Prólogo

El tiempo pasa rápido; hace apenas dos años que escribimos este trabajo, intentando contribuir con él a la aclaración y consolidación del movimiento anarquista, y ya han cambiado algunos datos de forma importante. Lo más interesante, para nosotros, es el resurgimiento de la CNT, que si bien está lejos de la fuerza que tuvo en otros tiempos y también está lejos de la fuerza “numérica” de las otras centrales, vuelve a presentar la batalla en defensa de los puntos que considera fundamentales y sigue siendo, al menos para nosotros, la única esperanza de que se dé una batalla directa, sin concesiones ni claudicaciones, al nefasto sistema que nos oprime.

Sin embargo, el resurgir de la CNT está resultando algo conflictivo, lleno de discusiones internas y enfrentamientos en busca de una nueva identidad. No deja de ser buen síntoma pues siempre será señal de que el enfermo está vivo y promete hacer grandes cosas después de la discusión; pero no podemos olvidar tampoco que a veces esas discusiones hacen más daño que beneficio, que terminan matando al enfermo, entre otras cosas porque hay mucha gente por ahí interesada en que el enfermo muera, o que se quede tan débil que tenga una nula incidencia. Por otra parte, a veces los debates no son demasiado fecundos porque plantean discusiones que no tienen sentido, que se enzarzan en aspectos marginales y dejan aspectos fundamentales. En este sentido va nuestro prólogo; deseamos arrojar, dentro de nuestras escasas posibilidades, un poco de luz que enriquezca y centre el debate. Evidentemente se nos podrá decir que no somos quiénes para intervenir en los debates, especialmente porque nos limitamos a ver los toros desde la barrera, y efectivamente es cierto. Sin tratar de explicar ahora por qué los vemos desde la barrera, por qué no hemos entrado para ver las cosas mejor y colaborar con los demás a construir la CNT, seguimos pensando que podemos echar una mano desde fuera, sin que tampoco se nos deba hacer demasiado caso.

En primer lugar nos gustaría recordar algo que es obvio para todos. Las discusiones sobre el contenido de la Confederación, sobre su línea de orientación, han sido una constante histórica. No es extraño ni preocupante, por tanto, que vuelvan a darse ahora, aunque sí lo es más el que se olviden algunas cosas bastante importantes que, si ayudaría a avanzar la discusión hacia temas más interesantes. También ha sido una constante el hecho de que los debates tiendan a personalizarse, reproduciendo liderazgos y protagonismo que nunca deben producirse, si se pretende ser coherente con los planteamientos básicos de la CNT. Caer en esta tentación es olvidar puntos fundamentales de la corriente de pensamiento que nos sirve de médula, es olvidar, por ejemplo, a un Malatesta cuando afirmaba que él no era bakuninista por dos motivos fundamentales: primero, porque como anarquista no creía en dogmas y de eso no se libraba ni el pensamiento de Bakunin; segundo, y eso nos parece más importe, porque un anarquista debía rechazar siempre los personalismos, debía discutir sólo sobre planteamientos teóricos y prácticos desvinculándolos de todo tipo de referencia personal que pudiera llevar a la sumisión a un líder.

Sentadas esas bases, podemos pasar ahora a hacer algunas precisiones que nos parecen importantes. No cabe la menor duda de que el movimiento anarquista no se agota en la lucha sindical, y en eso han estado de acuerdo siempre todos los anarquistas. Pero decir esto sería insuficiente si a continuación no dijéramos que el anarquismo debe estar unido al movimiento obrero, aportándole su savia y recibiendo de él una práctica concreta de lucha contra el sistema. Lo realmente fecundo en la historia ha sido la unión de ambas realidades. Del mismo modo podemos afirmar que es absurdo hablar de un sindicalismo neutro, sin contenido ideológico, en que lo fundamental fuera la defensa directa de los intereses de los trabajadores. Siempre que se ha afirmado eso se ha terminado creando desde fuera un partido o algo similar que se encargaría de proporcionar al sindicato la línea ideológica y política que este por sí mismo no podía tener. De ahí a cargarse la formación de una central sindical independiente, que no sea mera correa de transmisión de los listos de turno, que se plantee de forma integral la lucha contra la opresión y la explotación, que afirme la posibilidad y el derecho de los trabajadores de ser los protagonistas y los dueños de su propia vida, no hay más que un paso.

Volvemos a decir que lo fecundo ha sido siempre la unión de ambos aspectos, reconociendo al mismo tiempo las diferencias. Ni el anarquismo se agota en el sindicato, ni se puede concebir un sindicato integral que no posea una concepción ideológica. No olvidemos nunca que el sindicato no se plantea exclusivamente como asociación de defensa de los intereses de los trabajadores, sino también, y quizás sea lo más interesante, como esbozo de la sociedad alternativa por la que luchamos, y para cumplir esa segunda misión es imprescindible una ideología. Si queremos construir una sociedad autogestionaria, regida por los propios interesados en su funcionamiento; si queremos una sociedad en la que no haya poder político ni estado, fuentes de nuevas opresiones y explotaciones, si queremos una sociedad organizada sobre la base de la solidaridad entre todos los hombres, con una escala de valores sustancialmente distinta a la que rige en el sistema capitalista; si queremos una sociedad federalista, descentralizada, en la que lo fundamental sea la defensa de la dignidad del hombre, de la justicia, de la igualdad y, sobre todo, de la libertad; si queremos todo eso, no se pueden reducir las perspectivas de la lucha sindical al mero sindicalismo. Por otra parte, de ser así, la CNT en estos momentos perdería el único espacio político que le queda, se confundiría con las demás centrales sindicales y perdería a continuación su razón de ser. Si es una alternativa real y revolucionaria, se debe precisamente a que va más allá que las demás centrales, a que se plantea una lucha integral en la que efectivamente no se quiere hacer la política oficial de los opresores de turno o de los que esperan turno para oprimir, pero en la que no se renuncia a la auténtica política, como decimos en una de nuestras tesis; en definitiva, se debe a que se lucha por la implantación del comunismo libertario, aunque evidentemente este se pueda entender de diversas formas, como de hecho se ha entendido a lo largo de la historia.

También resulta un tema difícil el problema de las relaciones entre los anarquistas, especialmente si se encuentran organizados en formaciones, específicas, tipo FAI, y el sindicato. El horror del sindicalismo anarquista al liderazgo, a las vanguardias, ha sido siempre un horror un tanto patológico, lo que les ha llevado, como ya hemos denunciado en otras ocasiones, a tragarse los líderes en los momentos más inoportunos sin posibilidades reales de controlarlos. Creemos que no es necesario recordar ejemplos históricos que están en la mente de todos. Nos parece bien que existan vanguardias, entre otras cosas porque van a existir de todas formas; entre otras cosas porque siempre se ha reconocido dentro del pensamiento anarquista que la lucha por una sociedad distinta comienza en unas minorías más conscientes que se enfrentan a las barreras opresoras y ayudan a los demás a luchar contra esas mismas barreras; entre otras cosas porque, como decíamos antes, el anarquismo no se agota en el sindicato y es justo que se formen los grupos de afinidad, la específica en la que se recoja toda la riqueza del anarquismo. El problema de las vanguardias está en otro sitio, está en su tendencia a convertirse en protagonistas, buscando la imposición más que el convencimiento mediante la palabra y el ejemplo militantes. Recordando la célebre frase de Peirats, el problema de la vanguardia anarquista, en su momento la FAI, estriba más en dejar de ser la cabeza de la Confederación, convirtiéndose en sus cojones. La vanguardia está para aclarar, para ayudar a construir y a mantener una estrategia sin claudicaciones ni concesiones a la galería, para enseñar, para ser los primeros en el momento de la lucha y la defensa de los derechos pisoteados por el opresor, y todo ello sin imposiciones, sin protagonismos, recordando que la revolución nunca se hace por decreto, que la libertad sólo se enseña mediante la libertad, que hay que convencer, que no hay salvadores sino que los hombres tienen que salvarse por sí mismos, y recordando, en último lugar, que además no hay poseedores de la verdad, iluminados por no se sabe qué espíritu santo que se creen con derecho a decir a los demás lo que tienen que hacer. Podríamos hablar mucho más de este tema, siempre de gran interés, pero pensamos que con esto es suficiente.

Hasta aquí no hemos hecho sino recordar cosas que todo el mundo sabe y que se enmarcan dentro de la más pura «ortodoxia» anarquista; las recordamos porque es posible que en algunos momentos se olvide, lo que suele llevar a discusiones estériles y mal planteadas. Sin embargo, queremos decir algo más que nos saca de la «ortodoxia» anarquista o anarcosindicalista, entre otras cosas porque siempre hemos defendido que eso de la «ortodoxia» anarquista es un engendro totalmente incoherente con una mínima comprensión de lo que es el anarquismo. Por otra parte se debe también a que pensamos que la situación es muy distinta a la que existía en el momento de aparición de la CNT y de su máximo esplendor combativo. Si renace sin ser consciente de ello y sin sacar las debidas consecuencias prácticas, es posible que renazca muerta y pierda una gran oportunidad de estar en la primera línea de combate.

Nos extraña, en primer lugar, la fobia contra todo lo que huela a marxismo, contra los infiltrados marxistizados que provocan el horror de los puros anarcosindicalistas y les llevan a campañas de desmarxistización emulando a los más célebres protagonistas de las cazas de brujas y procesos inquisitoriales que en la vida ha habido. Nos parece muy bien que se sigan denunciando los peligros del socialismo autoritario y que se rechace de la CNT todo lo que pueda ayudar a consolidar ese tipo de socialismo. Nosotros nunca hemos estado teóricamente a favor del marxismo-leninismo, e incluso hemos sentido una aversión visceral que la lectura de la historia no ha hecho más que confirmar. Sin embargo, hemos pensado siempre que en el marxismo hay elementos muy válidos, incluso en el mismo Lenin, aunque en este caso más escasos; elementos que enriquecen el pensamiento anarquista, entre otras cosas porque ha habido temas del marxismo que el anarquismo no ha tratado lo suficiente. Después de más de cien años, es imprescindible reconocer que el enfrentamiento entre Marx y Bakunin no fue todo lo limpio que a unos y otros nos gustaría y que, más allá de las diferencias, es posible encontrar puntos comunes muy fecundos. Ser antimarxista por principio nos parece irracional, dogmático y estéril, además de poco anarquista. No olvidemos nunca que el anarquismo se ha definido siempre más por sus propuestas constructivas que por su anti lo que sea; no olvidemos que la negación es sólo un primer momento, poco importante además, que busca la desaparición de obstáculos y deja paso al más fecundo de la construcción, de las propuestas alternativas, y si pensamos en construir nuestra actitud ante el marxismo debe ser muy distinta.

Pero es que además, ese antimarxismo dogmático plantea otros problemas no menos graves. Por las peculiares circunstancias por las que ha pasado este país, hay un sector muy importante, aunque numéricamente no lo sea tanto, que se ha enfrentado directamente con el sistema capitalista desde perspectivas no estrictamente anarquistas, quizás porque la recuperación del pensamiento y la práctica anarquista haya tardado más tiempo que la recuperación del marxismo. Grupos que efectivamente parten del marxismo en sus análisis, pero un marxismo nuevo, no autoritario, deslindado del leninismo y de todo lo que suponga vanguardia dirigente, dictadura del proletariado, etc. Un marxismo cercano al consejismo de los Pannekoek, Korsch, al izquierdismo de la Rosa Luxemburgo, autores que ya en su momento buscaron una aproximación entre ambas corrientes del socialismo. Adoptar frente a estos grupos una postura intransigente es peligroso y perjudicial; ellos también han luchado y luchan duramente por una sociedad distinta, no han caído en un reformismo estéril como les ha sucedido a las corrientes oficiales de la izquierda. Efectivamente es posible que se les pueda criticar por la insuficiencia de algunas propuestas o simplemente porque no se esté de acuerdo con las mismas. El diálogo y la colaboración entre ambos tendrían que ser más positivos; es cierto que alguno de esos grupos pretende constituirse en nueva vanguardia consciente y en partido dirigista, haciendo dentro de la CNT una fea labor de zapa, lo que nunca se podrá consentir. Pero también es cierto que plantean algunas críticas al anarquismo bastante fundadas, críticas a las que es necesario prestar atención sin echarlas en saco roto, por más que pueda doler y hacer caer algunos mitos. En cualquier caso, ante un enemigo poderoso y muy unido, es totalmente absurdo enfrentarse, renunciar a un diálogo constructivo y a una cooperación militante eficaz, lo que no quiere decir tampoco que esos grupos deban integrarse en la CNT, como dicen algunos cenetistas.

Hemos dejado para el final uno de los puntos que más nos preocupa, pero también sobre el que necesitamos mayor reflexión dado lo ambiguo que nos parece todavía. No cabe la menor duda de que algo está cambiando en estos momentos, algo de gran importancia que hasta cierto punto hace inocuos los planteamientos tradicionales, especialmente en la izquierda. Desde hace mucho tiempo, desde los años sesenta en occidente, desde mayo de 1937, fecha en la que perece derrotada la última y más grande revolución de la clase obrera, parece que estamos todos un poco despistados. Hay una profunda crisis de la izquierda (probablemente sea más una crisis del leninismo como ideología y formas organizativas que han monopolizado y siguen monopolizando la izquierda), de tal forma que no se encuentran las tácticas ni los medios de lucha contra el sistema. Realmente o se sienta uno en la Moncloa o se dedica a practicar la lucha armada; y en medio poco, muy poco. Desde nuestro punto de vista el problema hay que centrarlo en el hecho de que están cambiando los escenarios de la lucha y los mismos objetivos de esa lucha.

No negamos que el capitalismo, con toda su carga de explotación de los trabajadores, sigue siendo el enemigo central, pero seguramente no en el mismo sentido que hace cien o cincuenta años. Ya no se trata de reivindicar la parte del producto que corresponde al trabajador, de exigir unos medios de vida que vayan más allá de la mera subsistencia. Quizás se despreció muy pronto al capitalismo afirmando que sería incapaz de dar de comer a todos los hombres; a lo mejor termina dándonos de comer, sin dejar de ser por ello igualmente abominable. Con esto no queremos decir, ni mucho menos, que la imagen más perfecta de lo que es y supone el capitalismo no siga siendo la que ofrece en África del Sur, o en otros países del tercer y cuarto mundo. Tampoco queremos decir que aquí y ahora no sea importante seguir defendiendo unos niveles de vida dignos, dado que en España siguen siendo todavía muchos los trabajadores que se las ven y se las desean para costear los gastos imprescindibles para poder vivir. Todo esto es cierto, todo esto explica y justifica para nosotros la existencia de una fuerte lucha sindical, pero...

Pero no nos parece que ese sea el peligro central, aquí y ahora. Si quisiéramos obtener unas mejoras económicas, simplemente unas mejoras económicas, probablemente lo más eficaz fuera sentarnos todos en la Moncloa, llegar a un acuerdo con los empresarios y los políticos, averiguar qué parcela nos tocaba del tercer mundo para obtener beneficios y repartirnos entre todos el pastel; eso sí, sin poner en cuestión nada, ni el orden público, ni los marginados, ni la jerarquización y burocratización, ni la degradación del medio ambiente, ni el rollo de vida que se nos ofrece. La sociedad ha cambiado; si el movimiento obrero luchaba por hacer desaparecer esa sociedad de miseria y explotación tan bien descrita por autores como Dickens, es muy posible que el enemigo principal hoy, la sociedad contra la que debemos luchar, sea la que nos describe Orwell en 1984. Que es un peligro real lo muestra claramente por ejemplo el enorme parecido entre el Goulag ruso y el Goulag alemán, por hacer referencia solamente a los casos más evidentes, pero desgraciadamente no los únicos. Evidentemente, cambiado el enemigo, es necesario cambiar las armas y los actores de la lucha.

Y ¿cuáles pueden ser los actuales actores en estos momentos de crisis? Una cosa es cierta, la necesidad para la transición de potenciar, construir y desarrollar alternativas que cuestionen radicalmente la ideología, los valores, el orden de la sociedad burguesa, sean en un lado o en otro, pero alternativas que vivan, practiquen y experimenten desde ahora los deseos y realidades de comunidad, de cambio sustancial a este orden. En definitiva se trata de recuperar y recrear las bases para una transición a una sociedad de libres e iguales.

Y es en este punto en el que se nos ponen delante toda una serie de movimientos sociales que están luchando duramente contra el sistema. Ahí están las feministas, que ya hace mucho tiempo se han dado cuenta de que su liberación tiene unas notas específicas que la hacen distinta del resto de la lucha del movimiento obrero; están los homosexuales, reivindicando no sólo el respeto a una determinada forma de realización, sino también condenando una sociedad que durante mucho tiempo ha identificado placer y pecado (en lo que coinciden los puritanos de derechas y los de izquierdas, más abundantes entre los últimos); están los movimientos ecologistas, dedicados de forma preferente en estos momentos contra las centrales nucleares, en las que no sólo ven el peligro de la contaminación, sino, lo que es peor, el peligro de una alta tecnología que refuerce el poder de unas minorías y obligue a una mayor centralización y dependencia de las masas; están los presos sociales, los ancianos, los minusválidos físicos y psíquicos y otros más que quizás por no tener fuerza no son demasiado escuchados. Sin duda alguna son movimientos que tienen enormes contradicciones, que en algunos casos sirven perfectamente a los intereses del bloque dominante. El problema es que esto también se podría decir posiblemente con más motivos, de los movimientos obreros, especialmente de los países del centro del imperialismo; el problema es también que quizás sean estos movimientos los que están marcando por dónde van a ir los próximos años las luchas contra un sistema de opresión y explotación, siempre que esos movimientos encuentren una coherencia que hasta ahora les falta.

La responsabilidad en esta misión del movimiento anarquista es enorme por muy diversas razones. En primer lugar no cabe la menor duda de que la izquierda clásica y oficial está mostrando una clara miopía hacia esos temas, cuando no una coincidencia con los detentadores del poder. Por otra parte el anarquismo siempre ha estado más próximo a los marginados, siendo ya clásica la negativa a diferenciar los presos comunes de los políticos, englobándolos a todos con el término de sociales, o sus constantes referencias a la labor cultural de formación de un hombre distinto, no sólo de una organización distinta de las relaciones de producción. También es clásico en el anarquismo la lucha contra la opresión, es decir, contra el Estado y el poder, una lucha que va más allá de la lucha contra la explotación económica; si lo que hemos dicho hasta ahora es válido, no cabe la menor duda de que el problema es la opresión, la defensa de la libertad y la dignidad del hombre, reivindicaciones hoy en desuso y tradicionalmente consideradas como pequeñoburguesas, a excepción del anarquismo, al que también se le tachaba de pequeño-burgués. Todo esto, y más que podríamos decir, nos lleva a depositar grandes esperanzas en el anarquismo como posible elemento aglutinante, siempre y cuando no pretenda reducir las luchas al ámbito sindical aunque este sea la CNT, y siempre y cuando no anule la diversidad y especificidad de cada uno de estos movimientos, permaneciendo fieles en este sentido al federalismo del que siempre han dado pruebas y a una lucha integral en la que no se separan los diferentes campos de enfrentamiento, sino que se intenta captarlos en su globalidad. Hay aquí mucho material para la reflexión y la colaboración, sin partir de dogmatismo previos y buscando todos las fuerzas comunes que nos ayuden a dar un paso más hacia esa sociedad sin explotadores ni explotados, sin opresores ni oprimidos, por la que todos luchamos.

Introducción

Pese a la falta de un espacio real de praxis en el que se pueda probar la validez de las teorías, tenemos que reconocer que en los últimos años se ha elevado muy considerablemente el nivel de lucha teórica —en España y fuera de España— en torno a diversos problemas de la construcción del socialismo. Partidos comunistas y partidos socialistas,[1] junto con algunas otras tendencias dentro del socialismo, quizá de menor entidad numérica, pero de la misma consistencia teórica, vienen midiendo sus armas con la atención puesta en un período de transición, y en este fogueo la calidad de la discusión alcanza ya cotas muy superiores a las pasadas. En el caso de nuestro país, durante casi cuarenta años se ha ido gestando la fuerza eruptiva de estos volcanes ideológicos que esperan tiempos mejores para descargar, con sus tensiones, todo su fuego interior.

No por casualidad, la altura teórica de la polémica se viene dando en un contexto de crisis aguda, una crisis que, sin necesidad de recurrir al tópico, azota el mundo y fuerza, por su propia naturaleza, a una revisión de los postulados teóricos y estratégicos a todos los niveles. Las noches oscuras son noches oscuras para todos, y por más que estos momentos críticos fuercen a una revisión profunda de las bases ideológicas, no cabe la menor duda que tal revisión no es sencilla en esos momentos. Dentro de esta búsqueda de nuevas directrices, de replanteamientos de esquemas, quizá ya demasiado gastados, sorprende considerablemente el que se mantenga una zona de penumbra a la que no se presta el suficiente interés: el anarquismo. Muy pocos teóricos se han preguntado con la debida serenidad por el sentido del anarquismo, abandonado a su propio destino y desterrado de las discusiones teóricas a los marcos abiertos de la letra impresa. A los ojos de estos teóricos, el anarquismo es una ocupación menor, un subrogado que representa ante la ciencia socialista el mismo papel que la parapsicología ante la psicología o la alquimia ante la química. A la numerosa abundancia de revistas socialistas serias se le opone la resonante y significativa ausencia de una sola revista anarquista; a la proliferación de citas marxistas para avalar cualquier afirmación responde la ausencia absoluta de referencias a Bakunin, Kropotkin o demás anarquistas; a la obligada filiación teórica al marxismo, filiación en muchos casos meramente erudita y repetitiva, responde la inexistencia de teóricos anarquistas. Con las excepciones que confirman la regla, y sin lacrimosas añoranzas; tal es la situación. Y sin embargo...

Sin embargo, si consideramos este asunto no desde las alturas, sino desde la base, preocupa en muchos sectores la vuelta al anarquismo. Preocupa en primer lugar a los regímenes de orden, que vuelven a la carga con sus manidos tópicos que hablan de «terroristas», «anarquistas», para desprestigiar indirectamente a un movimiento que nunca han conocido bien y con el que no se atreven a enfrentarse directamente; vale más calumniar, que siempre queda algo. Preocupa también a los regímenes y partidos comunistas que, todavía hoy, expulsan de sus filas a ciertos izquierdistas críticos tildados sin más de anarquistas o anarquizantes y utilizando en su contra unos tópicos no menos manidos que los anteriores.

Por otra parte, el movimiento francés de mayo de 1968, pese a su fugacidad y su improvisación, que necesitarían un análisis más detenido, fue suficientemente explícito: de repente aparecieron banderas negras y «pintadas» con más abundancia que en los mejores tiempos de los internacionalistas bakuninistas. Es más, incluso sus principales líderes reconocieron públicamente su filiación anarquista.

Hoy es suficiente con convocar una conferencia sobre anarquismo para ver la sala repleta de personas, mitad curiosos, mitad cansadas de lo conocido, que sienten un enorme interés por escuchar.

Estos síntomas externos no son los únicos. Casi todo el sector izquierdista, y hasta parte de la derecha «civilizada» habla ahora de autogestión, de descentralización, de federalismo, de todo el poder para la base, de condena de todo tipo de dictadura, etc. La clara procedencia anarquista de estos temas exigiría una atención más explícita a las fuentes, pues lo más triste es que en muchos casos se desconoce la paternidad de semejantes teorías, bien por ignorancia bien por mala intención y por los prejuicios de siempre.

Obligada pregunta es: ¿estos parámetros tiene algo que ver con el anarquismo o pertenecen al mismo marxismo, un marxismo purificado y de nuevo cuño? ¿Qué hay entonces, si hay algo, de anarquismo en todo esto? ¿Son realmente anarquistas quienes se acogen a los «slogans» recientes? Y si no lo son, ¿por qué estigmatizar a sus voceros como anarquistas? ¿Cuál es, en definitiva, la realidad específica del anarquismo? ¿Se trata de una entidad fantasmagórica, de un espectro muerto a cuyo conjuro obedecen los más diversos exorcizados de una época en decadencia que da culto al diablo? ¿Tiene algo que aportar el anarquismo en unos momentos en que el movimiento socialista debe buscarse a sí mismo?

Debemos reconocer que en los últimos años la crítica histórica española ha producido aportaciones extremadamente valiosas, destacando nombres como los de Gómez Casas, Álvarez Junco, Elorza, Termes, Clara Lida...[2] Esto facilita nuestra tarea y nos obliga a entregarnos con la misma seriedad a ese eventual presente del anarquismo, intentando aclarar sus líneas medulares para desde ahí intentar iluminar a las otras formas de socialismo.

En buena medida, nuestro propio intento de elucidación parece en principio viable porque no nos mueven a él incitaciones de partido o grupo alguno. No hablamos, pues, en nombre de la ortodoxia —si es que alguna vez pudiera ser compatible la «ortodoxia» con el anarquismo—, sino tan sólo en nombre propio. Tenemos la ventaja de habernos ocupado durante algunos años del anarquismo, al que nos une una simpatía metodológica, como diría Lacroix, al mismo tiempo que una afinidad personal.

Prueba de nuestra heterodoxia es esta tesis que justifica la obra y que adelantamos aquí: es posible que el anarquismo haya estado soterrado demasiados años y que, oculto en el baúl de los recuerdos, no cumpla ya la misión histórica para la que fue concebido. De ahí sus desajustes. Pretende remozar el pasado sin más ni más, volver a ponerse las vestimentas de la abuelita, puede ser a lo más el subproducto residual de una efímera moda, pero no pasará de ser un socorrido parapeto a todo excéntrico exhibicionista o de chivo expiatorio a los detractores: Creemos, pues, que es muy urgente la tarea crítica para saber dónde termina el anarquismo histórico y dónde comienza el anarquismo de la historia; qué es modo fecundo y qué es simple moda dentro de él. Eso sí, tenemos la convicción de que alienta en la esencia del anarquismo un soplo de fuerza que no será erradicado del socialismo, y que se hará más presente cuanto más socialburocráticas sean las formas concretas de realización del socialismo. Es muy posible que no se pueda ni se deba reconstruir organizaciones anarquistas, pero igualmente nos parece imposible ignorar toda la aportación del anarquismo al movimiento socialista.

Para proceder a una exposición ordenada de esta tesis, y para iluminarla dentro del marco del socialismo y comunismo, es decir, del marxismo en general, procederemos del modo siguiente: Primero analizaremos los juicios que sobre el anarquismo ha vertido su enemigo histórico, el marxismo. Luego procederemos a rectificar este juicio apasionado. Por fin trataremos de esbozar el sentido del anarquismo dentro del socialismo, sirviéndonos para ello igualmente de la captación de su pasado histórico. Tal procedimiento fue en esencia también el de Mounier al enfrentarse con el tema.[3] Comencemos, pues, sin más rodeos, llevando el anarquismo al tribunal de su victorioso rival histórico, el marxismo, el cual somete al enemigo a un juicio tan sumarísimo como el que resume un diccionario oficial de filosofía ortodoxa marxista, el «Diccionario de Filosofía», publicado en la RDA (Leipzig, 1969, T. I., «Anarchismus»). Dice allí:

«El anarquismo es un movimiento utópico y pequeñoburgués. El ideal del pequeño burgués es un orden social sin poder estatal, donde tal burgués se encuentra independiente de los lazos sociales y políticos. En contraste con el socialismo científico, rechaza la lucha de clases políticamente organizada, así como en general toda organización política, toda disciplina y toda autoridad, esperando poder alcanzar la realización de la absoluta libertad, la justicia, la igualdad y la fraternidad en la sociedad mediante la abolición de todos los órganos estatales de poder y coacción. Niega el papel dirigente del partido marxista y de la dictadura del proletariado, en lugar de lo cual promueve la lucha social inmediata y la huelga general nacional e internacional para vencer mediante un acto de violencia espontáneo y único el orden social estatocapitalista e introducir el socialismo sin organización ni coacción estatal. Se sirve de los métodos terroristas. El suelo nutricio del anarquismo es originariamente la pequeña producción mercantil individual del pequeño propietario amenazado por el capitalismo e impotente ante las leyes de la competencia. Se opone, por el contrario, a la propiedad grancapitalista, cuya aniquilación busca. Se opone al Estado burgués porque éste defiende la gran propiedad privada de los medios de producción, pero también se opone al Estado proletario porque se cree amenazado por éste en su propiedad individual. Es agrario y antiprogresivo. Por eso dice Lenin que el anarquismo es un producto de la desesperación, la mentalidad de intelectuales desarraigados o del lumpenproletariado».

Hasta aquí el juicio sumarísimo del Diccionario marxista a la realidad del anarquismo. Es un juicio lleno a rebosar de prejuicios y de tópicos, de modo que es imposible reconocer lo que se oculta tras tantas mutilaciones y deformaciones. Creemos, por otra parte, que no es un caso aislado de crítica malintencionada, sino algo consustancial al juicio crítico marxista.[4] Por nuestra parte seguimos firmes en la convicción de que el tratar de desterrar juicios estereotipados, sobre todo los proveniente del marxismo, no es una labor reaccionaria, una maniobra tendente al desprestigio del marxismo, pues ¿cómo iba éste a basar su prestigio sobre la inexactitud de sus propios juicios históricos? Amar y defender el socialismo debe ser reconocer que es preciso contribuir a erradicar sus propias malformaciones, labor quirúrgica que a la larga supondrá un servicio más honesto que cualquier defensa a ultranza. Por eso necesitamos esbozar una crítica a la crítica marxista, al menos en los siguientes puntos que a la vez nos sirven de tesis.

Tesis 1ª: El anarquismo no es una forma de socialismo utópico

Marx, y de un modo espléndido, nos hizo ver ya en el Manifiesto del Partido Comunista que lo específico del socialismo utópico era pretender acomodar la marcha de la historia a los dictados de su propia imaginación desatada, pero sin análisis de la estructura social, económica y política de todo Estado. En tal sentido, las futuraciones visionarias del Falansterio de Fourier o el paternalismo de las comunidades saintsimonianas nada aportaba al cambio real de la sociedad que no les gustaba. Si aportaban algo era la utopía, el deseo de cambio, una necesidad sentida, pero no satisfecha en orden a tal cambio. Desde este punto de vista, los socialismos utópicos no ayudarían en nada a la emancipación de la clase obrera, sino que servirían más que nada como ideologías encubridoras de los verdaderos problemas, evitando siempre un compromiso auténtico con la realidad.

Tal actitud sería, a lo más, propia de la rama anarquista que acaba en Godwin, como lo fue de todos los movimientos socialistas anteriores a Marx, pero nunca sería extensible a los anarquistas posteriores. Proudhon, a pesar de sus grandes contradicciones y de la insuficiencia de algunos aspectos, sometió a una brillante crítica la noción de propiedad, elaboró las bases de lo que posteriormente serían todas las teorías autogestionarias e insistió en la organización no centralizada de la sociedad. Del mismo modo, Bakunin no sólo trabajó con plena dedicación en la organización de un movimiento obrero que se enfrentara al capitalismo, sino que dotó de coherencia al sistema de pensamiento anarquista, aportando reflexiones insustituibles en torno a temas tan poco utópicos como las relaciones del socialismo y la libertad o la formación del hombre socialista integral. Lo mismo se podría decir del tercer gran pensador anarquista, Kropotkin, que no sólo se preocupó, dados sus amplios conocimientos, de fundamentar el socialismo en una concepción del mundo acorde con los últimos descubrimientos científicos, sino que ofreció un esquema en el que se unían el campo y la fábrica para construir un nuevo orden social. Francamente, decir que estos anarquistas son utópicos es dejarse llevar por viejas enemistades o conceder mucho a los tópicos sin fundamento.

Como no es éste el lugar adecuado para someter a crítica la afirmación que acabamos de hacer vamos a conceder más al marxismo. Supongamos que ni Proudhon, ni Bakunin, ni Kropotkin, han analizado científicamente la realidad, en comparación con el rigor y la profundidad analítica a que ésta fuera sometida por Marx (no olvidemos tampoco que la superioridad teórica de Marx sobre todos sus contemporáneos es indiscutible). Centremos nuestra atención en el anarquismo tal y como se desarrolló en nuestro país. ¿Es que puede encerrarse en el mismo saco el falansterio de Fourier que El proletariado militante, de Anselmo Lorenzo? ¿Cómo podríamos suponer que la CNT, por ejemplo, no realizó ninguno de esos análisis científicos de la realidad social y económica? ¿Sería mucho pedir el que se revisara la condena de «social-utópico» después de haber estudiado el nivel organizativo, táctico y estratégico de la CNT?

Es igualmente un mito insostenible el afirmar que el anarquismo es una contemplación bucólica de la arcadia primitiva rural, fiel al dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor: Son muchos los que han mantenido que el anarquismo es incapaz de dar una respuesta constructiva a la moderna era industrial, limitándose a rechazarla en favor de una vuelta a una organización primitiva —rural y artesana— de la sociedad. De aquí a afirmar que el anarquismo se opone al progreso de la humanidad sólo hay un paso. Basta leer a Kropotkin en Campos, fábricas y talleres; es suficiente con recordar a los relojeros de Saint-Imier o a las federaciones de industria, o quizá sea mejor acudir a los estudios magistrales recientemente publicados sobre la organización industrial de Cataluña bajo la dirección de la CNT,[5] para darse cuenta lo absurdo de seguir manteniendo ese ataque tan carente de fundamento. Hace falta inercia mental para seguir repitiendo con Engels el tópico del carácter agrario del anarquismo. Por otra parte, no es justo achacar de agrarismo a un movimiento que apenas tuvo implantación histórica y que en los efímeros momentos en que pudo desarrollarse, o fue en momentos y zonas aún no industrializadas o en ambientes bélicos. Al mismo tiempo, varias décadas en las que no ha habido una aportación teórica anarquista seria, por diversos motivos, hacen que, por anacronismos al juzgar la historia pasada con criterios actuales, se eche en falta una reflexión y aclaración del socialismo libertario sobre los actuales problemas planteados por la estructura económica internacional.

Sin perjuicio de que realicemos después una nueva aproximación teórica al concepto de utopía, valga de momento la afirmación de que el anarquismo es un socialismo no-utópico. Tal vez no sea bastante para definirlo como socialismo científico, pues no es lo mismo no-utópico que científico. Personalmente dudamos del estatuto de cientificidad del socialismo, sobre todo desde el momento en que esa cientificidad es mantenida como dogma incuestionable; sin negar la existencia de una ciencia socialista, en tanto que interpretación racional de los hechos, consideramos que es más bien, o por lo menos debiera serlo y debería ser mantenido, una visión del mundo. Una visión del mundo que, es obvio decirlo, para nosotros es la más adecuada y la única que hoy por hoy puede enfrentarse con éxito a los problemas que tiene planteados el mundo, pero cuyo rigor científico no creemos superior al del capitalismo, por poner un ejemplo. Desconfiamos del estructuralismo al que, si no entendemos mal, le preocupa en exceso la parte científica del socialismo marxista y da demasiado de lado al componente voluntario de la revolución. Esta interpretación nos parece ofrecer una concepción mecanicista de la ciencia, en la que se olvidan con demasiada facilidad las complejas relaciones dialécticas entre la infraestructura y la superestructura. En consecuencia, creemos que el anarquismo es un socialismo tal vez no científico, pero, desde luego, no utópico.

Tesis 2ª: El anarquismo no es pequeño-burgués

Como intuyó Marx con su proverbial genio, el ideal del pequeño burgués es encontrar un orden social (no solamente posible en un contexto liberal) donde encontrarse independiente de los lazos sociopolíticos y comunitarios. Este se da cuenta de que el capitalismo, a causa de la necesaria concentración de capital, va en contra de sus propios intereses, de su pequeño negocio, pero desde luego en ningún momento pone en cuestión el orden social capitalista en sus raíces, ni tiene otras preocupaciones que las puramente individuales. El pequeño burgués es profundamente egoísta, acordándose solamente del otro en el momento en que siente ganas de comer. Del mismo modo, le molesta el carácter centralizado y absorbente de la administración estatal, pero siempre porque atenta contra sus intereses individuales, porque pone trabas al desarrollo de su actividad, haciéndole cumplir con unas obligaciones comunitarias que le resultan gravosas. Desde luego no es éste, ni mucho menos, el caso del anarquismo. Desde el primer momento se marcó el carácter solidario, federado e interdependiente del socialismo anarquista, al mismo tiempo que el cuestionamiento radical y profundo del orden burgués.

Efectivamente, el anarquismo arremete con gran fuerza contra el Estado, al que en buena medida considera la fuente de los mayores males que padece la humanidad. El Estado es, en su opinión, autoritario, jerárquico y centralizado, por lo que impide el libre desarrollo de los individuos y de las comunidades naturales; el problema del Estado no es, en ningún caso, un problema individual, sino un problema de toda la comunidad, cuyo normal desenvolvimiento impide. Del mismo modo arremeten contra la democracia burguesa de forma mucho más radical que cualquier otro socialismo, y aquí nos encontramos nuevamente con unos argumentos que por ninguna parte reflejan esa estrechez de miras y ese egoísmo propio de la pequeña burguesía. Cuando un Ricardo Mella, o cualquier otro teórico anarquista, ataca la democracia parlamentaria, lo hace porque ésta atenta contra uno de los principios fundamentales de la liberación de las clases oprimidas: el parlamentarismo, el sufragio universal burgués, buscan robar al pueblo su soberanía haciendo que delegue en unos políticos profesionales —esto es, desvinculados de los problemas del pueblo— su capacidad de decisión, su soberanía. Si no hay una organización social que conserve todo el poder de decisión para la base estamos en un sistema expoliador, se llame como se llame.

Por eso proponen una alternativa que supone un cuestionamiento radical de todo el «orden» social burgués, en busca de un estado social en el que hayan desaparecido todo tipo de privilegios y explotaciones, en el que ya no existan las clases sociales y en el que, como es lógico, la burguesía, como clase detentadora del poder económico y político, ya no tendrá posibilidad de existir. Esa alternativa social se articula sobre dos pilares fundamentales: las unidades de producción, que deberán funcionar siempre autogestionariamente y que se federarán siguiendo las pautas ya iniciadas por los sindicatos en la estampa burguesa, y las comunidades cívico-ciudadanas (las comunas). En su perspectiva del socialismo integral era totalmente insuficiente que se produjese la apropiación de los medios de producción por parte de los trabajadores en fábricas autogestionadas; la actividad laboral tenía que prolongarse en la actividad cívica, es decir, en todos los problemas relativos a la administración de las cosas comunes, del ocio y la cultura en los momentos libres: en la autogestión de todos y cada uno de los problemas comunales. Establecen la comuna como un grupo natural que goza de autonomía e independencia, en la que se practica una democracia desde la base, sin parlamentarismo ni delegación de poderes en unos representares; habrá representantes, pero siempre sujetos a inmediata sustitución en cuanto no se responsabilicen de los intereses de la comunidad, al mismo tiempo que la capacidad de decisión siempre permanecerá en la asamblea de la base. De esta forma intentan también superar la vieja disyunción entre el ciudadano político y el trabajador; de la separación entre obreros y administradores surgen los «políticos», que controlen el poder en perjuicio del pueblo. Todo hombre tenía que ser a la vez obrero y administrador. ¿Es éste un modelo de pequeñez burguesa?

No, radicalmente, no. Los tiros vienen por otra parte. Al igual que antes, vimos que se aplicó indiscriminadamente el tópico de socialismo utópico y metafísico a toda alternativa socialista que no estaba plenamente de acuerdo con el análisis marxista, también el Partido Comunista Ruso, a partir fundamentalmente de 1920, fecha en la que se crean los demás partidos comunistas europeos y se consolida la III Internacional, dio en adjetivar como «pequeño burgués» a todo aquel militante que no aceptaba por principio los dictados del Partido. Eso es todo, y de ahí las diatribas contra un movimiento libertario que rechazaba cualquier forma de dictadura, incluso la dictadura del proletariado, o más aún la dictadura anarquista, la que en gran parte le costó la persecución tanto en la Rusia del 17 como en la España del 37. Del mismo modo, el anarquismo se negó siempre a cualquier pacto político con la burguesía para la obtención de unas libertadas políticas (evidentemente unas libertades burguesas), en lo que veía una claudicación de las auténticas aspiraciones de la clase obrera: la destrucción del orden económico y social existente. En esta opción el anarquismo puede o no estar equivocado, pero vemos con claridad —lo cual es muy importante en un momento en que la clase obrera y los partidos que la «representan» dentro de los países imperialistas corre el enorme peligro de renunciar a un auténtico contenido revolucionario anticapitalista, cediendo a los cantos de sirena de la burguesía— vemos, decíamos, que no es posible acusar de pequeños burgueses a unos hombres orgánicamente implantados en el movimiento obrero, radicalmente comprometidos con la construcción de la sociedad socialista, y con una mística proletaria superior a la de otros credos políticos.

Tesis 3ª: El anarquismo no es apolítico

Es muy fácil, y además ocurre con frecuencia, que las palabras nos enreden en su cepo semántico para prostituirse en el lenguaje común, teniendo al final una pluralidad de significados que hace difícil la comprensión de lo que se está diciendo. Sin un análisis lingüístico serio, sin una aclaración del auténtico significado de las palabras, que en muchos casos es una recuperación de su sentido original, la mayor parte de las veces la filosofía acaba, como se ha dicho, en «sistematizadora de creencias», y los diálogos no pasan de ser monólogos entre sordos.

¿Qué se entiende por política? Si por «política» entendemos, con ese maestro de politicólogos europeos que es Duverger, la técnica de lograr el poder del Estado o, en su caso, de desarrollar un contrapoder con el mismo fin, entonces el anarquismo no sólo sería apolítico, sino que estaría a cien leguas de la política, como se refleja claramente en sus numerosas diatribas contra los políticos y la política. Ahora bien, las razones que mueven al anarquismo a esta negativa son muy distintas a las que mueven a otros movimientos que también han dedicado sus más acerbas críticas contra la política y cuyas consecuencias han sido, son y serán deplorables. De entre las muchas razones, nos parece oportuno destacar dos: en primer lugar no se cree en la necesidad de un Estado, al que se conceptúa como máquina burocrática al servicio de unos pocos, máquina, como veíamos antes, ajena a los intereses del pueblo y cuyo único fin es la opresión y la autoperpetuación, y, en segundo lugar, en tales circunstacias, en las que el Estado es un aparato creado por la burguesía y para la burguesía, cualquier tipo de participación o colaboración con el mismo no hace más que facilitar la pervivencia de un Estado al que no se desea y que va en contra de los intereses populares. El anarquismo ha sentido siempre una profunda y absoluta aversión hacia el Estado, tan absoluta que quizá en ciertas ocasiones se le haya atribuido al mismo un papel excesivo, induciendo a pensar posiblemente de una manera superficial que, suprimido el Estado, se habría suprimido uno de los mayores obstáculos para la emancipación de la humanidad. En buena medida, para bien o para mal, lo que de anárquico alienta hoy en buena parte del socialismo joven es su repulsa a la socialburocracia estatal o paraestatal.

Ahora bien, si por política se entiende la participación activa de los hombres en los problemas de las unidades de producción (el campo y el taller) y en las unidades de convivencia social (comunas), entonces no hay socialismo más político que el socialismo autogestionario ácrata, que considera político todo aquello que se hace en la polis. Por lo demás, cuando se trata de construir un socialismo integral, es decir, el desarrollo de las facultades intelectuales y morales, así como la supresión de la explotación económica y la revalorización del trabajo como factor de realización personal, se está entendiendo la política en su más puro sentido. Basta con leer alguna página de literatura anarquista para comprobar inmediatamente que sí se busca la realización política del hombre, de donde se deriva la importancia que se concede en el socialismo libertario no sólo a la autogestión obrera, sino de una manera especial a las comunas organizadas de abajo arriba, nunca impuestas desde un centro decisor del modo en que ha de realizarse la sociedad. La autogestión, la federación, no son suficientes si no van impregnadas de esa concepción socialista total en la que se busca el fin de toda explotación y opresión y la toma del poder por el pueblo.

Incluso, y en contra de postulados anarquistas, es bien sabido que en algún momento histórico los anarquistas participaron en el poder del Estado con el fin de paliar una situación abstencionista que, pese a su purismo, o tal vez gracias a él, podría desencadenar grandes trastornos para la clase obrera. Es conocida por todos la participación indirecta de la CNT en el triunfo del Frente Popular en las elecciones del 36, al igual que la colaboración de importantes militantes anarquistas en el Gobierno de la República en tiempo de guerra. En aquellos momentos, al maximalismo teórico se opuso un minimalismo práctico, actitud que probablemente estuvo acertada, ya que las circunstancias lo exigían, pero que demostró que, efectivamente, los anarquistas ni sabían ni querían hacer este tipo de política a la que antes hacíamos alusión. Basten unas palabras de Abad de Santillán para dejar clara la distinción entre ambos conceptos de política, al mismo tiempo que nos permitirán capta alguno de los puntos modulares del anarquismo:

«Ninguna dictadura ha sido jamás creadora ni podrá serlo tampoco, sobre todo en países como España, aunque fuese ejercida por nosotros. Una revolución debe suscita energías y dejar campo libre a todas las iniciativas fecundas; no debe ser una fuerza de regimentación y de tiranía si quiere afirmarse en la senda del progreso social.

Los hombres que detentan un poder cualquiera tienen propensión natural a abusar de la fuerza de que disponen, y el abuso de esa fuerza se emplea siempre en la supresión de los que no piensan ni sienten como los que mandan o contra los que tienen intereses divergentes.

Nosotros hemos quedado dueños de la situación en Cataluña después de julio; lo podíamos todo y no hemos utilizado las posibilidades incontrastables que teníamos más que para hacer obra efectiva en la guerra y en la construcción revolucionaria. No hicimos del poder un instrumento de opresión más que contra el enemigo a quien habíamos declarado la guerra. Nadie podrá acusarnos de haber sido colaboradores desleales ni de haber utilizado nuestra influencia para oprimir o exterminar a ninguna de las tendencias que hacían promesas de fe antifascista.

Habremos cometido más de un error y más de una equivocación; no hemos tenido empacho en denunciar nosotros mismos lo que hemos reconocido. Pero el mayor error de que se nos acusará ha de ser el de haber sido leales y sinceros en toda nuestra actuación pública, incluso mientras se afilaba en las sombras el puñal de la traición de los que se sentaban a nuestro lado. Solamente que en ese error volveríamos a incurrir mañana».[6]

La última frase no es una bonita concesión de cara a la galería; es una consecuencia lógica de las raíces anarquistas a las que tendremos ocasión de volver en el tema del socialismo y la libertad. Quizá tengamos que llegar a la misma conclusión que Santillán: el gran mal del anarquismo sería el no dejarse nunca someter, el resistirse a entrar por el aro, lo que hace perder eficacia, pero en ese mal volverá siempre a caer.

Tesis 4ª: Anarquismo no es espontaneísmo

No estaría de más recordar que la palabra «anarquismo» está plagada de semantemas peyorativos: desorden, anomía, irracionalidad, excentricidad, caos, etcétera. Fue Proudhon quien, para evitar tal impresión, comenzó escribiendo an-arquismo, con el subsiguiente guión moderador entre la preposición y el sustantivo. Pero tal guioncito no fue respetado, y el mismo Proudhon acabó escribiendo la palabra sin guión. Si la anarquía ha venido a ser sinónimo de socialismo libertario en la práctica histórica, para el orden establecido —y también para el orden que espera su turno para establecerse— ha sido sinónimo de las situaciones más confusas y descontroladas ante las que es necesario cerrar filas y adoptar medidas enérgicas.

Anarquismo es, pues, un término negativo y negador, una palabra que nace negando. Ahora bien, ¿qué negaba? ¿Era simplemente una negación? No cabe duda de que el anarquismo surge en gran parte de una rebeldía visceral, como diría Daniel Guerin,[7] de una pasión por la justicia constantemente pisoteada que le lleva a un repudio en conjunto del mundo «oficial» y de la sociedad tal como se presenta. El anarquismo en este sentido ha sido siempre radical; nada de pactos con la burguesía, nada de compromisos, por muy históricos que sean, nada de democracia burguesa. Ahora bien, la negación del orden burgués no supone en modo alguno la negación de cualquier tipo de orden, cosa que nunca se ha propuesto en el movimiento socialista; todo el sistema del anarquismo supone una organización compleja de la sociedad como veíamos anteriormente.

No obstante, y a ella volveremos al final de nuestro estudio, se presentan algunas dificultades dentro de la alternativa anarquista. Su insistencia constante en los aspectos destructores y negativos del poder —«Poned a un San Vicente de Paul en el poder, y se convertirá en un Guizet y un Talleyrand», dirá Proudhon— les hace defender la necesidad de una organización realizada de abajo arriba, nunca impuesta desde un centralismo estatal. La revolución tiene que hacerla el pueblo, no los profesionales revolucionarios ni tampoco el partido poseedor en exclusiva de la línea correcta de actuación. Entonces nos encontramos con una opción: o se da crédito a un socialismo organizado, pero no dirigido y centralizado desde arriba; o no se estima sino un socialismo centralizado en la entidad de un partido único. Ambas opciones se han dado y se siguen dando, cada una con sus contradicciones inherentes. El anarquismo defendió la primera, consciente de todos los peligros del poder, no sin caer en muchas ocasiones en la fácil acusación de autoritarismo dirigida a todos los movimientos obreros que no compartían su credo. En cualquier caso, nos importa resaltar aquí que esta opción está motivada por una decisión de que todo el poder sea para el pueblo, sin poner etapas intermedias de muy dudosa eficacia, sin creer en dictaduras de nadie que alarguen indefinidamente, si no es que lo destruyen definitivamente, un cambio social auténtico.

La acusación de espontaneísmo tiene también otra motivación dentro del pensamiento anarquista: su confianza en la espontaneidad de las masas. Esta, a su vez, está vinculada a la afirmación de que la revolución tiene que hacerse de abajo arriba, sin imposiciones de ningún tipo. Ahora bien, si es cierto que en algunos momentos los teóricos del anarquismo han sentido una inclinación excesiva hacia ese espontaneísmo, confiando en una conflagración final que destruyera todo el orden existente para instalar uno nuevo,[8] no cabe duda también de que no han depositado una fe ciega en el hombre y en las virtudes del proletariado, como claramente lo expresa Proudhon o el mismo Bakunin. La revolución que no sea hecha por el pueblo no será una revolución, sino un simple cambio de nombres y personas; el pueblo, sin embargo, es en gran parte inerte y, sin llegar a las tesis del marxismo leninismo, también insistirán en la necesidad de una conducción por parte de los individuos conscientes.

Esa vanguardia consciente deberá tener cuidado de no convertirse en autoritarios, en nuevos dictadores desconectados del pueblo: su misión es actuar como comadrona de la revolución, difundir entre las masas las ideas socialistas. De aquí se deriva uno de los aspectos fundamentales del anarquismo: su carácter pedagógico, su insistencia constante en que la revolución debe ser integral y cambiar no sólo las relaciones de producción explotadoras propias del sistema capitalista, sino también educar un hombre nuevo socialista en el que ya no se den las tendencias explotadoras. El anarquismo es, en gran medida, una demopedia,[9] una educación del pueblo, al que se dirige para difundir la «idea», como lo hacía un Fermín Salvoechea por los campos andaluces. La solución que ofrece para este arduo problema va en la misma línea que la que más adelante aportará Rosa Luxemburgo; al igual que ésta, afirmaba que la tensión entre la minoría consciente y la masa inconsciente de su explotación se solucionará cuando se alcance la fusión de la ciencia con la masa obrera, Bakunin dirá:

«Esta contradicción no puede ser resuelta más que de una manera: hace falta que la ciencia no siga fuera de la vida de todos, teniendo como representantes a un cuerpo de sabios titulados, y hace falta que ella se fundamente y se extienda en las masas. La ciencia, estando llamada a partir de ahora a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe llegar a ser realmente la propiedad de todo el mundo».[10]

Repetimos que el problema es difícil, prueba de ello es su vigencia en los momentos actuales que atraviesa el socialismo. La solución de Rosa Luxemburgo, al igual que la de Bakunin, tiene el inconveniente de poner un plazo muy largo, mientras que mantienen los aspectos esenciales de una auténtica revolución. Es interesante, a propósito de este problema, las discusiones que se mantuvieron en los años 20 dentro de los medios de la CNT sobre el papel que debía desempeñar el anarquismo dentro del sindicalismo revolucionario. Estas discusiones desembocarían en la constitución de la FAI, como aglutinación de los grupos anarquistas y con el cometido esencial de promover los objetivos de una concepción socialista libertaria de la sociedad dentro de la CNT. Se concibe el anarquismo como inspirador y organizador de la minoría revolucionaria del proletariado, estableciéndose unas relaciones entre los anarquistas y el sindicalismo de vinculación orgánica; tal como es defendido por Abad de Santillán y los grupos argentinos en su famosa alternativa de la «trabazón» —desde luego, el sindicato no será nunca una correa de transmisión, aunque la FAI tenga como misión velar por la pureza de los contenidos revolucionarios de los mismos—, que posteriormente será seguida en España.[11]

Por otra parte, dentro del anarquismo ha habido siempre dos tendencias, manifestadas más claramente en el siglo XX. Por un lado estaría una línea más economicista, que ofrecería unas alternativas de organización de las relaciones de producción concretas y definidas. Esta línea no sería, desde luego, espontaneísta, sino quizá bastante rígida en sus esquemas previos, no confiando en ningún momento en un espontaneísmo revolucionario. Junto a ella, el anarquismo ha tenido siempre un profundo contenido ético, ofreciendo una comprensión del hombre y la sociedad en la que jugaría un papel fundamental, por encima de la explotación económica, la opresión de todo lo que impide el pleno desarrollo del hombre. Es esta corriente la que impulsa a los redactores del «Productor» a manifestarse a favor de la defensa de «todos los oprimidos de la tierra, y principalmente a los que se hallan encarcelados o perseguidos» (nº 1, 7-XI-1925). Afirmación de indudables resonancias bíblicas, que podría atraer la acusación de ingenuos idealistas sobre ellos por parte del algún ortodoxo del socialismo. Es en virtud de ese componente ético, centrado en el desarrollo de un socialismo integral, lo que hará pensar en algunos casos en un espontaneísmo, cuando en realidad no es sino la aspiración a la liberación definitiva de la clase obrera y del pueblo.

Hay otro aspecto fundamental para comprender estas actitudes del anarquismo, al que dedicaremos más adelante una atención especial. Nos referimos a su concepción de la dialéctica, que nunca fue hegeliana, dado que consideraban ésta como una dialéctica cerrada, defensora de una síntesis final en la que se acabarían todas las contradicciones; esa síntesis, para el anarquismo, sería un nuevo triunfo del despotismo y la explotación. Hay tesis y antítesis, pero no síntesis; la humanidad se encamina hacia una etapa final, pero ni podemos saber exactamente cómo será ni está predeterminada necesariamente desde ahora. Por eso prefirieron el molde cientificista-naturalista de la inducción tal como se planteaba en su siglo. Es muy posible que el fallo de muchos teóricos del anarquismo, y pensamos ahora en un Ricardo Mella, fuera el obsesionarse con no predeterminar nada, con no imponer soluciones preestablecidas que pudieran ser germen de nuevas dictaduras:

«Sistematizar es labor de ciencia, y sistematizando nos cerramos a la ciencia: dogmatizamos. He aquí la razón de todo coto cercado; he aquí la causa de que las creencias quiebren (...).

Mas allí donde se alzare un nuevo andamiaje, donde se abrieren nuevos surcos y se edificaren nuevos muros, compareced con vuestros picos y no dejéis piedra sobre piedra. El pensamiento requiere espacio sin límites, el tiempo sin término, la libertad sin mojones. No puede haber teorías acabadas, sistematizaciones completas, filosofías únicas, porque no hay una verdad absoluta, inmutable; hay verdades y verdades, adquiridas y por adquirir».[12]

Es importante tener claro estos dos aspectos, pero, en contra de Mella, no pensamos que sea suficiente quedarse en ellos. Efectivamente, no hay verdades absolutas, pero sí hay verdades objetivas. Los sistemas no deben ser cerrados, pero sí son necesarios. Las relaciones entre la necesidad y la libertad en el desarrollo de la historia hay que tratarlas con más rigor y profundidad, so pena de padecer, no sin razón, la acusación de espontaneístas y retóricos.

Tesis 5ª: El anarquismo no es un voluntarismo de raíz fascista

Una parte importante del sector estructuralista, marxista y no marxista, cree que el anarquismo se basa en una toma de posición falsa: la importancia concedida al sujeto personal, a la voluntad del hombre para transformar la realidad. Esta raíz voluntarista del anarquismo, a juicio del estructuralismo, le emparenta con el fascismo. Es difícil entender la coherencia de esta tesis y, en todo caso, no vemos más que una simple analogía exterior y superficial de la siguiente índole: Hitler medía un metro setenta centímetros y llevaba bigote y flequillo; luego todo el que reúna esas características es Hitler.

Es cierto que el anarquismo supuso en principio una reacción contra la crítica socialista del individualismo burgués que había conducido a una peligrosa anulación del individuo. También es cierto, y ya lo hemos visto en la tesis anterior y en la primera, que el anarquismo insiste en el componente voluntarista de la revolución, dado que no confía demasiado en el desencadenamiento necesario de la misma consecuencia de determinadas situaciones objetivas. El papel de los hombres en la consecución de una sociedad socialista es muy importante, por lo que no se debe menospreciar alegremente. Ahora bien, ni el anarquismo fue nunca individualista, como sí lo es el sistema burgués, ni tampoco menospreció las condiciones sociales y su papel en el proceso revolucionario.

Actualmente, la supuesta muerte del hombre predicada por el estructuralismo, tras la presunta muerte de Dios, defendida por el nihilismo, ha tenido muchos seguidores: el «nouveau roman», la «crítica literaria», coinciden en su denostación del sujeto personal. La lógica axiomática, por su parte, en su calidad de elemento principal de la epistemología normativa, al eliminar todo factor psicológico y limitarse al examen de las condiciones de verdad que fundan el conocimiento, sin explicar su formación, ha llegado a constituir una especie de «lógica sin sujeto». El positivismo lógico ha hecho también en buena medida abstracción completa del «sujeto» del conocimiento, asimilando las matemáticas y la lógica a un puro lenguaje, en el que a veces se olvida a los interlocutores. A estos factores hay que añadir otros en orden al olvido de lo personal: la explosión demográfica de la humanidad superpoblada, la manipulación de la persona en la sociedad capitalista, etc. Foucault mismo llega a decir que «el autor no es exactamente ni el propietario ni el responsable de sus textos, ni su productor ni su inventor».

Lejos de nuestro ánimo, hacer una crítica fácil al estructuralismo, que tanto está aportando a la ciencia. Quisiéramos, por el contrario, tratar de entender la razón de la postura estructuralista y decir con Tuñón de Lara lo siguiente:

«Sabemos que los “althusserianos” anatematizan que se funde la historia sobre el hombre y la admiten sólo fundada sobre “las masas”. Pero esas masas están integradas por hombres, suponemos, lo mismo que las clases sociales. Si al hacer esa afirmación pretenden recordad que el hombre individualmente considerado no es sujeto de la historia, sino socialmente considerado (relación social, grupo humano, ya en relación de afinidad, ya de oposición), nada cabe objetarlas».[13]

Naturalmente, y en tal sentido, añadimos nosotros, nunca el anarquismo afirmó que la historia fuera hecha por sujetos aislados: tal afirmación quedaría reservada para el modelo espúreo de Stirner. Sobra, pues, el reproche de voluntarismo.

Sin embargo, la crítica del estructuralismo afecta en su esencia a aquellos modelos humanistas donde el hombre era considerado aisladamente, sin atender a que el individuo no puede ser sino como parte de un proceso histórico y una sociedad, de suerte que, si bien es verdad que el hombre hace la historia, no es menos cierto, en realidad, que es en algún sentido hecho por ella. El considerar a la persona como una entidad separada, autónoma, independiente, sustancial, es hoy un simple recuerdo, gracias ciertamente también a la crítica estructuralista. Buscar la libertad del individuo fuera de un contexto social no es posible ya. Pero insistamos: el anarquismo fue uno de los primeros sistemas que concibió al hombre en solidaridad y en un contexto. Valga la célebre frase de Bakunin: «Yo no soy libre mientras la sociedad que me rodea, hombres y mujeres, no sean igualmente libres...». Por lo demás, ya Proudhon contribuyó a criticar —mediante sus aceradas invectivas contra la «filosofía» pura— la vieja ilusión de la filosofía consistente en creer que la verdad de la subjetividad pudiera alcanzarse por simple reflexión sin salir de la cabeza del propio genio pensante. Pensamos que la epistemología genética de Piaget continúa hoy en la misma línea proudhoniana, en la medida en que se defiende que para acceder al sujeto es preciso recurrir a la experiencia del mundo exterior (más allá no sólo del sujeto individual, sino también del sujeto grupal).

Tesis 6ª: Anarquismo no es individualismo

Como comentábamos en la tesis anterior, es un hecho que en gran medida el pensamiento anarquista se levantó en defensa del individuo que parecía sofocado por el antiindividualismo hegeliano y el posterior pensamiento socialista que relegaba a la persona a un segundo lugar. Esta orientación alcanza su grado máximo en el individualismo exacerbado de Stirner, al que, por otra parte, no se debe considerar estrictamente un anarquista, por más que inspirara ideas al anarquismo.[14]

En efecto, la axiología stirneriana está basada sobre el pilar del absoluto culto al propio ego. Y así, cuando el normal y deseado culto al ego, cuando el desarrollo sin coerciones de la propia libertad se desmesura de tal suerte que llega incluso a atentar contra el ego de los demás mortales, entonces desaparece de escena el apoyo mutuo tal como fuera concebido por Kropotkin, tanto para la naturaleza como para el hombre, y aparece, descarnada, esta tesis: «Todas las tentativas basadas en el principio del amor que tienen por objeto el alivio de las clases miserables han de fracasar». «Es justo para mí. Puede (...) que no sea justo para los demás; allá ellos: que se defiendan». Así habla Stirner. Solamente queda en pie una tentativa que no conocerá el fracaso si somos suficientemente capaces de imponer nuestro propio e insolidario egoísmo: el disfrute individual e individualista. A partir de este postulado, establece Stirner su crítica del Estado. Pero esta crítica, tan común en el seno del anarquismo, está hecha desde presupuestos totalmente distintos a los de Stirner. En éste, el Estado sobra porque coarta mi desarrollo subjetivista, no porque también coarte el desarrollo de los demás. Mientras el grueso del anarquismo dirigió sus andanadas a la línea de flotación del barco estatal para sustituirle por la Fraternidad, Stirner busca la abolición estatal para instaurar la insolidaridad, el «sálvese quien pueda» cuando el barco hace aguas. Y si en Stirner el individualismo aparece con acentos fuertes, no es tampoco en el sentido clásico del anarquismo, donde la individualidad era una condición necesaria de la solidaridad, y nunca un fin en sí misma.

Por lo demás, nos parece sustancial y definitivo el pensamiento de Kropotkin para solventar esta acusación de individualismo, aunque también podríamos acudir a los innumerables testimonios proporcionados por las realizaciones históricas concretas del anarquismo español. Kropotkin se alzó en la prestigiosa revista científica The Nineteenth Century contra una interpretación deformada de las tesis darwinistas sobre la evolución. Se estaba imponiendo en aquellos momentos una afirmación seudocientífica, pero que servía como justificación ideológica del capitalismo y del imperialismo inglés: la evolución era el triunfo de los más fuertes en la lucha por la vida; los débiles debían resignarse a su suerte (entiéndase por débiles, como es lógico, la clase obrera, los irlandeses, los africanos, hindúes, etc.). El defensor de la tesis era T. H. Huxley, en su «Manifiesto por la lucha de la existencia», tesis que sin duda ha tenido enormes consecuencias políticas que todavía seguimos padeciendo. La contestación de Kropotkin insistía en que la cooperación, el socorro mutuo, la solidaridad entre los miembros de una especie para superar los obstáculos de la naturaleza eran facotres tan importantes como la selección natural. Con el fin de demostrar su tesis, elaboró una de sus obras más importantes, de influencia decisiva en el movimiento anarquista, especialmente en el español, El apoyo mutuo.[15]

No queremos negar con todo esto, como decíamos al principio de la tesis, que el anarquismo haya sido uno de los movimientos socialistas que más ha insistido en los aspectos individuales; incluso es fácil comprobar que en algunos casos se exacerbó este factor. Pero, desde luego, es imprescindible dejar claro que nunca fue individualista el tronco del anarquismo, y que cualquier intento de emparentar ciertas actitudes muy de moda, encubridoras de deseos de ser original y destacar, con el anarquismo es totalmente estéril.

Tesis 7ª: El anarquismo no es el dadaísmo

Empalmamos con el final de la tesis anterior, iniciando otra tesis dirigida más que nada contra ciertas deformaciones actuales que se confiesan anarquistas. Hay un anarquismo nuevo, universitario, que se solaza con las tesis «anarquistas» de Paul Feyerabend.[16] Paul Feyerabend tiene ahora cincuenta años, y se define como filósofo anarquista, o, más exactamente, como anarquista epistemológico, habiendo creado una cierta escuela entre lumpenuniversitarios más o menos desquiciados. Según nuestro autor, el anarquismo epistemológico se diferencia tanto del escepticismo como del anarquismo políticamente lleno de fe: ¿Y en qué consiste semejante anarquismo epistemológico, equilibrado entre la fe y el desfallecimiento? Es una especie de dadaísmo. Según Feyerabend, en efecto, el dadaísta no debe tener nunca ningún programa científico, debiendo estar incluso contra todo programa, con independencia de que a veces pueda presentarse como el más grande demoledor, o a veces como su más seguro puntal.

Dicho más «epistemológicamente»: para ser un verdadero dadaísta hay que ser, en opinión de Feyerabend, un auténtico antidadaísta. Del mismo modo, el mayor placer del anarquista epistemológico habrá de consistir en confundir a los racionalistas, de tal manera que lo aceptado por inamovible hasta entonces aparezca ahora como algo totalmente infundado. El anarquista, pues, debe ser un señor sumamente cachondo, valga la expresión, cuya función intelectual consistirá en buscar las coquillas al señor muy serio, presumiendo, incluso, de ponerlo todo en duda.

No es de extrañar que, en medio de la situación de descomposición orgánica por la que está pasando la burguesía española, y en concreto la Universidad como una de sus manifestaciones, tal programa haya encontrado sesudos defensores. Lo que en Feyerabend es al fin y al cabo una tesis científica (forzoso es reconocer que Feyerabend está bien considerado como filósofo de la ciencia, su profesión, y que sus tesis al respecto gozan de estimación general entre sus compañeros de dedicación), en los inefables universitarios españoles se ha convertido en un ejercicio del más puro y lúdico hippismo. Al grito de «libertad», lo único que se reclama es la defensa de la libertad individual y egoísta, propia de una mentalidad pequeñoburguesa que busca superar sus frustraciones e inhibiciones dando rienda suelta a todo lo que hasta ahora venía reprimiendo.

Por lo demás, no hay una sola actitud científica que el anarquista epistemológico desprecie o tenga por absolutamente infundada; nada «absurdo» e «inmoral». En este sentido no hay método que no interese; lo único rechazable son las normas generales, las leyes con visos de generalidad, las creencias populares universalmente domesticadas, nociones tales, por ejemplo, como las de «verdad», «justicia», «sinceridad», «profundidad», etc. «Un día llegará —dice Feyerabend— en que todo se te vendrá abajo; tal día será el día en que estarás dispuesto a ser anarquista». Estilo nietzscheano, nihilizador, próximo al tremendismo. Por supuesto, estilo dadaísta. Consecuencia: ni la ciencia, ni los programas de investigación proporcionan argumentos en contra del anarquismo, si bien tampoco a su favor. Cada cual debe comportarse en la ciencia como le plazca, siendo la ciencia una cuestión de pura opción personal que luego se recubre de símbolos y de fórmulas para ocultar la irracional opción del punto de partida. Hay que acabar, en esa medida, con la ciencia: «La ciencia no es nuestra tirana; nosotros no debemos ser sus súbditos».

En nuestra opinión, este «anarquismo epistemológico» es más bien una especie de folklore o sarampión. Pretender que éste tiene algo que ver con las luchas que, en torno a una concepción del mundo y en torno a un pedazo de paz ganado en libertad, fueran mantenidas por el sector proletario que, a lo largo de la historia, con mayor o menor fortuna y clarividencia, han venido acogiéndose bajo la bandera anarquista, pretender, repetimos, que tiene algo que ver con el anarquismo es absurdo. No negamos que Bakunin lanza denuestos contra la tiranía de los científicos o de la «minoría consciente», afirmando una y otra vez que por encima de la ciencia está la vida y las leyes de la naturaleza, que nunca son totalmente conocidas; tampoco pretendemos dejar de lado los problemas que plantea un Ricardo Mella con su insistencia en negar toda validez a los sistemas de conocimiento establecidos con carácter fijo. Pero, desde luego, el movimiento anarquista, al igual que los demás movimientos obreros, se comprometió en una lucha dura por conseguir la construcción de una sociedad sin clases; no es difícil imaginar que estas actitudes «nihilistas» actuales eluden un compromiso serio con la historia, refugiándose en una pose inconformista.

Por eso mismo resulta, además, que esa iconoclastia feyerabendiana, de suyo crítica, puede acabar por convertirse en enfermizo síntoma de decadencia cuando se erige como principio de demolición, no solamente de la ciencia, sino también de principios tales como socialismo, libertad, etc.; principios a los cuales alguien puede considerar reificados o cosificados, pero no menos en vías de desreificación o descosificación. Estos principios no son, desde luego, principios vacíos, y mantener lo contrario tiene unas enormes implicaciones políticas, como ya vio Hegel en su crítica del carácter reaccionario del positivismo.

No es menos cierto que tal anarquismo epistémico, digámoslo así para utilizar un término psiquiátrico, aparece en tales circunstancias como una especie de juguetón nihilismo, y hasta en algunos momentos de serio nihilismo, pero incluso en este último caso hay que entender que el nihilismo no sería, en buena lógica, anarquista, sino la primera parte de la tarea, la destructiva, la irónica, quedando aún por realizar el subsiguiente e imprescindible estado de la edificación, con que un clásico, Proudhon, remataba la bóveda de la tectónica libertaria. Del mismo modo, Bakunin insistía que la destrucción del orden vigente de cosas no tenía sentido si en su lugar no se ofrecía una alternativa de construcción positiva y liberadora. El destruir por destruir pudo manifestarse con mayor virulencia en el movimiento anarquista especialmente en momentos de situaciones históricas extremas, pero la historia del anarquismo pone de manifiesto una constante de labor constructiva. Acusar de nihilismo al anarquismo es, como veíamos a propósito de la utopía, acusarle de que nunca transigió en pactos con las fuerzas que, en su opinión, se oponían a la liberación del proletariado. Desde luego, dudamos que esto sea nihilismo.

Tesis 8ª: El anarquismo no es terrorismo

La denominada «propaganda por la acción» o «propaganda por el hecho» de Ravachol, Angiolillo y otros proviolentos, aún hoy viva en formas presentes del anarquismo, es para nosotros una modalidad desesperada del anarquismo, un anarquismo a tumba abierta que reacciona ante la violencia blanca del poder establecido con una provocación infantil de disconformidad. Pero sería un error identificar anarquismo y terrorismo, como lo sería también dar por sentada la equivalencia entre anarquismo y populismo ruso vivido por Tolstoy y sus discípulos, que se basaba en el pacifismo como axioma.

Evidentemente, las orientaciones ofrecidas en el Catecismo de un revolucionario, de Netchaev, son un ejemplo del culto a la violencia por la violencia, más propio de mentalidades enfermizas que de auténticos revolucionarios. Por otra parte, la alianza entre Netchaev y Bakunin fue breve, entre otros motivos porque Bakunin no veía con agrado esos extremismos pro-violentos. El grueso del movimiento anarquista se ha manifestado siempre con una postura más matizada, de la que puede servir de ejemplo la cita de Kropotkin que insertamos a continuación, aunque podríamos elegir otras muchas:

«Afirmamos que la venganza no constituye un fin en sí misma; a fe que no lo es, pero sí es humana, y todas las revueltas habidas y por haber continuarán ostentando ese rasgo. En realidad nosotros, que, al amparo de nuestras casas, nos aislamos de los clamores y de la visión del sufrimiento humano, no podemos erigirnos en jueces de los que viven en medio de este infierno de pesadumbres... Personalmente detesto estas explosiones, pero no puedo adoptar la actitud de un juez para condenar a los que son víctimas de la desesperación... Una sola cosa es cierta, y es que la venganza no debe elevarse a la categoría de doctrina. Nadie tiene el derecho de incitar a otros a vengarse, pero si el que siente en su carne todo este infierno comete un acto de desesperación, que le juzguen sus iguales, los que con él soportan la carga de los sufrimientos del paria».[17]

En un libro nuestro[18] mantenemos constantemente la tesis de que el anarquismo no está ni con el terrorismo a ultranza ni con el pacifismo a ultranza, intentando mostrar que tan diferentes estrategias son meros epifenómenos de algo más radical: el apoyo mutuo, tal como fuera concebido por los clásicos de la acracia. Tampoco debemos olvidar que la discusión sobre la utilización de la violencia como táctica política no es, ni debería serlo nunca, un problema a resolver teóricamente, dada su íntima vinculación con la práctica concreta.

Llevado el problema a terreno hispano, ¿sería exacto identificar la actuación de la CNT con el ejercicio sistemático de la violencia? Acusaciones como las que hace Lichteim[19] manteniendo que el anarcosindicalismo español era incapaz en el momento del combate, pero se distinguía masacrando civiles y asesinando a los dirigentes políticos, demuestran, al menos, insuficiente información histórica, por no decir cosas peores. Abad de Santillán, militante destacado de la FAI en aquellos momentos, es un claro exponente de la actitud oficial de la CNT en contra de la violencia indiscriminada, de los asesinatos por motivos personales, llegando a castigar a los propios militantes sorprendidos cometiendo esos crímenes. Violencia la hubo; seguidores del canto a la fuerza de un Sorel, también, pero nunca a nivel organizativo, sino a nivel de grupos o individuos descontextuados del conjunto de la lucha obrera.

De todas formas, para entender mejor el papel de la violencia dentro del anarquismo, recordemos las líneas fundamentales de su comprensión de lo que debía ser la revolución. En primer lugar, mantenía el empleo de dos tácticas generales: la propaganda ideológica y la acción directa, entendida ésta generalmente en el sentido de huelga general revolucionaria. Por otra parte, hacer la revolución significa implantar en la sociedad presente algo de lo que será la sociedad futura; en este sentido, desconfiaba radicalmente de todo tipo de revolución que, solapada en un «el fin justifica los medios», aplazase para un futuro incierto la construcción de esa nueva sociedad. Siempre insistieron, a propósito de la doctrina de la dictadura del proletariado y del leninismo, que hay medios que imposibilitan alcanzar determinados fines; en otras palabras, sólo se puede conseguir en una revolución lo que ya se tiene, aunque sea en germen, antes de la revolución.

Tampoco confía en el mito de la «revolución-panacea» que provocara de la noche a la mañana la transformación de los hombres y de la sociedad. El socialismo no se obtiene por decreto, ni tampoco por un acto revolucionario. Es una tarea fundamental la educación del pueblo para que no se quede atrás en la revolución, para que alcance una auténtica transformación de su ser alienado por la sociedad capitalista, para que renuncie a sus intereses inmediatos puramente económicos —lo que en ningún momento debe ser interpretado como una renuncia a las luchas por mejoras económicas, sino como una crítica del exclusivismo de esas reivindicaciones–; el anarquismo, como veíamos antes, es una auténtica demopedia. De ello se deduce que es necesario hacer la revolución de abajo arriba, desde la base que, en definitiva, es la que tiene que tomar el poder; como decía Rosa Luxemburgo, «un error de las masas vale más que mil aciertos de los jefes» (léase de los partidos minoritarios con la interpretación «correcta» de la historia). La revolución es una labor de tiempo, incluso puede ser tarea de varias generaciones; lo importante es transformar nuestras concepciones y las relaciones sociales explotadoras, haciéndose, en la misma lucha, una idea clara de cómo debe ser esa transformación. La revolución, como decía Proudhon, es, en primer lugar, «la elucidación misma de las ideas».[20] Esto no es obstáculo para intentar provocar la revolución en las masas mediante los hechos revolucionarios.

Tesis 9ª: El anarquismo no defiende la propiedad privada

En uno de nuestros trabajos creemos haber resuelto la cuestión.[21] La frase proudhoniana «La propiedad es un robo» no fue dicha como simple retruécano oratorio, ni para ahuyentar lo irreconciliable con el privatismo de la propiedad. Ciertamente, Proudhon cambió en el curso de su vida de opiniones, lo que al parecer nadie reprocha a Marx, pero nunca cambió para desdecirse, al menos en este punto nuclear. El hecho de que Proudhon defendiera la propiedad sentimental, es decir, aquel tipo de propiedad que no tiene utilidad social, sino única y exclusivamente valor personal y circunstancial, así como también la propiedad de ciertos bienes de consumo o de instrumento de trabajo, nada tiene que ver con la defensa, que ni él ni ningún otro anarquista hicieron, de la propiedad privada de los medios de producción. Esto no significa, en cualquier caso, que algunas afirmaciones de Proudhon o del mismo Kropotkin sobre la pequeña propiedad no deben ser revisadas e incluso rechazadas.

Por lo demás, es conocida la diferencia en materia económica entre dos interpretaciones del socialismo libertario, la comunista y la colectivista. Las polémicas entre ambos ocuparon mucho tiempo; entre otros sitios, revistió cierta importancia en España; para los comunistas, la retribución del trabajo estaba basada sobre la evaluación de la hora de trabajo («a cada uno según su trabajo»); para los colectivistas, entre los que estaban Kropotkin, Malatesta, Cafiero, Reclus y otros, el sistema anterior suponía mantener la condición de asalariado con todas sus consecuencias, por lo que era necesario organizar la distribución según la norma de «a cada uno según sus necesidades». Aunque la discusión perdiera importancia con el paso de los años, y, por otra parte, la práctica histórica siguiera dentro del anarcosindicalismo rumbo distintos, lo que nos interesa destacar es que ninguno de los dos movimientos defendía la propiedad, entendida como la que permite que unos sean poseedores y otros desposeídos.

Igualmente, es necesario volver a recordar cómo se consagró la práctica anarquista durante el período revolucionario de los años 1936-37 en la España republicana. Ni la autogestión practicada en la industria catalana ni las colectividades agrarias de Aragón, por no citar sino los dos núcleos fundamentales, tenían nada que ver con una defensa de la propiedad privada. De eso ya hemos hablado anteriormente, y no merece la pena ampliar más detalles.

Tesis 10ª: El anarquismo no es producto de lumpemproletarios ni de intelectuales inorgánicos

Cuando Bakunin mandaba en la Internacional, por la fuerza de radicalidad y por la brillantez de su oratoria, más que por la analítica de sus razonamientos, sobre todo si la comparamos con un Marx, menos brillante y audaz, pero más razonador, buena parte del proletariado sureuropeo se afilió a las tesis bakuninistas. Entre ellos pudo colarse algún sector del lumpemproletariado, ese sector del proletariado fácilmente prevaricable y en venta al mejor postor, sin conciencia de clase. A reforzar esta tesis vendría el hecho de que el anarquismo alcanzó una gran difusión en España e Italia, especialmente entre el campesinado miserable de Andalucía y el sur de la península italiana. También es cierto que Bakunin habla en alguna de sus obras, por ejemplo en Estatismo y anarquía, de la organización del lumpemproletariado.

Sin embargo, estos hechos no permiten una interpretación unilateral. De hecho, no se puede decir que fuera lumpen el proletariado de Cataluña, zona donde el anarquismo español arraigó con más fuerza y única en un estado avanzado de industrialización; lo mismo cabría decir de los afiliados a la CNT en general o de los internacionalistas de Saint Imier. Por otra parte, las afirmaciones de Bakunin no van en el sentido de una defensa ciega de las masas, de las que, como dijimos anteriormente, desconfiaba, considerándolas potencialmente contrarrevolucionarias. Lo que Bakunin teme es la potenciación de un socialismo propio del proletariado industrial avanzado, en el que ve el posible riesgo de una nueva dictadura. Para el anarquismo el condicionamiento de clase, o de situación en las relaciones de producción, no era determinante de la conciencia revolucionaria que se tuviera, aunque fuera muy importante. De hecho, consideraban que podían colaborar en la implantación de la sociedad socialista no sólo los obreros industriales, sino ese lumpemproletariado o capas de las clases media, siempre y cuando hubieran adquirido una auténtica opción socialista.

Tampoco podemos confundir los términos por lo que se refiere a los intelectuales. Es posible que mucho intelectual endiosado (decir intelectual suele ser lo mismo que decir endiosado) pagado de su insustituible valía se haya autoconsiderado irrepetible diosecillo del Olimpo anárquico. Pero aquí nos encontraríamos con algo totalmente ajeno al movimiento anarquista, o al movimiento obrero en general; con esos individualistas egocéntricos de los que hemos hablado a propósito del «dadaísmo». Lo que es necesario recordar es que ningún intelectual anarquista merece la acusación de inorgánico. Unos, como Lorenzo, Mella, Pestaña, o todos los españoles, porque pertenecieron por nacimiento y por su vida entera a la clase obrera, participando directamente en todas su luchas y comprometiéndose activamente con ella; otros, como Kropotkin, Bakunin, porque, a pesar de pertenecer a las clases no proletarias —príncipe el primero, propietario medio el segundo—, se comprometieron también activamente en las luchas revolucionarias de su tiempo.

En definitiva, intelectuales que en ningún momento eludieron su responsabilidad de participar en la construcción del socialismo, y no sólo a un nivel teórico.

No. Si aplicamos al marxismo con el mismo rigor este psicoanálisis fácil a que el Diccionario de Filosofía de la RDA somete al anarquismo, ¿qué quedaría en pie del marxismo? ¿Se entendería la esencia del gran mensaje de Marx si dijésemos del marxismo que es una política de campanario puesta a punto por una clique insidiosa que buscaba tomar el poder? ¿Podríamos sentirnos autorizados a rechazar el marxismo por la interpretación que de él ofrece Lenin, o, más aún, por el comportamiento posterior de Stalin, identificando marxismo con stalinismo? ¿Entenderíamos siquiera una palabra del mensaje marxiano si dijésemos que es esencial a su ortodoxia la amistad del último —y reformista— Engels con los no menos reformistas Kautsky y Liebknecht?

No. Tampoco. Es lamentable, pero todo este tipo de juicios ha sido hecho, a su vez, de los marxistas por los anarquistas. Unos y otros han gastado demasiadas energías en un tipo lamentable de críticas, a las que nunca daremos nuestra aprobación, vengan de donde vengan y se dirijan contra quien se dirijan. Sería, por el contrario, imprescindible, en orden a la lucidez crítica y a la altura de la teoría, erradicar para siempre tan raquíticas interpretaciones del campo actual de discusión. En nada benefician a la liberación de los explotados, aumentando su división y mermando la posibilidad de enfrentarse con los enemigos reales.

Tesis 11ª: El anarquismo es socialismo en libertad

El anarquismo nació —tesis no siempre recordada con el calor de la polémica— íntimamente vinculado al socialismo para contribuir a la liberación del proletariado. Estuvo luchando codo a codo con el marxismo en la Primera Internacional hasta que las discrepancias fueron mayores que las coincidencias. En este sentido, parece como si un hado adverso fustigase al socialismo, siempre debilitado por discordias intestinas, a la par que su enemigo, el capitalismo, se robustece con la unidad que da el dinero. Una fobia ancestral separó, no siempre de modo racional, anarquismo y marxismo. Forzoso y triste es reconocer que llevados de esa fobia, buenos militantes de la CNT se pasaron con armas y bagajes a la CNS, con el solo propósito de luchar contra el marxismo. También es forzoso reconocer que el Partido Comunista Español gastó casi más energías durante la guerra de 1936-39 en combatir contra la CNT-FAI y el POUM que en luchar contra el enemigo real, representado por los nacionales. Sin querer aventurar interpretaciones arriesgadas, nos parece que esa desunión costó un precio muy alto al movimiento obrero de nuestro país.

Esta escisión del bloque socialista está acarreando su muerte, es decir, la victoria del capitalismo. Por una parte es precisa la reagrupación general socialista —lo que no implica, por supuesto, la reunificación de las diversas fracciones dentro de cada partido—, pero por otra parte tal unidad es imposible en la medida en que las estrategias y las ideologías divergen. La reagrupación o colaboración entre las diversas fuerzas que todavía hoy mantienen un auténtico programa de construcción socialista de la sociedad parece imprescindible en momentos en que el capitalismo es fuerte y en que muchos grupos han renunciado a unos programas socialistas en favor de un reformismo que, en su opinión, vendría exigido por planteamientos tácticos.

Pero veamos cómo el camino de la reconciliación, de las alianzas, no se dio:

En primer lugar, el anarquismo buscó con ahínco la abolición de toda autoridad, de todo gobierno, de todo poder. Habría, desde su punto de vista, dos maneras de negar el humanismo socialista o el socialismo integral en la libertad buscado por el anarquismo: el centralismo autoritario del Partido (sea Socialista, Comunista o Paracomunista) y el centralismo autocrático de los países dominados por el capitalismo. Centralismo democrático —¿no hay flagrante contradicción entre el sustantivo y el adjetivo?— y centralismo burocrático danse la mano en predicar la libertad por los caminos de la dictadura.[22]

Puede ocurrir —y éste es un mal común entre los anarquistas que vamos conociendo, por desgracia— que también el mismo anarquista que se dice antiautoritario actúe con tonos subidamente autoritarios. Cae en ese momento en los errores que combate. Hay ejemplo en la historia que deben servir de escarnecedora vía muerta; el caso del mismo Miguel Bakunin sería un ejemplo de actuación en muchos casos autoritaria, especialmente en el seno de sus organizaciones secretas, por las que sentía una cierta obsesión.

Lo que, fuera de estas inconsecuencias, le resulta intolerable al anarquismo es la pretensión de realización de un hombre nuevo por medios dictatoriales: ¿Cómo es posible, critica el anarquismo, dejar para mañana, es decir, para una hipotética segunda fase del marxismo, la etapa del comunismo en la libertad, lo que hoy, en medio de la etapa de transición de la dictadura del proletariado no da muestras de querer ser puesto en práctica? No es fácil llegar a alcanzar lo que nunca se ha llevado dentro; los hombres y los grupos políticos tienen una capacidad de actuación limitada, resultando difícil superar ciertos bloqueos ideológicos con los que se inicia el camino. El hijo natural de Lenin no es el comunismo, sino el stalinismo. De todos es conocida la distinción hecha por Lenin en su obra El Estado y la Revolución entre la fase de destrucción del Estado burgués y la fase de «extinción» del Estado proletario, o semi-proletario; lo que no vemos tan claro es la coherencia interna de estas disquisiciones de Lenin, ni imaginamos hasta qué punto es consciente de que, dada su concepción del Estado, rigurosamente marxista, piensa que será posible la «extinción»gradual de ese Estado que sustituya al sistema burgués.[23]

Por su parte, el marxismo impugnó siempre esta visión anarquista. Para el marxismo, la implantación del poder obrero exige una toma del poder político por parte del proletariado, y a tal efecto es imposible andar pidiendo opinión democrática a todos y cada uno de los interesados. Por ello, la misma eficacia exige una metodología encarnada en las directrices de un partido —fuerza, capaz de inflingir la derrota al capitalismo e instaurar la victoria final de las clases obreras. La eficacia es lo primero, y a ella han de subordinarse todos los planteamientos maximalistas y puristas libertarios. A juicio del marxismo, el anarquismo es una concepción del mundo que se ciñe finalmente a la inercia de la inactividad y que, por su purismo, acaba en franca contrarrevolución. Buena prueba de estos juicios, dice el marxista, es que el anarquismo se ha mostrado incapaz de realizarse. Y si su reino no es de este mundo, ¿con qué fuerza moral puede oficiar su crítica sobre este mundo?

La crítica del marxismo toca fondo, pero muestra ella misma la imposibilidad de llegar a un acuerdo. Recordemos el párrafo final de la cita de Santillán: «... en ese error volveríamos a incurrir mañana»; el hecho es que el anarquismo prefiere, en nuestra opinión, la derrota a ciertas victorias que considera pírricas. Y es que hay algo que dificulta una toma de posición distinta: el concepto de eficacia. Para el anarquismo, la construcción de la sociedad socialista es incompatible con la eficacia que, en definitiva, es una categoría típicamente capitalista, bajo cuyo manto pueden introducirse las mayores aberraciones. La eficacia es necesaria, nadie lo duda; no se puede mantener siempre la actitud de eternos perdedores. Sin embargo, la comunidad socialista no debe basarse en ella, sino en la solidaridad y la confianza entre sus componentes.

Una vez más nos encontramos ante problemas cruciales que difícilmente pueden soslayarse, aunque también difícilmente puedan resolverse, especialmente en un plano teórico.

La verdad es que, si prescindimos de la pasión con que los reproches mutuos están hechos, en nuestra opinión, ambos llevan razón. Por eso vuelven a la carga con nuevos argumentos.

En segundo lugar, según el anarquismo, la eficacia histórica con que el marxismo se ha conducido hasta llegar a su implantación masiva en buena parte de la humanidad no es en modo alguno sinónimo de que la revolución está hecha. Antes al contrario, piensan —lo que es grave— que hay que hacerla pese a su implantación histórica. No obstante, su radicalismo crítico les puede inducir a ciertos errores. Nos parece bien que no se admita que esa implantación histórica en diferentes países tiene un carácter definitivo o que ha conseguido la liberación plena de los hombres; sin embargo, no cabe duda de que supone un paso adelante en la marcha de la historia de la humanidad y que, en cualquier caso, es un sistema más justo y humano que el actualmente vigente en el mundo capitalista. Las críticas despiadadas contra el comunismo ruso, por ejemplo, serían mejores si no fueran tan despiadadas y si no le vinieran tan bien al capitalismo, que sabe sacar tajada de ellas.

Volviendo a lo anterior, la pregunta de los anarquistas es ésta: «¿Para qué hacer una revolución que conduzca a una nueva dictadura, por muy cambiado que sea su signo?» A lo que el marxismo responde: «¿Por qué se empeña el anarquismo en partir de la rousseauniana hipótesis de la bondad natural de hombre, siendo así que el carcelero es necesario hasta en las mejores familias?» Dejar sueltos a los bandidos, no reprimir enérgicamente a los que se oponen a la revolución proletaria es caer en la reacción, con apariencias de revolución.

En tercer lugar, existe una discrepancia radical en torno al modo de instaurar la revolución. No es posible el socialismo humanista en la libertad ácrata sin un sistema federal. Decía Proudhon que «el siglo XX abrirá la era de las federaciones». Como los radios a la circunferencia, así los municipios se comportarían respecto a la federación, y las federaciones frente a la confederación, hasta conseguir, en un último estadio, una federación mundial de federaciones3. Pero el «centro» en el que convergen todos los radios por igual no es de la misma naturaleza que el de las organizaciones centristas. Es simplemente una asamblea soberana, en donde entran por igual y con idéntico papel los componentes del todo. Tal centro no es permanente ni burocrático; puede desplazarse y tener su sede en cualquier lugar cada vez. No hay mesa presidencial que esté dirigida por los inamovibles pontífices de la anarquía: de ser así, tal mesa difícilmente podría llamarse anarquía. Los cargos son allí electivos, renovables cada seis meses o cada año, e incluso destituibles en el momento en que no cumplen las decisiones de la base; estos cargos no implican ningún tipo de atribuciones durante su ejercicio. No hay, naturalmente, presidente: es innecesario en una mesa redonda; ni delegados permanentes. Es recomendable la rotación representativa, para evitar la demasiado fácil adscripción al poder por parte de algunos. Los representantes son, pues, auténticos «éforos», meros supervisores y ejecutores.

Pero quizá más que estas concreciones, que podrían ser discutibles en algún momento, y que, por otra parte, las podemos encontrar analizando, por ejemplo, la estructura organizativa de la CNT, nos interesan las líneas fundamentales que sirven de hilo conductor a la organización del anarquismo. Para una aportación actual tenemos que partir de esas líneas, discutirlas, confrontarlas con otras aportaciones del movimiento obrero, y especialmente con la práctica diaria. Sintetizando brevemente, esas ideas básicas serían: repudio de todo político profesional que rápidamente se desvincula de los problemas de la base y deja de ser su auténtico representante; repudio del sistema burgués de delegación de poder que supone una alienación política de los hombres, al eludir sus responsabilidades comunitarias, dejando en manos de otros la capacidad de decisión; afirmación radical de que la capacidad de decisión sólo corresponde a la base, a las comunidades naturales organizadas de abajo arriba (o las asambleas de trabajadores, con un lenguaje más actual); negativa a aceptar la eficacia como categoría con validez dentro del socialismo, de lo que ya hemos hablado anteriormente; conciencia clara de que, si bien el fin puede justificar en determinados casos, o casi siempre, los medios empleados, hay medios que impiden alcanzar ese fin: todos los socialistas aspiran a una misma sociedad comunista como lugar en el que se haya terminado la explotación del hombre por el hombre; el problema es que, en opinión de los anarquista, optar por una vía centralista y dictatorial hace que ese fin no llegue nunca; respeto enorme a la libertad de cada hombre, al que, si se es riguroso con los planteamientos anarquista, no se le puede obligar a cambiar de actitud.[24]

Para el anarquismo tal democracia, organizada de abajo arriba, es mejor, pese a sus riesgos: riesgo de que no estén como representantes siempre los mejores, riesgos de que la renovación de cargos implique discontinuidad. Pero ventajas: evitación del profesionalismo en la política con sus lacras; evitación de falta de control, de participación excesivamente minoritaria en los órganos de control y gestión. Es éste un socialismo más difícil, pues supone una alternativa nueva radicalmente, más propia de adultos y que, sobre todo, no conserva ningún rasgo verticalista de la anterior. A diferencia del marxismo, piensa el anarquismo, la dictadura del capitalismo ha sido sustituida por otra dictadura socialburocrática: en el fondo poco o nada ha cambiado. La mejoría en el nivel económico, técnico y de bienestar, si no se acompaña de una mejoría radical en la gestión y la participación, es alargar la meta final buscada, o incluso imposibilitarla.

Es fácil suponer que el marxista no se queda silencioso ante estas andanadas anarquistas y que se indigna. «Estos buenos señores (denominación favorita de Engels para los anarquistas) creen que una Administración compleja puede funcionar cada vez en un sitio y sin representantes fijos». Por tanto, no pueden comprender nada, ni darse cuenta de que los males que el centralismo democrático presenta son preferibles a los males que acarrea el capitalismo, y sobre todo son preferibles a la absoluta nada que aporta el anarquismo. De otro lado, la rapidez, comodidad, seguridad y eficacia propia de una gestión centralista e indiscutida irán en beneficio del proletariado.

A su vez Bakunin contraatacaba: «En el fondo de esta concepción no hay sino un olímpico desprecio de la capacidad organizativa de las masas. Decir que sin el centralismo viene el caos es conceder en exceso al centralismo». Hay mucho despotismo ilustrado en el centralismo democrático, pero también hay problemas profundos a los que ya hemos hecho alusión en las tesis sobre el espontaneísmo o el carácter no utópico del anarquismo.

De aquí deriva una cuarta diferencia básica: la concepción del hombre y de la gestión política va necesariamente implicada con una concepción de la economía, que difiere notablemente en ambas cosmovisiones.

A juicio del anarquista, no cabe humanismo socialista en la libertad en medio de un concepto eficacista de la economía. Es necesario rotar en la producción, siguiendo el federalismo también en lo laboral. El anarquismo comprende las dificultades de tal rotación; por ejemplo, que en el momento presente hay millares de profesiones que requieren especialización cada vez más alta, y cuyo aprendizaje total exigiría mucho más tiempo que el garantizado por la vida de un hombre. Por eso solamente cabría alternar las funciones laborales dentro de una rama y oficio determinado: en la recolección de caña un mismo obrero pasaría desde la corta al molido, de aquí al refinado, luego al blanqueado y, por fin, al empaquetado. Si el nivel de socialismo fuese mayor, entonces también podría pasar de ahí a la administración o la codirección del proceso. Por paradoja, algún sistema comunista intenta hoy poner en práctica esta iniciativa teórica libertaria. Al menos hay un punto donde las divergencias se van superando. Lo que el anarquismo deseaba en el fondo de esta aspiración era evitar que los obreros menos favorecidos quedasen adscritos a las faenas laborales más desagradables, lo cual no dejaría de ser una forma de explotación dentro del socialismo. Por otra parte, también habría que ver aquí el deseo de recuperar una concepción del trabajo como medio de realización humana, tema común a todo el pensamiento socialista y crítica, también común, al carácter alienante del trabajo en la sociedad capitalista. Desde este punto de vista, la rotación posibilitaría comprender el conjunto del proceso de producción y ver en el resultado de esa producción no algo ajeno al trabajador, sino un producto de su trabajo.[26]

Sin embargo, el marxismo consideró esta rotación laboral como una futuración más, bella incluso, de la recalentada mente anarquista, que echa en olvido que cada hombre vale especialmente para una producción o actividad determinada y que la rotación laboral supondría desaprovechar esas energías específicas: ¿no quedaría gravemente dañada la producción con esos saltos funambulescos de rotación? Lo importante, añade el marxismo, sería dignificar las ocupaciones tradicionalmente consideradas inferiores, pero respetando la inevitable adscripción de cada hombre a su trabajo propio, a fin de competir en la producción con el nivel de eficacia demostrado por el capitalismo. Repetimos, sin renunciar a las aportaciones válidas de la perspectiva marxista y sin negar que el problema sea difícil, que hay que renunciar de una vez por todas a un excesivo eficacismo económico o a un desarrollo a cualquier precio. Ya ni siquiera en el capitalismo occidental se cree ciegamente que el crecimiento de PNB sea un síntoma de desarrollo. En cualquier caso, tan dominados estamos por el «dominio formal del capital», como diría Camatte, que somos incapaces de concebir un enriquecimiento cultural, artístico, humano, no mensurable económicamente. Si somos rigurosos, una alternativa socialista tiene que pasar por un empobrecimiento real en su primera etapa de la población[27] y, desde luego, por una escala de fines muy distinta a la actual.

Nos encontramos, pues, firmes sobre la arena movediza de dos concepciones del mundo que se obstinan en enconar sus antagonismos. El tiempo no ha cicatrizado las heridas. Y así, la antigua oposición marxismo-anarquismo es hoy una oposición remozada entre comunismo y socialismo. Peces Barba, desde su postura socialista moderada, pide un nuevo «socialismo en la libertad»,[28] frente al socialismo en la dictadura. Esto nos lleva a preguntar: ¿Es el socialismo moderado el heredero de las aspiraciones libertarias? Evidentemente, por lo menos para nosotros, no; la libertad de la que habla Peces Barba no es precisamente la libertad del socialismo anarquista, sino más bien una libertad cercana a los moldes burgueses, sobre la que no es el caso discutir. Hacia esas libertades formales de la burguesía parecen que se inclinan más de un grupo político, no sólo en España, que exigen, como objetivo comunista o socialista, la concesión de unas libertades del más puro liberalismo burgués. De todas formas, nos parece importante que las discusiones teóricas sobre este punto se mantengan, con el objetivo final y único de conseguir una unión lo más ancha posible entre las diversas ramas del tronco socialista, aunque, desde luego, no una unión a cualquier precio, es decir, no una unión que supusiera una renuncia a contenidos específicamente socialistas, tema en el que no podemos entrar ahora.

Tesis 12ª: El anarquismo es la izquierda del marxismo

Hoy día nos encontramos ante un amplio movimiento de izquierdas en lucha contra el sistema capitalista y a favor de la liberación del hombre. Dentro de este movimiento, podríamos aventurar que las líneas con más fuerza expansiva, a diversos niveles y desde diferentes perspectivas y zonas geográficas, son el marxismo, el anarquismo y el cristianismo, por más que sea muy difícil etiquetar con nombres demasiado cargados de historia. En el juego mutuo de estas fuerzas de izquierda está el futuro de la clase obrera.

El diálogo entre las diversas orientaciones no consiste, de ninguna manera, en el triunfo del más fuerte —del «aspirante a la totalidad», como se ha dicho—, lo que anularía la riqueza de los distintos planteamientos. El totalitarismo clásico del Partido Comunista debería ir desapareciendo, aunque mucho nos tememos que este totalitarismo desaparezca no a favor de una búsqueda de las libertades socialista, tal como apuntábamos en la tesis anterior, sino a favor de las libertades formales burguesas, como se desprende de sus reivindicaciones reformistas. Por otras parte, hoy día para muchos la experiencia soviética está lejos de ser un ejemplo indiscutible de lo que se espera del hombre nuevo socialista, sin negar, como ya hemos dicho, que suponga un avance. Sin discutir ahora si la URSS es imperialista o no lo es, o si en ella se mantiene el modo de producción capitalista o no, lo que no cabe duda es de que al marxismo-leninismo, en su realización histórica en la Unión Soviética, le está saliendo muchas izquierdas, que siempre han pensado que el socialismo podía tener otras interpretación o que a Marx se le podía leer de otra forma.

Una de estas izquierdas apareció con fuerza ya antes de la segunda guerra mundial, y estuvo representada por los Korsch, Pannekoek, Luxemburgo, Bordiga, etc. Todos ellos coinciden en plantearse el tema de la construcción del socialismo de una forma crítica, sin querer aceptar incondicionalmente las interpretaciones, por otra parte de dudosa ortodoxia, que la Unión Soviética hacía del marxismo, y sin caer nunca en la socialdemocracia, auténtica capitulación en manos del capitalismo. Otra de estas izquierdas, más tradicional, puesto que aparece ya en los tiempos de la Primera Internacional, es el anarquismo, tan a la izquierda quizá que se sale del mapa político y, en nuestra opinión, se mueve en el terreno de lo metapolítico. En todo caso, nos parece que el anarquismo puede servir perfectamente de tope dialéctico al marxismo; no por paradoja, sino por fuerza de la dialéctica, la unidad de estos socialismos puede estar en la contraposición. Desde luego, el socialismo no debe ser mera repetición o copia de modelos y planteamientos caducos, sino creación y adaptación constantes, eso sí, sin renunciar a los postulados básicos; en esta tarea, las aportaciones del anarquismo, al igual que las de los autores citados, son imprescindibles. Al marxismo debería interesarle esta confrontación, a no ser que reniegue de cualquier crítica, limitándose a estigmatizar: maoísmo, trotskismo, titismo, etc., serían metidos en un mismo saco y arrojados al fondo del mar.

Pero no, el marxismo no es infalible, ni Marx un dios. El marxismo tiene que pasar por el fuego purificador de las tesis anarquistas, entre otras, al menos parcialmente. Sin ceder un ápice a su clásico realismo político, el marxismo debe abrirse a la autogestión, a la descentralización, al federalismo auténtico, al poder popular. Debe revisar continuamente su comisarocracia, su eficacismo, su culto a la verticalidad, su burocratismo, su falta de imaginación, su «tópico de la vanguardia consciente» y la dictadura del partido, etc. A tal efecto, las medidas a tomar alcanzan un amplio margen, revisando a fondo muchos planteamientos y realizaciones. El marxismo, el socialismo, y el anarquismo deben ser también el fruto de un diálogo, no un monólogo dictado.

Tesis 13ª: El anarquismo es una utopía dialéctica

En nuestra opinión, heterodoxa, el reino del anarquismo no es de este mundo. Esta es su debilidad, pero también su fuerza; por eso, como la profecía, puede estar siempre a la izquierda sin acabar de implantarse. Es algo puro, excesivamente puro; nunca implantado, nunca desgastado; y no olvidemos que el purismo es más un defecto que una virtud: no se puede intervenir en un mundo sucio sin mancharse los pies de barro; la única manera de no mancharse es no intervenir nunca —y presumir luego de pureza revolucionaria—, dejando a otros esa tarea. La praxis política empuja siempre hacia el pragmatismo y acaba desgastando las aristas. Si Mounier estuvo tan cerca —y lo estuvo más como cristiano— del anarquismo, fue por la terrible proximidad del utopismo cristiano y el utopismo anarquista. Para ambas cosmovisiones una política es siempre el producto de descomposición de una mística, razón por la cual los puros políticos, los que viven del parlamento, son los adversarios más decepcionantes para los utópicos.

Los profetas de la política pueden y deben hablar a tiempo y a destiempo, sin atender a la oportunidad ni a la circunstancia, pues el político se pierde si no sabe escuchar ciertas verdades con el marchamo de lo absoluto. Pero el profeta deberá cuidar también de delimitar su terreno, que es el de las exigencias, no el de las soluciones. El oficio es duro: los profetas acaban generalmente de forma más violenta que los políticos.[29] Sin embargo, más duro es aún el oficio de los que buscan soluciones que conduzcan a las exigencias, que no aparten de la meta final, es decir, los que realizan la teoría y la hacen praxis. Quien dice utopía dice profecía, pero quien metamorfosea la utopía y la transforma en abstencionismo no es más que un charlatán, en ningún caso un profeta. Una utopía sin aplicación, o, mejor aún, una utopía que no es pensada para su aplicación y reelaborada durante su aplicación, es una utopía vacía. De forma rápida, hay tres caracteres de la utopía dialéctica que la diferencian de la utopía evasionista:

  1. Si la utopía evasionista pretende ajustar el mundo a los sueños del espíritu, el utopizar dialéctico ha de incluir en su utopía una analítica de la infraestructura socioeconómica en la que se incardina su presencia histórica. Son las exigencias mínimas para que la utopía sea transformadora del mundo que niega, y realizadora de la alternativa que busca.

  2. Si la utopía evasionista cree en la armonía microcósmica, en medio de un macrocosmos disarmónico, es decir, si piensa que se puede dar la armonía del grupo sin la paz social, o dar solución personal a problemas sociales, cabe decir que la utopía dialéctica considera imposible estos narcisismos, como considera imposible el socialismo en un solo país.

  3. Si la utopía evasionista consideraba compatible el Estado de clase con sus microorganizaciones, la utopía dialéctica renuncia a todo tipo de cooperativismo a favor del socialismo.

El anarquismo, en fin, no es utópico porque piense ganar batallas sin haberlas planteado, ni plantearlas sin estrategia. La lucha contra el eficacismo debía plantearse, aun dentro del nivel utópico, con eficacia. A los análisis de Marx, limitados a una etapa histórica determinada, pienso que hemos de superponer las futuraciones del anarquismo más intemporales, y por ello más presente, y sobre ambas implantar una analítica profunda de la arquitectura humana, de la persona. No se trata de aceptar la infraestructura marxiana y anarquista para montar sobre ella una amalgama de valores abstractos de escaso contenido y poca aplicación, sino de fundir ambos en una vinculación intrínseca y operativa.

La profecía que defendimos para el anarquismo no es la utopía inútil. Es profecía de militancia, de denuncia, de testimonio. Esto significa —es doloroso, pero así lo creemos— que jamás se implantará como tal. En el momento en que el anarquismo desee implantarse se le abre una doble posibilidad: o volver a fracasar, causando la despectiva frase clásica de «flores para los anarquistas», o pasar a la derecha, sujeto como había de estar al movimiento de redondeamiento que afecta a todo aquello que se encarna y constriñe a unos marcos referenciales espacio-temporales. Y en ese momento le nacería un nuevo anarquismo, esta vez fuera del espacio y del tiempo, al viejo anarquismo. No podemos, ciertamente, justificar esta simple hipótesis. Pero después de una serie analítica de su historia, es ésta una de las lecciones que pueden extraerse. Por nuestra parte, no con amargura. Lo que causa tristeza, por el contrario, es ver los relojes anarquistas parados en el 1939, sin haber dado de nuevo cuerda a esa preciosa maquinaria, modelo de profecía, aunque es muy probable que para actualizarlo en la praxis del movimiento obrero debe renunciar a algunas de su posturas maximalistas, a un excesivo utopismo y decidirse de una vez a mancharse de barro, como decíamos antes, en el imprescindible contacto con las realizaciones prácticas.

Tesis 14ª: El anarquismo es la imaginación

Es la imaginación, pero no la «imaginación al poder», como se vio escrito en las paredes de las calles parisienses durante el mayo del año 1968 —movimiento revolucionario cuyas raíces anarquistas deberían ser estudiadas, dado que sus máximos dirigentes se declararon anarquistas—. La imaginación tiene que estar forzosamente a otro nivel. No negamos que haya imaginación en el poder, pero comienza a desdibujarse en el momento en que se instala en él. La imaginación y el poder son malos compañeros de un mismo viaje. El poder de la imaginación no tiene nada que ver con la imaginación del poder, ni con un poder imaginario. La imaginación es tal vez en la medida en que es proyectiva, y es proyectiva en la medida en que, a su vez, está sufriendo el poder, pero lejos de él. Esa pasión por el poder que domina a los grupos es algo consustancialmente nefasto para el socialismo, y precisamente aquello que echa por tierra todo intento de unidad, lo que, en definitiva, acaba concediendo el poder al enemigo que encuentra vía libre para su ataque.

Por el contrario, las paredes de París captaron mejor la relación dialéctica existente entre imaginación y poder cuando, en una de esas paredes, alguien se encargó de recordar este bello proverbio chino: «Cuando el dedo señala la luna, el imbécil mira el dedo».

De todas formas, no se puede pensar que al defender la imaginación estamos atacando la razón y cayendo en un nuevo irracionalismo, tan apreciado por las fuerzas reaccionarias que quieren impedir la auténtica liberación de los hombres. Ya Lukács demostró plenamente las consecuencias del irracionalismo en la política y la sociedad. También cualquiera que haya reflexionado sobre el problema de la educación comprenderá que es una meta irrenunciable el proporcionar esa capacidad crítica propia de una actitud racional que no da por bueno todo lo que se le propone. La razón sigue siendo la única esperanza del hombre para salir del oscurantismo, para combatir la reacción y para construir un mundo más humano. Lo que no se puede negar tampoco es que la razón que renuncia a sus aspectos creativos, innovadores, y se limita a ser mera repetición sin imaginación proyectiva, como acabamos de decir, ya no es razón. Que no se confunda, por tanto, el anarquismo con ciertas desviaciones contraculturales del tipo de un Goodmann o de tantos otros que pretenden evadirse del mundo con la excusa de ser más revolucionarios que nadie. Que tampoco se piense que defendemos un anarquismo convertido en pura retórica, más o menos efectista, pero siempre idealista, inoperante y evasivo.

Tesis 15ª: El anarquismo es disciplina

También aquí es necesario deshacer algunos tópicos producidos sin duda por una interpretación infantil del significado del anarquismo. Disciplina no es, en el vocabulario anarquista, otra cosa que evitación de la arbitrariedad, autodominio, respeto por las reglas del juego una vez fijadas. En más de una ocasión, repasando la historia del movimiento obrero español, hemos visto a alguna federación de la CNT renunciar a sus planteamientos porque la decisión del Congreso era contraria.

Pero disciplina no significa entonces aceptación de los dictados emanados de una jerarquía que se atribuye, por el hecho de serlo, una autoridad indiscutible, a la par que la posesión de la línea correcta de la interpretación del movimiento obrero. La disciplina, entendida desde el anarquismo, se establece en base a unas relaciones de común aceptación, y sólo entonces. Es una lógica consecuencia de su axioma de que la organización hay que hacerla de abajo arriba, nunca imponerla desde las alturas. La unidad, de la que derivaría consecuentemente la disciplina, no es un punto de partida, sino una meta a la que debe aspirar el movimiento obrero y por la que debe luchar.

Hay en el fondo de la actuación de cada hombre una opción que, con Feyerabend, por esta vez, podríamos calificar de irracional, o no de totalmente racionalizable. La opción anarquista ha venido canalizándose históricamente por medio de sus realizaciones temporales, siendo la CNT, hasta el presente, su localización histórica más cuajada. Dentro de ella, los militantes se movían disciplinadamente, en un contexto de auto y heteroasentimiento a las reglas del juego.

Este hecho histórico es, en nuestra opinión, algo ya imposible. No se debe buscar la reviviscencia de siglas o anagramas históricos que en su época cumplieron una función, bien o mal, pero que ahora ya no tienen. Esto no es liquidacionismo, sino realismo dentro de la utopía.

¿Hay que andar por ahí con las sandalias quitadas y un bastón en la mano profetizando a diestro y siniestro y sermoneando sobre lo bonito que es el anarquismo como utopía, fuera de todo contexto histórico, fuera de todo cauce orgánico, dando entonces la razón a quienes piensan que el anarquismo es cosa de intelectuales desarraigados? Francamente, no. En lugar de ello hay que escoger moldes de socialismo ya canalizados, lo más próximos al esquema libertario, y actuar desde ellos como motores utópicos, pues un anarquista no se encontrará siempre de acuerdo con aquellas organizaciones que, pese a su socialismo cercano al anarquismo, no son totalmente anarquistas. Pero al mismo tiempo, el anarquista deberá adaptar sus planteamientos, a la dinámica propia de la lucha de esos moldes socialistas, bregando de esta forma por la construcción de un tronco unido del socialismo, como antes subrayábamos.

Es un papel muy modesto, muy pequeño. No es de salvadores, porque quizás los salvadores no sean necesarios y porque tampoco interesó nunca ser los protagonistas de la lucha. Entrar allí donde no todo el monte es orégano es una prueba difícil. Tratar luego de que el monte sea orégano, más difícil. Es muy posible que muchos o algunos de los movimientos socialistas no se avengan a replanteamientos que intenten mantener y potenciar lo genuinamente socialista. Pero si el monte no se deja llenar de orégano, si su falta de sentido crítico, si su dogmatismo y su anquilosamiento —o quizás su deseo de alcanzar el poder—, son tan grandes que no sepan encajar la utopía dialéctica correctora, entonces no quedará más remedio que abandonar el monte. Pero esto sería lo último, y antes de hacerlo habrían de verse agotados los últimos cartuchos. Si se llega a esta triste realidad, el anarquista —que quizás ya no lo sea tanto, especialmente a los ojos de los puristas—, tendría que reagruparse, tratar de consolidarse y esperar a tiempos mejores en los que —a la vista de los escasos resultados socialistas de las otras opciones— fuera posible lanzar una vez más con fuerza sus andanadas.

Es posible que sea una estrategia utópica en el mal sentido de la palabra. En cualquier caso lo que nos importa es que, por encima de cualquier etiqueta o interés de grupo, nos interesa alcanzar una unidad socialista sobre las bases de la lucha contra el modo de producción capitalista y la construcción de la auténtica «comunidad» en la que el hombre pueda realizarse como tal.

Tesis 16ª: El anarquismo es aporético

La tesis anterior, que sometía al anarquismo, desde nuestro punto de vista, a una fuerte prueba de humildad, tiene su lógica continuación es esta última: el anarquismo es una aporía, un constante apuro, un permanente poner en entredicho lo ya realizado, la voz que susurra frente a la mala conciencia socialista. Es un papel importante, incluso necesario, siempre y cuando, como decíamos antes, esté integrado dentro de la lucha de otros movimientos socialistas afines; en caso contrario, podría convertirse en cómoda actitud de «intelectuales desarraigados» o eternos disconformes, lo que no tendría nada que ver con el auténtico anarquismo. No se trata aquí de considerarlo como una enfermedad infantil; tampoco como un remedio contra la enfermedad senil. La suya es una función catártica modesta.

Función catártica que tiene sus limitaciones. En su muy sugerente libro Política y moral, dice Aranguten que el anarquismo está limitado a la edad y a la salud. A medida en que el hombre va entrando en años comenzaría a sentir sobre sus huesos la falta de elasticidad que antes poseía, a esclerotizarse, a decaer en su ciclo vital. No hay en la vejez fuerza de protesta, esa rebeldía continua que debería caracterizar al anarquismo, inevitable antítesis; con la vejez sería ya imposible ser anarquista, pasándose a la síntesis tranquila: dogma, partido, litoral donde descansan las ballenas hasta su dulce muerte final.

Ya hemos hablado de las múltiples limitaciones del anarquismo, pero desde luego nos resistimos a ésta, tal vez por falta de la necesaria experiencia de la vejez, tal vez también por el testimonio de muchos militantes para los que la edad no supuso esa claudicación o esclerosis de la que habla Aranguren, en la que quizás haya mucho de autojustificación ante una vida que deja de comprometerse. Del anarquismo nos gustaría llegar al final practicando la utopía, pese a la esclerosis, y repetir por encima de uno mismo esto:

«Construire une révolution c’est aussi briser toutes les chaînes interieures». («Construir una revolución es romper también todas las cadenas interiores»).

O este otro:

«Notre espoir ne peut venir que des sans-espoir». («Nuestra esperanza sólo puede venir de los sin-esperanza»).

Los Cohn-Bendit, Dutschke, Rabehl, reconocen ya lentamente que el destino del anarquismo está en no realizarse nunca como tal anarquismo, sino en alentar en los movimientos de izquierda para llevarles siempre más a la izquierda.[30] Pensamos que es la conclusión necesaria dada su forma de plantear la dialéctica, que siempre la consideraron abierta y ajena a síntesis totalizadora, y también de su forma de mantener la utopía como motor del movimiento militante. Tal tesis sería mortalmente heterodoxa para un paleoanarquista y fatalmente pretenciosa para un marxista. Esta tesis es, llana y simplemente, la nuestra.

Bibliografía

La presente selección bibliográfica no pretende, ni mucho menos, agotar la relación de obras existentes sobre el tema, sino proporcionar una relación de las obras fácilmente asequibles al lector español. Para una consulta más amplia, puede verse la bibliografía incluida en:

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II. ESTUDIOS SOBRE EL ANARQUISMO

Se incluyen aquí los estudios sobre el pensamiento anarquista o sobre la historia general del movimiento anarquista.

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III. HISTORIA DEL MOVIMIENTO ANARQUISTA

Se incluyen aquí estudios sobre la historia del movimiento anarquista en España fundamentalmente, seleccionando aquellos que parecen tener una importancia especial.

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[1] Cuando queramos aludir a la comunidad indistinta de comunistas y socialistas, usaremos, como es habitual, la denominación genérica de marxistas.

[2] Cf. Amplia bibliografía al final.

[3] Cf. Mounier, E: Comunismo, anarquía, personalismo. Zero, Madrid, 1974. Prólogo C. Díaz.

[4] Cf. Marx C.: Contra Bakunin, Luigi Mongini, Roma, 1901; Plejanov, Contra el anarquismo, Calden. Buenos Aires, 1969. Stalin J., ¿Anarquismo o socialismo?, Grijalbo. México, 1972.

[5] Cf. Obras como Elorza, A., La utopía anarquista en la República; Pérez Baró, A. 30 meses de colectivismo en Cataluña; Gaston Leval, Comunidades libertarias en España; Abad de Santillán, El organismo económico de la revolución; etc., resuelven definitivamente las dudas.

[6] Por qué perdimos la guerra. Gregorio del Toro, Madrid, 1975, pág. 100.

[7] Guerin, D.: El anarquismo, Proyección, Buenos Aires, 1968.

[8] Pío Baroja recoge perfectamente este ambiente de esperanza en una revolución total compartida por los medios anarquistas españoles en su novela Aurora Roja, esperanza que no será compartida ya por el movimiento anarquista posterior.

[9] C. Díaz.: Demopedia anarquista, «Pensamiento» (Madrid), vol. 29 (1973).

[10] Dios y el Estado, Lib. Público, París, s.f., pág. 63.

[11] Ampliamente tratado en Elorza, A. «El anarcosindicalismo español bajo la dictadura».

[12] Mella, R.: «La bancarrota de las creencias» en Cuestiones sociales, Valencia.

[13] «¿Qué historia?». Algunas cuestiones de historiología, en Sistema (Madrid), nº 9, 1975, pág. 5.

[14] Es la tesis que se mantiene en Díaz, Carlos, Por y contra Stirner, Zero, 1975, donde se realiza un análisis del breviario egoísta de este pensador.

[15] El apoyo mutuo. Un factor de la evolución. Introducción de C. Díaz. Zero, 2ª edición. Madrid, 1978.

[16] Feyerabend, P., Contra el método. Esquema de una teoría anarquista del conocimiento, Ariel, Madrid, 1974. Cf. También Carlos Díaz, «Paul Feyerabend: en torno a dos trabajos», Teorema (Valencia), vol. IV (1974), págs. 587-590.

[17] Carta a Mrs. Dryhurst, 1893, cit. Por Joll, J.: Los anarquistas, Barcelona, 1968.

[18] Díaz, Carlos.: El anarquismo como fenómeno político moral, Ed. Fidel Miró, México, 1975.

[19] Lichteim, G.: Breve historia del socialismo, Alianza, Madrid, 1975, págs. 267-294. El enfoque que da del anarquismo adolece de todos los tópicos mencionados a lo largo de este trabajo.

[20] Cf. el gran estudio sobre este problema en Mounier, E.: Anarchie es personnalisme, Oeuvres, T. I. Seuil, París, 1961, págs 723 ss (ed. Cast. Zero, Madrid, 1974).

[21] Proudhon: Propiedad y federación. Selección y prólogo, C. Díaz. Narcea, Madrid, 1972.

[22] Nos parece sumamente interesante traer aquí las aportaciones de J. Camatte (Comunidad y comunismo en Rusia, Zero, Madrid, 1975), un libro que quizás pase desapercibido, pero que merecería una profunda meditación. El autor insiste en la necesidad de recuperar el tema de la «comunidad» olvidado en una fase de dominio formal del capitalismo, en el que las pautas de este sistema empapan todas las alternativas políticas. Es a través de la «comunidad» donde pensamos que se debe replantear este tema del socialismo en libertad o, dicho en otros términos, el socialismo integral.

[23] Lenin, V. I.: El Estado y la Revolución, Ayuso, Madrid, 1975, passim.

[24] Las referencias de los autores anarquistas sobre este tema son abundantes. Cf. entre otros, Proudhon: El principio federativo; Bakunin: Federalismo, socialismo y antiteologismo. En cualquier caso, para el anarquismo, el federalismo, si no va acompañado de un auténtico socialismo, no sirve para nada.

[26] En nuestro folleto Ensayo de Pedagogía utópica (Zero, Madrid, 1975), mantenemos la rotación como sistema de organización de la enseñanza, aunque somos conscientes de que muchos nos tacharán precisamente de utópicos.

[27] Cf. el sorprendente libro de Jaffe, H.: Neoimperialismo portugués, Zero, Madrid, 1976, especialmente las conclusiones finales.

[28] Sistema (Madrid), nº 9 (1975). Es preciso recordar que los anarquistas deben ser una fuente imprescindible en este tema, ya que ellos reflexionaron más que nadie sobre la libertad. Sorprende que Peces Barba no cite a ninguno de ellos.

[29] Cf. Díaz, C.: Mounier ética y política. Cuadernos para el Diálogo, «Los Suplementos», nº 59, Madrid, 1975.

[30] Como decía Ricardo Mella: «Más allá del ideal, siempre hay otro ideal».