Emma Goldman
Viviendo mi vida
Prólogo
Escritas en Saint-Tropez entre 1928 y 1931, echábamos en falta una versión en castellano de las Memorias de Emma Goldman,[1] Viviendo mi vida es sin duda una de las autobiografías más apasionantes y completas de nuestro siglo. Al interés que nos producen textos como los de Sara Bernard o Frida Kahlo por el empeño que muestran sus autoras en cimentar su autonomía personal en una sociedad que pone un precio muy elevado al éxito, o al enfoque de textos como el de C.G. Jung, en el que la experiencia se concibe como un acontecimiento interno, Emma Goldman añade el componente de su lucha social antiautoritaria en una sociedad que ensalza el poder.
Fue corrector del texto su íntimo compañero Alexander Berkman, y en la correspondencia mantenida con él durante esta época, vemos el vaciamiento que supuso para su autora el escribirlo; Berkman, que sugirió el título, le achaca que sobran excesivos detalles de la vida privada y pasajes que pueden llevar a confusiones ideológicas. Emma, sin embargo, considera esencial plasmar la amplitud de su vida y significar la importancia de la belleza en el trabajo cotidiano.
La narración no vacila en los recuerdos, no da lugar a improvisaciones, su estilo es directo y el relato es desenvuelto, con precisión en la cita de fechas, nombres y acontecimientos, y en la descripción de emociones, sentimientos y estados de ánimo; es un continuo contacto con las personas y sucesos que vivió. Como escritora autodidacta, formada desde su inquietud en la discusión y la lectura, en el teatro y la música, representa con bastante fidelidad el perfil de escritora anarquista, la cual viene a engrosar con sus obras el ingente volumen de producción cultural del Movimiento Libertario. Producción cultural que en su mayor parte es desconocida, y Movimiento Libertario al que en repetidas ocasiones se le tacha de analfabeto, no en vano su posición ideológica lo deja fuera de los cauces comerciales. Que lo anterior no es una reivindicación voluntaria de marginalidad lo prueba la lectura de la presente obra.
Nos encontramos con frecuencia que, a la hora de referir la valía literaria de los escritos anarquistas o su solidez histórica, no se cae en la cuenta de que para una persona libertaria escribir es vida. Escribir, del mismo modo que cualquier otra actividad, forma parte del trabajo a desarrollar en vistas a un mundo más solidario. En ningún caso es una profesión. Escribiendo y viviendo su vida.
Emma Goldman
La figura de Emma Goldman justifica por sí sola el acercamiento al estudio del ideal libertario. Es una cita obligada en las historias de los movimientos sociales, y en los más concretos de historia del anarquismo. El estudio más completo sobre la vida de esta mujer, en castellano, lo constituye la traducción[2] de Rebel in paradise, obra de Richard Drinnon, publicada en Chicago en 1961. Exceptuando las posteriores aportaciones de José Peirats,[3] son escasas y breves las contribuciones que se han hecho sobre el tema.
Nace en Kosovo, Rusia, el 27 de junio de 1869. Tercera hija por parte de madre y primera por parte de padre, del que tendrá otros dos hermanos. Su familia, de posición social media, había sufrido recientemente duros reveses económicos, lo que le llevó a una situación financiera delicada. Ello pudo agriar más el carácter de su padre, y unido al deseo que este tenía de que Emma hubiese sido un niño, en su infancia y adolescencia tuvo que soportar los autoritarios métodos educativos de su progenitor. La actitud de su madre no contribuye a suavizar el clima del hogar y, así las cosas, la compensación afectiva le viene por parte de su hermana Helena.
No obstante, lo tormentosa que es a veces la relación con su familia va a ser una constante en su vida. A temprana edad, Emma ya se entusiasma sin límites, y aprende que este entusiasmo difícilmente tiene cabida en el mundo que le rodea; la emoción que le produce escuchar la ópera Il Trovatore a los diez años es un claro símbolo de su carácter, el cual se apresta a defender. En su juventud, cuando se siente con fuerzas, se rebela y escapa del influjo familiar, comenzando poco a poco a crear ambientes en donde puede vivir de manera más satisfactoria. Con el tiempo, los lazos afectivos con todas las personas de su familia se refuerzan y tiene unas relaciones placenteras con ellas. En el momento de su muerte, le acompañan su hermano Morris y su sobrina Stella.
En las relaciones sentimentales, como casi todo en ella, se rige por el afecto, por la rebeldía y por el amor a la libertad. Con el telón de fondo de su unión con Alexander Berkman («Sasha»),[4] que siempre está subyaciendo y que a veces raya en la protección o en la culpabilidad, Emma ama a otros hombres y busca y disfruta la compañía de otras mujeres. Con ellos rompe cuando siente que intentan imponerle ataduras, rompe después de que sus sentimientos han librado duras batallas, rompe después de abdicar de su maternidad, para entregarse a vivir su vida lejos de Johann Most,[5] de Edward Brady, de Max Baginski, de Hippolyte Havel, de Ben Reitman, y el amor le llega también en los últimos años, cuando ya naufraga en los sentimientos, en sus breves estancias en Suecia y América.
Hoy en día, pueden parecemos extemporáneos algunos de los planteamientos vitales que se hacen en el libro. Tal es el caso de su planteamiento de la maternidad. Para Emma, su decisión de renunciar a la misma, es el precio a pagar por dedicar su vida a un ideal. Un precio consciente (Capítulo XVIII) por un ideal del que, como ella manifiesta, a veces quiere escapar y olvidar el cruel impulso de luchar por él.
Si hemos de hacer caso a A. Berkman. «... Emma Goldman es tiránica. Una verdadera lástima. Y lo peor es que ella misma no se da cuenta... Sin duda es en muchos aspectos una gran mujer, pero vivir cerca de ella es simplemente imposible».[6] No sabemos si, de haberla conocido, compartiríamos esta opinión, lo cierto es que siempre estuvo rodeada de amistades y ella valoraba y se prodigaba en los afectos.
Tiene un carácter firme y entre los rasgos de este, uno de los que más destaca es la ausencia de miedo. Ella misma confiesa que es una de las mayores afinidades que puede sentir con otra persona, y que es la cualidad que le permite salir airosa de graves dificultades, que le da valor para iniciar proyectos arriesgados, y que le da alas en sus épocas de crisis. Crisis que experimenta en momentos determinados, como los que tiene después de los reveses personales sufridos por su postura de apoyo hacia Leon Czolgosz, como cuando ve hacia dónde conducen la revolución los bolcheviques, o como cuando se enfrenta a la crueldad humana.
A su vez, esta firmeza de carácter y su manera de entender el ideal le hacen adoptar actitudes extremadamente duras, a pesar de que es una persona que valora los afectos; es así como corta su relación con Gertie Vose, antigua amiga, por salir en defensa de su hijo cuando resulta ser un confidente de la policía.
Sus cualidades de oradora, polemista y escritora,[7] hicieron que el anarquismo entrara por derecho propio en los ambientes liberales estadounidenses, en las universidades y en los sindicatos, más allá de los grupos de inmigrados a los que estaba reducido. Estas mismas cualidades hicieron soliviantar intermitentemente a las autoridades y policías de este país, y posteriormente a las de la Rusia soviética y a las de la civilizada Europa. Para conseguir la entrada hacia amplias audiencias, una de las llaves que empleó fue su conocimiento sobre teatro, el cual le llevó a dar conferencias, a impartir cursos, a escribir artículos y libros, y a emplearlo como fuente de ingresos.
Como autora, era conocida en España desde principios de siglo,[8] aunque su mayor difusión se da a partir de los años veinte, gracias a las publicaciones que sobre temas sexuales realizan «Generación Consciente» y «Estudios», esas dos editoriales libertarias levantinas tan innovadoras en este y otros campos; se conocen también, en estos años, parte de sus experiencias en Rusia. En los años treinta, lo publicado se ciñe a reediciones y a sus colaboraciones en publicaciones periódicas, sobre todo entre los años 1936-1939, ya que nos visitará en tres ocasiones; entonces se publica su Trotsky protest too much.
A pesar de su intensa actividad sindical y propagandística, Emma Goldman no perteneció a grupos organizados. Apoyó y propulsó causas sociales y sindicales, pero siempre desde su particular manera de actuar. Su capacidad de resolver asuntos desde la acción directa, sin intermediarios ni complicidades, era grande, confiando en la posibilidad de organización cuando no existían intereses de grupo.
Para ella, su punto de partida ideológico eran las formulaciones stirnerianas en las que el individuo es lo real, lo concreto, lo verdadero, el origen de todo. La sociedad, el Estado, la nación son abstracciones ante las cuales no cabe más que rebelarse, luchar para arrebatarles la libertad que aprisionan. Así se deduce de su folleto The individual society and the State, como señala Peirats.[9] A lo largo del libro va desgranando sus opiniones sobre el anarquismo, la autoridad, la acción directa, la violencia, la organización... Aunque no la podemos considerar como una innovadora del ideario anarquista, sí la tenemos como una de sus mayores divulgadoras, y sobre todo, como una persona en la que se da la conjunción de pensamiento y acción.
La nueva historia y la memoria
Desde hace unos años se intenta poner las bases metodológicas de la Historia de la coetaneidad, ese lapso de tiempo situado en la época en que, a la persona que elabora la Historia, le ha tocado vivir. Para ello se barajan diversos conceptos y se trabaja en precisar su contenido; surgen así denominaciones como «Historia del mundo actual», «Historia inmediata», «Historia del presente».[10] Aunque en nuestro país no han tenido muchos seguidores, sí es frecuente encontrar libros en los escaparates y estantes de las librerías en cuyo título se incluye alguno de los términos mencionados.
Me ha parecido oportuno incluir este apartado por el nexo que existe entre las características —autobiografía, documento, memoria— del libro que tenemos entre manos y los temas que están en alza en el ámbito de las ciencias sociales: el presente, el tiempo, la memoria. No cabe duda de que parte del interés despertado en la actualidad hacia estos conceptos provienen de estar sometidos a un desarrollo tecnológico acentuado, lo cual nos proporciona una percepción del tiempo, como tiempo «rápido», que nos va alejando del pasado, y explica que las Organizaciones Institucionales dedicadas al estudio y elaboración de esta Historia del Presente, se den en Francia, Alemania, Austria, Inglaterra e Italia.
Al utilizar el término Presente se hace referencia a una Historia que reivindica la coetaneidad, la capacidad de cada generación a pensar sobre sus propios problemas y elaborar su historia; una Historia que plantea la ampliación de fuentes historíográficas, que cuestiona la sola utilización del documento escrito, y que lleva a la superación de la objetividad positivista. Se elabora la Historia de un tiempo en el que conviven historiadores y actores, sin delimitación cronológica estática, en la que se utilizan fuentes orales, creadas a tal efecto, además de otras propias de nuestro siglo, en la que adquieren importancia nociones como acontecimiento y duración; una Historia que se tiene como inacabada, de la que no pueden extraerse conclusiones definitivas, y en cuya elaboración está siempre latente la subjetividad del historiador como testigo.[11]
Respecto al interés que ha despertado el concepto Tiempo, puede verse cualquiera de las obras de P. Ricoeur, de J. Le Goff, o de I. Prigogine. También son sugestivos varios artículos aparecidos en la revista Archipiélago.[12]
Por último, la Memoria es otra de las nociones que ha pasado a primer plano en el estudio de las ciencias sociales[13] y, en el aspecto que aquí nos interesa, se ha convertido en sujeto y objeto mismo de la historia. Hasta ahora, las fuentes eran lo primordial para medir la credibilidad de la Historia; ahora se señala que la memoria, como proceso mental de quien ha elaborado la fuente, es un paso previo a esta, que la información ha pasado con anterioridad por el filtro de su memoria.
Se tiene a César con su Guerra de las Galias, como un pionero en señalar el interés de la memoria, ya que resalta la importancia que tenía esta entre los druidas. En la actualidad sabemos de muchos pueblos que confían su Historia a los poetas o a otros personajes emblemáticos para ellos. Precisamente por el papel que juega, tenemos que tener en cuenta unas características que son inherentes a la memoria. Según señala J. Cuesta,[14] la Memoria es limitada porque es selectiva, y pareja a la memoria, a lo recordado, está el olvido; por otra parte, tiene un carácter nocional al utilizar el lenguaje de su época y de su grupo; y por último, tendremos en cuenta que es acumulativa, pues va sedimentando sus experiencias en un eje racional de tiempo, de sucesión.
El movimiento libertario encuentra dificultades a la hora de emplear los esquemas y lenguaje académicos para definirse, ya que estos han sido elaborados desde una perspectiva de poder, en la que la autoridad, en la forma que sea, es incuestionable, y no cabe en su concepción que puedan darse posturas vitales en las que se la niegue. A pesar de ello, a la hora de buscar instrumentos para analizar sus escritos, nos encontramos con apreciables aportaciones, como la que viene del campo de la lingüística,[15] que nos ayuda a entender la estructura de los mismos.
Desde el laboratorio de la Historia podemos calificar el contenido del libro de Emma Goldman como una memoria individual, compendio de su pertenencia a diversos grupos —familiar, religioso, ideológico—, cuyos acontecimientos son un buen marco de referencia a la hora de acercarnos al conocimiento de la memoria colectiva del grupo libertario en la época y lugar en que le tocó vivir.
En la narración de Viviendo mi vida aparecen unas características generales claras: los recuerdos tienen una sucesión temporal; además, estos mismos recuerdos presentan una lógica de sentido: legitiman lo nuevo a partir de lo antiguo y viceversa, lo cual da cabida al cambio (por ejemplo, en el tema de la violencia, modifica opiniones y concluye que el fin no justifica los medios); en tercer lugar, aunque su concepción del tiempo es lineal, para ella no tiene la misma intensidad (por ello, hasta la página 245 hace referencia por tres veces a que los pocos meses vividos le parecen años); sucede también a veces que se da una interacción de la memoria individual y de la colectiva en la narración de los testimonios, y pareja a esta interacción hay una jerarquización, distinta en diversos momentos de las memorias que la componen; en quinto lugar, señalamos que emplea mecanismos de globalización (la figura del padre, «el atentado», sucesos de Chicago, la deportación, etc.).
Para terminar este apartado, ya solo unos últimos apuntes: la obra fue escrita con un material, aunque abundante, limitado, por todo lo que fue destruido en los azares de su vida. Deberemos tener en cuenta también los cambios sufridos en la memoria de la autora desde que sucedieron los hechos hasta que se narran, y la mayor o menor intensidad con que actuó el olvido.
Viviendo mi vida
La vida de Emma Goldman transcurre en tres grandes espacios geográficos: Estados Unidos, Rusia y Europa (con alguna incursión en Canadá). La descripción de su estancia en el primero es la que mayor número de páginas ocupa en el libro, y la que mayor interés tiene como aportación histórica, por los datos que nos suministra. Son tres ciclos perfectamente delimitados los que ha tomado la autora como estructura de su narración. El primero comienza en el año 1889, coincidiendo con su llegada a Nueva York, y termina en diciembre de 1919, fecha en que se embarca rumbo a Rusia; en este ciclo, y al hilo de los acontecimientos que vive, los recuerdos hacen retroceder la narración hasta los episodios de la infancia y adolescencia. El segundo ciclo comienza con el viaje y la llegada a la Rusia revolucionaria en enero de 1920, y termina con su salida a Europa en diciembre de 1921. El tercero abarca desde el año 1922, y termina en 1928, al comenzar a escribir sus memorias; en este ciclo describe su estancia en diversos países de Europa y en Canadá.
Estados Unidos
La sensibilidad y la inquietud social de Emma Goldman al poco tiempo de llegar a este país se ve afectada por unos acontecimientos que ella misma presenta como claves en su vida: el proceso y posterior asesinato por orden de las autoridades, el 11 de noviembre de 1887, de los anarquistas detenidos en Chicago bajo la falsa acusación de provocar disturbios en un mitin. La manera de contarnos las vivencias que tiene en torno a estos hechos es un baremo del grado de comunicación que consigue en el libro.
Los Sucesos de Chicago tuvieron repercusiones locales e internacionales significativas: sensibilización a la opinión pública estadounidense sobre los arbitrarios métodos represivos de las autoridades gubernamentales hacia el movimiento sindical; pusieron al descubierto las conexiones entre estas y el poder industrial; dieron pie a que numerosa gente joven se interesase por la lucha social libertaria surgiendo entonces una influyente generación de anarquistas; y su eco traspasó fronteras y mares, siendo tema de variadas publicaciones.[16]
Por lo demás, es bastante desconocida la actividad del movimiento anarquista en Estados Unidos, no obstante haber contado con figuras de renombre internacional como Voltairine de Cleyre (1866-1912), o Benjamín R. Tucker (1859-1936); de publicar, según todas las noticias, el primer periódico anarquista de la historia;[17] y de haber aportado a la lucha emancipadora hechos tan relevantes como los ya citados Sucesos de Chicago (1886-1887), que llevarán a la instauración de la jornada del 1° de Mayo, o el proceso y posterior asesinato de N. Sacco y B. Vanzetti. La vida de Emma Goldman es una página de esta historia. Para comprobarlo, basta echarle un vistazo al índice de nombres que se incluye en el final del libro.
Dentro de la abundante literatura en castellano de y sobre anarquismo que existe, no es mucha la dedicada a ilustrar la historia del movimiento libertario estadounidense durante los años que nos ocupan. Contamos con los capítulos correspondientes en lo publicado de la monumental obra de Max Nettlau Histoire de L’Anarchie, ya citada: de igual manera son útiles las aportaciones de Rudolf Rocker,[18] de Floreal Ocaña, aunque toca un aspecto muy concreto,[19] de Armando Sopelana[20] y de Vladimiro Muñoz;[21] podemos ojear el Informe que nos ofrece Pedro Esteve[22] sobre la Conferencia Anarquista Internacional de Chicago, e igualmente los aportados a los Congresos Internacionales de París[23] y Amsterdam. Tampoco son muy extensas las referencias que sobre esta época se hacen en obras generales, como la de George Woodcock[24] o la selección de Irving L. Horowitz,[25] por citar alguna.
Como es de suponer, lo publicado en inglés sobre la época es más numeroso, y queda fuera de mi propósito el enumerarlo. Existen buenas colecciones documentales, depositadas por lo general en Fundaciones y Universidades. Una de las más interesantes es la «Colección Labadie», producto de la donación del anarquista J. Labadie (1850-1930), que se encuentra en la Universidad de Michigan, y a la que contribuyó a engrosar de manera significativa la también anarquista Agnes Inglis (1870-1952), entusiasta colaboradora de Emma Goldman, durante los años que estuvo a su cargo (1924-1952).
Emma Goldman emigra a Estados Unidos en 1885, estableciéndose en Rochestear, cerca de Nueva York; en 1889, después de haber tenido una fracasada experiencia matrimonial, se va a Nueva York, donde entra en contacto con los círculos anarquistas judíos —ella lo es— y alemanes. A lo largo de treinta años tendrá a esta ciudad como sede principal de sus actividades. Desde allí realiza diez giras de propaganda nacionales,[26] cada una de las cuales puede durar meses, además de frecuentes salidas de duración más corta, y de viajar en tres ocasiones a Europa (1895-1896, 1900, 1907), en la primera de las cuales se gradúa de enfermera en Viena.
Su obra propagandística y cultural queda aunada en el proyecto editorial «Mother Earth» (Madre Tierra) 1906-1918, que publica una revista con el mismo nombre, edita abundantes libros, y es punto de colaboración y reunión de importantes figuras. En este sentido hay mucha similitud con otras realizaciones que se dan en nuestro país: «La Escuela Moderna», «La Revista Blanca», «Tierra y Libertad». «Estudios», y un largo etcétera, que sufren parecidas escaseces y persecuciones que la referida «Mother Earth».
Son en verdad cuantiosos los contactos que le proporcionó a E. Goldman su actividad. Sus páginas relatan notables luchas sindicales que se sucedieron a la industrialización norteamericana, y los métodos subsiguientes llevados a cabo contra ellas; reflejan las luchas sociales más significativas de aquellos años: emancipación sexual de las mujeres, libertad de expresión, antimilitarismo. En ellas se mueve desde su análisis de las raíces de los conflictos —es radical— y no desde acciones aisladas. Todas ellas le supusieron algún momento de cárcel, con todo lo que conlleva de valorar la libertad.
En la narración no hay treguas: apenas hay lugar para el descanso y para reponerse de todo el desgaste que acumula una campaña, pues de nuevo surge en el horizonte un asunto —social, familiar, afectivo— que hace volver a concentrar en él la atención. Cuando observamos esta especie de montaña rusa, cuando comprobamos las distancias que recorre y los medios de que dispone, cuando reparamos en la fragilidad de su cuerpo, entonces nos damos cuenta de la fuerza que poseía esta mujer.
Y esto es lo que subyace y une su relato: la pasión que lo invade todo. Emma vive desde dentro, y una vez que ha asumido como propio el ideal de sus «mártires», lo convierte en su punto de partida. Puede variar sus opiniones, puede variar su manera de valorar los acontecimientos, puede variar sus métodos de lucha, pero siempre será una mujer entregada.
También el texto se hace eco de los acontecimientos que supusieron consternación y disensiones en el movimiento anarquista americano: el atentado de Berkman contra Frick en 1892, el asesinato del presidente McKinley en 1901, el apoyo o rechazo al militarismo aliado en la Primera Guerra Mundial, y el apoyo o rechazo a los bolcheviques en la Revolución rusa. A su manera, E. Goldman participa activamente en las cuatro, aunque sean estas últimas las que cambien el rumbo de su vida.
La campaña contra el reclutamiento voluntario para participar en la Primera Guerra Mundial, que provoca las iras del gobierno y de la población norteamericana, lleva a su detención y condena en 1917. En estas fechas y por los mismos motivos, es masacrada la izquierda radical en Estados Unidos y silenciada en destinos como la cárcel, la deportación o la muerte. Desde febrero de 1918 a fines de septiembre de 1919 está en la cárcel y en diciembre del mismo año es embarcada hacia Rusia. Allí, en dos intensos años, va a tener que rehacer su mundo conceptual.
Rusia
En Octubre de 1917, los acontecimientos que ocurren en Rusia conmocionan al mundo. El espíritu revolucionario ruso estalla en una explosión que derroca el gobierno establecido y pretende dar el poder al pueblo. Dentro de los grupos que han estado alimentando durante años este espíritu, y que se han significado durante los hechos, hay uno que se va imponiendo poco a poco: los bolcheviques; los cuales lograran que su principal líder, Lenin, se instale en la cúpula del poder.
Las noticias que llegan al exterior son confusas y mediatizadas. Emma Goldman defiende a los bolcheviques en América, incluso con la publicación de un folleto,[27] ya que entiende que los ataques que sufren desde el capitalismo occidental y desde los residuos zaristas internos son lo suficientemente grandes como para justificar esta defensa.
Pero al llegar a Rusia esta predisposición va a ir cambiando al encontrarse continuamente con hechos que no comprende como fruto de la Revolución, «gente encarcelada y ejecutada por sus ideas, viejos y jóvenes retenidos como rehenes, toda protesta silenciada, la iniquidad y el favoritismo en alza (comida y vivienda para gente del Partido), los mejores valores humanos traicionados», control de la Checa, burocracia, militarización del trabajo con la asignación de un puesto lijo en la fábrica y la supresión de la organización colectiva.
Y al final, en marzo de 1921, la masacre de Kronstadt[28] por el ejército rojo, y a continuación la persecución masiva de anarquistas. Su concepto de revolución ha sido echado por la borda: también aquí la gente dirigente —a la que conoce— utiliza el poder para su provecho y, además, la capacidad revolucionaria de las masas es limitada cuando no va acompañada de una preparación adecuada. Como ya antes había concluido, el fin no justifica los medios.
Sintiéndose una autómata, atada de pies y manos, sin voluntad propia, decide dejar su «madre patria». A fines de 1921 viaja a Riga (Letonia) donde es detenida y encarcelada, pues de ahora en adelante el destino le reserva una nueva ironía: los gobiernos la persiguen por haber estado en Rusia, y los comunistas por haber renegado de «la Revolución».
Europa y Canadá
Entre 1922 y 1928 acontece la última etapa de la autobiografía. En ella es donde más de manifiesto se pone el desarraigo —A woman without a country— y donde más teme no poder sustentarse por sí misma. A ello se une el comienzo de los achaques de la vejez, el que van desapareciendo los seres queridos, y el que la libertad tan ansiada está lejos de vislumbrarse en la sociedad.
Suecia, Alemania, Holanda, Francia, Inglaterra y Canadá. Dedica su tiempo a escribir sobre sus experiencias en Rusia,[29] a formar Comités de ayuda a los presos políticos rusos, y a dar conferencias y cursos con el fin de recaudar fondos para dichos Comités y como medio de sustento.
A partir de 1931,[30] fecha en que termina de escribir estas memorias en su retiro del mediodía francés, «Bon Esprit», Emma Goldman sigue viajando en giras de propaganda (Inglaterra, Holanda, Canadá, Estados Unidos, España) y sigue escribiendo aunque, para su desesperación, en bastantes ocasiones no llegue a ganar para cubrir sus necesidades más elementales y tenga que recibir ayuda que familiares y amistades le ofrecen; su hermano, el doctor Morris Goldman, es quien con más asiduidad se presta a hacerlo.
Desde esta situación saca fuerzas de y contra la adversidad, la mayor de las cuales es la desaparición voluntaria de su entrañable «Sasha», que decide quitarse la vida, agobiado por los dolores, en 1936. Entre diciembre de 1933 y mayo de 1935 está en Canadá y Estados Unidos, en donde llega a intimar con un joven, que será el postrer amor de su vida. El fracaso de su gira propagandística (la coordinaba una agencia que puso las entradas a un precio muy alto), y la precaria salud de Berkman le hicieron volver a Europa. Aquí, después de haber sufrido la muerte de su compañero del alma, y de ver agudizarse los achaques de su cuerpo, tuvo una nueva pasión: la Revolución libertaria española.
Con ella desplegó de nuevo su actividad: por tres veces visitó el país (17 de septiembre-fines de diciembre de 1936, 16 de septiembre-diciembre de 1937, mediados de septiembre-31 de octubre de 1938) comprobando entusiasmada los logros de las colectivizaciones y de la educación, al tiempo que advertía de las contradicciones que suponía la participación política, y que alertaba de la insaciable acaparación del poder del Partido Comunista.
Asume la representación en Londres de la Oficina de Propaganda CNT-FAI, a pesar de que Inglaterra había sido durante su vida su «bestia negra». En la correspondencia desplegada durante esta época, parte de la cual se conserva en la Fundación «Anselmo Lorenzo», habla de las actividades que realiza, de los actos que organiza y de las dificultades que encuentra.
En abril de 1939 viaja a Canadá con el fin de recaudar fondos para ayudar a los exiliados españoles, y lo hace como representante de Solidaridad Internacional Antifascista, SIA, en un ambiente en el que cada día era más difícil que sus mensajes fueran escuchados y correspondidos. Allí emite una carta abierta To comrades and friends on the North American continent,[31] fechada en Toronto el 27 de junio de 1939, con motivo de su 70 cumpleaños, en la que dice: «15 de agosto de 1939, hará exactamente medio siglo desde que ingresé en nuestras filas y emprendí la batalla por el anarquismo. Lejos de lamentar este paso, puedo decir francamente que estoy más convencida que en agosto de 1889 de la lógica y justicia de nuestro ideal».
El 14 de mayo de 1940 fallece en Toronto, y tres días después es enterrada en el cementerio de Waldheim, Chicago, junto a los anarquistas asesinados en 1887, y a los cuales ella había admirado. Por consentimiento a la voluntad de Emma Goldman.
Saludo final
La «Colección Biografías y Memorias» comienza con la publicación de Viviendo mi vida, de Emma Goldman.
Hacía tiempo que se sucedían los proyectos para publicar en castellano esta obra; el último estaba en manos de la editorial libertaria «Madre Tierra» —las conexiones de este nombre con Emma Goldman se lo hacían deseable—. Una serie de felices circunstancias ha hecho que podamos publicarlo en la Fundación de Estudios Libertarios «Anselmo Lorenzo».
La circunstancia primordial ha sido poder contar con los medios económicos, y ello ha sucedido al recibir la donación de los bienes legados por el compañero Jualián Alcoles, del Sindicato CNT de Jubilados de Madrid. También la fortuna nos ha acompañado al tener de traductora a Antonia, una extremeña cosmopolita, que ha cubierto su tarea con especial dedicación, contrastando datos, introduciendo notas, aquilatando expresiones y precisando términos, hasta que nos ha dejado un texto vivo, fiel reflejo de lo traducido y ha convertido en fluido lo que podía haber sido un lenguaje inflamado y repetitivo.
Cierro este saludo con los nombres de quienes han colaborado de una u otra forma: José María Salguero «Cani» ha aportado sus conocimientos filológicos en la corrección del texto; de igual modo ha hecho Manuel Carlos García. Federico Arcos ha enviado material gráfico, y Sara Berenguer ha cedido el retrato que Jesús Guillén hizo a punta fina de la autora.
Ignacio Soriano.
En agradecimiento
Recibí sugerencias para que escribiera mis memorias cuando apenas había empezado a vivir, y seguí recibiéndolas a lo largo de los años. Pero nunca les presté atención. Estaba viviendo mi vida intensamente, ¿qué necesidad tenía de escribir sobre ello? Otra razón para mi negativa era que tenía la convicción de que se debería escribir sobre la propia vida cuando se hubiera dejado de estar en el torrente de la misma. «Cuando haya alcanzado una edad filosófica —solía decirle a mis amigos—, y sea capaz de mirar las tragedias y comedias de la vida de forma impersonal y objetiva —en particular mi propia vida— es probable que escriba una autobiografía que merezca la pena». Sintiéndome todavía adolescentemente joven a pesar del transcurrir de los años, no me consideraba capaz para emprender esa tarea. Además, siempre me faltó el ocio que requiere la escritura concentrada.
Mi inactividad forzosa en Europa me dejó tiempo suficiente para leer mucho, incluyendo biografías y autobiografías. Descubrí, para sorpresa mía, que la vejez, lejos de estar llena de sabiduría y madurez, lo estaba de senilidad, estrechez de miras y rencor mezquino. No me arriesgaría a caer en esa calamidad, y empecé a pensar seriamente en escribir mis memorias.
La principal dificultad con la que me enfrentaba era la falta de datos históricos para mi trabajo. Casi todos los libros, correspondencia y material similar que había acumulado durante los treinta y cinco años que viví en los Estados Unidos, fueron confiscados por el Departamento de Justicia y nunca me fueron devueltos. Me faltaba incluso mi colección personal de la revista Mother Earth, que había publicado durante doce años. Era un problema para el que no encontraba solución. Siendo como soy, escéptica, había pasado por alto el mágico poder de la amistad, que tantas montañas había movido en mi vida. Mis fieles amigos Leonard D. Abbott, Agnes Inglis, W.S. Van Valkenburgh y otros, pronto hicieron que me avergonzara de mis dudas. Agnes, la fundadora de la Biblioteca Labadie de Detroit, que contiene la más rica colección de material radical y revolucionario de América, vino en mi ayuda con su habitual disposición. Leonard hizo su parte, y Van dedicó todo su tiempo libre a trabajos de investigación.
En la cuestión de los datos sobre Europa, sabía que podía dirigirme a los dos mejores historiadores de nuestras filas: Max Nettlau y Rudolf Rocker. Ya no necesitaba preocuparme más teniendo a mi lado a tal grupo de colaboradores.
Sin embargo, aún no estaba tranquila. Necesitaba algo que me ayudara a recrear el ambiente de mi vida personal: los acontecimientos, grandes y pequeños, que me habían sacudido emocionalmente. Un antiguo vicio mío vino en mi ayuda: verdaderas montañas de cartas que había escrito. A menudo me había reñido mi amigo Sasha, conocido como Alexander Berkman, y mis otros amigos, por mi inclinación a extenderme en mis cartas. En vez de una recompensa obtenida virtuosamente, fue mi iniquidad la que me proporcionó lo que más necesitaba: la atmósfera verdadera de los días pasados. Ben Reitman. Ben Capes, Jacob Margolis, Agnes Inglis, Harry Weinberger, Van, mi romántico admirador Leon Bass y montones de otros amigos respondieron prontamente a mi petición de que me enviaran mis cartas. Mi sobrina, Stella Ballantine, había guardado todo lo que le había escrito durante mi encarcelamiento en el penal de Missouri. Ella, así como mi querida amiga M. Eleanor Fitzgerald, habían conservado también mi correspondencia rusa. En resumen, pronto estuve en posesión de más de un millar de especímenes de mis efusiones epistolares. Confieso que fue doloroso leer la mayoría de ellas, porque nunca se da uno a conocer tanto como en la correspondencia íntima. Pero, para mi propósito, eran del mayor valor.
Así pertrechada, me puse en camino hacia Saint-Tropez, un pintoresco pueblo de pescadores del sur de Francia, en compañía de Emily Holmes Coleman, que iba a hacer de mi secretaria. Demi, como se la llamaba familiarmente, era un duende alocado con un temperamento volcánico. Pero era también la más tierna de las criaturas, sin ninguna clase de astucias ni rencor. Ella era esencialmente la poeta, enormemente imaginativa y sensible. Mi mundo de ideas era extraño para ella, aunque era de forma natural rebelde y anarquista. Chocábamos furiosamente, a menudo hasta el punto de desear vernos mutuamente en las aguas de la bahía de Saint-Tropez. Pero eso no era nada comparado con su encanto, su profundo interés por mi trabajo y su fino entendimiento para con mis conflictos internos.
Nunca me fue fácil escribir, y el trabajo que tenía entre manos no era meramente escribir. Significó revivir mi pasado largo tiempo olvidado, la resurrección de recuerdos que no deseaba desenterrar de las profundidades de mi consciencia. Significó dudas sobre mi habilidad creadora, depresión y desánimo. A lo largo de todo ese periodo, Demi me ayudó valientemente y su fe y su ánimo me confortaron e inspiraron en mi primer año de esfuerzos.
En conjunto, fui muy afortunada por el número de devotos amigos que se esforzaron por suavizar el camino de Viviendo mi vida. La primera aportación al fondo que me librara de la inseguridad material procedió de Peggy Guggenheim. Otros amigos y compañeros siguieron su ejemplo, dando sin escatimar a pesar de sus limitados medios económicos. Miriam Lerner, una joven amiga americana, se ofreció para sustituir a Demi cuando esta tuvo que partir hacia Inglaterra. Dorothy Marsh, Betty Markow y Emmy Eckstein pasaron a máquina parte del manuscrito, por amor al arte. Arthur Leonard Ross, el mejor y más generoso de los hombres, me dio sus incansables esfuerzos como representante legal y consejero. ¿Cómo podría recompensarse tal amistad?
¿Y Sasha? Muchas dudas me asaltaron cuando empezamos la revisión del manuscrito. Temía que se resintiera al verse descrito a través de mis ojos. ¿Sería suficientemente indiferente —me preguntaba—, suficientemente objetivo para la tarea? Lo fue de forma notable para una persona que era, en tan gran medida, una parte de mi historia. Durante dieciocho meses Sasha trabajó a mi lado como en los viejos tiempos. Crítico, por supuesto, pero siempre del mejor ánimo. También fue Sasha el que sugirió el título.
Mi vida, como la he vivido, debe todo a aquellos que llegaron a ella, estuvieron mucho o poco y partieron. Su amor, así como su odio, han hecho que mi vida mereciera la pena.
Viviendo mi vida es mi tributo y mi gratitud a todos ellos.
EMMA GOLDMAN
Saint-Tropez, Francia
Enero 1931
Capítulo I
Era el 15 de agosto de 1889, el día de mi llegada a la ciudad de Nueva York. Tenía veinte años. Todo lo que me había sucedido hasta entonces quedaba ahora atrás, desechado como un vestido viejo. Tenía delante de mí un nuevo mundo, extraño y aterrador. Pero tenía juventud, buena salud y un ideal apasionado. Lo que quiera que lo nuevo me tenía reservado, estaba decidida a afrontarlo resueltamente.
¡Qué bien me acuerdo de aquel día! Era domingo. El tren de West Shore, el más barato, el único que podía permitirme, me había traído de Rochester, Nueva York, y había llegado a Weehawken a las ocho en punto de la mañana, desde aquí cogí el transbordador hasta la ciudad de Nueva York. Yo no tenía allí ningún amigo, pero llevaba conmigo tres direcciones: una de una tía mía; otra de un estudiante de medicina que había conocido el año anterior en New Haven, mientras trabajaba en la fábrica de corsés; y la otra de Freiheit, un periódico anarquista alemán publicado por Johann Most.
Todas mis posesiones consistían en cinco dólares y un pequeño bolso de mano. Mi máquina de coser, que debía ayudarme a ser independiente, la había facturado como equipaje. Comencé a caminar sin saber la distancia que había desde la calle 42 Oeste al Bowery, donde vivía mi tía, e ignorante del calor enervante de un día de agosto en Nueva York. ¡Qué confusa e interminable puede parecer una gran ciudad al recién llegado! ¡Qué fría y hostil!
Después de recibir muchas indicaciones correctas e incorrectas, y de hacer frecuentes paradas en intersecciones desconcertantes, llegué en tres horas a la galería fotográfica de mis tíos. Cansada y acalorada, no me di cuenta, en un principio, de la consternación de mis parientes ante mi inesperada llegada. Me pidieron que me sintiera como en casa, me dieron de desayunar, y luego me bombardearon a preguntas. ¿Por qué había venido a Nueva York? ¿Había roto definitivamente con mi marido? ¿Tenía dinero? ¿Qué pensaba hacer? Me dijeron que podría, por supuesto, quedarme con ellos. «¿A qué otro sitio podrías ir, una joven sola en Nueva York?» Desde luego, tendría que buscar trabajo inmediatamente. Los negocios iban mal y el coste de la vida era alto.
Oí todo esto en un estupor. Estaba demasiado cansada por haber viajado toda la noche sin dormir, por el largo paseo y por el calor del sol que estaba ya cayendo a plomo. Las voces de mis parientes sonaban distantes, como un zumbido de moscas, produciéndome somnolencia. Me sobrepuse con un esfuerzo. Les aseguré que no había venido a molestarles, que un amigo que vivía en la calle Henry me estaba esperando y me daría alojamiento. Solo deseaba una cosa: salir de allí, alejarme de aquel parloteo, de aquellas voces espeluznantes. Dejé mi bolso y salí.
El amigo que había inventado para poder escapar de «la hospitalidad» de mis parientes era tan solo un conocido, un joven anarquista llamado A. Solotaroff, al que había escuchado una vez en una conferencia en New Haven. Traté de encontrarle. Después de una larga búsqueda, di con la casa, pero el inquilino se había marchado. El portero, al principio muy brusco, debió de notar mi preocupación y me dijo que buscaría la dirección que la familia había dejado cuando se mudó. Volvió pronto con el nombre de la calle, pero no tenía el número. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo encontrar a Solotaroff en la gran ciudad? Decidí ir de casa en casa, primero las de una acera y luego las de la otra. Subí y bajé pesadamente seis tramos de escalera cada vez. Sentía punzadas en la cabeza y tenía los pies doloridos. El opresivo día estaba llegando a su fin. Cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, di con él en la calle Montgomery, en el quinto piso de una casa de vecindad plagada de gente.
Había transcurrido un año desde nuestro primer encuentro, pero Solotaroff no me había olvidado. Me saludó cálida y cordialmente, como un viejo amigo. Me dijo que compartía un pequeño apartamento con sus padres y su hermano pequeño, pero que podía quedarme en su habitación; él se quedaría con un compañero de estudios unas cuantas noches. Me aseguró que no tendría dificultad en encontrar un sitio; de hecho, él conocía a dos hermanas que vivían con su padre en un piso de dos habitaciones y estaban buscando a otra chica para compartirlo. Después de que mi nuevo amigo me hubiera servido té y un pastel judío delicioso que había hecho su madre, me habló de las distintas personas que podría conocer, de las actividades de los anarquistas yiddish y otras cuestiones interesantes. Le estaba agradecida a mi anfitrión, mucho más por su amistoso interés y confianza que por el té y el pastel. Me olvidé de la amargura que me había embargado después de la cruel recepción que me dieron los de mi propia sangre. Nueva York ya no era el monstruo que me había parecido en las horas interminables de mi dolorosa marcha por el Bowery.
Más tarde, Solotaroff me llevó al café de Sachs, en la calle Suffolk. Según me informó, era el lugar de reunión de los radicales, socialistas y anarquistas, así como de los jóvenes escritores y poetas yiddish del East Side. «Todo el mundo se reúne allí —señaló—. Las hermanas Minkin, sin duda, también estarán».
Para alguien que, como yo, acababa de llegar de la monotonía de una ciudad provinciana como Rochester y que tenía los nervios de punta después de toda una noche de viaje en un coche mal ventilado, el ruido y el tumulto del café de Sachs no eran en verdad muy relajantes. El lugar consistía en dos habitaciones y estaba abarrotado. Todo el mundo hablaba, gesticulaba y discutía, en yiddish y en ruso, compitiendo unos con otros. Casi me sentí abatida en esta extraña mezcolanza humana. Mi acompañante descubrió a dos chicas sentadas a una mesa. Me las presentó como Anna y Helen Minkin.
Eran dos trabajadoras ruso-judías. Anna, la mayor, era más o menos de mi edad; Helen quizá tuviera dieciocho años. Pronto llegamos a un acuerdo sobre lo de irme a vivir con ellas y así terminaron mi ansiedad e incertidumbre. Tenía un lecho, había encontrado amigos. La algarabía del café de Sachs ya no importaba. Empecé a respirar más libremente, a sentirme menos una extraña.
Mientras los cuatro cenábamos y Solotaroff me señalaba a la diferente gente que se encontraba en el café, oí de repente una voz estentórea que gritaba: «¡Filete extra-grande! ¡Taza de café extra!» Mi propio capital era tan pequeño, y la necesidad de economizar tan grande, que me quedé perpleja por tal extravagancia. Además, Solotaroff me había dicho que los clientes de Sachs eran solo trabajadores, escritores y estudiantes pobres. Me preguntaba quién podía ser ese osado y cómo es que podía permitirse tanta comida. «¿Quién es ese glotón?», pregunté. Solotaroff rió a carcajadas. «Es Alexander Berkman. Puede comer por tres, raramente tiene suficiente dinero para tanta comida. Cuando lo tiene, se come todas las provisiones de Sachs. Te lo presentaré».
Habíamos terminado de comer y varias personas se acercaron a la mesa para hablar con Solotaroff. El hombre del filete extra-grande estaba todavía atareado, parecía que tenía hambre de varias semanas. Cuando estábamos a punto de marchamos, se nos acercó y Solotaroff me lo presentó. No era más que un niño, apenas tendría dieciocho años, pero con el cuello y el pecho de un gigante. Su mandíbula era fuerte y sus gruesos labios la hacían más pronunciada. Su cara era casi seria, a no ser por su frente despejada y sus ojos inteligentes. Un joven decidido, pensé. Al rato, Berkman, me dijo: «Johann Most habla esta noche. ¿Quieres venir a escucharle?»
¡Qué extraordinario, pensé, que mi primer día en Nueva York tuviera la oportunidad de ver con mis propios ojos al hombre apasionado que la prensa de Rochester solía describir como la personificación del diablo, un criminal, un demonio sediento de sangre! Yo había planeado visitar a Most en la redacción de su periódico algún tiempo después, pero que la oportunidad se presentase de esta forma inesperada me hizo sentir que algo maravilloso estaba a punto de suceder, algo que decidiría todo el curso de mi vida.
De camino a la sala, estaba demasiado absorta en mis propios pensamientos para oír la conversación que traían Berkman y las hermanas Minkin. De repente, tropecé. Habría caído si Berkman no me hubiera sujetado, agarrándome del brazo. «Te he salvado la vida», dijo bromeando. «Espero que yo pueda salvar la tuya algún día», respondí rápidamente.
El lugar de reunión era una pequeña sala que se encontraba detrás de un bar, el cual había que atravesar para llegar hasta la misma. Estaba lleno de alemanes bebiendo, fumando y hablando. Pronto apareció Johann Most. Mi primera impresión fue de repulsión. Era de mediana estatura, tenía la cabeza grande coronada de pelo gris enmarañado, pero su cara estaba deformada por una aparente dislocación de la mandíbula izquierda. Solo sus ojos eran tranquilizadores; eran azules y compasivos.
Su discurso era una denuncia incisiva de las condiciones de vida en América, una sátira mordaz de la injusticia y brutalidad de los poderes dominantes, una diatriba apasionada contra los responsables de la tragedia de Haymarket y la ejecución de los anarquistas de Chicago en noviembre de 1.887. Habló de forma elocuente y descriptiva. Como por arte de magia, su deformidad y su falta de distinción física desaparecieron. Pareció transformarse en un poder primitivo que irradiaba amor y odio, fuerza e inspiración. La fluidez de su discurso, la música de su voz y su brillante genio, todo se combinaba para producir un efecto casi abrumador. Me conmovió hasta lo más profundo.
Atrapada en medio de la multitud que se movía hacia la tribuna, me encontré delante de Most. Berkman estaba junto a mí y me presentó, pero yo estaba muda de excitación y nerviosismo, rebosante del tumulto de emociones que el discurso de Most había provocado en mí.
Esa noche no pude dormir. Viví de nuevo los acontecimientos de 1887. Habían pasado veintiún meses desde el Viernes Negro del once de noviembre, cuando los hombres de Chicago sufrieron martirio; sin embargo, cada detalle se presentaba claramente ante mí y me afectaba como si hubiera ocurrido ayer. Mi hermana Helena y yo nos habíamos interesado por el destino de aquellos hombres mientras duró el juicio. Los reportajes de los periódicos de Rochester nos irritaron, confundieron y preocuparon por su evidente prejuicio. La violencia de la prensa, la dura denuncia de los acusados y los ataques hacia todos los extranjeros, volvieron nuestra compasión hacia las víctimas de Haymarket.
Supimos de la existencia en Rochester de un grupo socialista alemán que se reunía los domingos en el Germania Hall. Empezamos a asistir a las reuniones; mi hermana mayor, Helena, solo en algunas ocasiones; y yo, regularmente. Las reuniones eran generalmente poco interesantes, pero ofrecían un escape a la monotonía gris de mi existencia en Rochester. Allí uno podía oír, al menos, algo diferente de las interminables conversaciones sobre dinero y negocios, y podía conocer a gente de carácter e ideas.
Un domingo estaba programada una conferencia de una famosa oradora socialista de Nueva York. Johanna Greie, sobre el caso que se estaba juzgando en ese momento en Chicago. En el día señalado fui la primera en llegar al salón. El enorme lugar se llenó de arriba abajo de hombres y mujeres anhelantes, mientras que la policía se alineaba a lo largo de las paredes. Nunca había estado en un mitin tan grande. En San Petersburgo había visto a los gendarmes dispersar pequeñas reuniones de estudiantes. Pero que, en el país que garantizaba la libertad de expresión, policías armados con largas porras, invadieran una asamblea pacífica, me llenaba de consternación e indignación.
Enseguida el presidente anunció a la oradora. Era una mujer de unos treinta años, pálida y de aspecto ascético, con grandes ojos luminosos. Habló con gran seriedad, con una voz vibrante de intensidad. Su estilo me cautivó. Me olvidé de la policía, de la audiencia, y de todo lo que me rodeaba. Solo era consciente de la frágil mujer de negro que clamaba contra las fuerzas que estaban a punto de destruir ocho vidas humanas.
Todo el discurso trataba de los conmovedores acontecimientos de Chicago. Empezó relatando los antecedentes históricos del caso. Habló de las huelgas que se produjeron en todo el país en 1886 en demanda de la jornada de ocho horas. El centro del movimiento fue Chicago y allí la lucha entre los trabajadores y sus jefes se volvió intensa y dura. Una reunión de los trabajadores en huelga de la McCormick Harvester Company de aquella ciudad fue atacada por la policía; hombres y mujeres fueron golpeados y varias personas murieron. Para protestar contra aquella atrocidad, se convocó un mitin multitudinario en la plaza de Haymarket para el 4 de mayo. Tomaron la palabra Albert Parsons, August Spies, Adolph Fischer y otros, y fue tranquila y pacifica. Esto fue testimoniado por Carter Harrison, alcalde de Chicago, que había asistido al mitin para ver qué es lo que estaba pasando. El alcalde se marchó, satisfecho de que todo iba bien, e informó al capitán del distrito sobre este punto. El cielo se estaba nublando, empezó a caer una lluvia fina, y la gente comenzó a dispersarse, solo unos pocos se quedaron mientras uno de los últimos oradores se dirigía a la audiencia. Entonces, el capitán Ward, acompañado de una numerosa fuerza policial apareció repentinamente en la plaza. Ordenó a la gente que se dispersara en el acto. «Esto es una asamblea pacífica», respondió el presidente, después de lo cual la policía cargó contra la gente, golpeándolos sin piedad. Entonces algo resplandeció en el aire y explotó, matando a un numero de oficiales de policía e hiriendo a muchos otros. Nunca se supo quién fue el verdadero culpable, y aparentemente las autoridades se esforzaron poco en descubrirle. Por el contrario, se emitieron inmediatamente órdenes de arresto contra todos los oradores del mitin de Haymarket y otros anarquistas destacados. Toda la prensa y la burguesía de Chicago y del país entero, empezaron a clamar por la sangre de los prisioneros. La policía dirigió una verdadera campaña de terror, apoyada moral y financieramente por la Cítizens’ Association, para promover su plan criminal de deshacerse de los anarquistas. La opinión pública estaba tan excitada por las historias atroces que hacía circular la prensa en contra de los líderes de la huelga, que un juicio justo se hizo imposible. De hecho, el juicio resultó ser la peor maquinación de la historia de los Estados Unidos. El jurado fue seleccionado para que declarara culpables a los acusados; el fiscal del distrito anunció ante la audiencia pública que no solo los arrestados eran los acusados, sino que también «la anarquía estaba en juicio» y que debía ser exterminada. El juez censuró repetidamente a los prisioneros desde el estrado, influyendo al jurado en su contra. Los testigos fueron aterrorizados o sobornados, con el resultado de que ocho hombres, inocentes del delito del que se les acusaba, y de ninguna manera en relación con él, fueron declarados culpables. El estado en que se encontraba la opinión pública y el prejuicio general contra los anarquistas, unidos a la enconada oposición de los empresarios al movimiento por la jornada de ocho horas, constituyeron la atmósfera que favoreció el asesinato judicial de los anarquistas de Chicago. Cinco de ellos —Albert Parsons, August Spies, Louis Lingg, Adolph Fischer y George Engel— fueron sentenciados a morir en la horca; Michael Schwab y Samuel Fielden fueron condenados a cadena perpetua; Neebe recibió una sentencia de quince años. La sangre inocente de los mártires de Haymarket clamaba venganza.
Al final del discurso de Greie supe lo que ya había imaginado: los hombres de Chicago eran inocentes. Iban a morir por su ideal. ¿Pero cuál era su ideal? Johanna Greie había hablado de Parsons. Spies, Lingg y los otros como socialistas, pero yo ignoraba el verdadero significado del socialismo. Lo que había oído de los oradores locales me había parecido insípido y mecanicista. Por otra parte, los periódicos llamaban a estos hombres anarquistas, lanzadores de bombas. ¿Qué era el anarquismo? Todo era muy intrigante, pero no tenía tiempo para mayores contemplaciones. La gente estaba ya saliendo y me levanté para marcharme. Greie, el presidente y un grupo de amigos estaban todavía en la tribuna. Según me giraba hacia ellos, vi a Greie que se dirigía hacia mí. Me sobresalté, el corazón me latía violentamente y parecía que tenía los pies de plomo. Cuando me acerqué a ella, me cogió la mano y me dijo: «Nunca vi un rostro que reflejara tal tumulto de emociones. Debe de estar sintiendo la inminente tragedia intensamente. ¿Conoce a los hombres?» Con voz temblorosa le respondí: «Desafortunadamente no, pero siento lo sucedido con cada fibra de mi ser y, cuando la oí hablar, me pareció como si los conociera». Me puso la mano sobre el hombro. «Tengo la impresión de que los conocerá mejor según aprenda su ideal, y de que hará suya su causa».
Fui hasta casa como en un sueño. Mi hermana Helena ya estaba dormida, pero yo tenía que compartir mi experiencia con ella. La desperté y le conté toda la historia, citando el discurso casi literalmente. Debí de estar muy dramática, porque Helena exclamó: «Pronto oiré decir que tú también eres una anarquista peligrosa».
Unas semanas más tarde tuve ocasión de visitar a una familia alemana que conocía. Los encontré muy agitados. Alguien de Nueva York les había enviado un periódico alemán, Die Freiheit, editado por Johann Most. Trataba de los sucesos de Chicago. El estilo casi me dejó sin aliento, era tan diferente de lo que había oído en los mítines socialistas, incluso del discurso de Johanna Greie. Parecía un volcán despidiendo llamaradas de burla, desprecio y desafío: alentaba un odio profundo hacia los poderes que estaban preparando el crimen de Chicago. Empecé a leer Die Freiheit regularmente. Mandé que me enviaran todos los libros anunciados en el periódico y devoré todo lo que caía en mis manos sobre anarquismo, todo lo publicado sobre aquellos hombres, sus vidas, su trabajo. Leí sobre su postura heroica durante el juicio y su maravillosa defensa. Sentí que un mundo nuevo se abría ante mí.
Aquello que todo el mundo temía, pero que esperaban que no sucediera, ocurrió. Ediciones extra de los periódicos de Rochester traían la noticia: «¡Los anarquistas de Chicago habían sido colgados!»
Estábamos destrozadas, Helena y yo. Mi hermana estaba completamente trastornada; no dejaba de retorcerse las manos y llorar en silencio. Yo estaba como pasmada, paralizada, no podía ni llorar. Por la tarde fuimos a casa de mi padre. Todo el mundo estaba hablando sobre los sucesos de Chicago. Yo estaba totalmente abstraída en lo que sentía como una pérdida personal, cuando oí a una mujer reír groseramente. Con su voz chillona dijo con desprecio: «¿Qué es todo este lamento? Los hombres eran asesinos. Se merecían que los colgaran». De un salto me agarré al cuello de la mujer. Nos separaron. Alguien dijo: «Esta muchacha se ha vuelto loca». Conseguí soltarme, agarré una jarra de agua de la mesa y se la tiré a la cara con todas mis fuerzas. «¡Fuera, fuera —grité—, o la mato!» La mujer, aterrorizada, fue hacia la puerta y cayó al suelo en un ataque de histeria. A mí me llevaron a la cama y dormí profundamente. Al día siguiente me desperté como de una larga enfermedad, pero liberada del entumecimiento y la depresión de aquellas semanas de espera angustiosa y que habían tenido tan terrible final. Tuve la clara sensación de que algo nuevo y maravilloso había nacido dentro de mí. Un gran ideal, una fe ardiente, una determinación a dedicarme a la memoria de mis compañeros martirizados, a hacer mía su causa, a hacer que el mundo conociera sus vidas llenas de belleza y sus muertes heroicas. Johanna Greie fue más profética de lo que quizás ella misma había imaginado.
Estaba decidida, iría a Nueva York a ver a Johann Most. Él me ayudaría a prepararme para mi nueva tarea. Pero mi marido, mis padres... ¿cómo se tomarían mi decisión?
Solo llevaba casada diez meses, no era una unión feliz. Me di cuenta, casi desde el principio, de que mi marido y yo éramos completamente diferentes, no teníamos nada en común, ni siquiera armonizábamos sexualmente. Esta empresa, como casi todo lo que había sucedido desde que llegué a América, resultó de lo más decepcionante. América, «la tierra de los hombres libres y el hogar de los valientes»... ¡qué farsa me parecía ahora! Sin embargo, ¡cómo había luchado para que mi padre me dejara venir con Helena! Al final gané, y a últimos de diciembre de 1885. Helena y yo dejamos San Petersburgo y nos dirigimos a Hamburgo, donde embarcamos en el vapor Elbe hacia la Tierra Prometida.
Otra hermana nos había precedido unos años antes, se había casado y estaba viviendo en Rochester. Repelidas veces había escrito a Helena para que se fuera a vivir con ella, se encontraba sola. Por fin. Helena decidió partir. Pero yo no podía soportar, ni pensar, siquiera, en separarme de alguien que significaba para mi más incluso que mi madre. Helena odiaba también la idea de dejarme. Conocía bien las desavenencias que existían entre mi padre y yo. Se ofreció a pagarme el billete, pero mi padre no consentía. Lloré, supliqué, rogué y, finalmente, amenacé con tirarme al Neva, tras lo cual, cedió. Con veinticinco rublos en el bolsillo —todo lo que el viejo consintió en darme— me marché sin mirar atrás. Desde mis primeros recuerdos, nuestro hogar me resultaba sofocante, la presencia de mi padre aterradora. Mi madre, si bien menos violenta con los niños, nunca mostró mucho afecto por nosotros. Fue siempre Helena la que me dio amor, la que llenó mi infancia de la única alegría que hubo en ella. Continuamente asumía la culpa en lugar del resto de nosotros. Muchos golpes destinados a mí y a mi hermano fueron a parar a Helena. Ahora estábamos completamente unidas, nadie nos separaría.
Viajamos en tercera clase, donde los pasajeros eran tratados como ganado. Mi primer contacto con el mar fue aterrador y fascinante. La libertad de encontrarme lejos de casa, la belleza y el prodigio de su grandeza sin límites y su talante variable, la anticipación por lo que me ofrecería la nueva tierra, todo estimulaba mi imaginación y me hacía estremecer.
Recuerdo vivamente el último día de viaje. Todo el mundo estaba en cubierta; Helena y yo estábamos de pie, pegadas la una a la otra, extasiadas ante la vista del puerto y la Estatua de la Libertad emergiendo entre la niebla. ¡Ah, allí estaba ella, el símbolo de la esperanza, la libertad, las oportunidades! Mantenía en alto su antorcha para alumbrar el camino hacia el país libre, el refugio de los oprimidos del mundo. Nosotros también. Helena y yo, encontraríamos un sitio en el generoso corazón de América. Teníamos los ojos llenos de lágrimas y el alma llena de júbilo.
Roncas voces nos sacaron de nuestro ensueño. Nos encontramos rodeadas de gente que gesticulaba —hombres airados, mujeres histéricas, niños chillones—. Los guardias nos empujaban rudamente de acá para allá, nos gritaban que estuviéramos listos para ser transferidos a Castle Garden, la aduana de los inmigrantes.
Las escenas en Castle Garden fueron espantosas, el ambiente estaba cargado de antagonismo y severidad. Por ningún lado se veía la cara de un oficial compasivo; nada que atendiera a la comodidad de los recién llegados, las mujeres embarazadas y los niños. El primer día en suelo americano resultó ser un duro golpe. Solo teníamos un deseo, escapar de ese lugar horroroso. Habíamos oído que Rochester era la «ciudad de las flores» de Nueva York, pero llegamos en una mañana de enero fría y desolada. Mi hermana Lena, embarazada de su primer hijo, y la tía Rachel fueron a recibirnos. Las habitaciones de Lena eran pequeñas, pero luminosas y limpias. La habitación que habían preparado para Helena y para mí estaba llena de flores. Durante todo el día la gente entraba y salía —parientes que nunca había conocido, amigos de mi hermana y de su marido, vecinos—. Todos querían vernos, oír noticias del viejo país. Eran judíos que habían sufrido mucho en Rusia; algunos de ellos incluso habían sufrido los pogromos. Decían que la vida en el nuevo país era dura; todavía sentían nostalgia del hogar que nunca había sido su hogar.
Entre las visitas había algunos que habían prosperado. Un hombre se vanagloriaba de que sus seis hijos trabajaran; vendiendo periódicos, limpiando botas... Todos estaban preocupados por lo que íbamos a hacer. Un tipo de aspecto rudo solo me prestaba atención a mí. Estuvo toda la noche mirándome fijamente, de arriba a abajo. Incluso se me acercó e intentó palparme los brazos. Tuve la sensación de estar desnuda en el mercado. Me sentía ultrajada, pero quise insultar a los amigos de mi hermana. Me encontraba completamente sola y salí corriendo de la habitación. Experimenté una gran nostalgia por lo que había dejado atrás —San Petersburgo, mi amado Neva, mis amigos, mis libros, mi música—. Se oían voces en la habitación de al lado. Oí decir al hombre que me había puesto furiosa: «Puedo conseguirle un trabajo en Garson & Mayer. El salario será pequeño, pero pronto encontrará un tipo que se case con ella. Una muchacha tan rolliza, con sus mejillas rosadas y sus ojos azules, no tendrá que trabajar durante mucho tiempo. Cualquier hombre se la llevará y la guardará entre algodones». Pensé en Padre. Él había intentado desesperadamente casarme cuando tenía quince años. Protesté, rogué que me permitieran continuar mis estudios. En un arrebato tiró mi gramática francesa al fuego, gritando: «¡Las muchachas no tienen por qué aprender tanto! Todo lo que una hija judía necesita saber es cómo preparar pescado gefüllte, hacer finos los fideos y dar a su hombre muchos hijos». No me sometería a sus planes, quería estudiar, conocer la vida, viajar. Además, nunca me casaría si no era por amor, argüía yo firmemente. Era en realidad para escapar a los planes de mi padre por lo que había insistido en marcharme a América. Ahora, nuevos intentos de casarme me perseguían en la nueva tierra. Estaba decidida a no dejarme vender: trabajaría.
Nuestra hermana Lena se marchó a América cuando yo tenía once años. Yo solía pasar largas temporadas con mi abuela en Kovno, mientras mi familia vivía en Popelan, una pequeña ciudad de la provincia báltica de Curlandia. Lena siempre me había sido hostil, e inesperadamente descubrí el motivo. Yo no podía tener más de seis años en aquella época, mientras que Lena era dos años mayor. Estábamos jugando a las canicas. Por alguna razón, Lena debió pensar que estaba ganando demasiado a menudo. En un ataque de furia, me dio una patada y gritó: «¡Igual que tu padre! ¡El también nos engañó! Nos robó el dinero que nuestro padre nos había dejado. ¡Te odio! Tú no eres mi hermana».
Me quedé petrificada. Por unos momentos permanecí como clavada al suelo, mirando fijamente a Lena en silencio; luego, la tensión dio paso a un ataque de llanto. Corrí hacia mi hermana Helena, a la que iba siempre con mis penas infantiles. Le pedí que me explicara lo que Lena había querido decir con que mi padre le había robado y por qué yo no era su hermana.
Como siempre. Helena me cogió en sus brazos, intentó calmarme y quitó importancia a las palabras de Lena. Le pregunté a Madre, y por ella supe que había habido otro padre, el de Helena y Lena. Murió joven y Madre escogió entonces a mi padre, mío y de mi hermano pequeño. Dijo que mi padre era también el padre de Lena y Helena, aun cuando ellas no fueran más que sus hijastras. Era cierto, explicó, que Padre había utilizado el dinero de las niñas. Lo había invertido en negocios y había fracasado. Lo había hecho por el bien de todos. Pero lo que Madre me dijo no disminuyó mi agravio. «¡Padre no tenía derecho a utilizar ese dinero! —grité—. Son huérfanas. Es un pecado robar a los huérfanos. Ojalá fuera mayor; podría devolverles el dinero. Sí, eso debo hacer, debo reparar el pecado de Padre».
Mi niñera alemana me había dicho que quien quiera que robara a un huérfano no iría al cielo. Yo no tenía una clara idea de lo que era ese lugar. Mi familia, aunque practicaba los ritos judíos e iba a la sinagoga los sábados y días festivos, raramente nos hablaba de religión. Mi idea de Dios y el diablo, del pecado y el castigo, venía de mi niñera y de nuestros sirvientes rusos. Estaba segura de que Padre sería castigado si no pagaba su deuda.
Habían pasado once años desde aquel incidente, había olvidado hacía tiempo el daño que Lena me había causado, pero bajo ningún concepto sentía por ella el gran afecto que le tenía a mi querida Helena. Durante el viaje a América me había sentido inquieta a causa de los sentimientos que Lena podía tener hacia mí; pero cuando la vi, embarazada de su primer hijo, su pequeño rostro pálido y macilento, mi corazón se conmovió como si nunca hubiera habido ninguna sombra entre nosotros.
Al día siguiente de nuestra llegada, las tres hermanas nos quedamos solas. Lena nos contó lo sola que se había sentido, lo que nos había echado de menos a nosotras y a la familia. Supimos de su dura vida, primero como criada en la casa de tía Rachel; más tarde, como ojaladora en la fábrica de Stein. ¡Qué feliz era ahora, por fin tenía su propio hogar y esperaba con alegría el nacimiento de su hijo! «La vida sigue siendo difícil —dijo Lena—, mi marido gana doce dólares a la semana trabajando de estañero en los tejados, bajo el sol ardiente y el viento frío, siempre en peligro. Empezó a trabajar cuando tenía ocho años en Berdichev, Rusia —añadió— y está trabajando desde entonces».
Cuando Helena y yo nos retiramos a nuestra habitación, estábamos de acuerdo en que debíamos empezar a trabajar inmediatamente. No podíamos sumarnos a la carga de nuestro cuñado. ¡Doce dólares a la semana y un niño en camino! Unos días más tarde Helena encontró trabajo retocando negativos, lo que había sido su oficio en Rusia. Yo encontré trabajo en Garson & Mayer, cosiendo abrigos diez horas y media al día, por dos dólares cincuenta centavos a la semana.
Capítulo II
Había trabajado en fábricas antes, en San Petersburgo. El invierno de 1882, cuando Madre, mis dos hermanos pequeños y yo llegamos de Königsberg para reunirnos con Padre en la capital rusa, nos encontramos con que había perdido su puesto. Había sido el gerente de la mercería de su primo; pero poco antes de nuestra llegada el negocio había fracasado. La pérdida de su trabajo fue una tragedia para la familia, ya que Padre no había conseguido ahorrar nada. La única que ganaba entonces era Helena. Madre se vio forzada a pedir un préstamo a sus hermanos. Los trescientos rublos que nos prestaron fueron invertidos en una tienda de comestibles. El negocio daba poco al principio y tuve que buscar un empleo.
Los chales de punto estaban entonces muy de moda, y una vecina le dijo a mi madre dónde podría encontrar trabajo para hacer en casa. Dedicándome a esta tarea muchas horas al día, a veces hasta bien entrada la noche, conseguía ganar doce rublos al mes.
Los chales que tricotaba para ganarme la vida no eran en absoluto obras maestras, pero eran pasables. Odiaba este trabajo y mis ojos se resentían del esfuerzo constante. El primo de Padre que había fracasado en el negocio de la mercería era dueño ahora de una fábrica de guantes. Me ofreció enseñarme el oficio y darme trabajo.
La fábrica estaba lejos de nuestra casa. Tenía que levantarme a las cinco de la mañana para empezar a trabajar a las siete. Las salas eran oscuras y mal ventiladas. Iluminado por lámparas de aceite, en el taller nunca entraba el sol.
Éramos seiscientas, de todas las edades, hacíamos unos caros y preciosos guantes día tras día, por una pequeña paga. Pero se nos permitía el tiempo suficiente para comer y tomar té dos veces al día. Podíamos charlar y cantar mientras trabajábamos; no éramos ni atosigadas ni hostigadas. Eso era San Petersburgo en 1882.
Ahora estaba en América, en la Ciudad de las Flores del Estado de Nueva York, en una factoría modelo, según se me dijo. Desde luego, los talleres de Garson representaban una gran mejora respecto a la fábrica de guantes en el Vassilevsky Ostrov. Las salas eran grandes, luminosas y ventiladas. Teníamos suficiente espacio. No había ninguno de aquellos malos olores que solían darme nauseas en el taller de nuestro primo. Sin embargo, el trabajo aquí era mucho más duro, y el día, con solo media hora para comer, parecía interminable. La férrea disciplina prohibía movernos libremente (ni siquiera se podía ir al aseo sin permiso), la vigilancia constante del capataz pesaba duramente sobre mí. Cuando terminaba el día estaba agotada, llegaba como podía a la casa de mi hermana y me arrastraba hasta la cama. Esta monotonía mortal continuó semana tras semana.
Lo más sorprendente era que nadie en la fábrica parecía tan afectado como yo, nadie excepto mi vecina, la pequeña y frágil Tanya. Era delicada y pálida, se quejaba con frecuencia de dolores de cabeza y a menudo rompía a llorar cuando la tarea de manejar los pesados abrigos era demasiado dura para ella. Una mañana, cuando levanté la vista de mi trabajo, la descubrí hecha un ovillo. Se había desmayado. Llamé al capataz para que me ayudara a llevarla al vestuario, pero el ruido ensordecedor de las máquinas ahogó mi voz. Algunas de las chicas que estaban juntó a mí, me oyeron y empezaron a gritar. Dejaron de trabajar y corrieron hacia Tanya. El cese repentino de las máquinas atrajo la atención del capataz, que vino hacia nosotras. Sin siquiera preguntar la razón de aquella conmoción, gritó:
—¡A vuestras máquinas! ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¿Queréis que os despidan? ¡Volved inmediatamente al trabajo!
Cuando vio el cuerpo encogido de Tanya, gritó:
—¿Qué diablos le pasa?
Se ha desmayado —respondí, haciendo un esfuerzo por controlar mi voz.
—¿Desmayado? —dijo con desprecio—. Solo está fingiendo.
—¡Es usted un mentiroso y un bruto! —grité, sin poderme controlar ya más.
Me incliné sobre Tanya, le aflojé el vestido y exprimí en su boca medio abierta una naranja que tenía en mi cesta de la comida. Tenía la cara blanca, sudor frío en la trente. Parecía tan enferma que incluso el capataz se dio cuenta de que no había estado fingiendo. Le dio permiso para el resto del día.
—Iré con Tanya —dije—. Puede deducirme las horas de mi paga.
—¡Vete al diablo, salvaje! —me espetó.
Fuimos a un café. Yo misma me sentía vacía y mareada, pero entre las dos solo teníamos setenta y cinco centavos. Decidimos gastarnos cuarenta en comida y utilizar el resto en un billete de tranvía al parque. Allí, al aire libre, entre las flores y los árboles, olvidamos nuestro agobiante trabajo. El día, que había empezado mal, terminó tranquilamente y en paz.
A la mañana siguiente, la deprimente rutina comenzó de nuevo; continuó durante semanas y meses, rota solo por un recién llegado a nuestra familia, una niña. El bebé se convirtió en el único interés de mi existencia gris. A menudo, cuando el ambiente en la fábrica de Garson era abrumador, el recuerdo de la preciosa chiquilla me reanimaba. Las noches ya no eran monótonas e insípidas. Pero aunque la pequeña Stella trajo alegría a nuestra casa, también se sumó a las preocupaciones económicas de mi hermana y mi cuñado.
Lena nunca me hizo sentir, ni de palabra ni de obra, que el dólar y medio que le daba por mi comida (el transporte me costaba sesenta centavos a la semana, los restantes cuarenta centavos eran para mis gastos) no cubría los costes. Pero había oído por casualidad a mi cuñado quejarse sobre el aumento en los gastos de la casa. Sabía que tenía razón. No quería que mi hermana se preocupara, estaba alimentando a su hija. Decidí pedir un aumento. Sabía que no serviría de nada hablar con el capataz y, por lo tanto, pedí hablar con el señor Garson.
Me condujeron hasta una oficina lujosa. Había rosas sobre la mesa, American Beauties. A menudo, las había admirado en las floristerías y una vez, incapaz de aguantar la tentación, entré a preguntar el precio. Valían un dólar y medio cada una —más de la mitad de mi salario semanal—. El precioso jarrón de la oficina del señor Garson contenía un gran ramo.
No me pidió que me sentara. Por un momento olvidé mi misión. La bonita habitación, las rosas, el aroma del cigarro que fumaba el señor Garson, me fascinaron. La pregunta de mi patrón me devolvió a la realidad: «Bien, ¿qué puedo hacer por usted?»
Le dije que había venido a pedir un aumento. Los dos dólares y medio que me daba no eran suficientes para pagar mi manutención, y mucho menos algo como, por ejemplo, un libro o una entrada de teatro de veinticinco centavos de vez en cuando. El señor Garson respondió que, para ser una obrera, tenía gustos bastante extravagantes; que todas sus operarias estaban satisfechas, que parecían arreglárselas muy bien; que yo también debería arreglármelas o buscar trabajo en otro sitio. «Si te aumento el sueldo, tendré que aumentárselo a las demás y no puedo permitírmelo», dijo. Decidí dejar el trabajo en Garson.
Unos días más tarde conseguí un empleo en la fábrica Rubinstein por cuatro dólares a la semana. Era un taller pequeño, no lejos de donde vivía. La casa estaba en medio de un jardín, y solo trabajábamos allí una docena de hombres y mujeres. La disciplina y el hostigamiento de Garson estaban ausentes por completo.
Al lado de mi máquina trabajaba un joven atractivo, de nombre Jacob Kershner. Vivía cerca de la casa de Lena y, a menudo, íbamos caminando juntos desde el trabajo. Al poco tiempo empezó a llamarme por las mañanas. Solíamos charlar en ruso, pues mi inglés era todavía muy vacilante. Su ruso era como música para mis oídos; era el primer ruso verdadero, aparte de Helena, que tenía la oportunidad de oír en Rochester desde mi llegada.
Kershner había llegado a América en 1881, desde Odesa, donde había terminado el Gymnasium. Como no tenía oficio se hizo «operario de capas». Me dijo que solía dedicar la mayor parte de su tiempo libre a leer o a bailar. No tenía amigos porque encontraba a sus compañeros de trabajo de Rochester interesados solamente en hacer dinero, y cuyo único ideal era empezar un negocio por su cuenta. Él se había enterado de nuestra llegada, de Helena y mía —incluso me había visto varias veces en la calle— pero no sabía cómo podíamos llegar a conocernos. Ahora ya no se sentiría solo nunca más, dijo alegremente. Podríamos ir juntos a sitios y me prestaría sus libros. Mi propia soledad ya no era tan profunda.
Le hablé a mis hermanas de él, y Lena me pidió que le invitara al domingo siguiente. Cuando Kershner vino, ella se sintió favorablemente impresionada; pero a Helena no le gustó desde un principio. No dijo nada al respecto durante mucho tiempo, pero yo me había dado cuenta.
Un día, Kershner me invitó a un baile. Mi primer baile desde que había llegado a América. La expectación que sentía me trajo recuerdos de mi primer baile en San Petersburgo. Tenía quince años entonces. A Helena la había invitado su jefe al Club Alemán; le había dado dos entradas y, por lo tanto, podía llevarme con ella. Poco antes, mi hermana me había regalado una pieza de terciopelo azul maravilloso para mi primer vestido largo: pero antes de que pudiera hacérmelo, un sirviente se marchó robándonos la tela. La pena que sentí me hizo enfermar durante varios días. Si al menos tuviera un vestido, pensaba. Padre me dejaría asistir al baile. «Te conseguiré tela para un vestido —me dijo Helena para consolarme—, pero me temo que Padre no te dejará ir». «Entonces, ¡le desafiaré!»
Me compró otra pieza de tela azul, no tan bonita como el terciopelo, pero ya no me importaba. Estaba demasiado contenta por mi primer baile, por el placer de bailar en público. No sé cómo, Helena consiguió el consentimiento de Padre, pero en el último momento cambió de opinión. Había cometido alguna infracción durante el día, por lo que declaró categóricamente que tendría que quedarme en casa. Helena dijo que tampoco iría, pero yo estaba decidida a desafiar a mi padre, pasara lo que pasara.
Esperé con ansiedad a que mis padres se retiraran a dormir. Luego me vestí y desperté a Helena. Le dije que tenía que venir conmigo o me iría de casa. «Podemos estar de vuelta antes de que Padre se despierte». Mi querida Helena... ¡era siempre tan tímida! Tenía una capacidad infinita para el sufrimiento, para soportarlo todo, pero no era capaz de luchar. En esta ocasión se dejó llevar por mi decisión desesperada. Se vistió y sigilosamente nos deslizamos fuera de la casa.
En el Club Alemán todo era alegría y resplandor. Nos encontramos con el jefe de Helena, de nombre Kadison, y algunos de sus jóvenes amigos. Me sacaron a bailar en todas las piezas y bailé con frenesí y abandono. Se estaba haciendo tarde y mucha gente se estaba yendo cuando Kadison me invitó a otro baile. Helena insistía en que estaba demasiado cansada, pero yo no estaba de acuerdo. «¡Bailaré! —dije—, ¡bailaré hasta que caiga muerta!» Tenía calor, el corazón me latía violentamente mientras mi caballero me hacía girar alrededor del salón, sosteniéndome estrechamente. Bailar hasta morir, ¡qué fin más glorioso!
Eran aproximadamente las cinco de la madrugada cuando llegamos a casa. Nuestra familia todavía dormía, me desperté tarde, fingiendo un dolor de cabeza, y secretamente me enorgullecí de mi triunfo sobre mi viejo.
Con el recuerdo de aquella experiencia todavía vivido en mi mente, acompañé a Jacob Kershner a la fiesta, llena de expectación. Mi decepción fue amarga: no había salón de baile maravilloso, ni mujeres bonitas, ni jóvenes apuestos, ni alegría. La música era estridente, los bailarines desmañados. Jacob no bailaba mal, pero carecía de entusiasmo y pasión. «Cuatro años en la máquina me han robado las fuerzas —dijo—. ¡Me canso con tanta facilidad!»
Hacía cuatro meses que conocía a Jacob Kershner cuando me pidió que me casara con él. Admití que me gustaba, pero no quería casarme tan joven. Nos conocíamos muy poco todavía. Dijo que esperaría tanto como yo quisiera, pero que ya había muchos comentarios sobre nuestras salidas juntos. «¿Por qué no nos comprometemos?», imploró. Finalmente consentí. El antagonismo de Helena hacia Jacob se había vuelto casi una obsesión; en realidad le odiaba. Pero yo estaba sola, necesitaba compañía. Por último, la convencí. Su gran amor hacia mí no podía negarme nada u oponerse a mis deseos.
A finales del otoño de 1886 llegó el resto de nuestra familia a Rochester —Padre, Madre y mis hermanos, Herman y Yegor—. La situación se había vuelto intolerable en San Petersburgo para los judíos y la tienda de ultramarinos no daba para pagar los cada vez más numerosos sobornos que Padre se veía obligado a practicar para que se le permitiera existir. América se convirtió en la única solución.
Junto con Helena, preparé un hogar para nuestros padres y, a su llegada, nos fuimos a vivir con ellos. Pronto nos dimos cuenta de que nuestros sueldos eran insuficientes para pagar los gastos de la casa. Jacob Kershner se ofreció a alojarse con nosotros, lo que sería de alguna ayuda, y sin tardar se mudó.
La casa era pequeña, consistía en una sala de estar, una cocina y dos dormitorios. Uno era para mis padres, el otro para Helena, para nuestro hermano pequeño y para mí. Kershner y Herman dormían en la sala. La proximidad de Jacob y la falta de intimidad me tenía continuamente irritada. Sufría de insomnio, tenía pesadillas y un gran cansancio en el trabajo. La vida se estaba haciendo insoportable y Jacob insistió en la necesidad de tener un hogar para nosotros solos.
Teniéndole más cerca, me había dado cuenta de que éramos demasiado diferentes. Su interés por la lectura, que me había atraído en un principio, había menguado. Había adoptado las costumbres de sus compañeros, jugar a las cartas y asistir a bailes aburridos. Yo, por el contrario, estaba llena de ansias de superación y de aspiraciones. Anímicamente estaba todavía en Rusia, en mi querido San Petersburgo, viviendo en el mundo de los libros que había leído, de las óperas que había escuchado, del círculo de estudiantes que había conocido. Odiaba Rochester incluso más que antes, Pero Kershner era el único ser humano que había conocido desde mi llegada. Llenaba un vacío en mi vida y me atraía poderosamente. En febrero de 1887 nos casó en Rochester un rabino, de acuerdo con los ritos judíos, no exigiendo la ley ningún requisito más en aquella época.
La agitación febril de aquel día, la ansiedad y mis ardientes expectativas, dieron paso por la noche a un sentimiento de total perplejidad. Jacob yacía temblando a mi lado; era impotente.
Las primeras sensaciones eróticas que recuerdo me habían invadido cuando tenía seis años. Mis padres vivían en Popelan entonces, donde los niños no teníamos un hogar en el verdadero sentido de la palabra. Padre regentaba una posada que estaba siempre llena de campesinos, borrachos y camorristas, y de oficiales del gobierno. Madre estaba ocupada supervisando a los sirvientes en nuestra grande y caótica casa. Mis hermanas. Lena y Helena, de catorce y doce años, estaban cargadas de trabajo. Entre los que trabajaban en el establo había un chico campesino. Petrushka, que hacía de pastor, cuidando nuestras vacas y nuestras ovejas. A menudo me llevaba con él a los prados y yo escuchaba las dulces melodías de su flauta. Por la noche me llevaba a casa sentada a horcajadas sobre sus hombros. Jugábamos a los caballos: corría tan deprisa como sus piernas se lo permitían; de repente, me lanzaba hacia arriba en el aire, me cogía en sus brazos y me apretaba contra sí. Solía sentir una sensación peculiar que me llenaba de júbilo, seguida de un alivio maravilloso.
Me hice inseparable de Petrushka. Llegué a encariñarme tanto con él que solía robar pasteles y fruta de la despensa de Madre para dárselos. Estar con Petrushka en los campos, escuchar su música, cabalgar en sus hombros, se convirtió en la obsesión de mis horas de sueño y de vigilia. Un día, Padre tuvo un altercado con Petrushka y el chico fue despedido. Su pérdida fue una de las tragedias más grandes de mi infancia. Después, durante semanas, seguía soñando con Petrushka, los prados, la música, reviviendo la alegría y el éxtasis de nuestro juego. Una mañana, sentí que me despertaban bruscamente. Madre estaba inclinada sobre mí, agarrándome fuerte la mano derecha. Con enfado gritó: «¡Si te encuentro otra vez con la mano ahí, te doy de azotes, niña mala!»
La proximidad de la pubertad me hizo por primera vez consciente del efecto que los hombres tenían sobre mí. Tenía entonces once años. Un día de verano, temprano, desperté con grandes dolores. La cabeza, la espalda y las piernas me dolían como si me las estuvieran partiendo en pedazos. Llamé a Madre. Retiró las mantas de mi cama y, de repente, sentí como un escozor en la cara. Me había pegado. Solté un chillido, y me quedé mirando fijamente sus ojos aterrorizados. «Esto es necesario para una chica —dijo— cuando se hace mujer, como protección contra la desgracia». Intentó abrazarme, pero la rechacé. Me estaba retorciendo de dolor y me sentía demasiado ultrajada para que me tocara. «Quiero morirme —grité—, quiero que venga el Feldscher» (ayudante del doctor). Mandaron llamar al Feldscher. Era un joven que había llegado hacía poco al pueblo. Me examinó y me dio algo para dormir. Desde entonces soñé con el Feldscher.
Cuando tenía quince años trabajaba en una fábrica de corsés en la Galería Hermitage de San Petersburgo. Después del trabajo, cuando dejaba el taller junto con las otras chicas, éramos abordadas por jóvenes oficiales rusos y por civiles. La mayoría de las chicas tenían novio; solo una amiga mía judía y yo nos negábamos a que nos llevaran a la konditorskaya (pastelería) o al parque.
Cerca del Hermitage había un hotel por el que teníamos que pasar. Uno de los recepcionistas, un tipo guapo de unos veinte años, me distinguió con sus atenciones. En un principio yo le desdeñaba, pero, gradualmente, empezó a ejercer cierta fascinación sobre mí. Su perseverancia minó lentamente mi orgullo y acepté que me cortejara. Solíamos encontrarnos en algún lugar tranquilo o en alguna pastelería apartada. Tenía que inventarme toda clase de historias para explicarle a mi padre por qué volvía tarde del trabajo o estaba fuera hasta después de las nueve. Un día, estando en el Jardín de Verano en compañía de otras chicas y de algunos estudiantes, me espió. Cuando volví a casa me empujó violentamente contra las estanterías de la tienda de ultramarinos, lo que provocó que los tarros con la estupenda varenya de Madre se cayeran al suelo. Me golpeó con los puños, gritando que no toleraría una hija fácil. Esa experiencia hizo que mi hogar me pareciera más insoportable y la necesidad de escapar más acuciante.
Durante algunos meses mi admirador y yo nos vimos clandestinamente. Un día me preguntó si no me gustaría entrar en el hotel y ver las lujosas habitaciones. Yo nunca había estado en un hotel —la felicidad y la alegría que imaginaba dentro, cuando pasaba de vuelta del trabajo, me fascinaban—.
El muchacho me llevó, a través de una puerta lateral, a lo largo de un pasillo alfombrado, a una habitación grande. Estaba iluminada profusamente y los muebles eran preciosos. Sobre una mesa cercana al sofá había flores y una bandeja de té. Nos sentamos. El joven sirvió un liquido dorado y pidió que brindáramos por nuestra amistad. Me llevé el vino a los labios. De repente, me encontré en sus brazos, la blusa abierta, sus besos apasionados me cubrían la cara, el cuello y el pecho. No fui consciente de nada hasta el momento en que nuestros cuerpos chocaron violentamente y sentí el dolor insoportable que me había causado. Chillé, golpeándole el pecho salvajemente con los puños. De pronto, oí la voz de Helena en el vestíbulo. «¡Debe de estar aquí, debe de estar aquí!» Me quedé sin habla. El hombre también estaba aterrorizado. Su apretado abrazo se relajó y escuchamos en silencio, sin respirar siquiera. Después de lo que me parecieron horas, la voz de Helena fue haciéndose inaudible. El hombre se levantó. Yo me puse en pie mecánicamente, mecánicamente me abroché la blusa y me atusé el pelo.
Aunque parezca extraño, no sentía vergüenza, tan solo una gran conmoción ante el descubrimiento de que el contacto entre un hombre y una mujer podía ser tan brutal, tan doloroso. Me marché aturdida, herida.
Cuando llegué a casa encontré a Helena muy nerviosa. Había estado preocupada por mí, pues sabía que me iba a ver con el chico. Anteriormente había averiguado dónde trabajaba, y cuando vio que no volvía, fue al hotel a buscarme. La vergüenza que no sentí en los brazos del hombre, me abrumaba ahora. No pude reunir el suficiente coraje para contarle a Helena mi experiencia.
Después de aquello siempre me sentí entre dos fuegos en presencia de hombres. Su atractivo seguía siendo fuerte, pero estaba mezclado con una gran repulsión. No soportaba que me tocaran.
Estas imágenes pasaron por mi mente de forma vivida mientras estaba echada al lado de mi marido nuestra noche de bodas. Él se había quedado profundamente dormido.
Las semanas pasaban; no se produjo ningún cambio. Le insistí a Jacob para que fuera al médico. Al principio se negó, por timidez, pero al final fue. Le dijeron que llevaría bastante tiempo «reconstruir su virilidad». Mi propia pasión había disminuido. Los intentos para llegar a fin de mes excluían todo lo demás. Había dejado de trabajar, no estaba bien visto que una mujer casada fuera a la fábrica. Jacob estaba ganando quince dólares a la semana. Había desarrollado una gran pasión por el juego, que se llevaba una gran parte de nuestros ingresos. Se volvió celoso, sospechando de todo el mundo. La vida se volvió insoportable. Me salvé de la desesperación total gracias a mi interés por los acontecimientos de Haymarket.
Después de la muerte de los anarquistas de Chicago insistí en separarme de Kershner. Él se opuso durante mucho tiempo, pero al final consintió en el divorcio. Nos lo concedió el mismo rabino que nos casó. Después me fui a New Haven, Connecticut, a trabajar en una fábrica de corsés.
Durante el tiempo que luché por liberarme de Kershner, la única que estuvo de mi lado fue mi hermana Helena. Ella se opuso con todas su fuerzas al matrimonio, pero ahora no me hizo ni un solo reproche. Muy al contrario, me ofreció ayuda y comprensión. Defendió ante mis padres y Lena mi decisión de conseguir el divorcio. Como siempre, su devoción no conocía límites.
En New Haven conocí a un grupo de jóvenes rusos, estudiantes principalmente, que trabajan en diferentes oficios. La mayoría eran socialistas y anarquistas. A menudo organizaban reuniones, a las que invitaban a oradores de Nueva York, uno de ellos fue A. Solotaroff. La vida era interesante y animada; pero, gradualmente, el esfuerzo del trabajo se volvió excesivo para mi vitalidad agotada. Por último, tuve que volver a Rochester.
Fui a casa de Helena. Vivía con su marido y su hijo encima de su pequeño taller de imprenta, que servía también de oficina para la agencia de barcos de vapor. Sus dos ocupaciones no les daban lo suficiente para sacarlos de la pobreza más extrema. Helena se había casado con Jacob Hochstein, un hombre diez años mayor que ella. Era un gran erudito hebreo, una autoridad en los clásicos ingleses y rusos y una personalidad excepcional. Su integridad y su carácter independiente le hacían ser un pobre competidor en el sórdido mundo de los negocios. Cuando alguien le traía un encargo por valor de dos dólares. Jacob Hochstein le dedicaba el mismo tiempo que le hubiera dedicado a uno que valiera cincuenta. Si algún cliente regateaba sobre los precios, le pedía que se marchara. No podía soportar que dieran a entender que cobraba de más. Sus ingresos eran insuficientes para las necesidades de la familia, y la que más se preocupaba y se atormentaba era mi pobre Helena. Estaba embarazada de su segundo hijo y, aun así, tenía que afanarse de la mañana a la noche para poder llegar a final de mes, sin la más mínima queja. Ella había sido así toda su vida, sufriendo en silencio, siempre resignada.
El matrimonio de Helena no había surgido del amor apasionado. Era la unión de personas maduras que ansiaban compañía y una vida tranquila. Lo que había habido de pasional en mi hermana se consumió cuando ella tenía veinticuatro años. A los dieciséis años, mientras vivíamos en Popelan, se había enamorado de un joven lituano, un alma hermosa. Pero era un goi (gentil) y Helena sabía que casarse con él sería imposible. Después de un gran esfuerzo y muchas lágrimas, Helena rompió su relación con el joven Susha. Años más tarde, camino de América, paramos en Kovno, nuestra ciudad natal. Helena había concertado allí una cita con Susha. No podía soportar la idea de marcharse tan lejos sin despedirse de él. Se vieron y se despidieron como buenos amigos, el fuego de su juventud solo era cenizas.
A mi vuelta de New Haven, Helena me recibió como siempre, con ternura y con el ofrecimiento de que su casa era también la mía. Me hacía bien estar cerca de ella, de Stella y de mi hermano pequeño, Yegor. Pero no tardé mucho en darme cuenta de la situación tan apurada en que se encontraba el hogar de Helena. Volví al taller.
Viviendo en el barrio judío era imposible evitar a los que no deseaba ver. Me encontré con Kershner casi inmediatamente después de mi llegada. Día tras día me buscaba. Implorándome que volviera con él —todo sería diferente—. Un día amenazó con suicidarse, de hecho, sacó un frasco de veneno. Insistentemente me presionaba para que le diera una respuesta definitiva.
No era tan infantil como para creer que una nueva vida con Kershner sería más satisfactoria o duradera que la primera. Además, había decidido definitivamente irme a Nueva York a prepararme para el trabajo que me había prometido emprender después de la muerte de los compañeros de Chicago. Pero la amenaza de Kershner me asustó: no podía ser responsable de su muerte. Me volví a casar con él. Mis padres se alegraron, y también Lena; pero Helena estaba completamente apenada.
Sin que Kershner lo supiera me matriculé en un curso de costura, con el fin de tener un oficio que me liberara del taller. Durante tres largos meses luché contra mi marido para que me dejara hacer mi vida. Intenté hacerle comprender la futilidad de vivir una vida parcheada, pero él seguía inflexible. Una noche, tarde, después de amargas recriminaciones, dejé a Kershner y mi hogar, esta vez definitivamente.
Fui inmediatamente condenada al ostracismo por toda la población judía de Rochester. No podía ir por la calle sin sentirme despreciada y acosada. Mis padres me prohibieron entrar en su casa y, de nuevo, solo Helena se mantuvo a mi lado. Incluso me pagó, de sus escasos ingresos, el billete a Nueva York.
Así que dejé Rochester, donde había conocido tanto dolor, duro trabajo y soledad. La alegría de la partida se vio disminuida por la separación de Helena, Stella y mi hermano pequeño, a los que tanto quería.
La llegada del nuevo día en el piso de los Minkin me encontró despierta todavía. La puerta hacia lo viejo se había cerrado definitivamente. Lo nuevo me llamaba, y ansiosamente extendí mis manos hacia ello. Me quedé dormida profunda y dulcemente.
Me despertó la voz de Anna Minkin anunciándome la llegada de Alexander Berkman. Era ya más de mediodía.
Capítulo III
Helen Minkin estaba en su trabajo. Anna estaba parada en aquella época. Preparó té y nos sentamos a charlar. Berkman me preguntó sobre mis planes de trabajo, de actividad en el movimiento. ¿Me gustaría visitar la redacción del Freiheit? ¿Podía él ayudarme de alguna manera? Me dijo que estaba libre para acompañarme, había dejado su trabajo después de una disputa con el capataz. «Un negrero —comentó—, a mí nunca me hostigó, pero era mi deber defender al resto de mis compañeros». Había poco trabajo ahora en la industria del tabaco, nos informó, pero, como anarquista, no podía pararse a considerar su propio empleo. Lo personal no importaba. Solo la Causa. Luchar contra la injusticia y la explotación era lo que importaba.
¡Qué fuerte era! —pensé—. ¡Qué maravilloso en su ardor revolucionario! Igual que nuestros compañeros martirizados de Chicago.
Tenía que ir a la calle 42 Oeste a recoger mi máquina de coser de la consigna. Berkman se ofreció a acompañarme. Sugirió que a la vuelta podríamos bajar hasta el Puente de Brooklyn en el tren aéreo y después caminar hasta la calle William, donde estaba la redacción del Freiheit.
Le pregunté si podía tener esperanzas de establecerme de modista por mi cuenta. Deseaba tanto verme libre de la esclavitud y del penoso trabajo del taller. Quería tener tiempo para leer y, más tarde, deseaba realizar mi sueño de una cooperativa taller. «Algo así como la aventura de Vera en ¿Qué hacer?», le expliqué. «¿Has leído a Chernishevski? —me preguntó Berkman sorprendido—, seguramente no en Rochester» «Seguro que no —le respondí riendo—, aparte de mi hermana Helena, no he conocido a nadie allí que leyera esa clase de libros. No, no en esa tediosa ciudad. En San Petersburgo». Me miró dudosamente, y señaló: «Chernishevsky era un nihilista y sus trabajos están prohibidos en Rusia. ¿Estabas en contacto con los nihilistas? Son los únicos que podrían haberte dejado el libro». Me sentí indignada. ¡Cómo se atrevía a dudar de mi palabra! Le repetí enfadada que había leído los libros prohibidos y otros trabajos similares, tales como Padres e hijos de Turgueniev y Obriv (El precipicio) de Gontcharov. Se los habían dejado a mi hermana unos estudiantes y ella me los prestó para que los leyera. «Siento haberte hecho enfadar», me dijo Berkman suavemente. «En realidad no dudaba de tus palabras. Solo estaba sorprendido de que una chica tan joven hubiera leído esos libros».
Qué lejos estaba de mis días adolescentes, reflexioné. Me acordé de la mañana, estando en Königsberg, que vi un gran cartel que anunciaba la muerte del zar, «asesinado por los nihilistas». El recuerdo del cartel trajo a mi memoria un incidente de mi primera infancia que durante un tiempo había convertido mi hogar en una casa de duelo. Madre había recibido una carta de su hermano Martin dándole la horrible noticia del arresto de su hermano Yegor. Le habían tomado por un nihilista, decía la carta, y le habían encerrado en la Fortaleza de Pedro y Pablo y sería pronto enviado a Siberia. Las noticias nos llenaron de terror. Madre decidió ir a San Petersburgo. Durante semanas estuvimos en ansiosa espera de noticias. Finalmente volvió, su rostro estaba rebosante de felicidad. Yegor ya había sido enviado a Siberia. Después de muchas dificultades y con ayuda de una gran suma de dinero, había conseguido una audiencia con Trepov, el gobernador general de San Petersburgo. Ella había descubierto que el hijo del gobernador era compañero de estudios de Yegor, y utilizó esto como una prueba de que su hermano no podía estar mezclado con los terribles nihilistas. Alguien tan cercano al propio hijo del gobernador no podía tener nada que ver con los enemigos de Rusia. Imploró arguyendo la extremada juventud de Yegor, se arrodilló, suplicó y lloró. Finalmente, Trepov prometió que sacaría al chico de la étape. Por supuesto, le pondría bajo estricta vigilancia; Yegor tendría que prometer solemnemente no acercarse nunca a la banda de asesinos.
Cuando nuestra madre nos contaba historias de los libros que había leído, siempre lo hacía de forma muy vivida. Los niños solíamos escucharla con suma atención. Esta vez también su historia era absorbente. Me hizo ver a Madre delante del severo gobernador general, con su cara bonita, enmarcada por su gran melena, bañada en lágrimas. También vi a los nihilistas, criaturas negras y siniestras que habían atrapado a mi tío en su conspiración para matar al zar. El bueno, el amable del zar —decía Madre—, el primero en dar más libertad a los judíos. Que había detenido los pogromos y estaba planeando liberar a los campesinos. ¡A él querían matar los nihilistas! «¡Asesinos a sangre fría! —gritó Madre—. ¡Deberían ser exterminados todos y cada uno de ellos!»
La violencia de Madre me aterrorizó. La sugerencia de exterminio me heló la sangre. Pensé que los nihilistas debían de ser bestias, pero no podía soportar aquella crueldad en mi madre. A menudo, después de aquello, me sorprendí a mí misma pensando en los nihilistas, preguntándome quiénes eran y qué les hacía tan feroces. Cuando llegó a Königsberg la noticia del ahorcamiento de los nihilistas que habían matado al zar, ya no sentía ningún resentimiento contra ellos. Algo misterioso había despertado mi compasión, y lloré amargamente su destino.
Años más tarde descubrí el término nihilista en Padres e hijos. Y cuando leí ¿Qué hacer? comprendí mi compasión instintiva hacia los ejecutados. Comprendí que no podían ser testigos mudos del sufrimiento del pueblo y que habían sacrificado sus vidas por él. Me convencí aún más cuando supe la historia de Vera Zasulich, que había disparado a Trepov en 1879. Mi joven profesor de ruso me la contó. Madre había dicho que Trepov era amable y humano, pero mi profesor me habló de lo tiránico que había sido, un verdadero monstruo que solía mandar a sus cosacos contra los estudiantes, ordenar que los azotaran con nagaikas, dispersar sus reuniones y enviar a los prisioneros a Siberia. «Los oficiales como Trepov son bestias salvajes —decía mi profesor apasionadamente—, roban a los campesinos y después los azotan. Y torturan a los idealistas en la cárcel».
Sabía que mi profesor decía la verdad. En Popelan todo el mundo solía hablar de la flagelación de los campesinos. Un día vi un cuerpo humano medio desnudo ser azotado con un knut. Me puse histérica y, durante días, la terrible imagen me persiguió. Escuchar a mi profesor me lo recordó: el cuerpo sangrante, los chillidos desgarradores, las caras contorsionadas de los gendarmes, los knuts silbando en el aire y descendiendo sobre el hombre semidesnudo con un siseo agudo. Las dudas que desde mi niñez pudieran quedarme sobre los nihilistas, desaparecieron ahora por completo. Se convirtieron en mis héroes y mártires y, desde ese momento, en mis guías.
Me despertó de mi ensueño Berkman, que me preguntaba por qué me había quedado tan callada. Le conté mis recuerdos. Él entonces, me relató algunas de sus influencias tempranas, demorándose particularmente en su querido tío Maxim, un nihilista, y en la conmoción que le había supuesto saber que había sido condenado a muerte. «Tenemos mucho en común, ¿verdad? —señaló—. Incluso somos de la misma ciudad. ¿Sabías que Kovno ha dado muchos hijos valerosos al movimiento revolucionario? Y ahora quizás, también, una valiente hija», añadió. Me puse colorada. Me sentía orgullosa. «Espero no fallar cuando llegue el momento», respondí.
El tren iba por calles estrechas, los monótonos edificios pasaban tan cerca que podía ver el interior de las habitaciones. Las escaleras de incendio estaban llenas de almohadas y mantas sucias y de ropa tendida veteada de suciedad. Berkman me tocó el brazo y anunció que la próxima parada era Puente de Brooklyn. Nos apeamos y caminamos hasta la calle William.
La redacción del Freiheit estaba en un viejo edificio, subiendo dos tramos oscuros de escalones chirriantes. En la primera habitación había varios hombres componiendo los tipos. En la siguiente encontramos a Johann Most, de pie junto a un escritorio alto, escribiendo. Nos miró de reojo y nos invitó a sentarnos. «Estos malditos torturadores están chupándome la sangre», se quejó. «¡Copiar, copiar, copiar! ¡Eso es lo único que saben hacer! Pídeles que escriban una línea, no, ellos no. Son demasiado tontos y perezosos». Un estallido de buen humor, procedente de la habitación de composición, acogió el arranque de Most. Su voz ronca; su mandíbula torcida, que tanto me había repelido la primera vez que le vi, me recordaron las caricaturas que hacían de él los periódicos de Rochester. No era capaz de conciliar el hombre airado que estaba delante de mí con el orador inspirado de la noche anterior, cuya oratoria me había entusiasmado.
Berkman se dio cuenta de mi expresión confusa y asustada. Me susurró en bajo que no me preocupara por Most, que siempre estaba de ese humor cuando estaba en el trabajo. Me levanté a inspeccionar los libros que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, fila tras fila. Qué pocos había leído, reflexioné. Mis años en el colegio me habían dado tan poco. ¿Podría ponerme al día? ¿De dónde sacaría el tiempo para leer? ¿El dinero para comprar los libros? Me preguntaba si Most me dejaría algunos de los suyos, si me atrevería a pedirle que me sugiriera un plan de estudio y lectura. En ese momento, otro estallido hirió mis oídos. «¡Aquí está mi carne, Shylocks! atronó—, más que suficiente para llenar el papel. Toma, Berkman, llévaselo a esos demonios negros».
Most se me acercó. Sus profundos ojos azules se fijaron inquisitivamente en los míos. «Bien, joven —dijo—, ¿ha encontrado algo para leer? ¿O no lee en alemán e inglés?» La dureza de su voz se había trocado en una textura amable y cálida. «Inglés no —dije, aliviada y animada por su tono—, alemán». Me dijo que cogiera el libro que quisiera. Después me acosó a preguntas: de dónde venía, qué pensaba hacer. Le dije que venía de Rochester. «Sí, conozco esa ciudad. Tiene buena cerveza. Pero los alemanes son un puñado de Kaffern. ¿Por qué en Nueva York concretamente? Es una ciudad hostil, el trabajo está mal pagado, no se encuentra fácilmente. ¿Tiene suficiente dinero para ir tirando?» Estaba profundamente conmovida por el interés que este hombre mostraba por mí, una perfecta desconocida. Le expliqué que Nueva York me había atraído porque era el centro del movimiento anarquista, y porque había leído que él era su adalid. En realidad, había venido a verle para que me ayudara y orientara. Deseaba mucho hablar con él. «Pero no ahora, en otro momento, lejos de los demonios negros».
«Tiene sentido del humor —su rostro se iluminó—. Si entra en el movimiento lo necesitará». Sugirió que volviera el próximo miércoles, para ayudarle a despachar el Freiheit, a escribir direcciones y a doblar los periódicos, «y después quizás podamos hablar».
Con varios libros bajo el brazo y un cálido apretón de manos, Most se despidió de mí. Berkman salió conmigo.
Fuimos al café de Sachs. Yo no había comido nada desde el té que nos había dado Anna. Mi acompañante también estaba hambriento, pero evidentemente, no tanto como la noche anterior: no pidió ningún filete extra, ni ninguna taza de café extra. ¿O es que estaba sin blanca? Le dije que yo todavía era rica y le supliqué que pidiera más comida. Él lo rechazó bruscamente diciendo que no podía aceptarlo de alguien en paro que acababa de llegar a una ciudad extraña. Yo estaba al mismo tiempo enfadada y divertida. Le expliqué que no quería herir sus sentimientos, que creía que uno debía compartir siempre con un compañero. Se arrepintió de su brusquedad, pero me aseguró que no tenía hambre. Nos marchamos del restaurante.
El calor de agosto era sofocante. Berkman sugirió una excursión al Battery para refrescarnos. No había visto el puerto desde mi llegada a América. Su belleza me sobrecogió como en aquel día memorable, pero la Estatua de la Libertad había dejado de ser un símbolo cautivador. ¡Qué infantil había sido, y cuánto había progresado desde aquel día!
Volvimos al mismo tema de la tarde. Mi acompañante expresó sus dudas de que pudiera encontrar trabajo de modista, ya que no tenía contactos en la ciudad. Le contesté que intentaría buscar trabajo en una fábrica de corsés, de guantes o de trajes de hombre. Me prometió que preguntaría a los compañeros judíos que eran del oficio. Seguramente me ayudarían a encontrar un empleo.
Era ya tarde cuando partimos. Berkman me habló poco de él, solo que había sido expulsado del Gymnasium por un trabajo que había hecho contra la religión, y que se había marchado de casa para siempre. Había venido a los Estados Unidos en la creencia de que era un país libre y que aquí todos tenían su oportunidad en la vida. Ya estaba desengañado. Había encontrado que aquí la explotación era más severa y, desde el ahorcamiento de los anarquistas de Chicago, estaba convencido de que América era tan despótica como Rusia.
—Lingg estaba en lo cierto cuando decía: «Si nos atacáis con un cañón, responderemos con dinamita». Algún día vengaré a nuestros muertos —añadió con gran seriedad.
—¡Yo también! ¡Yo también! —grité—, sus muertes me dieron la vida. Ella pertenece ahora a su recuerdo, a su trabajo.
Me apretó el brazo hasta hacerme daño.
—Somos compañeros. Seamos amigos también, trabajemos juntos.
Su intensidad vibraba a través de mi ser según subíamos las escaleras del piso de los Minkin.
El siguiente viernes, Berkman me invitó a ir a una conferencia judía que daba Solotaroff en la calle Orchard, número 54, en el East Side. En New Haven, Solotaroff me había parecido un orador excepcionalmente bueno, pero ahora, después de haber escuchado a Most, su discurso me pareció insípido, y su voz mal modulada me afectó de forma desagradable. Su ardor, sin embargo, compensaba por lo demás. Le estaba demasiado agradecida por el cálido recibimiento que me había hecho a mi llegada a la ciudad para permitirme criticar su conferencia. Además, reflexioné que no todo el mundo podía ser un orador como Johann Most. Para mí era un hombre aparte, el más notable del mundo entero.
Después del mitin, Berkman me presentó a varias personas, «todos buenos y activos compañeros», tal y como él dijo. «Y aquí, mi amigo Fedia —dijo, indicando a un joven que estaba a su lado—, él es también anarquista, por supuesto, pero no tan bueno como debiera».
El joven era probablemente de la misma edad que Berkman, pero de constitución menos fuerte, tampoco poseía sus modales agresivos. Sus rasgos eran muy delicados, con una boca sensitiva, mientras que sus ojos, aunque un poco saltones, tenían una expresión soñadora. No parecía importarle para nada la broma de su amigo, sonrió amistosamente y sugirió que fuéramos al café de Sachs, «para darle a Sasha la oportunidad de explicarte qué es un buen anarquista».
Berkman no esperó a que llegáramos al café. «Un buen anarquista —empezó a decir con profunda convicción— es alguien que vive enteramente para la Causa y que da todo para ella. Aquí mi amigo —refiriéndose a Fedia— es todavía demasiado burgués para darse cuenta. Es un mamenkin sin (niño mimado), que incluso acepta dinero de casa». Continuó explicando por qué era incoherente que un revolucionario tuviera nada que ver con sus padres o parientes burgueses. Añadió que la razón por la que toleraba a su amigo Fedia era que daba la mayor parte del dinero que recibía de casa al movimiento. «Si le dejara, se gastaría todo el dinero en cosas inútiles —«bonitas» las llama él—. ¿Verdad, Fedia?» Se volvió hacia su amigo dándole golpecitos cariñosos en el hombro.
El café, como siempre, estaba repleto, y lleno de humo y conversaciones. Durante un rato mis dos acompañantes estuvieron muy solicitados, mientras que yo fui saludada por varias personas que había conocido esa semana. Finalmente conseguimos apropiarnos de una mesa y pedimos café y pastel. Me di cuenta de que Fedia me miraba y me estudiaba. Para esconder mi turbación me dirigí a Berkman.
—¿Por qué uno no debería amar la belleza? —le pregunté—, las flores, por ejemplo, la música, el teatro —las cosas bonitas—.
—No dije que no debería, sino que está mal gastar dinero en tales cosas cuando el movimiento lo necesita tanto. Es una incongruencia que un anarquista disfrute de lujos cuando la gente vive en la pobreza.
—Pero las cosas bonitas no son lujos —insistí—, son necesarias. La vida sería insoportable sin ellas.
Sin embargo, en el fondo, sentía que Berkman tenía razón. Los revolucionarios renunciaban incluso a sus propias vidas, ¿por qué no también a la belleza? Aún así, el joven artista tocó una fibra sensible dentro de mí. Yo también amaba la belleza. Nuestra vida de pobreza en Königsberg se hizo más soportable gracias a las salidas ocasionales que hacíamos con nuestros maestros al campo. El bosque, la luna proyectando su reflejo plateado sobre los campos, las coronas de verdor en nuestro pelo, las flores que recogíamos... me hacían olvidar por un tiempo el ambiente sórdido de nuestro hogar. Cuando Madre me reñía o cuando tenía dificultades en la escuela, un ramillete de lilas del jardín del vecino o la vista de las sedas de colores y los terciopelos en los escaparates de las tiendas me hacían olvidar mis penas y hacían que el mundo pareciera bello y luminoso. O la música, que en raras ocasiones podía escuchar en Königsberg y, más tarde, en San Petersburgo. Me preguntaba si tenía que renunciar a todo eso para ser una buena revolucionaria. ¿Tendría voluntad?
Antes de separarnos aquella noche, Fedia señaló que su amigo había mencionado que me gustaría visitar la ciudad. Él estaba libre al día siguiente y le gustaría mostrarme algunas de las vistas.
—¿Estás también parado? —pregunté.
—Como sabes por mi amigo, soy un artista —contestó riendo. ¿Has oído alguna vez que los artistas trabajen?
Me ruboricé al admitir que no había conocido, hasta ahora, a ningún artista.
—Los artistas son personas inspiradas —dije—, todo les resulta fácil.
—Claro —replicó Berkman—, porque otros trabajan para ellos. Su tono me pareció demasiado severo y me compadecí del niño artista. Me dirigí a él y le dije que pasara a recogerme el próximo día. Pero, sola en mi habitación, era el fervor intransigente del «joven arrogante», como mentalmente llamaba a Berkman, lo que me llenaba de admiración.
Al día siguiente Fedia me llevó a Central Park. A lo largo de la Quinta Avenida fue señalando las diferentes mansiones, nombrando a sus dueños. Yo había leído sobre esos hombres acaudalados, sobre su opulencia y extravagancias, mientras que las masas vivían en la pobreza. Expresé mi indignación ante el contraste entre esos palacios espléndidos y las viviendas miserables del East Side.
—Sí, es un crimen que unos pocos lo tengan todo y la gran mayoría nada —dijo el artista—. Mi principal objeción es que tienen tan mal gusto; esos edificios son feos.
Me vino a la mente la actitud de Berkman sobre la belleza.
—No estás de acuerdo con tu amigo sobre la necesidad e importancia de la belleza en la vida, ¿verdad?
—Desde luego que no. Pero mi amigo es un revolucionario por encima de todo. Me gustaría poder serlo yo también, pero no lo soy.
Me gustó su franqueza y sencillez. No me conmovía como lo hacía Berkman cuando hablaba de ética revolucionaria. Fedia despertaba en mí el anhelo misterioso que solía sentir en mi infancia cuando el atardecer teñía de oro los prados de Popelan, como lo hacía la dulce música de la flauta de Petrushka.
A la semana siguiente fui a la redacción del Freiheit. Varias personas ya estaban allí, ocupadas escribiendo sobres y doblando periódicos. Todos hablaban. Most estaba en su escritorio. Me indicaron dónde podía ponerme y me dieron trabajo. Me maravillé de la capacidad de Most para continuar escribiendo en medio de aquella algarabía. En varias ocasiones estuve a punto de sugerir que le estábamos molestando, pero me retuve. Después de todo, ellos debían de saber mejor que yo si le importaba o no su parloteo.
Por la noche, Most dejó de escribir y, rudamente, llamó a los charlatanes «viejas desdentadas», «gallinas cacareantes» y otros apelativos que difícilmente podía yo haber oído antes en alemán. Cogió bruscamente su gran sombrero de fieltro de la percha, me dijo que le siguiera y salimos. Le seguí y subimos al tren aéreo. «La llevaré a Terrace Garden —dijo—, podemos ir al teatro si quiere. Esta noche están representando Der Zigeunerbaron. O podemos sentamos en algún rincón, pedir comida y bebida y hablar». Le respondí que no tenía interés en la opereta, que lo que realmente quería era hablar con él; o mejor, que él me hablara a mí. «Pero no tan rudamente como en la oficina», añadí.
Eligió la comida y el vino. Los nombres de los vinos me resultaban extraños. La etiqueta de la botella ponía: Liebfrauenmilch. «Leche de amor de mujer, ¡qué nombre tan bonito!», dije. «Para un vino sí —replicó—, pero no para el amor de mujer. Lo primero resulta poético, lo otro, sórdidamente prosaico. Deja mal sabor de boca».
Me sentí culpable, como si hubiera hecho un comentario poco acertado o tocado un punto sensible. Le dije que nunca antes había tomado vino, excepto el que hacía Madre por Pascua. Most se moría de risa y yo estaba a punto de echarme a llorar. Se dio cuenta de mi turbación y se contuvo. Llenó dos vasos diciendo: «Prosit mi joven e inocente dama», y se bebió el suyo de un trago. Antes de que me bebiera la mitad del mío, casi se había tomado la botella entera y estaba pidiendo otra.
Se volvió animado, chispeante, ingenioso. No quedaba rastro de la amargura, del odio, del desprecio que exhalaba su oratoria cuando estaba subido a la tribuna. En cambio, allí, sentado junto a mí, había un ser humano transformado, ya no era la criatura repulsiva de la prensa de Rochester, ni la ruda criatura de la oficina. Era un anfitrión amable, un amigo atento y comprensivo. Hizo que le hablara de mi y se quedó pensativo cuando supo el motivo que me había decidido a romper con mi pasado. Me advirtió que reflexionara cuidadosamente antes de dar el paso. «El camino del anarquismo es abrupto y doloroso —dijo—. Muchos han intentado escalarlo y han fracasado. El precio es muy alto. Pocos hombres están dispuestos a pagarlo, la mayoría de las mujeres en absoluto. Louise Michel, Sofía Perovskaia... ellas fueron las grandes excepciones». Me preguntó si había leído sobre la Comuna de París y sobre la maravillosa revolucionaria rusa. Tuve que admitir mi ignorancia. Nunca había oído el nombre de Louise Michel, aunque sí el de la gran rusa. «Leerá sobre sus vidas, la inspirarán», respondió.
Le pregunté si en el movimiento anarquista americano no destacaba ninguna mujer. «Ninguna en absoluto, solo hay estúpidas —contestó—, la mayoría de las chicas vienen a las reuniones a cazar un hombre; luego, los dos desaparecen, como los pescadores bobos bajo el encanto de Lorelei». Hubo un destello pícaro en su mirada. No creía en el fervor revolucionario femenino. Pero yo, viniendo de Rusia, podía ser diferente, y él me ayudaría. Si iba en serio, encontraría mucho trabajo por hacer. «Hay una gran necesidad en nuestras filas de jóvenes voluntariosos, entusiastas, como usted; y yo necesito una ferviente amistad», añadió con gran sentimiento.
—¿Usted?... Tiene miles de amigos en Nueva York, en todo el mundo. Es amado, idolatrado.
—Sí, pequeña, idolatrado por muchos, amado por ninguno. Se puede estar muy solo entre miles de personas, ¿lo sabía?
Sentí una punzada en el corazón. Quería tomarle la mano, decirle que sería su amiga. Pero no me atreví. ¿Qué podía darle a este hombre, yo, una chica obrera, sin formación, a él, el famoso Johann Most, el líder de las masas, el hombre del verbo mágico y la pluma poderosa?
Prometió hacerme una lista de libros —poetas revolucionarios, Freiligrath, Herwegh, Schiller, Heine y Borne, y, por supuesto, nuestra propia literatura—. Era casi de día cuando dejamos Terrace Garden. Llamó a un taxi que nos condujo al piso de los Minkin. En la puerta me rozó la mano.
—¿De dónde ha sacado ese pelo rubio sedoso y esos ojos azules? —Me dijo que era judía.
—Del mercado de cerdos —respondí—, eso dice mi padre.
—No tiene pelos en la lengua, mein Kind.
Esperó a que abriera la puerta, me cogió la mano, me miró a los ojos y dijo:
—Hace mucho tiempo que no paso una noche como esta.
Una gran alegría me invadió. Despacio, mientras el taxi se alejaba, subí la escalera.
Al día siguiente, cuando Berkman llegó, le hablé de la noche tan maravillosa que había pasado con Most. Su rostro se ensombreció.
—Most no tiene derecho a derrochar el dinero, ir a restaurantes caros, beber vinos caros —dijo muy serio—, está gastando el dinero recaudado para el movimiento. Alguien debería pedirle cuentas. Yo mismo lo haré.
—No, no debes —grité—. No podría soportar ser la causa de ninguna afrenta a Most, que está dando tanto. ¿No tiene derecho a un poco de deleite?
Berkman reiteró que yo llevaba muy poco tiempo en el movimiento, que no sabía nada de ética revolucionaria, que desconocía el significado de lo bueno y lo malo en lo que concernía a la revolución. Admití mi ignorancia, le aseguré que estaba deseando aprender, hacer cualquier cosa; todo, menos que se humillara a Most. Se marchó sin decirme adiós.
Estaba muy disgustada. Permanecía bajo el hechizo de Most. Sus notables cualidades, su anhelo por la vida, su ansia de amistad, me conmovían intensamente. Y Berkman también me atraía profundamente. Su seriedad, su confianza en sí mismo, su juventud, todos sus rasgos me empujaban hacía él irresistiblemente. Pero tenía la impresión de que, de los dos, Most era más de este mundo.
Cuando Fedia vino a verme dijo que ya sabía la historia por boca de Berkman. No estaba sorprendido, sabía lo exigente que era nuestro amigo y lo duro que podía ser, pero era todavía más duro consigo mismo. «Emana de su inmenso amor por la gente —añadió Fedia—, un amor que le impulsará a hacer grandes obras».
Berkman no apareció durante toda una semana. Cuando volvió, fue para invitarme a ir al Prospect Park. Dijo que le gustaba más que Central Park porque estaba menos cuidado, más natural. Paseamos mucho, admirando su belleza áspera y luego elegimos un sitio bonito donde comer lo que había traído.
Hablamos de mi vida en San Petersburgo y en Rochester. Le hablé de mi matrimonio con Jacob Kershner y nuestra ruptura. Quería saber qué libros había leído sobre el matrimonio y si me habían influido a la hora de dejar a mi marido. Nunca había leído tales libros, pero había visto suficiente de los horrores de la vida matrimonial en mi propia casa. La forma desabrida en que Padre trataba a Madre, las continuas disputas y escenas violentas que terminaban en los desmayos de Madre. También había visto la degradante sordidez de las vidas de mis tíos y tías y de mis conocidos de Rochester. Esto, unido a mi propia experiencia matrimonial, me había convencido del error de unir a la gente de por vida. La proximidad constante en la misma casa, la misma habitación, la misma cama, me repelían.
«Si vuelvo a amar a algún hombre, me entregaré a él sin pasar por el altar o por el juzgado —declaré— y cuando el amor muera, me marcharé sin pedir permiso».
Mi acompañante dijo que se alegraba de que pensara de esa forma. Todos los verdaderos revolucionarios habían desechado el matrimonio y vivían en libertad. Eso les servía para fortalecer su amor y les ayudaba en su tarea común. Me contó la historia de Sofía Perovskaia y de Zhelyabov. Habían sido amantes, habían trabajado en el mismo grupo y juntos elaboraron el plan para ejecutar a Alejandro II. Después de la explosión de la bomba, Perovskaia desapareció. Estuvo escondida. Tuvo oportunidad de escapar, y sus compañeros le suplicaron que lo hiciera. Pero ella se negó. Insistió en que debía aceptar las consecuencias, que compartiría el destino de sus compañeros y moriría junto a Zhelyabov. «Desde luego, no estaba bien que le movieran sentimientos personales —comentó Berkman—, su amor por la Causa debería haberla decidido a vivir y llevar a cabo otras actividades». De nuevo estábamos en desacuerdo. Pensaba que no era incorrecto morir con la persona amada en un acto común —era bello, sublime—. Replicó que era demasiado romántica y sentimental para ser una revolucionaría, que la tarea que teníamos ante nosotros era dura y que debíamos endurecemos.
Me preguntaba si el muchacho era en realidad tan duro, o si solo intentaba enmascarar su ternura, la cual intuía yo. Me sentí atraída hacia él, deseaba rodearle con mis brazos, pero era demasiado tímida. El día terminó en un atardecer encendido. Mi corazón rebosaba felicidad. De camino a casa, pasé todo el rato cantando canciones alemanas y rusas, Veeyut, vitrí, veeyut booyníy, era una de ellas. «Esa es mi canción favorita, Emma, dorogaya (querida) —dijo—. Te puedo llamar así, ¿verdad? Y tú, ¿me llamarás Sasha?». Nuestros labios se encontraron en un beso espontáneo.
Empecé a trabajar en la fábrica de corsés donde estaba empleada Helen Minkin. Pero después de algunas semanas el cansancio se hizo insoportable. Apenas si podía llegar al final del día; sufría sobretodo de fuertes dolores de cabeza. Una noche conocí a una chica que me habló de una fábrica de blusas de seda que daba trabajo para hacer en casa. Prometió que intentaría conseguirme algo. Sabía que sería imposible coser a máquina en el piso de los Minkin, hubiera sido demasiado molesto para todos. Además, el padre de las chicas me crispaba los nervios. Era una persona desagradable, nunca trabajaba, vivía de sus hijas. Parecía atraído sexualmente por Anna, la devoraba con los ojos. Lo más extraordinario era su profunda aversión hacia Helen, lo que provocaba disputas continuas. Finalmente decidí mudarme.
Encontré una habitación en la calle Suffolk, no lejos del café de Sachs. Era pequeña y oscura, pero solo costaba tres dólares al mes; la alquilé. Allí empecé a trabajar en las blusas de seda. De vez en cuando también conseguía hacer vestidos para las chicas que conocía y para sus amigas. El trabajo era extenuante, pero me liberaba de la fábrica y su disciplina mortificante. Los ingresos de las blusas, una vez que adquirí velocidad, no eran inferiores a los del taller.
Most se había marchado a hacer una gira de conferencias. De vez en cuando me mandaba unas líneas, comentarios ingeniosos y cáusticos sobre la gente que conocía, denuncias mordaces de los periodistas que le entrevistaban y luego escribían artículos difamadores sobre él. Ocasionalmente incluía en sus cartas las caricaturas que se hacían de él, a las que adjuntaba sus propios comentarios al margen: «¡Cuidado con el asesino de esposas!» o «He aquí el hombre que se come a los niños».
Las caricaturas eran lo más brutal y cruel que había visto nunca. El desprecio que había sentido hacia los periódicos de Rochester durante los sucesos de Chicago se convirtió ahora en odio total hacia toda la prensa americana. Una idea loca me poseyó y se la confié a Sasha. «¿No crees que una de esas malditas redacciones debería volar por los aires, con editores, reporteros y todo? Eso les serviría de lección». Pero Sasha movió la cabeza y dijo que sería inútil. La prensa era tan solo el mercenario del capitalismo. «Debemos dirigir nuestros esfuerzos a la raíz del problema».
Cuando Most regresó de la gira, fuimos todos a escuchar su informe. Estuvo genial, más ingenioso y más desafiante contra el sistema que en anteriores ocasiones. Casi me hipnotizó. No pude evitar, después de la conferencia, decirle qué espléndido había estado. «¿Vendrás conmigo a escuchar Carmen el lunes a la Metropolitan Opera House?», susurró. Añadió que el lunes era un día muy ocupado porque debía tener bien provistos a sus demonios, pero que trabajaría el domingo si le prometía ir. «¡Hasta el fin del mundo!», le respondí impulsivamente.
Cuando llegamos no había ni un solo asiento, a ningún precio. Tendríamos que estar de pie. Sabía que sería una tortura. Desde mi infancia había tenido problemas con el dedo meñique del pie izquierdo, estrenar zapatos me causaba enormes sufrimientos durante semanas. Y ahora estaba estrenando zapatos. Pero me daba vergüenza decírselo a Most, temía que me creyera una presumida. Estaba de pie junto a él, estrechamente rodeados por la multitud. El pie me quemaba como si lo tuviera sobre una llama. El comienzo de la música y el canto me hicieron olvidar mi agonía. Después del primer acto, cuando se encendieron las luces, me agarré a Most como a una tabla de salvación, la cara desfigurada por el dolor. «¿Qué ocurre?», me preguntó. «Tengo que quitarme el zapato —jadeé—, o gritaré». Apoyándome en él me incliné a aflojar los botones. Escuché el resto de la ópera sostenida por el brazo de Most, con el zapato en la mano. No sabría decir si mi arrobamiento se debía a la música de Carmen o al alivio que sentí al quitarme el zapato.
Dejamos la Opera House cogidos del brazo, yo cojeando. Fuimos a un café y Most me tomó el pelo por mi vanidad. Pero dijo que estaba bastante contento de que fuera tan femenina, aunque le parecía una tontería llevar zapatos ajustados. Estaba de un humor maravilloso. Quería saber si había ido antes a la ópera y me pidió que se lo contara.
Hasta la edad de diez años nunca había oído música, excepto la flauta lastimera de Petrushka, el pastor de Padre. El chirriar de los violines en las bodas judías y el aporreamiento de las teclas del piano durante nuestras ciases de canto, siempre me habían resultado odiosos. Cuando oí en Königsberg la ópera Trovatore, me di cuenta por primera vez del éxtasis que podía causarme la música. Puede que mi profesora fuera la responsable del efecto electrizante de aquella experiencia: ella me había imbuido del lirismo de sus autores alemanes preferidos y había contribuido a despertar mi imaginación sobre el triste amor del Trovador y Leonor. La tremenda ansiedad de los días que precedieron al consentimiento de Madre para que acompañara a mi profesora a la representación, agravó la tensa expectación. Llegamos a la Ópera con una hora de antelación: yo iba bañada en sudor frío, del miedo que tenía de que llegáramos tarde. Mi profesora, que tenía una salud muy delicada, no podía seguirme de lo rápido que me dirigía a nuestros asientos. Subí de tres en tres los escalones hasta la galería superior. El teatro estaba todavía vacío y a medio iluminar; al principio fue un poco decepcionante. Como por arte de magia, se transformó. Rápidamente se llenó de una gran audiencia: mujeres vestidas de sedas y terciopelos de matices maravillosos, con joyas que brillaban en sus cuellos y brazos desnudos: la luz que fluía de los candelabros de cristal reflejaban el verde, el amarillo y el amatista. Era un país de ensueño aún más magnífico que los descritos en los cuentos que había leído. Olvidé la presencia de mi profesora, el ambiente miserable de mi casa: con medio cuerpo por fuera de la baranda, me perdí en el mundo encantado de abajo. La orquesta rompió en tonos conmovedores que ascendían misteriosamente de la sala a oscuras. La música me hacía estremecer y me dejaba sin aliento. Leonor y el Trovador hicieron realidad mis propias fantasías románticas sobre el amor. Viví con ellos emocionada, embriagada por su canción apasionada. Su tragedia era mía también, y sentí su alegría y su pena como propias. La escena entre el Trovador y su madre, su canción lastimera «Ach, ich vergehe und sterbe hier», la respuesta del Trovador en «O, teuere Mutter», me llenaron de profunda pena e hicieron que mi corazón palpitara con suspiros compasivos. El hechizo fue roto por los fuertes aplausos y por las luces que volvieron a encenderse. Yo también aplaudí con frenesí, me subí al asiento y grité desaforadamente los nombres de Leonor y el Trovador, el héroe y la heroína de mi mundo encantado. «Vamos, vamos», le oí decir a mi profesora dándome tironcitos de la falda. Con la música resonando en mis oídos, seguí la representación como aturdida, mi cuerpo estremeciéndose con sollozos convulsivos. Escuché después otras óperas en Königsberg y más tarde en San Petersburgo, pero la impresión que me produjo el Trovatore fue durante mucho tiempo la experiencia musical más maravillosa de mi joven vida.
Cuando terminé de contarle esto a Most, noté que tenía la mirada perdida en el tiempo. Levantó los ojos como si despertara de un sueño. Nunca he oído, señaló pausadamente, la excitación de un niño contada de una forma tan dramática. Dijo que tenía un gran talento y que debía empezar rápidamente a recitar y hablar en público. Él me haría una gran oradora, «para ocupar mi lugar cuando yo me haya ido», añadió.
Pensé que se estaba burlando o halagándome. Él no podía creer verdaderamente que yo pudiera alguna vez ocupar su lugar o expresar su fuego, su mágico poder. No quería que me tratara de esa forma, quería que fuera un verdadero compañero, honesto y sincero, sin tontos cumplidos alemanes. Most sonrió y vació su vaso brindando por mi «primer discurso en público».
Después de aquello salimos juntos a menudo. Abrió un nuevo mundo ante mí; me introdujo en la música, los libros, el teatro. Pero su propia personalidad, tan rica, significaba mucho más para mí, las alternantes alturas y profundidades de su alma, su odio hacia el sistema capitalista, su visión de una nueva sociedad de belleza y felicidad para todos.
Most se convirtió en mi ídolo. Le adoraba.
Capítulo IV
Se estaba aproximando el 11 de noviembre, el aniversario del martirio de Chicago. Sasha y yo estábamos ocupados con los preparativos de este gran acontecimiento, tan significativo para nosotros. Habíamos reservado el salón de la Cooper Union para la conmemoración. El mitin iba a ser celebrado conjuntamente por anarquistas y socialistas, con la colaboración de organizaciones obreras progresistas.
Todas las noches, durante varias semanas, visitamos algunos sindicatos para invitarlos a participar. Esto incluía pequeñas charlas informales que daba yo. Iba nerviosa. En ocasiones anteriores, en conferencias alemanas y judías, había reunido el suficiente valor para hacer preguntas, pero siempre experimentaba una sensación como de debilidad. Mientras escuchaba a los oradores, las cuestiones se formulaban fácilmente en mi cabeza, pero en el momento en que me ponía en pie, me sentía mareada. Agarraba la silla que tenía delante con desesperación, el corazón me latía furiosamente, las rodillas me temblaban, todo lo que había en la sala se volvía nebuloso. Luego, era consciente de mi voz, lejana, muy lejana y, finalmente, volvía a mi asiento bañada en sudor frío.
La primera vez que me pidieron hacer discursos cortos me negué, estaba segura de que nunca podría. Pero Most no aceptaba una negativa por respuesta, y otros compañeros le apoyaban. Por la Causa, me decían, uno debía estar dispuesto a hacer cualquier cosa, ¡y yo deseaba tanto servir a la Causa! Mis charlas solían parecerme incoherentes, llenas de repeticiones, carentes de convicción, y sentía que la sensación de desmayo no me abandonaba. Pensaba que todos se daban cuenta de mi nerviosismo, pero aparentemente no era así. Incluso Sasha hacía, a menudo, comentarios sobre mi calma y control. No sé si debido a que era una principiante, a mi juventud o a mis profundos sentimientos por los hombres martirizados, el caso es que nunca fracasé en suscitar el interés de los trabajadores a los que había ido a invitar.
Nuestro pequeño grupo, compuesto por Anna, Helen, Fedia, Sasha y yo, decidimos hacer una contribución: una gran corona de laurel con una cinta de satén roja y negra. En un principio habíamos pensado comprar ocho coronas; pero éramos demasiado pobres, porque solo trabajábamos Sasha y yo. Por último, nos decidimos a favor de Lingg, a nuestros ojos, sobresalía como el héroe sublime de los ocho. Su espíritu firme, su completo desprecio hacia los acusadores y los jueces; su voluntad, la cual le robó a sus enemigos su presa, dándose muerte, todo lo referente a ese muchacho de veintidós años, le prestaba poesía y belleza a su personalidad. Se convirtió en el faro de nuestras vidas.
Por fin llegó la noche tan esperada, mi primer mitin en memoria de los mártires. Desde que había leído en los periódicos de Rochester sobre la impresionante marcha a Waldheim —una fila de trabajadores de cinco millas de longitud que acompañó a los muertos al lugar de su último descanso— y sobre los grandes mítines que se habían celebrado en todo el mundo, había deseado fervientemente participar en este acontecimiento. Por fin llegó el momento. Fui con Sasha a la Cooper Union.
Encontramos la histórica sala abarrotada, pero con la corona en alto, conseguimos finalmente pasar. Incluso la tribuna estaba llena de gente. Estaba desconcertada, hasta que vi a Most al lado de un hombre y de una mujer; su presencia hizo que me sintiera a gusto. Sus dos acompañantes eran personas distinguidas: el hombre irradiaba simpatía, pero la mujer, vestida con un traje ajustado de terciopelo negro y larga cola, con la cara enmarcada por una gran melena cobriza, parecía fría y altiva. Evidentemente pertenecía a otro mundo.
—El hombre que está junto a Most —dijo Sasha— es Sergey Shevitch, el famoso revolucionario ruso, ahora redactor jefe del diario socialista Die Volkszeitung; la mujer es su esposa, la que estuvo casada con von Dönniges.
—¿La que Ferdinand Lassalle amó? ¿Por la que se quitó la vida? —pregunté.
—Sí, la misma; sigue siendo una aristócrata. En realidad, no pertenece a nuestro mundo. Pero Shevitch es espléndido.
Most me había dejado las obras de Lassalle para que las leyera. Me habían impresionado por su profundidad, fuerza y claridad. También había estudiado sus numerosas actividades a favor del incipiente movimiento obrero en la Alemania de los cincuenta. Su vida romántica y su muerte prematura a manos de un oficial, en un duelo por Helene von Dönniges, me afectaron profundamente.
Me repelía la austeridad allanera de la mujer. La larga cola de su vestido, los impertinentes, a través de los cuales observaba a todos, me llenaban de resentimiento. Me volví hacia Shevitch. Me gustaba por su rostro amable y sincero y por la sencillez de sus modales. Le dije que quería colocar la corona sobre el retrato de Lingg, pero que estaba tan alto que tendría que encontrar una escalera para poder hacerlo. «Yo te levantaré, pequeña compañera, y te sostendré hasta que hayas colgado la corona», me dijo amablemente. Me levantó como si fuera un bebé.
Me sentí muy turbada, pero colgué la corona. Shevitch me puso en el suelo y me preguntó por qué había elegido a Lingg y no a ninguno de los otros. Le respondí que me atraía más. Levantándome la barbilla con sus manos fuertes, dijo: «Sí, es más como nuestros héroes rusos». Habló con mucho sentimiento.
Pronto empezó el mitin. Shevitch y Alexander Jonas, el co-redactor del Volkszeitung, y otros oradores en varios idiomas, contaron la historia que había oído en primer lugar de Johanna Greie. Desde entonces la había leído y releído hasta que supe de memoria cada detalle.
Shevitch y Jonas eran unos oradores impresionantes. Los demás me dejaron fría. Luego Most subió a la tribuna y todo lo demás pareció borrarse. Me vi atrapada en el torbellino de su elocuencia, zarandeada, mi alma contrayéndose y expandiéndose con los cambios de tono de su voz. Ya no era un discurso. Eran truenos mezcla dos con los destellos de los rayos. Era un grito apasionado y salvaje contra lo que había sucedido en Chicago, una llamada feroz a batallar contra el enemigo, una llamada a la propaganda por el hecho, a la venganza.
El mitin terminó. Sasha y yo desfilamos con el resto de los asistentes. No podía hablar; caminamos en silencio. Cuando llegamos a la casa donde vivía, todo mi cuerpo comenzó a temblar como si tuviera fiebre. Un anhelo irresistible me invadió, un deseo indecible de entregarme a Sasha, encontrar en sus brazos alivio para la terrible tensión de la noche.
Mi estrecha cama soportaba ahora dos cuerpos, apretados el uno contra el otro. La habitación ya no era oscura: una luz suave y calmante parecía salir de algún lado. Como en un sueño, escuché palabras dulces y cariñosas susurradas al oído, como las bonitas y apacibles nanas rusas de mi infancia. Me entró sueño, mis pensamientos se volvieron confusos.
El mitin... Shevitch sosteniéndome... el rostro frío de Helene von Dönniges... Johann Most... la fuerza y el prodigio de su discurso, su llamada a la exterminación. ¿Dónde había oído esa palabra antes? Ah, sí, Madre... los nihilistas. El horror que me había provocado su crueldad me invadió de nuevo. Pero bueno, ¡ella no era una idealista! Most era un idealista, sin embargo, él también preconizaba la exterminación. ¿Podían ser crueles los idealistas? Los enemigos de la vida, la felicidad y la belleza son crueles. Son despiadados, han matado a nuestros compañeros. Pero, ¿debemos también nosotros exterminar?
De repente, me espabilé, era como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sentí una mano tímida y temblorosa deslizarse sobre mi cuerpo. Con ansia me volví hacia ella, hacia mi amante. Nos sumergimos en un abrazo feroz. De nuevo sentí un dolor espantoso, como si me estuvieran cortando con una navaja afilada. Pero el dolor quedó embotado por la pasión, que se abría paso a través de todo lo que había sido suprimido, de lo inconsciente, de lo que estaba dormido.
El día me encontró todavía anhelante, ávida de caricias. Mi amado yacía a mi lado, rendido. Me incorporé, apoyé la cabeza en mi mano y durante largo rato observé el rostro del muchacho que tanto me había atraído y repelido al mismo tiempo, que podía ser tan severo y cuyas caricias eran, sin embargo, tan tiernas. Mi corazón se llenó de amor, de la certeza de que nuestras vidas quedaban unidas para siempre. Besé sus cabellos y luego yo también me quedé dormida.
La gente que me había alquilado la habitación dormía al otro lado de la pared. Su cercanía siempre me había turbado y, ahora, con Sasha a mi lado, me daba la impresión de ser vista. Él tampoco tenía intimidad donde vivía. Sugerí que buscáramos un pequeño apartamento juntos, él recibió la idea con alegría. Cuando le contamos a Fedia nuestro plan, pidió venirse él también. La cuarta de nuestra pequeña comuna fue Helen Minkin, La fricción con su padre se había vuelto más violenta desde que me mudé y ya no podía soportarlo más. Nos suplicó que la dejáramos irse a vivir con nosotros. Alquilamos un piso de cuatro habitaciones en la calle 42, a todos nos pareció un lujo tener nuestra propia casa.
Desde el principio nos pusimos de acuerdo en compartirlo todo, vivir como verdaderos compañeros, Helen siguió trabajando en la fábrica de corsés y yo dividía mi tiempo entre coser blusas de seda y cuidar de la casa. Fedia se dedicó solo a pintar. Los óleos, telas y pinceles valían más de lo que podíamos permitirnos, pero nunca se nos ocurrió quejarnos. De vez en cuando vendía un cuadro a algún marchante por quince o veinte dólares, después de lo cual me traía un gran ramo de flores o algún regalo. Sasha le censuraba por ello. La idea de gastar dinero en esas cosas cuando el movimiento lo necesitaba tanto le resultaba intolerable. Su enfado no tenía ningún efecto sobre Fedia. Se reía, le llamaba fanático y le decía que no tenía ningún sentido de la belleza.
Un día Fedia llegó con una chaqueta de punto de seda a rayas azules y blancas, preciosa, y muy de moda entonces. Cuando Sasha llegó a casa y lo vio, se puso furioso, llamó a Fedia manirroto y burgués incurable, y le dijo que nunca llegaría a ser nada en el movimiento. Casi llegaron a las manos; finalmente, los dos se marcharon. La severidad de Sasha me dolía enormemente. Empecé a dudar de su amor. No podía ser muy grande o no estropearía las pequeñas alegrías que Fedia me prodigaba. Era cierto que la chaqueta costaba dos dólares y medio. Quizás era extravagante que Fedia gastara tanto dinero. Pero, ¿cómo podía dejar de amar las cosas bonitas? Eran una necesidad para su alma de artista. Estaba resentida y me alegré cuando Sasha no volvió aquella noche.
Estuvo fuera unos días, durante los cuales pase mucho tiempo con Fedia. Poseía tantas cualidades de las que Sasha carecía y que yo necesitaba ardientemente... Su sensibilidad, su amor por la vida y la belleza, le hacían más humano, más afín a mí. Nunca esperó de mí que viviera de acuerdo con la Causa. A su lado me sentía aliviada.
Una mañana, Fedia me pidió que posara para él. No experimenté ninguna vergüenza al estar desnuda ante él. Estuvo trabajando durante un rato, no hablábamos. Luego empezó a enredar aquí y allí y dijo que tendría que dejarlo, no podía concentrarse, la inspiración había pasado. Me fui detrás del biombo a vestirme. No había terminado, cuando oí unos sollozos violentos. Salí corriendo y encontré a Fedia echado en el sofá, la cabeza enterrada en la almohada, llorando. Según me inclinaba sobre él, se incorporó y empezó a decir atropelladamente que me quería, que me amaba desde el principio, que, por Sasha, había intentado mantenerse apartado, había luchado desesperadamente contra sus propios sentimientos, pero se había dado cuenta de que no servía de nada. Tendría que mudarse.
Me senté a su lado, le cogí la mano y acaricié sus suaves cabellos ondulados. Fedia siempre me había atraído por su solicitud, por sus delicadas reacciones y por su amor a la belleza. Ahora sentía algo más fuerte dentro de mí. Me preguntaba si podía ser amor. ¿Se podía amar a dos personas al mismo tiempo? Yo amaba a Sasha. En ese mismo momento mi resentimiento por su rudeza dio paso al anhelo por mi fuerte y ardoroso amante. No obstante, sentía que Sasha no llegaba a todos los rincones de mi ser, ésos que Fedia quizá podría alcanzar. ¡Sí, tiene que ser posible amar a más de una persona a la vez. Decidí que lo que había sentido por el niño artista tenía que ser amor, sin que me hubiera dado cuenta hasta este momento.
Le pregunté a Fedia qué pensaba sobre amar a dos o más personas a un tiempo. Me miró con sorpresa y dijo que no sabía, nunca había amado a nadie hasta ahora. Su amor por mí había excluido todo lo demás. Sabía que ninguna otra mujer podría importarle mientras me amara. Y que estaba seguro de que Sasha nunca me compartiría, que era posesivo.
Me molestó que hablara de compartirme. Insistí en que una persona solo responde a lo que otra es capaz de evocar en ella. No creía que Sasha fuera posesivo. Alguien que tan fervientemente creía en la libertad y que la predicaba de todo corazón no podía poner ninguna objeción a que me entregara a otra persona. Convinimos en que, pasara lo que pasara, no debía haber engaños. Debíamos contarle sinceramente a Sasha lo que sentíamos. Él lo comprendería.
Aquella noche Sasha volvió a casa directamente del trabajo. Como siempre, nos sentamos los cuatro a cenar. Hablamos de cosas diversas. No se hizo ningún comentario sobre la ausencia de Sasha y no tuve oportunidad de hablar con él a solas sobre el nuevo amor de mi vida. Fuimos todos a escuchar una conferencia a la calle Orchard.
Después, Sasha se vino a casa conmigo y Fedia y Helen se quedaron. Ya en el piso, me pidió permiso para entrar en mi habitación. Luego empezó a hablar, a desahogarse por completo. Dijo que me quería muchísimo, que quería que yo tuviera cosas bonitas, que él también amaba la belleza. Pero que amaba a la Causa más que a nada en el mundo. Que por ella renunciaría incluso a nuestro amor. Sí, y a su propia vida.
Me habló del famoso catecismo revolucionario ruso que exigía de los verdaderos revolucionarios que abandonaran sus hogares, sus padres, amores, hijos, todo lo que amaban. Él estaba completamente de acuerdo y estaba decidido a evitar que nada se pusiera en su camino. «Pero te amo», repetía. Su intensidad, su inflexible fervor revolucionario, me irritaban al tiempo que me atraían hacia él como un imán. Fuera lo que fuera lo que había sentido por Fedia, se había disipado. Sasha, mi maravilloso, entregado, obsesionado Sasha, me llamaba. Me sentía completamente suya.
Al día siguiente tenía que ir a ver a Most. Me había hablado de un corto ciclo de conferencias que estaba preparando para mí, pero aunque no me lo había tomado en serio, me pidió que fuera a verle.
La redacción del Freiheit estaba llena de gente. Most sugirió que fuéramos a un salón cercano que sabía estaría tranquilo a esta, hora temprana de la tarde. Fuimos. Empezó a explicarme los planes que había hecho para mí; debía ir a Rochester, Buffalo y Cleveland. Me entró pánico. «¡Es imposible! —protesté—. No sé nada sobre dar conferencias». Desechó mis objeciones diciendo que todo el mundo se sentía así al principio. Estaba decidido a convertirme en una oradora, yo no tendría más que dar el primer paso. Ya había elegido el tema y me ayudaría a prepararlo. Debía hablar sobre la inutilidad de la lucha por la jornada de ocho horas, muy discutida otra vez en los ambientes obreros. Señaló que las campañas por la reducción de jornada durante los años 84, 85 y 86 se habían cobrado ya un alto precio. «Los compañeros de Chicago perdieron la vida por ello y los trabajadores hacen todavía muchas horas». Pero insistió en que, incluso si se establecía la jornada de ocho horas, tampoco se ganaría mucho. Por el contrario, solo serviría para distraer a las masas del asunto principal: la lucha contra el capitalismo, contra el trabajo asalariado y por una nueva sociedad. De cualquier manera, todo lo que tenía que hacer era memorizar las notas que prepararía para mí. Estaba seguro de que mí dramatismo y mi entusiasmo harían el resto. Como siempre, me dejé llevar por su elocuencia. No tenía fuerzas para resistirme.
Cuando llegué a casa, lejos ya de la influencia de Most, experimenté de nuevo la sensación de desfallecimiento que me embargó la primera vez que intenté hablar en público. Todavía me quedaban tres semanas para prepararme, pero estaba segura de que no sería capaz de hacerlo.
Aún más fuerte que la falta de seguridad en mí misma, era mi odio por Rochester. Había roto por completo con mis padres y con mi hermana Lena, pero echaba en falta a Helena, a mi pequeña Stella, que tenía ya cuatro años, y a mi hermano pequeño. ¡Oh!, si fuera una oradora experimentada, correría a Rochester a lanzarles a la cara mi resentimiento a los engreídos que me habían tratado de forma tan brutal. Ahora solo añadirían vergüenza al daño que me habían causado. Esperé ansiosamente el regreso de mis amigos.
¡Cuál no fue mi sorpresa ante el entusiasmo de Sasha y Helen Minkin por el plan de Most! Era una oportunidad maravillosa, decían. ¿Qué importaba si tenía que trabajar duro para preparar la charla? Sería la forja de una oradora, ¡la primera oradora del movimiento anarquista alemán en América! Sasha fue especialmente insistente: debía dejar de lado cualquier consideración y pensar solo en lo útil que sería para la Causa. Fedia dudaba.
Mis tres amigos insistieron en que dejara de trabajar para tener más tiempo para estudiar. Me relevarían además de cualquier responsabilidad en la casa. Me dediqué totalmente a leer. De vez en cuando Fedia me traía flores. Sabía que no había hablado todavía con Sasha. Nunca me presionó, pero sus flores hablaban elocuentemente. Sasha no volvió a reprenderle por gastar dinero. «Sé que te gustan las flores —decía—, puede que te inspiren en tu nuevo trabajo».
Leí mucho sobre el movimiento por las ocho horas, fui a todos los mítines donde se trataba el tema, pero cuanto más estudiaba más confusa estaba. «Las férreas leyes salariales», «oferta y demanda», «la pobreza como germen de la revuelta»... me era imposible captarlo todo. Me dejaba tan fría como las teorías mecanicistas que solía oír exponer a los socialistas de Rochester. Pero cuando leí las notas de Most, todo pareció clarificarse. Las imágenes que empleaba, sus críticas irrefutables de las condiciones de vida existentes y su gloriosa visión de la nueva sociedad, despertaban mi entusiasmo. Seguía dudando de mí misma, pero todo lo que decía Most me parecía irrefutable.
Una idea se perfiló de forma clara en mi mente. No memorizaría las notas de Most. Sus frases, sus invectivas mordaces, me eran demasiado conocidas para repetirlas como un papagayo. Utilizaría sus ideas y las expresaría a mi manera. Pero las ideas, ¿no eran también de Most? Se habían vuelto tanto una parte de mí misma que ya no podía distinguir hasta qué punto estaba repitiendo las ideas de Most o si bien esas ideas habían renacido como propias.
Llegó el día de mi partida hacia Rochester. Me reuní con Most por última vez. Llegué deprimida, pero un vaso de vino y el ánimo de Most pronto me aliviaron. Habló larga y fervientemente, hizo numerosas sugerencias y dijo que no debía tomar demasiado en serio a las audiencias; la mayoría eran unos lelos. Insistió sobre la necesidad del humor. «Si sabes hacer reír a la gente, lo demás será coser y cantar». Me dijo que la estructura de la conferencia no importaba demasiado. Debía hablar de la forma en que le había contado a él mis impresiones sobre la primera vez que fui a la ópera. Eso conmovería a la audiencia. «Por lo demás, sé audaz, arrogante; estoy seguro de que serás valiente».
Me llevó en taxi al Grand Central. Por el camino se arrimó a mí, deseaba tomarme en sus brazos y preguntó si podía hacerlo. Le dije que sí con la cabeza y me mantuvo estrechada contra él. Me invadieron pensamientos y emociones conflictivos: los discursos que iba a hacer, Sasha, Fedia, mi pasión por el primero, mi amor en ciernes por el segundo. Pero cedí al abrazo tembloroso de Most, que cubría de besos mi boca. Le dejé beber de mis labios, no podía negarle nada. Dijo que me quería, que nunca había deseado tanto a una mujer. En los últimos años ni siquiera se había sentido atraído por ninguna. El paso del tiempo le abrumaba, se sentía ajado por la larga lucha y la persecución de que había sido objeto. Más deprimente aún era darse cuenta de que sus mejores compañeros no le comprendían. Pero mi juventud le había hecho sentirse joven, mi fervor había reavivado su ánimo. Todo mi ser le había despertado a una nueva vida llena de sentido. Yo era sus Blondkopf, sus «ojos azules»; quería que fuera suya, su colaboradora, su voz.
Me eché hacia atrás en el asiento con los ojos cerrados. Estaba demasiado emocionada para hablar, demasiado lánguida para moverme. Algo misterioso se despertó en mí, algo totalmente diferente al vivo deseo que sentía por Sasha, a la atracción por Fedia. Era algo diferente a todo esto. Era una ternura infinita por el gran hombre-niño que tenía a mi lado. Sentado allí, me sugería la idea de un árbol robusto doblado por el viento y la tormenta, haciendo un último esfuerzo supremo para enderezarse hacia el sol. «Todo por la causa», decía Sasha tan a menudo. Este luchador ya había dado todo por la Causa. Pero, ¿quién había dado todo por él? Estaba hambriento de afecto, de comprensión. Yo le daría ambas cosas.
En la estación, mis tres amigos estaban esperándome. Sasha me ofreció una rosa American Beauty. «Como prueba de mi amor, Dushenka, y signo de buena suerte en tu primera aparición en público».
Mi maravilloso Sasha; solo irnos día antes, cuando fuimos de compras a la calle Hester, protestó firmemente porque yo quería que se gastara más de seis dólares en un traje y veinticinco centavos en un sombrero. No hubo forma de convencerle. «Tenemos que conseguirlo lo más barato posible», repetía. Y ahora, ¡qué ternura había bajo su exterior severo! Como Hannes. Qué extraño, hasta ahora no me había dado cuenta de lo parecidos que eran. El muchacho y el hombre. Ambos duros; uno porque todavía no había vivido la vida, y el otro porque le había asestado demasiados golpes. Los dos igualmente inflexibles en su fervor, ambos tan niños en su necesidad de amor.
El tren se dirigía a Rochester a toda velocidad. Solo habían pasado seis meses desde que rompí con mi pasado sin sentido. Había vivido años durante este tiempo.
Capítulo V
Le rogué a Most que no dijera la hora de mi llegada a la German Union de Rochester, ante la que tenía que hablar. Quería ver a mi querida hermana Helena primero. Le había escrito avisándola de mi llegada, pero no del motivo de mi visita. Fue a esperarme a la estación, nos abrazamos como si hubiéramos estado separadas durante años.
Le expliqué a Helena mi misión en Rochester. Se me quedó mirando con la boca abierta. ¿Cómo podía emprender tal tarea, enfrentarme a una audiencia? Solo había estado fuera seis meses; ¿qué podía haber aprendido en tan poco tiempo? ¿De dónde sacaba el valor? ¡Y de todos los sitios posibles, en Rochester! Nuestros padres nunca se recuperarían de la conmoción.
Nunca me había enfadado con Helena, nunca había tenido ocasión. De hecho, siempre era yo la que ponía a prueba su paciencia. Pero la referencia a nuestros padres me había puesto furiosa. Me recordó Popelan, el amor imposible de Helena por Susha y todas las otras imágenes horribles. Rompí en una amarga acusación contra nuestra familia, especialmente contra mi padre, cuya severidad había sido la pesadilla de mi infancia y cuya tiranía me había sojuzgado incluso hasta después de mi matrimonio. Le reproché a Helena el haberles permitido a nuestros padres que le robaran su juventud. «¡Casi me la roban a mí también!», grité. Cuando terminé con ellos, se unieron a los fanáticos de Rochester y me desterraron. ¡Mi vida era ahora mía, y el trabajo que había elegido más valioso que mi vida! Nadie podría apartarme de él y menos ningún tipo de consideración hacia mis padres.
El dolor que se reflejó en su cara me contuvo. La abracé y le aseguré que no había por qué preocuparse, que no hacía falta que la familia se enterara de mis planes. La reunión se llevaría a cabo ante un sindicato alemán, no habría publicidad. Además, los judíos de la calle St. Joseph no sabían nada de los alemanes de ideas avanzadas; o, mejor dicho, sobre ninguna otra cosa fuera de sus vidas insípidas y mezquinas. Helena se animó. Dijo que si en mi discurso era tan elocuente como hacía un momento, la conferencia sería un éxito.
Cuando me enfrenté a la audiencia la noche siguiente, mi mente estaba en blanco. No recordaba ni una sola palabra de las notas. Cerré los ojos por un momento; luego, algo extraño sucedió. En un segundo lo vi, todos los incidentes de los tres años que había vivido en Rochester: la fábrica Garson, la pesadez del trabajo, la humillación, el fracaso de mi matrimonio, el crimen de Chicago. Las últimas palabras de August Spies resonaban en mis oídos: «Nuestro silencio será más elocuente que las voces que estranguláis hoy».
Comencé a hablar. Palabras que nunca me había oído comenzaron a fluir cada vez más deprisa. Salían con intensidad apasionada; describían imágenes de los hombres heroicos en el patíbulo, de su luminosa visión de una vida ideal, rica en comodidad y belleza: de hombres y mujeres radiantes en su libertad, de niños transformados por la felicidad y el afecto. La audiencia se desvaneció, la sala misma había desaparecido; ensimismada en mi canto, solo era consciente de mis palabras.
Me detuve. Aplausos tumultuosos me rodearon, murmullo de voces, gente diciéndome algo que no comprendía. Luego, oí a alguien que estaba muy cerca de mi: «Ha sido un discurso muy inspirado, pero ¿qué pasa con la lucha por la jornada de ocho horas? No ha dicho nada sobre ese tema». Sentí como si me derribaran de las alturas a las que había ascendido, me sentía aplastada. Le dije al presidente de la mesa que estaba demasiado cansada para responder a ninguna pregunta y me fui a casa sintiéndome mal física y mentalmente. Entré sin hacer ruido en el apartamento de Helena y me tiré vestida sobre la cama.
Exasperación hacia Most por haberme forzado a hacer la gira, enfado hacía mí misma por haber sucumbido tan fácilmente a sus deseos, convicción de que había engañado a la audiencia... todos estos sentimientos bullían en mi mente junto con una revelación. ¡Mis palabras eran capaces de exaltar a la gente! Palabras extrañas y mágicas que brotaban de mi interior, de algún lugar desconocido. La alegría de este descubrimiento me hizo llorar.
Fui a Buffalo decidida a hacer otro esfuerzo. Los preliminares de la reunión me produjeron el mismo estado de nervios, pero cuando me enfrenté a la audiencia no hubo visiones que inflamaran mí imaginación. De forma repetitiva hice mi exposición sobre el desgaste de energía que suponía la lucha por la jornada de ocho horas, burlándome de la estupidez de los trabajadores que luchaban por tales naderías. Al final de lo que me parecieron varias horas, me felicitaron por mi exposición clara y lógica. Se hicieron algunas preguntas, las contesté con tal seguridad, que mis respuestas resultaron irrefutables. Pero, de vuelta a casa, estaba apesadumbrada. No había estado inspirada, y ¿cómo podía esperar conmover a la audiencia si mi corazón permanecía frío? Decidí mandarle un telegrama a Most a la mañana siguiente, suplicándole que me librara de la necesidad de ir a Cleveland. No soportaba la idea de tener que repetir una vez más aquella cháchara sin sentido.
Después de dormir, mi decisión me pareció pueril y débil. ¿Cómo podía abandonar tan pronto? ¿Habría Most abandonado? ¿Sasha? Bien, yo también seguiría adelante. Cogí el tren a Cleveland.
La reunión fue numerosa y animada. Era un sábado por la noche y los trabajadores asistieron con sus mujeres e hijos. Todo el mundo bebía. Me rodeó un grupo de gente, me ofrecieron refrescos y me hicieron preguntas. ¿Cómo había llegado al movimiento? ¿Era alemana? ¿Qué hacía para ganarme la vida? La curiosidad mezquina de la gente que se suponía estaba interesada en las ideas más avanzadas me recordó el interrogatorio de Rochester el día de mi llegada a América. Me enfurecieron.
Mi exposición fue, en esencia, la misma que en Buffalo; pero la forma diferente. Un ataque sarcástico, no al sistema ni a los capitalistas, sino a los trabajadores mismos, a su fácil disposición a renunciar a un futuro espléndido por pequeñas ganancias temporales. La audiencia parecía disfrutar ser tratada de esa forma. En algunos momentos vociferaban, en otros aplaudían vigorosamente. No era un mitin; era un circo, ¡y yo el payaso!
Un hombre de la primera fila que había llamado mí atención por sus canas y rostro delgado y macilento se levantó para hablar. Dijo que comprendía mi impaciencia ante pequeñas exigencias tales como unas pocas horas menos de trabajo al día, o unos pocos dólares más a la semana. Era legítimo que la gente joven se tomara el tiempo a la ligera. Pero ¿qué podían hacer los hombres de su edad? Probablemente no vivieran para ver el derrumbamiento del sistema capitalista. ¿Debían además renunciar a librarse quizás un par de horas del odiado trabajo? Eso era lo único que podían esperar ver realizado en lo que les quedaba de vida. ¿Debían negarse incluso ese pequeño logro? ¿No debían tener un poco más de tiempo para leer o para salir al aire libre? ¿Por qué no ser justos con los encadenados al trabajo?
La seriedad de aquel hombre, el claro análisis del principio en el que se basaba la lucha por la jomada de ocho horas, me hicieron comprender la falsedad de la posición de Most. Me di cuenta de que repitiendo los puntos de vista de Most estaba cometiendo un delito contra mí misma y contra los trabajadores. Comprendí por qué había fracasado en llegar a la audiencia. Me había refugiado en chistes fáciles y duras arremetidas contra los obreros para enmascarar mi propia falta de convicción. Mi primera experiencia en público no dio los resultados que Most había esperado, pero me enseñó una lección muy valiosa. De alguna manera me curó de mi fe infantil en la infalibilidad de mi maestro y me convenció de la necesidad de pensar de forma independiente.
En Nueva York mis amigos me habían preparado una gran recepción; el piso estaba inmaculadamente limpio y lleno de flores. Estaban ansiosos porque les contara mis impresiones sobre la gira y se preocuparon por cómo afectaría a Most mi cambio de actitud.
A la noche siguiente salí con Most, de nuevo a Terrace Garden. Había rejuvenecido en las dos semanas que había durado mi ausencia: se había recortado la barba, vestía un traje gris nuevo muy elegante y llevaba un clavel rojo en la solapa. Estaba de muy buen humor y me regaló un gran ramo de violetas. Las dos semanas de mi ausencia le habían resultado interminablemente largas, dijo, y se había arrepentido de haberme dejado marchar justo cuando estábamos tan unidos. Pero ahora no dejaría que me marchara otra vez: no sola, por lo menos.
Intenté varias veces hablarle de mi viaje, herida en lo más vivo porque no me había preguntado. Me había enviado fuera en contra, de mi voluntad, tenía unas ganas enormes de hacer de mí una gran oradora: ¿no estaba interesado en saber si era una alumna aplicada?
Por supuesto, contestó. Pero ya había recibido informes; de Rochester, de que había sido elocuente: de Buffalo, de que mi exposición había silenciado a todos los oponentes; y de Cleveland, de que había despellejado a los imbéciles con mi sarcasmo. «¿Y mis propias reacciones?», le pregunté. «¿No quieres que te hable de eso?» «Sí, en otro momento». Ahora solo quería sentirme cerca, su Blondkopf, su niña-mujer.
Monté en cólera, le dije que no sería tratada solo como una mujer. Le espeté que nunca más haría nada ciegamente, que yo misma me había puesto en ridículo, que la corta intervención del viejo trabajador me había convencido más que todas sus frases persuasivas. Seguí hablando, mi interlocutor guardaba silencio. Cuando terminé, llamó al camarero y pagó la cuenta. Le seguí afuera.
En la calle rompió en una tempestad de insultos. Había criado una víbora, una serpiente, una coqueta sin corazón que había jugado con él. Me había enviado fuera a defender su causa y le había traicionado. Yo era como las demás, pero no lo toleraría. Prefería arrancarme ahora mismo de su corazón a tenerme como una medio amiga. «¡Quien no está conmigo está contra mí! —gritó—. ¡No puede ser de otra manera!» Me invadió una gran tristeza, como si acabara de experimentar una gran pérdida.
Al volver a casa me derrumbé. Mis amigos estaban preocupados e hicieron todo lo posible para tranquilizarme. Les conté lo que había sucedido de principio a fin: incluso que me había regalado un ramo de violetas, el cual había traído a casa sin darme cuenta. Sasha estaba indignado. «¡Violetas en puro invierno y habiendo miles en paro y pasando hambre!», exclamó. Siempre había dicho que Most era un manirroto que vivía a expensas del movimiento. Y además, ¿qué clase de revolucionaria era yo que aceptaba los favores de Most? ¿No sabía que a Most solo le importaban las mujeres físicamente? La mayoría de los alemanes eran así. Debería elegir de una vez por todas entre Most y él. Most ya no era un revolucionario, le había vuelto la espalda a la Causa.
Se fue de casa furioso y yo me quedé desconcertada, herida: el nuevo mundo que acababa de descubrir estaba en minas a mis pies. Una mano amable tomó la mía, me llevó a mi habitación y me dejó. Era Fedia.
Al poco tiempo recibí una llamada de trabajadores en huelga, y acudí inmediatamente. Venía de Joseph Barondess, al que ya conocía. Estaba en el grupo de jóvenes judíos socialistas y anarquistas que habían organizado el sindicato de confeccionadores de capas y otros sindicatos yiddish. En este grupo había hombres más informados y oradores más capaces que Barondess, pero él destacaba por su gran sencillez. No había nada rimbombante acerca de este joven atractivo y larguirucho. No tenía una mente intelectual, era más bien de tipo práctico. Era justo el hombre que los trabajadores necesitaban en su lucha diaria. Barondess estaba ahora a la cabeza del sindicato dirigiendo la huelga de confeccionadores.
Toda la gente del East Side capaz de decir unas cuantas palabras en público fue llamada a la lucha. Casi todos eran hombres, excepto Annie Netter, una joven que se había dado a conocer por su actividad incansable en las filas anarquistas y obreras, había sido una de las trabajadoras más inteligentes e infatigables en varias huelgas, incluyendo las de los Knights of Labor,[32] una organización que había sido durante varios años el centro de las intensas campañas de los ochenta. Alcanzó su cénit en la campaña por la reducción de la jornada laboral dirigida por Parsons, Spies, Fielden y los otros hombres que murieron en Chicago, Empezó a decaer cuando Terence V. Powderly. Gran Maestre de los Knights of Labor, se alió con los enemigos de sus compañeros. Era bien sabido que Powderly, a cambio de treinta monedas de plata, había ayudado a mover los hilos que estrangularon a los hombres de Chicago. Los trabajadores militantes se retiraron de los Knights of Labor, que se convirtió en la cochiquera de los buscadores de empleo sin escrúpulos.
Annie Netter fue de las primeras en abandonar la organización traidora. Ahora era miembro de Pioneers of Liberty,[33] a la que pertenecían la mayoría de los anarquistas judíos activos de Nueva York. Era una trabajadora entusiasta y pródiga con su tiempo y sus escasos ingresos. En sus esfuerzos, estaba apoyada por su padre, el cual se había liberado de la ortodoxia religiosa para adoptar el ateísmo y el socialismo. Era un hombre excepcional, de una gran humanidad, un gran erudito y amante de la vida y la juventud. El hogar de los Netter, detrás de su pequeña tienda de comestibles, se convirtió en el oasis de los elementos radicales, en un centro intelectual. La señora Netter siempre tenía listo el samovar y una generosa cantidad de zakusky sobre la mesa. Los jóvenes rebeldes éramos clientes agradecidos, si bien no rentables, de la tienda de los Netter.
Yo nunca había conocido un hogar verdadero. En casa de los Netter disfrutaba con la maravillosa comprensión que existía entre los padres y sus hijos. Las reuniones eran muy interesantes, pasábamos las noches en discusiones, animadas por las bromas de nuestro amable anfitrión. Entre los asistentes había algunos jóvenes muy capaces, cuyos nombres eran bien conocidos en el barrio judío de Nueva York; entre otros, David Edelstadt, un gran idealista, el petrel espiritual cuyas canciones de revuelta eran tan queridas por los radicales yiddish. También estaba Bovshover, que escribía bajo el seudónimo de Basil Dahl, un hombre nervioso e impulsivo con unas dotes poéticas excepcionales. Michael Cohn, M. Katz, Girzhdanski, Louis, y otros jóvenes inteligentes y prometedores, solían reunirse en casa de los Netter, todos haciendo de aquellas veladas verdaderos banquetes intelectuales. Joseph Barondess participaba a menudo, y fue él quien mandó a buscarme para ayudar en la huelga.
Me sumergí en el trabajo con todas mis fuerzas y estaba tan absorbida por él que lo demás no existía. Mi labor consistía en conseguir que las chicas que pertenecían al oficio secundaran la huelga. Con este propósito se organizaron mítines, conciertos, encuentros y bailes. En estos acontecimientos sociales no era difícil hacer comprender a las chicas la necesidad de hacer causa común con sus hermanos en huelga. Yo tenía que hablar a menudo y cada vez me perturbaba menos subir a la tribuna. Mi fe en la justicia de la huelga me ayudaba a dramatizar mis exposiciones y transmitir convicción. En unas cuantas semanas mi trabajo llevó a montones de muchachas a participar en la huelga.
Estaba viva de nuevo. En los bailes era una de las más alegres e incansables. Una noche, un primo de Sasha, un muchacho muy joven, me llevó aparte. Con gravedad, como si fuera a anunciarme la muerte de un compañero querido, me susurró que bailar no era propio de un agitador. Al menos, no con ese abandono. Era indigno de una persona que estaba en camino de convertirse en alguien importante en el movimiento anarquista. Mi frivolidad solo haría daño a la Causa.
La insolencia del muchacho me puso furiosa. Le dije que se metiera en sus asuntos, estaba cansada de que me echaran siempre en cara la Causa. No creía que una Causa que defendía un maravilloso ideal, el anarquismo, la liberación de las convenciones y los prejuicios, exigiera la negación de la vida y la felicidad. Insistí en que la Causa no podía esperar de mí que me metiera a monja y que el movimiento no debería ser convertido en un claustro. Si significaba eso, no quería saber nada de ella. «Quiero libertad, el derecho a expresarse libremente, el derecho de todos a las cosas bellas». Eso significaba anarquismo para mí, y lo viviría así a pesar del mundo entero, de la cárcel, de las persecuciones, de todo. Sí, viviría mi ideal, incluso a pesar de la condena de mis compañeros más próximos.
Había ido exaltándome cada vez más, hablando cada vez más alto. Me encontré rodeada de mucha gente. Se oían aplausos mezclados con gritos de protesta de que estaba equivocada, de que uno debería considerar a la Causa por encima de todo. Todos los revolucionarios rusos habían hecho eso, nunca habían sido conscientes de sí mismos. Querer disfrutar de cualquier cosa que nos alejara del movimiento no era más que egoísmo. En la algarabía, la voz de Sasha era una de las que más se oían.
Me volví hacía él. Estaba junto a Anna Minkin. Había notado el creciente interés del uno por el otro mucho antes de nuestro último altercado. Luego Sasha se marchó de nuestro piso, donde Anna nos visitaba casi a diario. Era la primera vez en muchas semanas que veía a ambos. Mi corazón se contrajo de anhelo por mi impetuoso y testarudo amante. Deseaba llamarle por el nombre que tanto le gustaba —Dushenka—, estrecharle entre mis brazos; pero tenía el ceño fruncido, los ojos llenos de reproche, y me contuve. No bailé más aquella noche.
Al rato, me llamaron a la sala del comité, donde estaban reunidos Joseph Barondess y otros lideres de la huelga. Al lado de Barondess estaba el profesor T.H. Garside, un escocés que había sido anteriormente conferenciante de los Knights of Labor y que ahora estaba a la cabeza de la huelga. Garside tenía unos treinta y cinco años, era alto, pálido y de mirada lánguida. Sus modales eran suaves y elegantes y se parecía, en cierta manera, a la imagen de Cristo. Siempre estaba intentando tranquilizar a los elementos conflictivos y suavizar las cosas.
Garside nos informó de que la huelga estaría perdida si no llegábamos a un arreglo. No estaba de acuerdo con él y rechacé su proposición. Algunos miembros del comité me apoyaron, pero la opinión de Garside prevaleció. La huelga se resolvió de acuerdo a sus sugerencias.
Las semanas de intenso trabajo dieron paso a actividades menos fatigosas; conferencias, veladas en casa de los Netter o en nuestro piso y los esfuerzos por conseguir trabajo otra vez. Fedia había empezado a hacer ampliaciones de fotografías, a lápiz; decía que no podía seguir gastando nuestro dinero en pinturas, el de Helen y el mío. Además, sentía que nunca se convertiría en un gran pintor. Yo sospechaba que se trataba de algo muy diferente; sin duda, deseaba ganar dinero para que yo no tuviera que trabajar tanto.
Últimamente no me había encontrado muy bien, sobre todo durante la menstruación. Durante días tenía que meterme en cama debido a los dolores tan espantosos. Siempre había sido así desde que mi madre me abofeteó. Empeoró cuando cogí frío durante el viaje de Königsberg a San Petersburgo. Tuvimos que entrar clandestinamente en el país, Madre, mis dos hermanos y yo. Fue a finales de 1881 y el invierno fue particularmente crudo. Los contrabandistas le habían dicho a Madre que tendríamos que abrimos paso entre la nieve, e incluso vadear un arroyo medio helado. Madre estaba preocupada porque mi menstruación había comenzado varios días antes de lo esperado debido al nerviosismo del viaje. A las cinco de la mañana partimos, temblando de frío y de miedo. Pronto llegamos al arroyo que separaba las fronteras alemana y rusa. Solo pensar en el agua helada era paralizante, pero no había otra salida, o zambullirnos o ser alcanzados, y quizás tiroteados, por los soldados que patrullaban la frontera. Finalmente, unos cuantos rublos los indujo a hacer la vista gorda, pero nos aconsejaron que nos diéramos prisa.
Nos metimos en el arroyo, Madre cargada de bultos y yo llevando a mi hermano pequeño. El frío repentino me heló la sangre, luego sentí una sensación en la espalda, abdomen y piernas, como si me estuvieran atravesando con hierros al rojo. Quería gritar, pero no lo hice por miedo a los soldados. Cruzamos en seguida, y la quemazón cesó; pero los dientes siguieron castañeteándome y estaba bañada en sudor. Corrimos tan deprisa como pudimos hasta la posada del lado ruso. Me dieron té caliente con maliny, me pusieron ladrillos calientes y me cubrieron con un gran edredón. Tuve fiebre durante todo el camino a San Petersburgo, y el dolor en la espalda y las piernas era terrible. Tuve que guardar cama durante varias semanas y mi espalda siguió débil durante años.
En América había consultado sobre mi problema con Solotaroff, quien me llevó a un especialista. Este recomendó una operación urgente. Estaba sorprendido de que hubiera podido aguantar en esa situación tanto tiempo y de que hubiera podido mantener relaciones íntimas. Mis amigos me informaron de que el médico había dicho que no me vería nunca libre de los dolores y que no experimentaría goce sexual pleno, a menos que me sometiera a la operación.
Solotaroff me preguntó si había deseado alguna vez tener un hijo. «Porque si le operas, podrás tenerlo. Hasta ahora, tu enfermedad lo ha hecho imposible».
¡Un hijo! Los niños siempre me han gustado muchísimo. Cuando era una niña, solía mirar con envidia a los raros bebés con los que jugaba la hija de nuestros vecinos; la niña los vestía, los dormía. Me dijeron que no eran bebés de verdad, solo eran muñecos; pero para mí eran seres vivientes porque eran preciosos. Deseaba ardientemente tener muñecas, pero nunca tuve ninguna.
Cuando mi hermano Herman nació yo solo tenía cuatro años. Él reemplazó mi necesidad de tener muñecas. La llegada del pequeño Leibale dos años más tarde me llenó de éxtasis. Siempre estaba a su lado, meciéndole, cantándole para que se durmiera. Una vez, cuando tenía un año, Madre le llevó a mi cama. Después de que se marchara, el bebé empezó a llorar. Debe de tener hambre, pensé. Me acordé de cómo Madre le daba de mamar. Yo también le daría la teta. Le cogí y apreté su boquita contra mí, meciéndole y arrullándole y diciéndole que mamara. Por el contrario, empezó a asfixiarse, la cara se le puso azul y hacía esfuerzos por respirar. Madre vino corriendo y exigió que le contara lo que le había hecho al niño. Se lo expliqué. Se puso a reír a carcajadas y luego me riñó y me pegó. Lloré, no de dolor, sino porque mi pecho no tenía leche para Leibale.
Mi compasión por nuestra sirvienta Amalia se había debido, casi seguro, a la circunstancia de que iba a tener ein Kindchen. Me gustaban los niños apasionadamente, y ahora... Ahora yo misma podía tener un hijo y experimentar el misterio y el prodigio de la maternidad. Cerré los ojos y soñé despierta.
Sin embargo, una sombra cruel me atenazaba el corazón. Mi infancia desgraciada se alzaba ante mí. Mi ansia de afecto, que Madre fue incapaz de satisfacer, la dureza de Padre hacia nosotros, sus arrebatos de ira, sus palizas. Dos experiencias, en particular, se mantenían todavía frescas en mi mente. Una vez Padre me azotó con una correa de tal manera que mi hermano Herman se despertó con mis gritos y vino corriendo y mordió a Padre en la pantorrilla. Dejó de pegarme. Helena me llevó a su habitación, me lavó la espalda, me trajo leche y me estrechó contra sí, sus lágrimas mezclándose con las mías mientras Padre, al otro lado de la puerta, estaba fuera de sí: «¡La mataré! ¡mataré a esa mocosa! ¡la enseñaré a obedecer!»
Otra vez, en Königsberg, mi familia, habiendo perdido todo en Popelan, era demasiado pobre para permitirse llevarnos a la escuela a Herman y a mí. El rabino de la ciudad, un pariente lejano, prometió ocuparse del asunto, pero insistió en que se le dieran informes todos los meses de nuestro comportamiento y progresos en la escuela. Yo sentía esto como una humillación, pero tenía que llevar los informes. Un día me pusieron bajas notas por mal comportamiento. Fui a casa temblando de miedo. No podía enfrentarme a Padre y enseñé el papel a Madre. Empezó a llorar, dijo que sería la ruina de la familia, que era una niña desagradecida y terca y que tendría que enseñarle el papel a Padre. Pero que me defendería ante él, aunque no lo merecía. Me alejé de ella apesadumbrada. Miré por la ventana a los campos en la distancia. Había niños jugando, parecían pertenecer a otro mundo, no había habido mucho juego en mi vida. Se me ocurrió una idea: ¡sería maravilloso si me aquejara alguna terrible enfermedad! Eso seguramente ablandaría el corazón de Padre. No se ablandaba nunca, excepto en Sukkess, la fiesta otoñal. Padre no bebía, excepto en algunas fiestas judías, en este día especialmente. Se ponía alegre, reunía a los niños a su alrededor, nos prometía vestidos nuevos y juguetes. Era el único momento feliz de nuestras vidas y ansiábamos que llegara. Era solo una vez al año. Desde que tengo uso de razón le recuerdo diciendo que no me había querido. Había querido tener un chico, la vendedora de cerdo le había engañado. Quizás si me ponía muy enferma, a las puertas de la muerte, se volvería amable y no me pegaría nunca más, ni me castigaría en un rincón durante horas, ni me haría caminar con un vaso de agua en la mano. «¡Si viertes una gota te azotaré!», me amenazaba. El látigo y el pequeño taburete estaban siempre a mano. Simbolizaban mi vergüenza y mi tragedia. Después de muchos intentos y castigos considerables aprendí a llevar el vaso sin derramar ni una gota. Todo el proceso solía ponerme los nervios de punta, y luego me sentía enferma durante horas.
Mi padre era guapo, apuesto, y estaba lleno de vitalidad. Le quería a pesar de temerle. Deseaba que él me amara, pero nunca supe cómo llegar hasta su corazón. Su severidad solo servía para que le llevara la contraria aún más. ¿Por qué era tan duro?, me preguntaba mientras miraba a través de la ventana, perdida en mis recuerdos.
De repente, sentí un dolor terrible en la cabeza, como si me hubieran golpeado con una barra de hierro. Había sido Padre, me había golpeado con el puño sobre el peinecillo que llevaba para sujetarme el pelo. Me aporreaba, me arrastraba de un lado a otro, gritando: «¡Eres mi desgracia! ¡Siempre lo serás! ¡No puedes ser hija mía, no te pareces ni a mí, ni a tu madre; no eres como nosotros!»
Helena forcejeó con él para que me dejara. Intentó soltarme de sus garras, y los golpes destinados a mí cayeron sobre ella. Por fin. Padre se cansó, se sintió mareado y cayó de cabeza al suelo. Helena le gritó a Madre que Padre se había desmayado. Me llevó deprisa a su habitación y cerró la puerta con llave.
Todo el amor y el anhelo hacia mi padre se trocaron en odio. Después de aquello siempre le evitaba y nunca le dirigía la palabra, a no ser para contestar a sus preguntas. Hacía lo que se me decía de forma mecánica. El abismo que existía entre nosotros se hizo más grande con los años. Mi hogar se había convertido en una prisión. Cada vez que intentaba escapar, me atrapaban y volvían a atarme con las cadenas que Padre había forjado para mí. De San Petersburgo a América, de Rochester a mi matrimonio, varias veces había intentado escapar. La última y definitiva fue antes de dejar Rochester para ir a Nueva York.
Madre no había estado sintiéndose bien y fui a ordenar la casa. Estaba fregando el suelo mientras Padre me machacaba con sus quejas, por haberme casado con Kershner, por haberle dejado, y por haber vuelto a él. «Eres una perdida —siguió diciendo—, siempre has sido la oveja negra de la familia». Hablaba mientras seguía fregando.
Entonces, algo saltó dentro de mí; mi infancia solitaria y desgraciada, mi adolescencia atormentada, mi juventud carente de alegrías, todo se lo eché en cara. Se quedó pasmado. Yo enfatizaba cada acusación con un golpe del cepillo sobre el suelo. Todos los crueles incidentes de mi vida salieron a relucir. El granero donde vivíamos, la voz airada de Padre resonando en él, su maltrato a los sirvientes, el control terreo sobre mi madre; todo lo que me atormentaba por el día y me aterrorizaba por la noche, le recordé ahora en mi encono. Le dije que si no me había convertido en una ramera, como me llamaba, no era gracias a él. Había estado a punto de lanzarme a la calle más de una vez. El amor y la devoción de Helena era lo que me había salvado.
Mis palabras salían atropelladamente, el cepillo golpeaba el suelo con todo el odio y el resentimiento que sentía hacia mi padre. La escena terminó con mis gritos histéricos. Mis hermanos me levantaron y me llevaron a la cama. Me fui de la casa a la mañana siguiente. No volví a ver a Padre antes de irme a Nueva York.
Después de aquello aprendí que mi trágica infancia no había sido una excepción, que había miles de niños no queridos, lastimados y destrozados por la pobreza y, más aún, por falta de comprensión. Ningún hijo mío se sumaría a esas desafortunadas víctimas.
Había también otra razón: mi creciente dedicación a mi nuevo ideal. Estaba decidida a entregarme completamente a él. Para cumplir esa misión debía permanecer Libre y sin ataduras. Años de dolor y de callado anhelo por un hijo... ¿qué eran comparados con el precio que muchos mártires hablan pagado? Yo también pagaría mi precio, soportaría el dolor, encontraría una salida para mi instinto maternal en el amor a todos los niños. La operación no tuvo lugar.
Varias semanas de descanso y los cariñosos cuidados de mis amigos —de Sasha, que había vuelto a casa; de las hermanas Minkin; de Most, que venía a verme a menudo y me mandaba flores, y sobre todo, del niño artista— me devolvieron la salud. Me levanté de mi lecho con renovada fe en mis fuerzas. Como Sasha, sentía que ahora podía vencer cualquier dificultad, enfrentarme a cualquier prueba por mi ideal. ¿No había vencido el más fuerte y primitivo anhelo de cualquier mujer, el deseo de tener un hijo?
Durante aquellas semanas Fedia y yo nos convenimos en amantes. Me había dado cuenta de que mis sentimientos por Fedia no guardaban relación con mi amor por Sasha. Cada uno despertaba en mí diferentes emociones, me transportaba a mundos diferentes. No experimentaba ningún conflicto, solo me aportaban plenitud.
Le hablé a Sasha de mi amor por Fedia. Su respuesta fue más grande y más maravillosa de lo que había esperado. «Creo en tu libertad para amar», dijo. Era consciente de sus inclinaciones posesivas y las odiaba como todo lo que le había dado su educación burguesa. Quizás si Fedia no fuera su amigo, estaría celoso. Pero no solo Fedia era su amigo, era también su compañero en la batalla; y yo era para él más que una mujer. Su amor por mí era profundo, pero la revolucionaria y la luchadora significaban más para él.
Cuando nuestro amigo artista llegó a casa ese día, se abrazaron. Hasta entrada la noche hablamos sobre nuestros planes para actividades futuras. Cuando nos separamos, habíamos hecho un pacto: dedicamos a la Causa realizando una hazaña suprema, morir juntos si fuera necesario o continuar viviendo y trabajando por el ideal por el que alguno de nosotros quizás tuviera que dar la vida.
Los días y las semanas que siguieron estuvieron iluminados por la gloriosa nueva luz que irradiaba dentro de nosotros. Nos volvimos más pacientes los unos con los otros, más comprensivos.
Capítulo VI
Most había estado preparando una corta gira de conferencias por los Estados de Nueva Inglaterra. Me informó de que estaba a punto de marcharse y me invitó a acompañarle. Dijo que estaba delgada y que parecía cansada, que un cambio de aires me sentaría bien. Prometí que lo pensaría.
Los chicos me animaron a marcharme; Fedia hizo hincapié en la necesidad de alejarme de las tareas de la casa, mientras que Sasha dijo que me ayudaría a conocer a otros compañeros y abrirme paso a otras actividades.
Dos semanas más tarde me fui a Boston con Most en el Fall River Line. Nunca había visto un barco tan grande y lujoso, con camarotes tan confortables; el mío, no lejos de! de Most, parecía resplandeciente con el ramo de lilas que me había enviado. Nos quedamos en la cubierta mientras zarpaba; al momento, apareció a la vista una isla verde y bonita, con grandes y majestuosos árboles que proporcionaban sombra a un conjunto de edificios de piedra gris. El paisaje era agradable después de ver tantos bloques de pisos. Me volví hacia Most. Estaba pálido y tenía los puños apretados. «¿Qué ocurre?, grité alarmada». «Ese es el penal de Blackwell's Island, la Inquisición Española lo transfirió a los Estados Unidos —contestó—. Pronto estaré de nuevo entre sus muros».
Para calmarle puse mi mano sobre sus dedos rígidos. Gradualmente se relajaron, y su mano se abrió en la mía. Estuvimos así mucho tiempo, cada uno absorto en sus propios pensamientos. La noche era cálida y tenía el olor acre del aire de mayo. Most me rodeaba con el brazo mientras relataba sus experiencias en Blackwell’s Island, y me hablaba de su juventud y de su evolución.
Fue el fruto de una relación clandestina. Su padre había llevado en un principio una vida aventurera y luego se colocó de escribiente en el despacho de un abogado. Su madre había sido institutriz en casa de una familia adinerada. Nació sin la bendición de la iglesia, ni reconocimiento legal, ni aprobación moral; la unión fue legalizada después.
Fue su madre quien más le influyó cuando era niño. Ella le enseñó sus primeras lecciones y, lo más importante de todo, dejó su mente infantil libre de dogmas religiosos. Los primeros siete años de su vida fueron felices y despreocupados. Luego sucedió la gran tragedia: la infección de la mejilla y la consiguiente desfiguración de su rostro a causa de una operación. Quizás si su madre hubiera permanecido con vida, su amor le hubiera ayudado a superar las burlas que su apariencia provocaba, pero murió cuando él tenía solo nueve años. Algún tiempo después, su padre volvió a casarse. Su madrastra convirtió el hasta entonces feliz hogar en un purgatorio para el muchacho. La vida se le hizo insoportable. Cuando tenía quince años le sacaron del colegio y le colocaron de aprendiz en el taller de un encuadernador. Esto solo cambió un infierno por otro. Su deformidad le seguía como una maldición y le causaba una pena indecible.
Amaba locamente el teatro, y cada pfennig que ahorraba lo gastaba en entradas. Se obsesionó con la idea de interpretar. Las obras de Schiller, especialmente Wilhelm Tell, Die Räuber, y Fiesco, eran su inspiración y deseaba ardientemente actuar en ellas. Una vez le pidió trabajo a un representante teatral, pero este le dijo secamente que su cara era más apta para un payaso que para un actor. La decepción fue tremenda y le hizo aún más susceptible a su problema. Se convirtió en el horror de su existencia. Se volvió tímido hasta un extremo patológico, especialmente en presencia de mujeres. Las necesitaba ardientemente, pero la desgarradora consciencia de su deformidad le alejaba de ellas. Durante muchos años, hasta que pudo dejarse barba, no logró superar su timidez enfermiza. Casi le condujo a dar fin a su vida, cuando le salvó su despertar espiritual. Las nuevas ideas sociales con las que se familiarizó le confirieron un gran sentido a su vida y le ayudaron a aferrarse a ella. Blackwells Island revivió el antiguo honor por su apariencia. Le afeitaron la barba, y la visión de aquel rostro monstruoso mirándole desde el trozo de espejo que había introducido clandestinamente en su celda era más aterradora que la prisión. Estaba seguro de que una gran parte de su odio feroz a nuestro sistema social, a la crueldad y las injusticias de la vida, era debido a su propia mutilación, al maltrato y humillaciones que le había causado.
Se expresaba con intensidad. Había estado casado dos veces, continuó; los dos matrimonios fracasaron. Había abandonado la esperanza de encontrar un gran amor, hasta que me conoció; entonces, el viejo anhelo le invadió de nuevo. Pero con él regresó el monstruo de la timidez atormentadora. Durante meses una gran batalla se libró en su interior. Le martirizaba el miedo a que me resultara repugnante. Un solo pensamiento empezó a obsesionarle: ganarme, ligarme a él, hacerse indispensable para mí. Cuando se dio cuenta de que yo poseía el talento y las cualidades de un orador enérgico, se aferró a eso como un medio para llegar a mi corazón. En el taxi, de camino a la calle 42, el amor venció sus temores. Esperaba que yo también le amara, a pesar de su defecto. Pero cuando volví de mi viaje, notó el cambio inmediatamente: había empezado a pensar de forma independiente, ya no estaba a su alcance. Eso le volvió loco, le hizo recordar experiencias amargas, y le llevó a atacar a quien tanto quería y necesitaba. Ahora, concluyó, no pedía más que amistad.
Yo estaba conmovida hasta lo más hondo de mi ser por la sencilla y sincera confesión de este ser atormentado. Estaba demasiado emocionada para hablar. En silencio, tomé las manos de Most. Años de pasión reprimida me aplastaron, clamando con éxtasis y disolviéndose en mí. Sus besos se mezclaron con mis lágrimas, que cubrieron su pobre cara mutilada. Ahora era bella.
Durante las dos semanas que duró la gira, vi a Most a solas ocasionalmente, una hora o dos durante el día o mientras viajábamos de una ciudad a otra. El resto del tiempo estaba ocupado con los compañeros. Me maravillaba que pudiera conversar y beber hasta el último momento antes de subir a la tribuna y luego hablar con tal abandono y ardor. Parecía ignorar a la audiencia; sin embargo, estaba segura de que era consciente de todo lo que pasaba a su alrededor. Most podía, en medio de un punto culminante de su discurso, sacar el reloj y ver si había hablado o no demasiado. Me preguntaba si su discurso no sería estudiado, carente de espontaneidad. Esto me preocupaba mucho. Odiaba pensar que no sentía intensamente lo que decía, que su elocuencia y sus gestos expresivos eran teatralidad consciente más que inspiración. Estos pensamientos me impacientaban y no podía hablar de ellos con Most. Además, el poco tiempo que podíamos pasar juntos era demasiado precioso, estaba deseosa de oírle hablar sobre las luchas sociales de los diferentes países en los que había tomado parte de forma importante. Alemania, Austria, Suiza, y más tarde Inglaterra, fueron el campo de batalla de Most. Sus enemigos pronto se dieron cuenta del peligro que representaba el fiero y joven rebelde. Se esforzaron en aniquilarle. Se siguieron repetidos arrestos, años de prisión y exilio; incluso se le negó la inmunidad acordada a todos los miembros del parlamento alemán.
Most fue elegido para el Reichstag por un numeroso voto socialista; pero, a diferencia de sus colegas, pronto se percató de lo que sucedía entre bastidores en el «Teatro de Marionetas», como había apodado a aquella asamblea legislativa. Se dio cuenta de que las masas no tenían nada que ganar por ese lado. Perdió fe en la maquinaria política. Most fue introducido en las ideas anarquistas por August Reinsdorf, un notable joven alemán que fue más tarde ejecutado por conspirar contra la vida del Kaiser. Posteriormente, estando en Inglaterra, rompió definitivamente con los partidarios de la socialdemocracia y se convirtió en el portavoz del anarquismo.
En aquellas dos semanas, durante el tiempo que pudimos pasar juntos, recibí más información sobre la lucha política y económica en Europa que si hubiera pasado años leyendo. Most conocía al dedillo la historia revolucionaria: el alza del socialismo según fue preconizado por Lassalle, Marx y Engels; la formación del Partido Socialdemócrata, originariamente imbuido de fervor revolucionario, pero que fue absorbiendo gradualmente ambiciones políticas; la diferencia entre las distintas escuelas sociales; la amarga lucha entre la socialdemocracia y el anarquismo, personificados por Marx y Engels de un lado y por Miguel Bakunin y las secciones latinas de otro —una disensión que provocó, finalmente, la ruptura de la Primera Internacional—.
Most narraba de forma interesante su pasado y también quería saber sobre mi infancia y juventud. Todo lo que había precedido mi llegada a Nueva York me parecía insignificante, pero Most estaba en desacuerdo. Insistía en que el entorno y las circunstancias de la primera etapa de la vida eran factores importantes en el desarrollo posterior. Se preguntaba si mi despertar a los problemas sociales se debió enteramente a la conmoción que la tragedia de Chicago me había producido, o si fue el florecimiento de lo que había echado sus raíces dentro de mí en el pasado y debido a las circunstancias de mi infancia.
Le conté incidentes que recordaba —experiencias de mis días escolares—, los cuales parecían interesarle muy particularmente.
Cuando tenía ocho años. Padre me envió a Königsberg a vivir con mi abuela e ir allí a la escuela. Abuela era la propietaria de un salón de peluquería que llevaban sus tres hijas, mientras que ella seguía dedicándose al contrabando. Padre me llevó hasta Kovno, donde fue a recogerme Abuela. Durante el trayecto, con gran severidad intentó meterme en la cabeza el gran sacrificio que iba a suponerle pagar los cuarenta rublos que costaba mensualmente mi manutención y educación. Iba a ir a una escuela privada, ya que él no permitiría que su hija fuera a la Volkschule. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mí si me portaba bien, estudiaba mucho, obedecía a mis maestros, a la abuela, a mis tías y tíos. Si había alguna queja sobre mí no me llevaría nunca de vuelta y vendría a Königsberg a darme una paliza. Estaba atemorizada y demasiado triste para importarme la cariñosa recepción que Abuela me hizo. Solo deseaba una cosa, alejarme de Padre.
La casa de mi abuela en Königsberg era muy pequeña, vivían apiñados. Consistía en solo tres habitaciones y una cocina. La mejor habitación había sido asignada a mi tía y mi tío, mientras que yo tenía que dormir con la más joven de mis tías. Siempre había odiado compartir mi cama con nadie. De hecho, eso siempre había sido la manzana de la discordia entre mi hermana Helena y yo. Todas las noches teníamos la misma discusión: quién dormiría del lado de la pared, y quién de la parte de fuera. Yo insistía siempre en dormir en la de afuera, me daba más sensación de libertad. Ahora, la perspectiva de dormir con mi tía me resultaba también opresiva, pero no había otra solución.
Desde el mismo momento de mi llegada le tomé aversión a mi tío. Echaba de menos nuestro gran patio, los campos, las colinas. Me faltaba el aire y me sentía sola en el mundo. Al poco tiempo me mandaron a la escuela. Hice amigos entre los otros niños y empecé a sentirme menos sola. Todo fue bien durante un mes: luego, Abuela tuvo que marcharse indefinidamente. Mi infierno comenzó casi inmediatamente. Tío insistía en que no había necesidad de gastar dinero en mandarme a la escuela, y que cuarenta rublos daban escasamente para mantenerme. Mis tías protestaron, pero no hubo manera. Le tenían miedo al hombre que las tiranizaba. Me sacaron de la escuela y me pusieron a trabajar en la casa.
Desde por la mañana temprano —cuando tenía que ir a por los bollos, la leche y el chocolate para el desayuno— hasta entrada la noche, me mantenían ocupada haciendo camas, limpiando zapatos, fregando suelos, y lavando ropa. Después de unos días me pusieron incluso a cocinar, pero mi tío no estaba nunca satisfecho. Su voz ronca gritando órdenes durante todo el día me ponía los pelos de punta. Yo seguía trabajando como una esclava y por la noche lloraba hasta que caía rendida de sueño.
Me quedé delgada y pálida; mis zapatos tenían los tacones desgastados, mis ropas estaban raídas y no tenía a nadie que me consolara. Mis únicas amigas eran dos ancianas solteras, las propietarias de nuestro piso, que vivían debajo, y una de las hermanas de mi madre, un alma noble. Estaba enferma la mayor parte del tiempo, pero raramente podía escaparme para ir a verla. No obstante, las dos señoras me acogían con frecuencia en su casa, me daban café y me invitaban a almendras garrapiñadas, mi golosina favorita. Solía verlas en la Konditorei y mirarlas con avidez, pero nunca tenía diez pfennige para comprarlas. Mis dos amigas me daban todas las que quería y, además, flores de su jardín.
No me atrevía nunca a entrar en su casa hasta que mi tío se había ido, su recibimiento amistoso era un bálsamo para a mi dolorido corazón. Siempre era lo mismo: «¿Na, Emmchen, noch immer im Gummi?» Era porque calzaba unos grandes chanclos de goma, pues mis zapatos estaban ya demasiado gastados.
En las raras ocasiones en que podía ir a ver a mi tía Yetta, esta insistía en que se escribiera a mi familia y se les dijera que vinieran a por mí. Yo no quería ni oírlo. No me había olvidado de las últimas palabras de Padre; además. Abuela llegaría de un momento a otro y sabía que me salvaría de mi tan temido tío.
Una tarde, después de un día de trabajos especialmente duros y de interminables recados, Tío entró en la cocina a decir que tendría que llevar otro paquete. Supe, por la dirección, que estaba lejos. Bien por el cansancio, bien por el odio que sentía hacia aquel hombre, el caso es que reuní el coraje suficiente para decirle que no iría, que los pies me dolían demasiado. Me abofeteó de lleno en la cara, gritando; «¡No te ganas tu sustento! ¡Eres una perezosa!» Cuando abandonó la habitación, salí al pasillo, me senté en las escaleras y empecé a llorar amargamente. De repente, sentí un puntapié en la espalda. Intenté agarrarme a la barandilla según bajaba rodando; acabé abajo hecha un ovillo. Con el ruido salieron las hermanas, que vinieron corriendo a ver lo que había pasado. «Das Kind is tot!» gritaron. «¡Ese sinvergüenza la ha matado!» Me metieron en su casa y yo me aferré a ellas, suplicándoles que no me dejaran volver con mi tío. Llamaron al doctor, que no encontró ningún hueso roto, pero sí un tobillo dislocado. Me metieron en la cama, me cuidaron y mimaron como nunca lo había hecho nadie, excepto mi Helena.
La mayor de las hermanas, Wilhelmina, subió, palo en mano. No sé lo que le dijo a mi tío, pero después de aquello no volvió a acercarse a mí. Me quedé con mis benefactoras, solazándome en su jardín y en su amor, y comiendo almendras garrapiñadas a mi gusto.
Mi padre y mi abuela no tardaron en llegar. La tía Yetta les había enviado un telegrama pidiéndoles que vinieran. Padre se sobresaltó al ver mi aspecto; en realidad, me cogió en sus brazos y me besó. Algo así no había pasado desde que tenía cuatro años. Hubo una escena terrible entre Abuela y su yerno, que terminó con mi tío y su mujer mudándose de casa. Al poco, Padre me llevó de vuelta a Popelan. Entonces descubrí que había estado enviando regularmente los cuarenta rublos mensuales, y que mi tío, también regularmente, le había mantenido informado de que iba de maravilla en la escuela, Most estaba profundamente conmovido por mi historia. Me dio palmaditas en la cabeza y me besó las manos. «Armes Aschenprödelchen —decía—, tu infancia fue como la mía después de que la bestia de mi madrastra llegara a casa». Ahora estaba más convencido que nunca, me dijo, de que era la influencia de mi infancia lo que me había hecho ser lo que era.
Volví a Nueva York con renovada fe, orgullosa de tener la confianza y el amor de Johann Most. Quería que mis amigos le vieran como yo le veía. Les conté, entusiasmada, lo que había ocurrido durante las dos semanas de la gira. Todo, excepto el episodio del barco. Sentía que haber actuado de otra forma hubiera significado herir vivamente a Most. Ni siquiera soportaba la menor reflexión sobre lo que dijo o hizo.
Nos habíamos mudado a la calle 13. Helen Minkin se había marchado a vivir otra vez con su hermana, pues su padre ya no estaba con ellas. Sasha, Fedia y yo compartíamos el nuevo piso. Se convirtió en un oasis para Most, tras la algarabía de la redacción del Freiheit. A menudo él y Sasha se enfrentaban verbalmente. Nada personal, parecía. Discutían sobre coherencia revolucionaria, métodos de propaganda, la diferencia entre el fervor de los compañeros rusos y alemanes y otras cuestiones parecidas. Pero a mi pesar, sentía que debía de haber algo más bajo todo eso, algo concerniente a mí. Sus disputas solían ponerme nerviosa, pero siempre conseguía alejarlas de las cuestiones personales y dirigirlas hacia temas de índole general, terminando así de forma amistosa.
El invierno de aquel año (1890), los informes que trajo de Siberia George Kennan, un periodista americano, provocaron una gran conmoción entre las filas radicales. Su relato de las terribles condiciones de los presos políticos rusos hizo que incluso la prensa americana publicara amplios comentarios al respecto. Los del East Side siempre habíamos sabido de los horrores a través de mensajes clandestinos. Un año antes, cosas terribles habían sucedido en Yakutsk. Los presos políticos que habían protestado contra el maltrato a sus compañeros fueron introducidos con engaños en el patio de la prisión y fusilados. Algunos presos fueron ejecutados, entre ellos mujeres, mientras que otros fueron, posteriormente, colgados en la prisión por «promover un motín». Sabíamos de otros casos igualmente terribles, pero la prensa americana se había mantenido en silencio ante las brutalidades cometidas por el zar.
Ahora, sin embargo, un americano había traído datos auténticos y fotografías, y no podía ser ignorado. Su historia animó a muchos hombres y mujeres de espíritu cívico, entre ellos Julia Ward Howe, William Lloyd Garrison, Edmund Noble, Lucy Stone Blackwell, James Russell Lowell, Lyman Abbott, y otros; los cuales organizaron la primera sociedad Friends of Russian Freedom.[34] Su revista mensual, Free Russia, inició el movimiento contra el tratado de extradición con Rusia y sus actividades y campañas produjeron magníficos resultados. Entre otras cosas, consiguieron evitar que el famoso revolucionario Hartmann cayera en las garras de los secuaces del zar.
La primera vez que oímos sobre la matanza de Yakutsk, Sasha y yo empezamos a discutir sobre nuestra vuelta a Rusia. ¿Qué podíamos conseguir en la estéril América? Necesitaríamos años para conseguir fluidez en el idioma y Sasha no tenía intenciones de convertirse en un orador. En Rusia podíamos trabajar en conspiraciones. Pertenecíamos a Rusia. Estuvimos durante meses acariciando esta idea, pero tuvimos que desecharla por carecer de los medios necesarios. Pero ahora, con las declaraciones de George Kennan sobre los horrores en Rusia, nuestros planes tomaron vida de nuevo. Decidimos hablar de ello con Most. Se entusiasmó con la idea. «Emma se está convirtiendo rápidamente en una buena oradora —dijo—, cuando domine el idioma, será una fuerza en el movimiento. Pero tú puedes hacer más en Rusia», convino con Sasha. Haría una petición confidencial a algunos compañeros de confianza para recabar fondos y así poder equipar a Sasha con lo necesario para su viaje y para su trabajo posterior. De hecho, Sasha podía ayudar a redactar el documento. Most también sugirió que sería aconsejable que Sasha aprendiera el oficio de impresor y así estar capacitado para montar en Rusia una imprenta clandestina para la publicación de literatura anarquista.
Me hacía feliz ver cómo Most se sentía rejuvenecido por nuestros planes. Le amaba por la confianza que mostraba en mi muchacho, pero se me encogía el corazón ante la idea de que no quería que yo también me marchara. Seguramente no se daba cuenta de lo que significaría para mí dejar que Sasha se fuera solo a Rusia. No, eso era imposible, decidí para mis adentros.
Se acordó que Sasha se marchara a New Haven; en la imprenta de un compañero de allí se familiarizaría con cada detalle del oficio. Yo también me iría a New Haven para estar cerca de Sasha. Invitaría a Helen y Anna Minkin para que nos acompañaran, y también a Fedia. Podríamos alquilar una casa y llevar a cabo mi plan de comenzar una cooperativa de confección. También podríamos trabajar por la Causa; organizar conferencias e invitar a Most y otros oradores, organizar conciertos y obras de teatro y recabar fondos para propaganda. A nuestros amigos les gustó la idea y Most dijo que le gustaría tener allí un hogar y amigos a los que visitar, un verdadero lugar de descanso. Sasha partió inmediatamente hacia New Haven. Con Fedia, me deshice de las cosas de la casa que no podíamos llevar, y el resto, incluyendo mi fiel máquina de coser, lo trasladamos a New Haven. Una vez allí, colgamos una tablilla: «Goldman y Minkin, Modistas». Pero pronto nos vimos forzados a admitir que los clientes no estaban precisamente haciendo cola a la puerta de nuestro establecimiento y que sería necesario, en un principio, ganar dinero por otros medios. Volví a la fábrica de corsés donde había trabajado después de mi primera separación de Kershner. Solo habían pasado tres años desde entonces, pero parecían siglos: ¡mi mundo había cambiado tanto, y yo con él!
Helen vino conmigo a la fábrica, mientras que Anna se quedó en casa. Ella era una buena costurera, pero no sabía cortar o montar las piezas. Yo preparaba el trabajo por la noche para que ella pudiera terminarlo durante el día.
Era un esfuerzo físico tremendo estar dándole a la máquina todo el día en la fábrica, llegar a casa y preparar la cena (ninguno de los otros miembros de nuestra pequeña comuna sabía cocinar), luego, cortar y montar la ropa para el día siguiente. Pero gozaba de buena salud desde hacía algún tiempo y nos animaba una gran determinación. Luego, estaban también nuestros intereses sociales. Organizamos un grupo educativo, conferencias, encuentros y bailes. Apenas teníamos tiempo para pensar en nosotros mismos; nuestras vidas estaban plenas y satisfechas.
Most vino a un ciclo de conferencias y se quedó con nosotros. Solotaroff también, y celebramos el evento en memoria de la primera vez que le escuché en New Haven. Nuestro grupo se convirtió en el centro de los elementos progresistas alemanes, judíos y rusos. Nuestro trabajo, llevado a cabo en idiomas extranjeros, no atrajo la atención ni de la prensa ni de la policía.
Gradualmente fuimos consiguiendo una buena clientela, lo que anunciaba que podría dejar pronto la fábrica. Sasha estaba haciendo grandes progresos en la imprenta. Fedia había vuelto a Nueva York porque no conseguía trabajo en New Haven. Nuestras actividades propagandísticas empezaron a dar resultados. Las conferencias atraían a gran cantidad de gente, se vendía mucha literatura y el Freiheit ganó un gran número de suscriptores. Nuestra vida era muy activa e interesante, pero pronto se vio perturbada. Anna, que había estado enferma en Nueva York, empeoró, mostrando signos de tuberculosis. Y un domingo por la tarde, al finalizar una conferencia de Most, Helen se puso histérica. Parecía no existir ninguna causa para el ataque, pero a la mañana siguiente me confió que estaba enamorada de Most, que tendría que marcharse a Nueva York, pues no soportaba estar lejos de él.
Yo misma no había estado últimamente mucho a solas con Most. Venía a casa después de las conferencias, pero siempre había otras visitas, y por la noche tomaba el tren de vuelta a Nueva York. De vez en cuando iba a Nueva York a petición de Most, pero nuestros encuentros solían terminar en una escena. Exigía un contacto más íntimo, cosa que no podía darle. Una vez se enfadó y dijo que no tenía por qué suplicarme, podía «conseguir a Helen cuando quisiera». Pensé que bromeaba, hasta que Helen me confesó sus sentimientos. Ahora me preguntaba si Most amaba en realidad a la muchacha.
El domingo siguiente comió con nosotros y después salimos a dar un paseo. Le pedí que me hablara de sus sentimientos hacia Helen. «Eso es ridículo —contestó—, solo necesita a un hombre. Ella piensa que me ama. Estoy seguro de que cualquier otro hombre serviría». Aquella insinuación me dolió, conocía a Helen, estaba segura de que no era la clase de mujer que se entrega de la forma que él insinuaba. «Tiene necesidad de amor», le repliqué. Most rió cínicamente. «Amor, amor... No son más que tonterías sentimentales —gritó—. ¡Solo existe el sexo!» Pensé que Sasha, después de todo, tenía razón. A Most solo le interesaban las mujeres por su sexo. Probablemente no me había querido a mí por ninguna otra razón.
Hacía tiempo que me había dado cuenta de que la atracción que sentía hacia Most no era física. Era su intelecto, sus brillantes habilidades, su peculiar y contradictoria personalidad lo que me fascinaba; el sufrimiento y la persecución que había sufrido me ablandaban el corazón, a pesar de que muchos de sus rasgos me desagradaban. Me acusaba de ser fría, de no amarle. Una vez, mientras dábamos un paseo por New Haven, se volvió demasiado insistente. Mi rechazo le hizo enfadar y arremetió contra Sasha. Sabía desde hacía tiempo, dijo, que prefería a «ese arrogante judío ruso» que se había atrevido a pedirle cuentas a él, a Most: decirle lo que era ser coherente con la ética revolucionaria. Había ignorado las críticas de «el joven imbécil que no sabía nada de la vida». Pero ya estaba cansado y por eso le estaba ayudando a que se marchara a Rusia, lejos de mí. Tendría que elegir entre él y Sasha.
Me había dado cuenta del secreto antagonismo que existía entre ambos, pero Most nunca había hablado de Sasha en esos términos. Me hirió en lo más vivo. Me olvidé de la grandeza de Most; solo era consciente de que se había atrevido a atacar a lo que más quería, a mi Sasha, mi inspirado y loco muchacho. Quería que Most y hasta las piedras supieran de mi amor por este «arrogante judío ruso». Lo grité impulsivamente, apasionadamente. Yo también era una judía rusa. ¿Era él, Most, el anarquista, antisemita? ¿Y cómo se atrevía a decir que me quería para él solo? ¿Era yo un objeto, para ser tomada y poseída? ¿Qué clase de anarquismo era ése? Sasha tenía razón cuando afirmó que Most ya no era anarquista.
Most no decía nada. Luego oí un gemido, como el de un animal herido. Mi estallido de cólera se acabó de forma brusca. Estaba tirado en el suelo, boca abajo, los puños cerrados. Diferentes emociones luchaban dentro de mí: amor por Sasha, remordimientos por haber hablado tan duramente, ira hacia Most, profunda compasión hacia él, según yacía ante mí, llorando como un niño. Le levanté la cabeza suavemente. Deseaba decirle cuánto lo sentía, pero las palabras me parecían banales. Levantó la vista hacia mí y susurró; «Mein Kind, mein Kind, Sasha es muy afortunado. Me pregunto si aprecia tu amor en su justo valor». Enterró su cabeza en mi regazo y nos quedamos sentados en silencio.
De repente oímos unas voces: «¡Levantaros, vosotros dos, levantaros! ¿Cómo os atrevéis a hacer el amor en la calle? Quedáis arrestados por escándalo público». Most estuvo a punto de levantarse. Me aterroricé, no por mí, sino por él. Sabía que si le reconocían le llevarían a la comisaría, y al día siguiente los periódicos contarían de nuevo historias difamatorias sobre él. Como un relámpago, se me vino a la cabeza la idea de inventarme algo, cualquier cosa que evitara el escándalo. «¡Qué bien que hayan llegado! —dije—, a mi padre le ha dado un desmayo. Estaba deseando que pasara alguien y que avisara a un médico. ¿No podría uno de ustedes, caballeros, hacer algo?» Los dos se echaron a reír a carcajadas. «¡Tu padre, eh, desvergonazada! Bueno, si tu padre nos da cinco dólares dejaremos que os vayáis por esta vez». Hurgué en mi monedero nerviosamente y saqué el único billete de cinco dólares que poseía. Los hombres se marcharon, sus risas insinuantes lastimaban mis oídos.
Most se levantó de un salto, intentando ahogar una risita. «Eres muy lista —dijo—, pero ahora me doy cuenta de que nunca seré para ti más que un padre». Aquella noche, después de la conferencia, no fui a despedirle a la estación.
A la mañana siguiente, de madrugada, Sasha me despertó bruscamente. Anna tenía una hemorragia pulmonar. El médico, al que llamamos inmediatamente, dijo que el caso era grave y ordenó que Anna fuera trasladada a un sanatorio. Unos días más tarde Sasha la llevó a Nueva York. Yo me quedé en New Haven a concluir nuestros asuntos.
Mi ansiado plan de trabajar en cooperativa había fracasado por completo.
En Nueva York, alquilamos un piso en la calle Forsythe. Fedia continuaba haciendo ampliaciones cuando tenía la suerte de que le hicieran encargos. Yo empecé de nuevo a trabajar a destajo. Sasha trabajaba de cajista en el Freiheit, todavía aferrado a la esperanza de que Most le ayudaría a marcharse a Rusia. La petición para recabar fondos redactada por Most y Sasha fue enviada, y esperábamos con ansiedad los resultados.
Pasaba mucho tiempo en la redacción del Freiheit, donde las mesas estaban llenas de intercambios con Europa. Un periódico llamó especialmente mi atención. Era el Die Autonomie, un semanario anarquista alemán publicado en Londres. Si bien no era comparable con el Freiheit por la fuerza y expresividad de su estilo, me parecía que exponía las tesis anarquistas de forma más clara y convincente. Una vez que hablé a Most de esta publicación se puso furioso. Me dijo agriamente que la gente que estaba detrás de esa empresa eran personas sospechosas, que habían estado mezcladas con «el espía Peukert, el que había traicionado a John Neve, uno de nuestros mejores compañeros alemanes, y le habían conducido a manos de la policía». Nunca se me ocurrió dudar de Most y dejé de leer el Autonomie.
Pero un conocimiento más profundo del movimiento y otras experiencias, me mostraron la parcialidad de Most. Empecé a leer el Autonomie otra vez. Pronto llegué a la conclusión de que, por mucha razón que llevara Most sobre el personal del periódico, sus principios estaban más cercanos a lo que yo entendía por anarquismo que los del Freiheit. El Autonomie hacía más hincapié sobre la libertad individual y la independencia de los grupos. El tono general de la publicación me atraía con fuerza. Mis dos amigos sentían lo mismo. Sasha sugirió que nos pusiéramos en contacto con los compañeros de Londres.
Pronto nos enteramos de la existencia del Grupo Autonomie en Nueva York. Sus reuniones semanales se celebraban los sábados, y decidimos ir al local en la calle Quinta. El sitio se llamaba de forma extraña, Zum Groben Michel, lo que se correspondía con el exterior basto y las maneras bruscas de su gigantesco dueño. El alma del grupo era Joseph Peukert.
Como estábamos influidos por Most en contra de Peukert, durante largo tiempo nos opusimos a la versión de este último sobre la historia que le hacía responsable del arresto y encarcelamiento de Neve. Pero después de varios meses de asociación con Peukert nos convencimos de que, cualquiera que hubiera sido su parte en ese terrible asunto, no podía haber participado de forma deliberada en la traición.
Joseph Peukert jugó, en un tiempo, un importante papel en el movimiento socialista de Austria. Pero en ningún sentido era comparable con Most. Carecía de la viveza de este último, de su genio y fascinante espontaneidad. Peukert era serio, pedante, y carecía absolutamente de humor, Al principio pensé que su seriedad era debida a las persecuciones de que había sido objeto; a la acusación de traidor que había caído sobre él, lo cual le había convertido en un paria. Pero pronto comprendí que su inferioridad era innata, y que, de hecho, era la fuerza dominante de su odio hacia Most. Aún así nos compadecíamos de él. Teníamos la impresión de que la disensión entre los dos grupos anarquistas —los seguidores de Most y los de Peukert— era, en gran medida, debida a vanidades personales. Pensamos que era justo que Peukert pudiera exponer su caso ante un grupo de compañeros imparciales. En esto nos apoyaban algunos miembros de la asociación Pioneers of Liberty, a la cual pertenecían Sasha y Fedia.
Durante la conferencia nacional de organizaciones anarquistas de expresión yiddish que se celebró en diciembre de 1890, Sasha propuso que los cargos Most-Peukert fueran estudiados exhaustivamente, y que se les pidiera a los dos hombres que presentaran sus alegaciones. Cuando Most se enteró, todo el antagonismo y resentimiento que sentía hacia Sasha dieron paso a una furia incontrolada. «Ese arrogante judío —gritó—, ese Grünschnabel, ¿cómo se atreve a dudar de Most y de los compañeros que probaron hace tiempo que Peukert era un espía?» De nuevo sentí, que Sasha tenía razón con respecto a Most. ¿No había mantenido durante mucho tiempo que Most era un tirano que quería gobernar con mano de hierro bajo el disfraz de anarquista? ¿No me había dicho repetidamente que Most ya no era un revolucionario? «Tú puedes hacer lo que quieras —me dijo Sasha ahora—, pero yo he terminado con Most y con el Freiheit». Dejaría el trabajo en el periódico inmediatamente.
Había estado demasiado cerca de Most, había mirado dentro de su alma, había sentido demasiado profundamente su encanto, su fascinación, sus alturas y profundidades para abandonarle tan fácilmente. Iría a verle e intentaría calmar su espíritu atormentado, como había hecho tan a menudo. Estaba segura de que Most amaba nuestro maravilloso ideal. ¿No había abandonado todo por él? ¿No había sufrido dolor y humillación por su causa? Estaba segura de que era posible hacerle entender el enorme daño que su enemistad con Peukert había causado al movimiento. Iría a él.
Sasha me llamó ciega idólatra; había sabido desde siempre, dijo, que el Most hombre significaba más para mí que el Most revolucionario. Yo no podía estar de acuerdo con las rígidas distinciones de Sasha. La primera vez que le oí enfatizar sobre la mayor importancia de la Causa sobre la vida y la belleza, algo dentro de mí se rebeló. Pero nunca estuve convencida de que estuviera equivocado. Nadie con tal determinación, tal devoción desinteresada, podía estar equivocado. Debía de ser algo dentro de mí —pensaba— que me ataba a la tierra, al lado humano de los que llegaban a mi vida. A menudo pensé que debía de ser débil, que nunca alcanzaría las alturas idealistas y revolucionarias de Sasha. Pero bueno, al menos, podía amarle por su ardor. Algún día le demostraría lo grande que mi devoción podía ser.
Fui a la redacción del Freiheit a ver a Most. ¡Lo que habían cambiado sus modales hacia mí, qué contraste con mi primera y memorable visita! Lo sentí incluso antes de que dijera nada. «¿Qué quieres de mí, ahora que estás con ese horrible grupo?», ese fue su saludo. «Has elegido a tus amigos entre mis enemigos». Me acerqué a él, señalando que no podía discutir en la oficina. ¿No saldría conmigo esa noche, aunque solo fuera por nuestra vieja amistad? «¡Por nuestra vieja amistad! —dijo con desprecio—. Fue bonito mientras duró. ¿Dónde está ahora? ¡Te ha parecido bien irte con mis enemigos y has preferido a un mero jovencito antes que a mí! ¡Quien no está conmigo, está contra mí!» Pero mientras hablaba de esa forma, creí que detectaba un cambio de tono. Ya no era tan ardo. Fue su voz lo primero que me impresionó tan profundamente: había aprendido a amarla, a comprender su trémula variabilidad, de la dureza del acero a la melodiosa ternura. Era capaz de distinguir las cimas y los abismos de su emoción por el timbre de su voz. Así supe que ya no estaba enfadado.
Le cogí de la mano. «Por favor, Hannes, ven». Me apretó contra sí. «Eres una Hexe; eres una mujer terrible. Serás la desgracia de todos los hombres. Pero te amo, iré».
Fuimos a un café que estaba en la esquina de la Sexta Avenida con la calle 42. Era un famoso lugar de reunión de la gente de la farándula, jugadores y prostitutas. Eligió este lugar porque los compañeros no lo frecuentaban.
Hacía mucho tiempo que no salíamos juntos, hacía mucho tiempo que no veía la maravillosa transformación que sufría Most bajo el efecto de unos vasos de vino. Su nuevo humor me transportó a un mundo diferente, un mundo sin discordias ni conflictos, sin una Causa que nos atara, ni opiniones de compañeros que tener en cuenta. Olvidamos todas nuestras diferencias. Cuando nos separamos, no le había hablado del caso Peukert.
Al día siguiente recibí una carta de Most que incluía documentos sobre el asunto Peukert. Leí primero la carta. De nuevo desnudó su alma, como cuando fuimos a Boston. Hablaba de su amor y de por qué debía terminar; no era solo que no podía compartirme con otro, sino que ya no podía soportar las diferencias que había entre nosotros y que iban en aumento. Estaba seguro de que yo continuaría mi desarrollo interior, de que llegaría a ser una fuerza siempre en aumento dentro del movimiento. Pero esta misma seguridad le convencía de que nuestra relación estaba destinada a no permanecer. Un hogar, hijos, el cuidado y atenciones que las mujeres normales pueden dar, las que no tienen otros intereses en la vida más que el hombre que aman y los hijos que le dan, eso era lo que necesitaba; lo que creía que había encontrado en Helen. La atracción que sentía hacia ella no era la pasión tempestuosa que yo había despertado. Nuestro último abrazo fue una prueba más del poder que tenía sobre él. Fue éxtasis puro, pero le dejó en un torbellino, en un conflicto, infeliz. Las disputas entre los compañeros, la precaria situación del Freiheit, y su inminente regreso a Blackwell’s Island, todo se combinaba para robarle la paz, para impedirle trabajar, que era, después de todo, su gran tarea en la vida. Esperaba que le comprendiera, que incluso le ayudara a encontrar la paz que buscaba.
Leí y releí la carta, encerrada en mi habitación. Quería estar a solas con todo lo que Most significaba para mí, con todo lo que me había dado. ¿Qué le había dado yo? Ni incluso lo que una mujer ordinaria le da al hombre que ama. Odiaba admitir, incluso para mí misma, que carecía de lo que él necesitaba tanto. Sabía que podía darle hijos si me operaba. ¡Qué maravilloso sería tener un hijo de esa persona única! Estuve allí perdida en mis pensamientos. Pero pronto, algo más insistente se abrió paso en mi mente: Sasha, la vida y el trabajo que teníamos ante nosotros. ¿Iba a abandonarlo todo? ¡No, no, eso era imposible, no podía ser! Pero ¿por qué Sasha y no Most? Sin duda, Sasha tenía juventud y un fervor indoblegable. Sí, su ardor, ¿no era eso lo que me había unido a él? Pero supón que Sasha también quisiera una esposa, un hogar, hijos. ¿Qué pasaría entonces? ¿Podría dárselo? Pero Sasha nunca esperaría algo así, solo vivía para la Causa y quería que yo hiciera lo mismo.
Pasé una noche angustiosa. No encontraba respuesta ni paz.
Capítulo VII
En el Congreso Socialista Internacional celebrado en París en 1889 se tomó la decisión de que el primero de mayo se convirtiera en la fiesta mundial del trabajo. La idea despertó la imaginación de los trabajadores progresistas de todos los países. El nacimiento de la primavera marcaría el renacer de las masas a nuevos esfuerzos por la emancipación. En este año, 1891, la decisión del Congreso fue la de que se pusiera en práctica ampliamente. El primero de mayo los obreros debían abandonar sus herramientas, parar las máquinas, dejar las fábricas y las minas. Vestidos de fiesta, debían manifestarse con banderas, marchar al son de la música y las canciones revolucionarias. En todas partes debían realizarse mítines para articular las aspiraciones de los trabajadores.
Los países latinos ya habían comenzado los preparativos. Las publicaciones socialistas y anarquistas editaban informes detallados de las intensas actividades programadas para ese día. También en América se hizo un llamamiento para que el primero de mayo fuera una impresionante manifestación de la fuerza y el poder de los trabajadores. Tuvieron lugar sesiones nocturnas para organizar el acontecimiento. Se me asignó de nuevo visitar los sindicatos. La prensa nacional comenzó una campaña de difamación, acusando a los elementos radicales de preparar la revolución. Se apremió a los sindicatos para que purgaran sus filas de «la chusma extranjera y de los delincuentes que vinieron a nuestro país a destruir sus instituciones democráticas». La campaña dio resultados. Los gremios conservadores se negaron a abandonar las herramientas y participar en la manifestación del primero de mayo. Los otros eran demasiado pequeños, numéricamente, y estaban todavía aterrorizados por los ataques a los sindicatos alemanes durante los días de Haymarket. Solo las más radicales de las organizaciones alemanas, judías y rusas mantuvieron su decisión original. Se manifestarían.
La celebración en Nueva York fue organizada por los socialistas. Reservaron la plaza Union y se comprometieron a permitir a los anarquistas hablar desde su propia plataforma. Pero en el último momento los organizadores socialistas nos impidieron levantar nuestra propia plataforma en la plaza. Most no llegó a tiempo, pero yo estaba allí con un grupo de gente joven, incluyendo a Sasha, Fedia y varios compañeros italianos. Estábamos decididos a tener voz en esta gran ocasión. Cuando se hizo evidente que no podríamos tener nuestra plataforma, los chicos me alzaron y me pusieron encima de uno de los carros socialistas. Empecé a hablar. El presidente salió, pero volvió enseguida con el propietario del carro. Yo seguía hablando. El hombre enganchó el caballo y salió al trote. Yo todavía continuaba hablando. La multitud, que no comprendía lo que sucedía, nos siguió fuera de la plaza unos cuantos bloques.
En seguida apareció la policía y empezó a golpear a la multitud para que volvieran a la plaza. El conductor se detuvo. Rápidamente los chicos me bajaron del carro y nos alejamos deprisa. Todos los periódicos de la mañana hablaban de la historia de una joven misteriosa encima de un carro que había ondeado una bandera roja e instado a la revolución, «haciendo que el caballo se desmandara con su voz aguda».
Unas semanas más tarde nos llegó la noticia de que el Tribunal Supremo había desestimado la apelación de Johann Most. Sabíamos que eso significaba Blackwell's Island otra vez. Sasha olvidó sus diferencias con Most, y a mí dejó de importarme que me hubiera apartado de su vida y de su corazón. Nada importaba ahora, excepto el hecho cruel de que Most sería devuelto a la prisión; de que le afeitarían de nuevo; de que su deformidad, por la que tanto había sufrido, volvería a convertirse en blanco de burlas y humillaciones.
Llegamos los primeros al juzgado. Most fue introducido en la sala acompañado de sus abogados y de su fiador, nuestro viejo compañero Julius Hoffmann. Muchos amigos llegaron, entre ellos Helen Minkin. Most parecía indiferente a su destino, manteniéndose erecto y orgulloso. Era de nuevo el viejo guerrero, el rebelde imperturbable.
El proceso duró solo unos minutos. En el pasillo, corrí hacia Most, tomé su mano y susurré: «¡Hannes, querido Hannes, daría cualquier cosa por estar en tu lugar!» «Sé que lo harías, mi Blondkopf. Escríbeme». Luego se lo llevaron.
Sasha acompañó a Most a Blackwell’s Island. Volvió entusiasmado por su espléndido porte, nunca le había visto tan rebelde, tan digno, tan brillante. Incluso los periodistas estaban impresionados. «Debemos enterrar nuestras diferencias, debemos trabajar con Most», declaró Sasha.
Se convocó un mitin multitudinario para protestar contra la decisión del Tribunal Supremo y para recabar fondos con el fin de continuar la lucha por Most y para ayudarle a hacer su vida en la prisión lo más llevadera posible. La compasión por nuestro compañero encarcelado era general en las filas radicales. En cuarenta y ocho horas conseguimos llenar una gran sala, donde yo iba a ser uno de los oradores. Mi discurso no iba a ser únicamente sobre Johann Most, el símbolo de la revuelta universal, el portavoz del anarquismo; sino también sobre el hombre que había sido mi inspiración, mi maestro y compañero.
Durante el invierno, Fedia se marchó a Springfield, Massachusetts, a trabajar para un fotógrafo. Al poco, me escribió que yo podría trabajar en el mismo sitio, tomando los encargos. Me alegraba tener esa oportunidad; así me alejaría de Nueva York y del eterno y pesado trabajo en la máquina de coser. Sasha y yo habíamos estado viviendo de trabajar a destajo haciendo petos para chicos. A menudo trabajábamos dieciocho horas al día en la única habitación luminosa de nuestro piso, y yo, además, debía ocuparme de la comida y de las tareas de la casa. Springfield sería un cambio y un alivio.
El trabajo no era duro y fue tranquilizador estar con Fedia, que era tan diferente de Sasha o de Most. Teníamos muchas cosas en común fuera del movimiento: nuestro amor por la belleza, por las flores, por el teatro, había muy poco de esto último en Springfield; además, había llegado a aborrecer el teatro americano. Después de Königsberg, de San Petersburgo y del German Irving Place Theatre de Nueva York, el teatro ordinario americano me parecía insípido y ostentoso.
A Fedia se le daba tan bien su trabajo que nos parecía una locura seguir enriqueciendo a nuestro jefe. Se nos ocurrió que podíamos empezar por nuestra cuenta y que Sasha se viniera con nosotros. Aunque Sasha no se había quejado, me daba cuenta por sus cartas de que no era feliz en Nueva York. Fedia sugirió que abriéramos nuestro propio estudio. Decidimos ir a Worcester, Massachusetts, y pedirle a Sasha que se nos uniera.
Alquilamos una oficina, pusimos un cartel y esperamos a los clientes. Pero ninguno vino, y nuestros pequeños ahorros estaban disminuyendo. Alquilamos un caballo y una calesa para poder visitar los alrededores y conseguir encargos de los granjeros para ampliaciones a lápiz de las fotografías de la familia. Sasha conducía y cada vez que chocábamos contra los árboles o las aceras se explayaba sobre la terquedad innata del caballo. Muchas veces viajábamos durante horas antes de conseguir algún encargo.
Nos sorprendió la diferencia existente entre los campesinos rusos y los de Nueva Inglaterra. Los primeros rara vez tenían suficiente para comer; sin embargo, nunca dejaban de ofrecer al extraño pan y kvas (sidra). Los campesinos alemanes también, según recuerdo de mis días escolares, nos hubieran invitado a su «mejor habitación», hubieran puesto leche y mantequilla sobre la mesa, y nos hubieran instado a compartirlas. Pero aquí, en la libre América, donde los granjeros poseían acres de tierra y mucho ganado, teníamos suerte si nos dejaban pasar o si nos daban un vaso de agua. Sasha solía decir que el granjero americano carecía de compasión y amabilidad porque no había conocido nunca la necesidad. «En realidad es un pequeño capitalista —argumentaba—. Es diferente en Rusia o en Alemania, donde los campesinos son proletarios. Por eso es por lo que son hospitalarios y afectuosos». Yo no estaba convencida. Había trabajado con proletarios en fábricas y no siempre me parecieron generosos y amables. Pero la fe de Sasha en la gente era contagiosa y disipaba mis dudas.
A menudo estuvimos a punto de abandonar. La familia con la que vivíamos solía aconsejarnos que abriéramos un comedor o una heladería. La sugerencia nos pareció en un principio absurda; no teníamos ni dinero ni ganas de emprender tal aventura. Además, iba en contra de nuestros principios meternos en negocios.
En esa misma época, la prensa radical publicaba otra vez nuevas atrocidades en Rusia. El viejo anhelo de volver a nuestro país de origen nos invadió de nuevo. Pero ¿dónde conseguir suficiente dinero para nuestro propósito? La petición que hizo Most no encontró una respuesta adecuada. Entonces se nos ocurrió que una heladería podía ser el medio para conseguir nuestros fines. Cuanto más pensábamos en ello más convencidos estábamos de que era la única solución.
Nuestros ahorros consistían en cincuenta dólares. Nuestro casero, quien nos había sugerido la idea, nos prestaría ciento cincuenta. Alquilamos un almacén y en un par de semanas, la habilidad de Sasha con la sierra y el martillo, Fedia con sus pinturas y brochas y mi buena preparación alemana para llevar una casa, consiguieron convertir aquel lugar abandonado y desvencijado en un comedor atractivo. Era primavera y no hacía todavía suficiente calor para una gran demanda de helados; pero mi café, nuestros sandwiches y exquisitos platos, empezaron a ser apreciados, y pronto nos mantuvimos ocupados hasta altas horas de la noche. En poco tiempo habíamos devuelto el préstamo a nuestro casero y pudimos invertir en un sifón y en unos preciosos platos de colores. Nos parecía que estábamos en camino de realizar nuestro ansiado sueño.
Capítulo VIII
Era mayo de 1892. Las noticias que llegaban de Pittsburgh anunciaban que había problemas entre la Carnegie Steel Company y sus empleados, organizados en la Amalgamated Association of Iron and Steel Workers.[35] Era uno de los mayores y más eficaces gremios del país, estaba formado principalmente por americanos, hombres con entereza y decisión, que harían valer sus derechos. Por otro lado, la Carnegie Company era una corporación poderosa y un amo severo. Fue especialmente significativo que Andrew Carnegie, su director, cediera temporalmente la gestión al presidente de la compañía, Henry Clay Frick, un hombre conocido por su enemistad hacia los trabajadores. Frick era también el propietario de grandes depósitos de coque, donde los sindicatos estaban prohibidos y los trabajadores dirigidos con mano de hierro.
Los altos aranceles sobre el acero importado habían hecho prosperar enormemente la industria del acero americana. La Carnegie Company tenía prácticamente el monopolio y disfrutaba de una prosperidad sin precedentes. Sus más grandes acerías estaban en Homestead, cerca de Pittsburgh, donde había miles de trabajadores cuyas tareas requerían largo aprendizaje y gran habilidad. Los salarios eran fijados entre la empresa y el sindicato de acuerdo con una escala móvil basada en el precio reinante en el mercado de los productos del acero. El convenio en curso estaba a punto de expirar y los trabajadores presentaron una nueva tabla salarial, demandando un aumento de acuerdo con la subida de los precios y al aumento en la producción.
El filantrópico Andrew Carnegie se retiró convenientemente a su castillo de Escocia y Frick se quedó a cargo de la situación. Declaró que desde ese momento quedaba abolida la escala móvil. La compañía no llegaría a más acuerdos con la Amalgamated Association; ella misma determinaría los salarios. De hecho, no reconocería en absoluto al sindicato. No trataría con los trabajadores colectivamente, como antes, cerraría las acerías, y los hombres debían considerarse despedidos. A partir de entonces, solicitarían trabajo de forma individual y la paga sería fijada con cada trabajador por separado. Frick rechazó de plano las sugerencias de paz de la organización obrera, declarando que no había «nada que arbitrar». Al poco, las acerías fueron cerradas. «No una huelga, sino un cierre patronal», anunció. Era una abierta declaración de guerra.
Los ánimos estaban soliviantados en Homestead y alrededores. Las simpatías del país entero estaban con los hombres. Incluso la prensa más conservadora condenó a Frick por su arbitrariedad y métodos drásticos. Le acusaron de provocar deliberadamente una crisis que podía asumir proporciones nacionales, debido al gran número de trabajadores despedidos y al efecto que tendría sobre sindicatos asociados e industrias afines.
La masa laboral de todo el país estaba agitada. Los trabajadores del acero declararon que estaban preparados para aceptar el reto de Frick: insistían en su derecho a organizarse y tratar colectivamente con los empresarios. Se expresaban con hombría, su tono resonaba con el espíritu rebelde de sus antepasados de la Guerra Revolucionaría.
Lejos del escenario de la inminente lucha, en nuestra pequeña heladería de la ciudad de Worcester, seguíamos con ansiedad los acontecimientos. Para nosotros parecía el despertar del trabajador americano, el tan esperado día de su resurrección. El obrero oriundo se había levantado, estaba empezando a sentir su gran fuerza, estaba decidido a romper las cadenas que le habían esclavizado durante tanto tiempo; eso pensábamos. Nuestros corazones ardían de admiración por los hombres de Homestead.
Seguíamos en nuestro trabajo diario, atendiendo a los clientes, friendo tortas, sirviendo té y helados; pero nuestros pensamientos estaban en Homestead, con los valientes trabajadores. Estábamos tan absortos en las noticias que ni dormíamos lo suficiente. Al amanecer, uno de los chicos salía a comprar la primera edición de los periódicos. Nos saturábamos de los sucesos de Homestead hasta excluir todo lo demás. Pasábamos noches enteras en vela, discutiendo las diferentes fases de la situación, sumidos por completo en la posibilidad de una lucha gigantesca.
Una tarde, un cliente entró por un helado mientras estaba sola en el salón. Según ponía el plato sobre la mesa, vi los grandes titulares de su periódico: «Últimos acontecimientos en Homestead —las familias de los huelguistas desalojadas de las casas de la compañía— parturienta sacada a la calle por oficiales». Leí por encima del hombro del cliente la declaración de Frick a los trabajadores: prefería verlos muertos que ceder a sus exigencias, y amenazó con importar detectives de la agencia Pinkerton. La brutalidad del descarnado relato y la crueldad de Frick hacia la madre desahuciada me enfurecieron. Una gran indignación recomo todo mi ser. Oí que el hombre sentado a la mesa me preguntaba: «¿Está enferma, señorita? ¿Puedo hacer algo por usted?» «Sí, puede darme su periódico —respondí—. No tendrá que pagarme el helado. Pero debo pedirle que se marche. Tengo que cerrar». El hombre me miraba como si me hubiera vuelto loca.
Cerré y corrí a toda velocidad hasta nuestro piso. Era Homestead, no Rusia; ahora lo sabía. Pertenecíamos a Homestead. Los chicos, que estaban descansado para el turno de noche, se levantaron cuando entré corriendo en la habitación, aferrada al periódico. «¿Qué ha pasado, Emma? ¡Tienes un aspecto horrible!» No podía hablar, les entregué el periódico.
Sasha fue el primero en ponerse en pie. «¡Homestead!», exclamó. «¡Debo ir a Homestead!» Me lancé a sus brazos, gritando su nombre. Yo también iría. «Tenemos que irnos esta misma noche —dijo—. ¡El gran momento ha llegado, por fin!» Siendo intemacionalistas, añadió, no importaba dónde los trabajadores asestaran el golpe, debíamos estar con ellos. Debíamos llevarles nuestro mensaje y ayudarles a comprender que no solo debían luchar por el momento, sino para siempre, por una vida libre, por el anarquismo. En Rusia había muchos hombres y mujeres heroicos, pero ¿quién había en América? ¡Sí, debemos ir a Homestead, esta noche!
Nunca había estado Sasha tan elocuente. Parecía haber crecido en estatura. Parecía fuerte y desafiante, la luz interior que reflejaba su rostro le hacía bello, como nunca antes me lo había parecido.
Fuimos inmediatamente a ver a nuestro casero y le informamos de nuestra decisión de marchamos. Nos contestó que estábamos locos: nos iba tan bien, estábamos en el buen camino para conseguir una fortuna. Si nos quedábamos hasta finales del verano, podríamos sacar un beneficio de al menos mil dólares. Pero argumentaba en vano, nadie nos podría convencer. Inventamos la historia de que un pariente muy querido estaba en el lecho de muerte, y que debíamos marcharnos. Le traspasaríamos a él la heladería, todo lo que queríamos eran los beneficios de la noche. Nos quedaríamos hasta la hora de cerrar, dejaríamos todo en orden y le entregaríamos las llaves.
Esa noche tuvimos mucho trabajo. Nunca habíamos tenido tantos clientes. A la una habíamos vendido todo. Sacamos setenta y cinco dólares. Partimos en un tren de madrugada.
En el camino discutimos sobre los planes más inmediatos. En primer lugar, imprimiríamos un manifiesto para los trabajadores. Tendríamos que encontrar a alguien que lo tradujera al inglés, pues todavía no sabíamos expresarnos correctamente en esa lengua. Imprimiríamos los textos en inglés y en alemán en Nueva York y los llevaríamos a Pittsburgh. Con la ayuda de los compañeros de allí podríamos organizar mítines en los que yo hablaría. Fedia debería quedarse en Nueva York hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Desde la estación fuimos directamente al piso de Mollock, un compañero austríaco que habíamos conocido en el grupo Autonomie. Era panadero y trabajaba de noche; pero Peppie, su mujer, con los dos niños estaría en casa. Estábamos seguros de que nos acogería.
Le sorprendió vernos a los tres desfilar con nuestro equipaje, pero nos dio la bienvenida, nos dio de comer y sugirió que nos fuéramos a la cama. Pero teníamos otras cosas que hacer.
Sasha y yo fuimos a buscar a Claus Timmermann, un ardiente anarquista alemán. Tenía un talento poético considerable y escribía una propaganda contundente. De hecho, había sido el editor de un periódico anarquista en San Luis antes de venir a Nueva York. Era un tipo muy agradable, completamente de fiar, aunque bebía considerablemente. Creíamos que Claus era la única persona a la que podíamos hacer partícipe de nuestro plan. Se entusiasmó con nosotros al momento y el manifiesto fue escrito aquella tarde. Era una llamada apasionada a los hombres de Homestead para que se liberaran del yugo del capitalismo, para que usaran su lucha actual como un trampolín hacia la destrucción del trabajo asalariado y para que continuaran hacia la revolución social y el anarquismo.
Unos días después de nuestro regreso a Nueva York, la noticia de la matanza de los trabajadores del acero por los Pinkertons recorrió el país como la pólvora, Frick había fortificado las acerías de Homestead levantando una alta empalizada alrededor. Luego, en la quietud de la noche, una barcaza llena de esquiroles, bajo protección de pistoleros de la Pinkerton fuertemente annados, navegó silenciosamente río Monongahela arriba. Los trabajadores supieron del movimiento de Frick. Se apostaron a lo largo de la orilla, decididos a hacer retroceder a los secuaces de Frick. Cuando la barcaza estuvo lo suficientemente cerca de la orilla, los Pinkertons abrieron fuego, sin previo aviso, matando a varios hombres de Homestead, entre ellos un niño, e hiriendo a muchos otros.
Hasta los diarios se revolvieron contra estos asesinatos caprichosos. Varios publicaron duras editoriales criticando severamente a Frick. Había ido demasiado lejos: había echado leña al fuego y sería el único responsable de cualquier acto desesperado que pudiera suceder.
Estábamos estupefactos. Nos dimos cuenta inmediatamente de que nuestro manifiesto ya no era adecuado. Las palabras habían perdido su significado ante la sangre inocente derramada en la orilla del Monongahela. Intuitivamente, cada uno sentía lo que estaba surgiendo en el corazón de los demás. Sasha fue el primero en romper el silencio. «Frick es el factor responsable de este crimen —dijo—, debe hacérsele pagar las consecuencias». Era el momento psicológico para un Attentat; todo el país estaba conmocionado, todo el mundo consideraba a Frick el autor de un asesinato a sangre fría. Un golpe dirigido a Frick tendría eco hasta en el cuchitril más pobre, atraería la atención del mundo entero hacia la verdadera causa de la lucha en Homestead. También provocarla terror en las filas enemigas y les haría darse cuenta de que el proletariado de América tenía sus vengadores.
Sasha no había hecho bombas antes, pero el Science of Revolutionary Warfare, de Most, era un buen manual. Conseguiría dinamita a través de un compañero que conocía en Staten Island. Había esperado este momento sublime para servir a la Causa, para entregar su vida al pueblo. Iría a Pittsburgh.
«¡Iremos contigo!», Fedia y yo gritamos a la vez. Pero Sasha no quería ni oír hablar de ello. Insistía en que era innecesario y criminal desperdiciar tres vidas en un solo hombre.
Nos sentamos, Sasha en el medio, cogiéndonos de la mano. En tono tranquilo y uniforme, empezó a exponernos su plan. Perfeccionaría un temporizador para la bomba, lo cual le permitiría matar a Frick y salvarse él. No porque quisiera escapar. No, quería vivir lo suficiente para justificar ese acto de violencia ante el juez, para que todo el pueblo americano supiera que no era un criminal, sino un idealista.
«Mataré a Frick —dijo Sasha—, y por supuesto me condenarán a muerte. Moriré orgulloso en la certeza de haber dado mi vida por el pueblo. Pero yo mismo me daré muerte, como Lingg. Nunca permitiré que nuestros enemigos me maten».
Le escuchaba con la boca abierta. Su claridad, su tranquilidad y su fuerza, el fuego sagrado de su ideal, me cautivaban, me tenían hechizada. Volviéndose hacia mí, continuó con su voz profunda. Yo era la oradora nata, la propagandista, decía. Podía hacer mucho por su acto. Podría articular su significado ante los trabajadores. Podría explicar que no había tenido nada personal contra Frick, que como ser humano Frick no era menos que cualquier otro. Frick era el símbolo de la riqueza y el poder, de la injusticia y de los errores de la clase capitalista, además de responsable personal del derramamiento de sangre obrera. El acto de Sasha estaría dirigido contra Frick, no como hombre, sino como enemigo de los trabajadores. Con seguridad, debía darme cuenta de lo importante que era que yo me quedara para explicar el significado de su acción, y su mensaje inherente, a todo el país.
Cada palabra que decía golpeaba mi cerebro como un mazo de hierro. Cuanto más hablaba, más consciente era de la terrible realidad, de que no tenía necesidad de mí en su gran y última hora. Darme cuenta de esto borró todo lo demás: mensaje, Causa, deber, propaganda. ¿Qué significado podían tener estas cosas comparadas con la fuerza que había hecho a Sasha carne de mi carne y sangre de mi sangre desde el mismo momento que oí su voz y sentí su apretón de manos el día que nos conocimos? ¿Los tres años de nuestra vida en común le habían mostrado tan poco mi alma que podía decirme tranquilamente que siguiera viviendo después de que él hubiera sido volado en pedazos o estrangulado hasta morir? ¿No es el verdadero amor —no el amor ordinario, sino el amor que anhela compartirlo absolutamente todo con el amado—, no es más irresistible que todo lo demás? Aquellas mujeres rusas lo habían conocido, Jessie Helfmann y Sofia Perovskaia; habían estado con sus hombres en la vida y en la muerte. Yo no podía ser menos.
«¡Iré contigo, Sasha! —grité—, ¡debo ir contigo! Sé que como mujer puedo serte de ayuda. Puedo acceder a Frick más fácilmente que tú. Podría preparar el terreno para tu acción. Además, tengo que ir, simplemente. ¿Lo comprendes. Sasha?»
Fue una semana febril. Sasha hacía sus experimentos por la noche, cuando los demás dormían. Mientras Sasha trabajaba, yo estaba vigilante. Vivía en sobresalto continuo por Sasha, por nuestros amigos del piso, por los niños, y por el resto de los inquilinos. ¿Qué pasaría si algo fallaba? Pero, ¿el fin no justificaba los medios? Nuestro fin era la sagrada causa de los oprimidos y explotados. Era por ellos por los que íbamos a entregar nuestras vidas. ¿Qué si unos cuantos debían perecer? Muchos serían liberados y podrían vivir en bienestar y belleza. Si, el fin en este caso justificaba los medios.
Después de pagar los billetes de Worcester a Nueva York, nos quedaron unos sesenta dólares. Habíamos gastado veinte desde nuestra llegada. El material que Sasha había comprado para la bomba costó mucho, y todavía teníamos que estar otra semana en Nueva York. Además, yo necesitaba un vestido y zapatos, lo que, junto con los billetes a Pittsburgh, sumaría unos cincuenta dólares. Me di cuenta de repente de que necesitábamos una gran suma de dinero. Sabía que nadie nos podría dar tanto; además, no podría decir el motivo. Después de ir de un sitio para otro bajo el abrasador sol de julio, solo había conseguido veinticinco dólares. Sasha terminó los trabajos preliminares y fue a Staten Island a preparar la bomba. Cuando volvió, supe por su expresión que algo terrible había sucedido. Me enteré enseguida, la bomba no había hecho explosión.
Sasha dijo que era debido, bien a instrucciones químicas erróneas o a la humedad de la dinamita. La segunda bomba, estando hecha del mismo material, probablemente también fallaría. ¡Una semana de trabajo y ansiedad y cuarenta dólares desperdiciados! ¿Y ahora qué? No teníamos tiempo para lamentaciones o reproches; teníamos que actuar con rapidez.
Johann Most, por supuesto. Era la persona idónea a quien recurrir. Había preconizado constantemente la doctrina de los actos de violencia individuales; todos y cada uno de sus artículos y discursos eran una llamada directa al Tat. Se alegraría de saber que alguien en América se había decidido por fin a cometer un acto heroico. Ciertamente, Most estaba al tanto del crimen atroz de Frick, el Freiheit le había señalado como el responsable. Most ayudaría.
A Sasha le molestó la sugerencia. Dijo que era evidente, por el comportamiento de Most desde que fue puesto en libertad, que no quería saber nada de nosotros. Nos guardaba rencor por nuestra relación con el Grupo Autonomie. Sabía que Sasha tenía razón. Mientras Most estuvo en la cárcel le escribí repetidas veces y nunca me contestó. Desde que salió, no había pedido verme. Sabía que estaba viviendo con Helen, que estaba esperando un hijo: y yo no tenía derecho a irrumpir en sus vidas. Sí, Sasha tenía razón, el abismo que nos separaba se había hecho demasiado grande.
Recordé que Peukert y uno de sus amigos se habían responsabilizado de un pequeño legado dejado recientemente por un compañero. Entre las pertenencias de este último se encontró un papel autorizando a Peukert usar el dinero y una pistola con fines propagandísticos. Había conocido al hombre y estaba segura de que hubiera aprobado nuestro proyecto. ¿Y Peukert? Él no era, como Most, un defensor audaz de las acciones revolucionarias individuales, pero no podía dejar de ver la importancia de un acto contra Frick. Seguramente querría ayudar. Sería una oportunidad maravillosa para silenciar para siempre las sospechas y dudas que existían sobre él.
A la noche siguiente le busqué. Se negó rotundamente a ayudar. No podía darme el dinero, y mucho menos la pistola, a menos que le dijera para qué y para quién. Luché por no revelárselo, pero, temiendo que todo se echaría a perder si no conseguía el dinero, opté por decirle que era para un atentado contra la vida de Frick, aunque no mencioné quién iba a cometerlo. Estaba de acuerdo en que tal acción tendría un valor propagandístico; pero dijo que tendría que consultarlo con los otros miembros de su grupo antes de darme lo que le pedía. Yo no podía consentir que tanta gente estuviera al tanto del plan. Seguramente la noticia se extendería y llegaría a oídos de la prensa. Más que estas consideraciones, fue que tuve la clara sensación de que Peukert no quería tener nada que ver con el asunto. Esto me confirmó en mis primeras impresiones sobre él: no tenía madera ni de héroe ni de mártir.
No tuve que decirles a los chicos que había fracasado, estaba escrito en mi rostro. Sasha dijo que el plan debía ser llevado a cabo, sin importar cómo consiguiéramos el dinero. Estaba ya claro que los dos no podríamos ir. Tuve que escuchar sus súplicas y dejarle ir solo. Reiteró su fe en mí y en mi fuerza y me aseguró que le había dado una gran alegría al insistir en acompañarle a Pittsburgh. «Pero somos demasiado pobres —dijo—. La pobreza es siempre un factor decisivo en nuestras acciones. Además, solo estamos dividiéndonos la tarea, cada uno hace aquello para lo que está más preparado». Él no era un agitador, ese era mi campo, y sería mi labor explicar su acción ante la gente. A pesar de que sus argumentos eran convincentes, luché contra ellos. No teníamos dinero. Sabía que él iría en cualquier caso: nada le detendría, de eso estaba segura.
Toda nuestra fortuna consistía en quince dólares. Con eso, Sasha llegaría a Pittsburgh, compraría lo necesario y todavía le quedaría un dólar para la comida y el alojamiento del primer día. Los compañeros de Allegheny, Nold y Bauer, a los que Sasha pretendía buscar, le darían alojamiento por unos días, hasta que yo pudiera conseguir más dinero. Sasha había decidido no confiarles la misión; pensaba que no había necesidad y no era aconsejable que demasiada gente estuviera al tanto de una conspiración. Necesitaría, por lo menos, otros veinte dólares para una pistola y un traje. Quizás le fuera posible comprar más barato el arma en una casa de empeño. Yo no tenía ni idea de dónde sacar el dinero, pero sabía que lo encontraría de alguna manera.
Les dijimos a los que nos estaban dando hospitalidad que Sasha se marcharía esa noche, pero no les revelamos el motivo de su marcha. Hubo una sencilla cena de despedida, todo el mundo bromeó y rió y yo me uní a la alegría. Me esforcé en estar alegre para animar a Sasha, pero mis risas enmascaraban sollozos reprimidos. Luego acompañamos a Sasha a la estación Baltimore y Ohio. Nuestros amigos se mantuvieron alejados, mientras Sasha y yo recorríamos el andén, sin poder hablar.
El revisor gritó: «¡Todos al tren!» Me aferré a Sasha. Él estaba en el tren y yo en el primer escalón. Se inclinó sobre mí, sujetándome con su brazo, y susurró: «Mi marinera (como me llamaba cariñosamente), compañera, estarás conmigo hasta el final. Proclamarás que di lo que más quería por un ideal, por la gente que sufre».
El tren empezó a moverse. Sasha me soltó y me ayudó a bajar suavemente. Corrí detrás del tren que se alejaba, diciendo adiós con la mano y gritando su nombre: «¡Sasha, Sashenka!» El monstruo humeante desapareció tras la curva y yo me quedé allí parada, alargando los brazos hacia esa vida, tan preciosa para mí, que me estaba siendo arrebatada.
Me desperté con una idea muy clara de cómo conseguir el dinero para Sasha. Haría la calle. Permanecí echada preguntándome cómo se me había ocurrido. Me acordé de Crimen y Castigo, de Dostoyevski, que me había impresionado profundamente, especialmente el personaje de Sonia, la hija de Marmeladov. Se había hecho prostituta para poder mantener a sus hermanos pequeños y evitarle preocupaciones a su madrastra, que estaba enferma de tuberculosis. Veía a Sonia echada en su catre, de cara a la pared, los hombros crispados. Me sentía casi de la misma manera. Si la sensible Sonia podía vender su cuerpo, ¿por qué no yo? Mi causa era más grande que la suya. Era Sasha, su gran acción, el pueblo. Pero, ¿sería capaz de hacerlo, ir con extraños por dinero? Sentía asco solo de pensarlo. Enterré la cabeza en la almohada para no ver la luz. «¡Débil, cobarde —una voz interior dijo—, Sasha está dando su vida, y a ti te horroriza dar tu cuerpo, cobarde miserable!» Tardé varias horas en recuperar el dominio de mí misma. Cuando me levanté, había tomado una decisión.
Mi principal preocupación era si podía hacerme atractiva a los ojos de los hombres que buscan chicas en la calle. Me acerqué al espejo para examinar mi cuerpo. Parecía cansada, pero mi piel estaba bien, no necesitaría maquillaje. Mi pelo rizado y rubio iba bien con mis ojos azules. Demasiado ancha de caderas para mi edad, pensé; solo tenía veintitrés años. Bueno, era de raza judía. Además, llevaría corsé y parecería más alta con tacones (nunca había usado ninguna de las dos cosas).
Corsés, zapatos de Lacón alto, lencería fina... ¿de dónde iba a sacar el dinero para todo eso? Tenía un vestido blanco de lino adornado con bordados caucasianos. Podía conseguir tela suave color carne y hacerme yo misma la ropa interior. Sabía que las tiendas de la calle Grand eran baratas.
Me vestí deprisa y busqué a la criada, que se había mostrado afectuosa conmigo, y me prestó cinco dólares sin hacerme ninguna pregunta. Salí a hacer las compras. Cuando volví me encerré en mi habitación. No quería ver a nadie. Estaba ocupada preparando mi ropa y pensando en Sasha. ¿Qué diría? ¿Lo aprobaría? Sí, estaba segura. Siempre había insistido en que el fin justifica los medios, que el verdadero revolucionario no se echaría atrás en nada para servir a la Causa.
Sábado por la noche, 16 de julio de 1892. Camino arriba y abajo por la calle Catorce, una más del largo desfile de chicas que había visto tan a menudo ejerciendo su oficio. No estaba nerviosa al principio, pero cuando miré a los hombres que pasaban y vi sus miradas vulgares y su forma de acercarse a las mujeres, se me encogió el corazón. Quería desaparecer, volver a mi habitación, arrancarme la lencería barata y lavarme hasta quedar limpia. Pero una voz seguía resonando en mis oídos: «Tienes que resistir: Sasha, su acción, todo estará perdido si fracasas».
Seguí caminando, pero algo más fuerte que yo misma me hacía caminar más aprisa cuando algún hombre se acercaba. Uno fue bastante insistente y salí corriendo. A las once estaba ya exhausta. Me dolían los pies, por los tacones, y la cabeza. Estaba a punto de echarme a llorar, por el cansancio y por la repugnancia que sentía hacia mí misma por no poder llevar a cabo lo que había venido a hacer.
Hice otro esfuerzo. Me quedé en la esquina de la calle Catorce y la Cuarta Avenida, cerca del edificio del banco. Decidí que me iría con el primero que me lo pidiera. Un hombre alto, de aspecto distinguido, bien vestido, se me acercó. «Tomemos algo, pequeña», dijo. Tenía el pelo canoso, aparentaba unos sesenta años, pero tenía el rostro rubicundo. «De acuerdo», respondí. Me tomó del brazo y me condujo a un bar de la plaza Union que había frecuentado con Most. «¡Aquí no! —casi grité—, por favor, aquí no». Le llevé a la puerta trasera de un salón entre la calle Trece y la Tercera Avenida. Había estado allí una vez por la tarde a tomar una cerveza. Estaba limpio y tranquilo entonces.
Esa noche estaba lleno de gente, y conseguimos una mesa con dificultad. El hombre pidió las bebidas. Tenía la garganta seca y pedí un vaso grande de cerveza. Ninguno hablaba. Era consciente de que el hombre me miraba escrutadoramente el cuerpo y la cara. Empecé a sentirme molesta. Luego el hombre preguntó:
—Eres nueva en el negocio, ¿verdad?
—Sí, es la primera vez; pero, ¿cómo lo sabe?
—Te estuve observando —respondió.
Me dijo que había notado la expresión angustiada de mi rostro y que me apresuraba cuando algún hombre se me acercaba. Comprendió entonces que no tenía experiencia; cualquiera que fuera la razón que me había lanzado a la calle, sabía que no era por falta de moralidad o por diversión.
—Pero miles de chicas lo hacen por necesidad económica —repliqué.
Me miró sorprendido.
—¿De dónde has sacado eso?
Quería hablarle de la cuestión social, de mis ideas, quién y qué era, pero me contuve. No debo revelar mi identidad, sería horrible si se descubriera que Emma Goldman, la anarquista, había estado haciendo de buscona en la calle Catorce. ¡Qué historia tan jugosa para la prensa!
Dijo que no estaba interesado por los problemas económicos y que no le importaba el motivo de mis acciones. Solo quería decirme que para ser prostituta había que valer.
—Tú no vales, eso es todo —me aseguró. Sacó un billete de diez dólares y me lo puso delante—. Tómalo y vete a casa.
—Pero, ¿por qué me da dinero si no quiere que vaya con usted?
—Bueno, para cubrir los gastos que debes de haber tenido para vestirte así —contestó—. Tu vestido es precioso, aunque no pegue con esas medias y esos zapatos baratos.
Estaba demasiado sorprendida para decir nada. Había conocido a dos categorías de hombres: vulgares e idealistas. El primero no hubiera dejado pasar una oportunidad de poseer a una mujer y no hubiera pensado en ella más que como un objeto de deseo. Los idealistas defendían resueltamente la igualdad de sexos, al menos en teoría; pero los únicos hombres que practicaban lo que predicaban eran los radicales judíos y rusos. Este hombre, que me había cogido de la calle y que estaba conmigo en el salón trasero de un bar, parecía pertenecer a una clase totalmente diferente. Me interesaba. Debía de ser rico. Pero, ¿daría un hombre rico algo por nada? Me vino a la memoria el fabricante Garson; él ni siquiera me concedió un pequeño aumento de salario.
Quizás este hombre era uno de esos salvadores de almas sobre los que había leído, gente que estaba siempre limpiando Nueva York del vicio. Se lo pregunté. Se rió y dijo que no era un entrometido profesional. Si hubiera pensado que yo quería realmente estar en la calle, no se hubiera preocupado.
—Por supuesto, puedo estar completamente equivocado —añadió—, pero no me importa. Ahora mismo estoy convencido de que no estás hecha para ser una buscona y que si lo consigues, te odiarás después.
Dijo también que si no estuviera convencido, me tomaría como amante.
—¿Para siempre? —grité.
—¡Ahí lo tienes! —contestó—, te asustas solo de pensarlo y aún tienes esperanzas de tener éxito en la calle. Eres una niña encantadora, pero tonta, inexperta y pueril.
—Cumplí veintitrés años el mes pasado —protesté, molesta por ser tratada como a una niña.
—Eres una viejecita —dijo riendo—, pero incluso los viejos pueden ser niños atolondrados. Mírame a mí: tengo sesenta y un años y a menudo hago tonterías.
—Como creer en mi inocencia, por ejemplo —repliqué.
La sencillez de sus modales me gustaba. Le pedí que me diera su nombre y dirección para poder devolverle los diez dólares algún día. Pero se negó. Dijo que le gustaban los misterios. En la calle, me cogió la mano un momento y luego partimos en direcciones opuestas.
Aquella noche di vueltas en la cama durante horas. Tenía el sueño intranquilo: soñaba con Sasha, Frick, Homestead, la calle Catorce, y el afable extraño. A la mañana siguiente, mucho después de despertarme, las imágenes persistían. Entonces, vi mi monedero sobre la mesa. Salté de la cama, lo abrí con manos temblorosas... ¡contenía los diez dólares! ¡Luego había sucedido realmente!
El lunes llegó una corta nota de Sasha. Escribía que había conocido a Carl Nold y a Henry Bauer. Había fijado como fecha para llevar a cabo el acto el próximo sábado, siempre y cuando pudiera mandarle el dinero que necesitaba. Estaba seguro de que no le fallaría. La carta me decepcionó un poco. Su tono era frío y superficial, y me pregunté cómo escribiría el extraño a la mujer que amaba. De un respingo me liberé de aquellos pensamientos. Era una locura pensar así cuando Sasha estaba preparando acabar con una vida y perder la suya en el intento. ¿Cómo podía pensar en Sasha y en ese extraño al mismo tiempo? Tenía que conseguir más dinero para mi muchacho.
Le mandaría un telegrama a Helena pidiéndole quince dólares. No había escrito a mi querida hermana durante muchas semanas y odiaba pedirle dinero sabiendo lo pobre que era. Me parecía un crimen. Finalmente le dije que me había puesto enferma y que necesitaba quince dólares. Sabía que nada le impediría conseguir el dinero si creía que estaba enferma. Pero me oprimía un sentimiento de vergüenza, como otra vez en San Petersburgo que la había engañado.
Recibí el dinero de Helena por cable. Le envié veinte a Sasha y devolví los cinco que me habían prestado para mi ropa de gala.
Capítulo IX
Desde que volvimos a Nueva York no había podido buscar trabajo. La tensión de las semanas desde que Sasha se marchó, mi lucha desesperada por no dejarle ir solo, mi aventura callejera, junto con la tristeza que sentía por haber engañado a Helena, me trastornaron por completo. Todo se agravó con la agonizante espera del sábado, 23 de julio, la fecha que Sasha había fijado para la acción. Cada vez estaba más inquieta, paseaba sin rumbo bajo el sol de julio, pasando las tardes en Zum Groben Michel y las noches en el café de Sachs.
A primera hora de la tarde del sábado, 23 de julio, Fedia entró corriendo en mi habitación con un periódico. Allí estaba, en grandes letras negras: «Joven, de nombre Alexander Berkman, dispara a Frick —Asesino reducido por trabajadores después de lucha desesperada».
¿Trabajadores, trabajadores reduciendo a Sasha? ¡El periódico mentía! Lo hizo por los trabajadores; ellos nunca le atacarían.
Aprisa nos hicimos de todas las ediciones de la tarde. Cada una hacía una descripción distinta, pero se destacaba lo principal: ¡nuestro valiente Sasha había llevado a cabo su propósito! Frick estaba todavía vivo, pero sus heridas eran consideradas fatales. Probablemente no pasaría de la noche. ¡Y Sasha!... Le matarían. Iban a matarle, estaba segura. ¿Iba a dejarle morir solo? ¿Debería seguir hablando mientras era asesinado? ¡Debo pagar el mismo precio, afrontar las consecuencias, compartir la responsabilidad!
Había leído en el Freiheit que Most iba a dar una conferencia esa noche ante el Grupo Anarquista Alemán N° 1. «Seguramente hablará del acto de Sasha —le dije a Fedia—. Debemos ir a la reunión».
No había visto a Most desde hacía un año. Parecía avejentado: Blackwell's Island había dejado su marca. Habló como siempre, pero solo mencionó el acto de Sasha al final, sin darle importancia. «Los periódicos informan de que un joven de nombre Berkman ha atentado contra la vida de Frick —dijo—. Es probablemente otra falsedad de la prensa. Debe de ser algún chiflado o quizás un hombre de Frick, para crear compasión por él. Frick sabe que la opinión pública está en su contra, necesita algo que la vuelva a su favor».
No podía creer lo que oía. Estaba muda, mirando fijamente a Most. Pensé que estaba bebido, desde luego. Miré a mi alrededor y vi la sorpresa reflejada en muchos rostros. Algunos estaban impresionados por lo que había dicho. Me di cuenta de que había algunos hombres de aspecto sospechoso cerca de la salida; detectives, evidentemente.
Cuando Most terminó, pedí la palabra. Hablé cáusticamente de un conferenciante que se atrevía a aparecer ante el público en estado de embriaguez. ¿O estaba sobrio —pregunté—, y era que tenía miedo de los detectives? ¿Por qué inventaba esa historia ridícula sobre «un hombre» de Frick? ¿No sabía quién era «Berkman»?
Se empezaron a oír objeciones y protestas y pronto el jaleo se hizo tan grande que tuve que dejar de hablar. Most descendió de la tribuna; no quiso contestarme. Estaba desesperada, salí con Fedia. Notamos que dos hombres nos seguían. Durante horas recorrimos las calles en zigzag, hasta que conseguimos perderlos de vista. Caminamos hasta Park Row, y allí esperamos a los periódicos de la mañana.
Con febril agitación leímos en detalle la historia del «asesino Alexander Berkman». Se abrió paso hasta la oficina privada de Frick siguiendo de cerca al portero negro que había de presentar su tarjeta. Abrió fuego inmediatamente y Frick cayó al suelo con tres balas en el cuerpo. El primero en venir en su ayuda, decía el periódico, fue su ayudante, Leishman, que estaba en la oficina en ese momento. Acudieron unos trabajadores que estaban llevando a cabo un trabajo de carpintería en el edificio, y uno de ellos derribó a Berkman con un martillo. Al principio, pensaron que Frick estaba muerto. Entonces, se oyó un grito. Berkman se había arrastrado lo suficientemente cerca de Frick para darle una puñalada en el muslo. Después de lo cual fue golpeado hasta caer inconsciente. Recuperó la consciencia en la comisaría, pero no respondía a ninguna pregunta. Uno de los detectives vio algo sospechoso en las facciones de Berkman y casi le rompió la mandíbula intentando abrirle la boca. Tenía allí escondida una extraña cápsula. Cuando se le preguntó lo que era, Berkman respondió desafiante: «Un caramelo». Después de ser examinado resultó ser un cartucho de dinamita. La policía estaba segura de que existía una conspiración. En ese momento estaban buscando a los cómplices, especialmente a «un tal Bajmetov, que se había registrado en un hotel de Pittsburgh».
Pensé que, en general, los informes de los periódicos eran correctos. Sasha se había llevado un puñal envenenado. «En caso de que el revólver, como la bomba, no funcione», había dicho. Si, el puñal estaba envenenado, nada salvaría a Frick. Estaba segura de que los periódicos mentían al decir que Sasha había disparado a Leishman. Recordé lo decidido que estaba a que nadie, excepto Frick, resultara herido, y no podía creer que los trabajadores acudieran en ayuda de Frick, su enemigo.
En el Grupo Autonomie encontré a todo el mundo alborozado por el acto de Sasha. Peukert me reprochó que no le dijera para quién había querido el dinero y la pistola. Le llevé a un lado. Le dije que era un revolucionario de tres al cuarto, que estaba convencida de que estaba demasiado preocupado por sí mismo para responder a mi petición. El grupo decidió que la próxima edición del Anarchist, su periódico semanal, debería ser dedicado enteramente a nuestro valiente compañero, Alexander Berkman, y su acción heroica. Me pidieron que escribiera un artículo sobre Sasha. Excepto por una pequeña contribución al Freiheit en una ocasión, nunca había escrito nada para ser publicado. Estaba muy preocupada, temía no ser capaz de hacer justicia al tema. Pero después de una noche de esfuerzos y de desperdiciar varios blocs de papel, conseguí escribir un tributo apasionado a «Alexander Berkman, el vengador de la matanza de Homestead».
El tono elogioso del Anarchist parecía actuar sobre Most como un trapo rojo sobre un toro. Había acumulado tanto antagonismo contra Sasha y su rencor por nuestra participación en el odiado grupo Peukert era tan grande, que ahora empezó a desahogarse en el Freiheit, no abiertamente, sino de forma indirecta e insidiosa. A la semana siguiente el Freiheit publicó un duro ataque a Frick. Pero el Attentat contra él fue minimizado y Sasha hecho parecer grotesco. En su artículo, Most insinuaba que Sasha había «disparado una pistola de juguete». Most condenaba el arresto de Nold y Bauer en Pittsburgh en términos desmedidos, señalando que no podían tener nada que ver en el atentado a Frick porque «no habían confiado en Berkman desde el principio».
Era cierto, desde luego, que los dos compañeros no sabían nada sobre el atentado. Sasha había decidido antes de marcharse no decirles nada, pero sabía que Most mentía cuando decía que habían desconfiado de él. Ciertamente no Carl Nold; Sasha me había escrito que Nold le había tratado como un amigo. Era el carácter vengativo de Most, su deseo de desacreditar a Sasha lo que le habían inducido a escribir como lo hizo.
Era cruelmente decepcionante descubrir que el hombre al que había idolatrado, amado, y en el que había creído, podía caer tan bajo. Cualesquiera que fueran sus sentimientos personales hacia Sasha, al que siempre había considerado un rival, ¿cómo podía Johann Most, el tempestuoso petrel de mi imaginación, atacar a Sasha? Mi corazón se llenó de rencor hacia él. Me consumía el deseo de devolverle sus golpes, de proclamar la pureza y el idealismo de Sasha, de gritarlo con tal pasión que el mundo entero pudiera oírme y saberlo. Most había declarado la guerra. Muy bien, yo respondería a sus ataques en el Anarchist.
Mientras tanto, la prensa llevaba a cabo campañas feroces contra los anarquistas. Instaban a la policía a actuar, a acorralar a «los instigadores, Johann Most, Emma Goldman y los de su clase». Mi nombre había aparecido raras veces en los periódicos, pero ahora, aparecía diariamente en las historias más sensacionales. La policía tenía trabajo; empezó la caza de Emma Goldman.
Mi amiga Peppie, con la que estaba viviendo, tenía un piso entre la calle Quinta y la Primera Avenida, a la vuelta de la comisaría de policía. Solía pasar por ahí con frecuencia, abiertamente, y pasaba bastante tiempo en la sede de Autonomie. Sin embargo, la policía parecía no ser capaz de dar conmigo. Una noche, mientras estábamos fuera en un mitin, la policía, que había descubierto por fin mi paradero, entró en el piso a través de la escalera de incendio y robó todo lo que pudo. Mi estupenda colección de fotografías y panfletos revolucionarios y toda mi correspondencia se desvanecieron con ellos. Pero no encontraron lo que venían a buscar. A la primera mención de mi nombre en los periódicos, me deshice del material que había sobrado de los experimentos de Sasha. Como la policía no encontró nada que pudiera incriminarme, se dirigieron a la criada de Peppie, la cual estaba demasiado aterrorizada para darles ninguna información. Negó rotundamente haber visto en el piso a ningún hombre que se pareciera a la fotografía de Sasha que los detectives le mostraron.
Dos días después de la batida, el propietario del piso nos ordenó que nos marcháramos. A esto le siguió algo peor aún: Mollock, el marido de Peppie, que trabajaba en Long Island, fue secuestrado y enviado a Pittsburgh, acusado de complicidad en el acto de Sasha.
Varios días después del Attentat, regimientos de voluntarios miraron en Homestead. Los más conscientes de los trabajadores se opusieron a la maniobra, pero fueron derrotados por el elemento laboral conservador, que, tontamente, vio en los soldados protección contra nuevos ataques de los Pinkertons. Las tropas pronto demostraron a quién habían venido a proteger, A las acerías Carnegie, no a los trabajadores de Homestead.
Sin embargo, hubo un soldado que era lo suficientemente despierto como para ver en Sasha al vengador de los males de los trabajadores. Este valiente demostró sus sentimientos pidiendo a la tropa «tres hurras por el hombre que disparó a Frick». Fue sometido a consejo de guerra y colgado de los pulgares, pero se mantuvo en sus trece. Este incidente fue el único momento brillante en los días negros y angustiosos que siguieron a la partida de Sasha.
Después de una larga y ansiosa espera, llegó una carta de Sasha. Escribía que le había animado mucho la postura del soldado, W. L. Iams. Eso demostraba que incluso los soldados americanos estaban despertando. ¿Podría ponerme en contacto con el chico y mandarle literatura anarquista? Sería valioso para el movimiento. No debía preocuparme por él: estaba animado y preparando ya su pequeño discurso —no como defensa, insistía, sino como una explicación de su acto—. Por supuesto, no quería abogado: representaría él mismo su caso como lo hacían los verdaderos revolucionarios rusos y europeos. Eminentes abogados de Pittsburgh habían ofrecido sus servicios gratis, pero los había rechazado. Era incoherente por parte de un anarquista emplear abogados, yo debía dejar clara su actitud ante los compañeros. ¿Qué pasaba con Hans Wurst (el apodo que le habíamos puesto a Most para protegerle)? Alguien le había escrito que no aprobaba su acción. ¿Era eso posible? ¡Qué estupidez por parte de las autoridades detener a Nold y a Bauer! No sabían nada en absoluto. De hecho, les había dicho que se marchaba a San Luis y se había despedido de ellos, tomando después una habitación en un hotel bajo el nombre de Bajmetov.
Apreté la carta contra mi corazón y la llené de besos. Sabía lo que mi Sasha sentía, aunque no había dicho ni una sola palabra sobre su amor, ni si pensaba en mí.
Me alarmé considerablemente al saber su decisión de defenderse él mismo. Amaba su maravillosa coherencia, pero sabía que su inglés, como el mío, era demasiado pobre para ser efectivo en un juicio. Temía que no tuviera ninguna oportunidad. Pero el deseo de Sasha, ahora más que nunca, era sagrado para mí y me consolé con la esperanza de que tendría un juicio público, de que podía traducir su discurso y de que podríamos dar a todo el proceso publicidad a nivel nacional. Le escribí que estaba de acuerdo con su decisión, y que estábamos preparando un gran mitin donde su acto sería bien explicado y sus motivos presentados adecuadamente. Le hablé del entusiasmo del grupo Autonomie y de los compañeros judíos; de la postura correcta que había tomado el socialista Volkcszeitung, y de la actitud alentadora de los revolucionarios italianos. Añadí que todos nos habíamos alegrado del coraje del joven soldado, pero que no era el único que le admiraba y que se enorgullecía de su acción. Intenté suavizar el tono de los artículos despectivos que habían aparecido en el Freiheit; no quería que se preocupara. A pesar de todo, fue muy duro tener que admitir que Most había justificado con sus acciones la opinión que Sasha tenía de él.
Empezamos a hacer los preparativos del gran mitin en favor de Sasha. Joseph Barondess fue uno de los primeros en ofrecerse a ayudar. Desde que le vi la última vez, un año antes, había sido condenado a prisión en relación con una nueva huelga de confeccionadores de capas, pero el gobernador de Nueva York le había indultado a petición de los trabajadores sindicados y en respuesta a una carta del propio Barondess solicitando el indulto. Dyer D. Lum, que había sido amigo íntimo de Albert Parsons, se ofreció voluntario para hablar; Saverio Merlino, el brillante anarquista italiano, que estaba entonces en Nueva York, también se dirigiría a la audiencia. Me animé, Sasha tenía todavía verdaderos y leales amigos.
Los grandes carteles rojos que anunciaban el mitin multitudinario provocaron las iras de la prensa. ¿No iban a intervenir las autoridades? La policía amenazó con que impedirían la reunión, pero en la tarde señalada, la audiencia era tan numerosa y parecía tan decidida que la policía no hizo nada.
Yo hice de presidente —una experiencia nueva para mí—, pues no pudimos conseguir a nadie más. El mitin estuvo muy animado, todos los oradores rindieron el más alto tributo a Sasha y su acción. Mi rencor hacia las condiciones que impulsaban a los idealistas a actos de violencia me hizo clamar apasionadamente la nobleza de Sasha, su altruismo, su consagración al pueblo.
«Hecha una furia», así hablaba la prensa de mi el día siguiente. «¿Durante cuánto tiempo se le va a permitir a esta peligrosa mujer continuar?» ¡Ah, si supieran cómo deseaba entregar mi libertad, proclamar en voz alta mi parte en los hechos; si lo supieran!
El nuevo casero le notificó a Peppie que tendría que pedirme que me marchara o mudarse ella. ¡Pobre Peppie! Estaba sufriendo por mi culpa. Cuando volví a casa esa noche, tarde, después de una reunión, no encontré la llave en mi bolso. Estaba segura de haberla puesto allí por la mañana. No queriendo despertar al portero, me senté en el portal a esperar a que llegara algún inquilino. Por fin alguien llegó y pude entrar. Cuando intenté abrir la puerta del piso de Peppie, no cedía. Llamé repetidas veces, pero no me contestaban. Empecé a preocuparme, pensaba que podía haber sucedido algo. Llamé con fuerza y finalmente la criada salió para decirme que su señora le había encargado que me dijera que no volviera al piso, porque ya no soportaba más ser molestada por el casero y por la policía. Me precipité dentro y alcancé a Peppie en la cocina, la zarandeé violentamente, llamándola cobarde. En la habitación, recogí mis cosas mientras Peppie rompía a llorar. Me había cerrado la puerta, gimoteó, por los niños, que tenían miedo de los detectives. Me marché sin mediar palabra.
Fui a casa de mi abuela. Hacía mucho tiempo que no me veía y mi aspecto la sobresaltó. Insistió en que estaba enferma y que debía quedarme con ella. Abuela tenía una tienda de ultramarinos entre la calle Diez y la Avenida B. Compartía las dos habitaciones de su apartamento con la familia de su hija casada. El único sitio que quedaba era la cocina, desde donde podía entrar y salir sin molestar a los demás. Abuela se ofreció a conseguirme un catre y ella y su hija se afanaron en prepararme el desayuno y hacer que me sintiera como en mi casa.
Los periódicos empezaron a informar de que Frick se estaba recuperando de sus heridas. Los compañeros que me visitaban expresaban la opinión de que Sasha «había fallado». Algunos tuvieron incluso la desfachatez de sugerir que quizás Most había tenido razón al decir que «era una pistola de juguete». Me hirieron en lo más vivo. Sabía que Sasha no tenía mucha práctica. Ocasionalmente, en picnics alemanes, tomaba parte en competiciones de tiro al blanco, pero, ¿era eso suficiente? Estaba segura de que Sasha no había podido matar a Frick porque su revólver era de poca calidad, no había tenido suficiente dinero para comprar uno bueno.
¿Quizás Frick se estaba recuperando por la atención que recibía? Los mejores cirujanos de América fueron llamados a su cabecera. Sí, eso tenía que ser; después de todo, tres balas del revólver de Sasha se habían alojado en su cuerpo. Era la riqueza de Frick lo que le estaba permitiendo recuperarse. Intenté explicarle esto a los compañeros, pero la mayoría de ellos no quedaban convencidos. Algunos incluso insinuaron que Sasha estaba en libertad. Yo estaba desesperada. ¿Cómo se atrevían a dudar de Sasha? ¡Le escribiría! Le pediría que me mandara noticias que detuvieran los terribles rumores.
Al poco me llegó una carta de Sasha, escrita en tono seco. Le irritaba que incluso pudiera pedirle una explicación. ¿No sabía que lo más importante era el motivo de su acto y no el éxito o fracaso físico del mismo? ¡Mi pobre, atormentado muchacho! Podía leer entre líneas lo abatido que estaba porque Frick seguía con vida. Pero tenía razón, lo importante eran sus motivos, y estos, nadie podía ponerlos en duda.
Pasaron semanas sin que se supiera nada de cuándo empezaría el juicio. Seguían teniéndole en la «galena de los asesinos» de la cárcel de Pittsburgh, pero el hecho de que Frick se estaba reponiendo había cambiado considerablemente la situación legal de Sasha. No podía ser condenado a muerte. A través de los compañeros de Pittsburgh supe que por asesinato frustrado podían sentenciarle a siete años de prisión. Empecé a tener esperanzas otra vez. Siete años era mucho tiempo, pero Sasha era fuerte, tenía una gran perseverancia, resistiría. Me aferré a esta nueva posibilidad con todas las fibras de mi ser.
Mi propia vida era una amargura total. La casa de la abuela era demasiado pequeña, por lo que no podía prolongar mi visita durante más tiempo. Estuve buscando una habitación, pero mi nombre parecía asustar a los caseros. Mis amigos me sugirieron que diera otro nombre, pero yo no quería negar mi identidad.
A menudo me sentaba en un café de la Segunda Avenida hasta las tres de la mañana o iba y venía al Bronx en tranvía. Los pobres caballos parecían tan cansados como yo misma, iban tan despacio. Llevaba un vestido a rayas azules y blancas y un abrigo gris largo, lo que se asemejaba al uniforme de una enfermera. Pronto me di cuenta de que me brindaba bastante protección. Los revisores y los policías me preguntaban frecuentemente si acababa de terminar mi turno o si estaba tomando un poco el aire. Un joven policía de la plaza Tompkins se mostraba particularmente solícito conmigo. A menudo me contaba historias con su empalagoso acento irlandés, o me decía que diera una cabezada, que él me protegería. «No tienes buena cara, muchacha —me decía—, estás trabajando demasiado, ¿no es así?» Le había dicho que tenía turno doble con solo unas horas de descanso. No podía evitar reírme para mis adentros de la ironía de que estuviera siendo protegida por un policía. Me preguntaba cómo actuaría mi poli si supiera quién era la enfermera de aspecto recatado.
En la calle Cuarta, cerca de la Tercera Avenida, había pasado varias veces delante de una casa que siempre tenía colgado un cartel: «Se alquila habitación amueblada». Un día entré. No me preguntaron por mi identidad. La habitación era pequeña y el alquiler alto, cuatro dólares a la semana. El ambiente parecía un tanto peculiar, pero la tomé.
Por la noche descubrí que en la casa solo vivían chicas. Al principio no presté atención, estaba ocupada ordenando mis cosas. Habían pasado semanas sin que pudiera desempaquetar mi ropa y mis libros. Era una sensación tan maravillosa poder tomar un baño, echarse en una cama limpia. Me acosté temprano, pero alguien me despertó por la noche llamando a mi puerta.
—¿Quién es? —pregunté medio dormida.
—¿Qué pasa, Viola, no vas a dejarme entrar? Llevo llamando veinte minutos. ¿Qué demonios está pasando? Dijiste que podía venir esta noche.
—Se ha equivocado, señor —respondí—, no soy Viola.
Episodios similares se sucedieron todas las noches durante cierto tiempo. Hombres preguntaban por Annette, Mildred o Clothilde. Por fin me di cuenta de que estaba viviendo en un burdel.
La chica de la habitación de al lado era una joven de aspecto amable, y un día la invité a tomar café. Supe por ella que aquel lugar no era una «casa de citas normal, con una madame», sino que era una pensión donde a las chicas les estaba permitido traer hombres. Me preguntó si, siendo tan joven, estaba haciendo buen negocio. Cuando le dije que no estaba en el negocio, que era modista, la chica se burló. Me llevó algún tiempo convencerla de que no buscaba clientes. ¿Qué mejor sitio podía haber encontrado que esta casa llena de chicas que debían necesitar vestidos? Empecé a considerar si era oportuno quedarme. Solo pensar que tenía que vivir oyendo y viendo lo que sucedía a mi alrededor, me ponía enferma. Mi amable extraño había tenido razón, no valía para esto. Estaba también mi temor a que los periódicos descubrieran la naturaleza del lugar en el que me encontraba. Los anarquistas ya estaban desvirtuados hasta un punto ultrajante; sería muy provechoso para el sistema capitalista si pudieran proclamar que Emma Goldman había sido hallada en una casa de prostitución. Veía la necesidad de mudarme, pero me quedé. Las semanas de apuros desde que Sasha se fue, la perspectiva de tener que unirme otra vez a la hueste de los que carecían de hogar, pesaron más que cualquier otra consideración.
Antes de que terminara la semana, era la confidente de la mayoría de las chicas. Competían unas con otras en ser amables conmigo, en darme su costura y en ayudarme con pequeños detalles. Por primera vez desde que volví de Worcester podía ganarme la vida. Tenía un rincón para mí y había hecho nuevos amigos. Pero mi vida no estaba destinada a discurrir tranquila por mucho tiempo.
El enfrentamiento entre Most y nuestro grupo continuaba. Rara vez pasaba una semana sin que apareciera alguna calumnia en el Freiheit contra Sasha o contra mí. Ya era bastante doloroso ser insultada por el hombre que una vez me había amado, pero lo que me resultaba insoportable era que Sasha fuera difamado y calumniado. Luego, apareció en el Freiheit del 27 de agosto el artículo de Most Attentats-Reflexionen (Reflexiones sobre la propaganda por el hecho), que era un completo giro en todo lo que Most había defendido hasta entonces. Most, al que había oído cientos de veces defender los actos de violencia individuales, que había ido a prisión en Inglaterra por ensalzar el tiranicidio; ¡Most, la encarnación del desafío y la revuelta, ahora repudiaba deliberadamente el Tat! Me preguntaba si realmente creía lo que escribía. ¿Estaba el artículo inspirado en su odio hacia Sasha, o estaba escrito para protegerse contra la acusación de complicidad hecha por la prensa? Se atrevía incluso a hacer insinuaciones contra los motivos de Sasha. El mundo que Most había enriquecido para mí: la vida, tan llena de color y belleza; todo yacía hecho añicos a mis pies. Solo quedaba el hecho indiscutible de que Most había traicionado su ideal, de que nos había traicionado.
Decidí desafiarle públicamente para que probara sus insinuaciones, obligarle a explicar su repentino cambio de actitud en los momentos de peligro. Respondí a su artículo, en el Anarchist, exigiendo una explicación y tildando a Most de traidor y cobarde. Dos semanas esperé la respuesta en el Freiheit, pero no llegó. No había pruebas, y sabía que no podía justificar sus abyectas acusaciones. Compré un látigo.
En la siguiente conferencia de Most, me senté en la primera fila, cerca de la plataforma. Tenía cogido el látigo por debajo de mi larga capa gris. Cuando se levantó y se dirigió a la audiencia, me puse en pie y declaré en voz alta: «He venido a exigir pruebas de tus insinuaciones contra Alexander Berkman».
Se hizo el silencio instantáneamente. Most masculló algo sobre «mujer histérica», pero no dijo nada más. Entonces, saqué el látigo y me lancé a él. Le crucé la cara y el cuello varias veces con el látigo; luego, lo rompí sobre mi rodilla y le tiré los trozos. Todo ocurrió tan deprisa que nadie tuvo tiempo de intervenir.
Después sentí que me echaban hacia atrás. «¡Echadla! ¡Zurradla!», vociferaba la gente. Estaba rodeada de una multitud furiosa y amenazadora y no hubiera salido muy bien parada si Fedia, Claus y otros amigos no hubieran acudido a rescatarme. Me levantaron todos a la vez y se abrieron camino hacia la salida.
El cambio de opinión de Most, con respecto a la propaganda por la acción, su actitud hostil hacia la acción de Sasha, sus insinuaciones contra los motivos de este último y sus ataques hacia mí, causaron una gran disensión entre las filas anarquistas. Ya no era la enemistad entre Most y Peukert y sus partidarios. Levantó una tormenta en todo el movimiento anarquista, dividiéndolo en dos campos enemigos. Algunos permanecieron al lado de Most, otros defendieron a Sasha y ensalzaron su acto. La disputa se volvió tan enconada que incluso me impidieron entrar en un mitin judío en el East Side, el baluarte de los fieles de Most. El castigo público que había infligido a su idolatrado maestro provocó un antagonismo furioso contra mí y me convirtió en una paria.
Mientras tanto, esperábamos ansiosamente que fuera fijada la fecha del juicio de Sasha, pero no se facilitaba ninguna información. En la segunda semana de septiembre, el lunes 19, fui invitada a hablar en Baltimore. Cuando estaba a punto de subir a la plataforma me entregaron un telegrama. El juicio había tenido lugar ese mismo día y ¡Sasha había sido condenado a veintidós años de prisión! ¡Enviado a una muerte en vida! La sala y la audiencia empezaron a girar a mi alrededor. Alguien me quitó el telegrama de las manos y me hizo sentar. Me dieron un vaso de agua. Los compañeros dijeron que el mitin debía ser cancelado.
Miré a mi alrededor con ojos desorbitados, tragué un poco de agua, les arrebaté el telegrama y salté a la plataforma. El trozo de papel en mi mano era como un carbón ardiendo, su fuego me abrasaba el corazón e inflamaba mi mente, y prendió en la audiencia y la hizo estremecer. Hombres y mujeres se pusieron en pie clamando venganza por la feroz sentencia. Su ardiente fervor por Sasha y su acción resonaba en la gran sala con un ruido atronador.
La policía irrumpió con las porras desenfundadas y sacó a la audiencia del edificio. Yo seguía en la plataforma, con el telegrama todavía en la mano. Los oficiales subieron y nos arrestaron al presidente y a mí. En la calle nos empujaron dentro de un carro de la policía que estaba esperando y nos llevaron a la comisaría, seguidos de una multitud encolerizada.
Había estado rodeada de gente desde el momento en que la devastadora noticia llegó, obligada a reprimir el tumulto de emociones que sentía y a luchar por retener las lágrimas que me ahogaban. Ahora, libre de intrusos, la monstruosa sentencia se me perfiló en todo su horror. ¡Veintidós años! Sasha tenía veintiuno, estaba en la época más impresionable. La vida que todavía no había vivido, había estado ante él, mostrando el encanto y la belleza que su naturaleza apasionada podría haber extraído de ella. Y ahora era cortado como un árbol joven, robado de la luz y del sol. Y Frick estaba vivo, casi recuperado de sus heridas, convaleciendo en su palaciega casa de verano. Seguiría derramando la sangre de los trabajadores. Frick estaba vivo y Sasha condenado a vivir veintidós años en una tumba. La ironía, la amarga ironía del asunto, se me presentó en toda su crudeza.
¡Si por lo menos pudiera huir de la terrible imagen y dar rienda suelta a las lágrimas, alcanzar el olvido en un sueño eterno! Pero no había lágrimas, ni sueño. Solo estaba Sasha. Sasha en ropa de reo cautivo tras muros de piedra; Sasha, pálido, con el ceño fruncido y la cara contra los barrotes de hierro, mirándome fijamente, ordenándome que siguiera adelante.
No, no, no debía desesperar. ¡Viviría, lucharía por Sasha! ¡Rasgaría las negras nubes que se cernían sobre él, rescataría a mi muchacho, le devolvería a la vida!
Capítulo X
Cuando volví a Nueva York dos días más tarde, después de ser absuelta por el juez de Baltimore con la advertencia de que no volviera nunca a la ciudad, me esperaba una carta de Sasha. Estaba escrita con una caligrafía muy pequeña, pero clara, y daba detalles del juicio. Había intentado repetidas veces enterarse de la fecha del juicio, decía la carta, pero no pudo conseguir ninguna información. En la mañana del 19, le dijeron de pronto que se preparara. Apenas tuvo tiempo de recoger las hojas donde tenía escrito su discurso. Rostros desconocidos y hostiles le acogieron en la sala. En vano se esforzó por encontrar a sus amigos con la mirada. Se percató que ellos también ignoraban la fecha del juicio. A pesar de todo, todavía esperaba un milagro. Pero no había ninguna cara amiga en ninguna parte. Se hicieron seis cargos contra él, todos sacados del acto único y, entre ellos, uno acusándole de atentar contra la vida de John G. A. Leishman, el ayudante de Frick. Sasha declaró que no sabía nada de Leishman; era a Frick a quien había venido a matar. Exigía que fuera juzgado solo por esa acusación, y que las otras fueran anuladas, ya que estaban comprendidas en la acusación principal. Pero su protesta fue denegada.
Los miembros del jurado fueron elegidos en unos pocos minutos y Sasha no hizo uso de su derecho de recusación. ¿Qué diferencia podía haber? Todos eran iguales, y de todas maneras sería declarado culpable. Declaró que no deseaba defenderse, solo quería explicar su acción. El intérprete que se le asignó traducía de forma vacilante e inexacta, y Sasha, después de varios intentos por corregirle, descubrió que el hombre era ciego, tan ciego como la justicia que se impartía en los tribunales americanos. Entonces, intentó dirigirse al jurado en inglés, pero el juez McClung le interrumpió impaciente, declarando que «el preso ya había dicho suficiente». Sasha protestó, pero fue en vano. El fiscal del distrito entró en la tribuna del jurado y sostuvo una conversación en voz baja con sus miembros: después de lo cual, sin abandonar ni siquiera sus asientos, pronunciaron un veredicto de culpabilidad. El juez fue lacónico y censurador. Dictó sentencia por cada acusación separadamente, incluyendo tres cargos por «entrar en un edificio con propósitos delictivos», aplicando la pena máxima para cada acusación. El total ascendía a veintiún años en el penal Western de Pensilvania, al término de los cuales debía cumplir un año más en el correccional del condado de Allegheny por «llevar armas ocultas».
¡Veintidós años de muerte y tortura lentas! Había hecho lo que debía y ahora había llegado el final. Moriría como tenía decidido, por su propia voluntad y por su propia mano. No quería que se hiciera ningún esfuerzo por él. No tendría ninguna utilidad y no podría dar su consentimiento para hacer una apelación al enemigo. No necesitaba más ayuda; cualquier campaña que pudiera hacerse debía ser por su acto, y yo debía ocuparme de que fuera así. Estaba seguro de que nadie más sentía y comprendía sus motivos tan bien como yo, nadie más podría explicar el significado de su acción con la misma convicción. El único anhelo que sentía ahora era por mí. Si por lo menos pudiera mirarme a los ojos una vez más y estrecharme contra su corazón. Pero como eso también le era negado, seguiría pensando en mí, su amiga, su compañera. Ningún poder terreno podría arrebatarle eso.
Sentía el alma de Sasha por encima de las demás cosas terrenas. Como una estrella brillante que iluminaba mis oscuros pensamientos y me hacía comprender que había algo mucho más grande que los lazos personales o incluso que el amor: una devoción que lo abarca todo, que lo comprende todo y que da todo hasta el último aliento.
La terrible sentencia de Sasha provocó en Most un violento ataque contra los tribunales de Pensilvania y contra el criminal juez que podía sentenciar a un hombre a veintidós años por un acto que legalmente solo demandaba siete. Su artículo del Freiheit aumentó mi resentimiento hacia él, pues ¿no había ayudado Most a debilitar el efecto de la acción de Sasha? Estaba segura de que el enemigo no se hubiera atrevido a deshacerse de Sasha si hubiera habido una protesta radical combinada a su favor. Consideraba a Most mucho más responsable de la sentencia inhumana que al Tribunal del Estado de Pensilvania.
Desde luego, Sasha no carecía de amigos, los cuales probaron su lealtad desde el primer momento. Dos grupos se ofrecieron a organizar la campaña para la conmutación de la sentencia, El grupo del East Side comprendía diferentes elementos sociales, trabajadores y eminentes socialistas judíos. Entre ellos se encontraba M. Zametkin, un viejo revolucionario ruso; Louis Miller, un hombre muy entusiasta e influyente del barrio judío; e Isaac Hourwitch, un casi recién llegado a América después de su exilio en Siberia. Este último fue en particular un ardiente portavoz de la causa de Sasha. También estaba Shevitch, que había defendido a Sasha desde un principio en el diario alemán Volkszeitung, del cual era redactor jefe. Nuestro amigo Solotaroff, Annie Netter, el joven Michael Cohn y otros, fueron los más activos del grupo del East Side.
El alma del grupo americano era Dyer D. Lum, un hombre de dotes excepcionales, poeta y escritor de temas económicos y filosóficos. Con él estaban John Edelman, arquitecto y publicista de gran talento; William C. Owen, un inglés con habilidades literarias, y Justus Schwab, el conocido anarquista alemán.
Era alentador ver esa maravillosa solidaridad en la causa de Sasha. Le mantenía informado de todos los esfuerzos que se hacían a su favor, exagerándolos un poco para animarle. Pero todo era en vano, estaba en las garras de la sentencia. «No es de ningún provecho intentar hacer nada por mí —escribía—. Se tardarían años en conseguir la conmutación, y sé que Frick y Carnegie nunca darán su consentimiento. Sin su aprobación, la Junta de indultos de Pensilvania no actuará. Además, no puedo continuar por más tiempo en esta tumba». Sus cartas eran desalentadoras, pero yo resistía tenazmente. Conocía su voluntad de hierro y su gran fuerza de carácter. Me aterraba desesperadamente a la idea de que se sobrepondría y que no permitiría que le aniquilaran. Esa única esperanza me daba el valor suficiente para seguir adelante. Uní mis esfuerzos a los trabajos que se estaban organizando. Noche tras noche iba a los mítines a explicar el significado y el mensaje del acto de Sasha.
A principios de noviembre llegaron los primeros signos de que Sasha volvía a tener interés en la vida. En su carta me informaba de que tenía derecho a una visita mensual, pero solo de un pariente cercano. ¿Podría conseguir que su hermana viniera de Rusia para verle? Comprendí lo que quería decir y le escribí inmediatamente para que consiguiera el pase.
Había sido invitada por los grupos anarquistas de Chicago y San Luis a hablar en el inminente aniversario del 11 de noviembre y decidí combinar el viaje con una visita a Sasha. Me presentaría como su hermana casada, bajo el nombre de Niedermann. Estaba segura de que las autoridades de la prisión no sabían nada sobre la hermana de Sasha. Me haría pasar por ella y nunca nadie sospecharía de mi identidad. Apenas era conocida entonces. Los retratos que aparecieron en la prensa en relación con el acto de Sasha se me parecían tan poco que nadie me hubiera reconocido. Ver a mi muchacho otra vez, estrecharle contra mi corazón, llevarle esperanza y ánimo. No viví para nada más durante los días y semanas que precedieron a la visita.
Febrilmente hice todos los preparativos. Mi primer alto sería en San Luis, luego Chicago y finalmente Pittsburgh. Una carta de Sasha llegó unos días antes de mi partida. Contenía un pase del inspector jefe de prisiones del penal Western para la señora E. Niedermann, hermana del prisionero A-7, para una visita el 26 de noviembre. Sasha me pedía que instruyera a su hermana para que se quedara en Pittsburgh dos días. En vista de que venía desde Rusia solo para verle, el inspector había prometido una segunda visita. Estaba loca de alegría, y contaba con impaciencia las horas que me separaban de él. El pase para mi visita se convirtió en un amuleto. Nunca me separaba de él.
Llegué a Pittsburgh la madrugada del día de Acción de Gracias. Fueron a recibirme Carl Nold y Max Metzkow, este último era un compañero alemán que se había mantenido fielmente al lado de Sasha. Nold y Bauer estaban en libertad bajo fianza, esperando el juicio por «complicidad en el intento de asesinato de Frick». Había mantenido correspondencia con Carl durante algún tiempo y me alegraba poder conocer al joven compañero que había sido amable con Sasha. Era de pequeña estatura, frágil, con ojos inteligentes y melena negra. Nos saludamos como viejos amigos.
Por la tarde salí para Allegheny acompañada de Metzkow. Decidimos que Nold se quedara, a menudo era seguido por detectives y teníamos miedo de que mi verdadera identidad fuera descubierta antes de poder entrar en la prisión. Metzkow esperó mi regreso no lejos del penal.
El edificio de piedra gris, los altos muros amenazadores, los guardias armados, el silencio opresivo de la sala donde me dijeron que esperara y los minutos que se sumaban indefinidamente me atenazaban el corazón como una pesadilla. En vano intenté alejar estos sentimientos. Por fin, una voz ruda me llamó: «Por aquí, señora Niedermann». Me llevaron, a través de varias puertas de hierro, a lo largo de pasillos en zigzag, a una pequeña habitación. Sasha estaba allí, un guardia corpulento estaba a su lado.
Mi primer impulso fue correr hacia él y cubrirle de besos, pero la presencia del guardia me contuvo. Sasha se me acercó y me rodeó con sus brazos. Cuando se inclinó para besarme, sentí que me metía en la boca un pequeño objeto.
Durante semanas había esperado ardientemente, ansiosamente, que llegara este momento. Miles de veces había repetido mentalmente lo que le diría sobre mi amor y mi eterna devoción, sobre la lucha que estaba llevando a cabo a favor de su liberación, pero todo lo que pude hacer fue estrecharle la mano y mirarle a los ojos.
Empezamos a hablar en nuestro amado idioma ruso, pero una fría orden del guardia nos interrumpió inmediatamente: «Hablad inglés. No se permiten idiomas extranjeros aquí». Sus ojos de lince seguían cada uno de nuestros movimientos, observaban nuestros labios y se deslizaban en nuestras mentes. Me quedé muda, paralizada. Sasha tampoco decía nada; jugaba todo el rato con la cadena de mi reloj y parecía aferrarse a ella como un ahogado a una paja. Ninguno de los dos podía decir una palabra, pero nuestros ojos hablaban de nuestros miedos, esperanzas y anhelos.
La visita duró veinte minutos. Otro abrazo, otro roce de nuestros labios y nuestro tiempo se había acabado. Le susurré que resistiera, que aguantara, y luego me encontré en el umbral de la prisión. La puerta de hierro se cerró con estrépito detrás de mí.
Quería gritar, lanzarme contra la puerta, golpearla con los puños. Pero la puerta me miraba burlona. Caminé a lo largo de la parte delantera de la prisión hasta la calle. Caminé, llorando en silencio, hacia el lugar donde había dejado a Metzkow. Su presencia me devolvió a la realidad y me hizo consciente del objeto que Sasha me había pasado cuando me besó. Lo saqué, era un rollo envuelto apretadamente. Entramos en el salón trasero de un bar y desenrollé varias capas de papel. Por fin apareció una nota escrita con la diminuta caligrafía de Sasha, cada palabra era como una perla para mí. «Debes ir a ver al inspector Reed —decía la nota—, me prometió un segundo pase. Ve a su joyería mañana. Cuento contigo. Te daré otro mensaje importante de la misma manera».
Fui a la tienda de Reed al día siguiente. Parecía una andrajosa, con mi abrigo raído, en medio de las brillantes joyas, del oro y de la plata. Pedí ver al señor Reed. Era alto, demacrado, tenía labios finos y unos ojos duros y penetrantes. Tan pronto como le dije mi nombre exclamó: «¡Entonces esta es la hermana de Berkman!» Sí, le había prometido una segunda visita, aunque no se merecía ningún trato amable. Berkman era un asesino, había intentado matar a un buen cristiano. Me contuve con todas mis fuerzas: otra oportunidad de ver a Sasha estaba en juego. Llamaría a la prisión, continuó, para averiguar a qué hora podía ser admitida. Debía volver dentro de una hora.
Me hundí en la miseria. Tenía la clara premonición de que no habría más visitas para Sasha. Pero volví como me dijeron. Tan pronto como el señor Reed me vio, su cara enrojeció y casi saltó hacia mí. «¡Tú, embustera! —vociferó—. ¡Ya has estado en la prisión. Te colaste bajo un nombre falso, haciéndote pasar por su hermana. No irás a ninguna parte con tus mentiras aquí, un guardia le ha reconocido! ¡Eres Emma Goldman, la amante de ese criminal! No habrá más visitas. Y ya puedes ir haciéndote a la idea, ¡Berkman no saldrá con vida!»
Se había puesto detrás del mostrador de cristal, que estaba cubierto de objetos de plata. En mi furia e indignación, tiré todo al suelo: platos, cafeteras y jarras, joyas y relojes. Cogí una pesada bandeja y estuve a punto de tirársela cuando uno de los oficinistas me detuvo, gritando que alguien saliera a buscar a la policía. Reed, blanco de miedo y con espuma en la boca, hizo una señal al oficinista. «La policía no —le oí decir—, no quiero escándalos. Echadla, simplemente». El oficinista avanzó hacia mí y luego se detuvo. «¡Asesino, cobarde! —grité—, ¡si le haces algún daño a Berkman, te mataré con mis propias manos!»
Nadie se movió. Salí a la calle y subí a un tranvía. Me aseguré de que no me seguían antes de volver a casa de Metzkow. Por la noche, cuando volvió del trabajo acompañado por Nold, les conté lo que había sucedido. Estaban alarmados. Sentían mucho que hubiera perdido el control, porque eso afectaría a Sasha. Estaban de acuerdo en que debía marcharme de Pittsburgh inmediatamente. El inspector podía enviar detectives detrás de mí y hacer que me arrestaran. Las autoridades de Pensilvania habían intentado atraparme desde que Sasha llevó a cabo la acción.
Estaba desesperada al pensar que Sasha podía realmente sufrir como consecuencia de mi arrebato. Pero la amenaza del inspector de que Sasha nunca saldría vivo de la prisión me trastornó. Estaba segura de que Sasha lo comprendería.
La noche era oscura mientras caminaba con Nold a la estación para coger el tren a Nueva York. Las fundiciones de acero vomitaban inmensas llamaradas que se reflejaban en las colinas de Allegheny tiñéndolas de rojo sangre y llenando el aire de hollín y humo. Pasamos junto a cobertizos donde seres humanos, medio hombres, medio bestias, trabajaban como galeotes de eras pasadas. Sus cuerpos desnudos, cubiertos solo por unos pantalones cortos, brillaban como el cobre al resplandor de los pedazos de hierro al rojo que arrebataban a las fauces de los monstruos llameantes. De vez en cuando, el vapor que se levantaba del agua arrojada sobre el metal caliente los envolvía por completo, luego emergían de nuevo como sombras. «Los hijos de la oscuridad —dije—, condenados al infierno eterno del calor y el miedo». Sasha había dado su vida para traer felicidad a estos esclavos, pero ellos habían permanecido ciegos, continuaban en el infierno que ellos mismos habían forjado. «Sus almas están muertas, muertas al horror y a la degradación de sus propias vidas».
Carl me contó lo que sabía sobre los días que Sasha pasó en Pittsburgh. Era cierto que Henry Bauer había sospechado de él. Henry era un fanático seguidor de Most, el cual le había prevenido contra nosotros, los renegados, diciéndole que nos habíamos aliado con «ese espía de Peukert». Cuando Sasha llegó en el momento culminante del conflicto en Homestead, Bauer ya estaba predispuesto en su contra. Henry le confió que registraría la bolsa de Sasha mientras dormía y que si encontraba algo que le incriminara, le mataría. Con una pistola cargada, Bauer durmió en la misma habitación que Sasha, alerta ante cualquier movimiento sospechoso y preparado para disparar. A Nold le habían impresionado tanto la franqueza y el semblante abierto de Sasha que no podía de ninguna forma sospechar de él. Accedió al plan de Bauer, intentando convencerle de que Most era injusto y de que tenía prejuicios contra cualquiera que estuviera en desacuerdo con él. Carl ya no creía implícitamente en Hannes.
La historia de Carl me llenó de horror. ¡Qué hubiera sucedido si Sasha hubiera tenido en su poder algo que Bauer pudiera haber considerado como prueba de sus sospechas! ¡Hubiera sido suficiente para que el ciego idólatra le hubiera disparado! ¡Y Most, hasta qué abismos le había llevado su odio hacia Sasha, a qué métodos despreciables! ¿Qué había en la pasión humana que forzaba a los hombres a actuar de esa forma? La mía, por ejemplo, que me había impulsado a azotar a Most, a odiarle como siempre él había odiado a Sasha, a odiar al hombre que amé una vez, el hombre que fue mi ideal. Era tan dolorosamente perturbador, tan espantoso. No llegaba a comprenderlo.
De su propio juicio, Carl habló como sin darle importancia. Incluso agradecería unos cuantos años en prisión para estar cerca de Sasha para ayudarle a soportar esa dura prueba. ¡El fiel de Carl! Su confianza en Sasha, su fe, me hicieron sentirme muy unida a él. En la distancia, mientras el tren se alejaba, podía aún ver las llamaradas lanzadas contra el cielo negro, iluminando las colinas de Allegheny. ¡Allegheny, donde estaba lo que más quería, encerrado quizás para siempre! Había planeado el Attentat con él; le había dejado ir solo: había aprobado su decisión de no tener abogado. Me esforzaba por deshacerme de mi sentimiento de culpa, pero no tuve paz hasta que encontré olvido en el sueño.
Capítulo XI
El trabajo por la conmutación de la sentencia de Sasha continuó. En una de nuestras reuniones semanales, a finales de diciembre, me di cuenta de que un hombre de la audiencia me miraba fijamente. En particular noté el raro movimiento de su pierna derecha: la mecía adelante y atrás de forma regular mientras jugaba constantemente con unas cerillas. Los monótonos movimientos me daban sueño y repetidas veces tuve que hacer un esfuerzo para sobreponerme. Finalmente me acerqué al hombre y en broma le quité las cerillas y le dije:
—Los niños no deben jugar con fuego.
—Vale, abuelita —respondió en el mismo tono—, pero debería saber que soy un revolucionario. Me gusta el fuego. ¿A usted no?
Me sonrió mostrando unos preciosos dientes blancos.
—Sí, en el lugar adecuado —repliqué—, no aquí, con tanta gente. Me pone nerviosa. Y, por favor, deje de mover la pierna.
El hombre se disculpó: señaló que era un mal hábito que había adquirido en la prisión. Me sentí avergonzada; pensé en Sasha. Le rogué al hombre que continuara y que no se preocupara por mí. Quizás algún día pudiera hablarme de su experiencia en la cárcel.
—Tengo ahora allí a un amigo muy querido —dije.
Evidentemente comprendió a quién me refería.
—Berkman es un valiente —contestó—. En Austria hemos oído hablar de él y le admiramos profundamente por lo que hizo.
Supe que su nombre era Edward Brady y que acababa de llegar de Austria, donde había cumplido una condena de diez años por publicar literatura anarquista ilegal. Me pareció la persona más erudita que había conocido. Su campo no estaba limitado, como Most, a los temas políticos y sociales; de hecho, raras veces me hablaba de ellos. Me inició en los grandes clásicos de la literatura inglesa y francesa. Le gustaba leerme a Goethe y a Shakespeare o traducirme pasajes del francés, siendo sus favoritos Jean Jacques Rousseau y Voltaire. Su inglés, aunque con acento alemán, era perfecto. En una ocasión le pregunté dónde había recibido su educación. «En la cárcel», respondió sin dudar. Lo modificó añadiendo que había pasado antes por el Gymnasium; pero fue en la prisión donde estudió de verdad. Su hermana solía mandarle diccionarios ingleses y franceses y adoptó la costumbre de aprenderse un cierto número de palabras todos los días. Cuando estaba incomunicado solía leer en alto. Muchos se habían vuelto locos, particularmente los que no tenían nada con lo que ocupar sus mentes. Pero para la gente con ideas, la prisión es la mejor escuela, decía.
—Entonces tendría que ir a prisión enseguida —señalé—, porque soy una tremenda ignorante.
—No tenga tanta prisa, acabamos de conocernos y es todavía muy joven para ir a la cárcel.
—Berkman solo tenía veintiún años —le dije.
—Sí, esa es la pena —le tembló la voz—. Yo tenía treinta cuando me encarcelaron. Ya había vivido intensamente.
Me preguntó sobre mi infancia y días escolares, evidentemente para cambiar de tema. Le dije que solo había estado tres años y medio en la Realschule en Königsberg. La disciplina era muy dura y los instructores brutales, casi no aprendí nada. Solo mi profesora de alemán había sido amable conmigo. Era una mujer enferma, se estaba muriendo lentamente de tuberculosis, pero era paciente y tierna. A menudo me invitaba a su casa y me daba clases extras. Le interesaba especialmente que conociera a sus autores favoritos: Marlitt, Auerbach, Heise, Lindau y Spielhagen. De todos, ella prefería a Marlitt: por lo tanto, yo también. Solíamos leer sus novelas juntas y sus desgraciadas heroínas hacían que se nos saltaran las lágrimas al mismo tiempo. Mi maestra adoraba la realeza; Federico el Grande y la Reina Luisa eran sus ídolos. «La pobre Reina, tratada tan cruelmente por ese carnicero de Napoleón; la amable y bella Reina», solía decir con gran emoción. Con frecuencia me recitaba el poema, la oración diaria de la Reina buena:
Wer nie Brot in Tränen ass.
Wer nie die Kummervollen Nächte auf seinem Bette Weinend sass
Der kennt euch nicht, Ihr himmlischen Mächte.
La conmovedora estrofa me cautivó por completo. Yo también me convertí en una devota de la Reina Luisa.
Dos de mis maestros fueron lo que se dice terribles. Uno, un judío alemán, era profesor de religión; el otro enseñaba geografía. Los odiaba a los dos. En ocasiones me vengaba del primero por su maltrato continuo, pero estaba demasiado aterrorizada por el segundo incluso para quejarme en casa.
La felicidad de nuestro profesor de religión era pegarnos en las palmas de las manos con una palmeta. Yo solía organizar planes para molestarle: clavaba alfileres en su silla Lapizada, ataba a hurtadillas los largos faldones de su chaqueta a las patas de la mesa, le metía caracoles en los bolsillos, cualquier cosa que se me ocurriera para que pagara el dolor que me causaba la férula. Sabía que yo era el cabecilla y me pegaba más por eso. Pero era un enfrentamiento sincero que podía efectuarse abiertamente.
No pasaba lo mismo con el otro. Sus métodos eran menos dolorosos, pero más temibles. Todas las tardes hacía que se quedaran una o dos niñas después de la hora de clase. Cuando todo el mundo se había marchado, mandaba a una niña a otra clase, luego obligaba a la otra a que se sentara en sus rodillas y le agarraba los pechos o le ponía la mano entre las piernas. Le prometía que le pondría buenas notas si se quedaba callada y amenazaba con expulsarla inmediatamente si hablaba. Las chicas, aterrorizadas, guardaban silencio. No supe nada de esto durante mucho tiempo, hasta que un día me encontré en sus rodillas. Grité, le agarré la barba y tiré tan fuerte como pude mientras intentaba desasirme. Dio un salto y me caí al suelo. Corrió a la puerta para ver si alguien venía en mi ayuda, luego me siseó al oído: «Si dices una palabra, te echaré de la escuela».
Durante varios días estuve demasiado enferma, del miedo que tenía, como para volver al colegio; pero no me atrevía a decir nada. El temor de ser expulsada me hacía recordar la furia de Padre cada vez que volvía a casa con malas notas. Finalmente volví a la escuela, y durante varios días las clases de geografía discurrieron sin incidentes. Debido a mi miopía tenía que acercarme mucho al mapa. Un día el maestro me susurró: «¡Échate hacia atrás!» «¡No lo haré!», le contesté, también en un susurro. Al momento, sentí un dolor punzante en el brazo. Me había clavado las uñas en la carne. Mis gritos revolvieron a la clase y atrajo a otros maestros al aula. Oí cómo nuestro profesor decía que yo era una burra, que nunca me sabía las lecciones y que, por lo tanto, tenía que castigarme. Me mandaron a casa.
Por la noche el brazo me dolía muchísimo. Madre se dio cuenta de que estaba inflamado y mandó llamar al doctor, que me hizo preguntas. Sus modales amables me indujeron a contarle toda la historia. «¡Eso es terrible! —exclamó—. Ese tipo debería estar en un manicomio». Una semana más tarde, cuando volví a clase, nuestro profesor de geografía ya no estaba allí. Nos dijeron que se había ido de viaje.
Cuando me llegó la hora de reunirme con Padre en San Petersburgo, no quería ir de ninguna manera. No podía abandonar a mi profesora enferma, que me había enseñado a amar todo lo teutónico. Había hecho que una de sus amigas me diera lecciones de música y de francés y había prometido ayudarme mientras estuviera en el Gymnasium. Quería que continuara mi educación en Alemania, y yo soñaba con estudiar medicina y así poder ser útil al mundo. Después de muchos ruegos y lágrimas Madre consintió en dejarme con mi abuela en Königsberg, siempre que aprobara la prueba de acceso al Gymnasium. Trabajé día y noche y aprobé. Pero para poder matricularme necesitaba un certificado de buena conducta de mi profesor de religión. Odiaba la idea de pedirle nada a ese hombre: pero creía que todo mi futuro dependía de ello y fui a verle. Delante de toda la clase anunció que nunca me daría un certificado de «buena conducta». Declaró que nunca me había comportado bien; que era una muchacha terrible y que me convertiría en una mujer aún peor. No tenía respeto hacia mis mayores o hacia la autoridad y seguramente terminaría en el patíbulo por ser una amenaza pública. Me fui a casa deshecha, pero Madre prometió que me permitiría continuar mis estudios en San Petersburgo. Desafortunadamente sus planes no se materializaron. Solo estudié seis meses en Rusia. Sin embargo, la influencia espiritual que recibí de los estudiantes rusos fue muy valiosa.
«Esos maestros debían de ser unos verdaderos brutos —dijo Brady—, pero tendrá que admitir que el tipo de religión tenía un ojo profético. Ya es considerada una amenaza pública, y si sigue así, puede que se le dé una muerte distinguida. Pero consuélese, muere mejor gente en el patíbulo que en los palacios».
Gradualmente se desarrolló entre Brady y yo un compañerismo maravilloso. Ahora le llamaba Ed. «Lo otro suena demasiado convencional», dijo. Por sugerencia suya comenzamos a leer francés juntos, empezando por Candide. Yo leía despacio, de forma vacilante y con una pronunciación atroz. Pero él era un profesor nato y su paciencia no conocía limites. Los domingos Ed hacía de anfitrión en el piso de dos habitaciones al que me había mudado. Nos echaba a Fedia y a mí fuera del piso hasta que la comida estaba lista. Ed era un cocinero estupendo. En raras ocasiones me era concedido el privilegio de mirar cómo preparaba la comida. Me explicaba minuciosamente, con evidente placer, cada plato y pronto resulté una alumna más aplicada en cocina que en francés. Aprendí a preparar muchos platos antes de terminar de leer Candide.
Los sábados que no tenía que dar ninguna conferencia solíamos ir al bar de Justus Schwab, el centro radical más famoso de Nueva York. Schwab tenía el aspecto de un teutónico tradicional, más de seis pies de alto, ancho de pecho y derecho como un pino. Sobre sus anchos hombros y cuello fuerte descansaba una cabeza magnífica, enmarcada por melena y barba rizadas y pelirrojas. Sus ojos estaban llenos de fuego e intensidad. Pero era su voz, profunda y tierna, su característica más peculiar. Le hubiera hecho famoso si hubiera elegido dedicarse a la ópera. Justus era demasiado soñador y rebelde, sin embargo, para preocuparse por esas cosas. La parte de atrás de su pequeño bar de la calle Primera era la meca de los Comuneros franceses, los refugiados españoles e italianos, los presos políticos rusos y los anarquistas y socialistas alemanes que habían escapado de la bota de hierro de Bismarck. Todo el mundo se reunía en el bar de Justus. Justus, como le llamábamos cariñosamente, era el compañero, consejero y amigo de todos. En el círculo había también muchos americanos, entre ellos escritores y artistas. A John Swinton, Ambrose Bierce, James Huneker, Sadakichi Hartmann y otros literatos les gustaba escuchar la dorada voz de Justus, beber su cerveza y su vino delicioso y discutir sobre los problemas mundiales hasta bien entrada la noche. Junto con Ed, yo también me convertí en una asidua. Ed se explayaba en las sutilezas de alguna palabra inglesa, francesa o alemana, siendo su foro un grupo de filólogos. Yo me peleaba con Huneker y sus amigos sobre anarquismo. A Justus le encantaban esas batallas y me incitaba a seguir. Luego me daba golpecitos en la espalda y decía: «Emmachen, tu cabeza no está hecha para llevar sombrero; está hecha para la soga. Mira esas suaves curvas de tu cuello, la soga se acomodaría perfectamente en ellas». Al oír esto, Ed hacía una mueca de dolor.
La dulce compañía de Ed no eliminaba a Sasha de mis pensamientos. Ed también estaba muy interesado por él y se unió a los grupos que estaban llevando a cabo una campaña sistemática en favor de Sasha. Mientras tanto. Sasha había establecido un correo clandestino. En sus cartas oficiales decía muy poco sobre sí mismo, pero hablaba bien del capellán de la prisión, que le había dado libros y estaba mostrando un interés humano por él. En sus cartas clandestinas dejaba claro lo furioso que se sentía por la sentencia a Nold y Bauer. Pero eso le daba también un poco de esperanza; no se sentía tan solo con sus dos compañeros bajo el mismo techo. Estaba intentando establecer comunicación con ellos, pues habían sido llevados a un ala diferente de la prisión. Hasta el momento, las cartas del exterior eran su único lazo con la vida. Me decía que convenciera a nuestros amigos para que le escribieran con frecuencia.
La certeza de que mi correspondencia sería leída por el censor de la prisión me obsesionaba. Las palabras escritas me parecían frías y prosaicas; sin embargo, quería que Sasha sintiera que pasara lo que pasara, entrara quien entrara en mi vida, él permanecería en ella para siempre. Mis cartas me dejaban insatisfecha y me sentía desgraciada. Pero la vida continuaba. Tenía que trabajar diez y, a veces, doce horas al día en la máquina de coser para ganarme la vida. Las reuniones casi diarias y la necesidad de mejorar mi descuidada educación me mantenían ocupada todo el tiempo. De alguna manera, Ed me había hecho sentir esa necesidad más que ninguna otra persona.
Nuestra amistad gradualmente se convirtió en amor. Ed se me hizo indispensable. Sabía desde hacía tiempo que yo también le importaba. Era inusualmente reservado y aunque nunca me había hablado de su amor, sus ojos y sus manos eran suficientemente elocuentes. Había habido otras mujeres en su vida. Una de ellas le había dado una hija, la cual estaba viviendo con sus abuelos matemos. Decía a menudo que se sentía agradecido hacia esas mujeres. Le habían enseñado los misterios y las sutilezas del sexo. Yo no le entendía muy bien cuando hablaba de estas cosas y era demasiado tímida para pedirle que me lo explicara. Pero solía preguntarme lo que querría decir. El sexo siempre me había parecido un procedimiento sencillo. Mi propia vida sexual me había dejado siempre insatisfecha, anhelando algo que no conocía. Consideraba el amor lo más importante, el amor que encuentra la dicha suprema en el dar sin límites.
En los brazos de Ed aprendí por primera vez el significado de la gran fuerza dadora de vida. Comprendí toda su belleza y bebí con ansia su deleite y felicidad embriagadores. Era una canción encantada, profundamente dulce por su música y su perfume. Mi pequeño piso del edificio conocido como la «República de Bohemia», al que me había mudado hacía poco, se convirtió en un templo del amor. A menudo me asaltaba el pensamiento de que tanta paz y belleza no podían durar; era demasiado maravilloso, demasiado perfecto. Entonces me aferraba a Ed con el corazón trémulo. Él me abrazaba y su buen humor y su alegría inagotables disipaban mis negros pensamientos. «Estás agotada —decía—. La máquina y tu constante ansiedad por Sasha te están matando».
En la primavera caí enferma, empecé a perder peso y me quedé tan débil que no podía ni atravesar la habitación. Los médicos prescribieron descanso inmediato y un cambio de clima. Mis amigos me persuadieron para que dejara Nueva York y fui a Rochester, acompañada de una chica que se ofreció a hacer de enfermera.
Mi hermana Helena pensó que su casa estaba demasiado atestada para una enferma y me reservó una habitación en una casa con un gran jardín. Todo el tiempo que tenía libre lo pasaba conmigo, su amor y sus cuidados eran ilimitados. Me llevó a un especialista de pulmón que descubrió tuberculosis en estadio primario y me puso a dieta. Pronto empecé a mejorar, y en dos meses me había recuperado lo suficiente para dar paseos. Mi doctor estaba planeando mandarme a un sanatorio durante el invierno cuando los acontecimientos en Nueva York dieron un giro a la situación.
La crisis industrial de ese año había producido miles de parados, cuya situación había alcanzado un momento espantoso. La peor situación se dio en Nueva York. Los parados estaban siendo desahuciados; el sufrimiento iba en aumento y los suicidios se multiplicaban. No se estaba haciendo nada para aliviar toda esta miseria.
No podía quedarme más tiempo en Rochester. La razón me decía que era arriesgado volver cuando estaba medio curada. Ya estaba más fuerte y había ganado peso. Tosía menos y las hemorragias habían cesado. Sabía, sin embargo, que estaba muy lejos de estar restablecida. Pero algo más fuerte que la razón me atraía a Nueva York. Echaba de menos a Ed; pero mucha más fuerte era la llamada de los desempleados, de los trabajadores del East Side que me habían dado mi bautismo en cuestiones laborales. Había estado con ellos en sus luchas anteriores; no podía mantenerme alejada ahora. Dejé una nota para el médico y otra para Helena; no tuve fuerzas para mirarlos cara a cara.
Telegrafié a Ed y fue a recibirme contento. Pero cuando le dije que había vuelta para dedicarme a los parados, su humor cambió. Era una locura, decía; significaría perder todo lo que había ganado en salud. Podía incluso ser fatal. No lo permitiría, yo era suya ahora, suya, para amarme y protegerme y cuidarme.
Era una bendición saber que alguien se preocupaba tanto por mí, pero al mismo tiempo lo sentía como un obstáculo. ¿Suya «para protegerme y cuidarme»? ¿Me consideraba su propiedad, un ser dependiente o una inválida que necesitaba cuidados de un hombre? Pensaba que creía en la libertad, en mi derecho a hacer lo que deseara. Me aseguró que era preocupación por mí, miedo por mi salud lo que le había hecho hablar así. Pero si estaba decidida a empezar a trabajar de nuevo, me ayudaría. Él no era un orador, pero podía ser útil de otras formas.
Reuniones del comité, mítines públicos, colectas de comida, supervisar el reparto de víveres a los que no tenían casa y a sus numerosos hijos y, finalmente, la organización de un mitin multitudinario en la plaza Union, ocuparon por completo mi tiempo.
El mitin en la plaza Union fue precedido por una manifestación de muchos miles de personas. Las mujeres y las niñas iban delante, y yo a la cabeza llevando una bandera roja. Su color ondeaba orgullosamente en el aire y se podía ver fácilmente en la distancia. Mi alma vibraba con la intensidad del momento.
Había tomado unas notas para mi discurso y me había parecido inspirado, pero cuando llegué a la plaza Union y vi la enorme masa de gente, mis notas me parecieron frías y sin sentido.
El ambiente en las filas obreras se había vuelto muy tenso debido a los acontecimientos de esa semana. Los políticos obreristas habían hecho un llamamiento al cuerpo legislativo de Nueva York para que encontraran una solución que aliviara la enorme pobreza, pero sus ruegos fueron contestados con evasivas. Mientras tanto, los parados seguían pasando hambre. La gente se sentía ultrajada por esta insensible indiferencia hacia el sufrimiento de hombres, mujeres y niños. Como resultado, la atmósfera en la plaza Union estaba cargada de resentimiento e indignación, y yo me contagié de este espíritu. Estaba programado que hablara la última y apenas pude soportar la larga espera. Finalmente, se acabó la oratoria apologética y me llegó el turno. Cuando me dirigí a la parte delantera de la plataforma, oí mi nombre gritado por mil gargantas. Tenía delante una masa densa, sus rostros pálidos y cansados vueltos hacia mí. Me latía el corazón y las sienes y me temblaban las rodillas.
«Hombres y mujeres —empecé en medio de un silencio repentino—, ¿no os dais cuenta de que el Estado es vuestro peor enemigo? Es una máquina que os aplasta para poder sostener a la clase dirigente, vuestros amos. Como inocentes niños depositáis vuestra confianza en los líderes políticos. Les facilitáis ganar vuestra confianza, solo para dejar que os vendan al primer postor. Pero incluso cuando no hay una traición directa, los políticos obreristas hacen causa común con vuestros enemigos para manteneros a raya, para evitar la acción directa. El Estado es el pilar del capitalismo, y es ridículo esperar ningún desagravio de su parte, ¿No veis la estupidez que es pedir ayuda a Albany cuando existe una inmensa riqueza aquí mismo? La Quinta Avenida está pavimentada en oro, cada mansión es una ciudadela de dinero y poder. Sin embargo, aquí estáis vosotros, un gigante hambriento y encadenado despojado de su fuerza. El cardenal Manning declaró hace tiempo que «la necesidad no conoce leyes» y que «el hambriento tiene derecho a su ración del pan del vecino». El cardenal Manning era un eclesiástico imbuido de las tradiciones de la Iglesia, que siempre ha estado del lado de los ricos y contra los pobres, pero tenía algo de humanidad y sabía que el hambre es una fuerza irresistible. Vosotros también tendréis que aprender que tenéis derecho a compartir el pan del vecino. Vuestros vecinos no solo os han robado el pan, sino que os están chupando la sangre. Seguirán robándoos, y a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos, a menos que despertéis, a menos que os volváis lo suficientemente osados como para exigir vuestros derechos. Bien, entonces, manifestaos delante de los palacios de los ricos; exigid trabajo. Si no os dan trabajo exigid pan. Si os deniegan ambas cosas, tomad el pan. ¡Es vuestro derecho sagrado!»
El silencio fue roto por un aplauso atronador, salvaje y ensordecedor, como una tormenta inesperada. El mar de manos que se extendían anhelantes hacia mí se asemejaba a una bandada de pájaros blancos aleteando.
A la mañana siguiente fui a Filadelfia a pedir donaciones y a ayudar a organizar a los parados de allí. Los periódicos de la tarde publicaban un informe desvirtuado de mi discurso. Aseguraban que había incitado a la multitud a la revolución. «Emma la Hoja posee una gran oratoria, su lengua mordaz era justo lo que la chusma necesitaba para destrozar Nueva York». También afirmaban que unos fornidos amigos me habían hecho desaparecer, pero que la policía me seguía el rastro.
Por la noche asistí a una reunión de grupo donde me presentaron a anarquistas que no conocía. Natasha Notkin era la más activa. Era el verdadero tipo de revolucionaria rusa, sin otros intereses en la vida, solo el movimiento. Se decidió celebrar un mitin multitudinario el lunes 21 de agosto. Esa mañana los periódicos traían la noticia de que mi paradero había sido descubierto y de que varios detectives estaban de camino a Filadelfia con una orden de arresto. Creí que lo más importante era arreglármelas para entrar en la sala y pronunciar mi discurso antes de que pudieran arrestarme. Era mi primera visita a Filadelfia, donde no era conocida de las autoridades. Los detectives de Nueva York apenas podrían reconocerme por los retratos que habían aparecido hasta entonces en la prensa. Decidí ir a la sala de conferencias sola y entrar sin llamar la atención.
Las calles de los alrededores estaban llenas de gente. Nadie me reconoció mientras subía el tramo de escalones que daban a la sala. Entonces, uno de los anarquistas me saludó: «¡Aquí está Emma!» Le di con la mano para que se apartara, pero una manaza me agarró por el hombro y una voz dijo: «Queda arrestada, señorita Goldman». Hubo una conmoción, la gente corría hacia mí, pero los oficiales sacaron sus armas y mantuvieron alejada a la multitud. Un detective me agarró del brazo y tiró de mí escaleras abajo hacia la calle. Me dieron a elegir entre ir hasta la comisaría andando o en el coche de policía. Elegí ir andando. Los oficiales intentaron ponerme las esposas, pero les aseguré que no era necesario, pues no tenía intención de escapar. En el camino, un hombre salió de la multitud y vino corriendo. Me alargó su cartera, por si necesitaba dinero. Los detectives le cogieron inmediatamente y le arrestaron. Me llevaron al cuartel general de la policía, en la torre del Ayuntamiento, y me encerraron toda la noche.
Por la mañana me preguntaron si quería volver a Nueva York con los detectives. «No voluntariamente», declaré. «Muy bien, se quedará aquí hasta que se arregle la extradición». Me llevaron a una habitación donde me pesaron, midieron y fotografiaron. Luché desesperadamente para que no me hicieran la foto, pero me sujetaron la cabeza. Cerré los ojos y la fotografía debía de parecer la de una bella durmiente con aspecto de criminal fugitivo.
Mis amigos de Nueva York se alarmaron. Me mandaron montones de telegramas y cartas. Ed me escribió con cautela, pero sentía su amor entre líneas. Quería venir a Filadelfia, traerme dinero y conseguir un abogado, pero le mandé un telegrama diciendo que esperase a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Muchos compañeros vinieron a visitarme a la cárcel, y por ellos supe que el mitin pudo llevarse a cabo sin interferencias después de mi arresto. Voltairine de Cleyre ocupó mi lugar y protestó enérgicamente contra mi detención.
Había oído hablar mucho de esta brillante muchacha americana y sabía que había sido influida, como yo, por el asesinato judicial de Chicago, y que desde entonces había empezado a actuar en las filas anarquistas. Hacía mucho que quería conocerla y cuando llegué a Filadelfia la visité, pero estaba enferma. Siempre se ponía enferma después de un mitin, y había dado una conferencia la noche anterior. Pensé que era estupendo que hubiera ido al mitin y hablado a mí favor a pesar de encontrarse mal. Estaba muy orgullosa de su compañerismo.
La segunda mañana después de mi arresto fui transferida a la prisión de Moyamensing para esperar la extradición. Me pusieron en una celda bastante grande con una puerta de hierro que tenía en el centro una pequeña abertura cuadrada que se abría desde fuera. La ventana era alta y con barrotes. La celda contenía un sanitario, agua corriente, una taza de latón, una mesa de madera, un banco y un catre de hierro. Del techo colgaba una pequeña lámpara eléctrica. De vez en cuando, el cuadrado de la puerta se abría y un par de ojos miraban dentro o una voz me pedía la taza y la devolvía llena de agua tibia o sopa y una rebanada de pan. Excepto por estas interrupciones, predominaba el silencio.
Después del segundo día la quietud se hizo opresiva y las horas transcurrían interminablemente. Empecé a sentirme cansada por el constante ir y venir de la ventana a la puerta. Estaba tensa del esfuerzo constante por oír un sonido humano. Llamé a la matrona, pero nadie contestó. Golpeé la puerta con la taza de latón. Finalmente obtuve una repuesta. Se abrió la puerta y una mujer grande con rostro severo entró en la celda. Me avisó que iba contra las normas hacer tanto ruido. Si lo hacía de nuevo tendría que imponerme un castigo. ¿Qué quería? Le dije que quería mi correo. Estaba segura de que había cartas de mis amigos, y también quería libros para leer. Traería un libro, pero no había correo. Sabía que mentía, pues estaba segura de que al menos Ed había escrito. Salió cerrando la puerta con llave. Al poco volvió con un libro. Era la Biblia, lo que me recordó el rostro cruel de mi maestro de religión. Indignada, tiré el libro a los pies de la matrona. No necesitaba mentiras religiosas; quería un libro «humano» , le dije. Por un momento se quedó allí parada, aterrorizada; luego empezó a gritar. Había profanado la palabra de Dios; me llevarían al calabozo; y más tarde ardería en el infierno. Acaloradamente le respondí que no se atreviera a castigarme, que era una prisionera del Estado de Nueva York, que todavía no había sido juzgada y que, por lo tanto, tenía aún algunos derechos civiles. Salió disparada, dando un portazo.
Por la noche tuve un violento dolor de cabeza, debido a la luz eléctrica que me quemaba los ojos. Golpeé de nuevo la puerta y exigí ver al doctor. Vino otra mujer, la doctora. Me dio un medicamento y le pedí algo de lectura o, al menos, algo para coser. Al día siguiente me dieron toallas para hacerles el dobladillo. Cosí horas tras horas, desesperadamente. Pensaba en Sasha y en Ed. Comprendí con claridad lo que significaba la vida de Sasha en prisión. ¡Veintidós años! Yo me volvería loca en uno.
Un día, la matrona vino a anunciarme que la extradición había sido concedida y que iba a ser trasladada a Nueva York. La seguí a la oficina, donde me entregaron un gran paquete de cartas, telegramas, y periódicos. Se me informó de que me habían enviado varias cajas de frutas y flores, pero que iba en contra de las normas que los presos tuvieran tales cosas. Luego me entregaron a un hombre corpulento. Un taxi nos esperaba fuera de la cárcel para llevarnos a la estación.
Viajamos en un vagón litera muy lujoso y el hombre dijo que era sargento. Se disculpó diciendo que era su deber; tenía seis hijos que alimentar. Le pregunté por qué no había elegido una profesión más honorable, por qué tenía que aumentar el número de espías del mundo. Contestó que si él no lo hacía, otro ocuparía su lugar. La fuerza policial era necesaria, protegía a la sociedad. ¿Me apetecía cenar? Haría que trajeran la comida al coche y así no tendría que ir al vagón restaurante. Estuve de acuerdo. No había comido nada decente durante una semana; además, la ciudad de Nueva York pagaba el lujo de mi viaje.
Durante la cena el detective se refirió a mi juventud y a la vida que «una chica tan brillante, con tales cualidades» tenía delante de sí. Siguió diciendo que nunca sacaría nada del trabajo que estaba haciendo, ni siquiera para un mendrugo de pan. ¿Por qué no era sensata y «miraba primero por mí»? Sentía simpatía hacía mí porque él también era un Yehude. Le daba pena que me mandaran a la cárcel. Me diría cómo librarme, incluso recibir una gran suma de dinero, si fuera un poco sensata.
«Acabe de una vez —dije—, ¿qué es lo que está pensando?»
Su jefe le había ordenado que me dijera que mi caso sería sobreseído y que se me entregaría una gran suma de dinero si yo cedía un poco. Nada especial, solo un pequeño informe periódico sobre lo que estaba sucediendo en los círculos radicales y entre los trabajadores del East Side.
Me sentí fatal, la comida me daba náuseas. Tragué un poco de agua helada de mi vaso y el resto se la tiré a la cara. «¡Canalla! —grité—, ¡no solo actúas como un Judas, sino que intentáis convertirme en uno, tú y tu corrompido jefe! ¡Aceptaré incluso la prisión perpetua, pero nadie me comprará, nunca!»
«Está bien, está bien», dijo apaciguadoramente; «será como tú quieras».
De la estación de Pensilvania me llevaron a la comisaría de la calle Mulberry, donde me encerraron toda la noche. La celda era pequeña y olía mal, solo tenía una plancha de madera para sentarse o echarse. Oía el ruido de las celdas cuando las abrían y cerraban, gritos y sollozos histéricos. Pero era un alivio no tener que ver la cara abotagada del odioso detective y no tener que respirar el mismo aire que él.
Por la mañana me Llevaron ante el jefe de policía. El detective le había contado todo y estaba furioso. Era una boba, una estúpida que no sabía lo que le convenía. Me encerraría durante años en un sitio donde no podría hacer ningún daño. Le dejé que se desahogara, pero antes de marcharme le dije que todo el país sabría lo corrupto que era el jefe de policía de Nueva York. Levantó una silla como para golpearme con ella. Luego cambió de idea y llamó a un detective para que me llevara de vuelta a la comisaría.
Me volví loca de contento al encontrar allí a Ed, Justus Schwab y al doctor Julius Hoffmann esperándome. Por la tarde me llevaron ante el juez y se me presentaron tres cargos por incitar a la violencia. Se fijó el juicio para el 28 de septiembre; la fianza, que ascendía a cinco mil dólares, fue abonada por el doctor Julius Hoffmann. Triunfalmente, mis amigos me llevaron al bar de Justus.
En el correo que se había acumulado encontré una carta clandestina de Sasha. Había leído sobre mi detención. «Ahora eres desde luego mi marinera», decía. Por fin había establecido comunicación con Nold y Bauer y estaban preparando una publicación clandestina en la cárcel. Ya había elegido el nombre; iba a ser llamada Gefangniss-Blüthen (Flores de la Prisión). Me sentí aliviada. ¡Sasha había vuelto, estaba empezado a tomar interés por la vida, resistiría! Como mucho tendría que cumplir siete años por la primera acusación. Debíamos trabajar enérgicamente para conseguir que se le conmutara la pena. Pensaba que todavía podríamos conseguir arrebatar a Sasha de la tumba y esto me hacía sentirme feliz y contenta.
El bar de Justus estaba abarrotado. Gente que no conocía se acercaba a expresarme sus simpatías. De repente me había convertido en un personaje importante, aunque no podía comprender por qué, puesto que no había hecho o dicho nada que mereciera ninguna distinción. Pero me agradaba ver tanto interés por mis ideas. Nunca dudé, ni por un momento, que lo que estaba atrayendo la atención de la gente no era yo personalmente, sino las teorías sociales que yo representaba. Mi juicio me daría una oportunidad maravillosa para hacer propaganda. Debía prepararme para ello. Mi defensa en audiencia pública debía llevar el mensaje del anarquismo a todo el país.
Eché de menos a Claus Timmermann entre la multitud y me preguntaba qué es lo que le habría retenido. Me volví hacia Ed y le pregunté qué había sucedido para que Claus se perdiera la oportunidad de beber gratis. Ed al principio fue un poco evasivo, pero al insistir yo, me informó de que la policía había registrado la tienda de mi abuela, esperando encontrarme allí. Luego arrestaron a Claus. Como sabían que bebía, la policía esperaba sonsacarle cuál era mi paradero. Pero Claus se negó a hablar, entonces, le golpearon hasta dejarle inconsciente y le mandaron seis meses a Blackwell’s Island acusado de oponer resistencia a la autoridad.
Cuando se acercaba la fecha del juicio, Fedia, Ed, Justus y otros amigos insistieron en la necesidad de buscar un abogado. Sabía que tenían razón. La farsa del juicio de Sasha lo había demostrado, y también lo que le había ocurrido a Claus. Yo tampoco tendría ninguna oportunidad si iba a juicio sin abogado. Pero me parecía una traición a Sasha consentir en la defensa legal. Él se negó a tenerla aún cuando sabía que le esperaba una larga sentencia. ¿Cómo podría hacerlo yo? Me defendería yo misma.
Una semana antes del juicio recibí una carta clandestina de Sasha. Se había dado cuenta de que, como revolucionarios, teníamos pocas oportunidades ante un tribunal americano, pero que sin defensa legal estábamos completamente perdidos. Él no se arrepentía de su postura; todavía creía que era incongruente que un anarquista tuviera representante legal o que se gastara el dinero de los trabajadores en abogados; pero pensaba que mi situación era diferente. Como buena oradora, podría hacer mucha propaganda por nuestros ideales en el tribunal y un abogado protegería mi derecho a expresarme. Sugirió que algún eminente abogado de opiniones liberales. Hugh O. Pentecost, por ejemplo, podría ofrecer gratis sus servicios. Estaba convencida de que la preocupación de Sasha por mi bienestar era lo que le inducía a instarme a hacer algo que él mismo se había negado. ¿O era que su propia experiencia le había enseñado que fue un error? La carta de Sasha y una oferta de defensa gratuita inesperada me hicieron cambiar de opinión. La oferta procedía de A. Oakey Hall.
Mis amigos estaban encantados. A. Oakey Hall era un gran jurista, además de un hombre de ideas liberales. Había sido en una ocasión alcalde de Nueva York, pero resultó ser demasiado humano y democrático para los demás políticos. Su aventura con una joven actriz fue la oportunidad que se necesitaba para convertirle en un impresentable políticamente. Hall, alto, distinguido, vivaz, daba la impresión de ser más joven de lo que indicaban sus canas. Tenía curiosidad por saber por qué deseaba llevar mi caso gratis. Me explicó que era en parte porque simpatizaba conmigo y en parte porque sentía un gran antagonismo hacia la policía. Sabía de su corrupción, sabía lo fácilmente que levantaban falsos testimonios para enviar a la gente a la cárcel, y estaba ansioso por exponer públicamente sus métodos. Mi caso le daría esa oportunidad. El tema de la libertad de expresión era de importancia nacional, mi defensa haría que se volviera a hablar de él. Me gustó la franqueza del hombre y consentí en que me defendiera.
El juicio comenzó el 28 de septiembre ante el juez Martin y duró diez días, durante los cuales la sala se llenó de periodistas y amigos. El fiscal presentó tres acusaciones contra mí, pero Oakey Hall le estropeó el plan. Señaló que nadie podría tener un juicio justo si se le presentaban tres acusaciones por un solo delito, en lo que fue apoyado por el juez. Dos de los tres cargos fueron anulados y fui juzgada solo por incitar a la violencia.
El primer día del juicio fui a mediodía a comer con Ed, Justus y John Henry Mackay, el poeta anarquista. Pero cuando se suspendió el juicio y mi abogado iba a acompañarme a casa, nos lo impidieron. Se nos informó de que durante el resto del mismo debía permanecer bajo custodia del tribunal. Debía ser enviada a la cárcel de Tombs. Mi abogado protestó, estaba en libertad bajo fianza y ese procedimiento solo estaba permitido en caso de asesinato. Pero fue en vano. Tuve que permanecer en custodia. Mis amigos me dieron una ovación, dando hurras y cantando canciones revolucionarias, la voz de Justus sobresalía sobre todas las demás. Les dije que siguieran ondeando nuestra bandera y que brindaran en mi lugar por el día en que desaparezcan los tribunales y los carceleros.
El principal testigo de la acusación fue el detective Jacobs. Mostró unas notas que, aseguró, había tomado él mismo en la plataforma de la plaza Union y pretendía que eran una relación literal de mi discurso. Me citó, diciendo que instaba a «la revolución, la violencia y el derramamiento de sangre». Doce personas que habían estado en el mitin y que me habían oído hablar se ofrecieron a testificar a mi favor. Todas afirmaron que habría sido físicamente imposible tomar notas en el mitin, pues la plataforma estaba abarrotada de gente. Las notas de Jacob fueron sometidas al examen de un perito en grafología, quien declaró que la escritura era demasiado regular y uniforme para que las notas hubieran sido escritas de pie y en un lugar lleno de gente. Pero ni ese testimonio ni el de los testigos de la defensa fue de utilidad contra las afirmaciones del detective. Cuando subí al estrado, el fiscal del distrito, señor MacIntyre, insistió en hacerme preguntas sobre todo lo imaginable, excepto sobre mi discurso de la plaza Union. Religión, amor libre, moralidad... ¿cuáles eran mis opiniones sobre estos temas? Intenté desenmascarar la hipocresía de la moralidad, a la Iglesia como instrumento de esclavitud, la imposibilidad del amor forzado. Las constantes interrupciones de MacIntyre y las órdenes del juez de que respondiera con un sí o un no, me obligaron a abandonar mi propósito.
En su discurso final, MacIntyre se puso elocuente sobre qué pasaría si «esta peligrosa mujer» fuera dejada en libertad. La propiedad sería destruida, los niños de los ricos exterminados, las calles de Nueva York se convertirían en ríos de sangre. Según hablaba se fue alterando cada vez más, de forma que los puños y cuello almidonados de su camisa se ablandaron y empezaron a gotear sudor. Esto me incomodó más que su oratoria.
Oakey Hall pronunció un discurso brillante ridiculizando el testimonio de Jacobs y criticando a la policía por sus métodos y la posición del Tribunal. Su cliente era una idealista, todas las grandes cosas de nuestro mundo habían sido difundidas por idealistas. Discursos mucho más violentos que los que Emma Goldman había hecho nunca fueron juzgados. Las clases adineradas de América estaban furiosas desde que el gobernador Altgeld había indultado a los tres anarquistas supervivientes del grupo colgado en Chicago en 1887. La policía de Nueva York buscaba en el mitin de la plaza Union una oportunidad para convertir a Emma Goldman en el blanco de la furia contra los anarquistas. Estaba claro que su cliente era víctima de la persecución policial. Cerró su discurso con una defensa elocuente del derecho a la libertad de expresión y la petición de absolución de la acusada.
El juez se extendió sobre la ley y el orden, la santidad de la propiedad y la necesidad de proteger las «libres instituciones americanas», El jurado deliberó durante mucho tiempo; evidentemente, era reacio a declararme culpable. Una vez, el presidente del jurado volvió a pedir instrucciones; el jurado parecía estar especialmente impresionado por el testimonio de uno de los testigos de la defensa, un joven reportero del World de Nueva York. Había estado en el mitin y escrito un informe detallado sobre él. A la mañana siguiente vio en el periódico su historia, la cual estaba tan mutilada que inmediatamente se ofreció a testificar sobre los hechos reales. Mientras estaba testificando, Jacobs se inclinó sobre MacIntyre, susurró algo y un empleado del tribunal fue enviado fuera. Pronto volvió con una copia del World de aquella mañana. El reportero no podía acusar en audiencia pública a un redactor de haber amañado su reportaje. Se le veía avergonzado, confundido y, obviamente, triste. Su reportaje, según apareció en el World y no según su testimonio durante el juicio, decidió mi destino. Fui declarada culpable.
Mi abogado insistió sobre una apelación a un tribunal superior, pero me negué. La farsa de mi juicio había fortalecido mi oposición al Estado y no le pediría favores. Me devolvieron a Tombs hasta el 18 de octubre, el día fijado para la lectura de la sentencia.
Antes de ser llevada a la cárcel se me permitió una última visita de mis amigos. Les repetí lo que ya le había dicho a Oakey Hall: no consentiría en la apelación. Estuvieron de acuerdo en que nada se ganaría, excepto un respiro mientras el caso estuviera pendiente. Por un momento me sentí débil, pensaba en Ed y en nuestro amor, tan joven, tan lleno de posibilidades. La tentación fue grande. Pero debía tomar el camino que muchos otros habían tomado antes que yo. Me caería un año o dos: ¿qué era eso comparado con el destino de Sasha? No me echaría atrás.
En el intervalo entre el juicio y la sentencia, los periódicos publicaron historias sensacionales sobre «anarquistas planeando tomar por asalto la sala del tribunal» y «preparativos para un rescate por la fuerza de Emma Goldman». La policía se estaba preparando para «hacer frente a la situación», las sedes radicales estaban siendo vigiladas y el juzgado estaba bien protegido. Nadie, excepto la inculpada, su abogado y los representantes de la prensa serían permitidos en el juzgado el día de la lectura de la sentencia.
Mi abogado mandó recado a mis amigos de que no estaría presente en esa fecha debido a mi «testarudez en rechazar una apelación a un tribunal superior». Pero Hugh O. Pentecost estaría a mano, no como abogado, sino como amigo, para proteger mis derechos legales y exigir que se me permitiera hablar. Ed me informó de que el World de Nueva York se había ofrecido a publicar la declaración que había preparado para el Tribunal. De esa forma «llegaría a mucha más gente». Me maravillaba que el World, que había publicado un reportaje amañado de mi discurso en la plaza Union, se ofreciera ahora a publicar mi declaración. Ed dijo que no había ninguna explicación para las incoherencias de la prensa capitalista. De cualquier forma, el World había prometido permitirle ver las pruebas y así estar seguros de que no habría tergiversaciones. Mi declaración aparecería en una edición especial inmediatamente después de leída la sentencia. Mis amigos me instaron a que dejara que el World se hiciera cargo del manuscrito, y consentí.
En el camino desde la cárcel de Tombs al juzgado, Nueva York parecía como si estuviera bajo la ley marcial. Las calles estaban llenas de policía, los edificios rodeados de cordones policiales fuertemente armados, los pasillos del juzgado llenos de oficiales. Cuando comparecí ante el tribunal se me preguntó si tenía «algo que decir contra la pronunciación de la sentencia». Tenía mucho que decir, ¿se me daría la oportunidad? No, eso era imposible; solo podía hacer una pequeña declaración. Entonces solo diría que no había esperado Justicia de un tribunal capitalista. Dije que hiciera lo que hiciera el Tribunal, nada me haría cambiar de opinión.
El juez Martin me condenó a un año en la prisión de Blackwell’s Island. De camino a Tombs oí cómo los repartidores de periódicos voceaban: «¡Extra! ¡Extra! ¡El discurso de Emma Goldman en el tribunal!» y me alegró que el World hubiera cumplido su promesa. Me pusieron inmediatamente en el coche celular y fui llevada a la barca que traslada a los prisioneros a Blackwell’s Island.
Era un día de octubre luminoso, el sol jugueteaba en el agua mientras la barcaza se alejaba. Varios periodistas me acompañaban, y me presionaban para conseguir una entrevista. «Viajo como una reina —dije de buen humor—, mirad, si no, a mis sátrapas». «Nadie puede hacer callar a esta muchacha», repetía con admiración un joven reportero. Cuando llegamos a la isla dije adiós a mis acompañantes exhortándolos a no escribir más mentiras que las que no pudieran evitar. Les dije alegremente que les vería dentro de un año y luego seguí al ayudante del sheriff a lo largo del paseo de grava, ancho y bordeado de árboles, hasta la entrada de la prisión. Allí me volví hacia el río, inspiré profundamente por última vez el aire libre y crucé el umbral de mi nuevo hogar.
Capítulo XII
Me llevaron ante la matrona jefe, una mujer alta de rostro impasible. Empezó a tomarme la filiación. Su primera pregunta fue: ¿qué religión? «Ninguna, soy atea». «El ateísmo está prohibido aquí. Tendrás que ir a misa». Le contesté que no haría nada parecido. No creía en nada de lo que la Iglesia defendía y, como no era una hipócrita, no asistiría. Además, procedo de una familia judía. ¿Había una sinagoga?
Dijo agriamente que había servicios para los convictos judíos el sábado por la tarde, pero que como era la única presa judía, no podía permitirme asistir entre tantos hombres.
Después de un baño me vestí con el uniforme de la prisión. Me mandaron a la celda y me encerraron.
Sabía, por lo que Most me había contado, que la prisión era vieja y húmeda, las celdas pequeñas, sin luz ni agua. Por lo tanto estaba preparada para lo que iba a encontrarme. Pero en el momento en que se cerró la puerta, empecé a experimentar una sensación de ahogo. En la oscuridad tanteé hasta que encontré algo para sentarme, era un estrecho catre de hierro. Un cansancio repentino me invadió y me quedé dormida.
Noté una quemazón en los ojos y salté llena de miedo. Alguien sostenía una lámpara cerca de los barrotes. «¿Qué ocurre?», grité, olvidando dónde me encontraba. Bajaron la lámpara y vi un rostro delgado y ascético que me miraba. Una voz suave me felicitó por mi sueño profundo. Era la matrona de la noche haciendo la ronda. Dijo que me desnudara y se marchó.
Pero no pude volver a dormirme aquella noche. El tacto irritante de la manta áspera, las sombras que reptaban detrás de los barrotes, me mantuvieron despierta hasta que el sonido de un gong me hizo saltar de la cama. Estaban abriendo las celdas, lo hacían con brusquedad, de un golpe. Figuras de rayas azules y blancas pasaron arrastrando los pies, formando una fila automáticamente, yo era también parte de ella. «¡En marcha!», y la fila empezó a moverse por el pasillo, escaleras abajo hacia un rincón donde había lavabos y toallas. De nuevo otra orden: «¡A lavarse!», y todo el mundo empezó a pedir a gritos toallas, ya sucias y húmedas. Antes de tener tiempo de mojarme las manos y la cara y secarme a medias, se dio la orden de volver.
Luego, el desayuno: una rebanada de pan y una taza de lata llena de agua caliente parduzca. Se volvió a formar la fila y la gente a rayas fue separada en secciones y enviada a sus labores diarias. Con un grupo de mujeres fui enviada a la sala de costura.
El proceso de formar filas —«¡Adelante, marchen!»— se repetía tres veces al día, siete días a la semana. Después de cada comida se permitía charlar durante diez minutos. Un torrente de palabras se desbordaba entonces de estos seres confinados. Cada precioso segundo aumentaba el estruendo: y, luego, silencio repentino.
La sala de costura era grande y luminosa, con frecuencia el sol entraba a raudales por las altas ventanas, sus rayos intensificaban la blancura de los muros y la monotonía de los uniformes. En esa brillante luz, las figuras, en ese atavío holgado y tan poco favorecedor, parecían más horrorosas. Aún así, el taller era un bien recibido alivio después de la celda. La mía, en el piso de abajo, era gris y húmeda incluso durante el día; las celdas de los pisos superiores eran algo más luminosas. Cerca de la puerta de barrotes se podía incluso leer con la luz que entraba por las ventanas del corredor.
El cierre de las celdas por la noche era la peor experiencia del día. Las presas tenían que desfilar a lo largo de las galerías. Cuando llegaban a su celda, abandonaban la fila, entraban y con las manos en los barrotes esperaban la orden. «¡Cierren!», y con un estruendo tremendo las setenta puertas se cerraban; automáticamente, cada presa se encerraba a sí misma. Aún más desgarrador era la degradación diaria de marchar muy juntas hasta el río, llevando el cubo de excrementos acumulados durante veinticuatro horas.
Se me puso a cargo del taller de costura. Mi tarea consistía en cortar la tela y preparar el trabajo para las dos docenas de mujeres que constituían el grupo. Además, tenía que llevar un registro del material que llegaba y del que salía. Me alegré de tener trabajo. Me ayudaba a olvidar la terrible existencia en la prisión. Pero las noches eran una tortura. Las primeras semanas me dormía tan pronto como ponía la cabeza en la almohada. Sin embargo, pronto empecé a pasar las noches intranquila, revolviéndome en la cama, buscando el sueño en vano. Las horrorosas noches... Incluso si conseguía los dos meses de indulto acostumbrados, todavía me quedaban doscientas noventa noches. Doscientas noventa. ¿Y Sasha? Solía permanecer despierta en la oscuridad contando mentalmente el número de días y noches que le quedaban. Incluso si pudiera salir después de terminar la primera sentencia de siete años, todavía le quedaban más de ¡dos mil quinientas noches! Me llenaba de espanto pensar que Sasha no sobreviviría. Me parecía que nada podía conducir mejor a la locura que noches de insomnio en una cárcel. Mejor muerto, pensé. ¿Muerto? Frick no estaba muerto y la maravillosa juventud de Sasha, su vida, las cosas que podría haber hecho, todo estaba siendo sacrificado; quizás para nada. Pero ¿fue en vano el Attentat de Sasha? ¿Era mi fe revolucionaria un mero eco de lo que otros me habían dicho y enseñado? «¡No, no en vano!», insistía algo dentro de mí. «Ningún sacrificio por un gran ideal es inútil».
Un día, la matrona jefe me dijo que tendría que conseguir mejores resultados de las mujeres. No estaban trabajando tanto como con la presa que había ocupado antes mi cargo. Me puso furiosa la sugerencia de que me convirtiera en una negrera. Era porque odiaba a los esclavos, así como a los negreros —informé a la matrona—, por lo que se me había enviado a la cárcel. Me consideraba una más de las reclusas, no por encima de ellas. Estaba decidida a no hacer nada que fuera en contra de mis ideales. Prefería ser castigada. Uno de los métodos de tratar a las que cometían alguna falta era ponerlas en un rincón de cara a una pizarra y obligarlas a estar horas en esa posición bajo la constante vigilancia de la matrona. Esto me parecía mezquino e insultante. Decidí que si me ofrecían esa humillación, incrementaría la ofensa e iría al calabozo. Pero los días pasaron y no fui castigada.
Las noticias en la prisión vuelan. En veinticuatro horas todas las mujeres sabían que me había negado a hacer de negrera. No habían sido desagradables conmigo, pero se habían mantenido a distancia. Les habían dicho que era una terrible «anarquista» y que no creía en Dios. Nunca me habían visto en misa y no participaba en sus precipitadas charlas de diez minutos. A sus ojos era un monstruo. Pero cuando se enteraron de que me había negado a hacer de jefa, su reserva se vino abajo. Los domingos después de misa dejaban las celdas abiertas para permitir que las mujeres se visitaran unas otras. El siguiente domingo me visitaron todas las reclusas de mi galería. Sentían que era su amiga, me aseguraban, y que harían cualquier cosa por mí. Las chicas que trabajaban en la lavandería se ofrecieron a lavarme la ropa, otras a zurcirme las medias. Todas estaban ansiosas por hacerme algún favor. Yo estaba profundamente emocionada. Estas pobres criaturas tenían tanta necesidad de bondad, que la menor atención significaba mucho para ellas. Después de aquello, a menudo venían a mí con sus problemas, me confiaban su odio hacia la matrona jefe, sus caprichos por los presos. Su ingenuidad a la hora de flirtear ante los mismos ojos de los funcionarios era increíble.
Las tres semanas que pasé en Tombs me demostraron ampliamente que la idea revolucionaria de que el crimen es el resultado de la pobreza está basada en la realidad. La mayor parte de los acusados que esperaban juicio procedían de los estratos más bajos de la sociedad, hombres y mujeres sin amigos: con frecuencia, incluso sin hogar. Eran criaturas desafortunadas e ignorantes, que todavía mantenían esperanzas porque no habían sido condenados. En la penitenciaría, la gran mayoría de los prisioneros estaban poseídos por la desesperación. Lo cual desvelaba la oscuridad mental, el miedo y la superstición que los mantenía esclavizados. Entre las setenta reclusas, no había más de media docena que mostrara algún signo de inteligencia. Las demás eran parias sin la menor conciencia social. Sus infortunios personales ocupaban todo su pensamiento; no podían comprender que eran víctimas, eslabones de una cadena interminable de injusticia y desigualdad. Desde la infancia no habían conocido otra cosa que pobreza, miseria y necesidad, y lo mismo les esperaba a la salida. Sin embargo, todavía eran capaces de sentir compasión y devoción, de impulsos generosos. Pronto tuve la ocasión de convencerme de ello cuando me puse enferma.
La humedad de mi celda y el frío de los últimos días de diciembre me habían provocado un ataque de mi vieja dolencia, reumatismo. Durante algunos días la matrona jefe se opuso a que fuera trasladada al hospital, pero finalmente se vio obligada a obedecer la orden del doctor que pasaba las visitas.
Era una suerte que el penal de Blackwell’s Island no tuviera un médico fijo. Los reclusos recibían atención médica del Hospital de la Caridad, que estaba cerca. Esa institución programaba cursos de post-graduados de seis semanas, lo que significaba frecuentes cambios de personal. Estaban bajo la directa supervisión del doctor White, de Nueva York, un hombre humano y amable. La asistencia que se daba a los prisioneros era tan buena como la que recibían los pacientes de cualquier hospital de Nueva York.
La enfermería estaba situada en la habitación más grande y luminosa de todo el edificio. Las grandes ventanas daban a una amplia zona de césped delante de la prisión y, más lejos, al río East. Cuando hacía buen tiempo el sol entraba a raudales. Un descanso de un mes, la amabilidad del médico y las atenciones de mis compañeras de prisión me aliviaron de mis dolores y me permitieron volver a la vida normal otra vez.
Durante una de sus visitas, el doctor White cogió la ficha que colgaba a los pies de mi cama y que contenía mi delito y filiación. «Incitar a la violencia —leyó—. ¡Vaya disparate!, no creo que pudieras hacer daño ni a una mosca. ¡Vaya una incitadora!» Luego me preguntó si no me gustaría quedarme en el hospital a cuidar de los enfermos. «Desde luego que me gustaría —respondí—, pero no sé nada de enfermería». Me aseguró que no había nadie en la prisión que supiera. Durante algún tiempo había intentado que las autoridades contrataran a una enfermera titulada para que estuviera a cargo de la enfermería, pero no lo consiguió. Para operaciones y casos graves tenía que traer una enfermera del Hospital de la Caridad. No me costaría trabajo aprender los principios elementales sobre el cuidado de enfermos. Él me enseñaría a tomar el pulso, la temperatura y tareas similares. Hablaría con el alcaide y con la matrona jefe si quería quedarme.
Empecé pronto mi nuevo trabajo. Había dieciséis camas, la mayoría de ellas estaban siempre ocupadas. Todas las enfermedades se trataban en la misma habitación, desde operaciones graves a tuberculosis, neumonía y partos. Mi horario era largo y fatigoso, los lamentos de los enfermos me crispaban los nervios, pero me gustaba mi trabajo. Me dio la oportunidad de estar cerca de las enfermas y de llevar un poco de ánimo a sus vidas. Yo poseía mucho más que ellas: tenía amor y amigos, recibía numerosas cartas y mensajes diarios de Ed. Unos anarquistas austríacos, dueños de un restaurante, me enviaban la cena todos los días y Ed en persona la acercaba a la barca. Fedia me enviaba semanalmente fruta y otros manjares. Tenía tanto que dar; era una alegría poder compartir con mis hermanas, que no tenían amigos ni recibían atenciones. Había unas pocas excepciones, por supuesto; pero la mayoría no tenía nada. Nunca tuvieron nada antes, y no tendrían nada después de su puesta en libertad. Eran desechos en el estercolero social.
Poco a poco me fueron dejando a cargo de todo lo referente a la enfermería, siendo parte de mis deberes dividir las raciones especiales destinadas a las enfermas. Estas consistían en un cuarto de litro de leche, una taza de caldo de carne, dos huevos, dos galletas y dos terrones de azúcar por paciente. En varias ocasiones faltó leche y huevos, de lo que informé a la matrona de día. Más tarde me informó de que la matrona jefe había dicho que no importaba, que algunas pacientes estaban lo suficientemente fuertes como para prescindir de las raciones especiales. Tuve muchas oportunidades para observar a la matrona jefe, la cual sentía aversión por todos los que no fueran anglosajones. El blanco de su odio eran, en particular, los irlandeses y los judíos, a los que discriminaba habitualmente. Por lo tanto, no me sorprendió recibir tal mensaje de su parte.
Unos días más tarde, la prisionera que traía la comida para la enfermería me dijo que la matrona jefe había dado las raciones que faltaban a dos corpulentas prisioneras negras. Eso tampoco me sorprendió. Sabía que sentía un especial afecto por las reclusas negras. Rara vez las castigaba y con frecuencia les otorgaba privilegios poco comunes. A cambio, sus favoritas espiaban a las otras presas, incluso a las de su mismo color que eran demasiado decentes para ser sobornadas. Nunca tuve prejuicios contra la gente de color; por el contrario, tenía profundos sentimientos por ellos, ya que en América eran tratados como esclavos. Pero no soportaba la discriminación. La idea de que a enfermos, blancos o negros, se les robara sus raciones para alimentar a personas sanas ultrajaba mi sentido de la justicia, pero no podía hacer nada al respecto.
Después de los primeros enfrentamientos con esta mujer, me dejó completamente de lado. Una vez se puso furiosa porque me negué a traducir una carta en ruso que había llegado para una de las prisioneras. Me llamó a la oficina para que leyera la carta y la informara de su contenido. Cuando vi que la carta no era para mí, le dije que no estaba empleada en la prisión como traductora. Ya estaba bastante mal que los oficiales leyeran el correo de seres humanos indefensos, yo no lo haría. Dijo que era una estúpida por no aprovechar su buena voluntad. Podía devolverme a mi celda, privarme de mi periodo de conmutación por buena conducta, o hacer que el resto de mi estancia fuera bastante dura. Le dije que podía hacer lo que quisiera, pero que no leería las cartas de mis desgraciadas hermanas, y menos traducírselas a ella.
Luego vino el asunto de las raciones. Las pacientes empezaron a sospechar que no les daban todo lo que les pertenecía y se quejaron al doctor. Este me cuestionó de forma directa y tuve que decirle la verdad. No sé lo que le dijo a la matrona, pero empezaron a llegar de nuevo las raciones completas. Dos días más tarde me llamaron abajo y me encerraron en el calabozo.
Había visto numerosas veces el efecto que el calabozo tenía sobre las reclusas. Tuvieron a una allí veintiocho días a pan y agua, aunque las normas prohibían una estancia superior a cuarenta y ocho horas. Tuvieron que sacarla en camilla; tenía las manos y las piernas inflamadas y todo el cuerpo cubierto de una erupción. Lo que esta pobre criatura y otras me contaron solía ponerme enferma. Pero nada de lo que había oído era comparable a la realidad. La celda estaba vacía; tenías que sentarte o acostarte sobre el frío suelo de piedra. La humedad de las paredes era terrible. Lo peor era la ausencia total de luz o aire fresco, la oscuridad era tan impenetrable que no se veía ni una mano que pusieras delante de la cara. Tuve la sensación de que me hundía en un pozo devorador. Pensé en la descripción que hizo Most: «La Inquisición Española devuelta a la vida en América». No había exagerado.
Después de que la puerta se cerrara tras de mí, me quedé quieta, me daba miedo sentarme o apoyarme contra el muro. Luego busqué a tientas la puerta. Gradualmente la oscuridad palideció. Escuché un leve sonido que se aproximaba lentamente; oí la llave girar en la cerradura. Apareció una matrona. Reconocí a la señorita Johnson, la que me despertó de un susto la primera noche que pasé en la prisión. Había llegado a conocerla y apreciar su bella personalidad. Su bondad hacia las prisioneras era el único rayo de luz de su horrible existencia. Me tomó bajo su protección casi desde el principio, y me mostró su afecto de forma indirecta muchas veces. Con frecuencia, por la noche, cuando todos dormían y el silencio había caído sobre la prisión, la señorita Johnson entraba en la enfermería, apoyaba mi cabeza sobre su regazo y me acariciaba el pelo con ternura. Me contaba las noticias de los periódicos para distraerme e intentar sacarme de mi depresión. Sabía que había encontrado a una amiga, ella misma era un alma solitaria que no había conocido ni el amor de un hombre ni el de un hijo.
Entró en el calabozo con una silla de campaña y una manta. «Te puedes sentar aquí —dijo—, y arroparte. Dejaré la puerta un poco abierta para que entre aire. Te traeré café más tarde. Te ayudará a pasar la noche». Me contó lo doloroso que le resultaba ver a las presas encerradas en ese horrible agujero; pero no podía hacer nada, no se podía confiar en la mayoría de ellas. Conmigo era diferente, estaba segura.
A las cinco de la mañana mi amiga tenía que llevarse la silla y la manta y cerrar la puerta. Ya no me sentía oprimida por el calabozo. La humanidad de la señorita Johnson había disuelto la oscuridad.
Cuando me sacaron del calabozo y me devolvieron al hospital, me di cuenta de que era casi mediodía. Reasumí mis tareas. Más tarde me enteré de que el doctor White había preguntado por mí y, tras ser informado de que estaba en el calabozo, exigió categóricamente que se me liberara.
No se permitían visitas hasta después de haber cumplido un mes. Desde que entré había echado mucho de menos a Ed; sin embargo, al mismo tiempo, temía que viniera. Recordé la terrible visita a Sasha. Pero no era tan horrible en Blackwell’s Island. Vi a Ed en una habitación donde otras presas también estaban con sus visitas. No había guardias de por medio. Todos estaban tan absortos en su propia visita que nadie nos prestaba atención. No obstante, nos sentíamos incómodos. Con las manos cogidas hablamos de cosas generales.
La segunda visita tuvo lugar en la enfermería, la señorita Johnson estaba de guardia. Muy atenta, colocó un biombo para apartarnos de la vista de las pacientes y ella misma se mantuvo a distancia. Ed me estrechó entre sus brazos. Era maravilloso sentir otra vez la calidez de su cuerpo, oír el latir de su corazón, besar ávidamente sus labios, Pero su partida me dejó en medio de un tumulto de emociones, consumida por la necesidad apasionada de mi amante. Durante el día me esforcé en someter el ardiente deseo que circulaba por mis venas; pero por la noche, el anhelo que sentía por él me dominó. Finalmente me quedé dormida, pero mi sueño estuvo perturbado por sueños e imágenes de las embriagadores noches que pasábamos juntos. Fue una tortura. Me alegraba cuando venía acompañado de Fedia y de otros amigos.
En una ocasión Ed llegó acompañado de Voltairine de Cleyre. Había sido invitada por mis amigos de Nueva York para que diera un mitin a mi favor. Cuando la visité en Filadelfia estaba demasiado enferma para poder charlar. Me alegraba tener la oportunidad de estar más cerca de ella ahora. Hablamos de las cosas que más nos interesaban, de Sasha, del movimiento. Voltairine prometió que cuando me pusieran en libertad se uniría a mí en un nuevo esfuerzo por Sasha. Mientras tanto, le escribiría. Ed también estaba en contacto con él.
Mis visitas siempre eran enviadas a la enfermería. Por lo que me sorprendió que un día me llamaran a la oficina del alcaide para ver a alguien. Resultó ser John Swinton y su esposa. Swinton era una figura conocida en todo el país, había trabajado con los abolicionistas y luchado en la Guerra Civil. Como editor jefe del Sun de Nueva York había defendido a los refugiados europeos que venían a los Estados Unidos en busca de asilo. Era el amigo y consejero de jóvenes aspirantes a literatos y había sido uno de los primeros en defender a Wall Whitman de las tergiversaciones de los puristas. Alto, derecho, de rasgos bellos, John Swinton era una figura impresionante.
Me saludó cariñosamente, señalando que acababa de decirle al alcaide Pillsbury que él mismo había pronunciado discursos más violentos durante los días de la abolición que lo que yo había dicho en la plaza Union. No obstante, no fue arrestado. Le había dicho al alcaide que debería sentirse avergonzado por tener a «una chiquilla, como esa» encerrada. «¿Y sabe lo que ha contestado? Ha dicho que no tenía elección, que solo estaba cumpliendo su deber. Todos los pusilánimes dicen lo mismo, son unos cobardes que siempre echan la culpa a los demás». En ese mismo momento se nos acercó el alcaide. Le aseguró a Swinton que era una prisionera modelo y que me había convertido en tan poco tiempo en una enfermera eficiente. De hecho, estaba haciendo tan buen trabajo que deseaba que me hubieran caído cinco años.
—Es usted un tipo muy generoso, ¿verdad? —dijo Swinton burlonamente—. ¿Le daría quizás trabajo asalariado aquí cuando cumpla la sentencia?
—Sí, se lo daría —contestó Pillsbury.
—Bien, pues quedaría como un maldito estúpido. ¿No sabe que ella no cree en las cárceles? Tenga por seguro que los dejaría escapar a todos, y ¿qué sería de usted entonces?
El pobre hombre estaba avergonzado, pero se sumó a la broma. Antes de que mi visitante se fuera se dirigió una vez más al alcaide y le advirtió que «cuidara bien de su pequeña amiga», o si no, «tendría que vérselas» con él.
La visita de los Swinton cambió radicalmente la actitud de la matrona jefe hacia mí. El alcaide siempre había sido bastante razonable, y ella empezó ahora a abrumarme con privilegios: comida de su propia mesa, frutas, café y paseos por la isla. Rechacé todos sus favores excepto los paseos; era la primera oportunidad en seis meses de salir al aire libre e inhalar el aire primaveral sin que me retuvieran los barrotes de hierro.
En marzo de 1894 recibimos una gran afluencia de prisioneras. Casi todas eran prostitutas arrestadas durante las últimas redadas. La ciudad había sido bendecida con una nueva cruzada contra el vicio. El Comité Lexow, con el reverendo doctor Parkhurst a la cabeza, esgrimía la escoba que limpiaría Nueva York de la temida plaga. A los hombres que eran encontrados en las tabernas se les dejaba en libertad, pero las mujeres eran arrestadas y encerradas en Blackwell’s Island.
La mayoría de estas desgraciadas llegaban en condiciones deplorables. Se les separaba repentinamente de los narcóticos que la mayoría de ellas había estado consumiendo con asiduidad. Ver sus sufrimientos era muy doloroso. Con las fuerzas de un gigante las frágiles criaturas sacudían los barrotes de hierro, maldecían y pedían a gritos droga y cigarrillos. Luego caían exhaustas al suelo, y pasaban toda la noche gimiendo lastimosamente.
El sufrimiento de estas pobres criaturas me recordó mis propios esfuerzos por acostumbrarme a prescindir del efecto sedante de los cigarrillos. Excepto por las diez semanas que estuve en Rochester convaleciente, había fumado durante años, a veces, hasta cuarenta cigarrillos al día. Cuando teníamos poco dinero y había que elegir entre pan y cigarrillos, generalmente decidíamos por los últimos. Simplemente, no aguantábamos mucho sin fumar. Que se me privara de la satisfacción del hábito cuando llegué a la prisión, lo sentí como una tortura casi insoportable. Las noches en la celda se me hicieron doblemente espantosas. La única forma de conseguir tabaco era mediante soborno. Sabía que si cogían a alguna de las reclusas trayéndome cigarrillos sería castigada. No podía exponerlas a correr ese riesgo. El tabaco en polvo estaba permitido, pero nunca pude acostumbrarme. No se podía hacer nada, solo acostumbrarse a la privación. Tenía fuerza de voluntad y pude calmar la ansiedad leyendo.
No les ocurría lo mismo a las recién llegadas. Cuando se enteraron de que yo era la encargada del botiquín me perseguían ofreciéndome dinero y, lo que era peor, haciendo llamadas lastimeras a mi humanidad. «¡Solo un poco de droga, por amor de Dios!» Me rebelaba contra la hipocresía cristiana que permitía a los hombres quedar libres, mientras mandaba a las pobres mujeres a la prisión por haber atendido las exigencias sexuales de esos hombres. Privarlas de repente de los narcóticos que habían consumido durante años me parecía despiadado. Yo les hubiera dado con mucho gusto lo que tanto ansiaban. No era miedo al castigo lo que me impedía ayudarlas; era la fe que el doctor White tenía en mí. Me había confiado las medicinas, había sido amable y generoso; no podía fallarle. Los gritos de las mujeres me crisparon los nervios durante días, pero me mantuve firme.
Un día trajeron a una joven irlandesa para una operación. En vista de la gravedad del caso, el doctor White trajo a dos enfermeras tituladas. La operación terminó tarde y luego la paciente fue dejada a mi cargo. Estaba muy mal por el efecto del éter, vomitaba violentamente y reventó los puntos de sutura, lo que provocó una gran hemorragia. Envié un mensaje urgente al Hospital de la Caridad. Cuando el doctor y sus ayudantes llegaron, me pareció que habían transcurrido horas. No había traído a las enfermeras, yo tuve que ocupar su lugar.
El día había sido especialmente agotador y la noche anterior casi no había dormido. Estaba exhausta y tenía que agarrarme a la mesa de operaciones con la mano izquierda mientras con la derecha pasaba los instrumentos y las esponjas. De repente, la mesa cedió y me pilló el brazo. Grité de dolor. El doctor White estaba tan absorto en su trabajo que durante un momento no se dio cuenta de lo que había pasado. Cuando por fin levantaron la mesa y el brazo quedó liberado, parecía no tener ni un hueso sano. El dolor era insoportable y dijo que me pusieran una inyección de morfina. «Le arreglaremos el brazo después. Tenemos que terminar esto primero». «Morfina no», supliqué. Todavía recordaba los efectos que la morfina me produjo una vez que el doctor Julius Hoffmann me dio una dosis contra el insomnio. Me hizo dormir, pero por la noche intenté tirarme por la ventana y Sasha tuvo que emplear toda su fuerza para retenerme. La morfina me había vuelto loca, no dejaría que ahora me la suministraran.
Uno de los médicos me dio algo que tenía un efecto calmante. Después de que la paciente fue devuelta a su cama, el doctor White me examinó el brazo. «Estás bien rellenita —dijo—, eso te ha salvado. No hay ningún hueso roto, solo están un poco aplastados». Me entablillaron el brazo. El doctor quería que me fuera a la cama, pero no había nadie que se quedara con la paciente. Podía ser su última noche: los tejidos estaban tan infectados que no aguantarían los puntos y otra hemorragia sería fatal. Decidí quedarme a su lado. Sabía que no hubiera podido dormir siendo el caso tan grave.
Toda la noche la vi luchar contra la muerte. Por la mañana pedí que viniera el sacerdote. A todo el mundo le sorprendió aquello, especialmente a la matrona jefe. Se preguntaba cómo podía yo, una atea, hacer tal cosa. Y encima, llamar a un sacerdote. Me había negado a ver a los misioneros y al rabino. Se había dado cuenta de lo amiga que me había hecho de las monjas católicas que nos visitaban a menudo los domingos. Incluso les había preparado café. ¿No pensaba que la Iglesia Católica había sido siempre un enemigo del progreso y de que había perseguido y torturado a los judíos? ¿Cómo podía ser tan incoherente? Desde luego, eso era lo que pensaba, le aseguré. Me oponía tanto a la Iglesia Católica como a las otras iglesias. Las consideraba a todas por igual, enemigos del pueblo. Pedían la sumisión y su Dios era el Dios de los ricos y poderosos. Odiaba a su Dios y nunca me reconciliaría con él. Pero si pudiera creer en alguna religión, preferiría la Iglesia Católica. «Es menos hipócrita —le dije—, hace concesiones a las debilidades humanas y tiene sentido de la belleza». Las monjas católicas y el sacerdote no habían intentado darme sermones, como lo habían hecho los misioneros, el ministro presbiteriano y el vulgar rabino. Abandonaban mi alma a su propio destino; me hablaban de cosas humanas, especialmente el sacerdote, que era una persona culta. Mi pobre paciente había llegado al final de una vida que había sido demasiado dura para ella. El sacerdote podría darle unos momentos de bondad y paz; ¿por qué no iba a llamarle? Pero la matrona era demasiado insensible para seguir mi argumento o comprender mis motivos. Para ella seguía siendo una «persona rara».
Antes de morir, mi paciente me rogó que arreglara su cadáver. Había sido más amable con ella que su propia madre. Quería estar segura de que fueran mis manos las que la prepararan para su último viaje. Debía dejarla bonita; quería estar bonita para encontrarse con Jesús y la Virgen María. No me costó mucho dejarla tan hermosa como lo había sido en vida. Sus rizos negros hacían que su cara de alabastro pareciera más delicada que con los métodos artificiales que había usado para realzar su aspecto. Sus ojos luminosos estaban ahora cerrados; los había cerrado con mis propias manos. Pero sus cejas perfiladas y sus largas y negras pestañas recordaban todavía lo radiante que había sido. ¡Cómo debía de haber fascinado a los hombres! Y ellos la habían destruido. Ya estaba fuera de su alcance. La muerte había suavizado las marcas que el sufrimiento había dejado en su rostro. Ahora parecía serena en su blancura de mármol.
Durante las fiestas de la Pascua judía fui llamada de nuevo a la oficina del alcaide. Me encontré allí a mi abuela. Repetidas veces le había suplicado a Ed que la trajera a verme, pero él se había negado para evitarle esa dolorosa experiencia. Pero nada detendría a esta alma devota. Con su escaso inglés se había abierto paso hasta el juez de vigilancia penitenciaria, había conseguido un pase y venido al penal. Me entregó un gran pañuelo blanco que contenía matzoth, pescado gefüllte y un pastel de Pascua que había hecho ella misma. Intentó explicarle al alcaide lo buena judía que era su nieta Chavele; de hecho, mejor que cualquier esposa de rabino, pues daba todo a los pobres. Cuando llegó el momento de separarnos se puso terriblemente nerviosa, intenté tranquilizarla y le supliqué que no se derrumbase delante del alcaide. Valientemente, secó sus lágrimas y salió erecta y orgullosa, pero sabía que lloraría amargamente tan pronto como estuviera fuera de la prisión. Sin duda, también rezaría a su Dios por su Chavele.
Cuando llegó junio muchas pacientes fueron dadas de alta, solo quedaban ocupadas unas cuantas camas. Por primera vez desde que vine a la enfermería tenía un poco de tiempo libre, lo que me permitía leer más regularmente. Había acumulado una gran biblioteca; John Swinton me había enviado muchos libros, así como otros amigos; pero la mayoría eran de Justus Schwab. Nunca había venido a verme; le había pedido a Ed que me dijera que le resultaba imposible visitarme. Odiaba tanto la prisión que no hubiera sido capaz de dejarme ahí dentro. Si viniera, estaría tentado de utilizar la fuerza para llevarme de vuelta con él, y eso solo hubiera traído problemas. En su lugar, me enviaba montones de libros. Aprendí a conocer y, amar, por mediación de Justus, a Walt Whitman, Emerson, Thoreau, Hawthorne, Spencer, John Stuart Mill y otros muchos autores americanos e ingleses. Al mismo tiempo, otros elementos se interesaron por mi salvación, redentores espiritualistas y metafísicos de varias clases. Honestamente, intenté comprender su significado; pero, sin duda, yo era demasiado de este mundo para seguir sus sombras entre las nubes.
Entre los libros que recibí estaba Life of Albert Brisbane, escrito por su viuda. La guarda traía una elogiosa dedicatoria dirigida a mí. El libro vino acompañado de una carta cordial de su hijo, Arthur Brisbane, quien expresaba su admiración y la esperanza de que tras mi puesta en libertad le permitiera organizar una velada en mi honor. La biografía de Brisbane me puso en contacto con Fourier y otros pioneros del pensamiento socialista.
La biblioteca de la prisión contenía algunas buenas obras literarias, incluyendo los trabajos de George Sand, George Eliot y Ouida. El bibliotecario era un inglés culto que estaba cumpliendo una condena de cinco años por falsificación. Los libros que me entregaba, pronto empezaron a contener cartas de amor redactadas en los términos más afectuosos y, más tarde, ardían de pasión. En una de sus notas decía que ya llevaba allí cuatro años y tenía una gran necesidad de amor y compañía. Me suplicaba que le diera por lo menos compañía. ¿Le escribiría de vez en cuando y comentaría los libros que estaba leyendo? Me disgustaba verme envuelta en un tonto flirteo; no obstante, la necesidad de expresarme libremente, sin censura, era difícil de resistir. Intercambiamos muchas cartas, con frecuencia de naturaleza bastante ardiente.
Mi admirador era un músico espléndido y tocaba el órgano en la capilla. Me hubiera gustado asistir, poder escucharle y sentirle cerca; pero la vista de los prisioneros vestidos a rayas, algunos esposados, y aún más degradados e insultados por las palabras del reverendo, me resultaba demasiado espantosa. Los había visto una vez el 4 de Julio, cuando un político había venido a hablar a los reclusos sobre las glorias de la libertad americana. Tuve que pasar por el ala de los hombres al hacer un recado para el alcaide y oí al pomposo patriota perorar sobre la libertad y la independencia ante esas ruinas mentales y físicas. Uno de los convictos estaba encadenado porque había intentado escapar. Podía oír el ruido de las cadenas cada vez que se movía. No podía soportar ir a la iglesia.
La capilla estaba debajo de la enfermería. Los domingos, desde la escalera, podía escuchar dos veces a mi amor carcelario tocar el órgano. El domingo era una fiesta: la matrona jefe no trabajaba, lo que nos libraba de la irritación que nos causaba la dureza de su voz. Algunas veces, las monjas venían el domingo. Yo estaba encantada con la más joven, todavía una adolescente, que era preciosa y estaba llena de vida. Una vez le pregunté qué le había inducido a tomar los hábitos. Volvió sus grandes ojos hacia arriba y dijo: «¡El cura era tan joven y tan guapo!» La «monja-niña», como la llamaba, solía charlar durante horas, con su voz alegre y joven, me contaba noticias y cotilleos. Era un alivio después de la tristeza de la prisión.
De los amigos que hice en Blackwell's Island, el sacerdote era el más interesante. En un principio sentí antagonismo hacia él. Pensaba que era como todos los entrometidos beatos, pero enseguida me di cuenta de que solo quería hablar de libros. Había estudiado en Colonia y había leído mucho. Sabía que yo tenía muchos libros y me pidió que hiciera intercambios con él. Esto me sorprendió mucho y me preguntaba qué clase de libros me traería, yo me esperaba el Nuevo Testamento y el Catecismo. Pero llegó con libros sobre poesía y música. Tenía libre acceso a la prisión a cualquier hora, y a menudo venía a la enfermería a las nueve y se marchaba después de medianoche. Hablábamos sobre sus compositores favoritos: Bach, Beethoven y Brahms y comparábamos nuestros puntos de vista sobre poesía e ideas sociales. Me regaló un diccionario Inglés-Latín, con la dedicatoria: «Con el mayor respeto, a Emma Goldman».
En una ocasión le pregunté por qué nunca me había traído la Biblia. «Porque nadie puede entender y amar lo que dice si se le fuerza a leerla», contestó. Eso me atrajo y le pedí que me la llevara. La sencillez de su estilo y las leyendas me fascinaron. No había ningún tipo de simulación por parte de mi joven amigo. Era devoto, estaba dedicado en cuerpo y alma a su fe. Observaba cada ayuno y se abandonaba durante horas a la oración. Una vez me pidió que le ayudara a decorar la capilla. Cuando bajé, encontré a la frágil y pálida figura en oración silenciosa, por completo inconsciente de lo que sucedía a su alrededor. Mi propio ideal, mi fe, estaba en el polo opuesto al de él; pero sabía que era tan ardientemente sincero como yo. Nuestro fervor era nuestro punto en común.
El alcaide Pillsbury venía con frecuencia al hospital. Era un hombre poco corriente para su ambiente. Su abuelo había sido carcelero y tanto él como su padre habían nacido en la prisión. Comprendía a sus «pupilos» y las fuerzas sociales que los habían creado. Un día me dijo que no soportaba a los soplones; prefería a los prisioneros orgullosos que no se inclinaban a hacer nada mezquino contra sus propios compañeros para ganar privilegios para sí. Si un recluso afirmaba que se reformaría y que nunca más cometería un delito, el alcaide estaba seguro de que mentía. Sabía que nadie podía comenzar una nueva vida después de años en la cárcel y con el mundo entero en contra, a menos que tuviera fuera amigos que le ayudaran. Solía decir que el Estado ni siquiera le daba a un hombre el día de su liberación el suficiente dinero para pagar la comida de una semana. ¿Cómo podría esperarse que se «comportara bien»? Contaba entonces la historia de un hombre que la mañana de su puesta en libertad le dijo; «Pillsbury, el próximo reloj y la próxima cadena que robe, te los enviaré como regalo». «Ese es mi hombre», decía el Alcaide riendo.
Pillsbury estaba en situación de hacer mucho en favor de las desafortunados que estaban a su cargo, pero se le ponían trabas continuamente. Tenía que permitir que los prisioneros cocinaran, lavaran y limpiaran para otros. Si el mantel no estaba bien alisado antes de plancharlo, la lavandera corría el peligro de acabar en el calabozo. Toda la prisión estaba desmoralizada por el favoritismo. Se le negaba la comida a los convictos por la más mínima infracción; pero Pillsbury, que era un hombre viejo, no podía hacer casi nada. Además, deseaba evitar los escándalos.
Cuanto más se acercaba el día de mi liberación, más insoportable se me hacía la vida en la prisión. Los días discurrían interminables y estaba cada vez más irritable por la impaciencia. No podía ni leer. Me sentaba y estaba horas perdida en mis recuerdos. Pensaba en los compañeros de la prisión de Illinois que habían sido devueltos a la vida por el indulto del gobernador Altgeld. Desde que llegué a la prisión, me di cuenta de todo lo que la liberación de esos tres hombres, Neebe, Fielden y Schwab, había hecho por la causa por la que fueron colgados sus compañeros en Chicago. La malevolencia de la prensa contra Altgeld por su gesto de justicia demostraba el golpe tan enorme que había asestado a los intereses creados, particularmente por su análisis del juicio y la clara demostración de que la ejecución de los anarquistas había sido un crimen judicial. Cada detalle de aquellos días transcendentales de 1887 se perfilaban claramente ante mí. Luego Sasha, nuestra vida juntos, su acción, su martirio; reviví intensamente cada momento de los cinco años que habían pasado desde que le conocí. ¿Por qué, reflexionaba, estaba Sasha tan enraizado dentro de mí? ¿No era mi amor por Ed más delirante, más enriquecedor? Quizás fue su acción lo que me unió a él con tan fuertes lazos. ¡Qué insignificante era mi propia experiencia de la cárcel comparada con lo que Sasha estaba sufriendo en el purgatorio de Allegheny! Ahora me avergonzaba de que, aunque solo por un momento, mi encarcelamiento me hubiera parecido duro. Ni una sola cara amiga en el juicio para estar cerca de Sasha y consolarle, incomunicación, aislamiento total, no se le permitían más visitas. El inspector había cumplido su promesa, desde mi visita en noviembre de 1892, no se le había permitido ver a nadie más. ¡Cómo debía anhelar poder ver y tocar a un amigo, cómo debía ansiarlo!
Mis pensamientos seguían avanzando velozmente. Fedia, el amante de la belleza, tan bueno y tan sensible. Y Ed. Ed, con sus besos había despertado tantos anhelos misteriosos, había abierto tantos tesoros espirituales para mí. Debía mi desarrollo personal a Ed, y a los otros también, a los que habían pasado por mi vida. Y sin embargo, más que todo eso, había sido la prisión la mejor escuela. Una escuela más dolorosa, pero más vital. Aquí había entrado en contacto con las profundidades y complejidades del alma humana; aquí había encontrado la fealdad y la belleza, el egoísmo y la generosidad. Aquí, también, había aprendido a ver la vida a través de mis propios ojos y no a través de los de Sasha, Most o Ed. La prisión había sido el crisol que había puesto a prueba mi fe. Me había ayudado a descubrir mi propia fuerza, la fuerza para permanecer sola, la fuerza para vivir mi vida y luchar por mis ideales, contra el mundo entero si fuera necesario. ¡El Estado de Nueva York no podría haberme hecho un favor más grande que el de mandarme al penal de Blackwell's Island!
Capítulo XIII
Los días y las semanas que siguieron a mi puesta en libertad fueron como una pesadilla. Necesitaba tranquilidad, paz e intimidad después de la prisión, pero estaba siempre rodeada de gente y había reuniones casi todas las noches. Estaba aturdida, todo lo que me rodeaba me parecía incoherente e irreal. Mis pensamientos seguían estando en cautividad; mis compañeras de prisión me obsesionaban despierta y dormida, y los ruidos de la prisión seguían resonando en mis oídos. La orden «¡Cierren!», seguida del estruendo de las puertas de hierro y el ruido de las cadenas me atormentaban cuando estaba ante una audiencia.
La experiencia más extraña la tuve en el mitin que se organizó para darme la bienvenida. Tuvo lugar en el Teatro Thalia, que se llenó por completo. Muchos hombres y mujeres conocidos, de varios grupos sociales neoyorquinos, habían venido a celebrar mi liberación. Yo estaba sentada, apática, como pasmada. Me esforzaba por seguir en contacto con la realidad, escuchar lo que se decía, concentrarme en lo que pensaba decir, pero era en vano. Más y más caía en la garras de Blackwell’s Island. La gran audiencia se transformó de forma imperceptible en las presas, con sus caras pálidas y asustadas, las voces de los oradores se impregnaron de la rudeza de la voz de la matrona jefe. Luego sentí que una mano me tocaba el hombro. Era Maria Louise, que presidía el mitin. Me había llamado varias veces y había anunciado que era la próxima en hablar. «Estás como dormida», dijo.
Me puse en pie, caminé hasta el borde de la escena, vi a la audiencia levantarse para saludarme. Luego intenté hablar. Mis labios se movían, pero no salía ningún sonido. Horribles figuras a rayas de formas fantásticas emergían de los pasillos, moviéndose despacio hacia mí. Empecé a sentirme mareada e, impotente, me volví a Maria Louise. En un susurro, como si temiera que me oyeran, le supliqué que explicara a la audiencia que me sentía mareada y que hablaría más tarde. Ed estaba cerca y me llevó a la parte de atrás del escenario, a un camerino. Nunca antes había perdido el dominio de mí misma o de mi voz y eso me asustó. Ed me hablaba tranquilizadoramente, diciéndome que cualquier persona sensible llevaba la cárcel dentro de su corazón durante mucho tiempo. Me instó a abandonar la ciudad con él, buscar un sitio más tranquilo y más paz. Mi querido Ed, su voz suave y sus modales tiernos siempre me tranquilizaban. Ahora también tuvieron el mismo efecto.
Al poco, el sonido de una bonita voz llegó hasta el camerino. Su forma de hablar no me era familiar. «¿Quién está hablando ahora?», pregunté. «Es Maria Rodda, una joven anarquista italiana —contestó Ed—, solo tiene dieciséis años y acaba de llegar a América». La voz me electrizó y quise ver a quién pertenecía. Me dirigí al escenario. Maria Rodda era la criatura más exquisita que había visto nunca. Era de mediana estatura y su bien formada cabeza, cubierta de rizos negros, descansaba como un lirio de los valles sobre un cuello esbelto. Su rostro era pálido, sus labios rojo coral. Especialmente llamativos eran sus ojos: grandes, negros carbones encendidos por una luz interior. Como yo, muy pocas personas de la audiencia, podían entender italiano, pero la extraña belleza de Maria y la música de su discurso llevó a toda la asamblea al más tenso entusiasmo. Maria fue como un rayo de sol para mí. Los espectros se desvanecieron, el peso de la prisión disminuyó: me sentí libre y feliz, entre amigos.
Hablé después de Maria. De nuevo la audiencia se puso en pie, como un solo hombre, y aplaudió. Sentía que la gente respondía espontáneamente a la historia de mis días en la cárcel, pero esto no me llevó a engaño; sabía de forma intuitiva que era la juventud y el encanto de Maria Rodda lo que les había fascinado y no mi discurso. Sin embargo, yo también era todavía joven, solo tenía veinticinco años. Todavía era atractiva, pero comparada con esa preciosa flor, me sentía vieja. Las penas del mundo me habían hecho demasiado madura para mi edad; me sentía vieja y triste. Me preguntaba si un gran ideal, más ardiente por haber sido puesto a prueba, podría competir con la juventud y la belleza radiante.
Después del mitin, los compañeros más cercanos nos reunimos en el bar de Justus. Maria Rodda estaba con nosotros y yo tenía unas ganas enormes de saberlo todo acerca de ella. Pedro Esteve, un anarquista español, hizo de intérprete. Me enteré de que Maria había sido compañera de colegio de Santa Caserio, y su maestra había sido Ada Negri, la fervorosa poetisa de la revuelta. A través de Caserio, Maria, que tenía apenas catorce años, se unió a un grupo anarquista. Cuando Caserio mató a Carnot, el presidente de Francia, la policía hizo una redada y detuvo a Maria y al resto de los integrantes del grupo, y más tarde fueron enviados a prisión. Cuando la pusieron en libertad, Maria vino a América junto con su hermana pequeña. Lo que les dijeron sobre Sasha y sobre mí les convenció de que América, como Italia, perseguía a los idealistas. Maria creía que tenía trabajo que hacer entre sus compatriotas en los Estados Unidos. Me rogó que la ayudara, que fuera su maestra. La estreché contra mí, como para protegerla de los duros golpes que sabía que la vida le daría. Sería la maestra de Maria, su amiga, su compañera. La envidia que me corroía hacía una hora había desaparecido.
De vuelta a mi habitación hablé de Maria con Ed. Para sorpresa mía, no compartía mi entusiasmo. Admitía que era encantadora, pero creía que su belleza no duraría, y mucho menos su entusiasmo por nuestros ideales. «Las mujeres latinas maduran muy jóvenes —dijo—, se hacen viejas tras el primer hijo, viejas de cuerpo y de espíritu». «Bueno, entonces, Maria debería evitar tener hijos si desea dedicarse al movimiento», contesté. «Ninguna mujer debería hacer eso —replicó enfáticamente—. La naturaleza la ha formado para la maternidad. Todo lo demás son tonterías, algo artificial, irreal».
Nunca antes había oído a Ed hablar así. Su conservadurismo me puso furiosa. Exigí que me dijera si le parecía absurda porque prefería, trabajar por un ideal en lugar de procrear. Despreciaba la actitud reaccionara de nuestros compañeros alemanes sobre estos temas. Había creído que él era diferente, pero ahora veía que era como todos. Quizás él también solo amaba en mí a la mujer, me quería solo como esposa y madre de sus hijos. No era el primero en esperar eso de mí, pero debía saber que nunca sería eso, ¡nunca! Había elegido mi camino; ningún hombre me apartaría de él.
Dejé de caminar. Ed también se paró. Vi la expresión de dolor de su rostro, pero lo único que dijo fue: «Por favor, cariño, vamos, o pronto tendremos una gran audiencia». Me cogió suavemente por el brazo, pero me liberé y me fui sola hacia adelante.
La vida con Ed había sido plena y gloriosa, sin ninguna fisura. Pero se acabó; me desperté bruscamente de mi sueño de amor y compañerismo verdadero. Ed nunca había demostrado su anhelo, excepto cuando protestó por unirme al movimiento de los parados. Entonces pensé que solo era preocupación por mi salud. ¿Cómo iba a saber que era algo más, el interés del hombre? Si, eso es lo que era, el instinto masculino de la posesión, el cual no respeta nada, solo a sí mismo. Bueno, no cedería, incluso si tenía que dejarle. Todos mis sentidos clamaban por él. ¿Podría vivir sin Ed, sin la felicidad que me proporcionaba?
Cansada y triste, seguía pensando en Ed, en Maria Rodda, y en Santa Caserio. El recuerdo de este último me trajo a la memoria los sucesos revolucionarios que habían tenido lugar en Francia recientemente. Se habían llevado a cabo varios Attentats. Había habido también protestas por parte de Émile Henri y Auguste Vaillant contra la corrupción política, la frenética especulación con los fondos del Canal de Panamá y la consiguiente quiebra de los bancos, lo que había provocado que la gente perdiera sus últimos ahorros y causado gran miseria y necesidad. Los dos fueron ejecutados. El acto de Vaillant no tuvo resultados fatales; nadie perdió la vida, ni siquiera hubo heridos. No obstante, también fue condenado a muerte. Muchos hombres ilustres, entre ellos François Coppée, Émile Zola y otros, pidieron al presidente Carnot la conmutación de la sentencia. Se negó, ignorando incluso la conmovedora carta de la hija de Vaillant, una niña de nueve años, rogando por la vida de su padre. Vaillant fue guillotinado. Poco después, el presidente Carnot, mientras conducía su carruaje, fue apuñalado hasta morir por un joven italiano. En la daga se encontró la inscripción: «En venganza por Vaillant». El nombre del italiano era Santa Caserio, el cual había viajado a pie desde Italia para vengar la muerte de su compañero Vaillant.
Leí sobre este atentado y otros sucesos similares en los periódicos anarquistas que Ed me llevaba clandestinamente a la prisión. A la luz de estos acontecimientos, la pena que me había causado la primera pelea seria con Ed no me parecía más que un punto en el horizonte social de dolor y sangre. Uno a uno se fueron perfilando en mi mente los nombres de los héroes que habían sacrificado sus vidas por un ideal o que estaban siendo martirizados en la cárcel: mi propio Sasha y todos los demás. Todos tan sensibles a la injusticia del mundo, tan nobles, inducidos por las fuerzas sociales a hacer lo que más aborrecían, destruir la vida humana. Algo muy dentro de mí se rebelaba contra tan trágicas pérdidas; no obstante, sabía que no había escapatoria. Había aprendido cuáles eran los temibles efectos de la violencia organizada: inevitablemente engendraba más violencia.
Afortunadamente, el espíritu de Sasha siempre estaba cerca de mí, ayudándome a olvidar todo lo personal. Su carta de bienvenida fue la más bonita que había recibido de él hasta entonces. Revelaba no solo su amor y su fe en mí, sino también su propio valor y fuerza de carácter. Ed había guardado copias del Gefängniss-Blüthen, la revista clandestina que Sasha, Nold y Bauer estaban editando en la prisión. La voluntad de vivir de Sasha era aparente en cada palabra, en su determinación a seguir luchando y a no permitir que el enemigo le destruyera. El ánimo de este muchacho de veintitrés años era extraordinario. Me hacia avergonzarme de ser una timorata. Sin embargo, sabía que lo personal jugaría siempre un papel dominante en mi vida. No estaba cortada de una sola pieza, como Sasha y otras figuras heroicas. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que estaba hecha de diferentes madejas, cada una diferente a la otra en tono y textura. Hasta el fin de mis días estaría dividida entre el anhelo por una vida personal y la necesidad de darlo todo a mi ideal.
Ed llegó pronto al día siguiente. Se comportó como siempre, con aplomo y calma, al menos exteriormente. Pero yo había observado demasiado a menudo las turbulentas aguas de su espíritu para que su reserva me llevara a engaño. Sugirió que hiciéramos una excursión. Ya llevaba fuera de la prisión dos semanas y todavía no habíamos estado un día entero a solas. Fuimos a la playa de Manhattan. El aire de noviembre era frío, el mar estaba agitado: pero el sol brillaba con fuerza. Ed nunca fue muy hablador, pero ese día habló mucho sobre sí mismo, sobre su interés por el movimiento, sobre su amor por mí. Los diez años de cárcel le habían dejado mucho tiempo para pensar. Salió creyendo tan profundamente en la verdad y la belleza del anarquismo como cuando entró el primer día. Seguía creyendo que nuestras ideas triunfarían algún día, pero estaba convencido de que ese momento estaba lejos. Ya no esperaba que sucedieran grandes cambios durante su propia vida. Todo lo que podía hacer era organizar su vida lo más de acuerdo posible con su propia visión. En esa vida me quería a mí; me quería con todas las fuerzas de su ser. Admitió que sería más feliz si dejara las conferencias y me dedicara al estudio, a escribir o a una profesión. Eso le evitaría estar constantemente preocupado por mi vida y por mi libertad. «Eres tan intensa, tan impetuosa —dijo—, que temo por tu seguridad». Me suplicó que no me enfadara porque él creyera que la mujer debía ser principalmente una madre. Estaba seguro de que el principal motivo de mi devoción al movimiento era que mi maternidad insatisfecha buscaba un escape. «Eres la típica madre, mi pequeña Emma, física y emocionalmente. Tu ternura es la mayor prueba de ello».
Estaba profundamente emocionada. Cuando pude encontrar palabras, pobres e inadecuadas palabras, para expresar lo que sentía, solo pude decirle otra vez que le amaba, que le necesitaba, que anhelaba darle lo que él ansiaba. Mi maternidad insatisfecha, ¿era esa la principal causa de mi idealismo? Había despertado el viejo deseo de un hijo. Pero había silenciado la voz del hijo a favor de lo universal, de la pasión de mi vida que lo absorbía todo. Los hombres estaban consagrados a un ideal y, no obstante, eran padres. Pero la participación física del hombre en el hijo era solo momentánea; la de la mujer duraba años, años de estar absorta en un ser humano hasta la exclusión del resto de la humanidad. Nunca abandonaría lo uno por lo otro. Pero le daría mi amor y mi devoción. Seguramente, era posible para un hombre y una mujer tener una bella vida amorosa y estar dedicados además a una gran causa. Debíamos intentarlo. Propuse que buscáramos un sitio donde vivir juntos, no estar más separados por tontas convenciones; aunque pobre, un hogar para los dos. Nuestro amor lo embellecería, nuestro trabajo le prestaría su significado. Ed se entusiasmó con la idea y me tomó en sus brazos. Mi gran, mi poderoso amante, había odiado siempre la menor de mostración de afecto en público. Ahora, loco de alegría, se olvidó de que estábamos en un restaurante. Bromeé sobre su renuncia a los buenos modales; pero se comportó como un niño, alegre y juguetón como nunca le había visto antes.
Pasaron casi cuatro semanas antes de que pudiéramos llevar a cabo nuestros planes. Los periódicos me habían convertido en una celebridad y descubrí la verdad del tópico alemán; «Man kann nicht ungestraft unter Palmen wandeln». Sabía de la manía americana por las celebridades, especialmente de la persecución que hacían las mujeres americanas a cualquiera que estuviera en el candelero, fuera el ganador de un premio, un jugador de béisbol, un ídolo del público, un asesino de esposas o un decrépito aristócrata europeo. Gracias a mi encarcelamiento y al espacio que me dedicaron los periódicos, yo también me convertí en una celebridad. Cada día llegaban montones de invitaciones para almuerzos y cenas. Todo el mundo parecía desear «acogerme».
Una de las invitaciones que más agradecí fue la de los Swinton. Me escribieron pidiéndome que fuera a cenar y que llevara a Ed y a Justus. Su apartamento era sencillo, amueblado con mucho gusto y lleno de curiosidades y regalos. Había un precioso samovar enviado por exiliados rusos en agradecimiento por el incansable trabajo de los Swinton a favor de la libertad en Rusia, un exquisito juego de porcelana de Sèvres que les habían regalado unos Comuneros franceses que habían escapado a la furia de Thiers y Galliffet tras la corta vida de la Comuna de París en 1871, preciosos bordados campesinos de Hungría, y otros regalos en reconocimiento del espíritu y la personalidad espléndidos del gran amante de la libertad.
Tras nuestra llegada, John Swinton, alto y derecho, con una gorra de seda sobre su pelo blanco, procedió a regañarme por lo que había dicho sobre los negros de la prisión. Había leído en el World de Nueva York mis revelaciones sobre las condiciones en el penal. Le gustó el artículo, pero le apenaba que Emma Goldman tuviera «el prejuicio del hombre blanco contra la raza negra». Me quedé atónita.
No podía comprender cómo nadie, y menos un hombre como John Swinton, podía ver prejuicio de raza en mi historia. En el artículo señalé la discriminación que se hacía entre mujeres blancas enfermas y hambrientas y las favoritas negras. Hubiera protestado lo mismo si a las mujeres de color se le hubiera robado sus raciones. «Seguro, seguro —respondió Swinton—, no obstante, no debería haber enfatizado la parcialidad. Los blancos hemos cometido tantos crímenes contra los negros que ninguna cantidad extra de amabilidad puede expiarlos. La matrona es sin lugar a dudas una bestia, pero casi la perdono por su compasión por las pobres reclusas negras». «¡Pero a ella no la movían esa clase de consideraciones! —protesté—. Era amable porque podía utilizarlas de la manera más despreciable». Swinton no estaba convencido. Había estado unido a los abolicionistas más activos, había luchado y había sido herido en la Guerra Civil; estaba claro que sus sentimientos por la raza negra le habían hecho parcial. Era inútil seguir discutiendo; además, la señora Swinton nos llamaba a la mesa.
Eran unos anfitriones encantadores. John era especialmente amable y cordial. Era un hombre de gran experiencia en los negocios y que conocía bien a la gente y resultó ser una verdadera mina de información. Supe por primera vez de su participación en la campaña para salvar a los anarquistas de Chicago del patíbulo, y de otros americanos de espíritu cívico que habían defendido valientemente a mis compañeros. Me habló de sus actividades contra el tratado de extradición ruso-americano, y del papel que él y sus amigos habían jugado en el movimiento obrero. La velada con los Swinton me mostró un nuevo ángulo de mi país de adopción. Hasta mi encarcelamiento había creído que, a excepción de Albert Parsons, Dyer D. Lum, Voltairine de Cleyre y pocos más, América carecía de idealistas. Pensaba que sus hombres y mujeres se preocupaban solo por adquisiciones materiales. El relato de Swinton sobre el pueblo amante de la libertad que había estado y seguía estando en lucha contra la opresión cambió mi juicio superficial. John Swinton me hizo ver que los americanos, una vez estimulados, eran tan capaces de idealismo y sacrificio como mis héroes y heroínas rusos. Dejé a los Swinton con renovada fe en las posibilidades de América. De camino a casa hablé con Ed y con Justus, les dije que desde ese momento pensaba dedicarme a la propaganda en inglés, destinada al pueblo americano. La propaganda en los círculos extranjeros era, desde luego, muy necesaria; pero los verdaderos cambios sociales solo podían ser conseguidos por los americanos. Estuvimos de acuerdo en que instruirlos a ellos era mucho más importante.
Por fin Ed y yo conseguimos una casa para los dos. Con los ciento cincuenta dólares que recibí del World de Nueva York, por mi artículo sobre las cárceles, amueblamos un piso de cuatro habitaciones en la calle Once. La mayor parte de los muebles eran de segunda mano, pero la cama y el sofá eran nuevos. Este último, junio con un escritorio y unas sillas, decoraban mi sanctasanctórum. Ed se sorprendió cuando hice hincapié en la necesidad de tener una habitación para mí sola. Decía que ya era bastante duro estar separados durante las horas de trabajo, en nuestras horas libres me quería cerca de él. Pero insistí en tener mi propio rincón. Mi infancia y mi juventud habían estado emponzoñadas por estar obligada a compartir mi habitación con alguien. Desde que me convertí en un ser libre, insistí en tener intimidad durante al menos una parte del día y durante la noche.
Exceptuando esta pequeña nube, la vida en nuestro nuevo hogar comenzó de forma gloriosa. Ed solo ganaba siete dólares a la semana como agente de seguros, pero era rara la vez que no volvía a casa con una flor o algún regalo, un jarrón o una taza de porcelana. Sabía de mi amor por el color y nunca olvidaba traer algo que contribuyera a hacer nuestro hogar más alegre y luminoso. Nos visitaba mucha gente, demasiados para el gusto de Ed. Quería tranquilidad y estar a solas conmigo. Pero Fedia y Claus habían compartido mi vida en el pasado, habían sido parte de mis luchas. Necesitaba su compañía.
Claus se las había arreglado bien en Blackwell's Island. Había echado de menos su querida cerveza, por supuesto; pero, por lo demás, bien. Después de su puesta en libertad Claus comenzó a publicar un periódico anarquista. Der Sturmvogel, del cual era el principal colaborador, además de cajista, impresor e, incluso, repartidor. Pero, a pesar de lo ocupado que estaba, no podía dejar de hacer travesuras. Ed tenía muy poca paciencia con mi amigo, al que puso el apodo de Pechvogel.
Al poco tiempo de mi entrada en la cárcel, Fedia consiguió un puesto en una publicación de Nueva York. Hacía dibujos a lápiz y tinta y ya estaba siendo reconocido como uno de los mejores en su campo. Empezó ganando quince dólares a la semana y regularmente contribuyó a mis necesidades durante los diez meses que estuve en la prisión. Ahora que estaba ganando veinticinco, insistía en que tomara al menos diez, para que no tuviera que pedir nada a los compañeros, pues sabía que lo odiaba. Seguía siendo el mismo amigo fiel, más maduro, con creciente confianza en sí mismo y en su arte.
Creía que para poder mantener su puesto no podía aparecer abiertamente en nuestras filas. Pero seguía teniendo interés por el movimiento y su preocupación por Sasha no había disminuido. Durante mi encarcelamiento había ayudado a comprar cosas para Sasha. Muy pocos artículos estaban permitidos en el penal Western: leche condensada, jabón, ropa interior y calcetines. Ed se había hecho cargo de todo. Ahora estaba ansiosa por ocuparme yo de estas cosas y también decidí comenzar una nueva campaña por la conmutación de la sentencia de Sasha.
Llevaba fuera dos meses, pero no me había olvidado de los desgraciados que estaban en la cárcel. Quería hacer algo por ellos. Necesitaba dinero para este propósito y, además, quería ganarme la vida.
Contra los deseos de Ed, empecé a trabajar de enfermera no titulada. El doctor Julius Hoffmann me mandaba sus pacientes privados después de tratarlos en el Hospital St. Mark. El doctor White me dijo antes de dejar la prisión que también me daría trabajo en su consulta. No podía recomendarme a sus pacientes, «la mayoría son unos estúpidos, temerían que los envenenaras». Este hombre maravilloso cumplió su promesa: me dio trabajo unas horas al día y también conseguí trabajo en el recién abierto Hospital Beth-Israel en East Broadway. Me gustaba mi profesión y ganaba más dinero de lo que había ganado nunca. Me alegraba enormemente no tener que trabajar en la máquina, en casa o en el taller; pero más grande aún era la satisfacción de tener más tiempo para leer y para dedicar a mis actividades públicas.
Desde que entré en el movimiento anarquista había deseado tener una amiga, un alma gemela con la que compartir mis pensamientos y sentimientos más íntimos, los que no podía contar a un hombre, ni siquiera a Ed. De parte de las mujeres, en lugar de amistad, siempre encontré envidia mezquina y celos porque gustaba a los hombres. Desde luego había excepciones: Annie Netter, siempre noble y generosa; Natasha Notkin, Maria Louise y una o dos más. Pero lo que me unía a ellas era el movimiento; no había nada personal ni íntimo. Cuando Voltairine de Cleyre llegó a mi vida tuve esperanzas de conseguir una buena amistad.
Después de que me visitara en la prisión, me escribía unas cartas maravillosas, llenas de afecto y compañerismo. En una de ellas me sugirió que tras mi liberación debía ir directamente a verla. Me haría descansar junto a su chimenea, me cuidaría, me leería e intentaría hacerme olvidar la horrible experiencia. Al poco tiempo, me escribió otra carta diciendo que ella y su amigo A. Gordon iban a venir a Nueva York y estaban ansiosos por hacerme una visita. No quería rechazarla, ella significaba mucho para mí, pero no soportaría ver a Gordon. Le conocí en mi primera visita a Filadelfia y me causó muy mala impresión. Era un seguidor de Most y, como tal, me odiaba. En una reunión de compañeros me acusó de ser la responsable del desbaratamiento del movimiento, y de hacerlo solo con fines sensacionalistas. No participaría en ningún mitin donde yo fuera a hablar. Como no era tan pueril como para creer que mi encarcelamiento me había añadido importancia, no veía ningún motivo por el que Gordon hubiera cambiado de opinión sobre mí. Le conté sinceramente todo esto a Voltairine, explicándole que prefería no ver a Gordon. Solo se me permitían dos visitas al mes; no renunciaría a la visita de Ed, la otra estaba dedicada a mis amigos más próximos. Desde entonces no volví a tener noticias de Voltairine, y achaqué su silencio a una enfermedad.
Cuando salí de la cárcel, recibí muchas cartas de felicitación de amigos que compartían mis ideas, así como de personas que no conocía. Pero no recibí ni una palabra de Voltairine. Cuando le hablé a Ed de lo sorprendida que estaba, me informó de que Voltairine se había sentido muy herida ante mi negativa a permitir a Gordon que me visitara en la isla. Me apenaba saber que una revolucionaria tan espléndida podía alejarse de mí porque no me gustaba un amigo suyo. Al darse cuenta de mi decepción, Ed añadió: «Gordon no es solo su amigo, es más que eso». Pero para mí no existía ninguna diferencia; no entendía cómo una mujer libre debía esperar que sus amigos aceptaran a su amante. Sentía que Voltairine había demostrado ser estrecha de miras y que eso me impedía ser libre y sentirme a gusto con ella. Mis esperanzas de una amistad íntima se desvanecieron.
Me consoló, por decirlo así, otra mujer, joven y bonita, que llegó a mi vida. Su nombre era Emma Lee. Durante mi encarcelamiento había escrito a Ed expresando interés por mi caso. Las cartas las firmaba solo con sus iniciales, y siendo su caligrafía muy masculina, Ed pensaba que era un hombre. «Imagina mi sorpresa —me contó Ed durante una de mis visitas— cuando una mujer joven y encantadora entró en mis habitaciones de soltero». Pero Emma Lee no solo era encantadora; también era inteligente y poseía un gran sentido del humor. Me sentí atraída hacia ella desde el momento que Ed la llevó a verme. Después de salir de la cárcel Emma Lee y yo pasábamos mucho tiempo juntas. En un principio se mostraba muy reservada sobre sí misma, pero con el tiempo llegué a saber su historia. Se había interesado por mí porque ella misma había estado en la cárcel y sabía de sus horrores. Se había convertido en una librepensadora y se había emancipado de la creencia de que el amor está justificado solo cuando está reconocido legalmente. Había conocido a un hombre que le aseguró compartía sus ideas. Estaba casado y era muy desgraciado. Decía que había encontrado en ella más que una compañera; se había enamorado. Ella también le amaba, pero su relación pronto se hizo imposible en la atmósfera intolerante de una pequeña ciudad del sur. Se marcharon a Washington, pero allí también fueron perseguidos. Hicieron planes para mudarse a Nueva York y Emma Lee volvió a su ciudad natal para disponer de una pequeña propiedad que tenía. No llevaba allí más de una semana cuando el lugar se prendió fuego. La casa estaba asegurada y Emma fue arrestada acusada de incendiaria. Fue declarada culpable y sentenciada a cinco años de prisión. Durante todo este tiempo el hombre no dio señales de vida; la abandonó a su destino mientras se escondía en alguna ciudad del este.
Su amarga decepción fue más insoportable que la cárcel. Las descripciones que Emma Lee hizo de su vida en la prisión del sur hacían que la existencia en Blackwell’s Island pareciera paradisiaca. En aquel infierno, los convictos negros, hombres y mujeres, eran azotados por la más mínima infracción de las normas. Las mujeres blancas tenían que someterse a sus guardianes o morir de hambre. La atmósfera era espeluznante, con el lenguaje infame y las acciones más infames aún tanto de los guardianes como de los prisioneros. Emma se vio obligada a estar permanentemente en guardia contra las exigencias del alcaide y del doctor de la prisión. En una ocasión casi la indujeron al asesinato en defensa propia. No hubiera salido viva si no hubiera conseguido pasar una nota a una amiga de la ciudad. Esta amiga hizo que alguna gente se interesara y comenzaron la petición de indulto al gobernador; lo que finalmente consiguieron después de que Emma Lee hubo cumplido dos años.
Desde entonces, se había dedicado por entero a conseguir cambios fundamentales en las condiciones de las cárceles. Ya había conseguido que sus torturadores fueran expulsados y ahora estaba cooperando con la Society for Prison Reform.
Emma Lee era un alma especial, cultivada, refinada y libre; aunque no había leído mucha literatura libertaria. A través de sus actividades también se había liberado del típico prejuicio racial de los sureños. Lo que me parecía más admirable era la falta total de resentimiento hacia los hombres. Su tragedia amorosa no había limitado su concepto de la vida. Decía que los hombres eran egoístas e insensibles para con las necesidades de la mujer; incluso el más libre de los hombres solo quería poseer a las mujeres. Pero eran interesantes y entretenidos. Yo no estaba de acuerdo con ella sobre el egoísmo de los hombres y cuando citaba a Ed como una excepción, contestaba: «No hay dudas de que te ama, pero...» No obstante, se llevaban de maravilla. Peleaban por todo, pero de forma amistosa. Yo era su punto en común. Ninguna mujer, a excepción de mi hermana Helena, me quiso tanto como ella. En cuanto a Ed, me mostraba su afecto de tantas maneras que no podía dudar de él. Aun así, sabía que, de los dos, era Emma Lee la que mejor me comprendía.
Emma Lee estaba empleada en el Nurses' Settlement en la calle Henry y a menudo la visitaba allí, algunas veces como invitada de las mujeres que dirigían la institución. La señorita Lillian D. Wald, Lavinia Dock y la señorita MacDowell eran unas de las primeras americanas que conocía que mostraban algún interés por las condiciones económicas de las masas. Estaban genuinamente preocupadas por la gente del East Side. Mi relación con ellas, como con John Swinton, me acercó a una nueva clase de americanos, hombres y mujeres con ideales, capaces de acciones buenas y generosas. Como algunos de los revolucionarios rusos, también procedían de hogares adinerados y se habían consagrado completamente a lo que consideraban una gran causa. No obstante, su trabajo me parecía solo paliativo. «Enseñar a los pobres a comer con cuchillo y tenedor está muy bien —le dije una vez a Emma Lee—, pero ¿de qué sirve si no tienen qué comer? Dejémosles ser primero los amos de sus propias vidas: luego sabrán cómo comer y cómo vivir». Estaba de acuerdo conmigo en que, si bien los trabajadores de la colonia eran sinceros, estaban haciendo más daño que bien. Estaban creando cursis entre la gente que estaban intentando ayudar. Por ejemplo, una joven que había sido activa en una huelga de confeccionadores de blusas fue acogida en la colonia y exhibida como la preferida. La chica se daba aires y hablaba constantemente de la «ignorancia de los pobres», los cuales carecían de entendimiento por la cultura y el refinamiento. «¡Los pobres son tan burdos y vulgares!», le dijo una vez a Emma. Su boda iba a celebrarse pronto en la colonia y Emma me invitó a asistir al acontecimiento.
Fue chillón, casi vulgar. La novia, con un vestido de gala barato, parecía absolutamente fuera de lugar en aquel entorno. No es que las mujeres de la colonia vivieran con lujo: todo lo contrario, todo era de lo más sencillo, aunque de la mejor calidad. La misma sencillez del ambiente exageraba la pobreza lastimosa de los novios y la turbación de sus ortodoxos padres. Era muy doloroso ver todo aquello, sobre todo la presunción de la novia. Cuando la felicité por haber elegido por marido a un hombre de aspecto tan agradable, dijo: «Sí, está bien, pero desde luego no pertenece a mi esfera. ¿Sabe?, en realidad me he casado por debajo de mi posición social».
Durante todo el invierno Ed estuvo quejándose de un problema en la bóveda plantar: tanto caminar y subir escaleras le causaban un dolor insoportable. Al principio de la primavera empeoró de tal forma que tuvo que dejar el trabajo en la agencia de seguros. Yo ganaba lo suficiente para los dos, pero Ed no aceptaba que le «mantuviera una mujer». Mi orgulloso amor se vio obligado a unirse a las filas de parados que buscaban trabajo. No había nada en la gran ciudad de Nueva York para un hombre de su cultura y amplio conocimiento de idiomas. «Si fuera peón de albañil o sastre —solía decir—, conseguiría trabajo. Pero solo soy un intelectual inútil». Empezó a preocuparse, tenía insomnio, adelgazó y se deprimió mucho. Lo que peor le sentaba era que él tenía que quedarse en casa mientras yo salía a trabajar. Su estima masculina no podía soportar esa situación.
Se me ocurrió que podíamos intentar hacer algo como la heladería de Worcester. Había salido muy bien; ¿por qué no intentarlo en Nueva York? Ed aprobó el proyecto y sugirió que debíamos dedicarnos a ello inmediatamente.
Había ahorrado un poco de dinero y Fedia nos ofreció algo más. Los amigos nos aconsejaron que fuéramos a Brownsville: era un centro en crecimiento y podríamos conseguir un local no lejos de las pistas de carreras, por donde pasaban diariamente miles de personas. Así que nos fuimos a Brownsville y preparamos un sitio precioso. En efecto, miles de personas pasaban por allí, pero no se detenían. Tenían prisa por llegar a las pistas, y de vuelta a casa ya habían estado en alguna heladería más cercana a ellas. Los ingresos diarios no cubrían los gastos. Ni siquiera podíamos hacer frente a los pagos semanales de los muebles que habíamos comprado para las dos habitaciones que habíamos alquilado en Brownsville. Una tarde, llegó una carreta y procedió a llevarse camas, mesas, sillas y todo lo que teníamos. Ed intentaba reírse del aprieto en el que estábamos, pero era evidente que estaba triste. Dejamos el negocio y volvimos a Nueva York. En tres meses perdimos quinientos dólares, además del trabajo que Ed, Claus y yo misma habíamos invertido en la fracasada empresa.
Me di cuenta desde el mismo momento en que empecé a trabajar de enfermera de que debía seguir un curso en una escuela de formación profesional. Las enfermeras no tituladas eran tratadas como a criadas y recibían la misma paga que estas, y sin un título no podía esperar encontrar trabajo de enfermera diplomada. El doctor Hoffmann me instó a entrar en el Hospital St. Mark, donde él podría conseguir que estuviera solo un año debido a mi experiencia. Era una gran oportunidad, pero había otra, y más atractiva: Europa.
Ed siempre hablaba de Viena con regocijo, de su belleza, encanto y posibilidades. Quería que fuera allí a estudiar en la Allgemeines Krankenhaus. Me aconsejaba que hiciera obstetricia y otras ramas de la enfermería. Lo cual me daría más tarde mayor independencia material y la posibilidad de pasar más tiempo juntos. Sería duro soportar otro año de separación cuando hacía tan poco que le había sido devuelta; pero estaba dispuesto a dejarme marchar, sabiendo que era por mi bien. Parecía una idea fantástica para gente tan pobre como nosotros, pero el entusiasmo de Ed se me contagió. Accedí a ir a Viena, pero combinaría mi viaje al extranjero con una gira de conferencias por Inglaterra y Escocia. Los compañeros británicos me habían pedido en varias ocasiones que fuera.
Ed había encontrado trabajo en la carpintería de un húngaro conocido suyo. El hombre se ofreció a prestarle dinero; pero Fedia insistió en que él estaba primero, como viejo amigo que era. Pagaría el pasaje y enviaría veinticinco dólares mensuales durante toda mi estancia en Viena.
Sin embargo, una sombra se cernía sobre mí: Sasha en prisión. ¡Europa estaba tan lejos! Ed y Emma Lee prometieron mantenerse en contacto con él y atender a sus necesidades. El mismo Sasha me instaba a que me marchara. Me escribía que no se podía hacer nada por él y Europa me daría la oportunidad de conocer a nuestra gran gente: Kropotkin, Malatesta, Louise Michel. Podría aprender mucho de ellos y así estar mejor preparada para mis actividades en el movimiento americano. Era típico de Sasha pensar en mí siempre en relación con la Causa.
El 15 de agosto de 1895, exactamente seis años desde que comencé mi nueva vida en Nueva York, embarqué para Inglaterra. Mi partida era bastante diferente de mi llegada a Nueva York en 1889. Entonces era muy pobre, pobre en varios sentidos, no solo en el aspecto material. Era una niña, inexperta, y estaba sola en la vorágine de la metrópolis americana. Ahora tenía experiencia, un nombre; había estado en prisión; tenía amigos. Y, sobre todo, tenía el amor de una persona maravillosa. Era rica, pero estaba triste. Me acordaba de Sasha encerrado en el penal Western.
De nuevo viajaba en tercera, mi economía no me permitía más que dieciséis dólares para el pasaje. Pero había solo unos pocos pasajeros, algunos de los cuales habían estado menos tiempo que yo en los Estados Unidos. Se consideraban americanos y eran tratados en consonancia, más decentemente que a los pobres emigrantes que habían peregrinado a la Tierra Prometida, como hice yo en 1886.
Capítulo XIV
En América las reuniones al aire libre son raras, el ambiente está siempre demasiado tenso por los inminentes enfrentamientos entre la audiencia y la policía. No era así en Inglaterra. Aquí, el derecho de reunión al aire libre era una institución. Se había convertido en una costumbre británica, como tomar bacon para desayunar. Las ideas y los credos más variados encontraban su expresión en los parques y plazas de las ciudades inglesas. No hay nada que pueda causar agitación y tampoco hay exhibición de fuerza armada. La presencia del solitario bobby en los aledaños de la multitud es una simple formalidad; no es su deber ni dispersar las reuniones ni golpear a la gente.
El centro social de las masas es la reunión al aire libre en el parque. Los domingos van al parque en bandadas, como los días de diario van a los teatros de variedades. No cuesta nada y es mucho más entretenido. Masas de gente, a veces miles de personas, van de plataforma en plataforma como si estuvieran en una feria, no tanto por escuchar y aprender como por divertirse. Los personajes principales en estas reuniones son los hecklers, que disfrutan enormemente bombardeando con preguntas molestas a los oradores. Pobre el que no es capaz de seguirles la pista a estos torturadores o que no es suficientemente rápido en replicar. Pronto se encuentra confundido y siendo el blanco indefenso de las burlas más escandalosas. Aprendí todo esto después de que casi caigo en desgracia en mi primer mitin en Hyde Park.
Era una nueva experiencia para mí hablar al aire libre, con un solo policía mirando plácidamente. Pero, ¡ay!, la multitud también estaba muy tranquila. Tenía la sensación de haber escalado una empinada montaña para hablar luego contra toda esa inercia. Me cansé pronto y empezó a dolerme la garganta, pero continué. De repente, la audiencia empezó a cobrar vida. Me lanzaron una andanada de preguntas, como balas, desde todas las direcciones. El ataque inesperado me cogió por sorpresa, estaba desconcertada, e irritada. Sentí que perdía el hilo de mi disertación y eso me puso aún más furiosa. Luego un hombre que estaba cerca de la plataforma dijo:
—No te preocupes, querida, sigue. Esto es solo una buena costumbre británica.
—¿La llamas buena? —repliqué—. Me parece fatal interrumpir de esa forma a un orador. En fin, de acuerdo, adelante; pero no me echéis la culpa si salís perdiendo.
—Está bien, cielo —gritó la audiencia—, sigue, veamos de lo que eres capaz.
Estaba hablando de la futilidad de los políticos y de su influencia perniciosa cuando hicieron el primer disparo.
—¿Qué pasa con los políticos honestos, no crees que existen?
—Si existen, yo no conozco a ninguno —contesté—. Los políticos prometen el cielo antes de las elecciones y después dan el infierno.
—¡Eso! ¡Eso! —gritaban en señal de aprobación.
Apenas había dicho unas palabras más de mi discurso cuando me interrumpieron de nuevo.
—Y digo yo, querida, ¿por qué hablas del cielo? ¿crees acaso en un sitio como ese?
—Por supuesto que no —repliqué—, solo me refería al cielo en el que vosotros creéis tan estúpidamente.
—Bueno, si no hay cielo, ¿dónde tendrán los pobres su recompensa? —preguntó otro.
—En ningún sitio, a menos que insistan en sus derechos aquí y tomen su recompensa mediante la posesión de la tierra.
Continué diciendo que si existía el cielo, no se le permitiría entrar a la gente común. «Veréis —expliqué—, las masas han vivido tanto tiempo en el infierno que ya no saben como comportarse en el cielo. El ángel que está a la entrada les echaría a patadas por escándalo público». A esto le siguió otra media hora de tira y afloja, lo que hacía que la gente se partiera de risa. Finalmente, la audiencia pidió que me dejaran hablar, admitiendo su derrota.
Me hice famosa rápidamente; en cada mitin la multitud era cada vez más numerosa. Se vendía literatura en grandes cantidades y los compañeros estaban encantados. Querían que me quedara en Londres, pensaban que podía ser muy útil. Pero yo sabía que los mítines al aire libre no estaban hechos para mí. Mi garganta no resistía el esfuerzo y yo no soportaba los ruidos del tráfico tan cercanos. Además, noté que la gente, de pie tantas horas, se volvía inquieta y se cansaba tanto que no eran capaces de concentrarse o de seguir un discurso serio. Mi trabajo significaba demasiado para mí para convertirlo en un circo para disfrute del público británico.
Más que mis hazañas en el parque lo que me gustaba era conocer gente y ser testigo del espíritu vital que prevalecía en el movimiento anarquista. En los Estados Unidos las actividades eran llevadas a cabo casi exclusivamente por los elementos extranjeros. En América había muy pocos anarquistas nativos, mientras que el movimiento en Inglaterra sustentaba varias publicaciones semanales y mensuales. Una de ellas era Freedom, la cual contaba con la colaboración de personas de gran talento e inteligencia: entre ellos, Pedro Kropotkin, John Turner, Alfred Marsh, William Wess y otros. Liberty era otra publicación anarquista, publicada en Londres por James Tochatti, un seguidor del poeta William Morris. Torch era un pequeño periódico publicado por dos hermanas, Olivia y Helen Rossetti. Solo tenían catorce y diecisiete años respectivamente, pero eran muy maduras de cuerpo y mente para su edad. Escribían todo lo que aparecía en el periódico, colocaban los tipos e, incluso, atendían personalmente el trabajo en la imprenta. La redacción de Torch, que fue en un principio el cuarto de juegos de las chicas, se convirtió en el lugar de reunión de los anarquistas extranjeros, particularmente de los que llegaban de Italia, donde se estaban llevando a cabo grandes persecuciones. Los refugiados afluían en bandadas a casa de los Rossetti, que eran de origen italiano. Su abuelo, el patriota y poeta italiano Gabriele Rossetti, había sido condenado a muerte en 1824 por el gobierno austriaco, bajo cuyo yugo estaba sometida entonces Italia. Gabriele escapó a Inglaterra, se asentó en Londres, donde fue Catedrático de italiano en King's College. Olivia y Helen eran las hijas del segundo hijo de Gabriele Rossetti, William Michael, el famoso crítico. Evidentemente, las chicas habían heredado las tendencias revolucionarías de su abuelo y el talento literario de sus progenitores. Mientras estuve en Londres, pasé mucho tiempo con ellas, disfrutaba enormemente de su prodigiosa hospitalidad y de la atmósfera inspiradora de su círculo de amigos.
Uno de los miembros del grupo Torch era William Benham, familiarmente conocido como el «niño anarquista». Me cogió cariño y se constituyó en mi acompañante a mítines y excursiones por la ciudad.
Las actividades anarquistas en Londres no se limitaban a las organizadas por los ingleses. Inglaterra era el refugio de gentes de todas las tierras, que llevaban a cabo su trabajo sin impedimentos. En comparación con Estados Unidos, la libertad política de Gran Bretaña parecía el paraíso en la tierra. Pero económicamente, el país estaba mucho más atrasado que América.
Yo misma había conocido la necesidad y sabía de la pobreza en los grandes centros industriales de los Estados Unidos, pero nunca había visto una miseria y una pobreza tan abyectas como la que vi en Londres, Leeds y Glasgow. Tuve la impresión de que sus efectos no eran el resultado de un pasado reciente. Tenían siglos, habían pasado de generación en generación y, aparentemente, estaban enraizados en la misma médula de las masas británicas. Una de las imágenes más espantosas fue la de ver a un hombre sano correr delante de un coche durante varias manzanas para llegar a tiempo de abrirle la puerta a un «caballero». Por ese tipo de servicios recibiría un penique, o dos como mucho. Después de un mes en Inglaterra comprendí la razón de tanta libertad política. Era una válvula de seguridad contra la espantosa pobreza. El gobierno británico pensaba sin duda que mientras permitiera a sus súbditos desahogarse hablando libremente, no había peligro de rebelión. No encontraba ninguna otra explicación para la inercia y la indiferencia del pueblo ante su condición de esclavos.
Uno de mis objetivos al venir a Inglaterra era conocer a los notables personajes del movimiento anarquista. Desafortunadamente, Kropotkin estaba fuera, pero volvería antes de mi partida. Errico Malatesta estaba en la ciudad. Vivía en la parte de atrás de su pequeña tienda, pero no había nadie que me sirviera de intérprete y yo no sabía hablar italiano. Su sonrisa amable reflejaba una personalidad agradable y me hizo sentir como si le conociera de toda la vida. Conocí a Louise Michel inmediatamente después de mi llegada. Los compañeros franceses con los que me quedaba organizaron una recepción en mi honor el primer domingo que pasé en Londres. Desde que leí sobre la Comuna de París, sobre su inicio glorioso y su trágico final, Louise Michel había destacado por su amor a la humanidad, por su gran fervor y su valor. Era huesuda, estaba demacrada y parecía más vieja de lo que era en realidad (solo tenía sesenta y dos años); pero sus ojos estaban llenos de juventud y ánimo, y su sonrisa era tan tierna que ganó mi corazón inmediatamente.
Esta era, pues, la mujer que había sobrevivido al salvajismo de la respetable muchedumbre parisina, cuya furia ahogó a la Comuna en la sangre de los trabajadores y sembró las calles de París con miles de muertos y heridos. No siendo suficiente, fueron también a por Louise. Una y otra vez había desafiado a la muerte; en las barricadas de Pére Lachaise, la última posición de los Comuneros, Louise eligió para sí los puestos más peligrosos. Ante el tribunal exigió la misma pena con la que fueron castigados sus compañeros, despreciando la clemencia del tribunal en relación a su sexo. Moriría por la Causa.
Bien por temor o por admiración a esa figura heroica, la asesina burguesía parisina no se atrevió a matarla. Prefirieron condenarla a una muerte lenta en Nueva Caledonia. Pero no habían contado con la fortaleza de Louise Michel, con su devoción y capacidad de consagración a sus compañeros de desgracia. En Nueva Caledonia se convirtió en la esperanza e inspiración de los deportados. En la enfermedad, cuidaba sus cuerpos; en la depresión, animaba sus almas. La amnistía de los Comuneros trajo de vuelta a Francia a Louise y a los otros. Se encontró con que era el ídolo de las masas francesas. La adoraban como su Mere Louise, bien aimée.
Al poco de su retorno del destierro Louise encabezó una manifestación de parados en la Esplanade des Invalides. Había miles que estaban sin trabajo desde hacía tiempo y estaban hambrientos. Louise dirigió la procesión hacia las panaderías, por lo que fue arrestada y condenada a cinco años de prisión. Ante el tribunal defendió el derecho de los hambrientos al pan, incluso si tenían que «robarlo». No fue la sentencia, sino la pérdida de su madre, a la que amaba muchísimo, lo que resultó el más duro golpe durante el juicio. Louise declaró que no tenía nada más por lo que vivir, excepto la revolución. En 1886, Louise fue indultada, pero se negó a aceptar favores del Estado. Para ponerla en libertad tuvieron que sacarla por la fuerza de la prisión.
Durante un gran mitin en Le Havre alguien le disparó a Louise dos tiros, mientras estaba en la plataforma hablando. Una bala le atravesó el sombrero y la otra le dio detrás de la oreja. Durante la operación, que fue muy dolorosa, no se quejó lo más mínimo. Por el contrario, se lamentaba de que sus pobres animales estuvieran solos y de que su retraso le causaría inconvenientes a la amiga que la esperaba en la siguiente ciudad. El hombre que casi la mató había sido influido por un cura para que cometiera esa acción, pero Louise hizo todo lo que estuvo en su poder para que le dejaran en libertad. Indujo a un abogado famoso a que defendiera a su agresor y ella misma apareció ante el tribunal para rogar al juez en su favor. La conmovió especialmente la hija del hombre, no podía soportar la idea de que se quedara sin su padre por ser este enviado a prisión. La postura de Louise influyó incluso a su fanático asaltante.
Más tarde Louise tenía intención de participar en una gran huelga en Viena, pero fue arrestada en la Gare du Lyon cuando estaba a punto de subir al tren. El miembro del gabinete responsable de la masacre de los trabajadores de Founnies vio en Louise a la formidable fuerza que había intentado aplastar repetidas veces. Exigió que fuera trasladada de la cárcel e ingresada en un manicomio, aduciendo que estaba trastornada y era peligrosa. Fue este diabólico plan para deshacerse de Louise lo que indujo a sus compañeros a persuadirla de que se marchara a Inglaterra.
Los vulgares periódicos franceses continuaban pintándola como una bestia salvaje, como «La Vierge Rouge», carente de encanto y rasgos femeninos. Los más decentes escribían sobre ella en términos que denotaban el miedo que le tenían, pero también la consideraban muy por encima de sus almas vacías y de sus huecos corazones. Mientras estaba sentada cerca de ella el día que la conocí, me preguntaba cómo podría haber alguien que no viera su encanto. Era cierto que no se preocupaba por su apariencia. De hecho, nunca había conocido a una mujer tan desinteresada en lo que concernía a sí misma. Su vestido estaba raído, el gorro era viejísimo. Todo lo que llevaba puesto le sentaba mal. Pero todo su ser estaba iluminado por una luz interior. Se sucumbía rápidamente al encanto de su radiante personalidad, tan irresistible por su tuerza, tan conmovedora por su sencillez infantil. La tarde que pasé con Louise fue una experiencia no comparable a nada de lo que me había sucedido hasta entonces en mi vida. Su mano en la mía, el tierno roce de su mano sobre mi cabeza, sus palabras de cariño e íntima camaradería, hicieron que mi alma se expandiera, ascendiera hacia las esferas de belleza donde moraba ella.
Después de mi regreso de Leeds y Glasgow, donde había hablado en grandes mítines y conocido a un gran numero de trabajadores activos y entregados, encontré una carta de Kropotkin invitándome a visitarle. Por fin iba a realizarse mi añorado sueño, conocer a mi gran maestro.
Pedro Kropotkin era descendiente en línea directa de los Rurik y sucesor directo al trono de Rusia. Pero renunció a su título y a su riqueza en favor de la humanidad. Hizo más: desde que se hizo anarquista fue renunciando a una carrera científica brillante para poder dedicarse mejor al desarrollo e interpretación de la filosofía anarquista. Se convirtió en el exponente más notable del comunismo libertario, en su pensador y teórico más lúcido. Era reconocido por amigos y enemigos como una de las mentes más ilustres y una de las personalidades más extraordinarias del siglo diecinueve. De camino a Bromley, donde vivían los Kropotkin, iba nerviosa. Temía descubrir que Pedro fuera de trato difícil, imaginaba que estaría demasiado absorto en su trabajo para dedicar su tiempo a una relación social normal. Pero cinco minutos en su presencia bastaron para tranquilizarme. La familia estaba fuera y fue Pedro el que me recibió, de forma tan amable y cordial que me sentí como en casa inmediatamente. Dijo que haría té en un momento. Mientras tanto, ¿me gustaría ver su taller de carpintería y los artículos que había hecho con sus propias manos? Me llevó a su estudio y me señaló con gran orgullo una mesa, un banco y unas estanterías que había construido. Eran unos objetos muy sencillos, pero él se enorgullecía de ellos; representaban el trabajo y él siempre había hecho hincapié en la necesidad de combinar la actividad mental con el esfuerzo manual. De esta forma podía demostrar lo bien que armonizaban. Ningún artesano había mirado nunca las cosas que había creado con sus manos con más amor y reverencia que Pedro Kropotkin, el científico y el filósofo. Su alegría sana en el producto de su trabajo era simbólica de la fe ardiente que tenía en las masas, en la capacidad de estas para crear y modelar la vida.
Mientras tomábamos el té que él mismo había preparado, Kropotkin me preguntó sobre las condiciones sociales en América, sobre el movimiento y sobre Sasha. Había seguido su caso y sabía cada fase de él: expresó un gran interés y preocupación por Sasha. Le relaté mis impresiones sobre Inglaterra, los contrastes entre su pobreza y extrema riqueza junto a la libertad política. Le pregunté si no era un hueso lanzado a las masas para apaciguarlas. Pedro estaba de acuerdo conmigo. Dijo que Inglaterra era una nación de tenderos dedicados a comprar y vender en lugar de producir lo necesario para evitar que su pueblo muriera de hambre. «La burguesía británica tiene buenas razones para temer que se extienda el descontento, y las libertades políticas son el mejor seguro para que eso no suceda. Los hombres de estado ingleses son muy astutos —continuó—, siempre han procurado no tirar demasiado de las riendas políticas. Al británico medio le gusta pensar que es libre; le ayuda a olvidar su miseria. Esta es la ironía y el drama de las clases trabajadoras inglesas. No obstante, Inglaterra podría alimentar a cada hombre, a cada mujer, a cada niño de su población si liberase las grandes extensiones de tierras que están monopolizadas por una aristocracia vieja y decadente». Mi visita a Pedro Kropotkin me convenció de que la verdadera grandeza siempre va unida a la sencillez. Él era la personificación de ambas. La lucidez y brillantez de su mente se combinaban con su bondad para formar en un todo armonioso una personalidad amable y fascinante.
Me dio pena dejar Inglaterra; durante mi corta visita había conocido a mucha gente y hecho amigos y salí enriquecida del contacto con mis grandes maestros. Los días fueron gloriosos. Nunca había visto un verde tan voluptuoso en árboles y praderas, tal profusión de jardines, parques y flores. Al mismo tiempo, nunca había visto una pobreza tan lúgubre y triste. La naturaleza misma parecía discriminar entre ricos y pobres. El azul claro del cielo en Hampstead parecía un gris sucio en el East End, el sol brillante, una mancha de amarillo sucio. Las grandes diferencias entre las distintas capas sociales de Inglaterra eran espantosas. Aumentaron mi odio hacia la injusticia y mi determinación de trabajar por mi ideal. Me dolía la pérdida de tiempo que suponía obtener mi título de enfermera. Pero me consolé con la esperanza de que estaría mejor preparada al volver a América. No podía seguir en Londres, el curso empezaba a principios de octubre. Tuve que partir para Viena.
Viena resultó incluso más fascinante de lo que Ed me había contado. Ringstrasse, la calle principal, con su serie de espléndidas mansiones y estupendos cafés, los espaciosos paseos bordeados de árboles majestuosos y, en especial, el Prater, más bosque que parque, hacían de la ciudad una de las más bellas que conocía. Y todo realzado por la alegría y jovialidad de los vieneses. En comparación, Londres parecía una tumba. Aquí había color, vida y alegría. Ansiaba formar parte de todo ello, lanzarme en su generoso regazo, sentarme en los cafés o el Prater y mirar a la multitud. Pero había venido con otro propósito; no podía permitirme ninguna distracción.
Mis estudios incluían, además de las asignaturas de obstetricia, un curso sobre enfermedades infantiles. En mi corta experiencia había visto lo poco aptas que eran las enfermeras tituladas para cuidar a los niños. Eran desabridas, dominantes y poco comprensivas. Yo había sufrido esto mismo en mi infancia, lo que me hacía ser compasiva con los niños. Tenía mucha más paciencia con ellos que con los adultos. Su dependencia, agravada por la enfermedad, siempre me conmovía profundamente. Quería, no solo darles mi afecto, sino capacitarme para cuidarlos.
La Allgemeines Krankenhaus, donde se trataban y se impartían cursos sobre todas las enfermedades del cuerpo humano, ofrecía oportunidades espléndidas para el estudiante voluntarioso y con ansias de saber. Aquel lugar me pareció una institución notable, una verdadera ciudad en sí misma, con sus miles de pacientes, enfermeras, doctores y cuidadores. Los hombres que estaban a cargo de los departamentos eran conocidos mundialmente dentro de su campo en particular. Los cursos de obstetricia eran dirigidos por un famoso ginecólogo, el profesor Braun. No solamente era un maestro estupendo, sino también un hombre encantador. Sus clases nunca eran áridas ni tediosas. En medio de una explicación, o durante una operación, Herr Professor nos animaba con una anécdota graciosa o con comentarios que resultaban embarazosos a las estudiantes alemanas. Al explicar, por ejemplo, la tasa de nacimientos comparativamente más alta durante los meses de Noviembre y Diciembre, decía: «Es el carnaval, señoras. Durante el festival más alegre de Viena incluso las chicas más virtuosas caen en la tentación. No quiero decir con eso que cedieran con facilidad a su impulso natural. Es solo que la Naturaleza las ha hecho tan fértiles. Un hombre no tiene más que mirarlas, por decirlo así, y quedan embarazadas. Por lo tanto debemos culpar a la Naturaleza y no a esas criaturitas». En otra ocasión, el Profesor Braun hizo que algunos de los estudiantes más virtuosos se sintieran ofendidos al contarles la historia de una paciente. Pidió a varios de los estudiantes varones que la examinaran e hicieran un diagnóstico. Les preguntó uno a uno, pero ninguno se arriesgó a decir nada. Esperaban a que el Profesor diera su opinión. Después de examinar a la paciente dijo: «Caballeros, es una enfermedad que la mayoría de ustedes ya ha padecido, o la padece ahora o la padecerá en el futuro. Muy pocos pueden resistirse al encanto de sus orígenes, al dolor de su evolución o al precio de su cura. Se trata de la sífilis».
Entre los que asistían a los cursos de obstetricia había un grupo de chicas judías de Kiev y Odesa. Una había venido incluso desde Palestina. Ninguna sabía suficiente alemán para comprender las clases. Las rusas eran muy pobres, tenían que vivir con diez rublos al mes. Era inspirador ver tal coraje y perseverancia por una profesión. Pero cuando les expresé mi admiración, las chicas contestaron que era algo bastante normal: miles de rusos, judíos y gentiles, lo hacían. Todos los estudiantes que iban al extranjero vivían con muy poco dinero: ¿por qué no ellas? «Pero con vuestro alemán —pregunté—, ¿cómo vais a comprender las clases, leer los libros de texto? ¿cómo pensáis aprobar los exámenes?» No sabían, pero de alguna forma se las arreglarían. Después de todo, decían, todos los judíos entienden un poco el alemán. Sentía especial compasión por dos de las chicas. Vivían en un agujero miserable, mientras yo tenía una habitación grande y bonita. Les pedí que la compartieran conmigo. Sabía que tendríamos que hacer guardias en el hospital, probablemente no al mismo tiempo. Al vivir juntas no tendrían tantos gastos y podría ayudarlas con el alemán. Pronto nuestra habitación se convirtió en el centro de los estudiantes rusos de ambos sexos.
Me conocían en Viena por la señora E. G. Brady. Tuve que venir al extranjero con ese nombre, ya que no me hubieran admitido si hubiera dado el mío. Me había liberado de la idea de que uno no debe asumir nombres falsos. Por supuesto, podía haber conseguido un pasaporte con los papeles de Kershner, pero no había usado su nombre desde que le abandoné. Es más, desde entonces solo le había visto una vez, en 1893, mientras estaba enferma en Rochester. Ese nombre no guardaba para mí más que recuerdos tristes. Brady era un nombre irlandés, y sabía que no levantaría sospechas sobre mi verdadera identidad. En aquella época, para conseguir un pasaporte, no había más que pedirlo.
En Viena tenía que tener mucho cuidado. Los Habsburgo eran despóticos, la persecución de socialistas y anarquistas era severa. Por lo tanto, no podía asociarme abiertamente con mis compañeros, pues no deseaba que se me expulsara. Pero esto no me impidió conocer a gente interesante, activa en diferentes movimientos sociales.
Los estudios y las frecuentes guardias de noche en el hospital no disminuyeron mi interés por los acontecimientos culturales de Viena, por su música y sus teatros. Conocí a un joven anarquista, Stefan Grossmann, que estaba muy bien informado sobre la vida en la ciudad. Poseía muchos rasgos que no me gustaban, me irritaba porque se esforzaba en esconder sus orígenes, adoptando camaleónicamente todas las tontas costumbres gentiles. El día que le conocí, Grossmann me dijo que su maestro de esgrima había admirado sus germanische Beine (piernas germánicas). «No me parece un gran cumplido —contesté—, ahora bien, si hubiera admirado tu nariz yiddish; de eso sí podrías estar orgulloso». A pesar de todo, venía a menudo y gradualmente aprendí a estimarle. Era un lector omnívoro y un gran admirador de la nueva literatura: Fríedrich Nietzsche, Ibsen, Hauptmann, von Hoffmansthal y otros exponentes, los cuales lanzaban sus anatemas contra los viejos valores. Había leído fragmentos de sus obras en el Armer Teufel el semanario publicado en Detroit por Robert Reitzel, un brillante escritor. Era el único periódico alemán de los Estados Unidos que mantenía a sus lectores en contacto con el nuevo espíritu literario europeo. Lo que había leído en sus columnas sobre el trabajo de las grandes mentes que estaban conmocionando a Europa solo me había abierto el apetito.
En Viena se podía asistir a conferencias muy interesantes sobre prosa y poesía alemanas modernas. Se podía leer las obras de los jóvenes iconoclastas de las artes y de las letras, el más atrevido de los cuales era Nietzsche. La magia de su lenguaje, la belleza de su visión, me transportaron a alturas insospechadas. Deseaba devorar cada línea de sus escritos, pero era demasiado pobre para comprarlos. Afortunadamente, Grossmann estaba surtido de Nietzsche y otros modernos.
Para poder leer tenía que privarme de necesarias horas de sueño; pero ¿qué era el esfuerzo físico comparado con el éxtasis que me provocaba Nietzsche? El fuego de su espíritu, el ritmo de su canción hacían que la vida fuera más rica, más plena, más maravillosa. Quería compartir estos tesoros con mi amado, y le escribía largas cartas describiéndole el nuevo mundo que había descubierto. Sus respuestas eran evasivas; evidentemente, Ed no compartía mi fervor por el nuevo arte. Estaba más interesado en mis estudios y en mi salud, y me instaba a que no pusiera a prueba mis energías con lecturas frívolas. Estaba decepcionada, pero me consolaba pensar que apreciaría el espíritu revolucionario de la nueva literatura cuando tuviera la oportunidad de leerla por sí mismo. Decidí que tenía que conseguir dinero para llevarle a Ed una buena provisión de libros.
A través de uno de los estudiantes me enteré de un ciclo de conferencias que daba un eminente y joven profesor, Sigmund Freud. Descubrí, sin embargo, que me sería muy difícil asistir, pues solo se admitían médicos y los que estaban en posesión de unas tarjetas especiales. Mi amigo me sugirió que me apuntara al curso del profesor Bruhl, que trataba también problemas sexuales. Como una de sus alumnas, tendría más posibilidades de ser admitida a las conferencias de Freud.
El profesor Bruhl era un anciano de voz débil. Los temas que trataba me parecían un tanto oscuros. Hablaba sobre «Homosexuales», «Lesbianas» y otros temas extraños. Sus oyentes eran también extraños; hombres de aspecto femenino y modales coquetones y mujeres marcadamente masculinas, con voces profundas. Formaban desde luego una asamblea peculiar. Comprendí mucho mejor todos estos temas cuando oí a Sigmund Freud. Su sencillez y seriedad y su mente brillante se combinaban para darle a uno la sensación de ser guiado desde un sótano oscuro a la luz del día. Por primera vez, capté la gran importancia de la represión sexual y sus efectos sobre el pensamiento y las acciones humanas. Me ayudó a comprenderme a mí misma, mis necesidades; y me di cuenta también de que solo las mentes depravadas podían poner en duda los motivos de Freud o encontrar «impura» una personalidad tan magnífica.
Mis variados intereses me mantenían ocupada la mayor parte del día. No obstante, me las arreglaba para ir al teatro y escuchar bastante música. Oí por primera vez completa El Anillo de los Nibelungos y otras obras de Wagner. Su música siempre me había emocionado; las interpretaciones vienesas —unas magníficas voces, una espléndida orquesta y una dirección magistral— eran cautivadoras. Después de tal experiencia fue doloroso asistir a un concierto de Wagner dirigido por su hijo. Una noche. Siegfried Wagner dirigió su propia composición Der Bärenhäuter. Fue algo mediocre; pero cuando se trataba de una obra de su ilustre padre, era un perfecto incompetente. Abandoné el concierto asqueada.
Viena me deparó muchas y nuevas experiencias. Una de las mejores fue Eleonora Duse interpretando a Magda en Heimat, de Sudermann. La obra en sí era un nuevo acontecimiento dramático, pero lo que Duse puso de sí misma transcendió el talento de Sudermann y le otorgó a la obra su verdadera profundidad dramática. Años antes, en New Haven, había visto a Sarah Bernhardt en Fedora. Su voz, sus gestos, su intensidad, fueron una revelación. Pensé entonces que nadie podría alcanzar alturas mayores, pero Eleonora Duse había llegado al cénit. Su genio era demasiado rico, demasiado perfecto para el artificio, su interpretación demasiado real para dar cabida a trucos de escena. No había gestos violentos ni movimientos innecesarios ni volumen de sonido estudiado. Su voz, rica y vibrante, mantenía el ritmo en cada tono, sus gestos expresivos reflejaban su propia riqueza emocional. Eleonora Duse interpretó cada matiz de la naturaleza turbulenta de Magda en armonía con su propio espíritu. Era arte ascendiendo a los cielos, una estrella en el firmamento de la vida.
Cuando los exámenes se acercaban ya no podía sucumbir a las tentaciones de la fascinante ciudad del Danubio. Poco después, me convertí en la orgullosa poseedora de dos títulos, uno de obstetricia y otro de enfermería: podía volver a casa. Pero era reacia a abandonar Viena: me había dado tanto... Me quedé dos semanas más. Durante ese tiempo estuve bastante con mis compañeros y aprendí mucho sobre el movimiento anarquista en Austria. En varias reuniones pequeñas hablé sobre América y sobre nuestra lucha en aquel país.
Fedia me había enviado mi billete de vuelta, en segunda clase, y cien dólares para que me comprara ropa. Preferí invertir el dinero en mis queridos libros y compré las obras de los escritores que estaban haciendo historia literaria, especialmente, dramaturgos. Ninguna cantidad de ropa me hubiera hecho más feliz que mi preciosa, pequeña biblioteca. Ni siquiera me arriesgué a facturarlos con el baúl. Me los llevé conmigo en una maleta.
De pie sobre la cubierta mientras el barco francés se acercaba al muelle de Nueva York, vi a Ed mucho antes de que él me viera a mí. Estaba cerca de la plancha con un ramo de rosas, pero cuando bajé no me reconoció. Era por la tarde de un día lluvioso, me preguntaba si era debido al ocaso, a mi gran sombrero o al hecho de que había adelgazado. Durante unos momentos estuve observando cómo recorría con la mirada a todos los pasajeros, pero cuando vi que empezaba a preocuparse, me acerqué despacio por detrás y le tapé los ojos. Se giró con rapidez, me abrazó tempestuosamente y exclamó con voz temblorosa: «¿Qué le pasa a mi Schatz? ¿Estás enferma?» «¡Tonterías! —respondí—, es que me he vuelto más espiritual. Vayamos a casa y te lo contaré todo».
Ed me había dicho en una de sus cartas que había cambiado nuestras cosas a un piso más cómodo, y Fedia le había ayudado a decorarlo. Lo que encontré superaba con mucho mis expectativas. Nuestro nuevo hogar era un apartamento al estilo antiguo en la parte alemana de la calle Once. Las ventanas de la cocina daban a un jardín precioso. La habitación delantera era espaciosa y de altos techos, sencilla pero acogedora: los muebles eran de madera de caoba antigua. Había raros grabados en las paredes, y mis libros estaban colocados en estantes. El lugar tenía personalidad y gusto.
Ed hizo de anfitrión en una cena muy elaborada que había preparado; Justus Schwab envió el vino. Me notificó que ya era rico, ¡estaba ganando quince dólares a la semana! Después me contó las noticias referentes a nuestros amigos: Fedia, Justus, Claus y, sobre todo, Sasha. Mientras estuve fuera no pude mantener un contacto directo con Sasha, Ed tenía que hacer de intermediario, lo que se traducía en angustiosos retrasos. Me encantó saber que había una carta de mi valiente muchacho. Pensé que era maravilloso que hubiera podido enviarme una misiva y que llegara el mismo día de mi regreso. La carta de Sasha estaba, como siempre, impregnada de su buen ánimo. No se quejaba de su vida y mostraba gran interés en las actividades que se desarrollaban fuera, en mi trabajo y en mis impresiones sobre Viena. Europa estaba tan lejos, escribía; mi regreso le hacía sentirme más cerca, aunque sabía que no volvería a verme nunca más. Quizás tuviera que ir a Pittsburgh en una gira de conferencias. Significaría mucho para él sentirme en la misma ciudad.
Antes de mi viaje a Europa nuestro amigo Isaac Hourwich había propuesto ayudar a Sasha con una apelación al Tribunal Supremo basada en los procedimientos ilegales del juicio. Después de un considerable esfuerzo y gasto de dinero conseguimos las actas del juicio. Descubrimos entonces que no había argumentos legales en los que basar un proceso de revisión. Al asumir su propia defensa, Sasha no hizo constar su protesta a las resoluciones del juez, por lo que resultaba imposible hacer una apelación.
Durante mi estancia en Viena, varios de nuestros amigos americanos habían sugerido dirigir una solicitud a la Comisión de Indultos. No estaba de acuerdo con que un anarquista diera ese paso. Estaba segura de que Sasha no lo aprobaría y, por lo tanto, ni le escribí hablándole de la propuesta. Durante mi ausencia le habían metido varias veces en el calabozo y mantenido en aislamiento hasta que su salud empezó a resentirse. Empecé a creer que la coherencia, si bien era admirable en uno mismo, era criminal si resultaba un estorbo para otro. Esto me llevó a dejar de lado cualquier consideración e implorar a Sasha que nos permitiera apelar a la Comisión. Su respuesta indicaba lo indignado y herido que se sentía porque quería que suplicara perdón. Escribía que su acto llevaba en sí su propia justificación, era un gesto de protesta contra la injusticia del sistema capitalista. Los tribunales y las comisiones de indultos eran los baluartes de ese sistema. Debía haberme vuelto menos revolucionaria o quizás era solo mi preocupación por él lo que me había decidido a dar tal paso. En cualquier caso, no quería que yo, por actuar a su favor, fuera en contra de mis principios.
Ed me había enviado esa carta a Viena. Me puso muy triste. Me decepcionó, pero no cejé en mi empeño. Unos amigos de Pensilvania me informaron de que en ese Estado no era necesaria la firma del solicitante para presentar la apelación. Escribí otra vez a Sasha, recalqué que su vida y su libertad eran demasiado valiosas para mí como para no hacer una apelación. Algunos de los más grandes revolucionarios, cuando estaban cumpliendo largas condenas, habían apelado para poder conseguir su libertad. Pero si todavía le parecía incoherente dar ese paso por su propio bien, ¿no permitiría que nuestros amigos lo hicieran por el mío? Le expliqué que no soportaba más que estuviera en prisión por un acto en el que yo había participado casi tanto como él. Mi ruego pareció hacer mella en Sasha. En su respuesta reiteró que no tenía la más mínima fe en la Comisión de Indultos, pero que sus amigos de fuera estaban en mejor posición para juzgar la acción que pensaban seguir y, por lo tanto, no pondría más objeciones. Añadió que había otras cuestiones sobre las que quería hablar; ¿no podría Emma Lee conseguir un pase?
Emma se había ido a vivir a Pittsburgh, donde consiguió un trabajo en un hotel como encargada de la lencería. Había empezado a escribirse con el capellán de la prisión, al cual interesó en un intento de que el derecho a recibir visitas de Sasha fuera restaurado. Después de meses de espera, el capellán consiguió enviarle un pase a Emma Lee. Pero cuando llegó a la cárcel, el alcaide se negó a dejarla ver a Sasha. «Yo, y no el capellán, soy la única autoridad aquí —le dijo a Emma—, mientras la prisión esté a mi cargo no permitiré que nadie vea al prisionero A-7».
Emma Lee creyó que una protesta violenta de su parte solo dañaría las posibilidades que Sasha tenía ante la Comisión de Indultos. Tuvo más autocontrol que yo el día fatal de mi visita a la tienda del inspector Reed. Seguíamos aferrándonos a la esperanza de que nuestros esfuerzos conseguirían arrebatar a Sasha de las garras del enemigo.
Me puse en contacto con Voltairine de Cleyre, recordándole su promesa de colaborar en los esfuerzos por Sasha. Respondió con prontitud, redactó un llamamiento público a favor de Sasha, pero se lo envió a Ed en lugar de a mí. Por un momento me enfadé por lo que consideré un desaire; pero cuando leí el documento, mi ira se desvaneció. Era un poema en prosa lleno de un poder y una belleza conmovedores. Le escribí dándole las gracias y sin hacer referencia a nuestro malentendido. No contestó.
Lanzamos la campaña de apelación, todos los elementos radicales nos apoyaban. Un insigne abogado de Pittsburgh se había interesado y consintió en presentar el caso ante la Comisión de Indultos de Pensilvania.
Trabajamos enérgicamente, animados por nuestras grandes expectativas. Las esperanzas de Sasha también estaban reviviendo; la vida, la vida palpitante, parecía que se abría ante él. Pero nuestra alegría duró poco. La Comisión rechazó actuar en la apelación. Berkman tendría que cumplir los primeros siete años de condena antes de que se tomara en consideración el «error» de las otras sentencias. Estaba claro que no se haría nada que disgustara a Carnegie o a Frick.
Este resultado me afectó profundamente y temía los efectos que pudiera tener sobre Sasha. ¿Qué podría decirle para ayudarle a superar este duro golpe? Ed intentó tranquilizarme diciendo que Sasha era lo suficientemente valiente como para resistir hasta 1897, pero sus palabras no me fueron de ninguna ayuda. Empecé a creer que nunca se le concedería ningún indulto. La amenaza del inspector Reed de que no saldría vivo de la cárcel resonaba en mis oídos. Antes de poder decidirme a escribirle, llegó una carta suya. No había puesto muchas esperanzas en un resultado favorable, decía en su carta, y no estaba demasiado decepcionado. La actuación de la Comisión solo probaba una vez más la fuerte alianza existente entre el gobierno americano y la plutocracia. Era lo que los anarquistas habían denunciado siempre. La promesa de la Comisión de reconsiderar la apelación en 1897 era meramente un truco para cegar a la opinión pública y cansar a los amigos que habían trabajado a su favor. Estaba seguro de que los lacayos de los intereses del acero nunca harían nada por él. Pero no importaba. Había sobrevivido los cuatro primeros años y tenía intención de seguir luchando. Decía: «Nuestros enemigos nunca tendrán la oportunidad de decir que me han vencido». Sabía que siempre contaría con mi apoyo y con el de los nuevos amigos que había ganado. No debía desanimarme ni permitir que mi fervor por la Causa disminuyera. Mi Sasha, mi maravilloso Sasha, no solo era valiente, como había dicho Ed; sino que además nos daba ánimos a los demás. Como siempre, desde que el monstruo de vapor de la Estación Baltimore y Ohio me lo arrebató, destacaba como un meteoro luminoso en el oscuro horizonte de los intereses mezquinos, las preocupaciones personales y la rutina de cada día. Era como una luz blanca que purgaba las almas, que inspiraba incluso temor por su indiferencia hacia las debilidades humanas.
Capítulo XV
En ese momento estaba teniendo lugar un renacimiento en las filas anarquistas; se observaba más actividad que nunca desde 1887, especialmente entre los adherentes americanos. S. Merlino comenzó a editar en 1892 Solidarity, una publicación en lengua inglesa que se suspendió más tarde y que reapareció en el 94, la cual agrupaba a varios americanos muy capaces. Entre ellos estaban John Edelman, William C. Owen, Charles B. Cooper, la señorita Van Etton, una sindicalista muy activa, y varios más. Se organizó un club de ciencia social que programaba conferencias semanales. Este trabajo atraía una considerable atención de parte de los intelectuales nativos, así como ataques virulentos de la prensa. Nueva York no era la única ciudad donde se estaba expandiendo el anarquismo. En Portland, Oregón, un grupo de hombres y mujeres muy dotados, que incluía a Henry Addis y la familia Isaak, estaba publicando Firebrand, otro semanario en inglés. En Boston, Harry M. Kelly, un joven y ardiente compañero, había organizado una imprenta cooperativa que estaba publicando el Rebel. En Filadelfia, Voltairine de Cleyre, H. Brown, Perle McLeod y otros valientes seguidores de nuestras ideas estaban llevando a cabo diversas actividades. De hecho, el espíritu de los mártires de Chicago estaba resucitando en todos los Estados Unidos. Las voces de Spies y sus compañeros estaban encontrando expresión en lengua nativa, así como en todas las lenguas extranjeras de los pueblos de América.
Nuestro trabajo se vio estimulado por la llegada de dos anarquistas británicos. Charles W. Mowbray y John Turner. El primero había venido a América en 1894, poco después de mi salida de la cárcel, y estaba activo en Boston. John Turner, que era el más culto y el mejor informado de los dos, había sido invitado a los Estados Unidos por Harry Kelly. Por alguna razón, al principio iba muy poca gente a sus conferencias y tuvimos que ocupamos de los preparativos de las mismas en Nueva York. Había conocido a John y a su hermana Lizzie durante mi estancia en Londres. Los dos me habían atraído mucho por su cordialidad, amabilidad y simpatía. Me gustaba sobre todo hablar con John; estaba familiarizado con los movimientos sociales en Inglaterra y él mismo estaba estrechamente unido a los elementos cooperativistas y sindicalistas, así como a Commonweal, fundada por William Morris. Pero dedicaba los mayores esfuerzos a la propaganda anarquista. El viaje a América de John Turner me dio la oportunidad de probar mi habilidad para hablar en inglés, pues muy a menudo tuve que presidir sus mítines.
La campaña por la libre acuñación estaba en su cenit. La proposición de libre acuñación de plata en proporción con el oro de dieciséis a uno se había convertido de la noche a la mañana en un problema nacional. Ganó en fuerza por la ascensión repentina de William Jennings Bryan, quien había provocado una desbandada en la Convención Demócrata con su elocuente discurso y el lema: «No forzaréis la corona de espinas sobre la frente de los trabajadores, no crucificaréis a la humanidad en la cruz de oro». Bryan se presentaba a la presidencia, el orador del «pico de plata» captó la atención del hombre de la calle. Los liberales americanos, que tan fácilmente se sienten atraídos por los nuevos esquemas políticos, se unieron a Bryan casi al unisono en la cuestión de la libre acuñación. Incluso algunos anarquistas se entusiasmaron con sus eslóganes. Un día, un conocido compañero de Chicago. George Schilling, llegó a Nueva York para obtener la cooperación de los radicales del este. George era un seguidor de Benjamin Tucker, el líder de la escuela anarquista individualista y colaborador de su periódico, Liberty. Pero, a diferencia de Tucker, George estaba más cerca del movimiento obrero y era también más revolucionario que su maestro. El deseo de que hubiera un despertar popular en los Estados Unidos es lo que llevó a Schilling a creer que la cuestión de la libre acuñación se convertiría en la fuerza que minaría tanto el monopolio como el Estado. Los duros ataques a Bryan por parte de la prensa ayudaron a la causa de este, haciendo que George y muchos otros le considerasen un mártir. Los periódicos hablaban de Bryan como un «instrumento en las manos manchadas de sangre de Altgeld, el anarquista, y de Eugene Debs, el revolucionario».
Yo no compartía el entusiasmo por Bryan, en parte porque no creía en la maquinaria política como medio para provocar cambios fundamentales, y también porque había algo débil y superficial en Bryan. Tenía la sensación de que su principal objetivo era llegar a la Casa Blanca y no «romper las cadenas» del pueblo. Decidí mantenerme apartada de él. Sentía su falta de sinceridad y no confiaba en él. Debido a mi actitud me vi atacada por dos frentes distintos el mismo día. Primero fue Schilling, quien me instó a unirme a la campaña por la libre acuñación. «¿Qué vais a hacer vosotros, los del Este —me preguntó cuando le vi—, cuando el Oeste marche en filas revolucionarias hacia aquí? ¿Vais a continuar hablando u os uniréis a nosotros?» Me aseguró que mi fama había llegado al Oeste y que sería un factor valioso en el movimiento popular para liberar a las masas de sus expoliadores. George era muy optimista en su fervor, pero no logró convencerme. Nos separamos como amigos, George moviendo la cabeza por mi falta de visión sobre la inminente revolución.
Por la noche nos hizo una visita el que fue diputado por Homestead, un hombre llamado John McLuckie. Recordé su postura decidida durante la huelga del acero contra la importación de esquiroles y aprecié su solidaridad con los trabajadores. Me alegraba conocer a aquel personaje grande y jovial, el típico demócrata al estilo jeffersoniano. Me dijo que Voltairine de Cleyre le había pedido que hablara conmigo sobre Sasha. Había ido a hablar con ella para decirle que Berkman ya no estaba en el penal Western. Él, como mucha gente de Homestead, creía que Berkman nunca había tenido intención de matar a Frick; había cometido el atentado solo para crear simpatías por este. La sentencia excesiva que se le impuso había sido solamente un truco de los tribunales de Pensilvania para engañar al público. Los trabajadores de Homestead estaban seguros de que Alexander Berkman había sido liberado hacía tiempo. Voltairine le había dado a McLuckie documentos que probaban lo ridículo de su historia y le había mandado a mí para que le diera más pruebas.
Escuché al hombre, incapaz de concebir que nadie en su sano juicio pudiera creer algo así sobre Sasha. Había sacrificado su juventud, ya había pasado cinco años en la prisión, había estado en el calabozo en aislamiento, había sufrido brutales ataques físicos. La persecución de que era objeto le había hecho intentar el suicidio. Y aún así, la gente por la que entregó su vida sospechaba de él. Era absurdo, cruel. Fui a mi habitación, cogí las cartas de Sasha y se las entregué a McLuckie. «Lea —dije—, y luego dígame si cree aún en las historias fantásticas que me ha contado».
Cogió una de las cartas del montón, la leyó cuidadosamente, luego ojeó varias más. Al poco me alargó la mano. «Mi querida, mi valiente muchacha —dijo—, lo siento, siento muchísimo haber dudado de vuestro amigo». Me aseguró que se daba cuenta de lo equivocados que él y su gente habían estado. «Puede contar con mi ayuda —añadió con gran sentimiento— en cualquier esfuerzo que haga para sacar a Berkman de la cárcel». Luego se refirió a Bryan, haciendo hincapié en la magnífica oportunidad que tendría de ayudar a Sasha si me unía a la campaña por la libre acuñación. Mis actividades me pondrían en estrecho contacto con los políticos más destacados del Partido Demócrata, a los que podría dirigirme después para procurar un indulto. Él en persona se encargaría de ver a los líderes y estaba seguro del éxito si podía asegurarles que contaban con mis servicios. Señaló que no tendría responsabilidades sobre los resultados del asunto. Viajaría conmigo y haría todos los preparativos. Por supuesto se me pagaría un salario generoso.
McLuckie era sincero y decente; aunque, evidentemente, un completo ignorante de mis ideas. Quizás su sugerencia de que así podría ayudar a Sasha me hizo verle más compasivamente. Sin embargo, no podía tener nada que ver con Bryan, tenía la sensación de que utilizaría a los trabajadores como trampolín hacia el poder.
Mi visita no se ofendió. Se marchó lamentando mi falta de sentido práctico, pero prometió solemnemente sacar de su error a la gente de Homestead sobre Berkman.
Junto con Ed y otros amigos cercanos discutí acerca del posible origen de los terribles rumores que corrían sobre Sasha. Estaba segura de que habían sido creados por la actitud de Most. Recordaba que la prensa había comentado ampliamente la afirmación de Most de que Sasha había utilizado una «pistola de juguete». Johann Most... Mi vida era tan plena que casi le había olvidado. El rencor que su traición a Sasha me había provocado había dado paso a un sordo sentimiento de decepción por el hombre que una vez significó tanto para mí. La herida que me produjo estaba en parte curada, aunque había dejado una cicatriz sensible. La visita de McLuckie la había vuelto a abrir de nuevo.
Mis encuentros con Schilling y McLuckie me hicieron ser consciente de un nuevo y gran campo para mi actividad. Lo que había hecho hasta ahora a favor del movimiento era solo un primer paso. A partir de ahora haría giras, estudiaría el país y sus gentes, sentiría el pulso de la vida americana. Llevaría a las masas el mensaje de un nuevo ideal social. Estaba deseosa de empezar enseguida, pero decidí que primero tenía que conocer mejor el inglés y ganar algo de dinero. No quería depender de los compañeros o que se me pagaran las conferencias. Mientras tanto, podía seguir con mi trabajo en Nueva York.
Estaba llena de entusiasmo por el futuro, pero en la misma proporción que aumentaba mi ánimo, disminuía el interés de Ed en mis propósitos. Hacía tiempo que sabía que a Ed le dolía cada momento que pasábamos separados. También me di cuenta de las marcadas diferencias que existían entre nosotros con respecto a la cuestión de la mujer. Pero aparte de esto, Ed siempre había estado a mi lado, siempre dispuesto a ayudarme en mis esfuerzos. Ahora estaba descontento y criticaba todo lo que yo hacía. Con el tiempo se volvió más taciturno. A menudo, cuando volvía tarde de alguna reunión, le encontraba con el ceño fruncido, callado, moviendo nerviosamente la pierna. Anhelaba acercarme a él, compartir mis pensamientos y mis planes con él; pero su mirada llena de reproches me dejaba muda. En mi habitación, le esperaba con ansiedad; pero no venía, luego le oía irse cansinamente a la cama. Esto me hería en lo más vivo, pues le amaba profundamente. Aparte de mi interés en el movimiento y en Sasha, mi gran pasión por Ed había desplazado todo lo demás.
Todavía tenía sentimientos muy tiernos por mi antiguo amante artista, más aún porque pensaba que me necesitaba. Después de volver de Europa le encontré muy cambiado. Había ascendido en su profesión y estaba ganando bastante dinero. Seguía siendo tan generoso conmigo como en nuestros días de pobreza, me había ayudado financieramente durante toda mi estancia en Viena y luego había amueblado mi apartamento. Desde luego, su actitud hacía mí no había cambiado. Pero no tardé mucho en descubrir que el movimiento había perdido su antiguo significado para Fedia. Ahora vivía en un círculo diferente, y sus intereses eran diferentes. Las subastas de arte absorbían todo su tiempo libre. Había deseado tan ardientemente y durante tanto tiempo la belleza que, ahora que tenía medios, quería hartarse de ella. Los estudios se convirtieron en su gran pasión. Cada pocos meses amueblaba uno con las cosas más exquisitas, y al poco tiempo lo abandonaba por otro, que decoraba con nuevas cortinas, jarrones, lienzos, alfombras y cosas por el estilo. Todas las cosas bonitas que teníamos en nuestro apartamento procedían de sus ateliers. No podía soportar la idea de que Fedia se alejara tanto de nuestros intereses pasados, que ya no ofreciera más ayuda financiera al movimiento. Pero como nunca había tenido mucho sentido del valor de las cosas materiales, no me sorprendía que fuera tan extravagante. Me preocupaban más los nuevos amigos que había elegido, casi todos trabajaban en periódicos. Eran un manojo de disolutos y cínicos cuyos principales intereses en la vida eran la bebida y las mujeres. Desgraciadamente, habían conseguido imbuir a Fedia con el mismo espíritu; me apenaba ver a mi idealista amigo tomar el camino de tantos vacíos de corazón y de cerebro. Sasha había tenido siempre la impresión de que la lucha social solo era una fase pasajera en la vida de Fedia, pero yo había esperado que cuando Fedia se deslizara por otras vías serían las del arte. El que fuera a la deriva hacia placeres triviales y sin sentido, para los cuales era demasiado bueno, resultaba muy doloroso. Afortunadamente, todavía se sentía unido a nosotros. Tenía en gran consideración a Ed, y su afecto por mí, aunque ya no era el mismo que en el pasado, todavía era lo suficientemente cálido como para contrarrestar, al menos en parte, la influencia desintegradora de su nuevo ambiente.
Venía a casa con frecuencia. En una ocasión me pidió que posara para un dibujo a lápiz y tinta que le había prometido a Ed. Durante las sesiones pensaba en nuestro pasado en común, en nuestro afecto, que había sido tan tierno, quizás demasiado para sobrevivir a la influencia que la personalidad de Ed ejercía sobre mí; probablemente también porque el amor de Fedia era demasiado condescendiente para mi naturaleza turbulenta, la cual encontraba su expresión en el enfrentamiento, en la resistencia y en la superación de obstáculos. Fedia todavía me atraía, pero era Ed el que me consumía con un deseo intenso, era Ed el que hacía arder mi sangre, eran las manos de Ed las que me embriagaban, las que me exaltaban. El cambio repentino de su forma de ser, su actitud descontenta e hipercrítica era demasiado mortificante. Pero mi orgullo no me permitía dar el primer paso para romper el silencio. Fedia me dijo que Ed había admirado con entusiasmo su dibujo y que lo había elogiado como una espléndida obra de arte, que encontraba que expresaba muy bien mi carácter. En mi presencia, sin embargo, no había dicho ni uña sola palabra.
Pero una noche la reserva de Ed se derrumbó. «¡Te estás alejando de mí! —gritó excitado—. Veo que debo abandonar mis sueños de una vida de belleza junto a ti. Has perdido un año en Viena, has adquirido una profesión solo para tirarla por la borda a cambio de esos mítines estúpidos. No te interesa nada más; tu amor no me toma en consideración ni a mí ni a mis necesidades. Tu interés por el movimiento, por el que estás dispuesta a romper nuestras vidas, no es más que vanidad, nada más que ansia de aplausos, gloria y fama. Eres incapaz de sentimientos profundos. Nunca has comprendido ni apreciado el amor que te he dado. He esperado y esperado a que se produjera algún cambio, pero veo que es inútil. No te compartiré con nadie o con nada. ¡Tendrás que elegir!» Recorría la habitación como un animal enjaulado, volviéndose a mí de cuando en cuando para clavarme con la mirada. Todo lo que había acumulado durante semanas surgía ahora en forma de acusaciones y reproches.
Me quedé sentada llena de consternación. La vieja y familiar exigencia de que «eligiera» seguía zumbando en mis oídos. Ed, que había sido mi ideal, era como los demás. Me haría renunciar a mis intereses y al movimiento, haría que sacrificara todo a mi amor por él. Most me había repetido varias veces el mismo ultimátum. Me quedé mirándole incapaz de hablar o de moverme, mientras él seguía andando a zancadas por la habitación hecho una furia. Finalmente, cogió el abrigo y el sombrero y salió.
Estuve allí sentada durante horas, paralizada; luego llamaron violentamente a la puerta. Era para un parto. Cogí la bolsa que tenía preparada desde hacía semanas y salí con el hombre que había venido a buscarme.
En un piso de dos habitaciones de la calle Houston, en un sexto, encontré a tres niños dormidos y a la mujer con los dolores del parto. No tenían gas, solo una lámpara de queroseno, con la que tuve que calentar el agua. El hombre se quedó en blanco cuando le pedí una sábana. Me dijo que era viernes, su mujer había lavado el lunes y toda la ropa de cama estaba sucia. Pero podía utilizar el mantel; lo acababan de poner esa misma noche para el Sabbath. «¿Hay pañales y todo lo demás para el bebé?», pregunté. El hombre no sabía. La mujer señaló un lío de ropa que contenía unas cuantas camisas hechas trozos, una venda y unos cuantos trapos. Cada rincón rezumaba una pobreza increíble.
Con el mantel y un delantal de más que había traído me preparé para recibir al nuevo miembro de la familia. Era mi primer caso privado y el disgusto que me había producido el arrebato de ira de Ed aumentó mi nerviosismo. Pero me controlé y trabajé desesperadamente. Ya entrada la mañana ayudé a traer una nueva vida al mundo. Una parte de mi propia vida había muerto la noche anterior.
La pena que me causaba la ausencia de Ed era mitigada por el trabajo. El cuidado de varios pacientes y las operaciones del doctor White, a las que asistía, me dejaban poco tiempo para lamentaciones. Las tardes las tenía ocupadas con mítines en Newark, Paterson y otras ciudades de los alrededores. Pero por la noche, sola en el piso, la escena de Ed me obsesionaba y me atormentaba. Sabía que yo le importaba, pero que pudiera marcharse de esa forma, estar fuera tanto tiempo y no dar señales de vida, me llenaba de rencor. Era imposible reconciliarme con un amor que negaba al amado el derecho a sí mismo, un amor que crecía a expensas de la persona amada. Sentía que no podía someterme a esa emoción debilitadora, pero al momento me encontraba en la habitación de Ed, la cara enterrada en su almohada, y el corazón contraído de anhelo por él. Después de dos semanas, mi deseó prevaleció sobre los demás propósitos; le escribí a donde trabajaba y le supliqué que volviera.
Vino enseguida. Me apretó contra su corazón, y entre risas y lágrimas exclamó: «Eres más fuerte que yo; te he necesitado cada momento, desde que cerré esa puerta. Todos los días tenía intención de volver, pero era demasiado cobarde. He pasado noches caminando alrededor de la casa como una sombra. Quería entrar y rogarte que me perdonaras, que olvidaras. Incluso fui a la estación cuando me enteré de que tenías que ir a Newark y a Paterson. No soportaba la idea de que volvieras sola a casa. Pero temía tu desprecio, tenía miedo de que me dijeras que me marchara. Sí, eres más valiente y más fuerte que yo. Eres más natural. Todas las mujeres lo son. ¡El hombre es una criatura tan civilizada, tan tonta! La mujer ha retenido sus impulsos naturales y es más real».
Empezamos a vivir juntos otra vez, pero invertía menos tiempo en mis intereses públicos. Era debido en parte a los numerosos avisos que tenía, pero más a mi determinación a dedicarme a Ed. Sin embargo, según pasaban las semanas, una voz todavía débil me susurraba continuamente que la ruptura final solo estaba siendo diferida. Me aferraba desesperadamente a Ed y a su amor para alejar el inminente fin.
Mi profesión de comadrona no era muy lucrativa, solo los extranjeros más pobres recurrían a tales servicios. Aquellos que habían ascendido en la escala del materialismo americano perdían su timidez natural junto con muchos otros rasgos originales. Al igual que las mujeres americanas, ellas también solo serían atendidas por doctores. La obstetricia ofrecía un campo muy limitado, en las urgencias nos veíamos obligadas a pedir ayuda a un médico. Diez dólares era la tarifa más alta; la mayor parte de las mujeres no podían pagar ni eso. Pero mientras que mi trabajo no me daba la oportunidad de ganar riquezas mundanas, resultaba ser un excelente campo para la experiencia. Me ponía en estrecho contacto con la gente que mi ideal aspiraba a ayudar y emancipar. Me acercó a las condiciones de vida de los trabajadores, sobre las que, hasta entonces, había hablado y escrito sobre todo en teoría. Los ambientes miserables en los que vivían, la rutina y la inercia de la sumisión a su destino, me hicieron darme cuenta del trabajo colosal que quedaba aún por hacer para conseguir el cambio por el que nuestro movimiento estaba luchando.
Todavía me impresionaron más los tremendos y vanos esfuerzos de las mujeres pobres contra los frecuentes embarazos. La mayoría vivía con el temor constante a quedar embarazadas; la gran parte de las mujeres casadas se sometían impotentes, y cuando descubrían el embarazo, la alarma y la preocupación daban como resultado su decisión de deshacerse del futuro hijo. Eran increíbles los métodos tan fantásticos que podía inventar la desesperación: saltar desde las mesas, rodar por el suelo, masajear el vientre, beber pócimas vomitivas y usar instrumentos romos. Intentaban estos y otros métodos similares, generalmente con graves resultados. Era desgarrador, pero comprensible. Teniendo una numerosa prole, a menudo más de los que el salario del padre podía mantener, cada nuevo hijo era una maldición, «una maldición divina», como me decían las mujeres judías ortodoxas y las católicas irlandesas. Los hombres, por lo general, se mostraban más resignados, pero las mujeres clamaban al cielo por infligirles tales castigos. Durante los dolores del parto algunas mujeres lanzaban anatemas contra Dios y contra el hombre, especialmente contra sus maridos. «¡Échale! —gritaba una de mis pacientes—, ¡no dejes que ese bruto se me acerque o le mataré!» Ésa criatura atormentada ya había tenido ocho hijos, cuatro de los cuales habían muerto en la infancia. Los demás estaban enfermizos y malnutridos, como la mayoría de los niños no deseados y mal cuidados que se arrastraban a mi alrededor mientras ayudaba a traer otra criatura al mundo.
Después de tales partos volvía a casa enferma y afligida, odiando a los hombres responsables de las espantosas condiciones en que vivían sus mujeres y sus hijos, y odiándome sobre todo a mí misma porque no sabía cómo ayudarles. Podía, por supuesto, inducir un aborto. Muchas mujeres venían a mí con ese propósito, incluso se ponían de rodillas y me suplicaban que las ayudara, «por el bien de los pequeños que ya están aquí». Sabían que algunos médicos y comadronas lo hacían, pero el precio estaba fuera de su alcance. Yo era tan comprensiva, ¿no haría nada por ellas? Me pagarían a plazos semanales. Intentaba explicarles que no era una cuestión económica lo que me impedía hacer lo que me rogaban; era preocupación por sus vidas y su salud. Les contaba la historia de una mujer que había muerto tras una operación de ese tipo, y sus hijos quedaron huérfanos. Pero confesaban que preferían morir; estaban seguras de que la ciudad cuidaría de sus huérfanos y de que estarían mejor atendidos.
No podía avenirme a realizar la tan deseada operación. No tenía fe en mi capacidad y recordaba que nuestro profesor de Viena nos había demostrado con frecuencia los terribles resultados de un aborto. Mantenía que incluso cuando esas prácticas resultaban satisfactorias, minaban la salud de la paciente. No lo haría nunca. No se trataba de ninguna consideración moral sobre la santidad de la vida; una vida no deseada y forzada a la pobreza más abyecta no me parecía sagrada. Pero mis intereses abarcaban el problema social al completo, no un simple aspecto de él, no arriesgaría mi libertad por esa única parte de la lucha humana. Me negué a realizar abortos y no conocía métodos que evitaran la concepción.
Hablé sobre esta cuestión con algunos médicos. El doctor White, un conservador, dijo: «Los pobres son los únicos culpables: se abandonan a sus apetitos con demasiada frecuencia». El doctor Julius Hoffmann pensaba que los niños eran la única alegría de los pobres. El doctor Solotaroff mantenía la esperanza de que se produjeran grandes cambios en un futuro próximo, cuando la mujer se volviera más inteligente e independiente. «Cuando use más su cerebro —me decía—, sus órganos procreadores funcionarán menos». Esto parecía más convincente que los argumentos de los otros médicos, aunque no más consolador; además de no ser de ninguna ayuda práctica. Ahora que había aprendido que las mujeres y los niños llevaban la carga más pesada de nuestro despiadado sistema económico, comprendía que era una burla querer que esperaran a que llegara la revolución social para enderezar las injusticias. Busqué una solución inmediata a su purgatorio, pero no encontré nada que fuera de utilidad.
Mi vida en casa era de todo menos armoniosa, aunque externamente todo parecía marchar bien. Ed estaba aparentemente tranquilo y satisfecho de nuevo, pero yo me sentía cohibida y nerviosa. Si asistía a una reunión y me retrasaba más de lo previsto, me sentía intranquila y me iba a casa a toda prisa, preocupada. A menudo rechazaba invitaciones a conferencias porque sentía que Ed lo desaprobaba. Cuando no podía negarme, trabajaba durante semanas en el tema, mis pensamientos estaban más en Ed que en lo que tenía entre manos. Me preguntaba de qué manera este punto o aquel argumento podrían atraerle y si daría su aprobación. No obstante, nunca pude leerle mis notas, y si asistía a las conferencias, su presencia me intimidaba, porque sabía que no creía en mi trabajo. Esto hacía que se debilitara mi fe en mí misma. Empezaron a darme unos extraños ataques de nervios. Sin previo aviso, caía al suelo como si me hubieran golpeado con fuerza. No perdía la consciencia, podía ver y comprender lo que sucedía a mi alrededor, pero no podía articular palabra. El pecho me convulsionaba, tenía la garganta comprimida y un dolor espantoso en las piernas, como si los músculos estuvieran desgarrándose. Esto duraba de diez minutos a una hora y me dejaba completamente exhausta. Solotaroff, no pudiendo emitir un diagnóstico, me llevó a un especialista, que no resultó de mayor utilidad. El examen del doctor White tampoco dio resultados. Algunos médicos decían que era histeria, otros que inversión uterina. Yo sabía que esto último era la verdadera causa, pero no consentiría en operarme. Cada vez estaba más convencida de que mi vida no conocería por mucho tiempo la armonía en el amor, que los conflictos, y no la paz, serían mi destino. En esta vida no había lugar para un hijo.
Me llegaron de distintos puntos del país peticiones para que diera unos ciclos de conferencias. Yo tenía muchas ganas de ir, pero me faltaba valor para planteárselo a Ed. Sabía que no consentiría y su negativa nos llevaría, casi con toda seguridad, a una separación violenta. Los médicos me habían aconsejado vivamente un descanso y un cambio de aires, y Ed me sorprendió insistiendo en que debía marcharme. «Tu salud es más importante que ninguna otra cosa —dijo—, pero primero tienes que abandonar la tonta idea de que debes ganarte la vida». Ahora estaba ganando suficiente para los dos, y le haría feliz que abandonara mi trabajo de enfermera y que dejara de arruinar mi salud ayudando a traer al mundo a mocosos desgraciados. Agradecía la oportunidad que tenía de cuidarme, de ofrecerme ocio y la posibilidad de recuperarme. Más tarde, dijo, estaría en condiciones para ir de gira. Se daba cuenta de cuánto lo necesitaba y sabía qué gran esfuerzo suponía para mí hacer de esposa devota. Continuó diciendo que disfrutaba del hogar que yo había hecho tan bello para él, pero veía que no estaba satisfecha. Estaba seguro de que un cambio me haría bien, me restituiría mi antiguo espíritu y me devolvería a él.
Las semanas que siguieron fueron felices y llenas de paz. Pasábamos mucho tiempo juntos, hacíamos frecuentes excursiones al campo, asistíamos a conciertos y a la ópera. Volvimos a leer juntos otra vez, y Ed me ayudaba a entender a Racine, Comeille y Molière. Solo le gustaban los clásicos: Zola y sus contemporáneos le resultaban repelentes. Pero cuando estaba a solas, durante el día, me complacía en la literatura más moderna, además de planear una serie de conferencias para la próxima gira.
En medio de estos preparativos llegaron noticias de torturas en la prisión española de Montjuich. Trescientos hombres y mujeres, la mayoría sindicalistas y unos pocos anarquistas, fueron arrestados en 1896 tras la explosión de una bomba en Barcelona durante una procesión. El mundo entero estaba horrorizado por la resurrección de la Inquisición, se tenía a los prisioneros sin agua ni comida durante días, los azotaban y los quemaban con hierros al rojo. A uno incluso le cortaron la lengua. Empleaban estos métodos diabólicos para arrancar confesiones a los desgraciados. Algunos se volvieron locos y en su delirio implicaron a compañeros inocentes, los cuales fueron inmediatamente condenados a muerte. La persona responsable de estos horrores era el presidente del gobierno español, Cánovas del Castillo. Los periódicos liberales de Europa, tales como el Frankfurter Zeitung y el Intransigeant de París, despertaron el sentimiento público contra la Inquisición decimonónica. Miembros progresistas de la Casa de los Comunes, del Reichstag y de la Cámara de Diputados exigieron que se llevaran a cabo acciones que detuvieran las actuaciones de Cánovas. Solo América permaneció muda. A excepción de las publicaciones radicales, la prensa mantuvo una conspiración de silencio. Junto con mis amigos, sentía la necesidad de romper ese muro. En una reunión a la que asistió Ed, Justus, John Edelman y Harry Kelly, que había venido de Boston, y con la cooperación de los anarquistas españoles e italianos, decidimos empezar una campaña con un gran mitin, al que seguiría una manifestación frente al consulado de España en Nueva York. Tan pronto como nuestro trabajo se hizo público, los periódicos reaccionarios empezaron a instar a las autoridades a parar a «Emma la Roja»; me había quedado con ese apodo desde el mitin en la plaza Union. La noche de la reunión la policía hizo un gran despliegue de fuerza, abarrotaron la tribuna, de forma que los oradores apenas podían hacer un ademán sin tocar a un agente de policía. Cuando me llegó el tumo para hablar, hice un relato detallado de los métodos que se estaban utilizando en Montjuich y pedí que se hiciera una protesta contra esos horrores.
La emoción contenida de la audiencia se hizo aún más tensa y rompió en un aplauso atronador. Antes de que se calmara completamente, una voz desde la galería preguntó; «Señorita Goldman, ¿no cree que alguien de la Embajada Española en Washington o de la Delegación en Nueva York debería morir en venganza por las condiciones que acaba de describir?» Intuitivamente sentí que el que preguntaba debía ser un detective que intentaba tenderme una trampa. Hubo un movimiento entre los policías que estaban junto a mí como si se estuvieran preparando para echarme mano. La audiencia guardó silencio en tensa expectación. Hice una pausa durante un momento; luego, tranquila y deliberadamente respondí: «No, no creo que ningún representante español en América sea lo suficientemente importante para que se le mate; pero si estuviéramos en España ahora, mataría a Cánovas del Castillo».
Unas semanas más tarde llegaron noticias de que un anarquista de nombre Angiolillo había matado a Cánovas del Castillo. Al momento los periódicos de Nueva York empezaron una verdadera caza de los anarquistas de más renombre para conseguir sus opiniones sobre ese hombre y su acción. Los periodistas me acosaron día y noche para que respondiera a sus preguntas. ¿Conocía al hombre? ¿Había mantenido correspondencia con él? ¿Le había sugerido que Cánovas debía morir? Tuve que decepcionarlos. No conocía a Angiolillo y nunca había mantenido correspondencia con él. Todo lo que sabía es que había actuado mientras los demás nos dedicábamos a hablar de los terribles ultrajes.
Nos enteramos de que Angiolillo había vivido en Londres y de que era conocido entre nuestros amigos como un joven sensible, un estudiante voraz, un amante de la música y los libros, un apasionado de la poesía. Las torturas de Montjuich le habían obsesionado y había decidido matar a Cánovas. Fue a España, esperando encontrar al presidente en el Parlamento, pero allí se enteró de que Cánovas estaba recuperándose de sus «trabajos de Estado» en Santa Águeda, un lugar de veraneo de moda entonces. Angiolillo viajó hasta allí. Se encontró con Cánovas casi inmediatamente, pero iba acompañado de su esposa y sus dos hijos. «Podía haberle matado en ese momento —dijo Angiolillo ante el tribunal—, pero no podía arriesgar las vidas inocentes de la mujer y de los niños. Era a Cánovas a quien quería; él era el responsable de los crímenes de Montjuich». Entonces, fue a villa Castillo, se presentó como representante de un periódico italiano conservador. Cuando se encontró cara a cara con el presidente del gobierno le disparó. La señora Cánovas entró corriendo en ese momento y golpeó a Angiolillo en la cara. «No quería matar a su marido —se disculpó Angiolillo—, solo al responsable oficial de las torturas de Montjuich».
El Attentat de Angiolillo y su espantosa muerte me hicieron recordar vividamente el período de julio de 1892. El calvario de Sasha duraba ya cinco años. ¡Qué cerca había estado de correr la misma suerte! No tener unos miserables cincuenta dólares había evitado que acompañara a Sasha a Pittsburgh; ¿pero cómo se puede hacer una valoración del tormento espiritual y el sufrimiento que una experiencia de ese tipo conlleva? Sin embargo, la acción de Sasha me había enseñado una lección. Desde entonces dejé de considerar los actos políticos desde un punto de vista meramente utilitario o por su valor propagandístico, como hacían otros revolucionarios. Las fuerzas interiores que impulsaban a un idealista a cometer actos de violencia, los cuales a menudo conllevaban la destrucción de su propia vida, habían llegado a significar mucho más para mí. Ahora estaba segura de que detrás de cada acción política de ese tipo había una personalidad impresionable y altamente sensibilizada, y un espíritu bondadoso. Esos seres no podían seguir viviendo plácidamente a la vista de la miseria y las grandes males de la humanidad. Sus reacciones ante la crueldad y la injusticia del mundo debían, inevitablemente, expresarse en algún acto violento, en un supremo desgarrarse de su espíritu torturado.
Había hablado en Providence unas cuantas veces sin el menor problema. Rhode Island era todavía uno de los pocos Estados que mantenían la vieja tradición de la libertad de expresión íntegra. Dos de nuestras reuniones al aire libre, a las que asistieron miles de personas, fueron bien. Pero parecía que la policía había decidido suprimir el último mitin. Cuando llegué junto con varios amigos a la plaza donde iba a tener lugar la reunión, nos encontramos con que un miembro del Partido Socialista del Trabajo estaba hablando y, no queriendo interferir, montarnos nuestra plataforma un poco más lejos. Mi buen compañero John H. Cook, un trabajador muy activo, abrió el mitin y empecé a hablar. En ese momento vino corriendo un policía gritando: «¡Deja de cotorrear! ¡Para inmediatamente o te bajo de la plataforma! »Seguí hablando. Alguien dijo: «¡Continúa, no hagas caso de ese fanfarrón!» El policía llegó jadeando. Cuando recuperó el aliento chilló:
—Oye, tú, ¿estás sorda? ¿No te he dicho que te calles? ¿Qué pretendes desobedeciendo a la ley?
—¿Es usted la ley? —repliqué—. Pensaba que era su deber mantener la ley, no transgredirla. ¿No sabe que la ley de este Estado me da derecho a expresarme libremente?
—Y un carajo —contestó—, yo soy la ley.
La audiencia empezó a silbar y a abuchear. El oficial intentó bajarme de la improvisada plataforma. La multitud se volvió amenazadora y empezó a rodearle. Sonó su silbato. Un furgón policial se precipitó en la plaza y varios policías se abrieron paso entre la multitud blandiendo las porras. El oficial, que todavía me tenía agarrada, gritó: «Retirad a esos malditos anarquistas para que pueda llevarme a esta mujer. Está arrestada». Me llevaron hasta el furgón y me lanzaron, literalmente, dentro.
En la comisaría exigí saber con qué derecho habían interferido en mis actividades. «Porque eres Emma Goldman —respondió el sargento—. Los anarquistas no tienen derechos en esta comunidad». Ordenó que me encerraran toda la noche.
Era la primera vez que me arrestaban desde 1893; pero, esperando constantemente caer en las garras de la ley, me había acostumbrado a llevar un libro siempre que iba a un mitin. Me enrollé las faldas alrededor de las piernas y subí a la tabla que hacía de cama, me acerqué todo lo que pude a la puerta de barrotes, a través de la cual llegaba un poco de luz, y empecé a leer. Al poco, oí que alguien gemía en la celda de al lado. «¿Qué ocurre? —susurré—, ¿está enferma?» Una voz de mujer respondió entre sollozos: «¡Mis hijos están solos! ¿Quién se va a ocupar de ellos? ¿Qué será de mi marido enfermo?» Empezó a llorar más fuerte. «Oye tú, borracha, deja de chillar», gritó una matrona desde algún sitio. Los sollozos cesaron y oí a la mujer recorrer la celda como un animal enjaulado. Cuando se calmó le pedí que me contara sus problemas; a lo mejor podía serle de ayuda. Me enteré de que tenía seis hijos, el mayor tenía catorce años, el pequeño solo uno. Su marido llevaba enfermo diez meses, no podía trabajar, y en su desesperación había cogido una hogaza de pan y una lata de leche de la tienda donde había trabajado una vez. La cogieron en el acto y la entregaron a la policía. Suplicó que la dejaran fuera esa noche para que su familia no se preocupara, pero el oficial insistió en que le acompañara y ni le dio la oportunidad de enviar recado a su casa. La llevaron a la comisaría después de la cena. La matrona le dijo que podía pedir comida si tenía con qué pagar. La mujer no había comido en todo el día; estaba desmayada de hambre y de ansiedad; pero no tenía dinero.
Golpeé la puerta para que acudiera la matrona y le pedí que me encargara cena. En menos de quince minutos volvió con una bandeja con jamón, huevos, patatas calientes, pan, mantequilla y un gran tazón de café. Le di un billete de dos dólares y me devolvió quince centavos. «Vaya precios que tienen aquí», dije. «Desde luego pequeña, ¿qué te creías, que esto era un garito de caridad?» Viendo que estaba de buen humor, le pedí que pasara parte de la comida a mi vecina. Lo hizo, pero sin dejar de comentar: «Menuda estúpida estás hecha, gastar esta comida en una vulgar ratera».
A la mañana siguiente me llevaron, junto a mi vecina y a otros desgraciados, ante un magistrado. Me dejarían en libertad bajo fianza, pero como la cantidad no podía conseguirse de forma inmediata me devolvieron a la comisaría. A la una de la tarde me llamaron de nuevo, esta vez ante el alcalde. Ese individuo, no menos voluminoso y abotagado que el policía, me informó de que si prometía bajo solemne juramento no volver a Providence me dejaría marchar. «Muy amable de su parte, señor alcalde —respondí—, pero como no tiene ningún cargo contra mí, su oferta no es tan generosa como parece». Le dije que no pensaba hacer ninguna promesa, pero que si le interesaba, le informaba de que estaba a punto de marcharme de gira a California. «Estaré fuera tres meses o más, no sé. Pero sé que usted y su ciudad no pueden pasarse sin mí tanto tiempo, por lo que estoy decidida a volver». El alcalde y sus lacayos rugieron de cólera, y me pusieron en libertad.
A mi llegada a Boston me conmocionaron los informes de la prensa local sobre la matanza en Hazleton, Pensilvania, de veintiún huelguistas. Eran mineros que iban de camino a Latimer, en el mismo Estado, para instar a los trabajadores a unirse a la huelga. El sheriff salió a su encuentro en la carretera y no les permitió el paso. Les ordenó que volvieran a Hazleton, y cuando se negaron, él y sus ayudantes abrieron fuego.
Los periódicos aseguraban que el sheriff había actuado en defensa propia; la chusma se había comportado amenazadoramente. Sin embargo, no hubo ninguna víctima entre los hombres que formaban el pelotón, mientras que veintiún trabajadores fueron eliminados y otros muchos heridos. Era evidente, según los informes, que los hombres habían salido con las manos vacías, sin intención de ofrecer resistencia. ¡En todas partes los trabajadores eran asesinados, por todas partes la misma carnicería! Montjuich, Chicago, Pittsburgh, Hazleton, ¡una minoría siempre ultrajando y aplastando a la mayoría! Las masas eran millones, sin embargo, ¡qué débiles! Despertarles de su estupor, hacerles conscientes de su poder, ¡esa era la gran necesidad! Pronto, me decía, podré acercarme a ellos por toda América. ¡Con lengua de fuego les haría darse cuenta de su dependencia e indignidad! Exaltada, imaginaba mi primera gran gira y las oportunidades que me brindaría para defender nuestra Causa. Pero el recuerdo de Ed me sacó de mis ensueños. ¿Qué sería de nuestra vida en común? ¿Por qué no podía ir de la mano con mi trabajo? Mi entrega a la humanidad solo me haría amar y necesitar a Ed más. Lo comprendería, debía comprenderlo: él mismo había sugerido que me marchara durante una temporada. La imagen de Ed me llenó de ternura, pero mi corazón se agitaba de temor.
Solo había estado alejada de Ed durante dos semanas, pero mi anhelo por él era más intenso que cuando volví de Europa. Apenas podía esperar a que el tren se detuviera en la Estación Grand Central, donde me esperaba. En casa todo parecía nuevo, más bello y más seductor. Las palabras cariñosas de Ed sonaban como música en mis oídos. Amparada, protegida de las discordias y de los conflictos de fuera, me aferraba a él y me complacía en la cálida atmósfera de nuestro hogar. Mi ansia por salir de gira palideció bajo la fascinación que sentía por mi amante. Siguió un mes de placer y abandono, pero mi sueño iba a sufrir pronto un doloroso despertar.
La causa fue Nietzsche. Desde mi regreso de Viena había deseado que Ed leyera mis libros. Le había pedido que lo hiciera y me había prometido que los leería cuando tuviera más tiempo. Me entristeció mucho encontrar a Ed tan indiferente a las nuevas fuerzas literarias del mundo. Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento. Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista; sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas eran aristócratas.
Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad oculta tras ella.
—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos. Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado.
—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?
—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que trajiste del extranjero.
Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed, pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.
Sabía cuánto deseaba compartir con él mis libros, cómo había esperado que reconociera su valor e importancia. ¿Cómo podía haberme mantenido en esa incertidumbre, cómo podía haber permanecido en silencio después de haberlos leído? Por supuesto, tenía derecho a tener su opinión, en eso creía de forma implícita. No era el que no estuviera de acuerdo conmigo lo que me había herido en lo más íntimo; era su desprecio, su burla de lo que tanto significaba para mí. Huneker, Yelineck, extraños hasta cierto punto, habían apreciado mi valoración del nuevo espíritu, mientras que mi propio amante me hacía parecer tonta, infantil, incapaz de emitir un juicio. Quería salir corriendo, estar sola; pero me contuve. No podía soportar tener una pelea con Ed en público.
Por la noche, ya tarde, cuando volvimos a casa, me dijo: «No estropeemos estos preciosos tres meses; Nietzsche no merece la pena». Me sentía profundamente ofendida. «No es Nietzsche, eres tú, tú —grité excitadamente—. Bajo el pretexto de un gran amor has hecho todo lo posible por encadenarme a ti, para robarme todo lo más valioso de mi vida. ¡No estás satisfecho con poseer mi cuerpo, quieres también poseer mi espíritu! Primero el movimiento y mis amigos, ahora los libros que me gustan. Quieres alejarme de ellos. Estás arraigado en lo viejo. Muy bien, ¡quédate allí! Pero no harás que yo me aferre a ello. No vas a cortarme las alas, no evitarás que vuele. Me liberaré aunque eso signifique arrancarte de mi corazón».
Se quedó apoyado contra la puerta de su habitación, con los ojos cerrados, sin dar señales de estar oyendo lo que le decía. Pero ya no me importaba. Entré en mi habitación; tenía el corazón frío y vacío.
Los últimos días fueron extremadamente tranquilos, incluso amistosos, Ed me ayudaba a hacer los preparativos para mi viaje. En la estación me abrazó. Sabía que quería decir algo, pero guardó silencio. Yo tampoco podía hablar.
Cuando el tren avanzó, mientras la figura de Ed se empequeñecía, me di cuenta de que nuestra vida nunca volvería a ser la misma. Mi amor había recibido un golpe demasiado duro. Ahora era como una campana resquebrajada; nunca más volvería a emitir su claro y alegre son.
Capítulo XVI
Mi primera parada fue Filadelfia. Había estado en la ciudad muchas veces desde mi arresto en 1893, y siempre me había dirigido a audiencias judías. En esta ocasión me invitaron a dar una conferencia en inglés ante varias organizaciones americanas. Mientras estuve en la Ciudad del Amor Fraternal me quedé en casa de la señorita Perle McLeod, presidenta de la Ladies' Liberal League. Hubiera preferido la más cálida hospitalidad de mi vieja amiga Natasha Notkin, con la que me sentía muy a gusto, en el ambiente cordial de mis compañeros rusos; pero me sugirieron que el apartamento de la señorita McLeod sería más accesible a los americanos que quisieran conocerme.
La asistencia a las reuniones no fue mala; pero, todavía dolida por la angustiosa escena con Ed, no estuve a la altura de las circunstancias, y mis conferencias carecieron de inspiración. No obstante, mi visita no fue completamente en vano. Gané terreno e hice amigos, entre los que estaba una mujer muy interesante, Susan Patten. Sabía por Sasha que era una de las americanas que le escribían a la prisión. Me gustó por ese motivo y por su magnífico carácter.
En Washington hablé ante una sociedad alemana de librepensadores. Después de esa conferencia conocí a un grupo del Reitzel Freunde, como los lectores del Armer Teufel se llamaban a sí mismos. La mayoría parecían más unos carniceros que unos idealistas. Un hombre, que se jactaba de ser empleado del gobierno de los Estados Unidos, habló mucho sobre la belleza en el arte y las letras, no para la chusma ignorante, por supuesto, solo para los pocos escogidos. No aguantaba al anarquismo porque «quería que todos fueran iguales». «¿Cómo podía un peón de albañil, por ejemplo, reclamar los mismos derechos que él, un hombre educado?», me preguntó. No creía que yo creyera seriamente en tal igualdad, o que ningún líder anarquista lo creyera. Estaba seguro de que lo usábamos meramente de cebo. No nos culpaba en absoluto; «había que hacérselas pagar al populacho».
—¿Cuánto tiempo lleva leyendo el Anner Teufel? —le pregunté.
—Desde el primer número —respondió orgullosamente.
—¿Y eso es todo lo que ha sacado? Bien, todo lo que puedo decir es que mi amigo Robert ha estado echándole margaritas a un cerdo.
El hombre se puso en pie de un salto y salió enfadado de la habitación entre las carcajadas del resto de los asistentes.
Otro «amigo» Reitzel se presentó como cervecero de Cincinnati. Se acercó más a mí y empezó a hablar de sexo. Había oído que yo era la «gran defensora del amor libre» en los Estados Unidos. Estaba encantado de comprobar que era, no solo inteligente, como acababa de demostrar, sino también joven y encantadora, en absoluto como la rígida marisabidilla que había imaginado. Él también creía en el amor libre, aunque pensaba que la mayoría de los hombres y mujeres no estaban maduros para ello, especialmente las mujeres, que siempre intentaban aferrarse a un hombre. Pero «Emma Goldman es otra cosa». Sus modales y su sonrisa lasciva me producían náuseas. Le di la espalda y me fui a mi habitación. Estaba muy cansada y me quedé dormida casi inmediatamente. Me despertó un toc toc insistente.
—¿Quién es? —pregunté.
—Un amigo —fue la respuesta—, ¿no vas a abrirme?
Era la voz del cervecero de Cincinnati. Salté de la cama y grité tan alto como pude:
—¡Si no se marcha inmediatamente, despertaré a todo el mundo!
—¡Por favor, por favor! —rogó—, no haga una escena. Soy un hombre casado, con hijos mayores. Pensé que creía en el amor libre.
Luego oí cómo se marchaba apresuradamente.
Me preguntaba de qué servían los altos ideales. El funcionario que osa considerarse por encima del peón; el respetable pilar de la sociedad para el cual el amor libre solo es un medio de conseguir aventuras clandestinas; ¡ambos lectores de Reitzel, el rebelde e idealista brillante! Sus mentes y sus corazones seguían tan estériles como el Sahara. El mundo debía de estar lleno de esa clase de gente, el mundo que me había propuesto despertar. Me invadió un sentimiento de futilidad y de deprimente aislamiento.
En el trayecto de Washington a Pittsburgh llovió torrencialmente y sin cesar. Estaba muerta de frío y el recuerdo de Homestead y de Sasha me oprimía. Siempre que visitaba la Ciudad del Acero sentía un peso en el corazón. La vista de las llamaradas vomitadas por los enormes hornos me abrasaban el alma.
La presencia en la estación de Carl Nold y Henry Bauer, de alguna manera, alivió mi abatimiento. Mis dos compañeros habían sido liberados del penal Western en mayo de aquel año (1897). Era la primera vez que veía a Bauer, pero Carl me recordó los días de nuestro primer encuentro, en Noviembre de 1892. La amistad que empezó entonces se fortaleció con la correspondencia que mantuve con Carl en la prisión. Nuestro nuevo encuentro estrecharía aún más los lazos que nos unían. Me alegró ver otra vez su querido rostro, tan lleno de vida. La prisión le había vuelto más pensativo, pero no había disminuido su alegría de vivir. Bauer, grande y jovial, nos miraba desde su altura como un gigante. «El elefante y su familia», decía mientras caminaba entre nosotros a grandes zancadas. Carl y yo intentábamos, en vano, seguirle.
En mis anteriores visitas a Pittsburgh siempre me había quedado en casa de mi buen amigo Harry Gordon y su familia. Harry era uno de nuestros mejores trabajadores, un amigo fiel y entusiasta. La señora Gordon, una mujer sencilla y cariñosa, estaba muy unida a mí. Siempre se tomaba infinitas molestias para hacer que mi estancia en su hogar fuera todo lo agradable y cómoda que permitía el pequeño salario de su marido. Me encantaba estar con los Gordon, y pedí a mis acompañantes que me llevaran a su casa. Ellos, sin embargo, preferían celebrar mi llegada primero.
No habría conferencias en Pittsburgh. Carl y Henry habían comenzado una nueva gestión para sacar a Sasha de la cárcel, una apelación a la Comisión de Indultos apoyada exclusivamente por elementos obreros. Había perdido completamente la fe en tales gestiones, pero no quise comunicar mi pesimismo a mis amigos. Los dos estaban de un humor estupendo. Habían organizado una cena en un restaurante cercano, en una habitación para nosotros solos, donde nadie nos molestaría. Bebimos el primer vaso de pie y en silencio. Por Sasha. Su espíritu estaba con nosotros y nos hacía sentirnos más unidos en nuestro comunes trabajos y objetivos. Luego Carl y Henry me contaron su experiencia en la prisión y los años que habían estado bajo el mismo techo con Sasha. Habían sacado de la cárcel un mensaje que no podía ser confiado al correo: Sasha estaba planeando una fuga.
Su plan era magistral; me dejó sin aliento. Pero incluso si consiguiera salir de la prisión, ¿a dónde iría? En América tendría que estar escondido hasta el fin de sus días. Sería un hombre buscado y finalmente capturado. Sería diferente en Rusia. Fugas similares se habían llevado a cabo allí en varias ocasiones. Pero Rusia tenía espíritu revolucionario y el preso político era, a los ojos de los trabajadores y de los campesinos, un desgraciado perseguido; podía contar con su ayuda y compasión. Por el contrario, en los Estados Unidos, el noventa por ciento de los trabajadores se unirían a la caza de Sasha, Nold y Bauer estaban de acuerdo, pero me pidieron que no le comunicara mis temores a Sasha. Había alcanzado el límite de la resistencia: su vista se estaba deteriorando, su salud se debilitaba y estaba otra vez dándole vueltas a la idea del suicidio. El deseo de escapar y la elaboración del plan prestaban energías a su espíritu luchador. No debíamos desanimarle, pero quizás sí instarle a esperar a que se hubieran intentado todos los medios legales posibles para sacarle de la prisión.
Estábamos tan absortos en la conversación que no nos dimos cuenta de la hora que era. Sorprendidos, vimos que era bastante más de media noche. Mis acompañantes pensaban que era demasiado tarde para ir a casa de Gordon y sugirieron llevarme a un hotelito regentado por un lector del Armen Teufel. Por el camino les conté mi experiencia con el Reitzel Freunde de Washington, pero Bauer me aseguró que el hombre de Pittsburgh era diferente. Verdaderamente resultó ser muy amable.
—Por supuesto, claro que hay una habitación para Emma Goldman en mi casa —dijo cordialmente.
Estábamos a punto de subir las escaleras cuando la voz histérica de una mujer estalló en nuestros oídos.
—¡Una habitación para Emma Goldman! —chilló—. ¡Este es un hotel respetable, no hay sitio para esa desvergonzada, la amante libre de un convicto!
—Salgamos de aquí —exhorté a mis amigos.
Antes de que tuviéramos tiempo de dar un paso, el marido dio un puñetazo sobre el mostrador, exigiendo saber quién mandaba allí.
—¡Dime tú. Jantipa! —vociferó—. ¿Soy o no soy el amo en esta casa?
La mujer me dirigió una mirada devastadora y se escabulló de la habitación. El amo volvió a mostrarse tranquilo y amable. No podía dejarme marchar con ese tiempo de perros, protestó: debía quedarme por lo menos esa noche. Pero yo ya había tenido suficiente y nos marchamos.
—¿Por qué no vienes a mi casa? —sugirió Carl.
Ocupaba junto con su mujer y su hijo una habitación y una cocina, y se alegrarían de compartirla conmigo. Mi querido y generoso Carl no sabía cuánto detestaba ir a las casas de la gente cuando no había sido invitada. Pero estaba cansada, agotada, y no quería que Carl se ofendiera.
—Iré contigo a donde quieras llevarme, Carolus, incluso al infierno —dije—, pero vamos enseguida.
Por fin llegamos a casa de Nold, en Allegheny, Bauer se había ido a la suya. Se abrió la puerta y entramos en una habitación poco iluminada. Una mujer joven, entrada en carnes, y algo desaliñada, nos recibió, y Carl me la presentó. El sitio era pequeño y solo había una cama, donde estaba el niño durmiendo. Miré a Carl interrogativamente. «No importa. Emma —dijo—, Nellie y yo dormiremos en el suelo, y tú compartirás la cama con el niño». Yo dudaba, prefería marcharme, pero estaba lloviendo a cántaros. Me dirigí a la mujer para disculparme por las molestias que estaba causando, pero no quiso escucharme; en silencio, entró en la cocina cerrando la puerta tras ella. A medio vestir me eché en la cama al lado del pequeño y me quedé dormida inmediatamente. Me despertó alguien que gritaba; «¡Me mata! ¡Socorro! ¡Policía!» La habitación estaba completamente a oscuras. Aterrorizada, me levanté dé un salto, sin darme cuenta en un principio de lo que estaba sucediendo. Tanteando encontré una mesa y cerillas. Cuando encendí una, vi dos cuerpos rodando por el suelo, luchando. La mujer tenía a Carl sujeto con las rodillas e intentaba agarrarle por la garganta y al mismo tiempo llamaba a la policía a gritos. Carl rechazaba las manos de la mujer y hacía esfuerzos desesperados por zafarse. Nunca había visto nada más repugnante. Le quité de encima a la mujer y cogí mis cosas apresuradamente, estaba en la calle antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de recobrar el juicio. Con la mente en un torbellino corrí bajo la lluvia a casa de Henry, le saqué de la cama y le conté lo que había sucedido. Me acompañó inmediatamente en busca de hotel. Carl había salido corriendo detrás de mí, y los tres caminamos bajo el chaparrón a Pittsburgh, los hoteles de Allegheny ya estaban cerrados a esa hora. Fuimos a varios hostales, pero no me admitieron en ninguno, sin duda porque estaba tan mojada y parecía tan poco respetable, sin maleta, pues me la había dejado en casa de Carl. Era casi de día cuando por fin encontramos un pequeño hotel donde me admitieron.
Me arrastré como pude hasta la cama, los dientes me castañeteaban y las rodillas me temblaban, me tapé cabeza y todo para alejar la fealdad de la vida. Pero en vano intenté encontrar olvido en el sueño. Sombras oscuras parecían envolverme por todas partes. Los muros siniestros de la prisión donde estaba Sasha encerrado, sus años de sufrimiento, mis días en la cárcel, la espantosa experiencia de hacía una hora, todo se mezclaba en una parodia fantasmagórica y burlona de oscuridad y desesperación. Sin embargo, en algún lugar en la distancia parpadeaba un tenue resplandor. Lo conocía; lo reconocía; emanaba de Ed. Pensé en nuestro amor, en nuestro hogar; era como un rayo de luz que atravesó las tinieblas durante un instante. Alargué mis manos temblorosas, pero solo encontraron vacío, un vacío tan grande y tan frío como mi propio corazón.
Llegué a Detroit tres días más tarde. Para mí, el atractivo de esa ciudad siempre había sido Robert Reitzel. Su ingenio y su pluma sin par me fascinaron desde el momento en que empecé a leer su periódico. Su valiente defensa de los mártires de Chicago y su decidido esfuerzo por salvar sus vidas habían hecho que quedara grabado en mi mente como un rebelde y un luchador audaz. La visión que tenía de él se fortaleció por su postura a favor de Sasha. Mientras que Most, que conocía a Sasha y su ardor revolucionario, le había calumniado y desacreditado su acción, Reitzel alabó al hombre y su Attentat. Su artículo «Im Hochsummer fiel ein Schuss» fue un tributo exaltado y conmovedor a nuestro valiente muchacho. Me hizo sentirme muy unida a Reitzel y desear conocerle personalmente.
Casi habían pasado cinco años desde que conocí al redactor del Armer Teufel cuando vino a Nueva York. Recordé vívidamente aquella experiencia. Una noche, mientras estaba todavía a la máquina de coser, oí que golpeaban con violencia las persianas de mi ventana.
—¡Paso a los caballeros errantes! —retumbó la voz de bajo de Justus.
A su lado había un hombre casi tan alto y fuerte como él, que reconocí al momento como Robert Reitzel. Antes de darme tiempo a saludarle empezó a regañarme en broma.
—¡Vaya una anarquista que estás hecha! —atronó—. Predicas la necesidad del ocio y trabajas más que un galeote. Hemos venido a romper tus cadenas, y a llevarte con nosotros incluso si tenemos que hacerlo por la fuerza. ¡En marcha! ¡Pequeña, prepárate! Sal de ahí puesto que no parece que quieras invitamos a entrar en tus virginales aposentos.
Mis inesperados visitantes estaban de pie bajo la farola. Reitzel no llevaba sombrero. Una melena rubia, ya considerablemente encanecida, caía desordenada sobre su frente alta. Parecía grande y fuerte, más jovial y vital que Justus. Con ambas manos apoyadas sobre el alféizar, me miraba escrutadoramente con sus ojos inquisitivos.
—¿Cuál es el veredicto? —exclamó—. ¿Soy aceptable?
—¿Y yo? —le pregunté a mi vez.
—Hace tiempo que pasaste la prueba —contestó—, y he venido a entregarte el premio, a ofrecerme como tu caballero.
Al momento caminaba entre los dos hombres hacia el bar de Justus. Allí nos recibieron unos alegres hurras y «Hoch soll er leben», y gritos para que se sirviera más vino. Justus, con su acostumbrada amabilidad, se arremangó, se puso detrás del mostrador e insistió en hacer de anfitrión. Robert me ofreció galantemente el brazo para conducirme a la cabecera de la mesa. Mientras caminábamos por el pasillo Justus entonó la marcha nupcial de Lohengrin. Todos los hombres siguieron, con sus voces espléndidas, el compás.
Robert era el alma de la reunión. Su humor era más burbujeante que el vino que compartía generosamente con todos los presentes. La cantidad que consumía superaba incluso la capacidad de Most a ese respecto; y cuanto más bebía, más elocuente se volvía. Sus historias, muy vividas y divertidas, brotaban de su boca como agua de un manantial. Era incansable. Mucho después de que los otros se hubieran derrumbado, mi caballero seguía cantando y hablando de la vida y del amor.
Estaba casi amaneciendo cuando, acompañada por Robert, salí a la calle cogida de su brazo. Me invadió un gran deseo de abrazar al hombre fascinante que iba a mi lado, tan maravilloso, tan magnífico de cuerpo y mente. Estaba segura de que yo también le atraía poderosamente: lo había demostrado toda la noche con cada mirada y cada roce de sus manos. Mientras caminábamos, podía sentir la agitación de su deseo apasionado. ¿A dónde podíamos ir? Esta idea me rondaba la cabeza mientras caminaba a su lado presa de una excitación en aumento; esperaba y deseaba locamente que hiciera alguna sugerencia.
—¿Y Sasha? —preguntó de repente—. ¿Tienes noticias frecuentes de nuestro maravilloso muchacho?
El hechizo se rompió. Me sentí arrojada otra vez al mundo de miseria y lucha. Durante el resto del paseo hablamos de Sasha y de su acto, de la actitud de Most, y de sus terribles efectos. Era otro Robert ahora; era el rebelde y el luchador contra la injusticia.
A mi puerta me tomó en sus brazos y susurró con su aliento ardiente:
—¡Te deseo! Olvidemos la fealdad de la vida.
—Es demasiado tarde —respondí, liberándome con suavidad—. Las voces misteriosas de la noche han callado, y han comenzado las disonancias del día.
Comprendió. Mirándome cariñosamente a los ojos dijo:
—Este es solo el principio de nuestra amistad, mi valerosa Emma. Nos veremos pronto en Detroit.
Abrí la ventana de par en par y miré el balanceo rítmico de su cuerpo robusto hasta que desapareció a la vuelta de la esquina. Luego volví a mi vida y a la máquina de coser.
Un año después llegó la noticia de la enfermedad de Reitzel. Padecía tuberculosis espinal, lo que le produjo una parálisis de los miembros inferiores. Tenía que guardar cama, como Heine, al que tanto admiraba y al que, en cierta medida, se parecía en espíritu y sentimiento. Pero incluso en su mullida tumba Robert conservaba su ánimo. Cada línea que escribía era un clarín que llamaba a la libertad y a la lucha. Desde su lecho había conseguido que la Central Labor Union de su ciudad me invitara a hablar en la conmemoración del Once de Noviembre. «Ven unos días antes —me escribió—, así podremos retomar nuestra amistad de los días en que todavía era joven».
Llegué a Detroit la tarde del día del mitin y fue a recibirme Martin Drescher, cuyos conmovedores poemas habían aparecido a menudo en el Armer Teufel. Para gran regocijo mío y asombro de la gente que abarrotaba la estación, Drescher, alto y desgarbado, se arrodilló ante mi, sosteniendo un ramo de rosas rojas y se expresó de la siguiente forma: «De vuestro caballero, mi Reina, con amor eterno». «¿Y quién puede ser ese caballero?», pregunté. «¡Robert, por supuesto! ¿Quién más osaría enviar su amor a la Reina de los Anarquistas?» La gente reía, pero el hombre arrodillado ante mí no se inmutó. Para evitar que cogiera un mal catarro (había nieve en el suelo) le ofrecí mi mano y dije: «Ahora, vasallo, condúceme a mi castillo». Drescher se levantó, hizo una reverencia, me ofreció su brazo y me condujo solemnemente a un taxi. «Al Hotel Randolph», ordenó. A nuestra llegada había una decena de amigos de Robert esperándonos. El propietario era uno de los admiradores del Armer Teufel. «Mi mejor habitación y mis mejores vinos están a su disposición», anunció. Sabía que era la solicitud y la amistad de Robert las que habían preparado el terreno y me habían asegurado el afecto y la hospitalidad de su círculo.
Turner Hall estaba lleno hasta los topes y la audiencia en consonancia con el espíritu de la noche. Las canciones de un coro de niños y la lectura magistral de un estupendo poema revolucionario por Martin Drescher hicieron que el acontecimiento fuera más festivo. Estaba programado que hablara en alemán. La impresión que la tragedia de Chicago me había producido no se había debilitado con los años. Esa noche parecía más intensa, quizás debido a la cercanía de Robert Reitzel, quien había conocido, amado y luchado por nuestros mártires de Chicago y el cual estaba ahora muriendo lentamente. Los recuerdos de 1887 tomaron forma real, encarnando el calvario que habían sufrido e inspirándome hasta alcanzar las cimas de la exaltación y de la esperanza, personificando la vida que brota de la muerte heroica.
En el cierre del mitin me llamaron de nuevo a la plataforma para recibir de las manos de una niña de cinco años y cabellos dorados un enorme ramo de claveles rojos, demasiado grande para su cuerpo minúsculo. La estreché contra mi corazón y la cogí en mis brazos con ramo y todo.
Más tarde, aquella misma noche, conocí a Joe Labadie, un conocido anarquista individualista de aspecto pintoresco, el cual me presentó al reverendo doctor H.S. McCowan. Ambos se lamentaron de que no hubiera hablado en inglés.
—He venido especialmente para oírla —me informó el doctor McCowan. Después de lo cual Joe, como todos llamaban cariñosamente a Labadie, señaló:
—Bueno, ¿por qué no le ofrece a la señorita Goldman su púlpito? Entonces podría escuchar a nuestra «Emma la Roja» en inglés.
—¡Muy buena idea! —respondió el ministro—, pero la señorita Goldman es contraria a las iglesias: ¿hablaría en una?
—En el mismo infierno si fuera necesario, pero siempre y cuando el diablo no me tirase de las faldas.
—De acuerdo —exclamó—, hablará en mi iglesia, y nadie le tirará de las faldas ni le impedirá decir todo lo que quiera.
Acordamos que mi conferencia fuera sobre anarquismo, ya que era un tema del que la mayoría de la gente no sabía nada.
Con las flores que mi «caballero» me había enviado venía una nota pidiéndome que le visitara después del mitin, a cualquier hora, pues estaría despierto. Me parecía extraño que una persona enferma estuviera despierta hasta tan tarde, pero Drescher me aseguró que Robert, se sentía mejor después de la puesta del sol. Su casa era la última de la calle, y daba a un gran espacio abierto. Robert lo había bautizado como «Luginsland»; era lo único que habían visto sus ojos en los últimos tres años y medio. Sin embargo, su visión interior, aguda y penetrante, viajaba a tierras y climas distantes, trayéndole toda la riqueza cultural que poseían. La brillante luz que salía por su ventana se veía desde lejos; era como un faro, y Robert Reitzel, su farero. Se oían música y risas. Cuando entré en la habitación de Reitzel la encontré llena de gente; con una humareda tan espesa que casi ocultaba a Robert y difuminaba los rostros de los presentes. Su voz sonó jovial: «¡Bienvenida a nuestro sanctasanctórum! ¡Bienvenida al cubil de tu caballero idólatra!» Robert estaba sentado en la cama recostado sobre una montaña de almohadas, llevaba una camisa blanca y estaba todo despechugado. A no ser por la palidez de su rostro, las canas y sus manos delgadas y transparentes, nada indicaba su enfermedad. Solo sus ojos hablaban del martirio que estaba sufriendo. Su luz despreocupada había desaparecido. Con el corazón encogido le rodeé con mis brazos y apoyé contra mí su preciosa cabeza. «¿Tan maternalmente? —objetó—. ¿No vas a besar a tu caballero?» «Por supuesto», tartamudeé.
Casi había olvidado a los que estaban en la habitación, a los que me presentó como la «Vestal de la Revolución Social». «¡Miradla! —gritó—, miradla. ¿Se parece al monstruo que pinta la prensa, a la furia de una hetaira? Observad su vestido negro y el cuello blanco, decente y recatada, casi como una monja». Estaba haciendo que me ruborizara. «Me estás alabando como si fuera un caballo que quisieras vender», objeté finalmente. Esto no le desanimó lo más mínimo. «¿No he dicho que eres decente y recatada? —declaró triunfalmente—, no te comportas de acuerdo a tu reputación. Wein her, ¡bebamos a la salud de nuestra Vestal!» Los hombres que rodeaban la cama de Robert tenían todos un vaso en la mano. Él apuró el suyo de un trago y lo lanzó contra la pared. «Emma es ahora una de nosotros. Nuestro pacto está sellado; ¡seámosle fiel hasta nuestro último aliento!»
El director de su periódico ya le había hecho un relato entusiasta del mitin y de mi discurso. Cuando le comenté la invitación de McCowan Robert se quedó encantado. Conocía al reverendo, al que consideraba una rara excepción entre los «salvadores de almas». Le hablé a Robert de mi amigo de Blackwell's Island, el joven sacerdote, de lo amable y comprensivo que era. «Una pena que lo conocieras en la prisión —bromeó—, si no, podías haber tenido en él a un amante ardiente». Estaba segura de que no podría amar a un cura. «Eso son tonterías querida, el amor no tiene nada que ver con las ideas —contestó—. Yo he amado a chicas en cada ciudad y en cada pueblo y no eran, ni remotamente, tan interesantes como parece ser tu sacerdote. El amor no tiene nada que ver con los ismos, lo descubrirás cuando seas mayor». En vano insistí en que ya lo sabía todo al respecto. No era ninguna niña, casi tenía veintinueve años. Estaba convencida de que nunca me enamoraría de nadie que no compartiera mis ideas.
A la mañana siguiente me despertó el anuncio de que una docena de reporteros estaban esperando para entrevistarme. Estaban ansiosos por conseguir una historia sobre mi discurso en la iglesia del doctor McCowan. Me enseñaron los periódicos de la mañana que contenían los grandes titulares: «Emma muestra instinto maternal — Defensora del amor libre en un púlpito de Detroit — Emma la Roja cautiva el corazón de McCowan — Iglesia congregacionalista será convertida en semillero de la anarquía y el amor libre».
Durante varios días seguidos, las primeras páginas de los periódicos de Detroit se ocuparon de la inminente profanación de la iglesia y de la presagiada destrucción de la congregación por «Emma la Roja». Siguieron, unos tras otros, reportajes sobre miembros que amenazaban con abandonar la congregación y comités acosando al pobre doctor McCowan. «Se está jugando el tipo —le dije a Reitzel el día antes del mitin—, y no me gusta que sea por mi causa». Pero Robert mantenía que el hombre sabía lo que hacía; era natural que se mantuviera en sus trece, al menos para probar su independencia dentro de la iglesia. «De todas formas, debo ofrecer retirarme —sugerí—, y darle a McCowan una oportunidad para retirar las invitaciones si así lo desea». Mandamos a un amigo a ver al ministro, pero nos envió recado de que seguiría adelante con su plan pasara lo que pasara. «Una iglesia que rechaza el derecho de expresión a la persona o al credo más impopular no es lugar para mí —dijo—. No debe importarle las consecuencias que esto pueda acarrearme».
En el Tabernáculo, el reverendo doctor McCowan presidió la reunión. En un corto discurso, que leyó de un texto ya preparado, expuso su postura. Declaró que no era un anarquista, nunca había pensado demasiado en ese asunto y, verdaderamente, sabía muy poco sobre el tema. Es por ese motivo por el que fue a Turner Hall la noche del once de noviembre. Desafortunadamente Emma Goldman habló en alemán, y cuando le sugirieron que podría oírla en inglés en su propio púlpito aceptó la idea inmediatamente. Creía que los miembros de su iglesia se alegrarían de oír a la mujer que había estado perseguida durante años por ser considerada una «amenaza social»; pensaba que, como buenos cristianos, serían caritativos con ella. Luego me cedió el púlpito.
Había decidido ceñirme estrictamente a la parte económica del anarquismo y evitar lo más posible la religión y los problemas sexuales. Creía que se lo debía a este hombre que había adoptado una postura tan valiente. Al menos, la congregación no tendría ocasión de decir que había usado el Tabernáculo para atacar a su Dios o para socavar la sagrada institución del matrimonio. Lo hice mejor de lo que esperaba. La conferencia, que duró una hora, fue escuchada sin interrupción y muy aplaudida al final. «¡Hemos ganado!», susurró el doctor McCowan cuando me senté.
Se alegró demasiado pronto. Cuando apenas habían cesado los aplausos, una mujer mayor se levantó con aire beligerante: «Señor Presidente —intervino—. ¿cree o no cree la señorita Goldman en Dios?» Le siguió otro. «¿Está la oradora de acuerdo en matar a todos los gobernantes?» Luego, un hombre pequeño y demacrado se puso en pie y con una voz fina gritó: «¡Señorita Goldman! Usted cree en el amor libre, ¿no es así? Entonces, ¿su sistema no provocaría que hubiera casas de prostitución cada dos pasos?»
«Tendré que responder a esta gente sin rodeos», le dije al ministro. «Que así sea», contestó.
«Señoras y caballeros —comencé—, vine aquí con la intención de evitar lo más posible ofender a nadie. He intentado tratar solo el tema básico de la economía que dicta nuestras vidas desde la cuna a la sepultura, sin tomar en consideración nuestras creencias religiosas o morales. Ahora comprendo que fue un error. Cuando uno entra en batalla no puede ser tan remilgado. Ahí van, pues, mis respuestas. No creo en Dios porque creo en el hombre. Cualesquiera que sean sus errores, el hombre ha trabajado durante miles de años para deshacer la chapuza que vuestro Dios hizo». La audiencia se volvió loca. «¡Blasfemia! ¡Hereje! ¡Pecadora!», gritaban las mujeres. «¡Detenedla! ¡Echadla!»
Cuando se restauró el orden continué. «Sobre lo de matar a los gobernantes, depende completamente del gobernante. Si se trata del zar de Rusia, creo ciertamente en despacharle y mandarle a donde debe estar. Si el gobernante es tan ineficaz como un presidente americano, no vale la pena el esfuerzo. Hay, sin embargo, algunos potentados que mataría con todos los medios a mi alcance. Y son La Ignorancia, La Superstición y El Fanatismo, los gobernantes más siniestros y tiránicos de la tierra. En cuanto al caballero que preguntó si el amor libre no conduciría a construir más prostíbulos, mi respuesta es: si el hombre del futuro tiene su aspecto, todos estarán vacíos».
Se formó un jaleo tremendo. En vano el presidente pedía orden. La gente se subía a los bancos, agitaban sus sombreros en el aire, gritaban y no abandonaron la iglesia hasta que no se apagaron las luces.
A la mañana siguiente, la mayoría de los periódicos informó sobre la reunión en el Tabernáculo como un espectáculo vergonzoso. Hubo condena general de la acción del doctor McCowan al permitirme hablar en el Tabernáculo. Incluso el famoso agnóstico Robert Ingersoll se unió al coro. «Creo que todos los anarquistas están locos, Emma Goldman como los demás —afirmó—. También creo que el Reverendo doctor McCowan es un hombre generoso, valiente. Sin embargo, no es digno de elogio invitar a un loco o una loca a hablar ante una reunión pública». El doctor McCowan dimitió. «Me voy a una ciudad minera —me dijo—. Estoy seguro de que los mineros apreciarán más mi trabajo». Estaba segura de que sí.
La correspondencia que mantuve con Ed desde que dejé Nueva York era de naturaleza amistosa, aunque forzada. Cuando llegué a Detroit encontré una carta suya redactada en su antiguo y cariñoso estilo. No hacía referencia a nuestra última escena. Esperaba ansiosamente mi regreso, decía, y deseaba que estuviera de vuelta para las vacaciones. «Cuando el amor de uno está casado con la vida pública, se debe aprender a estar genügsam (satisfecho con poco)». No podía imaginarme a Ed genügsam, pero comprendí que estaba intentando atender a mis necesidades. Quería a Ed y le necesitaba, pero estaba decidida a continuar mi trabajo. No obstante, le echaba muchísimo de menos, y no había dejado de atraerme. Envié un telegrama diciéndole que estaba de camino a Rochester para visitar a mi hermana Helena y que estaría en casa en una semana.
A parte de una breve visita después de salir de la cárcel, no había estado en Rochester desde 1894. Habían pasado tantas cosas en mi vida que parecían años. También habían cambiado las cosas para mi querida hermana Helena. Los Hochstein ocupaban ahora unos aposentos más confortables en una pequeña casa con un toque de verde en la parte de atrás. La agencia de vapores, aunque no daba grandes beneficios, había mejorado las condiciones de vida de la familia. Helena continuaba llevando la más pesada carga: sus hijos la necesitaban incluso más que antes, y también el negocio. La mayoría de sus clientes eran campesinos lituanos y letones, los cuales desempeñaban las tareas más duras en los Estados Unidos. Sus salarios eran bajos; no obstante, se las arreglaban para mandar dinero a sus familias y traérselos a América. La pobreza y la miseria los había vuelto torpes y desconfiados, lo que requería tacto y paciencia en su trato con ellos. Mi cuñado, Jacob, normalmente en extremo reservado y callado, perdía los estribos cuando tenía que enfrentarse a tanta estupidez. Si no hubiera sido por Helena, la mayoría de los clientes habrían acudido a otro hombre de negocios más dotado que Jacob Hochstein, el erudito. Ella sabía cómo calmar los ánimos soliviantados. Sentía compasión por estos esclavos del salario y comprendía su psicología. Hacía más que simplemente venderles billetes y enviar dinero: entraba en sus vidas vacías. Escribía las cartas que querían enviar a casa y les ayudaba a superar muchas dificultades. Pero no eran ellos los únicos en acudir a Helena en busca de consuelo y ayuda. Casi toda la vecindad le contaba sus problemas. Mientras mi queridísima hermana escuchaba atentamente las desgracias de todo el mundo, ella nunca se quejaba, nunca se lamentaba de sus propios deseos irrealizados, sus sueños y aspiraciones de juventud. Me daba perfecta cuenta de la fuerza que se desperdiciaba en esta criatura excepcional; poseía una naturaleza magnifica comprimida en un espacio demasiado limitado.
El día de mi llegada no tuve oportunidad de estar con ella. Por la noche, cuando los niños se fueron a la cama y cerró la oficina, pudimos hablar. Nunca se entrometía en mi vida; lo que le contaba lo aceptaba con comprensión y afecto. Ella misma hablaba sobretodo de los niños, de los suyos y de los de Lena, y de la vida tan dura que llevaban nuestros padres. Demasiado bien sabía sus razones para insistir en las dificultades por las que pasaba nuestro padre. Se esforzaba en que me acercara más a él y ayudaba a que hubiera un mejor entendimiento entre nosotros. Había sufrido mucho por nuestro mutuo antagonismo, que en mí se había convertido en odio. Se horrorizó cuando recibió el mensaje que le envié hacía tres años, cuando me notificó que Padre estaba a las puertas de la muerte. Se había sometido a una operación de garganta muy arriesgada y Helena me pidió que acudiera a verle. «Debía haber muerto hace ya mucho tiempo», le telegrafié. Desde entonces había intentado repetidas veces cambiar mi actitud hacia el hombre cuya brutalidad había destrozado la infancia de todos nosotros.
Los recuerdos de nuestro triste pasado habían hecho a Helena más amable y generosa. Fue su bella alma y mi propio crecimiento personal lo que gradualmente me curó del rencor que sentía por mi padre. Había llegado a comprender que era la ignorancia, más que la crueldad, lo que hacía que los padres hicieran cosas tan espantosas a sus hijos indefensos. Durante mi corta estancia en Rochester en 1894 vi por primera vez a mi padre en cinco años. Me sentía como una extraña, pero ya no tan hostil. Durante aquella visita descubrí que la salud de mi padre estaba totalmente quebrantada, era una mera sombra de lo que fue, de su fuerza y de su energía. Su situación empeoraba continuamente. Diez horas de trabajo en la tienda de ultramarinos resultaban destructivas para su salud debilitada y sus nervios, todo ello agravado por las burlas y las humillaciones que tenía que soportar. Era el único judío, un hombre de casi cincuenta años, un extranjero no familiarizado con el idioma del país. La mayoría de los jóvenes que trabajaban con él eran de padres extranjeros, pero habían adquirido los peores rasgos de los americanos y ninguna de sus buenas cualidades. Eran vulgares, groseros y crueles. Disfrutaban con las bromas pesadas y travesuras que le gastaban al «judío apestoso». En varias ocasiones le hostigaron e importunaron tanto que se desmayó. Le llevaban a casa, y al día siguiente se veía obligado a volver. No podía permitirse perder el trabajo por el que le daban diez dólares a la semana.
Ver a Padre tan enfermo y envejecido suavizó el último vestigio de animosidad contra él. Empecé a considerarle como uno más de la masa de explotados y esclavizados para los que vivía y trabajaba.
En mis conversaciones con Helena, ella siempre argumentaba que la violencia de Padre en su juventud había sido debida a su excepcional energía, la cual no encontró un escape adecuado en un lugar tan pequeño como Popelan. Había tenido ambiciones para sí y para su familia, soñaba con la gran ciudad y con las grandes cosas que podría hacer allí. Los campesinos llevaban una existencia pobre en sus tierras. Pero la mayor parte de los judíos, a los cuales les tenían negadas casi todas las profesiones, vivían de los campesinos. Padre era demasiado honrado para utilizar esos métodos y su orgullo sufría con las humillaciones continuas que le infligían los oficiales con los que se veía obligado a tratar. El fracaso de su vida, la falta de oportunidades para hacer buen uso de su capacidad le habían amargado y convertido en una persona malhumorada y ruda con los suyos.
Mis años en contacto con la vida de las masas, las víctimas sociales de dentro y fuera de la prisión y mis lecturas me habían enseñado el efecto deshumanizador de la energía mal encauzada. En numerosas ocasiones había observado cómo gente que había comenzado una vida con ambición y esperanza se frustraba por un entorno hostil. Demasiado a menudo se convertían en seres vengativos y despiadados. La comprensión que había conseguido a través de mis propios esfuerzos la poseía mi hermana por su naturaleza altamente sensible y su intuición fuera de lo común. Era sabia sin haber conocido demasiado la vida.
Durante esta visita vi mucho a mi hermana Lena y a su familia. Ya tenía cuatro niños y el quinto venía de camino. Estaba avejentada por los frecuentes embarazos y por los esfuerzos para llegar a fin de mes. La única alegría de Lena eran sus hijos. La más radiante de los cuatro era la pequeña Stella, que siempre había sido mi rayito de sol en el oscuro Rochester. Ya tenía diez años, era inteligente, nerviosa y estaba llena de exageradas fantasías sobre su Tante Emma, como me llamaba. Desde mi anterior visita Stella había empezado a escribirme, expresando las más singulares y extravagantes efusiones de su joven espíritu. La severidad de su padre y su preferencia por la hermana más pequeña eran tragedias reales y tremendas para la sensible criatura. El tener que compartir su cama con ella le causaba a Stella un gran sufrimiento. Su familia no tenía paciencia con «tales caprichos»; además, eran demasiado pobres para permitirse otra habitación. Pero yo comprendía a Stella demasiado bien. Su tragedia era una repetición de lo que yo misma había sufrido a su edad. Me alegraba pensar que la pequeña tenía cerca a Helena, a la que podía ir con sus problemas, y también que tuviera la necesidad de confiarse a mí. «Odio a la gente que es mala con mi Tante Emma —me escribió una vez Stella cuando apenas tenía siete años—. Cuando sea mayor, la defenderé».
Estaba también mi hermano Yegor. Hasta los catorce años fue, como la mayoría de los chicos americanos, grosero y salvaje. Amaba a Helena porque ella le había mostrado siempre gran devoción. Evidentemente, yo no le había impresionado. Solo era una hermana, como Lena; nada especial. Pero durante mi visita de 1894 parece que desperté en él un sentimiento más profundo. Desde entonces estuvo, como Stella, muy unido a mí, quizás porque mi opinión prevaleció sobre la de Padre para no obligarle a continuar en la escuela. Yegor había sido un alumno aplicado y esto le dio al viejo esperanzas de que el hijo más pequeño realizaría sus frustradas ambiciones de convertirse en un hombre de conocimiento: El hijo mayor, Herman, había sido una decepción en este sentido. Podía hacer maravillas con las manos, pero odiaba la escuela, y Padre perdió finalmente la esperanza de ver a su Herman convertido en un «hombre de profesiones liberales». Le mandó a un taller donde el muchacho demostró enseguida que estaba más en su elemento con la más complicada de las máquinas que con el libro de texto más sencillo. Se convirtió en un nuevo ser, serio y reconcentrado. Padre no se repuso de la decepción; pero la esperanza es lo último que se pierde. Cuando vio que Yegor iba bien en la escuela, Padre empezó a tener de nuevo visones de títulos universitarios. Pero sus planes se frustraron otra vez. Mi visita salvó la situación. Mis argumentaciones a favor de «nuestro bebé» fueron más efectivas que los ruegos que una vez hice en mi nombre. Yegor empezó a trabajar en el mismo taller que Herman, Poco después el muchacho sufrió un cambio radical; se enamoró del estudio. La vida de trabajador y la fiambrera, que tanto había admirado, perdieron su encanto. Los ruidos y la vulgaridad del taller le asqueaban. Ahora ambicionaba leer y aprender. El contacto con la miseria de los trabajadores hizo que Yegor se sintiera más unido a mí. «Te has convertido en mi heroína —me dijo en una carta—. Has estado en la cárcel, estás con el pueblo y en contacto con las metas de la juventud». Añadió que yo comprendería su despertar; tenía puestas en mí sus esperanzas, pues solo yo podía hacer que nuestro padre le permitiera ir a Nueva York, Quería estudiar. Pero, para sorpresa de todos, en lugar de alegrarse, Padre puso objeciones. Declaró que había perdido la fe en el voluble muchacho. Además, lo que Yegor estaba ganando hacía falta en casa ahora que la salud de Padre estaba fallando y no podría continuar por mucho tiempo en su trabajo. Costó días de ruegos y mi ofrecimiento de acoger a Yegor en mi casa para que Padre cediera. Yegor tenía lo que quería, veía su sueño a punto de realizarse y, por lo tanto, gané toda su admiración.
Esta estancia en Rochester resultó ser la primera visita a mi familia en la que todo fue bien. Era una experiencia nueva ser aceptada con cariño y afecto por aquellos que siempre habían sido unos extraños para mí. Mi querida Helena y las dos jóvenes vidas que me necesitaban me ayudaron a unirme más a mis padres.
De vuelta a Nueva York reflexioné mucho sobre mis frecuentes conversaciones con Ed respecto a empezar los estudios de medicina. Había sido mi aspiración desde que estaba en Königsberg, y mis estudios en Viena habían despertado otra vez ese deseo. Ed había acogido la idea con entusiasmo, asegurándome que pronto sería capaz de pagar mis estudios en la universidad. Los preparativos para traer a Yegor a Nueva York con nosotros y atenderle pospondrían, sin embargo, la realización de mi deseo de convertirme en médico. También temía que Ed se resintiera del nuevo obstáculo y que le disgustara tener a mi hermano en casa. Ciertamente, no le forzaría a aceptarle.
Encontré a Ed muy bien, y de muy buen ánimo. Nuestro pequeño apartamento estaba arreglado como para una fiesta, como siempre que volvía a casa. En lugar de poner objeciones a mis planes sobre Yegor, Ed aceptó inmediatamente; con mi hermano en casa, dijo, no se sentiría tan solo durante mis ausencias. Me preguntó con ansiedad si Yegor hablaba mucho. Él podía pasarse horas sin decir ni una palabra y se sintió enormemente aliviado cuando le dije que Yegor era un chico muy estudioso y reservado. Y con respecto a mis estudios de medicina Ed estaba convencido de que pronto podría llevarlos a cabo. Estaba «en camino de hacerse rico» me aseguró muy serio; su socio había perfeccionado un invento, una novedad en álbumes, que con toda seguridad sería un gran éxito. «Queremos que seas nuestro tercer socio —anunció alborozado—. Podrías llevarte el artefacto en tu próxima gira». De nuevo, como en la primera etapa de nuestra vida en común, empezó a recrearse en fantasías sobre las cosas que haría por mí cuando fuéramos ricos.
Yegor llegó después de Año Nuevo. A Ed le cayó bien desde el primer momento, y al poco tiempo mi hermano estaba completamente encantado con mi amado. Pronto tendría que marcharme de gira otra vez, y era un gran consuelo saber que mis dos «niños» se darían compañía mutuamente en mi ausencia.
Capítulo XVII
Equipada con una docena de conferencias cuidadosamente preparadas y con una muestra del invento, partí llena de esperanzas de ganar adeptos para nuestra Causa y pedidos para el nuevo álbum. Mi porcentaje de las ventas me ayudaría a pagar los gastos del viaje, liberándome de la desagradable necesidad de tener que pedir ayuda a los compañeros.
Charles Shilling, un anarquista de Filadelfia, con el que había tratado en mis anteriores visitas a esa cuidad, se ocupó de todos los preparativos de las conferencias y también me invitó a que me quedara con su familia. Tanto él como la señora Shilling eran unos anfitriones estupendos, y Charles, un organizador muy eficaz. En seis grandes mítines hablé sobre la Nueva Mujer, el Absurdo de la No-Resistencia al Mal, la Base de la Moralidad, Libertad, Caridad y Patriotismo. Dar conferencias en inglés me resultaba todavía bastante difícil, pero cuando se iniciaba el debate me sentía como en casa. Cuanta más oposición encontraba más en mi elemento me encontraba y más cáustica me volvía con mis oponentes. Después de diez días de intensas actividades y cálida camaradería con los Shilling y otros nuevos amigos, salí para Pittsburgh.
Carl, Henry, Harry Gordon y Emilia Lee habían organizado catorce conferencias en la Ciudad del Acero y ciudades vecinas, excepto en el lugar adonde más deseaba ir, Homestead. No se pudo conseguir ninguna sala allí. Mi primer peregrinaje fue, como siempre, al penal Western. Fui con Emma Lee. Caminamos pegadas al muro y notó que de vez en cuando pasaba la mano por la superficie rugosa. Si los pensamientos y los sentimientos pudieran ser transmitidos, la intensidad de los míos atravesarían el muro gris y llegarían hasta Sasha. Habían pasado casi cinco años desde que fue encarcelado. El alcaide y los guardianes habían hecho todo lo posible para quebrantar su ánimo, pero no habían contado con la resistencia de Sasha. Él seguía impávido, aferrándose con cada fibra de su ser a la determinación de volver a la vida y a la libertad. Le apoyaban muchos amigos, ninguno tan devoto como Harry Kelly, los Gordon, Nold y Bauer. Habían estado trabajando en la nueva petición de indulto durante meses. Sus esfuerzos, que comenzaron en noviembre de 1897, encontraron apoyo entre varios elementos. Con ayuda de Harry Kelly, que visitó las organizaciones obreras, la United Labor League of Western Pennsylvania[36] aprobó varias resoluciones a favor de la liberación de Sasha. La American Federation of Labor,[37] en su convención en Cincinnati, la Baker's International Union,[38] la Boston Central Union[39] y muchos otros gremios obreros de todos los Estados Unidos adoptaron también medidas favorables. Se contrató a dos de los mejores abogados de Pittsburgh y se recaudaron los fondos necesarios. Había un enorme interés en Sasha y en su caso, y nuestros amigos estaban seguros del buen resultado de sus gestiones. Yo me sentía bastante escéptica, pero según caminábamos junto al muro que me separaba de nuestro valiente muchacho, deseaba desesperadamente estar equivocada.
Dar conferencias y estar conociendo a mucha gente continuamente era un trabajo extenuante. Me provocó varios ataques de nervios que me dejaron débil y agotada. Pero no podía descansar. Aborrecía cada minuto en que se me impedía hacer mi trabajo, especialmente, porque el interés popular en nuestras ideas parecía tan grande. Algunos periódicos, en contra de su costumbre, hicieron reportajes veraces de las conferencias; el Leader de Pittsburgh incluso publicó un artículo de una página entera, diciendo cosas realmente agradables sobre mí. «A la señorita Goldman se la pinta como un ser depravado y no lo parece en absoluto», decía entre otras cosas. «No se diría por su apariencia que llevara bombas escondidas entre la ropa o que fuera capaz de emitir las expresiones incendiarias que han marcado su carrera como oradora. Por el contrario, resulta bastante agradable. Según habla, su cara se ilumina con un ardor inteligente. Desde luego, hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que si se le pidiera a un extraño que adivinara qué y quién era, diría que se trataba de una maestra o de una mujer cuya mente discurre por cauces progresistas».
El que escribió el artículo pensaría sin duda que me estaba haciendo un cumplido cuando dijo que parecía una maestra de escuela. Lo hizo con buena intención, seguro, pero hirió mi vanidad. Me preguntaba si tendría realmente una apariencia tan anodina.
En Cleveland di tres conferencias. Los comentarios de los periódicos fueron muy divertidos. Uno simplemente afirmaba que «Emma Goldman está loca» y «sus doctrinas son desvaríos demoníacos». Otro se extendía sobre mis «buenos modales, más propios de una señora que de una lanzadora de bombas».
A Detroit volví como se vuelve a casa de un viejo amigo, y fui directamente desde el tren a ver a Robert Reitzel. Su estado había ido empeorando de forma continua, pero su deseo de vivir no se extinguía. Encontré a mi caballero más pálido y demacrado que antes. Su padecimiento había dejado nuevas líneas en su rostro, pero no había perdido su ingenio y humor característicos. Verle daba a la vez alegría y congoja. No obstante, no quería que estuviera triste y se lanzaba a contarme anécdotas que eran hilarantes en virtud de su gran talento para la recitación cómica. Particularmente divertidas eran sus experiencias como pastor de una congregación de la Iglesia Reformada, función que desempeñó cuando llegó a América. Una vez le requirieron para que predicara en Baltimore. La noche previa al sermón la pasó en un círculo de alegres amigos, con los que rindió culto en el altar del vino y la canción hasta el amanecer. Había llegado la primavera; los árboles estaban llenos de pájaros cantando lujuriosamente a sus parejas. Toda la naturaleza vibraba con evidente voluptuosidad. El espíritu de la aventura le invadía cuando salió y caminó entre las primeras luces del alba. Horas más tarde le encontraron sentado a horcajadas sobre un barril de cerveza, totalmente desnudo y cantando con voz estentórea una serenata a la dama de su corazón. Pero, ¡ay!, la dama resultó ser la hermosa hija de un ilustre miembro de la congregación que había extendido la invitación al joven pastor. No hubo sermón en Baltimore ese día.
Las horas que pasé con mi caballero fueron inolvidables. La alegría de su espíritu me transportó a la órbita en que se movía e hizo muy difícil mi partida. Deseaba con toda mi alma poder transferir a ese cuerpo enfermo la juventud y la fuerza del mío.
Después de Detroit, Cincinnati fue aburrido y decepcionante. Una carta quejumbrosa de Ed aumentó esa sensación. Me escribía que no podía soportar mi larga ausencia, prefería mil veces romper radicalmente que vivir sin mí o tenerme solo a ratos. Contesté asegurándole que le amaba y que deseaba tener un hogar junto a él; pero le reiteré mi decisión de no dejarme atar o enjaular. En tal caso tendría que abandonar nuestra vida en común. Lo que más valoraba era mi libertad, libertad para hacer mi trabajo, para entregarme espontáneamente y no por deber o por mandato. No podía someterme a tales exigencias; prefería elegir la vida de una vagabunda sin hogar; incluso prescindiría del amor.
San Luis no fue menos insípido, pero el último día la policía vino en mi ayuda. Interrumpieron el mitin en mitad de mi discurso y echaron a todo el mundo fuera. Me consoló algo pensar que las extensas citas de mi discurso en los periódicos llegarían a una audiencia más grande que la que la sala podía admitir. Además, la acción de las autoridades me proporcionó gran cantidad de amigos entre los americanos que creían todavía en la libertad de expresión.
Chicago... La ciudad de nuestro Viernes Negro, ¡la causa de mi renacimiento! Junto a Pittsburgh era para mí la más siniestra y deprimente. Ya no me sentía allí tan falta de amigos como en ocasiones anteriores cuando la furia de 1887 estaba todavía activa y los seguidores de Most me ofrecían una oposición ciega y encarnizada. Mi encarcelamiento y posteriores actividades me habían hecho ganar amigos y habían vuelto las cosas a mi favor. Ahora tenía el apoyo de varios sindicatos, gracias a los esfuerzos de Peukert, el cual desde 1893 vivía y realizaba actividades propagandísticas en Chicago. Encontré una cálida hospitalidad en el compañero Appel, un conocido anarquista local; quien, junto con su esposa e hijos, hizo de su casa un lugar agradable de visitar. El grupo Free Society estaba haciendo un trabajo espléndido en Chicago, y fueron los que organizaron un ciclo de quince conferencias.
Las reuniones en sí fueron como siempre, no ocurrió nada especial. Pero varios acontecimientos prestaron importancia a mi estancia en la ciudad, los cuales resultaron ser un factor duradero en mi vida. Entre estos estaba el conocer a Moses Harman y a Eugene V. Debs, y mi redescubrimiento de Max Baginski, un joven compañero de Alemania.
En aquellos excitantes días de agosto de 1893, en Filadelfia, cuando la policía había emprendido mi búsqueda, dos jóvenes fueron a verme. Uno de ellos era mi viejo amigo John Kassel, el otro era Max Baginski. Me alegré especialmente de conocer a Max, que era uno de los jóvenes rebeldes que había jugado un papel tan importante en el movimiento revolucionario alemán. Era de mediana estatura, de aspecto espiritual y frágil, como si acabara de pasar una larga enfermedad. Su pelo rubio se resistía desafiante a las persuasiones del peine, sus ojos inteligentes parecían pequeños a través de las gruesas gafas que llevaba. Sus pronunciados rasgos consistían en una frente inusualmente despejada y una cara de contornos que parecían tan eslavos como su nombre. Intenté entablar conversación con él, pero parecía deprimido y poco inclinado a hablar. Me preguntaba si la causa de su timidez era una gran cicatriz que tenía en el cuello. En los años siguientes no volví a ver a Max otra vez, hasta que salí de la prisión, y entonces solo de forma casual. Posteriormente me enteré de que se había marchado a Chicago para hacerse cargo del Arbeiter Zeitung, la publicación que había dirigido August Spies.
En mis anteriores visitas a Chicago me había abstenido de ir a visitar a Baginski a la redacción del periódico. Había oído que era un fiel adepto de Most, y había sufrido demasiadas persecuciones de los seguidores de este último para que me importara ver a uno de ellos. La aparición de una nota amistosa en el Arbeiter Zeitung sobre mis conferencias y una necesidad inexplicable de ver a Max de nuevo me indujeron a ir en su busca a mi llegada a la ciudad.
La redacción del Arbeiter Zeitung, famosa por los acontecimientos de Chicago, estaba en la calle Clark. La habitación, medianamente grande, estaba dividida en dos por una verja, detrás de la cual vi a un hombre escribiendo. Por la cicatriz de su cuello reconocí a Max Baginski. Cuando oyó mi voz se levantó con presteza, abrió la puerta de alambre y con un alegre «Bueno, querida Emma, ¡por fin has venido!», me abrazó. El saludo fue tan inesperadamente cálido que calmó inmediatamente mis aprensiones. Me pidió que esperase un momento a que terminara el último párrafo de un artículo que estaba escribiendo. «¡Listo! —exclamó jovialmente después de un rato—. Salgamos de esta prisión. Iremos a comer al restaurante Blue Ribbon».
Era después de mediodía cuando llegamos al sitio; a las cinco estábamos todavía allí. El joven silencioso y deprimido de mi primer encuentro en Filadelfia era bastante animado y un conversador interesante, por momentos grave, y al rato otra vez despreocupado como un niño. Discutimos sobre el movimiento, Most y Sasha. Lejos de ser fanático y cerrado, Max se mostró más compasivo, abierto y comprensivo que los mejores anarquistas alemanes. Admiraba mucho a Most, por su lucha heroica y por las persecuciones que había sufrido. Sin embargo, la actitud de este hacia Sasha había causado una impresión muy dolorosa en Max y sus colegas del grupo «Jungen». Todos estuvieron de parte de Sasha, y me aseguró que todavía lo estaban; pero desde que vino a América había empezado a comprender mejor la tragedia de Most en una tierra extraña, en la que nunca pudo echar raíces. En Estados Unidos Most estaba fuera de su ambiente, sin la inspiración y el ímpetu que proviene de los esfuerzos de las masas. Most tenía, por supuesto, un considerable apoyo alemán en el país, pero era solo el elemento nativo el que podía acarrear cambios fundamentales. Debía haber sido la impotencia de su posición en América y la ausencia de movimiento anarquista nacional lo que había hecho que Most se volviera en contra de la propaganda por la acción y, con ello, contra Sasha.
Yo no podía aceptar la explicación de Max sobre la traición de Most hacia lo que había defendido durante años. Pero su generoso intento por analizar objetivamente las causas que habían provocado el cambio en Most me dieron una idea del carácter de Max. No había nada mezquino en él ni rastro de rencor o de deseo de censura, ningún vestigio de espíritu partidista. Me pareció que poseía una gran personalidad; estar con él era como respirar el aire puro de los verdes prados.
Mi regocijo aumentó con el descubrimiento de que Max compartía mi admiración por Nietzsche, Ibsen y Hauptmann, y de que conocía muchos más nombres de los que yo ni siquiera había oído hablar. Había conocido personalmente a Gerhart Hauptmann y le había acompañado en sus recorridos por los distritos de Silesia donde vivían los tejedores. Max era entonces editor de un periódico obrero, Der Proletarier aus dem Eulengebirge, publicado en la localidad que había proporcionado al dramaturgo el material para sus dos poderosas encuestas sociales, Die Weber y Hannele. La tremenda pobreza y miseria habían vuelto a los tejedores rencorosos y desconfiados. No estaban dispuestos a hablar al joven de rostro ascético que parecía un cura y que había venido a hacerles preguntas sobre sus vidas. Pero conocían a Max. Era del pueblo y estaba con el pueblo, y confiaban en él.
Max me contó alguna de las experiencias de sus caminatas con Gerhart Hauptmann. Por todas partes encontraron una miseria espantosa. Una vez encontraron a un viejo tejedor en una choza desprovista de todo. Sobre un banco yacía una mujer con un niño pequeño, cubiertos de harapos. El cuerpo demacrado del niño estaba cubierto de llagas. No había ni comida ni leña en la casa. Cada rincón rezumaba la pobreza más absoluta. En otro lugar vivía una viuda con su nieta de trece años, una muchacha de extraordinaria belleza. Compartían la habitación con un tejedor y su mujer. Durante toda la conversación, Hauptmann no dejó de acariciar la cabeza de la niña. «Sin duda se inspiró en ella para crear a su Hannele —comentó Max—. Sé lo que le impresionó esa tierna flor en medio de aquel horroroso ambiente». Durante mucho tiempo después, Hauptmann continuó enviándole regalos a la niña. Simpatizaba con los desheredados porque él mismo había experimentado lo que era la pobreza; a menudo había pasado hambre mientras estudiaba en Zürich.
Sentí que en Max había encontrado un alma gemela, alguien que comprendía y apreciaba todo lo que había llegado a significar tanto para mí. La riqueza de su mente y su personalidad sensible poseían un atractivo irresistible. Nuestra afinidad intelectual era espontánea y completa, la cual se expresaba también emocionalmente. Nos convertimos en inseparables, cada día me revelaba nuevas profundidades y belleza en su ser. Mentalmente era muy maduro para su edad, físicamente parecía salido de un cuento y poseía una gentileza y un refinamiento únicos.
Otro gran acontecimiento durante mi estancia en Chicago fue conocer a Moses Harman, el valiente defensor de la maternidad libre y de la emancipación económica y sexual de la mujer. Me familiaricé con su nombre al leer Lucifer, el periódico semanal que publicaba. Sabía de la persecución que había sufrido y de su encarcelamiento por los eunucos morales de América, con Anthony Comstock a la cabeza. Acompañado por Max, visité a Harman en la redacción de Lucifer, que era también el hogar que compartía con su hija Lillian.
Normalmente, la imagen mental que se tiene de las grandes personalidades resulta ser falsa cuando se entra en relación con ellas. Con Harman ocurrió lo contrario; no había imaginado suficientemente el atractivo del hombre. Su porte erecto (a pesar de su cojera, resultado de una bala en la Guerra Civil), su impresionante cabeza, con la barba blanca y la melena canosa ondulante, sus ojos joviales, todo se combinaba para hacer de él la figura más impresionante. No había nada en él severo o austero; en realidad, era todo bondad. Esa característica explicaba su fe suprema en el país que le había asestado tantos golpes. Yo no era una extraña para él, me aseguró. Le había puesto furioso el tratamiento que me había dado la policía y expresó su protesta en su momento. «Somos compañeros en más de un aspecto», comentó con una agradable sonrisa. Pasamos la tarde discutiendo los problemas que afectan a la mujer y a su emancipación. Durante la conversación le expresé mis dudas sobre las probabilidades que había de que el enfoque sobre el sexo, tan vulgar y grosero en América, sufriera algún cambio en un futuro próximo y sobre si el puritanismo desaparecería alguna vez de este país. Harman estaba seguro de que sí. «He visto tantos grandes cambios desde que empecé mi trabajo —dijo—, que estoy convencido de que ya no estamos lejos de una verdadera revolución en el estado económico y social de la mujer americana. Es seguro que se desarrollará un puro y ennoblecedor sentimiento sobre el sexo y su rol vital en la vida humana». Llamé su atención sobre el poder en alza del constockismo. «¿Dónde están los hombres y mujeres que pueden detener esa fuerza sofocante?», pregunté. «Aparte de usted y de un puñado de otros, los americanos son la gente más puritana del mundo». «No tanto —respondió—, no olvides Inglaterra, donde se ha prohibido recientemente la publicación de la gran obra sobre el sexo de Havelock Ellis». Tenía fe en América y en los hombres y mujeres que habían luchado durante años, incluso padecido cárcel y calumnias por la idea de la maternidad libre.
Durante mi estancia en Chicago asistí a una convención obrera que estaba reunida en la ciudad. Conocí allí a gente importante de las filas revolucionarias y en los sindicatos, entre ellos a la señora Lucy Parsons, viuda de nuestro mártir Albert Parsons, que tomó parte activa en la reunión. La figura más impresionante de la convención fue Eugene V. Debs. Muy alto y delgado, sobresalía de sus compañeros en más sentidos, aparte del físico; pero lo que más me sorprendió fue su infantil ignorancia de las intrigas que le rodeaban. Algunos de los delegados, socialistas apolíticos, me pidieron que hablara e hicieron que el presidente me apuntara en la lista. Con evidentes engaños, los políticos socialdemócratas consiguieron impedirme hablar. Al cierre de la sesión, Debs se acercó a mí a explicarme que había habido un desafortunado malentendido, pero que él y sus compañeros harían que pudiera dirigirme a los delegados por la tarde.
Por la tarde, ni Debs ni el comité estuvieron presentes. La audiencia consistió únicamente en los delegados que me habían invitado y en nuestros propios compañeros. Debs llegó, sin aliento, casi al final. Había intentado librarse de las distintas sesiones para poder oírme, pero le habían retenido. ¿Le perdonaría y comería con él al día siguiente? Pensaba que posiblemente él había tomado parte en la conspiración mezquina para deshacerse de mí. Al mismo tiempo, no podía reconciliar su comportamiento franco y abierto con esas viles acciones. Acepté. Después de estar un rato con él me convencí de que Debs no tenía la culpa de nada. Lo que quiera que los políticos de su partido podrían estar haciendo, estaba segura de que él era decente y de sentimientos elevados. Su fe en el pueblo era genuina y su visión del socialismo bastante diferente a la maquinaria estatal descrita en el manifiesto comunista de Marx. Al oír sus puntos de vista, no pude dejar de exclamar: «¡Vaya, señor Debs, usted es un anarquista!» «No me llame señor, sino compañero —me corrigió— ¿por qué no me llama así?», dijo cogiéndome la mano cariñosamente. Me aseguró que se sentía muy cercano a los anarquistas que el anarquismo era la meta por la que luchar, y que todos los socialistas deberían ser también anarquistas. El socialismo era para él solo el trampolín para llegar al ideal último, que era el anarquismo. «Conozco y amo a Kropotkin y a su trabajo, le admiro y reverencio a nuestros compañeros asesinados que yacen en Waldheim, así como a otros espléndidos luchadores de vuestro movimiento. Como ves, soy vuestro compañero. Estoy con vosotros en la lucha». Señalé que no podíamos aspirar a conseguir la libertad incrementando el poder del Estado, que era lo que los socialistas pretendían. Hice hincapié en el hecho de que la acción política es el golpe de gracia para la lucha económica. Debs no me contradijo, estaba de acuerdo en que el espíritu revolucionario debía ser mantenido vivo a pesar de cualquier objetivo político; pero pensaba que esto último era un medio práctico y necesario para llegar a las masas.
Nos despedimos como buenos amigos. Debs era tan cordial, tan encantador como persona, que su falta de claridad política, la cual le hacía intentar alcanzar a la vez dos polos opuestos, no importaba.
Al día siguiente visité a Michael Schwab, uno de los mártires de Chicago que el gobernador Altgeld había indultado. Seis años en el penal de Joliet habían quebrantado su salud y le visité en el hospital, donde se estaba tratando de tuberculosis. Era asombroso ver con qué aguante y entereza un ideal podía imbuir a una persona. El cuerpo agotado de Schwab, el rubor héctico de sus mejillas, sus ojos brillantes con la fiebre fatal, hablaban convincentemente de las torturas que había sufrido durante el angustioso juicio, durante los meses en espera del indulto, seguido de la ejecución de sus compañeros y de los largos años en la prisión. Sin embargo, Michael apenas dijo una palabra sobre sí mismo, ni permitió que la más mínima queja escapara de sus labios. Su ideal era lo más importante y todo lo que se refería a él constituía aún su único interés. Me marché con un sentimiento de admiración por el hombre cuyo espíritu orgulloso e inquebrantable no habían conseguido destruir los crueles poderes.
Mi presencia en Chicago me dio la oportunidad de satisfacer un viejo deseo: honrar a nuestros queridos muertos colocando una corona sobre su tumba en el cementerio de Waldheim. Permanecimos en silencio, Max y yo, cogidos de la mano, ante el monumento erigido en su memoria. La inspirada visión del artista había transformado la piedra en una presencia viva. La figura de la mujer sobre un alto pedestal, y el héroe caído reclinado a sus pies, expresaban una mezcla de desafío y revuelta, de piedad y amor. El rostro de la figura femenina, bello en su gran humanidad, estaba vuelto hacía un mundo de dolor e infortunio, una mano señalaba al rebelde moribundo, la otra protegía su frente. Había un sentimiento profundo en su gesto, una ternura infinita. La lápida de la parte de atrás de la base tenía grabado un pasaje importante de las razones del gobernador Altgeld para indultar a los tres supervivientes.
Era casi de noche cuando nos marchamos del cementerio. Mis pensamientos retrocedieron al tiempo en que me había opuesto a la erección del monumento. Aducía que nuestros compañeros muertos no necesitaban ninguna piedra para inmortalizarlos. Ahora comprendí lo cerrada y fanática que había sido, lo poco que había comprendido el poder del arte. El monumento encamaba los ideales por los que los hombres habían muerto, era un símbolo visible de sus palabras y sus actos.
Antes de dejar Chicago me llegó la noticia de la muerte de Robert Reitzel. Si bien sus amigos sabíamos que el fin era solo cuestión de semanas, nos quedamos aturdidos. Sentía la pérdida aún más intensamente por lo unida que estaba a mi querido «caballero». Su ardor rebelde y su espíritu artístico se perfilaban tan nítidos en mi mente que no podía creer que estuviera muerto. Fue sobre todo en mi última visita cuando llegué a apreciar en todo su valor su verdadera grandeza, las alturas a las que su espíritu podía ascender. Pensador y poeta, no se contentaba meramente con modelar palabras bellas; quería que fueran realidades vivientes, quería que ayudaran al despertar de las masas a las posibilidades de una tierra libre de las cadenas que unos pocos privilegiados habían forjado. Soñaba con cosas radiantes, con el amor y la libertad, con la vida y la felicidad. Había vivido y luchado por ese sueño con toda la pasión de su alma.
Ahora Robert estaba muerto, sus cenizas esparcidas en el lago. Su gran corazón ya no latía; su espíritu turbulento había encontrado reposo. La vida seguía su curso, más desoladora sin mi caballero privada de la fuerza y la belleza de su pluma, del esplendor poético de su canción. La vida continuaba, y con ella se fortaleció la determinación de trabajar más duramente.
Denver era el centro de nuestro trabajo, por las actividades de un grupo de hombres y mujeres, tanto de la escuela anarquista individualista, como de la comunista. Casi todos eran nativos; las familias de algunos de ellos se remontaban a los tiempos de la colonización. Lizzie y William Holmes, colaboradores y amigos íntimos de Albert Parsons, y su circulo, eran personas de mentes agudas y lúcidas, versados en los aspectos económicos de la lucha social y buenos conocedores de otras facetas de la misma. Lizzie y William habían tomado parte activa en la lucha por la jornada de ocho horas en Chicago y habían sido colaboradores del Alarm y de otras publicaciones radicales. La muerte de Albert Parsons fue un golpe aún más duro para ellos que para la mayoría de los compañeros a causa de su larga amistad. Ahora vivían pobremente en Denver, ganando apenas lo suficiente para subsistir, pero seguían estando tan dedicados a la Causa como en los días en que su fe era joven y sus esperanzas grandes. Pasamos mucho tiempo hablando del movimiento y particularmente del periodo de 1887. Su descripción de Albert Parsons, el rebelde y el hombre, fue muy vivida: para Parsons, el anarquismo no había sido una mera teoría del futuro. Lo había convertido en una fuerza viva en su existencia diaria, en su vida hogareña y en las relaciones con sus amigos. Descendiente de una familia sureña que se enorgullecía de su casta, Albert Parsons sentía afinidad con los más degradados de los hombres. Había crecido en un ambiente que se aferraba tenazmente a la idea de la esclavitud como derecho divino y a los honores de Estado como la única cosa valiosa en el mundo. No solo repudió ambas, sino que se casó con una joven mulata. No había lugar para las distinciones de raza en el ideal de Albert sobre la hermandad humana, y pensaba que el amor era más poderoso que las barreras que los hombres habían construido. Esa misma generosidad le había impulsado a abandonar un lugar seguro y entregarse a las autoridades de Illinois. La necesidad de compartir el destino de sus compañeros era más importante para él que ninguna otra cosa. Y sin embargo, Albert Parsons amaba apasionadamente la vida. Su magnífico espíritu se manifestó incluso en los últimos momentos. Lejos de ceder al rencor y las lamentaciones, Parsons entonó su canción favorita, Annie Laurie; sus sones resonaron en los muros de la prisión el mismo día de la ejecución.
El viaje de Denver a San Francisco a través de las montañas Rocosas estuvo repleto de experiencias y sensaciones nuevas. Yo había visto las montañas en Suiza cuando me detuve allí unos días, de vuelta de Viena. Pero la vista de las Rocosas, austeras e inhóspitas, era sobrecogedora. No podía dejar de pensar en la puerilidad de los esfuerzos del hombre. La raza humana entera, yo misma incluida, parecía una mera brizna de hierba, tan insignificante, tan patéticamente desamparada, al lado de esas montañas imponentes. Me aterrorizaban, y al mismo tiempo me sentía poseída por su belleza y grandiosidad. Pero cuando llegamos al desfiladero Royal y el tren recorrió lentamente las arterias sinuosas que el «Trabajo» había labrado, me sentí aliviada y se renovó mi fe en mi propia fortaleza. Las fuerzas que habían atravesado esos colosos de piedra trabajaban por doquier, testigos del genio creativo y de los recursos inagotables del hombre.
Ver California por primera vez en primavera, después de viajar veinticuatro horas a través de la gris Nevada, era como avistar un país de hadas después de una pesadilla. Nunca había visto una naturaleza tan pródiga y resplandeciente. Estaba todavía bajo su hechizo cuando el paisaje cambió a otro menos exuberante y el tren se adentró en Oakland.
Mi estancia en San Francisco fue de lo más interesante y deliciosa. Me permitió hacer el mejor trabajo que había llevado a cabo hasta entonces, y me puso en contacto con espíritus libres y excepcionales. El centro de las actividades anarquistas en la Costa era Free Society, editado y publicado por la familia Isaak. Eran gente poco común, Abe Isaak, Mary, su mujer, y sus tres hijos. Habían sido menonitas, una secta religiosa liberal rusa, de origen alemán. En América se establecieron en un principio en Portland, Oregón, donde entraron en contacto con las ideas anarquistas. Junto con otros compañeros nativos, entre ellos Henry Addis y H. J. Pope, los Isaak fundaron un semanario anarquista llamado Firebrand. Debido a la aparición en este último de un poema de Walt Whitman, «A Woman Waits for Me», el periódico fue prohibido, sus editores arrestados y H.J. Pope encarcelado acusado de obscenidad. Los Isaak empezaron entonces Free Society, y posteriormente se trasladaron a San Francisco. Incluso los chicos cooperaban en la publicación, a menudo trabajando dieciocho horas al día, escribiendo, colocando los tipos y escribiendo direcciones. Al mismo tiempo no olvidaban otras actividades propagandísticas.
Lo que me atraía de los Isaak era la coherencia de sus vidas, la armonía entre las ideas que profesaban y su aplicación. El compañerismo entre los padres y la completa libertad de todos los miembros de la familia eran una novedad para mí. En ninguna otra familia anarquista había visto a los hijos disfrutar de tanta libertad o expresarse de forma tan independiente sin el menor obstáculo por parte de sus mayores. Era muy divertido oír a Abe y Pete, chicos de dieciséis y dieciocho años respectivamente, llamar la atención a su padre por alguna supuesta infracción de principios, o criticar el valor propagandístico de sus artículos. Isaak escuchaba con paciencia y respeto, incluso si la forma en que formulaban sus críticas era adolescentemente ruda y arrogante. Nunca vi a los padres recurrir a la autoridad basándose en su superioridad de edad y sabiduría. Sus hijos eran sus iguales; su derecho a disentir, a vivir sus propias vidas y a aprender, no se cuestionaba.
«Si no puedes establecer la libertad en tu propio hogar —decía con frecuencia Isaak—. ¿cómo puedes ayudar al mundo a hacerlo?» Para él y para Mary eso era lo que la libertad significaba: igualdad de sexos en todas sus necesidades, física, intelectual y emocional.
Los Isaak mantuvieron esta actitud en el Firebrand, y lo hacían ahora en Free Society. Por su insistencia en la igualdad de sexos eran censurados gravemente por muchos anarquistas del Este y del extranjero. Yo había recibido muy bien la discusión de estos problemas en su periódico, porque sabía por propia experiencia que la expresión sexual es un factor tan vital en la vida humana como el alimento o el aire. Por lo tanto, no era mera teoría lo que me había llevado, en una etapa temprana de mi desarrollo personal, a discutir sobre el sexo tan abiertamente como lo hacía sobre otros tópicos y a vivir mi vida sin temor a la opinión de los demás. Entre los radicales americanos del Este había conocido a muchos hombres y mujeres que compartían mis puntos de vista sobre este tema y que habían tenido la valentía de poner en práctica sus ideas en su vida sexual. Pero en el círculo donde más me movía estaba bastante sola. Por lo que fue una revelación descubrir que los Isaak sentían y vivían como yo. Esto ayudó a establecer un fuerte lazo entre nosotros, a parte de nuestro común ideal anarquista.
A pesar de las conferencias diarias en San Francisco y ciudades vecinas, un mitin multitudinario en el Primero de Mayo y un debate con un socialista, todavía encontrábamos tiempo para asistir con frecuencia a reuniones sociales lo suficientemente alegres como para ser criticadas por los puristas. Pero no nos importaba. La juventud y la libertad se reían de las normas y las críticas, y nuestro círculo consistía en gente joven en años y espíritu. En compañía de los chicos Isaak y de otros jóvenes me sentía como una abuela, tenía veintinueve años; pero en espíritu era la más alegre, como mis jóvenes admiradores me aseguraban a menudo. Poseíamos la alegría de vivir y los vinos de California eran baratos y estimulantes. El propagandista de una causa impopular necesita, incluso más que otra gente, cierta irresponsabilidad despreocupada de forma ocasional. ¿Cómo si no podría sobrevivir al duro trabajo y las dificultades de la existencia? Mis compañeros de San Francisco podían trabajar hasta caer rendidos; se tomaban muy en serio sus tareas; pero también sabían amar, beber y jugar.
Capítulo XVIII
América había declarado la guerra a España. La noticia no era inesperada. Durante los meses anteriores, la prensa y el púlpito se habían llenado de las llamadas a las armas en defensa de las víctimas de las atrocidades españolas en Cuba. Mis simpatías estaban con los rebeldes cubanos y filipinos que luchaban para liberarse del yugo español. De hecho, había trabajado con algunos miembros de la Junta ocupados en actividades clandestinas para liberar a las Islas Filipinas. Pero no creía en absoluto en que las protestas patrióticas de América fueran acciones desinteresadas y nobles para ayudar a Cuba. No requería una gran sabiduría política darse cuenta de que el interés de América era la cuestión azucarera y que no tenía nada que ver con sentimientos humanitarios. Desde luego había cantidad de personas crédulas, no solo en el país en general, sino también en las filas liberales, los cuales creían en el llamamiento. No pude unirme a ellos. Estaba segura de que nadie, a nivel individual o estatal, que participara en la esclavitud y la explotación en su propia casa, tenía la integridad o el deseo de liberar a las gentes de otras tierras. Por lo tanto, mi conferencia más importante y a la que asistieron más personas, fue sobre el Patriotismo y la Guerra.
En San Francisco no hubo interferencias, pero en las ciudades californianas más pequeñas tuvimos que ganar terreno pulgada a pulgada. La policía, nunca reacia a interrumpir los mítines anarquistas, se mantenía al margen, animando así a los alborotadores patriotas, quienes a veces hacían imposible nuestra tarea. La determinación del grupo de San Francisco y mi propia presencia de ánimo salvaron más de una situación crítica. En San José la audiencia parecía tan amenazadora que pensé que lo mejor sería prescindir del presidente y conducir el mitin yo misma. Tan pronto como empecé a hablar se desató la algarabía. Me dirigí a los agitadores y les pedí que eligieran a alguien de los suyos para moderar.
—¡Sigue! —gritaron—, solo estás fanfarroneando. Sabes que no nos permitirías hacer algo así.
—¿Por qué no? Lo que queremos es oír a las dos partes, ¿no?
—¡Ya lo creo! —vociferó alguien.
—Para eso debemos mantener el orden —continué—, parece que a mí me resulta imposible. Uno de vosotros puede subir aquí y demostrar cómo mantener el orden hasta que haya expuesto mi punto de vista. Después, vosotros podéis exponer el vuestro. ¡Vamos, comportaos como buenos americanos!
Durante unos minutos se mantuvo la confusión, se oían gritos furiosos, hurras, voces diciendo: «Parece una chica lista, ¡démosle una oportunidad!» Finalmente, un anciano subió a la tribuna, golpeó el entarimado con su bastón y, con una voz que hubiera deshecho las murallas de Jericó, bramó: «¡Silencio! ¡Oigamos lo que la señora tiene que decir!» No hubo más interferencias durante mi discurso, que duró una hora, y cuando terminé, casi hubo una ovación.
Entre la gente más interesante que conocí en San Francisco estaban dos chicas, las hermanas Strunsky. Arma, la mayor, había asistido a mi conferencia sobre la Acción Política. Se había puesto furiosa, me enteré después, por haber sido tan «injusta con los socialistas». Al día siguiente vino a visitarme un «ratito», según dijo. Se quedó toda la tarde y luego me invitó a ir a su casa. Allí conocí a un grupo de estudiantes, entre ellos se encontraba Jack London y la más pequeña de las Strunsky, Rosa, que estaba enferma. Anna y yo nos hicimos muy buenas amigas. La habían expulsado temporalmente de la Universidad Leland Stanford por haber recibido una visita masculina en su habitación en lugar de en el salón. Le hablé de mi vida en Viena y de los estudiantes varones con los que solíamos tomar té, fumar y hablar durante toda la noche. Anna pensaba que la mujer americana establecería su derecho a la libertad y a la intimidad una vez que consiguiera el derecho al voto. Yo no estaba de acuerdo con ella. Argumentaba que la mujer rusa había establecido hacía mucho tiempo su independencia moral y social, incluso antes del voto. Debido a esto se había desarrollado una camaradería estupenda, que hacía que la relación entre los sexos fuera tan buena y sana entre los rusos progresistas.
Quería ir a Los Ángeles, pero no conocía allí a nadie que pudiera organizar mis conferencias. Los pocos anarquistas alemanes con los que había mantenido correspondencia en esa ciudad me aconsejaron que no fuera. Me dijeron que algunas de mis conferencias, especialmente la que trataba sobre la cuestión sexual, perjudicarían su trabajo. Casi había abandonado la idea cuando recibí ánimos de forma inesperada. Un joven, al que conocía como señor V., de Nuevo Méjico, se ofreció a actuar como mi representante. Iba a ir a Los Ángeles de negocios, me informó, y le agradaría ayudarme a organizar un mitin. El señor V., un tipo judío interesante, llamó mi atención en un principio en mis conferencias: asistía todas las noches y siempre hacía preguntas inteligentes. Era también un asiduo en la casa de los Isaak y estaba, evidentemente, interesado en nuestras ideas. Era una persona agradable y acepté que organizara una conferencia.
A su debido tiempo, mi «representante» me telegrafió que todo estaba listo. Cuando llegué, fue a recogerme a la estación con un ramo de rosas y me llevó a un hotel. Era uno de los mejores de Los Ángeles y sentí que era una incoherencia por mi parte quedarme en un sitio tan elegante; pero el señor V. argumentó que solo eran prejuicios, algo que no había esperado de Emma Goldman.
—¿No quiere que la reunión sea un éxito? —preguntó.
—Por supuesto, pero ¿qué tiene eso que ver con que me aloje en hoteles caros?
—Mucho, eso ayudará a darle publicidad a la conferencia.
—Estas cuestiones no se consideran así desde el punto de vista de los grupos anarquistas —protesté.
—Peor para ellos, por eso es por lo que llegan ustedes a tan poca gente. Espere al mitin, luego hablaremos.
Acepté quedarme. La lujosa habitación que me había reservado, llena de flores, fue otra sorpresa. Luego descubrí un vestido de terciopelo negro preparado para mí.
—¿Qué va a ser esto, una conferencia o una boda? —le pregunté al señor V.
—Ambas cosas, aunque la conferencia será lo primero.
Había alquilado uno de los mejores teatros de la ciudad, y claro, argüía mi representante, debía comprender que no podía aparecer con el vestido raído que había llevado en San Francisco. Además, si no me gustaba el que había elegido, podía cambiarlo. Era necesario que diera la mejor impresión posible en mi primera visita a Los Ángeles.
—¿Pero qué interés tiene al hacer todo esto? —insistí—. Me dijo que no era anarquista.
—Estoy en camino de convertirme en uno —respondió—. Ahora sea sensata. Estuvo de acuerdo en que fuera su representante, pues déjeme llevar este asunto a mi manera.
—¿Son todos los representantes tan solícitos?
—Sí, si conocen un poco el negocio y si les gusta un poco su artista —respondió.
Los días siguientes los periódicos no hablaban más que de Emma Goldman, «representada por un hombre adinerado de Nuevo México». Para evitar a los reporteros, el señor V. me llevó a dar largos paseos a pie y en coche por el barrio mejicano de la ciudad, a restaurantes y cafés. Un día me instó a acompañarle a visitar a un amigo ruso, que resultó ser el sastre más de moda de la ciudad y el cual me convenció para que me dejara tomar medidas para un traje. La tarde de la conferencia encontré en mi habitación un vestido sencillo, pero precioso, de gasa negra. Las cosas aparecían misteriosamente, como en los cuentos de hada que solía contarme mi niñera alemana. Casi cada día me traía nuevas sorpresas, que ocurrían de forma extraña y poco ostentosa.
La audiencia era grande y bastante ruidosa, con la presencia de patriotas en gran número. Repetidas veces intentaron crear confusión, pero la inteligente presidencia del «hombre rico de Nuevo Méjico» condujo la reunión a un final apacible. Luego mucha gente vino a presentarse como radicales y me instaron a que me quedara en Los Ángeles, se ofrecieron a organizar más conferencias. De ser una completa extraña había pasado a convertirme casi en una celebridad, gracias a los esfuerzos de mi representante.
Esa noche tarde, en un pequeño restaurante español, lejos de la multitud, el señor V. me pidió en matrimonio. Bajo circunstancias normales hubiera considerado esa oferta como un insulto, pero todo lo que el hombre había hecho era de tan buen gusto que no podía enfadarme con él.
—¡Yo y el matrimonio! —exclamé—. No me ha preguntado si le amo. Además, ¿tiene tan poca fe en el amor que debe ponerle un candado?
—Bueno, no creo en esa tontería del amor libre. Me gustaría que continuara con las conferencias; me agradaría ayudarla y apoyarla financieramente para que pueda hacer más y mejor trabajo. Pero no podría compartirla con nadie más.
¡La cantinela de siempre! Qué a menudo lo había oído desde que me convertí en un ser libre. Radical o conservador, todo hombre quiere atar a la mujer a sí. Se lo dije categóricamente: «¡No!»
Rechazó tomar mi respuesta como definitiva. Podía cambiar de idea, dijo. Le aseguré que no había ninguna posibilidad de que me casara con él: no era mi propósito forjar cadenas para mí misma. Ya lo había hecho una vez; no volvería a suceder. Solo quería «esa tontería del amor libre»; ninguna otra «tontería» tenía ningún significado para mí. Pero el señor V. no se perturbó en absoluto. Estaba convencido de que su amor no era momentáneo. Esperaría.
Me despedí de él, dejé el hotel de lujo y fui a quedarme con unos amigos judíos que había conocido. Di conferencias durante otra semana, que tuvieron una buena audiencia, y luego organicé un grupo de simpatizantes para continuar el trabajo. Posteriormente, volví a San Francisco.
Como secuela de mis actividades en Los Ángeles, apareció en el Freiheit un artículo censurándome por haberme alojado en un hotel caro y haber permitido que un hombre rico organizara mi conferencia. Mi comportamiento había «puesto en entredicho el anarquismo entre los trabajadores», afirmaba el articulista. Considerando que era la primera vez que se hablaba en inglés sobre anarquismo en Los Ángeles, y que como resultado de mis actividades se iba a proceder a realizar propaganda sistemática entre los americanos, la acusación me pareció ridícula. Era otra más de las tontas acusaciones que habían aparecido a menudo contra mí en el semanario de Most. Lo ignoré, pero Free Society publicó una réplica de un compañero alemán, el cual llamó la atención sobre los buenos resultados que mi visita a Los Ángeles había tenido.
Cuando llegué a Nueva York, Ed y mi hermano Yegor estaban esperándome en la estación. Yegor estaba contentísimo de mi vuelta; Ed era siempre muy reservado en público y ahora lo estaba aún mucho más. Pensé que era debido a la presencia de mi hermano, pero continuó manteniéndose apartado incluso cuando estábamos solos, me di cuenta de que algo había cambiado en él. Era tan atento y considerado como siempre, y nuestro hogar tan agradable como de costumbre; pero él estaba diferente.
Por mi parte, no era consciente de ningún cambio emocional hacia Ed, lo sabía incluso antes de volver. Ahora, en su presencia, estaba segura de que, cualesquiera que fueran nuestras diferencias intelectuales, todavía le amaba y le necesitaba. Pero su actitud glacial me mantenía apartada.
Aunque estuve muy ocupada durante la gira, no olvidé el encargo que Ed me había hecho para su empresa. Gestioné pedidos para el «invento» y conseguí algunos contratos sustanciales con varias grandes papelerías en el oeste. Ed estaba encantado y alabó mis esfuerzos. Pero no hizo ninguna pregunta sobre la gira o sobre mi trabajo y no mostró el más mínimo interés. Esto añadió rencor a mi descontento por cómo estaban las cosas en casa. El refugio que tanta alegría y paz me había proporcionado se volvió ahora sofocante.
Afortunadamente, no tenía tiempo para darle vueltas al asunto. La huelga textil en Summit, New Jersey, necesitaba de mis servicios. Se presentaba de la forma habitual: los mítines eran o prohibidos o disueltos por las porras de la policía. Se requería maniobrar con habilidad para reunirse en los bosques de las afueras de Summit. Me mantuve muy ocupada y apenas tuve tiempo de ver a Ed. En las raras ocasiones en que estábamos juntos, solía quedarse callado. Solo sus ojos hablaban, estaban llenos de reproche.
Cuando terminó la huelga decidí poner las cosas en claro con Ed. Ya no podía soportar la situación durante más tiempo. Sin embargo, no me fue posible hacerlo durante varias semanas debido a la caza internacional de anarquistas que comenzó después de que Luccheni matara a la emperatriz de Austria. Aunque nunca había oído el nombre de Luccheni, la policía me seguía y la prensa me puso en la picota, como si hubiera sido yo la que hubiera matado a la desafortunada mujer. Me negué a gritar: «¡Crucificadlo!», sobre todo porque me enteré por la prensa anarquista italiana de que Luccheni había sido un muchacho de la calle, obligado a entrar en el servicio militar en su juventud. Había sido testigo de las atrocidades de la guerra en el frente africano, en el ejército había sido tratado brutalmente y había llevado una vida de miserias desde entonces. Fue la más absoluta desesperación lo que llevó al hombre a su acto de protesta mal dirigido. Por todas partes en nuestro esquema social la vida no valía nada, era malgastada y degradada. ¿Cómo esperar que este muchacho sintiera ninguna reverencia por ella? Declaré mi compasión por la mujer que había sido durante mucho tiempo persona non grata en la corte austríaca y que, por lo tanto, no podía ser la responsable de los crímenes cometidos por la corona. No vi ningún valor propagandístico en el acto de Luccheni. Era, igual que la emperatriz, una víctima; me negué a unirme a la condena salvaje del hombre, así como al repulsivo sentimentalismo expresado a favor de la mujer.
Mi actitud provocó, como en otras ocasiones, la condena de la prensa y de la policía. Naturalmente, no estaba sola: casi todos los anarquistas más destacados de todo el mundo tuvieron que soportar ataques similares. Pero en los Estados Unidos y, particularmente, en Nueva York, yo era la oveja negra.
El acto de Luccheni había, evidentemente, aterrorizado a las testas coronadas e incluso a los dirigentes electos, entre los que los lazos de simpatía eran evidentes. Los cónclaves secretos de los poderes tuvieron como resultado la decisión de realizar un congreso antianarquista en Roma. Los elementos revolucionarlos y los amantes de la libertad de los Estados Unidos y Europa se dieron cuenta del inminente peligro para la libertad de pensamiento y expresión y se pusieron a trabajar inmediatamente para hacer frente al ataque. Por todas partes se llevaron a cabo mítines de protesta contra la conspiración internacional de las autoridades. En Nueva York no se encontró ninguna sala donde se tolerara mi presencia.
En medio de estas tareas llegó una petición urgente de la Alexander Berkman Defense Association de Pittsburgh para que se incrementaran las actividades a favor del indulto. El caso, que iba a ser visto en septiembre, fue pospuesto para el 21 de diciembre. Los abogados creían que la decisión de la Comisión de Indultos dependería de la postura que Andrew Carnegie adoptara en el asunto y, por lo tanto, nos instaron a que fuéramos a ver al magnate del acero. Era una sugerencia absurda, que ciertamente no sería aprobada por Sasha: ese paso nos pondría a todos en ridículo. No conocía a nadie que se prestase a hablar con Carnegie, y, de todas maneras, estaba convencida de que este se negaría a actuar en el caso. No obstante, algunos de nuestros amigos insistieron en que era humano y que estaba interesado en ideas progresistas. Como prueba aducían el hecho de que algún tiempo atrás Carnegie había invitado a Pedro Kropotkin a su casa. Sabía que Pedro había rechazado un honor tan dudoso contestando que no podía aceptar la hospitalidad de un hombre cuyos intereses habían impuesto una sentencia inhumana a su compañero Alexander Berkman y que le mantenían enterrado entre los muros del penal Western. Algunos de nuestros amigos sostenían que el deseo de Carnegie de que Kropotkin le visitara era indicativo de que escucharía favorablemente nuestros ruegos para liberar a Sasha. Yo me oponía a la idea, pero finalmente sucumbí a los argumentos de Justus y Ed, los cuales señalaban que no debíamos permitir que nuestros sentimientos personales fueran un obstáculo a la libertad de Sasha. Justus sugirió que escribiéramos a Benjamin R. Tucker y le pidiéramos que hablara a Carnegie del asunto.
Conocía a Tucker solo por sus escritos en Liberty, la publicación anarquista individualista, de la que era fundador y redactor. Tenía un estilo vigoroso y había hecho mucho para iniciar a sus lectores en algunas de las mejores obras de la literatura francesa y alemana. Pero su actitud hacia los anarquistas comunistas era mezquina y cargada de un rencor ofensivo. «No me parece que Tucker sea un tipo de gran carácter», le dije a Justus, quien insistió en que estaba equivocada y en que deberíamos, al menos, darle una oportunidad. Enviamos una breve carta a Benjamin R. Tucker, firmada por Justus Schwab, Ed Brady y por mí, explicándole el caso y preguntándole si consentiría en ir a ver a Carnegie, el cual volvería pronto de Escocia.
La respuesta de Tucker fue una larga epístola en la que exponía las condiciones en las que abordaría a Carnegie. Escribía en su carta que le diría: «Al resolver sobre su actitud, usted, sin duda, dará por sentado, como yo doy por sentado, que se dirigen a usted como pecadores arrepentidos que piden perdón y buscan la remisión de su pena. Su sola aparición ante usted, en persona o por poderes, para tratar esta cuestión deber ser entendida como indicativo de que lo que una vez consideraron un acto de heroísmo acertado, lo consideran ahora como un insensato acto de barbarismo... que los seis años de encarcelamiento del señor Berkman les ha convencido del error de sus métodos... Cualquier otra explicación al ruego de estos solicitantes es incoherente con su noble carácter; ciertamente, ni por un momento debe suponerse que hombres y mujeres de su valía y dignidad, después de disparar a un hombre deliberadamente y a sangre fría, se rebajarían a sufrir la humillación de rogar a sus víctimas que les concedieran la libertad para agredirles de nuevo... Yo no aparezco ante usted hoy como un pecador arrepentido. En lo que concierne a mi participación en este asunto, no hay nada por lo que deba pedir disculpas. Me reservo todos los derechos... He rechazado cometer, aconsejar o aprobar la violencia, pero como pueden presentarse circunstancias en las que una política de violencias sea aconsejable, declino renunciar a mi libertad de elección...»
La carta no contenía ni una sola palabra sobre la sentencia de Sasha, la cual, incluso desde un punto de vista legal, era una barbarie; ni una palabra sobre las torturas que había padecido: ni la más mínima expresión de humanidad de parte del señor Tucker, el exponente de un gran ideal social. Nada más que frío cálculo sobre cómo rebajar a Sasha y a sus amigos, mientras al mismo tiempo exponía su posición de superioridad. Era incapaz de comprender que uno podía sentir una injusticia hecha a otros más intensamente que si hubiera sido hecha a sí mismo. Tucker no podía entender la psicología de un hombre al que la brutalidad de Frick durante el cierre patronal había llevado a expresar su protesta mediante un acto de violencia. Ni estaba, aparentemente, dispuesto a entender que los amigos de Sasha podían esforzarse por conseguir su liberación sin tener, necesariamente, que estar convencidos del «error de sus métodos».
Nos dirigimos después a Ernest Crosby, un destacado partidario del impuesto único[40] y un tolstoiano, además de un poeta y escritor muy dotado. Era un hombre de un calibre muy diferente, comprensivo y misericordioso, incluso hacia aquello con lo que no estaba plenamente de acuerdo. Nos visitó en compañía de un hombre más joven, Leonard D. Abbott. Cuando le presentamos el caso, aceptó inmediatamente hablar con Carnegie. Nos explicó que había solo una cosa que le preocupaba. Si Carnegie exigiera una garantía de que Alexander Berkman, cuando estuviera libre, no cometería de nuevo ningún acto de violencia, ¿qué respuesta debía dar? Él nunca preguntaría tal cosa, pues se daba cuenta de que nadie podía decir lo que haría si estuviera bajo presión. Pero como intermediario creía que era necesario estar informado sobre este lema. Por supuesto, nos resultaba imposible dar tal garantía, y yo sabía que Sasha nunca haría ninguna promesa de «reforma» ni permitiría que nadie la hiciera por él.
El asunto terminó finalmente con nuestra decisión de no acudir a Carnegie para nada. El caso de Sasha ni siquiera fue llevado ante la Comisión de Indultos en el momento previsto. Se pensó que sus miembros tenían demasiados prejuicios contra él, y teníamos la esperanza de que la nueva Comisión, que entraría en funciones al año siguiente, sería más imparcial.
Después de grandes esfuerzos para conseguir un salón donde llevar a cabo la protesta contra el congreso antianarquista, conseguimos el de Cooper Union. Esta asociación todavía se adhería al principio establecido por su fundador de dar oportunidad de expresión a cualquier opinión política. Mis amigos temían que fuera arrestada, pero yo estaba decidida a llevar a cabo la empresa. Estaba desesperada por el intento de aplastar los últimos vestigios de la libertad de expresión, y angustiada por mi vida personal. De hecho, estaba deseando que me arrestaran y poder escapar así de todos y de todo.
En la víspera del mitin Ed rompió su silencio de forma inesperada:
—No puedo soportar la idea de dejar que te enfrentes a este peligro —dijo—, sin intentar una vez más acercarme a ti. Mientras estabas de gira decidí reprimir mi amor e intentar dirigirme a ti en condición de amigo solamente. Pero me di cuenta de lo absurdo de tal decisión en el momento en que te vi en la estación. Desde entonces, una gran lucha ha tenido lugar en mi interior, incluso pensaba abandonarte. Pero no puedo hacerlo. Pensaba dejar que todo siguiera su curso hasta que te fueras otra vez de gira, pero ahora que te arriesgas a que te arresten, tengo que contártelo, tengo que intentar salvar el abismo que nos separa.
—¡Pero no hay ningún abismo —exclamé—, a menos que persistas en hacer tú uno! Por supuesto, he dejado atrás muchas de las ideas que le son tan queridas. No puedo evitarlo; pero te amo, ¿no lo comprendes? Te amo, no importa qué o quién entre en mi vida. Te necesito, necesito nuestro hogar. ¿Por qué no te muestras libre y grande de espíritu y tomas lo que puedo darte?
Ed prometió volver a intentarlo, hacer cualquier cosa con tal de no perderme. La reconciliación nos trajo recuerdos de nuestro joven amor en mi pequeño piso de la República de Bohemia.
El mitin en Cooper Union transcurrió sin problemas. Johann Most, que había prometido dirigirse a la audiencia, no apareció. No hablaría en la misma tribuna que yo; conservaba todavía todo su rencor.
Tres semanas más tarde Ed cayó enfermo con neumonía. Todo mi amor y mis cuidados lucharon contra el gran temor que sentía por la posibilidad de perderle. Este hombre grande y fuerte, que solía tomarse a broma la enfermedad y que a menudo había insinuado «que tales cosas eran inherentes solo a las hembras de las especies», se aferraba ahora a mí como un niño y no permitía perderme de vista ni por un momento. Su impaciencia e irascibilidad superaban a las de diez mujeres enfermas. Pero estaba tan mal que sus constantes exigencias de cuidado y atenciones no me importaban.
Fedia y Claus vinieron a ofrecer su ayuda tan pronto como supieron de la enfermedad de Ed. Uno de ellos me relevaba por la noche para que pudiera descansar unas horas. Durante las crisis, la ansiedad que sentía era tan grande que me impedía dormir. Ed tenía una fiebre muy alta, daba vueltas en la cama e incluso intentaba tirarse de ella. Su mirada vacía no daba señales de que reconociera a nadie; sin embargo, se inquietaba más cuando le tocaba alguno de los chicos. En una ocasión que estaba como enloquecido, Fedia y Claus intentaron sujetarle por la fuerza. «Dejadme a mí sola», dije inclinándome sobre él, intentaba transmitirle todo mi amor a través de sus ojos desorbitados, le apretaba contra mi angustiado corazón. Ed forcejeó durante un rato, luego, su cuerpo rígido se relajó y con un suspiro cayó sobre sus almohadas todo cubierto de sudor.
Por fin pasó la crisis. Por la mañana Ed abrió los ojos. Su mano tanteó hasta encontrar la mía y preguntó débilmente: «Mi querida enfermera, ¿voy a estirar la pata?» «No esta vez —le consolé—, pero debes quedarte muy quieto». Su rostro se iluminó con su sonrisa de siempre y volvió a dormirse.
Cuando Ed ya podía levantarse de la cama, aunque estaba todavía muy débil, tuve que salir a un mitin que había prometido dar mucho antes de su enfermedad. Fedia se quedó con él. Cuando volví, ya tarde. Fedia se había marchado y Ed estaba profundamente dormido. Había una nota de Fedia diciendo que Ed se encontraba bien y que le había instado a que se fuera a casa.
Por la mañana Ed seguía dormido. Le tomé el pulso y me di cuenta de que respiraba con dificultad. Me alarmé y mandé llamar al doctor Hoffmann. Este último expresó preocupación por un sueño tan anormalmente largo. Quiso ver la caja de morfina que le había recetado. ¡Faltaban cuatro sobres! Le había dado uno antes de marcharme y le había insistido a Fedia para que no le diera más. Ed había tomado cuatro veces la dosis normal, ¡sin duda para quitarse la vida! ¡Quería morir, ahora, cuando acababa de rescatarle de la tumba! ¿Por qué? ¿Por qué?
«Hay que levantarle y hacer que camine —ordenó el doctor—. Está vivo, respira: tenemos que mantenerle con vida». Con su cuerpo lánguido apoyado en nosotros, caminamos arriba y abajo y le aplicamos de vez en cuando hielo a la cara y a las manos. Gradualmente su rostro empezó a perder la palidez mortal y sus párpados respondieron a la presión. «¿Quién hubiera pensado que una persona tan tranquila y reservada como Ed fuera capaz de hacer una cosa así?», dijo el doctor Hoffmann. «Dormirá muchas horas, pero no hay que preocuparse. Vivirá».
El intento de suicidio de Ed me había trastornado e intentaba imaginar cuál había sido la causa concreta que le había inducido a hacerlo. En varias ocasiones estuve a punto de pedirle una explicación, pero estaba tan de buen humor y se estaba recuperando tan bien que tenía miedo de desenterrar el horrible asunto. Él mismo nunca hizo ninguna referencia.
Luego, un día, me sorprendió al mencionar que no había intentado en absoluto acabar con su vida. El que le hubiera dejado para ir al mitin cuando estaba todavía tan enfermo le había puesto furioso. Sabía por experiencias pasadas que toleraba grandes dosis de morfina, y se tomó varios sobres, «lo suficiente para asustarte un poco y curarte de tu manía por los mítines, la cual no se detiene ante nada, ni siquiera ante la enfermedad del hombre que dices amar».
Estaba desconcertada. Siete años de vida en común no le habían hecho comprender a Ed el dolor y los penosos trabajos que habían supuesto mi crecimiento interior. Una «manía por los mítines», eso era lo único que significaba para él.
Siguieron días de conflicto entre la certeza de mi amor por Ed y la consciencia de que la vida había perdido todo su significado. Al final de esa dura lucha llegué a la conclusión de que debía dejarle. Le dije a Ed que tenía que marcharme, para siempre.
—Tu acción desesperada para alejarme de mi trabajo —dije—, me ha convencido de que no tienes fe ni en mí ni en mis propósitos. La poca que tuvieras en los primeros años la has perdido. Sin tu fe y tu cooperación nuestra relación no tiene valor.
—¡Te amo más ahora que antes! —me interrumpió excitado.
—No sirve de nada, querido Ed, engañamos a nosotros mismos o al otro. Me quieres solo como tu mujer. Eso no es suficiente para mí. Necesito comprensión, armonía, la exaltación que resulta de la unidad en las ideas y los fines. ¿Para qué continuar hasta que nuestro amor se envenene con nuestro rencor y pierda su belleza por las mutuas recriminaciones? Ahora, todavía podemos separarnos como amigos. De todas maneras, me marcho de gira; así será menos doloroso.
Dejó de recorrer la habitación como un loco. Me miró en silencio, como si intentará penetrar en mi ser más íntimo.
—Estás equivocada, totalmente equivocada —gritó desesperadamente. Luego dio media vuelta y abandonó la habitación.
Empecé a hacer los preparativos para la nueva gira. Se acercaba el día de la partida y Ed me suplicó que le dejara ir a despedirme. Me negué; tenía miedo de ceder en el último momento. Ese día Ed vino a casa a comer conmigo. Los dos pretendimos estar alegres, pero al despedirnos su rostro se oscureció durante unos segundos. Antes de marcharme me abrazó, diciendo: «¡Este no es el fin, amor; no puede serlo! ¡Este es tu hogar, ahora y siempre!» No podía hablar, tenía el corazón ahogado por la tristeza. Cuando la puerta se cerró tras Ed, no pude retener los sollozos. Cada objeto que me rodeaba adquirió una extraña fascinación, hablándome en muchas lenguas. Me di cuenta de que permanecer allí haría que mi decisión de dejar a Ed se debilitara. Con el corazón palpitante salí de la casa que había amado y cuidado como mi hogar.
Capítulo XIX
La primera parada de la gira fue Barre, Vermont. El grupo activo de allí estaba compuesto por italianos que trabajaban, sobre todo, en las canteras, las cuales constituían la principal industria de la ciudad. Me quedó muy poco tiempo para reflexionar sobre mi vida personal; hubo numerosos mítines, debates, reuniones privadas y discusiones. Encontré generosa hospitalidad en casa de mi anfitrión, Palavicini, un compañero que había trabajado conmigo en la huelga textil de Summit. Era un hombre culto, buen conocedor no solo del movimiento obrero internacional, sino también de las nuevas tendencias en las artes y las letras italianas. Al mismo tiempo conocí a Luigi Galleani, el líder intelectual de las actividades italianas en los Estados de Nueva Inglaterra.
Vermont disfrutaba de la bendición de la Prohibición, y me interesaba saber cuáles eran sus efectos. En compañía de mi anfitrión pasé por varias casas privadas. Para mi sorpresa, descubrí que la mayoría de ellas se habían convertido en salones. En uno de esos lugares encontramos a una docena de hombres visiblemente bajo la influencia del alcohol. La mayoría eran funcionarios municipales, me informó mi acompañante. La poco ventilada cocina, donde los niños inhalaban los fétidos olores del whisky y el tabaco, era el garito donde se bebía. Muchos de esos lugares prosperaban bajo la protección de la policía, a la cual se pagaba regularmente una parte de los ingresos. «Esto no es lo peor de la ley seca —señaló mi compañero—, su lado más detestable es la destrucción de la hospitalidad y de la buena camaradería. Antes podías ofrecer una copa a las visitas o dejar que te la ofrecieran a ti. Ahora, cuando la mayor parte de la gente se ha convertido en taberneros, tus amigos esperan que les compres un trago o comprártelo ellos a ti».
Otro efecto de la Prohibición era el aumento de la prostitución. Visitamos varias casas a las afueras de la ciudad, todas estaban haciendo un gran negocio. La mayoría de los «invitados» eran representantes de comercio y algunos granjeros. Al cerrarse los salones, el burdel se convirtió en el único lugar donde los hombres que llegaban a la ciudad podían obtener alguna distracción.
Después de dos semanas de actividades en Barre, la policía decidió repentinamente impedir que se celebrara el último mitin. La razón oficial para esta acción era porque mi última conferencia trataba sobre la guerra. Según las autoridades, yo había dicho: «Bendita sea la mano que voló el Maine». Evidentemente era ridículo atribuirme tal manifestación. La versión no oficial era más plausible. «Sorprendiste al alcalde y al jefe de policía en la cocina de la señora Colletti completamente borrachos —me explicó mi amigo italiano—, y conoces sus intereses en los burdeles. No me extraña que ahora te consideren peligrosa y quieran echarte».
Hasta que no llegué a Chicago mis esfuerzos no empezaron a valer la pena. Como en mi anterior visita, me invitaron a hablar varias organizaciones obreras, incluyendo la conservadora Woodworkers’ Union,[41] la cual no había permitido hasta ese momento la entrada a sus pórticos sagrados a ningún anarquista. También organizaron un ciclo de conferencias varios anarquistas americanos. Era un trabajo agotador y probablemente no hubiera sido capaz de llevarlo a cabo sin la estimulante compañía de Max Baginski.
Como en anteriores ocasiones, mi cuartel general fue la casa de los Appel. Al mismo tiempo, Max y yo alquilamos un pequeño apartamento cerca del parque Lincoln, nuestro Zauberschloss (castillo encantado), como lo bautizó Max, al que nos escapábamos en nuestros ratos libres. Una vez allí, nos deleitábamos con las cestas de exquisiteces, fruta y vino que el derrochador de Max llevaba. Luego leíamos Romeo und Juliet auf dem Lande, la preciosa historia de Gottfried Keller, y las obras de nuestros favoritos: Strindberg, Wedekind, Gabriele Reuter, Knut Hamsun y, sobre todo, Nietzsche. Max conocía y comprendía a Nietzsche y le admiraba profundamente. Fue con la ayuda de su notable comprensión como fui consciente de la gran importancia del magnífico poeta-filósofo. Después de leer, paseábamos por el parque y hablábamos sobre gente interesante del movimiento alemán, sobre arte y literatura. El mes que pasé en Chicago estuvo repleto de trabajo interesante, nuevas y estupendas amistades y horas exquisitas de felicidad y armonía con Max.
La Exposición de París, que estaba programada para 1900, sugirió la idea a nuestros compañeros europeos de organizar un congreso anarquista en las mismas fechas. Habría tarifas reducidas en los viajes y muchos amigos podrían llegar de diferentes países. Yo había recibido una invitación, y hablé con Max sobre ello y le pedí que me acompañara. Un viaje a Europa juntos, solo pensarlo nos transportaba de éxtasis. La gira duraría hasta agosto, llevaríamos a cabo nuestro plan después. Podríamos viajar a Inglaterra primero: estaba segura de que los compañeros querrían que diera unas conferencias. Luego a París.
—Piénsalo, querido. ¡París!
—¡Maravilloso, glorioso! —gritaba Max—. Pero el billete, ¿has pensado en eso, mi romántica Emma?
—Eso no es nada. Robaré una iglesia o una sinagoga. ¡Conseguiré el dinero de alguna manera! Tenemos que ir. ¡Debemos ir en busca de la luna!
—¡Dos inocentones —dijo Max—, dos románticos cuerdos en un mundo de locos!
De camino a Denver me desvié hacia Caplinger Mills, un distrito agrario del suroeste de Missouri. Mis únicos contactos previos con la vida rural en los Estados Unidos tuvieron lugar hacía años, cuando recorrí las granjas de Massachusetts intentando conseguir encargos de ampliación de las fotografías de los respetables antepasados de los granjeros. Me habían parecido tan ignorantes, tan arraigados en las viejas tradiciones sociales, que ni siquiera me había dignado hablarles de mis ideas. Estaba segura de que creerían que estaba poseída por el demonio. Por lo tanto, me sorprendió mucho recibir una invitación de Caplinger Mills para dar conferencias allí. La compañera que escribió diciendo que había organizado las reuniones fue Kate Austen, cuyos artículos había leído en Free Society y otras publicaciones radicales. Sus escritos demostraban que estaba bien informada, que poseía un pensamiento lógico y espíritu revolucionario; mientras que las cartas que me envió me mostraron que era una persona sensible y afectuosa.
Fue a recibirme a la estación Sam Austen, el marido de Kate, quien me avisó de que Caplinger Mills estaba a veintidós millas de la estación. «Las carreteras son muy malas —dijo—, me temo que tendré que atarte al asiento de la carreta para evitar que salgas disparada». Pronto descubrí que no estaba exagerando. Cuando apenas habíamos recorrido la mitad del trayecto, se produjo una sacudida violenta y las ruedas crujieron. Nos habíamos metido en una zanja. Cuando intenté levantarme del asiento, me dolía todo. Me sacó en brazos de la carreta y me dejó al borde del camino. Mientras esperaba y me frotaba mis doloridas articulaciones, intentaba sonreír para darle ánimos a Sam.
Según arreglaba la rueda, me acordé de Popelan y de los largos paseos que dábamos en el gran trineo tirado por una briosa troika. Mi sangre hormigueaba con el misterio de la noche, el cielo estrellado, la nieve cubriéndolo todo, la alegre música de las campanillas y con las canciones campesinas de Petrushka a mi lado. Los lobos, que se oían aullar en la distancia, hacían que las salidas fueran más románticas y aventuradas. Una vez en casa había un banquete de tortas de patata caliente cocinadas en deliciosa grasa de oca, té hirviendo con varenya (mermelada) que Madre había hecho y vodka para los sirvientes. Petrushka siempre me dejaba probar un poco de su vaso. «Eres una borracha», me decía en broma. Esa era en realidad la fama que tenía desde que me habían encontrado tirada en la bodega debajo de un barril de cerveza. Padre no nos dejaba probar el alcohol, pero un día, tenía como unos tres años, bajé a la bodega, acerqué la boca a un grifo y bebí aquel líquido de sabor raro. Me desperté en la cama, completamente mareada y, sin duda, mi padre me hubiera dado una buena azotaina si nuestra querida niñera no me hubiera tenido escondida.
Por fin llegamos a la granja de los Alisten en Caplinger Mills. «Métela en la cama y dale algo caliente —sugirió Sam—, nos odiará para el resto de su vida por haberla traído por esa carretera». Después de un baño caliente y un buen masaje me sentía mucho mejor, aunque todavía me dolía todo el cuerpo.
La semana que estuve con los Austen me mostró nuevos ángulos de la vida del pequeño granjero americano. Me hizo ver que habíamos estado equivocados al considerar al granjero de los Estados Unidos como perteneciente a la burguesía. Kate decía que eso era cierto con respecto a los propietarios muy ricos que sembraban de todo a gran escala; la gran masa de granjeros de América era incluso más dependiente que los trabajadores de las ciudades. Estaban a merced de los banqueros y del ferrocarril, sin mencionar sus enemigos naturales, la sequía y la tormenta. Para combatir a estos últimos y alimentar a las sanguijuelas que le chupan la sangre al granjero, este tenía que trabajar como un esclavo interminables horas en todo tipo de clima y vivir al borde de la penuria. Era su arduo destino lo que le hacía ser duro y tacaño. Ella se lamentaba especialmente de la monótona existencia de la mujer del granjero. «Las mujeres no tienen más que preocupaciones, trabajo y frecuentes embarazos».
Kate había llegado a Caplinger después de casarse. Antes había vivido en ciudades pequeñas y pueblos. Dejada a cargo de ocho hermanos cuando su madre murió, ella tenía entonces once años, no disfrutó de mucho tiempo para dedicar al estudio. Dos años en una escuela del distrito era lo único que su padre había podido permitirse ofrecerle. Me preguntaba cómo se las había arreglado para obtener todo el conocimiento que se desprendía de sus artículos. «Leyendo», me dijo. Su padre había sido un lector ávido, al principio, de los trabajos de Ingersoll, luego de Lucifer y otras publicaciones radicales. Lo que más le influyó a Kate, como a mí, fueron los sucesos de Chicago de 1887. Desde entonces había seguido de cerca la lucha social y había estudiado todo lo que caía en sus manos. La gama de lecturas, a juzgar por los libros que encontré en el hogar de los Austen, era muy amplia. Había obras sobre filosofía, cuestiones económicas y sociales y sobre sexo, junto a la mejor poesía y ficción. Habían sido su escuela. Estaba muy preparada y poseía además un entusiasmo extraordinario en una mujer que apenas había entrado en contacto con la vida.
—¿Como puede una mujer de tu inteligencia y capacidad seguir viviendo en una ambiente tan gris y limitado como este? —pregunté.
—Bueno, está Sam —contestó—, que lo comparte todo conmigo y al que amo, y los niños. Y luego están mis vecinos, que me necesitan. Se puede hacer mucho incluso aquí.
La asistencia a las tres conferencias dieron testimonio de la influencia de Kate. De un radio de muchas millas llegaron granjeros, a pie, en carretas, a caballo. Di dos conferencias en la pequeña escuela rural, la tercera en una gran arboleda. Fue una reunión bastante pintoresca, los rostros de los oyentes estaban iluminados con los faroles que ellos mismos habían traído. Por las preguntas que algunos de los hombres hicieron, centradas principalmente sobre el derecho a la tierra bajo el anarquismo, pude ver que al menos algunos de ellos no había venido solo por pura curiosidad, y que Kate había despertado en ellos la consciencia de que sus propias dificultades formaban parte de más amplios problemas sociales.
Toda la familia Austen se volcó en mí durante el tiempo qué pasé con ellos. Sam me llevó a caballo por los campos, me dejó montar una vieja y dócil yegua. Los niños atendían mis deseos incluso antes de que tuviera tiempo de formularlos y Kate fue toda afecto y devoción. Pasamos mucho tiempo juntas, lo que le dio la oportunidad de hablarme sobre ella y su ambiente. La mayor objeción que algunos de sus vecinos tenían con respecto a ella era por su postura ante la cuestión sexual.
—¿Qué harías si tu marido se enamorara de otra mujer? —le había preguntado una vez la mujer de un granjero—. ¿No le dejarías?
—No si él todavía me amara —respondió Kate con prontitud.
—¿Y no odiarías a la mujer?
—No si fuera una buena persona y amara realmente a Sam.
Su vecina le había dicho que si no la conociera tan bien, pensaría que era inmoral o que estaba loca; incluso así, estaba segura de que Kate no amaba a su marido o si no, nunca consentiría en compartirle con nadie más. «Lo mejor del caso es —añadió Kate— que el marido de esta vecina va detrás de cualquier falda, y ella no se da cuenta. No tienes ni idea de cómo son las prácticas sexuales de estos granjeros. Pero, en la mayor parte, es el resultado de su terrible existencia —se apresuró a añadir—, ningún otro escape, ninguna distracción, nada que alegre un poco sus vidas. Es diferente en la ciudad; allí, incluso el trabajador más pobre puede ir alguna vez a algún espectáculo o a una conferencia, o encontrar algún interés en su sindicato. El granjero no tiene nada, solo largas horas de pesados trabajos durante el verano y días vacíos durante el invierno. El sexo es lo único que tienen. ¿Cómo podría esta gente comprender lo que es el sexo en su expresión más bella, o lo que es el amor que no puede ser vendido ni forzado? Es una lucha muy dura, pero debemos seguir esforzándonos», concluyó mi querida compañera.
El tiempo pasó demasiado deprisa. Pronto tuve que partir para poder atender a mis compromisos en el Oeste. Sam se ofreció a llevarme a la estación por un camino más corto, «solo catorce millas». Kate y el resto de la familia nos acompañaron.
Capítulo XX
En el momento culminante de mis actividades en California llegó una carta que hizo pedazos mis visiones de amor armonioso: Max me escribía que él y su compañera «Puck» estaban a punto de marcharse juntos al extranjero, financiados por un amigo. Me reí en alto de mis locas esperanzas. Después del fracaso con Ed, ¿cómo podía haber soñado alcanzar amor y comprensión con nadie más? Amor y felicidad, palabras vacías y sin sentido que tendían inútilmente hacia lo inalcanzable. Me sentía desposeída por la vida, vencida en mi anhelo por una relación bella. Me consolaba diciéndome que todavía podía vivir para mi ideal, y para el trabajo que me había propuesto hacer. ¿Por qué esperar más de la vida? Pero ¿de dónde sacaría la fuerza y la inspiración para poder continuar en la lucha? Los hombres habían sido capaces de hacer los trabajos del mundo sin el poder sustentador del amor, ¿por qué no también las mujeres? ¿O es que la mujer necesita el amor más que el hombre? Eso era una idea estúpida y romántica concebida para mantenerla siempre dependiente del varón. No sería ese mi caso; viviría y trabajaría sin amor. No hay permanencia ni en la naturaleza ni en la vida. Debía apurar el momento y luego tirar la copa. Era la única manera de evitar echar raíces, pues sería inmediatamente desarraigada después. Mis jóvenes amigos de San Francisco me necesitaban. La visión de una vida junto a Max había sido un obstáculo en el camino. Ahora podía responder a su llamada; debía responder para poder olvidar.
Después de visitar Portland y Seattle fui a Tacoma, Washington. Estaban hechos todos los preparativos para dar allí un mitin, pero cuando llegué, me encontré con que el propietario de la sala se había echado atrás y no había forma de conseguir otro local. En el último momento, cuando habíamos abandonado todas las esperanzas, los espiritualistas vinieron en nuestra ayuda. Les di varias conferencias, pero hasta ellos rechazaron el tema del Amor Libre. Evidentemente, los espíritus continuaban en el cielo las normas morales que habían establecido durante su encarnación.
Spring Valley, Illinois, un gran territorio minero, poseía un fuerte grupo anarquista, constituido principalmente por belgas e italianos. Me habían invitado a un ciclo de conferencias que culminaría en una manifestación el Día del Trabajo. Sus esfuerzos se vieron coronados por un gran éxito. Aunque hacía un calor abrasador, los mineros aparecieron con sus esposas y sus hijos, vestidos con sus mejores galas. Yo encabezaba la procesión llevando una gran bandera roja. En el jardín alquilado para pronunciar los discursos había una plataforma sin toldo. Hablé con el sol cayendo a plomo sobre mi cabeza, que ya había empezado a dolerme durante la larga marcha. Por la tarde, durante el picnic, los compañeros me trajeron a diecinueve niños para que los bautizara según «los verdaderos ritos anarquistas», según dijeron. Me subí a un barril de cerveza vacío, no había ninguna otra cosa, y me dirigí a la audiencia. Creía que los que necesitaban ser bautizados eran en realidad los padres, bautizados en las nuevas ideas sobre los derechos del niño.
Los periódicos locales del día siguiente publicaban dos historias; una, que Emma Goldman «bebía como un cosaco»; y la otra, que «había bautizado a niños anarquistas en un barril de cerveza».
Durante mis anteriores visitas a Detroit había conocido con Max a uno de los más fieles amigos de Robert Reitzel, Herman Miller, y a otro devoto del Armer Teufel, Carl Stone. Miller era presidente de la Cleveland Brewing Company y un hombre de considerables recursos económicos. Cómo había llegado a alcanzar su posición era un enigma para todos los que le conocían. Era un soñador y un visionario, un amante de la libertad y de la belleza y un espíritu muy generoso. Durante años había sido el principal sostén del Armer Teufel. Su mejor rasgo era su arte de dar. Incluso cuando le daba propina a un camarero, lo hacía de forma delicada, casi en tono de disculpa. En cuanto a sus amigos, Herman los abrumaba con regalos, pero de una manera que parecía que los otros le estaban haciendo un favor. En esta ocasión mi anfitrión se superó en solicitud y generosidad. Los días que pasé con él y con Stone, en compañía de los Ruedebusch, Emma Clausen y otros amigos, fueron una fiesta de amistad y compañerismo.
Tanto Miller como Stone mostraron gran interés en mi trabajo y en mis planes para el futuro. Cuando me preguntaron sobre esto último les dije que no tenía ninguno, a no ser trabajar por mi ideal. Herman me preguntó si no tenía deseos de tener una seguridad económica, teniendo una profesión, por ejemplo. Le dije que siempre había querido estudiar medicina, pero que nunca había tenido los medios para hacerlo. El inesperado ofrecimiento de Herman de financiar mis estudios me hizo dar un salto de alegría. Stone quiso también compartir los gastos, pero los dos amigos pensaban que no sería práctico entregarme toda la cantidad. «Siempre estás en contacto con gente que necesita ayuda; puedes estar segura de que darías el dinero», dijo Herman. Estuvieron de acuerdo en financiarme durante cinco años con unos ingresos mensuales de cuarenta dólares. El mismo día, Herman, acompañado por Julia Ruedebusch, me llevó a las mejores tiendas de Detroit, «para ayudar a equipar a Emma para su viaje». Una preciosa capa azul de paño escocés fue una de las muchas cosas que me encantaron. Carl Stone me regaló un reloj de oro: tenía forma de concha de almeja y me preguntaba por qué había elegido una forma tan peculiar. «En recuerdo de una virtud que posees, muy rara entre las de tu sexo: la habilidad de tener la boca cerrada», dijo. «¡Viniendo de un hombre, es, desde luego, un gran cumplido!», repliqué para regocijo de los presentes.
Antes de despedirme de mis queridos amigos de Detroit, Herman me puso tímida y discretamente un sobre en la mano. «Una carta de amor —dijo—, para leerla en el tren». La «carta de amor» contenía quinientos dólares, con una nota: «Para el pasaje, querida Emma, y para que no tengas ninguna preocupación hasta que nos veamos en París».
La última esperanza de desagravio legal para Sasha se perdió cuando la nueva Comisión de Indultos rechazó oír nuestra apelación. Ya no quedaba más que la empresa desesperada que Sasha había estado planeando durante tanto tiempo, una fuga. Sus amigos utilizaron todos los medios posibles para disuadirle de la idea durante la campaña que llevaron a cabo a su favor Carl, Henry, Gordon y Harry Kelly. Con la posibilidad de liberación perdida, no podía hacer otra cosa que someterme a los deseos de Sasha, aunque con el corazón lleno de ansiedad.
Sus cartas, después de informarle de que pondríamos en marcha su plan, mostraban que había sufrido una transformación maravillosa. Estaba otra vez optimista, lleno de esperanzas y energía. Pronto nos enviaría a un amigo, una persona de suma confianza, un compañero de prisión al que llamaba «Tony». El hombre sería liberado dentro de unas semanas y, entonces, nos traería los detalles del plan. «No fallará si mis instrucciones se llevan a cabo al pie de la letra», escribía. Nos explicó que se necesitarían dos cosas: compañeros de fiar, con entereza y resistencia, y algo de dinero. Estaba seguro de que conseguiría ambas.
Al poco tiempo «Tony» fue puesto en libertad, pero ciertos trabajos preparatorios a favor de Sasha le mantenían ocupado en Pittsburgh, y no pudimos ponernos en contacto con él. Me enteré, no obstante, de que el plan de Sasha incluía excavar un túnel desde el exterior de la prisión y que Sasha le había confiado a «Tony» todos los diagramas y medidas necesarios para poder hacer el trabajo. El plan parecía fantástico, el proyecto desesperado de alguien obligado a jugarse todo, incluso la vida, a una sola carta. No obstante, el proyecto me entusiasmó, estaba tan bien concebido, tan trabajado. Reflexioné mucho sobre a quién acudir para ponerlo en práctica. Había muchos compañeros que desearían arriesgar sus vidas por rescatar a Sasha, pero pocos cumplían los requisitos para una tarea tan difícil y peligrosa. Finalmente me decidí por nuestro amigo noruego Eric B. Morton, al que habíamos puesto el apodo de «Ibsen». Era un verdadero vikingo, física y espiritualmente, un hombre de inteligencia, osadía y voluntad.
El plan le sedujo al instante. Sin dudarlo, prometió hacer todo lo que fuera necesario, y estaba dispuesto a empezar en ese mismo momento. Le expliqué que habría un retraso inevitable; teníamos que esperar a «Tony». Aparentemente, algo le estaba retrasando más de lo previsto. Era reacia a marcharme a Europa sin estar segura de que el plan de Sasha estaba siendo llevado a cabo y le confesé a Eric que incluso estaba pensando si marcharme o no. «Será enloquecedor estar a tres mil millas mientras el destino de Sasha pende de un hilo», dije. Eric comprendía lo que sentía, pero pensaba que con respecto al túnel no podía hacer nada. «Es más, tu ausencia puede ser de más valor argumentó— que tu presencia en América. Servirá para alejar posibles sospechas de que se esté haciendo nada a favor de Sasha». Estaba de acuerdo conmigo sobre la cuestión de que la seguridad de Sasha después de la fuga era de vital importancia. Temía, como yo, que no podría quedarse mucho tiempo en el país sin que le prendiesen. «Tendremos que sacarle lo antes posible a Canadá o a Méjico, y desde ahí a Europa», sugirió. «El túnel requerirá meses de trabajo, y eso te dará tiempo para preparar un lugar para él en el extranjero. Allí será reconocido como refugiado político, y como tal no será extraditado».
Sabía que Eric era un hombre sensato y completamente fiable. Aún así odiaba tener que marcharme sin ver a «Tony», sin conocer los detalles del plan y sin enterarme de todo lo que pudiera decirnos sobre Sasha. Eric calmó mis aprensiones prometiéndome hacerse cargo de todo el asunto y empezar las operaciones tan pronto como «Tony» llegara. Era un hombre de argumentos convincentes y fuerte personalidad y yo tenía una fe absoluta en su valentía y capacidad para llevar a cabo con éxito las indicaciones de Sasha. Era, además, una compañía espléndida, rebosaba alegría y tenía un fino sentido del humor. Al despedirnos me aseguró con júbilo que pronto nos reuniríamos todos en París, incluido Sasha, para celebrar su fuga.
«Tony» seguía sin aparecer y su ausencia me llenaba de inquietud. Involuntariamente pensé que no se podía uno fiar de las promesas de los presos. Recuerdo todas las grandes cosas que varias mujeres de Blackwell’s Island iban a hacer por mí cuando salieran de la cárcel. Tan pronto salían, se sumergían en el torbellino de la vida y de los intereses personales, y sus buenas intenciones las abandonaban. Es muy raro, desde luego, que un preso puesto en libertad desee cumplir las promesas hechas a los compañeros de sufrimientos que quedan tras los barrotes. «Tony» era probablemente como la mayoría, pensé. No obstante, todavía me quedaban varias semanas para embarcar: quizás aparecería mientras tanto.
Desde que dejé Nueva York para ir de gira no me había escrito con Ed; pero cuando volví, recibí una carta suya suplicándome que volviera al apartamento y viviera allí hasta que me fuera a Europa. No podía soportar la idea de que estuviera quedándome con extraños cuando tenía un hogar. «No hay ninguna razón para que no estés aquí», escribía. «Todavía somos amigos, y el piso, con todo lo que contiene, es tuyo». En un principio pensé en negarme: temía que nuestra antigua relación y los enfrentamientos renacieran. Pero Ed fue muy insistente y finalmente volví al lugar que había sido mi hogar durante tantos años. Ed estaba encantador, lleno de tacto, cuidando de no entrometerse. El apartamento tenía dos puertas; entrábamos y salíamos cada uno por su lado. Era la época de más trabajo en la empresa de Ed y yo estaba muy ocupada recaudando fondos para el proyecto de Sasha y haciendo los preparativos para el viaje. Cuando algún sábado por la tarde o alguna noche estaba libre, Ed me invitaba a cenar o al teatro y luego íbamos al bar de Justus. Nunca hizo ninguna referencia a nuestra vida de antes. Por el contrario, discutíamos mis planes para Europa, en los que parecía estar enormemente interesado. Le agradó saber que Herman Miller y Carl Stone iban a financiar mis estudios de medicina y prometió hacerme una visita, pues estaba planeando ir a Europa al año siguiente. Su madre no se encontraba bien últimamente; se estaba haciendo vieja y ansiaba verla lo antes posible.
El bar de Justus seguía siendo el lugar más interesante de Nueva York, pero la alegría que le caracterizaba se había empañado por la alarmante enfermedad de su dueño. No me habían dicho nada mientras estaba viajando por el país y a mi vuelta me horrorizó encontrar a Justus ajado y débil. Sus amigos le habían instado a que se tomara un descanso; la señora Schwab y su hijo podían hacerse cargo del negocio en su ausencia. Pero Justus no consintió. Reía y bromeaba como siempre, pero su gloriosa voz había perdido su antiguo timbre. Era desgarrador ver cómo nuestro «roble gigante» empezaba a resquebrajarse.
La recaudación de fondos para llevar a cabo los planes de Sasha tenía que hacerse bajo el pretexto de una supuesta acción legal. Solo muy pocos compañeros podían saber el fin real para el que se necesitaba el dinero. El hombre que más podía ayudar era S. Yanofsky, redactor del Freie Arbeiter Stimme, el semanario anarquista yiddish. Había llegado hacía poco de Inglaterra, donde había publicado el Arbeiter Freund; era inteligente y poseía un estilo mordaz. Sabía que era un adorador de Most, lo que fue sin duda la razón de su actitud hostil hacia mí en nuestro primer encuentro. Su sarcasmo me provocó una mala impresión y me desagradaba tener que dirigirme a él. Pero era por Sasha, y fui a verle.
Para sorpresa mía, encontré que Yanofsky estaba muy interesado y deseando ayudar. Expresó sus dudas sobre las posibilidades de éxito, pero cuando le dije que Sasha estaba desesperado solo de pensar que tenía que pasar otros once años en aquella tumba, Yanofsky prometió hacer todo lo posible para recaudar el dinero necesario. Con «Ibsen» y otros amigos de confianza en Pittsburgh encargados de la realización del plan, y con Yanofsky para ayudar en el tema financiero, mi ansiedad se alivió considerablemente.
Harry Kelly estaba en aquel entonces en Inglaterra. Le había escrito diciéndole que iba a ir a Europa e inmediatamente me invitó a quedarme en la casa donde vivía con su mujer y su hijo. Los compañeros de Londres, me decía Harry, estaban organizando un gran mitin para el once de noviembre y estarían encantados de tenerme como oradora. Al mismo tiempo llegó otra carta de los anarquistas de Glasgow invitándome a dar unas conferencias. Además, tenía que hacer muchas cosas para el congreso. Había recibido credenciales como delegada de varios grupos. Algunos de los compañeros americanos, entre ellos Lizzie y William Holmes, Abe Isaak y Susan Patten, me pidieron que presentara sus ponencias sobre varios temas. Tenía mucho trabajo que hacer y era hora de que me marchara. Pero para mi intranquilidad, todavía no se sabía nada de «Tony».
Una noche fui al bar de Justus, donde había quedado con Ed. Le encontré junto a sus amigotes filológicos, discutiendo, como siempre, la etimología de alguna palabra. Un antiguo amigo mío, escritor, al que hacía tiempo que no veía, estaba allí y, mientras esperaba a Ed, estuve conversando con él. Se hizo tarde, pero Ed no parecía dispuesto a marcharse. Le dije que me iba a casa y salí acompañada del escritor, que vivía en el mismo barrio. Cuando llegamos a mi casa le dije adiós y me fui a la cama enseguida.
Me desperté de una pesadilla horrible de estruendos y relámpagos. Pero los truenos y el ruido de cosas que se rompían parecía continuar y me di cuenta de que era real y que estaba sucediendo en la habitación de al lado, la de Ed. Pensé que debía haber bebido mucho y eso le había puesto como loco. Sin embargo, nunca había visto a Ed borracho hasta el extremo de perder el control. ¿Qué había sucedido para que Ed se volviera tan violento que llegara a casa y se pusiera a destrozar cosas en la mitad de la noche? Quería llamarle; pero, de alguna manera, el continuo estrépito de objetos cayendo al suelo y rompiéndose me lo impidió. Después de un rato cesó y oí cómo Ed se tiraba pesadamente sobre la cama. Luego se hizo el silencio.
Me quedé despierta, los ojos me ardían y mi corazón latía tumultuosamente. Al alba me vestí deprisa y abrí la puerta que separaba nuestras habitaciones. Lo que vi fue espantoso: el suelo estaba lleno de muebles y de loza rotos; el dibujo que Fedia me había hecho y que Ed consideraba su gran tesoro, yacía rasgado y pisoteado, con el marco destrozado. Mesas y sillas estaban volcadas y rotas. En medio de toda esa confusión yacía Ed, medio desnudo y profundamente dormido. Llena de ira y repugnancia volví corriendo a mi habitación, cerrando la puerta de un golpe.
Antes de embarcar vi a Ed una vez más, al día siguiente. Su mirada triste y ojerosa selló mis labios. ¿Qué se podía decir o explicar? Los restos de nuestras cosas eran un símbolo de nuestro fracasado amor, de la vida que había estado tan llena de promesas y optimismo.
Muchos amigos vinieron al barco a decirme adiós a mí y a Mary Isaak, que viajaba conmigo. Ed no estaba entre ellos, se lo agradecí. Hubiera sido aún más difícil controlar mis lágrimas en su presencia. Fue muy doloroso decir adiós a Justus, pues todos sabíamos que se estaba muriendo de tuberculosis. Parecía muy enfermo y me entristecía enormemente la idea de que no volvería a verle con vida. Fue también muy duro dejar a mi hermano. Me alegraba poder dejarle algo de dinero y, además, contribuiría a sus necesidades con parte del dinero que mis amigos de Detroit iban a enviarme mensualmente. Podía arreglármelas con menos; ya lo había hecho en Viena. El muchacho se había adueñado de mi corazón; era tan tierno y considerado que su afecto se había convertido en algo muy valioso en mi vida. Mientras el gran transatlántico se alejaba, permanecí en cubierta observando cómo desaparecía la silueta de Nueva York.
La travesía transcurrió sin incidentes, excepto por una gran tormenta. Llegamos a Londres dos días después del mitin del once de noviembre y en la culminación de la Guerra de los Boer. En la casa donde vivían Harry Kelly y su familia solo había una habitación libre, y estaba en el bajo. Incluso con buen tiempo entraba muy poca claridad y en los días de niebla, la lámpara de gas tenía que estar encendida continuamente. La chimenea te calentaba un lado o la espalda, nunca el cuerpo entero, por lo que tenía que estar constantemente cambiando de posición para poder equilibrar, hasta cierto punto, la diferencia de temperatura entre el fuego y la fría habitación.
Después de estar en Londres durante la mejor estación a finales de agosto y septiembre, pensaba que la gente exageraba cuando se refería a los horrores de la niebla londinense, a la humedad y a la oscuridad de sus inviernos. Pero me di cuenta de que se habían quedado cortos. La niebla era como un monstruo que se deslizaba cautelosamente y envolvía a la víctima en su helado abrazo. Por las mañanas me despertaba con una sensación de pesadez y con la boca seca. En vano esperabas disfrutar de un rayo de luz al abrir las persianas; la oscuridad de fuera se deslizaba al instante en la habitación. A Mary Isaak, la pobre, que venía de la soleada California, le deprimía el tiempo de Londres incluso más que a mí. Había pensado quedarse un mes; pero a la semana estaba deseando marcharse.
Capítulo XXI
La locura de la guerra era tan grande en Inglaterra, me informaron algunos compañeros, que sería imposible dar las conferencias, como se había planeado. Harry Kelly era de la misma opinión. «¿Por qué no organizamos mítines antibélicos?», sugerí. Les conté las reuniones tan espléndidas que hubo en América durante la guerra contra España. De vez en cuando se hicieron intentos de interferir y algunas conferencias tuvieron que ser suspendidas, pero en general, pudimos llevar a cabo la campaña. Harry pensaba, sin embargo, que eso sería imposible en Inglaterra. La descripción que hizo de los ataques violentos a oradores (el espíritu patriotero estaba en su punto culminante) y de los mítines interrumpidos por la muchedumbre patriota sonaba desalentadora. Estaba seguro de que sería incluso mas peligroso para mí, una extranjera, hablar sobre la guerra. De todos modos, yo estaba a favor de intentarlo. Sencillamente, no podía estar en Inglaterra y no decir palabra sobre el asunto. ¿No creía Gran Bretaña en la libertad de expresión? «Ten en cuenta —me advirtió— que no son las autoridades las que interrumpen los mítines, como en América; si no la gente, tanto ricos como pobres». A pesar de todo, insistí en intentarlo. Harry prometió consultarlo con los otros compañeros.
Recibí una invitación de los Kropotkin y fui con Mary Isaak a Bromley. Esta vez la señora Kropotkin y su hija pequeña, Sasha, estaban en casa. Tanto Pedro como Sofía Grigorevna nos recibieron muy cordialmente. Hablamos sobre América, sobre el movimiento allí, y sobre la situación en Inglaterra. Pedro había estado en los Estados Unidos en 1898, pero en aquella época yo estaba en la Costa y no pude asistir a sus conferencias. Sabía, sin embargo, que su gira había sido un verdadero éxito y que había causado una impresión muy satisfactoria. Los beneficios de sus mítines habían ayudado a revivir Solidarity e inyectar nueva vida a nuestro movimiento. Pedro estaba particularmente interesado en mis giras por el medio oeste y California. «Debe de ser un campo estupendo —señaló— si puedes ir a los mismos sitios tres veces sucesivas». Le aseguré que así era y que la mayor parte de mi éxito en California había sido debido a Free Society. «Ese periódico está haciendo un trabajo estupendo —afirmó con entusiasmo—, pero sería mejor si no desperdiciara tanto espacio tratando sobre sexo». No estuve de acuerdo con él y nos enzarzamos en una acalorada discusión sobre el espacio reservado al problema sexual en la propaganda anarquista. La opinión de Pedro era que la igualdad de la mujer y el hombre no tenía nada que ver con el sexo: era cuestión de cerebro. «Cuando ella sea su igual intelectualmente y comparta sus ideales sociales —dijo—, será tan libre como él». Los dos nos alteramos un poco y nuestras voces debían de parecer como si estuviéramos peleándonos. Sofía, que estaba tranquilamente cosiendo un vestido para su hija, intentó varias veces dirigir la conversación por cauces menos vociferantes, pero fue en vano. Pedro y yo recorríamos la habitación cada vez más agitados, cada uno defendiendo su postura denodadamente. Finalmente, me detuve e hice el siguiente comentario: «Está bien, compañero, cuando haya alcanzado tu edad puede que la cuestión sexual ya no tenga ninguna importancia para mí. Pero lo es ahora y es un factor tremendo en la vida de miles millones incluso, de jóvenes». Pedro se paró en seco, con una sonrisa divertida iluminando su rostro amable. «Créeme, no había pensado en eso» respondió. «Quizás tengas razón, después de todo». Me miró sonriendo afectuosamente y con un brillo pícaro en los ojos.
Durante la cena saqué a colación el tema de los mítines contra la guerra. Pedro fue incluso más enfático que Harry. Pensaba que era imposible; pondría en peligro mi vida y, además, como era rusa mi postura sobre la guerra afectaría desfavorablemente al status de los refugiados rusos. «No estoy aquí como rusa, sino como americana» proteste. «Además, ¿qué importan todas esas consideraciones cuando se trata de un tema tan importante como la guerra?» Pedro señaló que importaba mucho a la gente que le esperaba la muerte o Siberia. Insistió en que Inglaterra era todavía el único país europeo donde los refugiados políticos podían encontrar asilo y que esa hospitalidad no debía ser puesta en peligro por unos mítines.
Mi primera aparición en público en Londres, en el Athenaeum Hall, fue un completo desastre. Había cogido un tremendo catarro que me afectaba a la garganta, de forma que me dolía mucho al hablar y la audiencia casi no podía oírme. No menos angustioso fue el nerviosismo que me produjo saber que los refugiados rusos más distinguidos y algunos ingleses de renombre habían venido a escucharme. Los nombres de esos rusos siempre habían simbolizado para mí todo lo heroico en la lucha contra los zares. Pensar que estaban presentes me llenaba de temor. ¿Qué podía decir a tales hombres, y cómo decirlo?
Harry Kelly hizo de presidente, directamente pasó a decir que su compañera Emma Goldman, que había hecho frente a escuadrones de policías en América, le había confiado que esta audiencia le daba pánico. El público pensó que era un buen chiste y no de buena gana Interiormente estaba furiosa con Harry, pero el buen humor de la audiencia y su evidente deseo de hacerme sentir como en casa aliviaron, en cierta forma, la tensión nerviosa que sentía. Di como pude la conferencia, consciente todo el tiempo de que estaba pronunciando un discurso pésimo. Las preguntas que siguieron, sin embargo, me devolvieron la serenidad. Me sentí más en mi elemento y ya no me importó quién estuviera presente. Recuperé mi acostumbrado estilo decidido y agresivo.
Los mítines en el East End no ofrecieron dificultades. Allí estaba entre mi gente; conocía sus vidas, duras y vacías en todas partes, pero más en Londres. Fui capaz de encontrar las palabras adecuadas para llegar a ellos: entre ellos era yo misma. Mis compañeros mas allegados eran un grupo cordial y afectuoso. El promotor del trabajo en el East End era Rudolph Rocker, un joven alemán que encarnaba el extraño fenómeno de ser el redactor gentil de un periódico yiddish. No había estado demasiado en relación con judíos hasta que llegó a Inglaterra. Para poder equiparse mejor para sus actividades en el ghetto, había vivido entre los judíos y dominado su lengua. Como redactor del Arbeiter Freund y por sus brillantes conferencias, Rudolph Rocker estaba haciendo más por la educación y el despertar social de los judíos de Inglaterra que los más capaces miembros de esa raza.
La misma buena camaradería que prevalecía entre los compañeros judíos era evidente también en los círculos anarquistas ingleses, especialmente en el grupo que publicaba Freedom. Ese periódico mensual había reunido a su alrededor a un grupo de buenos colaboradores y trabajadores que cooperaban de la forma más armoniosa. Era una alegría encontrar que las cosas iban tan bien, ver a los viejos amigos y hacer otros muchos nuevos.
En una velada social en casa de los Kropotkin conocí a un buen número de gente ilustre, entre ellos a Nikolai Chaikovski. Había sido el genio del movimiento revolucionario de los jóvenes rusos durante los setenta que cristalizó en los famosos círculos que llevan su nombre. Era un gran acontecimiento conocer al hombre que era para mí la personificación de todo lo que era inspirador dentro del movimiento ruso de emancipación. Tenía un físico magnífico y aspecto de idealista, una personalidad que podía fácilmente atraer a los espíritus jóvenes y ávidos. Chaikovski estaba rodeado de amigos, pero después de un rato se acercó al rincón donde me encontraba y entabló conversación conmigo. Pedro le había dicho que tenía la intención de estudiar medicina. Me preguntó cómo pensaba hacerlo y al mismo tiempo seguir con mis actividades. Le expliqué que tenía la idea de venir a Inglaterra a dar conferencias durante el verano, quizás incluso ir a América; en cualquier caso, no pensaba abandonar completamente el movimiento. «Si haces eso —dijo—, serás una mala doctora; y si te tomas en serio tu profesión, te convertirás en una mala propagandista. No puedes hacer las dos cosas a la vez». Me aconsejó que reflexionara antes de empezar algo que seguramente destruiría mi utilidad dentro del movimiento. Sus palabras me preocuparon. Estaba convencida de que podía hacer ambas cosas si trabajaba con decisión y continuaba con mis intereses sociales. Pero consiguió intranquilizarme. Empecé a cuestionármelo; ¿quería en realidad perder cinco años de mi vida para conseguir un título de médico?
Al poco tiempo Harry Kelly vino a informarme de que algunos compañeros estaban de acuerdo en organizar un mitin contra la guerra y que se tomarían las medidas necesarias para garantizar la seguridad. Su plan era traer a una veintena de hombres de Canning Town, un barrio conocido por la fuerza y la combatividad de sus hombres. Protegerían la plataforma y evitarían una posible avalancha de patrioteros. Se le pediría a Tom Mann, el hombre que había jugado un importante papel en la reciente huelga de cargadores portuarios, que presidiera la reunión. Yo tendría que entrar clandestinamente en la sala antes de que los patriotas tuvieran la oportunidad de hacer nada explicó Harry. Chaikovski iba a asistir.
En el día señalado, acompañada por mi escolta, llegué a South Place Institute unas horas antes de que la multitud empezara a congregarse. La sala se llenó muy pronto. Cuando Tom Mann subió a la tribuna hubo un gran abucheo que ahogó el aplauso de nuestros amigos. Durante un rato dio la impresión de que la situación no tenía remedio, pero Tom era un orador experimentado, hábil manejando a las multitudes. Al poco la audiencia empezó a tranquilizarse. Sin embargo, cuando hice mi aparición los patriotas volvieron a desencadenar un tumulto. Varios intentaron subir a la plataforma, pero los hombres de Canning Town los retuvieron. Me quedé callada unos momentos, no sabía cómo dirigirme a los enfurecidos británicos. Estaba segura de que no conseguiría nada con el estilo directo y brusco que había invariablemente, tenido tanto éxito con las audiencias americanas. Se necesitaba algo diferente, algo que hiciera mella en su orgullo. Mi visita de 1895 y las experiencias de esta vez me habían enseñado a conocer lo orgullosos que están los ingleses de sus tradiciones.
«¡Hombres y mujeres de Inglaterra! —grité por encima del jaleo—, he venido aquí con la firme creencia de que un pueblo cuya historia está cargada de rebeldía y cuya genialidad en todos los campos es una estrella que ilumina el firmamento del mundo no puede ser más que amante de la libertad y de la justicia. Más aún, las obras inmortales de Shakespeare, Milton, Byron, Shelley y Keats, por mencionar solo a los más grandes de la galaxia de poetas y soñadores de vuestro país, deben de haber engrandecido vuestra visión y estimulado vuestra valoración de la que es la más valiosa herencia de un pueblo verdaderamente culto; me refiero al don de la hospitalidad y la actitud generosa hacia los extraños».
Completo silencio en la sala.
«Vuestro comportamiento de esta noche apenas si sostiene mi fe en la superior cultura y educación de vuestra nación —continué—. O ¿es que la furia de la guerra ha destruido tan fácilmente lo que se tardó siglos en construir? Si es así, sería suficiente para repudiar la guerra. ¿Quién es el que se quedaría indolentemente sentado mientras lo mejor, lo más elevado de un pueblo está siendo suprimido ante sus mismos ojos? Ciertamente no vuestro Shelley, cuyas palabras eran una canción de libertad y revuelta. Ciertamente no vuestro Byron, cuyo espíritu no pudo encontrar la paz cuando la grandeza de Grecia fue puesta en peligro. ¡No ellos, no! ¿Y vosotros, olvidáis tan fácilmente vuestro pasado, no hay en vuestras almas el más mínimo eco de las canciones de vuestros poetas, de los sueños de vuestros soñadores, de las llamadas de vuestros rebeldes?»
El silencio continuaba, los oyentes estaban aparentemente asombrados por el giro inesperado que había tomado mi discurso, enmudecidos por las palabras altisonantes y los gestos apremiantes. Mi charla acaparó totalmente la atención de la audiencia y la transportó a la cima del entusiasmo, finalmente los asistentes rompieron en un fuerte aplauso. Después de lo cual, lo demás fue coser y cantar. Di mi conferencia sobre Guerra y Patriotismo tal y como la había dado por todos los Estados Unidos, simplemente cambiando las partes que trataban de las causas de las hostilidades hispano-americanas por las de la guerra Anglo-Boer. Concluí con la esencia de la idea de Carlyle sobre que la guerra era una pelea entre dos ladrones, demasiado cobardes para luchar ellos mismos, que obligaban a los muchachos de uno y otro pueblo a ponerse los uniformes y coger las armas y luego los soltaban como a bestias salvajes los unos contra los otros.
La sala se volvió loca. Hombres y mujeres agitaban sus sombreros y se desgañotaban gritando en señal de aprobación. La resolución, una protesta enérgica contra la guerra, fue leída por el presidente y aprobada con solo un voto en contra. Me incliné en la dirección del oponente y dije: «Ahí tenemos lo que yo llamo un hombre valiente que merece nuestra admiración. Se requiere un gran coraje para permanecer solo, incluso si se está equivocado. Demos todos un fuerte aplauso a nuestro osado oponente».
Ni la guardia de Canning Town pudo ya retener a la agitada multitud. Pero ya no había peligro. La audiencia había pasado del más fiero antagonismo a la más ardiente devoción, dispuesta a protegerme incluso con sus propias vidas. En la sala del comité, Chaikovski, que se había unido a las entusiastas demostraciones agitando el sombrero en el aire como un muchacho alborozado, me abrazó, alabando mi dominio de la situación. «Me temo que he sido, en cierta forma, una hipócrita», comenté. «Todos los diplomáticos lo son —contestó—, pero la diplomacia es necesaria a veces».
El primer correo que llegó de América contenía cartas de Yegor, Ed y Eric Morton. Mi hermano me escribía que Ed le había buscado al día siguiente de mi marcha y le había rogado que volviera a casa, pues no soportaba la soledad. «Ya sabes, mi querida Chavele, que siempre me ha gustado Ed, simplemente, no podía negarme y, por lo tanto, volví. Dos semanas más larde Ed trajo una mujer al piso, y allí sigue desde entonces. Me ponía enfermo verla entre tus cosas, en el ambiente que tú habías creado. Por eso me volví a mudar». Ed le pidió a Yegor que se llevara los muebles, los libros y (odas las cosas que me habían pertenecido, pero no pudo hacerlo: todo el asunto le ponía demasiado triste. Ed se había consolado rápidamente, reflexioné. Bien, ¿por qué no? Me preguntaba quién sería la mujer.
La carta de Ed no mencionaba para nada a la persona que había entrado en su vida. Se limitó a preguntarme qué hacer con mis cosas. Pensaba mudarse a la parte alta de la ciudad y no quería llevarse las cosas que siempre había considerado mías. Le mandé un telegrama diciéndole que solo quería mis libros, le pedí que los metiera en una caja y que la guardara en casa de Justus.
Eric escribía en su tono jovial de siempre. Los planes iban bien. Había alquilado una casa, iba a mudarse allí con su amiga K. Les esperaban horas de sufrimiento pues K «estaba preparándose para su próximo concierto de piano». Ya habían alquilado un piano en el que poder practicar y él estaría ocupado con su invento. El dinero que le había dado cubriría el viaje de ambos a Pittsburgh y les ayudaría a subsistir durante un tiempo. «En cuanto a nuestro ingeniero, T, parece sufrir de vanidad, pero servirá. Todo lo demás lo hablaremos en París cuando nos reunamos para celebrar mi invento».
Me pareció graciosa la forma en que Eric había redactado la carta, con vistas a garantizar la seguridad, por supuesto. Pero incluso yo misma estaba intrigada por parte de su contenido. K era sin duda Kinsella, su amiga, a la que conocí en Chicago. Pero ¿qué diablos quería decir con lo del concierto y el piano? Sabía que la mujer tenía una bonita voz y que era una pianista con experiencia, pero ¿qué pensaba hacer con sus talentos en la casa desde la que se iba a cavar el túnel? El «ingeniero» era aparentemente «Tony». Por lo visto ya había aparecido, pero era evidente que a Eric no le caía bien. Esperaba que pudieran aguantarse hasta que el proyecto estuviera acabado. Debía escribir a mi querido Eric y pedirle que fuera muy, muy paciente.
Durante mi estancia en Londres hablé también en un mitin organizado por los compañeros del Club Autonomie. Durante el debate fui atacada por un joven alemán. «¿Y qué sabe Emma Goldman de la vida de los trabajadores?», preguntó mi oponente. «Nunca ha trabajado en una fábrica, solo es como los demás agitadores, se dedica a pasarlo bien y a viajar de acá para allá. Nosotros, los proletarios, los del blusón azul somos los únicos que tenemos derecho a hablar sobre los sufrimientos de las masas». Era obvio que el muchacho no sabía nada sobre mí y tampoco consideré necesario hablarle de mis trabajos en las fábricas y de mi conocimiento sobre la vida de la gente. Pero me intrigó su referencia al blusón azul. Me preguntaba qué podía significar.
Después del mitin, dos hombres de más o menos mi misma edad vinieron a verme. Me rogaron que no hiciera responsables a todos los compañeros del ataque del muchacho. Le conocían bien; no estaba haciendo nada en el movimiento, solo alardear de su marca proletaria, el blusón azul. En los principios del movimiento, explicaron, los intelectuales alemanes empezaron a vestir el blusón azul de los trabajadores, en parte para protestar contra el traje convencional, pero, especialmente, para poder acercarse a las masas más fácilmente. Desde entonces, algunos charlatanes del movimiento social habían utilizado esa forma de vestir como signo de adherencia a los estrictos principios revolucionarios. «Y también porque no tienen una camisa blanca —dijo el hombre de aspecto sombrío—, o porque no tienen que lavar el cuello tan a menudo». Reí de buena gana y le pregunté por qué era tan rencoroso. «¡Porque no soporto la impostura!», respondió el hombre casi bruscamente. Se presentaron como Hippolyte Havel y X, el primero checo, el otro alemán. X se excusó al poco rato y Havel me pidió que cenara con él.
Mi acompañante era de pequeña estatura, muy serlo, con grandes ojos que brillaban en su cara pálida. Iba escrupulosamente vestido, incluso llevaba guantes, cuando ningún hombre de nuestras filas los llevaba. Me pareció que iba demasiado elegante, sobre todo para un revolucionario. En el restaurante me di cuenta de que Havel se quitó solo un guante y se dejó el otro puesto durante toda la comida. Estuve a punto de preguntarle el motivo, pero parecía tan tímido que no quise turbarle. Después de varios vasos de vino se volvió más animado, hablaba nerviosamente, con frases entrecortadas. Había venido a Londres desde Zürich, me dijo, y aunque no llevaba mucho tiempo en la ciudad, la conocía bien y le agradaría mostrármela. Tendría que ser el domingo por la tarde, o por las noches, cuando tenía libre.
Hippolyte Havel resultó ser una verdadera enciclopedia. Conocía a todos y todo sobre el movimiento de los diferentes países europeos. Detecté rencor en su tono cuando hablaba de ciertos compañeros del Club Autonomie. Esto me afectó desagradablemente; pero, por lo demás, era extremadamente entretenido. Era ya demasiado tarde para coger el autobús y Havel llamó a un taxi para llevarme a casa. Cuando me ofrecí a pagar al conductor, se encolerizó. «¡Como todos los americanos, haciendo alarde de tu dinero! ¡Trabajo y puedo pagarlo!», protestó. Me atreví a sugerirle que para ser un anarquista era extrañamente convencional al objetar al derecho de una mujer a pagar. Havel sonrió por primera vez durante toda la noche, y no pude evitar notar que tenía unos dientes muy bonitos. Cuando le estreché la mano, aún enguantada, dio un leve gemido. «¿Qué ocurre?», pregunté. «Oh, nada —contestó—, solo que para ser una damita me has dado un buen apretón».
Había algo exótico y extraño acerca de ese hombre. Era evidentemente muy nervioso y poco generoso en su valoración de la gente. No obstante, era fascinante, incluso perturbador.
Mi compañero checo vino a verme con frecuencia, algunas veces con su amigo, pero normalmente solo. No era un acompañante alegre; de hecho, más bien me deprimía. A menos que hubiera bebido un poco, era difícil entablar una conversación; en otras ocasiones parecía muy reservado. Gradualmente me fui enterando de que había entrado en el movimiento cuando tenía solo dieciocho años y que había estado en prisión varias veces, una de ellas por un período de dieciocho meses. En la última ocasión le enviaron al ala de psicópatas, donde quizás seguiría si no hubiera suscitado el interés del profesor Krafft-Ebing, quien le declaró cuerdo y le ayudó a recobrar la libertad. Había estado activo en Viena, de donde fue expulsado, después de lo cual había recorrido Alemania, dando conferencias y escribiendo para publicaciones anarquistas. Había visitado París, pero no le dejaron que se quedara mucho tiempo, fue expulsado. Finalmente fue a Zürich y de allí a Londres. Como no tenía oficio se veía obligado a aceptar todo tipo de trabajos. En ese momento trabajaba en una casa de huéspedes haciendo de todo. Sus tareas empezaban a las cinco de la mañana y consistían en encender los fuegos, limpiar las botas de los huéspedes, fregar platos y otros «trabajos humillantes y degradantes».
—¿Pero por qué degradantes? El trabajo nunca es degradante —protesté.
—¡El trabajo, tal y como está ahora, siempre es degradante! —insistió vehementemente—. En una casa de huéspedes es incluso peor; es un ultraje a la sensibilidad humana, además de muy duro. ¡Mira mis manos!
Con gesto nervioso se quitó de un golpe el guante y el vendaje que llevaba debajo. La mano, roja e inflamada, era una pura ampolla.
—¿Cómo te lo has hecho, y cómo puedes seguir trabajando? —pregunté.
—Me lo hice limpiando asquerosas botas en el frío de la madrugada y acarreando carbón y leña para mantener los fuegos encendidos. ¿Qué otra cosa puedo hacer en un país extraño si no tengo oficio? Podría morirme de hambre, acabar en el arroyo o en el Támesis. Pero no estoy preparado para ello. Además, solo soy uno de los muchos miles, ¿por qué preocuparse? Hablemos de cosas más alegres.
Continuó conversando, pero apenas pude escuchar lo que decía. Cogí su pobre mano llena de ampollas, consciente del irresistible deseo de besarla, con infinita compasión y ternura.
Salíamos mucho juntos, visitábamos los barrios pobres, Whitechapel y otros distritos parecidos. Los días de diario las calles estaban llenas de basura hedionda y el olor del pescado frito provocaba náuseas. Los sábados por la noche el espectáculo era incluso más desgarrador. Había visto a mujeres borrachas en el Bowery, viejos despojos de la sociedad, con el pelo áspero revuelto, los sombreros fuera de tono caídos sobre un lado y las faldas barriendo las aceras. «Gandulas», las llamaban los niños judíos. Solía ponerme furiosa ver cómo los desconsiderados muchachos perseguían y se burlaban de esos pobres desechos humanos. Pero nada de eso era comparable a la brutalidad y degradación de lo que vi en el East End de Londres: mujeres borrachas salían tambaleándose de los bares, utilizando el peor lenguaje y peleándose hasta que, literalmente, se desgarraban la ropa la una a la otra. Niños y niñas pequeños rondando las tabernas en el frío del invierno y bajo el aguanieve, bebés en cochecitos destartalados adormilados por los pirulíes mojados en whisky, los niños mayores cuidando de ellos y bebiendo ávidamente, la cerveza que sus padres les sacaban de vez en cuando. Demasiado a menudo vi tales escenas, más terribles que cualquiera de las concebidas por Dante. Cada vez, llena de rabia, asco y vergüenza, me prometía a mí misma no volver nunca más al East End, sin embargo, volvía invariablemente. Cuando expuse la situación a algunos de mis compañeros, pensaron que tenía los nervios destrozados. Tales condiciones existían en todas las grandes ciudades, aseguraban; era el capitalismo y la sordidez que generaba. ¿Por qué me sentía más afectada en Londres que en otros sitios?
Gradualmente empecé a darme cuenta de que el placer que sentía en compañía de Havel era causado por algo más que simple camaradería. El amor exigía sus derechos otra vez, cada día más insistentemente. Me daba miedo, temía el dolor y la decepción que seguirían. No obstante, mi necesidad de afecto en aquel ambiente deprimente fue más fuerte que mis aprensiones. Yo también le importaba a Havel. Se había vuelto más tímido, más inquieto y nervioso. Se había acostumbrado a venir a verme solo, pero una noche me visitó con su amigo, quien se quedó durante horas y no mostraba intenciones de marcharse. Sospeché que Havel le había llevado porque no se fiaba de sí mismo estando a solas conmigo, lo cual solo hizo aumentar mi anhelo. Tan pronto se fue nos encontramos, casi sin saber cómo, uno en brazos del otro. Londres se desvaneció, el grito del East End estaba lejos. Solo la llamada del amor sonaba en nuestros corazones, le prestamos oídos y cedimos a ella.
Me sentí renacer con la nueva alegría de mi vida. Decidimos que iríamos juntos a París y más tarde a Suiza. Hippolyte también quería estudiar y planeamos vivir muy frugalmente con treinta dólares al mes, pues diez de los cuarenta eran para mi hermano. Hippolyte pensaba que podía ganar algo de dinero escribiendo artículos, pero no nos importaba prescindir de algunas comodidades. Nos teníamos el uno al otro y a nuestro amor. Pero lo primero era hacer que mi amado dejara su horrible trabajo. Quería que descansara un mes del pesado trabajo de la pensión. Me costó bastante convencerle, pero dos semanas sin limpiar las sucias botas le levantaron los ánimos tanto que parecía una persona diferente.
Una tarde fuimos a ver a los Kropotkin. Hippolyte era un gran admirador del Genossenschafts-Bewegung, un movimiento cooperativo más avanzado, creía él, que el británico. Enseguida entró en una calurosa discusión con Pedro, quien no veía ningún mérito particular en el experimento alemán. Me había dado cuenta en ocasiones anteriores de que Hippolyte no era capaz de defender su postura durante una discusión. Se irritaba y a menudo pasaba al terreno personal. Intentó evitarlo con Pedro, pero como la discusión acabó escapando a su control, se detuvo repentinamente y mantuvo un silencio embarazoso. A Kropotkin le causó una mala impresión y, bajo pretexto de tener trabajo que hacer, me di prisa en marcharme. En la calle empezó a insultar a Pedro, diciendo que era el «papa del movimiento anarquista», y que no podía tolerar que alguien disintiera. Me puse furiosa e intercambiamos unas cuantas palabras acaloradas. Pero para cuando llegamos a mi habitación nos dimos cuenta de lo pueril que era permitir que nuestro mal humor ensombreciera nuestro joven amor.
Acompañada de Hippolyte asistí a la vetcherinka del año nuevo ruso, que resultó ser un gran acontecimiento. Allí encontré a las personalidades más sobresalientes de la colonia rusa, entre ellos a I. Goldenberg, con quien había trabajado en Nueva York en la campaña contra el tratado de extradición ruso-americano; E. Serebriakov, muy conocido por sus actividades revolucionarias; V. Cherkesoff, un destacado teórico del anarquismo, así como a Chaikovski y a Kropotkin. Casi todos los presentes poseían en su historial esfuerzos heroicos, años de prisión y exilio. Entre la concurrencia también se hallaba Michael Hambourg con sus hijos Mark, Boris y Jan, que eran ya unos músicos prometedores.
La reunión fue más sosegada que otras similares en Nueva York. Se discutieron problemas serios, solo la gente joven bailó. Más tarde Pedro tocó el piano mientras Cherkesoff hacía girar a la pequeña Sasha Kropotkin alrededor del salón, su ejemplo lo siguieron algunos otros. Chaikovski, que era altísimo, me hizo una reverencia cómica cuando me sacó a bailar. Fue una velada memorable.
En Glasgow, la primera parada de mi gira escocesa, los mítines fueron organizados por nuestro buen compañero Blair Smith, que era también mi anfitrión. Todo el mundo fue muy amable y cordial conmigo, pero la ciudad resultó ser una pesadilla, en algunos aspectos incluso peor que Londres. Un sábado por la noche, volviendo a casa en el tranvía, conté a siete niños en la calle, sucios y mal alimentados, tambaleándose al lado de sus madres, todos bajo la influencia de la bebida.
Edimburgo fue una delicia después de Glasgow, espacioso, limpio y atractivo, la pobreza no era tan obvia. Fue allí donde conocí a Tom Bell, sobre cuyo ardor propagandístico y osadía habíamos oído tanto en América. Entre sus hazañas estaba un experimento de libertad de expresión que había hecho mientras estaba en París. Había instado a los anarquistas franceses a que actuaran en favor de las reuniones al aire libre, al estilo inglés, pero los compañeros de París consideraban que era una imposibilidad. Tom decidió demostrar que era posible hablar al aire libre a pesar de la presencia de la policía.
Distribuyó octavillas anunciando que el siguiente domingo por la tarde celebraría, bajo su única responsabilidad, una reunión al aire libre en la Place de la République, uno de los lugares más transitados de París. Cuando llegó a la plaza a la hora convenida había una gran multitud esperando. Mientras se abría paso hacia el centro de la plaza varios policías se acercaron. Como no estaban seguros de si era el orador dudaron un momento. Tom había elegido una farola, una con una gran base ornamental hasta media altura y un travesaño en la parte superior. Justo cuando la policía se acercaba a él, dio un salto y se subió a la farola. Con los pies firmemente asentados sobre la base, en un segundo encadenó la muñeca al travesaño. Previamente había asegurado bien una cadena de acero a la muñeca con un candado y ahora rápidamente lanzó los dos extremos de la cadena alrededor del travesaño y los unió con otro candado de cierre automático. La policía le alcanzó al momento, pero no pudo hacer nada, el hombre estaba bien encadenado. Mandaron a buscar una lima. Mientras tanto, la multitud siguió aumentando y Tom continuó hablando tranquilamente. Los oficiales estaban furiosos, pero él siguió con su discurso hasta que se quedó ronco. Luego sacó la llave, abrió el candado y descendió tranquilamente. La policía le amenazó con cosas terribles «por insultos al ejército y a la ley», pero todo París se rió de ellos y los ridiculizó. Las autoridades pensaron que era mejor echar tierra sobre el asunto y Tom no fue juzgado. Después de un par de semanas en la cárcel fue expulsado por ser «un hombre demasiado peligroso para dejarle suelto por Francia».
Otra de las hazañas de Tom Bell tuvo lugar con ocasión de la visita del zar Nicolás II a Inglaterra. La reina estaba en Balmoral en aquel momento. El programa real era que el zar tomara tierra en Leith, donde sería recibido por el príncipe de Gales (más tarde rey Eduardo VII); posteriormente, debía ir a Windsor y a Londres.
Tom Bell se puso de acuerdo con su amigo McCabe para ayudar a recibir al zar. McCabe tenía un brazo y una mano tullidas, pero era tan capaz como Tom. Hicieron juntos el plan. Estaban en Edimburgo en aquel momento y cuando llegaron a Leith encontraron que había un gran número de policías en el muelle, además de agentes de los servicios secretos ruso, británico y francés. En las calles había barricadas y estaban bordeadas de soldados y bobbies y había detectives por todas partes. Detrás de las barricadas había una fila de hombres de las Highlands; detrás, soldados de la segunda reserva, estos a su vez apoyados por la infantería. Parecía que no se podría hacer nada, no habría oportunidad. Tom Bell y McCabe decidieron separarse; «cada uno sabíamos que el otro haría lo humanamente posible», como dijo Tom después. Oyó un débil vitoreo de los escolares según pasaban los bonitos uniformes. Luego vinieron los carruajes. Se distinguía al zar fácilmente. Tom divisó al autócrata ruso sentado en el asiento trasero, el príncipe de Gales enfrente. Parecía imposible hacer nada, hasta el último momento, y solo fue posible hacer algo justo entonces. Los guardias habían estado alertas hasta ese momento, justo hasta que el carruaje del zar pasó a su altura. En un instante Tom se agachó, pasó por debajo de la barricada y llegó al lado de la carroza gritándole al zar a la cara: «¡Abajo el tirano ruso! ¡Al infierno todos los imperios!» En ese mismo momento se dio cuenta de que su amigo Mac, que también había logrado colarse, gritaba no lejos de donde él estaba.
Las autoridades británicas no se atrevieron a juzgar a Bell y a McCabe. Lo más probable es que temieran que el juicio provocaría más publicidad. Ni una sola palabra apareció en los periódicos acerca del incidente. «El zar estaba pálido», decían. Sin duda. Acortó la visita, se marchó, no salió de Leith ni de ningún otro puerto escocés, sino de un recóndito pueblo pesquero, desde donde fue llevado en bote a su vate.
Naturalmente, estaba ansiosa por conocer al arriesgado compañero. Estaba viviendo con Lizzie, la hermana de John Turner, una muchacha encantadora que había conocido en Londres en 1895. Tom era un hombre muy enfermo, sufría de asma, pero era pintoresco, alto, pelirrojo, justo el tipo capaz de hacer cosas poco comunes.
Partí hacia París con Hippolyte, llegamos a esa ciudad una mañana de enero y nos quedamos en un hotel del Boulevard Saint-Michel. Cuatro años antes, en 1896, visité la ciudad de camino hacia Viena. Esa experiencia fue enormemente decepcionante. La gente con la que me quedé entonces, unos anarquistas alemanes, vivían en un barrio de las afueras, trabajaban mucho durante el día y, de noche, estaban demasiado cansados para salir. Yo no hablaba lo suficiente francés para poder ir sola a los sitios. En el único domingo libre, unos amigos me llevaron al Bois de Boulogne. Aparte de eso no había visto prácticamente nada de París, el lugar que durante tanto tiempo había deseado conocer, pero me prometí a mí misma que algún día volvería a disfrutar de los encantos de la maravillosa ciudad.
Ahora se me ofrecía por fin esa oportunidad, más maravillosa aún porque de nuevo había amor en mi vida. Hippolyte había estado ya en París y conocía sus atractivos; fue un acompañante perfecto. Durante un mes estuvimos completamente absortos en las maravillas de la ciudad y en nosotros mismos. Cada calle, casi cada piedra, tenía su historia revolucionaria, cada barrio su leyenda heroica. La belleza de París, su atrevida juventud, su sed de alegría y su humor siempre variable nos dominaba. El Mur des Fédérés en Père Lachaise mantenía vivo el recuerdo de las grandes esperanzas y la negra desesperación de los últimos días de la Comuna. Fue allí donde, los rebeldes mantuvieron la última posición heroica para ser, finalmente, asesinados bajo las órdenes de Thiers y Galliffet. La Place de la Bastille, en un tiempo la temida tumba de los muertos vivientes, arrasada hasta los cimientos por el odio acumulado del pueblo de París, nos trajo el dolor y el sufrimiento indecibles transformados en esperanza regeneradora en los días de la gran revolución, cuya historia nos había influido tanto.
Nuestras preocupaciones y desvelos quedaron ahogados en ese mundo de belleza, en los tesoros de la arquitectura y el arte creados por el genio del hombre. Los días pasaban como en un sueño del que temíamos despertar. Pero también había venido a París con otro propósito. Era hora de empezar el trabajo preliminar para el congreso.
Francia había sido la cuna del anarquismo, el cual había sido apadrinado durante mucho tiempo por algunos de sus hijos más brillantes, de los cuales, Proudhon era el más grande. La batalla por su ideal había sido agotadora, supuso persecución, encarcelamiento y a menudo incluso el sacrificio de sus vidas. Pero no había sido en vano. Gracias a ellos el anarquismo y sus exponentes habían llegado a ser considerados en Francia un factor social al que tener en cuenta. No en vano la burguesía francesa continuaba temiendo al anarquismo y lo perseguía a través de la maquinaria estatal. Tuve ocasión de ser testigo de la manera brutal con que la policía francesa trataba a las multitudes radicales, así como los procesos en los tribunales franceses cuando se trataba de infractores sociales. No obstante, había una gran diferencia entre el acercamiento y métodos utilizados por los franceses cuando se ocupaban de los anarquistas y la manera americana. Era la diferencia entre gente acostumbrada a las tradiciones revolucionarias y gente que había meramente rozado la superficie de la lucha por la independencia. Esa diferencia era aparente en todas partes, y más notablemente en el mismo movimiento anarquista. En ninguno de los diferentes grupos encontré a ni un solo compañero que utilizara el altisonante término «filosófico» para enmascarar su anarquismo, como muchos hacían en América porque pensaban que era más respetable.
Pronto nos vimos arrastrados por la marea de las diferentes actividades que se estaban llevando a cabo en las lilas anarquistas. El movimiento sindicalista revolucionario, el cual había recibido nuevo ímpetu de la fértil mente de Pelloutier, estaba impregnado de tendencias anarquistas. Casi todos los dirigentes de la organización eran anarquistas declarados. Los nuevos esfuerzos en el terreno de la educación, conocidos como la Université Populaire, eran respaldados casi exclusivamente por anarquistas. Habían conseguido la ayuda y cooperación de profesores universitarios de todos los campos del saber y se daban conferencias sobre las distintas ramas de la ciencia ante grandes grupos de trabajadores. Tampoco se olvidaban las artes. Los volúmenes de Zola, Richepin, Mirbeau y Brieux y las espléndidas obras de teatro producidas por el Théâtre Antoine formaban parte de la literatura anarquista, como lo eran los escritos de Kropotkin; mientras que los trabajos de Meunier, Rodin, Steinlen y Grandjouan eran discutidos y valorados en las filas revolucionarias mucho más que entre los elementos burgueses que reivindicaban ser los patrocinadores del arte. Era inspirador visitar los grupos anarquistas, observar sus esfuerzos y el crecimiento de nuestras ideas en suelo francés.
Mis estudios del movimiento, sin embargo, no calmaban mi interés personal en la gente, que siempre había tenido mucho más valor para mí que las teorías. Hippolyte era totalmente diferente; no le gustaba conocer a nadie y se comportaba tímidamente en presencia de otras personas. Después de no mucho tiempo conocía ya a casi todas las grandes personalidades del movimiento en Francia, así como a otras relacionadas con otro tipo de trabajo social en París. Entre este último grupo estaba el círculo de L'Humanité Nouvelle, que publicaba una revista del mismo nombre. Su redactor, Auguste Hamon, autor de La Psychologie du Militaire, así como sus colaboradores, pertenecía a un grupo de jóvenes artistas y escritores profundamente sensibles al espíritu de su tiempo y a las necesidades del mismo.
De la gente que conocí, el que más me impresionó fue Victor Dave. Era un viejo compañero que durante cuarenta años había participado en las actividades anarquistas de varios países europeos. Había sido miembro de la primera Internacional, colaborador de Miguel Bakunin, y maestro de Johann Most. Había comenzado una brillante carrera como estudiante de historia y filosofía, pero posteriormente eligió dedicarse a su ideal social. Sabía mucho de la vida de Dave por Johann Most, quien le admiraba profundamente. También conocía el papel que había jugado en los sucesos que originaron la acusación contra Peukert en conexión con el arresto y condena de John Neve. Dave estaba todavía seguro de que Peukert era culpable, pero no había en él ni el más mínimo vestigio de animosidad personal. Era amable y jovial. Aunque tenía sesenta años, poseía la mente despierta y el espíritu de sus días de estudiante. A pesar de ganarse la vida a duras penas como colaborador en publicaciones anarquistas y de otro signo, no había perdido el optimismo y el humor de su juventud. Pasé mucho tiempo con él y con la compañera de su vida. Marte, que llevaba inválida muchos años, pero que seguía interesada en los asuntos públicos. Victor era un gran lingüista y como tal una ayuda inestimable a la hora de preparar el material que había traído para el congreso y de hacer traducciones a diferentes lenguas.
Lo más fascinante de Victor Dave era su amor innato a la vida y su disposición al goce. Era el más abierto y alegre de los muchos compañeros que conocí en París, digno acompañante mío. Pero nuestro buen humor se oscurecía a menudo con los ataques de depresión extrema de Hippolyte. Desde el primer momento le había cogido antipatía a Victor. Se negaba a acompañarnos en nuestras salidas y al mismo tiempo se quejaba malhumoradamente de haber sido dejado atrás. Normalmente sus sentimientos se expresaban en forma de un reproche mudo, pero la más mínima cantidad de licor le incitaba a insultar a Victor. Al principio tomaba estos arrebatos a la ligera, pero gradualmente empezaron a afectarme, sintiéndome intranquila cuando no estaba junto a él. Le amaba, sabía que su triste pasado había dejado heridas en su alma que le hacían ser mórbidamente tímido y suspicaz. Quería ayudarle a que se comprendiera mejor a sí mismo y que pudiera relacionarse más abiertamente con los demás. Esperaba que mi afecto suavizaría su virulencia. Cuando estaba sobrio, lamentaba haber atacado a Victor y, en tales momentos, era todo ternura y se aferraba a nuestro amor. Esto me llevaba a pensar que conseguiría superar su temperamento mordaz. Pero las escenas se sucedían y mis aprensiones aumentaban.
Con el tiempo me di cuenta de que el resentimiento de Hippolyte no estaba solo dirigido a Victor, sino a todos los hombres con los que me relacionaba. Dos italianos con los que había trabajado a favor de la libertad en Cuba y durante la huelga de Summit llegaron a París para asistir a la Exposición. Vinieron a verme y me invitaron a cenar fuera. A mi regreso encontré a Hippolyte en un ataque de cólera. Unos días más tarde mi buen amigo Palavicini vino con su mujer y con su hijo. Inmediatamente Hippolyte empezó a inventar historias imposibles sobre el hombre. La vida con Hippolyte se hacía cada vez más angustiosa; sin embargo, no podía pensar en la separación.
Capítulo XXII
Recibí una carta de Carl Stone que cambiaba de forma inesperada mis planes de estudiar medicina. «Pensaba que se daba por supuesto que cuando partiste para Europa —escribía—, ibas a Suiza a estudiar medicina. Fue únicamente con ese propósito que Herman y yo te ofrecimos nuestra ayuda. Ahora me entero de que sigues con fu propaganda y de que tienes un nuevo amante. Ciertamente, no esperarás que te ayudemos a mantener a ambos. Estoy interesado en E. G. la mujer, sus ideas no tenían en absoluto ningún significado para mí. Por favor, elige». Le respondí inmediatamente: «E. G. la mujer y sus ideas son inseparables. No vive para divertir a los advenedizos ni permitirá que nadie le dicte lo que debe hacer. Guárdate tu dinero».
No podía creer que Herman Miller tuviera nada que ver con esa miserable carta. Estaba segura de que tendría noticias suyas a su debido tiempo. De la cantidad que me había dado todavía tenía suficiente dinero para unos meses. Los doscientos dólares de Stone se los había dado a Eric para que los utilizara en el proyecto del túnel. Experimenté una sensación de alivio cuando el asunto se acabó. Cuando su ayuda cesó y no recibí noticias de Herman, llegué a la conclusión de que él también había cambiado de idea. Fue muy decepcionante, pero me alegraba de no depender ya más de la gente adinerada. Chaikovski tenía razón, después de todo; nadie podía dedicarse a un ideal y a una profesión al mismo tiempo. Volvería a América y retomaría mi trabajo.
Una noche estaba a punto de ir con Hippolyte a una importante sesión del comité cuando la doncella del hotel me entregó una tarjeta de visita. No cabía en mí de contento cuando leí el nombre de Oscar Panizza, cuyos brillantes escritos en el Armer Teufel me habían deleitado durante años. Al momento, un hombre alto y moreno entró, presentándose como Panizza. Había sabido por el doctor Eugene Schmidt de mi presencia en París y estaba ansioso por «conocer a Cassandra, la amiga de nuestro querido Robert». Me pidió que pasara la velada con él y con el doctor Schmidt. «Vamos a ir primero a ver a Oscar Wilde —dijo—, y queremos que venga con nosotros. Luego iremos a cenar».
¡Qué maravilloso acontecimiento conocer a Panizza y a Wilde la misma noche! Con la agitación de tal expectativa llamé a la puerta de Hippolyte para contárselo. Le encontré recorriendo la habitación nerviosamente, esperándome muy irritado. «¡No querrás decir que no vas a ir a la sesión!», dijo enfadado. «¡Lo has prometido, le esperan, te has comprometido a hacer un trabajo! Puedes conocer a Oscar Wilde en cualquier otra ocasión y a Panizza también. ¿Por qué tiene que ser esta noche?» Con el nerviosismo había olvidado por completo la sesión. Por supuesto, no podía dejar de ir. Con el corazón apesadumbrado bajé a decirle a Panizza que no podría ir esa noche. ¿No podríamos quedar para el día siguiente o el otro? Acordamos en que sería el próximo sábado, a mediodía. Invitaría al doctor Schmidt de nuevo, pero no podía prometerme nada con respecto a Oscar Wilde. Este estaba muy mal de salud y no siempre podía salir; pero haría todo lo posible para organizar un encuentro.
El viernes el doctor Schmidt vino a decirme que Panizza había partido inesperadamente, pero que pronto volvería a París y nos veríamos entonces. El doctor debió de haber leído la decepción en mi rostro. «Se está muy bien fuera —comentó—, vayamos a dar un paseo». Se lo agradecí, pues estaba enormemente apenada por haber perdido la oportunidad única de conocer a Oscar Wilde y de pasar una velada con Panizza.
Durante el paseo por el Luxembourg le hablé al doctor de la indignación que había sentido ante la condena de Oscar Wilde. Había defendido su caso contra los hipócritas miserables que le habían enviado a su funesto destino.
—¡Usted! —exclamó el doctor asombrado—, pero si no podía más que ser una niña en aquella época. ¿Cómo se atrevió a defender a Oscar Wilde en público en la puritana América?
—¡Tonterías! —respondí—. No se necesita ningún atrevimiento para protestar contra una gran injusticia.
El doctor sonrió dudosamente.
—¿Injusticia? —repitió—. No era eso exactamente desde el punto de vista legal, aunque pudiera serlo desde el punto de vista psicológico.
Pasamos el resto de la tarde enzarzados en una discusión sobre la inversión, la perversión y la cuestión de la variación sexual. Él había reflexionado mucho sobre el asunto, pero no lo hacía de forma abierta y yo sospechaba que, en cierto modo, estaba escandalizado porque yo, una joven, hablara sin reservas sobre tales tabúes.
De regreso al hotel encontré a Hippolyte malhumorado y deprimido. En cierto modo me irritó más que en ocasiones anteriores. Sin decir una palabra me fui a mi habitación. Sobre la mesa había un montón de cartas y entre ellas una que me aceleró el pulso. Era de Max. Él y Puck estaban en París, decía. Habían llegado la noche anterior y estaban ansiosos por verme. Corrí a ver a Hippolyte, agitando la carta y gritando:
—¡Max está en la ciudad! ¡Imagínate, Max!
Me miraba fijamente, como si creyera que había perdido el juicio.
—Max, ¿qué Max?—me preguntó sombrío.
—¡Quién va a ser, Max Baginski! ¿Qué otro Max podría significar tanto para mí?
Tan pronto como lo dije me di cuenta de mi falta de tacto. Pero para mi sorpresa. Hippolyte exclamó:
—¡Max Baginski! Sé todo sobre su vida y hace mucho que quería conocerle. Me alegra que esté aquí.
Nunca antes había oído a mi «agrio Putzi», como le llamaba, expresar un interés tan genuino en un miembro de su propio sexo. Le eché los brazos al cuello y grité:
—¡Vayamos a ver a Max ahora mismo!
Me apretó contra él y me miró intensamente a los ojos.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Oh, me estaba cerciorando de tu amor —contestó—. Si al menos pudiera estar seguro de él, no tendría necesidad de nada más en este mundo.
—Tonto, por supuesto que puedes estar seguro de él.
Declinó acompañarme a ver a Max y a Puck; quería que yo los visitara primero. Se reuniría con nosotros más tarde.
En el camino, los valiosos momentos que había vivido junto a Max volvieron de nuevo a la vida con fuerza. Me parecía imposible que hubiera pasado un año. Incluso la conmoción que me produjo el que se fuera a Europa resucitaba de nuevo con toda su intensidad. En ese año sucedieron muchas cosas que me ayudaron a superar el golpe, pero ahora volvía con renovadas fuerzas. Por qué ver a Max, por qué empezar todo otra vez, me preguntaba amargamente. No debía de haberle importado mucho si fue capaz de abandonarme tan fácilmente. No pasaría por la misma agonía. Le escribiría una nota y le diría que sería mejor para ambos no volver a vernos. Entré en un café, pedí papel y lápiz y empecé a escribir. Comencé varias veces, pero no podía formular mis ideas. Mi agitación iba en aumento. Por fin pagué al camarero y casi corrí en dirección del hotel donde se hospedaba Max.
Al ver su querido rostro, al oír su alegre saludo. «¡Bueno, mi pequeña, verdaderamente nos encontramos en París!», sufrí un cambio instantáneo. La dulce ternura de su voz disolvió mi resentimiento y calmó mi tumulto interior. Puck también me dio la bienvenida con la mayor cordialidad. Ella tenía mejor aspecto y parecía más vivaracha que en Chicago. Al rato nos dirigíamos los tres a mi hotel a buscar a Hippolyte. La velada que pasamos juntos, que duró hasta las tres de la madrugada, fue una celebración alegre, digna del espíritu parisino. Me alegró particularmente ver el efecto que Max ejercía sobre Hippolyte. Este dejó de estar taciturno; se volvió más sociable y menos resentido hacia otros hombres.
Algunos de los documentos que había recibido para ser leídos en el congreso trataban sobre la importancia de que los problemas sexuales fueran discutidos en la prensa y en las conferencias anarquistas. La ponencia de Kate Austen era particularmente dura, trataba sobre la historia del movimiento americano por la libertad en el amor. Kate no se andaba con rodeos: de forma franca y directa exponía sus opiniones sobre el sexo como un factor vital en la vida. Victor me aseguró que ciertos compañeros franceses no consentirían que la ponencia de Kate fuera leída en el congreso: y menos entrar en debate. No podía creerlo. ¡De todo el mundo, los franceses! Victor explicó que no ser puritano no siempre significaba ser abierto. «Los franceses no tienen la misma actitud seria hacia el sexo que los idealistas americanos», dijo. «Son cínicos a ese respecto y no son capaces de ver más que el lado meramente físico. Los compañeros franceses más viejos siempre han odiado tal actitud y en su reacción a esta han superado a los puritanos. Ahora temen que cualquier debate sobre el sexo solo sirva para incrementar los falsos conceptos sobre el anarquismo». No estaba convencida, pero una semana más tarde Victor me informó de que un grupo había decidido definitivamente no permitir que los informes americanos que tratasen sobre sexo fueran leídos en el congreso. Podían ser estudiados en reuniones privadas, pero no en público, en presencia de los representantes de la prensa.
Protesté y declaré que me pondría en contacto inmediatamente con los compañeros de Estados Unidos y les pediría que me retiraran las credenciales y que me relevaran de la misión que me habían encomendado. Al mismo tiempo que me daba cuenta de que el asunto en cuestión solo era uno de los muchos temas que atañían al anarquismo, sentía que no podía cooperar con un congreso que intentaba silenciar opiniones o suprimir puntos de vista que no contaban con la aprobación de ciertos elementos.
Un día, mientras estaba en un café con Max y Victor, leí en los periódicos de la tarde que el rey Humberto había sido asesinado por un anarquista. El nombre del Attentäter era Gaetano Bresci.
Recordé que el nombre era el de un compañero activo en el grupo anarquista de Paterson, New Jersey. Me parecía extraño que hubiera cometido un acto de este tipo; me había parecido diferente a los otros italianos que conocía. No tenía en absoluto un temperamento excitable y no era fácil de estimular. Me preguntaba lo que podría haberle inducido a acabar con la vida del rey de Italia. Victor lo atribuía a los prolongados disturbios provocados por el hambre en 1898. Muchos trabajadores habían perdido la vida en aquella ocasión tras el ataque de la soldadesca al pueblo hambriento y desarmado. Habían desfilado hacia el palacio para manifestar su miseria, las mujeres llevando a sus hijos en brazos. Encontraron el palacio fuertemente custodiado por el ejército, a las órdenes del general Bava Beccaris. La gente ignoró la orden de dispersarse, por lo que el general dio la señal que provocó la masacre de los manifestantes. El rey Humberto felicitó a Beccaris por su «valiente defensa de la casa real», y le condecoró por su actuación asesina.
Max y Victor estuvieron de acuerdo conmigo en que esos trágicos sucesos debían de haber inducido a Bresci a venir desde América para llevar a cabo su acción. Max pensaba que era una suerte que yo no estuviera en los Estados Unidos, porque de alguna manera se me haría responsable de la muerte de Humberto, como había sucedido invariablemente en el pasado cada vez que se producía algún acto de violencia política en cualquier lugar del mundo. Tal eventualidad me preocupaba menos que el destino que le esperaba a Bresci. Sabía que sería torturado en la cárcel y recordé el espantoso tratamiento dado a Luccheni, otra víctima similar de la despiadada lucha social.
Nos quedamos un rato en el café, discutiendo sobre el increíble despilfarro de vidas humanas causado por la terrible lucha de clases en todos los países. Le confié a mis amigos las dudas que me asaltaban desde que Sasha cometiera su acto, aunque era plenamente consciente de la inestabilidad de tales acciones en la situación actual.
Algo más tarde me enteré por Victor de que pronto se reuniría en París el Congreso Neo-Malthusiano. Las sesiones tendrían que ser secretas, pues el gobierno francés prohibía cualquier intento organizado de limitar la natalidad. El doctor Drysdale, el pionero en este tema, y su hermana ya se encontraban en París y estaban llegando otros delegados de diferentes países, Victor me explicó que en Francia eran Paul Robin y Madeleine Verné los que apoyaban ampliamente el movimiento Neo-Malthusiano.
Conocía a Madeleine Verné, pero ¿quién era Paul Robin? Mi amigo me informó de que era uno de los grandes libertarios en el campo educativo. Con sus propios medios había comprado una gran extensión de tierra en la que había establecido una escuela para niños indigentes. El lugar se llamaba Cempuis. Robin había recogido a niños abandonados de las calles o de los orfanatos, los más pobres, los llamados niños malos, «¡Deberías verlos ahora!», dijo Victor. «La escuela de Robin es un ejemplo vivo de lo que se puede hacer en el terreno educativo con una actitud de comprensión y amor hacia el niño». Prometió procurarme una oportunidad de asistir al congreso y visitar Cempuis.
La conferencia Neo-Malthusiana, al tener que reunirse en secreto y cada sesión en un lugar diferente, tuvo una asistencia muy pequeña, de no más de una docena de delegados. Pero lo que le faltaba en número se compensaba con un interés extraordinario. El doctor Drysdale, el venerable defensor de la limitación de la familia, estaba lleno de entusiasmo por la causa. La señorita Drysdale, su hermana, Paul Robin y sus colaboradores, fueron de admirar por la sencillez y seriedad con que presentaron los temas y muy valientes a la hora de mostrar los métodos preventivos. Me maravillaba su habilidad para debatir temas tan delicados tan francamente y de una manera tan inofensiva. Pensé en mis antiguas pacientes del East Side y de la bendición que hubiera significado para ellas poder disponer de los contraceptivos descritos en estas sesiones. Los delegados se divirtieron cuando les conté los vanos esfuerzos que como comadrona había hecho para encontrar una forma de ayudar a las pobres mujeres de los Estados Unidos. Pensaban que con Anthony Comstock supervisando la moral americana pasarían años antes de que los métodos para evitar la concepción pudieran ser discutidos abiertamente en el país. No obstante, les hice ver que incluso en Francia ellos tenían que reunirse en secreto y les aseguré que conocía a mucha gente lo suficientemente valiente como para hacer un buen trabajo, aunque estuviera prohibido. De cualquier forma, decidí que estudiaríamos el tema a mi regreso a Nueva York. Los delegados me felicitaron por mi actitud y me proveyeron de literatura y anticonceptivos para mi trabajo en el futuro.
Mi dinero disminuía rápidamente, pero aún así no podíamos pasar sin el placer de visitar teatros, museos y escuchar música. Los conciertos en el Trocadero eran particularmente interesantes, especialmente los de la orquesta finlandesa, que incluían canciones tradicionales cantadas por magníficos artistas, siendo la solista la señora Aïno Ackté, la prima dona de la Ópera de París. La Orquesta Balalaika Rusa, las interpretaciones de Wagner y un recital de Ysaye, el mago del violín, fueron maravillas únicas. Un lugar favorito era el Theatre Libre, dirigido por Antoine; era la única aventura dramática que valía la pena ver en París. A excepción de Sarah Bernhardt, los Coquelin y Mme. Réjane, la escena de París me pareció declamatoria. Comparados con Eleonora Duse incluso la «Divina Sarah» parecía teatral. La única obra en la que mostraba su gran talento era Cyrano de Bergerac, con Coquelin haciendo de Cyrano. El grupo bajo la dirección de Antoine había abolido el sistema jerárquico: su forma de actuar en conjunto era del más alto nivel.
Durante mi estancia en Europa no pude cartearme directamente con Sasha. Nuestras cartas pasaban por un amigo, lo que producía grandes retrasos. A Sasha solo se le permitía escribir una carta al mes; en raras ocasiones, gracias a la amistad del capellán de la prisión, se le permitía una carta más. Para poder mantenerse en contacto con tantas personas como fuera posible había inventado un sistema que consistía en dividir el papel en cuatro, cinco o incluso seis partes, cada una era escrita por los dos lados con una letra diminuta y muy clara. El destinatario de la carta cortaba el pliego de acuerdo a las divisiones que se indicaban y mandaba las diferentes partes a sus destinatarios. Su última nota había sido alegre, incluso jocosa. Me había pedido un recuerdo de la Exposición y un relato detallado de lo que sucedía en París. Pero eso era como hacía unos dos meses, no había vuelto a tener noticias desde entonces. Eric también escribía raras veces, solo una o dos líneas sobre el «invento», que aparentemente iba progresando de forma lenta. Estaba empezando a sentirme angustiada. Hyppolyte y Max intentaban disolver mis temores y malos presentimientos, pero era evidente que ellos también estaban intranquilos.
Una mañana me despertó Hippolyte muy temprano al llamar violentamente a mi puerta. Entró agitado, con un periódico francés en la mano. Empezó a decir algo; sus labios se movían, pero no podía emitir un sonido. «¿Qué sucede?», grité llena de aprensión. «¿Por qué no hablas?» «¡El túnel! El túnel —murmuró roncamente— ha sido descubierto. Viene en el periódico».
Llena de temor pensé en Sasha, en la terrible decepción que debía sentir al ver fracasar su proyecto, las consecuencias desastrosas, su situación desesperada. Sasha era arrojado de nuevo a la negra desesperación de once años más en aquel infierno. ¿Qué hacer ahora? Debía irme a América de inmediato. ¡Nunca debería haber venido! Sentía que le había fallado; le había dejado cuando más me necesitaba. Sí, debía ir a América lo antes posible.
Pero esa misma Larde me llegó un telegrama de Eric B. Morton, lo que impidió que llevara a cabo mi plan inmediatamente. «Enfermedad repentina. Trabajos suspendidos. Me dirijo a Francia», decía el mensaje. Tendría que esperar su llegada.
No hubiera podido soportar la tensión nerviosa de los días que siguieron si no hubiera sido por el intenso trabajo que tenía que hacer. Eric llegó a los quince días. Apenas pude reconocerle: el cambio que había sufrido desde que le vi por última vez en Pittsburgh era espantoso. El fuerte y grande vikingo se había quedado delgado, tenía el rostro grisáceo y cubierto de ampollas llenas de pus.
Tan pronto como Tony se puso en contacto con él, me contó Eric, fue a Pittsburgh para hacerse cargo de los preparativos preliminares. Su primera impresión de Tony no fue muy favorable. Tony parecía estar obsesionado por su presunción, provocada por el papel que jugaba en el proyecto de Sasha. Sasha había concebido una clave secreta para comunicarse clandestinamente y Tony, siendo la única persona que la conocía, explotaba la situación con su comportamiento e instrucciones arbitrarias. No siendo un técnico, Tony no tenía idea de las dificultades que conllevaba la construcción del túnel y el peligro que suponía excavarlo. La casa que habían alquilado en la calle Sterling estaba casi enfrente de la puerta principal de la prisión y a unos setenta metros de distancia de aquella. Desde el sótano de la casa se tenía que excavar el túnel en una línea ligeramente circular en dirección de la puerta sur, luego bajo esta y adentrarse en el patio de la prisión hacia unas dependencias que Sasha indicaba en su diagrama. Sasha debía arreglárselas para salir del edificio donde estaban las celdas, llegar a esas dependencias sin ser visto, arrancar el suelo de madera, abrir el túnel y reptar hasta llegar al sótano de la casa. Allí encontraría ropas civiles, dinero y unas instrucciones en clave sobre dónde reunirse con sus amigos. Pero el trabajo del túnel requería más tiempo y dinero de lo que se pensaba. Eric y los otros compañeros que trabajaban en él se encontraron con dificultades inesperadas al descubrir la formación rocosa del suelo en los alrededores del muro de la prisión. Se vio que era necesario cavar debajo de los cimientos de aquel y, aquí, Eric y sus colaboradores casi se asfixiaron a causa de unos vapores venenosos que se filtraban dentro del túnel desde algún lugar desconocido. Este problema imprevisto causó mucho retraso y requirió la instalación de máquinas que suministraran aire fresco a los hombres que trabajaban postrados en el estrecho pasaje que se adentraba en las entrañas de la tierra. Los ruidos de la excavación podían atraer la atención de los alertas centinelas del muro de la prisión y a Eric se le ocurrió la idea de alquilar un piano e invitar a una amiga suya, Kinsella, una artista excelente, para que le ayudara. Al tocar el piano y al cantar enmascaraba los ruidos subterráneos, y los guardias del muro disfrutaban enormemente con las magníficas interpretaciones de Kinsella.
El «invento» era una empresa ingeniosa, pero también muy peligrosa, que requería grandes conocimientos de ingeniería y el máximo cuidado para evitar la menor sospecha por parte de los guardias de la prisión y de las personas que pasaban por la calle. A la primera señal de peligro la pianista apretaba un botón eléctrico que tenía a mano para avisar a los excavadores de que cesaran las operaciones inmediatamente. Luego, todo permanecía en silencio hasta que ella se ponía de nuevo a cantar. Los acordes staccato del piano serían la señal de que todo iba bien.
—Excavar en esas condiciones no era nada sencillo —continuó Eric—. Para ahorrar tiempo y dinero decidimos hacer el túnel muy estrecho, lo justo para que una persona pudiera pasar reptando. Por lo tanto, el trabajo no podía hacerse ni siquiera de rodillas. Teníamos que echarnos sobre el estómago y hacer las perforaciones con una sola mano. Resultaba tan agotador que era imposible trabajar durante más de media hora seguida. Naturalmente, el avance era muy lento. Pero lo más exasperante era que Tony cambiaba continuamente de idea. Queríamos seguir estrictamente los planes de Sasha. Él insistía continuamente en esto y nos parecía que él, estando dentro, era quien mejor conocía el tema. Pero Tony tenía inclinación por que se llevaran a cabo sus propias ideas. Evidentemente, Sasha consideraba que era demasiado peligroso darnos instrucciones incluso en sus cartas clandestinas; solo lo hacía en clave, que nadie más que Tony conocía. Por lo que nos vimos obligados a seguir las instrucciones de Tony. Bien, por fin el túnel estuvo terminado.
—¿Y luego, y luego? —grité, no pudiendo contener mi impaciencia durante más tiempo.
—Pero, ¿no le ha escrito nadie? —preguntó Eric sorprendido—. Cuando Sasha intentó escapar a través del agujero del patio de la prisión donde terminaba el túnel de acuerdo con las instrucciones de Tony, lo encontró cubierto con un montón de piedras y ladrillos. Estaban construyendo un nuevo edificio en la prisión y habían vaciado una carreta de piedras justo encima del lugar que Tony había elegido para el fin del túnel. Imagina cómo debió sentirse Sasha, y el peligro al que tuvo que exponerse al escapar del edificio de las celdas para tener que volver otra vez. Lo peor de, como supimos más tarde, fue que Sasha le había insistido repetidamente a Tony para que no se terminara el túnel en medio del patio de la prisión, como Tony le había propuesto. Sasha estaba completamente en desacuerdo, sabiendo que sería un fracaso. Su plan original era terminar el túnel en las abandonadas dependencias, a unos siete metros de aquel agujero. Creyendo que habíamos construido el túnel hasta el punto que Sasha deseaba, y que nuestro trabajo había terminado, nos marchamos a Nueva York, solo Tony se quedó en Pittsburgh. Sasha estaba desesperado por el cambio arbitrario que Tony había hecho de sus instrucciones. Insistió en que se continuaran las excavaciones hasta llegar al lugar que indicaba su diagrama. Tony se dio cuenta finalmente de los fatales resultados de su loca obstinación, Le dijo a Sasha que sus deseos serían llevados a cabo y partió inmediatamente hacia Nueva York para vernos y recabar más fondos para completar el túnel. La casa se quedó vacía y durante la ausencia de Tony, unos niños que jugaban en la calle de alguna forma entraron en el sótano, descubrieron el pasaje secreto y se lo notificaron a sus padres, entre los que estaba el agente inmobiliario que nos había alquilado la casa. Más extraño aún, este resultó ser también un guardia del penal Western.
Me quedé en silencio, abrumada por lo que imaginaba que Sasha debía haber sufrido durante las semanas y meses de incertidumbre y ansiosa espera hasta la finalización del túnel, para después ver todas sus esperanzas frustradas casi a las puertas de la libertad.
—Lo más increíble —continuó Eric— es que hasta este mismo día, los oficiales de la prisión no han podido descubrir para quién fue construido el túnel. Los departamentos policiales de Pittsburgh y Allegheny, así como las autoridades estatales convinieron que el túnel era una de las obras de ingeniería más ingeniosas que habían visto nunca. El alcaide y los inspectores de la comisión de la prisión sospechan de Sasha, pero no han encontrado ninguna prueba que apoye sus acusaciones, mientras que la policía asegura que el túnel había sido hecho para un tal Boy, un gran falsificador que estaba cumpliendo una larga condena. No se ha descubierto ninguna pista; pero, de todas formas, han incomunicado a Sasha.
—¡Incomunicado! —grité—. ¡No es de extrañar que no haya tenido noticias suyas durante tanto tiempo!
—Sí, le han sometido a un castigo muy severo —admitió Eric.
El purgatorio que Sasha había soportado ya, los horribles años que le quedaban todavía, todo pasaba por mi cabeza.
—¡Le matarán! —gemí.
Sabía que le estaban matando poco a poco y aquí estaba yo, en París, ¡incapaz de ayudarle, de hacer nada, nada!
—¡Hubiera preferido mil veces estar en la cárcel que quedarme sentada y ver impotente como le asesinan! —grité.
—Eso no ayudaría en nada a Sasha —replicó Eric—, de hecho, se lo pondría más difícil, le sería más difícil soportar su destino. Debes reconocerlo, entonces ¿para qué los remordimientos?
¿Para qué? ¿para qué? ¿Podía explicar acaso lo que todos esos años habían sido para mí, desde aquel negro día de julio de 1892? La vida es inexorable; no te deja descansar en ningún momento. Mi propia vida había estado llena de acontecimientos que se seguían unos tras otros con rapidez. Había habido poco tiempo para entregarse a retrospecciones sobre el pasado, pero se había introducido en mi consciencia y nada podía evitar que me corroyera, A pesar de todo, la vida continuaba su curso. No había reposo.
Eric apenas podía mantenerse en pie. Estaba completamente exhausto por lo que había tenido que soportar mientras trabajaba en el túnel; los vapores venenosos le habían afectado produciéndole una grave enfermedad en la piel. Empeoró tanto que debió guardar cama y tuve que cuidarle durante semanas. Pero mi querido amigo, como verdadero vikingo que era, seguía riendo y bromeando, sin decir nunca una palabra para quejarse o lamentarse de las dificultades que había tenido que soportar durante la desafortunada empresa para ayudar a Sasha a fugarse.
El congreso no tuvo lugar. En el último momento las autoridades prohibieron las reuniones públicas de los anarquistas extranjeros. No obstante, se hicieron algunas sesiones en casas privadas, en los alrededores de París. En esas circunstancias y en vista de la necesidad de mantener en secreto las reuniones, solo tuvimos tiempo de discutir los problemas más urgentes.
La presencia de Eric significó un gasto adicional y me vi obligada a ganar algún dinero. Había trabajado durante la travesía para pagarse el viaje y no le quedaba ni un céntimo. Un grupo de amigos vivían en el mismo hotel que yo y se me ocurrió la idea de prepararles el desayuno y la comida. Era un trabajo duro cocinar para doce e incluso más personas en un solo mechero de alcohol. Hippolyte fue de mucha ayuda, era mejor comprador que yo, así como un chef de primera clase. Nuestros «huéspedes» eran casi todos compañeros extranjeros y era fácil contentarles con las comidas que hacíamos. Esto nos permitió ganar algo de dinero, pero ni mucho menos lo suficiente. Hippolyte y yo ideamos llevar a pequeños grupos a la Exposición. Se me daba bastante bien, aunque era muy pesado llevar de un lado para otro a aburridos americanos. Un individuo, al ver la estatua de Voltaire, exigió saber quién era «ese tipo» y a qué se había dedicado. Varias maestras que me había recomendado un amigo casi se desmayaron cuando vieron las estatuas desnudas del Luxembourg. Volvía a casa profundamente asqueada por el papel de cicerone.
Una tarde regresé al hotel decidida a no volver a servir de guía a turistas a menos que fuera a un lugar muy cálido. En mi habitación encontré un enorme ramo de flores con una nota. La escritura no me era familiar y su contenido me resultó desconcertante: «Un viejo admirador desearía que se reuniera con él para pasar una agradable velada. ¿Podrá encontrarse con él esta noche en el Café du Chatelet? Puede traer a un amigo». Me preguntaba quién podía ser ese hombre.
El «viejo admirador» resultó ser Eric. Con él estaban otros tres compañeros americanos.
—¿Qué está pasando? —preguntamos al unísono Hippolyte y yo—. ¿Habéis descubierto una mina de oro?
—No exactamente —contestó Ene—, mi abuela, que murió hace unos meses, me dejó una herencia de setecientos francos y los he recibido hoy. Vamos a acabar con ellos esta misma noche.
—¿No quieres volver a Estados Unidos? —pregunté.
—Por supuesto.
—Entonces dame la mitad de la herencia para tu billete de vuelta —sugerí—. En cuanto al resto, estoy deseando ayudarte a gastarlos.
Riendo me entregó trescientos cincuenta francos para que se los guardara.
Cenamos, bebimos vino y lo pasamos bien. Todo el mundo estaba alegre y todavía en pie cuando a las dos de la mañana recalamos en el Rat Mort, un famoso cabaret de Montmartre, donde Eric pidió champán. Enfrente de nosotros estaba sentada una atractiva francesa y Eric preguntó si podía invitarla a nuestra mesa. «Por supuesto —dije—, siendo la única mujer en compañía de cinco hombres puedo permitirme ser generosa». La chica se unió a nosotros, bebió y bailó con los chicos. Nuestro vikingo, notablemente ágil a pesar de sus cien kilos, bailó como una ninfa. Después de un vals excitante los chicos alzaron sus vasos para brindar por E.G. y yo bebí el mío de un trago. De repente lo vi todo negro.
Desperté en mi habitación con un terrible dolor de cabeza y completamente mareada. La chica francesa del cabaret estaba sentada cerca de la cama.
—¿Qué ha sucedido? — pregunté.
—Rien du tout, chéríe; te pusiste un poco enferma anoche —contestó.
Le pedí que llamara a mis amigos, y al poco entraron Hippolyte y Eric.
—Me siento como si me hubieran envenenado.
—No tanto —contestó Eric—, pero uno de los chicos echó un vaso de coñac en tu champán.
—¿Y luego?
—Luego tuvimos que llevarte abajo. Llamamos un taxi, pero no pudimos hacerte entrar. Te sentaste en la acera y empezaste a gritar que eras Emma Goldman, la anarquista, y que no serías forzada. Entre los cinco tuvimos que meterte en el taxi.
Estaba pasmada; no podía recordar lo más mínimo.
—Ninguno de nosotros estaba demasiado sereno —prosiguió Eric—. Pero enseguida nos espabilamos cuando vimos en qué condición estabas.
—Y la chica, ¿cómo es que está aquí? —pregunté.
—Simplemente no nos dejaba que te lleváramos sin que ella te acompañara. Debió de pensar que éramos bandidos que intentaban robarte. Insistió en venir con nosotros.
—Pero la pobre ha perdido las ganancias de la noche —protesté.
Hippolyte puso veinte francos en un sobre y la mandó a casa en un taxi. Por la tarde volvió.
—¿Por qué me insultas? —gritó, casi llorando—. ¿Crees que una chica que se gana la vida en la calle no tiene sentimientos, que tomaría dinero por ayudar a una amiga con problemas? No, desde luego, cuidar a los enfermos no es mi trabajo y no permitiré que se me pague por ello.
Le tendí la mano y la atraje hacia mí. Estaba conmovida casi hasta las lágrimas por la belleza de esta niña-mujer y por su alma buena y tierna.
El ambiente inspirador de nuestro movimiento en París y mis otras deliciosas experiencias en la ciudad me hacían desear prolongar mi estancia. Pero era hora de marcharse. El dinero casi se nos había acabado completamente. Además, ya habían ido detectives al hotel buscando información acerca de Mme. Brady. Era un misterio que la policía no me hubiera expulsado todavía del país. Victor Dave sugirió que era a causa de la Exposición; las autoridades querían evitar publicidad desagradable sobre los extranjeros. Una mañana temprano, oscura y con llovizna. Eric, Hippolyte y yo nos dirigimos a la estación de ferrocarril. Fuimos seguidos por varios hombres del servicio secreto en un taxi y por otro en bicicleta. Nos dijeron adiós con la mano cuando el tren se puso en marcha, pero encontramos a uno de ellos en el compartimento de al lado. Nos siguió hasta Boulogne y solo se marchó cuando nos vio subir al barco.
Solo gracias al regalo que me envió mi querida amiga Anna Stirling pudimos pagar la cuenta del hotel y los billetes del barco y todavía nos quedaron quince dólares. Sería suficiente para las propinas y otros gastos durante el viaje. Sabía que me podrían prestar dinero cuando llegara a Nueva York y Eric dijo que escribiría a Chicago para que le enviaran fondos si fuera necesario.
Cuando llevábamos unas horas de viaje, Hippolyte se mareó, y cada vez se puso peor con el aumento del movimiento del vapor. El tercer día estaba tan enfermo que el doctor le recetó champán helado. Estaba tan amarillo y delgado que temía que no durara hasta el final del trayecto. Mientras tanto, Eric había desarrollado un apetito voraz. Tres veces al día comenzaba por la parte superior del menú y terminaba por la inferior, «¡No hagas trabajar tanto al camarero! —le rogaba yo—, no tenemos suficiente dinero para propinas». Pero él siguió alimentándose. Era un marinero nato, amaba el mar y cada día estaba más alegre y más hambriento. Al final de la travesía solo me quedaban dos dólares y quince centavos, los dividí entre los camareros que nos habían atendido a Hippolyte y a mí. Nuestro vikingo tuvo que afrontar las consecuencias. Nuestro valiente, que había vivido durante meses en constante peligro de que el túnel se derrumbara, ahora se acobardaba ante los empleados del barco. De hecho se estuvo escondiendo. El camarero del comedor fue inexorable y persiguió a Eric, pero cuando este último estuvo ante él avergonzado como un escolar, con el forro de los bolsillos fuera, el cruel camarero se apiadó y le dejó marchar.
Mi querido «hermanito», alto y guapo, fue al muelle a recibirme. Se sorprendió bastante al verme regresar con dos guardaespaldas. Fuimos inmediatamente a empeñar mi reloj en forma de almeja, por el que recibí diez dólares, lo suficiente para pagar el alquiler de una semana de una habitación en la calle Clinton y ofrecer un festín a la compañía.
Capítulo XXIII
Tan pronto estuve instalada en mi nueva habitación fui a ver a Justus Schwab. Le encontré en cama, una mera sombra de lo que fue. Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi a nuestro gigante tan consumido. Sabía que la señora Schwab trabajaba muy duro ocupándose del salón y le rogué que me permitiera cuidar a Justus. Me lo prometió, aunque estaba segura de que él no querría que le atendiera nadie más que ella. Todos éramos conscientes de la cariñosa relación que existía entre Justus y su familia. Su mujer había estado junto a él toda la vida. Ella había sido siempre la viva imagen de la salud, pero la enfermedad de Justus, las preocupaciones y el exceso de trabajo la estaban afectando visiblemente; había perdido su frescura y estaba pálida.
Mientras hablaba con la señora Schwab entró Ed. Al verme se turbó; yo también estaba confundida. Recobró el control enseguida y se nos acercó. La señora Schwab se excusó diciendo que tenía que cuidar de su paciente y nos dejó solos. Fue un momento doloroso, y durante un momento ninguno de los dos supimos cómo afrontarlo.
No había estado en contacto con Ed durante mi estancia en el extranjero, pero sabía de su vida por nuestros amigos comunes, quienes me habían escrito sobre el nacimiento de su hija. Le pregunté qué se sentía al ser padre. De repente se animó, se deshizo en alabanzas sobre su hijita y me habló largamente de sus encantos y notable inteligencia. Me divertía ver cómo él, que siempre había odiado a los niños, se entusiasmaba de esa forma. Recordé que siempre se negó a vivir en una casa donde hubiera niños. «Veo que no me crees», dijo entonces. «Te sorprende que esté tan entusiasmado. Bien, no es porque yo sea el padre, sino porque mí pequeña es realmente una niña excepcional». Era increíble oír eso de boca del hombre que solía decir que «la mayoría de los seres humanos son estúpidos, pero los padres son a la vez ciegos: imaginan que sus hijos son unos prodigios y esperan que todo el mundo sea de la misma opinión».
Le aseguré que no dudaba de sus palabras, pero que para estar segura necesitaba ver por mí misma a la niña prodigio.
—¿De verdad quieres verla? ¿De verdad quieres que te la traiga? —gritó.
—Pues claro, sabes que siempre me han gustado mucho los niños, ¿por qué no me iba a gustar tu hija?
Se quedó callado un momento. Luego dijo:
—Nuestro amor no fue un gran éxito, ¿no te parece?
—¿Lo es alguna vez el amor? —respondí—. El nuestro duró siete años y la mayoría de la gente pensaría que es mucho tiempo.
—Te has vuelto sabia durante este último año, querida Emma. —No, solo más vieja, querido Ed.
Nos despedimos con la promesa de vernos pronto de nuevo.
En la vetcherinka del Año Nuevo ruso estaba Ed en compañía de una mujer, su esposa, estaba segura. Era grande y hablaba muy alto. Ed siempre había aborrecido ese rasgo en las mujeres; ¿cómo lo soportaba ahora? Los amigos me asediaron y los compañeros del East Side se acercaron a preguntarme sobre el movimiento en Inglaterra y Francia. No volví a ver a Ed esa noche.
Lo más urgente a mi llegada a América era encontrar un trabajo. Dejé mi tarjeta de visita en casa de varios amigos médicos, pero pasaron semanas y no recibí ni un solo aviso. Hippolyte intentó conseguir hacer algo en el semanario anarquista checo. Había mucho trabajo allí, pero no se pagaba; era considerado inmoral aceptar dinero por escribir para un periódico anarquista. Todas las publicaciones en lengua extranjera, a excepción del Freiheit y el Freie Arbeiter Stimme, se sacaban por el trabajo voluntario de hombres que se ganaban la vida en otros oficios, y dedicaban sus noches y los domingos a las necesidades del movimiento gratuitamente. A Hippolyte, que no tenía oficio, le resultaba más difícil en Nueva York que en Londres. Las casas de huéspedes de América no empleaban a hombres.
Por fin, el día de Nochebuena, el doctor Hoffmann me mandó llamar. «La paciente es una adicta a la morfina», me informó. «Un caso muy difícil y agotador. Hubo que darle una semana libre a la enfermera de noche; no podía soportar la tensión. La sustituirás durante una semana». Las perspectivas no eran muy seductoras, pero necesitaba trabajar.
Era casi medianoche cuando llegué con el doctor a casa de la paciente. En una gran habitación del segundo piso yacía una mujer medio desnuda en la cama, aturdida. Su rostro, enmarcado en una gran melena negra, estaba blanco y respiraba con dificultad. Echando un vistazo alrededor me llamó la atención un retrato de un hombre fuerte que me miraba con sus pequeños y duros ojos. Se parecía a alguien que había visto con anterioridad, pero no podía recordar dónde ni en qué circunstancias. El doctor Hoffmann empezó a darme instrucciones. El nombre de la paciente era señora Spenser, dijo. La había estado tratando durante algún tiempo, intentando curarla del hábito. Había estado haciendo buenos progresos, pero recientemente había sufrido una recaída y había vuelto a tomar morfina. No se podía hacer nada por ella hasta que no saliera de su estupor. Debía controlar el pulso y mantenerla abrigada. La señora Spenser apenas se movió durante toda la noche. Intenté pasar el tiempo leyendo, pero no pude concentrarme. El cuadro del hombre me obsesionaba. Cuando la enfermera de día llegó, la paciente estaba todavía dormida, aunque respiraba con mayor normalidad.
Pronto la semana estaba a punto de acabarse. Durante todo ese tiempo la señora Spenser no había mostrado ningún interés en lo que la rodeaba. Abría los ojos, miraba fijamente al vacío y volvía a dormirse. Cuando entré a trabajar la sexta noche la encontré completamente consciente. Tenía el pelo descuidado y le pregunté si le gustaría que la peinara y que le hiciera una trenza. Consintió con alegría. Mientras lo hacía me preguntó cómo me llamaba. «Goldman», dije. «¿Eres pariente de Emma Goldman, la anarquista?» «Muy cercana, yo soy la persona en cuestión». Para sorpresa mía pareció muy satisfecha de que una «persona tan famosa» fuera su enfermera. Me pidió que me ocupara totalmente de su caso, y dijo que yo le gustaba más que las otras enfermeras. Era halagador para mi vanidad profesional, pero no me parecía correcto que las otras enfermeras fueran despedidas por mi causa. Además, la tensión de un turno de veinticuatro horas seguidas me impediría darle los cuidados que necesitaba. Me rogó que me quedara, prometiéndome que tendría libre las Lardes y podría descansar un poco durante la noche.
Unos días más tarde la señora Spenser me preguntó si conocía al original del retrato. Le dije que me resultaba familiar, pero que no podía ubicarle. No volvió a hablar del tema.
La casa, los muebles, la gran biblioteca de buenos libros, todo hablaba de la inteligencia y buen gusto de su propietaria. Había algo curioso y misterioso en el ambiente del piso, realzado por las visitas diarias de una mujer de aspecto rudo y vestida de forma llamativa. Cada vez que llegaba, mi paciente me mandaba hacer algún recado. Yo agradecía la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y me preguntaba al mismo tiempo quién podría ser esa persona con la que la señora Spenser debía estar siempre a solas. Al principio pensé que la extraña visita podía estar proveyéndola de drogas, pero como no tenía consecuencias nefastas para mi paciente decidí que el asunto no era de mi incumbencia.
A finales de la tercera semana, la señora Spenser estuvo en condiciones de bajar a la sala. Mientras ponía en orden la habitación de la enferma encontré unos extraños trozos de papel en los que estaba escrito: «Jeannette, 20 veces; Marion, 16; Henriette, 12». Había como unos cuarenta nombres de mujeres, todo seguidos de un número. ¡Qué anotaciones más extrañas!, pensé. Cuando bajé a reunirme con la paciente en la sala de estar, me detuvo una voz que reconocí como perteneciente a la visita de la señora Spenser. «Maclntyre estuvo en la casa otra vez anoche —le oí decir—, pero ninguna de las chicas quiso irse con él. Jeannette dijo que prefería a veinte antes que a esa criatura repugnante». La señora Spenser debió de haber oído mis pasos, pues la conversación se interrumpió repentinamente y le oí decir a través de la puerta, «¿Es usted, señorita Goldman? Por favor, entre». Al entrar, la bandeja del té que llevaba se estrelló contra el suelo y me quedé mirando fijamente a un hombre que estaba sentado en el sofá al lado de mi paciente. Era el original del retrato e inmediatamente le reconocí como el sargento detective que había contribuido a mandarme a la cárcel en 1893.
Los trozos de papel, el informe que acababa de escuchar... lo comprendí todo en un segundo. Spenser era la dueña de una «casa» y el detective su amante. Subí corriendo al segundo piso, solo tenía una idea en la cabeza, marcharme de la casa. Cuando me precipitaba escaleras abajo con mi maleta, vi a la señora Spenser al final de la escalera, casi no se tenía en pie, se agarraba nerviosamente a la barandilla. Me di cuenta de que no podía dejarla en ese estado: era responsable de ella ante el doctor Hoffmann, y debía esperarle. Llevé a la señora Spenser a su habitación y la metí en la cama.
Rompió en sollozos histéricos, me suplicó que no me marchara y me aseguró que no volvería a ver nunca al hombre; incluso quitaría el retrato. Admitió ser la dueña de una casa. «Me horrorizaba que lo descubriera —dijo—, pero pensé que Emma Goldman, la anarquista, no me condenaría por ser una pieza de una máquina que no había creado yo misma». Argüía que ella no había inventado la prostitución; y puesto que existía, no importaba quién estaba «a cargo». Si no era ella, sería otro. No creía que tener a chicas era peor que mal-pagarlas en una fábrica: al menos, siempre había sido amable con ellas. Podía preguntárselo yo misma, si lo deseaba. Hablaba incesantemente y lloró hasta quedar exhausta. Me quedé.
Las «razones» de la señora Spenser no me influyeron. Sabía que todos ofrecían la misma excusa para las acciones viles, el policía y el juez, el soldado raso y el más alto señor de la guerra; todos los que vivían del trabajo y la degradación de otros. Sin embargo, creía que como enfermera no debía importarme la ocupación u oficio particulares de mis pacientes. Debía atender sus necesidades físicas. Además, no solo era una enfermera, era también una anarquista que conocía los factores sociales que estaban tras las acciones humanas. Como tal, incluso más que como enfermera, no podía negarle mis servicios.
En los cuatro meses que pasé con la señora Spenser gané una considerable experiencia en psicología. Era una persona poco común, inteligente, observadora y comprensiva. Conocía la vida y a los hombres, toda clase de hombres, de todos los estratos sociales. La casa que regentaba era de «alto nivel»; entre sus clientes estaban algunos de los más fuertes pilares de la sociedad; doctores, abogados, jueces y predicadores. El hombre del que las chicas «huían como de la peste» no era otro, descubrí, que un ilustre abogado neoyorquino de los noventa, el mismo que había asegurado al jurado que Emma Goldman, si era puesta en libertad, pondría en peligro las vidas de los niños de los ricos y cubriría de sangre las calles de Nueva York.
Desde luego, la señora Spenser conocía a los hombres y, al conocerlos, no sentía por ellos más que desprecio y odio. Continuamente decía que ninguna de sus chicas era tan depravada como los hombres que las compraban, ni estaban tan desprovistas de humanidad. Siempre se ponía de parte de las chicas cuando algún «huésped» se quejaba. Que poseía sentimientos profundos por los desdichados lo demostraba a menudo, y no solo en su trato con las chicas, a muchas de la cuales conocía y había hablado con ellas; era amable con todos los mendigos que se encontraba en la calle. Amaba a los niños apasionadamente. Cuando se encontraba con algún golfillo, no importaba lo desastrado o sucio que estuviera, le acariciaba y le daba dinero. Repetidas veces la oí lamentarse: «¡Si por lo menos tuviera un hijo! ¡Un hijo mío!».
Su historia era una verdadera novela. Cuando tenía dieciséis años, era muy bella, se enamoró de un apuesto oficial del ejército de Rutenia, su país de origen. Con promesas de matrimonio la convirtió en su amante. Cuando quedó embarazada la llevó a Viena, donde una operación casi la mata. Después de que se recuperara, el hombre la llevó a Cracovia, donde la dejó en una casa de prostitución. No tenía dinero, no conocía a nadie en la ciudad y se encontró con que era una esclava en aquella casa. Más tarde, uno de los clientes compró su libertad y se la llevó a un largo viaje. Durante cinco años viajó por Europa con su dueño, y de nuevo estaba desamparada, sin amigos, la calle era su único refugio. Pasaron varios años. Se había vuelto más juiciosa; había ahorrado algún dinero y decidió marcharse a América. Allí conoció a un rico político. Cuando la abandonó tenía suficiente dinero para abrir una casa.
El rasgo más notable de la señora Spenser era que la vida que había vivido no la había afectado. No poseía ni una pizca de grosería y seguía siendo conmovedoramente sensible, una amante de la música y de la buena literatura.
El tratamiento del doctor Hoffmann la deshabituó gradualmente del uso de drogas, pero la dejó débil físicamente y sufría mareos. No podía salir sola y me convertí en su acompañante además de ser su enfermera. Leía para ella, la acompañaba a conciertos, a la ópera y al teatro, ocasionalmente incluso a conferencias en las que estaba interesada.
Mientras cuidaba de la señora Spenser empecé a trabajar en los preparativos para la proyectada visita de Pedro Kropotkin. Nos había notificado que iba a venir a América a dar una serie de conferencias en el Lowell Institute sobre «Los ideales en la literatura rusa», y que podría también hablar sobre anarquismo si lo deseábamos. Esta perspectiva nos entusiasmó. Me había perdido las conferencias de nuestro querido compañero en su anterior visita. En Inglaterra no tuve la oportunidad de escucharle. Todos creíamos que las conferencias de Pedro y su agradable personalidad serían de un valor inestimable para el movimiento en los Estado Unidos. Cuando la señora Spenser se enteró de mis actividades se ofreció inmediatamente a relevarme de mi trabajo de la tarde, para que tuviera más tiempo libre que dedicar a esa tarea.
De todas partes de la ciudad llegó gente al Gran Central Palace para oír a Pedro Kropotkin la tarde del primer domingo de mayo. Por una vez incluso los periódicos fueron decentes: no pudieron negar el encanto del hombre, el poder de su intelecto, la sencillez y la lógica de sus argumentaciones y de su exposición. En la audiencia también estaba la señora Spenser, completamente entusiasmada.
Estábamos preparando una velada social para Kropotkin, algo no oficial que le permitiera conocer a los compañeros y a otros simpatizantes de sus ideas. La señora Spenser quiso saber si sería admitida. «¿Qué pasará si tus amigos descubren quién soy?», preguntó con ansiedad. Le aseguré que mis amigos no eran precisamente partidarios de Anthony Comstock y que nadie, de palabra o de obra, la haría sentir fuera de lugar. Me miró maravillada con sus ojos luminosos.
La noche anterior a la reunión social varios de los compañeros más íntimos cenamos con nuestro amado maestro. Conté la historia de la señora Spenser. Pedro se interesó mucho; pensaba que debía de ser un verdadero documento humano. Desde luego, conocería a mi paciente y le dedicaría sus Memorias, que era lo que ella deseaba. Antes de marcharme, Pedro me abrazó. «Estás dando un ejemplo convincente de la belleza y humanidad de nuestros ideales», señaló. Sabía que él, tan compasivo, comprendía por qué había continuado cuidando a esa paria social.
Por fin mi paciente se encontró lo bastante bien como para prescindir de mí. Estaba ansiosa por irme de gira. Compañeros de diferentes ciudades me habían instado a que fuera a dar unas conferencias. Había también otras razones. Una de ellas era Pittsburgh. No tenía esperanzas de ver a Sasha; le habían negado totalmente las visitas desde mi terrible encuentro con el inspector Reed. Desde el fracaso del túnel el torturado muchacho había estado incomunicado y le habían retirado todos sus privilegios. Las pocas notas clandestinas que podía enviar no daban ninguna indicación de lo que estaba sufriendo. Estas solo incrementaban mi sentimiento de desesperación sobre su situación. Yo seguía escribiéndole, pero era como mandar cartas al vacío. No tenía forma de saber si le llegaban. Las autoridades de la prisión no me permitirían volver a ver a Sasha, pero no podían prohibirme ir a Pittsburgh, donde podría sentirme más cerca de él.
Hippolyte se había ido a Chicago a trabajar en el Arbeiter Zeitung. Esta oferta de empleo llegó en un periodo en que la vida le resultaba insoportable y él a su vez se añadía a mi tristeza. Pensar que ahora tendría la tranquilizadora compañía de Max, así como un trabajo para el que estaba preparado, me proporcionaba un gran consuelo. Tenía intención de encontrarme con él en Chicago.
Ed venía a visitarme con frecuencia o me invitaba a cenar. Era encantador y no quedaba rastro de la tormenta que nos había zarandeado durante siete años. Había dado paso a una tranquila amistad. No me trajo a su hijita y sospeché que la madre debía oponerse a que conociera a la niña. Si le molestaba también nuestra amistad, no tenía manera de saberlo. Ed nunca la mencionaba. Cuando se enteró de que estaba a punto de empezar una gira de conferencias, me pidió otra vez hacer de representante de su empresa.
Antes de partir para el Oeste cumplí un compromiso que tenía en Paterson, New Jersey, donde el grupo italiano local había organizado un mitin. Nuestros compañeros italianos eran siempre muy hospitalarios y en esta ocasión organizaron una reunión informal para después de la conferencia. Me alegró tener la oportunidad de conocer algo más sobre Bresci y su vida. Lo que supe por sus más íntimos amigos me convenció una vez más de lo difícil que es hacerse una idea cierta del corazón humano y qué fácil es juzgar a los hombres por indicaciones superficiales.
Gaetano Bresci era uno de los fundadores de La Questione Sociale, el periódico anarquista italiano publicado en Paterson. Era un tejedor muy hábil, era considerado por sus jefes como un hombre serio y trabajador, pero su salario era de solo quince dólares a la semana. Tenía esposa y un hijo que mantener; no obstante, se las arreglaba para donar contribuciones semanales al periódico. Incluso había ahorrado ciento cincuenta dólares que prestó al grupo en un periodo crítico de La Questione Sociale. Sus tardes libres y los domingos solía pasarlos ayudando en la redacción y en la propaganda. Era amado y respetado por su devoción por todos los miembros del grupo.
Luego, un día, inesperadamente, Bresci pidió que se le devolviera el préstamo hecho al periódico. Le informaron de que era imposible; el periódico no tenía fondos, en realidad, estaba en déficit. Pero Bresci insistió e incluso se negó a dar ninguna explicación para sus exigencias. Finalmente el grupo consiguió el dinero para pagarle la deuda a Bresci. Pero los compañeros italianos estaban muy molestos por el comportamiento de Bresci, le tacharon de avaro y de amar más el dinero que su ideal. La mayoría de sus amigos incluso le condenaron al ostracismo.
Unas semanas más farde llegó la noticia de que Gaetano Bresci había matado al rey Humberto. Su acción hizo comprender al grupo de Paterson lo cruelmente injustos que habían sido con él. ¡Había insistido en que se le devolviera el dinero para poder pagar el billete a Italia! Sin duda la certeza de la injusticia hecha a Bresci pesaba más sobre las conciencias de los compañeros italianos que el rencor que aquel sentía hacia ellos. Para compensar, en cierto sentido, el grupo de Paterson se comprometió a ayudar a la hija de su compañero martirizado, una niñita preciosa. Su viuda, por otra parte, no daba señales ni de comprender el espíritu del padre de su hija ni de estar de acuerdo con su gran sacrificio.
El tema de mi conferencia en Cleveland, a principios de mayo de ese año, fue sobre Anarquismo, y la di ante el Franklin Liberal Club, una organización radical. Durante el descanso, antes de que comenzara el debate, vi a un hombre que miraba los títulos de los panfletos y libros que estaban a la venta cerca de la plataforma. Al poco se me acercó y me preguntó: «¿Podría sugerirme algo para leer?» Estaba trabajando en Akron, explicó, y tendría que marcharse antes de que la reunión terminara. Era muy joven, casi un niño, de mediana estatura, robusto y se mantenía muy erecto. Pero fue su rostro lo que me llamó la atención, un rostro muy sensible, de piel rosada y delicada; la belleza de su cara era realzada por su pelo rubio ensortijado. Sus grandes ojos azules mostraban fuerza. Le hice una selección de libros y le dije que esperaba que encontrase en ellos lo que estaba buscando. Volví a la tribuna para abrir el debate y no volví a ver al joven esa noche, pero su cara permaneció en mi memoria.
Los Isaak habían mudado Free Society a Chicago, donde vivían en una casa grande, que era el centro de las actividades anarquistas en aquella ciudad. A mi llegada fui a su casa y de inmediato me puse a trabajar intensamente durante once semanas. El calor del verano se volvió tan sofocante que el resto de la serie de conferencias tuvo que ser pospuesto hasta septiembre. Estaba absolutamente agotada y necesitaba urgentemente un descanso. Mi hermana Helena me había pedido repetidamente que fuera a su casa un mes, pero no había podido disponer de ese tiempo. Ahora tenía la oportunidad. Pasaría unas semanas con Helena, con los hijos de mis dos hermanas y con Yegor, que estaba pasando las vacaciones en Rochester. Estaban con él dos compañeros de la universidad, me contó en una carta; para completar el grupo de jóvenes invité a Mary, la hija de los Isaak, que tenía catorce años, a que se viniera conmigo de vacaciones. Había ganado algo de dinero con los pedidos para la empresa de Ed y podía permitirme hacer de Doña Abundancia con la gente joven y rejuvenecerme junto a ellos.
El día de nuestra marcha los Isaak dieron una comida de despedida en mi honor. Después, mientras estaba ocupada empaquetando mis cosas, alguien llamó a la puerta. Mary Isaak entró a decirme que un joven, que decía llamarse Nieman, pedía urgentemente verme. No conocía a nadie por ese nombre y tenía prisa, estaba a punto de marcharme a la estación. Bastante impaciente le pedí a Mary que informara al visitante de que en este momento no tenía tiempo, pero que podía hablar conmigo de camino a la estación. Cuando salí de la casa vi al joven, era el guapo chico de cabellos dorados que me había pedido que le recomendara lectura en la conferencia de Cleveland.
Agarrados a las correas del fren aéreo, Nieman me contó que había pertenecido al grupo socialista de Cleveland, que sus miembros le habían parecido ignorantes, carentes de visión y entusiasmo. No podía soportarlos, se había marchado de Cleveland y estaba ahora trabajando en Chicago y ansiaba entrar en contacto con los anarquistas.
En la estación encontré a mis amigos esperándome, entre ellos a Max. Quería estar unos minutos con él y le pedí a Hippolyte que cuidara de Nieman y se lo presentara a los compañeros.
Los jóvenes de Rochester me tomaron cariño. Los hijos de mis dos hermanas, mi hermano Yegor y sus amigos y la joven Mary, todos juntos llenaron los días de la hermosura que solo las almas jóvenes y ardientes pueden dar. Fue una experiencia nueva y estimulante, a la que me abandoné por completo. El tejado de la casa de Helena se convirtió en nuestro jardín y en el lugar de encuentro donde mis jóvenes amigos me confiaban sus sueños y aspiraciones.
Los picnics con los chicos eran especialmente deliciosos. Harry, el mayor de Lena, era republicano a los diez años, y un orador fascinante. Era divertido oirle defender a McKinley, su héroe, y discutir con su Tante Emma. Compartía la admiración de la familia por mí, pero lamentaba que no perteneciera a su grupo. Saxe, el hermano de Harry, era completamente diferente. En carácter se parecía a Helena mucho más que a su propia madre, tenía bastante de la timidez y apocamiento de aquella y daba la misma impresión de tristeza. También compartía la misma capacidad ilimitada para amar de Helena. Su ideal era David, el hijo más pequeño de Helena, cuyas palabras eran sagradas para Saxe. Esto no era de sorprender, pues David era un chico magnífico. De apariencia física agradable, su poco común talento para la música y su amor por la diversión le ganaban el corazón de todos. Quería a todos estos niños, pero después de Stella, al que más amaba era a Saxe, quizás porque me daba cuenta de que carecía de la rudeza necesaria para enfrentarse a la vida.
Mis vacaciones en Rochester se vieron un tanto oscurecidas por la aparición de una nota en el Free Society conteniendo una advertencia contra Nieman. Estaba escrita por A. Isaak, redactor del periódico, y afirmaba que se habían recibido noticias de Cleveland de que el hombre había estado haciendo preguntas que levantaron sospechas y que estaba intentando introducirse en círculos anarquistas. Los compañeros de Cleveland llegaron a la conclusión de que debía ser un espía.
Me enfadé mucho. ¡Hacer tal acusación, y basándose en pruebas tan inconsistentes! Escribí a Isaak inmediatamente, exigiendo pruebas más convincentes. Contestó que, si bien no tenía más pruebas, todavía creía que Nieman no era de fiar porque hablaba constantemente sobre actos de violencia. Volví a expresarle mi protesta. El siguiente número de Free Society contenía una retractación.
Estaba interesada en la Exposición Pan-Americana que se estaba celebrando en Buffalo y desde hacía tiempo quería ver las cataratas del Niágara. Pero no podía dejar atrás a mis pequeños y no tenía suficiente dinero para llevarlos conmigo. El doctor Kaplan, un amigo de Buffalo, que sabía que estaba de vacaciones con mi familia, resolvió el problema. Con anterioridad me había invitado a que le visitara y a que llevara conmigo a mis amigos. Cuando le escribí contándole que mis medios no permitían tal lujo, puso una conferencia y se ofreció a contribuir con cuarenta dólares para gastos y ser nuestro anfitrión durante una semana. Con alegría y expectación por la aventura, llevé conmigo a Buffalo a los mayores. Nos agasajaron con toda una serie de celebraciones, «hicimos» las cataratas, vimos la Exposición y disfrutamos de la música y de las fiestas, así como de reuniones con compañeros, en las cuales las generaciones más jóvenes participaron en términos de igualdad.
A mi regreso a Rochester encontré dos cartas de Sasha. La primera, clandestina, estaba fechada el 10 de julio, evidentemente se había retrasado. Su contenido me hizo caer en la desesperación. Decía:
«Desde el hospital. Recién liberado de la camisa de fuerza, después de ocho días.
Durante más de un año he estado en el más estricto aislamiento; durante mucho tiempo se me negó el correo y la lectura... He atravesado una grave crisis. Dos de mis mejores amigos murieron de una forma terrible. Me afectó especialmente la muerte de Russel. Era muy joven y mi más querido y devoto amigo, y murió de una forma horrible. El doctor le acusó de ser un simulador, pero ahora dice que era meningitis espinal. No puedo decirte la terrible verdad —no fue otra cosa que asesinato—, y mi pobre amigo pudriéndose centímetro a centímetro. Cuando murió descubrieron que tenía la espalda cubierta de llagas. ¡Si pudieras leer las lastimeras cartas que escribía, rogando verme y pidiendo que le cuidara! Pero el alcaide no lo permitía. De alguna manera, parecía que me comunicaba su agonía y empecé a experimentar los dolores y los síntomas que Russell describía en sus notas. Sabía que era mi fantasía enfermiza; luchaba contra ella, pero pronto mis piernas empezaron a mostrar signos de parálisis y a padecer un dolor intenso en la columna vertebral, como Russell. Temía que me dieran muerte como a mi pobre amigo... Estuve a punto de suicidarme. Exigí que me sacaran de la celda y el alcaide ordenó que se me castigara. Me pusieron la camisa de fuerza. Me vendaron el cuerpo con lona, me amarraron los brazos con correas a la cama y me encadenaron los pies a los postes. Me tuvieron así durante ocho días, sin poder moverme, pudriéndome en mis propios excrementos. Prisioneros puestos en libertad hicieron que el nuevo inspector se ocupara de mi caso. Se negó a creer que se hicieran tales cosas en la prisión. Corrió la noticia de que estaba ciego y loco. Más larde el inspector visitó el hospital e hizo que me liberaran de la camisa de fuerza.
Me encuentro bastante mal, pero ahora estoy en la galería general y me alegra tener la oportunidad de enviarte esta nota».
¡Malvados! Hubiera sido una buena forma de enviar a Sasha al manicomio o hacer que se suicidara. Me ponía enferma pensar que yo había estado viviendo en un mundo de sueños, fantasías juveniles y alegría mientras Sasha estaba sufriendo torturas demoníacas. Mi corazón gritaba: «No es justo que solo él siga pagando el precio, ¡no es justo!» Mis jóvenes amigos me rodearon llenos de compasión. Los grandes ojos de Stella estaban llenos de lágrimas. Yegor me entregó la otra carta diciendo: «Esta es de fecha posterior. Puede que traiga mejores noticias». Me daba miedo abrirla. Apenas había terminado de leer el primer párrafo cuando grité llena de júbilo: «¡Niños, Stella. Yegor! ¡Le han conmutado la pena a Sasha! ¡Solo cinco años más y quedará libre! ¡Imaginad, solo cinco años más!» Seguí leyendo sin aliento. «¡Puedo visitarle de nuevo!», exclamé. «El nuevo alcaide le ha restituido sus beneficios, ¡puede ver a sus amigos!» Recorría la habitación riendo y llorando.
Helena subió corriendo, seguida de Jacob. «¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?» Yo solo podía gritar: «¡Sasha! ¡Mi Sasha!» Con suavidad, mí hermana me llevó al sofá, cogió la carta de mis manos y leyó en alto con voz temblorosa:
«Dirigir al Apartado A7
Allegheny City, Pa.
25 de Julio de 1901Querida amiga:
Me resulta imposible expresar lo feliz que me siento al permitírseme que te escriba otra vez. El nuevo inspector me ha restituido mis derechos, es un hombre muy amable. Me ha liberado de la celda y ahora estoy de nuevo en la galería. Me ha rogado que le desmienta a mis amigos los informes que han aparecido recientemente en la prensa sobre mi estado de salud. Últimamente no me he encontrado bien, pero ahora tengo esperanzas de mejorar. Tengo los ojos muy mal. El inspector me ha dado permiso para que vaya a un especialista. Por favor arréglalo a través de los compañeros de aquí.
Hay otra noticia muy buena, querida amiga. Se ha aprobado una nueva ley de conmutación, la cual reduce mi condena dos años y medio. Por supuesto, todavía me queda mucho; casi cuatro años aquí y otro en el correccional. No obstante, es una gran ventaja, y si no me incomunican de nuevo, puede que, casi me da miedo expresarlo, puede que sobreviva. Me siento como si hubiera resucitado.
La nueva ley beneficia, en proporción, mucho más a los que cumplen condenas cortas. Solo los pobres condenados a cadena perpetua no se benefician de ella. Durante un tiempo estuvimos muy angustiados, pues había rumores de que la ley sería declarada anticonstitucional. Afortunadamente, los intentos de anularla resultaron inútiles. Imagínate a los hombres que ven algo inconstitucional en permitir que los presos tengan un mayor periodo de conmutación que el establecido por el estatuto de hace cuarenta años, ¡Como si un poco de amabilidad con los desafortunados —en realidad justicia— fuera incompatible con el espíritu de Jefferson! Estuvimos muy preocupados sobre el destino de este estatuto, pero, por fin, el primer grupo ya ha sido liberado, lo que ha causado una gran alegría.
Hay una historia peculiar sobre esta nueva ley que puede interesarte, la cual hace que se vea bajo una diferente luz. Fue especialmente diseñada para beneficio de un alto funcionario federal que fue recientemente comido de ayudar a dos ricos industriales del tabaco de Filadelfia a defraudar al gobierno unos cuantos millones usando sellos fiscales falsos. La influencia de estos hizo posible la introducción de la ley de conmutación y su rápida aprobación. La ley hubiera acortado las sentencias casi a la mitad, pero parece que ciertos periódicos se habían ofendido por haber sido mantenidos en la ignorancia sobre el «trato», y empezaron a escucharse protestas. El asunto llegó finalmente ante el Ministro de Justicia, quien decidió que los hombres en cuyo especial interés se había fabricado la ley no se beneficiarían de ella, pues una ley de un Estado no afecta a los presos de los Estados Unidos, estos últimos están sujetos al Acta de Conmutación Federal. ¡Imagina el desconcierto de los políticos! Se hizo incluso un intento de suspender la operación. Afortunadamente, fracasó, y ahora los presos «comunes» del Estado, que no eran los que tenían que beneficiarse, están siendo liberados. La legislatura ha dado involuntariamente una gran alegría a muchos desgraciados.
He sido interrumpido mientras escribía al ser llamado a atender una visita. Apenas podía creerlo: ¡el primer compañero que me han permitido ver en nueve años! Era Harry Gordon, estaba tan conmovido al ver a mi querido amigo que apenas podía hablar. Ha debido persuadir al nuevo inspector para que le concediera el pase. Este es ahora alcaide en funciones debido a una grave enfermedad del capitán Wright. Quizás me permita ver a mi hermana. ¿Podrías, por favor, ponerte en contacto con ella de inmediato? Mientras tanto, intentaré conseguir un pase. Con renovadas esperanzas, y siempre con un fresco recuerdo tuyo,
ALEX.»
«¡Por fin, por fin el milagro!», exclamó Helena entre lágrimas. Siempre había admirado a Sasha. Desde que le encarcelaron se interesó mucho por su situación y por cada noticia que nos llegaba desde su tumba. Había compartido mi pena y ahora se alegraba conmigo de las maravillosas noticias.
Me encontré una vez más entre los muros del penal Western, con el corazón palpitante me esforzaba por oír el sonido de los pasos de Sasha. Nueve años habían pasado desde ese día de noviembre de 1892 cuando por un fugaz momento me llevaron ante él, para ser de nuevo arrancada de su lado —nueve años repletos del tormento del tiempo infinito—.
«¡Sasha!», corrí hacia él con los brazos extendidos. Vi al guardia y a su lado a un hombre con un traje gris y el mismo color en su rostro. ¿Podía ser Sasha verdaderamente, tan delgado, tan pálido? Se sentó a mi lado, mudo, enredaba con la cadena de mi reloj. Esperé tensamente escuchar una palabra. Sasha no emitió ningún sonido. Solo me miraba fijamente a los ojos, penetrando en mi alma. Eran los ojos de Sasha, asustados, torturados. Me dieron ganas de llorar. Yo también estaba muda.
«¡Se acabó el tiempo!» Al oírlo casi se me heló la sangre. Con paso cansino volví al pasillo, salí del recinto y crucé la puerta de hierro hasta la calle.
El mismo día dejé Allegheny City para dirigirme a San Luis, donde me recibió Carl Nold, al que no había visto durante tres años. Era el mismo amable Carl, ansioso por saber noticias de Sasha. Ya se había enterado del inesperado cambio en su situación y estaba muy contento por ello. «¡Entonces, le has visto!», gritó. «Vamos cuéntamelo todo».
Le conté lo que pude sobre la espantosa visita. Cuando terminé dijo: «Me temo que le visitaste demasiado pronto después de un año en aislamiento. Todo un año de incomunicación forzada, no tener nunca la oportunidad de intercambiar una palabra con otro ser humano ni oír una voz amable. Te quedas paralizado y eres incapaz de expresar tu deseo de contacto humano». Comprendí el terrible silencio de Sasha.
Al día siguiente, el 6 de septiembre, recorrí cada papelería y tienda de regalos importante de San Luis para conseguir pedidos para la empresa de Ed, pero no conseguí que nadie se interesara en las muestras que llevaba. Solo en una tienda me pidieron que volviera al día siguiente para ver al jefe. Cuando estaba en una esquina de la calle esperando cansinamente un tranvía, oí a un vendedor de periódicos vocear: «¡Extra! ¡Extra! ¡El presidente MacKinley herido!» Compré el periódico, pero el tranvía estaba tan atestado que era imposible leer. A mi alrededor todo el mundo hablaba del atentado al presidente.
Carl había llegado a casa antes que yo. Ya había leído los reportajes. Un joven de nombre Leon Czolgosz había disparado al Presidente en el recinto de la Exposición de Buffalo.
—Nunca he oído ese nombre —dijo Carl—. ¿Y tú?
—No, nunca —respondí.
—Es una suerte que estés aquí y no en Buffalo. Como siempre, la prensa te relacionará con este acto.
—¡Tonterías! —dije—, la prensa americana tiene bastante imaginación, pero difícilmente podrían inventar una historia tan absurda.
A la mañana siguiente fui a la papelería a ver al dueño. Después de considerable persuasión conseguí que hiciera un pedido de mil dólares, el mayor que había conseguido nunca. Naturalmente, estaba muy contenta. Mientras esperaba a que el hombre rellenara el pedido, vi los titulares del periódico que tenía sobre la mesa: «El asesino del presidente McKinley un anarquista. Confiesa haber sido incitado por Emma Goldman. Se busca a la anarquista».
Con gran esfuerzo guardé la debida compostura, terminé el negocio y salí de la tienda. En la siguiente esquina compré varios periódicos y fui a un restaurante a leerlos. Estaban llenos con los detalles de la tragedia, informaban también de la redada hecha a la casa de los Isaak en Chicago y del arresto de los que se encontraban en ella. Las autoridades mantendrían en cautividad a los prisioneros hasta que Emma Goldman fuera encontrada, afirmaban los periódicos. Ya se habían enviado a doscientos detectives por todo el país tras la pista de Emma Goldman.
En las páginas interiores de uno de los periódicos había un retrato del asesino de McKinley. «¡Pero si es Nieman!»
Cuando terminé de leer los periódicos tenía claro que debía ir inmediatamente a Chicago. La familia Isaak, Hippolyte, nuestro viejo compañero Jay Fox, una persona muy activa en el movimiento obrero y varios otros estaban siendo retenidos sin posibilidad de libertad bajo fianza hasta que yo fuera hallada. Evidentemente, mi deber era entregarme. Sabía que no había ni razón ni la más mínima prueba que me relacionara con los disparos. Iría a Chicago.
Según salía a la calle choqué con «V», el «hombre rico de Nuevo Méjico» que había organizado la conferencia que di en Los Ángeles unos años antes. En el instante en que me vio se quedó blanco de miedo: «Por Dios, Emma, ¿qué está haciendo aquí?», gritó con voz entrecortada. «¿No sabe que la policía de todo el país la busca?» Mientras hablaba, recorría intranquilo la calle con la mirada. Era evidente que estaba alarmado. Tenía que asegurarme de que no revelaría mi presencia en la ciudad. Familiarmente le tomé del brazo y susurré: «Vayamos a un sitio tranquilo».
Sentados en un rincón, lejos de los otros clientes, le dije: «Una vez me habló de su amor imperecedero. Incluso me hizo una oferta de matrimonio. Solo fue hace cuatro años. ¿Queda algo de aquel afecto? Si es así, ¿me dará su palabra de honor de que no le dirá a nadie que me ha visto aquí? No quiero ser arrestada en San Luis. Tengo la intención de ofrecer ese honor a Chicago. Dígame rápidamente si puedo confiar en usted y que no dirá nada». Lo prometió solemnemente.
Cuando llegamos a la calle, se alejó con mucha prisa. Estaba segura de que mantendría su palabra, pero sabía que mi antiguo adorador no era ningún héroe.
Cuando le conté a Carl que iba a ir a Chicago me dijo que estaba trastornada. Intentó convencerme para que cambiara de idea, pero permanecí inflexible. Me dejó para reunir a unos cuantos amigos de confianza, cuya opinión sabia que yo apreciaba, esperando que ellos fueran capaces de persuadirme para que no me entregara. Discutieron conmigo durante horas, pero no consiguieron cambiar mi decisión. Les dije bromeando que sería mejor que me hicieran una buena despedida, porque, probablemente, nunca volveríamos a tener la oportunidad de pasar una alegre velada juntos. Reservaron un comedor privado en un restaurante, donde nos agasajaron con una comida digna de Lúculo y luego me acompañaron a la estación Wabash. Carl me había reservado una litera.
Por la mañana el coche estaba alterado con la tragedia de Buffalo, con Czolgosz y Emma Goldman. «¡Una bestia, un monstruo sediento de sangre!», le oí decir a alguien. «Debería haber sido encerrada hace mucho tiempo». «¡De encerrarla nada! —replicó otro—, debería ser colgada de la primera farola».
Escuchaba a esos buenos cristianos mientras descansaba en la litera. Me reía para mis adentros Imaginando cómo se quedarían si saliera y anunciara: «¡Aquí, señoras y caballeros, verdaderos seguidores del amable Jesús, aquí está Emma Goldman!» Pero no tuve valor para causarles tal conmoción y me quedé detrás de la cortina.
Media hora antes de que el tren llegara a la estación me vestí. Llevaba un pequeño sombrero marinero con un velo azul brillante, muy de moda entonces. Me quité las gafas y me bajé el velo. El andén estaba abarrotado de gente, entre los que había varios hombres que parecían detectives. Le pedí a un compañero de viaje si sería tan amable de echarles un vistazo a mis dos maletas mientras iba a buscar un mozo. Finalmente encontré uno, volví todo a lo largo del andén a por el equipaje y luego de vuelta otra vez con el mozo hasta la consigna. Guardé el recibo y abandoné la estación.
La única persona que sabía de mi llegada era Max, al que había enviado un telegrama cauteloso. Le vi antes de que él me viera a mí. Al pasar a su lado lentamente, susurré: «Ve hacia la siguiente calle. Yo haré lo mismo». No parecía que me siguieran. Después de andar un poco en zigzag con Max y de cambiar media docena de veces de tranvía llegamos al apartamento donde vivía con Millie («Puck»). Ambos expresaron una gran ansiedad por mi seguridad, Max insistió en que era una locura haber vuelto a Chicago. Dijo que la situación era una repetición de la de 1887: la prensa y la policía estaban sedientas de sangre. «Es tu sangre lo que quieren», repitió mientras ambos me imploraban que dejara el país.
Estaba decidida a quedarme en Chicago. Me daba cuenta de que no podía quedarme en su casa, ni con ningún otro compañero extranjero. Tenía, sin embargo, amigos americanos que no eran conocidos como anarquistas. Max informó al señor y la señora N., que sabía me apreciaban mucho, de mi presencia, y vinieron enseguida. Ellos también estaban preocupados por mí, pero pensaban que estaría a salvo con ellos. Sería solo por dos días, pues mi plan era entregarme a la policía lo antes posible.
El señor N., hijo de un rico predicador, vivía en un barrio de moda. «Imagina a alguien que crea que estoy dando refugio a Emma Goldman», dijo cuando llegamos a su casa. Al final de la tarde, el lunes, cuando el señor N. delolvió de la oficina me informó de que había la posibilidad de conseguir cinco mil dólares del Tribune de Chicago por una entrevista en exclusiva. «¡Estupendo! —contesté—, necesitaremos dinero para defender mi caso». Estuvimos de acuerdo en que el señor N. traería al representante del periódico a su casa al día siguiente y luego los tres iríamos juntos a la policía. Por la noche llegaron Millie y Max. Nunca había visto a mis amigos en tal estado de agitación nerviosa. Max repetía que debía marcharme, lo que hacía era ponerme la soga al cuello. «Si vas a la policía nunca saldrás viva», me advirtió. «Pasará lo que con Albert Parsons. Tienes que dejar que te pasemos a Canadá».
Millie me llevó a un lado. «Desde el viernes», dijo, «Max no ha dormido ni comido. Recorre la habitación durante la noche repitiendo: «Emma está perdida: la matarán»». Me suplicó que calmara a Max prometiéndole que escaparía a Canadá, incluso si no tenía intención de hacerlo. Consentí, y le pedí a Max que hiciese los preparativos necesarios. Lleno de júbilo me estrechó entre sus brazos. Quedamos en que Max y Millie vinieran al día siguiente con un traje con el que disfrazarme.
Pasé gran parte de la noche rompiendo cartas y papeles y destruyendo todo lo que podía implicar a mis amigos. Después de terminar me fui a dormir. Por la mañana, la señora N. fue a su oficina y el señor N. al Tribune de Chicago. Convinimos en que si alguien llamaba yo debía fingir ser la doncella.
Sobre las nueve, mientras tomaba un baño, oí un ruido como si alguien estuviera arañando el alféizar de la ventana. No le presté atención al principio. Terminé de bañarme tranquilamente y empecé a vestirme. Luego se oyó un ruido de cristales rotos. Me eché encima el kimono y fui al salón a ver qué ocurría. Había un hombre agarrándose al alféizar con una mano, mientras con la otra sujetaba un revólver. Estábamos en un tercer piso y no había escalera de incendios. Grité: «¡Cuidado, se va a romper la cabeza!» «¿Por qué diablos no abre la puerta? ¿Está sorda?» Saltó por la ventana y entró en el salón. Fui a la puerta de entrada y la abrí. Doce hombres, con un gigante a la cabeza, abarrotaron el piso. El cabecilla me agarró por el brazo y vociferó: «¿Quién eres?» «Yo no hablar inglés, criada sueca». Me liberó y ordenó a sus hombres que registraran la casa. Se volvió hacia mí y gritó:
«¡Atrás! Estamos buscando a Emma Goldman». Luego me mostró una foto. «¿Ves esto? Buscamos a esta mujer. ¿Dónde está?» Señalé con el dedo la fotografía y dije: «Esta mujer yo no ver aquí. Esta mujer grande —vosotros buscar en esas cajas pequeñas, no encontrar— ella demasiado grande». «¡Oh, cállate! —chilló—, nunca sabes lo que pueden hacer estos anarquistas».
Después de registrar la casa, revolviéndolo todo, el gigante se acercó a la librería. «¡Caramba! esto es talmente la casa de un predicador —señaló—. Mirad esos libros. No creo que Emma Goldman estuviera aquí». Estaban a punto de marcharse cuando uno de los detectives gritó de repente: «Aquí, capitán Schuettler. ¿y esto?» Era mi pluma, el regalo de un amigo, con mi nombre grabado. Se me había olvidado. «¡Hombre, eso si que es un hallazgo!», gritó el Capitán. «Debe de haber estado aquí y puede que vuelva». Ordenó que dos de sus hombres permanecieran en la casa.
Vi que el juego había terminado. No había señales de vida del señor N. ni del hombre del Tribune, y no serviría para nada seguir con la farsa. «Yo soy Emma Goldman», anuncié.
Por un momento, Schuettler y sus hombres se quedaron como petrificados. Luego el capitán atronó: «¡Maldita sea! ¡Eres la farsante más astuta que he conocido! ¡Cogedla, rápido!»
Cuando entré en el taxi que esperaba junto a la acera vi a N. acercarse en compañía del hombre del Tribune. Era demasiado tarde para la exclusiva y no quería que mi anfitrión fuera reconocido. Fingí no verles.
Había oído con frecuencia hablar del tercer grado usado por la policía en algunas ciudades americanas, pero no se me había aplicado. Había sido arrestada unas cuantas veces desde 1893; no se me había infligido, sin embargo, ninguna violencia. El día de mi arresto, el 10 de septiembre, me tuvieron en la jefatura de policía en una habitación sofocante, y me acosaron a preguntas hasta el agotamiento desde las diez y medía de la mañana hasta las siete de la tarde. Al menos cincuenta detectives pasaron ante mí, cada uno blandía el puño cerca de mi cara y roe amenazaba con las cosas más espantosas. Uno gritaba: «¡Estuviste con Czolgosz en Buffalo! Te vi yo, justo enfrente del Palacio de Convenciones. Es mejor que confieses, ¿me oyes?» Otro; «¡Mírame. Goldman, te he visto con ese hijo de puta en la feria! ¡No mientas, te he visto, fe lo advierto!» De nuevo: «Ya has fingido bastante, sigue con estas y ten por seguro que te sentarás en la silla. Tu amante ha confesado. Ha dicho que fueron fus discursos los que le hicieron disparar al presidente». Sabía que mentían; sabía que no había estado con Czolgosz excepto unos minutos en Cleveland el 5 de mayo y media hora en Chicago el 12 de julio. Schuettler era el más feroz. Su enorme masa se alzaba sobre mí, vociferaba: «Si no confiesas, correrás la misma suerte que esos bastardos anarquistas de Haymarket».
Yo repetía la historia que les conté la primera vez cuando me llevaron a la jefatura, explicándoles dónde había estado y con quien. Pero no me creían y seguían intimidándome e insultándome. La cabeza me dolía, tenía la garganta y los labios secos. Había una gran jarra de agua ante mí, encima de la mesa, pero cada vez que alargaba la mano hacia ella, un detective decía: «Puedes beber todo lo quieras, pero primero contéstame. ¿Dónde estuviste con Czolgosz el día que disparó al presidente?» Esta tortura continuó durante horas. Finalmente me llevaron a la comisaría de la calle Harrison y me encerraron en una celda de barrotes, expuesta a la vista por todas partes.
Al poco llegó la matrona y me preguntó si quería cenar. «No, pero quiero agua —dije—, y algo para el dolor de cabeza». Volvió con una jarra de lata con agua templada, la bebí con avidez. No podía darme nada para la cabeza, solo una compresa fría. Resultó ser muy sedante y pronto me quedé dormida.
Me desperté con una sensación de quemazón. Un hombre vestido de civil mantenía un reflector frente a mí, muy cerca de los ojos. Di un sallo y le empujé con todas mis fuerzas, gritando: «¡Me está quemando los ojos!» «¡Te quemaremos algo más antes de acabar contigo!», replicó. Con cortos intermedios, esto se repitió durante tres noches. La tercera entraron en mi celda varios detectives. «Ya tenemos la información —anunciaron—, fuiste tú quien financió a Czolgosz y conseguiste el dinero del doctor Kaplan de Buffalo. Le tenemos también a él y lo ha confesado todo. ¿Qué tienes que decir a esto?» «Nada más de lo que ya he dicho —repetí—, no sé nada sobre el atentado».
Desde que me arrestaron no había recibido noticias de mis amigos, ni nadie había venido a verme. Me di cuenta de que me tenían en aislamiento. Sin embargo, sí que recibí cartas, la mayoría anónimas. «Tú, maldita puta anarquista —decía una de ellas—, ojalá pudiera atraparte. Te arrancaría el corazón y se lo daría a mi perro». «Emma Goldman, asesina —decía otra—, arderás en el fuego del infierno por la traición hecha a nuestro país». Una tercera prometía alegremente: «Te cortaremos la lengua, remojaremos tu cuerpo en aceite y te quemaremos viva». Las descripciones de lo que algunos escritores anónimos me harían sexualmente eran verdaderos estudios de perversión que hubieran asombrado a las autoridades sobre el tema. Los autores de las cartas, no obstante, me parecían menos despreciables que los agentes de policía. Diariamente me entregaban montones de cartas que habían sido abiertas y leídas por los guardianes de la decencia y la moralidad americanas. Al mismo tiempo, me eran denegados los mensajes de mis amigos. Estaba claro que pensaban quebrar mi ánimo con tales métodos. Decidí ponerle fin a eso. La próxima vez que me dieron los sobre abiertos, los rompí y le tiré los trozos a la cara al detective.
Al quinto día de mi arresto recibí un telegrama. Era de Ed, prometiendo que su empresa me apoyaría. «No dudes en usar nuestro nombre. Estamos a tu lado hasta el final». Me alegró, porque me liberaba de la necesidad de guardar silencio sobre mis actividades para la empresa de Ed.
Esa misma noche, el jefe de policía de Chicago, O’Neill, vino a mi celda. Me dijo que le gustaría tener una charla tranquila conmigo.
—No tengo ningún deseo de intimidarla o coaccionarla —dijo—, quizás pueda ayudarte.
—Desde luego sería una experiencia bastante extraña que un jefe de policía me ayudara, pero contestaré a sus preguntas de buen grado.
Me pidió que le relatara detalladamente mis actividades desde el 5 de Mayo, cuando conocí a Czolgosz por primera vez, hasta el día en que me arrestaron. Le di la información que me pedía, pero sin mencionar mi visita a Sasha o el nombre de los compañeros con los que me había quedado. Como ya no había necesidad de proteger al doctor Kaplan, a los Isaak o a Hippolyte, estaba en posición de dar un informe casi completo. Cuando terminé, lo que dije fue anotado a taquigrafía, el jefe O'Neill señaló: «A menos que sea una muy buena actriz, es ciertamente inocente. Creo que es inocente, y haré lo que pueda para ayudarla a salir de aquí». Estaba demasiado sorprendida para darle las gracias: nunca había oído a un policía hablar en ese tono. Al mismo tiempo, no creía que sus esfuerzos dieran buenos resultados, incluso si intentaba realmente hacer algo por mí.
Inmediatamente después de mi entrevista con el Jefe me di cuenta de que se había operado un cambio radical en el tratamiento que se me daba. La puerta de mi celda se dejaba abierta día y noche y la matrona me dijo que podía quedarme en la habitación grande, usar la mecedora y la mesa que había allí, pedir mi propia comida y periódicos y recibir y mandar correo. Enseguida empecé a llevar la vida de una dama de sociedad, recibiendo visitas todo el día, la mayoría eran periodistas que venían, no tanto a por entrevistas, sino a charlar, fumar y contar historias divertidas. Otros venían por curiosidad. Algunas reporteras me traían libros y artículos de aseo. La más atenta fue Katherine Leckie, de los periódicos Hearst. Tenía mayor talento que Nelly Bly, quien solía visitarme en Tombs en 1893, y tenía un mejor sentimiento social. Era una ardiente feminista, además de estar dedicada a la causa del trabajo. Katherine Leckie fue la primera en saber mi historia sobre el tercer grado. Se sintió tan ultrajada al oírla que se propuso recorrer las diferentes organizaciones de mujeres para inducirlas a ocuparse del tema.
Un día me anunciaron a un representante del Arbeiter Zeitung. ¡Qué alegría al ver a Max!, quien me aseguró que solo podía conseguir admisión en calidad de periodista. Me informó de que había recibido una carta de Ed con noticias de que Hearst había enviado a un representante a ver a Justus Schwab con una oferta de veinte mil dólares si me iba a Nueva York y le concedía una entrevista en exclusiva. El dinero sería depositado en un banco del agrado de Justus y Ed. Ambos estaban convencidos, decía Max, de que Hearst gastaría cualquier cantidad de dinero para mandarme a la cárcel. «Lo necesita para lavar su imagen, ha sido acusado de haber incitado a Czolgosz a matar a McKinley», explicó. La prensa republicana había estado publicando artículos de primera página relacionando a Hearst con Czolgosz porque durante toda la administración McKinley la prensa de Hearst había atacado violentamente al presidente. Uno de los periódicos había publicado un dibujo en el que el editor estaba detrás de Czolgosz entregándole una cerilla para encender la mecha de una bomba. Ahora Hearst estaba entre los primeros de los que exigían la exterminación de los anarquistas.
Justus y Ed, así como Max, se oponían rotundamente a que regresara a Nueva York, pero creían que era su deber informarme de la oferta de Hearst. «¡Veinte mil dólares! —exclamé—, ¡qué pena que la carta de Ed haya llegado tan tarde! Seguramente hubiera aceptado la propuesta. ¡Imagínate la defensa que podríamos haber hecho, y la propaganda!» «Está muy bien que conserves aún tu sentido del humor —dijo Max—, pero me alegra que la carta haya llegado demasiado tarde. Tu situación ya es bastante mala para que Hearst venga a empeorarla».
Otra de las visitas fue un abogado del bufete de Clarence Darrow. Había venido a advertirme de que me estaba perjudicando yo misma al defender persistentemente a Czolgosz; el hombre estaba loco y debía admitirlo. «Ningún abogado importante aceptará defenderla si se alía con el asesino del Presidente —me aseguró—, es más, está en peligro de ser acusada de complicidad en los hechos». Le exigí saber por qué no había venido el señor Darrow en persona si estaba tan preocupado, pero su representante fue evasivo. Continuó describiendo mi caso con colores siniestros. Parecía que en el mejor de los casos las oportunidades de quedar libre eran muy escasas, demasiado escasas para permitirme ningún sentimentalismo que lo agravara. Czolgosz estaba loco, insistió el hombre; todo el mundo se daba cuenta y, además, era un mal tipo si me había implicado, un cobarde que se escondía bajo las faldas de una mujer.
Sus palabras me resultaban repugnantes. Le dije que no estaba dispuesta a levantar un falso testimonio sobre la cordura, la personalidad o la vida de un ser humano indefenso y que no quería ninguna ayuda de su jefe. No conocía a Darrow personalmente, pero desde hacía mucho sabía que era un abogado brillante, un hombre de opiniones sociales abiertas y un escritor y conferenciante capaz. Según la prensa se había interesado por los anarquistas arrestados en la redada, especialmente por los Isaak. Me parecía extraño que me enviara un consejo tan censurable, que esperase de mí que me uniera al coro de voces que pedían a gritos la vida de Czolgosz.
En el país se desató el pánico. A juzgar por los periódicos, estaba segura de que eran los habitantes de los Estados Unidos y no Czolgosz los que se habían vuelto locos. Desde 1887 no se había manifestado tal sed de sangre y de venganza salvaje. «¡Los anarquistas deben ser exterminados!», tronaba la prensa. «Deberían ser lanzados al mar; no hay lugar para los buitres bajo nuestra bandera. Se le ha permitido a Emma Goldman dedicarse a su oficio de muerte demasiado tiempo. Debería correr el mismo destino que la gente a la que embauca».
Era una repetición de los negros días de Chicago. Catorce años, años de doloroso crecimiento, años fascinantes y fructíferos, no obstante... ¡Y ahora el fin! ¿El fin? Solo tenía treinta y dos años y había todavía tanto, tantísimo por hacer. Y el muchacho de Buffalo... su vida apenas había comenzado. ¿Qué era su vida?, me preguntaba; ¿cuáles eran las fuerzas que le habían conducido a su destino? «Lo hice por la gente trabajadora», dicen que dijo. ¡El pueblo! Sasha también había hecho algo por el pueblo; y nuestros valientes mártires de Chicago, y todos los demás en todos los tiempos y todos los países. Pero el pueblo estaba dormido; permanecía indiferente. Forjaba sus ¡propias cadenas y cumplía las órdenes de sus amos al crucificar a pus Cristos.
Capítulo XXIV
Buffalo presionaba para obtener mi extradición, pero Chicago pedía datos auténticos sobre el caso. Había hecho ya varias declaraciones ante el tribunal, en cada ocasión el fiscal del distrito de Buffalo había presentado muchas pruebas circunstanciales para inducir al Estado de Illinois a entregarme. Pero Illinois exigía pruebas concretas. Había algún obstáculo en algún sitio que causaba más retrasos. Pensé que era probablemente el jefe de policía O'Neill el que estaba detrás de todo esto.
La actitud de O’Neill hacía mí había cambiado el comportamiento de todos los oficiales de la comisaría de la calle Harrison. La matrona y los dos policías asignados para vigilar mi celda empezaron a prodigarme toda clase de atenciones. El oficial del turno de noche aparecía ahora con los brazos cargados de paquetes conteniendo fruta, golosinas y bebidas más fuertes que el mosto. «De un amigo que regenta un bar a la vuelta de la esquina —decía—, un admirador». La matrona me traía también flores del mismo desconocido. Un día me trajo el recado de que iba a enviarme una gran cena para el próximo domingo.
—¿Quién es el hombre y por qué me admira? —pregunté.
—Bueno, nosotros somos todos demócratas y McKinley es republicano —respondió.
—¿No querrá decir que se alegra de que hayan intentado matar a McKinley? —exclamé.
—No exactamente, pero tampoco lo siento —dijo—. Tenemos que fingir, sabe, pero no nos ha afectado a ninguno,
—Yo no quena que muriera McKinley— le dije.
—Lo sabemos —sonrió—, pero está dando la cara por el muchacho.
Me preguntaba cuánta gente más estaba fingiendo, como los guardianes de la comisaría, la misma clase de compasión hacia el presidente herido.
Incluso algunos periodistas no parecían estar perdiendo el sueño por el asunto. Uno de ellos se quedó bastante sorprendido cuando le dije que en mi calidad de enfermera cuidaría de McKinley si fuera necesario, aunque mis simpatías estaban con Czolgosz.
—Eres un enigma, Emma Goldman —dijo—, no te comprendo. Simpatizas con Czolgosz; no obstante, cuidarías del hombre al que intentó matar.
—Como reportero, no se espera de ti que comprendas las complejidades del alma humana —le aclaré—. Ahora escucha, a ver si puedes comprenderlo. El muchacho de Buffalo es una criatura acorralada. Millones de personas están dispuestas a saltar sobre él y despedazarle miembro a miembro. No cometió el atentado por razones personales o por propio beneficio. Lo hizo por lo que es su ideal: el bienestar del pueblo. Por eso mis simpatías están con él. Por otra parte, William McKinley, herido y probablemente a las puertas de la muerte, ahora no es para mí más que un ser humano. Por eso es por lo que le cuidaría.
—No te comprendo, estás por encima de mí —repitió.
Al día siguiente aparecieron estos titulares en uno de los periódicos: «Emma Goldman quiere cuidar al presidente; sus simpatías están con el asesino».
Buffalo no consiguió presentar pruebas que justificaran mi extradición. Chicago se estaba cansando del juego del escondite. Las autoridades no me entregarían a Buffalo, pero, al mismo tiempo, no querían dejarme completamente libre. Como arreglo, me liberarían bajo fianza de veinticinco mil dólares. Y al grupo de los Isaak bajo fianza de quince mil. Sabía que sería prácticamente imposible que nuestra gente consiguiera recabar treinta y cinco mil dólares en unos pocos días. Insistí en que los otros fueran liberados antes. Por lo tanto, fui transferida a la prisión del condado de Cook.
La noche anterior al traslado era domingo. Mi admirador mantuvo su palabra; mandó una enorme bandeja llena de gran cantidad de exquisiteces: un gran pavo, con toda su guarnición, vino y llores. También llegó una nota en la que me notificaba que estaba dispuesto a donar cinco mil dólares para la fianza. «¡Un tabernero muy extraño!», le dije a la matrona. «En absoluto, —respondió—, es un militante fanático y odia a los republicanos más que al diablo». La invité a ella, a los dos policías y a otros funcionarios que estaban allí a que se me unieran en la celebración. Me aseguraron que nunca les había pasado nada parecido —un prisionero haciendo de anfitrión para sus guardianes—. «Querrán decir una anarquista peligrosa teniendo como invitados a los guardianes de la ley y el orden», les corregí. Cuando todos se hubieron ido, me di cuenta de que el guardia de día se rezagó. Le pregunté sí le habían cambiado al turno de noche. «No —respondió—, solo quería decirle que no es la primera anarquista que se me asigna vigilar. Yo estaba de servicio cuando Parsons y sus compañeros estuvieron aquí».
¡Qué peculiares e inexplicables las sendas de la vida, qué intrincada la cadena de acontecimientos! Aquí estaba yo, la hija espiritual de esos hombres, prisionera en la ciudad que había acabado con sus vidas, en la misma cárcel, incluso bajo la vigilancia de la misma persona que había estado de guardia durante sus horas de silencio. Mañana sería llevada a la prisión del condado de Cook, entre cuyos muros fueron colgados Parsons, Spies, Engel y Fischer. ¡Extrañas, desde luego, las complejas fuerzas que me habían unido a esos mártires a lo largo de mis años de conciencia social! Y ahora los acontecimientos cada vez me acercaban más a ellos, ¿quizás a un fin similar?
Los periódicos habían publicado rumores de que la muchedumbre estaba dispuesta a atacar la comisaría de la calle Harrison y a Emma Goldman antes de que fuera trasladada a la prisión del condado. El lunes por la mañana, flanqueada por una escolta fuertemente armada, me sacaron de la comisaría. No había más de una docena de personas a la vasta, la mayoría curiosos. Como siempre, la prensa había intentado provocar disturbios deliberadamente.
Delante de mí iban dos prisioneros esposados a los que empujaban bruscamente los oficiales. Cuando llegamos al coche de policía, que estaba rodeado de más policías con las armas preparadas para hacer fuego, me encontré al lado de los dos hombres. No se podían distinguir sus rasgos, pues tenían la cabeza vendada y solo se les veían los ojos. Cuando fueron a entrar en el coche, un policía golpeó a uno en la cabeza con la porra, al mismo tiempo, empujaba al otro violentamente dentro del coche. Cayeron uno encima del otro, uno de ellos gritaba de dolor. Yo entré después, luego me volví al oficial. «Bruto —dije—, ¿cómo se atreve a golpear a un hombre indefenso?» Luego fui consciente de que estaba rodando por el suelo. Me había dado un puñetazo en la mandíbula, se me cayó un diente y tenía toda la cara cubierta de sangre. Luego me levantó del suelo, me empujó en el asiento y gritó: «¡Otra palabra, maldita anarquista, y te rompo los huesos!»
Llegué a la oficina de la prisión del condado con la blusa y la falda llenas de sangre y la cara doliéndome muchísimo. Nadie mostró el más mínimo interés o se preocupó por preguntarme qué había sucedido para que me encontrara en esas condiciones. Ni siquiera me dieron agua para lavarme. Durante dos horas me tuvieron en una habitación, en la que había una gran mesa en el medio. Finalmente, llegó una mujer que me informó de que tendría que ser registrada. «De acuerdo, adelante», dije. «Desnúdate y súbete a la mesa», me ordenó. Me habían registrado muchas veces, pero nunca me habían insultado de esa forma. «Tendrá que matarme antes, o hacer que los guardianes me suban a la mesa a la fuerza, nunca lo conseguirá de otro modo». Salió deprisa y me quedé sola. Después de una larga espera otra mujer entró y subimos por unas escaleras, donde la matrona de la galería se hizo cargo de mí. Fue la primera que me preguntó qué me había pasado. Después de asignarme una celda me trajo una bolsa de agua caliente y me sugirió que me echara y que descansara un poco.
Al día siguiente por la tarde vino a visitarme Katherine Leckie. Me llevaron a una habitación con una pantalla doble de alambre. Estaba medio a oscuras, pero tan pronto como Katherine me vio exclamó: «¡Dios mío! ¿qué te ha sucedido? ¡Tienes toda la cara deformada!» Como los espejos no estaban permitidos en la prisión, ni siquiera del tamaño más pequeño, no sabía el aspecto que tenía, aunque los labios y los ojos, al tocarlos, tenían un tacto raro. Le conté a Katherine mi encuentro con el puño del policía. Se marchó prometiendo venganza y dijo que volvería después de hablar con el jefe O’Neill. Por la tarde volvió para hacerme saber que el jefe le había asegurado que el oficial sería castigado si le identificaba entre los otros del traslado. Me negué. Apenas había mirado al hombre a la cara y no estaba segura de reconocerle. Además, le dije a Katherine, para decepción suya, que el despido del policía no me devolvería el diente: ni tampoco acabaría con la brutalidad de la policía. «Es contra el sistema contra lo que estoy luchando, querida Katherine, no contra el ofensor en particular», dije. Pero no estaba convencida: quería que se hiciera algo que despertara la indignación popular contra tal salvajada. «Despedirle no sería suficiente —insistió—, debería ser juzgado por lesiones».
La pobre Katherine no se daba cuenta de que yo sabía que no se podía hacer nada. Ni siquiera estaba en posición de hablar a través de su periódico: habían eliminado su artículo sobre el tercer grado. Inmediatamente respondió dimitiendo; nunca más se vería relacionada con un periódico tan cobarde, le había dicho al editor. Sin embargo, no me había dicho ni una palabra de sus problemas. Supe la historia por un reportero de otro diario de Chicago.
Una noche, mientras estaba absorta en un libro, me sorprendió la visita de varios detectives y reporteros. «El presidente acaba de morir —me anunciaron—. ¿Qué opina? ¿No lo siente?» «¿Es posible —pregunté— que en todos los Estados Unidos solo el presidente haya muerto hoy? Ciertamente muchos otros habrán muerto al mismo tiempo, quizás en la pobreza y la miseria, dejando a personas sin recursos tras ellos. ¿Por qué creen ustedes que debía lamentar más la muerte de McKinley que la del resto?» Las plumas volaban. «Mi compasión ha estado siempre con los vivos —continué—, los muertos ya no la necesitan. Sin duda esa es la razón por la que ustedes sienten tanta compasión por los muertos. Saben que nunca se les pedirá que lleven a la práctica sus protestas». «Un artículo estupendo —exclamó un joven periodista—, pero creo que está loca».
Me alegré de que se marcharan. Pensaba en el muchacho de Buffalo, cuyo destino estaba ya decidido. ¡Qué torturas físicas y psicológicas debería todavía soportar antes de que le fuera permitido respirar por última vez! ¿Cómo se enfrentaría al momento supremo? Había algo poderoso y decidido en sus ojos, realzado por su rostro sensible. Sus ojos me habían conmovido la primera vez que le vi en la conferencia de Cleveland. ¿Se le había ocurrido ya la idea de llevar a cabo su acción o había sucedido algo en particular que le había inducido a hacerlo? ¿Qué podía haber sido? «Lo hice por el pueblo», había dicho. Recorría mi celda intentando analizar las posibles causas que habían hecho que el joven tomara esa decisión.
De repente, una idea me vino a la mente —¡aquella nota de Isaak aparecida en Free Society!— la acusación de «espía» contra Nieman porque había «hecho preguntas sospechosas e intentado introducirse en las filas anarquistas». Escribí a Isaak entonces, exigiendo pruebas de la ultrajante acusación. Como resultado de mi protesta Free Society publicó una retractación diciendo que se había cometido un error. Eso me tranquilizó y no volví a pensar en ello. Ahora todo se presentaba bajo una nueva luz, clara y terrible. Czolgosz debía de haber leído la acusación; verse tan cruelmente tratado por la gente a la que había acudido en busca de inspiración debía de haberle herido en lo más íntimo. Me acordé de su ansiedad por conseguir los libros adecuados. Aparentemente, había buscado en el anarquismo una solución a las injusticias que veía a su alrededor. Sin duda había sido eso lo que le había inducido a acercarse a mí y luego a los Isaak. En lugar de encontrar ayuda, el pobre muchacho se encontró con que le atacaban. ¿Fue esa experiencia, que había herido tan terriblemente su espíritu, la que le había llevado a cometer el atentado? Debía de haber habido otras razones, pero quizás su gran necesidad había sido probar que era sincero, que estaba al lado de los oprimidos, que no era un espía.
Pero, ¿por qué había elegido al presidente en lugar de a cualquier otro representante más directo del sistema de opresión económica y de miseria? ¿Fue porque vio en McKinley el instrumento voluntarioso de Wall Street y del nuevo imperialismo americano que florecía bajo su administración? Uno de sus primeros pasos había sido la anexión de las Filipinas, una traición al pueblo al que América se había comprometido a liberar durante la guerra con España. McKinley simbolizaba también la actitud hostil y reaccionaria hacia los trabajadores: repetidas veces se había puesto del lado de los amos, mandando tropas a las regiones en huelga. Todas estas circunstancias, creía, debían de haber ejercido una influencia decisiva sobre el impresionable Leon, que cristalizaron finalmente en su acto de violencia.
Durante toda la noche no pude dejar de pensar en el desgraciado muchacho. En vano intenté distraerme de esos pensamientos obsesivos leyendo. El amanecer me encontró todavía recorriendo la celda, el bello rostro de Leon, pálido y atormentado, ante mí.
Me llevaron de nuevo ante el tribunal y otra vez las autoridades de Buffalo no pudieron presentar pruebas que me relacionaran con el acto de Czolgosz. El representante de Buffalo y el juez de Chicago que llevaba el caso disputaron verbalmente durante dos horas, al final de las cuales a Buffalo le fue arrebatada su presa. Me pusieron en libertad.
Desde mi arresto la prensa del país había estado continuamente denunciándome como instigadora del acto de Czolgosz, pero después de ser absuelta, los periódicos publicaron solo una línea en un rincón discreto especificando que «después de un mes de arresto, no se ha encontrado a Emma Goldman culpable de complicidad con el asesino del presidente McKinley.»
Tras mi puesta en libertad fueron a recibirme Max, Hippolyte y otros amigos, con los que fui a casa de los Isaak. Las acusaciones contra los compañeros arrestados en la redadas también fueron desestimadas. Todo el mundo estaba de muy buen humor porque había escapado a lo que creían haber sido una situación fatal.
—Podemos estar agradecidos a tu ángel de la guarda. Emma —dijo Isaak—, por ser arrestada aquí y no en Nueva York.
—El ángel en este caso ha sido el Jefe de Policía O'Neill —dije riendo.
—¡El Jefe O'Neill! —exclamaron mis amigos—, ¿qué tuvo él que ver en eso?
Les conté la entrevista que mantuvimos y les hablé de su promesa de ayudarme. Jonathan Crane, un amigo periodista que estaba presente, rompió a reír a carcajadas. «Eres más infantil de lo que había imaginado, Emma Goldman —dijo—, no era por ti por quien se preocupaba O’Neill, era por sus propios planes. Corno estoy en el Tribune conozco la historia de las rencillas internas en el departamento de policía». Crane nos contó entonces los esfuerzos del Jefe O’Neill por encarcelar a varios capitanes por perjurio y soborno. «Nada le podía haber venido mejor a esos canallas que la llamada contra la anarquía —explicó—. Se aferraron a ello como la policía en 1887: era su oportunidad para pasar por salvadores del país y de paso lavar sus nombres. Pero O'Neill no estaba interesado en dejar que esos individuos pasaran por héroes y volvieran al departamento. Por eso es por lo que te ayudó. Es un irlandés astuto. Pero da igual, debemos estar contentos de que esa disputa nos devolviera a nuestra Emma».
Le pregunté a mis amigos su opinión sobre cómo se había originado la idea de relacionarme con Czolgosz.
—Me niego a creer que el muchacho hiciera ninguna clase de confesión o que me implicara de ninguna manera — afirmé—. No le creo capaz de inventar algo que, debía saber, podría significar mi muerte. Estoy convencida de que nadie con un rostro tan sincero podría ser tan cobarde. Debe haber salido de otra fuente.
—¡Y así fue! —declaró Hippolyte enfáticamente—. Toda esa vil historia la empezó un reportero del Daily News que solía venir por aquí fingiendo que simpatizaba con nuestras ideas. La tarde del 6 de septiembre vino a la casa. Quería saberlo todo sobre un tal Czolgosz o Nieman. ¿Estábamos relacionados con él? ¿Era anarquista? Y lo demás. Bien, ya sabes lo que pienso sobre los reporteros. Me negué a darle ninguna información, pero desgraciadamente Isaak lo hizo.
—¿Qué había que ocultad? —interrumpió Isaak—. Todo el mundo aquí sabía que le habíamos conocido a través de Emma y que solía visitarnos. Además ¿cómo iba a saber que el reportero iba a inventar esa calumnia?
Insté a los compañeros de Chicago para que consideraran lo que se podría hacer por el muchacho que estaba en la cárcel de Buffalo. No podíamos salvarle la vida, pero podíamos al menos intentar explicar su acción al mundo e intentar comunicarnos con él, para que supiera que no le habíamos abandonado. Max dudaba de que pudiéramos ponemos en contacto con Czolgosz. Había recibido una nota de un compañero de Buffalo informándole de que no estaba permitido visitar a Leon. Sugerí que contratásemos un abogado. Sin ayuda legal a Czolgosz no se le permitiría hablar y se desharían de él, como le había sucedido a Sasha. Isaak sugirió que se contratara a un abogado del Estado de Nueva York, por lo que decidí marchar inmediatamente al Este. Mis amigos argumentaban que sería una locura hacer algo así; probablemente sería arrestada en el momento que pusiera el pie en la ciudad y transferida a Buffalo, sería mi ruina. Pero no podía ni pensar en abandonar a Czolgosz a su destino sin hacer nada a su favor. Ninguna consideración sobre nuestra seguridad personal debía influirnos, les dije a mis amigos, añadiendo que me quedaría en Chicago para el mitin que debía organizarse para explicar nuestra actitud hacia Czolgosz y su Attentat.
La noche del mitin no se podía uno acercar a cierta distancia de Brand's Hall, donde iba a ser celebrado. Destacamentos de la policía estaban dispersando a la gente a la fuerza. Intentamos conseguir otra sala, pero la policía había aterrorizado a los dueños. Como nuestros esfuerzos por realizar un mitin se frustraron, decidí dejar clara mi postura en Free Society.
«Leon Czolgosz y otros hombres de su clase —escribí en mi artículo titulado: “La tragedia de Buffalo”—, lejos de ser depravadas criaturas de bajos instintos, son en realidad seres supersensibles incapaces de resistir las grandes presiones sociales. Esto les lleva a expresarse de forma violenta, incluso con el sacrificio de sus propias vidas, porque no pueden ser testigos indolentes de la miseria y el sufrimiento de su prójimo. Por tales actos se debe culpar a aquellos que son responsables de las injusticias y la inhumanidad que dominan el mundo». Después de señalar las causas sociales de actos como el de Czolgosz, concluí: «Según escribo, mi mente vaga hacia el joven del rostro aniñado que está a punto de ser enviado a la muerte, recorriendo su celda, seguido por ojos crueles:
Que le observan cuando intenta llorar
y cuando intenta rezar.
Que le observan por temor a que él mismo pueda
a la prisión la presa arrebatar.
Con profunda compasión, mi corazón está con él, como con todas las víctimas de la opresión y la miseria, con los mártires del pasado y del futuro, los precursores de una vida mejor y más noble». Le di el artículo a Isaak, quien prometió que lo compondrían enseguida.
La policía y la prensa continuaba la caza de anarquistas por todo el país. Se disolvían mítines y gente inocente era arrestada. En diferentes lugares personas sospechosas de ser anarquistas fueron atacadas físicamente. En Pittsburgh, nuestro buen amigo Harry Gordon fue sacado a rastras a la calle y casi linchado. Ya con la soga al cuello, fue salvado en el último momento por algunos de los curiosos conmovidos por los ruegos de la señora Gordon y sus dos hijos. En Nueva York, la redacción del Freie Arbeiter Stimme fue asaltada por la muchedumbre que destruyó el mobiliario y la imprenta. En ningún caso interfirió la policía con las acciones de los rufianes patrióticos. Johann Most fue arrestado por un artículo que apareció en el Freiheit que reproducía un ensayo sobre violencia política de Karl Heinzen, el famoso revolucionario del 48, muerto ya hacía muchos años. Most estaba en libertad bajo fianza esperando el juicio. Los compañeros alemanes de Chicago organizaron un acto para recabar fondos para su defensa y me invitaron a hablar. Sentía que nuestras disensiones de 1892 pertenecían al pasado. Most estaba oirá vez en las garras de la policía, en peligro de ser enviado a Blackwell's Island, y con alegría accedí a hacer todo lo que fuera posible por él.
Al volver a casa de los Isaak después de la reunión, encontré las pruebas de mi artículo. Al echarles un vistazo me llamó la atención un párrafo que cambiaba enteramente el significado de mi declaración. Estaba segura de que no era otro que Isaak, el redactor, el responsable del cambio. Me enfrenté a él y le exigí una explicación. Admitió sin rodeos que había escrito el pequeño párrafo, «para suavizar el artículo», explicó, «para salvar a Free Society». «¡Y al mismo tiempo tu pellejo!», repliqué acaloradamente. «Durante años has estado acusando a la gente de ser cobarde, de no ser capaces de enfrentarse a una situación peligrosa. Ahora que tú te enfrentas a una escondes la cabeza bajo el ala. Al menos podías haberme pedido permiso para hacer el cambio».
Fue necesaria una larga discusión para cambiar la actitud de Isaak. Vio que mi punto de vista era apoyado por el resto del grupo —su hijo Abe, Hippolyte y varios otros— tras lo cual declaró que renunciaba a cualquier responsabilidad en el asunto. Mi artículo apareció finalmente en su forma original. No le sucedió nada a Free Society. Pero mi fe en Isaak se resintió.
De vuelta a Nueva York hice un alto en Rochester. Llegué por la noche y caminé hasta la casa de Helena para evitar ser reconocida. Había un policía apostado junto a la casa, pero no me reconoció. Todos se quedaron boquiabiertos cuando hice mi aparición. «¿Cómo has entrado? —gritó Helena—, ¿no has visto al oficial a la puerta?» «Desde luego que sí; pero, evidentemente, él no me vio a mí», reí. «No os preocupéis por la policía; mejor preparadme un baño», grité despreocupadamente. Mi aplomo disolvió la tensión. Todos rieron y Helena me abrazó fuertemente con su amor de siempre.
Durante todo mi encarcelamiento toda mi familia se había ocupado devotamente de mí. Me habían enviado telegramas y cartas, ofrecido dinero para la defensa y cualquier otra ayuda que pudiera necesitar. Ni una palabra me dijeron de la persecución de la que habían sido objeto por mi culpa. La prensa los había acosado hasta casi volverlos locos y las autoridades los habían mantenido bajo vigilancia. A mi padre, los vecinos le habían condenado al ostracismo y perdió muchos clientes en su pequeña tienda de muebles. Al mismo tiempo, le habían excomulgado de la sinagoga. A mi hermana Lena, aunque con poca salud, tampoco la habían dejado en paz. La policía la había aterrorizado al ordenar a Stella que fuera a la jefatura, donde retuvieron a la niña todo el día, acosándola a preguntas sobre su tía Emma Goldman. Stella se negó a contestar valientemente, proclamando con desafío su orgullo y su fe en su Tante Emma. Su valor, junto con su juventud y belleza, se ganó la admiración de todos, decía Helena.
Incluso más crueles fueron los maestros y los alumnos de la escuela pública. «Vuestra tía Emma es una asesina», le lanzaban a nuestros niños. La escuela se convirtió para ellos en una horrible pesadilla. Mis sobrinos Saxe y Harry fueron los que más sufrieron. La pena de Harry por la muerte violenta de su héroe era más real que la de la mayoría de los adultos del país. Lamentaba muy profundamente que la hermana de su propia madre fuera acusada de ser la responsable. Peor aún, sus compañeros de escuela le acusaron de anarquista y criminal. La persecución agravó su tristeza y le alejó completamente de mí. La desdicha de Saxe, por otra parte, resultaba de su fuerte sentimiento de lealtad hacia mí. Su madre y su tía Helena amaban a Emma y le habían dicho que era inocente. Ellas debían de saberlo mejor que sus compañeros. La agresividad de estos siempre le había repelido; ahora, más que nunca, los evitaba. Mi inesperada aparición y el haber burlado al policía de guardia debían de haber fomentado la fantasía de Saxe y aumentado su admiración por mí. El rubor de su rostro y el brillo de sus ojos hablaban elocuentemente de sus emociones. El que estuviera toda la noche a mi alrededor decía más que sus labios temblorosos.
Fue un bálsamo para mi espíritu magullado encontrar tal refugio de amor en mi familia. Incluso mi hermana Lena, que a menudo en el pasado había desaprobado mi vida, me mostraba ahora el afecto más cálido. Mi hermano Herman y su amable esposa me abrumaban con atenciones. El peligro inminente al que me había enfrentado, y que todavía me amenazaba, me había servido para establecer un lazo de unión con mi familia más fuerte que nunca. Quería prolongar mi feliz estancia en Rochester para recuperarme de los sufrimientos de Chicago. Pero la imagen de Czolgosz me atormentaba. Sabía que en Nueva York podía hacer algún esfuerzo a su favor.
En la estación Grand Central me recibieron Yegor y los dos chicos que habían pasado aquel mes maravilloso con nosotros en Rochester. Yegor parecía preocupado; había intentado por todos los medios encontrar un lugar para mí, pero había fracasado. Nadie alquilaría ni siquiera una habitación amueblada a Emitía Goldman. Los amigos que tenían una habitación disponible no querían correr el riesgo de ser desahuciados. Uno de los chicos se ofreció a dejarme su habitación durante unas noches. «No hay por qué preocuparse —consolé a Yegor—, por el momento tengo donde alojarme y, mientras tanto, buscaré un apartamento».
Después de una larga búsqueda me di cuenta de que mi hermano no había exagerado. Nadie quería tener nada que ver conmigo. Fui a ver a una joven prostituta a la que había cuidado una vez. «¡Claro, pequeña, quédate aquí mismo!», dijo. «Me divierte muchísimo tenerte conmigo. Por unos días me acostaré con una amiga».
Al alentador telegrama que había recibido de Ed en Chicago le habían seguido varias cartas asegurándome que podía contar con él para todo lo que pudiera necesitar: dinero, ayuda y consejo y, sobre todo, su amistad. Era estupendo saber que Ed permanecía tan fiel. Cuando nos vimos tras mi regreso a Nueva York me ofreció su apartamento, él y su familia se alojarían con unos amigos. «No encontrarás muchos cambios en mi casa —comentó—, todas tus cosas están intactas en la habitación que es mi refugio, donde a menudo sueño con nuestra vida en común». Se lo agradecí, pero no podía aceptar su generosa propuesta. Tenía demasiado tacto para intentar presionarme, pero me informó de que su empresa me debía varios cientos de dólares en comisiones.
—Necesito el dinero urgentemente —le confié— para enviar a alguien a Buffalo a ver a Czolgosz. Quizás se pueda hacer algo por él. También deberíamos organizar un gran mitin enseguida.
Se me quedó mirando perplejo.
—Querida —dijo moviendo la cabeza—, está claro que no eres consciente del pánico que azota la ciudad. No se puede alquilar ninguna sala en Nueva York y nadie excepto tú estará dispuesto a hablar en favor de Czolgosz.
—¡Pero no espero que nadie alabe su acto! —argumenté—. Seguramente habrá unas cuantas personas entre las filas radicales que sean capaces de sentir compasión por un ser humano acabado.
—Capaces quizás —dijo dudosamente—, pero no lo suficiente mente valientes como para expresarlo públicamente justo ahora.
Puede que tengas razón admití—, pero voy a asegurarme.
Una persona de confianza fue enviada a Buffalo, pero volvió enseguida sin poder ver a Czolgosz. Nos informó de que nadie podía verle. Un guardia compasivo le había revelado a nuestro mensajero que repetidas veces habían golpeado a Leon hasta dejarle inconsciente. Su aspecto físico era tal que nadie de fuera podía verle y, por la misma razón, no podía ser llevado ante los tribunales. Mi amigo dijo además que, a pesar de todas las torturas, Czolgosz no había hecho ningún tipo de confesión y no había implicado a nadie en su acto. Le enviamos una nota a Leon a través del amistoso guardia.
Me enteré de que se había intentado contratar aun abogado en Buffalo para Czolgosz, pero ninguno había aceptado defenderle. Eso me hizo decidirme aún más a hablar en favor del pobre desgraciado, olvidado y abandonado por todos. No obstante, no Lardé mucho en darme cuenta de que Ed tenía razón. No pudimos conseguir que nadie de los grupos radicales de habla inglesa participara en un mitin para discutir el acto de Leon Czolgosz. Muchos estaban dispuestos a protestar contra mi arresto, a condenar el tercer grado y el trato que había recibido. Pero no querían tener nada que ver con el caso de Buffalo. Czolgosz no era un anarquista, su acción le había hecho al movimiento un daño irreparable, insistían nuestros compañeros americanos. Incluso la mayoría de los anarquistas judíos expresaron similares puntos de vista. Yanofsky, redactor del Freie Arbeiter Stimme, fue incluso más lejos. Mantuvo una campaña contra Czolgosz, acusándome también de ser una persona irresponsable y declarando que nunca más volvería hablar en la misma tribuna que yo. Los únicos que no habían perdido la cabeza eran los grupos latinos, los anarquistas italianos, españoles y franceses. Sus publicaciones habían reproducido el artículo sobre Czolgosz que escribí para Free Society. Escribieron compasivamente sobre Leon, interpretando su acto como un resultado directo del imperialismo y la reacción crecientes en el país. Los compañeros latinos ansiaban ayudar en cualquier cosa que pudiera sugerir y fue un gran consuelo saber que al menos algunos anarquistas habían conservado su capacidad de juicio y el valor en medio de aquella locura de furia y cobardía. Desafortunadamente los grupos extranjeros no llegaban al público americano.
Desesperadamente me aferré a la esperanza de que con perseverancia y peticiones podría llegar a reunir a algunos americanos de espíritu cívico para que expresaran una normal compasión humana por Leon Czolgosz, aunque creyeran que debían repudiar su acción.
Cada día me traía mayores decepciones y congoja. Me vi obligada a enfrentarme al hecho de que había estado luchando contra una epidemia de un miedo abyecto que no podía ser vencido.
La tragedia de Buffalo estaba llegando a su fin. Leon Czolgosz, todavía enfermo por los malos tratos que había padecido, con la cara desfigurada y la cabeza vendada, fue sostenido por dos policías durante el juicio. Con su gran justicia y clemencia, el tribunal de Buffalo le había asignado dos abogados para que le defendieran. ¡Qué importaba si declararon públicamente que lamentaban tener que defender el caso de un criminal tan depravado como el asesino de «nuestro amado» presidente! |No obstante, cumplirían con su deber! Harían que los derechos de su defendido fueran protegidos ante el tribunal.
La última escena tuvo lugar en la prisión de Auburn. Era la madrugada del 29 de noviembre de 1901. El condenado estaba sentado atado a la silla eléctrica. El verdugo en pie con la mano en el conmutador, esperando la señal. Uno de los carceleros, impulsado por compasión cristiana, hace un último esfuerzo por salvar el alma del pecador, por inducirle a confesar. Tiernamente dice: «Leon, muchacho, ¿por qué proteges a esa mala mujer. Emma Goldman? Ella no es amiga tuya. Te ha acusado de ser un holgazán, de ser demasiado vago para trabajar. Ha dicho que siempre le pedías dinero. Emma Goldman te ha traicionado Leon. ¿Por qué ibas a protegerla?»
Un silencio profundo, durante segundos interminables, llena la cámara de la muerte, se desliza en los corazones de los espectadores. Por fin, un sonido amortiguado, una voz casi inaudible bajo la negra máscara.
«No importa lo que Emma Goldman haya dicho sobre mí. Ella no tiene nada que ver con mi acto. Lo hice solo. Lo hice por el pueblo americano».
Un silencio más terrible que el primero. Un ruido chisporroteante, olor a carne quemada, una última y agonizante contracción de vida.
Capítulo XXV
Fue amargamente duro enfrentarse de nuevo a la vida. Con la tensión de las pasadas semanas había olvidado que debía comenzar otra vez la lucha por la existencia. Era doblemente necesario; necesitaba olvidar. Nuestro movimiento había perdido su atractivo; sentía aversión por muchos de sus partidarios. Habían estado haciendo alarde del anarquismo como se ondea un trapo rojo ante un toro, pero corrieron a esconderse ante la primera embestida. Ya no podía trabajar con ellos. Aún más desgarradora era la duda que me corroía sobre los valores en los que tan fervientemente había creído. No, no podía continuar en el movimiento. Debía primero reflexionar sobre mí misma. Sentía que trabajar intensamente en mi profesión era el único refugio. Llenaría el vacío y me haría olvidar.
Había perdido mi identidad; había asumido un nombre falso, pues ningún casero deseaba darme alojamiento, y la mayoría de mis antiguos compañeros se mostraron igualmente valientes. La situación me trajo a la mente recuerdos de 1892, de las noches pasadas en la plaza Tompkins, de los viajes en tranvía a Harlem y de vuelta al Battery y más tarde de mi vida con las chicas de la casa de la calle Cuarta. Había soportado esa vida antes que hacer una concesión y cambiar de nombre. Era débil e incoherente, pensaba entonces, ceder a los prejuicios de la gente. Algunos de aquellos que ahora rechazaban a Czolgosz me alabaron por unirme a las huestes de los sin hogar antes que transigir. Todo esto ya no tenía ningún significado para mí. Los esfuerzos y las decepciones de los últimos doce años me habían enseñado que la coherencia es solo superficial en la mayoría de la gente. Como si importara el nombre que tomaras mientras siguieras manteniendo tu integridad. Desde luego, tomaría otro nombre, el más común e inofensivo que se me ocurriera. Me convertí en la señorita E. G. Smith.
Ningún casero volvió a ponerme objeciones. Alquilé un piso en la calle Primera; Yegor y su compañero Dan se vinieron conmigo, compramos los muebles a plazos. Después me fui a visitar a mis amigos médicos, a informarles de que de ahora en adelante podían recomen darme como E. G. Smith.
Al final del día de caminata tuve una prueba más de que me había convertido en un paria. Varios doctores, hombres que me habían conocido durante años y que siempre habían estado perfectamente satisfechos de mi trabajo como enfermera, estaban indignados porque me había atrevido a ir a verlos. ¿Quería que sus nombres aparecieran en los periódicos o causarles problemas con la policía? Las autoridades me seguían; ¿cómo podía esperar que me recomendaran? El doctor White fue más humano. Nunca había dado crédito a las historias que me relacionaban con Czolgosz, insistió; estaba seguro de que era incapaz de cometer un asesinato. Aún así, no podía darme empleo en su consulta. «Smith es un nombre bastante ordinario —dijo—, pero ¿cuánto tiempo cree que tardarán en descubrirla? No puedo arriesgarme; significaría mi ruina». No obstante, estaba ansioso por ayudarme de cualquier otra forma, quizás con dinero. Le di las gracias y me marché.
Visité al doctor Julius Hoffmann y al doctor Solotaroff. Ellos al menos no habían cambiado con respecto a mí y estaban deseosos de recomendarme a sus pacientes. Desafortunadamente, mi buen amigo Solotaroff había caído enfermo con un problema de corazón y se vio obligado a dejar la práctica externa. Los pacientes de su consulta raramente necesitaban enfermeras, pero me prometió hablar con otros doctores del East Side. Mi querido y fiel compañero, desde que subí aquellos seis pisos el día que llegué a Nueva York doce años antes, nunca me había fallado ni una vez.
Era evidente que mis perspectivas no eran muy brillantes. Sabía que tendría que luchar desesperadamente para ganar nuevo terreno, pero estaba decidida a empezar otra vez desde el principio. No me sometería pasivamente a las fuerzas que intentaban aplastarme. «Debo seguir, lo haré, por Sasha y por mi hermano, que me necesitan», me dije a mí misma.
¡Sasha! No sabía nada de él desde hacía dos meses y tampoco me había sido posible escribirle. Mientras estaba arrestada no podía expresarme libremente y el último mes había sido demasiado terrible y deprimente. Estaba segura de que, de todo el mundo, mi querido Sasha comprendería el significado social del incidente de Buffalo y que apreciaría la integridad del muchacho. ¡Querido Sasha! Desde la inesperada conmutación de la sentencia se había vuelto optimista. «¡Solo cinco años más —me decía en su última carta—, imagínate, querida amiga, solo cinco años más!» Verle libre por fin, resucitado; ¿qué eran todas mis dificultades comparadas con ese momento? Con esa esperanza me afanaba. De vez en cuando me llamaban para un caso; otras veces me hacían pedidos de costura.
Raras veces salía. No podíamos permitimos ni música ni teatros y me horrorizaba aparecer en reuniones públicas. La última, poco después de mi regreso de Chicago, casi terminó en disturbios. Había ido a oír a mi viejo amigo Ernest Crosby hablar en el Manhattan Liberal Club. Había asistido a esas reuniones semanales desde 1894, había participado a menudo en las discusiones y me conocía todo el mundo. En el momento en que entré en la sala en esa ocasión sentí una atmósfera de antagonismo. Excepto Crosby y varios otros, a la audiencia parecía molestarle mi presencia. Al clausurarse la conferencia, cuando la gente estaba saliendo, un hombre gritó: «¡Emma Goldman, eres una asesina y cincuenta millones de personas lo saben!» En un momento me vi rodeada por una multitud excitada que gritaba: «¡Eres una asesina!» Algunas voces se alzaron en mi defensa, pero se ahogaron en el clamor general. El enfrentamiento era inminente. Me subí a una silla y grité: «Decís que cincuenta millones de personas saben que Emma Goldman es una asesina. Como la población de los Estados Unidos es considerablemente mayor, debe de haber un gran número que desea informarse antes de hacer acusaciones irresponsables. Es una tragedia tener a un tonto en la familia, pero tener a cincuenta millones de maníacos en una nación es en verdad una calamidad. Como buenos americanos deberíais negaros a aumentar esa cifra».
Alguien rió, otros le imitaron y pronto la audiencia estaba otra vez de buen humor. Pero me marché enferma de asco, decidida a mantenerme alejada de los mítines, incluso de la gente. Veía solo a los pocos amigos que venían a nuestra casa y, a veces, visitaba a Justus.
Justus se había opuesto a que volviera a Nueva York. Incluso ahora temía por mi seguridad; corría peligro de ser secuestrada y llevada a Buffalo, pensaba, y me instó con fuerza a que tuviera un guardaespaldas. Era bueno verle tan preocupado e intentaba animarle. Sus viejos amigos, entre ellos Ed y Claus, se reunían a menudo en su casa para alegrarle. Todos sabíamos que la Muerte se acercaba cada vez más, día a día, y que pronto reclamaría su víctima.
Una mañana temprano Ed vino a decirme que el fin había llegado. Me pidieron que fuera uno de los oradores en el entierro de Justus, pero tuve que negarme. Sabía que no podría expresar con palabras lo que él había significado para mí. Había defendido la libertad, apoyado la causa de los trabajadores e intercedido por la alegría en la vida; Justus tenía una capacidad sin igual para la amistad y un verdadero don para responder con generosidad y magnificencia. Había sido siempre muy reservado sobre su propia vida y su estupendo trabajo. Cantar sus alabanzas en público hubiera sido para mí un abuso de confianza. La gran cantidad de gente de los diferentes grupos que siguieron sus restos al crematorio testimoniaban el profundo afecto y la gran consideración en que tenían a Justus aquellos que le habían conocido.
La pérdida de Justus aumentó la tristeza de mi vida. El pequeño círculo de amigos que solía reunirse en su casa se había desperdigado; cada vez más me recluí entre mis cuatro paredes. La lucha por la existencia se volvió más dura. Solotaroff, enfermo otra vez, no podía ayudarme dándome trabajo; el doctor Hoffmann estaba fuera de la ciudad. Me vi obligada de nuevo a trabajar a destajo para la fábrica. Había progresado en el oficio; ahora cosía llamativos vestidos de seda. Los muchos volantes, cintas y encajes requerían un esfuerzo atento, lo que afectaba a mis nervios desgarrados hasta que me daban ganas de gritar. La única alegría de la monotonía en que se había convertido ahora mi vida era mi querido hermano y su amigo Dan.
Yegor le llevaba a verme cuando todavía vivía en mi pequeña habitación de la calle Clinton. Me había atraído desde el principio y sabía que a él le ocurría lo mismo conmigo. Yo tenía treinta y dos años, mientras que él solo tenía diecinueve y era infantil e inocente. Se había reído de mis dudas sobre nuestra diferencia de edad; las chicas jóvenes no le gustaban, decía; eran por lo general estúpidas y no podían darle nada. Yo era más joven que ellas, pensaba, y más sensata. Me necesitaba más que a nadie.
Su voz suplicante había sido como música para mí; no obstante, luché contra esos sentimientos. Una de las razones para hacer la gira de conferencias de mayo fue la esperanza de escapar a mi creciente afecto por el muchacho. En julio, cuando nos reunimos todos en Rochester, la tormenta que había intentado reprimir durante tanto tiempo me desbordó y nos arrastró a ambos. Luego vino la tragedia de Buffalo y los horrores que siguieron. Estos sofocaron la esencia de mi ser. El amor parecía una farsa en un mundo de odio. Desde que nos mudamos a nuestro pequeño piso estuvimos obligados a pasar mucho tiempo juntos y el amor alzó de nuevo su voz insistente. Respondí. Me hacía olvidar las otras llamadas —las de mi ideal, mi fe, mi trabajo—. Solo pensar en una conferencia o en una reunión me resultaba repugnante. Incluso los conciertos y el teatro habían perdido su atractivo a causa del miedo, que había crecido hasta obsesionarme, a ver a gente o a ser reconocida. Estaba abatida, sentía que mi existencia había perdido su significado y estaba vacía de contenido.
La vida seguía su curso pesadamente, con sus preocupaciones e inquietudes diarias. Con mucho, la mayor fue el informe del estado de Sasha. Unos amigos de Pittsburgh me habían escrito diciendo que estaba siendo acosado de nuevo por las autoridades de la prisión y que su salud se estaba quebrantando. Por fin, el 31 de diciembre, llegó una carta suya. No podía haber recibido ningún regalo mejor de Año Nuevo. Yegor sabía que me gustaba estar a solas en estas ocasiones y, atentamente, salió discretamente de la habitación.
Apreté los labios contra el preciado sobre y lo abrí con dedos temblorosos. Era una larga carta clandestina, fechada el 20 de diciembre, y escrita en varios folios con la pequeña caligrafía que había adoptado, cada palabra resaltaba con claridad.
«Imagino cómo tu visita y mi extraño comportamiento deben haberte afectado», escribía. «Ver tu cara después de todos estos años me dejó completamente desconcertado. No podía pensar, no podía hablar. Era como si todos mis sueños de libertad, todo el mundo de los vivos, estuvieran concentrados en el pequeño y brillante dije que colgaba de la cadena de tu reloj. No podía separar mis ojos de él, no podía evitar que mi mano jugueteara con él. Absorbió todo mi ser. Y todo el tiempo era consciente de lo nerviosa que te ponía mi silencio, y no podía decir una palabra».
Los terribles meses desde mi visita a Sasha habían mitigado la intensidad de mi decepción de entonces. Sus líneas la revivieron de nuevo. Pero su carta mostraba lo de cerca que había seguido los acontecimientos. «Si la prensa reflejaba los sentimientos de la gente —continuó—, la nación debe de haber caído repentinamente en el canibalismo. Había momentos en los que tenía un miedo mortal por tu vida y por la seguridad de los otros compañeros arrestados... Tu actitud de orgullosa autoestima y tu admirable control contribuyeron mucho al buen resultado. Me conmovió especialmente tu comentario sobre que cuidarías fielmente al herido, si requiriera tus servicios, pero que el pobre muchacho, condenado y abandonado por todos, necesitaba y merecía tu compasión y ayuda más que el Presidente. Más notablemente que tus cartas, ese comentario me reveló el gran cambio operado en nosotros por el paso de los años. Sí, en nosotros, en ambos, porque mi corazón se hacía eco de tu maravilloso sentimiento. ¡Qué imposible hubiera sido ese pensamiento hace una década! Lo hubiéramos considerado una traición al espíritu de la revolución; hubiera sido un ultraje a todas nuestras tradiciones incluso admitir la humanidad de un representante oficial del capitalismo. ¿No es significativo que los dos —tú viviendo en el mismo corazón del pensamiento y las actividades anarquistas y yo en una atmósfera de absoluto aislamiento y represión— hayamos llegado al mismo punto de evolución después de diez años de caminos divergentes?»
Mi querido y fiel amigo, ¡qué magnífico y qué valiente era al admitir tan francamente el cambio! Según leía me iba sorprendiendo más de los grandes conocimientos que Sasha había adquirido desde su encarcelamiento. Trabajos de ciencia, filosofía, economía, incluso metafísica —era evidente que había leído muchos de ellos, que los había estudiado críticamente y que los había digerido—. Su carta avivó cientos de recuerdos del pasado, de nuestra vida en común, de nuestro amor, de nuestro trabajo. Estaba absorta en ellos; el tiempo y el espacio desaparecieron; los años transcurridos se borraron y reviví el pasado. Mis manos acariciaban la carta, mis ojos vagaban ensoñadoramente por las líneas. Entonces, la palabra «Leon» atrajo mi atención y continué leyendo:
«He leído sobre la maravillosa personalidad del joven, sobre su incapacidad para adaptarse a condiciones brutales y sobre la rebelión de su alma. Esto aclara de forma importante las causas del Attentat. Desde luego, es al mismo tiempo la mayor tragedia de martirio y la más terrible denuncia a la sociedad lo que impulsa a los hombres y mujeres más nobles a derramar sangre humana, aunque sus almas se horroricen. Lo más importante es que se recurra a métodos drásticos de este tipo solo como última medida. Para que tengan valor deben estar motivados por necesidad social más que individual y ser dirigidos contra un enemigo directo e inmediato del pueblo. El significado de tal acción es comprendido por la mente popular y en eso solo yace el valor propagandístico y educativo de un Attentat, excepto si es exclusivamente un acto de terrorismo».
Se me cayó la carta de las manos. ¿Qué querría decir Sasha? ¿Insinuaba que McKinley no era «un enemigo inmediato del pueblo»? ¿Que no era un sujeto para un Attentat con «valor propagandístico y educativo»? Estaba desconcertada. ¿Había leído bien? Había todavía otro párrafo: «No creo que la acción de Leon fuera terrorista, y dudo de que fuera educativa, porque la necesidad social de su ejecución no era manifiesta. No debes interpretar mal esto, repito: como expresión de revuelta personal era inevitable y en sí una denuncia de las condiciones existentes. Pero carecía de la base de necesidad social y, por lo tanto, el valor del acto quedó anulado en gran medida».
La carta cayó al suelo, dejándome aturdida. Con voz seca y extraña grité: «¡Yegor! ¡Yegor!»
Mi hermano entró corriendo.
—¿Qué ha pasado, querida? Estás temblando. ¿Qué sucede? —gritó alarmado.
—¡La carta! —susurré con voz ronca—. Léela; dime si me he vuelto loca.
—Una carta preciosa —le oí decir—, un documento humano, aunque Sasha no ve la necesidad social del acto de Czolgosz.
—Pero, ¿cómo puede Sasha —grité con desesperación—, él entre todos —él mismo incomprendido y repudiado por los mismos trabajadores a los que había querido ayudar— cómo puede él interpretarlo así?
Yegor intentó calmarme, explicarme lo que Sasha había querido decir con «las bases sociales necesarias». Cogiendo otra hoja, empezó a leer:
«El esquema de subordinación política es sutil en América. Aunque McKinley era el más alto representante de nuestro moderno sistema de esclavitud, no podía ser considerado como un enemigo directo e inmediato del pueblo. En un sistema absolutista el autócrata es visible y tangible. El despotismo real de las instituciones republicanas es mucho más profundo, más insidioso, porque descansa sobre la ilusión popular del autogobierno y la independencia. Este es el origen de la tiranía democrática y como tal no puede ser alcanzada por una bala. En el capitalismo moderno es la explotación económica, más que la opresión política, el enemigo real del pueblo. La política no es más que la criada. De aquí que la batalla deba ser librada en el campo económico más que en el político. Es por esto por lo que considero mi acto como mucho más significativo y educativo que el de Leon. Estaba dirigido contra un opresor real y tangible, visto como tal por el pueblo».
De repente me vino una idea a la mente. Sasha estaba utilizando los mismos argumentos que Johann Most utilizó contra él. Most había proclamado la futilidad de los actos individuales de violencia en un país carente de conciencia proletaria y había señalado que el trabajador americano no comprendía los motivos de tales acciones. No menos que yo, Sasha había considerado entonces a Most un traidor a nuestra causa y a él mismo. Luché denodadamente contra Most por ello —Most, que había sido mi maestro, mi gran inspiración—. Y ahora, Sasha, que todavía creía en los actos de violencia, negaba la «necesidad social» de la acción de Leon.
¡Qué farsa, qué farsa cruel y sin sentido! Me sentía como si hubiera perdido a Sasha, rompí a llorar de forma incontrolable.
Por la noche Ed vino a buscarme. Varios días antes habíamos quedado en celebrar juntos el Año Nuevo, pero me sentía demasiado deprimida para ir. Yegor intentó persuadirme, diciendo que me ayudaría a distraerme. Pero estaba completamente trastornada. Cuando llegó el Nuevo Año estaba en cama enferma.
El doctor Hoffmann estaba tratando otra vez a la señora Spenser y me llamó para que la cuidara. El trabajo me obligó a retomar la vida de nuevo. Seguía la rutina diaria casi inconscientemente, por costumbre, mi mente seguía con Sasha. Era un peculiar autoengaño por su parte, seguía diciéndome a mí misma, creer que su acto había sido más valioso que el de Leon. ¿Le habían llevado los años de aislamiento y sufrimientos a pensar que su acto había sido mejor comprendido por el pueblo que el de Czolgosz? Quizás esto le había servido como un pilar en el que apoyarse durante esos terribles años en la cárcel. Era eso, no cabía duda, lo que le había mantenido con vida. No obstante, parecía increíble que un hombre de su claridad y capacidad de juicio estuviera tan ciego para valorar el acto político de Leon.
Escribí a Sasha varias veces señalando que el anarquismo no dirige sus fuerzas contra las injusticias económicas solamente, sino que incluye también las políticas. Sus respuestas solo subrayaban la gran diferencia de nuestros puntos de vista. Estas aumentaban mi tristeza y me hicieron darme cuenta de que era inútil continuar con la discusión. Desesperada, dejé de escribirle.
Después de la muerte de McKinley la campaña contra el anarquismo y sus partidarios continuó con mayor fiereza. La prensa, el púlpito y otros portavoces públicos rivalizaban frenéticamente unos con otros en su furia contra el enemigo común. El más violento era Theodore Roosevelt, el recién investido presidente de los Estados Unidos. Como vicepresidente, sucedió a McKinley en el trono presidencial. La ironía del destino había, de la mano de Czolgosz, preparado el camino al poder al héroe de San Juan. En gratitud por ese servicio involuntario, Roosevelt se volvió rabioso. Su mensaje ante el Congreso, destinado a dañar al anarquismo, fue en realidad un golpe mortal a la libertad social y política de los Estados Unidos.
Se siguieron leyes antianarquistas en rápida sucesión, sus patrocinadores del congreso estaban muy ocupados inventando nuevos métodos para exterminar a los anarquistas. Era evidente que el senador Hawley no consideraba suficiente su sabiduría profesional para asesinar al dragón anarquista. Declaró públicamente que daría mil dólares por disparar a un anarquista. Fue una oferta baja teniendo en cuenta el precio que Czolgosz había pagado por disparar al presidente.
Con amargura sentía que los radicales americanos que se habían mostrado cobardes cuando se necesitaba tanto el valor y la osadía eran los responsables principales de estos acontecimientos. No era de extrañar que los reaccionarios clamaran tan descaradamente por medidas despóticas. Se veían a sí mismos como amos absolutos de la situación en el país, casi sin ninguna oposición organizada. La legislatura de Nueva York aprobó con rapidez la ley Criminal Anarchy y lo mismo sucedió con un estatuto similar en New Jersey. Dicha ley ayudó a fortalecer mi convicción de que nuestro movimiento en los Estados Unidos estaba pagando muy caro sus incoherencias.
Gradualmente empezaron a manifestarse signos del despertar en nuestras filas; se estaban alzando voces contra el inminente peligro para las libertades americanas. Pero tenía la sensación de que se había dejado pasar el momento psicológico; no se podía hacer nada contra la marea reaccionaria. Al mismo tiempo, no podía resignarme a la terrible situación, La jauría salvaje que aullaba por nuestras vidas despertó mi indignación. No obstante, me quedé paralizada, inerte, incapaz de hacer nada excepto atormentarme con inacabables cómos y porqués.
En medio de la agobiante situación nos echaron del piso, el casero se había enterado de alguna forma de mi identidad. Tras gran des dificultades encontramos alojamiento en el mismo corazón del ghetto, en la calle Market, en el quinto piso de una congestionada casa de vecindad. Los propietarios del East Síde estaban acostumbrados a tener por inquilinos a toda clase de radicales. Por otra parte, el nuevo sitio era más barato y tenía habitaciones luminosas. Era muy fatigoso tener que subir tantos tramos de escaleras un montón de veces al día, pero era preferible a tener vecinos ruidosos sobre nuestras cabezas. Los judíos ortodoxos tomaban al pie de la letra a Jehovah, especialmente su mandato de multiplicarse. No había familia en la casa que tuviera menos de cinco hijos, algunas tenían ocho o diez. A pesar de mi amor por los niños, no hubiera podido quedarme mucho tiempo en el piso con el ruido constante de los pequeños pasos sobre mi cabeza.
Mi buen amigo Solotaroff consiguió hacer que varios doctores del East Side me dieran empleo. Sus pacientes, judíos e italianos, pertenecían mayoritariamente a las familias más pobres, sus moradas consistían por lo general en dos o tres habitaciones para seis o más personas. Sus ingresos eran de quince dólares de media a la semana, y pagaban a la enfermera diplomada cuatro dólares al día. Para ellos las enfermeras eran un lujo que se permitían solo en enfermedades muy graves. Ejercer mi profesión en esas condiciones no solo era difícil, sino extremadamente doloroso. Estaba obligada a mantener el nivel salarial de mi profesión. No podía ofrecer mis servicios a un precio más bajo y, por lo tanto, tenía que encontrar otros medios de ayudar a esa pobre gente.
Normalmente trabajaba de noche, pues muy pocas enfermeras estaban dispuestas a aceptar casos nocturnos, mientras que yo lo prefería. La presencia de parientes y sus constantes intromisiones, la charla continua, los lloros y, sobre todo, su horror al aire fresco hacían que el trabajo diurno me resultara de lo más agotador. «¡Tú, mujer mala! —me riñó una vez una anciana por abrir una ventana en la habitación del enfermo—, ¿quieres matar a mi niño?» Por la noche tenía carta blanca para darle a mis pacientes los cuidados que necesitaban. Con la ayuda de un libro y un gran puchero de café que yo misma hacía, las horas pasaban con rapidez.
Aunque nunca rechazaba ningún caso, sin importarme la naturaleza de la enfermedad, prefería cuidar a los niños; se encuentran tan patéticamente desvalidos cuando están enfermos; responden con tanta gratitud a la paciencia y la amabilidad.
Trabajar bajo un nombre supuesto me proporcionó muchas anécdotas. Una vez, un joven socialista que conocía me llamó para que cuidara de su madre. Había tenido neumonía doble, me informó; era una mujer muy grande y difícil de manejar. Cuando estaba a punto de acompañarle me di cuenta de que estaba inquieto, como si quisiera decirme algo y no supiera cómo. «¿Qué sucede?», pregunté. Me confió que su madre se había expresado de forma muy violenta contra mí durante el pánico que siguió al atentado a McKinley; había dicho repetidas veces: «Si tuviera entre mis manos a esa mujer, la rociaría con queroseno y la quemaría viva». Quería que lo supiera antes de aceptar el caso. «Muy generosa tu madre —dije—, pero en su situación actual dudo mucho que pueda llevar a cabo su amenaza». Mi joven socialista se quedó profundamente impresionado.
Después de fres semanas de esfuerzos nuestra enferma consiguió burlar a la de la guadaña. Se había recuperado lo suficiente para pasarse sin una enfermera de noche y me estaba haciendo a la idea de marcharme. Para sorpresa mía el joven socialista anunció que su madre quería que se despidiera a la enfermera de día y que yo ocupara su lugar.
— La señorita Smith es una enfermera excelente —le había dicho a su hijo.
—¿Sabes quién es realmente? —preguntó él—. ¡Es la terrible Emma Goldman!
—¡Dios mío! —gritó la madre—, espero que no le hayas dicho lo que dije sobre ella.
El muchacho admitió que así había sido.
—¿Y me cuidó tan bien? ¡Sí, desde luego es una enfermera excelente!
Con la llegada del buen tiempo el número de mis pacientes disminuyó. No lo lamentaba; estaba muy cansada y necesitaba reposar. Quería tener más tiempo para leer y para estar con Dan, Yegor y Ed. Una dulce y armoniosa amistad con este último había reemplazado a nuestras turbulentas emociones del pasado. Nuestra separación había tenido un profundo efecto en Ed, lo había hecho más tolerante y maduro, más comprensivo. Ed encontraba solaz en su hijita y en la lectura. Nuestra amistad intelectual nunca había sido tan estimulante y placentera.
Tenía todo lo que un ser humano podía desear y, no obstante, en mi mente reinaba el caos y en mi corazón sentía un creciente anhelo. Ansiaba retomar la vieja lucha, hacer que mi vida fuera valiosa para algo más que para mis intereses personales. Pero, ¿cómo volver?, ¿dónde empezar de nuevo? Me parecía que había quemado las naves tras de mí, que no podría ya cruzar el abismo, que se había hecho tan grande desde los terribles días de Buffalo.
Una mañana vino a verme el joven anarquista inglés William McQueen. Le conocí en mi primer viaje a Inglaterra en 1895; él organizó mis conferencias en Leeds y fue mi anfitrión. También le había visto varias veces desde que llegó a América. Ahora venia a invitarme a hablar en Paterson a favor de los tejedores de seda en huelga. McQueen y el anarquista austríaco Rudolph Grossmann iban a dirigir un mitin público y los huelguistas me habían pedido que fuera.
Era la primera vez desde la tragedia de Czolgosz que los trabajadores se dirigían a mí, e incluso mis propios compañeros. Me aferré a esa oportunidad como alguien perdido en el desierto se lanza a un pozo.
La noche anterior al mitin tuve una pesadilla, me desperté gritando, lo que atrajo a Yegor a mi cabecera. Bañada en sudor frío y con los nervios descompuestos le conté a mi hermano todo lo que podía recordar del sueño.
Soñé que estaba en Paterson. La gran sala estaba abarrotada, yo en la plataforma. Di un paso hasta el borde y comencé a hablar. Parecía que el mar de humanidad que estaba a mis pies me arrastraba. Las olas subían y bajaban a tono con las inflexiones de mi voz. Luego se alejaron de mí cada vez más deprisa, llevándose a la gente. Me quedé en la plataforma, completamente sola, mi voz se acalló en el silencio que me rodeaba. Sola, pero no del todo. Algo se removía, tomaba forma, crecía ante mis ojos. Yo estaba tensa, esperando sin aliento. La forma avanzaba, se acercaba al mismo borde de la plataforma, se mantenía erecta, con la cabeza hacia atrás, con sus grandes ojos brillando en los míos. Mi voz luchaba por salir de mi garganta, y con gran esfuerzo grité: «¡Czolgosz! ¡Leon Czolgosz!»
Se apoderó de mi el miedo, temía que no podría hablar en el mitin de Paterson. En vano intenté deshacerme de la sensación de que cuando subiera a la tribuna, la cara de Czolgosz emergería de la multitud. Le mandé un telegrama a McQueen diciendo que no podía ir.
Al día siguiente los periódicos publicaron la noticia del arresto de McQueen y Grossmann. Me horrorizó pensar que había permitido que un sueño me impidiera responder a la llamada de los huelguistas. Había permitido que me influyera un espectro y me había quedado tranquila en casa mientras mis jóvenes compañeros estaban en peligro «¿Me obsesionaría la tragedia de Czolgosz hasta el fin de mis días?», me preguntaba continuamente. La respuesta llegó antes de lo esperado.
«Disturbios sangrientos —Trabajadores y campesinos asesinados — Estudiantes azotados por cosacos...» La prensa estaba llena de los sucesos de Rusia. Una vez más la lucha contra la autocracia zarista había atraído la atención mundial. La espantosa brutalidad de una parte, el heroísmo y el valor gloriosos de otra, me sacaron del letargo que había paralizado mi voluntad desde los días de Buffalo. Con acusada claridad me di cuenta de que había dejado el movimiento en su momento más crítico, que le había dado la espalda a nuestro trabajo cuando más se me necesitaba, que incluso había empezado a dudar del ideal y de la fe de mi vida. Y todo por un puñado de gente que había resultado ser cobarde y despreciable.
Intenté excusar mi pusilanimidad por la gran preocupación que sentí por el muchacho abandonado. Mi indignación por los miedosos había surgido, me decía a mí misma, de mi compasión por Czolgosz. Sin duda, ese había sido el motivo que me había impulsado a adoptar esa postura; me había impulsado de tal forma que incluso me había vuelto contra Sasha porque no había podido ver en el acto de Czolgosz lo que estaba tan claro para mí. Mi rencor se había extendido hasta ese querido amigo y me había hecho olvidar que estaba en la cárcel y que todavía me necesitaba.
Ahora, sin embargo, otro pensamiento martilleaba en mi cabeza, la idea de que quizás había habido otros motivos, motivos más egoístas de lo que me había hecho creer a mí misma y a los demás. Mi propia incapacidad para enfrentarme al primer y gran problema de mi vida me había hecho ver que la confianza en mí misma, con la que siempre había proclamado podría permanecer sola, me había abandonado en el momento en que tenía que haber hecho uso de ella. No había soportado ser repudiada y rehuida; no había podido hacer frente a la derrota. Pero, en lugar de admitirlo para mí misma al menos, había estado debatiéndome ciega de ira. Me había vuelto resentida y me había recluido en mí misma.
Carecía de las cualidades que más había admirado en los héroes del pasado, y también en Czolgosz; la fuerza para permanecer y morir solos. Quizás se necesite más valor para vivir que para morir. Morir es un momento, pero las exigencias de la vida son interminables —un millar de cosas pequeñas y mezquinas que ponen a prueba las fuerzas de uno y le dejan demasiado agotado para enfrentarse al momento de la prueba—.
Salí de mi tortuosa introspección como de una larga enfermedad, todavía no estaba en posesión de mi antiguo vigor, pero estaba decidida a intentar una vez más endurecer mi voluntad para hacer cara a las exigencias de la vida, fueran las que fueran.
Mi primer paso vacilante después de meses de muerte espiritual fue una carta a Sasha.
Las noticias de Rusia indujeron a los radicales del East Side a una actividad frenética. Sindicalistas, socialistas y anarquistas dejaron de lado sus diferencias políticas para poder ayudar mejor a las víctimas del régimen ruso. Se realizaron grandes mítines y se recabaron fondos para los que estaban en las cárceles y en el exilio. Retomé el trabajo con renovadas fuerzas. Deje de ejercer la enfermería para poder dedicarme enteramente a las necesidades de Rusia. Al mismo tiempo pasaban en América las suficientes cosas para agotar nuestras mayores energías.
Los mineros del carbón estaban en huelga. Las condiciones en las regiones mineras eran espantosas y necesitaban ayuda urgente. Los políticos del movimiento obrero estaban ocupados hablando para la prensa y haciendo poco por los huelguistas. La entereza que mostraron al principio de la huelga se derrumbó cuando el hombre del Gran Garrote apareció en escena. El presidente Roosevelt mostró de repente interés por los mineros. Ayudaría a los huelguistas, anunció, si sus representantes eran razonables y le daban la oportunidad de ir tras los propietarios. Eso fue como el maná para los políticos de los sindicatos. De inmediato transfirieron la responsabilidad a los hombros presidenciales de Teddy. No había ya necesidad de preocuparse; su sabiduría oficial encontraría la solución adecuada a los fastidiosos problemas. Mientras tanto, los mineros y sus familias pasaban hambre y la policía intimidaba a todos aquellos que llegaban a la región minera a animar a los huelguistas.
Los elementos radicales no se dejaron embaucar por el interés del presidente ni aumentó su le en el repentino cambio de parecer de los propietarios. Trabajaron sin parar recabando fondos y manteniendo el ánimo de los hombres. El calor se había hecho demasiado opresivo para hacer mítines públicos, lo que nos dio una tregua. No obstante, podíamos recorrer los sindicatos, hacer picnics y organizar otros eventos para conseguir dinero. Mi vuelta a la actividad pública me rejuveneció y me hizo cobrar nuevo interés por la vida.
Me pidieron que emprendiera una serie de conferencias con el propósito de recaudar dinero para los mineros y para las víctimas de Rusia. Sin embargo, no tuvimos en cuenta a las autoridades de los distritos en huelga. Nuestra gente no pudo conseguir allí ninguna sala: en las raras ocasiones en que un propietario era lo suficientemente valiente como para alquilarnos su local, la policía dispersaba nuestras reuniones. En varias ciudades, entre ellas Wilkesbarre y McKeesport, fueron a recibirme a la estación los guardianes de la ley y me mandaron de vuelta. Finalmente, se decidió que debía concentrar mis esfuerzos en las ciudades más grandes de las regiones en huelga. En estas no encontré dificultades hasta que llegué a Chicago.
Mi primera conferencia allí trataba sobre Rusia y tuvo lugar en una abarrotada sala del West Side. Como siempre, la policía estaba presente, pero no interfirió. «Creemos en la libertad de expresión —le dijo al comité uno de los policías—, siempre y cuando Emma Goldman hable sobre Rusia». Afortunadamente mi trabajo a favor de los mineros se desarrollaba casi exclusivamente en los sindicatos, y la policía no podía hacer nada allí.
La última conferencia debía darse en la Chicago Philosophical Society, una organización con tribuna libre, Sus reuniones semanales se habían celebrado siempre en el Handel Hall, en el que la sociedad tenía un largo contrato de arrendamiento. Los propietarios del local no habían hecho nunca ninguna objeción ni a los oradores ni a los temas tratados, pero el domingo que debía hablar en Handel Hall se impidió la entrada al público. El portero, pálido y tembloroso, declaró que habían ido a «verle» unos detectives. Le habían informado de la ley Criminal Anarchy, por la cual quedaría expuesto a ser arrestado, encarcelado y multado si permitía hablar a Emma Goldman. Ocurría que esa ley no había sido aprobada en Illinois, pero ¿qué importaba eso? A pesar de todo, di la conferencia prohibida. Otro propietario, más versado en sus derechos legales y no tan asustadizo, consintió en dejarme hablar sobre el peligroso tema de Los Aspectos Filosóficos del Anarquismo.
El viaje fue penoso y agotador, más aún porque me veía en la necesidad de hablar rodeada de perros guardianes dispuestos a saltar sobre mí en cualquier momento, así como por tener que cambiar de salas en el último minuto. Pero agradecía las dificultades. Me ayudaron a reavivar mi espíritu de lucha y a convencerme de que los que detentaban el poder nunca aprenderían hasta qué punto la persecución es el fermento del ardor revolucionario.
Hacía poco que había vuelto a casa cuando me llegó la noticia de la muerte de Kate Austen. ¡Kate, la más atrevida y valerosa voz de las mujeres americanas! Se elevó de los abismos hasta alcanzar alturas intelectuales que mucha gente culta no podía ni tocar. Amaba la vida y su alma se inflamaba por los oprimidos, los que sufren y los pobres. ¡Qué magnifica había sido mientras duró la tragedia de Buffalo! Hacía solo un mes que había escrito, entre las sombras de su propia muerte, un entusiasta tributo a Czolgosz. Y ahora había partido, y con ella una de las más grandes personalidades de nuestras filas. Su muerte no fue solo la pérdida de una compañera, sino también la de una amiga querida. Junto con Emma Lee era la única mujer a la que había estado unida y la única que comprendía las complejidades de mi ser mejor que yo misma. Su sensibilidad me había ayudado a superar muchos momentos difíciles. Ahora estaba muerta y mi corazón abatido.
En una vida agitada como la mía, las penas y las alegrías se suceden tan rápidamente que no fe dejan tiempo para recrearte mucho en ninguna de ellas. Mi pena por la pérdida de Kate era todavía aguda cuando se produjo otra conmoción. Un antiguo alumno de Voltairine de Cleyre la había disparado y herido gravemente. Un telegrama que venía de Filadelfia me informó de que estaba en el hospital en situación crítica y me sugirió que recaudara dinero para el tratamiento.
Había visto muy poco a Voltairine desde nuestro desafortunado malentendido en 1894. Había oído que no se encontraba bien y que se había ido a Europa a recuperar la salud. En mi última visita a Filadelfia me dijeron que estaba haciendo grandes esfuerzos para ganarse la vida enseñando inglés a los inmigrantes judíos y dando clases de música, al mismo tiempo continuaba con sus actividades en el movimiento. Admiraba sus energías y laboriosidad, pero me sentía herida y rechazada por lo que me parecía una actitud poco razonable y mezquina de su parte. No podía acudir a ella, ni ella se había puesto en contacto conmigo durante todos esos años. Su valiente postura durante la histeria que siguió al suceso de Buffalo aumentó mucho la estima que sentía por ella y su carta al senador Hawley, publicada en Free Society, quien había dicho que daría mil dólares por disparar a un anarquista, me produjo una profunda impresión. Mandó su dirección al patriota senatorial y le escribió que estaba dispuesta a darle el placer de disparar a una anarquista gratis, con la sola condición de que le permitiera explicarle los principios del anarquismo antes de abrir fuego.
«Tenemos que empezar enseguida a recaudar fondos para Voltairine», le dije a Ed. Sabía que le disgustaría que se hiciera un llamamiento público a su favor y Ed estaba de acuerdo en que debíamos dirigirnos a nuestros amigos en privado. Solotaroff, el primero al que acudimos, respondió magníficamente, a pesar de estar en mala salud y de que su consulta estaba dando pocos beneficios. Sugirió que viéramos a Gordon, el antiguo amante de Voltairine; se había convertido en un médico famoso y financieramente estaba en buena posición de ayudar a Voltairine, quien había hecho tanto por él. Solotaroff se ofreció voluntario para hablar con Gordon.
Los resultados de nuestras pesquisas fueron alentadores, aunque también encontramos experiencias desagradables. Un amigo de Voltairine del East Side declaró que no creía en la «caridad privada», y hubo también otros cuya compasión se había embotado con el éxito material. Pero las almas generosas compensaron por el resto y no tardamos en conseguir quinientos dólares. Ed fue a Filadelfia con el dinero. Cuando regresó nos informó de que habían sido extraídas dos de las balas. La tercera no podía ser tocada porque estaba alojada muy cerca del corazón. La principal preocupación de Voltairine, nos dijo Ed, era el muchacho que había atentado contra su vida, y ya había declarado que no le denunciaría.
Max y Millie iban a visitar Nueva York en Navidad y la ocasión resultó un placer inesperado. Ed había estado durante algún tiempo instándome a que le permitiera realizar su viejo sueño de vestirme con «ropas decentes». Insistió en que había llegado el momento de cumplir su promesa; debía ir con él a las mejores tiendas y dar rienda suelta a mi fantasía.
Me di cuenta tan pronto como llegamos a la elegante tienda de que una fantasía desbordada era una cosa cara y no quería dejar a Ed en la bancarrota. «Salgamos corriendo, rápido —susurré—, este lugar no es para nosotros». «¿Salir corriendo? ¿Emma Goldman salir corriendo? —se burlaba Ed—, te quedarás el tiempo necesario para que te tornen medidas y déjame a mí el resto».
El día de Nochebuena empezaron a llegar cajas al apartamento: un abrigo maravilloso con cuello de astracán de verdad y turbante y manguito a juego. También había un vestido, ropa interior de seda, medias y guantes. Me sentía como Cenicienta. Ed rebosó felicidad cuando me vio completamente ataviada. «Así es como siempre he querido que estuvieras —exclamó—, algún día todos podrán tener cosas bonitas como estas».
En el Hofbrau Haus ya estaban esperando Max y Millie. Ella también estaba vestida para la ocasión y Max estaba de muy buen ánimo. Me preguntó si me había casado con un Rockefeller o descubierto una mina de oro. Estaba demasiado elegante para un proletario como él, rió. «Estos trapos merecen al menos tres botellas de Trabacher», gritó, pidiéndolas en el acto. Éramos el grupo más alegre del lugar.
Millie se marchó a Chicago antes que Max. Él se quedó unos días y pasamos mucho tiempo juntos, paseando, yendo a galerías de arte y a conciertos. La noche de su partida acompañé a Max a la estación. Mientras estábamos en el andén, charlando, se acercaron a nosotros dos hombres que resultaron ser detectives. Nos arrestaron y nos llevaron a la comisaría de policía, donde nos interrogaron y luego nos soltaron. «¿En base a qué hemos sido arrestados?», exigí saber. «Por principios generales», respondió amablemente el sargento. «¡Sus principios están podridos!», repliqué acaloradamente. «Sigue —vociferó—, eres Emma la Roja, ¿no? Eso es suficiente».
Por una carta de Solotaroff me enteré de que Gordon se había negado a ayudar a Voltairine. Esta había trabajado penosamente durante años para ayudarle mientras estaba en la universidad y, ahora que estaba enferma, no tenía ni una palabra amable para ella. Mi intuición sobre él había sido correcta. Estuvimos de acuerdo en no decirle nada a Voltairine sobre la cruel indiferencia del hombre que una vez había significado tanto para ella.
Voltairine no solo se negó a denunciar al joven que le había disparado, sino que incluso pidió a nuestra prensa que le ayudaran en su defensa. «Está enfermo, pobre y sin amigos —escribió—, lo que necesita es amabilidad, no la cárcel». En una carta a las autoridades señaló que el muchacho había estado sin trabajo durante mucho tiempo y que como resultado de sus preocupaciones sufría alucinaciones. Pero la ley tenía que cobrarse su presa: el joven fue declarado culpable y sentenciado a seis años y nueve meses.
El veredicto le provocó a Voltairine una recaída muy grave que nos mantuvo en angustiosa espera durante semanas. Finalmente, fue declarada fuera de peligro y pudo abandonar el hospital.
Los periódicos de Filadelfia proporcionaron su lado divertido a este trágico incidente. Como el resto de la prensa americana, durante años habían estado llenos de invectivas contra el anarquismo y los anarquistas. «Demonios encarnados —defensores de la muerte y la destrucción —cobardes» eran algunos de los epítetos más delicados que nos aplicaban. Pero cuando Voltairine se negó a denunciar a su asaltante y le defendió, los mismos editores escribieron que «el anarquismo era la verdadera doctrina del Nazareno, el evangelio del perdón».
Capítulo XXVI
La Ley de Inmigración Antianarquista fue finalmente aprobada por el Parlamento y, por lo tanto, no se permitiría la entrada a los Estados Unidos a ninguna persona que no creyera en el gobierno organizado. De acuerdo a sus disposiciones, hombres como Tolstoi, Kropotkin, Spencer o Edward Carpenter podían ser excluidos de las hospitalarias costas de América. Los liberales templados se dieron cuenta demasiado tarde del peligro de esta ley para el pensamiento progresista. Si unidos se hubieran opuesto a las actividades de los elementos reaccionarios, el estatuto podría no haber sido aprobado. No obstante, el resultado directo de este nuevo ataque a las libertades americanas fue un cambio notorio en la actitud hacia los anarquistas. Yo misma dejé de estar maldita, y la misma gente que había sido hostil hacia mí empezó a buscarme. Varias organizaciones, como el Manhattan Liberal Club, la Brooklyn Philosophical Society y otras más, me invitaron a hablar. Acepté con mucho gusto, pues era la oportunidad que había estado esperando durante años para llegar a los intelectuales nativos y poder instruirlos sobre el verdadero significado del anarquismo. En estas reuniones hice nuevos amigos y me reencontré con otros antiguos, como Ernest Crosby, Leonard D. Abbott y Theodore Schroeder.
En el Club Sunrise llegué a conocer a muchas personas de ideas progresistas. Entre los más interesantes estaban Elizabeth y Alexis Ferm, John y Abby Coryell. Los Ferm eran los primeros americanos que conocía cuyas ideas sobre la educación estaban a la par con las mías; pero mientras que yo simplemente defendía una nueva forma de acercarse al niño, los Ferm trasladaron sus ideas a la práctica. En la Playhouse, como se llamaba su escuela, los niños de la vecindad no estaban obligados ni por normas ni por libros de texto. Eran libres de ir y venir y de aprender por medio de la observación y la experiencia. No conocía a nadie que comprendiera tan bien la psicología infantil como Elizabeth y que fuera tan capaz de sacar lo mejor de los jóvenes. Ella y Alexis se consideraban partidarios del impuesto único, pero en realidad eran anarquistas por sus opiniones y modo de vida. Era un acontecimiento estupendo visitar su casa, que era también la escuela, y ser testigo de la bonita relación existente entre ellos y los niños.
Los Coryell compartían en gran medida las mismas cualidades; John poseía una excepcional profundidad de pensamiento. Me parecía más europeo que americano, de hecho, había visto mucho mundo. De joven había sido cónsul de los Estados Unidos en Cantón, China. Luego vivió en Japón, viajó mucho y se relacionó con gentes de diferentes países y razas. Esto le proporcionó un concepto de la vida más amplio y un conocimiento más profundo de los seres humanos. John tenía un talento considerable como escritor; era el autor de las historias originales de Nick Carter y había ganado fama y dinero bajo el seudónimo de Bertha M. Clay. Era también colaborador habitual de la revista Physical Culture, debido a su interés por los temas relacionados con la salud y porque esta le dio la primera oportunidad para expresarse libremente sobre los temas que le importaban. Era una de las personas más generosas que había conocido. Había hecho una fortuna con sus escritos, de la cual no había guardado casi nada para sí, repartiéndola generosamente entre aquellos que lo necesitaban. Su mayor encanto radicaba en su rico sentido del humor, no menos incisivo por su estilo refinado. Los Coryell y los Ferm se convirtieron en mis amigos americanos más queridos.
También veía con frecuencia a Hugh O. Pentecost. Había cambiado mucho desde que le conocí durante mi juicio en 1893. No me parecía que tuviera una gran fuerza de carácter, pero estaba entre los más brillantes oradores de Nueva York. Daba conferencias los domingos por la mañana sobre temas sociales, su elocuencia atraía a grandes audiencias. Pentecost visitaba con frecuencia mi apartamento, donde se «sentía natural», como decía a menudo. A su esposa, una bella mujer de la clase media, no le gustaban nada los amigos pobres de su marido, tenía sus ojos puestos en los influyentes suscriptores a sus conferencias.
Una vez organicé una pequeña fiesta en mi apartamento y Pentecost era uno de los invitados. Un poco antes de la fiesta me encontré con la señora Pentecost y le pregunté si le gustaría asistir. «Muchísimas gracias —dijo—, estaré encantada; me gusta visitar los barrios bajos». «¿No es una suerte? —señalé—. Si no, nunca conocería a gente interesante». No asistió a la fiesta.
Mi vida pública se volvió muy animada. Mi trabajo se volvió menos fatigoso cuando varias de mis «cargas» se mudaron de casa, reduciendo así mis gastos. Podía permitirme descansar entre casos. Esto me dio la oportunidad de dedicar mucho tiempo a la lectura, que había tenido olvidada durante un tiempo. Disfrutaba de la nueva experiencia de vivir sola. Podía entrar y salir sin tener que tomar en consideración a los demás y no siempre encontraba una multitud en casa cuando volvía de alguna conferencia. Me conocía lo bastante bien como para darme cuenta de que no era fácil vivir conmigo. Los meses espantosos que siguieron a la tragedia de Buffalo me habían hecho desesperar con la lucha por volver a la vida y al trabajo. El tímido radicalismo de la gente del East Side me había vuelto impaciente e intolerante con los mozalbetes que hablaban del futuro, pero que no hacían nada en el presente. Disfrutaba de la bendición del descanso y de la compañía de unos pocos amigos escogidos, el más querido de todos era Ed, quien ya no estaba celosamente en guardia, exigiendo posesivamente cada pensamiento y cada aliento, sino que daba y recibía libre y espontánea alegría.
A menudo venía a verme cansado y deprimido. Yo sabía que eran las crecientes desavenencias en su hogar; no es que él me hubiera hablado de ello, pero de vez en cuando un comentario casual me revelaba que no era feliz. Una vez, en una conversación, dijo: «En la prisión prefería estar incomunicado a compartir mi celda con alguien. El parloteo continuo de un compañero de celda solía ponerme frenético. Ahora tengo que escuchar una charla incesante y no puedo recurrir al aislamiento». En otra ocasión se refirió con ironía a las chicas y mujeres que fingen tener ideas avanzadas hasta que están seguras de haber cazado a un hombre y luego se vuelven furiosamente contra esas ideas por temor a perder a quien las mantiene. Para animarle llevaba la conversación por otros cauces o le preguntaba sobre su hija. Al momento su rostro se iluminaba y la depresión le abandonaba. Un día me trajo un retrato de la pequeña. Nunca había visto un parecido tan notable. La preciosa cara de la niña me conmovió tanto que sin pensar grité:
—¿Por qué no la traes nunca a verme?
—¿Por qué? —respondió con vehemencia—. ¡La madre! ¡La madre! ¡Si conocieras a la madre!
—¡Por favor, por favor! —protesté—, no digas nada más: ¡no quiero saber nada de ella!
Empezó a recorrer la habitación con impaciencia, prorrumpiendo en un torrente de palabras.
—¡Debes saberlo; debes dejarme hablar! —gritó—. Tienes que dejar que te cuente todo lo que he reprimido durante tanto tiempo.
Intenté detenerle, pero no me hizo caso.
—La rabia y el encono contra ti me llevaron a esa mujer —continuó tempestuosamente—, sí, y a la bebida. Después de nuestra última ruptura estuve bebiendo durante semanas. Luego conocí a esa mujer. La había visto con anterioridad en reuniones radicales, pero nunca significó nada para mí. Ahora me excitaba; la bebida y el haberte perdido me habían enloquecido. Faltaba al trabajo y me abandoné a una desenfrenada disolución, deseando borrar de mi mente el rencor que sentía contra ti por haberte marchado.
Sentí una punzada en el corazón y le agarré la mano gritando:
—¡Oh, Ed! ¿rencor?
—¡Sí, sí! ¡Rencor! —repitió—, ¡incluso odio! Lo sentía porque habías renunciado tan fácilmente a nuestro amor y a nuestra vida juntos. Pero no me interrumpas; tengo que expulsar todo esto de mi cuerpo.
Nos sentamos. Puso su mano sobre la mía y continuó algo más calmado:
—La orgía de alcohol continuó durante semanas. No era consciente del tiempo, no salía ni veía a nadie. Me quedaba en casa, aturdido por la bebida y el sexo. Un día me desperté con la mente terriblemente clara. Harto de mí y de la mujer. Le dije con brutalidad que debía marcharse; que nunca había tenido la intención de que nuestro lío fuera algo permanente. Hizo lo que las mujeres suelen hacer; me dijo que era un seductor cruel y sin escrúpulos. Cuando vio que no me impresionaba empezó a llorar y a suplicar y finalmente declaró que estaba embarazada. Estaba perplejo; pensaba que era imposible, sin embargo, no creía que ella pudiera inventar deliberadamente algo así. Yo no tenía dinero y no podía dejar que se las arreglara sola. Estaba atrapado y tuve que pasar por ello. Unos cuantos meses bajo el mismo techo me hicieron darme cuenta de que no teníamos absolutamente nada en común. Todo lo de ella me repelía; su voz aguda por toda la casa, su parloteo y su chismorreo constante me crispaban los nervios y a menudo me hacían alejarme de la casa, pero pensar que llevaba a mi hijo en sus entrañas siempre me hacía volver. Dos meses antes del parto, durante una de nuestras disputas, me echó en cara que me había engañado. No estaba embarazada cuando me lo dijo. En aquel mismo momento decidí abandonarla tan pronto como el niño naciera. Te reirás de mi, pero el nacimiento de la pequeña despertó extrañas resonancias en mi alma. Me hizo olvidar todo aquello de lo que carecía. Me quedé.
—¿Por qué te torturas, Ed? —intenté tranquilizarle—, ¿por qué sacar a relucir el pasado?
Con ternura se separó de mí,
—Debes escucharme —insistió—, tú formaste parte del principio; es justo que escuches hasta el final. Cuando volviste de Europa, el contraste entre nuestra vida pasada y mi existencia presente me pareció más evidente. Deseaba coger a mi hija y venir a ti para implorar una vez más por nuestro amor. Pero estabas rodeada de otra gente y entregada a tus actividades públicas. Parecías estar completamente curada de lo que una vez habías sentido por mí.
—¡Estabas equivocado! —grité—, todavía Le amaba, incluso cuando nos separamos.
—Ahora lo sé, querida, pero en aquella época parecías indiferente y altiva. No podía dirigirme a ti. Busqué todo el alivio que pude en mi hija. Leía y encontré —sí, encontré— algo de olvido en las obras sobre las que solíamos discutir; podía comprenderlas mejor. Pero mis nervios se embotaron; ya no me afectaba el sonido de la voz chillona. Sus recriminaciones me habían vuelto duro y cínico. Además, descubrí una forma de detenerlas —dijo con una sonrisa.
—¿De qué se trata? —pregunté, contenta de que su tono ya no fuera tan grave—, quizás pueda usarlo con cierta gente.
—Bien, verás —explicó—, saco el reloj, lo sostengo ante los ojos de la señora y le digo que le doy cinco minutos para terminar. Si después de acabado el tiempo continúa en las mismas, me voy de casa.
—¿Y funciona?
—Como por arte de magia. Desaparece por la puerta de la cocina y yo me voy a mi habitación y cierro la puerta con llave.
Reí, aunque en realidad me daban ganas de llorar al pensar en Ed, que siempre había amado el refinamiento y la paz, forzado a tomar parte en escenas vulgares y degradantes.
—La ruptura ha llegado, sin embargo, finalmente —continuó—. De todas formas, tenía que ser así, incluso si nosotros no hubiéramos sido buenos amigos otra vez. Estaba destinado a ser así desde el momento en que me di cuenta del efecto que esas peleas tenían en la niña.
Añadió que durante mucho tiempo había deseado ir a Europa a ver a su madre, pero no había tenido los medios. Ahora estaba en posición de hacerlo. Se llevaría a la niña con él a Viena, y me pidió que le acompañara.
—¿Qué quieres decir con llevarte a la niña? —grité—. ¿Y la madre, qué pasa con ella? Es también su hija, ¿no? Debe serlo todo para ella. ¿Cómo puedes quitársela?
Ed se puso en pie e hizo que yo también me levantara. Con su cara pegada a la mía dijo:
—¡Amor! ¡Amor! ¿No has insistido siempre en que el amor de la madre ordinaria o asfixia al niño a besos o le mata a golpes? ¿A qué viene este sentimentalismo repentino por la pobre madre?
—Lo sé, lo sé, querido —respondí—, no he cambiado de opinión. Sin embargo, la mujer soporta la agonía del nacimiento y alimenta al bebé con su propio cuerpo. El hombre no hace casi nada, y aún así reclama al hijo. ¿No comprendes lo injusto que es, Ed? ¿Ir a Europa contigo? Lo haría ahora mismo. Pero no puedo permitir que nadie le quite a una madre su hijo por mí.
Me acusó de no ser libre; era como todas las feministas que censuran a los hombres por las injusticias que supuestamente hacen a las mujeres y no ven las que el hombre sufre, y también el hijo. De todas maneras se marcharía y se llevaría a su hija con él. Nunca permitiría que su hija creciera en una atmósfera de odio.
Ed me dejó en un tumulto de emociones conflictivas. Tenía que admitir que había sido yo quien le había conducido a los brazos de esa mujer. Sabía, como lo supe cuando le abandoné, que no podía haber actuado de otra forma. No obstante, yo era la causa. Recordé vívidamente el violento arrebato de Ed aquella espantosa noche; era suficiente testimonio de la agonía de su espíritu. No podía negar mi parte en su desgracia; ¿por qué, entonces, le rechazaba ahora que me necesitaba incluso más? ¿Por qué, entonces, le negaba la ayuda que me pedía para su hija? La mujer no significaba nada para mí, desde luego; ¿por qué debía tener escrúpulos ante su pérdida? Siempre había mantenido que el mero proceso físico de la maternidad no hace a una mujer una verdadera madre; ¡aún así, le había dicho a Ed que no le quitara a su hija!
Después de reflexionar mucho concluí que lo que sentía con respecto a la madre de la hija de Ed estaba profundamente arraigado en mis sentimientos por la maternidad en general, esa fuerza muda y ciega que da a luz a la vida con dolor, consumiendo la juventud y las fuerzas de la mujer y dejándola en la ancianidad con una carga para sí y para aquellos a los que ha dado la vida. Era este desamparo de la maternidad lo que me había hecho rehusar aumentar su dolor.
Cuando Ed volvió a verme intenté explicarle esto, pero no me seguía. Dijo que siempre había creído que podía razonar como un hombre, objetivamente; pero ahora pensaba que estaba discutiendo de forma subjetiva, como todas las mujeres. Le respondí que las facultades razonadoras de la mayoría de los hombres no me habían impresionado hasta el punto de desear imitarlos y que prefería pensar a mi manera como mujer. Le repetí lo que ya Le había dicho: que me haría tremendamente feliz ir con él si iba solo o visitarle en Europa algo después, pero que no podía salir corriendo con el hijo de otra mujer.
Temía que mi postura ensombreciera la nueva amistad que me unía a Ed, pero él se lo tomó muy bien. Sus visitas se convirtieron en bellos acontecimientos. Planeaba partir para Europa en Junio, con su hija.
A principios de abril me dijo que estaría muy ocupado durante una semana. Su empresa tenía que comprar una gran remesa de madera y la transacción le mantendría fuera de la ciudad durante unos días. Pero estaría en contacto conmigo y me enviaría un telegrama en cuanto volviera. Durante su ausencia me llamaron para trabajar de noche en un caso en Brooklyn, para cuidar a un niño tuberculoso. Ir y venir era un viaje largo y fatigoso: volvía a casa muy cansada, apenas tenía fuerzas para darme un baño y me dormía en cuanto ponía la cabeza sobre la almohada. Una mañana, muy temprano, me despertó alguien que llamaba al timbre de la puerta de forma violenta y persistente. Era Timmermann, al que no había visto desde hacía más de un año. «¡Claus! —grité—, ¿qué te trae a estas horas?»
Se comportaba de forma inusualmente tranquila y me miró de forma extraña.
—Siéntate —dijo por fin con voz solemne—, tengo algo que decirte.
Me preguntaba qué es lo que le habría ocurrido.
—Es sobre Ed —empezó.
—¡Ed! —grité, repentinamente asustada—, ¿le sucede algo? ¿Está enfermo? ¿Tienes un recado para mí?
—Ed... Ed... —tartamudeó—, Ed ya no puede enviar más recados.
Levanté la mano como para protegerme de un golpe.
—Ed murió anoche —oí decir a Claus con voz temblorosa. Me puse en pie y le miré fijamente.
—¡Estás borracho! —grité—, ¡no puede ser!
Claus me cogió de la mano y con cuidado me hizo sentar a su lado.
—Soy el mensajero de la desgracia; de todos tus amigos tenía que ser yo el que te trajera la noticia. ¡Pobre, pobre muchacha!
Me acariciaba el pelo furtivamente. Nos quedamos sentados en silencio.
Finalmente, Claus habló. Había ido a casa de Ed a cenar con él; había esperado hasta las nueve, pero Ed no volvió, por lo que decidió marcharse. En ese momento un coche se detuvo ante la casa.
El conductor preguntó por el apartamento del señor Brady, diciendo que el señor Brady estaba en el coche, enfermo. ¿Podía alguien ayudar a llevarle arriba? Algunos vecinos salieron y rodearon el coche. Ed estaba dentro, derrumbado en el asiento, inconsciente y respirando con dificultad. La gente le subió arriba mientras Claus fue a buscar a un médico. Cuando volvió, el cochero se había marchado. Todo lo que pudo decir fue que le llamaron a un bar cerca de la estación Long Island, donde encontró al caballero sentado en una silla, encorvado, y sangrando por una herida que tenía en la cara. Estaba consciente, pero solo pudo dar su dirección. El tabernero explicó que el caballero había pedido una copa y la había tomado en la barra, de pie. Luego pagó y se dirigió al lavabo. Por el camino, de repente se desplomó, golpeándose la frente contra la barra. Esa era todo lo que sabían.
El doctor intentó reanimar a Ed por todos los medios, pero fue en vano. Murió sin recobrar la consciencia.
La voz de Claus resonaba en mis oídos, pero apenas oía lo que decía. Nada importaba, solo que Ed estaba entre extraños cuando ocurrió, que fue metido en un coche, que estuvo solo en el momento decisivo. ¡Oh, Ed, mi espléndido amigo, que le habían arrebatado la vida cuando más cerca estaba de su plenitud! ¡Qué crueldad, qué crueldad sin sentido! Mi corazón se deshacía en protestas, las lágrimas que no podía verter para aliviar la profunda pena que sentía me ahogaban.
Claus se levantó diciendo que debía dar la noticia a otros amigos y ayudar a hacer los preparativos para el entierro. «¡Iré contigo! —dije—. Veré a Ed otra vez». «¡Imposible!», objetó Claus. «La señora Brady ya ha dicho que no te dejará entrar. Dijo que le habías robado a Ed cuando estaba vivo y ahora que está muerto no Le dejará acercarte a él. Si vienes tendrás que soportar una escena desagradable».
Me quedé sola con los recuerdos de mi vida con Ed. Por la tarde vino Yegor, conmocionado por la noticia. Había querido a Ed y ahora estaba profundamente apenado. Su dulce preocupación fundió el hielo de mi corazón. Rodeada por sus brazos encontré las lágrimas que antes no pude verter. Nos quedamos sentados muy juntos, hablando de Ed, de su vida, sus sueños y de su fin prematuro. Se hizo tarde y me acordé del muchacho enfermo que me esperaba en Brooklyn. Podía no estar al lado de mi amado difunto, pero al menos, podía ir en ayuda del joven paciente que estaba luchando por la vida.
Los entierros siempre me habían resultado detestables; sentía que expresaban la pena vuelta del revés. Mi dolor era demasiado grande para eso. Fui al crematorio y me encontré con que la ceremonia había terminado, el féretro ya estaba cerrado. Los amigos que sabían de los lazos que me unían a Ed volvieron a levantar la tapa. Me acerqué para mirar el rostro querido, tan maravillosamente sereno en su sueño. El silencio que me rodeaba hizo que la muerte fuera menos espantosa.
De repente un grito agudo resonó en la sala, seguido por otro y por otro. Una voz de mujer gritaba histéricamente: «¡Mi marido! ¡Mi marido! ¡Es mío!» La mujer chillona, con su velo negro de viuda semejando a las alas de un cuervo, se lanzó entre mí y el ataúd, me empujó hacia atrás y cayó sobre el difunto. Una pequeña niña rubia de ojos asustados, que se ahogaba en llanto, se aferraba al vestido de la mujer.
Por un momento me quedé petrificada por el horror. Luego, lentamente, me dirigí hacia la salida, al aire libre, lejos de la repugnante escena. Solo podía pensar en la niña, la réplica de su padre. ¡Su vida sería ahora tan diferente de lo que su padre había querido!
Capítulo XXVII
Recuerdos de mi antigua vida con Ed me llenaron de anhelo por lo que casi había estado otra vez a mi alcance, para serme luego arrebatado. Los recuerdos del pasado me impulsaron a mirar en los rincones más recónditos de mi ser; sus extrañas contradicciones me desgarraban entre mi sed de amor y mi incapacidad para retenerlo durante mucho tiempo. No era solo la irrevocabilidad de la muerte, como en el caso de Ed, ni las circunstancias que me habían robado a Sasha en la primavera de nuestras vidas, lo que se interponía siempre. Había otras fuerzas que trabajaban para negarme la permanencia en el amor. ¿Eran parte de algún anhelo apasionado que ningún hombre podía satisfacer completamente o eran inherentes a aquellos que intentaban siempre alcanzar las alturas, algún ideal u objetivo exaltado que excluye todo lo demás? ¿No estaba el precio que exigía condicionado por la naturaleza misma de lo que quería alcanzar? No podía llegar a las estrellas alguien arraigado en la tierra. ¿Si alguien volaba alto podía esperar morar por mucho tiempo en las absorbentes profundidades de la pasión y el amor? Como todos los que habían pagado por su fe, yo también debía hacer frente a lo inevitable. Algún que otro retazo de amor; nada permanente en mi vida excepto mi ideal.
Yegor se quedó en mi piso mientras acompañaba a mi paciente y a su madre a Liberty, Nueva York. Nunca antes había atendido a un tísico y no había sido testigo de su indoblegable voluntad de vivir ni del fuego voraz de su carne abrasadora. En el momento en que todo parecía haber llegado a su fin, mi paciente sufría un nuevo cambio, seguido de días de renacidas esperanzas por un futuro de trabajos que pondría a prueba la vitalidad del más fuerte. Aquí estaba el muchacho de dieciocho años, un simple montón de huesos y piel, con ojos ardientes y rubor héctico en las mejillas, hablando de la vida que podría no tener nunca.
Con su recobrada voluntad volvía invariablemente el impulso del cuerpo, el ansia de la carne. Hasta que no pasé cuatro meses a su lado no me di cuenta de lo que el muchacho había estado intentando reprimir desesperadamente. Ni se me ocurrió pensar que mi presencia añadía leña al fuego que ardía en él. Unas cuantas cosas habían despertado mis sospechas, pero no las tomé en consideración, pensando que eran signos del estado febril de mi paciente. Una vez, mientras le tomaba el pulso, me tomó repentinamente la mano y la estrechó excitadamente en la suya. En otra ocasión, cuando me incliné para alisar las ropas de la cama, sentí su aliento caliente muy cerca de mi nuca. A menudo veía sus grandes y ardiente ojos siguiéndome por la habitación.
El muchacho dormía fuera, en la resguardada galería. Para estar cerca, por la noche me quedaba en la habitación adjunta al porche. Su madre estaba siempre con él parte del día para que yo pudiera descansar. Su habitación estaba detrás del comedor, más alejada de la galería. El cuidado de este caso me exigía más que ningún otro anteriormente, pero mis años de experiencia me había hecho estar alerta al menor movimiento de un paciente. Casi nunca era necesario que el muchacho usara la campanilla que tenía sobre la mesita; podía oírle en cuanto empezaba a moverse.
Una noche había ido varias veces a ver a mi paciente y le encontré siempre durmiendo tranquilamente; muy cansada, yo también me quedé dormida. Me despertó la sensación de que algo me oprimía el pecho. Descubrí a mi paciente sentado en mi cama, sus labios ardientes apretados contra mis senos, sus manos abrasadoras acariciándome el cuerpo. La ira me hizo olvidar su precaria situación. Le empujé y me levanté de un salto. «¡Loco!», grité. «Vete ahora mismo a la cama o llamo a tu madre!» Alzó sus manos en una súplica muda y se encaminó al porche. A medio caminó cayó, convulsionando con un ataque de tos. Esto me asustó y me hizo olvidar mi resentimiento, estuve un momento sin saber qué hacer. No me atrevía a llamar a la madre; la presencia del muchacho en la habitación le haría creer que no había acudido cuando su hijo me había llamado. Tampoco podía dejarle donde estaba. Pesaba poco y la desesperación aumenta las fuerzas de uno. Le levanté y le llevé a la cama. La excitación le produjo una nueva hemorragia y mi enfado dio paso a la compasión por el pobre muchacho, que tan cerca estaba de la muerte y que, sin embargo, intentaba aferrarse a la vida tan tenazmente.
Durante todo la crisis se agarró a mi mano y entre ataque de tos me suplicaba que no le contara nada a su madre y que le perdonara por lo que había hecho. Yo no hacía más que darle vueltas a cómo podía dejar el caso. Estaba claro que debía marcharme. ¿Qué excusa podía dar? No podía contarle a su madre la verdad; no lo creería de su hijo e, incluso si fuera así, estaría demasiado perpleja y herida para comprender el impulso que había inducido al muchacho. Tendría que decirle que estaba agotada por el trabajo constante y que necesitaba descansar; y, por supuesto, le daría el tiempo suficiente para encontrar otra enfermera. Pero pasaron semanas antes de poder llevar a cabo mi resolución. Mi paciente estaba muy enfermo y la madre era casi una ruina física debido a la ansiedad. Cuando por fin el paciente escapó de nuevo a su destino y se encontró mejor, pedí que me permitieran marchar.
A mi regreso a Nueva York me encontré con que tendría que buscar una nueva morada; una vez más los vecinos habían protestado por tener a Emma Goldman en la casa. Me mudé a un piso más grande, mi hermano Yegor y nuestro joven compañero Albert Zibelin compartían el apartamento conmigo. En el temperamento de Albert se combinaban varios elementos; su padre, un activo anarquista, era francés; su madre, una cuáquera americana de carácter dulce y amable. Nació en Méjico, donde de niño vagaba por las colinas libremente. Más tarde vivió con Elisée Reclus, el famoso científico francés y exponente del anarquismo. Su gran herencia y las influencias benéficas en su temprana edad habían producido espléndidos resultados en Albert; era magnifico en cuerpo y alma. Al crecer se convirtió en un amante fervoroso de la libertad y luego en un amigo tierno y atento; en conjunto, un personaje único entre los jóvenes americanos que conocía.
Esta vez nuestra aventura cooperativa empezó de forma más prometedora. Cada miembro hablaba menos de responsabilidad compartida y hacía más para aliviar la carga de los demás. En esto fui doblemente afortunada debido a las muchas energías que gastaba en el movimiento. Con Albert como chef y con la ayuda de Yegor y Dan, cuando este nos visitaba, pude dedicarme más a mis intereses públicos, que eran compartidos también por los muchachos.
Desde que empecé a escribir de nuevo a Sasha, nos sentíamos más unidos. Ya no le quedaban ni tres años que soportar y estaba lleno de nuevas esperanzas, hacía planes sobre lo que haría después de que le pusieran en libertad. Durante varios años había estado muy interesado en uno de sus compañeros de prisión, un muchacho tuberculoso llamado Harry. Sasha se refería a su amigo en cada carta, especialmente mientras estaba yo cuidando a mi paciente tuberculoso. Tenía que mantenerle informado de los métodos y el tratamiento que empleaba. Su interés en Harry le había sugerido la idea de estudiar medicina cuando saliera de la cárcel. Mientras tanto, estaba ansioso por que le mandara todo lo que pudiera: textos de medicina, revistas y todo lo que tratara sobre la plaga blanca.
Las cartas de Sasha alentaban un entusiasmo en la vida que me transportaba y que me llenaba de creciente admiración por él. Yo también empecé a soñar y a hacer planes para el gran momento en que mi heroico muchacho estuviera libre de nuevo y unido a mi en la vida y en el trabajo. ¡Solo treinta y tres meses más y su martirio habría terminado!
Mientras tanto, John Turner había anunciado su viaje a los Estados Unidos. Había estado en América en 1896 y durante siete meses había dado numerosas conferencias. Estaba planeando una nueva serie y deseaba especialmente estudiar las condiciones de los oficinistas y dependientes de comercio del país. Había tenido un gran éxito en Inglaterra con la Shop Assistants' Union,[42] a la que había convertido en una organización poderosa. Bajo su liderazgo, el status de esos trabajadores había mejorado de forma considerable. Si bien las condiciones de esta clase trabajadora no eran tan malas en América como en Inglaterra antes del trabajo de Turner y sus colegas sindicalistas, estábamos seguros de que los hombres necesitaban concienciación. No había nadie tan capaz de llevarlo a cabo como John Turner.
Por esta razón y por la contribución que Turner haría a la difusión general de nuestras ideas, acogimos con gran alegría la propuesta de su rosita y empezamos inmediatamente a organizar una serie de conferencias para nuestro brillante compañero inglés. La primera estaba programada para el 22 de octubre en el Murray Hill Lyceum.
Como muchos otros, John Turner se había hecho anarquista a raíz de la tragedia de Haymarket de 1887. Su actitud hacia el Estado y la acción política le había inducido a rechazar la candidatura al Parlamento que le había ofrecido su sindicato. «Mi lugar está entre la gente común —afirmó Turner entonces—, mi trabajo no está en los llamados «asuntos públicos», que son parte de la explotación organizada de los trabajadores. Incluso las más pequeñas medidas paliativas que se pudieran conseguir a través del Parlamento serían conquistadas por el Trabajo organizado más rápidamente a través de presión ejercida desde fuera que por los representantes de la Cámara de los Comunes». Su postura mostraba su compresión de las fuerzas sociales y su dedicación a su ideal. Si bien nunca había cesado de trabajar por el anarquismo, consideraba que la actividad en los sindicatos era su meta más importante. Mantenía que el anarquismo sin las masas sería un mero sueño carente de fuerza vital. Sentía que para llegar a los trabajadores uno debía tomar parte en su lucha económica diaria.
El discurso de apertura trataría sobre «Sindicalismo y Huelga General». El Murray Hill Lyceum estaba abarrotado de gente de todas las clases sociales. La policía estaba presente en gran número. Presenté a nuestro compañero británico a la audiencia y luego fui a la parte de atrás de la sala para ocuparme de las publicaciones. Cuando John terminó de hablar, noté que varios hombres de paisano se acercaban a la plataforma. Presintiendo el peligro me acerqué apresuradamente a John. Los extraños resultaron ser funcionarios de inmigración que declararon que Turner estaba bajo arresto. Antes de que la audiencia se diera cuenta de lo que estaba sucediendo fue sacado a toda prisa de la sala.
Le dieron a Turner el honor de ser el primero en caer bajo la prohibición de la Ley Federal AntiAnarquista aprobada por el Congreso el 3 de marzo de 1903. La disposición principal decía: «Le será negada la entrada a los Estados Unidos a toda persona que no crea o que sea opuesta a todos los gobiernos organizados, o que sea miembro de o esté afiliada a una organización que albergue o instruya sobre tal descreimiento u oposición a todos los gobiernos ...» John Turner, bien conocido en su propio país, respetado por los pensadores y teniendo acceso a todos los países europeos, debía ser ahora la víctima de un estatuto concebido en momentos de pánico y apoyado por los elementos más oscuros de los Estados Unidos. Cuando anuncié a la audiencia que John Turner había sido arrestado y sería deportado, los asistentes decidieron unánimemente que si nuestro amigo tenía que marcharse, no sería sin oposición.
Las autoridades de Ellis Island pensaban que iban a salirse con la suya sin más. Durante varios días nadie, ni siquiera su abogado, pudo ver a Turner. Hugh O. Pentecost, a quien habíamos contratado para que representara al prisionero, empezó inmediatamente el procedimiento de habeas corpus. Esto aplazó la deportación y puso fin a los métodos arbitrarios del comisario de Ellis Island. En la primera audiencia el juez apoyó, claro está, a las autoridades de inmigración al ordenar que Turner fuera deportado. Pero todavía nos quedaba una apelación al Tribunal Supremo Federal. La mayoría de nuestros compañeros se oponían a dar tal paso argumentando que era incoherente con nuestras ideas, una pérdida de dinero que no llevaría a nada. Yo, si bien no me hacía ilusiones sobre lo que el Tribunal Supremo podía hacer, creía que la lucha por Turner seña una propaganda espléndida, pues atraería la atención del público inteligente sobre la absurda ley. Por último, aunque no menos importante, serviría para concienciar a muchos americanos sobre el hecho de que las libertades garantizadas en los Estados Unidos, entre las que el derecho de asilo era la más importante, no eran ya más que frases vacías para ser usadas como fuegos de artificio el 4 de Julio. No obstante, el punto principal era saber si Turner estaría dispuesto a continuar prisionero en Ellis Island, quizás durante muchos meses, hasta que el Tribunal Supremo decidiera sobre su caso. Le escribí para preguntarle sobre ello; recibí una respuesta inmediata en la que decía que estaba «disfrutando de la hospitalidad de Ellis Island» y que estaba enteramente a nuestra disposición.
Aunque había habido un cambio notable de la opinión pública con respecto a mí desde 1901, seguía siendo tabú para la mayoría. Me di cuenta de que si deseaba ayudar a Turner y participar en las actividades contra la ley de deportación, sería mejor que me mantuviera en segundo plano. Mi nombre supuesto, Smith, me garantizaba que la gente, cuyos ánimos se pondrían al rojo si supiera que estaba hablando con Emma Goldman, estuviera dispuesta a oírme. Aún así, un buen número de radicales americanos me conocían y eran lo suficientemente de izquierdas para no asustarles mis ideas. Con su ayuda conseguí organizar una liga permanente por la libertad de expresión, la Free Speech League, sus miembros pertenecían a diferentes elementos liberales. Entre ellos estaban Peter E. Burroughs, Benjamin R. Tucker, H. Gaylord Wilshire, doctor E. B. Foote, Jr., Theodore Schroeder, Charles B. Spahr y muchos otros bien conocidos en los círculos progresistas. En la primera reunión la liga decidió contratar los servicios de Clarence Darrow para que representara a Turner ante el Tribunal Supremo.
El siguiente paso adoptado por la liga fue organizar un mitin en Cooper Union. Los miembros de la liga era en su mayoría personas de profesiones liberales y estaban muy ocupados. Me dejaron a mí las sugerencias y la dirección y el molestar a la gente hasta que concedieran su apoyo. Tuve que visitar numerosos sindicatos, como resultado conseguí mil seiscientos dólares. Y lo que era más difícil, conseguí convencer a Yanofsky, redactor del Freie Arbeiter Stimme, quien se oponía en un principio a la apelación, a abrir sus columnas a nuestra publicidad. Gradualmente conseguí que otras personas se interesaran; las más activas fueron Bolton Hall y su secretario, A. C. Pleydell, ambos fueron incansables.
Bolton Hall, al que había conocido hacía varios años, era una de las personalidades más encantadoras y agradables de las que había tenido la suerte de conocer. Era un libertario incondicional y un partidario del impuesto único; se había emancipado completamente de su altamente respetable ambiente, excepto por su convencional indumentaria. Su levita, sombrero de copa de seda, guantes y bastón le convertían en una figura llamativa de nuestras filas, en especial cuando visitaba los sindicatos en favor de Turner o cuando aparecía ante la American Longshoremen's Union,[43] de la que era el organizador y el tesorero. Pero Bolton sabía lo que se hacía. Afirmaba que nada impresionaba más a un trabajador que su vestimenta elegante. A mis protestas solía responder: «¿No te das cuenta de que es mi sombrero de seda lo que le da importancia a mi discurso?»
El mitin en Cooper Union tuvo un éxito tremendo, los oradores representaban a todos los matices de la opinión política. Algunos ofrecían excusas por haber venido a defender la causa de un anarquista; como congresistas y profesores de universidad no podían permitirse hablar con tanta claridad como les hubiera gustado. Otros, más osados sin embargo, le dieron al mitin el tono adecuado. Entre ellos estaban Bolton Hall, Ernest Crosby y Alexander Jonas. Se leyeron cartas y telegramas de William Lloyd Garrison, Edward M. Shepard, Horace White, Carl Schurz y del reverendo doctor Tilomas Hall. Estos fueron tajantes en su condena de la ultrajante ley y de los intentos de Washington por destruir los principios fundamentales garantizados por la Declaración de independencia y por la Constitución de los Estados Unidos.
Yo me senté entre la audiencia, muy satisfecha con los resultados de nuestros esfuerzos, divertida al pensar que la mayoría de aquella buena gente de la tribuna ignoraba que habían sido Emma Goldman y sus compañeros anarquistas los que habían organizado y dirigido el mitin. Sin duda, algunos de los respetables liberales, aquellos que ofrecían siempre numerosas excusas por cada uno de los audaces pasos que pensaban dar, se hubieran quedado pasmados si hubieran sabido que esos «anarquistas de mirada extraviada» tenían algo que ver con el asunto, Pero yo era una pecadora impenitente; no sentía el más mínimo escrúpulo por haber formado parte de una conspiración para inducir a tímidos caballeros a expresar su opinión sobre un tema de vital importancia.
En medio del entusiasmo de la campaña me llamó el doctor E. B. Foote para atender un caso. En ocasiones anteriores había intentado que me diera trabajo, pero aunque era un librepensador ilustre, había evitado emplear a la peligrosa Emma Goldman. Desde la apelación por Turner nos habíamos relacionado bastante y eso era probablemente lo que le había hecho cambiar de opinión. Así, me mandó llamar para que me ocupara de uno de sus pacientes y la Nochevieja de 1904 me encontró a la cabecera del hombre que me habían confiado. El alegre bullicio de la calle al sonar la medianoche me hizo recordar el maravilloso día, de hacía un año, pasado con Max, Millie y Ed.
El verme obligada a mudarme de casa continuamente se había convertido en una rutina y ya no me importaba. Ahora alquilé parte de un piso en el número 210 de la calle Trece Este, el resto del apartamento estaba ocupado por el señor y la señora Alexander Horr, amigos míos. Estaba haciendo los preparativos para salir a otra gira de conferencias. Yegor tenía trabajo fuera de la ciudad y Albert se marchaba a Francia, por lo que me alegré cuando los Horr se ofrecieron a compartir su piso conmigo. No podía ni imaginar entonces que iba a quedarme en esa casa durante diez años.
La Free Speech League me había pedido que visitara una serie de ciudades para hablar en favor de la lucha de John Turner y recibí también otras dos invitaciones: una, de los trabajadores de la confección de Rochester, y otra, de los mineros de Pensilvania. Los sastres de Rochester habían tenido problemas con algunas empresas de confección, entre las que estaba la de Garson & Meyer. Era extrañamente significativo que me llamaran para hablar ante los asalariados del hombre que me había explotado una vez por dos dólares y cincuenta centavos a la semana. Acogí con alegría la oportunidad que se me brindaba y que me permitiría también ver a mi familia.
En los últimos años me había sentido más unida a mi gente; Helena seguía siendo la que más cerca estaba de mi corazón. Siempre me quedaba con ella cuando visitaba Rochester y mi familia aprendió a tomarlo como un hecho consumado. Mi llegada constituyó esta vez una ocasión para una reunión general de la familia. Me dio la posibilidad de entrar en más estrecho contacto con mi hermano Herman y con su encantadora esposa, Rachel. Me enteré de que el muchacho que no podía memorizar sus lecciones en la escuela se había convertido en un gran perito mecánico, siendo su especialidad la construcción de complicada maquinaria. Cuando se hizo larde y los otros miembros de la familia se retiraron me quedé con mi querida Helena. Siempre teníamos mucho que decirnos, y era casi de madrugada cuando nos separamos. Mi hermana me consoló diciéndome que podría dormir hasta tarde.
Apenas había tenido tiempo de quedarme dormida cuando me despertó un mensajero que traía una carta. Miré primero la firma, medio dormida, y vi con sorpresa que era la de Garson. La leí varias veces para estar segura de que no estaba soñando. Se sentía orgulloso de que una hija de su raza y de su ciudad hubiera alcanzado fama nacional, escribía; se alegraba de su presencia en Rochester y consideraría un honor darme la bienvenida en su oficina enseguida.
Le entregué la carta a Helena. «Léela —dije—, y mira lo importante que es tu hermanita». Cuando terminó preguntó: «Bueno, ¿y qué vas a hacer?» Escribí en la parte de atrás de la carta: «Señor Garson, cuando le necesité, acudí a usted. Ahora que parece que usted me necesita, tendrá que acudir a mí». A mi hermana le preocupaba el resultado. ¿Qué podía querer y qué diría o haría yo? Le aseguré que no era difícil adivinar lo que el señor Garson quería, pero yo tenía la intención, no obstante, de que me lo dijera él personalmente y en su presencia. Le recibiría en su tienda y le trataría «como lo haría una dama».
Por la tarde, el señor Garson llegó en su carruaje. Hacía dieciocho años que no veía a mi antiguo jefe y durante ese tiempo apenas si había pensado en él. Sin embargo, desde el momento que entró, cada detalle de los terribles meses pasados en su taller se me presentaron tan claramente como si hubieran sucedido ayer. Veía otra vez el taller y su lujosa oficina, las American Beauties en la mesa, el humo azul de su cigarro formando curvas fantásticas y yo misma de pie y temblorosa, esperando hasta que el señor Garson se dignó a ser consciente de mi presencia. Lo imaginé todo otra vez y le oí decir bruscamente: «¿Qué puedo hacer por usted?» Recordé hasta el más pequeño detalle mientras miraba al hombre viejo que estaba de pie frente a mí, con su sombrero de seda en la mano. Pensar en las injusticias y la humillación que estaban sufriendo sus trabajadores, en sus existencias vacías y duras, me enfureció. A duras penas pude reprimir el impulso de mostrarle la puerta. Aunque mi vida dependiera de ello no le hubiera pedido al señor Garson que se sentara. Fue Helena la que le ofreció una silla —más de lo que él hizo por mí hacía dieciocho años—.
Se sentó y me miró, evidentemente esperaba que yo hablara primero.
—Bien, señor Garson, ¿qué puedo hacer por usted? —pregunté finalmente.
Esta expresión debió recordarle algo; pareció desconcertarle.
—Nada en absoluto, señorita Goldman —respondió—, solo quería charlar un rato con usted.
—Muy bien —dije y esperé.
Había trabajado duro toda su vida, me contó, «exactamente como su padre, señorita Goldman». Había ahorrado penique a penique y de esa manera había reunido un poco de dinero.
—Puede que usted no sepa lo difícil que es ahorrar —continuó—, pero pregunte a su padre. Trabaja mucho, es un hombre honesto y se le conoce como tal en toda la ciudad. No hay ningún otro hombre en Rochester más respetado y bien considerado que su padre.
—Un momento, señor Garson —le interrumpí—, usted olvida algo. Olvidó mencionar que usted ha ahorrado con la ayuda de otros. Le fue posible ahorrar penique a penique porque tenía a hombres y mujeres trabajando para usted.
—Sí, por supuesto —dijo en tono de disculpa—, teníamos obreros en nuestra fábrica, pero todos vivían bien.
—¿Y fueron todos capaces de abrir fábricas después de ahorrar penique a penique?
Admitió que no, pero fue así porque eran ignorantes y derrochadores.
—Quiere decir que eran trabajadores honestos como mi padre, ¿no? —continué—. Ha hablado en términos tan elogiosos sobre mi padre, seguramente no le acusará de ser un derrochador. Pero aunque ha trabajado como un esclavo toda su vida, no ha acumulado nada y no ha podido abrir una fábrica. ¿Por qué cree que mi padre y los otros han seguido siendo pobres mientras que usted ha tenido éxito? Es porque carecieron de la previsión de añadir a sus tijeras las tijeras de otros diez, o de cien o de varios cientos, como hizo usted. No es el ahorrar peniques lo que hace rica a la gente; es el trabajo de sus obreros y su despiadada explotación lo que ha creado su riqueza. Hace dieciocho años había una excusa para mi ignorancia, cuando estuve ante usted mendigando un aumento de sueldo de dólar y medio. Usted no tiene ninguna excusa, señor Garson, ahora no, cuando se está gritando a los cuatro vientos la verdad de la relación entre el trabajo y el capital.
Se me quedó mirando.
—¿Quién hubiera dicho que la pequeña que trabajó en mi taller se fuera a convertir en una oradora tan magnífica? —dijo por fin.
—¡Ciertamente no usted! —respondí—, ni ella misma lo hubiera sabido si se hubiera salido usted con la suya. Pero volvamos a su petición de que fuera a su oficina. ¿Qué es lo que quiere?
Empezó a hablar sobre que los trabajadores tenían sus derechos; que había reconocido al sindicato y sus peticiones (siempre y cuando eran razonables) y había introducido muchas mejoras en su taller a beneficio de sus trabajadores. Pero eran malos tiempos y había sufrido fuertes pérdidas. Si de entre sus empleados, los gruñones entraran en razón, si fueran pacientes durante un tiempo, todo podría arreglarse amigablemente.
—¿No podría usted decirle esto a los hombres durante su discurso —sugirió—, y hacerles comprender un poco mi punto de vista? Su padre y yo somos grandes amigos, señorita Goldman; haría cualquier cosa por él si tuviera algún problema —le dejaría dinero o le ayudaría de cualquier otra forma—. En cuanto a su brillante hija, ya le dije en mi carta lo orgulloso que estoy que provenga de mi raza. Me gustaría demostrárselo con algún pequeño regalo. En fin, señorita Goldman, es una mujer, debe amar las cosas bonitas. Dígame lo que prefiere.
Sus palabras no me enfurecieron. Quizás porque había esperado una oferta similar cuando leí la carta. Mi pobre hermana me miraba con sus ojos tristes y angustiados. Me levanté tranquilamente de la silla; Garson hizo lo mismo y nos quedamos uno enfrente del otro, él con una sonrisa senil en su rostro marchito.
—Ha acudido a la persona equivocada, señor Garson —dije—, no puede comprar a Emma Goldman.
—¿Quién ha hablado de comprar? —exclamó—. Está equivocada; déjeme explicarle.
—No es necesario —le interrumpí—. Si se necesita alguna explicación la daré esta noche ante los trabajadores de su fábrica que me han invitado a hablar. No tengo nada más que decirle. Márchese por favor.
Salió lentamente de la habitación, sombrero en mano, seguido de Helena, que le acompañó a la puerta.
Después de pensarlo mucho decidí no decir nada en la reunión sobre su oferta. Creía que podía desplazar el tema principal, la lucha salarial, y quizás afectar las posibilidades de acuerdo a favor de los obreros. Además, no quería que los periódicos de Rochester se enteraran de la historia; sus traficantes de escándalos hubieran sacado demasiado provecho. Pero sí les conté a los trabajadores la incursión de Garson en economía política, les repetí la explicación que me había dado sobre cómo había adquirido sus riquezas. La audiencia se divirtió mucho, que fue lo único para lo que sirvió la visita de Garson.
Durante mi breve estancia en Rochester vino a verme alguien más, mucho más interesante que el señor Garson: una periodista que se presentó como señorita T. Vino a entrevistarme, pero se quedó a contarme una historia extraordinaria. Era sobre Leon Czolgosz.
Había formado parte de la plantilla de uno de los periódicos de Buffalo en 1901, y se le había asignado cubrir la Exposición durante la visita del presidente. Estuvo muy cerca de McKinley y observó a la gente que desfilaba para darle la mano. En la cola notó la presencia de un joven que marchaba con los demás y que tenía un pañuelo blanco envolviéndole la mano. Cuando llegó a la altura del presidente, levantó un revólver y disparó. Se hizo el pánico, la multitud se dispersó en todas direcciones. Algunos de los que estaban allí levantaron a McKinley herido y lo introdujeron en Convention Hall; otros se lanzaron al asaltante y le golpearon mientras yacía postrado. De repente se oyó un grito espantoso. Procedía del muchacho que estaba en el suelo. Un negro fornido estaba sobre él y le clavaba las uñas en los ojos. La terrible escena la horrorizó. Se apresuró a volver a la redacción a escribir lo sucedido.
Cuando el redactor hubo leído el artículo le informó de que el asunto sobre el negro arrancándole los ojos a Czolgosz tendría que desaparecer. «No es que ese perro anarquista no lo mereciera —aclaró—, lo hubiera hecho yo mismo. Pero necesitamos la compasión de nuestros lectores para el presidente y no para el asesino».
La señorita T. no era anarquista; en realidad, no sabía nada de nuestras ideas y estaba en contra del hombre que atacó a McKinley. Pero la escena de la que fue testigo y la brutalidad del redactor suavizó su actitud hacia Czolgosz. Intentó repetidamente que le permitieran entrevistarle en la cárcel, pero no lo consiguió. Se enteró por otros periodistas de que Czolgosz había sido tan salvajemente golpeado y torturado que nadie podía verle. Estaba enfermo y se temía que no viviera para llevarle ante el tribunal. Después le asignaron que cubriera el juicio.
La sala del tribunal estaba fuertemente protegida y llena de curiosos, la mayoría mujeres bien vestidas. La atmósfera estaba tensa por la excitación, todos los ojos vueltos hacia la puerta por donde entraría el prisionero. De repente hubo un movimiento entre la multitud. La puerta se abrió de golpe y un joven, ayudado por policías, fue llevado medio a rastras dentro de la sala. Estaba pálido y demacrado; tenía la cabeza vendada y la cara trinchada. Tenía un aspecto repulsivo, hasta que le mirabas a los ojos —unos ojos grandes y tristes que vagaban por la habitación, buscando con terrible intensidad, aparentemente, un rostro familiar—. Luego dejaron de fijarse en la audiencia y se volvieron brillantes, como si estuvieran iluminados por una visión interior. «Los soñadores y los profetas tienen esos ojos», continuó la señorita T. «Me avergonzaba pensar que no tuve el valor de gritarle que no estaba solo, que era una amiga. Esos ojos me obsesionaron durante días. Durante dos años no pude ni acercarme a una redacción; incluso ahora solo hago trabajo independiente. En el momento en que pienso en un trabajo fijo que pueda acarrearme una experiencia similar, veo aquellos ojos. Siempre he querido conocerla», añadió, «para contárselo».
Le apreté la mano en silencio, demasiado emocionada para hablar. Cuando hube controlado mi emoción le dije que ojalá pudiera creer que Leon Czolgosz había sido consciente de que había al menos un alma amiga a su lado en aquella sala llena de lobos hambrientos. Lo que la señorita T. me dijo confirmó todo lo que yo había imaginado y lo que supe de Leon en 1902, cuando visité Cleveland. Busqué a sus padres; eran gente ignorante, el padre estaba endurecido por el trabajo, la madrastra tenía una mirada vacía, sin vida. Su propia madre murió cuando él era un bebé; a la edad de seis años le obligaron a salir a la calle a limpiar botas y vender periódicos; si no traía suficiente dinero a casa le castigaban y le dejaban sin comer. Su infancia mísera le había hecho tímido y asustadizo. A los doce años empezó a trabajar en la fábrica. Se convirtió en un joven callado, absorto en los libros y reservado. En casa le llamaban «chiflado»: en el taller se le consideraba raro y «engreído». La única en ser amable con él fue su hermana, una mujer tímida y esclava de su trabajo. Cuando fui a verla me dijo que había ido una vez a Buffalo a ver a Leon a la cárcel, pero él le pidió que no volviera. «Sabía que soy pobre», dijo. «Los vecinos acosaban a nuestra familia y padre fue despedido del trabajo. Por lo que no fui más», repitió, llorando.
Quizás fue mejor así, porque qué podía esta pobre criatura darle al muchacho que había leído libros raros, tenido sueños raros, cometido un acto raro y que incluso había sido raro al enfrentarse a la muerte. La gente que se sale de lo normal, los que tienen una visión, siempre han sido considerados raros; sin embargo, con frecuencia, han sido los más cuerdos en un mundo de locos.
En Pensilvania hallé que las condiciones de los mineros desde el «acuerdo» sobre la huelga eran peores que en 1897, cuando recorrí la región. Los hombres estaban más sumisos e indefensos. Solo nuestros compañeros se mantenían alerta e incluso poseían una mayor determinación desde la vergonzosa derrota de la huelga, provocada por la traición de los líderes sindicales. Trabajaban a tiempo parcial, escasamente lo suficiente para seguir viviendo y sin embargo se las arreglaban para contribuir a la propaganda. Era inspirador ver tal consagración a nuestra causa.
En ese viaje hubo dos experiencias que sobresalieron del resto. Una sucedió en una mina, la otra en la casa de un trabajador. Como en mis anteriores visitas me llevaron a la mina a hablar con los hombres en uno de los pozos durante la hora del almuerzo. El capataz no estaba y los mineros se mostraron ansiosos por escucharme. Me senté rodeada de un grupo de caras negras. Durante mi charla atrajeron mi atención dos figuras acurrucadas la una junto a la otra —un hombre marchito por la edad y un niño—. Pregunté quiénes eran. «Ese es el abuelo Jones —me dijeron—, tiene noventa años y lleva trabajando en las minas setenta. El niño es su bisnieto. Dice que tiene catorce años, pero todos sabemos que solo tiene ocho». Mi compañero habló en tono práctico. ¡Un hombre de noventa y un niño de ocho trabajando diez horas en una negra mina!
Después de la primera reunión un minero me invitó a su casa a pasar la noche. La pequeña habitación que se me destinó ya tenía tres ocupantes: dos niños en un estrecho catre y una jovencita en una cama plegable. Tenía que compartir la cama con ella. Los padres y una niña pequeña dormían en la habitación de al lado. Tenía la garganta seca: el aire sofocante de la habitación me hacía toser. La mujer me ofreció un vaso de leche caliente. Estaba cansada y tenía sueño: fue una noche penosa, con la respiración del hombre, el lastimero llanto del bebé y los pasos cansados y monótonos de la madre intentando tranquilizar a su hija.
Por la mañana pregunté por la niña. ¿Por qué lloraba tanto, estaba enferma o tenía hambre? La madre dijo que su leche era pobre e insuficiente, tenía que darle biberones. Me asaltó una horrible sospecha. «¡Me dio la leche de la niña!», grité. La mujer intentó negarlo, pero podía ver en sus ojos que había imaginado bien. «¿Cómo pudo hacer algo asi?», la reprendí. «Le di a la niña un biberón por la tarde, y usted parecía cansada y tosía: ¿qué otra cosa podía hacer?», dijo. Estaba avergonzada y maravillada por el gran corazón que latía en esa miseria y bajo esos harapos.
De regreso a Nueva York encontré un mensaje del doctor Hoffmann para que cuidara otra vez de la señora Spenser. Solo podría hacer turno de día, las noches las tenía ocupadas con la campaña por Turner. La paciente estuvo de acuerdo, pero después de varias semanas me instó a que la cuidara por las noches. Ella había llegado a significar algo más que un simple caso profesional, pero el ambiente en el que vivía ahora era repugnante. Una cosa era saber que vivía de las ganancias de un burdel y otra muy diferente tener que trabajar en un sitio así. El negocio de mi paciente llevaba ahora el respetable nombre de un hotel Raines. Como todas las legislaciones para la eliminación del vicio, lo único que hacía la Ley Raines era incrementar aquello que pretendía abolir. Liberaba a los propietarios de la responsabilidad para con las pupilas e incrementaba sus ingresos de la prostitución. Los clientes ya no tenían que acudir a la señora Spenser. Las chicas estaban ahora obligadas a ir a buscarlos a la calle. Bajo el frío o la lluvia, sanas o enfermas, las desgraciadas tenían que darse prisa para hacer negocio, contentas de aceptar a cualquiera que consintiera en ir, no importaba lo repugnante y decrépito que fuera. Además, tenían que soportar la persecución de la policía y pagar un soborno al departamento por el derecho a «trabajar» en ciertas zonas. Cada distrito tenía su precio, de acuerdo a la cantidad que las chicas podían obtener de los hombres. Broadway, por ejemplo, valía un soborno más alto que el Bowery. El policía que estaba de ronda cuidaba de que no hubiera ninguna competidora no autorizada. Cualquier chica que se atreviera a entrar en la zona de otra era arrestada y a menudo enviada al correccional. Naturalmente las chicas se aterraban a sus territorios y luchaban contra la intrusión de cualquier colega que no «perteneciera» a ellos.
La nueva ley también trajo como resultado ciertos arreglos entre el propietario de un hotel Raines y la chica de la calle: esta recibía un porcentaje del licor que pudiera inducir a beber a sus invitados. Eso se convirtió en su principal fuente de recursos desde que los burdeles fueron abolidos y fue echada a la calle. Se veía obligada a aceptar lo que el hombre le diera, especialmente porque él tendría que pagar también la habitación del hotel. Para poder hacer frente a todo lo que se le exigía tenía que beber mucho para poder inducir a sus clientes a consumir más. Ver a esas pobres esclavas y a los hombres entrar y salir del hotel de la señora Spenser durante toda la noche, cansadas, hostigadas y, generalmente, borrachas; estar obligada a oír lo que sucedía, era más de lo que podía soportar. Además, el doctor Hoffmann me había dicho que no había esperanzas de una cura permanente para nuestra paciente. El uso continuo de drogas había quebrado su voluntad y debilitado su poder de resistencia. No importaba el éxito que tuviéramos al deshabituarla, siempre volvería a recaer. Informé a mi paciente de que debía renunciar. Le dio un ataque de ira, me reprendió amargamente y concluyó diciendo que si no podía tenerme cuando me necesitaba prefería que me marchara.
Necesitaba todas mis energías para mi trabajo público, del cual el más importante era la campaña por John Turner. Mientras la apelación estaba pendiente sus abogados consiguieron que nuestro compañero saliera bajo fianza de cinco mil dólares. Salió de gira inmediatamente, visitó numerosas ciudades y dio conferencias en salas abarrotadas de gente. Si no hubiera sido arrestado y amenazado con la deportación hubiera llegado solo a audiencias muy limitadas, mientras que ahora la prensa trataba con amplitud sobre la Ley Antianarquista y sobre John Turner, y grandes multitudes tuvieron la oportunidad de oír hablar sobre anarquismo de una forma lógica y convincente.
John había venido a América al darle su sindicato permiso para ausentarse. Este permiso estaba a punto de expirar y decidió volver a Inglaterra sin esperar al veredicto del Tribunal Supremo. Cuando la decisión de este fue finalmente anunciada, resultó ser lo que habíamos esperado. Apoyaba la constitucionalidad de la Ley Antianarquista y la orden de deportación de Turner. Sin embargo, el ridículo estatuto haría fracasar de ahora en adelante sus propios fines: los compañeros europeos que deseasen venir a los Estados Unidos no se verían ya obligados a confiar sus ideas a los entrometidos del Departamento de Inmigración.
A partir de entonces dediqué más tiempo a la propaganda en inglés, no solo porque quisiera hacer llegar el pensamiento anarquista al público americano, sino también para atraer la atención hacia los grandes problemas de Europa. De estos, el peor comprendido era la lucha por la libertad en Rusia.
Capítulo XXVIII
Durante varios años la Friends of Russian Freedom, un grupo americano, había estado haciendo un trabajo admirable al instruir al país sobre la naturaleza del absolutismo ruso. Ahora esa sociedad estaba inactiva y los espléndidos esfuerzos de la prensa radical yiddish estaban limitados enteramente al East Side. La siniestra propaganda llevada a cabo en América por los representantes del zar a través de la Iglesia Rusa, el Consulado y el Herald de Nueva York, cuyo propietario era James Gordon Bennett, estaba muy extendida. Estas fuerzas se combinaban para representar al autócrata como un soñador de buen corazón no responsable de los males de su tierra, mientras que los revolucionarios rusos eran pintados como los peores criminales. Ahora que tenía más acceso a la opinión americana estaba decidida a utilizar todas mis habilidades para defender la heroica causa de la Rusia revolucionaria.
Mis esfuerzos, así como las otras actividades a favor de Rusia, recibieron un apoyo considerable con la llegada a Nueva York de dos rusos, miembros del Partido Socialista Revolucionario (P.S.R.). Rosenbaum y Nikolaev. Llegaron discretamente, sin publicidad, pero el trabajo que llevaron a cabo tuvo consecuencias transcendentales y preparó el terreno para las visitas de distinguidos líderes de la lucha por la libertad en Rusia. A las pocas semanas de su llegada Rosenbaum consiguió unir a los elementos militantes del East Side en una sección del P.S.R. Aunque era consciente de que este partido no estaba de acuerdo con nuestras ideas de una sociedad no gubernamental, me hice miembro del grupo. Era su trabajo en Rusia lo que me atraía y lo que me impulsó a ayudar en las tareas de la recién formada sociedad. Nos animó mucho la noticia de la inminente visita de Katarina Brechkovskaia, llamada cariñosamente Babushka, la Abuela de la Revolución Rusa.
Aquellos que estaban familiarizados con Rusia conocían a Brechkovskaia como una de las figuras más heroicas de aquel país. Su visita sería, por lo tanto, un acontecimiento de interés excepcional. No nos preocupaba su éxito entre la población yiddish —su fama lo garantizaba—. Pero las audiencias americanas no sabían nada de ella, y podía ser difícil hacer que se interesaran. Nikolaev, quien se hallaba muy unido a Babushka, nos informó de que venía a los Estados Unidos no solo a recabar fondos, sino también a despertar el sentimiento público. Me visitaba con frecuencia para discutir métodos de cooperación con la Friends of Russian Freedom. George Kennan era quizás el único americano que conocía a Babushka y que había escrito sobre ella: Lyman Abbott, del Outlook, también estaba interesado. Nikolaev sugirió que los viera. Me reí de su ingenuidad al creer que Emma Goldman podría dirigirse a esa gente ultrarrespetable. «Si me presento bajo mi verdadero nombre —le dije—, echaría a perder las oportunidades de Brechkovskaia, mientras que si me presento bajo el oscuro nombre de Smith no me tomarían en consideración». Me acordé de Alice Stone Blackwell.
En 1902 había encontrado algunas traducciones de poesía rusa de la señorita Blackwell y más tarde leí artículos en los que mostraba sus simpatías con la lucha en Rusia. Le escribí expresándole mi gratitud y en su respuesta me pidió que le recomendara a alguien que supiera traducir poesía judía a prosa en inglés. Así lo hice y desde entonces seguimos escribiéndonos. Ahora escribí a la señorita Blackwell y le hablé de nuestros esfuerzos por entrar en contacto con americanos que apoyaran la causa rusa; mencioné a Nikolaev, quien podría darle información detallada sobre las condiciones actuales en su país. La señorita Blackwell respondió de inmediato. Pronto vendría a Nueva York, decía; me visitaría y traería con ella al honorable William Dudley Foulke, presidente de la recientemente reorganizada Society of the Friends of Russian Freedom.
Foulke era un ardiente seguidor de Roosevelt. «Estoy segura de que al pobre hombre le dará un ataque si descubre quién es la señorita Smith», le dije a Nikolaev. La señorita Blackwell no me preocupaba; era de la vieja raza de Nueva Inglaterra, una enérgica defensora de la libertad. Ella conocía mi identidad. Pero el hombre de Roosevelt... ¿qué sucedería cuando llegara? Nikolaev rechazó alegremente mis aprensiones diciendo que en Rusia los más grandes revolucionarios habían trabajado bajo nombres supuestos.
A los pocos días llegó Alice Stone Blackwell y mientras tomábamos el té llamaron a la puerta. La abrí y apareció un hombre bajo y robusto, sin aliento después de subir los cinco pisos. «¿Es usted la señorita Smith?», jadeó. «Sí», respondí descaradamente. «Usted debe de ser el señor Foulke, ¿no es así? Por favor, entre». El buen republicano rooseveltiano en el piso de Emma Goldman de la calle Trece Este, tomando el té y discutiendo sobre las formas y medios de socavar la autocracia rusa hubiera sido desde luego una historia jugosa para la prensa. Tuve mucho cuidado de mantener apartados a los periódicos y la sesión conspiratoria se llevó a cabo sin dificultad. Tanto la señorita Blackwell como el honorable William D. Foulke se quedaron muy impresionados con el relato de Nikolaev sobre los horrores de Rusia.
Algunas semanas más tarde la señorita Blackwell me informó de que se había organizado una rama de la Friends of Russian Freedom en Nueva York, con el reverendo Minot J. Savage como presidente y el profesor Robert Erskine Ely como secretario, el grupo planeaba hacer todo lo que estuviera en su poder para presentar a Mme. Brechkovskaia ante el público americano. Fue el resultado rápido y gratificante de nuestra pequeña reunión. ¡Pero Ely! Le había conocido durante la visita de Kropotkin en 1901; parecía un hombre extremadamente tímido, siempre temeroso de que su conexión con los anarquistas pudiera arruinar su posición ante los comanditarios de la League for Political Economy encabezada por él. Por supuesto, Kropotkin era un anarquista, pero también era mi príncipe y un científico y había hablado en el Lowell Institute. Creía que para Ely el príncipe era el rasgo esencial de Kropotkin. Los británicos tienen realeza y la aman, pero algunos americanos la aman porque desearían tenerla. No les importaba que Kropotkin hubiera rechazado su título al unirse a las filas revolucionarias. A nuestro querido Pedro le había sorprendido bastante descubrirlo. Me acordé de la anécdota que nos contó de su estancia en Chicago, cuando sus compañeros organizaron una visita a Waldheim, a las tumbas de Parsons. Spies y los otros mártires de Haymarket. Esa misma mañana un grupo de mujeres de sociedad, encabezadas por la señora Potter Palmer, le invitó a un almuerzo. «Vendrá, Príncipe, ¿verdad?», rogaron. «Lo siento señoras, pero tengo un compromiso previo con mis compañeros», se excusó. «¡Oh, no, Príncipe; debe venir con nosotros!», insistió la señora Palmer. «Señora —respondió Pedro—, ustedes pueden quedarse con el Príncipe y yo me iré con mis compañeros».
Mi impresión sobre el profesor Ely me hizo pensar que sería mejor para su tranquilidad mental, así como para el trabajo a favor de Babushka, que no se enterara de la identidad de E. G. Smith. Me vi de nuevo obligada a actuar a través de un intermediario, como en el caso de Turner, y me quedé en segundo término. Si espíritus timoratos eran engañados, no era porque yo lo quisiera; era su estrechez de miras lo que lo hacía necesario. Cuando llegó Katarina Brechkovskaia, fue rodeada inmediatamente por montones de gente, muchas de ellas movidas solo por la curiosidad y no por un interés genuino por Rusia. No deseaba sumarme a ellos y esperé. Nikolaev le había hablado de mí y pidió verme.
Las mujeres de la lucha revolucionaria rusa, Vera Zasulich, Sofia Perovskaia, Jessie Helfman, Vera Figner y Katarina Brechkovskaia, fueron mi inspiración desde que leí sobre sus vidas, pero nunca había llegado a conocer a ninguna de ellas personalmente. Estaba terriblemente emocionada y atemorizada cuando llegué a la casa donde estaba quedándose Brechkovskaia. La encontré en un piso carente de todo, mal iluminado y frió. Vestida de negro, estaba envuelta en un grueso chal y llevaba un pañuelo negro a la cabeza, solo se le veían las puntas de su ondulado pelo canoso. Parecía una campesina rusa, a no ser por sus grandes ojos grises que expresaban sabiduría y comprensión, unos ojos notablemente jóvenes para una mujer de sesenta y dos años. Después de diez minutos en su presencia me sentía como si la hubiera conocido de toda la vida; su sencillez, la ternura de su voz y sus gestos, todo me afectaba como el frescor de un día de primavera.
Su primera aparición en Nueva York fue en la Cooper Union y resultó ser el acontecimiento más sugerente que había visto durante años. Babushka, que nunca había tenido la oportunidad de enfrentarse a una audiencia tan grande, estaba al principio un poco nerviosa. Pero cuando se calmó, pronunció un discurso que entusiasmó a la audiencia. Al día siguiente los periódicos fueron prácticamente unánimes en su tributo a la anciana y gran señora. Pudieron permitirse ser generosos con alguien cuyos ataques se dirigían a la lejana Rusia y no a su propio país. Pero agradecimos la actitud de la prensa porque sabíamos que esa publicidad despertada el interés en la causa que Babushka había venido a defender. Posteriormente habló en francés en el Sunrise Club ante la más grande audiencia en la historia de esa organización. Yo hice de intérprete, como en casi todas las reuniones privadas que se organizaron. Una de estas tuvo lugar en el 210 de la calle Trece Este y asistió una cantidad de gente demasiado grande para mi pequeño apartamento. Estuvieron presentes Ernest Crosby, Bolton Hall, los Coryell, Gilbert E. Roe y muchos miembros del University Settlement, entre ellos, Phelps Stokes, Kellogg Durland. Arthur Bullard y William English Walling, así como varias mujeres eminentes de las filas radicales. Lillian D. Wald, del Nurses' Settlement, respondió de forma maravillosa a nuestra petición y organizó varias recepciones para Babushka, consiguiendo que mucha gente se interesara por la causa rusa.
Muchas veces, después de las reuniones. Babushka venía conmigo a mi casa a pasar la noche. Era sorprendente verla subir a toda prisa los cinco pisos con una energía y vivacidad que me hacían avergonzarme de mí misma. «Querida Babushka —le dije una vez—, ¿cómo has podido retener tu juventud después de tantos años de cárcel y exilio?» «¿Y cómo te las arreglaste tú para retener la Luya viviendo en este país materialista y embrutecedor?», replicó. No se había quedado estancada durante su largo exilio; la rejuvenecía el paso continuo de los presos políticos. «Tuve muchas cosas donde inspirarme y apoyarme», dijo, «pero ¿qué tienes tú en un país donde el idealismo está considerado como un delito, un rebelde como un proscrito y el dinero como el único dios?» No tenía respuesta, solo que era el ejemplo de los que nos habían precedido, ella entre ellos, y el ideal que habíamos elegido lo que nos daba ánimos para perseverar. Las horas pasadas con Babushka fueron una de las experiencias más ricas y valiosas de mi vida política.
El extenuante trabajo en favor de Rusia que llevamos a cabo en aquellos días recibió una importancia adicional con las noticias de la espantosa tragedia del 22 de enero en San Petersburgo. Miles de personas, con el Padre Gapon a la cabeza, se reunieron ante el Palacio de Invierno para pedir ayuda al zar y fueron brutalmente asesinadas, masacradas a sangre fría por los secuaces del autócrata. Muchos americanos progresistas se habían mantenido apartados del trabajo de Babushka. Estaban dispuestos a ofrecer un homenaje a su personalidad, a su valentía y fortaleza: sin embargo, eran escépticos acerca de su descripción de las condiciones de vida en Rusia. Argumentaban que la situación no podía ser tan espantosa. La carnicería del «Domingo Sangriento» dio una importancia trágica y una prueba incontestable del panorama descrito por ella. Incluso los liberales más moderados no podían ya cerrar los ojos ante la situación en aquel país.
En el baile del Año Nuevo ruso dimos la bienvenida a 1905 de pie, en círculo, con Babushka bailando el kazatchok con uno de los muchachos. Era una fiesta para los ojos, ver a la mujer de sesenta y dos años y joven espíritu, con las mejillas arreboladas, los ojos brillantes, girar al son de la popular danza rusa.
En enero Babushka se marchó a hacer una gira de conferencias y pude volver a otros intereses y actividades. Mi querida Stella había venido de Rochester a finales de otoño para vivir conmigo. Había sido su gran sueño desde su más tierna infancia. El haber escapado por los pelos a la histeria que siguió al incidente de Buffalo cambió la actitud de mi hermana Lena, la madre de Stella, le hizo ser más amable y cariñosa conmigo. Ya no envidiaba el amor que Stella me tenía, habiendo aprendido a comprender lo profundo que era el interés que sentía por su hija. Los padres de Stella eran conscientes de que su hija tendría más oportunidades en Nueva York, y que conmigo estaría segura. Me hizo muy feliz la idea de tener conmigo a mi sobrina, cuyo nacimiento había iluminado mi oscura juventud. Sin embargo, cuando el momento tan esperado llegó, estaba demasiado ocupada con Babushka para poder dedicarle mucho tiempo a Stella. Esta cautivó a la vieja revolucionaria y Stella cayó completamente bajo el hechizo de Babushka. Aun así, las dos deseábamos tener más tiempo para nosotras y, ahora, con la partida de la «Abuela» revolucionaria, podíamos por fin estar más cerca la una de la otra.
Stella no lardó en encontrar trabajo como secretaria de un juez, quien sin duda se hubiera muerto del susto si hubiera sabido que era la sobrina de Emma Goldman. Volví a la enfermería de nuevo, pero al poco tiempo Babushka volvió del Oeste y una vez más tuve que dedicarme a ella y a su misión. Me había confiado que necesitaba una persona formal a la que confiar la tarea de entrar de contrabando municiones en Rusia. Pensé de inmediato en Eric y le hablé del valor y el aguante que había mostrado durante la excavación del túnel para Sasha. Le impresionó particularmente que Eric fuera un excelente marinero y que supiera manejar una lancha. «Eso facilitaría el transporte a través de Finlandia y levantaría menos sospechas que si se intentara por tierra», dijo. Puse a Babushka en contacto con Eric, quien le causó una impresión muy favorable. «Es justo la persona que necesitamos para este trabajo», dijo, «valiente, sereno y un hombre de acción». Cuando volvió a Nueva York, Eric la acompañaba, ya se habían hecho los preparativos para el viaje de aquel. Fue estupendo ver otra vez a nuestro alegre vikingo antes de partir para su peligroso viaje.
Antes de que la gran dama se marchara di una fiesta de despedida en su honor, a la que asistieron sus viejos amigos y los muchos nuevos que había hecho. Contribuyó al ambiente de la noche, contagiándoles a todos con su espíritu libre y magnífico. No había nubes que ensombrecieran la frente de la «Abuela», a pesar de que sabía, como todos nosotros, los peligros a los que tendría que enfrentarse al volver a la guarida de la autocracia rusa.
Hasta que Babushka no abandonó el país, no me di cuenta de lo agotador que había sido el mes transcurrido. Estaba completamente exhausta y era incapaz de hacer frente a mi trabajo de enfermera. Era consciente desde hacía tiempo de que no podría aguantar durante mucho el duro trabajo, la responsabilidad y la ansiedad que suponía mi profesión si continuaba con mis actividades propagandísticas. Había intentado aceptar casos de masaje corporal, pero lo encontraba incluso más agotador. Le había hablado del apuro en que me encontraba a una de mis amigas americanas, una manicura que se ganaba muy bien la vida trabajando solo cinco horas al día en su propio negocio. Me sugirió que yo podría hacer lo mismo dedicándome a hacer masajes faciales y del cuero cabelludo. Muchas mujeres de profesiones liberales lo necesitaban por el alivio que les proporcionaba, y ella me recomendaría a sus clientes. Me parecía absurdo meterme en algo así, pero cuando se lo conté a Solotaroff intentó convencerme de que era lo mejor que podría hacer para ganarme la vida y tener tiempo para el movimiento. Mi buen amigo Bolton Hall era de la misma opinión; se ofreció al momento a prestarme dinero para alquilar un local y prometió también ser mi primer paciente. «Incluso si tus habilidades no consiguen devolverme el pelo —señaló—, te tendré bien quietecita durante una hora escuchando mis argumentos sobre el impuesto único». Algunos de mis amigos rusos veían el proyecto bajo una luz diferente; pensaban que un salón de masaje serviría muy bien como tapadera para el trabajo que pensábamos seguir haciendo a favor de Rusia. Stella favoreció mucho la idea porque eso me evitaría las largas horas que le dedicaba a la enfermería. El resultado de todo esto fue que salí a buscar un local, y encontré uno sin gran dificultad en el piso superior de un edificio de Broadway, en la calle Diecisiete. Era un sitio pequeño, pero tenía una buena vista sobre el río East y era muy luminoso y ventilado. Con un capital prestado de trescientos dólares y unas cuantas preciosas colgaduras que me prestaron unas amigas, me establecí en un salón muy atractivo.
Los pacientes no tardaron en llegar. Para finales de junio había ganado lo suficiente para cubrir gastos y devolver parte de la deuda. Era un trabajo duro, pero la mayoría de los que venían a tratarse era gente interesante; me conocían y no había necesidad de ocultar mi identidad. Y lo que era más importante, no tenía que trabajar en lugares ruidosos y atestados y ya no sentía la ansiedad que me producía el posible desenlace de los casos que trataba como enfermera. Cada subida en la temperatura de mis pacientes solía alarmarme y una muerte me afectaba durante semanas. En todos mis años de enfermera no había aprendido a sentir despego o indiferencia ante el sufrimiento.
Durante los calurosos meses de verano muchos de mis pacientes se marcharon al campo. Stella y yo decidimos que nosotras también necesitábamos unas vacaciones. En la búsqueda de un lugar apropiado descubrimos Hunter Island, en la bahía de Pelham, cerca de Nueva York. Era justo el lugar ideal, pero pertenecía a la ciudad y no teníamos la menor idea de cómo conseguir el permiso necesario para plantar una tienda. Stella tuvo una idea; se lo preguntaría al juez. Unos días más tarde llegó ondeando triunfalmente una hoja de papel. «Y ahora», gritó, «¿seguirás diciendo que los jueces son inútiles? ¡Aquí está el permiso para poner una tienda en Hunter Island!»
Una amiga mía, Clara Felberg, y sus hermanos se unieron a nosotros. Estábamos empezando a acostumbrarnos a nuestra isla y a disfrutar de su paz y su belleza cuando Clara trajo de Nueva York la noticia de que la troupe de Pavel Orleneff se encontraba en la calle. Habían echado a sus miembros de los apartamentos donde vivían por no pagar la renta y carecían de medios.
Pavel Nikolayevitch Orleneff y Mme. Nazimova llegaron a América a principios de 1905, y arrasaron en el East Side con su maravillosa producción de The Chosen People de Tchirikov. Se dijo que Orleneff se había dejado convencer por un grupo de escritores y dramaturgos rusos para que llevara la obra al extranjero como protesta contra la ola de pogromos que estaba barriendo Rusia en aquellos momentos. Los Orleneff llegaron en el momento culmen de nuestras actividades por Babushka, lo que había impedido que entrara en relación con los actores rusos. Pero asistí a cada representación. A excepción de Joseph Kainz, no conocía a nadie comparable a Pavel Orleneff; e incluso ni Kainz había creado nada tan abrumador como el Raskolnikov de Orleneff en Crimen y Castigo, o su Mitka Karamazov. Su arte era, como el de Eleonora Duse, la vida misma en todos los matices de la emoción humana. Alla Nazimova estuvo muy bien como Leah en Los elegidos, como en todos sus papeles. En cuanto al resto del reparto, nada como su actuación en grupo se había visto antes en ningún escenario de América. Por lo tanto, me chocó enterarme de que la troupe de Orleneff, que tanto nos había dado, se encontrase en la calle, sin amigos y sin fondos. Podíamos poner una tienda para Orleneff en nuestra isla, pero ¿cómo podíamos ayudar a sus diez hombres? Clara prometió pedir prestado algo de dinero y a la semana la troupe al completo estaba en la isla con nosotros. Éramos una multitud variopinta y era una vida variopinta, y nuestras esperanzas de un verano tranquilo se fueron pronto por la borda. Durante el día, cuando Stella y yo teníamos que volver al calor de la ciudad, lamentábamos que Hunter Island hubiera dejado de ser un lugar retirado. Pero, por la noche, sentados alrededor de la enorme hoguera, con Orleneff en el centro, guitarra en mano, acompañando suavemente sus propias canciones, con toda la troupe uniéndose al coro, los acordes resonando más allá de la bahía mientras el gran samovar borbotaba, olvidábamos nuestras lamentaciones del día. Rusia llenaba nuestras almas con las quejas de su infortunio.
La proximidad espiritual de Rusia me acercó a Sasha más intensamente. Sabía lo mucho que disfrutaría de nuestras inspiradoras veladas; lo que le conmoverían y tranquilizarían las canciones de la tierra natal que siempre había amado apasionadamente. Era el mes de julio de 1905. Justo trece años antes me había dejado para arriesgar su vida por nuestra causa. Su calvario terminaría pronto, pero solo para continuar en otro sitio; todavía le quedaba que cumplir otro año en el correccional. El juez que había añadido el año extra a la sentencia inhumana de veintiuno, me parecía más bárbaro ahora que aquel día del juicio en septiembre de 1892. Si no fuera por eso, Sasha estaría ya libre, lejos del dominio de sus carceleros.
De alguna manera me ayudó a aliviar mi tristeza pensar que Sasha solo tendría que estar siete meses en el correccional, pues la ley de Pensilvania le otorgaba una conmutación de cinco meses en el último año. Pero incluso ese consuelo fue pronto destruido. Una carta de Sasha me informó de que, aunque legalmente tenía derecho a la reducción de cinco meses, se había enterado de que las autoridades del correccional habían decidido considerarle un «nuevo» prisionero y permitirle solo dos meses de conmutación, siempre y cuando su comportamiento fuera «bueno». Sasha sería forzado a apurar la amarga copa hasta la última gota.
Varios meses antes, Sasha me había enviado a un amigo al que llamaba «Chum». Supe luego que su nombre era John Martin y que tenía inclinaciones sociales. Era un instructor civil en los telares de la prisión; había aceptado el empleo, menos por necesidad que porque planeaba ayudar a los prisioneros. Se había enterado de la historia de Sasha poco tiempo después de empezar a trabajar en el penal Western. Desde ese momento había entrado en estrecha relación con él y había podido ayudarle algo. Sabía por las cartas de Sasha que el hombre solía correr grandes riesgos por hacer bondades por él y por otros.
John Martin sacó a colación una nueva apelación a la Comisión de Indultos, para que le perdonaran el año en el correccional. No podía soportar pensar que Alex, como llamaba a Sasha, después de tan tos años en un infierno tuviera que ir a otro. Me conmovieron muy profundamente los sentimientos de Martin, pero habíamos fracasado en los anteriores intentos de rescatar a Sasha y estaba segura de que no podíamos esperar tener mayor éxito ahora. Además, sabía que él no querría que se intentara. Había aguantado trece años y estaba segura de que preferiría soportar los otros diez meses que empezar a suplicar otra vez. Mi actitud se vio justificada por una carta de Sasha. Escribía que no quería nada del enemigo.
La terrible ansiedad de los días previos a su traslado pasó por fin. Dos días más tarde, recibí su última carta desde el penal. Decía:
«Mi muy querida:
¡Por fin es 19, miércoles por la mañana.
Geh stiller, meines Herzens Schlag
Und schliesst euch alie meine alten Wunden,
enn dieses ist mein letzter Tag,
Un dies sind seine letzten Stunden![44]Mis últimos pensamientos entre estos muros son para ti, mi querida amiga, la Inmutable.
SASHA»
Solo diez meses más para el 18 de mayo, el glorioso día de la liberación, ¡el día de tu triunfo, Sasha, y del mío!
Cuando volví a nuestro campamento por la tarde, Orleneff fue el primero en notar mi febril excitación. «Parece inspirada. Señorita Emma», gritó. «¿Qué cosa maravillosa le ha sucedido?» Le hablé de Sasha, de su juventud en Rusia, de su vida en América, de su Attentat y de sus largos años de prisión. «¡Un personaje para una gran tragedia! —exclamó Orleneff con entusiasmo—, interpretarle, visualizarle para la gente, ¡si, me encantaría hacer su papel!» Fue tranquilizador ver al gran artista tan emocionado por la fuerza y la belleza del alma de Sasha.
Orleneff me instó a que le ayudara a entrar en contacto con mis amigos americanos, a que fuera su intérprete y representante. Como el genio que era, solo vivía para su arte: ni entendía ni se preocupaba de nada más. Era suficiente ver a Orleneff saturarse con el papel en el que iba a actuar, para darse cuenta del gran y verdadero artista que era. Cada tono, cada matiz del personaje que iba a interpretar era creado previamente por él centímetro a centímetro, era un tormento que duraba semanas, hasta que asumía su forma completa y viva. En sus esfuerzos por alcanzar la perfección era implacable consigo mismo y con su troupe. Más de una vez, en medio de la noche, la obsesionada criatura me despertaba con un sobresalto al gritar y vociferar fuera de mi tienda: «¡Lo tengo! ¡Lo tengo!» Soñolienta, solía preguntar cuál era el gran hallazgo y resultaba ser una nueva inflexión en el monólogo de Raskolnikov o algún gesto significativo en la borrachera de Mitka Karamazov. Orleneff estaba literalmente inflamado de inspiración. Y según se desvelaba ante mí en las inolvidable semanas que pasamos en Hunter Island me fui impregnando gradualmente de ella, de forma que empecé a planear cómo hacer que el mundo fuera testigo de su arte.
Durante algún tiempo no pude hacer mucho, a no ser cuidar de Pavel Nikolayevitch y de sus numerosos invitados. Varios periodistas de fiar que conocía entrevistaron a Orleneff sobre sus planes y, mientras tanto, empezaron los trabajos en la sala de la calle Tercera, que estaba siendo remodelada para convertirla en un teatro. Orleneff insistía en ir a la ciudad todos los días para dirigir el trabajo, lo que exigía disputas con el propietario sobre cada detalle. Pavel no sabía hablar otra cosa que ruso y no había nadie más que yo para hacer de intérprete. Tuve que dividir mi tiempo entre el salón y el futuro teatro. Al final de la tarde volvíamos a nuestra isla, medio muertos por el calor y el cansancio, Orleneff hecho un manojo de nervios debido a las mil irritables insignificancias para las que no estaba en absoluto preparado.
La superabundancia de hiedra venenosa de Hunter Island y las legiones de mosquitos nos obligaron finalmente a marchamos a la ciudad. Solo se quedó la troupe de robustos campesinos actores, obligados a desafiar a ambas plagas puesto que no tenían ningún otro sitio adonde ir. Después del Día del Trabajo el número de mis pacientes aumentó y las tareas preliminares a las representaciones comenzaron, esto incluía una gran cantidad de correspondencia y de visitar personalmente a mis amigos americanos. James Huneker, al que no había visto durante años, prometió escribir sobre Orleneff y otros críticos también se brindaron a ayudar. A nuestros esfuerzos contribuyeron varios ricos judíos, entre los que se encontraba el banquero Seligman.
A su regreso del campo, los miembros del East Side Committee se pusieron a trabajar en serio para cumplir la promesa hecha a Orleneff. Se leyeron obras en algunas de sus casas, especialmente en la de Solotaroff y en la del doctor Braslau, este último era ahora el anfitrión de Pavel Nikolayevitch. Los Braslau eran padres de una hija artista, Sophie, que había empezado a prepararse para ser cantante de ópera, y como tales podrían entender bien la psicología y los estados de humor de su invitado. Tenían buenos sentimientos hacia él, y paciencia, mientras que otros habitantes del East Side solo hablaban de él en términos de dólares y centavos. Los Braslau eran gente amable, rusos hospitalarios y genuinos; las veladas que pasaba en su casa siempre me daban sensación de libertad y alivio.
La prensa radical judía ayudó activamente con los trabajos publicitarios. Abe Cahan, del diario socialista Forward, asistía con frecuencia a las lecturas de las obras y escribió mucho sobre la importancia del arte de Orleneff. También le dio considerable publicidad el Freie Arbeiter Stimme y otros periódicos yiddish del East Side.
Numerosas actividades, incluyendo el trabajo en el salón y las conferencias, llenaban mi tiempo. Tampoco olvidaba a los amigos que solían reunirse en mi apartamento. Entre mis muchos visitantes estaban M. Katz y Chaim Zhitlovsky. Katz ocupaba un lugar muy especial en mis afectos: él y Solotaroff fueron mis más fieles amigos durante el ostracismo de que fui objeto tras la disputa con Most y más tarde en los momentos de histeria por la muerte de McKinley. De hecho, había tenido más roce con mi querido Katz que con Solotaroff, tanto en nuestro trabajo como en reuniones sociales más íntimas.
Zhitlovsky había venido a América con Babushka. Era un socialista revolucionario y un ardiente defensor del semitismo. Nunca se cansaba de intentar convencerme de que como hija judía debía dedicarme a la causa de los judíos. Solía responderle que me habían dicho lo mismo antes. Un joven científico que conocí en Chicago, un amigo de Max Baginski, me había instado a adoptar la causa judía. Le repetí a Zhitlovsky lo que