un inmenso presidio. Miles de trabajadores yacían tras rejas.

Nos hallamos en las puertas de julio. Es necesario recordar los acontecimientos que constituyeron la antesala del levantamiento militar.

La política del bienio negro estaba en quiebra. Gil Robles no había satisfecho las apetencias de sus acólitos. Una pugna había aflorado entre Alcalá Zamora y el jefe de Acción Popular. El jesuitismo respaldaba al Presidente de la República. Era su nuevo candidato; no en balde había levantado bandera en pro de la reforma constitucional y en pro de la religión. La vida de las Cortes era incierta. Los radicales estaban divorciados del bloque de las derechas, pues se sentían alejados del pesebre nacional. Las sesiones tumultuosas matizaban la jarana de una política baja, repugnante y criminal.

El proletariado empezaba a manifestarse de la forma que estaba más a su alcance. Los mítines monstruosos celebrados en el Stadium de Madrid, en Baracaldo y en Valencia, congregaron inmensas multitudes. Es de lamentar que aquellas demostraciones de tesón y de rebeldía sirviesen a la postre para revalorizar a una figura vetusta y reaccionaria como en el caso presente de Azaña. Y el error se paga más tarde con creces. Alcalá Zamora se cree árbitro de la situación. Disuelve las Cortes. Sus testaferros son Franco, Goded, Cabanellas, Queipo de Llano, Mola. Elige para la consumación de sus planes a un bandolero de las finanzas, Portela Valladares.

Los resortes estatales le faltan al cacique gallego. A pesar de los pucherazos electorales y del encasillado de gobernación, el resultado de las elecciones de febrero no satisfacen las ansias de la Santa Sede.

Alcalá Zamora viendo frustradas sus combinaciones, brinda a Portela la declaración del estado de guerra. Portela no se atreve. Se da cuenta de que el pueblo español está en la calle. Aconseja la entrada de Azaña. Y acierta. El político del bienio rojo será un sedante momentáneo. Es lo que pretendía la reacción en aquellos momentos. Un compás de espera, para ir preparando la sublevación de los generales adictos a la Plaza de Oriente.

El triunfo electoral de febrero no abrió los ojos a los socialistas. Aquellas protestas ciclópeas de la población penal, aquel entusiasmo para liberar a los presos del gran drama de octubre, no les sugirió nada nuevo. Siguieron la clásica pauta. Nuevas Cortes. Nueva elección de Intendente de la República. Ocultaron al pueblo los propósitos dictatoriales de Alcala Zamora y sus intenciones de entregar el mando a los militares.

Pero el proletariado poseía una dura experiencia de los bienios transcurridos. Se lanzan a la calle. Teas incendiarias prenden fuego a los centros religiosos. Las cárceles claman a través de los muros. La ciudad y el campo bullen por un igual. La idiotez de la social democracia aplaza la eclosión popular. Afortunadamente el cerrilismo de las derechas, que no supieron apreciar en su verdadero valor el papel contrarrevolucionario de Azaña y de Prieto, plantean al cabo de cinco meses el problema en la calle.

De febrero a julio se producen sendos disturbios. Volvió a derramarse sangre de trabajadores. La huelga del ramo de la construcción de Madrid y un choque ocurrido en Málaga revela el cretinismo de los políticos de febrero.

Las derechas inician un plan descarado de ataque a la situación que emana de unas elecciones teñidas de una dosis sentimental. Los fascistas asesinan a mansalva, provocan algaradas. Se vislumbra que la España negra tramaba algo. Se hablaba con insistencia de una asonada militar.

No había duda. El proletariado estaba pisando el vestíbulo de julio. Los gobernantes se encogían de espaldas. Entre el fascismo y el proletariado preferían a los primeros. Y para despistar, el traidor número uno, Casares Quiroga amenazaba desde el banco azul a las derechas incitándolas a que salieran a la calle.

La muerte de Calvo Sotelo precipitó los acontecimientos. Se rumoreaba, con visos de verosimilitud, que los militares se echarían a la calle de un instante a otro. ¿Se previnieron los gobernantes? Franco disponía de mando en Canarias, Goded en las Baleares, Mola en Navarra... ¿Por qué no se licenció inmediatamente a la tropa? ¿Por qué no se armó, sin pérdida de tiempo, al pueblo? ¡Los fascistas también contaban con poderosos auxiliares en los sitiales gubernamentales!

El día 17 de julio vino a descifrar el enigma en que estábamos rebatiendo desde fechas ha. En las Baleares, en Marruecos, en Canarias, la oficialidad se hallaba en franca revuelta.

¿Qué medidas se tomaron para atajar la sublevación? ¿Qué hizo el gobierno de este canalla, de este Casares Quiroga? Encerrarse en la inercia más absoluta. Esconder al pueblo la gravedad de la situación. Ordenar una severa censura. Negar las armas al proletariado.

Del día 17 al 19 de julio, había tiempo suficiente para reducir a los militares. Prevaleció una actitud suicida y sospechosa en alto grado. Casares Quiroga es cómplice de Mola. Lo mantuvo en Pamplona a pesar de haberse declarado en franca rebeldía desde las elecciones de febrero y a pesar de dar amparo a todos los conspiradores de derechas.

La traición de las izquierdas es evidente. No se dio armas al pueblo porque los demócratas burgueses temían al proletariado. Y así fue posible que múltiples localidades, que siempre habían demostrado una potencialidad proletaria, cayesen fácilmente en poder de los fascistas. En Zaragoza la negativa del gobernador Vera Coronel, que entretuvo con entrevistas a los representantes de la clase trabajadora, facilitó el triunfo fascista. Y en Valencia, cuando en España entera se estaba luchando, todavía se toleraba la permanencia de las fuerzas sublevadas en los cuarteles.

En esta hora histórica, anegados de sangre, acusamos, sin eufemismos, a los políticos republicanos que, por su aversión a la clase trabajadora, favorecieron de una manera abierta al fascismo. Acusamos a Azaña, a Casares Quiroga, a Companys, a los socialistas, a todos los farsantes de esta República que surgida de un sainete abrileño ha destrozado los hogares de la clase trabajadora. Y esto ocurre por no haberse hecho la revolución en su debido tiempo.

Las armas las fue a buscar el pueblo. Se las ganó. Las conquistó con su esfuerzo propio. No se las dio nadie. Ni el Gobierno de la República ni la Generalidad dieron un solo fusil.

El 19 de julio, el proletariado se aposentó en la calle como en las grandes jornadas. Días antes había actuado sigilosamente de vigía en las calles de las poblaciones españolas. En la capital catalana se remembraron días de gloria y de lucha.

El primer armamento lo sacaron los trabajadores catalanes de unos buques surtos en el fondeadero barcelonés. Del Manuel Arnús y del Marqués de Comillas, se sacaron las primeras armas.

Al amanecer del 19 de julio, los militares se echaron a la calle. El pueblo catalán arremetió contra ellos. Asaltó cuarteles y luchó hasta acabar con el postrer reducto fascista.

El proletariado catalán salvó del fascismo a la España proletaria. La Cataluña proletaria se convertía en el faro alumbrador de toda la península. No importa que el agro español esté en poder de los fascistas. Los trabajadores de los centros industriales rescataremos a nuestros camaradas del cautiverio que les ha caído en suerte.

En Madrid ocurrió exactamente lo mismo. Tampoco les dieron armas. Las ganaron en la calle. El proletariado bregó. Asaltó el Cuartel de la Montaña. Venció a los militares. Y con escopetas, y como pudo, se dirigieron los trabajadores a la Sierra de Guadarrama para cortar el paso al general Mola que, al frente de las brigadas de Navarra, se disponía a conquistar la capital castellana.

En el Norte, en Levante y en diversas localidades de Aragón, de Andalucía y de Extremadura se derrotó al fascismo. Pero en el resto de la península los obreros estaban desarmados y tuvieron que enfrentarse con los propios gobernadores de izquierda que facilitaron el golpe de la hez española.

A Casares Quiroga le sucedió un gobierno Martínez Barrios. El político que torpedeó las constituyentes de abril ocupaba el Poder para pactar con los fascistas y entregarles el mando. La rápida reacción de la clase trabajadora impidió que se fraguase una de las traiciones más infamantes, que si no se llegó a cometer fue debido a que no hubo tiempo para ello. De esta maniobra vil han de responder los políticos con sus cabezas, empezando por Azaña.

La atmósfera pesimista de los primeros instantes, el propósito de rendición que anidaba en los centros oficiales, fue rápidamente contrarrestado por la bravura del proletariado. A Martínez Barrios le sustituye Giral.

Hemos relatado los aspectos de carácter anecdótico. Pero es preciso detenerse unos instantes más en julio, y es necesario examinar qué clase de revolución fue la de aquellas memorables jornadas.

Se ha teorizado mucho en torno de julio. Los burgueses demócratas y los marxistas aseguran que la explosión popular de julio ha de catalogarse como un acto de legítima defensa que realizó el proletariado al verse acosado por su mayor enemigo. En torno de esta tesis se argumenta que no puede considerarse julio como una manifestación típicamente revolucionaria y de clase.

La tesis de nuestros antípodas es falsa. Las revoluciones se producen en una fecha imprevista pero siempre están precedidas de un largo periodo de gestación. En abril se cerró un paréntesis y se abrió otro. Y este segundo paréntesis, lo encabezó precisamente, en abril, la clase trabajadora y todavía sigue en las avanzadillas de la revolución. De no haberse lanzado el proletariado a la calle en julio, lo hubiese practicado fechas más tarde, pero no hubiese desistido de su noble empeño de redimirse del yugo burgués.

La pequeña burguesía sustenta que en las jornadas de julio nos encontramos todos los sectores en la vía pública. Pero les hemos de recordar que si la C.N.T. y la F.A.I. no hubiesen acudido a los lugares de peligro se hubiera repetido la astracanada del octubre barcelonés.

En Cataluña predominan los trabajadores que están organizados en la C.N.T. Los que niegan esta realidad es que desconocen o se empeñan en ignorar la historia de la C.N.T. en el suelo catalán.

La revolución de julio fue una revolución impulsada por los trabajadores y por lo tanto de clase. La pequeña burguesía actuó de apéndice y nada más. Tanto en la calle como en teoría.

Pero existen razones de tanto o más peso. El recuerdo de las conmociones de tipo político que capitaneó el capitalismo en los siglos XVII, XVIII y XIX se ha esfumado y desvanecidas, además, las ilusiones democráticas pequeño burguesas por los resultados habidos en los ensayos precedentes —1873, abril, febrero en España no cabía otra revolución que la de tipo social que amaneció esplendorosa en julio.

La experiencia de abril es definitiva. Bastaba para que no incurriésemos en nuevos errores. No nos referimos exclusivamente a la represión de que fuimos objeto. Nos ceñimos a la trayectoria disparatada que patrocinaron los marxistas.

¿Cómo se comprende que en la revolución de julio se hayan repetido los desaciertos que hemos criticado centenares de veces? ¿Cómo es que en julio no se propugnó por una revolución de clase? ¿Cómo es que las organizaciones obreras no asumieron la máxima responsabilidad del país?

La inmensa mayoría de la población trabajadora estaba al lado de la C.N.T. La organización mayoritaria, en Cataluña, era la C.N.T. ¿Qué ocurrió para que la C.N.T. no hiciese su revolución que era del pueblo, la de la mayoría del proletariado?

Sucedió lo que fatalmente tenía que ocurrir. La C.N.T. estaba huérfana de teoría revolucionaria. No teníamos un programa correcto. No sabíamos adonde íbamos. Mucho lirismo pero, en resumen de cuentas, no supimos qué hacer con aquellas masas enormes de trabajadores; no supimos dar plasticidad a aquel oleaje popular que se volcaba en nuestras organizaciones y, por no saber qué hacer, entregamos la revolución en bandeja a la burguesía y a los marxistas, que mantuvieron la farsa de antaño y, lo que es mucho peor, se ha dado margen para que la burguesía volviera a rehacerse y actuase en plan de vencedora.

No se supo valorizar la C.N.T. No se quiso llevar adelante la revolución con todas sus consecuencias. Se temieron las escuadras extranjeras alegando que los barcos de la escuadra inglesa enfilarían el puerto de Barcelona.

¿Es que se ha hecho alguna revolución sin tener que afrontar innúmeras dificultades? ¿Es que hay alguna revolución en el mundo de tipo avanzado que haya podido eludir la intervención extranjera?

Partiendo del temor y dejándose influenciar por la pusilanimidad no se llega nunca a la cima. Solamente los audaces, los decididos, los hombres de corazón, pueden aventurarse a las grandes conquistas. Los temerosos no tienen derecho a dirigir las multitudes, ni a salir de casa.

Cuando una organización se ha pasado toda la vida propugnando por la revolución, tiene la obligación de hacerla cuando precisamente se presenta una coyuntura. Y en julio había ocasión para ello. La C.N.T. debía encaramarse en lo alto de la dirección del país, dando una solemne patada a todo lo arcaico, a todo lo vetusto, y de esta manera hubiésemos ganado la guerra y hubiéramos salvado la revolución.

Pero se procedió de una manera opuesta. Se colaboró con la burguesía en las esferas estatales en el preciso momento que el Estado se cuarteaba por los cuatro costados. Se robusteció a Companys y a su séquito. Se inyectó un balón de oxígeno a una burguesía anémica y atemorizada.

Una de las causas que más directamente ha motivado la yugulación de la revolución y el desplazamiento de la C.N.T. es el haber actuado como sector minoritario a pesar de que en la calle disponíamos de la mayoría.

En esta tesitura minoritaria, la C.N.T. no ha podido hacer valer sus proyectos, viéndose constantemente saboteada y envuelta en las redes de la política turbia y falaz. Y en la Generalidad, y en el Municipio, disponía de menos votos que los otros sectores, siendo así que el número de afiliados de nuestras organizaciones era muy superior. Y además, la calle la ganamos nosotros. ¿Por qué la cedimos tan tontamente?

Por otra parte afirmamos que las revoluciones son totalitarias por más quien afirme lo contrario. Lo que ocurre es que diversos aspectos de la revolución se van plasmando paulatinamente, pero con la garantía de que la clase que representa el nuevo orden de cosas es la que usufructúa la mayor responsabilidad. Y cuando se hacen las cosas a medias, se produce lo que estamos comentando, el desastre de julio.

En julio se constituyó un comité de milicias antifascistas. No era un organismo de clase. En su seno se encontraban representadas las fracciones burguesas y contrarrevolucionarias. Parecía que enfrente de la Generalidad se había levantado el comité susodicho. Pero fue un aire de bufonada. Se constituyeron las patrullas de control. Eran hombres de las barricadas, de la calle. Se tomaron las fábricas, las empresas, los talleres, y se arrebató la presa al latifundismo. Se crearon comités de defensa de barriada, municipales, comités de abastos.

Han transcurrido dieciséis meses. ¿Qué resta? Del espíritu de julio, un recuerdo. De los organismos de julio, un ayer.

Pero queda en pie todo el tinglado político y pequeño burgués. En la Plaza de la República de la capital catalana persiste la maraña de unos sectores que sólo pretenden vivir a espaldas de la clase trabajadora.

3 de mayo

Ha sido en el perímetro catalán en donde se ha esforzado más la contrarrevolución en aplastar las esencias revolucionarias de julio.

La Cataluña industrial, por su configuración económica, permitía concentrar grandes masas de trabajadores educados en un ambiente clasista, de fábrica, de taller. Esta idiosincrasia de los centros fabriles es de un alto sentido halagüeño para la consecución de las reivindicaciones revolucionarias. La población laboriosa de Cataluña dio vida en julio a una nueva tónica social. Resurgió un proletariado indómito que poseía el adiestramiento de largos años de lucha en los cuadros confederales. La revolución social en Cataluña podía ser un hecho. Además, este proletariado revolucionario podía haber servido de contrapeso a un Madrid burocrático y reformista y la influencia de una Vizcaya católica.

Pero los acontecimientos tomaron otro giro. En Cataluña no se hizo la revolución. La pequeña burguesía, que en las jornadas de julio se escondió en las trastiendas, al percatarse de que el proletariado era nuevamente víctima de unos líderes sofistas se aprestó a dar la batalla.

Lo chocante del caso es que al hablar de mesocracia nos hemos de referir a los marxistas que han arramblado con todos los tenderos y con los 120.000 votantes de la Lliga.

El socialismo en Cataluña ha sido funesto. Han nutrido sus filas con una base adversa a la revolución. Han capitaneado la contrarrevolución. Han dado vida a una U.G.T. mediatizada por el G.E.P.C.I. Los líderes marxistas han entonado loas a la contrarrevolución. Y en torno del frente único han esculpido frases, eliminando primeramente al P.O.U.M. y más tarde han intentado repetir la hazaña con la C.N.T..

Las maniobras de la pequeña burguesía aliada de los socialistas-comunistas, culminaron en los sucesos de mayo.

Distintas versiones han corrido acerca de mayo. Pero la verídica es que la contrarrevolución pretendía que la clase trabajadora saliera a la calle en un plan de indecisión para aplastarla. En parte, lograron sus propósitos por la estulticia de unos dirigentes que dieron la orden de alto el fuego y motejaron a los Amigos de Durruti de agentes provocadores cuando la calle estaba ganada y eliminado el enemigo.

La contrarrevolución sentía un interés evidente de que el orden público pasase a depender del Gobierno de Valencia. Se logró gracias a Largo Caballero y es de remarcar que en aquel entonces la C.N.T. disponía de cuatro ministros en las esferas gubernamentales.

También se ha señalado que la pequeña burguesía había tramado un plan de intervención extranjera con la excusa de unos disturbios. Se aseguró que las escuadras extranjeras dirigían su proa a Barcelona de divisiones motorizadas del ejército francés que estaban a punto de intervenir en los puestos fronterizos. Y a esto puede agregarse la labor conspiradora de determinados políticos que se encontraban en la capital francesa.

El ambiente estaba enrarecido. Se rasgaban los carnets de la C.N.T. Se desarmaba a los militantes de la C.N.T. y de la F.A.I. Se producían continuados choques que no desembocan en sucesos de mayor gravedad por pura casualidad. Las provocaciones que hubimos de soportar los trabajadores fueron múltiples. Las bravatas de la mesocracia emergían a la superficie sin tapujos ni rodeos.

La muerte de un militante socialista —de Roldán— fue aprovechada para celebrar una manifestación monstruo en la que tomó parte toda la chusma contrarrevolucionaria.

Todas las anomalías eran achacadas a la C.N.T. De todos los desmanes se culpaba a los anarquistas. La escasez de los artículos alimenticios era atribuida a los comités de abastos.

El día 3 de mayo se produjo la explosión. El comisario de orden público Rodríguez Salas —con el visto bueno de Aguadé— irrumpe al frente de una sección de guardias de asalto en la Telefónica e intenta desarmar a los camaradas de la C.N.T., a pesar de que en la Telefónica existía un control de las dos sindicales.

La hazaña del provocador Rodríguez Salas —del P.S.U.C.— fue un toque de clarín. En pocas horas se levantaron barricadas en todas las calles de la ciudad de Barcelona. Empezó el crepitar de los fusiles, sonó el tableteo de las ametralladoras, retumbó en el espacio el estampido de los cañones y de las bombas.

La lucha se decidió en pocas horas a favor del proletariado enrolado en la C.N.T. que como en julio defendía sus prerrogativas arma al brazo. Ganamos la calle. Era nuestra. No había poder humano que nos la pudiese disputar. Las barricadas obreras cayeron inmediatamente en nuestro poder. Y poco a poco el reducto de los contrincantes quedó circunscrito a una parte del casco de la población —el centro urbano— que pronto se hubiese tomado de no haber ocurrido la defección de los comités de la C.N.T.

Nuestra Agrupación, al percatarse de la indecisión que se había manifestado en el curso de la lucha y de la falta de dirección tanto callejera como orgánica, lanzó una octavilla y más tarde un manifiesto.

Se nos tildó de agentes provocadores porque exigíamos el fusilamiento de los provocadores, la disolución de los cuerpos armados, la supresión de los partidos políticos que habían armado la provocación, amén de la constitución de una Junta revolucionaria, de recabar la socialización de la economía y de reclamar todo el poder económico para los sindicatos.

Nuestra opinión expuesta en aquellos instantes álgidos, a través de la octavilla y del manifiesto, radicaba en que no se abandonasen las barricadas sin condiciones pues se iba a producir el primer caso en la historia de que un ejército victorioso cediese el terreno al contrincante.

Se necesitaban garantías de que no seríamos perseguidos. Pero los capitostes de la C.N.T. aseguraban que los representantes de la organización en la Generalidad velarían por la clase trabajadora. No obstante, ocurrió la segunda parte de lo que había acaecido horas antes en Valencia.

Se abandonaron las barricadas sin que se nos hiciera caso. A medida que fue serenándose el horizonte catalán se fueron conociendo los desmanes cometidos por los marxistas y por la fuerza pública. Teníamos razón. El camarada Berneri fue sacado de su domicilio y muerto a tiros en plena calle; treinta camaradas aparecieron horriblemente mutilados en Sardañola; el camarada Martínez, de las Juventudes Libertarias, perdió su vida de una manera misteriosa en las garras de la Checa y un crecido número de camaradas de la C.N.T. y de la F.A.I. fueron vilmente asesinados.

Hemos de recordar que el profesor Berneri era un culto camarada italiano de esta Italia antifascista que nutre las islas de deportación, los cementerios y los campos de concentración y, a la par que sus camaradas antifascistas, no podía permanecer en la Italia de Mussolini.

Una intensa ola represiva siguió a estos asesinatos. Detenciones de camaradas por las jornadas de julio y de mayo; asaltos de sindicatos, de colectividades, de los locales de los Amigos de Durruti, de las Juventudes libertarias, del P.O.U.M..

Un suceso ha de remarcarse. La desaparición y muerte de Andrés Nin. Ha transcurrido más de medio año y el Gobierno todavía ha de aclarar el pretendido misterio que rodea el asesinato de Nin. ¿Se sabrá algún día quien ha muerto a Nin?

Después de mayo la contrarrevolución se sintió más fuerte que nunca. Las potencias extranjeras ayudaron a esta reacción mesocrática. A los pocos días se constituye el Gobierno Negrín que nació con dos objetivos: el aniquilamiento de la fracción revolucionaria del proletariado y la preparación de un abrazo de Vergara. Y en Cataluña se constituyó un gobierno de Secretarios de partidos políticos y de organizaciones sindicales hasta que Luis Companys arrojó de la Generalidad a los representantes de la C.N.T..

Los sucesos de mayo tienen unas características muy distintas a las de julio. En mayo el proletariado se batió con un espíritu netamente de clase. No cabía duda de que la clase trabajadora quería radicalizar la revolución.

Por más que la prensa reaccionaria trate de empañar la naturaleza de mayo pasará a la historia como un gesto rápido y oportuno del proletariado que sintiendo amenazada la revolución salió a la calle a salvarla y a revalorizarla.

En mayo estábamos a tiempo de salvar la revolución. Quizás muchos se arrepientan en estos históricos momentos de haber hecho cesar el fuego. Y si no que claven la vista en las cárceles abarrotadas de trabajadores.

La Agrupación Los amigos de Durruti cumplió con su deber. Fuimos los únicos que estuvimos a la altura de las circunstancias. Supimos prever los resultados.

Nunca podrá olvidarse mayo. Fue el aldabonazo más fuerte que ha propinado la clase trabajadora en los pórticos burgueses. Los historiadores, al hablar de las jornadas de mayo, tendrán que hacer justicia al proletariado catalán que sentó en aquellas jornadas los jalones de una nueva etapa que ha de ser proletaria, cien por cien.

La independencia de España

La intervención de las potencias extranjeras ha vuelto a poner sobre el tapete español el eterno problema en que se ha debatido nuestro país.

Desde el siglo XVI que la política española ha sido un feudo de las potencias extranjeras. Dos dinastías, la austríaca y la borbónica, amén del ligero reinado de Amadeo de Saboya han sojuzgado a los pobladores españoles hasta el 14 de abril de 1931.

La independencia de España ha sido siempre un mito. El Foreign Office y el Quai d’Orsay han jugado un papel importantísimo en nuestras deliberaciones. Recuérdese el indulto de Sanjurjo en la sublevación de agosto de 1932, que se concedió por la presión hecha por el gobierno francés.

La economía española, que es agraria por excelencia, nos ha tenido ligados a las grandes potencias industriales. Para exportar nuestros agrios nos hemos visto obligados a comprar maquinaria que la podíamos fabricar en nuestro terruño. Y para que Londres recibiera nuestra naranja, se nos impedía comprar carbón inglés con el contraste de que había de reducir las jornadas de las cuencas carboníferas por existir stocks sobreabundantes de mineral.

Exportamos hierro, cobre y otros minerales y después comprábamos, a la misma nación que nos compraba la materia prima, las máquinas elaboradas con el material exportado.

Nuestro subsuelo es riquísimo, pero está en posesión del capital exótico. Los tentáculos de las finanzas internacionales aprisionan nuestro país y devoran la riqueza vernácula. Los trabajadores españoles han trabajado siempre para satisfacer los dividendos y los beneficios cuantiosos de los accionistas y rentistas extranjeros.

El espíritu de independencia de los españoles se ha manifestado desde los albores de nuestra historia. Múltiples han sido las invasiones pero nunca han podido abatir el espíritu sagrado de independencia.

Pero así como en los tiempos de los iberos, de los fenicios, de los cartagineses, de los romanos, de los árabes, de los franceses, no se manifestaba un carácter social muy distinto al de las invasiones precedentes.

En la invasión napoleónica luchaban juntos liberales y absolutistas. Al lado del Cura Merino se hallaba el Empecinado aunque sólo fuese momentáneamente.

En la expedición del Duque de Angulema decretada en Viena por la Santa Alianza, ya se manifestó un distingo peninsular. El Cura Merino luchaba al lado de las fuerzas invasoras. En cambio, el Empecinado se oponía a la entrada de las fuerzas extranjeras.

Hoy se repite lo acaecido en la época de Fernando VII. También en Viena se celebró una reunión de los dictadores fascistas para dilucidar su intervención en España. Y el lugar que ocupaba el Empecinado es desempeñado por los trabajadores en armas.

Alemania e Italia están carentes de materias primas. Necesitan hierro, cobre, plomo, mercurio. Pero estos minerales españoles están detentados por Francia e Inglaterra. No obstante intentan conquistar España, Inglaterra no protesta en forma airada. Por bajo mano intenta negociar con Franco.

Y en el curso de la guerra ha contribuido al bloqueo de nuestros puertos. Los buques fascistas descargan material bélico en los puertos facciosos y cargan mineral, ganado, aceite... El fascismo internacional necesita artículos alimenticios. El lema de Hitler de más cañones y menos manteca y la autarquía de Mussolini, los induce a saquear las regiones agrarias que están bajo la férula de los generales sublevados.

En el aspecto económico hemos dependido siempre del extranjero. Los tratados comerciales, la balanza de pagos, nunca nos han favorecido. Esta tónica ha constituido una pesadilla para nuestra economía.

El problema de España es de un carácter colonial. El capitalismo que arrojó al feudalismo del coto nacional, incurre en una contradicción de apuntalar el régimen feudal en los países que desea explotar. Este es el caso de España, como el de China.

La clase trabajadora ha de conseguir la independencia de España. No será el capitalismo indígena quien lo logre, puesto que el capital internacional está íntimamente entrelazado de un confín a otro. Este es el drama de la España actual. A los trabajadores nos toca arrojar a los capitalistas extranjeros. No es un problema patriótico. Es un caso de intereses de clase.

Tal como se desarrollan las intrigas internacionales, es presumible que Inglaterra procure liquidar el asunto español a base de un statu-quo vergonzoso. ¿Harán concesiones económicas y coloniales a Alemania y a Italia? ¿Se concederá parte de la explotación de nuestro subsuelo a las potencias extranjeras? ¿Se repartirán España?

A Inglaterra le interesa nuestra riqueza minera pero es tan colosal el chantaje fascista, que irradia todo el mundo, agregando el famoso pacto anticomunista, que a lo mejor la rubia Albión ceda a pesar de que no puede tolerar que le amenacen el libre paso de sus barcos por el Mare Nostrum.

Es difícil vaticinar el futuro. No hemos de confiar en la Sociedad de Naciones, ni en los múltiples comités, subcomités, ni en las Conferencias que como en Nyon sólo se hace que dar largas al asunto. Pero podemos remarcar que los conservadores ingleses recurren a Lord Halifax, el masacrador de las Indias.

Sólo nos cabe una pregunta: ¿Querrá Francia poner en juego su seguridad no solamente marítima sino terrestre? ¿Seguirá Francia la política de no intervención forjada por León Blum? ¿Querrá renunciar a su ejército colonial?

No confiamos en nadie. La salvación está en nuestras manos. Las potencias extranjeras se inclinan por el mal menor, por el pasteleo. Y la clase trabajadora sabrá impedir que España sea sometida a un estatuto internacional del tipo de Tánger, de Dantzig, del Sarre.

Vencer o morir, camaradas. Este es el dilema de la hora presente.

El colaboracionismo y la lucha de clases

En el movimiento obrero español, como en general ha ocurrido en todos los países, se van manifestando dos tendencias. La colaboracionista y la que no admite transacciones de ninguna especie con el adversario.

En nuestro suelo, el socialismo, con su apéndice sindical la U.G.T., ha encarnado el clásico papel de los reformistas, el cliché de los obreros renegados o bien de los intrusos en las organizaciones obreras que tienden exclusivamente a uncir el proletariado al carro de la burguesía.

Son notorias las manifestaciones de Indalecio Prieto en el bienio rojo, a propósito de la huelga de ferroviarios que caracteriza la entrada del colaboracionismo: Soy antes ministro que socialista, exclamaba don Inda en aquella ocasión.

La revolución española ha adolecido de la influencia notoria que han poseído los reformistas en las directrices de la misma. No se ha querido interpretar el sentido social y de clase que transpiraron las jornadas de julio.

La lucha de clases que siempre había sido patrocinada por la C.N.T. ha pasado a ser plato de segunda mesa por una retahíla de cuestiones que han perjudicado enormemente el curso de la revolución. Y al constatar este abandono, no solamente hemos de lamentar la desfiguración revolucionaria sino que también constatamos la pérdida de posiciones de carácter orgánico por no haber mantenido precisamente los derroteros de la revolución en un terreno clasista y haber conculcado el Sindicalismo Revolucionario.

Los sindicatos son los órganos que representan de una manera genuina el espíritu de clase de los trabajadores en su eterna pugna con el capitalismo. Si relegamos a segundo término los sindicatos, forzosamente el proletariado ha de sentirse perjudicado en sus propios intereses.

La colaboración es funesta en todos momentos. No se ha de colaborar con el capitalismo, ni desde fuera del Estado burgués ni dentro de las mismas esferas gubernamentales. Nuestro papel como productores se halla en los sindicatos, fortaleciendo los únicos estamentos que han de subsistir después de una revolución que encabecen los trabajadores.

La lucha de clases no es óbice para que en los momentos actuales los trabajadores sigan luchando en los campos de batalla y trabajando en las industrias de guerra. Pero sí ha de tenerse en cuenta que al plantearse un nuevo movimiento se ha de proceder con un sentido de clase y dando la debida prioridad a los sindicatos.

Al margen de los sindicatos no puede existir otro organismo económico que restrinja sus facultades. Y frente a los sindicatos no puede mantenerse un Estado, mucho menos reforzarlo con nuestras propias fuerzas. La lucha con el capital sigue en pie. Subsiste una burguesía en nuestro propio terruño que está en concomitancia con la burguesía internacional. El problema es el mismo que años atrás.

Mantengamos la personalidad de los sindicatos. Sigamos la trayectoria señalada por la C.N.T. en su peculiar forcejeo con la burguesía indígena como fue siempre norma antes del 19 de julio.

Los colaboracionistas son aliados de la burguesía. Los individuo que propugnan tales concomitancias no sienten la lucha de clases ni tienen la menor estima por los sindicatos.

En ningún instante ha de aceptarse la consolidación de nuestro adversario.

Al enemigo hay que batirlo. Y si en determinadas ocasiones se efectúa una pausa, no ha de convertirse esta disgresión social en una posición de franca ayuda al capital.

Entre explotadores y explotados no puede haber el menor contacto. Sólo en la lucha se ha de decidir quién se impondrá. O los trabajadores o los burgueses. Pero de ningún modo ambos a la vez.

El porvenir está en manos de la clase trabajadora. Los parias no tenemos nada que perder y en cambio podemos ganar nuestra emancipación que es el porvenir de la familia obrera.

Rompamos las cadenas. Fortalezcamos los sindicatos. Mantengamos el espíritu de la lucha de clases.

Nuestra posición

Es un momento de concretar. Vamos a hacerlo con arreglo a cada uno de los problemas que plantea la situación presente.

Ante el problema de la guerra somos partidarios de que el ejército esté absolutamente controlado por la clase trabajadora. No nos merecen la menor confianza los oficiales procedentes del régimen capitalista. Se han producido numerosas deserciones y la mayoría de los desastres que hemos encajado es debido a traiciones evidentes de los mandos. Y por lo que atañe al ejército, propugnamos por un ejército revolucionario y dirigido exclusivamente por los trabajadores; y en el caso de emplear algún oficial ha de estar bajo un control riguroso.

Reclamamos la dirección de la guerra para los trabajadores. Tenemos motivos suficientes para ello. Las derrotas de Toledo, de Talavera, la pérdida del Norte y la de Málaga, denota una falta de competencia y de honradez en las esferas gubernamentales por las siguientes razones:

El Norte de España se podía salvar adquiriendo el stock de material bélico que para hacer frente al enemigo se requería. Y para eso habían medios. Las reservas de oro del Banco de España permitían abarrotar el suelo español de armamento. ¿Por qué no se hizo? Había tiempo para ello. No ha de olvidarse que el control de no intervención no empezó a contar hasta el cabo de unos meses de haber estallado la conflagración española.

La dirección en los asuntos bélicos ha sido un desastre. La actuación de Largo Caballero es funesta. Es el responsable de que el frente de Aragón no haya dado el rendimiento apetecido. Su oposición a que se armase el sector aragonés ha impedido que Aragón se salvase de las garras del fascismo y al mismo tiempo que se pudiera descongestionar los frentes de Madrid y del Norte. Y fue Largo Caballero quien manifestó que dar armas al frente aragonés era tanto como entregarlas a la C.N.T.

* * *

Somos enemigos de la colaboración con los sectores burgueses. No creemos que se pueda abandonar el sentido de clase.

Los trabajadores revolucionarios no han de desempeñar cargos oficiales ni han de aposentarse en los ministerios. Se puede colaborar mientras dure la guerra en los campos de batalla, en las trincheras, en los parapetos y produciendo en la retaguardia.

Nuestro lugar está en los sindicatos, en los lugares de trabajo, manteniendo el espíritu de rebeldía que aflorará en la primera ocasión que se presente. Es este el contacto que hemos de mantener.

No ha de participarse en las combinaciones que urden los políticos burgueses de consuno con las cancillerías extranjeras. Es tanto como fortalecer a nuestros adversarios y apreciar más el dogal capitalista.

No más carteras. No más ministerios. Volvamos a los sindicatos y al pie de los útiles de trabajo.

* * *

Propugnamos la unidad del proletariado. Pero entiéndase bien, esta unidad ha de realizarse entre trabajadores y no con burócratas o con enchufistas.

En el instante actual es factible una inteligencia de la C.N.T. con la fracción revolucionaria de la U.G.T. Y no creemos realizable una entente con la U.G.T. de Cataluña ni con los prietistas.

* * *

La socialización de la economía es indispensable para el triunfo de la guerra y para el encauzamiento de la revolución. No puede perseverar la desligazón actual. Ni puede conceptuarse beneficioso que los distintos centros de producción no marchen de una manera coordinada.

Pero han de ser los trabajadores quienes lo realicen.

* * *

El problema religioso ni debe removerse. El Pueblo ya dijo su última palabra. No obstante parece que se tiende a abrir de nuevo los templos. La puesta en vigor de la libertad de cultos y las misas celebradas, nos da pábulo para suponer que los gobernantes se olvidan de las grandes jornadas incendiarias.

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La distribución de los productos ha de racionarse de una manera absoluta. No puede tolerarse que los trabajadores no puedan comer mientras que los acaudalados hallan comida en los restaurantes controlados por la propia clase trabajadora.

Se ha de socializar la distribución, junto con un racionamiento riguroso.

La burocracia ha de desaparecer. Los miles de burócratas que han llegado a Barcelona revela una de las mayores plagas que sufrimos. En lugar del burócrata ha de haber un trabajador. Y como burócrata entendemos el holgazán, el individuo de café.

* * *

Supresión absoluta de la burocracia.

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Los sueldos fabulosos han de desaparecer inmediatamente. Es un escarnio que los milicianos cobren diez pesetas diarias y en cambio existen sueldos cuantiosos que los cobran los burócratas Azaña y Companys que perciben los sueldos de antaño.

Nosotros queremos que se implante el salario familiar. Y que se acabe de una vez esta irritante desigualdad.

La justicia ha de ejercerla el pueblo. No puede consentirse la desviación surgida en este terreno. De los primeros tribunales de clase se ha caído en unos organismos integrados por los magistrados de carrera. Y volvemos a estar como antes. Y ahora se suprimirán los jurados.

La Justicia proletaria solamente pertenece a los trabajadores.

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El agro español se ha de encauzar en un sentido socializador. El saboteo de las colectividades ha entorpecido enormemente la vida de nuestro suelo y ha favorecido la especulación. El intercambio de la ciudad con el campo acercará los campesinos a la clase proletaria. Y se vencerá esta mentalidad del trabajador del campo que está habituado a cultivar un coto determinado.

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Los problemas culturales, como cualquier otro aspecto referente a cualquier actividad del país, sea de carácter social, cultural o económico, incumbe de una manera cerrada a los trabajadores que son quienes han forjado la nueva situación.

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El orden revolucionario lo ejercerán los obreros. Exigimos la disolución de los cuerpos uniformados que no son ninguna garantía para la revolución. Los sindicatos han de avalar a los encargados de velar por el nuevo orden que queremos implantar.

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Por lo que atañe a la política internacional no aceptaremos ningún armisticio. Y por lo que se refiere a la propaganda de nuestra revolución entendemos que ha de efectuarse en los centros de producción del extranjero y no en las cancillerías y mucho menos en los cabarets.

A los trabajadores extranjeros se les ha de hablar en un lenguaje revolucionario. Hasta ahora se ha empleado un léxico democrático. Se ha de inculcar a las organizaciones obreras, de todo el mundo, que es necesario que se muevan; que saboteen los productos fascistas; que se nieguen a embarcar materias primas o material bélico para los asesinos del pueblo español. Y que se manifiesten en la calle, que exijan de sus gobiernos respectivos que se dé un trato de justicia a la causa que estamos defendiendo que es la causa del proletariado mundial.

Nuestro programa

Las revoluciones no pueden ganarse si están ausentes de unas directrices y objetivos inmediatos. En la revolución de julio hemos podido constatar esta falla. La C.N.T. a pesar de tener la fuerza no supo cincelar la gesta que con un carácter de espontaneidad se manifestó en la calle. Los mismos dirigentes se encontraron sorprendidos ante unos acontecimientos que para ellos había de catalogarse como algo imprevisto.

No se supo qué camino seguir. Faltó una teoría. Habíamos pasado una serie de años moviéndonos en torno de abstracciones. ¿Qué hacer? se preguntarían los dirigentes de aquella hora. Y se dejaron perder la revolución.

En estos instantes supremos no hay que vacilar. Pero hay que saber adónde se va. Y este vacío lo queremos llenar nosotros, pues entendemos que no se puede repetir lo que ocurrió en julio y en mayo.

En nuestro programa introducimos una ligera variante dentro del anarquismo. La constitución de una Junta revolucionaria.

La revolución a nuestro entender necesita de organismos que velen por ella y que repriman, en un sentido orgánico, a los sectores adversos que las circunstancias actuales nos han demostrado que no se resignan a desaparecer si no se les aplasta.

Puede que haya camaradas anarquistas que sientan ciertos escrúpulos ideológicos pero la lección sufrida es bastante para que nos andemos con rodeos. Si queremos que en una próxima revolución no ocurra exactamente lo mismo que en la actual, se ha de proceder con la máxima energía con quienes no están identificados con la clase trabajadora.

Hecho este ligero preámbulo vamos a trazar nuestros puntos programáticos.

I.- Constitución de una Junta revolucionaria o Consejo Nacional de defensa. Este organismo se constituirá de la siguiente manera: Los miembros de la Junta Revolucionaria se elegirán democráticamente en los organismos sindicales. Se tendrá en cuenta el número de camaradas desplazados al frente que forzosamente habrán de tener representación. La Junta no se inmiscuirá en los asuntos económicos que atañen exclusivamente a los sindicatos.

Las funciones de la Junta revolucionaria son las siguientes:

  1. Dirigir la guerra.

  2. Velar por el orden revolucionario.

  3. Asuntos internacionales.

  4. Propaganda revolucionaria.

Los cargos serán renovados periódicamente para evitar que nadie tenga apego al mismo. Y las Asambleas sindicales ejercerán el control de las actividades de la Junta.

II.- Todo el poder económico a los sindicatos. Los sindicatos han demostrado desde julio su gran poder constructivo. Si no se les hubiese relegado a un papel de segunda fila, hubieran dado un gran rendimiento. Serán las organizaciones sindicales quienes estructuren la economía proletaria.

Teniendo en cuenta las modalidades de los sindicatos de Industria y las federaciones de Industria, podrá además crearse un Consejo de Economía con el objeto de coordinar mejor las actividades económicas.

III.- Municipio Libre. En la España que precede a las dinastías extranjeras se defendía con gran tesón las prerrogativas municipales. Esta descentralización permite evitar que se levante un nuevo armazón estatal. Y aquel esbozo de libertades que sucumbió en Villalar resurgirá en la nueva España que patrocina el proletariado. Y se resolverán los llamados problemas catalán, vasco...

Los Municipios se encargarán de las funciones sociales que se escapan de la órbita de los sindicatos. Y como vamos a estructurar una sociedad netamente de productores serán los propios organismos sindicales quienes irán a nutrir los centros municipales. Y no habiendo disparidad de intereses no podrán existir antagonismos.

Los Municipios se constituirán en federaciones locales, comarcales y peninsular. Los sindicatos y los Municipios establecerán relaciones en el área local, comarcal y nacional.

Hacia una nueva revolución

El descenso de la revolución de julio ha sido rápido. Ninguna de las revoluciones que se consideran como el arquetipo de las conmociones sociales sufrió un declive tan vertiginoso.

No puede teorizarse en torno de la sucesión escalonada de hechos porque la revolución ya no existe. Es forzoso abrir nuevamente brecha en la cantera inagotable de la España proletaria. Hay que volver a empezar.

Las revoluciones se repiten en nuestro país con mucha frecuencia. Algunas veces se intentan sin ambiente y sin posibilidades de triunfo. El momento psicológico e insurreccional se ha de saber escoger. De la elección acertada depende el éxito.

No es fácil hacer profecías. ¿Quién es capaz de adivinar cuando será posible un nuevo julio o bien un nuevo mayo? No obstante presumimos que en España volverán a producirse acontecimientos.

Si la guerra sigue en un terreno desfavorable se habrá de echar por la borda a todos los políticos que están buscando la manera de pactar una tregua y un abrazo. Buena prueba de ello es el sabotaje a la guerra, a las industrias de guerra y el maremágnum de abastos, amén de la carestía de los artículos alimenticios que patrocinan los gobernantes para crear un ambiente favorable a sus planes de yugulación.

Puede ocurrir que se pacte un abrazo. Será una ocasión para oponerse a ello con las armas. Y en el caso de que se gane la guerra a la vuelta de los camaradas del frente se reavivarán los problemas que en la actualidad tienen de sí una agudeza enorme. ¿Cómo se resolverán?

¿Cómo se convertirá la industria de guerra en una industria de paz? ¿Se dará trabajo a los combatientes? ¿Se atenderá a todas las víctimas? ¿Se resignará la oficialidad a renunciar a sus prebendas? ¿Se podrán reconquistar los mercados?

Los tres momentos que hemos descrito matizan distintas posiciones. No podemos predecir cual de ellas prevalecerá. No obstante, el problema radica en preparar un nuevo levantamiento para que el proletariado asuma de una manera neta la responsabilidad del país.

No se nos puede motejar de nerviosos. El momento actual no tiene nada de revolucionario. La contrarrevolución se siente con arrestos para cometer toda clase de desmanes. Las cárceles están repletas de trabajadores. Las prerrogativas del proletariado están en franco declive. A los obreros revolucionarios se nos da un trato de inferioridad. El lenguaje de los burócratas, con uniforme o sin él, es intolerable. Y no repitamos lo de los asaltos a los sindicatos.

No queda otro camino que el de una nueva revolución. Vayamos a su preparación. Y en el fragor de la nueva gesta nos volveremos a encontrar en la calle los camaradas que hoy batallan en los frentes, los camaradas que yacen tras rejas y los camaradas que en la hora actual aún no han perdido la esperanza de una revolución que rinda justicia a la clase trabajadora.

A la consecución de una nueva revolución que dé satisfacción completa a los obreros de la ciudad y del campo. A la consecución de una sociedad anarquista que dé satisfacción a las aspiraciones humanas.

¡¡Adelante, camaradas!!