#title Pueblos sin gobierno #author Brian Morris #SORTtopics Antropología #date 2007 #source Recuperado el 27 de enero de 2017 desde [[http://anarquismoenpdf.tumblr.com][anarquismoenpdf.tumblr.com]]. #lang es #pubdate 2017-01-30T13:00:00 #notes Publicado originalmente como: People without Government, en *Anarchy: A Journal of Desire Armed* #63. Spring/Summer, 2007, Vol. 24., No. 2. Edición digital en [[https://theanarchistlibrary.org/library/brian-morris-people-without-government][The Anarchist Library]]. Traducción: Verónica Larraz. Edición y notas: La Congregación [Anarquismo en PDF]. *** 1. Dos imágenes de los seres humanos La ciencia social y la eco-filosofía occidentales, están permanentemente divididas entre dos imágenes contradictorias de la especie humana. Una, asociada con Thomas Hobbes (1651), ve la vida social de los seres humanos como una «guerra contra todos», y la naturaleza humana como esencialmente posesiva, individualista, ególatra y agresiva, es un principio básico del «individualismo posesivo» de la teoría política liberal (Mac-Pherson 1962). La otra, asociada con Rousseau, representa la naturaleza humana en términos del «buen salvaje»: de la especie humana como buena, racional, y angelical, requiriendo solo una sociedad buena y racional para desarrollar su naturaleza esencial (Lukes 1967, 144-45). Ambas ideas están todavía vigentes y tienen ejemplos contemporáneos propios. En los escritos de muchas académicas ecofeministas y afrocéntricas se retrata una época dorada ya pasada, en la cual las relaciones sociales pacíficas, la igualdad de género, y la armonía con la naturaleza eran la norma —antes del auge de la cultura de la edad de Bronce y del Colonialismo, respectivamente (Eisler 1987, Diop 1989)—. Ambas imágenes comparten un paradigma teórico similar, ven las relaciones humanas como exclusivamente «determinadas por algún estado natural de los seres humanos» (Robarchek 1989, 31). Quienes colaboraron en el volumen Societies at Peace [Sociedades en Paz] (Howell and Willis 1989) reniegan, junto con Robarchek, del determinismo biológico, y enfatizan un enfoque que renuncia a las «definiciones universalistas», sugiriendo que el comportamiento humano nunca es culturalmente neutral, sino que siempre ha estado integrado en un conjunto de significados compartidos. Incluso argumentan con fuerza que la «sociabilidad» es una capacidad inherente a las especies humanas, y todos los artículos tienden hacia la tradición de Rousseau. Pero contrarrestar los enfoques biológicos y deterministas de la cultura no debería llevarnos a respaldar un determinismo unilateral cultural (o lingüístico) que obvia completamente la biología. *** 2. ¿Qué es la política? Las contribuciones que en el pasado han hecho los antropólogos a la ciencia política se centran específicamente en dos campos importantes. Uno describe la política de las sociedades sin gobiernos centralizados; estudios de Malinowski sobre las Islas Trobriand y de Evans-Pritchard sobre el pueblo Nuer, se han convertido en clásicos. El otro analiza la micro-política, particularmente el liderazgo político, de la política de las aldeas, y de la relación entre política y simbolismo (Bailey 1969, A. Cohen 1974). El orden y el poder son intrínsecos a la vida social. Una sociedad humana tiene, por definición, tanto orden como estructura, y opera con modos regularizados y relativamente fijos de comportamiento. Los seres humanos sin sociedad no son humanos, porque la sociedad es intrínseca a la condición humana, como Marx insistió hace mucho tiempo (ver también Carrithers 1992). Y también lo es el poder. El poder es una relación, e implica la capacidad de hacer que otros hagan lo que tú quieres que hagan. El poder puede significar influencia: convencer a otros a través de recompensas económicas, de argumentos lógicos, o por el prestigio de tener un estatus. O puede significar coerción: amenaza implícita o clara de daño. Pero el poder es intrínseco a cualquier grupo social. La cuestión para los anarquistas, por lo tanto, no es si debería haber orden o estructura, sino más bien, qué clase de orden social debería haber, y cuáles deberían ser sus bases. Igualmente, los anarquistas no son utópicos que desean abolir el poder, puesto que reconocen que el poder es intrínseco a la condición humana. Como Bakunin expresó: «Todos los hombres poseen un instinto natural hacia el poder que tiene su origen en la ley básica de la vida, donde todo individuo se ve forzado a mantener una lucha incesante para asegurar su existencia o afirmar sus derechos». (Maximoff 1953, 248)[1] A lo que los anarquistas aspiran no es a la abolición del poder, sino a su dispersión, a su equilibrio, para que sea ideal y equitativamente distribuido (Barclay 1982, 16-18). La noción de que los anarquistas defienden la libertad ilimitada, como Andrew Heywood sugiere (1994, 198) es un grave malentendido sobre el anarquismo. El anarquismo no significa permisividad; más bien es el rechazo del poder coercitivo. La autoridad, como Weber analizó hace mucho tiempo (1947), es el poder que es considerado legítimo por los miembros de una comunidad. Pero como Barclay enfatiza, tal legitimidad puede ir más bien en el sentido de «consentimiento tácito» que en el de la aceptación incondicional del poder, y citando a Morton Fried, observa que la legitimidad es el modo que usa la ideología para sustentar las estructuras de poder. La función de la legitimidad es «explicar y justificar la existencia de un poder social concentrado, ejercido por una parte de la comunidad, y ofrecer un apoyo similar a preceptos sociales específicos, es decir, a formas específicas de distribuir y dirigir el flujo del poder social» (Fried 1967, 26). Todas las sociedades humanas, por lo tanto, tienen sistemas políticos, pero no todas tienen gobierno, porque éste último es solo una forma de organización política. En el prefacio al estudio clásico African Political Systems[2] (1940), A. R. Radcliffe Brown define organización política como «el mantenimiento o establecimiento del orden social, dentro de un marco territorial, por medio del ejercicio organizado de la autoridad coercitiva del uso, o de la posibilidad de hacerlo, de la fuerza física» (xiv). Prosigue sugiriendo que la organización política de una sociedad «es aquel aspecto de la organización total que se encarga del control y regulación del uso de la fuerza física» (xxiii). Tal definición, que está claramente sacada de Weber, de su tensión dual sobre el territorio y la fuerza coercitiva, hace referencia principalmente al gobierno, y es por tanto demasiado restrictiva como definición de política. Weber había definido el poder[3] (macht) como la «probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia», y definió un grupo como político «cuando y en la medida en que su existencia y la validez de sus ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico determinado, estén garantizados de un modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física» (1947, 152-54). Fortes y Evans-Pritchard, en su introducción de African Political Systems encontraron tales definiciones de política demasiado restrictivas y observaron que los etnógrafos que, como ellos mismos, estudiaron sociedades como las de los pueblos nuer y tallensi, —sociedades que carecen de una autoridad centralizada— se vieron forzados a considerar «que, en ausencia de formas explícitas de gobierno, podría ayudar a constituir la estructura política de un pueblo»[4] (1940, 6). En el estudio se hace una simple división entre las dos principales categorías del sistema político, aquellas sociedades que tienen sistemas centralizados de autoridad, es decir, que tienen gobierno o Estado (sociedades como la bemba o la zulú), y aquellas sociedades que carecen de autoridad centralizada, tales como las cazadoras-recolectoras y las ya nombradas tallensi y nuer. Aun admitiendo que hay una conexión intrínseca entre la cultura de los pueblos y su organización social, Fortes y Evans-Pritchard enfatizan que esos dos componentes de la vida social no deben ser confundidos ni mezclados. Destacan que la cultura y el tipo de sistema político varían independientemente el uno del otro, y que no hay una relación simple entre los modos de subsistencia y la estructura política de las sociedades. Pero ellos admiten que, en un sentido general, las formas de subsistencia determinan los valores dominantes de un pueblo e influencian fuertemente en sus organizaciones sociales, incluyendo sus sistemas políticos. Sugieren que las amplias divergencias en el desarrollo cultural y económico pueden ser incompatibles con lo que describen como un «sistema político segmentario», característico de la población nuer, tallensi y logoli. En el último sistema no hay ninguna organización administrativa o gobierno, y la comunidad local, no el Estado, es la clave de la unidad territorial. Sugieren que, la pertenencia a la comunidad local se adquiere, por lo general, a través de lazos de parentesco, reales o ficticios, y escriben: «El principio del linaje toma el lugar de la alianza política, y las interrelaciones de los segmentos territoriales son coordinadas directamente con las interrelaciones de los segmentos del linaje» (Fortes y Evans-Pritchard 1940, 11).[5] La estructura política de esas sociedades, consiste, por tanto, en un «equilibrio entre el número de segmentos, espacialmente yuxtapuestos y estructuralmente equivalentes, definidos en lo local y el linaje, y no en términos administrativos... es un balance que opone las lealtades locales y la diversidad de “linaje y lazos rituales”». El importante estudio de Middleton y Tait, Tribes Without Rulers, 1958 [Tribus sin gobernantes], está dedicado a perfilar la estructura política de seis sociedades africanas en donde la autoridad política se enfoca alrededor de grupos locales que están unidos por una única línea de descendencia. Esas sociedades —tiv, mandari, dinka, bwamba, kankomba y lugbara— son vistas, por tanto, como beneficiarias de una estructura política descentralizada basada en un «sistema segmentario de linaje». Los autores reconocen que, en otras comunidades africanas, la autoridad podría darse en otras instituciones, como en los jefes locales de las aldeas, el sistema de edad mínima, concejos de aldeas o asociaciones, o hermandades rituales; y estas suelen encontrarse en conjunción de estructuras de linaje. También reconocen la diversidad de esas seis sociedades, respecto a la existencia de los jefes, y de si los grupos de descendientes están dispersos o no. Pero sugieren que, en todas esas sociedades «el principio segmentario» está activo, es decir, que las relaciones políticas entre los grupos territoriales se conciben en términos de ascendencia, ya sea por linaje o por un sistema de clanes. Ha habido mucha discusión crítica a este modelo de análisis y, sobre todo, a la «teoría de la ascendencia». La asumida y simple correlación entre grupos locales (territorio), ser miembro de grupos de ascendencia (familia) y afiliación política ha sido críticamente cuestionada, especialmente en relación a los nuer. La noción general de una «organización de linaje», una política basada en grupos de ascendencia exógama, ha sido descrita como más «mítica» que real por un estudioso (Beidelman 1971; Kuper 1988, 190-209; y ver Kelly 1985, en la expansión nuer). La ecuación simple de jerarquía política y poder coactivo, también fue desafiada por Pierre Clastres en su estudio clásico Society against the State[6] (1977). Al igual que Barclay, Clastres pertenece a una larga tradición anarquista que se remonta a finales del siglo XVIII. El estudio se centra en el «líder como siervo y en los usos humanos del poder entre los indios de las Américas». El libro está apropiadamente titulado La sociedad contra el Estado, pues al igual que Tom Paine y los primeros anarquistas, Clastres hace una clara y nada ambigua distinción entre la sociedad y el Estado, y sugiere que la esencia de las sociedades anárquicas, ya se trate de poblaciones cazadoras-recolectoras o del Neolítico temprano, es institucionalizar medios efectivos para impedir que el poder sea separado de la vida social. La definición clásica del poder político en la tradición intelectual occidental, evidente en los escritos de Nietzsche y Weber, así como en los de los antropólogos, pone un énfasis fundamental en el control y la dominación. El poder se manifiesta siempre dentro de «una relación que se resuelve, en definitiva, en una relación de coerción... la verdad del ser del poder consiste en la violencia»[7] (1977, 4). El modelo occidental de poder político, el cual proviene de los inicios de la civilización occidental, tiende a ver el poder en términos de «relaciones jerarquizadas y autoritarias de mando-obediencia»[8] (9). Clastres argumenta que tal punto de vista es etnocéntrico, y que deja inmediatamente perplejos a los etnólogos cuando confrontan sociedades sin un Estado o sin cualquier otro organismo centralizador. Este tipo de sociedades son concebidas como si les faltara algo, como incompletas, como si les faltara... un Estado. En contextos sociales donde no hay coerción ni violencia, ¿es entonces posible hablar de poder político? Así, los expertos han sido conducidos a describir el poder en la población de las islas Trobriand, o a las sociedades como la nilótica de Sudán como «embrionarias», «nacientes» o «subdesarrolladas». La historia es vista como una calle de dirección única, con la cultura occidental como la imagen de «lo que llegarán a ser, tarde o temprano, las sociedades sin poder». Pero Clastres afirma que no hay ninguna sociedad humana sin poder. Lo que tenemos, no es una división entre sociedades con poder y sociedades sin poder (sociedades sin Estado) —pues «el poder político es universal, inmanente a lo social»[9]— (14), sino, más bien, una situación en la cual el poder se manifiesta de dos formas: coercitivo y no coercitivo. Así, el poder político es inherente a la vida social; el poder coercitivo es solo un tipo particular de poder. Clastres menciona cómo los primeros exploradores europeos en América del Sur estaban perplejos y desconcertados al describir la vida política del pueblo indio tupinambá —«gente sin dios, sin ley y sin rey»—, pero que se sintieron como en casa entre los Estados jerárquicos de los Aztecas e Incas, con sus sistemas políticos jerárquicos y coercitivos. Para Clastres, entonces, el poder político como coerción o violencia es el sello de sociedades históricas, y es la esfera política por sí misma la que constituye el primer motor de cambio social. Examinando la filosofía de la jefatura tribal india, Clastres argumenta que a los jefes les falta una autoridad real, y que la mayor parte de las comunidades indias de América del Sur, excepto los Incas, se distinguen por «el sentido de la democracia y el gusto por la igualdad»[10] (20). Revisando la literatura etnográfica, Clastres sugiere que son cuatro los rasgos que distinguen al jefe en todas las tribus de los bosques de América del Sur. Primero, el jefe era un pacificador, responsable de mantener la paz y la armonía dentro del grupo, aunque carecía de poder coercitivo. Su función era la de pacificación, y solo en circunstancias excepcionales, cuando la comunidad se enfrentaba a una amenaza externa, se adoptó el modelo de poder coercitivo. Segundo, el jefe debía ser generoso con sus posesiones; como Clastres cita del estudio de Francis Huxley sobre el pueblo urubú, siempre se puede reconocer a un jefe por el hecho de que es el que tiene menos posesiones y lleva los adornos más pobres (22). Tercero, Clastres sugiere que el talento para la oratoria es tanto una condición como un instrumento de poder político, dicha oratoria está enfocada en la necesidad fundamental de honestidad, paz y armonía en la comunidad. Cuarto, en la mayoría de las sociedades de América del Sur, el matrimonio polígamo está estrechamente asociado sobre todo con el poder, y es normal que el jefe tenga privilegios, aunque los cazadores exitosos también pueden tener matrimonios polígamos. Así, la poligamia se encuentra tanto en la sociedad nómada guayakí como en la sirionó, sociedades cazadoras-recolectoras en las cuales el grupo raramente supera las treinta personas, y también entre la sociedad de agricultores sedentarios como los guaraníes y los tupinambá, cuyos pueblos a menudo se componen de varios cientos de personas, la poligamia no es una institución que esté unida a la demografía, sino más bien está ligada a la institución política del poder. Todas estas características son expresiones fundamentales de lo que constituye el tejido básico de la sociedad arcaica, especialmente aquellas de intercambio. El poder coercitivo, sugiere Clastres, es una negación de esta reciprocidad. Aceptando la opinión de Murdock de que el atavismo y la agresividad de las comunidades tribales han sido tremendamente exageradas, Clastres destaca la importancia de las alianzas matrimoniales, en especial las cruzadas (matrimonios entre primos), para establecer estructuras multicomunitarias. Se refiere a ellas como «estructuras polidémicas»[11] (53). También enfatiza que entre los recolectores guayakíes (Aché) hay una oposición fundamental entre hombres y mujeres, cuyas actividades económicas pertenecen a dos ámbitos separados pero complementarios: los hombres cazan y las mujeres recolectan. Se percibe, entonces, que surgen dos estilos de existencia, enfocados en la oposición cultural entre el arco (para cazar) y la cesta (para transportar), los cuales evocan prohibiciones específicas recíprocas. Fundamentalmente, para los cazadores guayakíes hay un tabú básico que categóricamente les prohíbe alimentarse de la carne de sus propias cacerías. Este tabú, sugiere Clastres, es el acto fundamental de un intercambio de comida que constituye la base de la sociedad guayakí. Clastres enfatiza que el hecho de que una economía de subsistencia no implica una inagotable lucha contra la inanición sino más bien una abundancia y variedad de cosas para comer, y que, como ocurre con las sociedades cazadoras-recolectoras del Kalahari, solo emplean tres o cuatro horas cada día en tareas básicas de subsistencia —como trabajo—. Estas comunidades eran esencialmente igualitarias, y la gente tenía un alto grado de control sobre sus propias vidas y sus actividades laborales. Él sostiene que la brecha decisiva entre las sociedades arcaicas y las históricas no fue la revolución neolítica, y el advenimiento de la agricultura, sino más bien los aires de una «revolución política», la emergencia del Estado. La intensificación de la agricultura implica la imposición, en una comunidad, de violencia externa. Clastres sostiene que tal aparato estatal no se deriva de la institucionalización de la jefatura tribal, ya que en las sociedades arcaicas el jefe «no dispone de ninguna autoridad, de ningún poder de coerción, de ningún medio para dar una orden»[12] (174). La jefatura tribal, por lo tanto, no implica las funciones de autoridad. ¿De dónde viene entonces el poder político? Provisionalmente, Clastres sugiere que el origen del Estado puede derivar de los profetas religiosos, y concluye apuntando que mientras la historia de la sociedad histórica puede ser la historia de la lucha de clases, para los pueblos sin historia es «la historia de su lucha contra el Estado»[13] (186). El punto central del análisis de Clastres, confirmado más adelante por John Gledhill[14] (1994, 13-15), es que proporciona una crítica a la teoría política occidental, la cual tiende a identificar el poder político como poder con violencia y coerción, también destaca una importante lección derivada de la antropología, concretamente, que es posible que las sociedades se organicen sin ninguna división entre gobernantes y gobernados, entre opresores y oprimidos. También sugiere mirar la historia no en términos de tipologías, sino más bien como un proceso histórico en el cual, en regiones específicas, las sociedades cuyos Estados han coexistido con poblaciones sin Estado, han procurado mantener su propia autonomía y resistirse a las intrusiones centralizadoras y a la explotación inherente al Estado (Gledhill 1994, 15). También vale la pena mencionar que los anarquistas han hecho siempre una distinción, mucho antes de Deleuze, entre organización y orden impuesto desde arriba. *** 3. Sociedades sin gobierno Una tradición importante dentro de la antropología ha sido la interpretación de los sistemas políticos de las sociedades no capitalistas en términos de tipologías que son esencialmente taxonómicos y descriptivos. Siguiendo el anterior enfoque neo-evolucionario sobre la política, asociado con Service (1962) y Fried (1967), Lewellen[15] (1992) ha sugerido cuatro tipos de sistemas políticos, basados en su modo de integración política. La organización política tipo banda es característica de las sociedades cazadoras-recolectoras como la !Kung del Kalahari, la inuit del norte de Canadá y la mbuti de Zaire,[16] así como de todos los recolectores prehistóricos. Las tribus: aunque Lewellen cita la naturaleza problemática del concepto de «tribu», defiende el uso del término tanto por razones lógicas como empíricas. En términos evolutivos debe haber algún término político que esté a medio camino entre el nivel de banda de las organizaciones políticas asociadas con las sociedades cazadoras-recolectoras, y los sistemas políticos centralizados. Los sistemas interculturales también revelan ciertas características en común con las sociedades tribales, aunque ellos también muestran grandes variaciones con respecto a la existencia de grupos de edad, fraternidades entre tribus, y asociaciones rituales. Lewellen describe la política en tres contextos tribales, que son el de los kpelle, los yanomami, y los nuer, y también considera al pueblo iroqués como ejemplo de este tipo de sistema político. Los territorios tribales transcienden el nivel tribal al tener algún modo de sistema centralizado y una densidad de población más alta que hace posible una productividad más eficiente. Debe de haber un sistema político de rangos, pero sin una diferenciación real de clase. Lewellen describe la sociedad kwakiutl y la hawaiana pre-colonial como ejemplos típicos de territorios tribales. Finalmente, está la integración política tipo Estado, el cual supone instituciones especializadas y una autoridad centralizada para mantener, a través de la fuerza coercitiva, un acceso diferenciado a los recursos. El rasgo clave del Estado es su permanencia. Lewellen ofrece un resumen descriptivo de los Estados pre-coloniales inca y zulú. *** 4. Tres contextos políticos Aquí examinaremos tres contextos: recolectores, horticultores a pequeña escala que viven en poblados y territorios tribales. En una importante revisión de la literatura, Marvin Harris (1993) enfatiza la relevancia de las diferencias sexuales basadas en la biología en la comprensión de la jerarquía de género en las sociedades humanas. Sugiere que las diferencias básicas entre hombres y mujeres, en términos de estatura, musculatura y fisiología reproductiva, proporciona un «punto de partida» para intentar entender el género. Sin embargo, el determinismo cultural no aconseja que ignoremos la biología, y tampoco lo hace el énfasis en la diferencia biológica que implica un determinismo biológico simple tal como «la anatomía es inevitable». Harris sugiere que, tales diferencias biológicas están claramente relacionadas con una de las características más extendidas de las primeras sociedades humanas —tanto las modernas sociedades cazadoras-recolectoras como las sociedades prehistóricas forrajeadoras—, a saber, la división del trabajo por sexo. Con pocas excepciones, tales como la de la sociedad agta de Luzón —donde las mujeres cazan jabalíes y ciervos con cuchillos, arcos y flechas— (ver Dahlberg 1981), en las sociedades cazadoras-recolectoras son principalmente los hombres los proveedores de caza mayor. Se especializaron en crear armas de caza, tales como arcos y flechas, lanzas, arpones, bumerangs y palos, armas que podían usar para herir o matar a otros seres humanos. Pero la asociación de los hombres con la caza y con el control de las armas, no implicaba necesariamente una jerarquía de género. Hay muchas evidencias que sugieren que entre muchos recolectores (y algunos agricultores de subsistencia) la división sexual del trabajo es complementaria, y las relaciones de género son esencialmente igualitarias, como sugiere Clastres. También, en las primeras comunidades humanas, la búsqueda de comida y las cacerías en grupo de todos los miembros de la comunidad fue probablemente una práctica extendida (Ehrenreich 1997). Harris cita los estudios de Eleanor Leacock (1983) sobre las sociedades exploradoras montagnais-naskapi de Labrador, los estudios de Colin Turnbull (1982) sobre los mbuti de Zaire, y la biografía de Marjorie Shostak sobre Nisa, una mujer !Kung, que indican que las mujeres en las sociedades recolectoras tienen un alto grado de autonomía, y que las relaciones igualitarias entre los sexos son la norma. Pero Harris considera que los roles de género en las sociedades recolectoras no son del todo complementarios ni igualitarios, porque los hombres, por su papel como curanderos y en la esfera de la toma de decisiones pública, a menudo tienden a tener una «ventaja significativa» sobre las mujeres en casi todos los contextos de las sociedades recolectoras (1993, 59). Aunque no hay violencia organizada entre la sociedad !Kung del Kalahari, Harris sostiene que no son de ninguna manera «modelos pacíficos» como describe Elizabeth Marshall Thomas en su libro The Harmless People, 1958 [El pueblo inofensivo]. Frecuentemente tenían lugar disputas y los homicidios no eran desconocidos. De manera significativa, Richard Lee descubrió que en treinta y cuatro casos de conflicto interpersonal en un periodo de cinco años —la mitad de los cuales eran disputas domésticas entre esposos— era el hombre el que iniciaba el ataque en la mayoría de los casos, y de los veinticinco casos de homicidio, las víctimas eran principalmente hombres, todos los asesinos eran también hombres (Lee 1979, 453). Citando un estudio comparativo (Hayden et al. 1986), Harris sugiere que, donde las condiciones implican enfrentamientos entre sociedades cazadoras-recolectoras, hay una correlación con un énfasis creciente de la dominación de los hombres —por eso se le da importancia cultural a la ética del guerrero y a la agresividad varonil—. La guerra es un conflicto organizado que involucra a dos equipos de combatientes armados; sin embargo, entre los !Kung, no existía este concepto de guerra, y había una ausencia virtual incluso de ataques. Esto está en consonancia con una situación donde la igualdad de género es la norma. Es más, como Harris sugiere, muchas sociedades del tipo banda participan en guerras intergrupales de diferentes grados, y por eso poseen formas de jerarquía de género bien desarrolladas. También cita los testimonios etnográficos de los aborígenes australianos, aunque también destaca que en esas sociedades las mujeres tuvieron un grado considerable de independencia. Aparte de la filosofía de compartir, ritos de género complementarios y un nivel general de igualdad de género entre las sociedades recolectoras (ver Woodburn 1982, Kent 1993), hay también un énfasis importante en el consenso. George Silberbauer lo resalta claramente en su artículo sobre la sociedad bosquimana g/wi[17] (1982). Silberbauer estudió, entre 1958 y 1966, a los g/wi bosquimanos del Kalahari central, en Botswana, cuando todavía eran una sociedad autónoma principalmente cazadora y recolectora. Desde entonces, se han incrementado las incursiones de pastores tswana y kgalagadi en la región. La comunidad social y política de los g/wi es la banda, la cual se conceptualiza en términos de un grupo de personas viviendo en un territorio específico y controlando el uso de sus recursos. La pertenencia a la banda deriva sobre todo del parentesco y el matrimonio, pero la pertenencia es abierta y no exclusiva, por lo que personas que no son g/wi pueden convertirse en parte de la misma. En la banda hay movimiento y flujo, y un patrón continuo de separación e integración entre los diferentes cabezas de familia que la constituyen. Esto hace que el grupo local explote con éxito los recursos naturales. Silberbauer sugiere que, para hacer esto, los procesos políticos deben ser «integradores sin debilitar la dependencia doméstica interna lo cual debilitaría la autonomía» de cada hogar —ya que la supervivencia del pueblo depende de su autonomía—. El parentesco, que tiene propiedades universalistas, es importante al ordenar las relaciones en el grupo. Las decisiones que afectan al grupo, como todo, se toman a través de discusiones, que incluyen a todos los miembros adultos. Tales discusiones tienden a ser informales, y raramente toman la forma de debates públicos. Las disputas y las discusiones son abordadas en público, pero se hacen indirectamente, ya que la confrontación directa entre individuos de posiciones opuestas es vista como un incumplimiento de las normas de etiqueta. Durante el verano y el otoño, se crean campos conjuntos, pero son agrupaciones inestables, y su composición está siempre basada en la preferencia de compañías de unos y otros. Estas agrupaciones —o «pandillas», como Silberbauer las llama— forman una segmentación pasajera de la banda. El liderazgo de la banda es evidente en todas las fases de la toma de decisiones, que es iniciada por alguien que identifica o comunica un problema que necesita una solución. El liderazgo es adecuado al grado en que, la sugerencia o la opinión de alguien, atrae apoyo público, y cambia según el contexto o la experiencia relevante. Las decisiones públicas cubren un amplio campo, que va desde las disputas domésticas hasta la ubicación del próximo lugar para establecer el campamento. Las decisiones se toman, principalmente, al llegar a un consenso, que no implica de ninguna forma la unanimidad de opiniones o decisiones. Más bien implica una situación en la que no hay oposición significativa a una propuesta. Todos los miembros del grupo tienen la oportunidad de participar en la decisión. Como el consenso implica un elemento de consentimiento, ello niega la noción de coerción —y la franqueza general del grupo como una unidad social, evita la aparición de facciones coercitivas—. De este modo, Silberbauer concluye que el estilo de la política de banda es más propiciador que coercitivo, y el liderazgo es más autoritativo que autoritario, un esfuerzo individual para la cooperación de otros en las actividades que puedan desear asumir. Hace distinción entre política del consenso y democracia —la cual involucra un acceso igual a posiciones de autoridad legitimada, y es esencialmente un marco organizativo para la toma y la ejecución de decisiones—. Silberbauer sugiere que la definición común de acción política, en términos de poder coercitivo o de fuerza física, propuesto por Weber (1947, 154) y Radcliffe-Brown (1940, xxiii), citado arriba, es demasiado limitado y selectivo, y es inapropiado en el contexto de la política del consenso. Sugiere que esto nos lleva «a la paradoja de que, como no hay un lugar de poder, la comunidad no tiene autoridad. Esto, por supuesto, no tiene sentido, pero es el hecho del consenso lo que confiere autoridad a una decisión» (1982, 33). Un segundo contexto discutido por Harris son las sociedades organizadas en pueblos, donde la subsistencia se deriva en parte de formas rudimentarias de agricultura, y en las que las incursiones armadas son casi endémicas. Los dos contextos clásicos son la sociedad yanomami de Venezuela —sujeto de importantes estudios por Chagnon 1968 y Lizot 1985—, y las comunidades de pueblos de las tierras altas de Nueva Guinea. El pueblo yanomami, descrito por Chagnon como «pueblo feroz», entrena a los chicos de corta edad para convertirlos en guerreros, ser valientes, crueles y vengativos. Los jóvenes cultivan su agresividad y su crueldad practicando con animales. Al alba se realizan incursiones armadas en pueblos rivales, y toman a las mujeres como cautivas. Los hombres de éxito son polígamos, y hay un extendido comportamiento de tratamiento enfermizo hacia las mujeres, a quienes golpean y acosan. Aproximadamente un tercio de las muertes en algunos pueblos yanomami son el resultado de combate armado, y la tasa de homicidios general es alta —cinco veces más alta que la de los !Kung (Knauft 1987, 464). El abuso y el maltrato a las mujeres es igualmente evidente entre muchas comunidades de Nueva Guinea, quienes, de acuerdo con Harris, son los «hombres más fervientemente chovinistas del mundo» (1993, 65). La institución central de estas sociedades es el nama, un culto de iniciación masculino; en esencia, entrena a los hombres a ser fieros guerreros y a subordinar a las mujeres. Entre los sambia, como describe Gilbert Herdt (1987), hay una rígida segregación de sexos, los hombres se dedican a la lucha y a la caza, las mujeres atienden a los cerdos o se dedican a lo que Herdt describe como cultivo «rutinario» de los huertos. Los hombres evitan todo contacto con los niños y niñas y temen la intimidad con las mujeres, sus principales actividades se enfocan alrededor de los clubes secretos de hombres. A través de las complejas iniciaciones los niños se convierten en miembros de lo que Herdt llama una «hermandad de guerreros basada en los clanes», centrada en una aldea local. A través del ritual de la felación, el semen pasa de los hombres a los niños, y se teme la pérdida del semen a través de actividades heterosexuales —ya que el contacto con las mujeres se considera contaminante—. El antagonismo sexual es por lo tanto una característica de las relaciones de la comunidad sambia, y constituye para ella una realidad psicológica. La institución que coordina esta sociedad patrilineal es una sociedad secreta de hombres; es la fuerza dominante en la vida social de la comunidad sambia y un instrumento de control político e ideológico de los hombres sobre las mujeres. Sin embargo, no todas las comunidades organizadas en pueblos que practican la horticultura —con la caza como actividad subsidiaria importante—, se caracterizan por la dominancia del hombre y la ética de la violencia. A modo de contraste, vale la pena, por lo tanto, destacar dos interesantes ensayos de Societes at Peace recopilados por Joanna Overing y Clayton Robarchek, respectivamente. Mientras Marvin Harris tiende a concebir, como análogas, la aldea de los trópicos, basada en comunidades esencialmente enfocadas alrededor de una ética del guerrero, y las relaciones coercitivas y el predominio masculino, la descripción de Pierre Clastres de las tribus del bosque de América del Sur, acentúa su filosofía igualitaria y su aversión a la coerción y la jerarquía. Joanna Overing (1989) expone simultáneamente estas dos perspectivas opuestas en su descripción de los xavante y los piaroa en Styles of Manhood [Modos de masculinidad]. Maybury-Lewis (1971) también estudió la comunidad xavante del Brasil central, sustentada en una economía de recolección, complementada tanto con la caza como con la horticultura. Pero la caza es más que una simple actividad económica, la caza lleva implícita la sexualidad masculina, dotando al cazador de «un escenario público» para una representación estilizada de su virilidad. La masculinidad se define, por tanto, en términos de autoafirmación, violencia y un temperamento beligerante —tal beligerancia es inculcada a los niños desde una temprana edad—. El antagonismo de género o la «belicosidad sexual» es por tanto intrínseca a la definición de masculinidad de la comunidad xavante, así como la violencia ritual hacia las mujeres. Los hombres tienen supremacía política, y la violencia tiene lugar tanto en la comunidad como en enfrentamientos con poblaciones ajenas a la comunidad. De acuerdo con Maybury-Lewis, gran parte de la vida de la comunidad xavante tiene una función política, y dicha política está basada en una competición entre grupos de machos (1971, 104). Overing destaca que esta descripción de la sociedad xavante está en concordancia con la representación que Collier y Rosaldo (1981) hacen de la cultura de una «sociedad de servicios de esposas», en la que cazar, matar y la sexualidad masculina están ideológicamente unidos —una descripción que, Overing cree, está basada en un examen bastante selectivo del material etnográfico—. Overing sugiere que el estilo de masculinidad de la comunidad piaroa está en «contraste extremo» con la vida xavante del sur de Venezuela. Los piaroa, como los xavante, combinan la recolección con la caza y el cultivo del huerto —así como la pesca—. Son, comparativamente, muy igualitarios, aunque cada territorio tiene un líder político-religioso (Ruwang), pero su autoridad es limitada. Ni la comunidad como colectivo, ni ningún individuo «posee» tierra, todos los productos del bosque se comparten por igual entre los miembros del hogar. La vida social de la comunidad piaroa, según Overing, es muy informal, poniendo gran énfasis en la autonomía personal. Ven gran virtud en la vida pacífica y tranquila, y en estar «tranquilo», y su vida social está casi libre de formas de violencia física. La coerción no tiene lugar en su vida social, y cualquier expresión de violencia se enfoca hacia los foráneos. Las relaciones de género no son ni jerárquicas ni antagónicas, y el ideal de maduración social es el mismo tanto para hombres como para mujeres —una «tranquilidad controlada»— (87). El retrato de la sociedad piaroa coincide, por tanto, con la sugerida por Clastres. Dentan (1968) realizó un primer e importante estudio sobre el pueblo semai de Malasia —descrito elocuentemente como un pueblo «no violento»—. En los años recientes han sido retratados, sugiere Robarchek (1989), como ambas imágenes anteriormente descritas —como la quintaesencia del «noble salvaje», y como asesinos sedientos de sangre—. Robarchek, en su juicio etnográfico sobre este pueblo, cuya vida social es vista como «relativamente libre de violencia», se mueve entre estos dos extremos y ve a los semai como un ejemplo de «sociedad pacífica» —junto con los mbuti del bosque Ituri, los bosquimanos del Kalahari, los tahitianos, los inuit y los haluk (Turnbull 1961, Thomas 1958, Levy 1973, Briggs 1970, Spiro 1952). Pero el énfasis en la no violencia no implica necesariamente una ausencia de egoísmo o individualismo, y Robarchek sugiere que entre los semai hay un énfasis psico-cultural en el individualismo y la autonomía, así como en la no violencia, los cuidados, y la dependencia —un tema que exploré en mi estudio de otra comunidad de los bosques asiáticos, la Hill Pandaram (Morris 1982). Las cuestiones del peligro y la dependencia, de acuerdo con Robarchek, son omnipresentes en la vida social de los semai. El peligro se siente en todas partes —del mundo natural, de los espíritus, de los extraños a la comunidad—. Sin embargo, Robarchek no explora el contexto socio-histórico de la sociedad semai; encapsulada como si estuviera en un sistema económico más amplio, es un pueblo que ha sido, a través de los siglos, acosado y explotado por grupos ajenos a la comunidad. La dependencia tiene un énfasis igual, y hay unos imperativos morales importantes para compartir comida y evitar el conflicto y la violencia. El énfasis primordial se da, entonces, a los valores de cuidado, generosidad y pertenencia al grupo. La protección y el cuidado de la comunidad de familiares se describen como «el único refugio» en un mundo hostil —aunque Robarchek explica los peligros en términos de imagen cultural más que provenientes de una realidad política—. Excepto por esta vehemencia por compartir, la dependencia y la no violencia coexisten con un énfasis igualmente importante por la autonomía individual. Desde los primeros años de la infancia se incide en un sentido de individualidad, de autonomía personal, y de libertad hacia las limitaciones interpersonales —y en extremos esto puede suponer el aislamiento emocional para la población semai, fragilidad en las relaciones matrimoniales y una falta de empatía hacia los demás—. Otros pueblos de los bosques asiáticos han sido descritos como «sociedades pacíficas», y ejemplifican un patrón cultural similar al de la sociedad semai. Signe Howell (1989), en sus relatos sobre los chewong, sugiere que para esos pueblos «enfadarse no es humano, pero tener miedo sí lo es». Basándose en los datos etnográficos, Howell se cuestiona si las agresiones son una parte intrínseca de la naturaleza humana. Gibson, sin embargo, en su debate sobre los buid de Filipinas —también agricultores itinerantes como la población semai y chewong— indica que este pueblo es una sociedad «en paz», porque consideran de alto valor moral la «tranquilidad» y le dan un valor bajo a la «agresión». Pero Gibson ve estas actitudes morales como el producto del proceso histórico por el cual la comunidad buid fue constantemente víctima de fuerzas externas. Su cultura no puede, por tanto, verse solo como un efecto de capacidades psico-biológicas innatas, ni en términos de su adaptación al medio boscoso (1989, 76). Entre las sociedades cazadoras-recolectoras, y las basadas en aldeas, o en agricultura a pequeña escala, como los yanomami, semai y sambia, existe una correlación cercana entre el grado de lucha interno —incursiones armadas— y el grado en el que las jerarquías de género se desarrollan, es decir, el grado de dominación masculina sobre las mujeres. Pero Harris apunta que esta correlación no se sostiene cuando hablamos de sociedades con unos sistemas políticos más complejos, aquellos que constituyen «jefaturas». Estos sistemas tribales se asocian típicamente a guerras con enemigos distantes, y esto, escribe, «mejora, más que empeora, el estatus de las mujeres, porque resulta en una organización doméstica avunculocal[18] y matrilocal[19]» (1991, 66). En sistemas más complejos, sociedades tribales de multi-aldeas, donde los hombres realizan largas estancias con el propósito de cazar, comerciar, o hacer la guerra, la matrilocalidad tiende a prevalecer. En este contexto, las mujeres asumen el control de todas las esferas domésticas de la vida. Harris sugiere que los combates externos están por ello asociados con el linaje matrilineal y con un alto grado de igualdad de género. El ejemplo clásico de esta asociación de confrontaciones externas e igualdad de género —Harris enfatiza más la confrontación que la caza o el comercio externo— es la comunidad iroquesa. Este pueblo matrilocal y matrilineal residía en grandes casas comunales cuyas actividades estaban dirigidas por las mujeres mayores. Los maridos tenían muy poco control sobre los asuntos domésticos, la agricultura estaba principalmente en manos de las mujeres. El sistema político de la comunidad iroquesa consistía en un consejo de ancianos, elegidos entre los jefes de los diferentes pueblos. Las mujeres ancianas de las grandes casas nombraban a los miembros de este consejo, pero ellas no participaban en el consejo. Sin embargo, podían evitar la participación de cualquier hombre al que se opusieran, y como controlaban la economía doméstica, tenían una influencia considerable en las decisiones del consejo. En el ámbito público, ellas tenían, de forma indirecta, casi tanta influencia como los hombres (Brown 1975). Sin embargo, Harris sostiene que esta situación no implica un estado matriarcal, ya que las mujeres no humillaban, ni explotaban ni acosaban a los hombres. Esto, sin embargo, tenía poco que ver con la naturaleza femenina: hay numerosas evidencias de la participación de mujeres en combates armados, y de ser entusiastas defensoras de la guerra y la tortura. Harris escribe que «había una falta de poder, y no ausencia de masculinidad», lo que impidió que las mujeres de las sociedades pre-industriales establecieran sistemas matriarcales (1993, 69). En su vivo e inteligible texto Cannibals and Kings[20] (1977, 92-93), Harris sugiere que las formas de organización matrilineal fueron una fase de corta duración en el desarrollo de los Estados primitivos. Escribe: «Como la matrilocalidad es un método repetido de superar la limitada capacidad de los grupos aldeanos patrilineales para formar alianzas militares multialdeanas, parece probable que las sociedades al borde de la categoría de Estado adoptaran frecuentemente formas matrilineales de organización social»[21] (92). Cita a Robert Briffault y a varios de los autores clásicos que sugieren que muchos estados primitivos en Europa y Asia han experimentado una fase matrilineal, un contexto en el que el matrimonio era matrilocal, las mujeres tenían un estatus relativamente alto, y había un culto a las antepasadas. En esta fase, como se ha mencionado, fue corta, y pocos Estados, antiguos o modernos, tienen sistemas de linaje matrilineales. Como apunta: «Con el surgimiento del Estado, las mujeres volvieron a perder influencia... el antiguo complejo de supremacía masculina se reafirmó plenamente»[22] (1977, 93). Aunque el linaje matrilineal ha dejado virtualmente de ser un tema de interés entre los antropólogos (cf. Moore 1988, Ingold 1994), ha sido una cuestión central para numerosos académicos afrocéntricos (Diop 1989) y ecofeministas, quienes nos han deleitado con relatos líricos sobre un «matriarcado» igualitario y universal que existió anteriormente al patriarcado y a la formación de las ciudades-estado, el cual está ligado a las incursiones de los pastores nómadas de la estepa euroasiática. Harris sugiere que, dado que el linaje matrilineal está fuertemente unido, con el ascenso de los sistemas de jefes tribales, se debería concluir este ensayo con la discusión crítica de su literatura. *** 5. Matrilinidad y la religión de la diosa madre La noción de que el «matriarcado» fue la forma primaria de organización social, fue la doctrina central de muchos de los primeros antropólogos. Los escritos de Jakob Bachofen (1967) sobre la mitología clásica y la religión fueron particularmente influyentes. Bachofen sugirió que «toda la civilización y la cultura están esencialmente basadas en el establecimiento y el adorno del hogar»,[23] y que el «matriarcado» fue un periodo cultural intermedio en el desarrollo de la sociedad humana, entre las sociedades cazadoras-recolectaras y el ascenso de las ciudades estado. El matriarcado (que no implica necesariamente la dominación política de las mujeres), estaba asociado con el desarrollo de la agricultura, con la reciprocidad más que con una actitud prometeica[24] hacia la naturaleza, y un sistema religioso que enfatizaba la dependencia de la humanidad de la tierra, expresado en deidades ctónicas.[25] Pero aunque Bachofen sugirió que en esta época de la evolución humana las mujeres eran «el archivo de toda cultura», también enfatizó que en todas las civilizaciones clásicas —Egipto, Grecia, Roma— existió una relación intrínseca entre los dioses «fálicos» como Osiris (asociado con el agua como elemento fecundador) y deidades femeninas como Isis, que se equiparaban con mitos de la tierra, aunque se le daba más importancia a la última. Escribe Bachofen que, siempre que nos encontramos con el matriarcado, lo hallamos vinculado a las «religiones ctónicas», enfocadas alrededor de las deidades femeninas (88). También realiza una observación interesante diciendo que, cuando la fugacidad de la vida material va de la mano con el linaje matrilineal, el patriarcado va ligado a la inmortalidad de una vida supramaterial perteneciente a las «regiones de luz». Con el desarrollo del patriarcado en las civilizaciones clásicas de Egipto y Grecia, «el principio creativo está disociado del tema terrenal», y viene a estar asociado con deidades como los dioses del Olimpo (129). Con el «triunfo de la paternidad», los humanos se ven como los que rompen las «cadenas del telurismo» (vida terrenal), y una vida espiritual se alza sobre la «existencia corpórea». Bachofen ve el «progreso» del matriarcado al patriarcado como un importante retroceso en la historia de las relaciones de género (109). Los escritos de Bachofen han tenido una enorme influencia. Engels[26] consideró su descubrimiento del linaje matrilineal —la «primitiva gens de derecho materno»[27]— como una fase crucial en la evolución humana; a la par que las teorías de Darwin en biología. En una frase que se cita habitualmente, Engels sugirió que «el derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo»[28] (1968, 488). Las antropólogas feministas influenciadas por Engels —como Reed, Leacock, y Sacks— han criticado con fuerza la idea de que la subordinación de las mujeres es universal. Sugieren que las mujeres han sido importantes productoras en prácticamente todas las sociedades humanas, y que en muchas de esas sociedades —especialmente las sociedades matrilineales— las mujeres han compartido el poder y la autoridad con los hombres. Sus actividades no eran necesariamente despreciadas, y las mujeres tenían a menudo un buen grado de autonomía social, es decir, tenían poder en el proceso de toma de decisiones sobre sus propias vidas y sus actividades (Sacks 1979, 65-95; Leacock 1981, 134). Estudios antropológicos e históricos en décadas recientes han indicado la complejidad y diversidad de las culturas humanas, y han cuestionado si el matriarcado (como quiera que sea concebido) puede ser visto simplemente como una fase cultural en la evolución de las sociedades humanas. Pero, de varias formas, la concepción bipolar de Bachofen sobre la historia humana todavía tiene vigencia. Por ejemplo, Bachofen tiene una presencia inconfundible en los escritos del académico senegalés Cheikh Anta Diop (1989), aunque Diop le da un extraño giro a la tesis de Bachofen, dando una interpretación geográfica y racista. De este modo se cree que el matriarcado afloró solo en el Sur (África), y se corresponde con una forma de vida sedentaria y agraria, un estado territorial, con igualdad de género, enterramiento de los muertos y el principio de colectivismo social. El patriarcado en África está ligado a la irrupción del Islam. A pesar de sus becas y de su esfuerzo por ofrecer una antropología más auténtica, el trabajo de Diop apenas captura la complejidad de la historia y la cultura de África y Eurasia. Pero aquí quiero hacer hincapié en los escritos de algunas eco-feministas, especialmente de aquellas que defienden la «sabiduría de la espiritualidad de las diosas» (Spretnak 1991). Ellas también presentan una actualización y reinterpretación de la concepción simplista y bipolar de Bachofen sobre la historia humana. Mientras los primeros académicos clásicos, como Bachofen, Harrison, y Murray, quienes veían a las deidades ctónicas coexistiendo con dioses masculinos asociados con el sol o el cielo —Ra, Apolo, Zeus, Amón—, y sugerían que las últimas deidades llegaron a tener primacía solo con el desarrollo del patriarcado y las estructuras estatales, muchas ecofeministas ven ahora a las diosas como una «madre cósmica», una deidad universal que existió en todas las culturas anteriores al patriarcado. Las deidades masculinas parecen identificarse, no con las estructuras del estado —los cultos de la diosa madre encuentran su apoteosis en los estados teocráticos de Egipto y Creta—, sino con un periodo de la historia posterior a causa de la emergencia de los estados imperialistas y/o capitalistas. Los cultos de la diosa madre son vistos como un fenómeno universal, una expresión de la «cultura de las mujeres ancianas» que una vez existieron por todas partes (Sjöö y Mor 1987, 27). Mientras que los partidarios de la hipótesis de la caza, como Ardrey (1976), sugieren que todos los aspectos de la vida humana —lenguaje, inteligencia, sociabilidad, cultura— se derivan del sistema de «vivir de la caza», ahora, con las ecofeministas, tenemos la antítesis exacta de esto, y sugieren que la vida cultural es, esencialmente, creación de las mujeres. Como proclaman Sjöö y Mor, «las mujeres crearon la mayor parte de la primera cultura humana» (1987, 33). A diferencia de Ardley y las ecofeministas, quizás las tempranas comunidades humanas no estaban obsesionadas con la división de género, y por tanto, es probable que las tareas más básicas de la vida fueran compartidas, y de este modo, la cultura humana sea creación tanto de hombres como de mujeres. Al contrario que Bachofen, que enfatiza la «materialidad» del matriarcado —basado en la vida orgánica— y asocia la «espiritualidad» con el patriarcado, las ecofeministas contemporáneas invierten esta diferenciación y proclaman en voz alta la «espiritualidad» del matriarcado. Conscientes, sin embargo, de que parece no haber evidencias históricas del matriarcado (regulación por mujeres), las académicas feministas han usado términos como «sistemas comunitarios matrifocales» o «matrísticos», para describir las comunidades más o menos igualitarias que existían en el periodo Paleolítico (cazadores-recolectores) y en el Neolítico (agricultura). Por lo general, las ecofeministas han tendido a ignorar la antropología, y se han enfocado más en la arqueología y en los estudios clásicos, especialmente en la mitología. Como Diop, presentan una concepción bipolar muy simplista de la historia humana. La última se describe en términos de una oposición entre los «antiguos matriarcados» y los sistemas patriarcales centrados en los hombres. Tenemos la misma clase de dualismo gnóstico que Diop presentaba en su postulado de dos cunas de la humanidad. Sjöö y Mor (1987) destacaron convincentemente este dualismo, y puede ser resumido como se detalla a continuación: Matriarcados antiguos - religión basada en deidades asociadas con la madre/tierra - asociación de igualdad de género - no hay envidia sexual - armonía con la naturaleza - parentesco matrifocal - comunalismo - holismo - concepción cíclica del tiempo - cuidados - CÁLIZ Patriarcado moderno - religión basada en deidades masculinas - jerarquía de género y dominación - envidia sexual - control sobre la naturaleza - familia nuclear - propiedad privada - individualismo - concepción lineal del tiempo - codicia y violencia - ESPADA Lo interesante, sin embargo, es que aunque Diop equipara el matriarcado con el África negra, muchos académicos clásicos parecen seguir a sus antepasados victorianos, combinando raza, cultura y lenguaje —las ecofeministas contemporáneas examinan la dialéctica histórica entre los dos sistemas sociales que tienen lugar en el propio contexto europeo—. Sjöö y Mor consideran que la «religión antigua» de la diosa madre se da principalmente en gran parte en Europa y en las culturas de la antigüedad clásica —Egipto, Grecia, Creta y Sumeria—. La teoría de la evolución cultural de Riane Eisler, que expresó en The Challice and the Blade[29] (1987), se focaliza casi enteramente en el contexto europeo y no hace ninguna mención a África. La tesis de Eisler es bastante sencilla y presenta la reelaboración y popularización de las ideas propuestas por Bachofen hace mucho tiempo. Esto sugiere que las culturas de la antigua Europa estaban basadas en la agricultura sedentaria, eran matrifocales, pacíficas, ecocéntricas y estaban centradas en cultos de la diosa madre que marcaba la generación de vida y alimentaba los poderes del universo. La igualdad de género era la norma. Estaba simbolizada por el cáliz, la copa para beber. Esta edad dorada de una sociedad orientada a las mujeres, que existió en la «vieja Europa» (la cual Diop sostenía que estaba basada en el pastoreo y el patriarcado), pudo ser, o transformada poco a poco, o destruida rápidamente —según la arqueóloga Marija Gimbutas (1974)— por los pastores migrantes de la estepa asiática alrededor del 4.000 a. e. c., o pudo ser el patriarcado el que propició el ascenso de la dictadura militar, como en Babilonia y Egipto (como sostienen Sjöö y Mor, 1987; 253). Ambas teorías afirman que la cultura neolítica europea fue radicalmente transformada desde una sociedad pacífica, sedentaria, igualitaria y matrilineal, a una basada en el patriarcado. Hubo un «cambio patriarcal» en la vieja Europa, y la sociedad patriarcal que emergió, estaba basada en el pastoreo, con sus principios guerreros. Sus relatos socio-culturales fueron: el culto a los dioses masculinos del cielo, la desacralización del mundo natural y una actitud de dominación hacia la naturaleza, la jerarquía social y de género, la propiedad privada, y el Estado. En este proceso, los cultos a la diosa madre fueron suprimidos. Esta transición, de acuerdo con Eisler, representa un «punto de inflexión catastrófico» en la historia europea, y la nueva cultura patriarcal que emergió está simbolizada por la espada. Una sociedad basada en la asociación entre hombres y mujeres, fue reemplazada por otra basada en la dominación —incluyendo la dominación de las mujeres por los hombres—. Eisler presenta esto como una nueva teoría de evolución cultural. Pero no es nueva: es una actualización eurocéntrica de la teoría de Bachofen y Engels. Es más, cuando examinamos los datos etnográficos relativos a la religión de los cazadores-recolectores, o incluso de algunas sociedades agricultoras a pequeña escala, ni el linaje matrilineal ni los cultos a la diosa madre eran significativos. La ideología religiosa de las sociedades cazadoras-recolectoras khoisan en África del Sur y de las aborígenes australianas, difícilmente ofrece soporte alguno para la universalidad de las formas de espiritualidad de la diosa madre. Aunque hay una estrecha identificación con el mundo natural, particularmente con los animales (a través de los espíritus totémicos), o a través de los espíritus de la muerte, entre las sociedades recolectoras hay pocas evidencias de que deificaran la tierra, por sí misma, como mujer, y menos todavía el universo entero. Igualmente, aunque hay un énfasis matrifocal entre muchas sociedades cazadoras-recolectoras (Morris, 1982), se ha incidido poco en los grupos de ascendientes, y que la clave de los grupos sociales son la familia y la banda. Los grupos familiares pueden tener importancia para propósitos rituales o de matrimonio, y pueden tener significado totémico, pero a menudo, como en las comunidades aborígenes australianas, tienden a ser más patrilineales que matrilineales. Entre las comunidades agricultoras a pequeña escala en Melanesia y la Amazonia, como citamos anteriormente, el linaje patrilineal tiene una importancia ideológica, los ataques y el homicidio son endémicos, y la iniciación masculina pone se focaliza en el entrenamiento para que los niños se conviertan en fieros guerreros y dominen a las mujeres. Mary Mellor (1992, 141-150) ha usado este material etnográfico para cuestionar el supuesto de que las sociedades basadas en clanes son necesariamente pacíficas, o exhiben igualdad de género. Incluso la matrilinealidad, remarcó, «no era garantía contra la violencia masculina» (47). Hay un supuesto infundado, entre muchas académicas feministas, de que el linaje matrilineal, la igualdad de género, y los cultos de la diosa madre van juntos, y que necesariamente unos suponen los otros. Lo interesante es, que los cultos focalizados en la diosa madre y en la madre tierra, no tienen su elaboración más rica entre los cazadores-recolectores, ni entre los agricultores a pequeña escala, ni, por supuesto, entre las sociedades basadas principalmente en el linaje matrilineal —como la iroquesa y la bemba—, sino, más bien, entre los estados teocráticos basados en una agricultura avanzada, como sugirió Bachofen. En un importante estudio sobre política y género entre las sociedades cazadoras-recolectoras y las agricultoras a pequeña escala, Collier y Rosaldo (1981), para su sorpresa, descubrieron una pequeña celebración ritual sobre las mujeres como cuidadoras, no relacionada con su capacidad única para dar a luz. La maternidad siempre ha constituido una fuente natural de satisfacción emocional entre las mujeres, y ha sido culturalmente valorada, pero entre dicha población la fertilidad no se enfatizaba, y la deificación de la madre como fuente de toda la vida, estaba normalmente ausente. Donde tenemos Estados complejos encontramos gobernantes divinos —como en el Antiguo Egipto y los incas—, donde hallamos gobernantes divinos como el Faraón y el Inca, quienes encarnan deidades asociadas con el sol, vemos que la tierra es deificada y la maternidad ritualmente puesta en relieve. Fue precisamente entre tales sociedades teocráticas, basadas en una agricultura intensiva, donde hubo un énfasis necesario en la tierra y en la reproducción de la fuerza de trabajo. Ni Babilonia ni Egipto fueron «paraísos de la igualdad» para la comunidad nómada-pastoril hebrea, pues en ambos lugares se les esclavizó y fueron objeto de trabajos forzados. Entonces, en un sentido importante, la deificación de la tierra como mujer y el énfasis en la fertilidad —tanto de la tierra como de las mujeres—, es un elemento central, no de las sociedades matrilineales como la iroquesa, sino de la ideología patriarcal de los estados teocráticos. Esta ideología fue expresada claramente en los escritos de Francis Bacon, quien identifica a las mujeres con la naturaleza, y defiende el conocimiento y la dominación de ambas. Sherry Ortner (Is Female to Male as Nature is to Culture?,[30] 1974) sugiere una explicación para la supuesta dominación universal de los hombres (patriarcado), uniendo tal dominación a una ideología que equipara a las mujeres con la naturaleza. Para Ortner, entonces, los cultos a la diosa madre son un reflejo del patriarcado, no de una cultura matricéntrica. Una antropóloga feminista ha argumentado que, de hecho, el «mito del matriarcado» es una ficción, y es usado como una herramienta para mantener a las mujeres «atadas al lugar que les pertenece» (Bamberger 1974). Cuando examinamos los primeros Estados teocráticos de Creta y Egipto (por ejemplo), pretendidos paraísos matricéntricos, que exhiben la igualdad de género y un ambiente social pacífico, ¿qué encontramos? Según Janet Biehl (1991), lo que encontramos son civilizaciones de la edad de bronce muy desarrolladas, las cuales, como Estados teocráticos, eran jerárquicas, explotadoras y opresivas. Biehl opina que la teoría de Gimbutas —que la jerarquía emergió cuando un grupo de simples pastores llegó a la estepa euroasiática y conquistó sociedades agrícolas neolíticas antiguas—, es una simplificación ingenua de la historia europea, y académicos como Renfrew y Mallory parecerían estar de acuerdo (Biehl 1991, 43, Renfrew 1987, 95-97, Mallory 1989, 183-5). En cuanto a la igualdad de género con relación a la propiedad, como en Egipto, pudo haber sido restringida sólo a la élite política; pero en cualquier caso coexistió, como Biehl apunta, con una estructura social extremadamente jerárquica centrada en el faraón y en una enorme teocracia. La guerra expansionista, la pena capital y los sacrificios rituales que caracterizaban a la mayoría de estos estados teocráticos —tanto en el Creciente Fértil como en las Américas—, son hechos generalmente pasados por alto o incluso rechazados por muchas académicas ecofeministas. Del mismo modo, Diop es un apologista de los estados africanos y del sistema de castas como forma de organización social. El matriarcado tiene dos «focos» de significado diferentes, que Bachofen tendía a enlazar. Uno, es esa conexión con las deidades ctónicas que asocian la tierra con la maternidad; el otro, es el linaje matrilineal, que es un grupo social o categoría cuya membresía se determina por lazos a través de la línea femenina. En términos sociales, los dos significados no son próximos, ya que los cultos a la diosa madre están asociados con Estados teocráticos y de agricultura avanzada, y que el linaje matrilineal está vinculado a sociedades agrícolas en las que no existen ni los animales domésticos ni la agricultura basada en el arado. De 564 sociedades recogidas en el Estudio Etnográfico Mundial, David Aberle descubrió que sólo había 84 (15%) donde la matrilinealidad era la forma predominante de parentesco. Por eso piensa que la matrilinealidad es un «fenómeno relativamente escaso» (1964, 663). Al contrario que la teoría de Diop, que defiende que el linaje matrilineal se encuentra por todo el mundo, pero que principalmente se halla en sociedades hortícolas que han desarrollado sociedades tribales. No se encuentran donde existe agricultura intensiva, ni generalmente entre pastores, ni donde se han desarrollado estructuras de Estado —el patriarcado está intrínsecamente ligado al Estado—. Bachofen pensaba que el matriarcado «concordaba plenamente» con una situación donde la caza, el comercio y los ataques externos, llenaban la vida de los hombres, manteniéndolos largos periodos lejos de las mujeres, las cuales se convertían, entonces, en las principales responsables del hogar y de la agricultura. Por ello se puede concluir que la matrilinealidad —no los cultos a la diosa madre— parece estar particularmente asociada con sociedades hortícolas que carecen de arado, en las que encontramos sistemas políticos desarrollados en forma de territorios tribales, y donde hay lo que Poewe (1981) describe como un dualismo complementario entre hombres y mujeres. En estas situaciones, la agricultura de subsistencia es el dominio de las mujeres, y los hombres se encargan activamente de la caza y el comercio que les aleja de su hogar por largo tiempo. Dada su dominación en el plano de la subsistencia, las mujeres no son necesariamente excluidas del dominio público, y pueden participar activamente en rituales públicos y en la toma de decisiones políticas. Todas las sociedades clásicas matrilineales que han sido descritas por los antropólogos siguen esencialmente este modelo —los bemba, yao y luapula de África Central, los isleños de las Trobriand, los ashanti de Ghana, los iroqueses y ojibwa de América del Norte—. Todas muestran un alto grado de igualdad de género, la sexualidad es valorada positivamente y existe un énfasis por compartir y por la reciprocidad, pero, de modo significativo, existe poca evidencia de cultos «a la diosa madre». Tales cultos están ligados con el Estado y la jerarquía, por ello continuaron floreciendo como una parte intrínseca de la cristiandad latina y del hinduismo. En efecto, parece existir una correlación clara, como sugiere Harris, entre la igualdad de género, el linaje matrilineal, y la emergencia de territorios tribales entre las sociedades hortícolas. [1] Mijaíl Bakunin, Escritos de filosofía política. Compilación de G.P. Maximoff, Alianza, Madrid, 1978. Cita en página 313. [2] Meyer Fortes y Evans-Pritchard, Sistemas políticos africanos, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Iberoamericana, México, 2010. [Citas en págs. 47 y 59]. [3] Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002. [Las citas en la página 43]. [4] Op. cit., página 67. [5] Ibídem, página 74. [6] Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado, Virus editorial, Barcelona, 2010. [7] Op. cit., págs. 19-20. [8] Ibídem, página 25. [9] Op. cit., página 31. [10] Ibídem, página 38. [11] Op. cit., página 77. [12] Op. cit., página 217. [13] Ibídem, página 230. [14] J. Gledhill, El poder y sus disfraces. Perspectivas antropológicas de la política, Bellaterra, Barcelona, 2000. [15] Ted C. Lewellen, Introducción a la antropología política, Bellaterra, Barcelona, 1994. [16] Actualmente, República Democrática del Congo. [17] Véase G. Silberbauer, Cazadores del desierto. Cazadores y hábitat en el desierto de Kalahari, Editorial Mitre, Barcelona, 1983. [18] La filiación es transmitida a través de la madre, por ello, dado que en estas sociedades con frecuencia la figura de autoridad de una familia es el hermano de la esposa, la nueva familia se traslada a vivir en la misma residencia que esta autoridad. [19] La nueva unidad doméstica se traslada a la residencia del linaje de la consorte femenina. [20] Marvin Harris, Caníbales y reyes, Alianza Editorial, Madrid, 1997. [21] Op. cit., página 120. [22] Ibídem, página 122 (cita modificada). [23] Véase J.J. Bachofen, El matriarcado. Una investigación sobre la ginecocracia en el mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, Akal, Madrid, 1987. [24] En referencia a Prometeo, que robó el fuego (conocimiento) a los dioses para dárselo a los mortales, considerado por ello creador y benefactor de la humanidad. [25] En mitología y religión, y en particular en la griega, el término ctónico (perteneciente a la tierra, de tierra) designa o hace referencia a los dioses o espíritus del inframundo, por oposición a las deidades celestes. Se identifica con los ciclos de la naturaleza, los de la vida y la supervivencia tras la muerte. [26] F. Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Endymión, Madrid, 1988. [27] Op. cit., página 16. [28] Ibídem, página 56. [29] Riane Eisler, El cáliz y la espada, Cuatro Vientos, 2003. [30] Sherry Ortner, ¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la cultura? En: Harris, Olivia y Kate Young (Compiladoras). Antropología y feminismo. Editorial Anagrama, Barcelona, 1979. pp. 109-131.