William Godwin

Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales

1793

    Presentación

    Prefacio (a la primera edición)

  Libro I: De la importancia de las instituciones políticas

    Capítulo primero: Introducción

    Capítulo segundo: Historia de la sociedad política

    Capítulo cuarto: Consideraciones sobre las tres principales causas de mejoramiento social

    Capítulo quinto: Influencia ejemplificada de las instituciones políticas

    Capítulo sexto: Invenciones humanas susceptibles de mejoramiento perpetuo

    Capítulo séptimo: De la objeción a estos principios debida a la influencia del clima

      I. De las causas morales y físicas

    II. De los caracteres nacionales

    Capítulo octavo: De las objeciones a estos principios debidas a la influencia del lujo

  Libro II: Principios de la sociedad

    Capítulo primero: Introducción

    Capítulo segundo: De la justicia

    Capítulo tercero: Del deber

    Capítulo cuarto: De la igualdad de los hombres

    Capítulo quinto: Derechos del hombre

    Capítulo sexto: Del ejercicio del juicio personal

  Libro III: Principios de gobierno

    Capítulo primero: Diversos sistemas políticos

    Capítulo segundo: Del contrato social

    Capítulo tercero: De las promesas

    Capítulo cuarto: De la autoridad política

    Capítulo quinto: De la legislación

    Capítulo sexto: De la obediencia

    Capítulo séptimo: De las formas de gobierno

  Libro IV: Principios diversos

    Capítulo primero: De la resistencia

    Capítulo segundo: De las revoluciones

      I. Deber del ciudadano

      II. Modos de realizar revoluciones

      III. De las asociaciones políticas

      IV. De las reformas deseables

    Capítulo tercero: Del tiranicidio

    Capítulo IV: Del cultivo de la verdad

      I. De la verdad abstracta o general

      II. De la sinceridad

    Capítulo quinto: Del libre albedrío y de la necesidad

    Capítulo sexto: Inferencias de la doctrina de la necesidad

  Libro Del: De los poderes ejecutivo y legislativo

    Capítulo primero: Introducción

    Capítulo segundo: De la educación; educación de un príncipe

    Capítulo tercero: Vida privada de un príncipe

    Capítulo cuarto: Del despotismo virtuoso

    Capítulo quinto: De las cortes y de los ministros

    Capítulo sexto: De los súbditos

    Capítulo séptimo: De la monarquía electiva

    Capítulo octavo: De la monarquía limitada

    Capítulo noveno: De un presidente con poderes regios

    Capítulo décimo: Sobre distinción hereditaria

    Capítulo once: Efectos morales de la aristocracia

    Capítulo trece: Del carácter aristocrático

    Capítulo catorce: Aspectos generales de la democracia

    Capítulo quince: De la impostura política

    Capítulo dieciséis: De las causas de la guerra

    Capítulo veintiuno: De la composición del gobierno

    Capítulo veintidos: Del futuro de las sociedades políticas

    Capítulo veintitrés: De las asambleas nacionales

    Capítulo veinticuatro: De la disolución del gobierno

  Libro VI: De la opinión considerada como objeto de las instituciones políticas

    Capítulo primero: Efectos generales de la dirección política de las opiniones

    Capítulo segundo: De las instituciones religiosas

    Capítulo tercero: De la supresión de las opiniones erróneas en materia de religión y de gobierno

    Capítulo cuarto: De los juramentos de fidelidad

    Capítulo quinto: De los demás juramentos

    Capítulo sexto: De la difamación

    Capítulo séptimo: De las constituciones

    Capítulo octavo: De la educación nacional

    Capítulo noveno: De las pensiones y los estipendios

    Capítulo décimo: Del modo de decidir una cuestión por parte de la comunidad

  Libro VII: De los crímenes y de los castigos

    Capítulo primero: Limitaciones de la doctrina de la punición que resultan de los principios de la moralidad

    Capítulo segundo: Defectos generales de la coerción

    Capítulo tercero: De los fines de la coerción

    Capítulo cuarto: De la aplicación de penas

    Capítulo quinto: De la coerción como recurso temporal

    Capítulo sexto: Grados de coerción

    Capítulo octavo: De la ley

    Capítulo noveno: Del perdón

  Libro VIII: De la propiedad

    Capítulo primero: Lineamientos generales de un equitativo sistema de propiedad

    Capítulo segundo: Beneficios de un sistema equitativo de propiedad

    Capítulo tercero: De las objeciones fundadas en los admirables efectos del lujo

    Capítulo cuarto: Objeción relativa a las tentaciones de la pereza

    Capítulo quinto: De las objeciones sobre la imposibilidad de dar permanencia a un régimen igualitario

    Capítulo sexto: De la objeción basada en la inflexibilidad de las restricciones

    Capítulo octavo: De los medios de implantar un sistema equitativo de propiedad

Presentación

La obra Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales, del filósofo británico William Godwin (1756-1836), ha sido catalogada, por algunos, como un ensayo protoanarquista; por otros, como un ensayo en el que se expone una clara visión del liberalismo de avanzada y; por otros más, como una obra que debe de ubicarse en el terreno del utopismo.

Ahora bien, y parafraseando al propio William Godwin, resulta evidente que lo importante no será tanto lo que opine fulano o sutano, sino lo que opines tú, lector. Será pues, tu juicio particular, el único capaz de definir y ubicar el campo en el que ha de insertarse este ensayo. En nuestra opinión, no importa tanto el defender a capa y espada tal o cual posición, sino que lo trascendente se ubica en formarse uno mismo una idea propia.

La obra fue escrita en 1791 y publicada en 1793, tiempos de cambios, enmarcados en el incontrolable torbellino ocasionado por la revolución francesa. Según se dice, Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales, tuvo un notorio impacto entre los lectores de aquel tiempo, a tal grado que fue reimpresa en Irlanda, en Filadelfia, e incluso traducida al alemán. Por supuesto que igual que tuvo seguidores, hubo también quienes se opusieron de manera decidida a lo expuesto por Godwin, lo que resultaba bastante comprensible, si nos atenemos al hervidero de pasiones que la revolución francesa había desatado prácticamente en todo el mundo.

Desde hacía ya muchos años, teníamos la intención de publicar esta obra en nuestra editorial, Ediciones Antorcha, pero nunca pudimos lograrlo por el alto costo monetario que tal empresa requería, así que aquel deseo debimos desecharlo por estar alejado de nuestras posibilidades.

Posteriormente, cuando iniciamos nuestro proyecto de la Biblioteca Virtual Antorcha, retomamos nuestro antiguo interés en dar a conocer este formidable ensayo, topándonos con el nada despreciable problema de su gran extensión y por consecuencia del tiempo que era necesario dedicarle. Pero, como bien ya lo hemos ido comprobando en nuestro camino, muchísimas cosas son posibles si se actúa con método y constancia. Así, tomamos la determinación de ir poco a poco capturando el texto y diseñándolo, plenamente conscientes de que si no desfallecíamos, tarde o temprano tendríamos forzosamente que terminar. Y ahora, que finalmente hemos conseguido nuestro objetivo, nos congratulamos enormemente de ello.

Para elaborar la digitalización de esta obra, nos hemos basado en la edición publicada en 1945 en Argentina, por la Editorial Americalee, edición no completa, puesto que algunos capítulos del texto original no se incluyeron. Sin embargo, sobre cada capítulo omitido existe un comentario al respecto, en el que se resume su contenido e incluso se precisan las causas por las que se omitió su inserción.

Podemos suponer que esas omisiones se hayan debido a criterios de presupuesto, ya que siendo esta obra un auténtico tabique, que monetariamente hablando cuesta un ojo de la cara editar, muy comprensible resulta el que los editores argentinos, buscaron reducir su costo de producción.

Sea como haya sido, el hecho es que en el índice de esta edición virtual, hemos precisado los capítulos que no están incluidos, y, los comentarios relativos a esas omisiones, los hemos colocado como notas en los capítulos precedentes.

Esperamos que nuestro esfuerzo para colocar esta obra en los estantes de nuestra Biblioteca Virtual Antorcha no haya sido en vano y que esta verdadera joya del ideario anarquista, despierte el interés que se merece entre los cibernautas del siglo XXI.

Chantal López y Omar Cortés

Prefacio (a la primera edición)

Pocas obras literarias disfrutan de mayor consideración que las que tratan de un modo metódico y elemental de los principios de la ciencia. Pero el entendimiento humano, en toda época ilustrada, es progresivo, y los mejores tratados elementales, después de cierto tiempo, quedan disminuídos en su valor por la acción de los descubrimientos subsiguientes. De aquí que hayan deseado siempre los investigadores sinceros que los trabajos precedentes de esta especie fuesen periódicamente superados, y que otras producciones, incluyendo visiones más amplias que las ofrecidas hasta allí, ocupasen su puesto.

Sería extraño que no fuese deseable en política algo por el estilo, después del gran cambio que ha sobrevenido en el espíritu humano acerca de este asunto y de la luz que ha sido esparcida sobre él por debates recientes en América y en Francia. Un sentido del valor de tal trabajo, convenientemente ejecutado, fue la razón que dió origen a estos volúmenes. De su ejecución juzgará el lector.

Los autores que se han formado el propósito de superar las obras de sus predecesores, lo conseguirán si están en algún grado a la altura del propósito; no simplemente por haber reunido la dispersa información que se ha producido sobre la materia, sino por haber acrecentado la ciencia con el fruto de sus propias meditaciones. En la obra que sigue se hallarán ocasionalmente principios que no será justo rebatir sin examen, simplemente porque son novedosos. Fue imposible discurrir constantemente acerca de una ciencia tan prolífica, una ciencia de la que puede decirse que se halla todavía en su infancia, sin verse conducido por modos de pensamiento en cierto grado poco comunes.

Otro argumento en favor de la utilidad de tal trabajo estuvo constantemente en la mente del autor y por eso debe ser mencionado. Concibió la política como el vehículo adecuado de una moralidad liberal. Merece ser tenida en poca estima esa descripción ética que trata sólo de regular nuestra conducta por artículos de interés particular y personal en vez de suscitar nuestra atención hacia el bien general de la especie. Apareció suficientemente factible hacer de tal tratado, sin tener en cuenta su empleo político directo, un vehículo ventajoso de progreso moral. Por consiguiente, estaba ansioso por realizar un trabajo de cuya lectura ningún hombre se apartara sin verse confirmado en sus hábitos de sinceridad, fortaleza y justicia.

Después de haber enunciado las consideraciones de las cuales surgió la obra, es conveniente mencionar unas cuantas circunstancias del plan general de su desarrollo. Los sentimientos que contiene no son de ningún modo sugestiones de una repentina efervescencia de la fantasía. La investigación política ha ocupado un lugar primordial en la atención del autor. Hace ahora doce años que ha llegado a convencerse de que la monarquía era una especie de gobierno inevitablemente corrompido. Debió esta convicción a los escritos políticos de Swift y a la lectura de los historiadores latinos. Casi por la misma época recibió una gran instrucción adicional de la lectura de los más grandes escritores franceses acerca de la naturaleza del hombre en el siguiente orden, Systeme de la Nature, Rousseau y Helvetius. Mucho antes de que pensara en el presente trabajo, había familiarizado su entendimiento con los argumentos que ellos contienen sobre la justicia, los derechos del hombre, las promesas, las afirmaciones y la omnipotencia de la verdad. La complejidad política es uno de los errores que más fuertemente se apoderan del espíritu, y fué sólo por ideas sugeridas por la Revolución Francesa como se reconcilió con el deseo de un gobierno de la construcción más simple. Al mismo acontecimiento debe la decisión que dió origen a esta obra.

Tal fue la preparación que le alentó a emprender el presente tratado. La ejecución directa puede ser descrita en pocas palabras. Fue proyectada en el mes de mayo de 1791; la composición fué comenzada en el siguiente mes de septiembre, y ha llevado, por consiguiente, un espacio de dieciséis meses. Este período fué consagrado a ese propósito con infatigable ardor. Habría sido de desear que ese período fuera más largo, pero me pareció que una parte no despreciable de la utilidad de la obra dependía de su pronta aparición.

La impresión del tratado, así como la composición, estuvo influida por el mismo principio, un deseo de reconciliar cierto grado de rapidez con la necesaria reflexión. Por ese motivo la impresión fué comenzada mucho antes que la composición estuviese terminada. Algunas desventajas han surgido de esta circunstancia. Las ideas del autor han llegado a ser más inteligibles y meditadas a medida que avanzaban sus investigaciones. Cuanto más consideraba el tema, más exactamente le parecía comprenderlo. Esto le ha llevado a algunas contradicciones. La principal de ellas estriba en una impropiedad original del lenguaje, especialmente en el primer libro, respecto a la palabra gobierno. No inició la tarea sin advertir que el gobierno, por su verdadera naturaleza, impide el progreso del entendimiento individual; pero comprendió más perfectamente el significado completo de esta proposición a medida que avanzaba, y vió más claramente la naturaleza del remedio. Éste, y otros pocos defectos, con una preparación distinta, habrían sido evitados. El lector sincero se hará cargo de esto.

El autor estima, tras una revisión, que estos defectos no son en su esencia tales como para perjudicar la finalidad de la obra y que se ha ganado más de lo que se ha perdido con la conducta seguida.

El período en que aparece la obra es singular. El pueblo inglés ha sido incitado constantemente a declarar su lealtad, y a señalar como aborrecible a todo hombre que no esté dispuesto a rubricar el Shibboleth de la constitución. Es reunido por suscripción voluntaria el dinero para los gastos que demande el proceso contra los hombres que se atrevan a promulgar opiniones heréticas, y su opresión simultánea por la enemistad del gobierno y la de los individuos. Era este un accidente totalmente imprevisto cuando fue emprendida la obra, y difícilmente se habría supuesto que tal accidente pudiera producir alguna alteración en los designios del autor. Todo hombre que apele al pueblo, si hemos de creer la voz del rumor, debe ser perseguido por la publicación de cualquier escrito o panfleto anticonstitucional, y se añade que los hombres deben ser procesados por cualquier palabra indiscreta que pueda ser proferida en el calor de la conversación y de la controversia. Debe verse ahora si, además de estas alarmantes intrusiones en nuestra libertad, ha de caer bajo el brazo del poder civil un libro que, fuera de la ventaja de tener como uno de sus propósitos expresos el de disuadir de todo tumulto o violencia, es, por su verdadera naturaleza, un llamado a los hombres de estudio y reflexión. Se verá si se ha formado un proyecto para suprimir la actividad del espíritu y para poner fin a las disquisiciones de la ciencia. Por lo que toca al acontecimiento, desde un punto de vista personal, el autor ha tomado su resolución. Sea la que fuere la conducta que sus compatriotas puedan adoptar, no serán capaces de debilitar su tranquilidad. El deber que se obliga a cumplir más es el de ayudar al progreso de la verdad; y si, por algún motivo, sufre por tal modo de ser, no hay seguramente ninguna vicisitud que consiga procurarle, en todo caso, un consuelo más satisfactorio.

Pero con exclusión de esta precaria e insignificante consideración, es una fortuna para la presente obra el aparecer ante un público sobrecogido de terror, e impresionado por las inquietudes más espantosas ante doctrinas como las aquí expuestas. Todos los prejuicios del espíritu humano están en armas contra ellas. Esta circunstancia puede parecer de mayor significación que la otra. Pero es propio de la verdad ser intrépida y triunfar a pesar de todos los adversarios. No hace falta ninguna gran dosis de fortaleza para mirar con indiferencia el fuego falso del momento y anticipar el tranquilo período de la razón que le sucederá.

Enero 7 de 1793.
William Godwin

Libro I: De la importancia de las instituciones políticas

Capítulo primero: Introducción

Lo primero que se presenta en una investigación respecto a la institución política, es la importancia del tema asunto de la investigación. Todos los hombres convendrán que la felicidad de la especie humana es el objeto más deseable que debe perseguir la ciencia humana, y que la felicidad o placer intelectual y moral han de ser infinitamente más preferidos que los precarios y transitorios. Varios son los métodos que pueden proponerse para el logro de este objetivo. Si pudiera probarse que una sana institución política es, entre todas las otras, el instrumento más poderoso para promoVer el bien general, o, por otra parte, que un gobierno erróneo y corrompido es el más formidable adversario del mejoramiento de la especie, se seguiría de ahí que la política fue el primer y más importante motivo de la investigación humana.

Las opiniones del género humano han estado divididas al respecto. Por una clase de hombres se afirma que los distintos grados de excelencia adjudicados a las diversas formas de gobierno son más bien imaginarios que reales; que en los grandes fines de la super intendencia, ningún gobierno fracasará del todo; y que no corresponde al deber ni a la prudencia de un individuo honrado y aplicado ocuparse de negocios tan extraños a la esfera de su actividad. Una segunda clase, adoptando los mismos principios, les han dado un giro distinto. Creyendo que todos los gobiernos son casi iguales en su virtud, han considerado la anarquía como el único mal político digno de excitar la alarma, y han sido adversarios celosos y sin discernimiento de toda innovación. Ninguna de estas clases, por consiguiente, ha estado inclinada a atribuir a la ciencia y a la práctica de la política una preeminencia cualquiera.

Pero los defensores de lo que se llama libertad política han sido siempre numerosos. Han situado esta libertad principalmente en dos artículos: la seguridad de nuestras personas y la seguridad de nuestra propiedad. Han entendido que estos fines no podían ser ejecutados sino por la administración de leyes generales y confiriendo al pueblo en su conjunto cierto poder suficiente para dar permanencia a esta administración. Algunos han abogado por un menor y otros por un mayor grado de igualdad entre los miembros de la comunidad; y han considerado la igualdad como impedida y puesta en peligro por las enormes contribuciones y las prerrogativas y privilegios de los monarcas y los cuerpos aristocráticos.

Pero mientras han sido extensos de este modo en el objeto de su demanda, parecen haber concordado con las dos clases anteriores en considerar la política como un objeto de importancia subordinada y sólo, en grado remoto, vinculada al mejoramiento moral. Han sido incitados en sus esfuerzos más bien por un vivo sentido de la justicia y de desdén por la opresión que por una conciencia de la íntima afinidad de las diferentes partes del sistema social, ya se refiera al comercio de los individuos o a las máximas y principios de los Estados y naciones.[1]

Puede que sea razonable, sin embargo, considerar si la ciencia de la política es algo de mayor valor que el que algunos de estos razonadores se han inclinado a suponer. Puede discutirse justamente si el gobierno no es todavía más considerable en sus efectos incidentales que en los destinados a ser producidos. El vicio, por ejemplo, depende para su existencia de la existencia de la tentación. ¿No puede un buen gobierno propender fuertemente a extirparlo y uno malo a aumentar el volumen de la tentación? Además, el vicio depende para su existencia de la existencia del error. ¿No puede un buen gobierno, al suprimir todas las trabas al entendimiento investigador, avivar y uno malo, por su protección al error, retardar el descubrimiento y el establecimiento de la verdad? Séanos permitido considerar el asunto desde este punto de vista. Si puede probarse que la ciencia de la política es de este modo ilimitada en su importancia, los abogados de la libertad habrán ganado una recomendación adicional, y sus admiradores serán incitados por el mayor ardor a la investigación de sus principios.

Capítulo segundo: Historia de la sociedad política

Mientras investigamos si el gobierno es capaz de mejoramiento, haremos bien en considerar sus efectos presentes. Es una observación antigua que la historia del género humano es poco más que una historia de crímenes. La guerra ha sido considerada hasta ahora como aliada inseparable de la institución política. Los registros más antiguos del tiempo son los anales de los conquistadores y de los héroes, un Baco, un Sesostris, una Semíramis y un Ciro. Estos príncipes condujeron a millones de hombres bajo sus enseñas y asolaron innumerables provincias. Sólo un pequeño número de sus fuerzas volvieron en cada ocasión a sus hogares nativos, habiendo perecido el resto de enfermedades, fatigas y miserias. Los males que infligieron y la mortalidad suscitada en los países contra los cuales fueron dirigidas sus expediciones, seguramente no fueron menos severos que los que sufrieron sus compatriotas. Tan pronto como la historia se vuelve más precisa, nos encontramos con las cuatro grandes monarquías; es decir con los cuatro afortunados proyectos para esclavizar al género humano por medio de la efusión de sangre, de la violencia y del asesinato. Las expediciones de Cambises a Egipto, de Darío contra los escitas, y de Jerjes contra los griegos casi parecen desafiar la verosimilitud por las fatales consecuencias que tuvieron. Las conquistas de Alejandro costaron innumerables vidas, y la inmortalidad de César se calcula que ha sido obtenida con la muerte de un millón doscientos mil hombres. De modo que los romanos, por la larga duración de sus guerras y por la inflexible adhesión a sus propósitos, deben ser colocados entre los principales destructores del género humano. Sus guerras en Italia duraron más de cuatrocientos años, y doscientos su contienda por la supremacía contra los cartagineses. La guerra contra Mitrídates comenzó con una masacre de ciento cincuenta mil romanos, y, en sólo tres simples acciones de la guerra, fueron perdidos cincuenta mil hombres por el monarca oriental. Sila, su feroz conquistador, volvió pronto las armas contra su país, y la lucha entre él y Mario fue seguida de proscripciones, degüellos y asesinatos que no conocieron ningún freno de misericordia y humanidad. Finalmente los romanos sufrieron el castigo de sus malvadas acciones, y el mundo fue vejado durante trescientos años por las irrupciones de los godos, ostrogodos, hunos e innumerables hordas de bárbaros.

Me abstengo de enumerar el victorioso progreso de Mahoma y las piadosas expediciones de Carlomagno. No enumeraré las cruzadas contra los infieles, las hazañas de Aurungzebe, Gengis Kan y Tarmerlán, o los grandes asesinatos de los españoles en el Nuevo Mundo. Séanos permitido examinar el rincón civilizado y favorecido de Europa, o aquellos países de Europa que son juzgados como los más ilustrados.

Francia fue asolada por sucesivas batallas, durante toda una centuria, por la cuestión de la ley sálica y las pretensiones de los Plantagenets. Esta disputa terminó poco antes de que se desencadenaran las guerras religiosas, alguna idea de las cuales podemos formamos con el asedio de la Rochela, donde, de quince mil personas sitiadas, once mil perecieron de hambre y de miseria; y con la masacre de San Bartolomé, en la que el número de asesinados fue de cuarenta mil. Esta contienda fue apaciguada por Enrique IV, y siguieron la guerra de Treinta Años en Alemania con la supremacía de la casa de Austria, y después los manejos militares de Luis XIV.

En Inglaterra, la guerra de Crécy y Azincourt sólo dejó lugar a la guerra de York y Lancaster, y luego, después de un intervalo, a la guerra de Carlos I y su Parlamento. Tan pronto como la constitución fue establecida por la Revolución, estuvimos empeñados en un dilatado campo de guerras continentales por el Rey Guillermo, el duque de Malborough, María Teresa y el Rey de Prusia.

¿Y qué son, en su mayor parte, los pretextos por los cuales la guerra es emprendida? ¿Qué hombre de juicio se habría impuesto la menor molestia para decidir si Enrique IV o Eduardo IV debía tener el cetro de Rey de Inglaterra? ¿Qué inglés pudo desenvainar razonablemente su espada con el designio de hacer de su país una dependencia de Francia, como lo habría sido necesariamente si la ambición de los Plantagenets hubiese tenido éxito? ¿Qué cosa más deplorable que vemos empeñados primero ocho años en guerra para no tolerar que la altiva María Teresa viviera con una soberanía disminuída o en una condición privada, y luego ocho años más para sostener al filibustero que se aprovechó de su desvalida situación?

Las causas más comunes de guerra son descritas excelentemente por Swift: A veces la disputa entre dos príncipes se concreta a decidir cuál de ellos desposeerá a un tercero de sus dominios, donde ninguno de ellos pretende derecho alguno. A veces un príncipe disputa con otro por temor a que éste dispute con él. A veces es emprendida una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte; y a veces porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos necesitan las cosas que tenemos, o tienen las cosas que necesitamos; y ambos combatimos, hasta que ellos toman las nuestras o nos entregan las suyas. Es una causa justificable de guerra invadir un país después que el pueblo ha sido asolado por el hambre, destruído por la peste, o dividido por las facciones. Es justificable entrar en guerra contra nuestro más próximo aliado, cuando una de sus ciudades está situada convenientemente para nosotros o cuando un pedazo de su territorio nos facilita las condiciones de nuestro vivir. Es práctica majestuosa, honorable y frecuente, cuando un príncipe despacha fuerzas a una nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede condenar legítimamente a muerte a la mitad de ellas y esclavizar a las demás para civilizarlas y apartarlas de su bárbaro modo de vivir. Es práctica majestuosa, honorable y frecuente cuando un príncipe busca la ayuda de otro para protegerse de una invasión, que una vez que el invasor ha sido expulsado, el auxiliar se apodere de los dominios, liberados, y mate, encarcele o destierre al príncipe que fué a socorrer.[2]

Si nos apartamos de los negocios extranjeros de los Estados ente sí o volvemos a los principios de su política doméstica, no hallaremos mayores razones para sentirnos satisfechos. Una numerosa clase de hombres es mantenida en un estado de abyecta penuria y es llevada continuamente por la desilución y la miseria a ejercer la violencia contra sus vecinos más afortunados. El único modo empleado para reprimir esa violencia y para mantener el orden y la paz de la sociedad es el castigo. Látigos, hachas y horcas, prisiones, cadenas y ruedas son los métodos más aprobados y establecidos a fin de persuadir a los hombres a la obediencia y para grabar en sus espíritus las lecciones de la razón. Centenares de víctimas son anualmente sacrificadas en el altar de la ley positiva y de la institución política.

Añádase a estas especies de gobierno que prevalece sobre nueve décimas partes del globo, y que es el despotismo: un gobierno, como Mr. Locke lo señala justamente, del todo vil y miserable y más digno de ser despreciado que la misma anarquía.[3]

Este resumen de la historia y del estado del hombre no es una declaración, sino un llamado a los hechos. Considera que no puede estimar la disquisición política como una fruslería, y el gobierno como un asunto neutral e insignificante. De ninguna manera exhortaré al lector a admitir implícitamente que estos males son susceptibles de remedio, y que las guerras, las ejecuciones y el despotismo pueden ser desarraigados del mundo. Pero le exhorto a considerar si pueden o no ser remediados. Le haré sentir que la política civil es un tema sobre el cual puede ser empleada loablemente la más rigurosa investigación.

Si el gobierno es un asunto que, como las matemáticas, la filosofía natural y la ética, admite argumento y demostración, entonces podemos razonablemente esperar que los hombres estarán un día u otro acordes respecto a ello. Si contiene todo lo que es más importante e interesante para el hombre, es probable que, cuando la teoría esté muy adelantada, la práctica no será enteramente descuidada. Los hombres pueden sentir un día que son partícipes de una naturaleza común, y que la verdadera libertad y la perfecta equidad, como el alimento y el aire, son fecundas en beneficios para toda constitución. Si hay la más leve esperanza de que ese ha de ser el resultado final, ninguna materia puede ciertamente inspirar a un entendimiento sano tal generoso entusiasmo, tal encendido ardor y tal invencible perseverancia.

La probabilidad de este mejoramiento será establecida suficientemente, si consideramos, primero, que los caracteres morales de los hombres son el resultado de sus percepciones; y, en segundo lugar, que, de todos los modos de obrar sobre el espíritu, el del gobierno es el más considerable. Además de estos argumentos se hallará, en tercer lugar, que los buenos y malos efectos de la institución política no son menos visibles en el detalle que en el principio; y, en cuarto lugar, que la perfectibilidad es una de las más inequívocas características de la especie humana, de modo que la política lo mismo que el estado intelectual del hombre puede presumirse que están en vías de un mejoramiento progresivo.[4]

Capítulo cuarto: Consideraciones sobre las tres principales causas de mejoramiento social

(I, Literatura, y II, Educación, son ventajosas ambas para el progreso del espíritu humano hacia un estado de perfección; pero las dos tienen defectos y limitaciones)

III. Justicia política

Las ventajas de la justicia política serán comprendidas mejor si consideramos la sociedad desde el punto de vista más comprensivo, incluyendo en nuestro cálculo las instituciones erróneas por las cuales ha sido sofocado frecuentemente el entendimiento humano en su carrera, lo mismo que las bien fundadas opiniones de interés público e individual que sólo necesitan quizá ser explicadas claramente para ser generalmente admitidas.

Ahora, bajo cualquier luz que se considere, no podemos dejar de percibir, primero, que la institución política es peculiarmente fuerte en el verdadero punto en que la eficacia de la educación es deficiente y que su campo de acción es sumamente extenso. Que influye en nuestra conducta de algún modo que difícilmente será controvertido. Es suficientemente claro que un gobierno despótico está calculado para hacer dóciles a los hombres, y un gobierno libre para hacerlos decididos e independientes. Todos los efectos que pueda producir algún principio adoptado en la práctica de una comunidad, los produce en una amplia escala. Crea una disposición semejante en toda o en una considerable parte de la sociedad. El motivo que exhibe, el estímulo que provoca, son eficientes porque están conformados para producir efecto en el espíritu. Por esta razón, influirán inevitablemente en todos los que son igualmente dirigidos. La virtud, en donde la virtud es el resultado, dejará de ser una tarea de perpetuo desvelo y disputa. No será, ni aparecerá ser un sacrificio de nuestra ventaja personal a consideraciones desinteresadas. Hará aliados, y los convertirá en apoyo y seguridad de nuestra rectitud, de aquellos que antes eran sus enemigos más formidables.

Además, un argumento adicional en favor de la eficacia de las instituciones políticas surge del dilatado influjo que se descubrió que ejercen ciertos falsos principios, originados por un sistema imperfecto de sociedad. La superstición, un sentimiento inmoderado de vergüenza, un cálculo falso del interés son errores acompañados siempre por las consecuencias más grandes. ¡Cuán increíbles parecen hoy los efectos de la superstición que exhibe la Edad Media, los horrores de la excomunión y de la interdicción, y la humillación de los más grandes monarcas a los pies del Papa! ¿Qué puede haber de más contrario a la modalidad europea que ese temor a la desgracia que lleva a las viudas brahmánicas del Indostán a aniquilarse en la pira funeraria de sus esposos? ¿Qué hay de más horriblemente inmoral que la engañosa idea que lleva a las multitudes en los países comerciales a considerar el engaño, la falsía y la trampa como la política más efectiva? Pero no obstante lo poderosos que estos errores pueden ser, el imperio de la verdad, si una vez llega a ser establecido, será incomparablemente más grande. El hombre esclavizado por la vergüenza, la superstición o la superchería estará perpetuamente expuesto a una guerra interna de opiniones, que desaprueba con una censura involuntaria la conducta que ha sido más constreñido a adoptar. Ningún espíritu puede ser desviado tan lejos de la verdad que no tenga, en medio de su envilecimiento, incesantes retornos a un principio mejor. Ningún sistema de la sociedad puede habernos tan cabalmente penetrado de engaño como para no sugerirnos frecuentemente sentimientos de virtud, de libertad y de justicia. Pero en todas sus ramas la verdad es armoniosa y consistente.

El recuerdo de esta circunstancia me induce a agregar como observación conclusiva que puede dudarse razonablemente que el error sea siempre formidable o de larga vida si el gobierno no le presta apoyo. La naturaleza del espíritu está adaptada a la percepción de las ideas, a su correspondencia y a su diferencia. En el justo conocimiento de ellas está su verdadero elemento y su propósito más adecuado. El error habría sido ciertamente, durante un tiempo, el resultado de nuestras percepciones parciales; pero como nuestras percepciones cambian continuamente y se vuelven cada vez más definidas y correctas, nuestros errores serían momentáneos y nuestros juicios se van aproximando cada vez más a la verdad. La doctrina de la transubstanciación, la creencia de que los hombres comen realmente carne cuando comen pan, y beben sangre humana cuando beben vino, no habría podido mantener nunca su imperio tan largo tiempo si no hubiese sido reforzada por la autoridad civil. Los hombres no se habrían persuadido tanto tiempo de que un anciano elegido por las intrigas de un cónclave de cardenales, desde el momento de esa elección se vuelve puro e infalible, si esa persuasión no hubiese sido mantenida con rentas, dotaciones y palacios. Un sistema de gobierno que no diera sanción a las ideas de fanatismo e hipocresía, habituaría en poco tiempo a sus súbditos a pensar justamente en tópicos de valor e importancia moral. Un Estado que se abstuviera de imponer juramentos contradictorios e impracticables, estimulando perpetuamente de este modo a sus miembros al encubrimiento y al perjurio, se haría pronto famoso por su sincera conducta y su veracidad. Un país en el cual los cargos de dignidad y de confianza dejaran de estar a disposición de la facción, el favor y el interés, no sería por largo tiempo morada de la servidumbre y de la superchería.

Estos reparos nos sugieren la verdadera respuesta a una objeción manifiesta que podía presentarse, por otra parte, por sí misma, a la conclusión a que parecen conducir estos principios. Podría decirse que un gobierno falso no puede nunca dar una solución adecuada a la existencia del mal moral, ya que el gobierno sería por sí mismo producto de la inteligencia humana y, por consiguiente, si es malo, ha tenido que ser obligado por sus malas cualidades a algún extravío que tuviese previa existencia.

Es indudablemente cierta la proposición afirmada en esta objeción. Todo vicio no es nada más que el error y el engaño llevados a la práctica y adoptados como norma de nuestra conducta. Pero el error está apresurando continuamente su propia manifestación. Se descubre pronto que la conducta viciosa implica consecuencias perjudiciales. Por esta razón la injusticia, por su propia naturaleza, apenas está conformada para una existencia duradera. Pero el gobierno pone su mano sobre el resorte que hay en la sociedad y obstaculiza su impulso.[5] Da substancia y permanencia a nuestros errores. Trastorna las tendencias genuinas del espíritu, y en vez de permitirnos mirar hacia adelante, nos enseña a mirar hacia atrás en busca de la perfección. Nos incita a buscar el bienestar público, no en la innovación y el mejoramiento, sino en una tímida reverencia ante las decisiones de nuestros antepasados, como si estuviese en la naturaleza del espíritu degenerar siempre y no progresar nunca.

Capítulo quinto: Influencia ejemplificada de las instituciones políticas

La eficacia de las instituciones políticas será aún más notoria si indagamos en la historia de los vicios más considerables que existen al presente en la sociedad, y si se puede mostrar que derivan su persistencia de la institución política.

Dos de los más grandes abusos relativos a la política interior de las naciones que prevalecen en esta época en el mundo se admitirá que consisten en el traspaso irregular de la propiedad, primero con la violencia y, en segundo lugar, con el engaño. Si entre los habitantes de algún país no hubiera algún deseo en un individuo de apoderarse de la hacienda de otro, o ningún deseo tan vehemente e inquieto como para impulsarle a adquirirlo por medios incompatibles con el orden y la justicia, indudablemente en ese país difícilmente podría ser conocido el delito más que por referencias. Si todo hombre pudiera con perfecta facilidad obtener lo necesario para vivir, y una vez obtenido, no sintiese ninguna fácil apetencia en la persecución de sus superficialidades, la tentación habría perdido su poder. El interés privado concordaría visiblemente con el bien público y la sociedad civil llegaría a ser lo que la poesía ha imaginado de la edad de oro. Séanos permitido investigar en los principios a los cuales estos males deben su existencia y el tratamiento por el cual pueden ser mitigados o remediados.

En tal caso ha de observarse primero que en los Estados más cultos de Europa se ha elevado a una altura alarmante la desigualdad de la propiedad. Gran número de sus habitantes están privados de casi toda comodidad que pueda hacer la vida tolerable o segura. Su mayor industria apenas basta para su sostén. Las mujeres y los niños se apoyan con peso insoportable en los esfuerzos del hombre, de suerte que una vasta familia llega a ser en el orden de vida más bajo, expresión proverbial de un grado extraordinario de pobreza e infelicidad. Si se añaden a esas cargas la enfermedad o alguna de esas contingencias que son por lo común probables en una vida activa y laboriosa, la calamidad es mayor aún.

Parece haberse convenido que en Inglaterra hay menos infelicidad y miseria que en la mayor parte de los reinos del continente. Las contribuciones para los pobres en Inglaterra importan la suma de dos millones de esterlinas anuales. Se ha calculado que una persona de cada siete de los habitantes de este país recibe, en algún período de su vida, ayuda de este fondo. Si a esto añadimos las personas que, por orgullo, por espíritu de independencia, o por la falta de disposición legal, aunque con igual miseria, no reciben tal ayuda, la proporción se acrecentará considerablemente.

No hago hincapié en la exactitud de este cálculo; el hecho general es suficiente para darnos una idea de la extensión del abuso. Las consecuencias que resultan de ello están fuera del alcance de la contradicción. Una lucha incesante con los males de la pobreza, aunque sea frecuentemente ineficaz, debe necesariamente hacer desesperados a muchos de los que ya sufren. Un sentimiento penoso de su oprimida situación les privará a ellos mismos del poder para superarla. La superioridad del rico, empleada de este modo despiadado, debe exponerles inevitablemente a las represalias; y el hombre pobre será incitado a considerar el estado de la sociedad como un estado de guerra, una combinación injusta, no para proteger a cada hombre en sus derechos y asegurarle los medios de existencia, sino para monopolizar todas sus ventajas en unos pocos individuos favorecidos y reservar para la porción restante la necesidad, la dependencia y la miseria.

Una segunda fuente de esas pasiones destructivas, por las cuales es interrumpida la paz de la sociedad, ha de ser hallada en el lujo, el fausto y la magnificencia con que va por lo general acompañada la enorme riqueza. Los seres humanos son capaces de sufrir alegremente considerables penalidades, cuando esas penalidades son compartidas imparcialmente por el resto de la sociedad y no son ofendidos con el espectáculo de la indolencia y comodidad de los demás, en ningún modo merecedores de mayores ventajas que ellos mismos. Pero es una amarga vejación para su propia penuria el tener por fuerza ante sus ojos los privilegios de los otros; y, en tanto que ellos procuran perpetua y vanamente asegurar para sí mismos y sus familias las más pobres comodidades, el hallar a los otros gozando de los frutos de sus trabajos. Esta vejación les es administrada asiduamente en la mayor parte de las instituciones políticas existentes. Hay una numerosa clase de individuos que, aunque ricos, no poseen brillantes talentos ni sublimes virtudes, y sin embargo pueden tasar altamente su educación, su afabilidad, su cortesía superior y la elegancia de sus maneras; tienen una secreta conciencia de que no poseen nada con qué sostener de este modo eeguramente su preminencia y mantener distantes a sus inferiores, a no ser la pompa de su equipo, la grandeza de su tren y la suntuosidad de sus entretenimientos. El hombre pobre es lesionado por esta exhibición; siente sus propias miserias; sabe cuán fatigosos son sus esfuerzos para obtener de ese pródigo despilfarro una escasa pitanza; y confunde opulencia con felicidad. No puede persuadirse de que un vestido bordado puede ocultar frecuentemente un corazón doliente.

Una tercera desventaja propia para unir la pobreza con el descontento consiste en la insolencia y la usurpación del rico. Si el pobre se hubiese sosegado con filosófica indiferencia, y, consciente de que posee todo lo que es verdaderamente honroso para el hombre tan plenamente como su rico vecino, mirase lo demás como indigno de su envidia, su vecino no le permitiría obrar así. Parece como si no pudiera estar satisfecho nunca de sus posesiones a menos que haga ostentación de ellas para molestar a los otros; y esa honrada estimación de sí mismo, por la cual su inferior podría llegar de otro modo a la apatía, se convierte en el instrumento para hostigarle con la opresión y la injusticia. En muchos países la justicia es convertida abiertamente en materia de solicitación, y el hombre de rango más alto y de más espléndidos parentescos hace valer casi infaliblemente su causa contra desvalidos y desamparados. En los países donde esta práctica desvergonzada no está establecida, la justicia es frecuentemente materia de compra dispendiosa, y el hombre con la bolsa más repleta es proverbialmente el que triunfa. Una conciencia de estos hechos hace que el rico sea poco circunspecto en las ofensas en sus tratos con el pobre, y que le inspire un carácter insufrible, dictatorial y tiránico. Pero tampoco esta opresión indirecta satisface su despotismo. Los ricos son, en todos esos países, directa o indirectamente, los legisladores del Estado, y en consecuencia reducen perpetuamente la opresión a la categoría de sistema y privan al pobre de esas pequeñas parcelas que habrían podido quedarle aún.

Las opiniones de los individuos y, en consecuencia, sus deseos —pues el deseo no es sino la opinión que madura para la acción— serán siempre regulados en grado considerable por las opiniones de la comunidad. Pero las costumbres que prevalecen en muchos países están calcadas exactamente para imprimir la convicción de que la integridad moral, la virtud, la inteligencia y la diligencia no son nada, y que la opulencia lo es todo. ¿Puede un hombre cuyo exterior denote indigencia esperar que se le reciba bien en sociedad, y especialmente por aquellos que se han propuesto dirigir a los demás? ¿Se encuentra o se imagina estar necesitado de su ayuda y favor? Al punto se le enseña que ningún merecimiento puede estar a tono con una apariencia humilde. La lección que le es dada se reduce a esto: Idos a casa, enriqueceos por cualquier medio, conseguid esas superfluidades que son consideradas estimables, y entonces podéis estar seguro de una acogida amistosa. En efecto, la pobreza en tales países es mirada como el mayor de los desmerecimientos. Es evitada con tal celeridad que no deja ocio alguno para los escrúpulos de la honradez. Es ocultada como la desgracia más indeseable. Mientras un hombre elige la senda de la acumulación, sin discernimiento, otro se precipita en gastos para dar al mundo la impresión de que es más opulento de lo que es. Corre a la realidad de esa penuria cuya apariencia teme, y junto con su propiedad sacrifica la integridad, la veracidad y el carácter que podrían haberle consolado en su adversidad.

Tales son las causas que en diversos grados, bajo los distintos gobiernos del mundo, impulsan a los hombres abierta o secretamente a abusar de la propiedad ajena. Consideremos cuánto admiten el remedio o agravación de la institución política. Todo lo que tienda a disminuir las lesiones concomitantes con la pobreza, disminuye al mismo tiempo el deseo desordenado y la enorme acumulación de riqueza. La riqueza no es perseguida por sí misma, y rara vez por el placer sensual que se puede obtener con ella, sino por las mismas razones que impulsan ordinariamente a los hombres a la adquisición del saber, a la elocuencia y a la habilidad —por amor a la distinción y por temor al menosprecio. ¡Cuán pocos apreciarían la posesión de la riqueza si estuviesen condenados a gozar de su tren, de sus palacios y de sus banquetes en sociedad, sin ninguna mirada que se maravillase de su magnificencia y ningún observador sórdido pronto a convertir la admiración en adulación al dueño! Si la admiración no fuese generalmente juzgada como propiedad exclusiva del rico y el desprecio como el constante lacayo de la pobreza, el amor a la ganancia dejaría de ser una pasión universal. Consideremos en qué aspectos está subordinada la institución política a esta pasión.

En primer lugar, la legislación es casi en cada país, en general, favorecedora del rico contra el pobre. Tal es el carácter del juego de leyes por el cual al rústico laborioso se le prohibe destruir el animal que devora las esperanzas de su futura subsistencia o proveerse del alimento que encuentra sin buscarlo en su camino. Tal era el espíritu de las últimas leyes de rentas en Francia, que caían exclusivamente con varios de sus requisitos sobre el humilde y laborioso y exceptuaban de su alcance a los que eran más capaces de soportarlas. Así en Inglaterra el tributo sobre la tierra produce ahora medio millón menos que hace un siglo, en tanto que los tributos sobre el consumo han experimentado un acrecentamiento de trece millones por año durante el mismo período. Este es un íntento, eficaz o no, para abandonar la carga del rico sobre el pobre y es una muestra del espíritu de la legislación. De acuerdo con el mismo principio, el robo y otras ofensas, que la parte más rica de la sociedad no siente, ninguna tentación a cometer, son tratados como crímenes capitales y acompañados de los castígos más rigurosos, a menudo los más inhumanos. Los ricos son alentados a asociarse para la ejecución de las leyes más parciales y opresivas. Los monopolios y las patentes son dispensados pródigamente a los que pueden comprarlos; mientras tanto la política más vigilante es empleada para impedir las combinaciones de los pobres a fin de fijar el valor del trabajo, privándoles del beneficio de la prudencia y del juicio que elegiría la escena de su industria.

En segundo lugar, la administración de la ley no es menos injusta que el espíritu con el cual es forjada. Bajo el último gobierno de Francia, el cargo de juez era materia de compra, en parte por un precio manifiesto adelantado a la Corona y en parte por cohecho secreto pagado al ministro. El que supiese administrar mejor su mercado de venta al por menor de la justicia, podía tener los medios para comprar la buena voluntad de sus funciones al más alto precio. Para el cliente la justicia era convertida abiertamente en un objeto de regateo personal, y un amigo poderoso, una mujer hermosa o un regalo conveniente eran artículos de mucho mayor valor que una buena causa. En Inglaterra la ley criminal es administrada con tolerable imparcialidad en tanto que concierne al juicio mismo; pero el número de las ofensas capitales y en consecuencia la frecuencia de los perdones, abren aun aquí una ancha puerta al favor y al abuso. En causas tocantes a la propiedad, la práctica de las leyes llevada a tal punto que hace ineficaz toda justicia. La lentitud de nuestra cancillería conviene a eso, las multiplicadas apelaciones de tribunal a tribunal, los enormes estipendios del consejo, de los procuradores, de los secretarios, de los amanuenses, el sorteo de los alegatos, escritos, réplicas y respuestas, y lo que ha sido llamado a veces la gloriosa ambigüedad de la ley hace a menudo más conveniente renunciar a una propiedad que disputarla, y excluye particularmente al demandante pobre de la más ligera esperanza de desagravio. Nada hay, ciertamente, más factible que asegurar a todas las cuestiones en controversia una decisión barata y rápida que, combinada con la independencia de los jueces y algunas mejoras manifiestas en la constitución de los jurados, asegure la aplicación equitativa de reglas generales a todos los caracteres y condiciones.

En tercer lugar, la desigualdad de condiciones mantenida ordinariamente por la institución política, está bien calculada para encarecer la supuesta excelencia de la riqueza. En las antiguas monarquías del Oriente y en Turquía, en nuestros días, una situación personal eminente no podía menos de excitar sumisión implícita. El tímido habitante temblaba ante su superior, y pensaba que era poco menos que una blasfemia alzar el velo corrido por el orgulloso sátrapa sobre su origen poco glorioso. Los mismos principios predominaron ampliamente bajo el sistema feudal. El vasallo, que era mirado como una especie de ganado en el Estado, y no sabía de ninguna apelación contra la orden arbitraria de su amo, apenas osaba aventurarse a sospechar que era de la misma especie. Sin embargo, esto constituía una condición artificial y violenta. Hay una propensión en el hombre a mirar más allá de la superficie y a salir con un escrito de investigación sobre el título del encumbrado y el afortunado. En Inglaterra hay en nuestros días algunos hombres pobres que no se consuelan con la libertad de animadversión contra sus superiores. El caballero recién fabricado no está de ningún modo seguro y se ve perturbado en su tranquilidad por los sarcasmos insolentes y agudos. Esta propensión podía fácilmente ser alentada y orientada hacia propósitos más saludables. Todo hombre podía, como fue el caso en ciertos países, ser inspirado por la conciencia de la ciudadanía y sentirse miembro activo y eficiente del gran todo. El hombre pobre percibiría entonces que, aunque eclipsado, no podía ser pisoteado; y no se habría atormentado más tiempo con las iras de la envidia, del resentimiento y la desesperación.

Capítulo sexto: Invenciones humanas susceptibles de mejoramiento perpetuo

Si nos formásemos para nosotros mismos una sólida estimación de la política, o de alguna otra ciencia, no debiéramos limitar nuestro examen a esa estrecha porción de cosas que pasan bajo nuestra inspección inmediata y fallar temerariamente que todo lo que no hemos visto por nosotros mismos ha de ser imposible. No hay característica del hombre que parezca al presente al menos tan eminente para distinguirlo o de tanta importancia en cada rama de la ciencia moral como su perfectibilidad. Séanos permitido volver nuestro pensamiento al hombre en su estado original, un ser capaz de impresiones y conocimientos en una extensión ilimitada, pero que no ha recibido aún el uno o cultivado el otro; y séanos permitido poner a este ser en contraste con todo lo que la ciencia y el genio han producido; y desde aquí podemos formamos alguna idea de cuanto es capaz la naturaleza humana. Hay que recordar que este ser no recibía, como ahora, ayuda de las comunicaciones de sus compañeros, ni sus débiles e imperfectas concepciones eran asistidas por la experiencia de sucesivas centurias, sino que en el estado que nos figuramos todos los hombres eran igualmente ignorantes. El campo del progreso estaba ante ellos, pero cada paso hacia adelante lo debían a esfuerzos indisciplinados. No tiene ninguna consecuencia si tal fue en efecto el progreso del espíritu o si, como otros enseñan, el progreso fue abreviado y el hombre adelantó inmediatamente medio camino hacia el final de su carrera por interposición del autor de su naturaleza. En todo caso es una especulación admisible, y no fuera de lugar, el considerar el entendimiento como es en sí, e investigar lo que habría sido su historia si inmediatamente después de su producción hubiese sido dejado que obrase a impulsos de aquellas leyes ordinarias del universo cuya acción conocemos.

Una de las adquisiciones evidentemente más necesarias como preliminar de nuestros progresos recientes es la del lenguaje. Pero es imposible concebir una adquisición que debe haber sido en su origen muy diferente de lo que es ahora o que prometía menos esa abundancia y refinamiento que han exhibido desde entonces ...

Una invención bien calculada para impresionarnos con un sentido de la naturaleza progresiva del hombre es la de la escritura alfabética. La escritura jeroglífica o ideográfica parece haber sido universal, y la dificultad de concebir la gradación desde ella al alfabeto es tan grande como para haber inducido a Hartley, uno de los más agudos de todos los escritores filosóficos, a recurrir a la interposición milagrosa como la única solución adecuada. En realidad ningún problema puede ser imaginado más trabajoso que la descomposición de los sonidos de las palabras en cuatro o veinte elementos simples o letras, y el hallazgo de esos elementos en todas las demás palabras. Cuando hayamos examinado el asunto un poco más atentamente y hayamos percibido los pasos por los cuales fue cumplido este trabajo, tal vez la inmensidad de la tarea nos sorprenderá como el que hubiere contado un millón de unidades tendrá una idea más vasta del asunto que el que sólo las considera en conjunto ...

Supongamos sin embargo que el hombre ha ganado los dos primeros elementos del conocimiento, la palabra y la escritura; mostrémoslo a través de todos sus progresos subsiguientes, a través de todo lo que constituye la desigualdad entre Newton y el patán, y mucho más que esto, desde que el patán más ignorante de la sociedad civilizada es infinitamente distinto de lo que él habría sido, despojado de todos los beneficios que ha recibido de la literatura y de las artes. Examinemos la tierra cubierta con los trabajos del hombre, casas, huertos, cosechas, fábricas, instrumentos, máquinas, juntamente con todos los portentos de la pintura, la poesía, la elocuencia y la filosofía.

Tal era el hombre en su estado original, y tal es el hombre como lo vemos ahora. ¿Nos es posible contemplar lo que ha hecho ya sin ser impresionados por el fuerte presentimiento de los progresos que tiene todavía que cumplir? No hay ninguna ciencia que no sea capaz de adicciones; no hay arte que no pueda ser llevado a una más alta perfección. Si esto es cierto para todas las otras ciencias, ¿por qué no ha de serio para la ética? Si esto es cierto para todas las otras artes, ¿por qué no ha de serio para la institución social? La verdadera concepción de esto como posible es excitante en el más alto grado. Si aun podemos demostrar más adelante que esto es una parte del progreso natural y regular del espíritu, entonces nuestra confianza y nuestras esperanzas serán completas. Esta es la disposición con la cual debiéramos empeñamos en el estudio de la verdad política. Recapitulemos lo que podemos ganar con la experiencia del género humano; pero no miremos atrás como si la sabiduría de nuestros antepasados fuera tal que no deja lugar a futuros progresos.

Capítulo séptimo: De la objeción a estos principios debida a la influencia del clima

I. De las causas morales y físicas

... El hombre considerado como un individuo ... es dirigido directamente por causas exteriores, que producen ciertos efectos sobre él independientemente del ejercicio de la razón; y es manejado mediatamente por causas exteriores, proporcionándole sus impresiones materiales por reflexión y asumiendo la forma de motivos para obrar o para abstenerse de obrar. Pero la última de éstas, al menos en tanto que se refiere al hombre en un estado civilizado, puede significar el todo. El que cambiase el carácter del individuo aplicaría mezquinamente mal sus esfuerzos si tratase principalmente de ejecutar este designio con las operaciones del calor y del frío, la sequedad y la humedad de la estructura animal. Los verdaderos instrumentos de influencia moral son el deseo y la aversión, el castigo y el premio, la exhibición de la verdad general, y el desarrollo de esos castigos y premios que la sabiduría y el error de la verdadera naturaleza de las cosas trae constantemente consigo.

II. De los caracteres nacionales

Tal como es el carácter del individuo, así podemos esperar hallarlo en las naciones y grandes corporaciones de hombres. Los efectos del derecho y de la institución política serán importantes e interesantes, y los efectos del clima, observaciones frívolas y sin valor. Así hay profesiones particulares, tales como la del clero, que pueden obrar siempre para la producción de un carácter particular.

Los sacerdotes están acostumbrados a tener en toda ocasión sus opiniones doblegables a la sumisión implícita; serán por esto imperiosos, dogmáticos e intolerantes frente a toda oposición. Su éxito con la humanidad depende de la opinión de su superior inocencia; serán por eso particularmente cuidadosos de las apariencias, su porte será grave y sus maneras formales. Estarán obligados a reprimir los arranques francos e ingenuos del espíritu; serán solícitos para ocultar los errores e irregularidades a que puedan ser arrastrados. Son obligados, en intervalos señalados, a asumir hacia fuera una ardiente devoción, pero es imposible que ésta se humille libre siempre de ocasionales tibiezas y distracciones. Su importancia está vinculada a su real o supuesta superioridad mental sobre el resto de los hombres; deben ser por esta causa defensores del prejuicio y la fe implícitos. Su prosperidad depende de la recepción de las opiniones particulares en el mundo; por eso deben ser enemigos de la libertad de investigación; deben tener una tendencia a impresionar su espíritu con algo diferente de la fuerza de la evidencia. Causas morales particulares pueden en algunos casos limitar, invalidar quizá la influencia de las generales, y hacer a algunos hombres superiores al carácter de su profesión; pero sin tomar en cuenta tales excepciones, los sacerdotes de todas las religiones, de todos los climas y de todas las edades tendrán una sorprendente similitud de maneras y disposición. Del mismo modo podemos estar seguros de que los hombres libres en cualquier país serán firmes, vigorosos y vivos en proporción a su libertad, y que los vasallos y los esclavos serán ignorantes, serviles y sin principios.

La verdad de este axioma ha sido ciertamente algo universalmente admitido, pero se ha afirmado que es imposible establecer un gobierno libre en determinados climas cálidos y enervantes. Para ponernos en estado de juzgar lo razonable de esta afirmación, consideraremos qué proceso sería menester para introducir un gobierno libre en un país cualquiera.

La respuesta a esta cuestión ha de hallarse en la respuesta a esta otra: ¿si la libertad tiene algunas ventajas reales y sólidas sobre la esclavitud? Si la tiene, entonces nuestro modo de proceder respecto a ella debiera ser exactamente paralelo al que emplearíamos al recomendar cualquier otro beneficio. Si yo persuadiera a un hombre para que aceptase un gran dominio, suponiendo que la posesión fuese una ventaja real; si le indujera a elegir para su compañía a una hermosa y elegante mujer, o por amigo a un hombre sabio, desinteresado y valiente; si le persuadiera a que prefiriese la tranquilidad a la inquietud, y el placer a la tortura, ¿no sería más adecuado que informara a su entendimiento y le hiciera ver estas cosas con sus colores verdaderos y genuinos? ¿Consideraría necesario investigar primero en qué clima ha nacido, y si eso era favorable para la posesión de una gran finca, una bella mujer o un generoso amigo?

No son menos reales las ventajas de la libertad sobre la esclavitud, aunque desgraciadamente sean menos palpables, que en los casos que acabamos de enumerar. Todo ser humano tiene un confuso sentido de estas ventajas, pero se le ha enseñado a creer que los hombres se desgarrarán unos a otros si no hubiese sacerdotes para dirigir sus conciencias, y señores para consultar en cuanto a su subsistencia, y reyes para guiarlos con seguridad a través de los inexplicables peligros del océano político. Pero si son extraviados por estos u otros prejuicios, sea cual fuere el imaginario terror que los induzca pacíficamente a someterse a tener sus manos atadas a la espalda y el azote vibrando sobre su cabeza, todas estas son cuestiones de la razón. La verdad puede ser presentada a ellos con evidencia tan irresistible, quizá con grados tan familiares a su comprensión, como para superar por último las más obstinadas prevenciones. Permítase a la muchedumbre hallar su camino en Persia y el Indostán, permítase a las verdades políticas descubiertas por los mejores sabios europeos transfundirse en su lenguaje, y es imposible que no se hubiese convertido a algunos solitarios. Es propio de la verdad extenderse; y, fuera de las grandes convulsiones nacionales, sus defensores en cada época subsiguiente serán algo más numerosos que en la que le precedió. Las causas que suspenden su progreso surgen, no del clima, sino de los celos vigilantes e intolerantes de los soberanos despóticos.

Supongamos que la mayoría de una nación, por un lento progreso, es convencida de lo deseable de la libertad o, lo que viene a ser lo mismo, de su practicabilidad. La suposición equivaldría a imaginar a diez mil hombres de sano entendimiento encerrados en un manicomio y vigilados por un pelotón de tres o cuatro guardianes. Hasta aquí habían sido persuadidos —por qué clase de absurdos, no lo ha podido comprender el entendimiento humano— que estaban desprovistos de razón y que la vigilancia a que estaban sometidos era necesaria para su salvación. Por lo tanto se han sometido a los azotes y a la paja, al pan y al agua, y quizá imaginaron que esa tiranía era una bendición. Pero una sospecha propagada al fin por algunos medios entre ellos les sugiere que todo lo que han soportado hasta allí ha sido una imposición. La sospecha se extiende, reflexionan, razonan, la idea es comunicada de uno a otro a través de las aberturas de sus celdas, y en ciertas ocasiones, cuando la vigilancia de sus guardianes no se lo impidió, gozaron de los placeres de la sociedad mutua. Llega a ser la clara percepción, la persuasión decidida de la mayoría de las personas confinadas.

¿Cuál será la consecuencia de esta opinión? La influencia del clima, ¿les impedirá abrazar los medios conducentes a su felicidad? ¿Hay un entendimiento humano que no perciba una verdad como ésta cuando se le presenta fuerte y repetidamente? ¿Hay un espíritu que no conciba indignación contra tan horrible tiranía? En realidad las cadenas desaparecen por sí mismas cuando la magia de la opinión es disuelta. Cuando una gran mayoría de la sociedad es persuadida a lograr algún beneficio para sí misma, no hay necesidad de tumultos o de violencias para lograrlo. El esfuerzo estaría en resistir a la razón, no en obedecerla. Los prisioneros son congregados en su corredor usual, y los guardianes les informan que es hora de volver a sus celdas. Ellos no tienen ya la facultad de obedecer. Ven la impotencia de sus últimos amos y sonríen de su presunción. Dejan tranquilamente la morada donde estuvieron emparedados hasta allí, y participan de las bendiciones de la luz y del aire como los demás hombres.[6]

En ningún país es el pueblo enemigo real de la libertad, sino aquellos estratos más altos que se aprovechan de un sistema contrario. Incúlquense opiniones justas acerca de la sociedad a cierto número de los miembros liberalmente educados y que reflexionen; dénsele a las gentes guías y maestros; y el asunto está resuelto. Sin embargo, esto no es para ser cumplido sino de una manera gradual, como se verá más plenamente después. El error consiste, no en tolerar las pésimas formas de gobierno por un tiempo, sino en suponer impracticable un cambio, y en no mirar incesantemente hacia adelante para su cumplimiento.

Capítulo octavo: De las objeciones a estos principios debidas a la influencia del lujo

Hay otra proposición relativa al asunto, que debe ser considerada menos como una aserción distinta en sí que como una rama particular de eso que acaba de ser discutido; me refiero a la proposición que afirma que las naciones como los individuos están sujetas a los fenómenos de la juventud y de la vejez, y que cuando un pueblo se ha hundido en la decrepitud por el lujo y la depravación de las costumbres, no está en el poder de la legislación restaurarlas a su vigor e inocencia.[7]

Los hombres obran siempre con preferencia a impulso de sus aprehensiones. Hay algunos errores de que son culpables que no pueden ser resueltos dentro de una perspectiva estrecha e inadecuada de la alternativa presentada para su elección. El placer actual puede parecer más seguro y preferible que el bien distante. Pero nunca se escoge lo malo como malo. Donde quiera que una noción clara e incontrovertible de algún asunto es presentada a la vista, se sigue inevitablemente una acción correspondiente o una sucesión de acciones. Habiendo dado de ese modo un paso en la adquisición de la verdad, no puede ser concebido fácilmente como una pérdida. Habiendo revelado un grupo de hombres las consecuencias nocivas de un mal bajo el cual han trabajado mucho, y habiéndolo echado de sí, repararán en seguida espontáneamente el mal que han destruído. Nada puede reconciliarle con la restauración de la mentira que no borre su convicción presente de la verdad.

Libro II: Principios de la sociedad

Capítulo primero: Introducción

... Es ... necesario, antes de entrar en el asunto, distinguir cuidadosamente entre sociedad y gobierno. Los hombres se asociaron al principio por causa de la asistencia mutua. No previeron que sería necesaria ninguna restricción para regular la conducta de los miembros individuales de la sociedad entre sí o hacia el todo. La necesidad de restricción nació de los errores y maldades de unos pocos.

La sociedad y el gobierno son distintos entre sí y tienen distintos orígenes. La sociedad se produce por causa de nuestras necesidades y el gobierno por causa de nuestras maldades. La sociedad es en toda condición una bendición; el gobierno aun en su mejor forma, es solamente un mal necesario.[8]

Capítulo segundo: De la justicia

De lo que se ha dicho aparece que el asunto de la presente investigación es, estrictamente hablando, una parte de la ciencia de la ética. La moralidad es la fuente de la cual deben ser deducidos sus axiomas fundamentales, y serán un poco más esclarecidos en el presente ejemplo si tomamos el término justicia como una denominación general de todo deber moral.

Se verá que esta denominación es suficientemente expresiva del asunto si consideramos por un momento la misericordia, la gratitud, la templanza, o algunos de esos deberes que en lenguaje más indeterminado están en contraste con la justicia. ¿Por qué perdonaría a este criminal, recompensaría este favor, me abstendría de esta indulgencia? Si participo de la naturaleza de la moral, debo ser justo o ser injusto, tener razón o no tenerla. Debo tender al beneficio del individuo sin interferir en las ventajas de la masa de los individuos. Cualquier camino beneficia al todo, porque los individuos son partes del todo. Por eso hacerlo es justo, y abtenerse es injusto. Si la justicia tiene algún sentido, es justo que contribuya con todo lo que está en mi poder al beneficio del conjunto.

Será arrojada probablemente considerable luz sobre nuestra investigación si, dejando para el presente la perspectiva política, examinamos la justicia simplemente tal como existe entre los individuos. La justicia es una regla de conducta que se origina en la afinidad de un ser dotado de percepción con otro. Una máxima comprensiva, que ha sido sostenida sobre el asunto es que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pero esta máxima, aunque posee considerable mérito como principio popular, no está modelada con el rigor de la exactitud filosófica.

En una perspectiva indeterminada y general yo y mi vecino somos ambos hombres, y por consiguiente tenemos derecho a igual atención. Pero en realidad es probable que uno de nosotros sea un ser de más mérito e importancia que el otro. Un hombre es de más valor que una bestia, porque, en posesión de más altas facultades, es capaz de una felicidad más refinada y genuina. Del mismo modo, el ilustre arzobispo de Cambrai tiene más valor que su criada, y hay pocos entre nosotros que vacilarían en fallar, si su palacio estuviera en llamas y sólo la vida de uno de ellos pudiera ser salvada, sobre cuál de ellos debería ser preferido.

Pero hay otro motivo de preferencia, aparte de la consideración privada de que uno de ellos está más lejos del estado de la simple animalidad. No estamos unidos con uno o dos seres perceptivos, sino con una sociedad, una nación, y en algún sentido con la familia entera de la humanidad. Por consiguiente debería ser preferida la vida más ventajosa para el bien general. Al salvar la vida de Fenelon, supongamos en el momento en que concebía el proyecto de su inmortal Telémaco, se beneficiaría al mismo tiempo a millares que han sido preservados, por su lectura, de algún error, vicio y consiguiente desdicha. No sólo eso, mi beneficio se extendería más allá, pues todo individuo de este modo preservado ha llegado a ser un miembro mejor de la sociedad y ha contribuído a su vez a la felicidad, la cultura y el progreso de otros.

Suponiendo que hubiese sido yo mismo la camarera, habría debido elegir la muerte antes que Fenelon hubiese tenido que morir. La vida de Fenelon era realmente preferible a la de la criada. Pero el entendimiento es la facultad que percibe la verdad de esta y otras proposiciones similares; y la justicia es el principio que regula mi conducta de acuerdo con ellas. Habría sido justo en la camarera preferir el arzobispo a ella misma. Haber procedido de otro modo hubiese sido una violación de la justicia.

Supóngase que la criada hubiese sido mi esposa, mi madre o mi bienhechora. Esto no alteraría la verdad de la proposición. La vida de Fenelon sería todavía más preciosa que la de la criada; y la justicia —la pura, la genuina justicia— habría preferido la más estimable. La justicia me habría enseñado a salvar la vida de Fenelon a costa de la otra. ¿Qué magia hay en el pronombre mi para vencer las decisiones de la verdad eterna? Mi esposa o mi madre pueden ser necias o pícaras. Si lo son, ¿qué consecuencia tiene el que sean mías?

Pero mi madre soportó por mí los dolores del parto, y me crió en el desamparo de la infancia. Cuando ella se sometió a la necesidad de estos cuidados, no fue influída probablemente por ningún motivo particular de benevolencia hacia su futura prole. Todo beneficio voluntario habilita, sin embargo, al dador para algún favor y retribución. ¿Pero por qué así? Porque un beneficio voluntario es una evidencia de intención benévola; eso es, de virtud. Es la disposición del espíritu, no la acción externa, la que habilita al respecto. Pero él mérito de esta disposición es igual si el beneficio me es conferido a mí o a otro. Yo y otro hombre no podemos ambos tener derecho a preferir nuestro propio bienhechor individual, pues ningún hombre puede ser al mismo tiempo mejor y peor que su vecino. Mi bienhechor debiera ser estimado, no porque me otorgó un beneficio, sino porque lo otorgó a un ser humano. Su mérito estará en exacta proporción con el grado en que ese ser humano fue digno de la distinción conferida. Así todo examen del asunto nos vuelve a la consideración del mérito moral de mi vecino y su importancia para el bienestar general como único patrón para determinar el tratamiento a que tiene derecho. Por esta razón la gratitud, un principio que ha sido tan a menudo tema del moralista y del poeta, no es una parte de la justicia ni de la virtud. Por gratitud entiendo un sentimiento que me llevaría a preferir un hombre a otro por alguna otra consideración que la de su superior utilidad o valor; es decir que haría algo verdadero para mí (por ejemplo, esta preferencia) que no puede ser verdadero para otro hombre y no es verdadero en sí.[9]

Puede objetarse que mi pariente, mi compañero, o mi bienhechor obtendrán sin duda en muchos casos una porción extraordinaria de mi respeto: pues, no siendo generalmente capaz de distinguir el mérito comparativo de distintos hombres, juzgaría sin duda muy favorablemente a aquel de cuyas virtudes he recibido las pruebas más indudables; y así seré compelido a preferir el hombre de mérito moral a quien conozco, a otro que pueda poseer, desconocida para mí, una esencial superioridad.

Esta compulsión, sin embargo, está fundada sólo en la presente imperfección de la naturaleza humana. Puede servir de disculpa para mi error, pero no puede cambiar el error en verdad. Será siempre contraria a las estrictas e inflexibles decisiones de la justicia. La dificultad de concebir esto se debe simplemente a nuestra confusión de la disposición por la cual una acción es escogida con la acción misma. La disposición que preferiría la virtud al vicio y un grado mayor de virtud a uno menor, es indudablemente asunto de aprobación; el ejercicio erróneo de esta disposición por la cual es elegido un objeto injusto, si es inevitable, debe ser deplorado, pero no puede, con ningún colorido y bajo ninguna denominación, ser convertido en justo.[10]

Puede en segundo lugar objetarse que un comercio mutuo de beneficios tiende a acrecentar la masa de acción benévola, y que acrecentar la masa de acción benévola es contribuir al bienestar general. ¡Sin duda! ¿Es promovido por la falsedad el bien general, al tratar a un hombre según un grado de consideración como si hubiese tenido diez veces ese valor? ¿o como si fuese algún grado diferente de lo que realmente es? ¿No resultarían consecuencias más provechosas de un plan distinto, de mi investigación constante y cuidadosa de la intimidad de todos aquellos con los cuales estoy unido, y de estar ellos seguros, tras una cierta indulgencia hacia la falibilidad del juicio humano, de ser tratados por mí exactamente como merecen? ¿Quién puede decir cuáles serían los efectos de tal plan de conducta universalmente aceptado?

Parece haber más verdad en la argumentación, derivada principalmente de la distribución desigual de la propiedad, en favor de mi preferencia, en los casos ordinarios, por mi esposa e hijos, mis hermanos y parientes antes que por los extraños. Mientras la ayuda a los individuos concierne a los individuos, parece como si debiera haber una cierta distribución de la clase que necesita vigilancia y ayuda entre la clase que la proporciona, de modo que cada hombre pueda tener su exigencia y recurso. Pero este argumento, si es admitido, ha de ser admitido con gran cautela. Concierne sólo a los casos ordinarios; y los de orden más elevado o de más urgente necesidad ocurrirán perpetuamente, en competencia con los cuales aquellos serán del todo impotentes. Debemos ser severamente escrupulosos en estimar la cantidad de ayuda, y con respecto al dinero en particular, debemos recordar cuán poco es entendido aún el verdadero modo de empleado en beneficio público.

Habiendo considerado a las personas con quienes la justicia es familiar, investiguemos el grado en que estamos obligados a consultar el bien de los otros. Y aquí digo que es justo que haga todo el bien a mi alcance. ¿Alguna persona en apuros puede recurrir a mí por un alivio? Es mi deber concedérselo y llevo a cabo una violación del deber al negárselo. Si este principio no es de aplicación universal, es porque, al conferir un beneficio a un individuo, puedo en algunos casos infligir una afrenta de magnitud superior a mí mismo o a la sociedad_ Ahora la misma justicia que me liga a alguno de mis compañeros, me liga al conjunto. Si, mientras confiero un beneficio a un hombre, aparece, haciendo un equitativo balance, que estoy agraviando al conjunto, mi acción cesa de ser justa y se vuelve enteramente injusta. ¿Pero qué es lo que estoy ligado a hacer en pro de la felicidad general, es decir en beneficio de los individuos de que se compone el todo? Todo lo que esté en mi poder. ¡Qué! ¿hasta el olvido de los medios de la propia existencia? No; pues yo mismo soy una parte del todo. Por otra parte, raramente acontecerá que el proyecto de hacer por los demás todo lo que esté en mi poder no exije para su ejecucón la preservación de mi propia existencia; o en otros términos, acontecerá raramente que yo no pueda hacer más bien en veinte años que en uno. Si sucediera el caso extraordinario en que pudiese promover el bien general con mi muerte más que con mi vida, la justicia requiere que me sienta contento de morir. En todos los demás casos es justo que esté ansioso de mantener mi cuerpo y mi mente en el mayor vigor y en las mejores condiciones para el servicio.

Supondré, por ejemplo, que es justo que un hombre posea una porción mayor de propiedad que otro, ya como fruto de su diligencia o por herencia de sus antepasados. La justicia le obliga a estimar esta propiedad como un depósito y le exhorta a considerar maduramente de qué manera puede ser empleada mejor para el acrecentamiento de la libertad, del conocimiento y la virtud. No tiene derecho a disponer de un chelín de ella según su capricho. Lejos de ser autorizado al bien ganado aplauso por haber empleado una escasa pitanza en servicio de la filantropia, es un delincuente a los ojos de la justicia si retiene alguna parte de ese depósito. Nada puede haber más incontrovertible. ¿Pudo esa parte haber sido mejor o más convenientemente empleada? Que pudo serlo está implícito en los mismos términos de la proposición. En tal caso es justo que hubiese sido empleada así. Del mismo modo que mi propiedad, poseo mi persona como depósito en favor del género humano. Estoy obligado a emplear mis talentos, mi entendimiento, mi fuerza y mi tiempo en la producción de la mayor cantidad de bien general. Tales son las manifestaciones de la justicia, tan grande es la magnitud de mi deber.

Pero la justicia es recíproca. Si es justo que confiera un beneficio, es justo que otro hombre lo reciba, y si negara eso a que tiene derecho, puede justamente quejarse. Mi vecino necesita diez libras que yo puedo darle. No hay ninguna ley de institución pública que haya sido hecha para resolver este caso y transferir esa propiedad de mí a él. Pero a los ojos de la simple justicia, a menos que pueda mostrarse que el dinero puede ser empleado más benéficamente, su pretensión es tan completa como si él hubiese tenido mi billete en su poder o me hubiese surtido con bienes por el importe.[11]

A esto se ha respondido a veces que hay más de una persona que necesita del dinero que yo tengo de sobra, y por consiguiente que debo estar en libertad de gastarlo como me plazca. Respondo a esto: si una sola persona se ofrece a mi conocimiento o búsqueda, para mí no hay más que una. A los otros que no puedo descubrir deben ayudarles los otros hombres ricos (hombres ricos, digo, pues todo hombre es rico cuando tiene más dinero del que exigen sus justas necesidades) y no yo. Si más de una persona se ofrece, éstoy obligado a considerar su aptitud y conducirme en consecuencia. Apenas es posible que acontezca que dos hombres sean exactamente de igual aptitud o que esté exactamente seguro de la aptitud del uno tanto como de la del otro.

Por consiguiente, es imposible para mí conferir un favor a algún hombre, sólo puedo hacerle justicia. El que se desvíe de la ley de justicia, y quiero suponer en el exceso de lo hecho en favor de algún individuo o alguna parte del todo general, está tan separado del tronco general como de la absoluta injusticia.

La consecuencia muy claramente ofrecida por los precedentes razonamientos es la competencia de la justicia como principio de deducción en todos los casos de indagación moral. Los razonamientos mismos son más bien de la naturaleza de la ilustración y el ejemplo, y algún error que pueda serle imputado en los pormenores no invalidan la conclusión general, la propiedad de aplicar la justicia moral como criterio en la investigación de la verdad política.

La sociedad no es otra cosa que la agregación de individuos. Sus derechos y sus deberes deben ser el agregado de sus derechos y deberes, siendo unos no más precarios y arbitrarios que otros. ¿Qué tiene la sociedad derechos a pedirme? La pregunta está ya contestada: todo lo que está en mi deber hacer. ¿Nada más? Ciertamente, no. ¿Pueden cambiar la verdad eterna o trastornar la naturaleza de los hombres y sus acciones? ¿Pueden hacer que mi deber cometa intemperancia, que maltrate o asesine a mi vecino? Nuevamente, ¿qué es lo que la sociedad está obligada a hacer por sus miembros? Todo lo que pueda contribuir a su bienestar. Pero la naturaleza de su bienestar es definida por la naturaleza del espíritu. Eso contribuirá en sumo grado a lo que ensancha la comprensión, proporciona estímulos a la virtud, nos llena de una generosa conciencia de nuestra independencia, y aleja cuidadosamente todo lo que puede impedir nuestros esfuerzos.

Si se afirmase que no está en el poder de ningún sistema político aseguramos estas ventajas, la conclusión que deduzco será siempre incontrovertible. Está constreñido a contribuir todo lo que pueda a estos propósitos, y no fue aún encontrado ningún hombre en todos los tiempos lo bastante osado para afirmar que no podía hacer nada. Supóngase su influencia limitada en el más alto grado, debe haber un método que se acerque mucho más que otro al objeto deseado, y ese método debiera ser universalmente adoptado. Hay una cosa que las instituciones políticas pueden seguramente hacer; pueden evitar positivamente la neutralización de los verdaderos intereses de sus súbditos. Pero todas las reglas caprichosas y las distinciones arbitrarias hacen que sean contrariadas positivamente. Apenas hay alguna modificación de la sociedad, pero hay algún grado de tendencia moral. En tanto que no produce daño ni beneficio, no vale para nada. En tanto que tienda al mejoramiento de la comunidad, debiera ser universalmente adoptada.[12]

Capítulo tercero: Del deber

Hay una dificultad de considerable magnitud por lo que toca al asunto del precedente capítulo, fundada en la diferencia que pueda haber entre la justicia abstracta y mi comprensión de la justicia. Cuando ejecuto un acto malo en sí, pero que parece ser justo en relación con todos los materiales de juicio existentes en mi entendimiento, ¿es mi conducta virtuosa o viciosa?

Ciertos moralistas han introducido una distinción en este juicio entre la virtud absoluta y la práctica. Hay una especie de virtud —dicen—, que surge de la naturaleza de las cosas y es inmutable, y otra que surge de las perspectivas vivientes en mi entendimiento. Así, por ejemplo, supóngase que debiera rendir culto a Jesucristo; pero habiendo sido educado en la religión de Mahoma, debo adherirme a esa religión mientras sus evidencias me parezcan decisivas. Estoy inscrito en un jurado para juzgar a un hombre acusado de asesinato, y que es realmente inocente. Sencillamente considerado, debo absolverlo. Pero me es desconocida su inocencia, y la evidencia es aducida de tal modo como para formar la más fuerte presunción de su delito. No es que deba ser lograda la demostración en tales casos; estoy obligado en todo asunto de la vida humana a obrar por presunción; por esta razón tuve que declararle culpable.

Puede dudarse, sin embargo, si algún buen designio es probable que sea satisfecho al emplear los términos de la ciencia abstracta en este método versátil e incierto. La moral es, si algo puede ser, fija e inmutable; y ha de haber alguna extraña impostura que nos induzca a dar a una acción eterna e inmutablemente injusta los epítetos de rectitud, deber y virtud.

No han advertido estos moralistas cabalmente a qué término los llevaría esta admisión. El espíritu humano es increíblemente sutil al inventar una excusa con respecto a eso a que su inclinación le guía. Nada hay tan raro como la pura hipocresía. No hay hecho de nuestras vidas que no estemos prontos, al adoptarlo, a justificar, al menos, en tanto que no somos impedidos de hacerlo por simple indolencia y descuido. Apenas hay alguna justificación del intento de hacer a otros lo que no queremos que se haga con nosotros mismos. Por consiguiente, la distinción establecida aquí se acercaría a probar que cada acción de todo ser humano tiene derecho a la calificación de virtuosa.

Quizá no hay ningún hombre que no pueda recordar la época en que puso secretamente en duda la división arbitraria de la propiedad establecida en la sociedad humana y en que se sintió inclinado a apropiarse de algo cuya posesión le parecía deseable. En tal caso es probable que los hombres sean ordinariamente influídos por ese medio en la perpetración del robo. Se persuaden de la relativa inutilidad de la propiedad para su presente poseedor y de la inestimable ventaja que alcanzaría en sus propias manos. Creen que la transferencia debe ser hecha. No tiene ninguna consecuencia que no sean firmes en esas opiniones, que las impresiones de la educación se ofrezcan rápidamente a sus espíritus, y que en un período de adversidad confiesen la iniquidad de su proceder. No es menos cierto que hicieron lo que en el momento pensaron que era justo.

Pero hay otra consideración que parece aun más decisiva acerca del asunto que tenemos ante nosotros. Las peores acciones, las más contrarias a la justicia abstracta y a la utilidad, han sido realizadas frecuentemente según los motivos más concienzudos. Clement, Ravaillac, Damiens y Gerard tuvieron su espíritu profundamente penetrado de ansiedad por el eterno bienestar de la especie humana. Por ese fin sacrificaron su tranquilidad y se expusieron alegremente a las torturas y a la muerte. Fue la benevolencia probablemente lo que contribuyó a encender las hogueras de Smithfield y a afilar los puñales de San Bartolomé. Los complicados de la Conspiración de la Pólvora eran en su mayor parte hombres notables por la santidad de su vida y la severidad de sus costumbres. Es probable, sin duda, que algunos deseos ambiciosos y algunos sentimientos de odio y de repulsión se mezclasen con la benevolencia y la integridad de estas personas. Es probable que ninguna acción injusta haya sido realizada en base a propósitos totalmente puros. Pero el engaño que se imponían no podía, sin embargo, ser completo. Sean las que fueren sus opiniones sobre el asunto, no podían alterar la naturaleza verdadera de la acción.

La verdadera solución del problema consiste en observar que la disposición por la cual una acción es adoptada es una cosa, y la acción misma otra. Una acción justa puede ser realizada con una mala disposición; en ese caso aprobamos la acción, pero condenamos al agente. Una mala acción puede ser realizada con una justa disposición; en ese caso condenamos la acción, pero aprobamos al agente. Si la disposición por la cual un hombre es gobernado tiene una tendencia sistemática al beneficio de su especie, no puede menos de obtener nuestra estimación, no obstante lo equivocado que pueda estar en su conducta.

¿Pero qué diremos del deber de un hombre en esas circunstancias? Calvino, supondremos, se hallaba clara y conscientemente persuadido de que debía quemar a Servet. ¿Debía haberle quemado o no? Si le quemaba, cometía una acción detestable en su propia naturaleza; si se contenía, obraba en oposición al mejor juicio de su propio entendimiento hasta un punto de obligación moral. Sin embargo es absurdo decir que era su deber, en algún sentido, quemarle. Lo más que puede admitirse es que su disposición era virtuosa, y que en las circunstancias en que se hallaba, la acción grandemente deplorada dimanaba de esa disposición por invencible necesidad.

¿Diremos, entonces, que era el deber de Calvino, que no comprendía los principios de tolerancia, obrar a impulsos de una verdad que ignoraba? Supongamos que una persona debe ser procesada en York la semana próxima por asesinato y que mi testimonio la absolvería. ¿Diremos que es mi deber ir a York, aunque no sepa nada del asunto? De acuerdo con los mismos principios podríamos afirmar que es mi deber ir de Londres a York en media hora, pues el proceso tendrá lugar en ese tiempo, no siendo más real la imposibilidad en un caso que en otro. De acuerdo con los mismos principios podríamos afirmar que es mi deber ser impecable, omnisciente y omnipotente.

El deber es un término cuyo uso parece consistir en describir el modo como alguien puede ser mejor empleado para el bien general. Es limitado en su extensión por la capacidad de ese ser. Ahora bien, la capacidad varía, en su idea, en la proporción que nosotros diferimos en nuestra opinión del asunto al que pertenece. De lo que soy capaz si se me considera, simplemente como un hombre, es una cosa; de lo que soy capaz como un hombre de una figura contrahecha, de débil entendimiento, de prejuicios supersticiosos, o como sea, es otro. No puede esperarse de mí tanto bajo estas desventajas como si estuviesen ausentes. Pero si ésta ha de ser la verdadera definición del deber, es absurdo suponer en cualquier caso que una acción lesiva del bienestar general pueda ser clasificada entre los deberes.

Aplíquense estas observaciones a los casos que han sido enunciados. La ignorancia, en tanto que existe, aniquila completamente la capacidad. Mientras ignoraba lo del juicio en York, no pódía ser influído por ninguna consideración respecto a él. Pero es absurdo decir que era mi deber descuidar una causa que ignoraba. Si se alega que Calvino ignoraba los principios de tolerancia y no tuvo ninguna oportunidad conveniente para aprenderlos, se sigue de aquí que al quemar a Servet no violaba su deber, pero no se sigue de ahí que fuera su deber quemarlo. Tocante a la suposición aquí enunciada el deber está callado. Calvino ignoraba los principios de justicia, y por consiguiente no podía practicarlos. El deber de un hombre no puede sobrepasar su capacidad; pero entonces tampoco un acto de injusticia puede ser en ningún caso de la naturaleza del deber.

Hay ciertas deducciones que provienen de esta visión del asunto que puede ser conveniente mencionar. Nada es más común que alegar sobre los individuos y las sociedades de los hombres que han obrado conforme a su mejor juicio, que han cumplido su deber, y que su conducta, por consiguiente, aunque se probara errónea, es no obstante virtuosa. Esto parece ser un error. Una acción, aunque nazca de la mejor intención del mundo, puede no tener en sí nada de la naturaleza de la virtud. En realidad la parte más esencial de la virtud consiste en la incesante búsqueda para informarnos más exactamente acerca del asunto de la utilidad y del derecho. El que no esté informado respecto a ellos, deberá su error a una insuficiencia en su filantropía y su celo.

En segundo lugar, ya que la virtud puede ocurrir que esté fuera del poder del ser humano, nos es mientras tanto de muchísima importancia una disposición virtuosa, que no da margen a la misma incertidumbre. Una disposición virtuosa es de la más alta importancia, puesto que tiende a producir actos igualmente virtuosos, a aumentar nuestros conocimientos y a hacer más profundo nuestro discernimiento. Disposición que, si fuera universalmente propagada, conduciría a la grán finalidad de las acciones virtuosas de la especie humana entera, es decir al fin más noble a que pueden aspirar seres inteligentes. Pero es preciso recordar que una disposición virtuosa es producida generalmente por el libre ejercicio del juicio personal y por una estricta conformidad de la conducta con los dictados de la propia conciencia.

Capítulo cuarto: De la igualdad de los hombres

La igualdad de los hombres puede considerarse en el orden físico o en el orden moral. La igualdad física puede referirse a la fuerza corporal o a las facultades del intelecto.

Con motivo de tales distinciones se han urdido objeciones y sutilezas múltiples, destinadas a impugnar el concepto de igualdad. Se ha pretendido que la experiencia nos obliga a rechazarla. Entre los individuos de nuestra especie, no hallamos dos exactamente iguales. Uno es fuerte y el otro es débil. Uno es sabio, el otro es tonto. Todas las desigualdades que existen en la sociedad arrancan de esa realidad. El hombre fuerte usa de su poder para someter a los que no lo son. El débil necesita un aliado que lo proteja. La conclusión es inevitable: la igualdad de condiciones es una aspiración quimérica, tan imposible de ser llevada a la realidad, como indeseable en el caso que esa imposibilidad pudiera ser reducida.

Dos objeciones caben ante tal afirmación. En primer lugar, la desigualdad natural a que se hace referencia fue originariamente mucho menos pronunciada de lo que es ahora. El hombre primitivo se hallaba menos sujeto a las enfermedades, a la molicie y el lujo y, por consiguiente, la fuerza de cada inviduo era aproximadamente igual a la de su vecino. Durante ese período, el entendimiento de los hombres era limitado y sus necesidades, así como sus ideas y opiniones, se hallaban poco más o menos a un mismo nivel. Era de esperar que desde el momento que los hombres se alejasen de esa etapa primitiva, iban a producirse múltiples diferencias e irregularidades en ese orden de cosas, pero precisamente uno de los objetos de la inteligencia y del espíritu humano consiste en atenuar las consecuencias de tales irregularidades.

En segundo lugar, pese a las alteraciones que se han producido en la igualdad original de los hombres, persiste aún una porción substancial de la misma. No hay en verdad tanta diferencia efectiva entre los individuos como para permitir a uno mantener subyugados a muchos otros, salvo si éstos consienten en ello. En el fondo, todo gobierno se funda en la opinión. Los hombres viven bajo cierto régimen porque creen que ello es beneficioso para su interés. Es indudable que partes de una comunidad o de un imperio pueden estar sometidas por la fuerza; pero no será precisamente por la fuerza personal del déspota, sino por la del resto de la comunidad que acepta gustosamente la autoridad de aquél. Disipad esa opinión y veréis cuán presto se derrumba el edificio levantado sobre ella. Se deduce, pues, que los hombres son esencialmente iguales, en tanto que se refiere, al menos, a la igualdad física.

La igualdad moral se halla aún menos sujeta a excepciones razonables. Entiendo por igualdad moral la facultad de aplicar una misma e inalterable regla de justicia, en cada emergencia particular. Esto no puede ser discutido si no es con argumentos, esencialmente opuestos a la virtud. La igualdad —se ha dicho— será siempre una ficción ininteligible, en tanto las capacidades de los hombres sean desiguales y en tanto sus pretendidas reclamaciones no cuenten con la razón ni con la fuerza que las lleve a la práctica.[13] Sin embargo, la justicia es evidentemente inteligible por su propia naturaleza, independientemente de toda consideración acerca de la posibilidad de llevarla a la práctica. La justicia se refiere a seres dotados de inteligencia y capaces de sentir placer o dolor. Resulta claramente comprensible, al margen de cualquier interpretación arbitraria, que el placer es agradable y el dolor es penoso; que el primero es deseable, mientras que el segundo ha de ser evitado. Es, pues, razonable y justo que los seres humanos contribuyan, en la medida que esté a su alcance, al placer y beneficio recíprocos. Entre los placeres, hay unos más puros, exquisitos y duraderos que otros. Es justo y necesario que sean éstos los preferidos por los hombres.

De estas sencillas consideraciones podemos inferir plenamente la igualdad moral de los seres humanos. Somos partícipes de una naturaleza común. Las mismas causas que contribuyen al bienestar de uno, contribuyen al bienestar de otro. Nuestros sentidos y nuestras facultades son de índole semejante, lo mismo que nuestros placeres y nuestras penas. Nos hallamos todos dotados de razón, es decir somos capaces de comparar, de inferir, de juzgar. Seremos previsores para nosotros mismos y útiles para los demás, en la medida que nos elevemos por encima de la atmósfera de prejuicios que nos rodea. Nuestra independencia, nuestra liberación de todas las restricciones que cohíban nuestro juicio o nos impidan expresar lo que consideramos la verdad, ha de conducir al progreso de todos. Hay situaciones y contingencias en extremo ventajosas para todo ser humano y es justo, por consiguiente, que todos sean instruídos en el conocimiento de tales contingencias, tan pronto como la posibilidad material lo permita.

Existe, no obstante, un género de desigualdad moral, paralelo a la desigualdad física a que nos referimos anteriormente. El trato a que los hombres son acreedores tiene directa relación con sus méritos y virtudes. No será asiento de la razón y de la sabiduría el país que trate del mismo modo a un benefactor de la especie que a un enemigo de la misma. Lejos de constituir un obstáculo para la igualdad, esa distinción armoniza estrechamente con ella y se designa con el nombre de equidad, término derivado de una raíz común. Aún cuando en cierto sentido constituya una divergencia de principio, ofrece la misma tendencia e idéntico propósito. Tiene por objeto inculcar en nuestro espíritu estímulos de perfección. Lo único deseable, en el más alto grado, es la supresión de todas las distinciones arbitrarias que sea posible, dejando el campo libre de obstáculos a la virtud y al talento. Debemos ofrecer a todos iguales oportunidades e idénticos estímulos, haciendo justicia a la elección y al interés comunes.

Capítulo quinto: Derechos del hombre

No hay tema[14] que haya sido discutido con mayor intensidad y apasionamiento, que el relativo a los derechos del hombre. ¿Tiene el hombre derechos o no los tiene? Mucho puede alegarse, plausiblemente, en favor y en contra y finalmente parecen razonar con mayor exactitud los pensadores que se manifiestan por el sentido negativo de la cuestión. La causa de la verdad ha sido frecuentemente perjudicada por el modo tosco e indiscreto como se han expresado sus defensores. Será en verdad cosa lamentable que los abogados de una de las partes tengan toda la justicia en su favor, en tanto que los de la parte contraria se expresen del modo más adecuado a la razón y a la naturaleza de las cosas. Cuando la cuestión a que aquí nos referimos ha sido tan extremadamente confundida por el uso ambiguo de los términos, será conveniente indagar si es posible, mediante una severa y paciente investigación de los primeros principios de la sociedad política, que el problema sea enfocado desde un punto de vista distinto al de las opiniones sustentadas por uno y otro bando.

La sociedad política, como ha sido ya demostrado, se funda en principios de moral y de justicia. Es imposible que seres racionales entablen relaciones mutuas, sin determinar en virtud de las mismas ciertas normas de conducta, adaptadas a la naturaleza de esas relaciones, normas que se convierten de inmediato en deberes y como tales afectan a todos los integrantes del conjunto. Los hombres no se habrían asociado jamás si no hubieran creído que, por medio de la asociación, promoverían el mayor bienestar y la mayor felicidad de todos y de cada uno. He ahí el verdadero propósito y la genuina base de sus interrelaciones. En la medida que tal propósito es alcanzado, la sociedad responde al fin que ha determinado su creación.

Hay aun otro postulado que nos llevará a un razonamiento conclusivo respecto a la cuestión en debate. Sea cual sea el sentido del término derecho —pues, como se verá, el significado mismo de la palabra no ha sido suficientemente comprendido— no puede haber derechos opuestos entre sí, ni deberes y derechos recíprocamente excluyentes. Los derechos de un individuo no pueden chocar ni ser destructivos respecto a los derechos de otros, pues si así fuera, lejos de constituir una rama de la justicia y de la moral, tal como entienden ciertamente los defensores de los derechos del hombre, serían simplemente una jerga confusa e inconsistente. Si un hombre tiene el derecho a ser libre, su vecino no tiene el derecho a convertirlo en esclavo; si un hombre tiene el derecho a castigarme, yo no tengo el derecho a rehuir el castigo; si alguien tiene derecho a una suma de dinero que se halla en mi posesión, yo no puedo tener el derecho a retener esa suma en mi bolsillo. No es menos incuestionable que carezco del derecho a omitir el cumplimiento de mis deberes.

De esto se deduce inevitablemente que los hombres no tienen derechos. Por derecho, en el sentido que la palabra se emplea en este caso, se ha entendido siempre una facultad discrecional; es decir, pleno poder para cada uno de realizar o de omitir la realización de algo, sin incurrir por ello en la justificada censura de terceros. En otros términos, sin incurrir en cierto grado de culpa o condenación. En ese sentido, afirmo que el hombre no tiene derechos, ni poder discrecional de ninguna especie.

Se dice comúnmente que un hombre tiene derecho a disponer de su fortuna o de su tiempo, derecho a elegir libremente una profesión o un fin particular. Pero esto no puede sostenerse de un modo plausible, hasta tanto no se pruebe que el hombre no tiene deberes que limiten y condicionen sus modos de proceder en cada uno de esos casos. Mi vecino tiene tanto derecho a poner fin a mi vida mediante el veneno o el puñal, como a negarme la ayuda pecuniaria sin la cual yo pereceré de hambre o a negarme esa otra especie de asistencia que me permita un desarrollo intelectual y moral que no podría alcanzar jamás por mis propios medios. Tiene tanto derecho a divertirse incendiando mi casa o torturando a mis hijos, como a encerrarse en una habitación aislada, despreocupándose de los demás y ocultando el propio talento tras un velo egoísta.

Si el hombre tiene derechos y poderes discrecionales, sólo ha de ser en cuestiones totalmente indiferentes, tales como si he de sentarme al lado derecho o al lado izquierdo del fuego o si he de almorzar carne hoy o mañana. Esta clase de derechos son mucho menos numerosos de lo que pudiera creerse, pues antes que ellos queden definitivamente establecidos, es necesario demostrar que mi elección es indiferente para el bien o el mal de otra persona. Se trata de derechos por los cuales, ciertamente, no vale la pena luchar, puesto que, por esencia, son insignificantes o inocuos.

En realidad, nada puede parecer más extraño a los ojos de un observador cuidadoso que dos ideas tan incompatibles entre sí como hombre y derechos se hayan asociado en una misma proposición. Es evidente que una de ellas excluye a la otra. Antes de atribuir al hombre ciertos derechos, debemos concebirlo como un ser dotado de inteligencia y capaz de discernir acerca de las distinciones que existen entre las cosas, así como de las tendencias que ellas implican. Pero un ser dotado de inteligencia y capaz de discernimiento, se convierte, de hecho, en un ser moral, es decir en un ser a quien corresponde el cumplimiento de determinados deberes. Y tal como se ha demostrado anteriormente, derechos y deberes se excluyen mutuamente.

Los defensores de la libertad han afirmado que los príncipes y magistrados carecen de derechos; afirmación que en modo alguno puede ser controvertida. No hay situación en la vida pública de esos personajes que no comporte el cumplimiento de determinados deberes. Cada una de las atribuciones de que se hallan investidos debe ser ejercitada exclusivamente para el bien público. Es extraño que quienes adoptan tal opinión no den un paso más y comprendan que las mismas restricciones son aplicables igualmente a todos los demás ciudadanos.

La falacia de esa concepción no es menos destacable que la inmoralidad de sus resultados. Debemos a ese empleo inadecuado e injusto de la palabra derecho que el avaro pueda acumular estérilmente riquezas cuya circulación sería necesaria para la satisfacción de múltiples necesidades; que el hombre lujurioso se revuelque en el derroche y la licencia, mientras observa a numerosas familias condenadas a la mendicidad; que tales individuos no dejen nunca de invocar sus derechos, para silenciar la censura de la opinión ajena y la de la propia conciencia, recordando que ellos obtuvieron sus riquezas de un modo correcto, que a nadie deben nada y que, por consiguiente, nadie tiene derecho a inquirir acerca del modo como disponen de aquello que les pertenece. Gran cantidad de personas tienen conciencia de necesitar tal especie de defensa, sintiéndose dispuestas, por esa razón, a unirse contra el impertinente intruso que se atreva a indagar cosas que no le conciernen. Olvidan que el hombre sabio y honesto, amigo de su patria y de sus semejantes, se halla permanentemente interesado en todo aquello que de algún modo puede afectarles y que lleva siempre consigo una especie de diploma que lo constituye en inquisidor general de la conducta de su prójimo, con el deber cónexo de exhortarles a la práctica de la virtud, con toda la fuerza que puede conferir la verdad y con todo el rigor que una condenación claramente expresada puede infligir al vicio.[15]

Apenas es necesario agregar que, si los individuos no tienen derechos, tampoco los tiene la sociedad, la cual no posee sino aquello que los individuos han aportado en conjunto. El absurdo de la opinión corriente en ese orden es aun más evidente, si cabe, que en el caso considerado anteriormente. De acuerdo con ese concepto general, todo círculo reunido para cualquier propósito público, toda congregación religiosa constituída para adorar a Dios, tienen derecho a establecer ceremonias o a adoptar medidas, por ridículas y detestables que sean, con tal de no interferir en la libertad de otros. La razón se halla postrada a sus pies. Tienen derecho a pisotearla e injuriarla a su gusto. En el mismo espíritu se inspira, sin duda, la conocida máxima según la cual cada nación tiene derecho a elegir su forma de gobierno. Un autor sumamente ingenioso, original y de valor inestimable, fue engañado probablemente por la fraseología vulgar a ese respecto, cuando afirmó: cuando ni el pueblo de Francia ni la Asamblea Nacional intervenían para nada en los asuntos de Inglaterra o del Parlamento inglés, la conducta del señor Burke, al comenzar contra ese pueblo un ataque no provocado, constituye una actitud imperdonable.[16]

Diversas objeciones se han sugerido contra esta concepción de los derechos del hombre; pero si tal concepción es justa, dichas objeciones estarán tan lejos de perjudicarle como de participar de los sanos e indiscutibles principios con que incidentalmente se han conectado.

En primer lugar, se ha alegado muchas veces, de acuerdo con los razonamientos expuestos al tratar de lo relativo a la justicia, que los hombres tienen derecho a la ayuda y cooperación de sus semejantes, en toda finalidad útil y honesta que persigan. Pero cuando admitimos esta afirmación, entendemos, bajo la palabra derecho, algo enormemente distinto a la concepción corriente del término. No comprendemos que se trate de una facultad discrecional, sino de algo que, si no se cumple voluntariamente, no puede ser objeto de demanda. Por el contrario, todo tiende a indicar que se trata precisamente de una demanda. Quizá se ganara mucho en claridad si designásemos dicho concepto con esta palabra, en vez de emplear el término tan ambiguo y tan mal aplicado de derecho.

El verdadero origen de este último, se vincula a la actual forma de gobierno político, donde la mayoría de los actos que nos obligan moralmente del modo más estricto no caen en la esfera de la sanción legal. Individuos que no han sentido la influencia bienhechora de los principios de justicia, cometen toda suerte de intemperancias, son egoístas, mezquinos, licenciosos y crueles; no obstante, defienden su derecho a incurrir en todos esos vicios, alegando que las leyes de su país no establecen condenación alguna al respecto. Filósofos e investigadores políticos han asumido a menudo igual actitud, con cierto grado de adaptación formal, lo que es tan poco justificado como la miserable conducta de las personas antes aludidas. Es verdad que, bajo las actuales formas sociales, la intemperancia y los abusos de diversa naturaleza escapan generalmente a toda sanción. Pero en un orden de convivencia más perfecto, aun cuando esos excesos no caigan bajo la sanción de ninguna ley, es muy probable que quien en ellos incurra, encuentre de inmediato un repudio tan evidente y general, que de ningún modo se atreverá a sostener que le asiste el derecho a cometerlos.

Una objeción más importante aducida contra la doctrina que sustentamos, es la que se deriva de la libertad de prensa y de conciencia. Pero será fácil demostrar que tampoco son estos derechos discrecionales. Si lo fueran, habría que considerar perfectamente justificado que un hombre publique lo que cree falso o pernicioso; o admitir que sea moralmente indiferente adoptar los ritos de Confucio, los de Mahoma o los de Cristo. La libertad política de prensa y de conciencia, lejos de ser, como generalmente se cree, una extensión de derechos, es una limitación de los mismos. Debe suprimirse toda traba a la libertad de conciencia y a la libertad de prensa, no porque los hombres tengan derecho a desviarse de la línea recta que prescribe el deber, sino porque la sociedad, agregado de individuos, carece del derecho a atribuirse prerrogativas de juez infalible, prescribiendo autoritariamente normas a sus integrantes en materia de especulación mental.

Una de las razones más evidentes que se oponen a tal pretensión, consiste en la imposibilidad de uniformar las opiniones de los hombres con métodos compulsivos. El juicio que nos formamos acerca de las cuestiones generales del pensamiento, se funda en cierto grado de evidencia. Aun cuando nuestro juicio pueda ser inducido, mediante sutiles sugestiones, a desviarse del camino recto de la imparcialidad, se resistirá tenazmente a admitir toda idea que se pretenda imponerle mediante coacción. Los medios persecutorios no serán jamás convincentes. La violencia podrá doblegar nuestra decisión, pero no persuadir a nuestra inteligencia. Nos hará hipócritas, no convencidos. El gobierno que, por encima de todo, aspire a inculcar la virtud y la integridad a sus ciudadanos, se cuidará muy bien de impedir a éstos la sincera expresión de sus sentimientos.

Pero hay aún una razón de orden superior. El hombre, como se ha demostrado, no es una criatura perfecta, pero es perfectible. Ningún gobierno que haya existido o que pueda existir sobre la tierra, puede atribuirse el don de infalibilidad. Por consiguiente, ningún gobierno debe resistir pertinazmente el cambio de sus instituciones. Y menos aún debe fijar un patrón rígido para las diversas manifestaciones de la especulación intelectual, restringiendo la expansión del espíritu innovador. La ciencia, la filosofía y la moral han logrado el nivel de perfección que hoy ostentan gracias a la libre expansión de los espíritus. Sólo persistiendo en esa plena libertad de investigación, podrán alcanzar progresos mucho más amplios, junto a los cuales todo lo que hoy se conoce parecerá pueril y tosco. Pero a fin de estimular las mentes hacia ese fecundo avance, es absolutamente necesario asegurar una permanente intercomunicación de los pensamientos y descubrimientos que los hombres conciban y realicen. Si cada cual tuviera que comenzar nuevamente la investigación, en el mismo punto de partida de sus predecesores, el trabajo sería infinito y el progreso se convertiría en un círculo cerrado. Nada contribuye más a desarrollar la energía intelectual que el hábito de seguir sin temor la corriente de las propias ideas y de expresar sin reparos las conclusiones que ellas nos sugieren. ¿Pero significa esto que los hombres tienen derecho a actuar por encima de la virtud o de hablar al margen de la verdad? Indudablemente, no. Sólo implica que existen ciertas actividades en las cuales la sociedad no tiene derecho a interferir. Sin que sea lícito deducir que acerca de ellas el capricho discrecional sea más libre o el deber menos estricto que acerca de cualquier otra acción humana.[17]

Capítulo sexto: Del ejercicio del juicio personal

Para un ser racional, sólo puede haber una regla de conducta: la justicia. Y un solo modo de practicar esa regla: el ejercicio del juicio personal. Si en determinado caso yo me convierto en instrumento mecánico de la violencia, mi conducta no se hallará bajo el imperio de la moral, ya sea para el bien o para el mal. Pero si no me sintiese obligado a actuar bajo el peso de una violencia incontrastable, sino que procediese por el temor a algo que se le asemejara o bajo el estímulo de un premio o el miedo del castigo, mi conducta sería positivamente condenable.

Sin embargo, es menester hacer una distinción. La justicia, tal como ha sido definida en un capítulo anterior, coincide con la utilidad. Yo soy parte del gran conjunto social y mi felicidad se integra dentro de ese complejo de conceptos que regulan la justicia. La esperanza de la recompensa y el temor al castigo, confinados dentro de ciertos límites, son estímulos que no pueden dejar de tener influencia sobre mi espíritu.

Toda acción humana es generalmente determinada por dos especies de factores. Una de ellas es resultante de las leyes universales y la otra proviene de la intervención positiva de un ser inteligente. La naturaleza de la felicidad y de la desdicha, del placer y del dolor, son independientes de toda institución positiva. Es decir, todo cuanto tiende a favorecer lo primero es deseable y cuanto tiende a inclinarse al segundo término ha de ser rechazado. Por la misma razón, será siempre justa la afirmación de la virtud, de la verdad, de la equidad política. No existe probablemente acción humana que no tienda potencialmente a afectar a esos valores y que no tenga, por consiguiente, un sentido moral, fundado en la naturaleza abstracta de las cosas.

La influencia de las instituciones positivas ofrece dos aspectos. Por un lado, deben ofrecernos estímulos adicionales en la práctica de la virtud y la justicia; y por otra parte, deben ilustrarnos acerca de qué actos son justos y cuáles erróneos. No es mucho, ciertamente, lo que ellas pueden hacer en el cumplimiento de estas obligaciones.

Veamos lo referente a los estímulos en la práctica de la virtud. Tengo ante mí la oportunidad de contribuir al bienestar de veinte personas, sin causar daño alguno a otras. Debo, sin duda, aprovechar esa oportunidad. Supongamos ahora que interviene alguna institución pública para ofrecerme una recompensa por el cumplimiento de ese deber. Ello cambia de inmediato la naturaleza de la cuestión. Antes yo realizaba la acción por su bondad intrínseca. Ahora me siento inclinado a cumplirla porque alguien agregó arbitrariamente el incentivo adicional de un interés egoísta. Pero la virtud, como cualidad propia de un ser pensante, depende esencialmente de la disposición con que el acto se realiza. De ese modo, una acción que en sí misma es virtuosa, puede convertirse en su contraria, cuando la perturba la intervención de una institución positiva. El individuo vicioso hubiera desdeñado el bienestar de esas veinte personas, para evitarse alguna ligera molestia personal. Ese mismo individuo, con igual disposición de espíritu, promoverá el bien de dichas personas, pero lo hará para servir a su propio interés. El que no se gobierne por la aritmética moral del caso o el que actúe en el sentido de una disposición contraria a ella, es injusto. Dicho de otro modo, la moral exige que sólo tengamos en cuenta la tendencia de cada acción, en cuanto depende de las leyes universales y necesarias de la naturaleza. Esto es lo que se entiende por la máxima de hacer el bien, independientemente de las consecuencias. Lo mismo significa esa otra que nos dice que no debemos hacer el mal con la esperanza de que finalmente resulte un bien. El caso será aún más evidente si en lugar de considerar el bienestar de veinte personas, suponemos que se halla en juego el bien de muchos millones de seres humanos. Aunque sea cual fuera la cantidad de personas que imaginemos, la conclusión será la misma.

En segundo lugar, hemos dicho, la institución positiva debe ilustrar nuestro entendimiento acerca de cuáles actos son justos y cuáles no lo son. Reflexionemos un instante acerca del significado de los términos entendimiento e iluminación. El entendimiento, particularmente en lo que concierne a las cuestiones morales, es el receptáculo de la verdad. Esta es su esfera más adecuada. La información, en tanto que sea verídica, es una parte destacada del gran cuerpo de la verdad. Me informáis que Euclides sostiene que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos. Sin embargo, yo no percibo la verdad contenida en esa proposición. Pero, decís, Euclides la ha demostrado. Esa demostración existe desde hace dos mil años y durante ese tiempo ha sido satisfactoriamente aceptada por todas las personas que la han comprendido. Sin embargo, yo sigo aún sin estar informado al respecto. El conocimiento de la verdad se aquilata por el acuerdo o el desacuerdo con los términos de una proposición. En tanto que yo desconozca los valores de referencia mediante los cuales han de ser comparados; en tanto ellos no sean mensurables para mi conocimiento, yo podré haber recibido una afirmación que me permitirá razonar quizá para deducir ulteriores conclusiones, pero sigo aún ignorante en cuanto al principio en sí, cuyo enunciado sólo conozco exteriormente.

Cada proposición tiene su propia evidencia intrínseca. Toda afirmación emana de ciertas premisas. De ellas depende su validez y no de otra cosa cualquiera. Si pudierais producir un milagro para probar que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos, yo persistiré en creer que esta proposición era verdadera o falsa antes de la exhibición del milagro y que no existió ninguna relación necesaria entre éste y los términos de aquella proposición. El milagro apartaría mi atención del problema real, que se debate en los límites de la razón, para llevarla al terreno extraño de la autoridad. En nombre de la autoridad invocada, yo podré aceptar precariamente vuestra proposición, pero, no podré decir que he comprendido su verdad intrínseca.

Pero esto no es todo. Las instituciones positivas no se contentan con requerir mi consentimiento a ciertos postulados, en consideración al respetable testímonio que refuerza su valor. Esto significaría, después de todo, un consejo emitido por personas dignas de respeto, consejo que yo puedo rechazar si no concuerda con el juicio madurado por mi propio entendimiento. Pero la naturaleza esencial de dichas instituciones hace que el consejo lleve implícita una sanción, una perspectiva de premio o de castigo que induce a la obediencia.

Se admite generalmente que las instituciones positivas deben dejarnos plena libertad en materia de conciencia, pero que pueden interferir en la órbita de mi conducta civil. Tal distinción ha sido hecha con excesiva ligereza. ¿Qué especie de moralista es aquél que no hace cuestión de conciencia de sus relaciones con los demás hombres? La referida distinción parece basarse en el supuesto de que es de gran importancia decidir si debo prosternarme hacia el este o el oeste; si he de llamar Jehovah o Allab al objeto de mi adoración; si he de pagar a un sacerdote vestido con sobrepelliz o con levita. Son éstas cuestiones acerca de las cuales una persona honesta debe ser rígida e inflexible. Pero en cuanto a si ha de ser tirano, esclavo u hombre libre; si ha de ligarse con múltiples juramentos que no podrá cumplir o si ha de observar estrictamente la verdad; si ha de jurar fidelidad a un rey de jure o de facto, al mejor o al peor de los gobiernos posibles; en cuanto a todas esas cuestiones, no hay inconveniente en someter su conciencia á las disposiciones de un magistrado civil.

La verdad es que no existe acto alguno de un ser racional que no caiga dentro de la órbita de la moral y respecto al cual no se halle obligado a dar cuenta a la propia conciencia.

Suponed, por ejemplo, que yo crea que mi deber me obliga a prestar una extrema atención a las confidencias que se formulan en conversaciones privadas. Afirmáis que existen ciertos casos que deben ser eximidos de esas curiosidades. Quizá yo crea que tales casos no existen. Si admito vuestro reparo, se abre un amplio campo de discusión acerca de cuáles merecen o no ser exceptuados. Es poco probable que coincidamos al respecto. Yo me niego a ser delator (condición que considero infame) contra mi mejor amigo y por ello la ley me acusará de traición, de felonía, de crimen y quizá me condene a la horca. En cambio, creo que determinado individuo es un villano de la peor especie, un ser peligroso para la sociedad y siento que es mi deber prevenir a otras personas, al pueblo entero, acerca de la perversidad de tal individuo. Por el hecho de publicar lo que conozco como verdadero acerca del mismo, la ley me acusará de difamación, de scandalum magnatum y de otros crímenes cuya complicada denominación ignoro.

Si el mal quedara ahí, no sería grave. Si todo se limitara a que yo sufriera determinada pena, incluso la de muerte, creo que sería tolerable. La muerte ha sido hasta hoy el destino común de los hombres y tarde o temprano habré de someterme a ella. La sociedad debe verse privada un día u otro de alguno de sus miembros, sean éstos valiosos o insignificantes. Pero el castigo no actúa sólo en sentido retrospectivo contra mí, sino también en sentido prospectivo, sobre mis conciudadanos y contemporáneos. Mi vecino sustenta igual opinión que yo acerca de la conducta que observaría si se hallara en mi caso; pero el ejecutor de la justicia pública se interpone, con un argumento sumamente poderoso, para convencerle de que ha equivocado el método en la estimación de la justicia abstracta.

¿Qué clase de convencidos se producirán con tan grosera lógica? Supongamos que he reflexionado profundamente acerca de la naturaleza de la virtud y que estoy persuadido de la observación de determinadas normas de conducta. Pero el verdugo, apoyado en una ley del Parlamento, asegura que estoy equivocado. Si yo adapto mis opiniones a su veredicto, mis actos, así como mi carácter, se verán profundamente modificados. Una influencia de esa índole es incompatible con la generosa magnanimidad del espíritu, con el ardiente celo en la búsqueda de la verdad, con la inflexible perseverancia en la difusión de la misma. Los países donde rige una perpetua interferencia de las leyes y decretos, por sobre la exposición de ideas y argumentos, ofrecen dentro de sus fronteras, sólo un conjunto de espectros humanos, no de hombres en el sentido moral. Jamás podremos juzgar acerca del verdadero ser de sus habitantes, basándonos en sus expresiones externas; ni podremos imaginar cómo serían si no conocieran otra obligación que la emanada del tribunal de la propia conciencia, si se atrevieran a hablar y a proceder de acuerdo con sus más sinceros pensamientos.

Es posible que la mayoría de los lectores encuentre actualmente pocos casos en que la ley interfiera en el cumplimiento concienzudo de nuestro deber. Muchos de esos casos serán revelados en el curso de esta investigación. Algunos otros se ofrecerán quizá a otra búsqueda más minuciosa. La ley positiva ha reducido tan eficazmente a los hombres a un modelo mental uniforme, que en muchos países apenas si pueden hacer algo más que repetir como loros lo que otros han dicho. La uniformidad de pensamiento puede producirse por dos medios diversos. Uno de ellos consiste en una vigorosa proyección del espíritu, que logra habilitar a una gran cantidad de personas a la captación de la verdad, con igual perspicacia. El otro consiste en la pusilanimidad o la indiferencia ante lo verdadero o lo falso, como consecuencia de las amenazas que penden sobre todo aquel que investigue sinceramente la verdad y que pretenda divulgar el fruto de su examen. Fácil es de percibir cuál de esos dos métodos es causante de la uniformidad que prevalece en nuestros días.

Si hay una verdad absolutamente incuestionable, es que el hombre depende de sus facultades en la determinación de lo justo y que se halla obligado a realizar todo lo que su conciencia califica de tal. Admitiríamos que un molde único de conducta sería beneficioso, si pudiera hallarse un molde semejante. Ese supuesto patrón infalible sería de poca utilidad en los asuntos humanos, a menos que pudiera inducir al razonamiento, al mismo tiempo que a la decisión, que iluminara la mente y estimulara la voluntad. Si un hombre se halla obligado a consultar exclusivamente a su propio juicio antes de actuar, deberá consultarlo asimismo antes de decidir si el caso en cuestión se halla o no conforme con los dictados de la conciencia. De tal modo, resulta que nadie se halla obligado a aceptar una norma de conducta, sino en la medida que ésta se halle acorde con los principios de justicia.

Tales son los fundamentos genuinos de la sociedad humana. La más inalterable armonía reinará entre los integrantes de la sociedad, incluso los individuos aislados, fuera de la misma, cuando cada cual escuche serenamente, los dictados de la razón. No dejamos de sufrir profunda pena, cuando de esa amplia concepción descendemos a la triste realidad actual, allí donde nos vemos obligados en cierto modo a apartarnos de tan hermosos principios. El ejercicio universal del juicio privado es una doctrina tan noble que el político sabio tratará de interferir sus manifestaciones tan levemente y en tan pocas ocasiones como sea posible. Consideremos ahora los casos que pueden considerarse como excepciones dentro de dicha doctrina. Lo haremos en forma ligera, puesto que cada uno de ellos será objeto de un estudio más detenido, en otras etapas de la presente investigación.

En primer lugar; se hace necesaria la intervención de un árbitro poderoso, cuando el proceder de un individuo amenaza traer consecuencias perjudiciales para sus vecinos y cuando la urgencia del caso no permite confiar en el lento proceso de las razones y los argumentos, dirigidos al entendimiento del perturbador. Suponed que un hombre ha cometido un asesinato o, para agravar el ejemplo, varios asesinatos. Habiendo transgredido tan gravemente las restricciones de conciencia que afectan a la mayoría de los hombres, es de presumir, por analogía, que aquel se hallará dispuesto a cometer nuevos crímenes. Por consiguiente, no parece existir violación del principio de juicio personal, en el hecho de someterlo a un determinado grado de restricción. Sin embargo, el caso ofrece ciertas dificultades que son dignas de ser tenidas en cuenta.

Ante todo, desde que admitimos como justo ese procedimiento, nuestra tarea inmediata consistirá en decidir el método que ha de permitirnos condenar o absolver en justicia a la persona acusada. Pero, como bien sabemos, no existen pruebas de evidencia que puedan considerarse infalibles. Los asuntos humanos se desarrollan siempre bajo el signo de la presunción y la probabilidad. El culpable debe ser identificado por un testigo ocular y éste puede hallarse equivocado. Debemos contentamos, pues, con pruebas presuntas en cuanto a la intención y a veces también en cuanto al hecho en sí. Es fácil de imaginar la inevitable consecuencia. Y no es ciertamente un hecho trivial el someter a un inocente a la vindicta pública, haciéndole sufrir el castigo inherente a los más espantosos crímenes.

Por otra parte, la propia acción externa es susceptible de los más diversos matices del vicio o de la virtud. Hay quien comete un asesinato para suprimir a un molesto observador de sus infames acciones y para sustraerlas así al conocimiento público. Otro, porque no pudo soportar la valiente sinceridad con que se le reprocharon sus vicios. Un tercero fue impulsado al crimen por su insoportable envidia ante el mérito superior. Un cuarto, porque sabía que su adversario se disponía a causarle enorme daño y no halló otro medio de prevenirlo. Un quinto, en defensa de la vida de su padre o del honor de su hija. Cada uno de esos hombres, salvo quizá el último, pudo actuar, ya sea por impulso momentáneo o por uno de los infinitos grados y matices de la premeditación. ¿Fijaréis un castigo único para esas distintas variedades de acción criminal? ¿Pretenderéis medir exactamente en cada caso la cantidad de mal causado e inventar una forma de castigo equivalente al mismo? Estrictamente hablando, no hubo jamás dos crímenes iguales. Pero he ahí que interviene la ley con su lecho de Procusto, nivela todos los caracteres y pisotea todas las diferencias.

Finalmente, el castigo no es el modo más apropiado para corregir los errores de los hombres. Se afirmará que el único fin del castigo consiste precisamente en corregir al culpable. Esta cuestión será discutida más adelante. Suponed que he realizado algo que en sí mismo es malo, pero que yo considero justo; o que he cometido una acción que generalmente considero repudiable, pero que he tenido suficiente firmeza de conciencia para resistir una tentación poderosa. No puede dudarse que el mejor modo de llevar a la mente de una persona la verdad que ignora o de imprimir en su espíritu una convicción más profunda acerca de algo que ya conoce, consiste en apelar a su razón. No será adecuada a ese objeto una exhortación agresiva y plena de reproches, pues en lugar de apaciguar la pasión, contribuirá a excitarla; en lugar de iluminar el entendimiento, lo nublará más aún. Hay, sin duda, un modo de expresar la verdad con tanta benevolencia que impone la atención y con tanta claridad que lleva fácilmente a la convicción.

El castigo despierta inevitablemente, en quien lo sufre, una sensación de injusticia. Supongo que de ese modo queréis convencerme de la verdad de una proposición, que yo considero falsa. Puesto que el castigo no participa de la cualidad del argumento, no puede producir convicción. Es simplemente el nombre especioso de una realidad consistente en imponer la fuerza a un ser más débil. Y la fuerza no es ciertamente el equivalente de la justicia, ni debe primar sobre el derecho, tal como lo asevera un dicho común. El caso de castigo a que aquí nos referimos es aquel en que dos personas difieren de opinión y una de ellas pretende que la razón se halla de su parte, por el hecho de que sus brazos son más musculosos o porque supera a su contrincante en el manejo de las armas.

Pero suponed que yo estoy convencido de mi error, pero que mi convicción es superficial y fluctuante, siendo vuestro propósito convertirla en profunda y permanente. Sin duda, existen argumentos adecuados a ese propósito. ¿O es que vuestras razones son de valor dudoso y pretendéis suplir con los golpes la deficiencia de vuestra lógica? Si así es, vuestra posición es indefendible. La apelación a la fuerza constituye implícitamente una confesión de estulticia. El que recurre a la violencia, reconoce de hecho que no se halla plenamente identificado con la esencia de la verdad que pretende imponer, en el supuesto que se trate realmente de la verdad. Si hay alguien que, sufriendo un castigo, no tiene la sensación de una injusticia, ha de ser porque su espíritu ha sido previamente embrutecido por la esclavitud y su conciencia acerca del bien y del mal ha sido borrada por los rigores de una permanente opresión.

El caso no mejora por el hecho que el castigo no persiga la corrección de quien lo sufre, sino el ejemplo aleccionador para los demás. Surge, por el contrario, una nueva dificultad, en cuanto a si tenemos derecho a imponer penas a unos, con el objeto de desarraigar los vicios o mejorar la conducta de otros. El sufrimiento es aquí, desde luego, involuntario. Y aunque la voluntad no puede alterar la naturaleza de la injusticia, debe admitirse que el que sufre voluntariamente, tiene al menos la ventaja de la conciencia de su finalidad. El que sufre, no ya para su propia corrección, sino para beneficio moral de otros, se halla en ese aspecto en la situación de una persona inocente, injustamente castigada. He de observar aquí que no entiendo por inocencia un equivalente de virtud. La inocencia es una cualidad neutra, equidistante del bien y del mal. Indudablemente, es preferible que sea eliminado un individuo inútil a la sociedad, antes que una persona de mérito eminente; un ser que puede ser perjudicial, antes que otro cualquiera. He dicho que puede ser perjudicial, pues siendo irrevocable el mal ya cometido, no entra en cuenta y sólo hemos de preocuparnos de la posibilidad de reincidencia. En ese sentido, un hombre que sufre un castigo, se halla a menudo en el mismo nivel que muchos comúnmente llamados inocentes.

Debemos reconocer que en ciertos casos es justificable que personas inocentes sufran por el bien general. Pero ésta es una cuestión de muy delicada naturaleza y un severo moralista sentirá siempre profunda repugnancia ante la idea de condenar a muerte a un semejante, en beneficio de los demás.

En el caso del castigo a título de ejemplo, ocurre la misma situación que cuando se pretende corregir a la persona castigada. En el fondo se trata del propósito de atemorizar, pretendiendo imponer la verdad bajo amenaza de sanciones. Este método tiene pocas probabilidades de hacer a los hombres más sabios y prudentes. En cambio, no deja de convertirlos en seres temerosos, hipócritas y corrompidos.

No obstante todas esas objeciones, será difícil hallar un país cuyos habitantes pudieran prescindir de la función punitiva, sin menoscabo de su seguridad. El carácter de los hombres suele caer en tal relajamiento, sus estallidos suelen ser ocasionalmente tan salvajes y detestables, que con frecuencia se requiere algo más que argumentos para contenerlos. Su sensibilidad ante la razón suele ser tan tosca, que el más sabio se estrellará ante el afán perentorio de conseguir un objeto determinado. Mientras yo me detengo tratando de razonar con el ladrón, con el asesino, con el opresor, éstos urden nuevos actos de devastación y preparan nuevas violaciones de los principios de sociabilidad humana. Serán deleznables los resultados que obtengamos de la abolición del castigo, si no eliminamos antes las causas de tentación, que hacen el castigo necesario. Entretanto, los argumentos expuestos son suficientemente válidos para demostrar que el castigo es siempre un mal y para persuadirnos de que no debemos recurrir a él, salvo en casos de evidente necesidad.

Los demás casos en que se justifica la intervención del poder colectivo de la sociedad, pasando por encima del juicio privado, ocurren cuando es preciso hacer frente a la violencia de un enemigo interior o rechazar los ataques de un invasor extranjero. Como en el caso anterior, son múltiples los males que surgen de la usurpación de la facultad de juicio personal. No es justo que yo contribuya a determinada empresa, una guerra, por ejemplo, que considero inicua. ¿Debo echar mano a la espada para repeler la desenfrenada agresión de un enemigo? La misma cuestión se plantea cuando se trata de contribuir a ese objeto con mi fortuna, producto quizá de mi trabajo personal, si bien la costumbre hace esa contribución más aceptable que la anterior.

La consecuencia de todo ello consiste en una degradación del carácter y una relajación de principios, que afecta a quienes se convierten en instrumento de acciones que su conciencia desaprueba. Una vez más, se produce lo que ya señalamos anteriormente, de un modo general. El espíritu humano se siente comprimido y enervado, hasta el punto que ofrece escasa semejanza consigo mismo, despojado de restricciones. Como reflexión adicional, cabe observar que las frecuentes y obstinadas guerras que están asolando a la humanidad, serían quizá eliminadas por completo si fueran sostenidas sólo por la contribución voluntaria de quienes aprueban sus motivos y finalidades.

La objeción que ha permitido hasta ahora desconocer prácticamente las razones antes expuestas, reside en la dificultad para conducir una gestión que interesa a millones de personas, mediante un instrumento tan precario como el juicio personal. Los hombres con quienes nos relacionamos actualmente en la sociedad tienen el carácter tan contaminado, sufren en su espíritu un egoísmo tan estrecho, que sería casi inevitable que, en caso de adoptarse un sistema de aporte voluntario, las personas más generosas contribuyan en la más amplia proporción, en tanto que los mezquinos y avarientos, aún cuando con nada contribuyeran al acervo común, reclamen su plena participación en los beneficios. Si queremos conciliar una perfecta libertad con el interés del conjunto social, debemos proponer al mismo tiempo los medios adecuados para extirpar el egoísmo y la maldad de la sociedad humana. Hasta donde tales medios son posibles, será el objeto de nuestras posteriores consideraciones.

Libro III: Principios de gobierno

Capítulo primero: Diversos sistemas políticos

En el curso de nuestra investigación acerca de la naturaleza de la sociedad, hemos afirmado que, en ciertas circunstancias, puede ser justificable reemplazar el juicio personal por razones de bien público y controlar los actos del individuo en nombre de las necesidades de la colectividad. Constituye, pues, motivo de un interesante examen, el determinar cómo son originadas esas instituciones colectivas o, en otros términos, determinar el origen de los sistemas políticos.

Existen tres hipótesis principales a ese respecto. En primer lugar, se ha sustentado el sistema de la fuerza, de acuerdo con el cual se ha sostenido que, puesto que es inevitable que la gran mayoría de los hombres se halle sujeta a un poder coercitivo, es lógico que éste se halle en manos de los individuos que disponen del mismo, en razón de ser los más fuertes o los más audaces, hallando además su justificación en el hecho natural de la desigualdad física y mental de los hombres.

Hay otros pensadores que hacen derivar todo poder gubernamental del derecho divino, afirmando que los hombres deben hallarse siempre bajo la tutela providencial del ser infinito y todopoderoso al que deben su existencia y considerando que debemos obediencia a los gobernantes civiles, en tanto que depositarios de un poder conferido por el Hacedor Supremo.

El tercer sistema es el que ha sido comúnmente aceptado y mantenido por los amigos de la igualdad y la justicia; el que supone que los miembros de la sociedad han constituído un contrato con sus gobernantes y funda la autoridad de éstos en el consentimiento de los gobernados.

Podemos fácilmente descartar las primeras dos hipótesis. La doctrina de la fuerza constituye de por sí una completa negación de la justicia abstracta e inmutable, al sostener que cualquier gobierno tiene razón puesto que dispone de la fuerza necesaria para imponer sus decisiones. De hecho, elimina por la violencia toda ciencia política y tiende a obligar a los hombres a soportar pasivamente todos los males colectivos que los aquejan, sin estimular su espíritu en la busca de un remedio. La segunda hipótesis es de naturaleza equívoca. O bien coincide con la primera, afirmando que todo poder existente es de origen divino o bien se inhibe de formular un juicio hasta tanto sea posible demostrar que determinado gobierno tiene o no el derecho a invocar la autorización suprema. El criterio de la autoridad patriarcal tiene poco valor, puesto que difícilmente puede descubrirse un legítimo heredero de ella. Si creemos que la justicia y la utilidad son pruebas de aprobación divina, no tendremos mucho que objetar. Pero, por otra parte, nada se ganaría con tal hipótesis, puesto que también los que no invocan el derecho divino están acordes en que un gobierno que actúa de acuerdo con los preceptos de justicia y de utilidad común, es un gobierno legítimo.

La tercera doctrina requiere por nuestra parte una mayor atención. Si algún error se desliza en apoyo de la verdad, es de sumo interés descubrirlo. Nada puede ser más importante que separar el error y el prejuicio de la razón y la verdad contenidas en un argumento sano. Allí donde lo uno y lo otro ha sido confundido, la causa de la verdad debe necesariamente resultar perdedora. En cambio, lejos de ser perjudicada por la disolución de una alianza antinatural, ella adquirirá por tal motivo mayor eficacia y brillo.

Capítulo segundo: Del contrato social

Las premisas esenciales de la doctrina del contrato social sugieren de inmediato varias y difíciles cuestiones. ¿Cuáles son las partes contratantes? ¿En nombre de quiénes convienen el contrato, sólo de ellos mismos o de terceros? ¿Por cuánto tiempo rigen sus estipulaciones? Si la validez del contrato requiere el consentimiento de cada individuo, ¿cómo se otorgará tal consentimiento? ¿Habrá de ser un consentimiento tácito o expreso?

Poco se habría ganado para la causa de la justicia y la igualdad, si nuestros antepasados, al establecer la forma de gobierno bajo la cual les agradaba vivir, hubieran enajenado al mismo tiempo la independencia y la libertad de elección de sus descendientes, hasta el fin de los siglos. Pero si el contrato debe ser renovado en cada generación, ¿qué períodos se fijarán al efecto? Si estoy obligado a someterme al gobierno establecido, hasta que llegue mi turno de intervenir en su constitución, ¿en qué principio se funda mi consentimiento? ¿Acaso en el contrato que aceptó mi padre antes de mi nacimiento?

En segundo lugar, ¿cuál es la naturaleza del consentimiento que me obliga a considerarme súbdito de determinado gobierno? Se afirma generalmente que basta para ello la aquiescencia tácita que se deriva del hecho de vivir en paz, bajo la protección de las leyes. Si esto fuera cierto, estaría demás toda ciencia política, toda discriminación entre buena y mala forma de gobierno, aun cuando se trate de un sistema inventado por el más vil de los sicofantes. De acuerdo con semejante hipótesis, todo gobierno que es pasivamente soportado por sus súbditos, es un gobierno legal, desde la tiranía de Calígula hasta la usurpación de Cromwell. La aquiescencia no es generalmente otra cosa que la elección, por parte del individuo, de lo que considera un mal menor. En muchos casos ni siquiera llega a ser esto, puesto que los campesinos y los artesanos, que constituyen el grueso de la población de un país, raras veces disponen de la posibilidad de comunicarse mutuamente sus opiniones. Hay que observar, además, que la doctrina de aquiescencia concuerda escasamente con las opiniones y las prácticas políticas corrientes. Lo que se llama derecho de gentes, descansa con menos fuerza en la lealtad de un extranjero que se instala entre nosotros, si bien su aquiescencia suele ser más completa; cuando los habitantes de un país se trasladan a un territorio deshabitado continúan bajo la autoridad del gobierno de la madre patria, mientras que, si emigran a un país políticamente constituído, se hallarán bajo la autoridad del gobierno local, si bien serán castigados por la ley si tomaran las armas contra su país nativo. Así, pues, la aquiescencia difícilmente puede convertirse en consentimiento expreso, en tanto los individuos afectados no tengan el conocimiento preciso de las autoridades a quienes deben hacer manifestación de lealtad.[18]

Locke, el gran campeón de la doctrina del contrato original, tuvo conciencia de esa dificultad al observar que un consentimiento tácito obliga ciertamente a todo individuo a obedecer las leyes de todo gobierno en tanto disfrute de algún bien o de alguna ventaja bajo la jurisdicción de dicho gobierno; pero nada puede convertir al individuo en miembro activo de una comunidad, salvo su compromiso personal, resultante de un convenio expresamente celebrado.[19] He ahí una distinción singular. Ella significa, en definitiva, que basta un consentimiento tácito, de la índole indicada, para hacer a un hombre pasible de regulaciones penales de la sociedad, en tanto que, para disfrutar de sus correspondientes ventajas, se requiere su consentimiento formal.

Una tercera objeción contra la teoría del contrato social surge cuando tratamos de fijar el alcance de las obligaciones contractuales, aun admitiendo que todos los miembros de la comunidad las hayan contraído solemnemente. Supongamos, por ejemplo, que en el momento de alcanzar la mayoría de edad soy llamado a manifestar mi asentimiento o mi disconformidad respecto a las leyes e instituciones vigentes, ¿durante cuánto tiempo estaré ligado a mi declaración? ¿He de prescindir acaso durante el resto de mi vida de todo nuevo conocimiento respecto a tales cuestiones? Y si no ha de ser por toda la vida, ¿por qué ha de serlo durante Un año, un mes o siquiera durante una hora? Si mi juicio deliberado y mi efectiva aceptación no tienen prácticamente valor, ¿en qué sentido podrá afirmarse que un gobierno legal se funda en mi consentimiento?

Pero la cuestión relativa al tiempo no constituye la única dificultad. Si reclamáis mi asentimiento a una proposición dada, es necesario que ésta sea formulada en forma clara y sencilla. Son tan profusas las variantes del entendimiento humano en todas las cuestiones que se refieren a nuestra vida colectiva, que existen pocas probabilidades de que dos hombres lleguen a un acuerdo preciso acerca de diez proposiciones sucesivas que por su naturaleza sean materia de discusión. ¿No es entonces extraordinariamente absurdo que me presenten los cincuenta volúmenes que contienen las leyes de Inglaterra, a fin de que exprese de inmediato mi opinión acerca de su contenido?

Pero el contrato social, considerado como fundamento de la sociedad civil, requiere de mí algo más. No sólo estoy obligado a expedirme acerca de todas las leyes actualmente en vigencia, sino también sobre todas las que habrán de dictarse en el futuro. Fue por ese concepto de la cuestión al delinear las consecuencias del contrato social, que Rousseau se vió obligado a afirmar que la soberanía que reside en el pueblo, no puede ser delegada ni alienada. La esencia de la soberanía es la voluntad general y la voluntad no puede ser representada. O bien es una o bien es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son sus representantes; sólo son sus comisarios. Las leyes que el pueblo mismo no ratifica, no tienen validez; son leyes nulas.[20]

Se ha procurado resolver las dificultades aquí expuestas, por parte de algunos partidarios del sistema y amigos de la libertad, proponiendo la celebración de plebiscitos. Estos deberían realizarse en los diversos distritos de la nación, como requisito indispensable para la aprobación de toda ley de importancia constitucional. Pero se trata de un remedio fútil y aparente. Por su propia índole, los plebiscitos deben limitarse a la indiscriminada aceptación o rechazo de la ley. Existe una enorme diferencia entre la deliberación inicial y el subsiguiente ejercicio formal del veto. La primera contiene un poder efectivo, mientras que la segunda significa sólo una sombra de poder; por otra parte, los plebiscitos constituyen un modo precario y equívoco de conocer el sentimiento de la nación. Se efectúan generalmente de un modo sumario y tumultuoso, después de haber sido preparados en medio de una viva agitación de partidos. Las firmas que se obtienen, se obtienen por medios accidentales o indirectos, siendo lo más corriente que la gran mayoría de los que concedieron la suya, ignoren en absoluto la cuestión en debate o sean totalmente indiferentes a ella.

Finalmente, si el gobierno se funda en el consentimiento del pueblo, no puede haber autoridad sobre ninguna persona que niegue tal consentimiento. Si la aceptación tácita es insuficiente, menos aún debo considerarme obligado por una medida contra la cual he manifestado mi expresa oposición. Esta conclusión surge necesariamente de las citadas observaciones de Rousseau. Si el pueblo o los individuos que constituyen el pueblo no pueden delegar su autoridad en un representante, tampoco puede un individuo aislado delegar su autoridad en la mayoría de una asamblea de la que forma parte. Las normas que han de regular mis acciones son materia de consideración enteramente personal y nadie puede transferir a otro la responsabilidad de su conducta y la determinación de sus propios deberes. Pero esto nos lleva nuevamente al punto de partida. Ningún asentimiento nos libra de la obligación moral. Constituye ésta una especie de propiedad que no podemos enajenar y a la que no podemos renunciar y, por consiguiente, es inadmisible que un gobierno derive su autoridad de un contrato original.

Capítulo tercero: De las promesas

El principio básico de la idea del contrato original consiste en la obligación de cumplir nuestras promesas. Equivale en este caso al razonamiento de que si hemos prometido obediencia a un gobierno, estamos obligados a obedecerlo efectivamente. Será necesario, pues, inquirir acerca de la obligación de observar las promesas.

Hemos establecido ya que la justicia es la suma del deber moral y del deber político. ¿Es la justicia de naturaleza precaria o inmutable? Sin duda, es inmutable. En tanto los hombres sean hombres, la conducta que estoy obligado a observar para con ellos será la misma. Un hombre bueno será siempre digno de mi cooperación y apoyo; el malo será siempre censurable; el hombre vicioso será siempre objeto de amonestación o de repudio.

¿A qué se refiere, pues, la obligación de la promesa? Lo que he prometido puede ser justo, injusto o indiferente. Pocos son los actos de la conducta humana que caen bajo esta última denominación, y cuanto mayores sean nuestros adelantos en ciencia moral, ellos se verán aún más reducidos. Dejándolos a un lado, consideremos sólo aquellos que comprendemos bajo las dos primeras calificaciones. Yo he prometido realizar algo que es justo y verdadero. Es indudable que debo cumplirlo. ¿Por qué? No precisamente porque lo he prometido, sino porque lo prescribe la justicia. He prometido entregar una suma de dinero para un fin encomiable y útil. Pero en el intervalo entre mi promesa y su cumplimiento, ha surgido un objetivo más grande y noble, que reclama imperiosamente mi cooperación. ¿Cuál de esos fines debo preferir? Aquel que tenga más méritos para la elección. La promesa no altera lo fundamental de la cuestión. Debo guiarme por el valor intrínseco de cada caso y no por consideraciones externas, de cualquier especie que sean. Ningún compromiso que yo haya contraído será capaz de cambiar el mérito inherente a cada objeto.

Todo eso ha de ser sumamente claro para el lector que me haya seguido en mis razonamientos iniciales acerca de la naturaleza de la justicia. Si cada chelín de nuestro haber, cada hora de nuestro tiempo y cada facultad de nuestro espíritu, han recibido su respectivo destino, no quedará lugar reservado para la eventualidad de las promesas. Es necesario proceder siempre de acuerdo con los principios de la justicia, hayamos prometido o no hacerlo. Si descubrimos que una acción es injusta, debemos abstenernos de realizarla, sea cual sea la solemnidad con que nos hayamos comprometido a ello. Si hemos estado errados o faltos de información en el momento de formular la promesa, esto no constituye una razón suficiente para ejecutar algo de cuya naturaleza perniciosa hemos adquirido conciencia.

Pero, se dirá, si no se han de formular promesas o si una vez formuladas no han de cumplirse, ¿cómo se regirán los negocios de la comunidad? Se regirá sin dificultades por los seres racionales e inteligentes actuando como seres inteligentes y racionales. Una promesa sería ciertamente algo inocente si se entendiera sólo como declaratoria de intención y no excluyera los nuevos aspectos de la cuestión que involucra. Pero aún en su sentido restringido, dista mucho de ser indispensable. ¿Por qué ha de suponerse que los negocios de la sociedad marcharán mal si mi vecino no cuenta con más ayuda que la que puedo razonablemente proporcionarle? Si soy hombre honesto, esta condición será harto suficiente al efecto y no querrá contar con ninguna otra, si es igualmente honesto. Si, por el contrario, yo fuese deshonesto, si no me sintiera obligado por la razón y la justicia, menguada ventaja obtendría mi prójimo al invocar la ayuda de un principio fundado en el error y el prejuicio. Sin contar que, aún cuando se obtuviera algún beneficio en ciertos casos particulares, ello sería grandemente contrarrestado por el mal ejemplo de un precedente inmoral ...

Podrá sostenerse que es esencial para las diversas formas de relaciones humanas, contar con cierta interdependencia de carácter permanente, que es posible sobre la base de compromisos establecidos al efecto. Esta afirmación sería más exacta si dijéramos que es necesario, en cada caso particular que surge de esas relaciones, discernir con atención acerca de lo útil o lo inútil, de lo bueno o lo malo que pueda brotar de nuestra conducta. De todo ello se desprende con toda evidencia que, en cuanto al gobierno de nuestra conducta, debemos abstenernos, en todo lo posible, de formular promesas o declaraciones susceptibles de crear cierta expectación en los demás. Procede erróneamente el que ofrece con ligereza la impresión de que ajustará su futuro proceder, no a las ideas que dominen su mente en el preciso momento de la acción, sino a las que albergara en la cuestión dada en algún momento anterior. La obligación que tenemos respecto a nuestra conducta futura, consiste en actuar invariablemente de acuerdo con la justicia; no por el hecho de haber cometido un error debemos necesariamente hacemos culpables de otro.

Capítulo cuarto: De la autoridad política

Habiendo rechazado las hipótesis comúnmente aducidas para justificar el origen del gobierno, dentro de los principios de justicia social, vemos si no es posible lograr el mismo objeto mediante un claro examen de las razones más evidentes del caso, sin necesidad de recurrir a especulaciones sutiles ni a un complicado proceso de pensamiento. Si el gobierno ha sido establecido por las razones que ya se conocen, el principio esencial que puede formularse, en relación con su forma y estructura, es el siguiente: puesto que el gobierno es una gestión que se cumple en nombre y beneficio de la comunidad, es justo que todo miembro de la misma participe de su administración. Varios son los argumentos que dan fuerza a esta premisa.

  1. No existe un criterio racional que asigne a un hombre o a un grupo de hombres el dominio sobre sus semejantes.

  2. Todos los hombres participan de la facultad común de la razón, y es posible suponer que tengan asimismo contacto con esa gran preceptora que es la verdad. Sería erróneo prescindir, en una cuestión de tan destacada importancia, de cualquier aporte del saber adicional; es difícil determinar, por otra parte, sin la prueba de la experiencia, los méritos y cualidades de un individuo, en cuanto a su contribución a la marcha mú beneficiosa de los intereses comunes.

  3. El gobierno es un instrumento creado para la seguridad de los individuos; es justo, pues, que cada cual contribuya con su parte a la propia seguridad y al mismo tiempo es conveniente a fin de evitar así toda parcialidad y malicia.

  4. Finalmente, dar a cada hombre participación en los negocios públicos, significa acercarse a esa admirable idea que jamás hemos de abandonar: la del libre ejercicio del juicio personal. Cada uno se sentiría inspirado por la conciencia de su propio valer, desapareciendo para siempre esos sentimientos de sumisión que deprimen el espíritu de algunos seres, frente a quienes se consideran superiores.

Admitiendo, pues, el derecho de cada ciudadano a desempeñar su parte en la dirección de los asuntos de la comunidad, será preciso que todos concurran a la elección de una Cámara de representantes, si se trata de un vasto país. Y aún cuando se tratase de una comunidad pequeña, deberá cada uno intervenir en la designación de administradores y funcionarios, lo que implica, desde luego, una delegación de autoridad en esos funcionarios; en segundo lugar, representa un consentimiento tácito o, mejor dicho, una admisión precisa de que las cuestiones en debate serán sometidas a las decisiones de la mayoría.

Pero contra esa forma de delegación pueden oponerse las mismas objeciones que expone Rousseau en su Contrato Social, las que hemos citado en un capítulo anterior. Cabe alegar, en efecto, que, si cada individuo ha de conservar el ejercicio de su juicio personal, no puede en modo alguno abandonar esa función en manos de otro.

A esas objeciones puede responderse, en primer término, que no existe realmente un completo paralelo entre el ejercicio del juicio personal, en un caso que afecta concretamente a una persona, y la aplicación del mismo principio a las cuestiones que se refieren a los problemas de un gobierno, la necesidad de cuya coexistencia se ha admitido. Dondequiera que exista gobierno, debe haber una voluntad superior a la voluntad de los individuos. Es absurdo suponer que todos los miembros de una sociedad coincidirán en cuanto a las múltiples medidas que es necesario aceptar en el cuidado de los intereses comunes. La misma necesidad que justifica el empleo de la fuerza para reprimir la injusticia que cometen algunos individuos, requiere que la opinión de la mayoría dirija esa fuerza, debiendo la minoría, o bien separarse de la comunidad o bien esperar pacientemente que sus opiniones maduren y sean admitidas por la mayor parte de los ciudadanos.

En segundo lugar, la delegación no es, como pudiera creerse a primera vista, un acto mediante el cual un hombre encarga a otro el cumplimiento de una función, cediendo al mismo tiempo toda su responsabilidad al respecto. La delegación, por el contrario, en tanto que se concilia con la justicia, tiene por objeto un fin de bien general. Los individuos en quienes recae el cargo, son los más indicados por sus cualidades y por el tiempo de que disponen, para el cumplimiento de la función encomendada; o bien el interés público requiere que tal función sea cumplida por una persona o por varias, antes que por todos los ciudadanos. Esto sucede en los casos corrientes de delegación, tales como la prerrogativa de las mayorías, la elección de una Cámara de representantes o el nombramiento de funcionarios públicos. Toda disputa acerca de quién realizará cierta tarea resulta fútil, desde que se ha establecido ya claramente quiénes o en qué forma deberán hacerlo. Tiene poca importancia que yo sea el padre de un niño, desde que ha quedado establecido que éste será mejor atendido bajo la dirección de un extraño.

En otro aspecto de la cuestión, es erróneo imaginar que el derecho de castigarme cuando mi conducta es perjudicial a los demás, surge de una delegación de mi parte. La justicia del empleo de la fuerza cuando todos los medios de convicción resultan insuficientes, es previa a la existencia de la sociedad, si bien no habría que recurrir a ella más que en casos de absoluta necesidad. Y cuando esos casos ocurren, es deber de todo hombre defenderse contra una violación de la justicia. No es necesaria, pues, una delegación por parte del trasgresor, puesto que la comunidad, en su función de censura sobre los individuos, ocupa el lugar de la parte ofendida.

Es probable que algunos piensen que esta doctrina acerca de la solución de los problemas comunes por deliberación colectiva, se asemeja considerablemente a la doctrina del contrato social, en relación con la base justa del gobierno. Consideremos, pues, las efectivas diferencias que existen entre ambas doctrinas.

Ante todo, la doctrina de la deliberación es de naturaleza prospectiva y no retrospectiva, como lo es la del contrato social. ¿Trátase de adoptar alguna medida relacionada con el futuro de la comunidad? La necesidad de deliberación conjunta surge como el modo más adecuado para decidir la cuestión. ¿Se trata de que yo preste acatamiento a una medida previamente adoptada? En ese caso no tengo nada que ver con la consideración de cómo dicha medida fue originada, salvo allí donde el principio de deliberación común ha sido adoptado como norma permanente y la cuestión planteada consista en oponerse a toda alteración de este principio. En el caso del impuesto marítimo aplicado bajo el Rey Carlos 1, fue sin duda justa la resistencia organizada contra dicha gabela, pues aún suponiendo que ésta fuese en sí misma equitativa, no había sido sancionada por el poder que tenía autoridad para hacerlo, si bien esta razón pueda parecer insuficiente en los países donde no rige el principio de impuesto representativo.

Aparte de estas consideraciones, no debe resistirse ninguna medida a causa de los inconvenientes que de ella pueden derivarse. Si la medida es justa, merece nuestro fiel acatamiento y nuestro celoso apoyo. Si hay en ella una injusticia, tenemos la obligación de resistirla. Mi situación, en ese sentido, no es de ningún modo distinta de la que fue señalada anteriormente, en el caso de cualquier gobierno organizado. Ahora, como antes, la justicia es merecedora de mi pleno asentimiento y la injusticia merecedora de mi absoluta desaprobación. La una y la otra jamás tendrán sobre mí igual autoridad, mientras las cualidades que las distinguen respectivamente continúen siendo inalterables. La medida de mi resistencia ha de variar según las circunstancias, debiendo ser objeto, cada caso, de una consideración particular.

La diferencia entre la doctrina aquí sustentada y la del contrato social, será mejor comprendida si se recuerda lo dicho acerca de la naturaleza y la validez de las promesas. Si la promesa constituye siempre un medio equívoco para ligar a un hombre a un determinado modo de acción, será sin duda especioso el argumento que me obligue a regular mis actos de acuerdo con cierta decisión, por el hecho de haberla aceptado oportunamente. Es imposible imaginar un principio de más funestas consecuencias que el que nos enseña a desechar nuestra futura sabiduría en nombre de la locura del pasado y a guiar nuestros actos por los errores a que nuestra ignorancia nos ha inducido, en vez de consultar, libres de prejuicios, el código de la eterna verdad. En tanto el asentimiento previo sea una norma admitida, la justicia abstracta se convierte en materia indiferente. Desde que se considera que la justicia debe orientar mi conducta, será vano pretender que los convenios y los pactos participen de la autoridad de aquella.

Hemos hallado que el paralelismo entre las funciones del juicio personal y las de la deliberación colectiva, es en cierto sentido incompleto. En otros aspectos, en cambio, existe una analogía sorprendente. Trataremos de ilustrar nuestro concepto de las últimas, apelando a ejemplos tomados de las primeras. En unos casos como en otros rige el mismo principio de justicia, que nos lleva al ejercicio de nuestra libre decisión. Ningún individuo puede alcanzar grado alguno de perfección moral o intelectual, si no dispone de juicio independiente. Ningún Estado puede ser felizmente administrado si no realza constantemente la práctica de la deliberación común, en todas las medidas de interés general que sea necesario adoptar. Pero si bien el ejercicio general de esas facultades encuentra su fundamento en la injusticia inmanente, ello no significa que la justicia vindique en igual grado todas las aplicaciones particulares de las mismas. El juicio privado y la deliberación pública no constituyen de por sí cartabones acerca de lo justo y de lo injusto. Sólo son medios para descubrir el bien o el mal, comparando determinadas proposiciones concretas con los postulados esenciales de la verdad eterna.

Ha sido abundantemente encomiada la idea de una gran nación que ofrece el magnífico espectáculo de decidir acerca de su propio destino, de acuerdo con los más notables principios públicos y de la más alta magistratura, proclamando las decisiones del pueblo, después que éste hizo oír su voz. Pero no obstante, hay que recordar que el valor de esas decisiones depende de la calidad intrínseca de las mismas. La verdad no puede ser más verdadera en razón del número de sus adeptos. No es menos sublime el espectáculo de un hombre solitario que rinde su inflexible testimonio en favor de la justicia, en contra de millones de sus extraviados conciudadanos. Dentro de ciertos limites, debemos reconocer, sin embargo, la grandeza de aquella exhibición colectiva. El hecho que una nación se atreva a vindicar sus funciones deliberativas, constituye un importante paso hacia adelante, paso que necesariamente ha de repercutir en el perfeccionamiento de los individuos. El hecho de que los hombres se unan en la afirmación de la verdad, constituye una grata demostración de su condición virtuosa. Finalmente, cuando un individuo, por grande que sea su convencional eminencia, se ve obligado a ceder en sus principios particulares ante el sentimiento de la comunidad, tenemos al menos la apariencia de la aplicación de ese gran principio según el cual toda consideración privada debe ceder ante el bien común.

Capítulo quinto: De la legislación

Después de haber examinado ampliamente la naturaleza de las funciones políticas, será necesario dedicar aquí algunas consideraciones a la cuestión de la legislación. ¿Quién tiene autoridad para hacer leyes? ¿Cuáles son las condiciones que determinan que un hombre o un cuerpo colegiado se halle investido de la facultad de legislar para los demás?

La respuesta a estas cuestiones es muy sencilla: la legislación, tal como ha sido generalmente comprendida, no es de competencia humana. La razón es el legislador único y sus decretos son irrevocables y uniformes. Las funciones de la sociedad se concretan a interpretar la ley, no a crearla. Aquella no puede decretar, sino simplemente expresar lo que la naturaleza de las cosas ha establecido de antemano y lo que fluye irresistiblemente de las circunstancias de cada caso. Dice Montesquieu que en un Estado libre, cada ciudadano será su propio legislador.[21] Ello sólo es cierto, dejando a un lado las funciones de la comunidad, dentro de los límites que acabamos de expresar. Corresponde a la conciencia juzgar no a modo de un cadi asiático, que decide de acuerdo al flujo y reflujo de sus pasiones, sino a modo de un juez británico, que no hace leyes nuevas, sino que aplica concienzudamente las que encontró ya hechas.[22]

Corresponde hacer la misma distinción respecto al ejercicio de la autoridad. Todo poder político es, estrictamente hablando, de naturaleza ejecutiva. Constituye actualmente una necesidad, en relación con los hombres tales como son al presente, que algunas veces sea empleada la fuerza para reprimir la injusticia. Por las razones expuestas, ha de procurarse que aquella sea aplicada lo menos posible en la comunidad. El poder de que ésta dispone debe servir al apoyo público de la justicia. Pero tan pronto la comunidad se aparte en el más mínimo grado del gran principio de justicia de que deriva su autoridad, ella se colocará de hecho al nivel del más pernicioso de los individuos y cada cual tendrá la obligación de resistir sus decisiones.[23]

Capítulo sexto: De la obediencia

Habiendo profundizado[24] en la justa y legítima fuente de la autoridad, dedicaremos nuestra atención a lo que corrientemente se considera su correlativo: la obediencia. Este ha sido siempre un tema de difícil elucidación, tanto en lo que respecta al grado y extensión de la obediencia como al origen de nuestra obligación de obedecer.

La verdadera solución se hallará probablemente si observamos que la obediencia no es el correlativo necesario de la autoridad. El objeto del gobierno, como ha sido demostrado, es el ejercicio de la fuerza. Y la fuerza nunca puede considerarse como una apelación a la inteligencia; por consiguiente, la obediencia, que es un acto de voluntad, no puede tener conexión con la fuerza. Estoy obligado a someterme a la justicia y a la verdad, porque mi juicio me dicta libremente esta obligación. Estoy obligado a cooperar con el gobierno, en tanto considere que éste respeta dichos principios. Si acato el gobierno cuando creo que procede injustamente, es sólo porque no tengo otro remedio que acatarlo.

No hay verdad más sencilla y que, sin embargo, haya sido más oscurecida por las glosas de personas interesadas que la que postula que ningún hombre tiene en caso alguno la obligación de obedecer a otro hombre o a un grupo de hombres.

Hay una sola regla a la que debemos obediencia universal; la regla de la justicia, que consiste en tratar a todo hombre según corresponda a sus méritos y a su utilidad social; en actuar siempre de tal modo que resulte la mayor cantidad posible de bien general. Cuando hemos cumplido este deber, ¿qué lugar queda para la obediencia?

Estoy llamado a comparecer ante un magistrado para responder de una acusación por libelos, de un crimen imaginario o de un acto que quizás yo no considere en modo alguno como sujeto a la represión de la ley. Acudo a ese llamado; mi acatamiento procede tal vez de la convicción de que los argumentos que podré aducir ante el tribunal serán la mejor resistencia que podré ofrecer contra la injusticia; quizás se deba a la convicción de que la desobediencia daría lugar probablemente a una infructuosa y vana alteración de la tranquilidad pública.

Un cuáquero se niega a pagar el diezmo y sufre, por consiguiente, un embargo sobre sus bienes. En esa actitud procede erróneamente, hablando desde un punto de vista moral. Los distingos que aduce son propios de una mente que se complace en futilezas. Si algo me ha de ser quitado por la fuerza, no tengo ninguna obligación moral de entregarlo por mi propia mano. No considero necesario ofrecer gentilmente mi dinero a un ladrón, cuando éste viene a quitármelo de modo extorsivo. Si camino tranquilamente hacia la horca, ello no implica que consienta en ser ahorcado.

En todos esos casos hay una clara diferencia entre el acatamiento de la justicia y el acatamiento de la injusticia. Acepto los principios de justicia porque los considero intrínseca e inalterablemente justos. Me someto a la injusticia, aún cuando comprendo que ella constituye un mal, simplemente porque estoy ante la obligación de elegir el menor de los males inevitables.

El acto de volición, como se denomina comúnmente, es paralelo al asentimiento del intelecto. Ofrecéis a mi intelecto determinada proposición, reclamando mi acuerdo con la misma. Si la acompañáis con pruebas y argumentos que demuestran la armonía que existe entre los términos de dicha proposición, podréis obtenerlo indudablemente. Si en apoyo de vuestra tesis me ofrecéis la opinión de diversas autoridades, diciendo que, después de haberla examinado a fondo, la han hallado justa; que millares de personas sabias y desinteresadas lo han admitido así igualmente; que los dioses y los ángeles son de igual opinión, yo he de someterme ante tan imponente autoridad. Pero en cuanto se refiera a la proposición en sí, en cuanto a mi comprensión de las razones que la apoyan, a la percepción de lo que, estrictamente hablando, constituye lo verdadero o lo falso de la cuestión; en cuanto a todo eso, mi entendimiento no ha sufrido modificación alguna. Yo creo cualquier cosa, salvo lo que realmente contiene vuestra proposición.

Lo mismo ocurre en materia moral. Yo puedo estar convencido de la necesidad de ceder ante una requisitoria, cuya justicia soy incapaz de apreciar, del mismo modo que puedo ceder ante otra que conozco perfectamente como injusta. Pero ninguna de ellas constituye en realidad un motivo de obediencia. La obediencia implica una elección no forzada de la inteligencia y un asentimiento no menos libre del espíritu. Pero el acatamiento que presto al gobierno, independientemente de mi aprobación de sus medidas, es de la misma índole que mi deseo de correr hacia el norte, porque una bestia feroz me impide hacerlo hacia el sur, como era mi propósito e inclinación.

Pero si bien la moral más pura excluye completamente la idea de obediencia de un hombre a otro, no es menos cierto que la influencia recíproca entre los hombres es altamente deseable. Difícilmente habrá un ser humano cuyas luces no puedan contribuir a ilustrar mi juicio o a corregir mi conducta. Pero las personas a cuyo consejo he de prestar, en ese sentido, particular atención, no son precisamente las que ejercen determinada magistratura, sino aquellas que, sea cual fuera su condición, tuvieran más experiencia y más conocimientos que yo.

Hay dos modos mediante los cuales un hombre que me supere en saber, puede serme útil: mediante su exposición de los argumentos que lo han llevado al conocimiento de la verdad o bien mediante la comunicación del juicio que ha formado sobre determinada cuestión, independientemente de las razones correspondientes. Esto último sólo tiene valor en relación con la exigüidad de nuestro conocimiento y del tiempo que sería necesario para adquirir la ciencia que actualmente ignoramos. Al respecto, no se me podrá reprochar si llamo a un maestro constructor para edificar mi casa o a un pocero para cavar un pozo; tampoco seré objeto de reproche, si trabajo personalmente bajo la dirección de esas personas. En estos casos, no disponiendo de tiempo o habilidad para adquirir personalmente los conocimientos necesarios en cada una de esas labores, confío en la ciencia de otros. Elijo por propia deliberación el objeto que quiero realizar; estoy convencido de que la finalidad es útil y conveniente; una vez llegado a esta conclusión, encomiendo la selección de los medios más adecuados a las personas cuya versación en la tarea es superior a la mía. La confianza que deposito en ellas participa de la naturaleza de la delegación. Pero es indudable que la palabra obediencia es absolutamente inapropiada para designar nuestra aceptación de los consejos que nos da el perito en una materia determinada.

Semejante a la confianza que depositamos en un hábil artesano, es la atención que prestamos al comandante de un ejército. En primer término, debo estar persuadido de la bondad de la causa en juego, de la justificación de la guerra y tener todas las nociones que estén al alcance de mi inteligencia, en cuanto a la dirección general de la misma. Podrá ponerse en duda si un estricto secreto es realmente necesario para la conducción de las operaciones. Podrá discutirse si la sorpresa y la traición deben ser considerados como medios legítimos para derrotar al enemigo. Pero después de haber hecho todas las reservas de esta especie, quedarán las cuestiones respecto de las cuales es necesario confiar en la habilidad del comandante, en cuanto al plan de operaciones y la disposición de la batalla. Aún cuando en ese respecto hallemos cosas que están fuera de nuestra comprensión, tenemos suficientes motivos para confiar en el juicio y la decisión de quien dirige las operaciones.

Esta doctrina de obediencia limitada o, como podría llamarse mejor, de confianza y delegación, debiera, sin embargo, aplicarse lo menos posible. Cada uno debe cumplir por sí mismo con sus deberes, hasta los últimos extremos factibles. Si al delegar el ejercicio de ciertas funciones, ganamos en cuanto a la eficacia de su ejecución, perdemos en cambio en lo que se refiere a la seguridad. Toda persona tiene plena conciencia de la propia buena fe; pero no puede tener igual prueba acerca de la sinceridad de un tercero. Un hombre virtuoso sentirá siempre la obligación de actuar por sí mismo y de ejercitar su propio juicio, en toda la extensión que las circunstancias permitan.

El abuso de la doctrina de la confianza ha dado lugar quizás a mayores desgracias para la humanidad que cualquier otro error del espíritu. Si los hombres hubieran actuado siempre según los dictados de la propia conciencia, la depravación moral no se hubiera extendido sobre la tierra. El instrumento que sirvió para perpetuar graves males a través de las edades, ha sido el principio que permitió convertir grandes multitudes humanas en simples máquinas manejadas por unos pocos individuos. Cuando el hombre obedece a su propio juicio, es el ornamento del universo. Pero se convierte en la más despreciable de las bestias cuando obra por determinación de la obediencia pasiva y de la fe ciega. Dejando de examinar toda proposición que se le presenta como norma de conducta, deja de ser un sujeto capaz de conducta moral. En el acto de la sumisión, es sólo el instrumento ciego de los nefastos propósitos de su amo. Librado luego a sí mismo, se siente presa de las seducciones de la crueldad, de la injusticia y del libertinaje.

Estas consideraciones nos obligan a definir claramente el sentido de la palabra súbdito. Si se entiende por súbdito de un gobierno la persona que debe obediencia a dicho gobierno, se deduce, a la luz de las razones expuestas, que ningún gobierno tiene súbditos. Si, por el contrario, entendemos por súbdito una persona a quien el gobierno está obligado a proteger o a quien puede reprimir en justicia, el término es suficientemente aceptable. Esta definición nos permite resolver ese tan debatido problema, respecto a la condición del súbdito. Toda persona puede considerarse en ese sentido como súbdito, a quien el gobierno, por un lado, debe protección y a quien, por otro lado, puede reprimir si, por la violencia de su conducta, perturba la paz de la comunidad, para cuya preservación se ha instituido el gobierno.

Capítulo séptimo: De las formas de gobierno

Muchos pensadores políticos sostienen con vehemencia la necesidad de adaptar las instituciones políticas de cada país al carácter, a los hábitos y los prejuicios de sus habitantes. La Constitución inglesa, dicen, armoniza con el carácter rudo, independiente y reflexivo de esta raza isleña; el formalismo y la complicación que ofrece el régimen político de Holanda, con el modo de ser flemático de los holandeses; el esplendor del grand monarque, con la vivacidad de los naturales de Francia. Entre los antiguos, nada podía ser más adecuado que la democracia pura para la agudeza mental y la impetuosa energía de los atenienses, en tanto que a los intrépidos e incultos espartanos convenía mejor la ruda e inflexible disciplina de Licurgo. El arte supremo del legislador consiste en penetrar en la verdadera idiosincrasia del pueblo cuyas leyes pretende formular, a fin de descubrir la forma de gobierno más conveniente bajo la cual pueda vivir dicho pueblo de un modo floreciente y dichoso. De acuerdo con ese postulado, un inglés podría decir: No es necesario que yo crea que la Constitución inglesa es la más feliz y sublime concepción de la mente humana; tampoco pretendo discriminar acerca del mérito abstracto que ofrece el régimen que ha dado a Francia siglos de gloria. Contemplo con entusiasmo las venerables Repúblicas de Grecia y Roma. Pero soy enemigo de remover nuestros viejos mojones y de perturbar con temerarias novedades la sabiduría de las pasadas generaciones. Observo con horror el plan quijotesco que pretende adaptar la grandeza irregular de las naciones al frío e impracticable modelo de una perfección metafísica.[25]

Este aspecto de la cuestión ha sido aludido en varias partes de este libro, pero se trata de un argumento tan popular y tan plausible a primera vista, que merece por ello un examen particular.

Existe cierta semejanza entre esa idea y la que han sostenido algunos partidarios de la variedad en materia religiosa. Es impío —dicen— tratar de reducir a todos los seres humanos a la uniformidad de opiniones. Los espíritus de los hombres ofrecen tantas diferencias como sus rostros. Dios los hizo así y es de presumir que es de su agrado recibir plegarias en diversos idiomas, ser designado con distintos nombres y adorado con igual ardor por múltiples sectas divergentes. De ese modo se confunde lo majestuoso de la verdad con lo deforme de la mentira. Y se llega a imaginar que un ser que es precisamente todo verdad, se complace en los errores, los absurdos y los vicios —pues la falsedad engendra el vicio, de un modo o de otro— de sus criaturas. Al mismo tiempo, se procura enervar esa actividad del espíritu, que constituye la única fuente de perfección humana. Si la verdad y la mentira se hallaran realmente a un mismo nivel, no tendría objeto alguno que nos dediquemos a una obstinada labor destinada a descubrir y hacer conocer lo verdadero.

En realidad, la verdad es única y uniforme. Debe existir en la naturaleza de las cosas una forma de gobierno que sea la mejor, de tal modo que todas las inteligencias, suficientemente libradas del letargo de la primitiva ignorancia, se sientan irresistiblemente inclinadas a aceptarla. Si una participación igual en los beneficios de la naturaleza es buena en sí misma, deberá ser tan buena para ti como para mí, y para todos los demás seres humanos. El despotismo puede ser conveniente para mantener a los hombres en la ignorancia, pero jamás podrá hacerlos sabios, virtuosos ni felices. Si la tendencia general del despotismo es perniciosa, cada porción o fragmento de ese sistema constituirá igualmente un ingrediente tóxico. La verdad no puede ser tan variable como cambiar de esencia al cruzar un brazo de mar, un riacho o una línea imaginaria, convirtiéndose entonces en mentira. Por el contrario, es siempre y en todas partes igual a sí misma.

El objeto de toda legislación es también en todas partes el mismo: el hombre. Los puntos en los cuales los seres humanos se asemejan, son infinitamente más numerosos que aquellos en que difieren. Tenemos los mismos sentidos, iguales sensaciones de placer y de dolor, las mismas facultades de razonamiento, de juicio e inducción. Los mismos motivos que dan lugar a mi felicidad, darán lugar a la vuestra. Podemos disentir al principio, pero esa diferencia de opiniones se debe generalmente al prejuicio y no es en modo alguno insuperable. A menudo ocurre que el hecho que más ha contribuído a nuestro bienestar, fue recibido por nosotros con menos agrado. Un prudente guía de su pueblo, perseguirá con firme voluntad el bien del mismo, sin cuidarse de la temporaria desaprobación en que incurra y que no durará más que el concepto erróneo y parcial que le diera origen.

¿Existe algún país donde un sabio director de la educación pública se proponga como objeto de su labor una finalidad distinta a la de que sus discípulos lleguen a ser prudentes, justos y sabios? ¿Hay algún clima que requiere que sus habitantes sean bebedores, tahures y bribones, en lugar de hombres dignos? ¿Habrá algún rincón de la tierra donde el amante de la verdad y la justicia se sienta inútil y fuera de su ambiente? Si no es así, debemos afirmar que la libertad será siempre y en todas partes mejor que la esclavitud y que el gobierno de la imparcialidad y la rectitud será mejor que el gobierno de la arbitrariedad y el vicio.

Se ha objetado a esto que los hombres pueden no ser en todas partes igualmente aptos para la libertad. Sea cual fuera el valor de un presente, si se quiere que sea útil debe ser adaptado a las necesidades de su beneficio. En los asuntos humanos, todo se desarrolla gradualmente y es contrario a las enseñanzas de la experiencia pretender que los hombres alcancen de pronto la perfección. Tal fue sin duda la idea que inspiró a Solón, el legislador ateniense, cuando proclamó la imperfección del código por el elaborado, afirmando que no había tratado de promulgar leyes que fueran buenas en sí mismas, sino leyes que se adaptaran a las condiciones de sus conciudadanos.

El experimento de Solón es de naturaleza peligrosa. Un código como el suyo aspiraba a perdurar indefinidamente y sin embargo no contenía en sí el principio de una mayor perfección. No meditó acerca del progreso gradual a que nos referimos más arriba ni vió en los atenienses de su tiempo a los predecesores de los futuros atenienses, los cuales habrían de realizar los más grandiosos ideales de virtud, de bondad y de buen sentido que él pudiera concebir. Las instituciones que creó, tendían más bien a mantener inalterable el grado de progreso hasta entonces alcanzado, pero sin ir más allá. Esta sugestión nos ofrece la verdadera clave que nos permitirá comprender la sorprendente relación que existe entre el modo de ser de una nación y las formas de su gobierno, a lo que nos hemos referido al comienzo de este capítulo y que ha suministrado tantos argumentos a los partidarios del carácter local de los diferentes gobiernos. Sin embargo es ilógico que esos teorizadores exploten ese argumento sin determinar antes cuál de las dos cosas debe considerarse como causa y cuál ha de considerarse como efecto. Es decir, si el gobierno surgió de las costumbres de la nación o si las costumbres de la nación resultaron de la forma de gobierno. Esto último nos parece ser más conforme con la realidad. Los gobiernos deben a menudo su existencia a un hecho accidental o a la fuerza. Las revoluciones, tal como se han manifestado generalmente en el mundo, son momentos en que la voluntad y el temperamento de la nación son menos consultados.[26] Y aún cuando no sea así, es indudable que todo gobierno tiende a perpetuar opiniones y tendencias que, si actuaran libres de su influencia, cambiarían más rápidamente, dando lugar a otras más perfectas. De acuerdo con cuanto cabe lógicamente inferir, la relación entre el carácter nacional y el gobierno nacional surge primitivamente de éste.

El principio de progreso gradual a que se refiere la objeción citada en último término, debe admitirse como cierto. Pero desde que adoptamos ese principio, es necesario que evitemos toda acción contraria al mismo y que busquemos los medios más adecuados y eficaces a fin de acelerar precisamente dicho proceso de mejoramiento gradual.

El hombre vive en incesante cambio. Debe llegar a ser mejor o peor; o debe corregir sus hábitos o bien empeorarlos. El gobierno que se propone, o bien incrementará las pasiones y los prejuicios, soplando en la hoguera que los alimenta, o bien procurará extinguirlos lentamente. En realidad, es harto difícil concebir un gobierno con esta benéfica función. Por su propia naturaleza, toda institución política tiende a producir la rigidez y la inmovilidad en los espíritus, poniendo fin al progreso. Toda tentativa en el sentido de cristalizar la imperfección existente, es esencialmente perniciosa. Lo que hoy constituye una conquista encomiable, se convertirá en un defecto y una rémora en el cuerpo político si se pretende mantenerlo en forma inalterable. Sería de desear que todo ser humano fuera suficientemente prudente para gobernarse a sí mismo, sin necesitar la intervención de ninguna fuerza compulsiva. Y puesto que el gobierno, aún en la mejor de sus formas, constituye un mal, el objeto esencial que debemos perseguir es la aplicación de la menor cantidad de gobierno que la paz de la sociedad permita.

Pero el gran instrumento que ha de promover el progreso de los espíritus, es la difusión de la verdad. Esa difusión no debe ser hecha por parte del gobierno; pues además de ser extremadamente difícil establecer una verdad infalible en cuestiones sujetas a controversia, el gobierno está tan propenso al error como los individuos. En realidad, lo está más aún, puesto que los depositarios del poder tienden obviamente a perpetuar el estado de cosas existente, valiéndose del cultivo de la ignorancia y de la fe ciega. El único método efectivo para la propagación de la verdad, consiste en la libre discusión; de tal modo que los errores de unos sean descubiertos y puestos en evidencia por la agudeza y la capacidad inquisitiva de los otros. Todo lo que podemos pedir a los funcionarios del gobierno en ese aspecto, al menos en su carácter oficial, es una completa neutralidad. La intervención del poder en un terreno propicio al razonamiento y la demostración, es siempre perniciosa. Si el poder se coloca del lado de la verdad, contribuirá a desacreditarla, apartando la atención de los hombres hacia consideraciones extrañas. Si toma partido por el error, aún cuando no logre suprimir el espíritu de investigación, tendrá el efecto de contribuir a la tranquila búsqueda de la verdad, en un tumultuoso choque de pasiones ...

Libro IV: Principios diversos

Capítulo primero: De la resistencia

En el curso de nuestras consideraciones acerca de la autoridad política, hemos demostrado que todo individuo está obligado a resistir cualquier acción injusta de parte de la comunidad. ¿Pero quién será juez de esa injusticia? La cuestión se contesta por sí misma: el criterio personal de cada uno. Si así no fuera, aquella conclusión sería inocua, puesto que no existe un juez infalible ante el cual someter nuestras controversias de orden moral. Estamos obligados en ese caso a consultar con nuestra conciencia, por la misma razón que debemos consultarla en cualquier otro aspecto esencial de nuestra conducta.

¿Pero no es esta una posición necesariamente subversiva de todo gobierno? ¿Qué poder puede gobernar allí donde nadie se siente obligado a obedecer, o al menos donde cada cual consulta primeramente su propio criterio y sólo acepta la ley en la medida que la cree justa? La idea esencial del gobierno implica una autoridad que predomina sobre toda determinación personal; ¿cómo puede permitirse, pues, el ilimitado ejercicio del juicio privado? ¿Qué clase de orden existirá en una comunidad cuyos integrantes estén habituados a actuar siempre según su propio criterio y a quienes se enseña, además, a resistir las decisiones del conjunto, cuando consideren que éstas se oponen a los dictados de la fantasía de cada uno?

La respuesta adecuada a estos interrogantes se hallará en la observación con que iniciamos nuestro razonamiento acerca de la índole del gobierno, al afirmar que esa institución tan decantada no es otra cosa que un sistema mediante el cual un hombre o un grupo de hombres imponen por la violencia sus opiniones a los demás, violencia necesaria sólo en casos de particular emergencia. Suponiendo que la cuestión consista simplemente en la fuerza de la comunidad por una parte y la fuerza de que disponga un individuo en el intento de resistir las decisiones de aquella, es evidente que el resultado será cierta supremacía de la autoridad. Pero no son estos los verdaderas términos del problema.

Está claro, sin duda, que aún cuando sea deber inalienable de cada individuo ejercer su juicio personal, ello queda considerablemente limitado en la práctica por el solo hecho de la existencia de un gobierno. La fuerza que la comunidad pone en manos de quienes la ejercitan en la injusticia y el despojo y el influjo que ese poder tiene en la determinación de la conducta de los hombres, constituyen argumentos que nada tienen que ver con la razón universal, sino con la precaria interferencia de individuos falibles. Pero no es eso todo. Sin anticipar los diversos géneros de resistencia y la elección que es nuestro deber hacer al respecto, es evidente que mi conducta será materialmente alterada por el temor de que si obro de un modo determinado, tendré contra mí un conjunto de fuerzas adversas. Por consiguiente, podemos concluir que el mejor gobierno es aquel que no interfiere en el ejercicio del juicio personal, salvo en casos de absoluta necesidad.

Las maneras como un individuo puede oponerse a una medida que su conciencia desaprueba, son de dos especies: por la acción o por la palabra. ¿Deberá recurrir a la primera en toda oportunidad? Es absurdo siquiera suponerlo. El objeto de todo individuo virtuoso, es el bien general. ¿Pero cómo podrá realizarlo el que se halle dispuesto a malgastar sus energías en cualquier ocasión trivial, sacrificando incluso su vida, sin ninguna posibilidad de bien público?

Pero vamos a suponer que tal persona se reserve para la oportunidad de un gran acontecimiento y entonces, indiferente al éxito, que sólo atrae a los espíritus mezquinos, se embarca generosamente en una empresa en que sólo tiene probabilidad de perecer. Se convertirá entonces en mártir de la verdad. Cree firmemente que tan noble ejemplo producirá honda impresión en el espíritu de sus conciudadanos y los hará despertar de su letargo.

La cuestión relativa al martirologio es de índole complicada. Prefiero convencer a los hombres con mis argumentos antes que seducirlos con mi ejemplo. Difícilmente podré prever las oportunidades de ser útil a mis semejantes que el porvenir pueda depararme. Pero es harto probable que los servicios múltiples y continuados serán más convenientes para ellos que otros brillantes, pero transitorios. Presentada así la cuestión, un hombre realmente sabio no habrá de vacilar ante la tentación de hacer la ofrenda voluntaria de su vida. Cuando el sacrificio se convierte en un deber indeclinable; cuando sólo se puede evitar al precio de una absoluta dejación de principios y una flagrante traición a la verdad, sabrá afrontarlo con la más perfecta entereza. No lo eludió antes por debilidad de carácter. Cuando llegue el momento supremo, sabrá ser digno de la veneración que la humanidad ha conferido a la intrepidez de los que se sacrifican por una causa justa. Sabe que nada es tan esencial a la virtud como Un completo desprecio de los intereses personales.

Son numerosas las objeciones que se presentan contra el empleo efectivo de la fuerza, cuando no existen probabilidades de éxito. Tales tentativas no pueden realizarse sin poner en riesgo la vida de más de una persona. Cierto número de amigos y de enemigos han de caer víctimas de la intempestiva empresa. Esta será considerada por los contemporáneos y registrada por la historia como un inoportuno estallido de pasiones y servirá más bien como freno que como estímulo para los adeptos de la justicia. La verdad no debe sus progresos al frenesí del entusiasmo, sino al tranquilo, sagaz y reflexivo esfuerzo de la razón.

Pero supongamos que existen considerables probabilidades de éxito y que hay motivos para esperar que una decidida acción de violencia pueda alcanzar en breve plazo sus objetivos. Pero aún entonces debemos antes reflexionar. La fuerza ha sido siempre un instrumento detestable y si su uso es malo en manos de un gobierno, no cambiará de esencia por el hecho de ser empleada por una banda de patriotas. Si defendemos la causa de la verdad, no hay que dudar de que, si exponemos con constancia y celo las razones que nos asisten, alcanzaremos el mismo propósito por medios mucho más suaves y liberales.[27]

En una palabra, es necesario recordar aquí lo que dejamos establecido al referirnos a la doctrina de la fuerza en general; esto es, que no debe emplearse sino en los casos en que cualquier otro medio resulte vano. Particularmente en lo relativo a la resistencia contra el gobierno, la fuerza jamás debe ser empleada si no se producen casos de extrema necesidad, similares a los de legítima defensa, cuando nos hallamos en la obligación de defender nuestra vida contra los ataques de un malvado, cuando no hay posibilidad de otra salida y cuando las consecuencias inmediatas pueden sernos fatales.

La historia del Rey Carlos I ofrece instructivos ejemplos al respecto. El designio primitivo de sus adversarios fue limitar su poder dentro de una precisa y estrecha demarcación. Después de varios años de lucha, ese objetivo fue finalmente alcanzado por el Parlamento de 1640, sin efusión de sangre (salvo el único caso de lord Strafford) y sin conmociones. Posteriormente se concibió la idea de derribar la monarquía y las jerarquías de Inglaterra, lo cual se hallaba evidentemente en oposición con las opiniones de la mayoría del país. Admitiendo que dicho propósito fuera en sí mismo altamente meritorio, no se debió llevar la cuestión hasta el punto de precipitar una sangrienta guerra civil.

Pero si ha de evitarse a toda costa el empleo de la fuerza, ¿de qué naturaleza es la resistencia que debemos oponer siempre a toda expresión de injusticia? La única resistencia que estamos obligados a ejercer consiste en la difusión de la verdad, en el repudio más claro y explícito de todo proceder que a nuestro juicio sea contrario al verdadero interés de la humanidad. Estoy obligado a difundir sin reservas todos los principios de que tengo conocimiento y que son susceptibles de ser útiles a mis semejantes; se trata de un deber que he de cumplir en todas las circunstancias y con la más perseverante constancia. Mi obligación consiste en desglosar el complejo sistema de la verdad política y moral, sin suprimir ninguno de sus términos, con el pretexto de que pueda parecer demasiado audaz o paradójico, lo que quitaría al conjunto esa completa e irresistible evidencia, sin la cual sus efectos serán necesariamente vacilantes, inciertos y parciales.

Capítulo segundo: De las revoluciones

I. Deber del ciudadano

Ninguna cuestión puede ser de mayor importancia que la que se ha presentado a muchos espíritus: hasta qué punto debemos realmente ser amigos de la revolución. O, en otros términos, es necesario resolver si se justifica que un hombre sea enemigo del régimen que gobierna su país.

Vivimos, se dice, bajo la protección de ese régimen. Siendo la protección un beneficio recibido, nos obliga en reciprocidad a sostener dicho régimen.

Podemos responder que esa protección es de índole sumamente equívoca, y hasta que no se demuestre que los males de cuyos efectos nos protege el régimen, no son en su mayor parte fruto del mismo, jamás comprenderemos qué porción de beneficio positivo nos depara aquella protección.

Por otra parte, como ya se ha demostrado, la gratitud, lejos de ser una virtud, es un vicio.[28] Todo hombre o todo grupo de hombres deben ser tratados en relación con sus méritos y cualidades intrínsecas y no según una regla que sólo tiene significación en relación con nosotros mismos.

En tercer lugar, cabe agregar que la gratitud de que aquí se trata es de especie particularmente dudosa. La gratitud hacia un régimen o una constitución, hacia algo abstracto e imaginario es cosa completamente ininteligible. En cuanto al amor a mis conciudadanos, será probado con más eficacia mediante mis esfuerzos destinados a procurarles un beneficio substancial que mediante mi apoyo a un sistema que considero pletórico de consecuencias funestas para todos.

El que me exhorta a sostener la constitución vigente, debe fundar su requisitoria en uno de estos dos principios: o bien porque cree que esa constitución es excelente o por el hecho de que es británica.

En cuanto al primer motivo, nada hay que objetar. Todo lo que corresponde hacer, es probar la bondad alegada. Pero quizás se argumente que, aún cuando la constitución no sea enteramente satisfactoria, hay que tener en cuenta que, de la tentativa de derribarla resultarán mayes mayores que los que provienen del estado de cosas existente, parcialmente justo y parcialmente injusto. Si esto se probara con evidencia, indudablemente tendríamos que someternos. No podemos, sin embargo, juzgar respecto a la índole de los males aludidos sin realizar una investigación previa. Para algunos los males de una revolución parecerán mayores, para otros serán menores. Unos opinarán que los vicios que contiene la constitución inglesa son múltiples y graves, mientras otros los considerarán insignificantes. Antes que yo me decida entre esas opiniones divergentes, debo realizar mi propio examen. Pero el examen implica por su propia naturaleza la inseguridad del resultado. Si he de tomar de antemano una determinación, en favor de uno u otro bando, no realizaré, propiamente hablando, examen alguno. El que desea una revolución por la revolución misma, merece ser considerado como demente. El que la propugna por hallarse convencido de su necesidad y utilidad colectiva, es acreedor a nuestra estimación y a nuestro respeto.

En cuanto a la demanda de sostener la constitución inglesa por el mero hecho de que sea inglesa, constituye una apelación muy poco convincente. Es de igual valor que el hecho de ser cristiano por haber nacido en Inglaterra o mahometano por haber visto la luz en Turquía. En lugar de significar una expresión de respeto, constituye el mayor desprecio de todas las formas de gobierno, de religión y de virtud y de todo cuanto es sagrado para los hombres. Si hay algo que merece llamarse verdad, ha de ser superior al error. Si existe una facultad denominada razón, es menester ejercitarla. Pero aquella demanda considera la verdad como cosa absolutamente indiferente y me prohibe hacer uso de la razón. Si los hombres piensan y razonan, puede ocurrir que tanto un inglés como un turco encuentren que su gobierno es detestable y que su religión es falsa. ¿Con qué objeto hemos de emplear la razón, si debemos ocultar cuidadosamente las conclusiones a que nos conduce? ¿Cómo hubieran alcanzado los hombres sus actuales conquistas, si se hubieran satisfecho con las formas de sociedad que encontraron al nacer? En una palabra, o bien la razón es la maldición de nuestra especie y la naturaleza del hombre debe ser contemplada con horror; o bien debemos ejercitar nuestro entendimiento y actuar de acuerdo con sus dictados, siguiendo a la verdad, sea cual fuere la conclusión a que nos lleve. No podrá llevamos hacia el mal, desde que la utilidad, como corresponde entre seres inteligentes, es la única base de la verdad política y moral.

II. Modos de realizar revoluciones

Pero volvamos a la investigación acerca del modo de efectuar revoluciones. Si es verdad que no existe cuestión más importante que ésta, afortunadamente no es menos cierto que pocas admiten, como ella, una respuesta más completa y satisfactoria. Las revoluciones que un filántropo desearía presenciar o a las cuales prestaría su cooperación con la mejor voluntad, son las que consisten principalmente en un cambio de los sentimientos y disposiciones de los habitantes de un país. Los verdaderos instrumentos que determinan ese cambio en las opiniones de los hombres, son los argumentos y la persuasión. La mejor seguridad de un resultado benéfico, se halla en una libre y amplia discusión. En ese terreno, la verdad siempre saldrá victoriosa. Si, por consiguiente, queremos mejorar el estado social en que vivimos, debemos damos a la tarea de escribir, argumentar, discutir. En tal empresa, no hay pausa ni término. Todos los recursos de la inteligencia deben ser empleados, no ya de modo espectacular a fin de atraer la atención de nuestros conciudadanos, ni únicamente con el objeto persuasivo de hacerles participar de nuestras opiniones, sino, principalmente, con el de eliminar toda traba al pensamiento y abrir de par en par las puertas del templo de la ciencia y de la investigación a fin de permitir la entrada en él a todos los seres humanos.

Todos los procedimientos que puedan emplearse con igual probabilidad de éxito en favor de las soluciones opuestas de una misma cuestión, se liarán siempre sospechosos ante una mente reflexiva. De ahí que contemplemos con aversión todo recurso a la violencia. Cuando descendemos al terreno de la lucha violenta, abandonamos de hecho el campo de la verdad y libramos la decisión al azar y al ciego capricho. La falange de la razón es invencible. Sus avances son lentos pero incontenibles: nada puede resistirla. Pero cuando dejamos de lado los argumentos y echamos mano a la espada, la situación cambia por completo. En medio del bárbaro fragor de la guerra, del clamoroso estrépito de las luchas civiles, ¿quién podrá predecir si el desenlace será miserable o venturoso?

Debemos, pues, distinguir cuidadosamente entre la acción de instruir al pueblo y la de excitarlo. La indignación, el furor y el odio deben siempre ser desplazados. Todo lo que debemos propiciar es pensamiento sereno, claro dicernimiento e intrépida discusión. ¿Por qué fueron las revoluciones de América y de Francia expresión unánime de casi todas las capas de la población, sin divergencias (si tenemos en cuenta las grandes multitudes que en ellas intervinieron), mientras que nuestra resistencia contra Carlos I dividió a la nación en dos partes enconadas? Porque esta acción tuvo lugar en el siglo XVII, mientras que aquellas revoluciones ocurrieron a fines del siglo XVIII. Porque én los casos de América y Francia, la filosofía había difundido ampliamente los principios de libertad política; porque Sydney y Locke, Montesquieu y Rousseau habían persuadido a la mayoría de los espíritus acerca de los males de la tiranía. Si esas revoluciones se hubieran producido más tarde aún, no se hubiera derramado quizás la sangre de un solo ciudadano, ni se habría producido un sólo caso de arbitrariedad y violencia.

Existen, pues, dos principios que debe siempre llevar en su mente todo aquel que desee ardientemente la regeneración de la especie humana. Por Un lado, es preciso asignar importancia a la labor de cada hora, en la grande y permanente tarea de descubrir y difundir la verdad; y por el otro, admitir con plena conciencia el lapso indefinido de tiempo que se requiere antes de llevar la teoría a la realidad. Es probable, sin embargo, que, a pesar de toda prudente precaución, la multitud se anticipe al lento progreso de los espíritus, sin que por eso debamos condenar las revoluciones que se produzcan algún tiempo antes de su perfecta madurez. Pero es indudable que se evitarán muchas tentativas prematuras y se evitará mucha violencia inútil, si se cumple debidamente la tarea de preparación previa de las conciencias.

III. De las asociaciones políticas

Naturalmente surge aquí la cuestión relativa a la conveniencia de asociaciones populares cuyo objeto consiste en efectuar un cambio en las instituciones políticas. Ha de observarse que nos referimos en este caso a las asociaciones voluntarias de ciertos miembros de la comunidad, destinadas a dar cierto peso e influencia a las opiniones que sustentan dichos miembros, de cuyo peso e influencia carecen los individuos aislados o no confederados. Esto no tiene, pues, nada de común con el otro problema que consiste en que, dentro de toda sociedad bien organizada, cada individuo ha de tener su participación, tanto de índole deliberativa como ejecutiva; pues siendo la sociedad un conjunto subdividido en diversas secciones y departamentos, la importancia social de cada individuo ha de hallar su debida expresión, de acuerdo con reglas de imparcialidad, sin privilegio alguno y sin el arbitrario acuerdo de una asociación accidental.

En cuanto a las sociedades políticas en el sentido arriba expuesto, nos ofrecen materia de objeciones que, si bien no implican una condena indiscriminada de las mismas, tienden a reducir al menos nuestro interés por su creación.

En primer término, las revoluciones se originan menos en las fuerzas del conjunto del pueblo que en la concepción de los hombres dotados de cierto grado de conocimiento y reflexión. Hablo expresamente del origen, pues es indudable, por otra parte, que las revoluciones son determinadas finalmente por la voluntad de la gran mayoría de la nación. Es propio de la verdad la difusión de sus principios. Pero la dificultad consiste en distinguirlos en su fase primitiva y en presentarlos luego en esa forma clara e inequívoca que obliga al consenso universal. Esta tarea corresponde necesariamente a un reducido núcleo de personas. Tal como existe actualmente la sociedad, los hombres se dividen en dos clases: los que disponen del ocio necesario para el estudio, y los que sufren el apremio de las necesidades que los obligan a un constante trabajo material. Es sin duda deseable que ésta última participe en ese sentido de los privilegios de la anterior. Pero en tanto que prestamos nuestro ferviente apoyo a las más generosas demandas de igualdad, debemos cuidarnos mucho de provocar males mayores que los que deseamos eliminar. Guardémonos mucho de propagar el odio ciego, en lugar de la justicia, pues las consecuencias de ese error son siempre temibles. Sólo los hombres reflexivos y estudiosos pueden avizorar los futuros acontecimientos. Concebir una forma de sociedad totalmente diferente de la actual y juzgar acerca de las ventajas que de esa transformación resultarán para todos los hombres, es prerrogativa de algunas mentes privilegiadas. Cuando el cuadro del futuro bienestar ha sido descubierto por los espíritus más profundos, no puede esperarse que las multitudes lo comprendan antes de que transcurra algún tiempo. Es necesaria intensa divulgación, lecturas y conversaciones frecuentes, para que se familiaricen con esa posibilidad. Las nuevas ideas descienden gradualmente desde las mentes más esclarecidas hasta las menos cultivadas. El que comienza con ardientes exhortaciones al pueblo, demuestra conocer muy poco acerca del progreso del espíritu humano. La brusquedad puede favorecer un propósito siniestro, pero la verdadera sabiduría se adapta mejor a un lento pero incesante avance.

Los asuntos humanos, como otros tantos eslabones de la gran cadena de la necesidad, armonizan y se adaptan admirablemente los unos a los otros. Como el pueblo debe dar el paso final en el progreso de la justicia, necesita relativamente menos preparación para aceptar sus conclusiones. Pocos y superficiales son los prejuicios que lo dominan. Son las capas superiores de la sociedad las que hallan o creen hallar ventajas en la injusticia y las que se muestran ansiosas de defender el orden existente. Para justificar su conducta acuden a la sofística y se convierten en encarnizados adalides de los errores que ellos mismos han hecho fructificar. Los hombres del vulgo no se sienten ligados por iguales intereses y si se someten al imperio de la iniquidad, es sólo por hábito o por falta de reflexión. Ellos no necesitan tanto la enseñanza para admitir la verdad como el ejemplo para realizarla. Muy pocas razones bastan para convencerlos cuando ven a los hombres generosos y sabios abrazar la causa de la justicia. Un corto período es suficiente para inculcarles sentimientos de libertad y patriotismo.

Por otra parte, es preciso que las asociaciones se constituyan con extremo cuidado, para no convertirse en instrumentos de desorden. Basta, a veces, la jovialidad de un festín, para dar lugar a tumultos. El contagio de las opiniones y del entusiasmo que suele producirse en reuniones numerosas, especialmente cuando las pasiones de los concurrentes no se hallan frenadas por el pensamiento, da lugar a menudo a hechos que la reflexión serena jamás podrá aprobar. Nada más bárbaro, más sanguinario y cruel, que un populacho desenfrenado. En cambio, el pensamiento sereno prepara siempre el camino a la aceptación pública de la verdad. El que quiera ser fundador de una República debe ser insensible, como Bruto, a las más imperiosas pasiones humanas.

Se impone aún una importante distinción en lo relativo a la creación de asociaciones. Los que se hallan descontentos con el gobierno de su país, pueden tender, bien a la corrección de antiguas injusticias o a la oposición contra nuevos abusos. Ambos objetos son legítimos. Las personas sabias y virtuosas deben contemplar las cosas tales como son y juzgar las instituciones de su patria con la misma franqueza e imparcialidad que si tratase de una remota página de historia.

Cada uno de esos motivos de oposición debe ser objeto de distinta forma de acción. En el primer caso, se ha de proceder con cierta suavidad y lentitud. El segundo requiere una actividad más intensa. Es propio de la verdad confiar en la eficacia de su virtud intrínseca, oponiendo a la violencia la fuerza de la convicción antes que el poder de las armas. Un hombre oprimido, víctima de la injusticia, merece sin embargo nuestro apoyo de un modo particular, apoyo que será más efectivo si se presta con el esfuerzo de muchos. A ese fin se requiere una oportuna e inequívoca exposición de opiniones, lo cual, desde luego, aboga en favor de cierta forma de asociación, siempre que no se descuide el orden y la paz general.

Pocas cuestiones de índole política son de tanta importancia como las que aquí discutimos. Ningún error más deplorable que el que nos indujera a emplear medios inmorales y perniciosos, en defensa de una causa justa. Se podrá alegar que la asociación es el único recurso posible para armar el sentimiento de una nación contra los artificios de sus opresores. ¿Para qué armarlo? ¿Para qué provocar una conmoción general que puede llevar a las más desastrosas consecuencias? ¿Para, qué cargar a la verdad con un peso que no le corresponde, un peso que necesariamente ha de producir cierta desviación, un odio ciego, e ignorante celo? Si tratamos de imponer prematuramente el triunfo de tal verdad, nos exponemos a un alumbramiento abortivo y monstruoso. Si poseemos, en cambio, el tesón y la paciencia necesarios para secundar el progreso natural y paulatino de la verdad, sin emplear otros argumentos que los que sean dignos de ella, el resultado será tan espléndido como seguro.

Una respuesta similar merece el alegato referente a la necesidad de asociaciones para expresar la opinión del pueblo. ¿Qué especie de opinión, es esa que necesita de cierta brusca violencia para obligarle a surgir desu escondrijo? Los sentimientos de los hombres sólo adquieren una forma externamente vaga cuando su concepción es aún incierta dentro de sus espíritus. Cuando un hombre tiene una precisa comprensión de sus propias ideas, hallará la manera más adecuada de expresarlas. No nos precipitemos. Si el pensamiento que en estado embrionario albergo en mi mente, participa de la verdad, es indudable que, con el tiempo, ganará en vigor y relieve. Si queréis contribuir a su más rápido desarrollo, hacedlo mediante una sabia enseñanza, pero no pretendáis atribuirme otra opinión, que deseaseis fuera mía. Si el pueblo no expresa hoy su opinión, no dejará de hacerlo mañana; pues ella aún no ha madurado suficientemente y nada ganaremos con atribuirle ideas que no son realmente suyas. Por lo demás, pretender ocultar el verdadero sentir del pueblo, sería tan insensato como querer ocultar a todos los habitantes de Inglaterra, extender un manto sobre sus ciudades y aldeas y hacer pasar el país por un desierto.

Estos recursos son propios de hombres que no tienen confianza en el poder de la verdad. Podrá parecer algunas veces que la verdad ha muerto, pero ella no tardará en resurgir con renovado vigor. Si en ciertas, ocasiones no ha dado lugar a una convicción gradual y firme, ha sido porque fue expuesta en forma vacilante, obscura y pusilánime. Las páginas que contengan una terminante demostración de los verdaderos intereses de los hombres en sociedad, no dejarán de producir un cambio total en las relaciones humanas, a menos que se destruyera el papel en que estuviesen escritas o el que pudiera servir a ese efecto. Aún entonces podríamos repetir su contenido tantas veces y tan extensamente como nos fuera posible. Pero si intentásemos algo distinto a la difusión de la verdad, demostraríamos sólo que no habíamos comprendido su real significado.

Tales son los razonamientos que decidirán nuestra opinión acerca de las asociaciones en general y que determinarán nuestra actitud ante cada caso concreto que se nos presente. Pero, si de acuerdo con lo expuesto se deduce que la asociación no es en modo alguno deseable, hay ciertos casos que deben considerarse con indulgencia y moderación. Existe un solo modo de promover el bien de los hombres y ese modo es el único que debe emplearse en todos los casos. Pero los hombres son seres imperfectos y hay ciertos errores propios de nuestra especie que un espíritu prudente contemplará con tolerancia y comprensión. Siendo las asociaciones medios intrínsecamente erróneos, debemos evitarlos en la medida que sea posible. Pero no podemos olvidar que, en medio de la crisis de una revolución, son generalmente inevitables. En tanto que las ideas maduran lentamente, el celo y la imaginación suelen adelantarse con exeso. La sabiduría procurará siempre detener esa precipitación y, si los adeptos de aquéllas fueran numerosos, lo conseguirá en grado suficiente para prevenir trágicas consecuencias. Pero cuando la violencia estalla de un modo irrevocable, la sabiduría nos impone colocarnos siempre del lado de la verdad, sea cual fuera la confusión en torno de ella, ayudando a su triunfo con los mejores medios que las circunstancias del caso permiten.

Por otra parte, si la asociación, en el sentido corriente del término, debe considerarse como un medio de naturaleza peligrosa, debe tenerse en cuenta que las relaciones constantes, en un círculo más reducido y entre personas que han despertado ya al conocimiento de la verdad, son de indiscutible valor. Actualmente reina un ambiente de fría reserva que aleja al hombre del hombre. Hay cierto artificio cuya práctica permite a los individuos relacionarse, sin comunicación recíproca de sus pensamientos y sin contribuciÓn a su mutuo mejoramiento espiritual. Existe una especie de táctica doméstica cuyo objeto es precavernos permanentemente contra toda curiosidad del prójimo, manteniendo conversaciones superficiales que oculten siempre nuestros sentimientos y nuestras opiniones. Nada anhela más ardientemente el filántropo que eliminar esa duplicidad y esa reserva. No es posible albergar amor por la especie humana, sin aprovechar toda relación con un semejante para servir del mejor modo a esa noble causa. Entre los motivos hacia los cuales tratará de atraer la atención, ocupará el primer lugar el referido a la política. Los libros tienen, por su propia naturaleza, una influencia limitada, si bien, a causa de su continuidad, su exposición metódica y su facilidad de acceso merecen un lugar de primer orden. Pero no debemos confiar demasiado en su eficacia. Los que se hallan alejados de toda lectura, constituyen una imponente mayoría. Además, los libros ofrecen cierta frialdad formal para muchos lectores. Se examinan con cierto malhumor las ideas de los insolentes innovadores, sin ningún deseo de abrir la mente a la lógica de sus argumentos. Hace falta mucho coraje para aventurarse en caminos intransitados y para poner en tela de juicio ciertos dogmas de acatamiento general. Pero la conversación nos habitúa a escuchar diversidad de ideas y de opiniones, nos obliga a ejercitar la atención y la paciencia y da elasticidad y ligereza a nuestras disquisiciones. Si rememora su propia historia intelectual, todo hombre pensante reconocerá que debe las sugestiones más fecundas a ideas captadas en animados coloquios.

Se desprende de ello que la promoción de los mejores intereses de la humanidad depende en alto grado de la libertad de las relaciones sociales. Supongamos que cierto número de individuos, después de haber nutrido debidamente su inteligencia mediante el estudio y la reflexión, deciden intercambiar impresiones, conocimientos, conjeturas, procurando ayudarse mutuamente, con toda franqueza, a resolver dificultades y a disipar dudas. Supongamos que esas personas, así preparadas mediante su recíproca enseñanza, se lancen por el mundo a difundir, con claridad, sencillez y modo cautivador, los verdaderos principios de la sociedad humana. Supongamos que sus oyentes se sientan a su vez impulsados a repetir esas verdades entre los más allegados. Tendremos entonces la amplia visión de un estado de cosas en que la verdad gana constantemente terreno, sin el peligro que significan los medios de difusión inadecuados. La razón será ampliamente propagada, en lugar de la simpatía impulsiva e irracional. Nunca será probablemente más útil y animada una discusión que cuando tiene lugar en una conversación entre dos personas. Igualmente puede ser fructífera si se desarrolla en pequeñas sociedades amistosas. ¿Acaso su pequeñez numérica ha de impedir que perduren y se multipliquen? Por el contrario, es probable que llegue un tiempo en que constituyan una institución universal. Mostrad a los hombres las ventajas de la discusión política libre de enemistad y de vehemencia y veréis que la belleza del espectáculo hará pronto contagioso el espectáculo. Cada uno establecerá comunicación con su vecino. Todos estarán ansiosos de decir y de escuchar lo que sea pertinente al interés común. Serán suprimidos del templo de la verdad los torreones y los cerrojos. Los escarpados pasos de la ciencia, antes difíciles de seguir, serán puestos a nivel. El conocimiento se hará accesible a todos. La sabiduría será un patrimonio del cual nadie se verá excluído, salvo por propio empecinamiento. Si tales ideas no pueden realizarse plenamente hasta tanto la desigualdad de condiciones y la tiranía de los gobiernos sean atenuadas, ello no constituye una razón contra la práctica de tan hermoso sistema. El mejoramiento de los individuos y la reforma de las instituciones políticas tienden a ejercer entre sí una recíproca influencia. La verdad y sobre todo la verdad política, sólo es de difícil captación gracias a la arrogancia de sus maestros. Si su progreso ha sido demasiado lento, fue porque su estudio fue relegado a doctores y jurisconsultos. Si ha ejercido escasa influencia sobre la conducta de los hombres, se debió a que no se ha permitido una apelación sencilla y directa al entendimiento de todos. Eliminad esos obstáculos, haced de la verdad un patrimonio común, convertidla en un motivo de práctica cotidiana y veréis cuán infinitamente benéficas serán las consecuencias.

Pero esas benéficas consecuencias sólo serán fruto de la discusión independiente e imparcial. Si aquellos pequeños y sinceros círculos de investigadores, desprovistos de ambiciones, fuesen absorbidos por la turbulenta corriente de las grandes y ruidosas asambleas, las oportunidades de perfección quedarían de inmediato eliminadas. Las felices diferencias de concepto, que tan eficazmente contribuyen a producir la agudeza mental, se habrían perdido. El temor a disentir con nuestros coasociados cohibe la expansión del pensamiento. Se produce entonces una aparente uniformidad de opiniones, de las que en realidad nadie participa por convicción propia, pero que arrastra a todos, como un oleaje irresistible. Los clubs, en el viejo sentido inglés —es decir reuniones periódicas de círculos pequeños e independientes, pueden admitirse como adecuados para el sistema arriba expuesto. Pero dejarán de tener valor desde que se sometan al enorme aparato de una confederación con sus comités de dirección y de correspondencia. Los hombres deben unirse para investigar en común, no para obligarse mutuamente por la fuerza. La verdad rechaza la alianza de multitudes regimentadas.

Estará demás agregar que las personas consagradas a las funciones que aquí censuramos son generalmente guiadas por las intenciones más generosas y las más nobles finalidades. Sería altamente injusto confundir a esas personas en un repudio indiscriminado, en razón de la peligrosa tendencia que su actividad implica. Pero, precisamente en atención a la pureza de sus principios e intenciones, es deseable que reflexionen seriamente sobre la naturaleza de los medios que ponen en acción. Sería muy doloroso que los mejores amigos del bien de la humanidad se colocasen, debido a una imprudencia de su conducta, en las propias filas de sus enemigos.

De lo que ha sido dicho resulta claramente evidente que es totalmente infundado el temor de que surjan la precipitación y la violencia de la acción desarrollada por los defensores ilustrados de la justicia política. Pero se ha opuesto contra ellos un reparo basado en la supuesta inconveniencia de inculcar al pueblo la necesidad de resistir ocasionalmente la autoridad del gobierno. La obediencia —dicen esos críticos— es la regla; la resistencia es la excepción. ¿Puede haber algo más absurdo que insistir constantemente con vehemencia sobre un medio al que sólo una extrema necesidad nos obligará a recurrir?.[29]

Ha sido demostrado ya que la obediencia —esto es, el sometimiento de nuestro juicio a la voz de la autoridad— es una regla a la cual no es deseable conformar la conducta de los hombres. Es verdad que la tranquilidad y el orden, un estado de cosas en qUe el hombre es menos perturbado por la violencia en el ejercicio de su juicio personal, es un fin que no cesaremos nunca de alentar. Pero los principios aquí expuestos no tienen tendencia alguna a alterar tal estado de cosas.

No existe ciertamente una verdad que convenga ocultar por razones de interés general. Debemos reconocer que algunos principios, en sí verdaderos, pueden ofrecer el aspecto de la falsedad si se les separa de la doctrina que les da valor. Pero ese no es en modo alguno el caso de lo que aquí sostenemos. Enseñar a los hombres los principios generales sobre cuya base debieran construirse todas las instituciones políticas, no significa difundir una información parcial. Descubrir la verdad acerca de sus genuinos intereses y ayudarles a concebir un orden social más equitativo y menos corrompido que el presente, no es inculcar una rara excepción de una regla general. Si hay algún gobierno que debe su estabilidad a la ignorancia, tal gobierno es una maldición para los hombres. A medida que éstos sean más conscientes de sus verdaderos intereses, su conducta será cada vez más juiciosa, tanto en la acción propia como en la tolerancia hacia sus semejantes, lo cual representará el mayor bien para todos. El hombre cuyo espíritu ha sido educado bajo los dictados de la razón, será el último de los individuos que se convierta en rudo agresor del bien común.

IV. De las reformas deseables

He ahí otra cuestión que no puede menos de preocupar a los partidarios de la reforma social. ¿Debemos procurar que esa reforma se realice gradualmente o de una sola vez? Ninguno de los términos del dilema nos ofrece la solución justa.

Nada es más perjudicial a la causa de la verdad que presentarla de un modo imperfecto y parcial a la atención de los hombres. Ofrecida en su conjunto y en todo su esplendor, la verdad no dejará de impresionar los espíritus de un modo decisivo; parcelada y obscurecida, sólo beneficiará a sus adversarios. Surgirán objeciones aparentemente plausibles, que una impresión de conjunto disiparía inmediatamente. Todo lo que constituye un límite a la verdad es un error y, por consiguiente, toda visión parcial de la verdad incluye necesariamente cierta mezcla de error. Muchas ideas son excelentes, como partes de una vasta concepción general; pero consideradas aisladamente no sólo dejan de ser valiosas, sino que se convierten en positivamente falsas. En esa guerra de escaramuzas con el error, la victoria será siempre dudosa y los hombres llegarán a persuadirse de que, o bien la verdad tiene en sí misma poco valor o bien el intelecto humano es tan débil que el descubrimiento de la verdad se halla decisivamente fuera de su alcance ...

Cuando una reforma parcial procede de su causa legítima, el progreso de la sociedad en la conquista de la verdad merece generalmente nuestro aplauso. El hombre es producto de sus hábitos. El mejoramiento gradual constituye una destacada ley de su naturaleza. Así, cuando la comunidad llega a realizar determinada etapa del progreso, esa etapa tiene a su vez la virtud de contribuir a una mayor ilustración de los hombres, haciendo con ello posible nuestros avances. Es natural que adoptemos como guía una verdad monitora y que, conducidos por ella, marchemos hacia las regiones aún inexploradas.

Hay ciertamente circunstancias en que un mejoramiento gradual constituye la única alternativa entre rigidez estática y reforma. El intelecto humano navega sobre el mar infinito de la verdad y aun cuando avance constantemente, su viaje jamás tendrá término. Si, por consiguiente, hemos de esperar hasta lograr una transformación tan definitiva, que no requiera ningún cambio ulterior, permaneceremos en perpetua inacción. Cuando la comunidad o una parte decisiva de la misma ha comprendido suficientemente ciertos principios relativos a la sociedad, puede considerarse que ha llegado el momento de llevar dichos principios a la práctica ...

Estas ideas no implican, como podrá parecer a la primera intención, que la revolución se halla a una distancia inconmensurable. Es propio de los asuntos humanos que los grandes cambios se produzcan repentinamente, que los más importantes descubrimientos se realicen de modo inesperado, a modo de accidente. Formar la mente de un joven, procurar inculcar nuevas ideas en la de una persona madura, parece significar una tarea de poca trascendencia, pero sus frutos no dejarán de hacerse sentir en forma sorprendente. El imperio de la verdad llega sin pompa ni ostentación. La simiente de la virtud germina siempre, aún cuando parezca haberse secado ...

Capítulo tercero: Del tiranicidio

Un problema estrechamente vinculado a las formas de realizar una revolución y que ha sido ardientemente discutido por los pensadores politicos, es el del tiranicidio. Los moralistas de la antigüedad aprobaron calurosamente su práctica. Los modernos generalmente la han condenado.

Los argumentos esgrimidos en su favor se basan en un razonamiento sencillo. La justicia debe administrarse universalmente. Se aplica o se pretende aplicarla a los criminales de menor cuantia, mediante las leyes establecidas por la comunidad. Pero esos grandes criminales que subvierten la ley y pisotean las libertades humanas, se hallan fuera del alcance de la administración ordinaria de justicia. Si ésta es aplicada con parcialidad en algunos casos, de modo que el rico pueda oprimir impunemente a] pobre, es forzoso admitir que algunos ejemplos de esa especie no son suficientes para autorizar a tomarse la justicia por propia mano. Pero nadie podrá negar que los casos del usurpador y del déspota son enormemente más graves. Habiendo sido violadas todas las reglas de la sociedad civil y escarnecida la justicia en su propia fuente, cada ciudadano queda en libertad de ejecutar los decretos de la justicia eterna.

Sin embargo, cabe dudar si la destrucción de un tirano constituye una excepción de las reglas que deben ser observadas en ocasiones ordinarias. El tirano no se halla favorecido por ninguna santidad particular y puede ser muerto con tan pocos escrúpulos como cualquier otro individuo, cuando ello responda a la necesidad de repelar una violencia inmediata. En todos los demás casos, la eliminación de un culpable por una autoridad auto designada, no representa el procedimiento más adecuado para contrarrestar la injusticia. En primer lugar, o bien la nación, cuyo tirano queréis suprimir, se halla madura para la afirmación y defensa de su libertad o bien no se halla aún madura. Si lo está, el tirano debe ser depuesto, con la más amplia publicidad. Nada más impropio que un asunto relativo al bien general sea resuelto como si se tratara de algo turbio y vergonzoso. Cuando una acción fundada en las amplias bases de la justicia corriente se cumple al margen del escrutinio público, constituye una pésima lección ofrecida a la humanidad. El puñal y la pistola pueden ser tanto auxiliares de la virtud como del vicio. Proscribir toda violencia y emplear todos los medios de persuasión y enseñanza, son las más efectivas garantías que podemos tener en favor de un estado de cosas conforme a las exigencias de la razón y de la verdad.

Si la nación no se halla aún madura para la libertad, el hombre que asuma por sí mismo la responsabilidad de hacer justicia violentamente, mostrará sin duda el fervor de su alma y ganará cierto grado de notoriedad. No obtendrá fama, pues la mayoría de los hombres contempla tales actos con explicable horror y, por lo demás, su acto originará nuevas desgracias para su patria. Si la tentativa falla, el tirano se volverá diez veces más sanguinario, cruel y feroz que antes. Si tiene éxito y la tiranía es restaurada, ocurrirá lo mismo en cuanto a sus sucesores. En medio del clima del despotismo, puede brotar alguna virtud solitaria. Pero en medio de conspiraciones y acechanzas, no existe la verdad, ni la confianza, ni el amor a los hombres.

Por lo demás, se comprenderá el verdadero significado del problema, si se estudia a fondo la naturaleza del asesinato político. Se ha incurrido frecuentemente en error a ese respecto, debido a una consideración superficial de la cuestión. Si los apologistas del tiranicidio hubieran seguido al conspirador en sus sinuosas andanzas y observado su perpetua zozobra por el temor a que la verdad fuese descubierta, es probable que hubieran sido menos entusiastas en su aplauso. Ninguna otra actividad puede hallarse más abiertamente en pugna con la sinceridad y la franqueza. Como todo lo que es común al crimen y al vicio, se complace en la obscuridad. Rehuye la mirada penetrante de la sabiduría. Evita toda clase de preguntas, temblando incluso ante la más inocente. Aborrece la tranquila alegría y sólo se halla a gusto en medio de una hipocresía completa. Para engañar mejor, cambia incesantemente de lenguaje y de apariencia. Imaginad a los conspiradores arrodillados a los pies de César, antes de ejecutarlo. Toda la virtud de Bruto no basta para salvarlos de vuestra indignación.

No puede hallarse mejor ejemplo que el que estamos tratando, para demostrar el valor de la sinceridad general. Vemos cómo un acto concebido por los motivos más elevados contiene, sin embargo, en sí mismo, los gérmenes más opuestos a los principios esenciales de la justicia y el bien. Allí donde interviene el crimen, termina la confianza entre los hombres. De nada servirán las protestas y las invocaciones. Nadie presumirá conocer las intenciones de su vecino. Los límites que separaban el vicio de la virtud, quedan borrados. Pero el verdadero interés de la humanidad requiere precisamente que esos límites sean señalados más destacadamente. Toda moral procede de la acepción de algo cierto y evidente. Se afirmará y expandirá en la medida en que aquella distinción se marque en forma clara e inequívoca, y no existirá un momento más si esa distinción fuese destruida.

Capítulo IV: Del cultivo de la verdad

I. De la verdad abstracta o general

Abstractamente considerada, la verdad conduce a la perfección de nuestro juicio, de nuestra virtud y de nuestras instituciones políticas. Se demuestra que la virtud es la mejor fuente de felicidad, por analogía, por su manera de adaptarse a todas las situaciones y por su indeclinable bondad, y que cierto grado de virtud debe estar íntimamente ligado a cierto grado de conocimiento.

II. De la sinceridad

Es evidente, como se ha demostrado en otro lugar, que un estricto acuerdo con la verdad tendrá el efecto más saludable sobre nuestro espíritu en las circunstancias ordinarias de la vida. Es esa la virtud que comúnmente se llama sinceridad. Y a pesar de lo que quieran enseñamos algunos moralistas acomodaticios, el valor de la sinceridad queda en sumo grado disminuído si no es completa. Una sinceridad parcial nos quita autoridad en cuanto a la afirmación de los hechos. Semejante al deber que Tully imponía al historiador, nos obliga a no difundir lo que es falso ni ocultar lo que es verdadero. Destruye esa bastarda prudencia que nos induce a silenciar lo que puede perjudicar a nuestros intereses. Elimina ese principio bajo y egoísta que nos compromete a no manifestar nada que perjudique a quien no nos ha hecho daño alguno. Me obliga a considerar el interés de la especie como mi interés personal. Debo comunicar a los demás cuanto conozco acerca de la verdad, de la religión, del gobierno. Tengo la obligación de manifestar esto hasta el extremo correspondiente, toda la alabanza que merece un hombre honesto o una acción meritoria. Igualmente debo expresar sin reticencias el repudio que merecen el libertinaje, la venalidad, la hipocresía y la falsedad. No tengo derecho a ocultar nada que se refiera a mi persona, ya sea ello favorable a mi honor o ya conduzca a mi desgracia. Debo tratar a todos los hombres con igual franqueza, sin temor a la imputación de adulonería, por una parte, ni a la enemistad o el resentimiento, por la otra.

Si cada cual se impusiera a sí mismo esta ley, se vería obligado a recapacitar antes de disponerse a realizar un acto dudoso, pensando que deberá ser el historiador de sí mismo, el narrador de los actos que realice. Se ha observado justamente que la práctica papista de la confesión auricular produce ciertos efectos saludables. ¡Cuánto mejor sería si, en lugar de un procedimiento tan equívoco, que puede convertirse fácilmente en instrumento de despotismo eclesiástico, cada individuo hiciera del mundo su confesionario y de la humanidad su director de conciencia!

¡Cuán maravillosos resultados se alcanzarían si cada cual tuviera la seguridad de hallar en su vecino un censor justo que registrara y expresara ante el mundo sus virtudes y buenas obras, así como sus debilidades y locuras! No tengo derecho a rechazar ningún deber por el hecho que corresponde igualmente a mis vecinos, sin que éstos lo cumplan. Cuando he cumplido totalmente la parte que me correspondía, sería mezquino y vicioso sentirme desdichado por la omisión de los demás. No es posible

Las consecuencias que tendrá para mí el hecho de decir la verdad a todos, sin temor al peligro o al daño de mis intereses personales, sólo podrán ser favorables. Habré de adquirir una firmeza de espíritu que me permitirá afrontar las situaciones más difíciles, que mantendrá mi presencia de ánimo en las circunstancias más inesperadas, que me dotará de particular sabiduría y conocimiento y dará a mi lengua una elocuencia irresistible. Animado por el amor a la verdad, mi entendimiento estará siempre vigoroso y alerta, libre de temores y curado de la indiferencia y la insipidez. Animado por el amor a la verdad y por una pasión inseparable de su naturaleza, el amor a la especie —la misma cosa bajo otro nombre— buscaré empeñosamente aquellas empresas que sean más conducentes al bien de mis semejantes, procuraré fervientemente el progreso del espíritu y trabajaré incesantemente por la extirpación del prejuicio.

¿Qué es lo que actualmente permite que infinidad de males se enseñoreen del mundo, tales como las supercherías, los perjurios, las intrigas, las guerras y demás vicios que inspiran horror y desprecio a los espíritus honestos e ilustrados? La cobardía. Porque mientras el vicio marcha erguido, en actitud desafiante, los hombres incontaminados no se atreven a denunciarlo con ese vigor y energía que alentaría al inocente y corregiría al culpable. Porque la mayoría de aquellos que se encuentran complicados en la escena y que, teniendo algún discernimiento, comprenden que las cosas que ocurren no son justas, reaccionan con excesiva tibieza y con una visión imperfecta de la realidad. Muchos, que descubren la impostura, son, sin embargo, tan insensatos que suponen que ella es necesaria a fin de mantener al mundo sujeto bajo un temor reverente, y que, siendo la verdad demasiado débil para dominar las turbulentas pasiones de los hombres, es propio llamar a la astucia y a la bellaquería como auxiliares del poder de aquella. Si todo individuo dijera hoy toda la verdad que conoce, dentro de tres años quedaría difícilmente una mentira subsistente en el mundo.

No debe temerse que la actitud que aquí propiciamos degenere en rudeza y brutalidad. Los motivos que la animarían ofrecen suficiente seguridad contra tales consecuencias. Yo digo a mi vecino una verdad desagradable, con la convicción de que ello es mi deber. Creo que es mi deber porque estoy seguro de que tiende a su beneficio. El motivo que me impulsa es, pues, el bien de mi prójimo y, siendo así, será imposible que no procure comunicarle mi impresión del modo más conveniente para no herir su susceptibilidad y para despertar sus sentimientos y energías morales. Por consiguiente, la cualidad más feliz, que contribuye a hacer grata la verdad, surge espontáneamente de la situación que acabamos de considerar. De acuerdo con los términos de nuestra tesis, la verdad debe decirse por amor a ella misma. Pero la expresión del rostro, de la voz, de los ademanes, constituyen otros tantos índices para la conciencia. Es pues difícil que la persona con quien converso deje de percibir que no me anima contra ella ninguna malignidad, envidia o resentimiento. Mis ademanes serán desenvueltos, en relación con la pureza de mis intenciones, al menos después de algunos pocos experimentos. Habrá franqueza en mi voz, fervor en mis gestos y bondad en mi corazón. Debe poseer un alma pervertida el que confunda una censura benéfica, hecha sin propósito avieso ni placer maligno, con el rencor y la aversión. Hay tal energía en la sinceridad de un espíritu virtuoso, que, ningún poder humano podrá resistir.

No he de considerar las objeciones del hombre sumergido en empresas y finalidades mundanas. El que no sepa que la virtud es mejor que la riqueza y los títulos, debe ser convencido con argumentos extraños a estas reflexiones.

Pero, se dirá, ¿no deben acaso ocultarse algunas verdades dolorosas a las personas que se hallan en una situación lamentable? ¿Informaremos a una mujer que sufre de peligrosa fiebre que su marido acaba de fracturarse el cráneo en una caída del caballo?

La mayor concesión que podemos hacer en este caso es admitir que semejante momento no es el más oportuno para comenzar a tratar como a un ser racional, a una persona que durante todo el curso de su existencia fue tratada como un niño. Pero en realidad, hay un modo que permite en tales circunstancias comunicar la verdad, pues si no se hiciera así, existirá siempre el peligro de que sea conocida de modo imprudente por la atolondrada charla de una fámula o la inocente sinceridad de un niño. ¿Cuántos artificios de hipocresía, ficción y falsedad habrán de emplearse para ocultar ese triste secreto? La verdad ha sido destinada, por la naturaleza de las cosas, para educar el espíritu en la firmeza, la humanidad y la virtud. ¿Quiénes somos nosotros para subvertir la naturaleza de las cosas y el sistema del universo, creando una especie de delicadas libélulas sobre las cuales jamás debe soplar la brisa de la sinceridad ni abatirse la tempestad del infortunio?

Pero la verdad puede a veces ser fatal para quien la dice. Un hombre que luchó en el bando del Pretendiente, en 1745, se vió obligado a huir solo cuando las circunstancias dispersaron a sus compañeros. De pronto se encontró con un destacamento de tropas leales que andaban en su busca, para prenderle; pero, desconociendo su persona, lo confundieron y le pidieron que les guiara en su búsqueda. El perseguido hizo lo que pudo por mantenerles en su error y de ese modo salvó la vida. Este caso, así como el anterior, constituye un caso extremo. Pero la respuesta más adecuada será probablemente la misma. Si alguien quiere conocerla, que piense hasta dónde podrá llevarle su aprobación de la conducta de la persona aludida. Los rebeldes, como se les llamaba, eran tratados, en el período a que se refiere el ejemplo citado, con la más extrema injusticia. Ese hombre, guiado quizá por los móviles más generosos, hubiera sido llevado a una muerte ignominiosa. Pero si él tenía derecho a salvarse por medio de una mentira, ¿por qué no tendrá igual derecho el miserable acusado de falsificación, que ha merecido el castigo, pero que siente en su conciencia la seguridad de tener en sí mismo inclinaciones y cualidades que harían de él un miembro útil de la sociedad? Ni siquiera es esencial la inclinación para ese supuesto. Siempre que existan cualidades propicias, será sin duda una flagrante injusticia de parte de la sociedad, el destruirlas en vez de buscar los medios para hacerlas útiles o inocentes. Si se acepta la conclusión sugerida, ocurrirá que, si un hombre ha cometido un crimen, lo mejor que podrá hacer, será cometer otro a fin de asegurarse la impunidad del primero. Pero, ¿por qué, cuando cientos de individuos se han resignado a ser mártires de los incomprensibles principios de una lamentable secta, ese hombre honrado de nuestro ejemplo no se ha dispuesto a sacrificarse en holocausto de la verdad? ¿Por qué hubo de comprar algunos años de vida miserable en el exilio, al precio de una mentira? Si se hubiera entregado a sus persecutores, si hubiera declarado ante sus jueces y ante el país: Yo, a quien vosotros creeis demasiado miserable y degenerado para merecer siquiera vivir, he preferido afrontar vuestra injusticia, antes que hacerme culpable de falsedad. Yo hubiera huído de vuestra tiranía e iniquidad, si me hubiera sido posible; pero, acosado por todas partes, no teniendo otro medio de salvación que la mentira, acepto gustoso todo cuanto vuestra perversidad puede inventar, antes que infligir una afrenta a la majestuosa verdad. ¿No se habría de ese modo honrado a sí mismo y ofrecido al mundo un noble ejemplo, compensando con mucho el mal de su muerte prematura? Debemos siempre cumplir con nuestro deber, sin sentirnos preocupados por la indagación de si los demás cumplieron o dejaron de cumplir con el suyo.

Pero es preciso reconocer que no es ese el objeto fundamental del argumento en cuestión. Lo importante no consiste en el bien que haría con su sacrificio; ese bien sería precario. El gesto heroico, como desgraciadamente ha ocurrido en muchos otros casos semejantes, pudo caer cm el vacío. El objeto de la verdadera sabiduría, en el caso que estamos considerando, es el de pesar, no tanto por lo que se ha hecho, sino por lo que se ha evitado. No debemos hacemos culpables de insinceridad. No debemos tratar de obtener una cosa deseable por medios indignos. Debemos preferir el principio general a las mezquinas atracciones de un extravío momentáneo. Debemos percibir en la preservación de ese principio un resultado benéfico para el bien universal, que supere las posibles ventajas que podrían emanar del abandono de dicho principio. Si las leyes de gravedad y de impulsión no nos hicieran conocer las consecuencias de nuestros actos, seríamos incapaces de juicio e inferencia. Ello no es menos cierto en moral. El que habiéndose trazado un camino de sinceridad, se hace culpable de una sola desviación, afecta al conjunto de su conducta, contamina la franqueza y magnanimidad de su carácter (pues la intrepidez en la mentira constituye una bajeza) y es menos virtuoso que el enemigo contra el cual intenta defenderse; pues mi vecino es más virtuoso al confiar en mi aparente honestidad, que yo al abusar de su confianza. En el caso del martirologio, es necesario considerar dos aspectos. Por un lado constituye un mal en el cual no debemos incurrir por empecinamiento, pues no sabemos cuánto bien nos queda aún por hacer. Pero no debe ser evitado a costa de los principios, pues debemos cuidamos de atribuir desmesurado valor a nuestros esfuerzos, sUponiendo que la libertad quedará destruída si nosotros perecemos.[30]

Capítulo quinto: Del libre albedrío y de la necesidad

Habiendo terminado la parte teórica de nuestra investigación, en tanto que fue necesario para establecer un fundamento de nuestros razonamientos respecto a las diversas provisiones de las instituciones políticas, podemos ahora proceder directamente a la consideración de tales provisiones. No estará demás, sin embargo, hacer aquí un paréntesis a fin de considerar los principios generales del espíritu humano que se hallan más íntimamente vinculados a los temas de nuestras disquisiciones políticas.[31]

El más importante de dichos principios es el que afirma que todas las acciones son necesarias.

Muchos de los razonamientos que hasta aquí hemos expuesto, aun cuando se hallen invariablemente basados en tal doctrina, serán aceptados, en mérito a su evidencia intrínseca, por los propios partidarios del libre albedrío, pese a su oposición contra dicha doctrina. Pero no deben ser objeto de los investigadores políticos las cuestiones que se presenten superficialmente. Después de madura reflexión, se hallará que la doctrina de la necesidad moral implica consecuencias de trascendental importancia y conduce hacia una comprensión clara y abarcativa del hombre en la sociedad, la que probablemente no podrá ser alcanzada por la doctrina contraria. Fue necesario un severo método para que esa proposición fuese establecida por primera vez, como fundamento indispensable para la especulación moral de cualquier índole. Pero hay personas sinceramente dispuestas que, no obstante la evidencia que emana de esa doctrina, se sienten alarmadas por sus probables consecuencias, y será conveniente, en atención al error que sufren esas personas, demostrar que los razonamientos morales contenidos en la presente obra, no tienen más necesidad de la doctrina en cuestión, que cualquier otro razonamiento, sobre cualquier otro tema moral.

Para la justa comprensión de los argumentos que empleamos con ese objeto, es indispensable tener una idea clara acerca del significado del término necesidad". El que afirma que todas las acciones son necesarias, quiere significar que, si tenemos una concepción exacta y completa de todas las circunstancias en que se halló situado un ser vivo y pensante, veremos que no pudo actuar, en ningún momento de su existencia, sino del modo que lo hizo. De acuerdo con ese postulado, no hay en los hechos del espíritu nada indiferente, incierto o precario. El partidario de la libertad en el sentido filosófico se halla en dificultad para encontrar una salida a la cuestión. Para sostener su tesis, está obligado a negar la certeza entre el antecedente y la consecuencia. Allí donde todo es constante e invariable y los acontecimientos surgen uniformemente de las circunstancias en que tienen origen, no hay lugar para la libertad.

Es sabido que en los hechos del universo material, todo se halla sometido a esta necesidad. En esa esfera del conocimiento humano, la investigación tiende más decididamente a excluir el azar, a medida que aumentan nuestros conocimientos. Veamos cuál es la prueba que ha satisfecho a los pensadores a ese respecto. La única base firme de sus conclusiones ha sido la experiencia. Lo que ha inducido a los hombres a concebir el universo como gobernado por ciertas leyes y a formarse la idea de la necesaria relación entre ciertos hechos, ha sido la semejanza observada en el orden de sucesión. Si al contemplar dos acontecimientos sucediéndose el uno al otro, no hubiéramos tenido jamás oportunidad de contemplar la repetición de esa sucesión particular; si hubiésemos visto innumerables hechos en perpetua progresión, sin un orden aparente, de tal modo que nuestra observación nos permitiera prever, cuando apareciera uno de ellos, que otro hecho de determinada especie habrá de seguirle, jamás habríamos podido concebir la existencia de una relación necesaria, ni tener una idea correspondiente al término causa.

De ahí se deduce que todo lo que conocemos del universo material, estrictamente hablando, es una sucesión de hechos. Ello sugiere irresistiblemente a nuestra mente la idea de una relación abstracta. Cuando vemos que el sol sale invariablemente por la mañana y se pone por la noche, teniendo oportunidad de observar este fenómeno durante todo el período de nuestra existencia, no podemos evitar la conclusión de que existe cierta causa que produce la regularidad del hecho. Pero el principio o la virtud por los cuales un hecho se halla ligado a otro, están fuera del alcance de nuestros sentidos.

Tomemos una ilustración sencilla de esta verdad. ¿Puede suponerse que una persona dedicada a analizar y examinar la pólvora previera la posibilidad de que ésta estallara, antes de haber tenido una experiencia al respecto? ¿Podrá saberse, previamente a la experiencia, que un trozo de mármol, de superficie lisa y pulida, puede fácilmente ser roto, estando en posición horizontal, mientras que resistirá toda separación en posición vertical? El fenómeno más simple y el hecho más trivial, se hallan originalmente fuera de la captación de la inteligencia humana.

El grado de obscuridad que rodea este problema se debe a las circunstancias siguientes. Todo conocimiento humano es el resultado de la percepción. Nada conocemos de materia alguna, si no es a través de la experiencia. Si no se produjeran efectos, no habría objeto para nuestra inteligencia. Recogemos un número determinado de tales efectos y, debido a su comprobada regularidad, los reducimos a ciertas clasificaciones generales, que nos permiten formar una idea también general del agente que los produce. Debe admitirse que la definición de toda substancia —es decir algo que merece llamarse conocimiento respecto a ella— nos permite prevenir algunos de sus futuros efectos, por cuyo motivo la definición es, en cierto modo, una predicción. Sin embargo, cuando hemos obtenido la idea de impenetrabilidad, como fenómeno general de la materia, podemos predecir algunos de los efectos de la misma, pero hay otros acerca de los cuales nada podemos prever. En otras palabras, sólo conocemos aquellos efectos que han caído bajo nuestra observación y los que podemos inducir en la suposición que circunstancias similares producirán consecuencias semejantes, suposición fundada en la constancia de la sucesión de los hechos, registrada en nuestra pasada experiencia. Habiendo encontrado, por repetidas experiencias, que la substancia material tiene la propiedad de la inercia y que un objeto en estado de reposo pasa al estado de movimiento cuando es impelido por la fuerza de impulsión de otro objeto, carecemos aún de una observación particular que nos permita predecir los efectos específicos que resultarán de ese impulso, en cada uno de los cuerpos. Preguntad a un hombre que no conoce de la materia más que su propiedad general de impenetrabilidad, qué sucederá si un trozo esférico de materia chocara con otro de igual forma, y veréis cuán poco puede informarle su simple conocimiento de una propiedad general, acerca de las leyes particulares del movimiento. Supongamos que sabe que uno de esos objetos imprimirá movimiento al otro. ¿Pero qué cantidad de movimiento? ¿Qué efectos tendrá el impulso sobre la bola impelente? ¿Continuará moviéndose en la misma dirección? ¿Se alejará en sentido opuesto? ¿Rodará en sentido oblicuo o bien permanecerá en estado de reposo? Todas esas eventualidades serán igualmente probables para quien no haya realizado previamente una serie de observaciones que le permitan predecir lo que habrá de ocurrir exactamente en este caso.

De esas observaciones podemos deducir con suficiente propiedad la especie de conocimientos que poseemos acerca de las leyes del universo. Ningún experimento, ningún razonamiento que podamos inducir podrá instruirnos jamás acerca del principio de causalidad o enseñarnos por qué razón ocurre que un acontecimiento producido en ciertas circunstancias, es siempre precursor de otro acontecimiento de determinada clase. Sin embargo, creemos razonablemente que esos acontecimientos se hallan relacionados entre sí por una perfecta necesidad y excluímos de nuestras ideas de materia y de movimiento, toda suposición relativa al azar o a un suceso inmotivado. Después de haber observado dos hechos constantemente ligados entre sí, la asociación de ideas nos obliga, cuando ocurre uno de ellos, a prever inmediatamente el otro; y puesto que esa previsión jamás nos engaña, y como el hecho futuro resulta siempre copia fiel de la sucesión ideal de los acontecimientos, es inevitable que esa especie de previsión se convierta en el fundamento general de nuestro conocimiento. No podemos dar un solo paso en ese sentido que no participe de la índole de esa operación del espíritu que llamamos abstracción. Hasta tanto no consideremos la salida del sol en el día de mañana como un hecho de la misma índole que el de su salida en el día de hoy, no podemos deducir de ello conclusiones similares. Corresponde a la ciencia llevar esa tarea de generalización hasta su más lejana consecuencia, reduciendo los diversos hechos del universo a un pequeño número de principios originales.

Tratemos de aplicar esos principios concernientes a la materia, a la ilustración de la teoría del espíritu. ¿Es posible descubrir aquí leyes generales, tal como en el ejemplo anterior? ¿Puede el intelecto ser objeto de la ciencia? ¿Podemos reducir los múltiples fenómenos del espíritu a ciertas categorías del pensamiento? Si se admite la respuesta afirmativa a esos interrogantes, la conclusión ineludible será que tanto el espíritu como la materia ofrecen una constante conjunción de acontecimientos, induciendo a la razonable presunción de que existe una relación necesaria entre ellas. Poco importa que no seamos capaces de percibir el fundamento de esa relación ni podamos explicar por qué ciertos conceptos o proposiciones, cuando se ofrecen ante el espíritu de un ser pensante, generan, como consecuencia necesaria, actos de volición o de movimiento animal; pues si es cierto lo que hemos expuesto más arriba, tampoco podemos percibir el fundamento de la relación existente entre dos hechos del mundo material, debiendo considerarse como un vulgar prejuicio la creencia común de que conocemos en realidad el fundamento de dicha relación.

Que el espíritu es un objeto de la ciencia puede inferirse de todas las ramas del saber y de la investigación que tienen como motivo el espíritu. ¿Qué especie de enseñanza o de ilustración nos ofrecería la historia si no existiera una razón de inferencia entre causas y efectos morales, si ciertas inclinaciones y tendencias no hubieran producido, en todas las edades y bajo todos los climas, determinada serie de actos, si no pudiéramos trazar la relación y el principio de unidad existente entre los caracteres, las acciones y propensiones de los hombres? Sería una instrucción de menor importancia que la que pudiéramos obtener leyendo una tabla cronológica, donde los acontecimientos sólo se hayan agrupado en el orden de sucesión temporal. Sin embargo, aunque el cronista haya descuidado la anotación de las íntimas relaciones que existieron entre los diversos sucesos, el espíritu del lector se empeña en establecer ese nexo, mediante la memoria y la imaginación. Pero la idea misma de tal relación jamás habría surgido en nuestra mente si no hubiéramos hallado en la experiencia el fundamento de dicha idea. Será absolutamente nula la enseñanza que obtengamos de la simple enumeración de hechos históricos, puesto que el conocimiento implica por naturaleza la clasificación y generalización de sus objetos. Y según la hipótesis que ahora examinamos, todos los objetos serían inconexos y aislados, sin posibilidad de base alguna para la inducción ni para los principios de la ciencia.

La idea correspondiente al término carácter implica inevitablemente el concepto de relación necesaria. El carácter de una persona es el resultado de una larga serie de impresiones comunicadas al espíritu, al que hacen objeto de ciertas modificaciones, permitiendo el conocimiento de las mismas predecir en cierto sentido la conducta del individuo. De ahí surge su temperamento y sus hábitos, respecto a los cuales admitimos razonablemente que no pueden ser anulados ni revertidos de un modo brusco y, si alguna vez se produce tal reversión, ello no ocurre accidentalmente, sino a consecuencia de alguna razón poderosa que persuade al espíritu o de algún hecho extraordinario que lo modifica. Si no existiera esa relación primitiva y esencial entre móviles y acciones y, lo que constituye una rama particular de ese principio, entre las acciones pasadas y las acciones futuras del hombre, no existiría nada semejante al carácter ni posibilidad alguna de inferir lo que los hombres pueden llegar a ser, teniendo en cuenta lo que han sido.

De esa misma idea de relación necesaria surgen todos los planes políticos mediante los cuales los hombres trazan cierta línea de acción encaminada a predominar sobre sus semejantes y a convertirlos en instrumentos de sus particulares propósitos. Todas las artes de la cortesanía y del halago; la especulación sobre los temores y las esperanzas de los hombres, parten de la suposición de que el espíritu se halla sometido a ciertas leyes y que, por consiguiente, si somos lo bastante diestros y constantes en el manejo de las causas, los efectos habrán de producirse ineludiblemente.

Finalmente, la idea de disciplina moral procede asimismo de ese principio. Si yo argumento, si exhorto y ofrezco ciertos estímulos a una persona, es porque creo que esos estímulos tienden a influir en su conducta. Si premiamos o castigamos a alguien, ya sea con el propósito de lograr su corrección o bien a título de ejemplo para los demás, es porque nos sentimos inclinados a creer que recompensas y castigos poseen la virtud de influir en los sentimientos y los actos de los hombres.

Sólo hay una objeción concebible contra la inferencia de estas premisas para la necesidad de las acciones humanas. Puede alegarse que aun cuando exista una efectiva relación entre móviles y acciones, esa relación no es, sin embargo, de índole precisa, y, por consiguiente, el espíritu retiene una posibilidad de acción inherente a sí mismo que le permite disolver a gusto esa relación. Así, por ejemplo, cuando expongo argumentos y razones a mi vecino, con el propósito de inducirle a cierto género de conducta, no lo hago sin cierta esperanza de éxito, pero no me siento muy decepcionado si mis esfuerzos no obtienen el efecto deseado. Hago de antemano la reserva de una cierta facultad de libertad que supongo que posee, la que finalmente es capaz de contrarrestar los propósitos mejor concebidos.

Pero esa objeción no afecta particularmente el caso del espíritu. Ocurre exactamente lo mismo con la materia. Conocemos sólo una parte de las premisas y, por consiguiente, sólo podemos pronunciarnos con incertidumbre acerca de las conclusiones. Un experimento físico, que ha sido realizado cien veces con éxito, puede fallar en la tentativa siguiente. ¿Pero qué deducirá el experimentador de ese hecho? No será indudablemente que sus retortas y sus materiales disponen de una libertad de elección que les permite burlar las previsiones mejor fundadas. Tampoco habrá de deducir que la relación entre causa y efecto es incierta y que parte de los efectos no responden a causa alguna. Deducirá, en cambio, que existía alguna causa cuyo conocimiento había escapado a su examen y que una investigación más atenta podrá poner en claro. Cuando la ciencia del universo material se hallaba en su infancia, los hombres se sentían dispuestos a atribuir todos los conocimientos al azar o a un accidente, pero cuanto más fueron ampliando el campo del estudio y la observación, más razones hallaron para concluir que todo ocurría de acuerdo con ciertas leyes necesarias y universales.

El caso del espíritu es por entero semejante. El político y el filósofo, pese a que especulativamente sostengan la opinión del libre albedrío, jamás piensan aplicarla en su concepción práctica de los hechos. Si ocurrió algún acontecimiento contrario a lo que ellos habían previsto, admiten buenamente que hubo algún error inobservado, algún hábito mental, algún prejuicio de educación, alguna particular asociación de ideas que burlaron su expectativa. Y si tienen temperamento activo y emprendedor, se empeñarán, lo mismo que el filósofo de la naturaleza, en descubrir el secreto resorte del hecho imprevisto.

Las reflexiones que acabamos de hacer en torno al principio de causalidad, no sólo nos facilitan argumentos sencillos y concluyentes en favor de la doctrina de la necesidad, sino que sugiere la razón obvia de por qué la doctrina opuesta constituye en cierto grado la opinión general de los hombres. Se ha demostrado que la idea de la necesaria relación entre hechos de determinada especie, es una lección que nos ha ofrecido la experiencia y el vulgo no llega jamás a la aplicación general de dicha idea, ni aún en los fenómenos del universo material. Incluso en los casos más simples y familiares, tales como la colisión entre dos objetos de forma esférica y la consecuencia de la misma, llégase a admitir la intervención del azar o de un hecho desprovisto de causa. En el caso citado, sin embargo, dado que tanto el impulso como su inmediata consecuencia son objeto de la observación de los sentidos, se cree percibir el principio absoluto que hace comunicar el movimiento de una bola a la otra. Pues ese mismo prejuicio y esa conclusión precipitada que nos induce a creer que hemos descubierto el principio del movimiento por la impresión directa de los sentidos, actúan en dirección opuesta con respecto a los objetos que no pueden ser sometidos al examen de los sentidos. Puesto que no es posible observar cómo una idea o una proposición sugeridas a la conciencia de un ser pensante, producen un movimiento físico, se llega a la conclusión de que no existe relación necesaria entre dicha idea y la acción consiguiente.

Pero si el vulgo es generalmente partidario del libre albedrío, no deja de estar fuertemente impresionado, aunque de modo incoherente, por la creencia en la doctrina de la necesidad. Es una observación bien conocida y justa que, si no existieran leyes generales rigiendo los hechos y las cosas del universo material, el hombre no habría llegado a ser jamás un ser pensante ni un ser moral. La mayor parte de los actos de nuestra vida son dirigidos por la previsión. El campesino siembra sus tierras y espera la cosecha al cabo de un período determinado, porque prevé la sucesión regular de las estaciones. No habría bondad en mi obsequio de víveres a los hambrientos, ni habría injusticia en el hecho de levantar mi espada contra mi amigo, si no se hubiera establecido la propiedad nutritiva del alimento y la propiedad mortífera de la espada.

La regularidad de los sucesos en el universo material no ofrece, sin embargo, de por sí, fundamento suficiente para la moral y la prudencia. La conducta voluntaria de nuestros semejantes entra en gran parte en casi todos los cálculos en que se fundan nuestros planes y nuestras decisiones. Si la conducta voluntaria, tanto como el impulso material, no estuviera sometida a las leyes generales incluídas en el sistema de causas y efectos, y no existiera un legítimo margen de predicción y de previsión, sería de poca utilidad la certeza de los hechos en el universo material. Pero en realidad, el espíritu pasa de una a otra esfera de especulación, sin separarlas en distintas clasificaciones y sin imaginar que la una o la otra pueden ofrecerles distintos grados de certeza. Así ocurre que el más inculto campesino o artesano es prácticamente un necesarista. El agricultor prevé con tanta seguridad la disposición del público en la compra de sus granos, cuando los lleve al mercado, como prevé la influencia de la naturaleza en la maduración de los mismos. El obrero sospecha tanto que su patrón cambie de opinión y no le pague el salario convenido, como puede sospechar que sus herramientas se nieguen hoy a cumplir las tareas que ayer realizaron satisfactoriamente.[32]

Otro argumento en favor de la doctrina de la necesidad, no menos claro y concluyente que el de la consideración de causa y efecto, surge de una adecuada explicación de la naturaleza del movimiento voluntario. Los movimientos del reino animal se distribuyen en dos clases: movimiento voluntario y movimiento involuntario. El movimiento involuntario, ya sea concebido como teniendo lugar independientemente de la conciencia o bien como resultado de la percepción y el pensamiento, es llamado así porque sus consecuencias, en todo o en parte, no entraron en la consideración de la conciencia, en el momento de comenzar tal movimiento. Así, el llanto de un recién nacido no es menos involuntario que la circulación de la sangre, siendo imposible que sean previstos los primeros sonidos que resultan de la agitación del organismo, desde que la previsión es fruto de la experiencia.

De todas esas observaciones podemos deducir una explicación racional y consistente acerca de la naturaleza de la volición. El movimieñto voluntario es el que lleva inherente la previsión y fluye de la intención y el designio. La volición es la actitud de un ser inteligente cuya conciencia, habiendo sido afectada por la aprehensión de determinados fines a cumplir, produce ciertos movimientos de los miembros y órganos del organismo animal.

Los adeptos de la teoría de la libertad intelectual tienen aquí un dilema propuesto a su elección. Deben atribuir la libertad, esa relación imprecisa entre causas y efectos, bien a nuestros movimientos. voluntarios o bien a nuestros movimientos involuntarios. Ellos han tomado ya su determinación. Comprenden que atribuir la libertad a lo que es involuntario, aún cuando la hipótesis pudiera ser mantenida, sería completamente extraño a los grandes objetivos de la especulación moral, política y teológica. El hombre no sería en ningún sentido más que un instrumento, un ser pasivo, aún cuando se probara que todos sus movimientos involuntarios se producen de modo fortuito o caprichoso. Pero por otra parte, adscribir la libertad a nuestras acciones voluntarias, significa incurrir en una expresa contradicción de términos. Ningún movimiento es voluntario sino en la medida en que es fruto de la intención y el designio, surgiendo de la concepción de un fin a lograr. En tanto que se debe a un origen, será un acto involuntario. El recién nacido no prevé cosa alguna; por tanto, sus movimientos son involuntarios. Una persona adulta prevé ampliamente las consecuencias de sus acciones; por consiguiente, es un ser eminentemente racional y voluntario. Si una parte de mi conducta careciera de previsión acerca de sus consecuencias, ¿quién será capaz de atribuirlo a depravación y vicio? Jerjes obró con igual prudencia cuando ordenó castigar con mil latigazos las olas del Helesponto.

La verdad de la doctrina de la necesidad se hará más evidente aún, si la contrastamos con el absurdo de la hipótesis contraria. Uno de sus principales elementos es la autodeterminación. En un sentido imperfecto y popular, la libertad es el movimiento de nuestro organismo, resuelto por deliberación y juicio previo, que excluye toda presión externa. En el mismo sentido es comúnmente usado el término en las disquisiciones políticas y morales. Los pensadores que han querido vindicar la libertad, no sólo para nuestros actos externos, sino también para los actos del espíritu, se han visto obligados a repetir el proceso. Se dice que nuestros actos externos son libres, cuando en verdad ellos resultan de una determinación de nuestro espíritu. Si nuestras voliciones o actos internos son igualmente libres, ellos deben ser de igual modo fruto de la determinación del espíritu, en otros términos, al decidir esos actos el espíritu se autodetermina. Ahora bien, nada puede ser más evidente que aquello en que el espíritu ejercita su libertad debe ser un acto del espíritu. De acuerdo con esa hipótesis, la libertad consiste en lo siguiente: que toda elección que hacemos es hecha por nosotros y cada acto de nuestro espíritu es precedido y producido por otro acto del espíritu. Esto es tan cierto que en realidad el último acto producido no se considera libre en razón de alguna cualidad propia del mismo, sino porque el espíritu, al decidirlo, estaba auto determinado; es decir, porque le precedía otro acto del espíritu. El acto final resulta enteramente de la determinación de su predecesor. Es un acto completamente necesario y si buscamos la libertad, debemos referirnos al acto precedente. Pero ese acto precedente fue asimismo determinado por un acto del espíritu; o sea, que la volición fue elegida por otra volición precedente y, de acuerdo con el mismo razonamiento, aquella fue determinada por otra anterior. Todos los actos, excepto el primero, eran actos necesarios, siguiendo el uno al otro como los eslabones de una cadena. Pero tampoco ese acto primero era libre, a menos que el espíritu, al decidirlo, haya sido autodeterminado, es decir a menos que ese acto haya sido resuelto por otro acto anterior. Recorred, si os place, esa cadena en sentido inverso y veréis que cada acto es un acto necesario. Jamás descubriréis el acto que dé carácter de libertad al conjunto. Y si pudiera hallarse, sería una contradicción con su propia naturaleza.

Otra idea que pertenece a la hipótesis de la autodeterminación, es que el espíritu no se halla necesariamente inclinado en un sentido o en otro, en virtud de los móviles que ante él se ofrecen, por la claridad o la duda con que esos móviles son discernidos, ni por el temperamento o carácter que hábitos anteriores han generado, sino que, gracias a una actividad inherente al mismo, el espíritu es igualmente capaz de obrar de un modo o de otro, pasando de un estado anterior de indiferencia a una determinación. ¿Pero qué especie de actividad es esa que se halla igualmente dispuesta a todo género de acciones? Supongamos una porción de materia dotada de una propensión particular al movimiento. Esa propensión la impulsará a moverse en una dirección determinada, en cuyo caso deberá continuar moviéndose constantemente en esa dirección, a menos de ser detenida por una fuerza externa. O bien tenderá a moverse igualmente en todas direcciones, en cuyo caso la resultante será una perpetua inmovilidad.

Es tan vidente el absurdo de tal conclusión, que los partidarios de la libertad intelectual han tratado de modificarla, introduciendo un distingo. El móvil, dicen, es ciertamente, la ocasión, el sine qua non de la volición, pero carece de poder para compeler a la misma. Su influencia depende de la libre e incondicionada aceptación por parte del espíritu. Entre consideraciones y móviles opuestos, el espipíritu elige el que le place y mediante su elección puede convertir el móvil aparentemente más débil e insuficiente en el más fuerte. Pero esta hipótesis es en extremo inadecuada para el propósito que la inspiró. Los móviles deben tener una influencia necesaria e irresistible o no tener influencia de ninguna índole.

Pues, en primer lugar, debe recordarse que el fundamento o la razón de todo hecho, sea de la naturaleza que sea, deben estar contenidos en las circunstancias que precedieron ese hecho. El espíritu es supuesto en un estado inicial de indiferencia y por consiguiente no puede ser considerado como fuente primera de una decisión particular. Tenemos un móvil de una parte y otro móvil de otra y entre ambos se halla la verdadera facultad de elección. Pero donde existe tendencia a la elección, existen diversos grados de esa tendencia. Si tales grados son equivalentes, la elección no puede producirse: equivale a poner pesos iguales en cada uno de los platillos de la balanza. Si uno de ellos tiene mayor peso que el otro, es indudable que el primero prevalecerá. Cuando dos objetos se equilibran recíprocamente, el excedente de peso que se arroja en uno de los platillos, por pequeño que sea, es lo único que entra finalmente en consideración al decidir en un sentido el fiel de la balanza.

En segundo lugar, debe agregarse que, si el móvil no tiene una influencia necesaria, es completamente superfluo. El espíritu no puede elegir primeramente un móvil determinado y luego eludir sus consecuencias, pues en ese caso la preferencia pertenecerá siempre a la volición inicial. La determinación fue, en realidad, completa desde el primer momento y el motivo que surgió posteriormente pudo haber sido un pretexto, pero no la fuente real de la acción.[33]

Finalmente, debe observarse, respecto a la hipótesis del libre albedrío, que todo el sistema es construído sobre una distinción, donde no hay diferencia alguna. A saber, entre las facultades intelectuales y las facultades activas del espíritu. Una filosofía misteriosa ha enseñado a los hombres que, cuando nuestro juicio ha percibido que determinado objeto era deseable, se requería la intervención de un poder extraño, a fin de poner el cuerpo en acción. Pero la razón no encuentra fundamento a semejante supuesto, ni puede concebir que no se produzca cierto movimiento corporal, cuando nuestro espíritu ha hecho la elección de un objetivo y existe la experiencia que dicho objetivo puede ser alcanzado. Sólo debemos atender al evidente significado de las palabras, para comprender que la voluntad es, tal como se ha dicho acertadamente, el último acto de la conciencia, uno de los diferentes casos de asociación de ideas. ¿Qué es, en efecto, la elección, sino la discriminación acerca de algo que es inherente o que se supone inherente a determinado objeto? Es el juicio, verdadero o falso, que hace el espíritu respecto a las cosas que se ofrecen ante el en una relación comparativa. Si esto es así, el libre albedrío no puede ser seriamente defendido por los escritores filosóficos, desde que nadie puede imaginar que seamos libres de sentir o de no sentir la impresión recibida por nuestros sentidos o de creer o no creer una proposición aceptada por nuestro entendimiento.

No será necesario agregar nada más a ese respecto, salvo una referencia circunstancial a la índole de los beneficios que nos traería el libre albedrío, en el supuesto de que esa libertad fuere posible. Siendo el hombre, tal como lo hemos demostrado, un sujeto gobernado por las aprehensiones de su juicio, no se requiere más, para hacerlo feliz y virtuoso, que perfeccionar su facultad de discernimiento. Pero, si el hombre poseyera una facultad independiente de su juicio, capaz de resistir por simple capricho a los más poderosos argumentos, la más esmerada educación y la enseñanza más cuidadosa serían completamente inútiles. Esa libertad sería el peor castigo y la peor maldición para el hombre, y la única esperanza de obtener un bien duradero para nuestra especie consistiría en aniquilar esa libertad, haciendo más estrecha la relación entre la conciencia y los actos externos. El hombre virtuoso se hallará siempre bajo el imperio de principios fijos e invariables, y un ser semejante al que concebimos bajo la idea de Dios, no podrá ejercer jamás esa libertad, es decir no podrá actuar jamás de un modo arbitrario y tiránico. De un modo absurdo, se presenta el libre albedrío como indispensable para que el espíritu pueda concebir principios morales. Pero lo cierto es que, en tanto que obramos con libertad, en tanto que procedemos con independencia de todo móvil, nuestra conducta es también independiente de la moral y de la razón, siendo imposible discernir elogio o censura a un proceder tan caprichoso.

Capítulo sexto: Inferencias de la doctrina de la necesidad

Considerando que la doctrina de la necesidad moral ha sido suficientemente fundamentada, veamos las consecuencias que de ella se deducen. Esa concepción nos presenta la idea de un universo íntimamente relacionado e interdependiente en todas sus partes donde, a través de un progreso limitado, nada puede ocurrir sino del modo que realmente ocurre. En la vida de todo ser humano incide una cadena de causas y efectos, generada en la eternidad que precedió a su nacimiento, la que continúa su sucesión regular a través del período de su existencia y en virtud de la cual el hombre no pudo actuar de otro modo que como lo hizo.

Puesto que una concepción contraria a la expuesta ha sido la que ha predominado en la masa de los hombres a través de las edades, impresionando su mente constantemente con las ideas de contingencia y accidente, el lenguaje común de la moral ha sido universalmente afectado por esa impresión errónea. No estará demás, pues, inquirir hasta qué punto ese lenguaje corresponde a la verdad de las cosas y hasta dónde es puramente imaginario. La propiedad de lenguaje es requisito indispensable para un conocimiento justo; sin una debida precisión en ese sentido, jamás podremos comprender la extensión e importancia de las consecuencias que se derivan de la doctrina de la necesidad.

Ante todo, se desprende de ella que no existe eso que se llama acción en el sentido enfático y presuntuoso con que suele emplearse el término. El hombre no es en ningún caso, estrictamente hablando, el iniciador de un hecho o serie de hechos que ocurren en el universo, sino sólo el vehículo a través del cual operan ciertas causas, causas que cesarían de actuar si el hombre dejara de existir. La acción, en su sentido más obvio y corriente es, sin embargo, algo suficientemente real y existe igualmente en el espíritu como en la materia. Cuando una bola de billar es impulsada por el jugador, chocando luego con otra bola, decimos que la primera ejerció una acción sobre la segunda, si bien aquella no hizo más que trasmitir el golpe recibido, habiendo sido determinado su movimiento, así como el de la segunda bola, por el choque que le imprimiera el jugador. Exactamente similares a este caso, de acuerdo con los principios ya expuestos, son los actos del espíritu. El espíritu es una causa real, un eslabón indispensable en la gran cadena del universo, pero no es, como muchas veces se ha supuesto, una causa de tan superior categoría que prescinda de toda necesidad y no se halle sometido a ciertas leyes y modos de actuación. En la hipótesis de un Dios, no es tan esencial la elección, la aprehensión o el juicio de ese ser, como la verdad que ha sido el fundamento de tal juicio, como fuente de todas las existencias particulares y contingentes. Si su existencia es necesaria, lo es sólo como sensorium de la verdad y medio de su expresión.

¿Es esta concepción de las cosas incompatible con la existencia de la virtud?

Si entendemos por virtud la acción de un ser inteligente, dotado de un poder discrecional, de modo que, bajo determinadas circunstancias, puede o no actuar de cierto modo, es indudable que la virtud queda, aniquilada.

Pero la doctrina de la necesidad no subvierte la naturaleza de las cosas. La felicidad y la miseria, la sabiduría y el error, serán siempre diferentes entre sí y siempre habrá relaciones entre ellas. Donde existen diferencias, hay lugar para la preferencia y el deseo o para la indiferencia y la aversión. La felicidad y la sabiduría son cosas dignas de ser deseadas, así como merecen rechazarse el error y la miseria. Por consiguiente, si entendemos por virtud ese principio que nos hace preferir lo primero sobre lo último, es evidente que su existencia no queda disminuída por la doctrina de la necesidad.

Si hemos de hablar con precisión, debemos considerar la virtud, en primer lugar, objetivamente, antes que por su propiedad de influir sobre determinado ser particular. Constituye un sistema de bien general, donde el valor o la inepcia de los individuos se aprecia por sus aptitudes o su falta de aptitudes para adaptarse al mismo. Esa aptitud de los seres inteligentes, se llama comúnmente capacidad o poder. El poder, en el sentido de la hipótesis de la libertad, es algo completamente quimérico. Pero en el sentido en que suele aplicarse a las cosas inanimadas, es igualmente aplicable a los seres animados. Un candelabro tiene poder o capacidad para sostener una candela en posición vertical. Un cuchillo tiene la capacidad de cortar. Del mismo modo, un ser humano tiene la capacidad de andar, si bien es tan cierto que en este caso, como en el de las cosas inanimadas, carece del poder de ejercer o de no ejercer esa capacidad. Existen diversos grados, así como distintas clases de capacidad. Un cuchillo se adapta mejor a su objeto que otro.

He aquí ahora dos consideraciones relativas a todo ser particular, las que suscitan nuestra aprobación, trátese o no de un ser consciente. Esas consideraciones se refieren a la capacidad y a la aplicación de esa capacidad. Preferimos un cuchillo filoso antes que uno romo porque la capacidad del primero es mayor. Preferimos que sea empleado en trinchar alimentos antes que en mutilar personas o animales, porque aquella aplicación es más deseable. Pero toda aprobación o preferencia se refiere al punto de vista de la utilidad o del bien general. Un hombre puede ser empleado para los fines de la virtud, igual que puede ser empleado un cuchillo para los mismos fines, pero el uno no es más libre que el otro en cuanto al objeto de su empleo. El modo de hacer actuar a un cuchillo hacia su objeto, consiste en el impulso físico. El modo de hacer actuar a un hombre, consiste en el razonamiento y la persuación. Pero ambos son sujetos de la necesidad. El hombre difiere del cuchillo del mismo modo que un candelabro de hierro difiere de uno de bronce. Existe un modo adicional de actuar sobre el hombre, que consiste en el móvil. En el candelabro, esa fuerza se llama magnetismo.

Pero la virtud tiene otro sentido, en el cual se asemeja al deber. La virtud de un ser humano consiste en la aplicación de su capacidad para el bien general; su deber radica en la mejor aplicación posible de esa capacidad. La diferencia existente entre ambos términos debe considerarse más bien de índole gramatical que filosófica. Así, en latín, bonus significa bueno, aplicado a un hombre y bona, significa buena y es aplicado a una mujer. Podemos concebir igualmente la capacidad de una cosa inanimada, como la de un ser animado, en cuanto a su aplicación al bien general y elegir, asimismo, el mejor modo de empleo de dicha capacidad, en uno y otro caso. No existe entre ambos una diferencia esencial. Pero denominamos virtud y deber a lo uno y no a lo otro. Estas palabras pueden ser consideradas en un sentido popular, bien de género masculino, bien de género femenino, pero nunca de género neutro.

Pero si la doctrina de la necesidad no destruye la virtud, tiende a introducir un gran cambio en nuestras ideas a su respecto. De acuerdo con esa doctrina, será absurdo que un hombre diga: yo quiero esforzarme, trataré de recordar o aún yo haré esto. Todas esas expresiones implican que el hombre es o puede ser algo distinto a lo que las circunstancias hacen de él. El hombre es, en realidad, un ser pasivo, no un ser activo. En otro sentido, sin embargo, es suficientemente capaz de realizar esfuerzos. Las operaciones de su mente pueden ser laboriosas, como las de las ruedas de una máquina que asciende sobre la falda de un cerro, puede incluso agotar la substancia del armazón en que actúa, sin perder por eso en lo más mínimo su carácter de ser pasivo. Si tuviéramos siempre noción de ello, nuestro espíritu no estará menos ardientemente animado por el amor a la verdad, a la justicia, a la humanidad, al bien común. Tendríamos mayor firmeza y sencillez en nuestra conducta, sin malgastar energías en estériles luchas y lamentos, sin apresurarnos con infantil impaciencia, observando más bien los acontecimientos con sus inevitables consecuencias, entregados tranquilamente y sin reservas a la influencia de las amplias concepciones que inspira esta doctrina.

En cuanto a nuestras relaciones con los demás hombres, en los casos en que pudiésemos contribuir a instruir y perfeccionar su mente, les dirigiremos nuestras exhortaciones y enseñanzas con doble confianza. El creyente en el libre albedrío puede albergar escasas esperanzas, al exhortar o corregir a su discípulo, que supone que la más clara exhibición de la verdad es impotente cuando choca con la arbitraria e indisciplinada facultad de la voluntad; mejor dicho, si fuera consecuente con su doctrina, reconocería que no podría tener efecto alguno en tal caso. El necesarista, por el contrario, emplea antecedentes reales y tiene derecho a esperar efectos reales.

Pero, si bien expondrá argumentos, no dirigirá exhortaciones, pues la exhortación es un término sin sentido. Ofrecerá móviles al espíritu, pero no le exigirá obedecerlos, cual si aquel tuviera poder de hacerlo o de no hacerlo. Su función constará de dos partes: la presentación de los móviles para la persecución de cierto fin y la delineación del camino más fácil y conducente para alcanzar ese fin.

No hay mejor manera que nos permita apreciar hasta qué punto tiene fundamento real toda idea relacionada con la hipótesis de la libertad, que la de traducir las expresiones que aquella emplea usualmente al lenguaje de la necesidad. Suponed que la idea de exhortación, así traducida, exprese lo siguiente: A fin de lograr que los argumentos que os ofrezco causen una grata impresión en vuestro espíritu, es necesario que sean favorablemente recibidos por éste; por consiguiente, trato de demostraros la importancia de la atención, sabiendo que si puedo hacerlo de modo eficiente, vuestra atención me seguirá inevitablemente. Sería mucho mejor, sin embargo, que expusiéramos directamente la verdad que queremos comunicar, en lugar de recurrir a un medio tortuoso de atraer la atención, como si ésta fuera una facultad independiente. En realidad, la atención estará en proporción con la comprensión de la importancia del objeto de que se trata.

Podrá parecer, a la primera impresión, que desde el momento que admitimos que nuestro esfuerzo personal es una mera ficción y que somos instrumentos pasivos de causas externas, llegaremos a sentirnos indiferentes hacia los objetos que hasta entonces nos interesaron más profundamente, abandonando esa inflexible perseverancia que es inseparable de las grandes empresas. Pero no es tal la verdad en este caso. Cuanto más nos sometamos a la influencia de la verdad, más clara será nuestra percepción de ella. Cuanto menos nos veamos perturbados por cuestiones tales como libertad y capricho, indolencia y atención, más uniforme será nuestra, constancia. Nada más irrazonable que creer que el reconocimiento de la necesidad nos impone un espíritu de neutralidad e indiferencia. Cuanto más segura sea la relación entre causas y efectos, mayor alegría sentiremos, al aceptar las más duras y penosas tareas.

Es corriente que los hombres influídos por la idea de libre albedrío, sientan indignación, enojo y resentimiento contra aquellos que han caído bajo el imperio del vicio. ¿Hasta qué punto son justos o injustos tales sentimientos? En la doctrina opuesta subsiste igualmente la diferencia entre virtud y vicio. Por consiguiente, el vicio debe ser objeto de repudio y la virtud de estimación. Debemos aprobar lo uno y rechazar lo otro. Pero nuestra desaprobación del vicio será de igual naturaleza que nuestra desaprobación de una enfermedad infecciosa.

Una de las razones por las cuales estamos habituados a contemplar al asesino con más profundo desagrado que el cuchillo que aquel emplea consiste en que encontramos una capacidad más peligrosa y un mayor motivo de aprensión en el uno que en el otro. El cuchillo es sólo ocasionalmente un objeto de terror, pero, frente al asesino, jamás estaremos_ suficientemente en guardia. Del mismo modo, consideramos el centro de una calle muy transitada con menos agrado, como lugar de paseo, que las aceras de la misma calle y el borde del tejado de una casa, como menos adecuada aún a ese objeto. Independientemente, pues, de la idea de libertad, los hombres encuentran siempre, en un ser muy depravado, suficientes motivos de repulsión y antipatía. Con el agregado de esa idea, no es extraño que se hallen permanentemente dispuestos a prorrumpir en expresiones del odio más intemperante.

Tales sentimientos conducen, evidentemente, a los conceptos que actualmente prevalecen acerca del castigo. La doctrina de la necesidad nos enseña a clasificar el castigo entre la serie de medios que poseemos para corregir el error. Cuanto más claramente se demuestre que el espíritu humano se halla bajo la influencia de ciertos móviles; más seguridad habrá de que el castigo produzca grandes e inequívocos resultados. Pero la doctrina de la necesidad nos obliga a contemplar el castigo sin complacencia alguna y a preferir en todas las circunstancias el medio más directo de contrarrestar el error, que consiste en el desarrollo de la verdad. Cuando, de acuerdo con esa doctrina, sea preciso emplear el castigo, no lo será en razón de las cualidades intrínsecas que aquel medio posea, sino en la medida que pueda servir el bien general.

Por el contrario, se cree comúnmente que, aparte de la utilidad del castigo, es conveniente hacer sufrir al criminal, pues existiría cierta cualidad en la naturaleza de las cosas que hace del sufrimiento una consecuencia propia del vicio. Es así como se afirma con frecuencia que no basta trasladar a un asesino a una isla desierta, donde sus malignas inclinaciones no serían un peligro para nadie, sino que es preciso que la vindicta pública sea satisfecha, mediante la aplicación de una forma efectiva de dolor o ignominia al culpable. En cambio, bajo la doctrina de la necesidad, no hay lugar para ideas tales como culpa, crimen, expiación y recompensa. Correlativamente a los sentimientos de odio, indignación y enfado con respecto a las culpas ajenas, existen los de contrición, arrepentimiento y pesar por nuestras propias culpas. Desde que admitimos una distinción substancial entre virtud y vicio, es indudable que toda conducta equivocada, sea nuestra o ajena, merece desaprobación. Pero en uno y otro caso serán consideradas, bajo la doctrina de la necesidad, como otros tantos eslabones de la gran cadena de hechos que no pudieron ocurrir de otro modo. Por consiguiente, no nos sentiremos más dispuestos a arrepentirnos de nuestras faltas que de las faltas de los demás. Será justo contempladas como actos perjudiciales para el bien público y evitar, por tanto, su repetición. En medio de nuestro actual estado de imperfección, será quizá útil recordar cuáles son los errores que más fácilmente nos seducen. Pero en la medida en que nuestra visión se ensanche, hallaremos móviles suficientes para la práctica de la virtud, sin necesidad de ninguna retrospección parcial ni de recordar nuestras propensiones y hábitos.

En las ideas correspondientes a los términos aversión y arrepentimiento hay cierta mezcla de verdadero juicio y de una sana concepción de la naturaleza de las cosas. Existe quizás más justicia aún en las nociones de elogio y censura, si bien estas se fundan en su mayor parte en la hipótesis de la libertad. Cuando hablo de un hermoso país o de una sensación agradable, empleo el lenguaje del panegírico. Más enfáticamente aún empleo ese lenguaje cuando hablo de una buena acción, porque tengo conciencia de que el panegírico tiende a hacer repetir tales acciones. En tanto que el elogio signifique únicamente eso, concuerda perfectamente con la más severa filosofía. Sólo en la medida en que implique que la persona que realizó el acto que aplaudimos pudo haberse abstenido de su realización, el elogio cae bajo la engañadora teoría de la libertad.

Otra consecuencia de la doctrina de la necesidad es su tendencia a hacernos vigilar los acontecimientos con temperamento tranquilo y sereno, aprobándolos o desaprobándolos, sin perder jamás nuestro autodominio. Es verdad que los hechos pueden ser contingentes, en lo que respecta al conocimiento que tenemos de ellos, aunque sean necesarios en sí mismos. Así, el partidario de la teoría de la libertad sabe que su familiar pudo haber perecido o pudo haberse salvado en la gran tempestad ocurrida dos meses atrás; sabe que ese acontecimiento ha ocurrido irrevocablemente y, sin embargo, no deja de sentir ansiedad al respecto. Pero no es menos cierto que toda ansiedad y perturbación implica un sentido imperfecto de la contingencia y la admisión de que nuestros esfuerzos pueden producir alguna alteración en lo sucedido. Cuando la persona afectada recuerda claramente que el acontecimiento es irrevocable, el espíritu se serena. De lo contrario, se comporta como si estuviera en el poder de Dios o de los hombres modificar lo ocurrido, y entonces su pena se renueva. Lo que vaya más allá de lo aludido en ese caso, será la impaciencia de la curiosidad. Pero la filosofía y la razón tienden evidentemente a evitar que una inútil curiosidad perturbe nuestra paz. Por tanto, el que contemple todas las cosas pasadas, presentes y futuras como eslabones de una cadena indisoluble, se sentirá por encima del tumulto de las pasiones y reflexionará acerca de las cuestiones morales de la humanidad con la misma claridad de percepción, la misma inalterable firmeza de juicio y la misma tranquilidad con que estamos habituados a estudiar los teoremas de geometría.

Sería de enorme importancia para la causa de la ciencia y de la virtud que nos expresáramos siempre en el lenguaje de la necesidad. Los términos de la doctrina opuesta se introducen con excesiva frecuencia, siendo imposible pronunciar dos sentencias acerca de cualquier tópico relativo a acciones humanas, sin emplear tales términos. Las expresiones propias de ambas doctrinas se encuentran mezcladas prácticamente, en inextricable confusión, del mismo modo que, si bien incompatibles entre sí, ambas se confunden en las mentes poco ilustradas. La reforma a que me refiero sería sumamente practicable en sí misma, aunque es tal la sutileza del error que serían necesarias muchas revisiones y laborioso estudio antes de lograr que aquél fuera efectivamente extirpado. Sea ésta la defensa del autor por no haber intentado en la presente obra lo que recomienda a los demás. Objetos de importancia más inmediata, reclamaron su atención y absorbieron sus facultades.[34]

Libro Del: De los poderes ejecutivo y legislativo

Capítulo primero: Introducción

En las precedentes divisiones de la presente obra, ha sido suficientemente preparado el terreno para permitirnos exponer de modo explícito y satisfactorio los aspectos prácticos de la institución política. Se ha demostrado que la investigación concerniente a los principios y a la práctica de las relaciones sociales, constituye el motivo más importante en que puede ejercitarse el intelecto humano[35]: que de tales principios, según sean bien o mal concebidos y aplicados, dependen las virtudes o los vicios de los hombres; que para ser adecuada a sus fines, la institución política debe fundarse exclusivamente en los principios de justicia inmutable;[36] y que esos principios, uniformes en su naturaleza, son igualmente aplicables a toda la especie humana.[37]

Los diferentes temas relativos a las instituciones políticas pueden ser convenientemente divididos en las cuatro clasificaciones generales: medidas para la administración general; medidas para el perfeccionamiento moral e intelectual de los hombres; medidas para la administración de la justicia criminal; y medidas para la regulación de la propiedad. En la consideración de cada uno de esos grandes temas generales, nuestra tarea consistirá, de acuerdo con los grandes principios ya establecidos, más bien en revelar abusos que en proponer nuevas y más precisas regulaciones, más bien en simplificar que en complicar. Por encima de todo, no olvidaremos que el gobierno es un mal, una usurpación del juicio privado y de la conciencia individual de los hombres; y que, aún cuando nos veamos obligados a admitirlo actualmente como un mal necesario, debemos, como amigos de la razón y de la especie humana, aceptarlo en el grado menor que nos sea posible y observar si, a consecuencia de la gradual ilustración del espíritu humano, esa pequeña porción de gobierno no puede ser reducida más aún.

En primer término, vamos a considerar las diferentes medidas que se aplican a la administración general; incluyendo bajo la frase >administración general, todo cuanto sea atingente a lo que comúnmente se denomina poder legislativo y poder ejecutivo. Se ha demostrado ya que la legislación no es término aplicable a la sociedad humana.[38] Los hombres no pueden hacer otra cosa que descubrir e interpretar la ley; no existe tan alta autoridad que tenga la prerrogativa de convertir en ley lo que la justicia inmutable y abstracta no haya consagrado previamente como tal. Puede admitirse, no obstante, que sea necesaria una autoridad facultada para proclamar esos principios generales que regulan las relaciones equitativas en la comunidad, en los casos en que su decisión sea necesaria. La cuestión concerniente a la real necesidad y extensión de esa autoridad, queda reservada a consideraciones ulteriores. El poder ejecutivo consiste de dos partes muy distintas: deliberación general relativa a emergencias particulares, tales como declaraciones de guerra, concertación de la paz, fijación de impuestos,[39] funciones que, en cuanto a su practicabilidad, pueden ser ejercidas ya Sea por individuos o por cuerpos colegiados; y el cumplimiento de ciertas funciones particulares, tales como la administración y superintendencia financiera, que no pueden ser ejercidas sino por una persona o un número reducido de personas.

Al examinar las diversas ramas de la autoridad y al considerar las personas a las cuales deben ser confiadas con más propiedad, no podemos sino adoptar la clasificación ordinaria de las formas de gobierno, en monarquía, aristocracia y democracia. En cada uno de esos sistemas investigaremos acerca de los méritos de sus respectivos principios, en primer término, de un modo general, en la hipótesis de que cada uno de ellos constituya el conjunto de la administración; en segundo término, los examinaremos de un modo más limitado, en tanto que aspectos del gobierno como sistema. Es generalmente común a todos ellos confiar las ramas menores de la administración a agentes de orden subalterno.

Es necesario adelantar algo más. Los méritos de cada uno de los sistemas enumerados son considerados en sentido negativo. Los deberes corporativos de los hombres son el fruto de sus irregularidades y locuras en el orden individual. Si los hombres no estuvieran afectados por imperfecciones o si estuvieran conformados de tal modo que fuera posible corregirlos, y hacerlo a tiempo, sólo por medio de la persuasión, cesaría la sociedad en sus funciones. En consecuencia, la mejor de las tres formas, de gobierno citadas, con sus organismos respectivos, será aquella que menos impida la actividad y la aplicación de nuestras facultades intelectuales. Teniendo en cuenta esta verdad, he preferido la expresión institución política a gobierno, considerando que la primera corresponde mejor a esa forma de convivencia en que se hallarán los hombres cuando no tengan necesidad de la fuerza para dirigir sus propios actos y para corregir a los miembros refractarios de la sociedad.

Capítulo segundo: De la educación; educación de un príncipe

Tenemos, en primer lugar, la monarquía; supondremos primeramente que la sucesión de la monarquía será hereditaria. En ese caso, contamos con la particular ventaja de ocuparnos de ese distinguido mortal que se halla tan por encima de todos sus semejantes desde el propio día de su nacimiento.

La idea abstracta de un rey de naturaleza sumamente grave y extraordinaria. Aunque esa idea se nos ha hecho familiar, por obra de la educación, desde nuestra infancia, es probable que la mayoría de los lectores recuerden el momento en que les impresionó con tanta fuerza y asombro que confundió sus facultades de comprensión. Siendo evidente la necesidad de alguna forma de gobierno y que los individuos debían ceder parte de ese sagrado privilegio, mediante el cual cada uno es juez de sus propios actos y palabras, para bien de la sociedad, era necesario resolver a continuación qué medios se emplearían para administrar esa concesión de los individuos. Uno de esos medios ha sido la monarquía. Interesaba a cada individuo que su personalidad fuera constreñida lo menos posible; que se evitara la irrupción de la impetuosa corriente del capricho desenfrenado, de la parcialidad, del odio y la pasión. Y que ese banco constituído con el peculio de las prerrogativas individuales, fuera administrado con discreción y sobriedad. Ha sido, pues, aventura temeraria el depositar tan precioso tesoro bajo la custodia de un solo hombre. Si observamos las facultades humanas, tanto las del cuerpo como las del espíritu, las hallaremos mucho mejor adaptadas a la dirección personal de cada uno y a la ayuda ocasional a prestarse mutuamente que al desempeño de la obligación de dirigir los negocios y de velar por la felicidad de millones de seres. Si recordamos la igualdad física y moral de los hombres, el hecho de colocar a un individuo a tanta distancia por encima de sus semejantes, aparecerá como una violación flagrante de ese principio. Veamos, pues, cómo son educados o cómo deben ser educados tales personajes y de qué manera se hallan preparados para desempeñar su ilustre profesión.

Es opinión corriente que la adversidad es la escuela en que se forman las grandes virtudes. Enrique IV de Francia e Isabel de Inglaterra sufrieron una larga serie de desgracias antes de haber sido elevados al trono. Alfredo, de quien las confusas crónicas de una edad bárbara refieren virtudes tan superiores, sobrellevó las miserias del vagabundo y del fugitivo. Ni siquiera los equívocos y, si se quiere, los viciosos caracteres de Federico y Alejandro dejaron asimismo de formarse bajo el signo de la injusticia y la persecución.

Pero esa hipótesis ha sido llevada demasiado lejos. Es tan poco razonable creer que la virtud no puede madurar sin la injusticia, como creer, de acuerdo con una opinión también difundida, que la felicidad humana no puede afianzarse sin la intervención del engaño y la impostura. Ambos errores provienen de una fuente común: la desconfianza en la omnipotencia de la verdad. Si los adeptos de esas opiniones hubieran reflexionado más profundamente acerca de la naturaleza del espíritu humano, hubiesen percibido que todos nuestros actos voluntarios proceden de otros tantos juicios de nuestra conciencia y que los actos más útiles, y prudentes deben necesariamente surgir de una real y profunda convicción de la verdad.

Pero aún cuando esa exagerada opinión acerca de los útiles resultados de la adversidad sea errónea, contiene, sin embargo, como ocurre con muchos otros de nuestros errores, una importante parte de verdad. Si la adversidad no es necesaria, es preciso reconocer que la prosperidad es perniciosa. No la prosperidad genuina y filosófica, que no requiere más que buena salud y sana inteligencia, virtud, sabiduría y la capacidad de procurarnos los medios de subsistencia, mediante una modesta y bien regulada industria, sino la prosperidad tal como es generalmente entendida, es decir esa superabundancia que proporciona la arbitrariedad de las instituciones humanas y que incita al cuerpo a la indolencia y la mente al letargo; pero aún, esa prosperidad reserva para los nobles y los príncipes ese exceso de riquezas que les priva de toda relación con sus semejantes sobre un pie de igualdad, que les hace prisioneros de Estado, halagados ciertamente con honores y futilezas, pero apartados de los verdaderos beneficios de la sociedad, así como de la percepción personal de lo verdadero. Si bien la verdad es intrínsecamente tan poderosa que no requiere la ayuda de la adversidad para atraer nuestra atención hacia sus principios, no es menos cierto que el lujo y las riquezas tienen, la más perniciosa tendencia a deformarla. Si no hace falta ayuda extraña para despertar las energías de la verdad, debemos estar permanentemente en guardia contra los principios y las condiciones cuya tendencia consiste en contrarrestarla.

No es esto todo. Uno de los principales elementos de la virtud es la firmeza. Muchos filósofos griegos, y Diógenes más que todos, se complacían en enseñar cuán reducidas eran las verdaderas necesidades de los hombres y qué poco dependía nuestro verdadero bienestar del capricho de los demás. Entre las innumerables anécdotas que se han registrado, como ilustración de esa enseñanza, bastará una sola para ofrecernos el espíritu de esa doctrina. Diógenes tenía un esclavo llamado Minos, el cual aprovechó cierta ocasión para huír. Ah, dijo el filósofo, si Minos puede vivir sin Diógenes, ¿no podrá vivir Diógenes sin Minos? No puede darse una lección más profunda que la que emana de ese apólogo. El hombre que no siente que él no está a merced de los hombres, que no se siente invulnerable ante las vicisitudes de las fortunas, será incapaz de virtud inflexible y constante. El que merezca razonablemente la confianza de sus semejantes, ha de ser de temple firme, porque su espíritu sentirá plenamente la bondad de su causa; y jovial, porque sabrá que ningún acontecimiento podrá producirle daño. Si pudiera objetarse que esta idea de la virtud es demasiado elevada, todos deberán reconocer, empero, que en modo alguno puede ser acreedor a nuestra confianza un individuo que tiembla ante el susurro del viento, que es incapaz de soportar la adversidad y cuya existencia se halla viciada por un carácter débil y artificioso. Nadie puede despertar más justamente nuestro desprecio que el hombre que, al ser despojado de sus privilegios y reducido a la condición de un ser común, se siente presa de la desesperación y es incapaz de proveer a las necesidades de su propia existencia. La fortaleza es un hábito del espíritu que surge de nuestro sentido de la independencia. Un hombre que no se atreve a confiar en su propia imaginación, en su temor a un cambio de circunstancias ha de ser necesariamente un ser pusilánime, afeminado y vacilante. El que ame la sensualidad y la ostentación más que la virtud, podrá ser objeto de nuestra conmiseración, pero sólo un loco le confiará algo que crea estimable.

Si bien la verdad es en sí de naturaleza inmutable, sólo puede llegar al espíritu humano por medio de los sentidos. Es casi imposible que un hombre encerrado en un gabinete llegue a ser sabio. Si queremos adquirir conocimientos, debemos abrir los ojos y contemplar el universo. Hasta tanto no nos familiaricemos con el significado de los términos y la naturaleza de los objetos que nos rodean, no podremos comprender las proposiciones que se forman acerca de ellos. Hasta que hayamos adquirido ese conocimiento previo, no podremos compararlas con los principios que hemos admitido, ni conocer su aplicación. Hay otros medios de obtener habilidad y sabiduría, aparte de la escuela de la adversidad, pero no los hay sin recurrir a la experiencia. Es decir la experiencia nos proporciona los materiales que sirven para la labor del intelecto; pero es preciso reconocer que un hombre de limitada experiencia es a menudo más capaz que otro que ha conocido los más diversos parajes; o bien que un hombre puede recoger más experiencia en el espacio de algunas millas cuadradas que otro que ha recorrido el mundo entero.

Para comprender exactamente el valor de la experiencia, debemos recordar los infinitos progresos que el espíritu humano ha realizado a través de las edades y cuánto difiere un europeo ilustrado de un solitario salvaje. Por multiforme que sea ese progreso, sólo hay dos modos que permiten a un hombre conocerlo. Lo puede hacer mediante la lectura y la conversación, es decir de segunda mano; o bien directamente, mediante la propia observación de los hombres y las cosas. El conocimiento que podemos obtener por el primero de esos medios, es ilimitado; sin embargo, no basta de por sí. No podemos comprender los libros si no hemos visto los objetos de que los mismos tratan.

El que conozca el espíritu del hombre, debe haberlo observado por sí mismo. El que tenga de él un conocimiento más íntimo, debió haberlo estudiado bajo las más variadas situaciones. Debió contemplarlo sin disfraz, cuando ningún hecho exterior ponía un freno a sus pasiones, ni lo obligaba a exhibir un carácter simulado, reñido con la espontaneidad. Debe haber visto a los hombres en momentos de exaltación, cuando el furor de un resentimiento temporario pone fuego en sus labios; cuando se sienten animados e impulsados por la esperanza; o bien cuando su alma es torturada y lacerada por la desesperación y anhelan confiar sus más íntimos sentimientos a un corazón amigo. Debe haber sido además, él mismo, actor en el mismo escenario; haber puesto en juego sus pasiones, haber vivido la ansiedad de la espectativa o el éxtasis del triunfo. O bien habrá pasado por tales experiencias o comprenderá y sentirá tan poco lo relativo a las cuestiones humanas como lo que concierne a los habitantes del planeta Mercurio o a las salamandras que Viven en el sol. Tal debe ser la educación del verdadero filósofo, del verdadero político, del amigo y benefactor de la especie humana.

¿Cuál es la educación de un príncipe? Su primer rasgo es una extraordinaria suavidad. No se permite que las brisas del cielo acaricien su persona. Es vestido y desnudado por sirvientes y lacayos. Sus necesidades son cuidadosamente previstas; sus deseos son, llenados, sin ningún esfuerzo de su parte. Su salud es demasiado importante para la comunidad, para que se le permita hacer ningún esfuerzo, ya sea físico o mental. No debe escuchar jamás una palabra de censura o reprimenda. En todas las situaciones es preciso recordar siempre que se trata de un príncipe, es decir de una criatura rara y preciosa, que no pertenece al género humano.

Siendo heredero del trono, los que lo rodean no olvidan un instante la gran importancia que ha de tener su favor o su enojo. Por consiguiente, jamás se expresan con franqueza y naturalidad en su presencia, ya sea respecto a él o respecto a ellos mismos. Desempeñan un papel y llevan constantemente puesta una máscara. Aparentan generosidad, sinceridad y abnegación, cuando su mente se halla siempre absorbida por la preocupación de su fortuna y de sus ventajas personales. Todos los caprichos del amo deben ser inmediatamente satisfechos; todos sus gestos, cuidadosamente estudiados. Lo juzgarán un ser sórdido y depravado; apreciarán sus propensiones y deseos en relación con los propios y le darán consejos que servirán para hundirlo más profundamente en la locura y el vicio.

¿Cuál es el resultado de tal educación? No habiendo conocido jamás contradicción alguna, el joven príncipe será arrogante y presuntuoso. Acostumbrado a los esclavos por necesidad o por elección, no comprenderá siquiera el significado de la palabra libertad. Su actitud será insolente y no ha de tolerar la plática ni el razonamiento. Ignorándolo todo, se creerá soberanamente informado de todas las cosas y correrá, insensato, hacia el peligro, no por valor y firmeza, sino por vanidad y obstinación. A semejanza de Pirro, si sus ayudantes se hallasen lejos y se aventurara sólo al aire libre, sería quizás atropellado por el primer carruaje que encontrara a su paso o caería en el primer precipicio. Su violencia y su presunción contrastan extrañamente con la enorme timidez de su ánimo. Ante la menor oposición, se sentirá aterrorizado; la primer dificultad que halle a su paso, le parecerá insuperable. Temblará ante una sombra y quedará deshecho en lágrimas ante la sola apariencia de la adversidad. Se ha observado justamente, que los príncipes suelen ser supersticiosos en mayor grado que el resto de los mortales.

La verdad le es extraña, por encima de todo. Jamás se acerca a su vera. Pero si alguna vez tan inesperado huésped se presentara ante él, tendrá una recepción tan fría que significará poco aliciente para nuevas visitas. Cuanto más haya sido acostumbrado a la adulación y a la mentira, más difícil será para él cambiar de gustos y desplazar a sus favoritos. O bien depositará una fe ciega en todos los hombres, o bien, una vez que descubriese la insinceridad de quienes más lo halagaban, llegará a la conclusión de que todos son embusteros y viles. Como consecuencia de tal opinión, se hará indiferente hacia los hombres, insensible a su dolor, y creerá que los más virtuosos sólo son bribones bajo una máscara más perfecta. Tal es la educación de un individuo destinado a regir los asuntos ajenos y a velar por la felicidad de millones de seres.

En este cuadro están ciertamente contenidos todos los rasgos que forman generalmente la educación de un príncipe, en cuya educación jamás ha intervenido una persona dotada de virtud y energía. En la vida real, es posible que dichos rasgos sufran algunas modificaciones, pero en lo esencial permanecerán invariables, salvo en muy raras excepciones. En ningún caso podrá convertirse tal educación en la que corresponde a un amigo y benefactor de la humanidad, tal como ha sido esbozada en una página anterior.

No existe dificultad alguna en explicar ese absoluto fracaso. El preceptor más sabio, sometido a tales circunstancias, debe trabajar bajo dificultades insuperables. No hay situación más natural que la de un príncipe, tan difícil de ser comprendida por el mismo que la ocupa, tan irresistiblemente expuesta al error. Las primeras ideas que le sugiere, son de naturaleza adormecedora. Se siente poseído por la creencia de que es dueño de alguna secreta cualidad que lo coloca por encima de los demás hombres, que le autoriza a mandar y que obliga a los otros a obedecer. Si le aseguráis lo contrario, no podéis esperar sino relativo crédito, puesto que los hechos, que en este caso se pronuncian contra vuestra afirmación, hablan un lenguaje más elocuente y persuasivo que las palabras. Si no fuera como él supone, ¿por qué estarían todos los que a él se acercan tan ansiosos de servirle? Pues él es el último en descubrir los sórdidos y egoístas motivos que animan realmente a tales servidores. Es dudoso que un individuo que jamás ha puesto a prueba la capacidad de otros, pueda apreciar el escaso mérito que ellos merecen. Un príncipe se siente adorado y cortejado antes de que tenga aptitud para distinguir acerca de aquellas cualidades. ¿Con qué argumentos podréis persuadido de que debe buscar laboriosamente lo que ya tiene en forma superflua? ¿Cómo podréis inducirle a sentirse descontento de sus adquisiciones, cuando todos los demás le aseguran que son admirables y que su mente es un espejo de sagacidad? ¿Cómo convencer a quien encuentra todos sus deseos anticipadamente satisfechos, de que debe empeñarse en una ardua empresa o poner a su ambición un objetivo distante? Pero aun cuando obtuvierais éxito en ese sentido, sus empresas habrán de ser, o bien inútiles o bien dañinas. Su inteligencia se halla deformada; la base de toda moralidad, la noción de que los demás hombres son de igual naturaleza que uno mismo, no existe en este caso. No será razonable esperar de él nada generoso ni humano. En su desgraciada situación, se sentirá empujado constantemente hacia el vicio, destruyendo los gérmenes de virtud e integridad antes de que tengan tiempo para brotar. Si la humana sensibilidad se descubre en él, los soplos de la adulación no tardan en emponzoñarla. La sensualidad y las diversiones lo llamarán con voz imperiosa y lo apartarán del sentimiento. Siendo su carácter artificial y deforme, aún cuando aspire a conquistar fama, lo hará por medios de artificio y falsedad o bien por los bárbaros métodos de la usurpación y la conquista, rehuyendo el camino recto y llano de la benevolencia.[40]

Capítulo tercero: Vida privada de un príncipe

Tal es el cultivo. Fácil es de suponer el género de fruto que producirá. La forma que se imprime al espíritu en la juventud, perdura generalmente a través de la edad madura. Sólo nos referimos aquí a los casos ordinarios. Si hubo reyes, como hubo otros hombres en cuya formación las causas particulares han contrapesado las de orden general, el recuerdo de tales excepciones tiene poca importancia en la investigación acerca de si la monarquía es, en un sentido general, un bien o un mal. La naturaleza no tiene moldes particulares para la formación de la mente de los príncipes; la monarquía no es, ciertamente, jure divino; en consecuencia, cualquiera que sea el método que empleemos para juzgar los talentos naturales, es indudable que el nivel medio de la inteligencia de los reyes corresponderá, en el mejor de los casos, al nivel medio de la inteligencia humana. En lo que hemos dicho y en lo que nos queda por decir, no fijaremos la atención en los prodigios, sino en los seres humanos, tales como son.

Pero, si bien la educación determina en su mayor parte el carácter del futuro hombre, no estará demás llevar esta disquisición un poco más lejos. En cierto sentido, la educación es propia de la juventud, pero en una acepción más justa y a la vez más amplia, la educación de un ser inteligente termina sólo con su vida. Toda nueva experiencia genera un nuevo sentimiento que confirma o niega los preconceptos de nuestro espíritu.

De ahí resulta que las mismas causas que ejercieron influencia en los reyes en su temprana edad, continúan actuando sobre ellos en los años maduros. Se quita cuidadosamente de sus ojos todo aquello que pueda recordarles que son hombres. Se emplean todos los medios que pueden persuadirles que ellos pertenecen a una especie superior y que se hallan sujetos a distintas leyes de existencia que los demás. Un rey —tal es al menos la máxima de las monarquías absolutas— si bien se halla obligado por una rígida tabla de deberes, sólo debe dar cuenta de su cumplimiento a Dios. Es decir que, sometidos a cien veces más tentaciones que los demás hombres, no tienen, como estos, el freno de un orden de cosas visible que habla constantemente a su espíritu por el conducto de sus sentidos. Se les enseña a creerse superiores a las restricciones que inhiben a los hombres comunes y a figurarse que son regidos por leyes de naturaleza particular.

Es una máxima generalmente aceptada que todo rey es un déspota en su corazón, máxima que raras veces deja de tener confirmación en la práctica. Un monarca absoluto y un monarca limitado, aunque distintos en varios aspectos, se aproximan en muchos otros, más de lo que se separan en los primeros. Un monarca completamente sin limitaciones, es un fenómeno que probablemente jamás existió. Todos los países tuvieron algún freno contra el despotismo, freno que, en su engañada imaginación, creyeron suficiente para salvar su independencia. Todos los reyes han poseído tanto lujo y comodidades, han estado tan rodeados de servilismo y mentira, se sintieron hasta tal punto exentos de toda responsabilidad personal, que llegaron a destruir en sí la sana y natural complexión del espíritu humano. Siéntense colocados tan alto que sólo ven un paso entre ellos y el cenit de la autoridad social y anhelan ansiosamente dar ese paso. Teniendo tan frecuentes ocasiones de ver sus menores deseos fácilmente satisfechos, educados en la contemplación del servilismo y la adulación, es imposible que no se sientan indignados ante la honesta firmeza que pone límite a su omnipotencia. Pero, decir que todo rey es un déspota en su corazón equivale a decir que todo rey es, por necesidad indeclinable, un enemigo del género humano.

La principal fuente de conducta virtuosa consiste en el recuerdo de lo ausente. El que sólo aprecia lo actual e inmediato será perpetuo esclavo de la sensualidad y el egoísmo. No tendrá principio alguno que le permita frenar sus apetitos, ni que lo estimule hacia fines benéficos y justos. La causa de la virtud y de la inocencia, por apremiante que sea, será olvidada por él en cuanto la haya escuchado. Nada más favorable a las realizaciones de superioridad moral que la meditación; nada más contrario que la ininterrumpida sucesión de diversiones. Sería absurdo esperar de los reyes el recuerdo de la virtud en el exilio. Se ha observado que se consuelan con extrema rapidez por la pérdida de un adulador o de un favorito. Una imagen tras otra se suceden rápidamente en el sentimiento regio, sin que ninguna deje una impresión perdurable. La circunstancia que contribuye especialmente a esa insensibilidad moral es la cobardía y el afeminamiento que surgen del perpetuo ocio. Su espíritu rehuye espontáneamente las ideas penosas, los motivos que le obligarían al esfuerzo, las reflexiones que le llevarían a la sobriedad y a la investigación.

¿Qué situación puede Ser más infortunada que la del extranjero que no sabe hablar nuestra lengua, que no conoce nada de nuestros modos y costumbres y que entra en el tumultuoso escenario de nuestros negocios sin un amigo que le ayude y le aconseje? Si ese hombre obtiene algún beneficio se verá instantáneamente rodeado por una banda de ladrones, extorsionadores y pedigüeños. Le harán creer las historias más inverosímiles, le engañarán en cada objeto que necesite para su uso o su comercio y, finalmente, dejará el país con tan pocas amistades y con igual ignorancia respecto al mismo como cuando entró en él. Un extranjero semejante es el rey. Se halla situado en un vértice aislado. Está rodeado de una atmósfera a través de la cual es imposible distinguir la forma y el color de las cosas. Lo circundan individuos empeñados en una perpetua conspiración, y nada temen tanto como permitir que la verdad atraviese esa densa atmósfera y se acerque al monarca. El hombre que no es accesible para cualquier persona que hasta él llegue; que se coloca bajo la custodia de otros; que puede ser aislado del conocimiento y de las relaciones que más le interesaría poseer, podrá llamarse como se quiera, pero en realidad ese hombre sólo es un prisionero.

Pese a lo que pretendan las arbitrarias instituciones humanas, las leyes más poderosas de la naturaleza prohíben que un solo hombre provea al bienestar de millones de sus semejantes. Un rey encuentra pronto la necesidad de confiar sus funciones en la administración de sus servidores. Adquiere el hábito de ver con sus ojos y de actuar con sus manos. Se ve obligado a confiar implícitamente en su fidelidad. Como un hombre que ha estado durante mucho tiempo encerrado en una mazmorra, sus órganos no tienen suficiente fuerza para soportar el peso de la verdad. Acostumbrado a informarse de los sentimientos y de las opiniones de los hombres por interpósita persona, no puede dirigir personalmente los negocios públicos. Cualquiera que pretenda apartar su confianza de sus ocasionales favoritos y le induzca a revisar los datos y los principios que le sirvieron para tomar ciertas decisiones, le exigirá una tarea demasiado penosa. Se apresura a informar a su favorito lo que se acaba de comunicarle y la lengua habituada a obtener crédito prevalece sin duda sobre la reciente revelación. Huye de la ansiedad, la incertidumbre y la duda para volver a la suave rutina de las diversiones. O bien el esparcimiento va en su busca, exige ser recibido y le hace olvidar el relato que llenó su espíritu de preocupación y tristeza. Mucho se ha hablado de la intriga y la duplicidad. Se ha dicho que éstas han perturbado los pasos del comercio, han perseguido a los hombres de letras y hasta han introducido facciones en los minúsculos negocios de aldea. Pero si hay algunos lugares en que son extrañas, en las Cortes encuentran su clima ideal. El chismoso audaz, que lleva historias a los oídos del rey, es en esos círculos un personaje tan común como aborrecido. El favorito lo señala como víctima y el apático e indiferente espíritu del monarca lo abandonará pronto a la vindicativa maldad de sus enemigos. La contemplación de ese conjunto de circunstancias hizo decir a Fenelon que los reyes son los más desdichados y los más ciegos de todos los hombres.[41]

Pero si en verdad se hallaran en posesión de fuentes de información más puras, ello sería de poca utilidad. La realeza se asocia inevitablemente con el vicio. La virtud, en la medida que se posesiona de un carácter, es justa, sincera y consistente. Pero los reyes, corrompidos por su educación, desmoralizados por su ambiente, no pueden soportar el peso de esos atributos. La sinceridad les recordaría sus errores y les echaría en cara su cobardía; la justicia, incontaminada de vanas pompas, juzgaría al hombre de acuerdo con sus verdaderos méritos; la firmeza les diría que ninguna tentación debe hacerles abandonar los principios; por lo cual ellas serán odiosas e intolerables a sus ojos. Antes que a tales intrusos, prefieren a los individuos de carácter complaciente, que halagarán sus errores, pondrán un falso barniz sobre sus actos y evitarán los impertinentes e inoportunos escrúpulos que turban la satisfacción de sus apetitos. Es difícil que haya en el espíritu humano tanta firmeza que pueda resistir perpetuos halagos y complacencias. Las virtudes que fructifican entre los hombres han sido cultivadas en el libre terreno de la equidad, no en el clima artificial de la grandeza. Necesitamos el aire que nos endurece, lo mismo que el sol que nos alienta. Muchos espíritus que prometían inicialmente la virtud, no han sido capaces de resistir la prueba del boato y de la indolencia perpetuos sin recibir un golpe que los despierte, ni sufrir una desgracia que los detenga en su muelle carrera.

La monarquía es en realidad una institución tan antinatural que los hombres han albergado siempre la firme sospecha de que era contraria a su felicidad. Es tan grande el poder de la verdad en los asuntos humanos que puede ser obscurecida, pero nunca eliminada; y la mentira jamás ha sido tan victoriosa que no tuviese un fuerte e incansable enemigo en el propio corazón de sus adeptos. El hombre que gana penosamente sus medios de subsistencia, no puede contemplar el ostentoso esplendor de un rey sin sentirse tocado por el sentimiento de la injusticia. Inevitablemente interrogará a su conciencia sobre la utilidad de un funcionario cuyos servicios son retribuídos a tan alto precio. Si continúa estudiando el caso con cierta detención, llegará a percibir, no sin gran sorpresa, que un rey no es más que un simple mortal, superado por muchos e igualado por más en todo lo referente a fuerza, talento y virtud. Comprendará entonces que nada es más injusto y falto de fundamento que suponer que un hombre semejante sea el más apto y competente para dirigir los negocios de la nación.

Tales reflexiones son tan inevitables que los propios reyes se han dado a menudo cuenta del peligro que entrañaba su imaginaria felicidad. Muchas veces se han sentido alarmados por los progresos del pensamiento y, con más frecuencia aún, contemplaron la prosperidad de sus súbditos con terror y aprehensión. Consideran justamente sus funciones como una especie de exhibición pública, cuyo éxito depende de la credulidad de los espectadores, pero que tendrá rápido fin si prevalece entre aquellos el valor y el buen sentido. De ahí las bien conocidas máximas de los gobiernos monárquicos, de que la abundancia es hermana de la rebelión y que es necesario mantener a los pueblos en un estado de miseria y necesidad para hacer que permanezcan sumisos. De ahí la perpetua queja del despotismo que los ingobernables bribones se hallan colmados de abundancia y la abundancia es siempre la nodriza de la rebelión.[42] De ahí la lección constantemente repetida a los monarcas: Haced a vuestros súbditos prósperos y pronto se negarán a trabajar; llegarán a ser orgullosos y testarudos, insumisos al yugo y maduros para la revuelta. Sólo la impotencia y la miseria los volverán dóciles y les impedirán rebelarse contra los dictados de la autoridad.[43]

Es una observación corriente y vulgar que la condición de un rey es digna de piedad. Todos sus actos se hallan encerrados en un marco de ansiedad y de duda. No puede, como los demás hombres, gozar del despreocupado y alegre júbilo de su espíritu. Si es de disposición honesta y concienzuda, se verá obligado a recordar cuán necesario es el tiempo que invierte atolondradamente en diversiones para la ayuda de algún ser digno y oprimido; cuántos beneficios podrán resultar, en mil casos diversos, de su intervención; cuántos corazones sinceros y limpios de culpa podrán ser alegrados por su justicia. La conducta de los reyes es objeto de la más severa crítica, a la que la naturaleza de su situación les impide responder. Mil cosas se hacen en su nombre, sin que tengan en ellas participación alguna; mil historias llegan a sus oídos, tan alteradas que hacen que la verdad sea absolutamente indiscernible; el rey es el chivo emisario general, cargado con las culpas de todos sus servidores. No puede darse un cuadro más justo, más real y más humano que el que aquí acaba de exhibirse. ¿Por qué son, pues, considerados enemigos de los reyes los defensores de principios antimonárquicos? Ellos quieren sólo librarles de una carga que hunde la nave, demasiado honor.[44]

Quisieran exaltarlos a la dichosa y envidiable condición de personas privadas. En realidad, no puede haber nada tan inicuo y cruel como imponer a un hombre el oficio antinatural de rey. Ello no es menos injusto hacia quien ejerce el cargo que hacia quienes se hallan sometidos a su autoridad. Si los reyes comprendieran su verdadero interés, serían los primeros en adoptar esos principios, los más ansiosos en escuchar sus enseñanzas, los más fervientes en expresar su estimación a los hombres que se impusieron la tarea de inculcar esos principios entre sus semejantes.

Capítulo cuarto: Del despotismo virtuoso

Relacionada con este tema, existe una opinión sustentada con frecuencia y que merece nuestra imparcial consideración. Los partidarios de ella admiten buenamente que la monarquía suele ser causa de muchos males si es dirigida por individuos ineptos, pero afirman que constituye el más deseable de los sistemas cuando se halla bajo un príncipe probo y virtuoso. La monarquía, dicen, sufre la suerte de todas las grandes cosas humanas, las que, aún cuando sean excelentes en sí mismas, llegan a ser detestables cuando se corrompen. Esta observación no es muy decisiva en cuanto a la cuestión general, en tanto se conceda algún valor a los argumentos que hemos expuesto para demostrar qué carácter y disposiciones cabe ordinariamente esperar de parte de los príncipes. Sin embargo, si esa opinión fuera admitida como cierta, podría provocar alguna esperanza parcial en torno al despotismo perfecto y dichoso. Pero si se probara que es falsa, el razonamiento sobre la abolición de las monarquías se haría más completo, al menos en lo que concierne al caso planteado.

Sean cuales sean las disposiciones que tuviera un hombre en favor del bienestar de sus semejantes, son indispensables dos cosas para darles validez efectiva: discernimiento y poder. Yo puedo contribuir al bien de algunas personas, porque estoy suficientemente informado de sus necesidades. Puedo contribuir asimismo a la ayuda de muchos otros en determinados aspectos, porque para ello basta con que yo conozca las necesidades humanas en general, no la situación particular de cada individuo afectado. Pero que un hombre asuma la responsabilidad de administrar los negocios de millones de seres; de suministrarles, no ya principios generales y razonamientos profundos, sino medidas y aplicaciones particulares, adaptadas a las necesidades del momento, constituye la más extravagante de todas las empresas.

El procedimiento más sencillo y natural consiste en que cada individuo sea árbitro soberano de sus asuntos privados. Si la imperfección, la visión estrecha y los errores de los hombres hacen este procedimiento en muchos casos impracticable, el recurso inmediato podrá ser que el hombre acuda a la opinión de sus iguales, a las personas que por razones de vecindad tuvieran un conocimiento general de la cuestión planteada y que posean tiempo y posibilidades de investigar minuciosamente el caso. No puede dudarse, razonablemente, de que el mismo procedimiento que los hombres emplean para dilucidar sus cuestiones civiles y criminales, podría ser aplicado por personas comunes a la solución de otros asuntos, tales como la fijación de impuestos, las operaciones del comercio y en cualquier otro caso en que se hallen afectados intereses comunes, por lo general simplemente la asamblea deliberativa o el jurado, en relación con la importancia de la cuestión a resolver.

La monarquía, en lugar de entregar cada cuestión a las personas afectadas por ella o bien a sus vecinos, la pone a la disposición de un solo individuo, colocado a la mayor distancia posible de los miembros comunes de la sociedad. En lugar de distribuir las causas en tantas instancias como sea necesario, a fin de permitir el mejor examen de las mismas, las lleva a un centro único, haciendo imposible su investigación y examen. Un déspota, por virtuoso que sea, se ve obligado a proceder a obscuras, a derivar sus conocimientos de la información ajena y a ejecutar sus decisiones por el instrumento de terceros. La monarquía como forma de gobierno parece haber sido proscrita por la naturaleza humana. Los que atribuyen al déspota integridad y virtud, debieran dotarle también de omnisciencia y omnipotencia, cualidades que no le son menos necesarias para desempeñar el cargo que le han confiado.

Supongamos que ese déspota honrado e incorruptible se halle servido por ministros avarientos, interesados e hipócritas. ¿Qué ganará el pueblo con las buenas intenciones del monarca? Este podrá desear los mayores bienes a su pueblo, pero desconocerá sus necesidades, sus condiciones y su carácter. La información que reciba estará a menudo fundada en el reverso de la verdad. Se le dirá que cierto individuo es altamente meritorio y digno de recompensa, cuando en verdad su único mérito ha consistido en el desenfado con que ha perseguido sus propios intereses. Se le informará que tal otra persona es la peste de la comunidad, cuando esa persona sólo se ha hecho culpable de afrontar con firme dignidad las arbitrariedades del gobierno. Creerá disponer los más grandes beneficios para su pueblo; pero cuando decida alguna medida destinada a realizarlos, sus servidores, con el pretexto de llevarlas a efecto, harán algo diametralmente opuesto. Nada será más peligroso que intentar disipar la obscuridad con que sus ministros lo rodean. El hombre que se atreva a acometer tan ardua tarea será blanco permanente del odio de aquellos. Aun cuando el soberano sea siempre severamente justo, llegará un instante en que su vigilancia quedará adormecida, mientras que el odio y la malicia quedarán siempre alerta. Si pudiera penetrar los secretos de sus prisiones de Estado, hallaría a hombres arrojados en ellas en su nombre, cuyos crímenes jamás ha conocido, cuyos nombres no oyó jamás o quizás a hombres a quienes honraba y estimaba. Tal es la historia de los déspotas benevolentes y filántropos, cuya memoria ha sido registrada. Y la conclusión que de todo eso se desprende es que, donde quiera que exista el despotismo, los males que le son inherentes son las medidas caprichosas y los castigos arbitrarios.

¿Pero no tratará un rey sabio de rodearse de servidores buenos y virtuosos? Indudablemente procurará hacerlo, pero no puede alterar la naturaleza esencial de las cosas. El que cumpla determinada función como delegado, no lo hará jamás con igual perfección que si fuera el principal. O bien el ministro será el autor de los planes que lleve a término, y en ese caso importa poco qué clase de mortal sea el soberano, salvo en lo que respecta a su integridad en la elección de servidores. O bien el ministro jugará un papel secundario y entonces será imposible trasmitirle la perspicacia y la energía de su amo. Dondequiera que exista el despotismo, no puede permanecer en una sola mano, sino que debe ser transmitido por entero a través de los múltiples eslabones de la autoridad. Para que el despotismo sea auspicioso y benigno, sería necesario, no sólo que el monarca poseyera las más relevantes cualidades humanas, sino, además, que todos los funcionarios fueran hombres de profundo genio y de inquebrantable virtud. Si es difícil que lleguen a ofrecer tales condiciones, es más probable que sean, como los ministros de Isabel, unas veces especiosos libertinos[45] y otras, hombres admirablemente dotados para dirigir los negocios públicos, pero dispuestos a consultar en primer término sus propios intereses, a adorar el sol naciente de los poderosos del día, a participar en cábalas conspirativas y a labrarse renovados méritos.[46] Dondequiera que sea rota la continuidad, la corriente del vicio arrastrará todo lo que encuentre ante ella. Un hombre débil o insincero puede ser origen de infinitos males. Está en la naturaleza de la monarquía, bajo todas sus formas, confiar grandemente en la discreción de algunos hombres. No prevé los medios para mantener y difundir la justicia. Todo descansa en la permanencia y extensión de la virtud personal.

Otra opinión no menos generalizada que la referente a la bondad del despotismo virtuoso, es la que sostiene que la República es una forma de gobierno practicable sólo en pequeños Estados, mientras que la monarquía es más adecuada para abarcar las cuestiones concernientes a un vasto y floreciente imperio. Lo contrario parece ser la verdad, al menos en lo que a la monarquía se refiere. La competencia de todo gobierno no puede medirse por un patrón más justo que el de la exactitud y la extensión de sus informaciones. En ese sentido, la monarquía es, en todos los casos, lamentablemente deficiente. Si se admitiera aquella tesis sería sólo para aquellos pocos y limitados casos en que se pueda suponer, sin incurrir en absurdos, que un individuo tiene pleno conocimiento de los negocios y de los intereses del conjunto.

Capítulo quinto: De las cortes y de los ministros

Estaremos mejor habilitados para juzgar acerca de las condiciones en que se obtiene la información y se ejecutan las medidas gubernamentales en los regímenes monárquicos, si reflexionamos sobre otro de los males propios de ese sistema, como la existencia y la corrupción de las Cortes.

Como sucede con cualquier otra institución humana, el carácter de las Cortes depende de las circunstancias en que se desenvuelven. Ministros y favoritos son una clase de personas que tienen bajo su custodia a un prisionero de Estado, cuyos pensamientos y acciones pueden monopolizar a voluntad. Si logran esto más fácilmente con un amo débil y crédulo, no es menos cierto que ni aún el más hábil y prudente es capaz de eludir sus maquinaciones. Desean mantenerse a toda costa en la continuidad de sus funciones, ya sea por los emolumentos que reciben, por amor a los honores o por un motivo más generoso. Pero cuanto más deposite el soberano su confianza en ellos, mayor será la firmeza y permanencia de su poder; cuanto más exclusivamente se posesionen del oído de su amo, más ciega será la fe que inspiren a éste. Los más sabios de los mortales se hallan expuestos a errar; los más prudentes planes pueden ser objeto de fáciles y superficiales objeciones. Y será muy raro que un ministro no busque su propia ventaja y seguridad en la exclusión de otros consejeros, cuyo celo quizás sea reforzado por el móvil adicional de sucederle en sus funciones.

Los ministros, a su vez, llegan a ser una especie de reyes en miniatura. A pesar de disponer de las mayores oportunidades para observar la impotencia y la falta de sentido de ese alto cargo, sienten envidia por quien lo detenta. Su oficio consiste en ensalzar perpetuamente la importancia y la dignidad del amo a quien sirven; y cuando los hombres tratan de convencer con vehemencia a los demás del contenido de una proposición, llegan a quedar convencidos ellos mismos de lo que afirman. Se sienten dependientes de la voluntad omnímoda de ese hombre en todo lo que más vivamente desean; el sentido de inferioridad es quizás el más próximo pariente de la emulación y de la envidia. Se adaptan, pues, deliberadamente, a un hombre cuyas condiciones imitan considerablemente.

En realidad, la intervención de los ministros no es suficiente para cumplir los requisitos sin los cuales la existencia de la monarquía sería imposible. Hacen falta, además, los ministros de los ministros y una interminable nómina de subordinados, en escala descendente, complicada y tediosa. Cada uno de ellos tiene sus pequeños intereses que administrar y su particular imperio que regir, bajo la permanente máscara del servilismo. Cada uno de ellos vive de la sonrisa del ministro, así como éste vive de la sonrisa del soberano. Cada uno imita los vicios de su superior y extrae de los que están debajo de él la adulación que a su vez paga a los que están más arriba.

Se ha demostrado ya que un rey es en su corazón, necesariamente y casi inevitablemente, un déspota. Ha sido habituado a escuchar sólo cosas destinadas a complacerle y escuchará con incomodidad y desagrado informaciones de índole distinta. Acostumbrado a una perpetua complacencia, será difícil que admita la censura o la oposición. Por consiguiente, el hombre de carácter virtuoso y honesto, de principios claros e inflexibles, será el menos calificado para estar a su servicio; o bien deberá atenuar la severidad de sus principios o dejar lugar a un político más ladino y complaciente. El político complaciente espera de los demás igual docilidad que la que él mismo exhibe y la falta que menos perdona es una inoportuna e incómoda escrupulosidad.

Descontando esa complacencia de parte de todos los colaboradores e instrumentos de sus designios, el rey llega pronto a considerarla como prueba concluyente para juzgar el mérito de las personas. Es sordo para toda indicación que no signifique destreza en el servicio secreto del gobierno o una tendencia a favorecer sus intereses y a extender su zona de influencia. El individuo más despreciable será digno de estima si ostenta alguna de esas cualidades. El hombre más meritorio será tratado con indiferencia o desprecio si no tiene más recomendación que la de su propia virtud. Cierto es que el verdadero criterio sobre el mérito de los hombres no puede ser fácilmente trastrocado. Pero existirá la apariencia de haber sido trastrocado y la apariencia suele producir muchos de los efectos de la realidad. Para obtener honores, será necesario cortejar a las altas autoridades, soportar con inalterable paciencia sus burlas y sus afrentas, halagar sus vicios y hacerse útiles en sus menesteres privados; será necesario emplear la constancia y la intriga para conseguir recomendaciones de aristócratas y la buena voluntad de mujeres de placer y de funcionarios de servicio. Es decir, para obtener honores, será necesario merecer la desgracia. Todo tiene lugar en un escenario de doblez, de falsedad e hipocresía. El ministro habla de rectitud a la persona a la que está engañando y el esclavo pretende una estimación generosa cuando sólo ha pensado en su interés particular. Sería insensato negar que tales costumbres se hallan arraigadas en los peores gobiernos, sin que tampoco los mejores se libren de su influencia. Y sería locura afirmar que ellas no constituyen los rasgos dominantes dondequiera que exista un monarca y una Corte.

El defecto fundamental de esa forma de gobierno consiste en someter las cuestiones de más esencial importancia a la decisión del capricho individual, después de haber pasado por sucesivas escalas. El sufragio de un cuerpo de electores tendrá siempre una semejanza, más o menos remota, con el sentimiento público. El sufragio de un sólo individuo dependerá siempre de la conveniencia personal, del capricho o de la corrupción pecuniaria. Si el rey es inaccesible a la injusticia, si el ministro desdeña el soborno, aún queda ese mal irremediable de que reyes y ministros, falibles de por sí, dependen del asesoramiento de mil otros individuos. ¿Quién responderá por ellos, en sus variadas especies y condiciones, tales como altos funcionarios de Estado, empleados, consejeros de distrito, humildes amigos y serviciales lacayos, esposas e hijos, concubinas y confesores?

Muchos suponen que la institución de distinciones hereditarias es indispensable para el mantenimiento del orden entre seres tan imperfectos como son los que constituyen la especie humana. Pero todos deben reconocer que la distinción hereditaria es una ficción política y no una regla de la verdad inmutable. Dondequiera que existe ese privilegio, impide que el espíritu humano, en lo que a la sociedad política se refiere, pueda establecerse sobre sus genuinas bases. Existe una perpetua lucha entre los verdaderos sentimientos de nuestra conciencia, que nos dicen que todo eso es simple imposición, y la imperiosa voz del gobierno que reclama acatamiento y reverencia. En ese conflicto desigual, la alarma y la aprehensión hostigarán constantemente el espíritu de quienes ejercen un poder usurpado. En tan artificial situación impuesta a los hombres, es necesario emplear poderosos mecanismos para impedirles recuperar su nivel natural. Es función de los gobernantes convencer a los gobernados de que el interés de éstos consiste en ser esclavos. No disponen de otros medios adecuados para crear este interés ficticio que los que derivan del juicio pervertido de las gentes que se sienten recompensadas con títulos, cintas y gangas. De ahí proviene el sistema de corrupción universal, sin cuya permanencia la monarquía no podría subsistir.

Se ha creído algunas veces que la corrupción era particularmente inherente a los gobiernos mixtos. Bajo tales gobiernos, el pueblo posee cierta porción de libertad; privilegios y prerrogativas hallan también su esfera propia. Cierta rudeza de costumbres y cierto espíritu de independencia suelen desarrollarse bajo ese régimen. El caballero campesino no abjura de los dictados de su juicio sin alguna razón valedera. Hay allí más de un camino que lleva hacia el éxito; el favor popular es un medio tan eficaz para ascender como el favor de la Corte. En los países despóticos, el pueblo es conducido a la manera de un rebaño de ovejas; por lamentable que sea su condición no conoce otra y se resigna a ella, como a una desgracia inevitable. Su rasgo característico es el de un torpe embotamiento, en el cual se hallan ausentes todas las energías humanas. Pero en un país que se llama libre, el espíritu de sus habitantes se halla en un estado de perturbación e inquietud constante y se requieren medios extraordinarios para calmar su vehemencia. Ha sucedido que algunos hombres, en cuyos corazones se albergaba el amor a la virtud —de la cual la corrupción pecuniaria constituye la más odiosa corrupción—, al contemplar un cuadro semejante al que se acaba de describir declararon su preferencia por el despotismo ilustrado antes que por un estado de libertad imperfecta y aparente.

Pero dicho cuadro no es exacto. En cuanto se refiere a un gobierno mixto, es preciso reconocer que los rasgos son justos. Pero los que corresponden al despotismo han sido demasiado favorablemente retocados. Sea que el privilegio fuese o no consagrado por la constitución, no es posible mantener a toda una nación en la ignorancia de su fuerza. Ningún pueblo se hundió jamás en tal estado de imbecilidad como para creer que un hombre, porque llevaba el título de rey, era literalmente igual a un millón de hombres. En el conjunto de la nación, tal como están constituídas las naciones monárquicas, hay nobleza y burguesía, ricos y pobres. Hay personas que, por su situación, por su riqueza o por su talento, constituyen una capa intermedia entre el monarca y la plebe, y mediante sus asociaciones y sus intrigas pueden constituir una amenaza para el trono. Esos hombres deben ser comprados o combatidos. No hay situación más próxima al despotismo que la de incesante alarma y el terror. ¿Qué otra cosa dió lugar al ejército de espías y a las numerosas prisiones de Estado, bajo el fenecido gobierno de Francia? El ojo del tirano no se cierra jamás. ¡Cuán grandes son las prevenciones y los celos que ese terror inspira! Nadie puede entrar o salir del país sin ser vigilado. La prensa no puede publicar escrito alguno que no cuente con autorización del gobierno. Todas las casas de café y los lugares públicos son objeto de particular vigilancia. No pueden reunirse veinte personas, salvo con fines de superstición, sin que se sospeche que tratan acerca de sus derechos. ¿Puede suponerse que allí donde se emplean los medios de prevención no se emplearán las medidas corruptoras? Aunque no fuese así, el caso no mejoraría mucho. Ningún cuadro puede ser más repulsivo, ningún estado humano más deprimente que el de una nación entera sometida a la obediencia por el simple instrumento del temor; donde todo lo que ella tiene de más eminente y digno de servir de ejemplo a otros pueblos, no puede expresarse por estar sometido a prohibición, ni puede, por consiguiente, formar otros sentimientos dignos de ser expresados. Pero en realidad, el temor no es el único agente empleado para iguales propósitos. Ningún tirano fue jamás tan insocial como para no contar con aliados. El monstruoso edificio de la tiranía se halla siempre sostenido por los diversos instrumentos destinados a pervertir la conciencia de los hombres, tales como los castigos, las amenazas, las promesas, las dádivas y prebendas. A ello se debe en gran parte que la monarquía sea una institución tan costosa. Es una práctica del déspota, la de distribuir su lotería en tantos premios como sea posible. Entre los rasgos de su política corruptora, se destaca en primer término la suposición de que todo hombre tiene su precio y, puesto que esa acción corruptora es realizada de manera oculta, puede ocurrir que un hombre que aparece como patriota sea en realidad un mercenario; de tal modo, la propia virtud sufre el descrédito. O bien es contemplada como simple locura romántica o bien observada con prevención y sospecha, como capa de los más humillantes vicios, los que más necesitan ser ocultados.

Capítulo sexto: De los súbditos

Examinemos ahora los efectos morales que la institución del gobiernb monárquico produce sobre los habitantes de aquellos países donde florece dicha institución. Corresponde sentar aquí como premisa que la monarquía se funda en la impostura. Es falso que los reyes sean acreedores a la distinción que detentan. Carecen de toda superioridad intrínseca sobre sus súbditos. La línea de privilegios que han trazado proviene del engaño, de los medios desleales empleados para el logro de ciertos propósitos, y no tiene nada de común con la virtud. Pisotean la verdadera naturaleza de las cosas y basan su existencia en este argumento: si no fuera por sus imposiciones, la suerte de la humanidad sería aún más miserable.

En segundo lugar, es falso que los reyes puedan cumplir las funciones de la realeza. Pretenden dirigir los asuntos de millones de personas y necesariamente desconocen esos asuntos. Los sentidos de los reyes se hallan formados del mismo modo que los de los demás mortales; no pueden ver ni oír lo que ocurre en su ausencia. Pretenden administrar los negocios de los demás, careciendo de poderes sobrenaturales que les permitan actuar a distancia. Nada son de lo que quieren hacemos creer. El rey ignora a menudo cosas que conoce la mitad de los habitantes de su país. Sus prerrogativas son administradas por otros y el último empleado de una oficina es para tal o cual individuo más efectivamente el soberano que el rey mismo. Nada conoce de lo que se decide solemnemente en su nombre.

Para llevar adelante con éxito esa impostura, es necesario atraer la vista y el oído de la gente. Por eso, los reyes son siempre exhibidos con esplendor de ornamentos, con pompa, séquitos y gran espectativa. Viven en medio de una onerosa suntuosidad; no sólo para halagar sus apetitos, sino porque ello es necesario como instrumento político. La opinión para ellos más fatal que puede introducirse en la conciencia de sus súbditos, es la de que los reyes no son más que hombres. Por consiguiente, se les mantiene rigurosamente alejados del contacto y de la profanación del vulgo. Y cuando son exhibidos, lo son con todos los artificios que pueden confundir nuestros sentidos y extraviar nuestro juicio.

La impostura no se contenta con nuestros ojos, sino que se dirige también a nuestros oídos. De ahí el inflado estilo del formulismo regio. Por todas partes se nos impone el nombre del rey. Diríase que todo cuanto existe en el país, las tierras, las casas, los muebles y los habitantes es de su propiedad particular. Nuestros campos son los dominios del rey. Nuestros cuerpos y espíritus son sus súbditos. Nuestros representantes, son su Parlamento. Nuestras Cortes de justicia son sus departamentos. Todos los magistrados, en todo el reino, son sus funcionarios. Su nombre ocupa el lugar más destacado en todos los estatutos y decretos. Él es el persecutor de todo criminal. Él es Nuestro Señor Soberano, el Rey. Si ocurriera su muerte, habría desaparecido la fuente de nuestra sangre, los medios de nuestra vida: toda función política quedaría en suspenso. Por consiguiente, uno de los principios fundamentales del régimen monárquico es que el rey no puede morir. Nuestros principios morales concuerdan con nuestra veracidad. Es así como la suma de los deberes políticos (los más importantes de todos los deberes) se concretan en la lealtad; es decir, en ser fieles servidores del rey; en honrar a un hombre a quien quizás debiéramos despreciar y en obedecer, es decir renunciar a todo criterio inmutable acerca de la justicia y la injusticia.

¿Cuáles habrán de ser los efectos de ese mecanismo sobre los principios morales de los hombres? Sin duda, no podemos jugar impunemente con los principios de moralidad y de verdad. Por mucho que la impostura sea sostenida, será imposible impedir que se sospeche fuertemente la real situación. El hombre en estado de sociedad, cuando no se halla corrompido por ficciones como la arriba aludida, que confunde la naturaleza de lo justo y de lo injusto, no desconoce en qué consiste el verdadero mérito. Sabe que un hombre no es superior a otro, sino en la medida en que es más sabio o más bueno. Por consiguiente, son estas las distinciones a que aspira para sí mismo. Son tales las cualidades que honra y aplaude en los demás y las que el sentimiento de cada uno instiga en su prójimo a adquirir. ¿Pero qué revolución han introducido en estos legítimos y sanos sentimientos las arbitrarias distinciones propias de la monarquía? Retenemos aún en nuestro espíritu ese patrón del verdadero mérito, pero lo vemos cada día más borroso y más débil, nos sentimos inclinados a creer que no tiene utilidad alguna en las contingencias temporales y lo dejamos a un lado como algo visionario y utópico.

Resultados igualmente funestos son los producidos por las pretensiones hiperbólicas de la monarquía. Hay cierta sencillez en la verdad que rechaza toda alianza con ese grosero misticismo. Ningún hombre es como pletamente ignorante de la naturaleza humana. No será ciertamente incrédulo hasta el punto de exceder el nivel de sus ideas preconcebidas. Pero que un hombre pretenda pensar y actuar por la nación entera, es algo tan absurdo que desafía toda credulidad. ¿Habéis persuadido a un individuo de que semejante creencia es saludable? De buena gana asumirá el derecho a emplear iguales mentiras en sus asuntos privados. Llegará a convencerse de que la veneración de la verdad debe ser clasificada entre nuestros errores y prejuicios y que, lejos de ser una práctica sana, —como se pretende, conducirá, si es efectivamente cumplida, a la destrucción del género humano.

Nuevamente, si los reyes fueran exhibidos a la observación de los hombres, tales como son, el prejuicio saludable, como se ha llamado, que nos enseña a venerarlos, se extinguiría rápidamente: por eso se ha creído necesario rodearlos de lujo y esplendor. Es así como el esplendor y el lujo se han convertido en cartabones de honor, con sus correlativos sentimientos de envidia y ansiedad. Por fatales que estos sentimientos sean para la moralidad y la felicidad de los hombres, ellos forman parte de esas ilusiones que el sistema monárquico se complace en alentar. En realidad, el principio esencial de un sentimiento virtuoso es, como se ha dicho en otra parte, el amor a la independencia. El que quiera ser justo debe, por encima de todo, estimar las cosas que lo rodean en su justo valor. Pero en el régimen monárquico, el principio dominante nos obliga a creer que nuestro padre es el más sabio de los hombres, porque es nuestro padre; y que el rey es el más alto exponente de la especie simplemente porque es el rey. El cartabón del mérito intelectual no es ya el hombre, sino el título. Ser arrastrado en una carroza del Estado por ocho caballos blancos como la leche, constituye el más alto motivo de nuestra veneración. Este principio se manifiesta inevitablemente en todos los órdenes del Estado y los hombres anhelan poseer riquezas, por la misma razón que en otras circunstancias desearían poseer virtud.

Supongamos que un individuo que, mediante dura labor, logra apenas ganar los medios de subsistencia, se convierte, por accidente, en espectador cercano de la pompa real. ¿Es posible que no apostrofe en su mente a ese egregio personaje, preguntando: ¿qué es lo que te hace distinto a mi? Si semejante idea no cruza por su espíritu, ello probará que las corrompidas instituciones de la sociedad lo han despojado de todo sentido de justicia. Cuanto más simple y entero sea su carácter, más claramente surgirán tales reflexiones en su espíritu. ¿Qué respuesta daremos a su interrogante? ¿Que el bien de la sociedad requiere que los hombres sean tratados de modo opuesto a sus méritos intrínsecos? Hállese o no satisfecho con la respuesta, ¿no aspirará a poseer aquello (en este caso la riqueza) a que los hombres confieren tanta distinción? ¿No será acaso indispensable que, antes de creer en la rectitud de aquella institución, sean completamente trastocados sus primitivos sentimientos acerca de lo justo y de lo injusto? Si así fuera, que declaren con franqueza los defensores del régimen monárquico que el interés de la sociedad requiere, ante todo, que sean subvertidos todos los principios de moral, de verdad y de justicia.

Desde ese punto de vista, recordemos nuevamente la máxima adoptada en los países monárquicos: el rey no muere jamás. Así, con verdadera extravagancia oriental, podemos saludar a ese mortal estúpido: ¡Oh, rey, vive eternamente! ¿Por qué lo hacemos? Porque de su existencia depende la existencia del Estado. En su nombre funcionan las Cortes de justicia. Si su capacidad política fuera suspendida por un momento, quedaría destruído el centro al cual se han ligado todos los negocios públicos. En tales países, todo es uniforme: la ceremonia lo es todo; la substancia, nada. Durante los motines que tuvieron lugar en 1780, se propuso llevar a la calle la insignia de la Cámara de los Lores, con objeto de aquietar los ánimos exaltados con la exhibición de su aspecto imponente. Pero alguien observó que si la insignia fuera brutalmente derribada por los amotinados, todo caería en la anarquía. Derrumbada la insignia, quedarían asimismo por tierra las funciones deliberativas y legislativas. ¿Quién puede esperar firmeza y energía de un país donde todo se hace, no por depender de la justicia, de la razón y del bien público, sino de un trozo de madera dorada? ¿Qué grado de dignidad y de virtud habrá en un pueblo a quien en enseña que si se viera privado de la imaginaria conducción de un vulgar mortal, todas sus facultades quedarían obscurecidas y desajustados todos los resortes de la vida colectiva?

Finalmente, uno de los elementos esenciales de un carácter virtuoso es la firmeza; y nada tiende más a destruirla que el espíritu de la monarquía. La primera lección de la virtud es: No temas a nadie. La primera lección que esa institución imparte es: Teme al rey. La virtud ordena: No obedezcas a ningún hombre;[47] la monarquía exige: Obedece al rey. El verdadero interés del espíritu reclama la eliminación de todas las distinciones ficticias e imaginarias; la monarquía tiende a mantener esas distinciones y a hacerlas cada vez más palpables. El que no sea capaz de hablar con el más soberbio déspota, con la conciencia de que se trata de un hombre que habla a otro hombre y con la determinación de no concederle otra superioridad que la que sus cualidades personales autoricen, no es digno en absoluto de la sublime virtud. ¿Cuántos de esos hombres son engendrados dentro del ámbito de la monarquía? ¿Hasta cuándo mantendría su base la monarquía en una nación constituida por tales hombres? Será indudablemente más prudente que la sociedad, en lugar de conjurar mil fantasmas para inducirnos al error, en lugar de acosarnos con mil temores para despojarnos de nuestra energía, elimine los obstáculos y allane el camino hacia la perfección.

La virtud jamás ha sido muy estimada ni honrada en los países monárquicos. Es tendencia común en los reyes y en los cortesanos arrojarla en el descrédito y obtienen, ciertamente, demasiado éxito en ese empeño. La virtud es, a su juicio, arrogante, intrusa, tozuda e ingobernable. Tal es la opinión de la que participan todos aquellos que buscan el halago de sus rudas pasiones y de sus secretos objetivos. En los círculos de la monarquía la verdad es siempre contemplada con afrentosa incredulidad. El sistema filosófico que sostiene que el amor de sí mismo es el móvil principial de todos nuestros actos y afirma la falsedad de las virtudes humanas, es fruto propio de esos países.[48] ¿A qué se debe que el lenguaje de la integridad y del espíritu público sea considerado entre nosotros como hipocresía? No siempre fue así. Sólo después de la usurpación de César fueron escritos libros, por el tirano y sus adeptos, para probar que Catón no era más que un pretendiente insidioso.[49]

Hay otra consideración que pocas veces ha sido referida a este tema, pero que tiene no poca importancia. En nuestra definición de la justicia, demostramos que el deber hacia nuestros semejantes comprendía todos los esfuerzos que pudiésemos hacer en favor de su bienestar y toda la ayuda que pudiésemos ofrecer a sus necesidades. No hay talento que poseamos, no hay un momento de nuestro tiempo ni un chelín de nuestra propiedad, por lo cual no seamos responsables ante el tribunal del pueblo y que no estemos obligados a entregar al gran banco del bien común. A cada uno de esos bienes corresponde cierto uso, que es el más adecuado y que la más estricta justicia nos obliga a elegir. ¿Hasta dónde alcanzan las consecuencias de este principio al lujo y la ostentación en la vida humana? ¿Cuántos casos de ostentación podrán sostener la prueba y ser reconocidos, previo detenido examen, como el mejor modo de emplear nuestra propiedad? ¿Se podrá probar que es justo que cientos de individuos se vean sometidos a la más ruda e incesante labor, a fin de que un solo hombre malgaste en medio del ocio lo que hubiera reportado comodidad y ocio, y por tanto conocimientos, al conjunto de la sociedad?

Los que visitan a ostentosos personajes, se ven pronto afectados por los vicios del lujo. Los ministros y auxiliares de un soberano, acostumbrados a la magnificencia, apartan los ojos con desdén del mérito obscurecido por las nubes de la adversidad. En vano exigirá la virtud reconocimiento; en vano reclamará distinción el mérito, si la pobreza los envuelve en una especie de efluvio nefasto. El propio lacayo sabe rechazar el mérito infortunado a la puerta del gran hombre.

He ahí la lección que nos ofrecen constante y ruidosamente los espectros de la monarquía. El dinero es el gran requisito, en cuya conquista nada debe detenernos. La distinción, la estima y el homenaje de los hombres, no han de ser ganados, sino comprados. El rico no deberá molestarse en buscarlos; ellos acudirán presurosos a su puerta. Será ciertamente raro el crimen que el oro no pueda expiar ni bajeza y mezquindad que aquel no cubra con un manto de olvido. El dinero es, pues, el único objeto digno de nuestro afán y poco importan los medios inhumanos y siniestros con que lo obtengamos.

Es verdad que la virtud y el talento no necesitan de la ayuda de los hombres opulentos y que pueden, cuando tienen conciencia de su valor, devolver con su conmiseración las burlas de que suelen ser objeto por parte de aquellos. Pero desgraciadamente, virtud y talento desconocen a menudo su propia fuerza y adoptan los errores que ven corrientemente aceptados en el mundo. Si no fuera así, serían más felices, pero las costumbres generales continuarían siendo probablemente las mismas. Esas costumbres son formadas según el espíritu del gobierno; y si en algunos casos extraordinarios llegan a separarse entre sí, aquél queda rápidamente subvertido.

Son tan evidentes los males que surgen de la avaricia, de una desorbitada admiración por la riqueza y de la intemperante persecución de la misma, que han constituído en todos los tiempos un permanente motivo de quejas y lamentos. Nuestro objeto consiste en considerar aquí, hasta qué punto son extendidos y agravados dichos males por el régimen monárquico; es decir por un sistema cuya esencia consiste en acumular enormes riquezas en manos de un sólo hombre y en convertir el fausto y la ostentación en los medios más adecuados para procurar respeto y honores. Queremos ver hasta qué grado el lujo de las Cortes, la afeminada molicie de los favoritos, el procedimiento inseparable de la forma monárquica de poner precio a la aprobación y a las buenas palabras de un individuo, de la compra del favor de los gobernantes por parte de los gobernados y de la adhesión de estos por parte del gobierno, hasta donde ese sistema es nocivo al perfeccionamiento moral de los hombres. En tanto la intriga sea la práctica constante de las Cortes; en tanto el objeto de la intriga sea aplastar el talento y desalentar la virtud, introducir la astucia en el hogar de la sinceridad, una disposición servil y flexible en lugar de la firmeza y la rigidez, una moral complaciente antes que una moral rígida, induciendo a estudiar el libro rojo de las consagraciones honoríficas antes que el del bien común; hasta tanto todo ello sea cierto, la monarquía será el más encarnizado y poderoso enemigo de los verdaderos intereses de la humanidad.

Capítulo séptimo: De la monarquía electiva

Después de haber considerado la naturaleza de la monarquía en general, nos corresponde examinar hasta qué punto serán atemperados los males que de ella provienen si la monarquía fuera electiva.

Una de las más obvias objeciones que ese remedio suscita, consiste en la gran dificultad que ofrece el cumplimiento de tal elección. Hay máquinas demasiado potentes para ser manejadas por la mano del hombre; hay actos demasiado gigantescos e impropios para ser regulados por las instituciones. Es tan enorme la distancia que media entre el soberano y la masa de los hombres; el mandato que ha de ser confiado es de tal importancia, las tentaciones que encierra el objeto en cuestión son tan incitantes que todas las pasiones capaces de perturbar el espíritu, habrán de desbordar en violento conflicto. Por consiguiente, o bien la elección se convertirá en pura apariencia, en un congé d'élire en que se descuenta de antemano el nombre del candidato victorioso, en una consagración concretada en una sola familia o quizás en la misma línea de descendencia de la misma; o bien será la señal de infinitas calamidades, intrigas exteriores y guerra interior. Estos inconvenientes han sido tan generalmente comprendidos que la monarquía electiva, en el estricto sentido de la expresión, tiene muy pocos defensores.

Rousseau, que en su consejo a la nación polaca aparece como uno de esos pocos —es decir uno de aquellos que, sin amar la monarquía, estima que una soberanía electiva es altamente preferible a una hereditaria— trata de prevenir los desórdenes de una elección, proponiendo una especie de sorteo.[50] En otro lugar del presente estudio nos ocuparemos de examinar hasta qué punto son compatibles las decisiones de la suerte y el azar con los principios de sana moral y sobria razón. Por ahora será suficiente decir que el proyecto de Rousseau caerá probablemente bajo el dilema que se expresa a continuación y que, en consecuencia, será refutado con los mismos argumentos que se refieren a su idea sobre la forma de elección.

La introducción de ese sistema en la constitución de la monarquía puede tener por objeto elevar al cargo regio a un hombre de extraordinario talento y genio no común o bien proveer al mismo cargo con una moderada dosis de sabiduría y buena intención, impidiendo que caiga en manos de individuos de notoria imbecilidad. Al primero de esos designios objetarán algunos que el genio es con frecuencia sólo un instrumento para realizar los más funestos propósitos. Y aun cuando en esta afirmación haya mucha parcialidad o errónea exageración, no puede negarse que el genio, tal como lo encontramos en medio de las actuales imperfecciones de la humanidad, es compatible con serios y graves errores. Si, pues, es posible que por tentaciones de diversa índole el genio sea inducido a importantes desvíos, ¿no debemos razonablemente temer el efecto que sobre él puede tener una situación que, más que cualquier otra, se encuentra preñada de tentaciones? Si las circunstancias de orden común son capaces de extraviar el espíritu, ¿qué hemos de pensar de ese aire intoxicante, de esa condición superior a toda restricción, librada de las circunstancias y vicisitudes de las cuales emana la moralidad de los seres humanos, sin ningún freno saludable, sin esa arma intelectual que confiere el trato entre los hombres sobre términos de igualdad, sino por el contrario, perpetuamente rodeado de sicofantes, siervos y lacayos? Suponer un espíritu en el cual el genio y la virtud se reúnan en forma permanente, es indudablemente contar con algo que no es fácil de encontrar en cualquier oportunidad, y aún cuando se hallara un hombre de tales condiciones, debemos imaginar que los electores han de ser casi tan virtuosos como aquel, o bien el error y el prejuicio, la facción y la intriga harán su elección sumamente precaria, quizás imposible. A todo ello hay que agregar que, siendo evidentes los males que surgen de la monarquía, males que ya hemos enumerado y que tendremos ahora ocasión de recapitular, el primer acto de soberanía de un monarca virtuoso, cuyo discernimiento sea igual a su virtud, deberá ser la abrogación del sistema que lo ha llevado al trono.

Pero vamos a suponer que el propósito de la institución de una monarquía electiva no sea el de sentar constantemente sobre el trono a hombres de genio superior, sino simplemente para impedir que la soberanía caiga en suerte a personas de notoria imbecilidad. Tal es la extraña y perniciosa naturaleza de la monarquía, que cabe dudar que esto sea precisamente un beneficio. Dondequiera que exista la monarquía y en tanto que los hombres sólo puedan ver con sus propios ojos y actuar con sus propias manos, aquella será inseparable de las Cortes y de administraciones de diversa índole. Pero estas instituciones, tal como hemos demostrado, son tan perniciosas, que el peor mal que puede hacerse a los hombres es el de persuadirlos de la inocencia de aquellas. Aún bajo el déspota más virtuoso, no dejarán de prevalecer el favor y la intriga, la injusta exaltación de un hombre y la no menos injusta depresión de otro. Bajo el déspota más virtuoso, los más legítimos resortes del espíritu, los deseos de poseer mérito y la conciencia de que ese mérito será justamente reconocido, quedan rotos, ocupando su lugar motivos ruines y ficticios. ¿Qué importancia tiene que mi mérito sea percibido por quienes no tienen poder para hacerlo prosperar? El monarca, encerrado en su santuario y rodeado de formalidades, no oirá de él jamás. ¿Cómo podría conocerlo? ¿Puede saber acaso qué ocurre en los remotos rincones de su reino? ¿Puede apreciar los primeros tímidos brotes del genio y de la virtud? El pueblo mismo perderá el discernimiento acerca de tales cosas, pues percibirá que ello carece de efectos prácticos. Los frutos del espíritu son diariamente sacrificados al genio de la monarquía. Las simientes de la razón y de la verdad se vuelven estériles e improductivas en ese clima malsano. El ejemplo perpetuamente exhibido de la preferencia de la riqueza y el artificio sobre el talento tiene los más poderosos efectos sobre la masa de los hombres, que se halla poco inclinada hacia ambiciones generosas. Esos males, sea cual fueran su magnitud, quedan más fuertemente afirmados bajo un monarca bueno que bajo otro malo. En el caso último, nuestros esfuerzos son sólo restringidos por la violencia; en el primero, queda seducido nuestro juicio. Atenuar los defectos y cubrir la deformidad de lo que es fundamentalmente malo, es ciertamente peligroso y quizás fatal para los mejores intereses de la humanidad.

Ha sido planteada la cuestión de si era posible combinar la monarquía electiva con la monarquía hereditaria y se ha citado como ejemplo de tal posibilidad la constitución de Inglaterra. ¿Qué fue lo que realizó el Parlamento después de la revolución, cuando trasmitió la sucesión a la casa de Hanover? No eligió a un individuo sino a una nueva estirpe que debía llenar el trono de estos reinos. Dió una prueba de su poder en circunstancias extraordinarias, cambiando la sucesión. Al mismo tiempo que lo efectuaba en los hechos, lo negaba en las palabras. Los miembros del Parlamento emplearon las más fuertes expresiones que puede suministrarles el lenguaje, para obligarse ellos, sus herederos y la posteridad, a aceptar aquella solución. Consideraron que la emergencia producida no volvería a ocurrir jamás, gracias a las precauciones y restricciones que habían provisto a ese efecto.

¿Qué especie de soberanía es, en realidad, la parcialmente hereditaria y parcialmente electiva? Que el acceso de una familia o de una estirpe particular haya sido originariamente motivo de elección, no tiene en sí nada de extraño. Todo gobierno se funda en la opinión; indudablemente alguna forma de elección, efectuada por un cuerpo de electores más o menos extenso, debió preceder a toda nueva dinastía. ¿A quién pertenece la soberanía, en ese sistema, después de la suerte de su primer poseedor? A sus herederos y descendientes. ¿Qué clase de elección será la que se realice un siglo antes del nacimiento de la persona designada? ¿Con qué título ejerció la sucesión? Indudablemente, con el de la descendencia hereditaria. Un rey de Inglaterra lleva, pues, su corona independientemente, como se ha expresado en forma enérgica, con desprecio de la elección del pueblo.[51]

Capítulo octavo: De la monarquía limitada

Procederemos a considerar ahora a la monarquía, en la forma ilimitada y despótica como existe en algunos países, sino como simple rama del sistema gubernamental, tal como aparece en algunos casos en otros.

Sólo es necesario recordar aquí las impugnaciones aplicables a ese régimen en su estado no restringido, para percibir que las mismas conservan toda su validez, cuando no toda su fuerza, al referirse al mismo régimen, incluyendo cualquier modificación de que se le hiciera objeto. El poder sigue aún apoyándose sobre la mentira, cuando se afirma que cierto individuo, cuya capacidad es apenas superior a la del último miembro de la comunidad, se encuentra calificado para desempeñar el más alto cargo. Sigue apoyándose en la injusticia, puesto que eleva a un hombre, en forma permanente, por sobre todos los demás, no ya en razón de las cualidades morales que aquel posea, sino por modo arbitrario y accidental. Sigue ofreciendo al pueblo una constante y poderosa lección de inmoralidad al exhibir la pompa, la magnificencia y el esplendor, como objetos de veneración y estima general, a costa de la virtud. Al igual que en la monarquía absoluta, el individuo colocado a tal altura, se halla inhabilitado por su educación, a convertirse en un ser respetable y útil. Se halla injusta y cruelmente situado en una condición que engendra ignorancia, debilidad y presunción, después de haber sido despojado, desde su infancia, de esas energías naturales que hubieran podido defenderlo contra la influencia de tan peligrosos enemigos. Finalmente, su existencia implica también la de una legión de cortesanos y una serie de intrigas, de servilismo, de influencia subterránea, de parcialidad caprichosa y de corrupción pecuniaria. Tan exacta es la observación de Montesquieu, de que no debemos esperar un pueblo virtuoso bajo la monarquía.[52]

Pero si consideramos la cuestión más concretamente, hallaremos quizás que la monarquía limitada tiene otros vicios y absurdos que son peculiares a ella. En una soberanía absoluta el rey puede, si le place, ser su propio ministro; pero en la soberanía limitada, un ministerio y un gabinete son partes esenciales de la constitución. En la soberanía absoluta, los príncipes se reconocen responsables solo ante Dios, pero en el régimen limitado existe una responsabilidad de distinta naturaleza. En la monarquía limitada hay diversos frenos; una rama del gobierno contrarresta los excesos de la otra y un freno sin responsabilidad es la más flagrante de todas las contradicciones.

No hay cuestión que requiera reflexión más detenida que la que se refiere a la responsabilidad. Ser responsable significa estar en condiciones de ser llamado a juicio público, donde el acusador y el defensor exponen sus respectivos alegatos en términos de igualdad. Todo lo que no sea eso, será una burla. Todo lo que signifique dar a una de las partes otra influencia que aquella que emana de la verdad y la virtud, será una subversión de los grandes fines de la justicia. El que esté acusado de un crimen, debe descender, como individuo privado, al nivel llano de la justicia. El que puede influir en los sentimientos de sus jueces, ya sea por la posesión del poder, por cualquier compromiso previo a su abandono del mismo, o por la simple simpatía excitada en sus sucesores, que no querrán ser severos en su censura, para no ser tratados a su vez con severidad; el que se encuentre en tales condiciones, no puede en modo alguno ser considerado responsable. Quizás podamos esperar mejores resultados de la honesta insolencia del despotismo que de las hipócritas invocaciones de un gobierno limitado. Nada es más pernicioso que la mentira y no hay mentira más palpable que la que pretende poner un arma en manos del interés general, arma que resulta siempre impotente e inocua, en el momento que debe ser empleada.

Una confusa comprensión de ese hecho inspiró en las monarquías limitada la máxima el rey no puede hacer el mal. Observad la peculiar consistencia de ese criterio. Considerad qué especie de ejemplo nos ofrece, en cuanto a actuación clara, en cuanto a franqueza y sinceridad. En primer lugar, se dota a un individuo de las más importantes prerrogativas y luego se pretende que no es él, sino que son otros hombres los responsables por el abuso de esas prerrogativas. Tal pretensión puede ser aceptable para los individuos educados en las ficciones de la ley, pero la justicia, la verdad y la virtud la rechazarán con indignación.

Después de haber inventado semejante ficción, el régimen procura ajustarse a ella en todo lo posible. Es necesario que se constituya un ministerio regular y que los ministros concuerden entre sí. Las medidas que ellos ejecuten, deberán originarse en su propia discreción. El rey debe ser reducido en todo lo posible a casi un cero. En tanto no llegue a serlo por completo, la constitución será imperfecta.

¿Qué figura es la que ese triste miserable exhibe a la faz del mundo? Todo se hace en su nombre, con gran aparato. El se expresa en ese inflado estilo oriental que ha sido ya descrito y que sin duda ha sido copiado al efecto de alguna monarquía limitada. Como a las ranas del Faraón, lo encontramos en nuestras casas y en nuestras camas, en nuestros hornos y en nuestras amasaderas.

Pero observad al hombre mismo a quien se vincula toda esa prominencia. El ocio consiste en el más esencial de sus deberes. Se le paga una enorme renta, solo por almorzar, bailar y llevar un manto escarlata y una corona. No importa que no adopte una sola de sus decisiones oficiales. Debe escuchar con docilidad las consultas de sus ministros y sancionar con una aceptación dispuesta de antemano todo lo que aquellos resuelvan. No debe oír ningún otro consejero, pues aquellos son sus consejeros reconocidos y constitucionales. No debe expresar a nadie su opinión particular, pues ello sería una desviación siniestra e inconstitucional. Para ser absolutamente perfecto, no debe tener opiniones, sino ser el espejo vacío e incoloro en el cual se refleja la opinión ministerial. Habla porque se le ha enseñado lo que debe decir. Asienta su firma, porque se le ha dicho que ello era propio y necesario.

La monarquía limitada podría realizarse con gran facilidad y aplauso general, en los aspectos que hemos descrito, si el rey fuera efectivamente lo que la constitución intenta hacer de él: un simple títere, dirigido por medio de alambres y botones. Pero quizás sea uno de los más grandes y palpables errores políticos, imaginar que es posible reducir a un ser humano a tal estado de pasividad y apatía. Aquél no ejercerá ninguna actividad verdadera y útil, pero estará lejos de ser pasivo. Cuanto más se vea excluído de la energía que caracterizan a la virtud y al saber, más depravado e irrazonable será en sus caprichos. Si se halla vacante un elevado puesto, ¿creéis acaso que no tratará nunca de hacerlo ocupar por un favorito o que no procurará demostrar que él mismo existe, mediante alguna elección ocasional? Ese puesto puede ser de la más extraordinaria importancia para el bien público; pero aun cuando no lo fuera, toda designación hecha inmerecidamente es perniciosa para la virtud nacional y un ministro recto se negará a aceptarla. Un rey oye siempre enaltecer su poder y sus prerrogativas y algunas veces no dejará de sentir el deseo de probar la realidad de los mismos, en una guerra no provocada contra una nación extranjera o contra los ciudadanos de su propio país.

Suponer que un rey y sus ministros se han de hallar de acuerdo durante un período de años, en sus más genuinas opiniones acerca de los negocios públicos, es algo que no autoriza el conocimiento de la naturaleza humana. Ello equivale a atribuir al rey talento semejante al del más ilustrado estadista, o al menos a suponerle capaz de comprender todos sus proyectos y asimilarse todos sus puntos de vista. Es suponerle no corrompido por la educación, incontaminado por el rango y con un espíritu sinceramente dispuesto a recibir las imparciales lecciones de la verdad.

Pero si hay desacuerdo, el rey puede elegir otros ministros. Tendremos a continuación oportunidad de considerar esta prerrogativa desde un punto de vista general; examinemos ahora su aplicación a las diferencias que pueden ocurrir entre el soberano y sus servidores. Sobre la cabeza de estos pende siempre una espada que los induce a abandonar un poco la firmeza de su integridad. La concesión que el rey les pide por primera vez, será, sin duda, pequeña. Y el ministro, fuertemente apremiado, piensa que es preferible sacrificar su opinión en ese aspecto nimio antes que sacrificar su puesto. Una concesión de ese género lleva a otra, y el que ha comenzado sólo con cierta apetencia de distinciones inmerecidas termina con los más atroces delitos polítícos. Cuando más examinemos esta cuestión, mayor se revelará su magnitud. Es más corriente que el ministro dependa, para su existencia, del rey, que no que el rey dependa de su ministro. Cuando no ocurra así, habrá un compromiso recíproco y ambos, el rey y el ministro, habrán sacrificado todo lo que haya de firme, generoso, independiente y honorable en el hombre.

Entretanto, ¿qué ocurre con la responsabilidad? Las decisiones adoptadas se confunden a tal punto en cuanto a su origen, que está por encima del ingenio humano desentrañar esa confusión. La responsabilidad resulta, pues, imposible. Lejos de ello, gritan los partidarios del gobierno monárquico, es verdad que algunas de esas decisiones son del rey y otras son del ministro, pero el ministro es responsable de todas. ¿Dónde está ahí la justicia? Es preferible dejar la culpa sin castigo antes que condenar a un hombre por crímenes de los cuales es inocente. En este caso, el gran criminal se libra con la impunidad, mientras que la severidad de la ley cae por completo sobre sus colaboradores. Estos reciben el trato que constituye la esencia de toda mala política: son profusamente amenazados de castigo, olvidándose el atenuante de la culpa. Se sienten empujados al vicio por una tentación irresistible, el amor al poder y el deseo de retenerlo. Y luego son censurados con un rigor desproporcionado a su falta. El principio vital de la sociedad es obscurecido por la injusticia y la falta de equidad y de respeto hacia las personas se extenderá pronto al conjunto.

Examinemos ahora una prerrogativa de las monarquías limitadas, la que es consubstancial con la condición de rey y que está por encima de cualquier otra que se le pudiera conceder o negar: la de nombrar los funcionarios públicos. Si hay algo realmente importante, es que la designación sea hecha con integridad y juicio; que las personas más aptas sean depositarias de la confianza más alta que confiere el Estado; que toda ambición generosa y honesta sea estimulada y que los hombres que se encuentren más indiscutiblemente calificados para el cuidado del bien público, tengan la seguridad de contar con la mayor parte de la dirección del mismo.

Tal designación constituye una tarea muy ardua y requiere la más extrema circunspección. Requiere el ejercicio de la discreción en mayor grado que cualquier otra cuestión relativa a la sociedad humana. En todos los demás casos, la línea de la rectitud aparece visible y distinta. En los conflictos entre individuos, en las cuestiones de guerra y paz, en la ordenación de la ley, no será difícil que un observador perspicaz encuentre el lado de la justicia. Pero, estudiar las diversas porciones de capacidad diseminadas a través de la nación y decidir detalladamente acerca de las cualidades de innumerables postulantes, es una tarea que no obstante el más extremo cuidado se halla sometida a cierto grado de incertidumbre.

La primera dificultad consiste en descubrir las personas cuyo genio y cuya habilidad hace de ellas los mejores candidatos para la función determinada. La habilidad no es siempre intrusiva; el talento se encuentra a menudo en la lejanía de una aldea o en la obscuridad de una buhardilla. Y aún cuando la conciencia del propio valor y la posesión de sí mismo sean en cierto grado atributos del genio, hay, sin embargo, muchas cosas fuera de la falsa modestia que hacen rehuir el aire de las cortes a los agraciados por ellos.

De todos los hombres, un rey es el menos calificado para penetrar en tan recónditos lugares y descubrir al mérito en su escondrijo. Embarazado por las formalidades, no puede mezclarse en la sociedad de sus semejantes. Se halla demasiado absorbido por la apariencia de los negocios o por una sucesión de distracciones, para disponer del ocio necesario para formarse una justa estimación del carácter de los hombres. En realidad, la tarea es demasiado pesada para cualquier individuo y el buen resultado solo puede asegurarse por el modo de la elección.

Será innecesario enumerar otros inconvenientes que emanan de la prerrogativa regia de elegir sus propios ministros. Si no hubiera sido dicho ya lo suficiente para explicar el carácter de un monarca, tal como surge de las funciones de que se le ha investido, sería vano y tedioso repetirlo nuevamente aquí. Si hay alguna dependencia en lo referente a la acción de las causas morales, se hallará que un rey se encuentra casi siempre entre los más indiferentes, los más engañados, los menos informados y los menos heroicamente desinteresados de los hombres.

Tal es, pues, el genuino e incontrovertible contenido de la monarquía mixta. Un individuo colocado en la cúspide del edificio, centro y fuente del honor y que, no obstante, es o debe parecer neutral en las decisiones corrientes de su gobierno. Es esta la primer lección de honor, verdad y virtud que la monarquía mixta ofrece a sus súbditos. Después del rey, viene la administración y la tribu de sus cortesanos: hombres obligados por una fatal necesidad a ser corrompidos, intrigantes y venales; seleccionados para sus cargos por el más ignorante y peor informado de sus conciudadanos; convertidos en responsables únicos de acciones que jamás pudieron haber realizado solos; amenazados con la venganza de un pueblo ofendido si son deshonestos y, si son honestos, por la más segura venganza del desfavor de su amo. El resto de la nación es la gran masa de súbditos.

¿Hubo jamás un nombre más cargado de humillación y desprecio que el súbdito? Parece ser que, por el sólo hecho de mi nacimiento, me he convertido en súbdito. ¿De quién, por qué? ¿Puede un hombre honesto considerarse súbdito de nada que no sean leyes de la justicia? ¿Puede reconocer un superior o sentirse obligado a someter el propio juicio a la voluntad de un tercero, tan sujeto como él mismo al error y al prejuicio? Tal es el ídolo que la monarquía adora en lugar de la divinidad, de la verdad y de la sagrada obligación del bien público. Poco importa si juramos fidelidad al rey y a la nación o a la nación y al rey, desde que el rey interviene para mancillar y minar el sencillo altar de la virtud.

¿Se encuentran acaso las palabras por debajo de nuestra conciencia? ¿Nos arrodillaremos ante el santuario de la vanidad y la locura, sin daño para nuestro espíritu? Lejos de ello. El espíritu comienza en la sensación y depende de las palabras y de los símbolos para la formación de sus asociaciones. El hombre cabal debe tener no solo un corazón resuelto, sino también una frente erguida. No podemos practicar la abyección, la hipocresía y la bajeza, sin convertirnos en seres degradados a los ojos de los demás y de nosotros mismos. No podemos inclinar la cabeza en el templo de Rimmon, sin apostatar en cierto modo de la divina verdad. El que llama hombre al rey recibe de su propia boca la lección de que aquel es indigno de la confianza que sobre él reposa; el que le otorga un título más sublime, se precipita rápidamente en el más peligroso error.

Pero quizás sean los hombres tan débiles y estúpidos que será vano esperar del cambio de sus instituciones, un mejoramiento de su carácter. ¿Quién los hizo débiles y estúpidos? Antes de que existieran las instituciones, ellos no tenían probablemente ninguno de sus actuales defectos. El hombre considerado en sí mismo es simplemente un ser capaz de impresiones, un recipiente de percepciones. En esta condición abstracta, ¿qué es lo que le aleja de la perfección? Tenemos en el caso de algunos hombres, una hermosa prueba de lo que nuestra naturaleza es capaz; ¿por qué podrán alcanzar tanto los individuos y la especie tan poco? ¿Existe algo en la estructura del globo que nos impide ser virtuosos? Si no es así, si casi todas nuestras nociones de lo justo y de lo injusto fluyen de nuestras relaciones mutuas, ¿por qué no serán esas relaciones susceptibles de modificación y mejora? Constituye el más cobarde de los sistemas el que afirma como inútil el descubrimiento de la verdad y nos enseña que, en caso de ser descubierta, es prudente dejar a la masa de nuestros semejantes sumidos en el error.

No existe, en realidad, el menor lugar para el escepticismo,[53] en lo que respecta a la omnipotencia de la verdad. La verdad es semejante a los círculos que forma un guijarro lanzado en medio de un lago. Los primeros abarcan una extensión reducida, pero luego cubren inevitablemente la entera superficie del lago. Ninguna clase de hombres ignorará perpetuamente los principios de la justicia, de la igualdad y del bien público. Tan pronto lleguen a conocer dichos principios, comprenderán que existe una coincidencia entre la virtud y el bien público y el interés privado; ninguna falsa institución podrá prevalecer efectivamente contra la opinión general. En esa contienda, se desvanecerán los sofismas y las instituciones opresivas caerán en el desprecio. La verdad reunirá todas sus fuerzas, la humanidad será su ejército y la opresión, la injusticia, el vicio y la monarquía se hundirán en una ruina común.

Capítulo noveno: De un presidente con poderes regios

Queda aún un refugio para la monarquía. No queremos tener, dicen algunos, una monarquía hereditaria; reconocemos que ella constituye una enorme injusticia. Tampoco nos satisface una monarquía electiva, ni una monarquía limitada. Admitimos que, aun cuando las prerrogativas del cargo sean reducidas, si éste es de carácter vitalicio, la injusticia subsiste aún. Pero, ¿por qué no hemos de tener reyes renovables en elecciones periódicas, tal como hacemos con los magistrados y las asambleas legislativas? Podremos entonces cambiar el ocupante del cargo con tanta frecuencia como nos plazca.

No nos dejemos seducir por la simple plausibilidad de la frase, ni usemos palabras sin reflexionar ante sobre su significado. ¿Qué entendemos bajo el título de rey? Si ese cargo tiene algún sentido, es razonable pensar que el hombre que lo detente poseerá los privilegios de nombrar determinados funcionarios por propia discreción, de anular los fallos de la justicia criminal, de convocar y disolver las asambleas populares, de conceder o de negar su sanción a los acuerdos de tales asambleas. Muchos de esos privilegios pueden invocar la respetable autoridad de los poderes delegados por los Estados Unidos de América en su presidente.

Sometamos, sin embargo, esa idea a la piedra de toque de la razón. Nada puede ser más aventurado que depositar en un solo hombre, salvo en casos de absoluta necesidad, la decisión de un asunto de importancia pública. Pero difícilmente podrá alegarse que esa necesidad se halle en ninguno de los casos enumerados. ¿Qué superioridad posee un hombre sobre la sociedad o sobre un consejo integrado por otros hombres, en cualquiera de las cuestiones citadas? Son evidentes, por el contrario, las desventajas que aquejan su labor. Se halla más expuesto a corrupción y a engaño. No posee tantas oportunidades de obtener una información exacta. Se halla más sometido a los accesos de pasión y de capricho, a infundada antipatía contra un hombre, a parcialidad en favor de otro, a despiadada censura o ciega idolatría. No puede hallarse constantemente en guardia; existen momentos en que la vigilancia más ejemplar puede sufrir una sorpresa. Sin embargo, aún consideramos a nuestro personaje bajo una luz demasiado favorable. Suponemos que sus intenciones son honradas y justas, pero la verdad será, a menudo, lo contrario. Cuando se confían poderes que están por encima de la capacidad humana, se engendran vicios que constituyen una desgracia para la comunidad. A eso debe agregarse que las mismas razones que demuestran que el gobierno, donde quiera que exista, debe ser dirigido por el sentir del pueblo en su conjunto, demuestran igualmente que, si hay necesidad de funcionarios públicos, la voluntad del pueblo o la de un cuerpo colectivo que represente más el espíritu del pueblo ha de prevalecer sobre las pretensiones de aquellos.

Estas objeciones son aplicables al más inocente de los privilegios arriba citados, el de nombrar ciertos funcionarios. El caso será peor aún si consideramos los demás privilegios. Tendremos ocasión de examinar más adelante la facultad de perdonar culpas, independientemente de las personas a quienes tal poder fuera conferido; pero, entretanto, ¿hay algo más intolerable que un solo individuo tenga autoridad para suspender, sin exponer razones o exponiendo razones que nadie puede impugnar, las grandes decisiones tomadas por un tribunal de justicia, decisiones fundadas en un cuidadoso y público examen de pruebas? ¿Puede haber algo más injusto que la atribución asumida por un sólo individuo de informar a la nación cuándo debe deliberar y cuándo debe cesar en sus deliberaciones?

El privilegio restante es de naturaleza demasiado inicua para ser objeto de mucho temor. Se halla fuera de lo creíble el suponer que el pueblo entero ha de contemplar como indiferente espectador, cómo la voluntad de un hombre se dispone a anular, clara y descaradamente, la voluntad de la representación nacional, expuesta en sucesivas asambleas. Dos o tres ejemplos de ejercicio directo de esa negativa serían suficientes para aniquilarlo. Por consiguiente, allí se supone existente la oposición, se procura ablandarla mediante el rocío genial de la corrupción pecuniaria; o bien prevenirla de antemano por una siniestra aplicación a la misma de la fragilidad de algunos miembros individuales o de hacerla aceptable a consecuencia de una copiosa aplicación de emolientes venales. Pero si ese poder es soportado, lo es en los países cuyos degenerados representantes no disfrutan ya del favor público y donde el arrogante presidente se considera consagrado por la sangre de una ilustre ascendencia, que corre por sus venas o por el óleo sacro con que lo ungieron los representantes del Altísimo. Un mortal común, elegido periódicamente por sus conciudadanos para velar por los intereses de los mismos, no puede poseer tan estupenda virtud.

Si son ciertas las razones expuestas, se deduce de ellas inevitablemente que no es posible delegar, con justicia, importantes funciones de dirección general en una sola persona. Si el cargo de presidente es necesario, ya sea en una asamblea deliberativa o en un consejo administrativo, suponiendo que exista tal consejo, su empleo sólo debe referirse al orden de procedimientos y de ningún modo ha de consistir en la ejecución arbitraria de sus particulares decisiones. Un rey —si el uso imariable puede dar significado a una palabra— designa a un individuo de cuya discreción personal llegan a depender gran parte de los intereses públicos. ¿Qué necesidad hay de semejante individuo, en un Estado bien ordenado, libre de perversiones? Con respecto a los negocios internos, ninguna. Más adelante tendremos ocasión de examinar hasta qué punto puede ser útil dicho cargo en nuestras relaciones con gobiernos extranjeros.

Cuidémonos de confundir el juicio de los hombres mediante una injustificable perversión de términos. El título de rey es la bien conocida designación de un cargo que, si son verdaderos los argumentos anteriormente expuestos, ha sido el azote y la tumba de la virtud humana. ¿Por qué hemos de tratar de purificar y exorcisar lo que sólo merece ser execrado? ¿Por qué no permitir que ese término sea tan bien comprendido y tan cordialmente detestado como lo fue entre los griegos el de tirano, título inicialmente venerado? ¿Por qué no permitir que quede como monumento eterno de la locura, la cobardía y la miseria de nuestra especie?

Al pasar del examen del gobierno monárquico al gobierno aristocrático, es forzoso destacar los defectos que son comunes a ambos. Uno de estos defectos consiste en la creación de intereses separados y opuestos. El bien de los gobernados se encuentra de un lado y el de los gobernantes, del otro. No tiene objeto alguno afirmar que el interés individual bien entendido coincidirá siempre con el interés general, si ocurre en la práctica que las opiniones y los errores de los hombres los separan constantemente, colocando a los unos en oposición a los otros. Cuanto más se hallen los gobernantes en una esfera distante y opuesta a la de los gobernados, más se acentuará esa errónea situación. Para que la teoría produzca un efecto adecuado sobre los espíritus, debe ser favorecida, no contrarrestada por la práctica. ¿Qué principio de la naturaleza humana es más universalmente profesado que el del amor a sí mismo, es decir la tendencia a pensar primordialmente en el interés privado, a discriminar y a dividir objetos que las leyes del universo han unido indisolublemente? Ninguno, salvo quizá el sprit de corps, la tendencia de los cuerpos colectivos a extender su influencia; si bien un espíritu menos ardiente que el anterior es aún más vigilante, y no se halla expuesto a los accidentes de sueño, indisposición o mortalidad. Es así que, de todos los impulsos que llevan a una conducta estrechamente egoísta, los que surgen de la monarquía y de la aristocracia son los más decisivos.

No debemos apresuramos a aplicar de modo indiscriminado el principio de que el interés individual bien entendido coincidirá siempre con el interés general. Referido a los individuos considerados como hombres, es verdadero; aplicado a los individuos en su condición de reyes y señores, es falso. El sacrificio de su pequeño peculio al interés público, puede favorecer al hombre particular. Un rey quedaría aniquilado con un sacrificio análogo. El primer sacrificio que la justicia reclama de la monarquía y de la aristocracia, es el de sus inmunidades y prerrogativas. El interés público exige la laboriosa divulgación de la verdad y la imparcial administración de la justicia. Los reyes y señores subsisten solamente a favor de la opresión y del error. Por consiguiente, ellos resistirán siempre el progreso del conocimiento y de la ilustración; en el momento en que la mentira se disipe, su dominio habrá terminado.

Al llegar a esta conclusión, aceptamos como admitido que la aristocracia es una institución tan arbitraria y perniciosa como se demostró que lo es la monarquía. Es tiempo de examinar hasta qué punto es realmente así.

Capítulo décimo: Sobre distinción hereditaria

Un principio hondamente arraigado en la monarquía y en la aristocracia en su estado más floreciente, pero de un modo más profundo en la última, es el de la preeminencia hereditaria. Ningún otro principio lesiona más la razón y la justicia. Observemos al hijo recién nacido de un par y al de un artesano. ¿Acaso ha fijado la naturaleza distintos derroteros para sus respectivos destinos? ¿Acaso ha nacido uno de ellos con manos callosas y rostro desgarbado? ¿Pueden señalarse en el otro los signos precursores de genio o inteligencia, de honor o de virtud? Se nos ha dicho, ciertamente, que la naturaleza revelará su contenido y que

el aguilucho de un noble nido remontarase prestamente
hacia la alta morada de su señor
,[54]

y esa historia fue creída en otros tiempos. Pero la humanidad no se convencerá de que una especie de criaturas humanas produce virtud y belleza, en tanto que la otra sólo produce vicio.

Una afirmación tan infundada y temeraria será fácilmente refutada si consideramos la cuestión a priori. El espíritu es fruto de las sensaciones. ¿Cuáles son las sensaciones que recibe el rico en el claustro materno, capaces de distinguir su espíritu del espíritu de un campesino? ¿Hay alguna diferencia en la fina substancia reticular del cerebro que permite al señor recibir sensaciones más claras y firmes que las del agricultor o el herrero?.[55]

Pero una sangre generosa circula por su corazón y enriquece sus arterias. ¿Qué debemos pensar de esta hipótesis? Los actos del hombre son el resultado de sus percepciones. El que sienta más profundamente, obrará con mayor intrepidez. Aquel en cuyo espíritu imprima la verdad su marca más nítidamente y el que, comprendiendo su propia naturaleza, sea más consciente de su valor, hablará con más sincera persuasión y escribirá con más brillo y vigor. Por intrepidez y firmeza en la acción podemos entender tanto la sabia y deliberada constancia de un Régulo o un Catón como el primitivo coraje del soldado, que es asimismo un estado de espíritu, consistente en un escaso aprecio de la vida que le proporciona pocos placeres y en un irreflexivo y estúpido olvido del peligro. ¿Qué tiene la sangre que ver con ello?

La salud es, sin duda, en muchos casos, un requisito indispensable para el mejor funcionamiento de la mente. Pero la salud misma es una simple negación, la ausencia de la enfermedad. Sin embargo, por grande que sea nuestra estimación de sus beneficios, ¿es verdad acaso que el señor disfruta de una salud más vigorosa, que siente una alegría más perfecta y es menos presa de la languidez y el cansancio que el rústico? Un noble nacimiento, como causa moral, es capaz de inspirar elevados pensamientos. Pero, ¿puede admitirse que ese hecho obra de un modo instintivo en los casos en que se desconozca tal origen, cuando vemos que, a pesar de tantas ventajas externas de que disponen, las más nobles familias engendran frecuentemente hijos degenerados?

Examinemos pues el valor de un noble nacimiento en tanto que causa moral.

La creencia en su superioridad es tan antigua como la propia institución de la nobleza. La misma etimología de la palabra, que corresponde a una particular forma de gobierno, se basa en esa idea. Es la aristocracia o el gobierno de los mejores. En los escritos de Cicerón y en los discursos del Senado romano, esa clase de hombres son los optimates, los virtuosos, los nobles y los honestos. Se presupone que la multitud es una bestia desenfrenada, carente de principios y del sentido del honor, guiada por sórdidos intereses y no menos sórdidos apetitos, envidiosa, tiránica, inconstante e injusta. Se deducía en consecuencia la necesidad de mantener una clase de hombres de noble educación y sentimientos elevados, para ejercer el gobierno sobre la clase más humilde y numerosa, incapaz de gobernarse a sí misma; o por lo menos para constituir un rígido freno frente a los excesos de esta última, debiendo estar dotados de los poderes adecuados para el ejercicio de esa función. La mayor parte de tales argumentos serán examinados cuando consideremos los inconvenientes de la democracia. Ahora hemos de ocuparnos de lo que se refiere a la superioridad de la aristocracia.

Se parte del supuesto que, si la nobleza no fuera originariamente superior al común de los mortales, como parece implicado su constitución hereditaria, al menos habría alcanzado tal preeminencia en virtud de su educación. Los hombres que se desarrollan en medio de una ruda ignorancia y son deprimidos por la fría presión de la miseria, necesariamente han de estar expuestos a mil formas de corrupción y no pueden tener el delicado sentido de la rectitud y del honor que la cultura y el refinamiento civil suelen conferir. La civilización ha sido engendrada bajo los auspicios de la holgura y la abundancia. Un pueblo debe haber superado los obstáculos de sus primitivas instituciones y haber alcanzado cierto grado de prosperidad y ocio antes que el amor a las letras tome arraigo en su seno. Sucede lo mismo con los individuos que con las colectividades. Pueden darse algunas excepciones, pero salvando las mismas, en modo alguno cabe esperar que las personas obligadas a ejecutar rudos esfuerzos corporales a fin de proveer a sus cotidianas necesidades, logren una gran expansión del espíritu y una amplitud del pensamiento.

En cierto modo este argumento contiene una gran parte de verdad. El auténtico filósofo será la última persona en negar la importancia y el poder de la educación. Por consiguiente, sería necesario descubrir un sistema que asegure la prosperidad y el ocio a todos los miembros de la comunidad o bien otorgar la suprema autoridad e influencia a los nobles y sabios sobre los toscos e iletrados. Supongamos, por ahora, que la primera de esas soluciones sea inaccesible. Quedará aún por averiguar si la aristocracia constituye el modelo más adecuado para obtener la segunda. Podemos recoger alguna luz sobre este tema aprovechando lo que ya conocemos acerca de la educación bajo la monarquía.

Mucho significa la educación, pero de todas sus formas, la educación opulenta es la menos eficaz. La educación de las palabras no debe ser despreciada, pero la educación de las cosas es incomparablemente superior. La primera es de utilidad admirable para desarrollar la segunda. Tomada aisladamente, constituye un cuerpo sin alma, no es ciencia, sino pedantería. Sea cual fuera la perfección abstracta de que es capaz el espíritu, necesitamos recibir la excitación, para realizar esfuerzos extraordinarios, de estímulos que obren directamente sobre la individualidad. En lo que se refiere a tales estímulos, las clases inferiores de la humanidad, si disponen de cierta holgura, aventajan con mucho a las clases superiores. El plebeyo se ve obligado a ser el artífice de su propia fortuna; el señor encuentra hecha la suya. El plebeyo habrá de sentirse rechazado y despreciado en la medida que descuide el cultivo de las cosas dignas de estima; el señor estará siempre rodeado de aduladores y esclavos. El señor carece de incitaciones para la iniciativa y el esfuerzo; no dispone de estímulos que lo despierten de la letárgica masa indiferente (oblivious pool) de donde surgió originariamente el intelecto definido. Debemos admitir, ciertamente, que la verdad no necesita la alianza de las circunstancias y que se puede llegar al templo de la fama por otros caminos que los de la miseria y el dolor. Pero el señor no se limita a eximirse del acicate de la adversidad. Llega más allá y es presa de numerosas corrientes de enervación y de error. No se puede pecar impunemente contra el gran principio del bien universal. El que acumula lujo, títulos y riquezas en perjuicio del conjunto llega a encontrarse degradado de la dignidad de hombre. Y aun cuando fuera admirado por la muchedumbre, será compadecido por el sabio y sentirá el tedio de sí mismo. Resulta, por tanto, que elevar a los hombres al rango de nobleza es colocarlos en un puesto de peligro moral, en un medio de depravación; pero hacerlos hereditariamente nobles significa excluirlos, salvo en algunos casos extraordinarios, de todo estímulo que engendre la virtud y la habilidad.

Los argumentos que hemos repetido acerca de la distinción hereditaria son tan obvios que el hecho de que los mismos sean constantemente puestos en tela de juicio, constituye la mejor prueba de la influencia del prejuicio que se nos inculca en la primera juventud. Si se puede producir un legislador hereditario, ¿por qué no obtener del mismo modo un moralista o un poeta?.[56] En verdad, sería más factible una tentativa en cualquiera de estos dos últimos casos que en el primero. Resulta evidente que puede esperarse poco del nacimiento como causa física; en cuanto a la educación, es posible infundir hasta cierto grado emulación filosófica o poética en un espíritu juvenil, sin que sea fácil establecer los límites de tal posibilidad. Pero la opulencia es la maldición fatal que destruye las esperanzas de un rendimiento futuro. Hubo ciertamente, en otro tiempo, una especie de virtud valerosa que, al impresionar irresistiblemente los sentidos, parecía imponer a los jóvenes de alta cuna las complejas y equívocas hazañas de la caballería. Pero desde que las causas de estímulo moral han pasado de las proezas personales a las energías del intelecto y especialmente desde que el campo de tal emulación ha sido abierto a más amplias clases, la palestra ha sido totalmente ocupada por aquellos cuya escasez pecuniaria estimuló su ambición o cuyos hábitos austeros y forma de vida los ha puesto a salvo del veneno de la adulación y de la indulgencia afeminada.

Capítulo once: Efectos morales de la aristocracia

Hay algo de primordial importancia para la felicidad de la especie humana: es la justicia. ¿Puede haber acaso alguna duda de que toda injusticia es equivalente al mal? Y sus efectos son aun más funestos por lo que trastornan y pervierten nuestros cálculos y previsiones sobre el futuro que por el daño inmediato que producen.

Toda ciencia moral puede ser reducida a una cuestión esencial: la previsión del futuro. No podemos esperar razonablemente que la gran masa humana sea virtuosa si es inducida por la perversidad de sus conductores a la convicción de que no es bueno para su interés serlo. Pero esto no es lo más importante. La virtud no es otra cosa que la persecución del bien general. La justicia es la norma que discrimina lo que corresponde a los muchos y a los pocos, al conjunto y a las partes. Si esa esencialísima cuestión es relegada a la obscuridad, ¿cómo podrá ser substancialmente fomentada la felicidad humana? Los mejores hombres serán atraídos hacia falsas cruzadas, mientras que los indiferentes y flemáticos espectadores, carentes de un hilo que los guíe en medio del laberinto social, permanecerán en una neutralidad egoísta y dejarán que la complicada escena llegue a su propio desenlace.

Es verdad que los asuntos humanos jamás pueden alcanzar un estado de depravación que signifique la subversión de la naturaleza de la justicia. La virtud interesará siempre tanto al individuo como a la sociedad. Su práctica efectiva ha de ser beneficiosa tanto para la época contemporánea como para la posteridad. Pero aun cuando la depravación no alcance tal extremo que aniquile el sentido de justicia, puede llegar a un grado suficiente para ofuscar el entendimiento y extraviar la conducta. Los seres humanos no serán nunca todo lo virtuosos que pueden ser hasta que la justicia no se ofrezca ante sus ojos como una realidad cotidiana y la injusticia no aparezca sino como un prodigio raro.

Ningún principio de justicia es más inherente a la rectitud moral del hombre que aquel en cuya virtud nadie debe ser distinguido más que en relación con sus méritos personales. ¿Por qué no tratar de llevar a la práctica un principio tan sencillo y sublime? Cuando un hombre ha demostrado ser un benefactor de la colectividad, cuando, con laudable perseverancia, ha cultivado en sí mismo las facultades que sólo requieren el favor público para ser fecundas, es justo que tal favor se le otorgue. En una sociedad donde fueran desconocidas las diferencias artificiosas, sería imposible que un benefactor público no sea honrado. Pero si un hombre es contemplado con reverente temor porque el rey le ha condecorado o le ha concedido un título espurio; si otro vive revolcándose en el lujo más vicioso porque un antepasado derramó su sangre tres siglos atrás en alguna querella de Lancaster o de York, ¿puede imaginarse que semejantes iniquidades ocurran sin daño moral para la humanidad?

Quienes consideren tal estado de cosas razonable, deberían ponerse en contacto con las clases inferiores de la sociedad. Verían entonces cómo el desdichado que, mediante una incansable y dura labor, no consigue alimentar y vestir debidamente a los suyos, sienten roer su corazón por la lacerante impresión de la injusticia ...

Pero admitamos que el sentido de la justicia sea menos agudo que lo que suponemos. ¿Qué deducción positiva se desprendería de ello? ¿No sería la iniquidad igualmente real? Si la conciencia humana estuviera tan embotada por la práctica constante de la injusticia que fuera insensible al rigor que la aplasta, ¿acaso la realidad sería menos mala?

Dejemos por un momento obrar a nuestra imaginación y tratemos de concebir un orden de cosas donde la justicia sea el principio público general. En tal ambiente nuestros sentimientos morales asumirían un tono saludable y firme, pues no estarán contrarrestados perpetuamente por ejemplos que debilitan su energía y confunden su claridad. Los seres humanos vivirán exentos de temor, pues no habrá trampas legales que amenacen su existencia. Serán valerosos, porque nadie se sentirá aplastado a fin de que otros disfruten de inmoderados placeres; porque cada cual estará seguro de la justa recompensa de su esfuerzo, del premio correspondiente a sus afanes. Cesará el odio y la envidia, pues ambos son hijos de la injusticia. Cada cual será sincero con su vecino, pues no habrá tentaciones para la falsedad y el dolo. El espíritu humano elevaría su nivel, pues todo contribuiría a estimularlo. La ciencia progresaría indeciblemente, pues la inteligencia será entonces un poder real, no un ignis fatuus, que brilla y se extingue alternativamente, orientándonos hacia el pantano de la sofística, de la seudo ciencia y del error plausible. Todos los hombres estarán dispuestos a reconocer sus actos y aptitudes; nadie tratará de evitar el justo elogio que merezca el prójimo, pues será imposible suprimir el mérito. Tampoco habrá temor a descubrir la mala conducta del vecino, pues no habrá leyes que califiquen de difamación la sincera expresión de nuestras convicciones.

Examinemos imparcialmente la magnitud de la iniquidad inherente a la institución de la aristocracia. Yo he nacido, supongamos, príncipe polaco, con una renta de 300.000 libras anuales. Tú has nacido siervo o esclavo, adscrito a la gleba por ley de tu nacimiento y transferible por permuta u otra forma a veinte amos sucesivos. Serán vanos tu incansable labor y tus más generosos esfuerzos para librarte del intolerable yugo. Condenado por tu nacimiento a quedar ante las puertas del palacio en cuyo interior jamás podrás entrar; a dormir bajo un techo ruinoso, mientras tu amo reposa en suntuoso lecho; a alimentarte de putrefactos desperdicios, mientras a tu amo se le sirven los más deliciosos manjares de la tierra; a trabajar sin límites ni moderación bajo un sol ardiente, mientras él se regodea en perpetua pereza; y a ser recompensado con reprimendas, desprecios, castigos y la mutilación. La realidad es peor aún. Yo puedo sufrir todo cuanto el capricho y la injusticia sean capaces de infligirme, con tal de poseer la fuerza espiritual necesaria para contemplar con piedad y desprecio a mi opresor, con la convicción de estar dotado de las sagradas esencias de la naturaleza, de la verdad y de la virtud, dones que jamás podrán ser arrebatados por su injusticia. Pero un esclavo o un siervo está condenado a la estupidez y al vicio al mismo tiempo que al dolor.

¿Todo eso no significa nada? ¿Es ello necesario acaso para el mantenimiento del orden civil? Recordemos que para tales desigualdades no existe el menor fundamento en la naturaleza de las cosas. Tal como ya lo expresamos antes, no hay ningún molde especial para la producción de señores, cuyo nacimiento tiene lugar exactamente del mismo modo que el del más humilde de sus siervos. La razón y la filosofía han declarado la guerra a la propia estructura de la aristocracia en todas sus expresiones y matices. Es igualmente repudiable en las castas de la India, en la servidumbre del sistema feudal o en el despotismo de los patricios de la antigua Roma, que convertían en siervos a los deudores que no podían cancelar sus deudas. La humanidad no alcanzará un alto nivel de felicidad y de virtud hasta que cada cual disponga de las distinciones que legítimamente le correspondan por sus méritos personales. La supresión de la aristocracia beneficiará tanto al opresor como al oprimido. El uno será liberado de las consecuencias de la molicie y el otro de los efectos embrutecedores de la servidumbre. ¿Hasta cuándo se repetirá en vano que la mediocridad de la fortuna es el más firme baluarte de la felicidad personal?[57]

Capítulo trece: Del carácter aristocrático

La característica esencial de la aristocracia es que constituye un sistema bajo el cual las instituciones políticas consagran de un modo destacado y permanente la desigualdad entre los hombres. A semejanza de la monarquía, la aristocracia asienta sobre la mentira; es fruto de artificios ajenos a la naturaleza de las cosas e igual que la monarquía, se ve obligada a recurrir a engaños y sofismas para justificar su existencia. Sin embargo, la aristocracia se basa en principios aún más turbios y antisociales que la monarquía. El monarca cree necesario emplear con frecuencia ciertos halagos y cierta cortesanía frente a sus barones y funcionarios. En cambio el aristócrata se limita a mandar en sus dominios con disciplina de hierro.

Ambos sistemas perduran gracias a la ignorancia. Si pudieran, a imitación de Omar, destruir las creaciones del pensamiento humano y persuadir a la humanidad de que el Corán contiene cuanto es digno de conocerse, prolongarían indefinidamente su dominio. Pero aún en ese sentido despliega la aristocracia mayor rigor. La monarquía admite cierto grado de enseñanza monástica entre sus súbditos. Pero la aristocracia es todavía más estricta. Su poder terminaría si las clases más bajas de la sociedad llegaran a saber leer y escribir. Para hacer de los hombres siervos y villanos, es necesario embrutecerlos. Esta cuestión ha sido objeto de profundo y detenido examen. Los defensores decididos del antiguo régimen han combatido la ilustración general con clarividencia no despreciable. En su conocida observación de que un siervo que sepa leer y escribir dejará de ser un mecanismo pasivo, se halla, en forma embrionaria, toda una filosofía de la sociedad humana.

¿Quién puede reflexionar con paciencia acerca de los malvados artificios que ponen en juego esos insolentes usurpadores, con el objeto de mantener a la humanidad en un estado de infinita degradación? Es aquí donde puede aplicarse plenamente la célebre fórmula de muchos al servicio de uno solo. Eran indudablemente sabios los defensores del absolutismo que hace dos siglos expresaron su alarma ante la herética doctrina de que el gobierno se había instituído para beneficio de los gobernados y que todo lo que se apartara de ese objeto significaba una usurpación. En todas las épocas de la historia hubo hombres que se atrevieron a proclamar la necesidad de ciertas innovaciones, por lo cual se les tachó de torpes y de sectarios. En realidad, fueron personas de discernimiento superior y comprendieron, aunque a veces en forma rudimentaria, las consecuencias que habrían de surgir de sus principios. Es necesario ahora que los hombres de sano juicio se pronuncien ante este dilema: o bien retroceder francamente, sin reservas, hacia los primitivos principios de tiranía o bien adoptar una posición resueltamente contraria a ella, sin cerrar los ojos de un modo estólido y temeroso ante su infinita serie de consecuencias.

No es menester entrar en una prolija disquisición sobre las diversas clases de aristocracia, pues si los argumentos antes expuestos son válidos, lo son contra todas ellas. La aristocracia puede basar sus prerrogativas en el individuo, como en Polonia, o conferirlas corporativamente a los nobles, como en Venecia. La primera será más tumultuosa y desordenada; la segunda, más ambiciosa, más intolerable y severa. Los magistrados pueden designarse por elección entre los propios miembros de la aristocracia, como en Holanda, o por elección popular, como en la antigua Roma.

La aristocracia de la antigua Roma fue, indiscutiblemente, la más venerable e ilustre que existió en la tierra. No será inoportuno, pues, estudiar en ella el grado de perfección que la aristocracia puede alcanzar. Comprendía en sus instituciones algunos de los beneficios de la democracia, tal como la designación por medio de elección popular de los miembros del senado. Era lógico, pues, que la mayoría de los integrantes de ese cuerpo estuviera dotada de un apreciable grado de capacidad. No ocurría allí lo que es común en las modernas asambleas aristocráticas, donde no es la selección sino la primogenitura la que decide acerca de sus integrantes y donde, en consecuencia, en vano se buscará idoneidad, salvo en los casos de los señores de creación reciente. Como los plebeyos no podían buscar candidatos sino entre los patricios, era natural que los más eminentes talentos pertenecieran a esta clase. A ello contribuía grandemente el hecho de que aquellos monopolizaban la educación liberal y el cultivo de la inteligencia, monopolio que el arte de la imprenta ha venido a destruir completamente. Por consiguiente, casi todas las grandes figuras que dieron brillo a Roma pertenecían a la clase de los patricios, a la del orden ecuestre o a sus dependientes inmediatos. Los plebeyos, a pesar de que, en su condición corporativa, poseyeron durante varios siglos las virtudes de la sinceridad, la intrepidez, el amor a la justicia y al bien público, no pudieron jactarse de que hubiera surgido de su seno uno de esos caracteres humanos que confieren lustre a la especie, excepto en el caso de los dos Gracos. Los patricios, en cambio, ofrecen figuras como Bruto, Valerio, Coriolano, Cincinato, Camilo, Fabricio, Régulo, los Fabios, los Decios, los Escipiones, Lúculo, Marcelo, Catón, Cicerón y muchos otros. Con la visión de tan ilustre pasado, presente siempre en su espíritu, era perfectamente comprensible que los rudos héroes romanos y los últimos mártires ilustres de la República nutrieran sentimientos aristocráticos.

Sin embargo, examinemos imparcialmente esa aristocracia, tan incomparablemente superior a cualquiera otra de los tiempos antiguos o modernos. En la primera República, el pueblo apenas disponía de alguna autoridad, salvo en lo que se refiere a la elección de magistrados; aun en eso la importancia intrínseca de ese derecho era disminuida por las normas que regían para las correspondientes asambleas, que otorgaban la decisión suprema a los miembros de las clases más ricas. Ningún magistrado de relieve podía ser elegido sino entre los patricios. Todos los juicios eran fallados por los patricios y su fallo no tenía apelación. Los patricios emparentaban sólo con miembros de su propia clase, con lo cual llegó a crearse una República de límites rígidos y estrechos, dentro de la gran República nominal, la mayoría de cuyos miembros estaba sometida a una condición de abyecta servidumbre. Lo que justificaba la usurpación en la mente de los usurpadores era la convicción de que la gente del pueblo era esencialmente grosera, ignorante y servil, por lo que no podría asegurarse el imperio del orden y de la justicia sino mediante la decidida supremacía de los nobles. De ese modo, a pesar de lesionar los más vitales intereses de la humanidad, aquéllos se sentían animados por un gran espíritu público y un entusiasmo infinito por la virtud. Pero no dejaban de ser por eso enemigos, realmente, de aquellos intereses humanos esenciales. Nada puede en ese sentido ser más extraordinario que las famosas admoniciones de Apio Claudio, dictadas con una noble grandeza de espíritu, pero animadas al mismo tiempo de una cruel intolerancia. Es realmente penoso comprobar cuánta virtud se ha empleado, a través de las edades, en oponerse a las más justas demandas humanas. Finalmente los patricios, no obstante su enorme superioridad de facultades, se vieron obligados a ceder uno a uno los privilegios a que estaban tan obstinadamente apegados. Antes de llegar a ello no dejaron de emplear los más odiosos medios de coerción y violencia. Todos rivalizaron en la más ruidosa aprobación del vil asesinato de los Gracos. Puede imaginarse hasta qué grado de elevación hubiesen llegado los romanos, que se distinguían por tantas virtudes, de no haber mediado la iniquidad de la usurpación aristocrática. El baldón indeleble de su historia, el afán de conquista, fueron resultado de la misma causa. Sus guerras, a través de los distintos períodos de la República, no fueron sino empresas tramadas por los patricios con el fin de desviar la atención de sus conciudadanos de la contemplación de la realidad esencial, para poner ante sus ojos escenas de devastación y de conquista. Ellos poseían el arte, común a todos los gobernantes, de confundir el espíritu de la multitud, persuadiéndola de que las agresiones menos provocadas se justificaban por una nueva necesidad de defensa.

El principio de aristocracia se funda en una extrema desigualdad de condiciones. Nadie puede ser un miembro útil de la sociedad, a menos que su talento sea empleado de un modo adecuado al bien general. En toda sociedad, los alimentos y los demás medios requeridos para llenar las necesidades generales alcanzan un monto determinado. En toda sociedad, la mayor parte de sus integrantes contribuyen con su esfuerzo personal a la creación de ese conjunto de riquezas. ¿Puede haber algo más razonable que el hecho de que todos participen en el disfrute de las riquezas, con cierto grado de equidad? ¿Hay algo más irritante que la acumulación de la riqueza en pocas manos, en perjuicio inclusive de los medios de subsistencia de la gran mayoría? Puede calcularse que el rey —aun en una pequeña monarquía— recibe como retribución de sus funciones una entrada equivalente al producto del trabajo de cincuenta mil hombres. Partiendo de ahí, tratemos de figurarnos lo que perciben sus consejeros, sus nobles, los ricos comunes que imitan a la nobleza, sus allegados y servidores. ¿Puede extrañar entonces que, en tales países, las capas inferiores de la comunidad se hallen agotadas por la dureza y las penurias de un esfuerzo excesivo? Cuando vemos que toda la riqueza de una provincia es servida en la mesa de un personaje, ¿debe asombramos que los habitantes de esa provincia carezcan de pan para saciar su hambre?

¿Ha de considerarse semejante estado de cosas como la mayor expresión de la sabiduría política? En tales condiciones la verdadera virtud no puede menos que ser excepcionalmente rara. Tanto las clases más altas de la sociedad como las más bajas, estarán sometidas igualmente a la corrupción, debido a lo antinatural de sus respectivas situaciones. Refiriéndonos ahora sólo a la clase superior, ¿no es evidente su tendencia a reducir su capacidad intelectual? La situación que un hombre de sano juicio desearía para sí y para aquellos en cuyo bienestar estuviera interesado, sería de trabajo y descanso alternativos. De trabajo que no agote el organismo y de reposo que no degenere en indolencia. La actividad y la industria serían así estimadas; el cuerpo, mantenido en estado saludable y el espíritu inducido a la meditación y la reflexión. En tales condiciones se desarrollaría la especie humana si la satisfacción de nuestras necesidades fuera hecha en forma equitativa. Por el contrario, ¿puede haber nada más repudiable que el sistema que convierte en bestias de carga a las diecinueve vigésimas partes de la humanidad, que aniquila tanta sabiduría, imposibilita tanta virtud y destruye tanta felicidad?

Podría alegarse, sin embargo, que este razonamiento es extraño al tema de la aristocracia, siendo la desigualdad de condiciones materiales consecuencia inevitable de la institución de la propiedad. Es cierto que muchos males surgen de esta institución, en sus formas más elementales. Pero es verdad también que, sea cual fuera la magnitud de dichos males, son considerablemente agravados por las funciones propias de la aristocracia. Ésta desvía las corrientes de la propiedad de sus cauces naturales y procura concentradas cuidadosamente en pocas manos. La doctrina de la herencia y del mayorazgo, tanto como el enorme volumen de leyes sobre transferencia sucesoria que infestan a todos los países de Europa, fueron creadas con ese exclusivo propósito.

Al mismo tiempo que ha tratado de dificultar la adquisición de una propiedad permanente, la aristocracia ha acrecentado todo lo que pudo los estímulos para tal adquisición. Todos los hombre suelen abrigar afanes de distinción y preeminencia, pero no todos hacen de la riqueza el objeto exclusivo de esos afanes. Muchos procuran satisfacer su deseo de descollar mediante su destreza en un arte, mediante la ciencia, la gracia, el talento, la virtud. Estos motivos de distinción no son perseguidos por sus partidarios con menos tesón que la riqueza por los suyos. La riqueza no constituiría un atractivo tan poderoso para la pasión humana si las instituciones políticas —más que su influencia natural— no la hubieran convertido en el camino consagrado hacia el respeto y los honores.

No puede concebirse aberración más lamentable a ese respecto que la actitud de las personas que viven rodeadas de toda especie de comodi.dades y suelen proclamar que las cosas se hallan bien como están, prorrumpiendo en duras invectivas contra todos los proyectos de reforma, que califican como sueños de visionarios y declamaciones de gente que nunca está satisfecha. ¿Puede considerarse satisfactoria una situación en que la mayor parte de la sociedad se encuentra en medio de una miseria abyecta, vuelta estúpida por la ignorancia, repugnante por sus vicios, viviendo en la desnudez y el hambre, impulsada a la comisión de crímenes y víctima de las despiadadas leyes que los ricos han establecido para oprimirla? ¿Es acaso sedicioso inquirir si tal estado de cosas puede ser reemplazado por otro mejor? ¿Puede haber algo más repudiable para nuestra conciencia que afirmar que todo marcha bien, simplemente porque estamos personalmente a gusto, no obstante la miseria, la degradación y el vicio que hacen presa en los demás?

Hay un argumento al que acuden siempre los defensores de la monarquía y de la aristocracia cuando se les destruyen todos los demás. Es lo que llaman la naturaleza dañina de la democracia. Por imperfectas que sean las instituciones antes nombradas, se han revelado como necesarias, afirman, como ajustes de la imperfecta naturaleza humana. Dejemos que el lector que haya considerado detenidamente las razones expuestas en los capítulos precedentes, decida hasta qué punto es admisible que, en virtud de esas circunstancias, sea nuestro deber someternos a tan compleja serie de males. Examinemos entretanto esa democracia de la cual se ha exhibido uniformemente un cuadro tan alarmante.

Capítulo catorce: Aspectos generales de la democracia

La democracia es un sistema de gobierno dentro del cual todo miembro de la sociedad es considerado exclusivamente como un hombre. En lo que se refiere a una ordenación positiva —si puede llamarse así el reconocimiento del más elemental de los principios—, todo individuo es igual a otro cualquiera. El talento y la riqueza, dondequiera que se manifiesten, no dejarán de ejercer cierta influencia, sin que haya menester de instituciones positivas de la sociedad que secunden su operación.

Pero existen desventajas que parecen ser consecuencia necesaria de la igualdad democrática. Es lógico suponer que en toda colectividad los ignorantes serán más que los sabios y de ahí podría deducirse que la suerte del conjunto estaría a merced de la ignorancia y de la necedad. Es verdad que el ignorante se halla generalmente dispuesto a dejarse guiar por el sabio, pero su propia ignorancia le impedirá discernir acerca del mérito de sus guías. El demagogo astuto y turbulento poseerá con frecuencia mayores posibilidades de impresionar su juicio que el hombre de más puras intenciones, pero de talento menos brillante. Agréguese a esto que el demagogo dispone de un infalible recurso en la explotación de esa debilidad humana consistente en preferir el efímero presente al futuro más substancial. Esto es lo que generalmente se llama jugar con las pasiones humanas. La verdad política ha sido hasta ahora un enigma que los más grandes ingenios no han podido resolver. ¿Puede admitirse que la ignara multitud será capaz de resistir la hábil sofistería y la elocuencia cautivadora que se empleará para confundida? ¿No ocurrirá a menudo que los esquemas propuestos por los agitadores ambiciosos poseerán más atracción venal que el proyecto sobrio y severo que el estadista apto será incapaz de compensar?

Una de las causas más fecundas de felicidad humana consiste en la vigencia estable y segura de ciertos inalterables principios establecidos. Pero precisamente la fluctuación y la inconstancia constituyen rasgos característicos de la democracia. Sólo el filósofo que ha meditado profundamente acerca de los principios, se mantiene inflexible en su adhesión a ellos. La mayoría de los hombres, que jamás han ordenado sistemáticamente sus reflexiones, se hallan a merced de impulsos momentáneos, propensos a ser arrastrados por cualquier corriente ocasional. Esta inconstancia constituye justamente el reverso de toda idea de justicia política.

Esto no es todo. La democracia es como un enorme barco sin timón, lanzado sin lastre al mar de las pasiones humanas. La libertad en su forma ilimitada se halla en peligro de perderse apenas es obtenida. El individuo ambicioso no halla en ese sistema de relaciones humanas ningún freno a sus deseos. Sólo debe deslumbrar y engañar a la multitud para alcanzar el poder absoluto.

Otra consecuencia funesta surge de esta circunstancia. La masa, consciente de su debilidad, vivirá en un estado de constante inquietud y suspicacia, precisamente en relación con su amor a la libertad y a la igualdad. ¿Hay alguien que haya revelado virtudes excepcionales o prestado servicios eminentes a la patria? Se le atribuirán inmediatamente secretas aspiraciones a la tiranía. Circunstancias diversas vendrán a secundar esta acusación; la tendencia general a lo novedoso, la incapacidad de la masa para comprender el carácter y los móviles de los hombres que están muy por encima de ella. A semejanza de los atenienses, se cansará pronto de oír llamar justo a Arístides. De tal modo, el mérito será con frecuencia víctima de la ignorancia y la envidia. Todo lo que sea noble y elevado, lo más sublime que la mente humana en su mayor grado de perfección haya podido concebir, será aplastado por la turbulencia de las pasiones desenfrenadas y las imposiciones de una salvaje insensatez.

Si semejante cuadro debiera realizarse necesariamente donde se aplicasen los principios democráticos, la suerte de la humanidad sería harto infortunada. No puede concebirse forma alguna de gobierno que no participe de la monarquía, de la aristocracia o de la democracia. Hemos examinado ampliamente las dos primeras y creemos imposible que puedan caer sobre la humanidad males más grandes o más inveterados que los que le son infligidos por ambos sistemas. No puede haber injusticia, vicio y degradación que superen las inevitables consecuencias de los principios sobre los cuales se asientan dichos sistemas. Por consiguiente, si con diversos argumentos pudiera demostrarse que la democracia se halla al mismo nivel que aquellas monstruosas instituciones, donde no existe lugar para la razón y la justicia, las perspectivas de la futura dicha de la humanidad serían ciertamente deplorables.

Pero no es verdad que así sea. Suponiendo que debamos aceptar la democracia con todas las desventajas que le han atribuído y que no fuera posible hallar remedio para alguno de sus defectos, ella será siempre preferible a los demás sistemas. Tomemos el caso de Atenas, con su inestabilidad y turbulencia; con las tiranías benignas y populares de Pisístrato y de Pericles; con su monstruoso ostracismo, mediante el cual se solía desterrar, con evidente injusticia, a eminentes ciudadanos que no habían cometido delito alguno; con la prisión de Milcíades, el destierro de Arístides, el asesinato de Foción; aun con todos estos errores, es indiscutible que Atenas ofreció un conjunto más envidiable e ilustre que todas las monarquías y aristocracias que jamás hayan existido. ¿Quién ha de rechazar el noble amor a la independencia y a la virtud, por el hecho de que fue acompañado por algunas irregularidades? ¿Quién ha de condenar sin atenuantes el pensamiento profundo, el agudo ingenio y los nobles sentimientos, porque algunas veces dieron lugar a impetuosidades y excesos? ¿Habremos de comparar a un pueblo que ha realizado tan magníficas proezas, de tan exquisito refinamiento, alegre sin insensibilidad, espléndido sin intemperancia, de cuyo seno han surgido los más grandes poetas, los más nobles artistas, los más perfectos oradores y escritores políticos y los filósofos más desinteresados que el mundo ha conocido; habremos de comparar esa magnífica sed de patriotismo, de independencia y virtud generosa, con los torpes y mezquinos dominios de las monarquías y las aristocracias? No todo lo que parece quietud equivale a felicidad. Es preferible cierta fluctuación y turbulencia a esa tranquilidad malsana, ajena a la virtud.

Uno de los más flagrantes motivos de error en el juicio que generalmente se háce de la democracia, consiste en considerar a los hombres tales como la monarquía y la aristocracia los han forjado y en juzgar en tal condición acerca de su capacidad de gobernarse a sí mismos. Aristocracia y monarquía no serían tan grandes males si su tendencia esencial no fuera la de minar la virtud y el entendimiento de sus súbditos. Es indispensable suprimir las trabas que impiden el vuelo natural del pensamiento. Fe implícita, ciega sumisión a la autoridad, vacilación pusilánime, desconfianza en la propia fuerza, subestimación de la personalidad y de los altos designios que somos capaces de realizar, he ahí los principales obstáculos que se oponen al perfeccionamiento humano. La democracia restablece en el hombre la conciencia de su propio valor, le enseña a superar la opresión y la autoridad para seguir tan sólo los dictados de la razón; le habilita para tratar a los demás hombres como semejantes, a considerarlos como hermanos a quienes debe prestar ayuda y no como a enemigos contra los cuales hay que estar perpetuamente en guardia. Cuando el ciudadano de un Estado democrático observa la miserable opresión y la injusticia que reinan en los países que lo rodean, no puede menos que sentir una profunda satisfacción por las ventajas de que disfruta y una disposición inquebrantable para defenderlas ante cualquier eventualidad. La influencia que ejerce la democracia sobre los sentimientos de sus integrantes es de carácter negativo, pero sus consecuencias son de valor inestimable. Nada más fuera de razón que discutir acerca de los hombres tales como hoy los encontramos, en relación con lo que podrán ser en el futuro. Un razonamiento rígido y sumario, en lugar de impresionarnos por las grandes realizaciones de Atenas, nos haría extrañar de que contenga tantas imperfecciones.

El camino hacia la perfección humana es en extremo sencillo. Consiste en hablar y actuar de acuerdo con la verdad. Si los atenienses lo hubieran seguido en mayor grado, no habrían incurrido en ciertos flagrantes errores. Proclamar la verdad, sin reservas, en todos los casos; administrar justicia sin parcialidad, son normas que, una vez adoptadas, demuestran que son las más fecundas. Iluminan la inteligencia, dan vigor al juicio y quitan a la falsedad su plausible apariencia. En Atenas los ciudadanos solían ser deslumbrados por la ostentación y el esplendor. Si pudiera descubrirse qué principio erróneo de sus instituciones los indujo a incurrir en tal debilidad; si fuera posible concebir una forma de sociedad en la cual los hombres se habituaran a juzgar de modo sobrio y preciso, a ejercitarse en la práctica de la verdad y la sencillez, perdería entonces la democracia los rasgos de turbulencia, de veleidad e inestabilidad que la han caracterizado muy a menudo. Nada puede ser más seguro que la omnipotencia de la verdad, es decir la estrecha conexión entre el juicio y la conducta exterior. Si la ciencia es susceptible de indefinido progreso, los hombres han de ser también capaces de progresar indefinidamente en sabiduría práctica y en justicia. Una vez establecido el principio de la perfectibilidad del hombre, habrá de admitirse necesariamente que nos encaminamos hacia un estado de cosas en que la verdad será una realidad demasiado visible para ser tergiversada y la justicia un hecho práctico que no será fácilmente contrarrestado. No vemos razón para pensar que semejante estado de cosas sea tan distante como pudiera creerse de inmediato. El error debe principalmente su predominio a las instituciones sociales. Si permitimos el libre desarrollo del espíritu humano, sin tratar de imponerle ninguna clase de regulaciones políticas, la humanidad alcanzará el imperio de la verdad en plazo no lejano. El conflicto entre la verdad y el error es de por sí demasiado desigual para la primera para tener necesidad de sostenerla por un aliado político. Cuanto más se revele la verdad, en lo que atañe al hombre dentro de la convivencia social, tanto más simple y evidente aparecerá ante nuestro juicio. Y sólo podrá explicarse que haya permanecido oculta durante tanto tiempo, por el pernicioso influjo de las instituciones positivas.

Hay otra observación señalada a menudo para explicar los defectos de las antiguas democracias, la que merece nuestra atención. Los antiguos no estaban familiarizados con la idea de las asambleas de delegados o representantes. Es razonable suponer que los mismos problemas que en tales asambleas podrían ser resueltos dentro del mayor orden, fueran susceptibles de provocar gran confusión y tumulto si se sometían a la discusión del conjunto de los ciudadanos.[58] Mediante ese acertado recurso pueden asegurarse los pretendidos beneficios de la aristocracia junto con los reales beneficios de la democracia. La dilucidación de los problemas nacionales habría de ser conferida a personas de superior educación y juicio, las que además de ser intérpretes autorizadas del sentir de sus comitentes, dispondrían también de la facultad de actuar en nombre de ellas en determinados casos, del mismo modo que los padres iletrados delegan la autoridad sobre sus hijos en maestros que poseen mayor ilustración. Esta idea, en sus justos límites, puede contar con nuestra aprobación, siempre que el elector tenga el tino de ejercitar constantemente su propio pensamiento ante los problemas políticos que le atañen, haciendo uso de la facultad de censura sobre sus representantes y siempre que pueda retirarles el mandato, cuando halle que no lo interpreten debidamente, para transferir su delegación a otro.

El verdadero valor del sistema representativo reside en lo que a continuación se expone. No hay motivo para dudar que los hombres, ya sea actúando directamente o por medio de sus representantes, logren finalmente resolver las cuestiones sometidas a su consideración, con buen discernimiento y calma, siempre que la imperfección de las instituciones políticas no opongan obstáculos en su camino. Este es el principio en el cual el verdadero filósofo se afirmará con la mayor satisfacción. Si resultara que el sistema representativo y no las asambleas populares constituye el régimen más razonable, es indudable que cualquier error que en esta cuestión previa se cometiera, habrá de producir asimismo errores en la práctica de dicho sistema. No podemos dar un paso en falso sin exponernos a incurrir en toda una serie de equivocaciones, sufriendo las malas consecuencias que de ello habrían de dimanar.

Tales son los rasgos generales del gobierno democrático. Pero se trata de una cuestión demasiado importante para abandonarla sin el más cuidadoso examen de cuanto pudiera contribuir a formar nuestro juicio sobre la misma. Procederemos a considerar otras objeciones que han sido opuestas contra esa forma de gobierno.

Capítulo quince: De la impostura política

Todos los argumentos que se emplean para impugnar la democracia, parten de una misma raíz: la supuesta necesidad del prejuicio y el engaño para reprimir la natural turbulencia de las pasiones humanas. Sin la admisión previa de tal premisa, aquellos argumentos no podrían sostenerse un momento. Nuestra respuesta inmediata y directa podría ser ésta: ¿Son acaso los reyes y señores esencialmente mejores y más juiciosos que sus humildes súbditos? ¿Puede haber alguna base sólida de distinción, excepto lo que se funda en el mérito personal? ¿No son los hombres objetiva y estrictamente iguales, salvo en aquello en que los distinguen sus cualidades particulares e inalterables? A lo cual nuestros contrincantes podrán replicar a su vez: Tal sería efectivamente el orden de la razón y de la verdad absoluta, pero la felicidad colectiva requiere el establecimiento de distinciones artificiales. Sin la amenaza y el engaño no podría reprimirse la violencia de las pasiones. Veamos el valor que contiene esta teoría; y lo ilustraremos del mejor modo por un ejemplo.

Muchos teólogos y políticos han reconocido que la doctrina según la cual los hombres serán eternamente atormentados en el otro mundo, a causa de los errores y pecados cometidos en éste, es absurda e irrazonable en sí misma, pero es necesaria para infundir saludable temor a los hombres. ¿No vemos acaso —dicen— que a pesar de tan terribles amenazas, el mundo está invadido por el mal? ¿Qué sucedería, pues, si las malas pasiones de los hombres estuvieran libres de sus actuales frenos y si no tuvieran constantemente ante sus ojos la visión de la retribución futura?

Semejante doctrina se funda en un extraño desconocimiento de las enseñanzas de la historia y de la experiencia, así como de los dictados de la razón. Los antiguos griegos y romanos no conocían nada semejante a ese terrorífico aparato de torturas, de azufre y fuego, cuya humareda se eleva hasta el infinito. Su religión era menos política que personal. Consideraban a los dioses como protectores del Estado, lo cual les comunicaba invencible coraje. En épocas de calamidad pública, realizaban sacrificios expiatorios, a fin de calmar el enojo de los dioses. Se suponía que la atención de estos seres extraordinarios estaba concentrada en el ceremonial religioso y se preocupaban poco de las virtudes o defectos morales de sus creyentes, cuyos actos eran regulados por la convicción de que su mayor o menor felicidad dependía del grado de virtud contenida en la propia conducta. Si bien su religión comprendía la doctrina de una existencia futura, en cambio atribuía muy poca relación entre la conducta moral de los individuos en su vida presente y la suerte que les reservaba la vida futura. Lo mismo ocurría con las religiones de los persas, los egipcios, los celtas, los judíos y con todas las demás creencias que no proceden del cristianismo. Si tuviéramos que juzgar a esos pueblos de acuerdo con la doctrina arriba indicada, habríamos de suponer que cada uno de sus miembros procuraba degollar a su vecino y que perpetraba horrores sin medida ni remordimiento. En realidad, esos pueblos eran tan amigos del orden de la sociedad y de las leyes del gobierno como aquellos otros cuya imaginación fue aterrorizada por las amenazas de la futura retribución, y algunos de ellos fueron más generosos, más decididos y estuvieron más dispuestos al bien público.

Nada puede ser más contrario a una justa estimación de la naturaleza humana que el suponer que mediante esos dogmas especulativos podría lograrse que los hombres fuesen más virtuosos de lo que serían sin la existencia de tales dogmas. Los seres humanos se hallan en medio de un orden de cosas cuyas partes integrantes están estrechamente relacionadas, constituyendo un todo armónico en virtud del cual se hacen inteligibles y asequibles al espíritu. El respeto que yo obtengo y el goce de que disfruto por la conservación de mi existencia, son realidades que mi conciencia capta plenamente. Comprendo el valor de la abundancia, de la libertad, de la verdad, para mí y para mis semejantes. Comprendo que esos bienes y la conducta conforme con ellos se hallan vinculados al sistema del mundo visible y no a la interposición sobrenatural de un invisible demiurgo. Todo cuanto se me diga acerca de un mundo futuro, un mundo extraterreno de espíritus o de cuerpos glorificados, donde los actos son de orden espiritual, donde es preciso someterse a la percepción inmediata, donde el espíritu, condenado a eterna inactividad, será presa de eterno remordimiento y sufrirá los sarcasmos de los demonios, todo cuanto se me diga acerca de ello será tan extraño al orden de cosas del cual tengo conciencia que mi mente tratará en vano de creerlo o de comprenderlo. Si doctrinas de esa índole embargan la conciencia de alguien, no será ciertamente la de los violentos, de los desalmados y los díscolos, sino la de los seres pacíficos y modestos, a quienes inducen a someterse pasivamente al rigor del despotismo y de la injusticia, a fin de que su mansedumbre sea recompensada en el más allá.

Esta observación es igualmente aplicable a cualquier otra forma de engaño colectivo. Las fábulas pueden agradar a nuestra imaginación, pero jamás podrán ocupar el lugar que corresponde al recto juicio y a la razón, como guía de la conducta humana. Veamos ahora otro caso.

Sostiene Rousseau en su tratado del Contrato social que ningún legislador podrá jamás establecer un gran sistema político, sin recurrir a la impostura religiosa. Lograr que un pueblo que aún no ha comprendido los principios de la ciencia política, admita las consecuencias prácticas que de aquéllos se desprenden, equivale a convertir el efecto de la civilización en causa de la misma. Así, pues, el legislador no debe emplear la fuerza ni el raciocinio; deberá, por consiguiente, recurrir a una autoridad de otra especie, que le permita arrastrar a los hombres sin violencia y persuadir sin convencer.[59]

He ahí los sueños de una imaginación fértil, ocupada en erigir sistemas imaginarios. Para una mente racional, menguados beneficios cabe esperar como consecuencia de sistemas basados en principios tan erróneos. Aterrorizar a los hombres a fin de hacerles aceptar un orden de cosas cuya razón intrínseca son incapaces de comprender, es ciertamente un medio muy extraño de lograr que sean sobrios, juiciosos, intrépidos y felices.

En realidad, ningún gran sistema político fue jamás establecido del modo que Rousseau pretende. Licurgo obtuvo, como aquel observa, la sanción del oráculo de Delfos para la constitución que elaboró. ¿Pero acaso fue mediante una invocación a Apolo como logró convencer a los espartanos a que renunciasen al uso de la moneda, a que consintieran en un reparto igualitario de las tierras y adoptaran muchas otras leyes contrarias a sus prejuicios? No. Fue apelando a su comprensión, a través de un largo debate en que triunfó la inflexible determinación y el coraje del legislador. Cuando el debate hubo concluído, Licurgo creyó conveniente obtener la sanción del oráculo, considerando que no debía menospreciar medio alguno que permitiera afianzar los beneficios que había otorgado a sus conciudadanos. Es imposible inducir a una colectividad a que adopte un sistema determinado, sin convencer antes a sus miembros de que ello redunda en su beneficio. Difícilmente puede concebirse una sociedad de seres tan torpes que acepten un código sin preguntarse si es justo, sabio o razonable, por el solo motivo de que les haya sido conferido por los dioses. El único modo razonable e infinitamente más eficaz de cambiar las instituciones que rigen a un pueblo, es el de crear en el seno del mismo una firme opinión acerca de las insuficiencias y errores que dichas instituciones contienen.

Pero, si fuera realmente imposible inducir a los hombres a que adopten un sistema determinado, empleando como argumento esencial la bondad intrínseca del mismo, ¿a qué otros medios habrá de acudir el que anhele promover el mejoramiento de los hombres? ¿Habrá de enseñarles a razonar de un modo justo o erróneo? ¿Atrofiará su mente con engaños o tratará de inculcarles la verdad? ¿Cuántos y cuán nocivos artificios serán necesarios para lograr engañarlos con éxito? No sólo deberemos detener su raciocinio en el presente, sino que habrá que procurar inhibido para siempre. Si los hombres son mantenidos hoy en el buen camino mediante el engaño, ¿qué habrá de suceder mañana, cuando, por intervención de algún factor accidental, el engaño se desvanezca? Los descubrimientos no son siempre el fruto de investigaciones sistemáticas, sino que suelen efectuarse por algún esfuerzo solitario y fortuito o surgir gracias al advenimiento de algún luminoso rayo de razón, en tanto la realidad ambiente permanece inalterada. Si imponemos la mentira desde un principio y luego queremos mantenerla incólume en forma permanente, tendremos que emplear métodos penales, censura de la prensa y una cantidad de mercenarios al servicio de la falsedad y de la impostura. ¡Admirables medios de propagar la virtud y la sabiduría!

Hay otro caso semejante al citado por Rousseau, sobre el cual los escritores políticos suelen hacer hincapié. La obediencia —dicen— sólo puede ser obtenida por la persuasión o por la fuerza. Debemos aprovechar sabiamente los prejuicios y la ignorancia de los hombres; debemos explotar sus temores para mantener el orden social o bien hacerlo solamente mediante el rigor del castigo. Para evitar la penosa necesidad que esto último significa, debemos investir cuidadosamente a la autoridad de una especie de prestigio mágico. Los ciudadanos deben servir a su patria, no con el frío acatamiento de quien pesa y mide sus deberes, sino con un entusiasmo desbordante que hace de la fidelidad sumisa un equivalente del honor. No debe hablarse con ligereza de los jefes y gobernantes. Ellos deben ser considerados, al margen de su condición individual, como rodeados de una aureola sagrada, la que emana de la función que desempeñan. Se les debe rodear de esplendor y veneración. Es preciso sacar provecho de las debilidades de los hombres. Hay que gobernar su juicio a través de sus sentidos, sin permitir que deriven conclusiones de los vacilantes dictados de una razón inmadura.[60]

Se trata, como puede verse, del mismo argumento bajo otra forma. Tiénese por admitido que la razón es incapaz de enseñarnos el camino del deber. Por consiguiente, se aconseja el empleo de un mecanismo equívoco, que puede usarse igualmente al servicio de la justicia y de la injusticia, pero que estará más en su lugar, indudablemente, sirviendo a la segunda. Pues es la injusticia la que más necesita el apoyo de la superstición y del misterio y la que saldrá ganando con el método impositivo. Esa doctrina parte de la concepción que los jóvenes suelen atribuir a sus padres y maestros. Se basa en la afirmación de que los hombres deben ser matenidos en la ignorancia. Si conocieran el vicio, lo amarían demasiado; si experimentaran los encantos del error, no querrán volver jamás a la sencillez y a la verdad. Por extraño que ello parezca, argumentos tan descarados e inconsistentes han sido el fundamento de una doctrina que goza de general aceptación. Ella ha inculcado a muchos políticos la creencia de que el pueblo no podrá jamás resurgir con vigor y pureza, una vez que, como suele decirse, haya caído en la decrepitud.

¿Es acaso verdad que no existe alternativa entre la impostura y la coacción implacable? ¿Es que nuestro sentido del deber no contiene estímulos inherentes al mismo? ¿Quién ha de tener más interés en que seamos sobrios y virtuosos que nosotros mismos? Las instituciones políticas, como se ha demostrado ampliamente en el curso de este libro y como se demostrará aun más adelante, han constituído, con harta frecuencia, incitaciones al error y al vicio, bajo mil formas distintas. Sería conveniente que los legisladores, en lugar de inventar nuevos engaños y artificios, con el objeto de llevarnos al cumplimiento de nuestro deber, procuraran eliminar las imposturas que actualmente corrompen los corazones, engendrando al mismo tiempo necesidades ficticias y una miseria real. Habrá menos maldad en un sistema basado en la verdad sin tapujos, que en aquel donde al final de toda perspectiva se erige una horca (Reflexiones, de Burke).

¿Para qué habéis de engañarme? Lo que me pedís puede ser justo o puede no serlo. Las razones que justifican vuestra demanda pueden no ser suficientes. Si se trata de razones plausibles, ¿por qué no habrán de ser ellas las que dirijan mi espíritu? ¿Seré acaso mejor cuando sea gobernado por artificios e imposturas carentes en absoluto de valor? ¿O, por el contrario, lo seré cuando mi pensamiento se expanda y vigorice, en contacto permanente con la verdad? Si las razones de lo que me demandáis no son suficientes, ¿por qué habría yo de cumplirlo?

Hay motivos de sobra para suponer que las leyes que no se fundamentan en razones equitativas, tienen por objeto beneficiar a unos pocos, en detrimento de la gran mayoría. La impostura política fue creada, sin duda, por aquellos que ansiaban obtener ventajas para ellos mismos y no contribuir al bienestar de la humanidad. Lo que exigís de mí, sólo es justo en tanto que es razonable. ¿Por qué tratáis de persuadirme de que es más justo de lo que es en realidad o de aducir razones que la verdad rechaza? ¿Por qué dividir a los hombres en dos clases, la una con la misión de pensar y razonar y la otra con el deber de acatar ciegamente las conclusiones de la primera? Tal diferenciación es extraña a la naturaleza de las cosas. No existen tantas diferencias naturales entre hombre y hombre, como suele creerse. Las razones que nos inducen a preferir la virtud al vicio no son abstrusas ni complicadas. Cuanto menos se las desvirtúe mediante la arbitraria interferencia de las instituciones políticas, más fácilmente asequibles se harán al entendimiento común y con más eficacia regirán el juicio de todos los hombres.

Aquella distinción no es menos nociva que infundada. Las dos clases que surgen de ella, vienen a ser, respectivamente, superior e inferior al hombre medio. Es esperar demasiado de la clase superior, a la que se confiere un monopolio antinatural, que lo emplee precisamente en bien del conjunto. Es inicuo obligar a la clase inferior a que jamás ejercite su inteligencia, a que jamás trate de penetrar en la esencia de las cosas, acatando siempre engañosas apariencias. Es inicuo que se le prive del conocimiento de la verdad elemental y que se procure perpetuar sus infantiles errores. Vendrá un tiempo en que las ficciones serán disipadas, en que las imposturas de la monarquía y de la aristocracia perderán su fundamento. Sobrevendrán entonces cambios auspiciosos, si difundimos hoy honestamente la verdad, seguros de que el espíritu de los hombres habrá madurado suficientemente para realizar los cambios en relación directa con la comprensión de la teoría que les excita a exigirlos.

Capítulo dieciséis: De las causas de la guerra

Además de las objeciones que se han opuesto contra el sistema democrático, referentes a su gestión de los asuntos internos de una nación, se han presentado, con especial vehemencia, otras que atañen a las relaciones de un Estado con potencias extranjeras; a las cuestiones de la guerra y de la paz, de los tratados de comercio y de alianza.

Existe ciertamente en ese sentido una gran diferencia entre el sistema democrático y los sistemas que le son opuestos. Difícilmente podrá señalarse una sola guerra en la historia que no haya sido originada de un modo o de otro por una de esas formas de privilegio político que representan la monarquía y la aristocracia. Se trata aquí de un artículo adicional en la enumeración de males que ya hemos citado y que son el resultado de dichos sistemas. Un mal cuya tremenda gravedad sería vano empeño exagerar.

¿Cuáles podrían ser los motivos de conflicto entre Estados en los que ni los individuos ni los grupos tuvieran incentivos para la acumulación de privilegios a costa de sus semejantes? Un pueblo regido por el sistema de la igualdad, hallaría la satisfacción de todas sus necesidades, desde el momento que dispondría de los medios para lograrlo. ¿Con qué objeto habría de ambicionar mayor territorio y riqueza? Éstos perderían su valor por el mismo hecho de convertirse en propiedad común. Nadie puede cultivar más que cierta parcela de tierra. El dinero es signo del valor, pero no constituye un valor en sí. Si cada miembro de la sociedad dispusiera de doble cantidad de dinero, los alimentos y demás medios necesarios a la existencia adquirirían el doble de su valor y la situación relativa de cada individuo sería exactamente la misma que había sido antes. La guerra y la conquista no pueden beneficiar a ninguna comunidad. Su tendencia natural consiste en elevar a unos pocos en detrimento de los demás y, en consecuencia, no serán emprendidas sino allí donde la gran mayoría es instrumento de una minoria. Pero eso no puede suceder en una democracia, a menos que ésta sólo sea tal de nombre. La guerra de agresión se habría eliminado, si se establecieran métodos adecuados para mantener la forma democrática de gobierno en estado de pureza o si el perfeccionamiento del espíritu y del intelecto humano pudiera hacer prevalecer siemprela verdad sobre la mentira. La aristocracia y la monarquía, en cambio, tienden a la agresión, porque ésta constituye la esencia de su propia naturaleza.[61]

Sin embargo, aunque el espíritu de la democracia sea incompatiblecon el principio de guerra ofensiva, puede ocurrir que un Estado democrático limite con otro cuyo régimen interior sea mucho menos igualitario. Veamos, pues, cuáles son las supuestas desventajas que resultarían para la democracia en caso de producirse un conflicto. La única especie de guerra que aquélla puede consecuentemente aceptar, es la que tuviera por objeto rechazar una invasión brutal. Esas invasiones serán probablemente poco frecuentes. ¿Con qué objeto habría de atacar un Estado corrompido a otro país que no tiene con él ningún rasgo común susceptible de crear un conflicto y cuya propia forma de gobierno constituye la mejor garantía de neutralidad y ausencia de propósitos agresivos? Agrégueseque este Estado, que no ofrece provocación alguna, habría de ser, sin embargo, un irreductible adversario para quienes osaran atacado, a pesar de ello.

Uno de los principios esenciales de la justicia política es diametralmente opuesto al que patriotas e impostores han propiciado de consuno. Amad a la patria. Sumergid la existencia personal de los individuos dentro del ser colectivo. Procurad la riqueza, la prosperidad y la gloria de la nación, sacrificando, si fuera menester, el bienestar de los individuos que la integran. Purificad vuestro espíritu de las groseras impresiones de los sentidos, para elevado a la contemplación del individuo abstracto, del cual los hombres reales son manifestaciones aisladas que sólo valen según la función que desempeñan en la sociedad.[62]

Las enseñanzas de la razón en este punto llevan a conclusiones totalmente opuestas. La sociedad es un ente abstracto y, como tal, no puede merecer especial consideración. La riqueza, la prosperidad y la gloria del ente colectivo son quimeras absurdas. Utilicemos todos los medios posibles para beneficiar al hombre real en sus diversas manifestaciones, pero no nos dejemos engañar por la especiosa teoría que pretende someternos a un organismo abstracto ante el cual el individuo carece de todo valor. La sociedad no fue creada para alcanzar la gloria ni para suministrar material brillante a los historiadores, sino simplemente para beneficiar a los individuos que la integran. El amor a la patria, estrictamente hablando, es otra de las engañosas ilusiones creadas por los impostores, con el objeto de convertir a la multitud en instrumentos ciegos de sus aviesos designios.

Sin embargo, cuidémonos de caer de un extremo en otro. Mucho de lo que generalmente se entiende por amor a la patria, es altamente estimable y meritorio, si bien ha de ser difícil precisar el valor exacto de la expresión. Un hombre sensato jamás dejará de ser partidario de la libertad y la igualdad. Por consiguiente, se esforzará por acudir en su defensa, dondequiera las encuentre. No puede permanecer indiferente cuando está en juego su propia libertad y la de aquellos que lo rodean y a quienes estima. Su adhesión tiene entonces por objeto una causa y no un país determinado. Su patria estará dondequiera que haya hombres capaces de comprender y de afirmar la justicia política. Y donde mejor pueda contribuir a la difusión de ese principio y a servir la causa de la felicidad humana. No habrá de desear para ningún país beneficio superior al de la justicia.

Apliquemos ese punto de vista al problema de la guerra. Pero tratemos de puntualizar antes la exacta significación de este término.

El gobierno fue instituído debido a que los hombres se sentían propensos al mal y temían que la justicia fuera pervertida por individuos sin escrúpulos en beneficio de los mismos. Siendo las naciones susceptibles de caer en idéntica debilidad y no encontrando un árbitro a quien acudir en casos de conflicto, surgió la guerra. Los hombres fueron inducidos a arrebatarse la vida mutuamente y a resolver las controversias que surgían entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y de la justicia, sino según el mayor éxito que cada bando pudiera obtener, en actos de devastación y asesinato. Es indudable que al comienzo se debió eso a los arrebatos de la exasperación y de la ira. Pero más tarde la guerra se convirtió en un oficio. Una parte de la nación paga a la otra con el objeto de que mate o se haga matar en su lugar. Y las causas más triviales, los impulsos más irreflexivos de la ambición han sido a menudo suficientes para inundar de sangre provincias enteras.

No podemos formarnos una idea adecuada del mal de la guerra, sin contemplar, aunque sólo sea con la imaginación, un campo de batalla. He ahí a hombres que se aniquilan mutuamente por millares, sin albergar resentimientos entre sí y hasta sin conocerse. Una vasta llanura es sembrada de muerte y destrucción en sus variadas formas. Las ciudades son pasto del incendio. Las naves son hundidas o estallan, arrojando miembros humanos en todas direcciones. Los campos quedan arrasados. Mujeres y niños son expuestos a los más brutales atropellos, al hambre y a la desnudez. Demás está recordar que, junto con ese horror, que necesariamente ha de producir una subversión total de los conceptos de moralidad y justicia en los actores y espectadores, son inmensas las riquezas que se malgastan, arrancándolas en forma de impuestos a todos los habitantes del país con el objeto de costear tanta destrucción.

Después de contemplar este cuadro, aventurémonos a inquirir cuáles son las justificaciones y las reglas de la guerra.

No constituye una razón justificable la que se expresa diciendo que suponemos que nuestro propio pueblo se hará más noble y metódico si hallamos un vecino con quien combatir, lo que servirá además de piedra de toque para probar la capacidad y las disposiciones de nuestros conciudadanos.[63] No tenemos derecho a emplear a modo de experimento el más complicado y atroz de todos los males.

Tampoco es justificación suficiente la afirmación de que hemos sido objeto de numerosas afrentas; déspotas extranjeros se han complacido en humillar a ciudadanos de nuestra querida patria cuando visitaron sus dominios. Los gobiernos deben limitarse a proteger la tranquilidad de quienes residen dentro del radio de su jurisdicción. Pero si los ciudadanos desean visitar países extranjeros, deben hacerlo bajo su propia responsabilidad y confiando en el sentido general de la justicia. Es preciso contemplar, además, la proporción que media entre el mal del cual nos quejamos y los males infinitamente mayores que inevitablemente resultarán del remedio que proponemos para combatirlo.

No es razón justificable la afirmación de que nuestro vecino amenaza o se prepara para agredirnos. Si a nuestra vez nos disponemos a la guerra, el peligro se habrá duplicado. Además, ¿puede creerse que un Estado despótico sea capaz de realizar mayores esfuerzos que un país libre, cuando éste se encuentre ante la necesidad de la indispensable defensa?

En algunas ocasiones se ha considerado como razonamiento justo el siguiente: No debemos ceder en cuestiones que en sí mismas pueden ser de escaso valor, pues la disposición á ceder incita a plantear nuevas exigencias a la parte contraria.[64] Muy por el contrario; un pueblo que no está dispuesto a lanzarse a la lucha por cosas insignificantes; que mantiene una línea de conducta de serena justicia y que es capaz de entrar en acción, cuando sea realmente imprescindible, es un pueblo al cual sus vecinos respetarán y no se dispondrán fácilmente a Ilevarle hasta los últimos extremos.

La vindicación del honor nacional es otro motivo insuficiente para justificar la guerra. El verdadero honor sólo se halla en el derecho y la justicia. Es cosa discutible hasta dónde la reputación personal en asuntos contingentes puede ser un factor decisivo para la regulación de la conducta del individuo. Pero sea cual fuera la opinión que se sustente al respecto, jamás puede considerarse el concepto de reputación colectiva como justificativo de conflictos entre naciones. En casos particulares puede ocurrir que una persona haya sido tan mal comprendida o calumniada que resulten vanos todos sus esfuerzos por rehabilitarse ante los demás, pero esto no puede ocurrir cuando se trata de naciones. La verdadera historia de éstas no puede ser suprimida ni fácilmente alterada. El sentido de utilidad social y de espíritu público se expresan en la forma de relaciones que rigen entre los miembros de una nación, y la influencia que ésta pueda ejercer sobre naciones vecinas depende en gran parte de su régimen interno. La cuestión relativa a las justificaciones de la guerra no ofrecería muchas dificultades si nos habituáramos a que cada término evocara en nuestra mente el objeto preciso que a dicho término corresponda.

Estrictamente hablando, sólo puede haber dos motivos justos de guerra y uno de ellos es prescrito por la lógica de los soberanos y por lo que se ha denominado la ley de las naciones. Nos referimos a la defensa de nuestra propia libertad y de la libertad de otros. Es bien conocida, en ese sentido, la objeción de que ningún pueblo debe interferir en las cuestiones internas de otro pueblo. Debemos ciertamente extrañamos que máxima tan absurda sea aún mantenida. El principio justo, tras el cual se ha introducido esa máxima errónea, es que ningún pueblo, como ningún individuo, puede merecer la posesión de un bien determinado en tanto no comprenda el valor del mismo y no desee conservarlo. Sería una empresa descabellada la de obligar por la fuerza a un pueblo a ser libre. Pero cuando este pueblo anhela la libertad, la virtud y el deber ordenan ayudarle a conquistarla. Este principio es susceptible de ser tergiversado por individuos ambiciosos e intrigantes. No por eso deja de ser estrictamente justo, pues el mismo motivo que me induce a defender la libertad en mi propio país, es igualmente válido respecto a la libertad de cualquiera otro, dentro de los límites que los hechos y la posibilidad material imponen. Pues la moral que debe gobernar la conducta de los individuos y la de las naciones es substancialmente la misma.[65]

Capítulo veintiuno: De la composición del gobierno

Uno de los extremos sobre el que insisten con mayor vehemencia los partidarios de la complejidad en las instituciones políticas, es el relativo a la presunta necesidad de un freno que impida el empleo de métodos precipitados, a fin de impedir que el régimen bajo el cual los hombres han vivido hasta ahora con tranquilidad, sea transformado sin madura reflexión. Queremos suponer que los males de la monarquía y de la aristocracia son ya demasiado notorios para que un investigador honesto busque soluciones dentro de esos sistemas. Es posible, no obstante, alcanzar ese fin, sin necesidad de instituir órdenes privilegiados. Los representantes del pueblo pueden ser distribuídos, por ejemplo, en dos cuerpos, debiendo ser elegidos con la previa finalidad de constituir una cámara alta y una cámara baja, para lo cual han de distinguirse por medio de determinadas calificaciones relativas a su edad o fortuna; o bien ser elegidos por un mayor o menor número de electores o por un mayor o menor término en la duración de su respectivo mandato.

Existe, sin duda, un remedio para toda dificultad que revele la experiencia o que sugiera la imaginación. Dicho remedio puede buscarse en los dictados de la razón o bien, al margen de ella, en combinaciones artificiosas. ¿Qué método hemos de preferir? No cabe duda que el sistema de las dos cámaras es contrario a los elementales principios de la razón y de la justicia. ¿Cómo debe ser gobernada una nación? ¿De acuerdo con las opiniones de sus habitantes o en contra de ellas? Desde luego, de acuerdo con tales opiniones. No porque ellas sean, según se ha dicho, la expresión definitiva de la verdad, sino porque, por erróneas que sean, no se debe proceder de otro modo. No hay modo eficaz de promover el mejoramiento de las instituciones de un pueblo si no es a través de su ilustración. El que trate de afianzar la autoridad sobre la fuerza y no sobre la razón, podrá estar animado por la intención de hacer un bien, pero en realidad cometerá el mayor daño. Creer que la verdad puede ser inculcada por cualquier medio ajeno a su evidencia intrínseca, es incurrir en el más flagrante de los errores. El que profesa la fe en un principio a través de la influencia de la autoridad, no profesa la verdad, sino la mentira. Probablemente no comprende ese principio, pues comprender significa percibir el grado de evidencia inherente a la idea en cuestión; significa captar el pleno sentido de los términos y, en consecuencia, comprender hasta qué punto concuerdan o no concuerdan entre sí. Lo que en realidad profesa el creyente de la autoridad, es la conveniencia de someterse al régimen de la opresión y la injusticia.

Cuando el fenecido gobierno de Francia convocó la asamblea de notables en 1787, dividiéndolas en siete cuerpos, a través de los cuales debían efectuarse las votaciones, se le acusó de que procuraba conseguir que el voto de cincuenta personas representara la mayoría en una asamblea constituída por ciento cuarenta y cuatro miembros. Peor aún hubiera sido si hubiese exigido la unanimidad de votos de todos los cuerpos para que una resolución fuera válida. En cuyo caso once personas, votando por la negativa, primarían sobre el conjunto de ciento cuarenta y cuatro. Esto puede servirnos de ejemplo sobre lo que puede significar la división de una asamblea representativa en dos o más cámaras. No debemos dejarnos engañar por la pretendida inocuidad de un pronunciamiento negativo, en relación con uno afirmativo. En un país regido por el principio de la verdad universal, habría poca necesidad de asambleas representativas. Pero donde el error se ha infiltrado en las instituciones, la negativa a eliminar determinados errores equivale a un verdadero pronunciamiento afirmativo. El sistema de dos cámaras es el más adecuado para dividir a una nación contra sí misma. Una de las cámaras llegará a ser necesariamente, en cierto grado, el refugio de la usurpación y el privilegio. Los partidos habrían de extinguirse a poco de nacer, allí donde la diferencia de opiniones y la lucha de intereses no pudieran asumir las formalidades de una institución distinta.

Un procedimiento perfectamente simple, adecuado para cumplir los fines de equilibrio, podría consistir en el establecimiento de un sistema de deliberaciones lentas y cuidadosas, cuyas normas fijaría a la propia asamblea representativa. Ninguna proposición llegaría a tener sanción legal, antes de pasar por cinco o seis deliberaciones sucesivas, que insumirían por lo menos un mes desde que aquella fuese presentada. Algo semejante ocurre en la Cámara inglesa de los Comunes y no es este, ciertamente, el mayor defecto de nuestra constitución. Se trata de un procedimiento análogo al que emplearía cualquier persona sensata, en trance de adoptar una decisión en un asunto de vital importancia para su porvenir. Sin duda, reflexionaría detenidamente antes de adoptada. Y con mayor razón lo haría si su decisión fuese destinada a servir de norma de conducta a lós demás hombres.

Ese procedimiento gradual y reflexivo, como dijimos, no debe ser abandonado de ningún modo por la asamblea representativa. Sobre esa base se fijará la línea de demarcación entre las funciones de la asamblea y las de sus ministros. Sus decisiones tendrán un tono de gravedad y de buen sentido que contribuirán a atraer la confianza de los ciudadanos en la justicia y la sabiduría que aquellas contengan.

Los simples votos de la asamblea, distintos de las leyes y los decretos, servirán para estimular a los funcionarios públicos y promoverán la esperanza de una rápida solución de los problemas que interesan al pueblo. Pero no deberán jamás aducirse como justificación legal de un acto ejecutivo. Tal precaución tiende no sólo a prevenir las fatales consecuencias de un juicio precipitado, en el propio seno de la asamblea, sino también el tumulto y el desorden fuera de ella. Un astuto demagogo podría más fácilmente arrastrar al pueblo, durante un acceso de locura colectiva, que retenerlo en tal situación, durante un mes entero, frente a los esfuerzos que los auténticos amigos del pueblo realizaran para desengañarlo. Al mismo tiempo, el consentimiento de la asamblea para tomar en consideración las demandas populares habrá de moderar sin duda la violencia de las mismas.

Difícilmente puedan aducirse argumentos plausibles en favor de lo que los tratadistas políticos llaman división de poderes. Nada puede ser más absurdo que limitar los temas que pueda tratar una asamblea auténticamente representativa del pueblo o prohibirle perentoriamente el ejercicio de funciones cuyos depositarios se hallan bajo su directo contralor y censura. Desde luego, frente a una emergencia importante, totalmente imprevisible en el momento de efectuarse la elección, la cámara deberá dirigirse al pueblo y convocar a la elección de una nueva asamblea, con mandato expreso sobre la emergencia en cuestión. Pero ello no puede autorizar a ningún poder anterior o distinto al legislativo, por las razones que explicaremos a continuación, a regular la conducta de la cámara legislativa. La distinción entre poder legislativo y poder ejecutivo, por lógica que sea en teoría, no puede de ningún modo autorizar su separación en la práctica.

La legislación —es decir, la sanción autorizada de principios generales— es una función de naturaleza equívoca, que no será ejercida en una sociedad en estado de pureza o próxima a ese estado, sin extrema cautela y cierta repugnancia. Es la más absoluta de las funciones de gobierno y el gobierno es un remedio que inevitablemente produce ciertos males, inherentes a su propia naturaleza. La administración, en cambio, es un principio destinado a una aplicación constante y universal. En tanto los hombres tengan necesidad de actuar en forma colectiva, deberán forzosamente resolver determinados problemas de orden temporario. A medida que avancemos en el progreso social, el poder ejecutivo llegará a ser relativamente todo y el legislativo, nada. Aun ahora, es evidente que cuestiones de máxima importancia, tales como la guerra, la paz, la fijación de impuestos y de los períodos de reunión de la asamblea legislativa, son decididas como cuestiones temporarias.[66] ¿Es entonces justo y honesto que tales cuestiones sean resueltas por una autoridad distinta de la que representa legítimamente la opinión del pueblo? Este principio debe, fuera de toda duda, ser aplicado universalmente. No existe razón alguna para excluir a la representación nacional del ejercicio de ninguna función vital para la spciedad.

Por consiguiente, los ministros y magistrados no pueden, en el ejercicio de sus funciones, disfrutar de ninguna prerrogativa que los coloque por encima de la asamblea representativa. No deben ampararse en una supuesta necesidad de secreto. El sistema del secreto es siempre pernicioso, especialmente cuando están en juego intereses de la colectividad que se trata de ocultar a los miembros de la misma. Es deber de la asamblea legislativa reclamar la más amplia información sobre todas las cuestiones de interés general y es deber de los ministros y de otros funcionarios suministrar tal información, aun cuando no hubiera sido expresamente requerida. La importancia de las funciones ministeriales quedarán reducidas a la ejecución de tareas especiales, tales como la superintendencia administrativa, que no pueden ser cumplidas sino por un reducido número de personas,[67] aparte de la adopción de medidas de urgencia, en los casos que no admitan demora, sujetos a ulterior revisión o juicio de la asamblea deliberante. Estos casos irán disminuyendo a medida que los hombres progresen en capacidad. Entretanto, es de extrema importancia reducir el poder discrecional de un solo individuo, que necesariamente ha de perjudicar los intereses y trabar las resoluciones de la gran mayoría de la colectividad.

Capítulo veintidos: Del futuro de las sociedades políticas

Hemos tratado de deducir algunos de los principios generales que se desprenden de las características esenciales de los poderes ejecutivo y legislativo. Queda, sin embargo, una cuestión muy importante a resolver. ¿Qué parte de cada uno de esos poderes debe ser mantenido, para bien de la sociedad?

Como hemos visto anteriormente,[68] el único legítimo objeto de las instituciones políticas consiste en propender al bienestar de los individuos. Todo lo que sirva para aumentar la comodidad de los hogares, fomentar la riqueza nacional, la prosperidad y la gloria, sólo puede convenir a los audaces impostores que desde los tiempos más remotos de la historia han confundido la mente de los hombres, para hundirlos más fácilmente en la degradación y la miseria.

El deseo de ganar más territorios, de someter o atemorizar a los Estados vecinos, de superarlos en las armas o en la industria, es un deseo fundado en el error y el prejuicio. El poder no es la felicidad. La seguridad y la paz son bienes más deseables que una fama capaz de hacer temblar a las naciones. Los hombres somos hermanos. Nos asociamos a través de distintas regiones y latitudes porque la asociación es necesaria para nuestra tranquilidad interna o para defendernos contra el brutal ataque de un enemigo común. Pero la rivalidad entre las naciones es creada por la imaginación. Si la riqueza es nuestra finalidad, ella sólo puede ser conseguida por el comercio. Cuando mayor sea la capacidad de compra de nuestro vecino, mayor será nuestra oportunidad de vender. En la prosperidad común está el común interés.

Cuanto más claramente comprendamos la índole de nuestro propio bien, menos dispuestos estaremos a turbar la paz de nuestros vecinos. Lo contrario es cierto en este caso. Es deseable para nosotros que nuestros vecinos sean prudentes. Pero la prudencia es fruto de la independencia y la equidad, no de la opresión y la violencia. Si la opresión ha sido la escuela de la sabiduría, el progreso humano habría debido ser enorme, pues la humanidad ha pasado por esa escuela durante millares de años. Debemos desear, pues, que nuestros vecinos sean independientes: debemos procurar que sean libres. Las guerras no se producen por tendencia espontánea de los pueblos, sino por las intrigas de los gobernantes y por las disposiciones artificiosas que terminan a la larga por inculcar en los pueblos. Si un vecino invade nuestro territorio, todo lo que hemos de procurar es arrojado al otro lado de las fronteras. Para ello no es menester superarlo en poderío, puesto que en nuestro propio suelo la lucha será desventajosa para él. Es, además, extremadamente improbable que una nación sea atacada por otra, en tanto la conducta de la primera permanezca pacífica, equitativa y moderada.

Donde las naciones no son arrastradas a una situación de abiertas hostilidades, toda envidia entre ellas resulta una absurda quimera. Yo habito en determinado lugar, porque lo considero más adecuado para mi bienestar y felicidad. Estoy interesado en la conducta virtuosa y justa de mis semejantes, puesto que son hombres, esto es seres altamente capaces de virtud y de justicia. Tengo, sin duda, un motivo más para interesarme por aquellos que viven bajo el mismo gobierno que yo, pues estoy en mejores condiciones para sentir sus necesidades y para esforzarme en servirlas. Pero no tengo, ciertamente, ningún interés en infligir un dolor a otras personas, a menos que éstas se hayan comprometido directamente en actos de injusticia. Es objeto de una política y de una moral sanas acercar a los hombres entre sí, no alejarlos: armonizar sus intereses, no contraponerlos.

Los individuos pueden tener frecuentes e ilimitados roces entre sí, pero las sociedades no tienen especiales intereses que ajustar entre ellas, salvo cuando la intervención de la violencia y del error lo hace indispensable. Este concepto anula por sí sólo los objetivos de esa política misteriosa y torcida que hasta hoy ha absorbido la atención de los gobiernos. Según tal posición, resultan innecesarios los jefes del ejército y de la armada, los embajadores y plenipotenciarios, así como toda la serie de artificios que se han inventado para acorralar a las naciones, para penetrar sus secretos, descubrir sus maquinaciones y forjar alianzas y contraalianzas. La carga del gobierno se desvanece y junto con ella los medios para minar y subyugar la voluntad de los gobernados.

Otra gran iniquidad de la ciencia política habrá de desaparecer: la sujección de vastos territorios a una sola autoridad central. Filósofos y moralistas han discutido abundantemente sobre el tema, inquiriendo si ello está más en su lugar bajo la monarquía o bajo la democracia.

Las instituciones que la humanidad adoptará en una etapa futura de su progreso, asumirán probablemente formas similares en los diversos países, pues nuestras facultades y nuestras necesidades son semejantes. Pero ha de prevalecer sin duda el sistema de núcleos políticos autónomos, con autoridad sobre pequeñas extensiones territoriales; esto ha de permitir a los habitantes de las mismas decidir mejor las cuestiones que les afectan, puesto que conocen mejor sus comunes necesidades. Ninguna razón aboga en favor de una vasta unidad política, salvo la de la seguridad externa.

Todos los males comprendidos en la idea abstracta de gobierno, se agravan en relación directa con la magnitud de la zona en que ejercen su jurisdicción y disminuyen proporcionalmente en el sentido opuesto. La ambición, que en un caso puede tener la gravedad de la peste, en el otro carece de espacio para desarrollarse. Las conmociones populares, por otra parte, capaces, como las olas del mar, de producir los más tremendos efectos cuando se manifiestan sobre una extensa superficie, son suaves e inocuos cuando se circunscriben dentro de un humilde lago. La sobriedad y la equidad son propias de los círculos limitados.

Puede, ciertamente objetarse que los grandes talentos son fruto de las grandes pasiones y que en la tranquila mediocridad de las pequeñas Repúblicas, las fuerzas del intelecto pueden extinguirse en la inactividad. Tal objeción, de ser justa, sería merecedora de las más serias consideraciones. Pero debe tenerse en cuenta que en ese sentido la humanidad entera será a modo de una sola gran República y quien quiera ejercer una benéfica influencia sobre un vasto ámbito intelectual, verá ante sí las más alentadoras perspectivas. Aun en su período de desarrollo, esa forma de Estado, todavía incompleta, ofrecerá a sus ciudadanos ventajas que, comparadas con las iniquidades que sufrirán los pueblos de los Estados vecinos, servirán de estímulos adicionales a los esfuerzos de los primeros.[69]

La ambición y el desorden son males que los gobiernos introducen por vía indirecta sobre multitudes de hombres, a través de la acción de la presión material que ejercen. Pero hay otros males inherentes a la propia existencia de los gobiernos. En principio, el objeto del gobierno es la supresión de la violencia, interna o externa, que amenaza eventualmente el bienestar de la colectividad; pero los medios de que se vale constituyen de por sl una forma sistematizada de violencia. A ese efecto, requiere la concentración de fuerzas individuales y los métodos que emplea para obtenerla son evidentemente coercitivos. Los males de la coacción ya han sido estudiados en esta obra.[70] La coacción, aun empleada contra delincuentes o contra personas acusadas de tales, no deja de tener sus malos efectos. Empleada por la mayoría de la sociedad contra una minoría que discrepa en cuestiones relativas al interés público, debe necesariamente producir mayor oposición.

Ambos casos descansan aparentemente en el mismo principio. El mal suele ser fruto de un error de juicio y no es admisible que se recurra a la fuerza para corregirlo, salvo en casos de extrema gravedad.[71] El mismo concepto puede aplicarse en el caso de una minoría que fuera víctima del error. Si la idea de seccesión estuviera más arraigada en la mente de los hombres, la tendencia a llevarla a efecto no sería asimilada a un atentado criminal que ofende los más elementales principios de justicia. Ocurre algo semejante a la diferencia entre guerra agresiva y guerra defensiva. Cuando empleamos la coacción contra una minoría, cedemos al temperamento suspicaz de considerar a todo grupo opositor como dispuesto a agredirnos, por lo que nos anticipamos en la agresión. En cambio, cuando ejercemos la coacción contra un criminal, es como si rechazáramos a un enemigo que ha invadido nuestro territorio y rehusa salir de él.

El gobierno sólo puede tener dos propósitos legítimos. La supresión de la injusticia dentro de la comunidad y la defensa contra la agresión exterior. El primero de ellos, que tiene para nosotros una justificación permanente, podría ser cumplido eficientemente en una colectividad de extensión tal que permitiera el funcionamiento de un jurado encargado de decidir acerca de las faltas de los individuos dentro de ella, entender en los litigios relativos a la propiedad o en otras controversias que pudieran surgir. Probablemente será fácil para un delincuente trasponer los límites de la pequeña comunidad, por lo que será necesario que los distritos vecinos estén gobernados de modo similar o bien, sea cual fuera su forma de gobierno, que estén dispuestos a cooperar en el alejamiento o en la corrección del delincuente, cuyos hábitos continuarán siendo peligrosos para cualquier comunidad. Para ese fin no será necesario ningún pacto expreso y menos aún una autoridad central. El mutuo interés y la común necesidad de justicia, son más eficaces para ligar a los hombres que los sellos y las firmas. Por otra parte, la necesidad de castigar el crimen se irá atenuando progresivamente. Las causas de delito llegarán a ser raras, sus agravantes, pocos, y el rigor, superfluo. El objeto esencial del castigo es ejercer una acción sobre un miembro de la comunidad, peligroso para la misma. La necesidad de castigo será eliminada por la permanente vigilancia que habrán de ejercer sobre su mutua conducta los miembros de una colectividad reducida; por la seriedad y buen sentido que habrán de caracterizar los juicios y censuras de los hombres, liberados de la actual atmósfera de misterio y empirismo. Nadie ha de estar tan endurecido en el mal como para desafiar el sobrio y firme juicio de la opinión general. Su espíritu se sentirá presa de la desesperación o, mejor aún, será llevado al convencimiento. Se verá obligado a reformar su conducta por la presión de una fuerza no menos irresistible que la de los látigos y las cadenas.

En este ligero esbozo se hallan contenidas las líneas generales de un futuro régimen político. Los conflictos entre distrito y distrito serán altamente improbables, puesto que toda controversia que pudiera surgir sobre cuestiones de límites, por ejemplo, habrá de ser resuelta por los mismos individuos que residan en el terreno disputado, ya que serán ellos los más autorizados para decidir a qué distrito quieren pertenecer. Ninguna colectividad regida por los principios de la razón tendrá interés en ensanchar su territorio. Si ha de lograrse la unión entre los asociados, no se requiere, la adopción de otros métodos que los más seguros de la moderación y la equidad. Si estos métodos fallaran, habrá de ser con personas indignas de pertenecer a cualquier especie de comunidad. El derecho de la sociedad a castigar al delincuente no depende del consentimiento de éste, sino de la imperiosa necesidad de defensa colectiva.

Sin embargo, por irracional que sea la controversia entre distritos o parroquias, en la forma de sociedad esbozada no es improbable que ello ocurra. Por consiguiente será necesario adoptar previsiones para el caso. Éstas podrán ser similares a las que se tomen ante una posible invasión exterior. Para el efecto será preciso concertar el acuerdo de varios distritos o parroquias, para resolver los litigios de acuerdo con los dictados de la justicia y, si fuera necesario, para imponer las decisiones.

Una de las conclusiones que se desprenden de modo evidente de ambos casos, el de conflictos entre distritos y el de invasión extranjera, cuyo rechazo está en el interés de todos los ciudadanos, es que ambos son por naturaleza ocasionales y temporarios; por consiguiente, no se requiere la creación de organismos de carácter permanente, con la misión de preverlos. En otros términos, la permanencia de una asamblea nacional, como se ha practicado hasta ahora en Francia, no se justificará en períodos de tranquilidad pública y puede llegar a ser perniciosa. Para formarnos un juicio más preciso acerca de la cuestión, recordemos algunos de los rasgos esenciales que caracterizan la constitución de una asamblea nacional.

Capítulo veintitrés: De las asambleas nacionales

En primer lugar, la asamblea nacional ofrece el inconveniente de crear una unanimidad ficticia. El pueblo, guiado por la asamblea, actúa en consecuencia o bien aquella ha de ser superflua y perjudicial. Pero es imposible que la unanimidad exista realmente. Los hombres que integran una nación no pueden considerar las diversas cuestiones que les afectan sin formarse distintas opiniones. En realidad, todos los problemas que son llevados ante la asamblea se deciden por mayoría de votos; la minoría, después de haber puesto en juego toda su elocuencia y capacidad persuasiva para impugnar las resoluciones adoptadas, se verá obligada, en cierto modo, a contribuir a ponerlas en práctica. Nada puede ser más a propósito para depravar el carácter y la conciencia. Ello hace a los hombres hipócritas, vacilantes y corrompidos. El que no se habitúe a actuar exclusivamente de acuerdo con los dictados de la propia conciencia, perderá el vigor espiritual y la sencillez de que es capaz una naturaleza sincera. El que contribuya con su esfuerzo y con sus bienes a sostener una causa que considera injusta, se verá despojado del discernimiento justo y de la sensibilidad moral, que son los más destacados atributos de la razón.

En segundo término, la acción de consejos nacionales produce cierta especie de real unanimidad, antinatural en su esencia y perniciosa en sus efectos. La plena y saludable expansión del espíritu requiere su liberación de todas las trabas y la captación directa de la verdad a través de las impresiones individuales. ¿Cuál no sería nuestro progreso intelectual, si los hombres estuvieran libres de los prejuicios que les inculca una falsa educación, inmunes a la influencia de una sociedad corrompida y dispuestos a seguir sin temor el camino de la verdad, por inexploradas que sean las regiones adonde los conduzca? No avanzaremos en la búsqueda de nuestra felicidad a menos que nos lancemos de lleno, sin vacilaciones, en la corriente que habrá de llevaanos hacia ella. El ancla, que al principio creíamos garantía de nuestra seguridad, será un instrumento que trabará nuestro progreso. Cierta forma de unanimidad, resultado de una total libertad de investigación y examen, será altamente estimable, dentro de un estado social cada vez más perfecto. Pero cuando es fruto de la adaptación de los sentimientos de todos a un patrón uniforme, resulta engañosa y funesta.

En las asambleas numerosas hay mil motivos que condicionan nuestro juicio, independientemente de la razón y la evidencia. Cada cual se halla pendiente del efecto que sus opiniones pueden producir en su éxito. Cada cual se conecta con algún partido o fracción. El temor a que sus coasociados puedan desautorizarlo, traba la expresión del pensamiento de cada miembro. Esto se aprecia notablemente en el actual parlamento británico, donde hombres de capacidad superior se ven obligados a aceptar los más despreciables y manifiestos errores.

Los debates de una asamblea nacional son desviados de su tenor razonable por la necesidad de terminarlos indefectiblemente mediante una votación. El debate y la discusión son altamente provechosos para el progreso intelectual, pero en virtud de esa desgraciada condición, pierden su benéfico efecto. ¿Hay nada más absurdo que pretender que determinado concepto, cuya penetración en el espíritu ha de ser imperceptible y gradual, sea objeto de una conclusión definitiva, después de una simple conversación? Y apenas se adopta una resolución, el escenario y las circunstancias cambian por completo. El orador no persigue la convicción perdurable, si no el efecto momentáneo. Trata más de sacar provecho de nuestros prejuicios que de ilustrar nuestro entendimiento. Lo que de otro modo sería propicio a la investigación moral y filosófica, se convierte en escenario de riñas, de precipitación y de tumulto.

Otra consecuencia de la misma condición, es la necesidad de hallar frases y expresiones que traduzcan los sentimientos y las ideas preconcebidas de una multitud de hombres. ¿Habráse visto algo más grotesco y ridículo que el espectáculo de un conjunto de seres racionales, ocupados durante horas enteras en discriminar adverbios o en intercalar comas en un escrito? Tales escenas son frecuentes en las sociedades particulares. En los parlamentos esa operación se verifica antes que las resoluciones lleguen al dominio público. Pero suele ser bastante laboriosa; a veces ocurre que se presentaron tantas enmiendas, con el objeto de satisfacer diversos intereses, que presentar todo ese caos bajo forma gramatical e inteligible resulta un verdadero trabajo de Hércules.

Todo termina finalmente en ese intolerable agravio a la razón y a la justicia que significa decidir sobre la verdad por la fuerza del número. Así ocurre que las más delicadas cuestiones son resueltas por la determinación de las cabezas más huecas que hay en una asamblea, cuando no por la presión de las más siniestras intenciones.

Por último, debemos afirmar que las asambleas nacionales no podrán ser objeto de nuestra plena aprobación, si tenemos en cuenta que el concepto que considera a la sociedad un ente moral es enteramente falso. En vano será que pretendamos desconocer las inmutables leyes de la necesidad. Un conjunto de hombres no será jamás otra cosa que un conjunto de hombres, pese a toda nuestra ingenuidad. Nada podrá identificarlos intelectualmente en una sola facultad y una misma percepción. En tanto subsistan las diferencias entre los espíritus, el poder de la sociedad sólo podrá concentrarse, durante cierto período, en manos de un individuo que se coloque por encima de los demás y que emplee ese poder en forma mecánica, tal como si usara una máquina o una herramienta. Todos los gobiernos corresponden en cierto grado a lo que los griegos denominaban tiranía. La diferencia consiste en que bajo los sistemas despóticos todos los espíritus se hallan deprimidos por una opresión permanente, mientras que en las Repúblicas los hombres disponen de cierta posibilidad de desarrollo espiritual y la opresión suele adaptarse a las fluctuaciones de la opinión pública.

El concepto de sabiduría colectiva encierra la más evidente de las imposturas. Los actos de la sociedad no pueden producirse independientemente de la sugestión de determinados individuos que la integran. ¿Qué sociedad, considerada como un agente, será igual a los individuos de que se compone? Sin tener en cuenta ya si el que se halla al frente de la sociedad es el miembro más digno de la misma, encontramos razones evidentes para afirmar que aún en ese caso, aun cuando se tratara efectivamente de la persona más virtuosa y sensata, los actos que realice en nombre de la sociedad no serán nunca tan hábiles e intachables como pudieran ser en otras circunstancias. En primer lugar, son pocos los hombres que, pudiendo cubrir la propia responsabilidad tras la invocación del conjunto, no se aventuren a realizar acciones de turbia significación moral, que jamás habrían cometido si actuaran en el propio nombre y a las propias expensas. Además, los hombres que proceden en nombre de la sociedad no pueden desarrollar el vigor y la energía de que serían capaces si lo hicieran en carácter individual. Disponen de una cantidad de secuaces a quienes deben arrastrar tras sí y de cuyo humor variable y lenta comprensión suelen depender. Así vemos a menudo a hombres de verdadero genio que descienden al nivel de vulgares dirigentes cuando llegan a ser involucrados en el tumulto de la vida pública.

De las precedentes consideraciones estamos autorizados a deducir que, por necesarias que sean las asambleas nacionales, es decir los cuerpos instituídos con la doble misión de resolver las diferencias que puedan surgir entre los distritos autónomos y de proveer lo necesario para rechazar una invasión extranjera, será preciso acudir a sus funciones con la mayor parquedad y cautela que las circunstancias permitan. Ellas deberán ser elegidas sólo ante emergencias extraordinarias, como sucedía con los dictadores de la antigua Roma o bien sesionar periódicamente —por ejemplo, un día al año, con derecho a prolongar sus sesiones dentro de ciertos límites— para escuchar las exposiciones y reclamos de sus comitentes. Probablemente sería preferible el primer sistema. Las razones expuestas son válidas asimismo para enseñar que las elecciones deben emplearse con cautela y sólo en determinadas ocasiones. No será difícil hallar medios adecuados que aseguren la regular constitución de las asambleas. Sería deseable que una elección general tuviera lugar cuando cierto número de distritos lo demanden. Será conveniente, de acuerdo con la más estricta equidad y sencillez, que las asambleas de dos o doscientos distritos se constituyan con la proporción numérica exacta de los distritos que las hayan deseado.

No podrá razonablemente negarse que todas las objeciones que se han aducido contra la democracia, caen por tierra con la aplicación del sistema de gobierno que acabamos de esbozar. Aquí no hay lugar para el tumulto, ni para la tiranía de una multitud ebria de poder incontrolado, ni para las ambiciones políticas de una minoría o para la inquieta envidia y el temor de la mayoría. Ningún demagogo encontrará ahí oportunidad propicia para convertir a la multitud en ciego instrumento de sus propósitos. Los hombres sabrán comprender y apreciar la propia felicidad. La verdadera razón por la cual la mayoría de los hombres ha sido tan a menudo engañada por algunos bribones, está en la naturaleza misteriosa y complicada del sistema político. Disípese el charlatanismo gubernamental y se verá entonces que hasta los espíritus más sencillos habrán de burlarse de los burdos artificios con que los impostores políticos pretenden engañarlos.

Capítulo veinticuatro: De la disolución del gobierno

Nos queda por considerar el grado de autoridad que debe establecerse en ese tipo de asamblea nacional que hemos admitido en nuestro sistema. ¿Deberán impartirse órdenes a los miembros de la confederación? ¿O bien será suficiente invitarles a cooperar al bien común, convenciéndoles de la bondad de las medidas propuestas al efecto, mediante la exposición de argumentos y mensajes explicátivos? En un principio será preciso acudir a lo primero. Más tarde, bastará emplear el segundo método.[72] El consejo anfictiónico de Grecia no dispuso jamás de otra autoridad que la que emanaba de su significación moral. A medida que vaya desapareciendo el espíritu de partido, que se calme la inquietud pública y que el mecanismo político se vaya simplificando, la voz de la razón se hará escuchar. Un llamamiento dirigido por la asamblea a los distritos, obtendrá la aprobación de todos los ciudadanos, salvo que se tratase de algo tan dudoso que fuera aconsejable promover su fracaso.

Esta observación nos conduce un paso más allá. ¿Por qué no habría de aplicarse la misma distinción entre órdenes y exhortaciones que hemos hecho en el caso de las asambleas nacionales a las asambleas particulares o de los jurados de los diversos distritos? Admitimos que al principio sea preciso cierto grado de autoridad y violencia. Pero esta necesidad no surge de la naturaleza humana, sino de las instituciones por las cuales el hombre fue corrompido. El hombre no es originariamente perverso. No dejaría de atender o de dejarse convencer por las exhortaciones que se le hacen si no estuviera habituado a considerarlas como hipócritas, y si no sospechara que su vecino, su amigo, su gobernante político, cuando dicen preocuparse de sus intereses persiguen en realidad el propio beneficio. Tal es la fatal consecuencia de la complejidad y el misterio en las instituciones políticas. Simplificad el sistema social, según lo reclaman todas las razones, menos las de la ambición y la tiranía. Poned los sencillos dictados de la justicia al alcance de todas las mentes. Eliminad los casos de fe ciega. Toda la especie humana llegará a ser entonces razonable y virtuosa. Será suficiente entonces que los jurados recomienden ciertos modos de resolver los litigios, sin necesidad de usar la prerrogativa de pronunciar fallos. Si tales exhortaciones resultaran ineficaces en determinados casos, el daño que resultaría de ello será siempre de menor magnitud que el que surge de la perpetua violación dela conciencia individual. Pero en verdad no surgirán grandes males, pues donde el imperio de la razón sea universalmente admitido, el delincuente o bien cederá a las exhortaciones de la autoridad o, si se negara a ello, habrá de sentirse tan incómodo bajo la inequívoca desaprobación y observación vigilante del juicio público, que, aun sin sufrir ninguna molestia física, preferirá trasladarse a un régimen más acorde con sus errores.

Probablemente el lector se haya anticipado a la conclusión final que se desprende de las precedentes consideraciones. Si los tribunales dejaran de sentenciar para limitarse a sugerir; si la fuerza fuera gradualmente eliminada y sólo prevaleciera la razón, ¿no hallaremos un día que los propios jurados y las demás instituciones públicas, pueden ser dejados de lado por innecesarios? ¿No será el razonamiento de un hombre sensato tan convincente como el de una docena? La capacidad de un ciudadano para aconsejar a sus vecinos, ¿no será motivo suficiente de notoriedad sin que se requiera la formalidad de una elección? ¿Habrá acaso muchos vicios que corregir y mucha obstinación que dominar?

He ahí la más espléndida etapa del progreso humano. ¡Con qué deleite ha de mirar hacia adelante todo amigo bien informado de la humanidad, para avizorar el glorioso momento que señala la disolución del gobierno político, el fin de ese bárbaro instrumento de depravación, cuyos infinitos males, incorporados a su propia esencia, sólo pueden eliminarse mediante su completa destrucción!

Libro VI: De la opinión considerada como objeto de las instituciones políticas

Capítulo primero: Efectos generales de la dirección política de las opiniones

Muchos tratadistas sobre cuestiones de derecho político han sido profundamente inspirados por la idea de que es deber esencial del gobierno velar por las costumbres del pueblo. El gobierno, dicen, hace las veces de una severa madrastra, no el de una madre afectuosa, cuando se limita a castigar rigurosamente los delitos cometidos por sus súbditos, después de haber descuidado en absoluto la enseñanza de los sanos principios que habrían hecho innecesario el castigo. Es deber de magistrados sabios y patriotas observar con atención los sentimientos del pueblo, para alentar los que sean propicios a la virtud y ahogar en germen los que puedan ser causa de ulterior corrupción y desorden. ¿Hasta cuándo se limitará el gobierno a amenazar con su violencia, sin recurrir jamás a la persuasión y a la bondad? ¿Hasta cuándo se ocupará sólo de hechos consumados, descuidando los remedios preventivos? Estos conceptos han sido en cierto modo reforzados por los últimos adelantos realizados en materia de doctrina política. Se está comprendiendo con más claridad que nunca que el gobierno, lejos de ser un objeto de secundaria importancia, ha sido el principal vehículo de un mal extensivo y permanente para la humanidad. Es lógico, pues, que se piense: Puesto que el gobierno ha sido capaz de producir tantos males, es posible que también pueda hacer algún bien positivo para los hombres. Estos conceptos, por plausibles y lógicos que parezcan, están, sin embargo, sujetos a muy serias objeciones. Si no nos dejamos impresionar por una ilusión placentera, recordaremos nuevamente los principios sobre los cuales tanto hemos insistido y cuyos fundamentos hemos tratado de probar a través de la presente obra, a saber: que el gobierno es siempre un mal y que es preciso utilizarlo con la mayor parquedad posible. Es incuestionable que las opiniones y las costumbres de los hombres influyen directamente en su bienestar colectivo. Pero de ahí no se sigue necesariamente que el gobierno sea el instrumento más adecuado para conformar las unas y las otras.

Una de las razones que nos llevan a dudar de la capacidad del gobierno para el cumplimiento de tal misión, es la que se sustenta en el concepto que hemos desarrollado acerca de la sociedad considerada como un agente.[73] Podrá admitirse convencionalmente que un conjunto de hombres determinado constituye una individualidad, pero jamás será así en realidad. Los actos que se pretenden realizar en nombre de la sociedad, son en realidad actos cumplidos por tal o cual individuo. Los individuos que usurpan sucesivamente el nombre del conjunto, obran siempre bajo la inhibición de obstáculos que reducen sus verdaderas facultades. Se sienten trabados por los prejuicios, los vicios y las debilidades de colaboradores y subordinados. Después de haber rendido tributo a infinidad de intereses despreciables, sus iniciativas resultan deformadas, abortivas y monstruosas. Por consiguiente, la sociedad no puede ser activa e intrusiva con impunidad, pues sus actos tienen que ser deficientes en sabiduría.

En segundo lugar, esos actos no serán menos deficientes en eficacia que en sabiduría. Se supone que deben tender a mejorar las opiniones y, por tanto, las costumbres de los hombres. Pero las costumbres no son otra cosa que las opiniones en acción. Tal como sea el contenido de la fuente originaria, así serán las corrientes que de ella se alimenten. ¿Sobre qué deben fundarse las opiniones? Sin duda, sobre las nociones del conocimiento, las percepciones y la evidencia. ¿Y acaso tiene la sociedad, en su carácter colectivo, alguna facultad particular para la ilustración del entendimiento? ¿Es que puede administrar por medio de mensajes y exhortaciones algún compuesto o sublimado de la inteligencia de sus miembros, superior en calidad a la inteligencia de cualquiera de ellos? Si así fuera, ¿por qué no escriben las sociedades tratados de moral, de filosofía de la naturaleza o de filosofía del espíritu? ¿Por qué fueron todos los grandes avances del progreso humano fruto de la labor de los individuos?

Si, por consiguiente, la sociedad, considerada como un agente, no posee facultad especial para ilustrar nuestro conocimiento, la verdadera diferencia entre el dicta de la sociedad y el dicta[74] de los individuos, debe buscarse en el peso de la autoridad. ¿Pero es la autoridad acaso un instrumento adecuado para la formación de las opiniones y las costumbres de los hombres? Si las leyes fueran medios eficaces para la corrección del error y del vicio, es indudable que nuestro mundo habría llegado a ser el asiento de todas las virtudes. Nada más fácil que ordenar a los hombres que sean buenos, que se amen mutuamente, que practiquen una sinceridad universal y que resistan las tentaciones de la ambición y la avaricia. Pero no basta emitir órdenes para lograr que el carácter de los hombres se modifique, de acuerdo con determinados principios. Tales mandamientos fueron lanzados hace ya miles de años. Y si esos mandamientos se hubieran acompañado con la amenaza de llevar a la horca a todo aquel que no los cumpliera, es harto dudoso que la influencia de esos preceptos fuera mayor de lo que ha sido.

Pero, se responderá: Las leyes no deben ocuparse de principios generales, sino referirse a hechos concretos para los cuales está prevista su aplicación. Dictaremos leyes suntuarias, limitando los gastos de los ciudadanos en vestidos y alimento. Estableceremos leyes agrarias prohibiéndoles disponer más de cierta renta anual. Ofreceremos premios a los actos de virtud, de benevolencia y de justicia, que habrán de estimularlos. Y después de haber hecho todo eso, ¿cuánto habremos adelantado en nuestro camino? Si los hombres se sienten inclinados a la moderación en los gastos, las leyes suntuarias serán cosa superflua. Si no son inclinados a ella, ¿quién hará cumplir o impedirá la burla de esas leyes? La desgracia consiste, en este caso, en que dichas disposiciones deben ser aplicadas por la misma clase de individuos cuyos actos se trata de reprimir. Si la nación estuviera enteramente contaminada por el vicio, ¿dónde hallaríamos un linaje de magistrados inmunes al contagio? Aun cuando lográramos superar esa dificultad, sería en vano. El vicio es siempre más ingenioso en burlar la ley que la autoridad en descubrir el vicio. Es absurdo creer que pueda ser cumplida una ley que contraríe abiertamente el espíritu y las tendencias de un pueblo. Si la vigilancia fuese apta para descubrir los subterfugios del vicio, los magistrados pertinazmente adheridos al cumplimiento de su deber, probablemente serían destrozados.

Por otra parte, no puede haber nada más opuesto a los principios más racionales de la convivencia humana que el espíritu inquisitorial que tales regulaciones implica. ¿Quién tiene derecho a penetrar en mi casa, a examinar mis gastos y a contar los platos puestos en mi mesa? ¿Quién habrá de descubrir las tretas que pondré en juego para ocultar una renta enorme, en tanto finja disponer de otra sumamente modesta? No es que haya algo realmente injusto o indecoroso en el hecho de que mi vecino juzgue con la mayor libertad mi conducta personal.[75] Pero eso es algo muy distinto de la institución legal de un sistema de pequeño espionaje, donde la observación y censura de mis actos no es libre ni ocasional, sino que constituye el oficio de un hombre, cuya misión consiste en escudriñar permanentemente en la vida de los demás, dependiendo el éxito de su misión de la forma sistemática como la realice; créase así una perpetua lucha entre la implacable inquisición de uno y el astuto ocultamiento de otro. ¿Por qué hacer que un ciudadano se convierta en delator? Si han de invocarse razones de humanidad y de espíritu público, para incitarlo al cumplimiento de su deber, desafiando el resentimiento y la difamación, ¿créese acaso que serán menester leyes suntuarias en una sociedad donde la virtud estuviera tan asentada como para que semejante incitación obtenga éxito? Si en cambio se apela a móviles más bajos e innobles, ¿no serán más peligrosos los vicios que propaguen de ese modo que aquellos otros que se pretende reprimir?

Eso ha de ocurrir especialmente bajo gobiernos que abarquen una gran extensión territorial. En los Estados de extensión reducida, la opinión pública será un instrumento de por sí eficaz. La vigilancia, exenta de malicia, de cada uno sobre la conducta de su vecino, será un freno de irresistible poder. Pero su benéfica eficacia dependerá de que actúe libremente, según las sugestiones espontáneas de la conciencia y las imposiciones de una ley.

De igual modo, cuando se trate de otorgar recompensas, ¿cómo nos pondremos a cubierto del error, de la parcialidad y de la intriga, susceptibles de convertir el medio destinado a fomentar la virtud en un instrumento apto para producir su ruina? Sin considerar que los premios constituyen dudosos alicientes para la generación del bien, siempre expuestos a ser otorgados a la apariencia engañosa, extraviando el juicio por la intromisión de móviles extraños, de vanidad y avaricia.

En realidad, todo ese sistema de castigos y recompensas, se halla en perpetuo conflicto con las leyes de la necesidad y de la naturaleza humana. El espíritu de los hombres será siempre regido por sus propias visiones y sus tendencias. No puede intentarse nada más absurdo que la reversión de esas tendencias por la fuerza de la autoridad. El que pretende apagar un incendio o calmar una tempestad mediante simples órdenes verbales, demuestra ser menos ignorante de las leyes del universo que el que se propone convertir a la templanza y a la virtud a un pueblo corrompido, sólo con agitar a su vista un código de minuciosas prescripciones elaboradas en un gabinete.

La fuerza de este argumento sobre la ineficacia de las leyes, ha sido sentida con frecuencia, llevando a muchos a conclusiones desalentadoras en alto grado. El carácter de las naciones, se ha dicho, es inalterable, al menos una vez que ha caído en la degradación no puede jamás volver a la pureza. Las leyes son letra muerta cuando las costumbres han llegado a corromperse. En vano tratará el legislador más sabio de reformar a su pueblo, cuando el torrente de vicio y libertinaje ha roto los diques de la moderación. No queda ya ningún medio para restaurar la sobriedad y la frugalidad. Es inútil declamar contra los daños que emanan de las desigualdades de fortuna y del rango, cuando tales desigualdades se han convertido en una institución. Un espíritu generoso aplaudirá los esfuerzos de un Catón o de un Bruto, pero otro más calculador los condenará por haber causado un dolor inútil a un enfermo cuyo deceso era fatal. Del conocimiento de esa realidad derivaron los poetas sus creaciones imaginativas sobre la lejana historia de la humanidad, imbuídos de la convicción de que, una vez que la lujuria ha penetrado en los espíritus, haciendo saltar los resortes de la conciencia, será vano empeño pretender volver a los hombres a la razón y hacerles preferir el trabajo a la molicie. Pero esta conclusión acerca de la ineficacia de las leyes está aún lejos de su real significación.

Otra objeción valedera contra la intervención coercitiva de la sociedad con el fin de imponer el imperio de la virtud, es que tal intervención es absolutamente innecesaria. La virtud, como la verdad, es capaz de ganar su propia batalla. No tiene necesidad de ser alimentada ni protegida por la mano de la autoridad.

Cabe señalar que a ese respecto se ha caído en el mismo error en que se incurriera respecto del comercio y que ha sido ya totalmente rectificado. Durante mucho tiempo fue creencia general que era indispensable la intervención del gobierno, estableciendo aranceles, derechos y monopolios, para que un país pudiera expandir su comercio exterior. Hoy es perfectamente sabido que nunca florece tanto el comercio como cuando se halla libre de la protección de legisladores y ministros y cuando no pretende obligar a un pueblo a pagar caras las mercancías que encuentra en otra parte a menor precio y mejor calidad, sino cuando logra imponerlas en mérito a sus cualidades intrínsecas. Nada es más vano y absurdo que el tratar de alterar mediante una legislación artificiosa las leyes perennes del universo.

El mismo principio que ha demostrado su validez en el caso del comercio, ha contribuído considerablemente al progreso de la investigación intelectual. Antiguamente se creía que la religión debía ser protegida por severas leyes y uno de los primeros deberes de la autoridad era el de impedir la difusión de herejías. Considerábase que entre el error y el vicio existía una relación directa y que era preciso, a fin de evitar que los hombres cayeran en el error, que el rigor de una inflexible autoridad frenara sus extravíos. Algunos autores, cuyas ideas políticas fueron en otro sentido singularmente amplias, llegaron a afirmar que se debe permitir a los hombres que piensen como quieran, pero no debe permitirse la difusión de ideas perniciosas, del mismo modo que se permite guardar un veneno en una habitación, pero no ponerlo en venta, bajo el rótulo de un cordial.[76] Otros que no se atrevieron, por razones de humanidad, a recomendar la extirpación de las sectas ya arraigadas en un país, aconsejaron seriamente a las autoridades que no dieran cuartel a ninguna otra creencia extravagante que pudiera introducirse en el futuro.[77] Está a punto de tener fin el reinado de tales errores, en lo referente al comercio y a la especulación intelectual. Esperemos que no tarde en ocurrir lo mismo con la pretensión de inculcar la virtud a fuerza de presión gubernativa.

Todo cuanto puede pedirse al gobierno en favor de la moral y de la virtud, es la garantía de un ambiente de amplio y libre desarrollo, donde éstas sean capaces de desplegar su íntima energía. Y quizá también, en el presente, cierto freno inmediato contra aquellos que violentamente tratan de turbar la paz en la sociedad. ¿Quién ha visto jamás que sin la ayuda del poder haya triunfado la mentira? ¿Quién será el insensato que crea que en igualdad de condiciones la verdad puede ser derrotada por la mentira? Hasta ahora se han empleado todos los medios de la coerción y la amenaza para combatir la verdad. ¿Pero acaso no ha progresado, a pesar de todo? ¿Quién dirá que el espíritu del hombre se inclina a aceptar la mentira y a rechazar la verdad, cuando ésta se ofrece con clara evidencia? Cuando ha sido presentada de tal modo, no ha dejado de ir aumentando constantemente el número de sus adeptos. A pesar de la fatal interferencia gubernamental y de las violentas irrupciones de la barbarie que han intentado borrarla de la faz de la tierra, la historia de la ciencia nos habla de los constantes triunfos de la verdad.

Estas consideraciones no son menos aplicables a la moral y a las costumbres de la humanidad. Los hombres obran siempre de acuerdo con lo que estiman más adecuado para su propio interés o para el bien del conjunto. ¿Será posible escamotearles la evidencia de lo mejor y lo más beneficioso? El proceso de transformación de la conducta humana se desarrolla del siguiente modo: La verdad se difunde durante cierto tiempo de un modo imperceptible. Los primeros que abrazan sus principios suelen darse escasa cuenta de las extraordinarias consecuencias que esos principios entrañan. Pero esos principios continúan extendiéndose, se amplían en claridad y evidencia, ensanchando incesantemente el número de sus adeptos. Puesto que el conocimiento de la verdad tiene relación con los intereses materiales de los hombres, enseñándoles que pueden ser mil veces más felices y más libres de lo que son, ella se convirte en irresistible impulso para la acción y terminará por destruir las ligaduras de la especulación.

Nada más absurdo que la opinión que durante tanto tiempo ha prevalecido, según la cual la justicia y la distribución equitativa de los medios necesarios para la felicidad humana serán siempre los fundamentos más razonables de la sociedad, pero no existe probabilidad alguna de que esta concepción sea llevada a la práctica; que la opresión y la miseria son tóxicos de tal naturaleza que, una vez habituados a sus efectos, no puede prescindirse de ellos; que son tantas las ventajas que el vicio tiene sobre la virtud que, por grande que sea el poder y la sabiduría de la última, jamás prevalecerá sobre los atractivos de la primera.

En tanto denunciamos la inoperancia de las leyes en ese orden de cosas, estamos lejos de pretender desalentar la fe en el progreso social. Nuestro razonamiento tiende, por el contrario, a sugerir métodos más eficaces para promover dicho progreso. La verdad es el único instrumento para la realización de reformas políticas. Estudiémosla y propaguémosla incesantemente y los benéficos resultados serán inevitables. No tratemos en vano de anticipar mediante leyes y reglamentos los futuros dictados de la conciencia pública, sino esperemos con calma que el fruto de la opinión general madure. Cuidémonos de introducir nuevas prácticas políticas y de eliminar las antiguas hasta tanto que la voz pública lo reclame. La tarea que hoy debe absorber por completo la atención de los amigos de la humanidad, es la investigación, la instrucción, la discusión. Vendrá un tiempo en que la labor será de otra índole. Una vez que el error sea completamente develado, caerá en absoluto olvido, sin que ninguno de sus adeptos procure sostenerlo. Tal hubiera sido la realidad de no haber mediado la excesiva impetuosidad e impaciencia de los hombres. Pero las cosas pueden producirse de otro modo. Pueden producirse bruscos cambios políticos que, precipitando la crisis, den lugar a grandes riesgos y conmociones. Hemos de velar para prevenir la catástrofe. Hemos señalado ya que los males de la anarquía serán menos graves de lo que suele creerse. Pero sea cual fuera su magnitud, los amigos de la humanidad no abandonarán jamás, temerosos, sus puestos ante el peligro. Por el contrario, procurarán emplear los conocimientos que surgen de la sociedad para guiar al pueblo por el camino de su dicha.

En cuarto lugar, la intervención de la sociedad organizada con el propósito de influir en las opiniones y las costumbres de los hombres, no sólo es inútil, sino perniciosa. Hemos visto ya que tal intervención es en ciertos aspectos inocua. Pero es necesario establecer una distinción. Ella es impotente cuando se trata de introducir cambios favorables en la convivencia humana. Pero suele ser poderosa en el empeño de prolongar las formas existentes. Esta propiedad de la legislación política es tan importante que podemos atribuirle la mayor parte de las calamidades que el gobierno ha inflingido a la humanidad. Cuando las leyes coinciden con los hábitos y tendencias dominantes en el momento en que fueron establecidas, pueden mantener inalterados esos hábitos y tendencias durante siglos enteros. De ahí su carácter doblemente pernicioso.

Para explicar esto mejor, tomemos el caso de las recompensas, tópico favorito de los defensores de una legislación reformada. Se nos ha dicho muchas veces que la virtud y el talento habrán de surgir espontáneamente, siendo uno de los objetos de nuestra constitución política el de asegurarles una adecuada recompensa. Para juzgar acerca del valor de esta proposición, tengamos en cuenta que el discernimiento acerca del mérito es una facultad individual y no social. ¿No es acaso razonable que cada cual juzgue por sí mismo sobre el mérito de su vecino? Tratar de establecer un juicio uniforme en nombre de la comunidad y de mezclar todas las opiniones en una opinión común, constituye una tentativa tan monstruosa que nada bueno puede augurarse de sus consecuencias. Ese juicio único, ¿será justo, sabio, razonable? Dondequiera que el hombre esté habituado a juzgar por sí mismo, donde el mérito apele directamente a la opinión de sus contemporáneos, prescindiendo de la parcialidad de la intervención oficial, existirá un genuino impulso creador, inspirador de grandes obras, animado por los estímulos de una opinión sincera y libre. El juicio de los hombres madurará mediante su ejercicio y el espíritu, siempre despierto y ávido de impresiones, se acercará cada vez más a la verdad. ¿Qué ganaremos, a cambio de todo eso, estableciendo una autoridad a modo de oráculo, al cual el espíritu creador deberá acudir para indagar acerca de las facultades que debe esforzarse en desarrollar y de quien el público recibirá la indicación del juicio que debe pronunciar sobre las obras de sus contemporáneos? ¿Qué pensaremos de una ley del Parlamento que nombrase a determinado individuo presidente del tribunal de la crítica, con la facultad de juzgar en última instancia acerca de los valores de una composición dramática? ¿Y qué razón valedera existe para considerar de otro modo a la autoridad que se atribuyera el derecho de juzgar por todos en materia política y moral?

Nada más fuera de razón que la pretensión de imponer a los hombres una opinión común por los dictados de la autoridad. Una opinión de ese modo inculcada en la mente del pueblo, no es en realidad su opinión. Es sólo un medio que se emplea para impedirle opinar. Siempre que el gobierno pretende librar a los ciudadanos de la molestia de pensar por cuenta propia, el resultado general que se produce es la torpeza y la imbecilidad colectivas. Cuando se introducen conceptos en nuestra mente sin el acompañamiento de la prueba que los hace válidos, no puede decirse que hemos captado la verdad. El espíritu será así despojado de su valor esencial y de su genuina función y por lo tanto perderá todo aquello que le permite alcanzar magníficas creaciones. O bien los hombres resistirán las tentativas de la autoridad para dirigir sus opiniones, en cuyo caso esas tentativas sólo darán lugar a una estéril lucha; o bien se someterán a ellas, siendo entonces las consecuencias mucho más lamentables. Quien delega de algún modo en otros el esfuerzo para formar las propias opiniones y dirigir la propia conducta, dejará de pensar por sí mismo o sus pensamientos se volverán lánguidos e inanimados.

Las leyes pueden instituirse para favorecer la mentira o para favorecer la verdad. En el primer caso, ningún pensador racional alegará nada en apoyo de las mismas. Pero aun cuando el objeto de las leyes sea la defensa de la verdad, sólo habrán de perjudicarla, pues es propio de su íntima naturaleza el perjudicar la finalidad que se proponen alcanzar. Cuando la verdad aparece por sí sola ante nuestro espíritu, la vemos plena de vigor y evidencia; pero cuando viene impuesta por la presión de una autoridad política, su aspecto es flácido y sin vida. La verdad no oficializada, vigoriza y ensancha nuestro conocimiento, pues en tal condición es aceptada sólo en virtud de sus propios atributos. Impuesta por la autoridad, es aceptada con convicción débil y vacilante. En tal caso, las opiniones que sostengo no son en verdad mis opiniones. Las repito como una lección aprendida de memoria, pero no las comprendo realmente ni puedo exponer las razones sobre las cuales se fundamentan. Mi mente es debilitada, en tanto que se pretende vigorizarla. En lugar de habituarme a la firmeza y la independencia, se me enseña a inclinarme ante la autoridad, sin saber por qué. Los individuos de tal modo encadenados son incapaces, estrictamente hablando, de toda virtud. El primer deber del hombre es no admitir ninguna norma de conducta bajo caución de terceros, no realizar nada sin la clara convicción personal de que es justo realizarlo. El que renuncia al libre ejercicio de su entendimiento, respecto a un tópico determinado, no será capaz de ejercerlo ya, vigorosamente, en ningún otro caso. Si procede en algunas ocasiones de un modo justo, será inadvertidamente, por accidente. La conciencia de su degradación lo perseguirá constantemente. Sentirá la ausencia de ese estado de espíritu, de esa intrépida perseverancia y la tranquila autoaprobación, que sólo confiere la independencia de juicio. Esa clase de seres llegan a ser un remedio y una deformación del hombre; sus esfuerzos son pusilánimes y su vigor para realizar sus propósitos es superficial y hueco.

Incapaces de una convicción, nunca podrán distinguir entre la razón y el prejuicio. Pero no es esto lo peor. Aun cuando un fugaz resplandor de la verdad los hiera, no se atreverán jamás a seguirla. ¿Para qué he de investigar, si la autoridad me dice de antemano lo que debo creer y cuál deberá ser el resultado de la investigación? Aun cuando la verdad se insinúe espontáneamente en mi espíritu, estoy obligado, si difiere de la doctrina oficial, a cerrarme ante las sugestiones de aquella y a profesar ruidosamente mi adhesión a los principios que más dudas provocan en mi espíritu. La compulsión puede manifestarse en diversos grados. Pero supongamos que consista sólo en una ligera presión hacia la insinceridad, ¿qué juicio nos merecerá, desde el punto de vista moral e intelectual, semejante procedimiento? ¿Qué pensaremos de un sistema que induce a los hombres a adoptar ciertas opiniones, bajo la promesa de dádivas o que los aparta del examen de la justicia, mediante la amenaza de penas y castigos? Ese sistema no se limita a desalentar permanentemente el espíritu de la gran mayoría humana —a través de los diversos rangos sociales—, sino que procura perpetuarse, aterrorizando o corrompiendo a los pocos individuos que, en medio del castramiento general, mantienen su espíritu crítico y su amor al riesgo. Para juzgar cuán perniciosa es su acción, veamos como ejemplo el largo reinado de la tiranía papal a través de la sombría Edad Media, cuando tantas tentativas de oposición fueron suprimidas, antes de la exitosa rebelión de Lutero. Aun hoy, ¿cuántos son los que se atreven a examinar a fondo los fundamentos del cristianismo o del mahometanismo, de la monarquía o de la aristocracia, en aquellos países donde aquellas religiones o estos regímenes políticos están establecidos por la ley? Suponiendo que la oposición no se castigara, la investigación no sería aún enteramente imparcial, donde tantas añagazas oficiales se ponen en juego para forzar la decisión en un sentido determinado. A todas estas consideraciones cabe agregar que aquello que en las presentes circunstancias es justo, puede ser erróneo mañana, si las circunstancias resultan otras. Lo justo y lo injusto son fruto de determinado orden de relaciones y éstas se fundan en las respectivas cualidades de los individuos que en ellas intervienen. Cámbiense las cualidades y el orden de relaciones llegará a ser completamente diferente. El trato que he de conceder a mi semejante, depende de mi capacidad y de sus condiciones. Altérese lo uno o lo otro y nuestra situación respectiva habrá cambiado. Me veo obligado actualmente a emplear la coacción con determinado individuo porque no soy lo bastante sabio para corregir con razones su mala conducta. Desde el momento en que me sienta capacitado en ese sentido, emplearé el segundo procedimiento. Quizá sea conveniente que los negros de las Indias Occidentales continúen bajo el régimen de esclavitud, en tanto se les prepare gradualmente para vivir en un régimen de libertad. Es un principio sano y universal de ciencia política que una nación puede considerarse madura para la reforma de su sistema de gobierno cuando ha comprendido las ventajas que encierran dichas reformas y ha manifestado, expresamente su deseo de aplicadas, en cuyo caso debe cumplirse sin dilaciones. Si admitimos este principio, deberemos condenar necesariamente por absurda toda legislación que tenga por objeto mantener inalterado un régimen cuya utilidad ha desaparecido.

Para tener una noción aún más acabada del carácter pernicioso de las instituciones políticas, comparemos en último término explícitamente la naturaleza del espíritu y la naturaleza del gobierno. Es una de las propiedades más incuestionables del espíritu, la de ser susceptible de indefinida perfección. Tendencia inalienable de las instituciones políticas es la de mantener inalterado el orden existente. ¿Es acaso la perfectibilidad del conocimiento un atributo de secundaria importancia? ¿Podemos considerar con frialdad e indiferencia las brillantes promesas que están implícitas en ella para el porvenir de la humanidad? ¿Y cómo habrán de cumplirse esas promesas? Por medio de una labor incesante, de una curiosidad jamás desalentada, de un limitado e infatigable afán de investigación. El principio más valioso que de ello se desprende, es que no podemos permanecer en la inmovilidad, que todo cuanto afecta a la felicidad de la especie humana, libre de toda especie de coerción, ha de estar sujeto a perpetuo cambio; cambio lento, casi imperceptible, pero continuo. Por consiguiente, no puede darse nada más hostil para el bienestar general que una institución cuyo objeto esencial es mantener inalterado determinado sistema de convivencia y de opiniones. Tales instituciones son doblemente perniciosas; en primer lugar, lo que es más importante, porque hacen enormemente laborioso y difícil todo progreso; en segundo lugar, porque trabando violentamente el avance del pensamiento y manteniendo a la sociedad durante cierto tiempo en un estado de estancamiento antinatural, provocan finalmente impetuosos estallidos, los que a su vez causan males que se habrían evitado en un sistema de libertad. Si no hubiera mediado la interferencia de las instituciones políticas, ¿habría sido tan lento el progreso humano en las épocas pasadas, al punto de llevar la desesperación a los espíritus ávidos e ingenuos? Los conocimientos de Grecia y Roma, acerca de los problemas de justicia política eran en algunos aspectos bastante rudimentarios. Sin embargo, han tenido que transcurrir muchos siglos antes de que pudiéramos descubrirlos, pues un sistema de engaños y de castigos ha gravitado constantemente sobre los espíritus, induciendo a los hombres a desconfiar de los más claros veredictos del propio juicio.

La justa conclusión que se deriva de las razones expuestas, no es otra que la ratificación de nuestro principio general de que el gobierno es incapaz de proporcionar beneficios substanciales a la humanidad. Debemos, pues, lamentar, no su inactividad y apatía, sino su peligrosa actividad. Debemos buscar el progreso moral de la especie, no en la multiplicación de las leyes, sino en su derogación. Recordemos que la verdad y la virtud, lo mismo que el comercio, florecerán tanto más cuanto menos se encuentren sometidas a la equívoca protección de la ley y la autoridad. Esta conclusión crecerá en importancia a medida que la relacionemos con los diversos aspectos de la justicia política a que es susceptible de ser aplicada. Cuanto antes la adoptemos en la práctica de las relaciones humanas, antes contribuirá a librarnos de un peso que gravita de un modo intolerable sobre el espíritu y que es en alto grado enemigo de la verdad y el progreso.

Capítulo segundo: De las instituciones religiosas

Una prueba elocuente de los funestos resultados del tutelaje político sobre las opiniones, nos la ofrece el sistema del conformismo religioso. Tomemos como ejemplo la Iglesia anglicana, cuyo clero ha debido suscribir treinta y nueve reglas de afirmación dogmática, que comprenden casi todas las cuestiones de metafísica y moral susceptibles de ser estudiadas. Tengamos en cuenta todos los honores y prebendas que reciben los hombres de esa Iglesia, desde el arzobispo, que sigue en rango a los príncipes de sangre real, hasta el último clérigo de aldea, como puntales de un orden basado en la ciega sumisión y la abyecta hipocresía. ¿Habrá acaso un solo individuo dentro de esa escala jerárquica, libre de pensar por cuenta propia? ¿Habrá siquiera uno que, puesta la mano sobre el corazón, pueda afirmar por su honor y su conciencia que sus emolumentos no influyen en sus juicios? Tal declaración sería absolutamente imposible. Lo más que una persona honesta, en tales condiciones, podría afirmar, sería: Procuro que no influyan; trato de ser imparcial.

El conformismo religioso constituye de por sí una forma de ciega sumisión. En todos los países donde existen instituciones religiosas oficiales, el Estado, por respetuoso que sea de las opiniones y costumbres de los ciudadanos, sostiene a una numerosa clase de individuos, a quienes estimula en el estudio de la virtud y la moral. ¿Qué puede haber más conducente a la felicidad pública? La virtud y la moral son los temas más importantes de la especulación humana y habría que esperar los más fecundos resultados del hecho que un considerable grupo de hombres, dotados de la más esmerada educación, se consagren exclusivamente a desentrañar esos tópicos. Desgraciadamente, esos hombres se encuentran atados por un estricto código, que les fija de antemano las conclusiones a que deberán arrivar en su estudio. La tendencia natural de la ciencia es la de acrecentar incesantemente sus descubrimientos, partiendo del más humilde origen hasta llegar a las más admirables conclusiones. Pero en el caso a que nos referimos, se ha tenido el cuidado de fijarlas de antemano, obligando a los hombres, mediante promesas y castigos, a no ir nunca más allá de las creencias de sus antepasados. Es un sistema planeado para impedir el retroceso, pero impide, sobre todo, avanzar. Se funda en el más absoluto desconocimiento de la naturaleza del espíritu, que nos impone precisamente este dilema: avanzar o retroceder.

Un código de conformismo religioso tiende a convertir a los hombres en hipócritas. Para comprenderlo mejor, es preciso recordar los diversos subterfugios que se han inventado, con el fin de justificar las reglas del clero anglicano. Observemos, de paso, que algunas de esas reglas se basan en el credo de Calvino, si bien durante ciento cincuenta años fue considerado deshonroso en el clero pertenecer a otro dogma que el armenio. Volúmenes enteros han sido escritos para demostrar que si bien esas reglas aceptaban la doctrina de la predestinación, eran susceptibles de ser redactadas en forma distinta, de tal modo que el creyente podía acomodar la redacción a su fe. Clérigos de otra clase basaron sus argumentos en la liberalidad y la amplitud de propósitos de los primeros reformadores, arguyendo que éstos jamás pretendieron tiranizar la conciencia de los hombres, ni cerrar el camino a futuras investigaciones. Finalmente, hubo quienes consideraban dichas reglas tan elásticas que aconsejaban suscribirlas sin creer en ellas, siempre que se cometiera el pecado adicional de eludir posteriormente el cumplimiento de esas fórmulas, que se juzgaban una adulteración de la verdad divina.

Parecería increíble que toda una clase de hombres, consagrados enteramente a la profesión de guías de sus semejantes, libres aparentemente de ambiciones materiales, actuando con la creencia de que el triunfo de la verdad divina y de la virtud humana dependía de sus esfuerzos, se empeñaran en la empresa casuística de demostrar que un hombre podía naturalmente suscribir una fe sin creer en ella. O bien esos hombres creen en sus propios artificios verbales, o no creen en ellos. En este último caso, ¿qué puede esperarse de individuos tan disolutos y sin conciencia? ¿Con qué derecho exhortarán a los demás a practicar la virtud cuando llevan la marca del vicio en la propia frente? Si, por el contrario, creen en lo que dicen, ¿cuál será su capacidad de discernimiento y su sensibilidad moral? Si una profesión de esa índole se cumple con semejante estado de perversión de la verdad y de la razón, ¿podrá admitirse que no afectará profundamente el espíritu de los hombres? Compárese esa desgraciada condición espiritual con los auspiciosos resultados, en virtud y sabiduría, que el esfuerzo de esos hombres podría aportar en provecho de sus semejantes si actuaran libres de la deformación dogmática. Como las víctimas de Circe, conservan su humana inteligencia para sentir más profundamente su degradación. La sed del saber los incita al estudio, pero los frutos del conocimiento son puestos constantemente fuera del alcance de sus desesperados esfuerzos. Sus conciudadanos los consideran maestros de la verdad, pero las instituciones políticas les obligan a un patrón intelectual rígido, a través de las edades y de las distintas manifestaciones del conocimiento.

Tales son los efectos que un código religioso produce en el mismo clero. Veamos ahora sus efectos sobre el resto de los hombres. Estos se ven constreñidos a buscar instrucción y moralidad en seres trabados por la hipocresía, los resortes de cuya inteligencia están falseados y son incapaces de toda acción fecunda. Si el pueblo no estuviera cegado por el celo religioso, descubriría y condenaría de inmediato los graves defectos de sus guías espirituales. Puesto que el pueblo sufre esa ceguera, no dejará de ser contagiado por ese espíritu ruin e indigno, cuya evidencia es incapaz de descubrir. ¿Es que la virtud está tan huérfana de atractivos que es incapaz de ganar adeptos para su propia causa? Lejos de ello. La acción más pura y más justa se vuelve sospechosa si nos la recomiendan personas de dudosa moralidad. El enemigo más maligno de la humanidad no pudo haber inventado nada tan opuesto a nuestra felicidad como el sistema de asalariar a una clase de hombres cuya misión consiste en llevar a sus semejantes, mediante engaños, a la práctica de la virtud.

La elocuente lección de los hechos pone constantemente en evidencia la duplicidad, la prevaricación y el engaño en una clase de hombres cuya razón de ser consiste en la fe sincera. ¿Creéis acaso que todo eso no es objeto de notoriedad pública? La primera idea que la vista de un clérigo sugiere a un hombre del pueblo, es la de un individuo que predica ciertos principios, no porque crea en ellos, sino porque se le paga por hacerlo. El mecanismo de imposición religiosa podrá fracasar en la trasmisión de cualquier otro sentimiento, pero hay uno que no deja jamás de inculcar a sus fieles: el desprecio por la sinceridad sin reservas. Tales son los efectos producidos por la institución política en una época en que pretende más celosamente defender con cuidado paternal a sus súbditos de la seducción y de la depravación.

Estas consideraciones no se refieren a determinado credo o a una orden religiosa en particular, sino a las instituciones eclesiásticas como tales. Siempre que el Estado destine cierta parte de la renta pública al sostenimiento de una religión, significará con ello la concesión de un privilegio en favor de una corriente determinada de opinión, implicando por tanto el ofrecimiento de un estímulo oficial para la adhesión a dicha corriente. Si yo creo necesario recurrir a un director espiritual, con el fin de que me oriente en la vida, recordándome de vez en cuando cuál es mi deber, he de estar en plena libertad de buscarlo por mis propios medios. Un sacerdote que haya sido encargado de cumplir su misión, por la libre voluntad de los creyentes de su parroquia, estará en condiciones superiores de llenar las necesidades espirituales de aquellos creyentes. Pero, ¿por qué se me ha de obligar a contribuir al sostenimiento de una institución, aunque no crea en ella? Si un culto religioso es algo conforme con la razón, hallará de por sí los medios para proveer a su sostén. Constituye un sacrilegio creer que Dios necesita la alianza del Estado. Debe ser una fe en sumo grado falsa y artificiosa, aquella que necesita, para subsistir, la desgraciada intervención del poder político.

Capítulo tercero: De la supresión de las opiniones erróneas en materia de religión y de gobierno

Las mismas ideas que han determinado la creación de instituciones religiosas, han conducido inevitablemente a la necesidad de adoptar medidas para la represión de la herejía. Los mismos argumentos que se aducen para justificar la tutela política de la verdad, deben considerarse válidos para justificar asimismo la persecución política del error. Son argumentos falsos, desde luego, en ambos casos. El error y el engaño son enemigos inconciliables de la virtud; si la autoridad fuera el medio más adecuado para desarmarlos, no sería menester adoptar medidas especiales para ayudar al triunfo de la verdad. Esta proposición, sin duda lógica, tiene, sin embargo, pocos adeptos. Los hombres se inclinan más a abusar de la distribución de premios, que de la inflicción de castigos. No será necesario insisitir mucho en la refutación de aquellos argumentos. Su discusión es, sin embargo, principalmente necesaria por razones de método.

Se han alegado diversas consideraciones en defensa del principio de la restricción de las opiniones. >Es notoria e incuestionable la importancia que tienen las opiniones de los hombres en la sociedad. ¿No ha de tener, pues, la autoridad política bajo su vigilancia esa fuente de la cual surgen nuestras acciones? Las opiniones pueden ser de tan variada índole como la educación y el temperamento de los individuos que las sustentan; ¿no debe el gobierno ejercer, por consiguiente, una supervisión sobre ellas, con el fin de evitar que provoquen el caos y la violencia? No hay idea, por absurda y contraria que sea a la moral y al bien públíco, que no logre conseguir adeptos; ¿permitiremos acaso que semejante peligro se extienda sin trabas y que todo mistificador de la verdad tenga libertad para atraer tantos secuaces como sea capaz de engañar? Es en verdad tarea de éxito dudoso la de extirpar mediante la violencia errores ya arraigados; ¿pero no será deber del gobierno evitar el nacimiento del error, impedir su expansión y la introducción de herejías aún desconocidas? Los hombres a quienes se ha encomendado velar por el bien público, que se consideran autorizados para dictar las leyes más adecuadas para la comunidad, ¿pueden tolerar con indiferencia la difusión de ideas perniciosas y extravagantes, que atacan las propias raíces de la moral y del orden establecido? La sencillez de espíritu y la inteligencia no corrompida por sofisticaciones con los rasgos esenciales que exige el florecimiento de la virtud. ¿No debe el gobierno esforzarse en impedir la irrupción de cualidades contrarias a las mencionadas? Por esa razón, los amigos de la justicia moral han visto siempre con horror el progreso de la infidelidad y de la amplitud de principios. Por eso Catón veía con dolor la introducción en su patria de la condescendiente y locuaz filosofía que había corrompido a los griegos.[78]

Tales razonamientos nos sugieren una serie de reflexiones diversas. En primer término, destaquemos el error en que incurrieron Catón y otros persornajes respetables, que fueron celosos pero equivocados defensores de la virtud. No es necesaria la ignorancia para que el hombre sea virtuoso. Si así fuera, habríamos de convenir en que la virtud es una impostura y que es nuestro deber libramos de sus lazos. El cultivo de la inteligencia no corrompe el corazón. El que posea la ciencia de un Newton y el genio de un Shakespeare, no será por eso una mala persona. La falta de conceptos amplios y comprensivos, puede ser motivo de decadencia, con mayor razón que la liberalidad de costumbres. Supongamos que una máquina imperfecta es descompuesta en todas sus piezas, con objeto de proceder a su mejor reconstrucción. Un espectador tímido y no informado se sentirá presa de temor ante la aparente temeridad del artesano y a la vista del montón de ruedas y palancas en confusión; pensará sin duda que el artesano se proponía destruir la máquina, lo que evidentemente sería un grave error. Es así como a menudo las extravagancias aparentes del espíritu suelen ser el preludio de la más alta sabiduría y como los sueños de Ptolomeo son precursores de los descubrimientos de Newton.

El estudio siempre dará resultado favorable. El espíritu nunca perderá su cualidad esencial. Sería más propio sostener que el incesante cultivo de la inteligencia llevará a la locura, antes que afirmar que desembocará en el vicio. En tanto la investigación continúe y la ciencia progrese, nuestro conocimiento aumentará incesantemente. ¿Hemos de saberlo todo acerca del mundo exterior y nada sobre nosotros mismos? ¿Hemos de ser sabios y clarividentes en todas las materias, menos en el conocimiento del hombre? ¿Es el vicio aliado de la sabiduría o de la locura? ¿Puede acaso el hombre progresar en el camino de la sabiduría, sin ahondar en el conocimiento de los principios que le permitan orientar su propia conducta? ¿Es posible que un hombre dotado de claro discernimiento acerca de lá acción más noble y justa, la más acorde con la razón, con sus propios intereses y con los intereses de los demás, la más placentera en el instante de cumplirse y la más satisfactoria ante el examen ulterior, se niegue no obstante a realizada? Los sistemas mitológicos, construídos sobre la creencia en dioses y en seres sobrenaturales, contenían en medio de sus errores una enseñanza sana al admitir que el aumento del conocimiento y la sabiduría, lejos de conducir al mal y a la opresión, conducían a la justicia y a la bondad.

En segundo lugar, es una equivocación creer que las diferencias teóricas de opinión podían constituir una amenaza de perturbación para la paz social. Esas diferencias sólo pueden ser peligrosas cuando se arman del poder gubernamental, cuando constituyen partidos que luchan violentamente por el predominio en el Estado, lo que generalmente ocurre en oposición o en apoyo de un credo particular. Allí donde el gobierno es suficientemente sensato como para guardar una rigurosa equidistancia, las más opuestas sectas llegan a convivir en armonía. Los mismos medios que se emplean para preservar el orden son las causas principales de perturbación. Cuando el gobierno no impone leyes opresivas a ningún partido, las controversias se desarrollan en el plano de la razón, sin necesidad de acudir al garrote o a la espada. Pero cuando el propio góbierno enarbola la insignia de una secta, se inicia la guerra religiosa, el mundo se llena de inexpiables querellas y un diluvio de sangre inunda la tierra.

En tercer lugar, la injusticia que significa castigar a los hombres en razón de sus ideas y opiniones, será más comprensible si reflexionamos acerca de la naturaleza del castigo. El castigo constituye una forma de coerción que debe emplearse lo menos posible, limitándolo a los casos en que una urgente necesidad lo justifique. Existe esta necesidad, ante individuos que han probado ser de carácter esencialmente pernicioso para sus semejantes, propensos a reincidir en la ejecución de actos dañinos de naturaleza tal que no sea posible precaverse contra ellos. Pero esto no ocurre en el caso de opiniones erróneas o de falsos argumentos. ¿Que alguien afirma una mentira? Nada más adecuado, pues, que confrontarla con la verdad. ¿Pretende embrollarnos con sofismas? Opóngase la luz de la razón y sus patrañas se disiparán. Hay en este caso una clara línea de orientación. El castigo, que es aplicación de la fuerza, sólo debe ser empleado allí donde la fuerza actuó previamente, en forma ofensiva. En cambio, cuando se trata de afrontar conceptos erróneos o falsos argumentos, sólo hay que acudir a las armas de la razón. No seríamos criaturas racionales si no creyéramos en el triunfo final de la verdad sobre el error.

Para formarnos una idea justa sobre el valor de las leyes punitivas contra la herejía, imaginemos un país suficientemente dotado de tales leyes y consideremos el probable resultado de las mismas. Su objeto, en principio, consiste en impedir que los hombres sustenten determinadas opiniones o, en otras palabras, que piensen de determinada manera. ¿No es ya pretensión absurda la de poner grilletes a la sutilidad del pensamiento? ¿Cuántas veces tratamos en vano de expulsar una idea de nuestra propia mente? Tengamos en cuenta, además, que las amenazas y las prohibiciones sólo sirven para estimular la curiosidad en torno a la cosa prohibida. Se me prohibe admitir la posibilidad de que Dios no exista, de que los estupendos milagros atribuídos a Moisés o a Cristo jamás tuvieron lugar, de que los dogmas del credo de Anastasio eran erróneos. Debo cerrar los ojos y seguir ciegamente las opiniones políticas y religiosas que mis antepasados creyeron sagradas. ¿Hasta cuándo será esto posible?

Señalemos otra consideración, quizás trivial, pero no menos oportuna para reforzar nuestro punto de vista. Swift ha dicho: Permítase que los hombres piensen como quieran, pero prohíbase la difusión de ideas perniciosas.[79] A lo cual podría responderse, sencillamente: Os agradecemos la buena voluntad; ¿pero cómo podríais castigar nuestra herejía, aun queriendo hacerlo, si la mantenemos oculta? La pretensión de castigar las ideas es absurda; podemos callar las conclusiones a que nos lleva nuestro pensamiento. Pero el curso mismo del pensar que nos ha llevado a dichas conclusiones, no puede ser suprimido. Pero si los ciudadanos no son castigados por sus ideas, pueden ser castigados por la difusión de las mismas. Eso no es menos absurdo que lo anterior. ¿Con qué razones persuadiréis a cada habitante de la nación a que se convierta en un delator? ¿Cómo convenceréis a mi íntimo amigo, con quien comparto mis más recónditos pensamientos, a que abandone mi compañía para correr ante un magistrado y denunciarme, con el objeto de que se me arroje en la prisión? En los países donde rige semejante sistema, ocurre una guerra permanente. El gobierno trata de inmiscuirse en las más íntimas relaciones humanas y el pueblo procura resistirlo, acudiendo para ese efecto a todas las argucias imaginables.

Pero el argumento más importante que, a nuestro juicio, cabe aducir en este caso, es el siguiente. Supongamos que se aplican todas esas restricciones. ¿Cuál será la suerte del pueblo que ha de sufrirlas? Aun cuando no puedan cumplirse totalmente, en su mayor parte se cumplirán. Aunque el embrión no sea destruído, pueden los obstáculos impedir que se desarrolle normalmente. Las razones que pretenden justificar el establecimiento de un sistema represivo de las opiniones, se suponen inspiradas en la benéfica preocupación de preservar la virtud y evitar la depravación de costumbres. ¿Pero son esos medios adecuados para tal objetivo? Comparemos una nación cuyos ciudadanos, libres de toda presión y amenaza, no temen expresarse ni actuar de acuerdo con los principios que consideran más justos, con otro país donde el pueblo se siente permanentemente cohibido de hablar o de pensar acerca de las más esenciales cuestiones relativas a su propia naturaleza. ¿Puede haber nada más degradante que el espectáculo de ese pánico colectivo? Un pueblo cuyo espíritu es de tal modo deformado, ¿será capaz de grandes acciones o nobles propósitos? ¿Puede la más abyecta de las esclavitudes ser considerada como el estado más perfecto y ajustado a la naturaleza humana?

No está demás recordar aún otro argumento, igualmente valioso. Los gobiernos, lo mismo que los individuos, no son infalibles. Los consejos de los príncipes y los parlamentos de los reinos, están a menudo más expuestos a incurrir en error que el pensador aislado en su gabinete. Pero, dejando a un lado consideraciones de mayor o menor razón, cabe señalar, según se desprende de la experiencia y de la observación de la naturaleza, humana, que consejos y parlamentos están sujetos a cambiar de opinión. ¿Qué forma de religión o de gobierno no ha sido patrocinada alguna vez por una autoridad nacional? Atribuyendo a los gobiernos el derecho de imponer una creencia, les concedemos la facultad de imponer cualquier creencia. ¿Son el paganismo y el cristianismo, las religiones de Mahoma, de Zoroastro y de Confucio, la monarquía y la aristocracia, sistemas igualmente dignos de ser perpetuados entre los hombres? ¿Habremos de admitir que el cambio constituye la mayor desgracia de la humanidad? ¿No, tenemos derecho a confiar en el progreso, en el mejoramiento de nuestra, especie? ¿Acaso las revoluciones en materia política y las reformas en religión no han traído más beneficios que daños a la humanidad? Todos los argumentos que se aducen en favor de la represión de las herejías, pueden reducirse a la afirmación implícita y monstruosa de que el conocimiento de la verdad y la adopción de justos principios políticos son hechos totalmente indiferentes para el bienestar de la humanidad.

Las razones expuestas contra la represión violenta de las herejías religiosas son válidas en el caso de las herejías políticas. La primera reflexión que hará una persona razonable, será: ¿Qué constitución es esa que no permite jamás que se le considere objeto de examen, cuyas excelencias deben ser constantemente alabadas, sin que sea lícito inquirir en qué consisten? ¿Puede estar en el interés de una sociedad proscribir toda investigación acerca de la justicia de sus leyes? ¿Sólo hemos de ocuparnos de insignificantes cuestiones de orden inmediato, en tanto nos está prohibido indagar si hay algo esencialmente erróneo en los fundamentos de la sociedad? La razón y el buen sentido inducen a pensar mal de un sistema demasiado sagrado para permitir el examen de su contenido. Algún grave defecto debe existir donde se teme la intromisión de un observador curioso. Por otra parte, si cabe dudar de la utilidad de las disputas religiosas, es innegable que la felicidad de los hombres se halla íntimamente ligada al progreso de la ciencia política.

¿Pero no provocarán los demagogos y declamadores la subversión del orden, introduciendo las más espantosas calamidades? ¿Qué régimen habrán de imponer los demagogos? La monarquía y la aristocracia constituyen los más grandes y duraderos males que han afligido a la humanidad. ¿Convencerán aquellos al pueblo de la necesidad de instituir una nueva dinastía de déspotas hereditarios que lo opriman? ¿Les propondrán la creación de un nuevo cuerpo de bandidos feudales para imponer a sus semejantes una bárbara esclavitud? La más persuasiva elocuencia será incapaz de lograr tales designios. Los argumentos de los demagogos no ejercerán influencia apreciable en las opiniones políticas, a menos que tengan por fundamento verdades innegables. Aun cuando el pueblo fuera tan irreflexivo que intentara llevar a la práctica las incitaciones de los demagogos, los males que de ahí pudieran resultar serán insignificantes en relación con los que día a día comete el más frío despotismo. En realidad, el deber del gobierno, en tales casos, es ser moderado y equitativo. La sola fuerza de los argumentos no llevará al pueblo a cometer excesos si no lo empuja a ello la evidencia de la opresión. Los excesos no son nunca fruto de la razón, ni tampoco únicamente del engaño. Son consecuencia de las insensatas tentativas de la autoridad, encaminadas a contrariar y sofocar el buen sentido de la especie humana.

Capítulo cuarto: De los juramentos de fidelidad

La mayor parte de los argumentos anteriormente citados, en relación con las leyes penales en materia de opinión, son igualmente aplicables en los casos de los juramentos de fidelidad, políticos o religiosos. La distinción entre premios y castigos, entre mayor y menor grado, tiene poca importancia, desde que se trata de desalentar la legítima curiosidad del intelecto mediante la protección oficial de ciertas opiniones en perjuicio de otras, lo cual es de por sí injusto y evidentemente contrario al bien general.

Dejando a un lado la cuestión del juramento religioso, que consideramos haber dilucidado suficientemente en un capítulo anterior,[80] examinemos un concepto que tiene defensores entre personas de espíritu liberal, relativo a la justificación del juramento político. ¿Por qué no hemos de establecer un juramento federal, un juramento de fidelidad a la nación, a la ley, a la República? ¿Cómo, pues, habremos de distinguir entre los amigos y los enemigos de la libertad?

Ciertamente, no puede concebirse un método más ineficaz e inicuo al mismo tiempo que el de un juramento nacional. ¿Cuál es el lenguaje que, en una justa interpretación, emplea la ley que impone esa espécie de juramento? Ella dice a una parte de los ciudadanos: Sabemos muy bien que sois nuestros amigos; reconocemos que el juramento es completamente superfluo respecto a vosotros. Sin embargo, debéis cubrir las apariencias, pues nuestro verdadero propósito es el de imponerlo a otras personas, cuya lealtad es mucho más dudosa. A la otra parte se dirá lo siguiente: Tenemos vehementes sospechas acerca de vuestra adhesión a la causa común; estas sospechas pueden ser justas o injustas. Si son injustas, hacemos mal en alimentar una prevención contra vosotros y más aún en imponeros esta humillación. Si son justificadas, os obligamos, o bien a incurrir en una deshonesta simulación, o bien a confesar sinceramente. Si sois sinceros, os castigaremos; si sois deshonestos, os recibiremos como buenos amigos.

Pero aún esto es mucho prometer. El deber y el sentido común nos obligan a vigilar a las personas sospechosas, aun cuando estas juren ser inocentes. Las precauciones que estaremos obligados a tomar, ¿no serán suficientes, sin que sea preciso imponerles aquella humillación? ¿No existen acaso maneras de descubrir si una persona es digna de confianza, sin necesidad de interrogarla al respecto? El que sea un enemigo tan peligroso que no podamos tolerarlo en la comunidad, revelará esa condición por su propia conducta, sin que tengamos que colocarnos en la penosa situación de tentarlo a cometer un acto de prevaricación. Si se tratara de un hipócrita tan sutil que fuese capaz de burlar toda nuestra vigilancia, ¿se cree que sentirá algún escrúpulo en agregar a sus delitos el delito de perjurio? ...

... La fidelidad a la ley es un compromiso de tan complicada naturaleza que infunde terror al espíritu que reflexiona detenidamente al respecto. Un mecanismo legal, practicado por seres humanos, nunca puede ser infalible. Frente a leyes que considero injustas, tengo el derecho de ejercer toda especie de oposición, salvo la de abierta violencia. En relación con la magnitud de su injusticia, es mi deber luchar por su abolición. La fidelidad a la nación es de naturaleza no menos equívoca. Tengo una obligación superior hacia la causa de la justicia y del bien de la hUmanidad. Si mi patria acometiera una empresa injusta, mi fidelidad hacia ella sería en ese caso un crimen. Si la empresa es justa, tengo el deber de contribuir al éxito de la misma, no porque yo sea uno de los ciudadanos de la nación, sino porque así me lo impone un mandato de justicia.

Añádase a esto lo que ya dijimos acerca de la obediencia[81] y se tendrá la completa evidencia de que todos los juramentos de fidelidad son fruto de la tiranía. El gobierno no tiene ningún derecho a impartirme órdenes y, en consecuencia, no puede ordenarme que preste determinado juramento. Sus únicas funciones legales le autorizan a imponerme cierto grado de coacción si, mediante mis actos, pongo de manifiesto una conducta perjudicial para la colectividad y a reclamar cierta contribución para fines útiles para el interés general.

... Cuando juro fidelidad a la ley, puedo pensar sólo en algunos aspectos de la misma. Cuando juro fidelidad a la nación, al rey y a la ley, lo hago en tanto que creo que los tres poderes coinciden entre sí y que la autoridad del conjunto concuerda con el bien público. En resumen, esta amplitud de interpretación reduce el juramento a lo siguiente: Juro que mi deber es hacer todo aquello que considero justo. ¿Quién puede contemplar sin pena e indignación semejante prostitución del lenguaje? ¿Quién puede pensar, sin horrorizarse, en las consecuencias de la pública y constante lección de duplicidad que esto significa?

Pero admitamos que exista en la comunidad cierto número de miembros lo suficientemente simples e ignorantes como para creer que el juramento encierra una obligación estrictamente literal. ¿Qué se desprenderá de ello? Esas personas pensarán que se les incita a incurrir en sacrilegio si alguien tratase de convencerles de que no deben tal fidelidad al rey, ni a la ley ni a la patria. Se negarán, horrorizados, a escuchar esos argumentos. Pero probablemente habrán escuchado lo bastante para envidiar luego a quienes, libres de todo juramento, podían permitirse la satisfacción de oir sin temor las palabras de sus vecinos; a aquellos que podían permitirse la libertad de dar curso a su pensamiento y de seguir intrépidamente el camino hacia donde los llevan los dictados de su propia conciencia. Ellos, por su parte, habían prometido no pensar más en su vida. La complacencia en este caso es inadmisible. Pero un voto de inviolable fidelidad a determinado régimen, ¿no reducirá inevitablemente el vigor de su pensamiento y la agilidad de su espíritu?

Nos exponemos a sufrir una triste decepción si esperamos disfrutar de los favorables resultados que traería la abolición de la monarquía y la aristocracia, en tanto que mantengamos el despreciable sistema del juramento de fidelidad, esencialmente perturbador de la distinción entre los conceptos de justicia e injusticia. Un gobierno que ofrece constantemente estímulos a la hipocresía y al jesuitismo, no es menos aborrecible para una conciencia recta que un gobierno fundado en órdenes y en privilegios hereditarios. No es de imaginar hasta qué punto los hombres llegarían a ser francos en sus expresiones, sinceros en sus costumbres, llanos en su trato, si las instituciones políticas no les inculcaran permanentemente el hábito de la mentira y el disimulo. No hay lenguaje humano capaz de describir los inextinguibles beneficios que surgirían de la práctica universal de la sinceridad.

Capítulo quinto: De los demás juramentos

Las mismas razones que han probado lo absurdo de los juramentos de fidelidad, son aplicables a todos los demás juramentos que se exigen para el desempeño de cargos y el cumplimiento del deber. Si ocupo un cargo público sin prestar juramento, ¿cuál será mi deber? El juramento que me es impuesto, ¿será capaz de alterar el cumplimiento de mi deber? En el supuesto negativo, ¿no significa implícitamente la imposición de una mentira? La falsa afirmación de que un compromiso directo crea un deber no dejará de producir un efecto pernicioso sobre la conciencia de la mayoría de los hombres afectados por ello. ¿Cuál es la verdadera garantía de que desempeñaré fielmente el cargo que se me ha confiado? Indudablemente, mi vida pasada y no la solemne declaración que se me obliga a hacer en el momento. Si mi pasado ha sido intachable, esa compulsión constituye una afrenta inmerecida. Si no lo fue, constituye algo peor.

No sin profunda indignación recordamos la prostitución de los juramentos que ofrece la historia de los modernos países europeos y particularmente del nuestro. Vemos ahí uno de los medios de que se valen los gobernantes para librarse de responsabilidades, descargándolas sobre los demás ciudadanos. Es también un recurso que idearon los legisladores para cubrir la ineficacia de sus leyes, obligando a los individuos a prometer el cumplimiento de lo que el poder era incapaz de realizar. Equivale a mostrar con una mano la tentación para el pecado y con la otra la orden perentoria de no ceder a la tentación. Se obliga a un hombre a comprometerse, no sólo por lo que respecta a su propia conducta, sino también por la de las personas que de él dependen. Oblígase a ciertos funcionarios (en particular a los guardianes de iglesia) a prometer una inspección que está por encima de los límites de las facultades humanas y les obliga a responder de la actividad de individuos que están bajo su jurisdicción, a quienes no pueden ni desean obligar. ¿Creerá alguien, en edades futuras, que todo comerciante de alguna importancia, en artículos sujetos a impuesto, ha sido inducido por la ley del país a conciliar su conciencia con el pecado de perjurio, como una necesidad para el ejercicio de su profesión?

Queda por considerar una clase de juramento que encuentra defensores entre personas bastante ilustradas para rechazar los de otra índole. Nos referimos al juramento que presta un testigo ante un tribunal de justicia. Por su carácter particular, no le son aplicables las objeciones opuestas a los juramentos de fidelidad, de cumplimiento del deber y de desempeño de un cargo. No se trata ya de obligar a un hombre a comprometer su asentimiento a una proposición que el legislador ha elaborado previamente. Se le pide simplemente que dé fe de ciertos hechos que son de su conocimiento, expresándose con sus propias palabras. No se le exige ningún compromiso respecto a acontecimientos futuros, ni se le obliga, por consiguiente, a cerrar su mente a nuevos conceptos que pudieran regular su conducta. Simplemente se le pide dar prenda de veracidad acerca de hechos que han ocurrido.

Tales circunstancias atenúan el mal, pero son incapaces de convertirlo en un bien. Los hombres de firme carácter y alto sentido de dignidad, han de sentir como una afrenta la obligación de reforzar sus afirmaciones con un juramento. La constitución inglesa reconoce, en forma parcial e imperfecta, la verdad de este hecho. Establece que, en tanto el común de los hombres están obligados a declarar bajo juramento, los nobles sólo serán requeridos a hacerlo bajo su honor. ¿Podrá la razón justificar esta diferencia?

En verdad, no hay nada más lleno de falsa moralidad que la recepción de juramentos en los tribunales de justicia. Se dice al testigo: No te creemos bajo tu simple palabra. Pocas son las personas de espíritu bastante fuerte para no sentirse rebajadas cuando en momentos solemnes se les trata con desprecio. Para las de espíritu débil, ello equivale a concederles una indulgencia plenaria que les autoriza a pisotear la verdad en las contingencias de la vida diaria, cuando no se sienten ligadas a la solemnidad de un juramento. Nos atrevemos a afirmar, sin temor a equivocarnos, que no hay fuente más abundante de engaños, de insinceridad y prevaricato que la práctica del juramento en los tribunales de justicia. Ella enseña a considerar la verdad, en las cuestiones del trato cotidiano, como algo trivial, carente de valor. Se tiene por supuesto qué ningún hombre, al menos de la clase plebeya, merece ser creido bajo su sola palabra. Y lo que se admite por supuesto, tiene una tendencia irresistible a producirse.

Agréguese a esto una corruptela común a todas las instituciones políticas, la inversión de los eternos principios de moral. ¿Por qué he de sentirme particularmente cuidadoso de lo que afirmo delante de un tribunal? Porque ello afecta la libertad, la reputación y quizás la vida de un semejante. Esta legítima razón es relegada mediante un artificio a lugar secundario, para destacar que debemos decir la verdad, sólo porque la autoridad nos exige que lo hagamos bajo juramento, prestado en la forma y el momento que la autoridad disponga. Todas las tentativas de reforzar las obligaciones morales por medios espúreos y estímulos ficticios, sólo tendrán como consecuencia relajar dichas obligaciones.

Los hombres no actuarán con ese noble espíritu de justicia y la consciente rectitud que constituye su mayor galardón, si no adquieren la plena comprensión de lo que la condición humana significa. El que haya contaminado sus labios con un juramento, deberá contar con el apoyo que confiere una profunda educación moral para poder sentir después la nobleza de la simple y llana sinceridad. Si nuestros directores políticos hubieran dispuesto de la mitad del ingenio y del saber que emplearon en corromper a la humanidad, en la misión más digna de enaltecer la virtud y la justicia, nuestro mundo sería un paraíso terrenal, en lugar de parecerse a un matadero ...

Capítulo sexto: De la difamación

En el examen de la herejía política y religiosa,[82] hemos anticipado algunas consideraciones relacionadas con uno de los principales aspectos de la ley contra los libelos; si los argumentos allí expuestos son válidos, se deducirá de ellos la imposibiliadd de castigar en justicia ningún escrito o discurso que se considere agraviante para la religión o el gobierno.

Es difícil establecer una base segura de distinción que permita precisar claramente la naturaleza del libelo. Cuando estoy penetrado por la magnitud de un tema, es imposible que se me diga que sea lógico, pero no elocuente. Ni que trate de comunicar a mis lectores la impresión de que determinadas teorías o instituciones son ridículas, cuando estoy plenamente convencido de que lo son ciertamente. Mejor fuera prohibir que trate el tema en absoluto, que impedirme hacerlo en la forma, a mi juicio, más adecuada a la índole del asunto. Sería en verdad una tiranía harto candorosa la que proscribiera: Podéis escribir contra las instituciones que defendemos, siempre que lo hagáis en forma estúpida e ineficaz; podéis estudiar e investigar cuanto os plazca, siempre que frenéis vuestro ardor cuando llegue el momento de publicar vuestras conclusiones, tomando especial cuidado en evitar que el público participe de las mismas. Por otra parte, las normas de discriminación al respecto serán siempre arbitrarias y podrán significar un instrumento de persecución y de injusticia en manos de un partido dominante. Ningún razonamiento parecerá lícito, a menos que sea trivial. Si hablo en tono enérgico, se me acusará de incendiario. Si impugno procedimientos censurables, en lenguaje sencillo y familiar, pero mordaz, seré tachado de bufón.

Sería verdaderamente lamentable que la verdad, favorecida por la mayoría y protegida por los poderosos, fuera demasiado débil para afrontar la lucha con la mentira. Es evidente que una proposición que puede sostener la prueba de un atento examen, no requiere el apoyo de leyes penales. La clara y simple evidencia de la verdad prevalecerá sobre la elocuencia y los artificios de sus detractores, siempre que no intervenga la fuerza para decidir la cuestión en algún sentido. El engaño se desvanecerá aunque los amigos de la verdad sean la mitad de lo perspicaces que suelen ser los abogados de la mentira. Es un alegato bien triste el que se expresa de este modo: somos incapaces de discutir con vosotros; por lo tanto os haremos callar por la fuerza. En tanto los enemigos de la justicia se limiten a lanzar exhortaciones, no hay motivo serio de alarma. Cuando comiencen a emplear la violencia, siempre estaremos a tiempo para contestarles con la fuerza.

Hay, sin embargo, una especie de libelos que requiere una consideración especial. El libelo puede no tener por objeto ilustración alguna en materia política, religiosa o de cualquier otra índole. Su finalidad consistirá, por ejemplo, en lograr la congregación de una gran multitud, como primer paso para la realización de actos de violencia. En general, se considera libelo público todo escrito que pone en tela de juicio la justicia de un sistema establecido. No puede negarse que una severa y desapasionada demostración de la injusticia sobre la cual descansan ciertas instituciones, tiende a producir la destrucción de tales instituciones, no menos que la más alarmante insurrección. No obstante, tengamos en cuenta que escritos y discursos son medios adecuados y convenientes para promover cambios en la sociedad, mientras la violencia y el tumulto son medios equívocos y peligrosos. En el caso de una específica tentativa de insurrección, las fuerzas regulares de la sociedad pueden intervenir legalmente. Esta intervención puede ser de dos tipos. O bien consistirá sólo en la adopción de medidas precaucionales destinadas a disolver la multitud insurrecta o en medidás punitivas contra los individuos acusados de atentar contra la paz de la comunidad. La primera de esas formas es aceptable y justa y, en caso de ser prudentemente ejercida, será adecuada para sus fines. La segunda ofrece algunas dificultades. El libelo cuyo confesado propósito es la inmediata provocación de la violencia, es algo muy distinto de una publicación donde las cualidades esenciales de una institución son tratadas con la mayor libertad; por consiguiente han de aplicarse normas distintas para juzgar ambos casos. La mayor dificultad surge aquí del concepto general sobre la naturaleza del castigo, el cual repugna a los principios normativos de la conciencia y cuya práctica, si no puede eliminarse por completo, debe confinarse a los límites más estrechos posibles.[83] El juicio y la experiencia en los casos judiciales han llevado a establecer una distinción precisa entre crímenes que sólo existieron en la intención y los que se han manifestado en actos concretos. En lo que concierne exclusivamente a la necesidad de prevención, los primeros son tan acreedores a la hostilidad social como los últimos. Pero la prueba de las intenciones reposa por lo general sobre circunstancias inciertas y sutiles y los amigos de la justicia se estremecerán ante la idea de fundar un procedimiento sobre base tan dudosa. Puede admitirse que quien ha dicho que todo ciudadano honesto de Londres debe presentarse armado a St. George Field, sólo afirmó algo que creía sinceramente que era lo mejor que debía hacerse. Pero este argumento es de naturaleza general y es aplicable a todo lo que se denomina crimen, no sólo a la exhortación sediciosa en particular.

El que realiza una acción cumple lo que supone lo mejor, y si la paz de la sociedad hace necesario que por eso sufra una coacción, trátase ciertamente de una necesidad de índole muy penosa. Estas consideraciones se basan en el supuesto de que la insurrección es indeseable y que trae más males que beneficios, lo cual indudablemente ocurre con frecuencia, pero que puede no ser siempre cierto. Nunca se recordará demasiado que en ningún caso existe el derecho a ser injusto, a castigar una acción meritoria. Todo gobierno, como todo individuo, debe seguir sus propias nociones de la justicia, bajo riesgo de equivocarse, de ser injusto y, por consiguiente, pernicioso.[84] Estos conceptos sobre incitaciones a la sublevación son aplicables, con ligeras variantes, a las cartas injuriosas dirigidas a particulares.

La ley de libelos, como ya dijimos, se divide en dos partes: libelos contra instituciones y medidas públicas y libelos contra personas privadas. Muchas personas que se oponen a que los primeros sean objeto de castigo, admiten que los últimos deben ser perseguidos y sancionados. El resto del presente capítulo será dedicado a demostrar que esta última opinión es igualmente errónea.

Debemos reconocer, sin embargo, que los argumentos en que se funda esa opinión, son a la vez impresionantes y populares. No hay bien más valioso que una honesta reputación. Lo que poseo, en tierras y otras riquezas, sólo son bienes convencionales. Su valor es generalmente fruto de una imaginación pervertida. Si yo fuera suficientemente sabio y prudente, el despojo de esos bienes me afectaría escasamente. En cambio, quien daña mi reputación, me produce un mal irreparable. Es muy grave que mis conciudadanos me crean desprovisto de principios y de honestidad. Si el daño se limitara a eso, sería imposible soportarlo con tranquilidad. Yo carecería de todo sentido de justicia, si fuera insensible al desprecio de mis semejantes. Dejaría de ser hombre si no me sintiera afectado por la calumnia, que me priva de amigos queridos y me quita toda posibilidad de expansión espiritual. Pero eso no es todo aún. El mismo golpe que destruye mi buen nombre reduce grandemente, cuando no aniquila por completo, mi valor en la sociedad. En vano trataré de probar mis buenas intenciones y de ejercer mi talento en ayuda de otros, pues mis propósitos serán siempre mal interpretados. Los hombres no escuchan las razones de aquel a quien desprecian. Tras haber sido vilipendiado en vida, será execrado después de muerto, en tanto perdure su memoria. ¿Qué conclusión habremos de derivar de todo eso, sino que un crimen peor que el robo, peor quizá que el asesinato, merece un castigo ejemplar?

La respuesta a todo eso será dada en forma de ilustración de dos proposiciones: primero, que es necesario decir la verdad; segundo, que es necesario que los hombres aprendan a ser sinceros.

Primero: es necesario decir la verdad. ¿Cómo podrá cumplirse esta máxima, si se nos prohibe hablar de ciertos aspectos de un tema? Se trata de un caso similar al de las religiones y al de las instituciones políticas. Si sólo hemos de escuchar elogios a las cosas, tales como están, sin permitir jamás una objeción, nos sentiremos arrullados en un plácido sopor, pero no alcanzaremos nunca la sabiduría.

Si un velo de parcialidad se extiende sobre los errores de los hombres, será fácil comprender que ello beneficiará al vicio y no a la virtud. No hay nada que amedrente tanto el corazón del culpable como el temor a verse expuesto a la observación pública. Por el contrario, no hay recompensa más digna de ser otorgada a las eminentes cualidades de un hombre que el pleno reconocimiento público de sus virtudes.

Si la investigación no restringida acerca de principios abstractos se considera de extrema importancia para la humanidad, tampoco debe descuidarse el cultivo de la investigación acerca del carácter individual. Si se dijera siempre la verdad acerca de las acciones humanas, la rueda y la horca habrían sido borradas ya de la faz de la tierra. El bribón desenmascarado se vería obligado, en su propio interés, a volverse honesto. Mejor dicho, nadie llegaría a ser un bribón. La verdad lo seguiría en sus primeros ensayos irresolutos y la desaprobación pública lo detendría al comienzo de la carrera.

Hay muchas personas que pasan por virtuosas y que tiemblan ante la audacia de una proposición semejante. Temen sentirse descubiertas en su molicie y su estolidez. Su torpeza es el resultado del injustificable secreto que las costumbres y las instituciones políticas han extendido sobre los actos individuales. Si la verdad fuera expresada sin reservas, no existirían personas de esa condición. Los hombres obrarían con decisión y claridad si no tuvieran el hábito del ocultamiento, si sintieran a cada paso sobre ellos el ojo de la colectividad. ¿Cuál no sería la rectitud del hombre que estuviera siempre seguro de ser observado, seguro de ser juzgado con discernimiento y tratado con justicia? La debilidad de espíritu perdería de inmediato su influencia sobre aquellos que hoy la sufren. Los hombres se sentirían apremiados por un poderoso impulso a mejorar su conducta.

Podría quizá replicarse: Este es un hermoso cuadro. Si la verdad pudiera decirse universalmente, el resultado sería, sin duda, excelente; pero tal posibilidad no pasa de ser una fantasía.

No. El descubrimiento de la verdad individual y personal puede efectuarse por el mismo método que el descubrimiento de una verdad general, es decir por el estudio y la discusión. Del choque de opiniones opuestas, la razón y la justicia saldrán gananciosas. Cuando los hombres reflexionan detenidamente sobre un objeto, terminan por formarse acerca del mismo una idea justa.

Pero ¿puede suponerse que los hombres tendrán suficiente capacidad de discernimiento para rechazar espontáneamente la difamación? Sí; la difamación no engaña a nadie por su contenido intrínseco, sino por la sugestión coercitiva que la rodea. El hombre que desde una sombría mazmorra es sacado a la plena luz del día, no puede distinguir exactamente, al principio, los colores, pero el que jamás estuvo soterrado puede hacerlo sin dificultad alguna. Tal es la situación de los hombres actualmente; su discernimiento es pobre, porque no se hallan habituados a la práctica del mismo. Las historias más inverosímiles tiene hoy gran acogida, pero no ha de ocurrir lo mismo cuando seamos capaces de discriminar justamente sobre las acciones humanas.

Es posible que al principio, si fueran eliminadas todas las trabas para la palabra escrita y hablada y los hombres se sintieran alentados a expresar públicamente todo cuanto piensen, la prensa fuese inundada por torrentes de maledicencia. Pero las calumnias correspondientes perderían importancia en razón de su multiplicidad. Nadie sería objeto de persecución, aunque cundiera la mentira a su costa. En poco tiempo el lector, habituado a la disección del carácter, adquiriría un criterio discriminativo. O bien descubriría la impostura en el absurdo intrínseco de la misma o no atribuirá finalmente a ninguna difamación más valor que el que surja de su propia evidencia.

La difamación, como cualquier otro asunto humano, hallaría remedio adecuado si no mediara la perniciosa intervención de las instituciones políticas. El difamador —el que difunde calumnias— o bien inventa las historias que relata o las cuenta con un tono de seguridad que no corresponde de ningún modo a las pruebas que posee sobre su certeza. En ambos encontrará su castigo en el juicio público. Las consecuencias de su miserable acción recaerán sobre él mismo. Pasará por un maligno calumniador o por un criticón temerario e irresponsable. La maledicencia anónima será casi imposible en un ambiente donde nada se ocultase. Pero si alguien intentara practicada, cometería una torpeza, pues allí donde no existe una excusa honesta y racional para la ocultación, el deseo de ocultarse probaría la bajeza de sus móviles.

La fuerza no debe intervenir en la represión de los libelos privados, porque los hombres deben aprender a ser sinceros. No hay rama de la virtud más esencial que aquella que nos obliga a dotar de lenguaje a nuestros pensamientos. El que está acostumbrado a decir lo que sabe que es falso y a callar lo que sabe que es verdadero, vive en estado de perpetua degradación. Si yo tuve la oportunidad de observar las malas acciones de alguien, mi sentido de justicia me incitará a amonestarlo y a prevenir a quienes esas acciones pudieran causar daño. Puedo tener suficientes motivos para presentar al individuo en cuestión como mala persona, si bien no lo sean para probar su culpabilidad ante un tribunal y para justificar una condena. No puede ser de otro modo; debo describir su carácter tal como lo veo: bueno, malo o ambiguo. La ambigüedad dejaría de existir si cada cual confesara sinceramente sus sentimientos. Ocurre aquí algo semejante a la relación amistosa. Una oportuna explicación evita siempre conflictos. Los malentendidos se disiparían fácilmente si no tuviéramos el hábito de rumiar afrentas imaginarias.

Las leyes represivas de la difamación son, propiamente hablando, leyes que restringen la sinceridad en las relaciones humanas. Crean una lucha permanente entre los dictados del libre juicio personal y el aparente sentir de la comunidad, relegan a la sombra los principios de la virtud y hacen indiferente la práctica de los mismos. Cuando chocan entre sí sistemas contradictorios, disputándose la dirección de nuestra conducta, nos volvemos indiferentes a todos ellos. ¿Cómo he de compenetrarme del divino entusiasmo por el bien y la justicia, cuando se me prohibe indagar en qué consisten? Hay leyes que determinan, contra el objeto de su hostilidad, sanciones de escasa importancia y poco frecuentes. Pero la ley de la difamación pretende usurpar la función de dirigirnos en nuestra conducta cotidiana y, mediante constantes amenazas de castigos, tiende a convertirnos en cobardes, gobernados por los móviles más bajos y disolutos.

El valor consiste en ese caso, más que en cualquier otro, en atreverse a decir todo aquello cuyo conocimiento puede conducir al bien. Raramente se nos presentan oportunidades de realizar acciones que requieren una extraordinaria determinación, pero es nuestro deber permanente administrar sabiamente nuestras palabras. Un moralista podrá decimos que la moralidad consiste en el gobierno de la lengua; pero ese aspecto de la moral ha sido subvertido desde hace tiempo. En lugar de aprender qué es lo que debemos decir, aprendemos a conocer qué es lo que debe ocultarse. En lugar de educarnos en la práctica de la virtud activa, que consiste en tratar de hacer el bien, se nos inculca la creencia de que el fin esencial del hombre es no hacer el mal. En vez de fortalecer nuestro espíritu, se nos inculcan máximas de astucia y duplicidad, mal llamadas de prudencia.

Comparemos el carácter de los hombres así formados, que son los hombres que nos rodean, con el de aquellos que ajustan su espíritu a los mandatos de la sinceridad. Por un lado vemos una perpetua cautela que rehuye la mirada observadora, que oculta en mil repliegues las genuinas emociones del corazón, que teme acercarse a quienes saben leer en el mismo y expresan lo que leen. Aunque dotados de cierta apariencia exterior, esos seres son apenas sombras de hombres, pues carecen de alma y de substancia. ¡Oh, cuándo viviremos en un mundo de realidades, donde los hombres se revelen tales como son, según el vigor de su pensamiento y la intrepidez de sus acciones! Lo que permite al hombre superar halagos y amenazas, extraer la propia felicidad del interior de sí mismo, ayudar y enseñar a los demás, es la fortaleza de espíritu. Todo lo que concurre a aumentarla es digno de nuestra más alta estimación. Todo lo que tiende a inculcar la debilidad y el disimulo en las almas merece execración eterna.

Hay otro aspecto importante relacionado con este problema. Se trata de los benéficos efectos que habrá de producir el hábito de combatir el veneno de la mentira con el único antídoto real: el de la verdad.

A pesar de los argumentos laboriosamente reunidos para justificar la ley que nos ocupa, una persona que reflexione con detenimiento se dará fácihnente cuenta de la deficiencia de aquellos. Los modos de reaccionar un culpable y un inocente ante una acusación son distintos, pero la ley los confunde a ambos. El que se sienta firme en su honradez y no se halle corrompido por los métodos gubernamentales, dirá a su adversario: publica lo que quieras contra mí; la verdad está de mi parte y confundirá tus patrañas. Su sentido de rectitud y de justicia le impedirá decir: acudiré al único medio congruente con la culpabilidad: te obligaré a callar. Un hombre impulsado por la indignación y la impaciencia puede iniciar una persecución contra su acusador, pero difícihnente logrará que su actitud merezca la simpatía de un observador imparcial. El sentimiento de éste se expresaría con las siguientes palabras: ¡Cómo, no se atreve a permitir que escuchemos lo que dicen contra él!

Las razones en favor de la justicia, por diferentes que sean los motivos concretos a que se refieren, siguen siempre líneas paralelas. En este caso son válidas las mismas consideraciones respecto a la generación de la fortaleza de espíritu. La tendencia de todo falso sistema político es adormecer y entorpecer las conciencias. Si no estuviésemos habituados a recurrir a la fuerza, pública o individual, salvo en los casos absolutamente justificados, llegaríamos a sentir más respeto por la razón, pues conoceríamos su poder. ¡Cuán grande es la diferencia entre quien me responde con demandas e intimaciones y el que no emplea más arma ni escudo que la verdad! Este último sabe que sólo la fuerza debe oponerse a la fuerza y que al alegato debe contestarse con el alegato. Desdeñará ocupar el lugar del ofensor, siendo el primero en romper la paz. No vacilará en enfrentar con el sagrado escudo de la verdad al adversario que empuña el arma deleznable de la mentira, gesto que no sería calificable de valeroso si no lo hicieran tal los hábitos de una sociedad degenerada. Fuerte en su conciencia, no desesperará de frustrar los ruines propósitos de la calumnia. Consciente de su firmeza, sabrá que una explicación llana, cada una de cuyas palabras lleve el énfasis de la sinceridad, infundirá la convicción a todos los espíritus. Es absurdo creer que la verdad deba cultivarse de tal modo que nos habituemos a ver en ella un estorbo. No la habremos de subestimar teniendo la noción de que es tan impenetrable como el diamante y tan duradera como el mundo.

Capítulo séptimo: De las constituciones

Una cuestión íntimamente ligada al punto de vista político de las opiniones es sugerida por la doctrina, actualmente en boga, acerca de las constituciones. Se ha dicho que las leyes de todo Estado regular se dividen naturalmente en dos especies distintas: leyes fundamentales y leyes accesorias. Las primeras son las que tienen por objeto establecer los órganos del poder y fijar las normas permanentes que deben regir los asuntos públicos. Las últimas son las que dictan posteriormente los poderes constituídos. Admitida esta diferencia, se infiere que éstas son de importancia secundaria y que aquellas deben ser promulgadas con mucha más solemnidad y declaradas menos susceptibles de modificaciones que las de segunda categoría. La Asamblea Nacional francesa de 1789, preocupada por rodear el fruto de su labor de todas las garantías imaginables, a fin de hacerlo inmortal, llevó este concepto hasta sus extremas consecuencias. La constitución no debía ser alterada bajo ningún sentido en un período de diez años posterior a su promulgación. Todo cambio que después se hiciera en ella debía ser aprobado por dos Asambleas ordinarias sucesivas. Cumplido este requisito debía elegirse una Asamblea Constituyente, la que no podría alterar ningún punto de la constitución que no hubiera sido previamente señalado a tal efecto.

Es fácil observar que el espíritu de tales precauciones se halla en abierta contradicción con los principios sostenidos en la presente obra. Por unanimidad y para siempre, fue el lema que presidió las labores de aquella Asamblea. Surgidos apenas de las sombras de una monarquía absoluta, pretendieron sus miembros dictar normas de sabiduría a las futuras edades. Parecían soñar con esa sublimación del intelecto, con esa cúspide de perfección que probablemente sea el destino de una lejana posteridad.

No es propio del espíritu humano el sentir trabadas sus expresiones por los grilletes de un perpetuo quietismo, sino el sentirse en plena libertad para ceder a los estímulos espirituales que lo conduzcan a una verdad más perfecta. La forma más conveniente de sociedad, a juicio de un espíritu ilustrado, será aquella que menos se base en principios inmutables. Si ello es cierto, debemos convenir que la idea de dar carácter intangible a la constitución del Estado, y de hacer a las llamadas leyes fundamentales menos susceptibles de modificaciones que las demás es completamente errónea.

Es probable que ese error haya surgido originariamente de las formas de monopolio político que vemos establecidas en todo el mundo civilizado. El gobierno no pudo constituirse legítimamente más que por elección del pueblo; o, para hablar más propiamente (pues este principio, aunque popular y justo, es más aparente que real), el gobierno tuvo que ajustar sus disposiciones a los conceptos sobre la verdad y la justicia que prevalecían en un momento dado. Pero vemos que actualmente el gobierno se halla en todo o en parte administrado por un rey o por un cuerpo nobiliario y afirmamos razonablemente que las leyes dictadas por estas autoridades son una cosa distinta de las leyes de las cuales las mismas derivan su existencia. No tenemos en cuenta, sin embargo, que, sea cual fuera su origen, esas autoridades son de naturaleza injusta. Si no hubiéramos estado acostumbrados a los gobiernos arbitrarios y tiránicos, no hubiéramos pensado jamás en separar un conjunto de leyes con carácter intangible, bajo el nombre de constitución.

Cuando vemos a determinados individuos o cuerpos colegiados ejercer la dirección exclusiva de los negocios públicos, nos sentimos inclinados a preguntar en virtud de qué razones disponen de tal poder. Se nos dirá que lo ejercen por mandato de la constitución. Esa pregunta no tendrá sentido allí donde no hubiera otro poder que el ejercido por el pueblo, a través de un cuerpo de representantes y de funcionarios que actúen en su nombre, cuyos mandatos estén siempre sujetos a revisión o cancelación, pues sería absurdo inquirir por qué la gente dispone de la autoridad ...

Pero volvamos a la cuestión de las disposiciones permanentes. Tanto si admitimos como si rechazamos la diferencia entre legislación constitucional y legislación ordinaria, será igualmente cierto desde un punto de vista moral que el derecho del pueblo a cambiar su constitución es inherente a la propia existencia de la misma. El principio de intangibilidad es en tal caso el mayor de los absurdos. Equivale a decir a la nación: Estás convencida de que tal o cual cosa es justa, de que quizá es necesario realizarla inmediatamente; no obstante deberás esperar diez años para hacerlo.

La insensatez de tal sistema quedará ilustrada —si se requieren nuevas ilustraciones— con el siguiente dilema: O bien el pueblo debe gobernarse de acuerdo con sus propios conceptos de la verdad y de la justicia o no debe gobernarse de acuerdo con ellos. Esta última situación sólo es concebible bajo un régimen de absoluta tiranía. Pero si el primer término del dilema es justo, entonces resulta incongruente decir a las gentes: Esta forma de gobierno que habéis establecido nueve años atrás, es la única legítima; en cambio es ilegítima la forma que vuestro sentir actual reclama ahora, así como es absurdo pretender que el pueblo sea gobernado por algún insolente usurpador o por el mandato de sus lejanos antepasados.

Es indudable que una Asamblea nacional elegida en forma ordinaria está tan autorizada para cambiar las leyes fundamentales como para modificar cualquiera de las ramas menos importantes de la legislación. Esa facultad no será peligrosa sino allí donde aún se conserven restos considerables de monarquía y aristocracia, en cuyo caso el principio de intangibilidad constitucional sería una garantía harto débil. Lo que exige la justicia es que ninguna Asamblea, aunque fuese elegida con la más extraordinaria solemnidad, tenga facultad para imponer leyes contrarias al concepto público del derecho; en tanto que cualquier autoridad, legítimamente designada, tendrá capacidad para operar cambios si éstos son reclamados por la opinión pública. La distinción entre leyes constitucionales y comunes será siempre confusa y nociva en la práctica. Las Asambleas ordinarias se sentirán cohibidas en su propósito de sancionar medidas de gran beneficio para el pueblo, por el temor de infligir un agravio a la constitución. En un país cuyo pueblo se halle animado por sentimientos de igualdad y donde ningún monopolio político sea tolerado, hay poco peligro de que una Asamblea nacional se disponga a realizar cambios perniciosos y aún hay menos probabilidades de que el pueblo se someta a las malas consecuencias eventuales de los mismos o que no posea los medios para neutralizarlos rápidamente y sin alteraciones de la tranquilidad pública. El lenguaje de la razón, en este caso, sería el siguiente: Dadnos equidad y justicia, no constituciones; permitid que sigamos sin trabas los dictados de nuestro propio juicio y que cambiemos las formas del orden social a medida que avancemos en capacidad y conocimientos.

La opinión más corriente en Francia respecto a este punto, en el momento de hallarse en funciones la Convención Nacional, era que la misión de este cuerpo debía limitarse a elaborar un proyecto de constitución, proyecto que posteriormente sería sometido a la aprobación de los distritos y sólo después de obtenerla tendría fuerza de ley. Este concepto merece un serio examen.

La primera idea que nos sugiere es que si las leyes constitucionales deben estar sujetas a la aprobación de los distritos, todas las demás leyes, debieran sufrir igual proceso, entendiendo por leyes todas las disposiciones de carácter general, aplicables a casos particulares. Y aún pudiera reclamarse el mismo procedimiento para algunos casos de aplicación concreta de la ley, que por su índole admitieran la inevitable dilación. Es un grave error considerar que la importancia de estos problemas se gradúa en escala descendente, de lo fundamental a lo ordinario y de lo ordinario a lo particular. La Asamblea más correctamente constituída puede sancionar la más odiosa injusticia. Una ley cuyo principal objeto fuera combatir la doctrina de la transubstanciación, haría más daño a la colectividad, que una ley que dispusiera cambiar de dos años a uno o a tres el período de duración de los legisladores. Como hemos visto,[85] es una cuestión más bien de resorte ejecutivo que legislativo y sin embargo es evidente que un impuesto excesivo o injusto sería de efectos más perniciosos que cualquier otra medida aislada que pudiera concebirse.

Hay que observar, además, que la aprobación solicitada a los distritos, de cierto número de artículos constitucionales, puede ser real o engañosa. Si se les exige que se decidan simplemente por la afirmativa o por la negativa, la consulta será engañosa. Es difícil, para cualquier individuo o cuerpo colegiado, en debido uso de su discernimiento, resolver un asunto complicado de ese modo. Lo más probable será que se aprueben ciertos aspectos y se rechacen otros. Por otra parte, si los artículos a considerar fuesen discutidos detenidamente, comenzaría una serie de compromisos y de transacciones, cuyo fin no podría preverse. Algunos distritos objetarían determinados artículos y si éstos se modificaran de acuerdo con sus deseos, es probable que la modificación no fuera del agrado de otros distritos. ¿Cómo podríamos asegurarnos de que los disidentes no crearían su gobierno aparte? Las razones que se adujeran para persuadir a una minoría de distritos a ceder ante la opinión de la mayoría, no serán tan claras y convincentes como las que eventualmente pudieran inclinar a la minoría de una asamblea a ceder ante la mayoría de la misma.

En todos los casos de adopción práctica de determinado principio, es necesario que nos demos cuenta claramente de su significado y de sus inevitables consecuencias. Este que se refiere al consentimiento de los distritos, contiene implícitamente la tendencia hacia la disolución del gobierno. ¿No es, pues, altamente absurdo que dicho principio sea abrazado por las mismas personas que se declaran fervientes partidarias de la completa unidad administrativa de un gran imperio? Aquél se funda en la base común del principio de autogobierno individual, que es de esperar que llegue a prevalecer pronto sobre la acción coercitiva de la sociedad. Si es conveniente que las resoluciones más importantes de la representación nacional sean sometidas a la aprobación o rechazo de los distritos, lo es por la misma razón que hace deseable que los actos de los propios distritos sean puestos en vigor, cuando cuenten con la aprobación de los individuos a quienes tales actos afecten.

La primera consecuencia que habría de resultar de la aplicación efectiva y no ilusoria de ese principio, sería la reducción de la constitución a muy pocos artículos. La imposibilidad de obtener una aprobación expresa de una gran cantidad de distritos, para un código muy complicado, se manifestará de inmediato. Mas, ¿por qué ha de existir una complejidad legislativa en un país donde el pueblo se gobierne a sí mismo? La constitución de un país en tales condiciones podría limitarse a dos artículos; el primero establecería la división del territorio en distritos iguales por su población, y el segundo fijaría períodos determinados para la elección de la Asamblea nacional, sin contar que aún este artículo podría suprimirse.

Una segunda consecuencia que se desprende del principio que estamos considerando, es la siguiente: Ya vimos que, por las mismas razones por las que se someten los artículos constitucionales a la aprobación de los distritos, deberían someterse a ella las más importantes medidas legislativas. Pero al cabo de algunas experiencias en ese sentido, se comprobará que el procedimiento de enviar las leyes a los distritos para su aprobación —salvo en los casos de seguridad general— constituye un rodeo innecesario y que, por consiguiente, sería preferible permitir, en todos los casos en que fuera posible, que los distritos elaboren sus propias leyes sin la intervención de la Asamblea nacional. La justeza de esta afirmación está implícitamente contenida en el párrafo anterior, donde señalamos la muy limitada extensión que en justicia podría comprender la constitución de un gran país como, por ejemplo, Francia. En realidad, con tal de que el país fuera dividido en distritos adecuados, con el derecho a enviar representantes a una Asamblea nacional, no resultaría ningún perjuicio para la causa común, pues se permitiría a cada distrito regular sus cuestiones internas de acuerdo con sus propios conceptos de justicia. De ese modo, lo que antes fuera un gran imperio con unidad legislativa, se convertiría rápidamente en una confederación de pequeñas Repúblicas, con un Consejo General o Consejo anfictiónico, para llenar las necesidades de la cooperación en determinadas cuestiones extraordinarias. Las ideas de un gran imperio y de la unidad legislativa son resabios bárbaros de la época del heroísmo militar. A medida que el poder político sea restituído a los ciudadanos y simplificado hasta el punto de identificarse con una administración parroquial, el peligro de rivalidades y malentendidos se irá desvaneciendo. A medida que la ciencia del gobierno sea despojada de las misteriosas apariencias con que hoy se reviste, la verdad social se pondrá en evidencia y los distritos se volverán dóciles y flexibles a los dictados de la razón.

Una tercera consecuencia, sumamente importante, que se deriva del mencionado principio, es la gradual extinción de la ley. Una gran Asamblea, constituída por personas elegidas en las diversas provincias de un vasto país y erigida en legislador único para todos los habitantes del mismo, implica necesariamente la idea de una enorme cantidad de leyes para regular las actividades de aquéllos. Una gran ciudad, impelida por los impulsos de la ambición comercial, no tarda en asimilar el frondoso texto de sus estatutos y privilegios. Pero los habitantes de un pequeño distrito, como viven en el grado de sencillez que más corresponde a las necesidades y a la verdadera naturaleza del ser humano, llegarán pronto a comprender que son innecesarias las leyes generales y decidirán las cuestiones que ante ellos se presenten sin sujetarse a ciertos axiomas previamente establecidos y de acuerdo con las circunstancias y las demandas de cada caso particular. Era preciso que consignásemos tal consecuencia en este lugar. Acerca de los beneficios que resultarán de la abolición de las leyes, nos ocuparemos en detalle en el libro siguiente.

La principal objeción que suele oponerse a la idea de una confederación, como sustituto de la unidad legislativa, es la posibilidad de que los grupos integrantes de la confederación se aparten entre sí, negándose a cooperar en el apoyo de la causa común. Para conceder a esta objeción toda su fuerza, supongamos que la sede de la confederación, Francia, por ejemplo, se halle rodeada de naciones cuyos gobiernos ansían suprimir, por todos los medios de la violencia y la astucia, el insolente espíritu de libertad que surge de la nación vecina. Aun en tales condiciones, puede creerse que el peligro es más imaginario que real. Estando la Asamblea Nacional imposibilitada para usar la fuerza contra los distritos, deberá limitarse a exhortarles; es fácil comprender que nuestro poder de persuasión se decuplica desde el momento en que en él radican todas nuestras esperanzas. La Asamblea describirá con la mayor claridad y sencillez los beneficios de la independencia; tratará de convencer al pueblo de que no persigue otro propósito que el de lograr que cada distrito y, si fuera posible, cada individuo, actúen sin restricciones, de acuerdo con sus propias ideas del bien; que bajo sus auspicios no habrá tiranía, ni castigos, arbitrarios, tal como resulta del celo de tribunales y consejos; no habrá, exacciones y apenas si habrá impuestos. Algunas reflexiones respecto a esto último han de tener resultados inmediatos. Es imposible que en un país liberado de los inveterados males del despotismo, el amor a la libertad no alcance grandes proporciones. Los partidarios de la causa pública, serán, pues, muchos; los descontentos, pocos. Si un pequeño número de distritos estuvieran tan ciegos como para entregarse a la opresión y a la esclavitud, es probable que pronto se arrepentirían de ello. Su deserción, inspirará redoblada energía a los más ilustrados y valerosos. Será un glorioso ejemplo si los campeones de la causa de la libertad declaran que no desean otro apoyo que el voluntario. Actitud tan magnánime no dejará de beneficiar su causa en lugar de perjudicarla.

Capítulo octavo: De la educación nacional

La dirección que en mayor o menor grado ejerce el gobierno sobre 1a educación pública, es uno de los medios de que suele valerse para influir en la opinión general. Es digno de ser notado que la idea de tal dirección cuenta con el apoyo de algunos de los más celosos partidarios de las reformas políticas. Por consiguiente, su examen merece nuestra más escrupulosa atención.

Los argumentos en favor de esa idea fueron ya anticipados. Las personas designadas para ejercer altas funciones públicas y para velar, por lo tanto, por el bienestar general, no pueden ser indiferentes al cultivo de la mente infantil, permitiendo que el azar decida acerca de su buena o mala formación. No es posible lograr que el amor al bien público y el patriotismo sean las virtudes dominantes de un pueblo, si no se hace de su enseñanza en la primera juventud una cuestión de interés nacional. Si se permite que la educación de la juventud sea confiada únicamente al cuidado de los padres o de la benevolencia accidental de otras personas, ¿no resultará necesariamente que algunos jóvenes serán educados en la virtud, otros en el vicio y otros serán desprovistos de toda educación? A estas consideraciones se ha agregado que la máxima que ha prevalecido en la mayoría de los países civilizados, según la cual la ignorancia de la ley no justifica la violación de la misma, es en alto grado inicua; que el gobierno puede en justicia castigarnos por delitos determinados si previamente no nos ha prevenido respecto de los mismos, cosa que no puede cumplirse, a menos que exista algo semejante a una educación pública.

La bondad o la inconveniencia de esta teoría será determinada por la consideración acerca de la tendencia benéfica o maligna que ella implique. Si la intervención de los magistrados en un sistema de educación general fuera favorable al bien público, sería ciertamente injustificable que tal función no se cumpliera. Si, por el contrario, esa intervención resultara perjudicial, sería injustificable y erróneo preconizarla.

Los defectos de un sistema de educación nacional derivan en primer lugar del hecho que toda institución oficial implica necesariamente la idea de permanencia y conservación. Ese sistema procura expresar y difundir todo cuanto es ya conocido, de utilidad social, pero olvida que queda aún mucho más por conocer. Suponiendo que en el momento de implantarse ofrezca los beneficios más substanciales del conocimiento, llegará a ser gradualmente inútil a medida que su duración se prolongue. Pero el concepto de inutilidad no expresa exactamente sus defectos. Más aún, restringe el vuelo del espíritu y lo sujeta a la fe en errores probados. Se ha observado con frecuencia que la enseñanza impartida en universidades y otros establecimientos públicos se hallaba atrasada en un siglo con respecto a los conocimientos que poseían los miembros de la misma sociedad, libres de trabas y prejuicios. Desde el momento en que un sistema adquiere forma institucional, ofrece de inmediato esta característica inconfundible: el horror al cambio. A veces una violenta conmoción puede obligar a los voceros oficiales de un caduco sistema filosófico, a decidirse por otro menos anticuado; en cuyo caso se sentirán tan pertinazmente apegados a la segunda doctrina, como lo habían estado respecto a la primera. El verdadero progreso intelectual requiere que las mentes trabajen con suficiente agilidad para captar los conocimientos alcanzados por los hombres más ilustrados, de la época, tomándolos como punto de partida para nuevas adquisiciones y nuevos descubrimientos. Pero la educación pública ha gastado siempre sus energías en el mantenimiento del prejuicio. En vez de dotar a sus alumnos de la capacidad necesaria para someter cualquier proposición a la prueba del examen, les enseña el arte de defender los dogmas establecidos. Estudiamos a Aristóteles, a Tomás de Aquino, a Belarmino o a Coke, no con el ánimo de descubrir sus posibles errores, sino con la disposición de que nuestro espíritu se identifique con todos los absurdos en que aquéllos han incurrido. Este rasgo es común a todos los establecimientos públicos y aún en esa insignificante institución de las Escuelas dominicales, donde se enseña principalmente a venerar a la iglesia anglicana y a inclinarse humildemente ante todo individuo elegantemente vestido. Todo lo cual es en absoluto contrario al verdadero interés del espíritu y debe olvidarse antes de adquirir el verdadero conocimiento.

La capacidad de perfeccionamiento es una característica propia del espíritu humano. El hombre renuncia a su más elevado atributo cuando se adhiere a principios que su conciencia rechaza, aunque anteriormente los hubiera hallado justos. Cesa de vivir intelectualmente desde que se cierra a sí mismo el camino de la investigación. Ya no es un hombre, sino el espectro de alguien que fue. Nada más insensato que establecer separación entre un credo y las razones objetivas de las que depende su validez. Si yo pierdo la capacidad de comprobar la evidencia de esas razones, mi convicción no será otra cosa que un prejuicio. Influirá sobre mis actos a modo de prejuicio, pero no podrá animarlos como una real captación de la verdad. La diferencia que hay entre el hombre guiado de este modo y el que conserva íntegramente la libertad de su espíritu, es la diferencia que media entre la cobardía y el valor. El hombre que es, en el mejor sentido, un ser intelectual, se complace en revisar constantemente las razones que lo han llevado a determinada convicción, en repetir esas razones a sus semejantes, susceptibles de ser igualmente convencidos, lo que al mismo tiempo confiere a aquéllas mayores consistencia en su propio espíritu; estará además siempre bien dispuesto a recibir objeciones, pues no siente la vanidad de consolidar un prejuicio. El que sea incapaz de realizar tal saludable ejercicio no podrá cumplir ninguna función meritoria. Resulta por lo tanto que ningún principio puede ser más funesto en el orden de la educación, que el que nos enseña a considerar como definitivo y no sujeto a revisión un juicio determinado. Esto es aplicable tanto a los individuos como a las comunidades. No existe proposición suficientemente válida para justificar la creación de instituciones destinadas a inculcarla de un modo definitivo en los espíritus. Todo puede ser objeto de lecturas, de examen, de meditación. Pero evitemos la enseñanza de credos o de catecismos, sean ellos políticos o morales.

En segundo lugar, la idea de una educación nacional se funda en la incomprensión del espíritu humano. Todo lo que un hombre hace por sí mismo, estará bien hecho. Todo lo que sus vecinos o el Estado procuran hacer por él, estará mal hecho. La sabiduría nos aconseja incitar a los hombres a obrar por sí mismos, no a mantenerlos en un estado de eterno tutelaje. El que estudie porque quiere estudiar, captará los conocimientos que recibe, comprendiendo plenamente su sentido. El que enseña por vocación, lo hará con energía y entusiasmo. Pero desde el momento en que una institución pública se encarga de asignar a cada cual la función que debe desempeñar, todas las tareas serán cumplidas con frialdad e indiferencia. Las universidades y otros establecimientos oficiales de enseñanza, se han destacado desde hace tiempo por su formal estupidez. La autoridad civil me confiere el derecho de emplear mi propiedad de acuerdo con determinados propósitos; pero es vana presunción creer que puedo trasmitir mis opiniones del mismo modo que puedo transferir mi fortuna. Suprimid todos los obstáculos que impiden a los hombres conocer la verdad y les traban en la persecución de su propio bien; pero no tratéis de eximirles absurdamente del esfuerzo necesario para tal efecto. Lo que yo adquiero porque es mi voluntad obtenerlo, lo estimo en su justo valor. Pero lo que me es gratuitamente concedido, podrá hacerme indolente, pero no puede hacerme respetable. Es en sumo grado insensato pretender procurar a alguien los medios de ser feliz, independientemente de su propio esfuerzo. La concepción de Un sistema de educación nacional se basa en la idea tantas veces refutada en el curso de esta obra —pero que se nos presenta nuevamente en mil formas distintas— de que es imposible ilustrar a los hombres si no es por medio de verdades oficializadas.

En tercer lugar, el principio de educación nacional debe ser rechazado en razón de su evidente alianza con el principio de gobierno. Se trata de una alianza de naturaleza más formidable que la antigua y muchas veces repudiada unión entre la Iglesia y el Estado. Antes de poner una máquina tan poderosa en manos de un agente tan equívoco, debemos reflexionar bien en las consecuencias de tal acción. El gobierno no dejará de emplear la máquina de la educación para fortalecer su propio poder y para perpetuar sus instituciones. Aun suponiendo que los funcionarios del gobierno tengan la mejor intención de realizar algo que a su juicio sea meritorio, el mal no será por eso menor. Sus opiniones, en tanto que institutores de un sistema de educación, serán indudablemente análogas a las que sostienen como políticos. Los mismos conceptos que determinan su conducta como estadistas, inspirarán sus métodos de enseñanza. Es falso que la juventud deba ser enseñada a venerar una constitución, por excelente que ésta sea. Debe enseñársele a venerar la verdad, y sólo en la medida en que la constitución participe de la verdad, de acuerdo con un juicio independiente, será merecedora de veneración. Si el sistema de educación nacional hubiera sido aplicado cuando el despotismo se hallaba en su apogeo, es probable que no hubiera logrado sofocar enteramente la voz de la verdad, pero es seguro que hubiera obstaculizado de un modo considerable su desarrollo. Aun en aquellos países donde prevalece la libertad, es razonable suponer que son admitidos muchos errores y una educación nacional tiende esencialmente a perpetuar esos errores, ajustando todos los espíritus de acuerdo con un molde único.

No creemos que la observación de que el gobierno no puede castigar en justicia a los delincuentes, a menos que previamente les haya enseñado a conocer la virtud y a distinguirla del pecado, deba merecer una respuesta especial. Es de desear que la humanidad no tenga que aprender una lección tan importante por un medio tan corrompido. El gobierno puede presumir razonablemente que los hombres que viven en sociedad saben distinguir qué actos son criminales y contrarios al bien público, sin que sea menester declararlo por ley y anunciarlo por medio de heraldos o por los sermones de los clérigos. Se ha dicho que la simple razón es suficiente para enseñarme que no debo herir a mi vecino, pero nunca me prohibirá enviar un fardo de lana fuera de Inglaterra o imprimir la constitución francesa en España. Esta reflexión nos lleva a la esencia del problema. Los verdaderos crímenes son discernidos sin necesidad de la enseñanza de la ley. Los supuestos crímenes, que escapan al discernimiento de nuestra conciencia, son en verdad actos inocentes. Es indudable que mi propio entendimiento jamás me enseñará que la exportación de lana es un delito. Pero no creo que en verdad lo sea por el hecho de que una ley lo establezca. Es un triste y despreciable justificativo de inicuos castigos, el anunciado previamente a los hombres que deberán ser sus víctimas. Se trata de un remedio peor que la enfermedad. Aniquiladme, si queréis; pero no tratéis de destruir en mi espíritu el discernimiento entre lo justo y lo injusto, mediante la llamada educación nacional. La idea de tal educación y aún la necesidad de una ley escrita, jamás hubieran tomado cuerpo si el gobierno y la jurisprudencia no hubieran realizado la arbitraria conversión de lo inocente en culpable.

Capítulo noveno: De las pensiones y los estipendios

Las pensiones y estipendios, el modo usual de recompensar los servicios públicos, deben ser abolidos. La labor para la comunidad es de naturaleza más desinteresada que aquella que se cumple para procurar la propia subsistencia; es desvirtuada cuando se la recompensa mediante un salario. Sea éste grande o pequeño, hará, desde que existe, que muchos deseen el puesto por sus ventajas materiales. Las funciones de naturaleza permanente se convertirán en un oficio.

Otra consideración que debe tenerse muy en cuenta al respecto, es la fuente de la cual se obtiene el valor de los salarios: la renta pública, las gabelas que se imponen a la colectividad. No existe un modo viable de obtener lo superfluo de una colectividad. Si el impuesto exige diez libras de quien gana cien en un año, para ser estrictamente equitativo debiera reclamar novecientas diez libras de quien gana mil. Pero el impuesto será siempre desigual y opresivo; arrancará el bocado duramente ganado de las manos del campesino y eximirá a aquel cuyos derroches constituyen una afrenta a la justicia. No diré que un hombre de claro discernimiento y espíritu independiente preferirá morir de hambre antes que vivir a costa pública; pero creo que difícilmente pueda imaginarse un medio de subsistencia menos apropiado para una persona de tales condiciones.

Sin embargo, no existe ahí una dificultad insuperable. La mayoría de las personas elegidas para empleos públicos, en las circunstancias actuales, dispondrán de una fortuna adecuada a su propio sostén. Los que pertenezcan a una clase más modesta, serán seleccionados sin duda en mérito a su relevante talento, lo que naturalmente les procurará recursos extraordinarios. Se considera deshonroso vivir de la generosidad privada, pero el deshonor radica sólo en la imposibilidad de conciliar tal situación con la independencia de juicio. Pero por lo demás, no se le pueden hacer muchas de las objeciones que surgen contra el sistema del estipendio público. Yo puedo recibir de vosotros, como justo tributo, lo que os resulta superfluo, en tanto que dedico mi actividad a cuestiones mucho más importantes que la de ganarme la vida; pero he de recibido con una indiferencia absoluta por la ventaja personal, tomando sólo lo estrictamente necesario para atender a mis necesidades. El que escuche los dictados de la justicia y haga oídos sordos a las exhortaciones de la vanidad, preferirá que las instituciones de su país lo destinen a ser sostenido por la virtud de los particulares antes que depender de estipendio público. Esa virtud será incrementada cuanto más se estimule en la acción práctica, como pasa en todos los demás casos. Pero, ¿qué ocurrirá al que tenga mujer e hijos? Si la ayuda de una sola persona le fuera insuficiente, podrán sostenerlo entre varios. Que haga en vida lo que Eudamidas dispuso en el momento de su muerte: dejar que su madre sea sostenida por un amigo y la hija por otro. He ahí el único impuesto equitativo, el que toda persona que se considera habilitada para ello ha de admitir de por sí, sin tratar de descargarlo sobre los pobres. El hecho de que ese sistema de servicio público sin retribución oficial, tan común en antiguas Repúblicas, sea actualmente considerado impracticable por hombres de espíritu liberal, constituye un impresionante ejemplo del poder de los gobiernos venales en la generación del prejuicio. No es de creer que los lectores que anhelan la abolición del gobierno y de las leyes vacilen en cuanto a la realización de un paso tan natural hacia la finalidad deseada.

No hemos de imaginar que la existencia de la comunidad dependa de los servicios de un individuo. En un país donde las personas aptas para desempeñar servicios públicos sean raras, el puesto de honor corresponderá a quienes, desde su gabinete, contribuyen a despertar las virtudes adormecidas de sus conciudadanos. Allí donde tales personas abundan, no será difícil compensar, durante el corto período de la duración de sus funciones, la escasez de medios de que disponen para su subsistencia. No es tarea fácil describir las ventajas que resultarán de tal sistema. El funcionario público tendrá en cuenta constantemente los móviles de la colectividad y de la benevolencia general. Procurará desempeñar su cargo cada vez con mayor diligencia y desinterés. Los hábitos creados por una vida austera y una alegre pobreza, que no habrán de ocultarse en un rincón obscuro, sino que deberán ser mostrados a la luz pública para ser debidamente honrados por todos, conquistarán pronta a la colectividad y prepararán al funcionario que obre así para alcanzar mayores progresos.

La idea de que el que actúa en nombre del pueblo debe ostentar cierta figuración y vivir con opulencia para inspirar respeto, no es digna de mayor consideración. El espíritu mismo de la presente obra se encuentra en abierta pugna con tan pobre concepto. Si éste no ha sido ya refutado, será vano intentarlo en este lugar. Se cuenta que los ciudadanos de los Países Bajos, que conspiraban para derribar el yugo austríaco, acudían a los lugares de reunión llevando cada cual su alforja con provisiones. ¿Quién será capaz de menospreciar esa sencillez y esa honorable pobreza? La abolición de los estipendios hará sin duda necesaria la simplificación y reducción de los negocios públicos, lo cual será un positivo beneficio y no una desventaja.

Se dirá que ciertos funcionarios de categorías inferiores, tales como empleados y recaudadores de impuestos, ejercen una función permanente y por tanto debe proveerse a su subsistencia de igual modo. Aun admitiendo esta objeción, afirmamos que sus consecuencias son de orden secundario. El puesto de un empleado de oficina o de un recaudador, es similar al de un traficante y no es posible considerar al mismo nivel funciones que requieren una gran elevación de espíritu. La fijación de un estipendio para tales funciones, aun considerada como cuestión temporaria, puede prolongarse indefinidamente.

Pero si se admite como excepción, debe hacerse con suma cautela. El que desempeñe un cargo público, deberá sentir toda la responsabilidad que su cumplimiento entraña. No podemos admitir el desempeño de tal función, sin estar animados por un gran celo público. De otro modo cumpliríamos nuestro deber con frialdad e indiferencia. No es eso todo. La abolición de los sueldos públicos llevará a la abolición de ciertas funciones a las cuales se considera indispensable asignar un estipendio. Si no tenemos guerras en el exterior, ni estipendios en el interior, los impuestos se harán innecesarios. Y si no tenemos impuestos que recaudar, tampoco hemos de necesitar empleados que se ocupen de esa tarea. En el sistema más simplificado de institución política que aconseja la razón, difícilmente habrá cargos complicados que desempeñar, y si existieran algunos, serán facilitados por la rotación perpetua de sus titulares.

Si se abolieran los estipendios, con mayor razón aún deberían suprimirse las calificaciones económicas; en otros términos, debería anularse la reglamentación que exige la posesión de determinados bienes, como condición indispensable para tener el derecho a elegir o ser elegidos para funciones públicas. Es un tiránico abuso el pedir a los ciudadanos que deleguen en alguien el desempeño de determinada función y prohibirles al mismo tiempo designar a la persona que consideran más apta para ejercer el cargo. La calificación constituye una flagrante injusticia en sus dos aspectos. Implica asignar a la persona menos valor que a su propiedad. Contribuye a estimular en los candidatos el afán de riquezas y esta pasión, una vez desatada, no es fácil de apaciguar. Se dice a unos: Vuestras condiciones morales e intelectuales son de la más alta categoría, pero no poseéis suficientes medios para permitiros lujos y vicios; por consiguiente no podemos designaros. Al hombre desprovisto del derecho de elector se le dirige este lenguaje odioso: Eres pobre, infortunado; las instituciones sociales te obligan a ser perpetuo testigo de la opulencia de los demás. Y puesto que te encuentras en un nivel tan bajo, te hundiremos más aún. No serás reconocido como hombre en la lista de ciudadanos; serás despreciado como un ser cuyo bienestar y cuya existencia moral no interesan a la sociedad.

Capítulo décimo: Del modo de decidir una cuestión por parte de la comunidad

La decisión por sorteo tiene sus orígenes en la superstición. Significa dejarla solución a una ciega contingencia, en lugar de ejercitar la razón, siendo además un modo cobarde de evadir la responsabilidad, pues no hay asunto, por insignificante que sea, absolutamente indiferente. La decisión por voto secreto es aún más, censurable, porque estimula la timidez, enseñándonos a tender un velo de ocultamiento sobre nuestras acciones, y porque tiende a hacernos eludir las consecuencias de nuestra conducta.

Si el sorteo y el voto secreto constituyen sistemas profundamente viciados, se deduce que todas las decisiones que interesan a la colectividad deben tomarse por votación nominal; que cuando nos corresponda cumplir una función determinada, hemos de expresar claramente el modo como será cumplida; y cuando creamos conveniente adoptar cierta actitud en cuestiones que atañen al interés público, debemos hacerlo a la vista de todo el mundo.

Libro VII: De los crímenes y de los castigos

Capítulo primero: Limitaciones de la doctrina de la punición que resultan de los principios de la moralidad

El problema del castigo es probablemente el más fundamental en las ciencias políticas. Los hombres se asocian con fines de mutua protección y beneficio. Hemos demostrado ya que las cuestiones internas de esas asociaciones son de importancia infinitamente mayor que las de naturaleza exterior.[86] Se ha demostrado igualmente que la acción de la sociedad al conferir recompensas o al pretender dirigir la opinión de los individuos, es de efectos perniciosos.[87] De ahí cabe deducir que el gobierno o la intervención de la sociedad en su carácter corporativo no tendrán objeto, salvo cuando se trate de resistir la fuerza con el empleo de la fuerza o para la prevención de un acto de hostilidad por parte de un miembro de la sociedad contra la persona o la propiedad de otro, cuya prevención se designa generalmente con el nombre de justicia criminal o castigo.

Antes de juzgar adecuadamente acerca de la necesidad o urgencia de esa acción gubernamental, será conveniente considerar detenidamente el valor preciso de la palabra castigo. Yo puedo emplear la fuerza para resistir un acto de hostilidad efectiva contra mí. Podemos emplear la fuerza para obligar a determinado miembro de la sociedad a ocupar un puesto que consideramos útil al bien público, ya sea en forma de leva de soldados o marinos o bien obligando a un jefe militar o a un ministro de Estado a aceptar o a retener su cargo. Puedo dar muerte a un hombre inocente, en nombre del bien general, ya sea porque esté afectado por una grave enfermedad contagiosa o porque algún oráculo haya declarado esa muerte indispensable para la seguridad pública. Ninguno de esos casos, si bien implican el ejercicio de la violencia con algún propósito moral, corresponden al concepto que encierra el término castigo. Este término es empleado generalmente para designar el dolor que deliberadamente se causa a un ser perverso, no sólo porque lo reclama el interés general, sino porque se cree que existe en la naturaleza de las cosas una ley necesaria que hace del sufrimiento una consecuencia forzosa del mal, independientemente del beneficio que de ello pueda derivar para la sociedad.

La justicia del castigo, en el estricto sentido del concepto, sólo puede admitirse en la hipótesis del libre albedrío, pero será absurda si las acciones de los hombres son regidas por la necesidad. El espíritu, como lo hemos demostrado en otro lugar,[88] es un agente, en igual sentido que lo es la materia. La moral de un ser racional no es esencialmente diferente de la que rige en la materia. Un hombre de ciertos hábitos morales estará predispuesto a ser asesino, así como el puñal podrá ser el instrumento del asesinato. El asesino y su instrumento excitan en diverso grado nuestra reprobación, en proporción con su relativa capacidad de ejecutar propósitos aviesos. En ese sentido, yo observo el puñal con más repugnancia que si se tratara de un cuchillo común, que puede servir igualmente para un designio criminal, porque el puñal, por asociación de ideas, tiende a sugerir pensamientos sombríos. Observo al asesino con mayor repugnancia que al puñal, porque aquél es más temible y porque es más difícil de cambiar su perversa conformación y de quitarle su capacidad ofensiva. El hombre es impulsado a obrar en virtud de causas necesarias y móviles irresistibles que, una vez existentes, podrán manifestarse nuevamente. El puñal carece de la cualidad de contraer hábitos y aunque haya servido para ejecutar mil crímenes, no significará que haya de causar uno más necesariamente. Exceptuando los casos especificados, existe un completo paralelismo entre el asesino y su puñal. El primero no puede evitar el crimen que comete, así como el puñal no puede menos de ser el instrumento homicida.

Estos argumentos están destinados a enfocar bajo una luz más potente un principio admitido por muchos que no han examinado detenidamente la doctrina de la necesidad. Es el que establece que la utilidad social es la única medida de la equidad y que todo aquello que no se relacione con algún propósito útil en ese sentido, no es justo. Es ésta una proposición de verdad tan evidente que pocos espíritus razonables y reflexivos podrán objetarla. ¿Por qué hemos de infligir sufrimientos a una persona? ¿Será eso justo si no proporciona beneficios a la misma ni a la sociedad? ¿Serán suficientes el resentimiento, la indignación o el horror ante el crimen, para justificar la inútil tortura aplicada a un ser humano? Pero suponed que sólo ponemos fin a su existencia. ¿Para qué, con qué objeto beneficioso para nadie? La razón por la cual se concilia nuestro espíritu fácilmente con la idea de tal ejecución, es porque consideramos que para un ser incorregiblemente vicioso, la vida es más una maldición que un bien. Pero en tal supuesto, el caso no corresponde a los términos de la cuestión planteada, pues parecería que se otorgase a la víctima un beneficio en lugar de aplicarle un castigo.

Se nos ha planteado esta cuestión. Imaginemos dos seres solitarios, aislados; uno de ellos es virtuoso, el otro malvado. El primero se siente inclinado a los actos más elevados, en caso de hallarse en un medio social; el segundo se inclina a la crueldad, a la injusticia y a la tiranía. ¿No creéis que el primero merece la felicidad con preferencia al último? La dificultad de esta cuestión reside en la impropiedad de su planteo. Nadie puede ser malo o virtuoso si no tiene oportunidad efectiva para ejercer alguna influencia sobre la suerte de sus semejantes. El solitario puede imaginar o recordar un ambiente social, pero sus sentimientos e inclinaciones sólo se expresarán vigorosamente si de hecho actúa en tal ambiente. El verdadero solitario no puede ser considerado como un ser moral, a menos que comprendamos por moralidad lo que se refiera a su particular beneficio. Pero si así fuera, el castigo sería una concepción particularmente absurda, salvo que tuviera un fin de reforma. Si la conducta del individuo solitario es mala por el hecho de que tiende a hacer miserable su propia vida, ¿le infligiremos mayor daño por la sola razón que se ha hecho mal a sí mismo? Es difícil imaginar un ser moral solitario al que ningún accidente podrá convertir en individuo social. Ni aun con la imaginación podemos separar las ideas de virtud y vicio de sus correlativas de felicidad y desdicha. Tampoco podemos libramos de la impresión de que otorgar un beneficio a la virtud equivale a realizar una inversión productiva, mientras que premiar el vicio significa hacer una inversión ruinosa. Por eso, la concepción de un ser solitario será siempre ininteligible y abstrusa y no podrá constituir nunca un argumento convincente.

Se ha alegado algunas veces que el curso normal de las cosas ha impuesto que el mal sea inseparable del dolor, lo que lleva a legitimar la idea del castigo. Semejante justificación debe ser examinada con suma cautela. Mediante razonamientos de la misma índole, justificaron nuestros antepasados la persecución religiosa: Los heréticos e infieles son objeto de la cólera divina; ha de ser meritorio, pues, que persigamos a quienes Dios ha condenado. Conocemos demasiado poco del sistema del universo, nos hallamos a ese respecto demasiado propensos a error y es mínima la porción de ese conjunto infinito que somos capaces de observar, para que nos permitamos deducir nuestros principios morales de un plan imaginario que concebimos como el curso de la naturaleza ...

Así, pues, si examinamos filosóficamente los principios que determinan las acciones humanas, como si analizamos las ideas de rectitud y justicia comúnmente aceptadas, resultará que no hallaremos nada que pueda llamarse estrictamente mérito. De donde se deduce que el concepto corriente del castigo no concuerda en modo alguno con las conclusiones de una reflexión profunda. Será justo que se cause un sufrimiento en todos los casos en que pueda demostrarse claramente que tendrá por consecuencia un bien mayor. Pero esto no tiene relación alguna con la culpabilidad o inocencia de la persona que sufre el dolor. Puede perfectamente ser un objeto, un inocente, si se trata de alcanzar el bien. Castigar a un hombre en razón exclusivamente de un hecho pasado e irreversible, constituye una concepción primitiva que debe ser relegada entre las que corresponden a la más cruda barbarie. Desde un punto de vista racional, todo hombre que ha sido objeto de una vejación disciplinaria, es un inocente. Jerjes, cuando mandó azotar las olas del mar, fue menos insensato que el que castiga a un semejante en razón del pasado y no teniendo en vista el futuro.

Es de suma importancia, en nuestro examen de la teoría de la punición, tener presentes siempre estas ideas. Dicha teoría habría influído de distinto modo las relaciones entre los hombres, si éstos se hubieran liberado oportunamente de los sentimientos de odio y rencor. Si contemplaran al individuo que hace daño a un semejante con el mismo criterio con que se contempla a un niño que castiga una mesa. Si hubieran imaginado y juzgado debidamente la actitud de quien encierra en la cárcel a un criminal para torturarlo a plazos fijos, en razón de la presunta relación que existe entre el crimen y el castigo, prescindiendo del beneficio que ello pudiera reportar a la sociedad. Si, finalmente, hubieran considerado el castigo como algo que debe regularse en vista de una previsión desapasionada del futuro, sin permitir que el pasado influya en ningún sentido en tal regulación.

Capítulo segundo: Defectos generales de la coerción

Habiendo excluído las ideas de premio y de castigo, expresamente así designadas, nos corresponde ahora, al continuar el estudio de este importante problema, ocuparnos de esa forma de coerción que se emplea contra las personas convictas de actos delictuosos, con el propósito de prevenir la realización de semejantes actos en el futuro. Hemos de considerar aquí en primer lugar los males que derivan de esa forma de coerción y en segundo término examinaremos la validez de las razones que se aducen para justificarlos. No será posible evitar por completo la repetición de algunos conceptos empleados ya en el estudio preliminar acerca del ejercicio del juicio privado.[89] Esos conceptos serán aquí ampliados y adquirirán mayor relieve en una aplicación más precisa.

Se admite generalmente que en materia de religión nadie puede ser obligado a actuar contra la propia conciencia. La religión es una disciplina profundamente impresa en el espíritu humano, a través de una práctica inmemorial. El que en ese orden espiritual cumpla con sus deberes de acuerdo con su conciencia, se sentirá en paz y comunión con el hacedor del universo y recibirá todas las satisfacciones morales que la religión puede ofrecer a sus creyentes. En vano se pretenderá, mediante leyes persecutorias, obligarle a cambiar de culto. Las persecuciones no convencen, sólo pueden hacerlo los argumentos. Cualquier religión, por pura y elevada que sea, pierde sus virtudes morales desde el momento en que se pretende imponerla mediante la coacción. El culto más sublime se convierte en fuente de corrupción si no lo consagra el testimonio de una conciencia libre. La verdad y la integridad del espíritu son inseparables. Una proposición que equivale, en su esencia abstracta, a la verdad misma, se convierte en detestable mentira, en veneno moral, si la profesan sólo los labios y la abjura la conciencia. Se reviste entonces del repugnante ropaje de la hipocresía. En vez de elevar al espíritu por sobre las más bajas tentaciones, le recuerda perpetuamente la abyecta pusilanimidad en que ha caído. En lugar de colmarlo con la esencia sagrada de la fe, lo abruma bajo el peso de la confusión y el remordimiento.

La conclusión que suele derivarse de tales razones es que la legislación criminal debe quedar excluída de los asuntos relacionados con la religión, y que su imperio debe ejercerse en lo concerniente a los pecados de orden civil. Pero esta inferencia es falsa. Sólo una incomprensible perversión del juicio ha podido hacer admitir que la religión ocupa el lugar más sagrado de la conciencia y que el deber moral es algo inferior que puede quedar al arbitrio de los magistrados. ¿Cómo? ¿Acaso es indiferente que yo sea un benefactor de la especie o su más encarnizado enemigo, que sea un delator, un ladrón, un asesino? ¿Es indiferente que yo sea empleado como soldado en aniquilar a mis semejantes o que contribuya al mismo objeto con mis bienes, en tanto que ciudadano? ¿que proclame la verdad con el celo y el desinterés que inspira una ardiente filantropía o que abjure de la ciencia por temor a ser acusado de blasfemo o que niegue la verdad para no ser acusado de difamación? ¿Es igual que yo contribuya con todos mis esfuerzos a promover el progreso de la justicia política o bien que acepte silenciosamente el ostracismo de una familia, cuyas justas demandas he prometido defender, o me someta a la subversión de la libertad, en cuya defensa todo hombre digno debe sentirse dispuesto a morir? Está fuera de toda duda que el valor de la religión, como de cualquier otra creencia abstracta, reside en su tendencia moral y si se admite que es legítimo desafiar el poder civil, en nombre de algo que sólo es un medio, ¿cuánto más lo será cuando se trate de hacerlo en nombre del fin, es decir, de la moral en sí?

Entre todos los problemas humanos, el de la moral es, sin duda, el más importante, puesto que se halla implícito en todos nuestros actos. No hay emergencia ni alternativa ofrecida a nuestra elección donde no hay que escuchar la voz del deber. ¿Cuál es el fundamento de la moral y del deber? La justicia. No esa justicia arbitraria que nace de las leyes vigentes en determinado territorio, sino la que surge de las leyes eternas de la razón, válidas dondequiera que existan seres humanos. Pero las reglas de la justicia son a menudo obscuras, dudosas y contradictorias; ¿Qué criterio emplearemos para librarnos de la incertidumbre? Sólo hay dos criterios posibles: la decisión por el juicio ajeno y la decisión por nuestra propia conciencia. ¿Cuál de ellos es el más adecuado a nuestra naturaleza? ¿Podemos acaso renunciar a nuestro propio entendimiento? Por mucho que nos esforcemos por obedecer a la fe ciega, escucharemos, a pesar de todo, la voz de nuestra conciencia, que nos dirá suavemente: Esta ley es justa, aquella es injusta. Un perpetuo disgusto de sí mismo hostigará el espíritu de los secuaces de la superstición, anhelosos de creer lo que se les ordena, careciendo de la convicción y la evidencia que son las que otorgan vigor a la fe. Si abdicamos de nuestro entendimiento, habremos renunciado a nuestra condición de seres racionales y por tanto habremos abandonado también la condición de seres morales, puesto que la moralidad requiere el empleo del juicio en la determinación de la propia conducta, en relación con los fines que se desea obtener.

De ahí se deduce que no existe otro criterio para la determinación del deber que la consulta al juicio personal. Toda tentativa de imponernos normas de conducta o de inhibir nuestra acción por medio de penas y amenazas, no es más que execrable tiranía. Hay hombres de virtud tan inflexible que desafían cualquier imposición arbitraria. Hay muchos otros, según generalmente se cree, de naturaleza tan depravada, que si no existieran las penas y amenazas subvertirían todo el orden de la sociedad con sus excesos. Pero, ¿qué ocurre con la gran mayoría humana, que no es tan virtuosa como los primeros, ni tan depravada como los últimos? La legislación positiva la convierte, de hecho, en una masa abúlica y cobarde. Como la cera, cede a la presión de los dedos que la moldean. Acostumbrada a recibir como normas del deber las órdenes de los magistrados, es demasiado torpe para descubrir sus imposiciones y demasiado tímida para resistirlas. Es así como la mayoría de la humanidad ha sido condenada a vivir en una aburrida estupidez.

No hay otro criterio válido para la determinación del deber que el juicio personal. ¿Puede la coacción ilustrar acaso nuestro juicio? Indudablemente, no. El juicio nace de la percepción del acuerdo o desacuerdo que media entre dos ideas, de la captación de la verdad o del error que contiene una proposición. Nada puede contribuir mejor a ello que un libre y amplio examen de las ideas, la comprobación serena de lo substancial o lo deleznable de una afirmación. La coerción tiende esencialmente a moldear de modo discordante nuestras aprensiones, nuestros temores, nuestros deberes y debilidades. Si queréis enseñarme el deber, ¿no disponéis acaso de razones adecuadas? Si poséis una concepción más elevada de la verdad eterna y sois capaces, por consiguiente, de instruirme, ¿por qué no intentar trasmitirme vuestro conocimiento superior? ¿Emplearéis el rigor contra alguien que es intelectualmente un niño y porque estáis mejor informados, en lugar de ser sus preceptores, seréis sus tiranos? ¿Es que no soy, acaso, un ser racional? Si vuestras razones son convincentes, no habré de resistirme a ellas. El odioso sistema de la coerción aniquila primero el entendimiento de quienes lo sufren y luego hace lo mismo con el de aquellos que lo aplican. Revestidos de las supinas prerrogativas de los amos, se sienten eximidos de la necesidad de cultivar sus facultades cognoscitivas. ¡Hasta qué grado de perfección no hubiéramos llegado si el hombre más soberbio no confiara sino en la razón, si se sintiera obligado a mejorar constantemente sus facultades y sentimientos, como único modo de lograr sus objetivos!

Reflexionemos un instante sobre la especie de argumentos —si argumentos pueden llamarse— que emplea la coerción. Ella afirma implícitamente a sus víctimas que son culpables por el hecho de ser más débiles y menos astutas que los que disponen de su suerte. ¿Es que la fuerza y la astucia están siempre del lado de la verdad? Cada uno de sus actos implica un debate, una especie de contienda en que una de las partes es vencida de antemano. Pero no siempre ocurre así. El ladrón que, por ser más fuerte o más hábil, logra dominar o burlar a sus perseguidores ¿tendrá la razón de su parte? ¿Quién puede reprimir su indignación cuando ve la justicia tan miserablemente prostituída? ¿Quién no percibe, desde el momento que se inicia un juicio, toda la farsa que implica? Es difícil decidir qué cosa es más deplorable, si el magistrado, representante del sistema social, que declara la guerra contra uno de sus miembros, en nombre de la justicia, o el que lo hace en nombre de la opresión. En el primero vemos a la verdad abandonando sus armas naturales, renunciando a sus facultades intrínsecas para ponerse al nivel de la mentira. En el segundo, la falsedad aprovecha una ventaja ocasional para extinguir arteramente la naciente luz que podría revelar la vergüenza de su autoridad usurpada. El espectáculo que ambos ofrecen es el de un gigante aplastando entre sus garras a un niño. Ningún sofisma más grosero que el que pretende llevar ambas partes de un juicio ante una instancia imparcial. Observad la consistencia de este razonamiento. Vindicamos la coerción colectiva porque el criminal ha cometido una ofensa contra la comunidad y pretendemos llevar al acusado ante un tribunal imparcial, cuando lo arrastramos ante los jueces que representan a la comunidad, es decir a la parte ofendida. Es así cómo, en Inglaterra, el rey es el acusador, a través de su fiscal general, y es el juez a través del magistrado que en su nombre pronuncia la condena. ¿Hasta cuándo continuará una farsa tan absurda? La persecución iniciada contra un presunto delincuente es la posse comítatus, la fuerza armada de la colectividad, dividida en tantas secciones como se cree necesarias. Y cuando siete millones de individuos consiguen atrapar a un pobre e indefenso sujeto, pueden permitirse el lujo de torturarlo o ejecutarlo, haciendo de su agonía un espectáculo brindado a la ferocidad.

Los argumentos aducidos contra la coerción política son igualmente válidos contra la que se ejerce entre amo y esclavo o entre padre e hijo. Había en verdad más valentía y también mayor sensatez en el juicio gótico por medio del duelo que en el sistema actual. La decisión de la fuerza sigue subsistiendo, en realidad, pero en condiciones muy desiguales, agregándose además la administración deliberada de la tortura. En suma, podemos plantear este irresistible dilema. El derecho del padre sobre el hijo reside, o bien en su mayor fuerza o en la superioridad de su razón. Si reside en la fuerza, hemos de aplicar ese derecho universalmente, hasta eliminar toda moralidad de la faz de la tierra. Si reside en la razón, confiemos en ella como principio universal. Es harto lamentable que no seamos capaces de hacer sentir y comprender la justicia más que a fuerza de golpes.

Consideremos el efecto de la violencia sobre el espíritu de quien la sufre. Comienza causando una sensación de dolor y una impresión de repugnancia. Aleja definitivamente del espíritu toda posibilidad de comprender los justos motivos que en principio justificaron el acto coercitivo, entrañando una confesión tácita de inepcia. Si quien emplea contra mí la violencia, dispusiera de otras razones para imponerme sus fines, sin duda las haría valer. Pretende castigarme porque posee una razón muy poderosa, pero en realidad lo hace sólo porque es muy endeble.

Capítulo tercero: De los fines de la coerción[90]

La primera y más inocente de todas las formas de coacción, es la que empleamos para repeler un acto agresivo. Si bien tiene poca relación con las instituciones políticas, merece alguna consideración particular. Se trata en ese caso de prevenir un daño que parece evitable (supongamos que una espada apunta hacia mi pecho o el de otro con amenazas de muerte). Parece que tal momento no es oportuno para experimentos. Sin embargo, también aquí podrá semos útil la reflexión. El poder de la razón y de la verdad es insondable. La convicción que unos no pueden trasmitir al cabo de un año, otros lo logran en breves instantes. El término más corto puede corresponder a la comprensión más adecuada. Cuando Mario gritó con voz fuerte y tono imperativo al soldado que había entrado en su mazmorra para asesinarle: ¡Miserable, tendrás el valor de matar a Mario!, hizo huir al esbirro, y fue porque tenía la idea de su voluntad tan enérgicamente impresa en su mente que pudo influir con irresistible fuerza en el espíritu de su verdugo. Sería un gran bien para la especie humana si, a semejanza de Mario, nqs habituáramos a poner una fe intrépida en la sola fuerza del intelecto y del espíritu. ¿Quién dirá que es imposible que los hombres lleguen a formarse tales hábitos? ¿Quién fijará los límites de la perfección de nuestra especie, cuando los hombres aprendan a despreciar la fuerza y a negarse a servirse de ella?

Pero la coerción que aquí consideramos es de naturaleza distinta. Nos referimos a la que se emplea contra un hombre cuya violencia ha cesado. En este momento no realiza ningún acto hostil contra la sociedad ni contra ninguno de sus miembros. Se halla entregado a una ocupación beneficiosa para él e inofensiva para los demás. ¿Bajo qué pretexto se usa la violencia contra ese hombre? ¿Con fines preventivos? ¿Preventivos de qué? De algún delito futuro que se presume cometerá. Es el mismo argumento que ha servido para justificar las más detestables tiranías. No de otro modo se ha reivindicado la inquisición, la censura, el espionaje. Se vuelve a recordar siempre la íntima conexión que existe entre las opiniones de los hombres y su conducta; y que los sentimientos inmorales conducen inevitablemente a acciones inmorales. No hay otra razón, al menos en la mayoría de los casos, para suponer que quien una vez cometió un robo, volverá a robar y que el hombre que disipó sus bienes en la mesa de juego, lo hará nuevamente si se le vuelve a presentar la oportunidad. Es evidente que, sean cualesquiera que sean las precauciones que se tomen en relación con el futuro, la justicia clasificará con repugnancia aquellas que signifiquen simples actos de violencia, que son casi siempre tan inútiles como inicuos. ¿Por qué no armamos de energía y valor, en lugar de encerrar a toda persona que nuestra imaginación ha marcado con el sello de la peligrosidad?

Si en lugar de aspirar al dominio de vastos territorios, como ha sucedido hasta ahora, y de estimular la vanidad colectiva con ideas de imperio, las comunidades se contentaran con pequeños distritos, confederados entre sí para determinados casos, cada uno viviría entonces bajo la vista pública y la desaprobación de sus vecinos —forma de coerción que no se deriva de un capricho arbitrario, sino que se halla dentro de la naturaleza de las cosas— lo que obligaría a enmendarse o a emigrar a quienes observaran una conducta repudiable. Finalmente, debemos afirmar que la coerción con fines preventivos constituye un castigo por mera sospecha, lo que equivale a la forma punitiva más contraria a la razón que puede imaginarse ...

Capítulo cuarto: De la aplicación de penas

Otro hecho que demuestra, no sólo lo absurdo de la pena a modo de ejemplo, sino la iniquidad de la coerción en general, es que delincuencia y castigo son términos sin relación recíproca. No se ha descubierto ni podrá descubrirse un modo típico de delincuencia. No hay dos crímenes exactamente iguales. Por consiguiente, es absurdo pretender someterlos implícita o explícitamente a una clasificación general, tal como lo presupone la idea del escarmiento. No es menos descabellado tratar de establecer una relación entre determinado grado de delincuencia y un grado correspondiente de sufrimiento punitivo. Tratemos de aclarar del modo más amplio posible la verdad de estas definiciones.

El hombre, como cualquier otro organismo cuya actividad puede ser captada por nuestros sentidos, consiste, hablando en términos generales y relativos, en dos partes funcionales, la interna y la externa. La forma que asumen sus acciones ofrece un aspecto determinado; los principios que animan dichas acciones son algo distinto. Es posible que podamos conocer y definir las primeras; en cuanto a los últimos, no poseemos nociones suficientes que permitan informarnos debidamente. ¿Guiaremos nuestra acción punitiva en consideración a lo primero o a lo último? ¿Tendremos en cuenta el daño sufrido por la comunidad o la intención perversa del delincuente? Algunos filósofos, conscientes de la inescrutabilidad de la intención humana, se han pronunciado en favor de la simple consideración del daño sufrido. El humano y bondadoso Beccaria ha concedido gran importancia a este principio, desgraciadamente subestimado por la mayoría de los estadistas y sustentado sólo en las especulaciones desapasionadas de los filósofos.[91]

Es verdad que en muchos casos podemos obtener una información precisa respecto a actos externos y que pudiendo aparecer a primera vista no habrá gran dificultad en clasificarlos según reglas generales. De acuerdo con ese criterio, se llamará asesinato a toda especie de acción susceptible de determinar la muerte de una persona. Las dificultades de un magistrado se reducirían así considerablemente, si bien no habrían de desaparecer del todo. Es bien sabido cuántas sutiles disquisiciones, trágicas o ridículas, según el ánimo con que se las escuche, se han aducido para establecer si determinada acción fue o no causa determinante de una muerte. Jamás pudo demostrarse eso de un modo absolutamente afirmativo.

Pero dejando a un lado esta dificultad, ¿no es algo esencialmente inicuo y complicado el tratar de igual modo todos los casos en que un hombre ha quitado la vida a otro? ¿Prescindiremos acaso de las imperfectas distinciones que incluso los tiranos más odiosos se han visto obligados a admitir, entre homicidio en defensa propia, homicidio simple y homicidio con premeditación? ¿Aplicaremos igual pena al hombre que, al tratar de salvar la vida de un semejante que se ahoga, ocasiona la muerte de otro al hacer zozobrar un bote que al individuo cuyos hábitos viciosos y depravados lo han llevado a asesinar a su benefactor? Es indudable qué el daño sufrido por la comunidad no es en modo alguno igual en ambos casos. El daño que sufre la comunidad no consiste generalmente en el hecho en sí, sino en la disposición antisocial del delincuente, en su tendencia a reincidir si es estimulado por la impunidad. Pero esto nos lleva de inmediato del hecho externo a las infinitas especulaciones acerca de la intención del agente. La iniquidad de las leyes escritas es precisamente de tal naturaleza porque introduce una enorme confusión en el juicio acerca de las intenciones. He ahí una diversidad de delitos: Un hombre ha cometido un asesinato para eliminar a un testigo molesto de sus depravadas inclinaciones, el cual podría denunciarlo eventualmente; otro, porque no ha podido soportar la desnuda sinceridad con que se le ha reprochado su vicio; un tercero, por su morbosa envidia frente a un mérito superior; un cuarto, porque creía que su adversario intentaba causarle un inmenso daño y no halló otro medio de evitarlo; un quinto, en defensa de la vida de su padre o del honor de su hija; todos esos casos, ya sean producidos por un impulso ocasional o se deban a una larga premeditación, son delitos enteramente distintos entre sí y merecen una calificación diferente ante el tribunal de la razón. ¿Puede ser beneficioso un sistema que borre todas esas diferencias y coloque todos esos casos bajo un denominador común? Con el objeto de hacer practicar el bien a los hombres, ¿habremos de subvertir la esencia de lo justo y lo injusto? Un sistema semejante, ¿no está destinado a causar a la colectividad más daño que beneficio, sean cualesquiera que sean los móviles que lo justifiquen? ¿No es precisamente un daño inmenso inscribir de hecho esta leyenda infamante sobre el frontispicio de nuestros tribunales: Esta es la Casa de la Justicia, donde los principios de lo justo y de lo injusto son diaria y sistemáticamente despreciados; donde delitos de mil diversas gradaciones son confundidos en un bloque común, gracias a la torpe negligencia del legislador y al duro egoísmo de los magistrados, a cuyos emolumentos contribuye el pueblo mediante una penosa labor?

Pero supóngase que debamos tener en cuenta la intención del delincuente y la probabilidad de su futuro delito, como base para la fijación de la pena. Ello será un progreso evidente. Implicará una tentativa de conciliar la coerción con la injusticia, si bien ellas son, de acuerdo con las razones expuestas, de naturaleza recíprocamente incompatible. Es de desear, sin embargo, que se procure aplicar seriamente tal criterio en la administración de justicia, siendo de esperar asimismo que los hombres hallen y apliquen algún día el criterio más racional al cumplimiento de esa función, dejando de despreciar la razón y la equidad como lo han hecho hasta ahora. Si ello ocurriera, se llegará, a través de un proceso obvio, a la abolición completa de toda coerción.

De hecho eso implicará la abolición consiguiente de toda la legislación criminal. Una magistratura ilustrada y razonable acudirá, para resolver los casos que se le presenten, al solo código de la razón. Comprenderán el absurdo de las instrucciones extrañas respecto a hechos de cuyas circunstancias se han compenetrado profundamente y no se dejarán guiar por quienes, en base a elucubraciones teóricas, pretenden conocerlo todo de antemano y procuran adaptar todo hecho concreto a las prescripciones fijadas por viejas y caducas leyes.

La mayor ventaja que podrá resultar del propósito de establecer un régimen punitivo según el concepto de los móviles del delincuente y el futuro daño que puede ocurrir, consistirá en que ello habrá de enseñar a los hombres lo vano e inicuo que es pretender dirigir la máquina del castigo. ¿Quién será el que se atreva a juzgar con sereno juicio sobre los motivos que me indujeron en tal o cual aspecto de mi conducta y pronuncie contra mí con tan incierta base una grave pena, quizá la pena capital? Sería una tentativa presuntuosa y absurda, aun cuando las personas que me juzgasen hubieran hecho una detenida observación de mi carácter y conociesen íntimamente mis actos. ¡Cuántas veces un hombre se engaña a sí mismo en cuanto a los móviles de la propia conducta y cree obrar de acuerdo con ciertos principios, mientras en realidad obedece a otros muy distintos! ¿Cabe suponer que un observador ocasional podrá formarse un juicio correcto, cuando aun aquellos que disponen de todas las fuentes de información se equivocan tan a menudo? ¿No es acaso tema de discusión entre filósofos la consideración acerca de si soy o no capaz de hacer el bien a mi vecino por el bien mismo? Para juzgar acerca de las intenciones de una persona, es necesario conocer exactamente la impresión que las cosas producen en sus sentidos y la previa disposición de su espíritu, lo cual no sólo es de índole variable en diversos individuos, sino que lo es en un mismo individuo, según la sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias.[92] Ocurre, sin embargo, que los individuos a quienes el oficio obliga a juzgar en medio de ese inescrutable misterio, carecen de todo conocimiento previo acerca de la persona sometida a su decisión y obtienen sus luces al respecto de la información que pueden suministrarles algunos testigos ignorantes y llenos de prejuicios.

¿Qué conjunto de móviles posibles o efectivos han determinado la conducta de un hombre que se ha visto impelido a destruir la vida de un semejante? ¿Quién podrá decir cuánto habrá en ello de sentido justiciero y cuánto de desenfrenado egoísmo? ¿Cuánto de arrebato pasional y cuánto de arraigada maldad? ¿Cuánto de insoportable provocación y cuánto de perversidad intencionada? ¿Cuánto de esa repentina locura que induce al hombre a actos insensatos, sin motivo aparente, por inhibición de sus resortes volitivos y cuánto de hábito inveterado en el ejercicio del mal? Pensad en lo incierta que es la historia. ¿No discutimos aun si Cicerón fue más vano que virtuoso, si los héroes de la antigua Roma fueron impelidos por la ambición o por el desinterés, si Voltaire fue un benefactor de la humanidad o una mancha para ella? Las personas moderadas suelen referirse a la consabida impenetrabilidad del corazón. ¿Pretenderán acaso esas personas que en los casos históricos citados no tenemos cien veces más pruebas para fundar nuestro juicio que en caso del obscuro ciudadano que la semana anterior compareció ante el tribunal de Old Bailey? Este aspecto de la cuestión es ilustrado de un modo impresionante por los relatos que dejaron algunos criminales condenados. Los móviles que los condujeron a cometer el hecho delictuoso aparecen allí bajo una luz muy distinta de la que reflejan las consideraciones del juez que los condenó. Tales memorias fueron escritas generalmente en las condiciones más espantosas y casi siempre sin la menor esperanza de lograr mediante el escrito una mitigación de la pena. ¿Quién dirá que el juez, con la escasa información de que dispuso, estaba mejor habilitado para opinar sobre los móviles del prisionero que él mismo, después de haber escrutado sinceramente su conciencia? ¡Cuán pocos son los juicios cuya descripción puede leer una persona justa y sensible, sin experimentar una incontenible impresión de repugnancia contra el veredicto pronunciado! Si existe un espectáculo altamente deprimente, es el de la miserable víctima, que acepta la justicia de una sentencia que hará estremecer de horror a cualquier observador ilustrado.

Pero esto no es todo. Aun cuando podamos resolver el problema de los móviles, ello constituye sólo un aspecto secundario de la cuestión esencial. El punto sobre el cual la sociedad ha de dictar su veredicto, en el supuesto de reconocerle tal jurisdicción, es aún más inescrutable, si cabe, que el que acabamos de considerar. La inquisición legal sobre el espíritu del hombre, considerado en sí, es condenada por todos los investigadores racionales. Lo que tratamos de descubrir no es la intención del delincuente, sino la posibilidad real de que vuelva a delinquir. Por esta sola razón procuramos conocer previamente sus intenciones. Pero aun cuando lo logremos, nuestra tarea apenas ha comenzado. Disponemos sólo de una parte del material necesario para calcular razonablemente la probabilidad de que reincida en el delito o de que sea imitado en tal sentido por otros. ¿Se trata de un estado habitual de su espíritu o simplemente de un instante de crisis que difícilmente habrá de repetirse? ¿Qué efecto le ha producido la experiencia y qué probabilidad hay de que el sufrimiento y el desasosiego que acompañan a la comisión de un acto injusto hayan tenido una influencia saludable en su conciencia? ¿Se hallará en adelante ante las mismas circunstancias que le han impulsado a cometer el mal? La prevención es por su propia naturaleza una medida de valor esencialmente precario. La especie de prevención consistente en causar daño a una persona, será siempre odiosa para un espíritu justiciero. Debemos observar que, cuanto se ha dicho acerca de la incertidumbre en la calificación del delito, tiende a demostrar la injusticia del castigo a modo de ejemplo. Desde el momento en que el crimen que condenamos en un hombre no puede nunca ser igual al crimen de otro, resulta en la práctica igual que si castigáramos a un hombre que ha perdido un ojo por imprudencia, a fin de evitar que lo pierdan otros por igual causa.

La imperfección de la prueba de evidencia es otro hecho que demuestra cuán insensata es la pretensión de proporcionar la pena al delito. La veracidad de un testimonio será siempre motivo de profunda duda para el espectador imparcial. Su validez, en lo que se refiere a una observación exacta de los hechos, es aún más dudosa. Los hechos y las palabras suelen ser alterados por el vehículo que los trasmite. La culpabilidad de un acusado, para emplear una expresión legal, se prueba, ya sea por evidencia directa, ya sea por evidencia circunstancial. Suponed que me encuentro junto al cuerpo de un hombre que acaba de ser asesinado. Salgo de su habitación con un cuchillo ensangrentado en la mano o con las ropas manchadas de sangre. Si en tales circunstancias se me acusa repentinamente de asesinato y yo incurro en vacilación o mi rostro demuestra turbación, ello constituirá una prueba de mi culpabilidad. ¿Quién podrá dudar de que ningún hombre en Inglaterra, por intachable que sea su vida, está absolutamente seguro de no terminar en la horca? Es ese uno de los dones más comunes y universales que debemos al orden civil establecido. En lo que se llama evidencia directa, es necesario identificar la persona del criminal. ¡Cuántos ejemplos existen de personas condenadas sobre esa base y cuya inocencia se demostró después de muertos! Cuando sir Walter Raleigh se hallaba prisionero en la Torre de Londres, oyó bajo su ventana ruido de voces y de golpes. Preguntó luego a varios testigos oculares acerca de lo que había ocurrido: pero cada uno de ellos le proporcionó una versión tan diferente del suceso acaecido, que no pudo formarse al respecto opinión alguna. Él se valió posteriormente de ese ejemplo para probar la vanidad de la historia. La conclusión hubiera sido aún más contundente si la hubiera aplicado a la justicia criminal.

Pero suponiendo que hemos aclarado lo referente a la acción externa, quedaría todavía por determinar, por iguales medios inseguros y confusos, lo que concierne a la intención delictuosa. Son muy pocas las personas a quienes confiaría la descripción de algún acontecimiento importante de mi vida. Soy muy pocas las que, a pesar de haber sido materialmente testigos del mismo, podrían interpretar debidamente mis palabras y mis intenciones. Y sin embargo, en una cuestión que afecta a mi existencia, mi reputación y mi porvenir, debo estar a merced de un observador casual.

Un hombre confiado en el poder de la verdad, considerará una difamación pública contra él como un mal de importancia secundaria. Pero un juicio criminal ante una Corte de justicia es algo profundamente diferente. Pocas son las personas capaces de mantener su serenidad de espíritu en tales circunstancias. Pero aun en el caso de que lograran mantenerla, sus palabras serán escuchadas por oídos incrédulos y prevenidos. Cuanto más atroz sea el crimen de que se les acuse, mayores probabilidades habrá de que la pasión los condene antes de examinar las pruebas. Todo lo que es vital para el acusado, será resuelto en el primer impulso de la indignación y podrá considerarse un hecho feliz si llega el caso a ser examinado con imparcialidad, diez años después que su cuerpo descanse en la tumba. ¿Por qué ocurre que cuando media un largo período entre la condena y la ejecución del reo, la severidad del público hacia éste se trueca en piedad? Por la misma razón que un amo, si no azota a su siervo en un momento de arrebato, siente repugnancia a hacerlo más tarde. Ello no se debe tanto al olvido del delito como al sentido de justicia que prevalece lentamente en nuestro interior y que nos hace percibir obscuramente la iniquidad del castigo. Ese mismo sentido nos hace comprender de igual modo que un hombre acusado de un crimen es un pobre ser aislado contra el cual se lanza todo el poder de la comunidad, dispuesta a causar su ruina. El acusado que es absuelto, aun seguro de la propia inocencia, alza sus manos con asombro, creyendo apenas estar a salvo, después de haber afrontado tantas fuerzas adversas. Es fácil que un hombre desprevenido reclame ser sometido a juicio si alguien levanta contra él una acusación. Pero nadie que conozca el horror que un juicio significa, querrá jamás pasar por una prueba semejante.

Capítulo quinto: De la coerción como recurso temporal

Hasta aquí hemos considerado los efectos generales de la coerción como instrumento para el gobierno de los hombres. Examinemos ahora el valor de los argumentos que se aducen para justificar su aplicación a título temporal. Suponemos que el amplio análisis que acerca de este tema hemos hecho previamente, será suficiente para inspirar al lector atento una saludable aversión contra ese sistema, a la vez que una firme disposición a oponerse a sus aplicaciones, en todos los casos en que su necesidad no fuera claramente demostrada.

Esos argumentos son, en verdad, bien simples. Se afirma generalmente que por deseable que fuera la plena libertad desde el punto de vista den espíritu absoluto, es impracticable con respecto a los hombres en las condiciones en que hoy se encuentran. Ellos se sienten afectados por mil vicios, fruto de la injusticia vigente. Son generalmente presa de apetitos desenfrenados y de hábitos perversos ...; encarnizados en el mal, inveterados en el egoísmo, carecen de simpatía y de tolerancia hacia sus semejantes. Es posible que alguna vez escuchen la voz de la razón, pero hoy se muestran sordos a sus mandatos y ansiosos de cometer toda especie de injusticias.

Una observación que ante tal argumento surge de inmediato y poderosamente en nuestro espíritu, es que la coerción no tiende en modo alguno a capacitar a los hombres para prescindir de ella en su convivencia. Es insensato considerar que la fuerza puede iniciar una tarea cuyo término corresponde a la sabiduría y que mediante el rigor y la violencia se habilita a los hombres a vivir bajo el reinado de la razón.

Pero dejando a un lado ese grosero error acerca de la supuesta utilidad de la coerción, es de primordial importancia destacar que existe un remedio indiscutible para todos los males cuya curación se ha buscado en vano en el empleo de la fuerza: remedio que se halla al alcance de cualquier comunidad que se sienta dispuesta a aplicarlo. Consiste en una forma de sociedad cuyas líneas generales ya hemos esbozado,[93] en la cual la simplificación de la estructura ha de llevar necesariamente a la extinción del delito; una sociedad donde no habrá incitaciones al mal, donde la verdad estará al alcance de todos los espíritus y el vicio será suficientemente combatido por la desaprobación general y la serena censura de cada uno. Tales serán las consecuencias que habrán de resultar necesariamente de la abolición del artificio y del ministerio del gobierno; por otra parte, los innumerables crímenes que diariamente se cometen en nombre de la ley son consecuencia forzosa del concepto de un vasto Estado, de los sueños de gloria, de imperio y de grandeza nacional, sueños que han constituido siempre un azote para la humanidad, sin producir verdadero beneficio y felicidad para ningún individuo.

Otra reflexión que surge al respecto, es relativa a la ninguna necesidad de que la especie humana atraviese por un período de purificación y se depure de las inclinaciones viciosas que le han impuesto los gobiernos, antes de que pueda librarse del sistema de coerción que hoy la deprime. Si así fuera, el porvenir de la humanidad sería ciertamente desesperado, puesto que la curación habría de realizarse antes de que se pudieran eliminar los factores que han contribuido a crear la enfermedad que la aqueja. En cambio, es propio de una sociedad bien constituída, no sólo conservar en sus miembros aquellas virtudes de que se encuentran ya dotados, sino extirpar sus errores y hacerlos benevolentes unos con otros. Nos libra de los fantasmas que nos han extraviado, nos enseña a conocer nuestro verdadero bien, consistente en la independencia y la rectitud y nos liga a los dictados de la razón, a través del libre consenso de nuestros conciudadanos, con más fuerza que si lo hiciera con grilletes de hierro. El remedio urgente no se requiere para aquellos que disfrutan de una excelente salud moral, sino para aquellos que más padecen de enfermedades del espíritu. Las malas inclinaciones de los hombres sólo tienden a impedir la abolición de la violencia coercitiva, en la medida que impiden la comprensión de las ventajas que traería aparejadas la simplificación de las formas políticas. En el preciso momento en que los hombres se convenzan de la necesidad de adoptar un plan racional para la supresión de la violencia coercitiva, tal supresión podrá ser llevada a cabo.

De lo expuesto se deduce, además, que la coerción de índole local y preventiva no puede ser en ningún caso un deber de la comunidad. La comunidad tiene siempre derecho a cambiar sus instituciones y de ese modo puede llegar a extirpar el delito mucho más eficazmente que mediante la coerción. Si en ese sentido se ha estimado necesaria la coerción, a modo de recurso temporal, hemos visto que semejante opinión puede ser adecuadamente refutada. Sea permanente o temporal, la coerción será siempre incompatible con todo sistema político basado en los principios de la razón.

Pero si en ese aspecto no podemos admitir la coerción ni siquiera a título temporal, hay otro bajo el cual debemos aceptarla. Ejercida en nombre del Estado, en contra de los ciudadanos, la coerción no puede ser un deber de la comunidad; pero puede constituir un deber de los individuos dentro de la comunidad. Es un deber del ciudadano exponer con la mayor claridad posible las ventajas de una sociedad más perfecta y descubrir infatigablemente los defectos del régimen bajo el cual vive. Pero, por otra parte, debe tener siempre en cuenta que sus esfuerzos no pueden tener éxito inmediato; que el progreso del conocimiento ha sido siempre gradual; que su obligación de contribuir al bien de la sociedad durante el período de transición, no es menos imperiosa que la de promover su futuro é indefinido perfeccionamiento. En verdad, no es posible procurar el mejoramiento futuro si se permanece indiferente ante la seguridad del presente. En tanto las naciones sufran el error de soportar gobiernos complicados, sobre vastas extensiones territoriales, la coerción será indispensable para la seguridad general. Por consiguiente es un deber de los ciudadanos tomar una responsabilidad activa en la parte de coerción, que sea preciso y en aquellos aspectos del orden actual que lo requieran, a fin de impedir la irrupción de una violencia general y caótica. Es indigno de un pensador racional decir que tal o cual cosa es necesaria, pero yo no estoy obligado a participar en ella. Si se reconoce la necesidad de una cosa, es porque ella es conveniente para el bien general; por tanto, se trata de algo útil y virtuoso y ningún hombre justo podrá negarse a cumplirlo.

El deber de los individuos es en ese caso similar al deber de las comunidades independientes ante una situación de guerra. Se sabe bien cuál ha sido la política dominante de los príncipes en este aspecto. Ellos —y especialmente los más activos y emprendedores— fueron siempre impulsados por un irresistible afán de extender sus dominios. La actitud más pacífica e inofensiva de los vecinos jamás fue garantía suficiente frente a la ambición de aquellos. Procuran ciertamente justificar su violencia mediante diversos pretextos, pero aun cuando no hallaran pretexto alguno, no por eso desistirán de su afán codicioso. Supongamos, pues, un país de hombres libres invadido por uno de esos déspotas. ¿Qué actitud corresponde adoptar a los primeros? No somos aún lo suficientemente sabios para hacer caer la espada de las manos de los opresores por la sola fuerza de la razón. Si nos decidiéramos, a modo de los cuáqueros, a no resistirles ni obedecerles, es de suponer que se evitaría mucha efusión de sangre, pero soportaríamos otros males de carácter permanente. El invasor establecería guarniciones en nuestro país y nos atormentaría con sus perpetuas injusticias. Aun admitiendo que la nación invadida se comportara con inalterable constancia, de acuerdo con las normas más razonables, haciendo que los invasores se cansasen de su infructuosa usurpación, poco se habría conseguido. Debemos tratar actualmente, no con naciones compuestas de filósofos, sino con naciones integradas por hombres cuyas virtudes se hallan mediatizadas por la debilidad, la inconstancia y la incertidumbre. Por consiguiente, debemos acudir a los medios más adecuados frente a tal especie de pueblos. En el caso supuesto, es perfectamente lógico, pues, que elijamos los medios más conducentes para obligar al enemigo a abandonar cuanto antes nuestro territorio. El caso de la defensa individual es de igual naturaleza. Indudablemente no aparece que pueda resultar una ventaja mi tolerancia de las desventajas de que, mi propia vida o la de otro, pueda ser presa del primer rufián que quiera destruirla. La tolerancia sería aquí fruto de una actitud individual y sus resultados habrían de ser deleznables. Resulta claro, en cambio, que tenemos el deber de impedir al malvado la ejecución de sus designios, aunque sea a costa de cierto grado de coerción.

El caso del delincuente endurecido en el crimen y habituado a violar la seguridad social, es claramente similar al anteriormente citado. Me veo obligado a tomar las armas contra el déspota que ha invadido mi patria, porque no puedo lograr, mediante la exposición de razones convincentes, que aquel abandone su arbitraria empresa y porque mis conciudadanos no podrán mantener su independencia intelectual bajo la opresión. De igual modo, me veo obligado a armarme contra el bandido interior, pues soy incapaz de disuadirlo de su criminal actividad, así como de convencer a la comunidad de que debe adoptar instituciones políticas más justas, mediante las cuales la seguridad de todos pudiera ser garantizada, aboliendo al mismo tiempo la coerción. Para comprender plenamente el sentido de este deber, es necesario puntualizar que media una gran diferencia entre la anarquía, tal como es generalmente entendida, y una forma de sociedad racional, sin gobierno. Si el gobierno de Gran Bretaña se disolviera mañana, estaría muy lejos de significar eso la abolición de la violencia, a menos que tal disolución fuera consecuencia de la previa asimilación de sólidos conceptos de justicia política, por parte de los habitantes del país. Muchos individuos, librados del terror que anteriormente los inhibía y sin sentir aún el freno más noble y racional de la censura pública, ni comprender la sabiduría de la mutua tolerancia se lanzarían a cometer actos de injusticia y violencia, en tanto que otros, movidos por el propósito de hacer cesar cuanto antes tal irregularidad, se verían obligados a organizarse con el objeto de reprimir los desmanes por la fuerza. Tendríamos así todos los males que se derivan de un gobierno regular, sin el orden y la tranquilidad que son sus únicas ventajas.

No estará demás examinar aquí más detenidamente de lo que hasta ahora hemos hecho, los males de la anarquía. Ello nos permitirá discernir acerca del valor relativo de diferentes instituciones, así como sobre el grado de coerción que sea necesario emplear, a fin de impedir el desorden y la violencia universales.

La anarquía es, por su propia naturaleza, un mal de breve duración. Cuanto más grandes son los horrores que causa, más rápidamente se extingue. Es necesario, sin embargo, que consideremos tanto el grado del mal que ella produce en un período determinado, como el escenario en el cual se desarrolla. La seguridad personal es la primera víctima que se sacrifica en su altar. Toda persona que tiene un secreto enemigo, debe temer el puñal de ese enemigo. No hay duda que en el peor estado de anarquía, muchos hombres dormirán tranquilos, en una obscura felicidad. Pero, ¡ay de aquél que por cualquier motivo excite la envidia, el celo o la sospecha de su vecino! La ferocidad desenfrenada lo señalará de inmediato como su presa. Precisamente lo más lamentable de tal estado de cosas es que el hombre más sabio, el más sincero, generoso y valiente, es el que más se halla expuesto a sufrir una suerte injusta. En tal situación debemos despedimos de las tranquilas elucubraciones del filósofo y de la paciente labor del investigador. Todo es entonces precipitado y temerario. El espíritu irrumpe a veces en ese estado de cosas, pero su resplandor es rápido y violento como el de un meteoro, no suave y permanente como la luz del sol. Los hombres que surgen súbitamente a la notoriedad pública, se identifican con las circunstancias que los llevaron a la inesperada grandeza. Son rigurosos, insensibles y fieros. Sus irrefrenadas pasiones no se detendrán con frecuencia apte la equidad, sino que, por encima de todo, los incitarán a tomar el poder.

A pesar de todo eso, debemos cuidamos de la apresurada conclusión de que los males de la anarquía son más graves que los que puede producir el gobierno. En lo que a la seguridad personal se refiere, la anarquía no es ciertamente peor que el despotismo. Con esta diferencia: mientras la anarquía constituye un estado de cosas transitorio, el despotismo es, por naturaleza, de carácter permanente. El despotismo, tal como existió bajo los emperadores romanos, practicaba la confiscación de bienes y el hecho de ser rico constituía a menudo un agravante en muchas acusaciones. Esta forma de despotismo se mantuvo durante siglos. El que dominó en la moderna Europa, propicio a toda clase de intrigas, fue arma fatal de la ambición de los cortesanos y de sus favoritas. El que se atrevía a pronunciar una sola palabra contra el tirano o procuraba instruir a los ciudadanos en el conocimiento de sus derechos, no podía estar jamás seguro de no verse en el próximo instante arrojado en una mazmorra. Allí el despotismo cosumaba a gusto su venganza, no bastando a veces cuarenta años de soledad y miseria para calmar su odio. Y aún no era todo. La tiranía, que desafiaba todas las reglas de justicia, se veía obligada a comprar su propia seguridad, haciendo partícipes de sus privilegios a diversas capas jerárquicas inferiores. De ahí los derechos de la nobleza, el vasallaje feudal, la primogenitura, el mayorazgo y las sucesiones. Cuando la filosofía de la ley sea debidamente comprendida, la verdadera clave para la interpretación de su espíritu y de su historia se hallará, no en el deseo de asegurar la felicidad del género humano, como bondadosamente han supuesto ciertas personas, sino en ese complejo venal que hace que los tiranos superiores consigan el apoyo y la alianza de los tiranos inferiores.

Queda otro aspecto donde anarquía y despotismo contrastan violentamente entre sí. La anarquía despierta las mentes, suscita energías y difunde el espíritu de empresa entre la comunidad, si bien no lo cumple del mejor modo posible, ya que sus frutos, de apresurada madurez, no pueden ofrecer la vigorosa fibra de una auténtica perfección. Bajo el despotismo, por el contrario, el espíritu es pisoteado del modo más odioso. Todo lo que exhala un hálito de grandeza, se halla condenado a caer bajo la acción exterminadora de la envidia y la sospecha. Bajo el despotismo, no hay estímulo alguno para la perfección. El espíritu sólo puede expandirse allí donde el afán de superación no encuentra trabas. Un sistema politico bajo el cual todos los hombres son divididos en clases o son nivelados a ras del suelo, no ofrece posibilidad alguna de desarrollo espiritual. Los habitantes de tales países llegan a constituir una viciosa especie de brutos. La opresión los empuja hacia la perversidad y la depredación y la fuerza superior del espíritu suele manifestarse sólo en una traición más perfecta, en una injusticia más descarada.

Una de las cuestiones más interesantes relativas a la anarquía, es el modo como puede tener término. Las posibilidades son al respecto tan amplias como las diversas formas de sociedad que la imaginación puede concebir. La anarquía puede finalizar y a menudo finaliza en despotismo, en cuyo caso sólo habrá servido para causar nuevas especies de calamidades. Púede conducir a una modificación del despotismo, a un gobierno más moderado y equitativo que el que existía anteriormente.[94] Y no es imposible que conduzca hacia la forma más perfecta de sociedad humana que el más profundo filósofo haya podido concebir, pues en verdad hay en ella algo que sugiere una viva, aunque extraña semejanza con la auténtica libertad. Generada comúnmente por el odio a la opresión, la anarquía lleva implícito un vigoroso espíritu de independencia. Libera a los hombres de los lazos del prejuicio y de la ciega obediencia y los incita en cierto grado a un examen imparcial de las razones de sus propios actos.

La situación en que termina la anarquía depende principalmente del estado de cosas que le ha precedido. La humanidad toda vivió alguna vez en estado de anarquía —esto es, sin gobierno— antes de pasar a las etapas de la organización política. No es difícil hallar en la historia de todos los pueblos cierto período de anarquía. El pueblo inglés vivió en situación de anarquía inmediatamente antes de la Restauración. El pueblo romano, cuando la seccesión en el Monte Sacro. De todo ello se desprende que la anarquía no es tan aborrecible ni tan excelente, en relación con sus consecuencias, como muchas veces se ha afirmado.

No es razonable esperar que un breve lapso de anarquía cumpla la labor que corresponde a un largo período de investigación y de estudio. Cuando decimos que ella libera a los hombres del prejuicio y de la fe ciega, debe ser comprendido eso con cierto beneficio de inventario. Tiende ciertamente a atenuar la virulencia del espíritu, pero no convierte de inmediato en filósofos a individuos comunes. Destruye algunos prejuicios que no han sido incorporados enteramente a nuestros hábitos intelectuales, pero arma con furia a muchos otros y los convierte en instrumentos de venganza.[95]

Menguado bien podría esperarse de cualquier género de anarquía que subsistiera, por ejemplo, entre los salvajes de América. Para que la anarquía fuera simiente de futura justicia, el estudio y la reflexión debieran haberla precedido, haciendo para todos asequibles las altas regiones de la filosofía y dejando abierta para todos la escuela de la sabiduría política. Por esta razón, las revoluciones de la presente época (pues toda revolución total implica una especie de anarquía) prometen resultados más felices que las revoluciones de épocas anteriores. Por lo mismo, también, cuanto más posible sea controlar la anarquía, tanto mejor será para la humanidad. El error puede salir ganancioso precipitando una crisis. Pero una verdadera e ilustrada filantropía esperará con serena paciencia que madure la cosecha del conocimiento. El momento de la madurez podrá tardar, pero llegará infaliblemente.[96] Si la sabiduría y la reflexión obtuvieran éxito en su oposición a la anarquía, sus beneficios serán[97] finalmente alcanzados, inmaculados de sangre y violencia.

Estas observaciones han de llevarnos a una justa estimación de los inconvenientes de la anarquía y también a demostrar que existen formas de gobierno y coerción mucho más perjudiciales en su tendencia que la falta completa de organización. Asimismo, se demuestra que hay formas de gobierno preferibles a la anarquía. Es un axioma indiscutible que cuando se trata de elegir entre dos males, el hombre prudente y justo elegirá el menor de ellos. No pudiendo introducir la forma de sociedad que su conciencia reclama, contribuirá a sostener el grado de coerción justamente necesario para evitar lo que sería peor, la anarquía.

Si, por consiguiente, es admisible la violencia en oposición a la violencia, en determinados casos y bajo circunstancias temporales, será conveniente determinar cuál de los tres fines corrientes de la coerción, que fueron ya enumerados, debe ser perseguido por las personas que la emplean. Para el objeto, será suficiente recordar brevemente los razonamientos que fueron expresados al tratar cada uno de esos casos.

No es posible reformar el espíritu por la violencia. Reformar el espíritu de un hombre es cambiar los sentimientos que en el mismo alberga. Los sentimientos pueden ser modificados para bien o para mal, por obra de la verdad o por influjo de la mentira. El castigo, como ya lo hemos demostrado, equivale a injusticia. Si me castigáis, dejando cardenales en mi cuerpo, ello no arrojará nueva luz en la cuestión existente entre nosotros. Por el contrario, sólo me convencerá de vuestra ignorancia, de vuestro error, de vuestro apasionamiento. Lo único realmente convincente serán vuestras razones y argumentos. Si éstos son deficientes, los cardenales sobre mi cuerpo no les conferirán mayor validez. Sea cual sea la amplitud o la estrechez de vuestra inteligencia, es el único instrumento de que disponéis para influir en la mía. No podéis darme aquello que no poseeis. Sea como fuere, no podréis agregar nada al valor intrínseco de las verdades que abonen vuestra opinión. La violencia que acompañe la exposición de tales verdades, podrá predisponerme contra un examen imparcial de las mismas, pero nunca podrá agregar fuerza de convicción a la que por sí contengan. Estos argumentos son terminantes contra la coerción como instrumento de educación privada o individual.

Pero, considerada la cuestión desde un punto de vista político, podría aducirse que, por justas y sanas que sean las ideas que expongamos ante la persona cuya reforma moral requerimos, podría tratarse de un ser refractario a todo razonamiento, por lo cual sea menester emplear la fuerza hasta que se logre inculcar en su espíritu principios saludables. Tengamos en cuenta que aquí no se trata de la acción preventiva encaminada a impedir que la persona en cuestión cometa entretanto actos delictuosos, pues ello correspondería a otro de los tres fines de la coerción, que es el punitivo. Pero dejando de lado tal propósito, hemos de afirmar que dicho argumento es particularmente inconsistente. Si las verdades que tengo que trasmitir a otras personas son claras y expresivas; si se manifiestan luminosamente en mi propio espíritu, será extraño que no despierten de inmediato la atención y la curiosidad de aquellos a quienes van dirigidas. Mi deber consiste en buscar el momento más adecuado para trasmitirlas, evitando perjudicar mi propia causa, en razón de una impaciencia inoportuna. Sin duda habré de emplear semejante prudencia si tratara de lograr algo que implica para mí la satisfacción de un interés personal. ¿Por qué he de ser menos hábil cuando lo que está en litigio es la causa de la eterna razón y la justicia? Obligar a un hombre a escuchar por la fuerza ciertas reconvenciones que quiere eludir, es un medio harto dudoso para convencerle. En suma, no se trata de abandonar la idea de reformar espiritualmente a los hombres, sino de establecer que la coerción es un instrumento inadecuado para ese objeto.

La teoría de la coerción a modo de ejemplo, tampoco puede ser sostenida seriamente. La coerción a emplearse, considerada en sentido general, puede ser justa o injusta. Si fuera justa, habría de aplicarse en razón de su valor intrínseco. Si fuera injusta, ¿qué especie de ejemplo habría de ofrecer? Realizar algo a modo de ejemplo, significa ejecutar una acción digna de ser repetida posteriormente. Ningún razonamiento ha sido más groseramente tergiversado que el relativo al valor del ejemplo. Ello ocurre como en el caso de la guerra,[98] cuando se trata de probar la bondad de una acción que es de por sí injusta, con el objeto de convencer a la parte contraria de que en otra oportunidad similar procederemos con justicia.

Ofrecerá el más alto ejemplo quien más cuidadosamente estudie los principios de justicia y más asiduamente los practique. Ejerceremos una influencia más saludable sobre la sociedad mediante una concienzuda adhesión a tales principios que suscitando una expectación particular en torno a nuestra futura conducta. Estas consideraciones habrán de adquirir aun más fuerza, si se recuerda lo que ya dijimos respecto a las irreductibles diferencias que existen entre los diversos casos concretos de conducta individual y la imposibilidad de someterlos a reglas uniformes.[99]

El tercer objeto de la coerción, de acuerdo con la enumeración anterior, consiste en constituir un freno preventivo. Si la coerción ha de justificarse en algún caso, sólo lo será con tal objetivo. Las serias objeciones que cabe oponer, aún desde ese punto de vista, han sido expresadas en otro lugar de este estudio;[100] asimismo se han puntualizado los casos que implican un levantamiento de dichas objeciones.

El tema de este capítulo es de la mayor importancia, teniendo en cuenta el tiempo que posiblemente ha de transcurrir antes que una considerable parte de la humanidad se persuada de la conveniencia de cambiar las complicadas instituciones políticas actuales, por otras que eliminarán la necesidad de la coerción. Sería indigno de la causa de la verdad suponer que entretanto no tendremos deberes activos que cumplir, que no estaremos obligados a cooperar al bienestar presente de la comunidad, tanto como a su futura regeneración. La obligación temporal que surge de las presentes circunstancias, corresponde exactamente a lo que dijimos acerca del cumplimiento del deber. Éste constituye la mejor aplicación de un deber conducente a la promoción del bien general. Pero mi poder depende también de la disposición de los hombres que me rodean. Si estoy enrolado en un ejército de cobardes, mi deber podrá consistir en retroceder, si bien el deber del ejército como tal consistirá en combatir. Pero sean cuales fueran las circunstancias externas, es mi deber contribuir al bien general por todos los medios que aquéllas me permitan.

Capítulo sexto: Grados de coerción

Ha llegado el momento de considerar algunas inferencias que se deducen de la teoría de la coerción anteriormente expuesta; inferencias que conceptuamos de vital importancia para la felicidad, la virtud y el progreso de la especie humana.

Ante todo resulta evidente que la coerción constituye una penosa necesidad, incompatible con el genio y la esencia del espíritu humano; necesidad temporal que nos imponen la corrupción y la ignorancia que hoy reinan entre los hombres. Nada más absurdo que presentarla como medio de mejoramiento social, ni más injusto que acudir a ella en los casos en que no sea absolutamente indispensable hacerlo. En lugar de propender a la multiplicación de esos casos y de emplear la coerción como un remedio para todos los males, el estadista ilustrado tratará de reducirlos a los más estrechos límites, disminuyendo en lo posible sus motivos de aplicación. Hay un solo caso en que el empleo de la coerción puede justificarse y es cuando la libertad del delincuente puede causar un notorio daño a la seguridad pública.

Al examinar el concepto de la prevención como la única razón justificable de la acción coercitiva, obtendremos un criterio claro y satisfactorio para juzgar del grado de justicia que contiene la pena.

La inflicción de una muerte lenta y dolorosa no puede de ningún modo ser vindicada desde ese punto de vista, pues esa pena sólo es inspirada por los sentimientos de odio y venganza, así como por el vano afán de exhibir un terrible escarmiento.

Quitar la vida a un delincuente es desde luego un acto injusto, puesto que existen fuera de esa terrible pena muchos otros medios para impedir que aquél continúe causando daño a sus semejantes. La privación de la vida, aun cuando no sea la pena más horrible que pueda sufrirse, constituye un daño irreparable, puesto que cierra definitivamente a la víctima toda posibilidad de disfrutar de los goces y los bienes propios del ser humano.

En la biografía de esos pobres seres a quienes las despiadadas leyes de Europa condenan al aniquilamiento, encontramos con frecuencia personas que, después de haber cometido un delito, observaron una vida normal y tranquila, alcanzando un apreciable patrimonio. La historia de cada uno de ellos es, con ligeras variantes, la historia de la mayoría de los violadores de la ley. Si hay un hombre a quien, en resguardo de la seguridad general, es preciso poner entre rejas, ello implica un alegato en favor suyo dirigido a los miembros más influyentes de la sociedad. Ese hombre es el que con mayor apremio necesita su ayuda. Si se le tratara con bondad, en vez de hacerlo con ultrajante desprecio; si le hicieran comprender con cuánta repugnancia se vieron obligados a emplear contra él la fuerza colectiva; si le instruyeran con calma, serenidad y benevolencia en el conocimiento del bien y de la verdad; si se adoptaran todos los cuidados que una disposición humanitaria sugiere, a fin de librar su espíritu de los móviles de corrupción, la enmienda del desdichado sería casi segura. A tales cuidados le hacen acreedores sus desgracias y su miseria. Pero la mano del verdugo salda brutalmente la cuestión.

Es un error suponer que un tratamiento semejante de los criminales haría aumentar los crímenes. Por el contrario, pocos hombres osarían iniciar una carrera de violencias, con la perspectiva de verse obligados a abjurar de sus errores, tras un lento y paciente proceso de esa índole. Es la inseguridad del castigo en sus formas actuales lo que determina la multiplicidad del delito. Eliminad esa incertidumbre y veréis que habrá tanta disposición para la delincuencia como la que pudiera haber para el deseo de quebrarse una pierna, a fin tener la satisfacción de ser curados por un hábil cirujano. Pues sea cual fuera la gentileza que desplegara el médico del espíritu, no es de imaginar que la curación de los hábitos viciosos pueda producirse sin una penosa impresión por parte de quien los haya sustentado.

Los castigos corporales tienen su origen en la corrupción de las instituciones políticas o en la inhumanidad de las mismas, independientemente de la consideración de su eficacia en relación con el fin propuesto, en cuanto a la enmienda del delincuente. Salvo cuando se intentan a guisa de ejemplo, constituyen un evidente absurdo, desde que procuran expeditivamente comprimir el efecto de muchos razonamientos y de un largo confinamiento en un espacio sumamente breve. Es atroz el sentimiento con que un observador ilustrado contempla las huellas de un látigo, impresas en el cuerpo de un hombre.

La justicia de la represión se basa en este sencillo principio: todo hombre está obligado emplear cuantos medios estén a su alcance a fin de prevenir hechos contrarios a la seguridad general, habiéndose comprobado por la experiencia o por deducciones pertinentes que todos los medios persuasivos resultan ineficaces en ciertos casos. La conclusión que de ahí se deriva es que nos vemos obligados, en determinadas circunstancias, a privar al trasgresor de la libertad de que ha abusado. Ningún otro hecho nos autoriza a ir más allá en ese sentido. El que se encuentra prisionero (si es éste el medio más justo de segregación) no está en condiciones de turbar la paz de sus semejantes. Y la inflicción de mayores daños a esa persona, después que su capacidad delictiva ha sido prácticamente eliminada, sólo se explica por salvaje y despiadado afán de venganza, y constituye un desenfrenado ensañamiento de la fuerza.

En verdad, desde que el delincuente ha sido prendido, surge de inmediato el deber de corregirlo para aquellos que han asumido la responsabilidad de aplicar el castigo. Pero esto no constituye la cuestión fundamental. El deber de contribuir a elevar la salud moral de nuestros semejantes, es un deber de índole general. Aparte de esta salvedad, hemos de recordar una vez más lo que tantas veces repetimos en el curso de esta obra: la coerción en todas sus formas es siempre impotente para corregir a una persona. Retened al delincuente, en tanto que la seguridad general así lo requiera. Pero no le impidáis de ningún modo obtener su propia regeneración, pues ello es contrario a la moral y a la razón.

Existe, sin embargo, un punto en el cual la prevención y la enmienda del culpable se conectan estrechamente. Hemos dicho que el delincuente debe ser apartado de la sociedad para evitar peligros para la seguridad pública. Pero ésta dejará de estar amenazada tan pronto como las inclinaciones y propensiones de aquél hayan experimentado un cambio favorable. Habiéndose establecido esa conexión por la naturaleza de las cosas es preciso, al fijar la pena, tener en cuenta ambas circunstancias: ¿de qué modo ha de promoverse la corrección del delincuente y cuándo ha de restituírsele plenamente su libertad?

El procedimiento más común seguido hasta ahora consiste en erigir una gran cárcel pública, donde los delincuentes de la más diversa especie son arrojados en tremenda promiscuidad. Todas las circunstancias existentes tienden a inculcarles allí hábitos más viciosos y a ahogar cualquier resto de laboriosidad, sin que se haga nada por mejorar o modificar ese estado de cosas. No creemos necesario extendemos más acerca de la atrocidad que significa ese sistema. Las cárceles son proverbialmente los seminarios del vicio. Ha de estar extraordinariamente endurecido en la iniquidad o bien constituir un exponente de virtud suprema, el que salga de una cárcel sin haber empeorado en ella.

Un atento observador de los problemas humanos,[101] animado por las más sanas intenciones, que ha dedicado especial atención a este tema, fue rudamente impresionado por la lamentable situación que reina en el actual sistema carcelario y, con objeto de aportar un remedio, interesó al espíritu público en favor de un plan de segregación solitaria. Este plan, aun exento de los defectos que aquejan al régimen vigente, es merecedor, sin embargo, de muy serias objeciones.

De inmediato impresiona a todo espíritu reflexivo como un sistema extraordinariamente severo y tiránico. No puede, por consiguiente, ser admitido entre los métodos de suave coerción que constituyen el objeto de nuestro estudio. El hombre es un animal social. Hasta qué punto lo es realmente, es cosa que surge de la consideración de las ventajas que confiere el estado social, de las cuales despoja al prisionero el encierro solitario. Independientemente de su estructura originaria, el hombre es eminentemente social por los hábitos adquiridos. ¿Privaréis al prisionero de papel, de libros, de herramientas y distracciones? Uno de los argumentos que se esgrimen en favor del sistema de segregación solitaria es que el delincuente debe ser sustraído a sus malos pensamientos y obligado a escrutar la propia conciencia. Los defensores del sistema de encierro solitario creen que esto podrá ocurrir cuanto menos distracciones tenga el prisionero. Pero supongamos que se ha de suavizar el rigor en ese sentido y que sólo se le privará de la presencia de sus semejantes. ¿Cuántos hombres hay que puedan satisfacer sus necesidades de sociabilidad en la compañía de los libros? Somos naturalmente hijos del hábito y no es lógico esperar que individuos comunes se amolden a un género de vida que siempre les fue extraño. Incluso aquel que más apego tiene al estudio, siente momentos en que el estudio no le complace. El alma humana tiende con anhelo infinito a buscar la compañía de un semejante. Por el hecho que la seguridad pública reclame el encierro de un delincuente, ¿ha de estar éste condenado a no iluminar jamás su rostro con una sonrisa? ¿Quién medirá los sufrimientos del hombre obligado a permanecer en constante soledad? ¿Quién podrá afirmar que esto no constituye para la mayoría de los hombres el peor tormento que pueda imaginarse? Es indudable que un espíritu superior podrá superar tal circunstancia. Pero las facultad de un espíritu sublime no entra en las consideraciones de este problema.

Del examen de la prisión solitaria considerada en sí misma, nos vemos naturalmente llevados a estudiar su valor en relación con la reforma del delincuente. La virtud es una cualidad que se comprueba en las relaciones mutuas de los hombres. ¿Será acaso requisito previo para convertir a un hombre en un ser virtuoso, el excluido de toda sociedad humana? ¿No se incrementarán, así, por el contrario, sus inclinaciones egoístas y antisociales? ¿Qué estímulos tendrá hacia la justicia y la benevolencia el que carece de oportunidades para ejercerlas? El ambiente en que suelen incubarse los más atroces crímenes, es el mismo que determina un ánimo áspero y sombrío. ¿Qué corazón podrá sentirse ensanchado y enternecido al respirar la densa atmósfera de una mazmorra? Más cuerdo sería a ese respecto imitar el orden universal y trasladar a un estado natural y razonable de sociedad a aquellos hombres a quienes deseamos instruir en los principios de humanidad y justicia. La soledad sólo puede incitarnos a pensar en nosotros mismos, no a servir a nuestros conciudadanos. La soledad impuesta por severos reglamentos, podrá ser adecuada para un asilo de alienados o de idiotas, nunca para producir seres útiles a la sociedad.

Otro procedimiento empleado para castigar a quienes han causado daños a la sociedad, consiste en someterlos a un estado de esclavitud o de trabajo forzado. La refutación de ese sistema ha sido anticipada en lo que hemos dicho más arriba. Eso es absolutamente innecesario para la seguridad social. En cuanto al logro de la enmienda del delincuente, representa un medio absurdamente concebido. El hombre es también un ser intelectual. No es posible volverlo virtuoso sin apelar a sus facultades intelectivas. Tampoco puede ser virtuoso sin disfrutar de cierto grado de independencia. Debe compenetrarse de las leyes de la naturaleza y de las consecuencias necesarias de sus propias acciones, no de las órdenes arbitrarias de un superior. ¿Queréis lograr que trabaje? No me obliguéis a ello por medio del látigo, pues si anteriormente tuviera inclinaciones a la holganza, seguiré después doblemente esa tendencia. Apelad a mi inteligencia y dejadme libertad de elección. Sólo la más deplorable perversión del espíritu puede hacernos creer que cualquier especie de esclavitud, desde esa forma atenuada que pesa sobre nuestros escolares, hasta la que sufren los desdichados negros de las Indias Occidentales, puede producir efectos favorables para la virtud humana.

Un sistema altamente preferible a cualquiera de los anteriores y que ha sido ensayado en diversos casos, es el de destierro o traslado a países lejanos. También ese sistema es susceptible de algunas objeciones y en verdad sería extraño que cualquier método de coerción no fuera de por sí objetable. Pero hay que notar que ese sistema ha sido impugnado más de lo que por su naturaleza intrínseca correspondería, en razón de la manera cruda e incoherente con que ha sido aplicado.

El destierro constituye en sí una evidente injusticia. Pues si juzgamos que la residencia de una persona determinada es perniciosa para nuestro país, no tenemos derecho a imponerla a otro país cualquiera.

Algunas veces el destierro ha sido acompañado de esclavitud, tal como aconteció con la práctica de Gran Bretaña en sus colonias americanas, antes de que éstas se independizaran. Creemos que esto no requiere una refutación especial. El método más conveniente de destierro es el que se efectúa hacia un país aún no colonizado. El trabajo que más contribuye a libertar el espíritu de los malos hábitos adquiridos en una sociedad corrompida, no es aquel que se cumple bajo las órdenes de un carcelero, sino el que se realiza por la necesidad de proveer a la propia subsistencia. Los hombres que se sienten libres de las opresoras instituciones de los gobiernos europeos y se ven impelidos a comenzar una nueva vida, se hallan por esto mismo en el camino más conducente a la regeneración y la virtud. La primera fundación de Roma por Rómulo y sus vagabundos es una feliz ilustración de esa idea, ya se trate realmente de un hecho histórico o de una ingeniosa leyenda creada por alguien que conocía a fondo el corazón humano.

Hay dos circunstancias que hasta ahora han hecho fracasar todas las tentativas en ese sentido. La primera consiste en que la madre patria persigue siempre con su odio la instalación de tales colonias. Nuestra esencial preocupación es la de hacer allí la vida más dura e insoportable, con la vana idea de aterrorizar de ese modo a los delincuentes. En realidad debiera consistir en resolver las dificultades que encuentran los nuevos pobladores y en propender en todo lo posible a su futura felicidad. Debemos recordar siempre que ellos son merecedores de toda nuestra compasión y simpatía. Si fuéramos seres razonables, sentiríamos la cruel necesidad que nos obligó a tratarlos de un modo contrario a la esencia del alma humana; pero una vez consumada esa ingrata necesidad, nuestro más vivo anhelo sería otorgades todo el bien que estuviera a nuestro alcance. Pero no somos razonables. Tenemos arraigados en nosotros salvajes sentimientos de rencor y de venganza. Confinamos a esos desgraciados en los lugares más remotos de la tierra. Los exponemos a perecer de hambre y de privaciones. Desde un punto de vista práctico, la deportación a las Hébridas equivale a una deportación a las antípodas.

En segundo lugar, sería conveniente que, después de haber provisto a los colonos de lo necesario para comenzar su nueva vida, se les dejara librados a su propia responsabilidad. Es contraproducente en absoluto perseguirlos hasta su lejano refugio con la perniciosa influencia de las instituciones europeas. Constituye un signo de crasa ignorancia de la naturaleza humana el suponer que se destrozarían entre sí en el caso de sentirse libres de vigilancia. Por el contrario, un nuevo ambiente favorece la creación de un nuevo espíritu. Los más endurecidos criminales, cuando se hallan expuestos a las contingencias del azar y sufren los duros aguijones de la necesidad, suelen comportase del modo más razonable, dando pruebas de una sagacidad y de un espíritu público capaces de hacer abochornar a las monarquías más orgullosas.

No olvidemos, sin embargo, los vicios inherentes a toda especie de coerción, sea cual sea el modo con que se efectúe. La colonización es la forma más deseable en ese caso, pero ofrece sin duda numerosos inconvenientes. La sociedad juzga que la residencia de cierto individuo en su seno es nociva para el bien general. ¿Pero no se excede acaso cuando le niega el derecho a elegir otro lugar de residencia? ¿Qué pena se le aplicará si vuelve del destierro por propia voluntad? Estas reflexiones traen nuevamente a nuestro espíritu la convicción de la absoluta injusticia que el castigo encierra y nos inducen a desear fervientemente el advenimiento de un orden de cosas que elimine semejante iniquidad.

Para concluir. Las observaciones contenidas en el presente capítulo tienen relación con la teoría según la cual es deber de los individuos y no de las comunidades ejercer cierto grado de coerción política, fundando ese deber en necesidades de seguridad pública. De acuerdo con esa teoría, el individuo sólo ha de consentir en aquella coerción que sea estrictamente indispensable para ese objeto. Su deber consistirá en mejorar las instituciones defectuosas, de cuya superación no ha logrado aún convencer a sus conciudadanos. Rehusará la colaboración en todo cuanto signifique la invocación de la seguridad pública para el cumplimiento de propósitos inicuos. En todos los códigos del mundo hay leyes que, en virtud de sus injustas prescripciones, llegan a caer en desuso. Todo verdadero amante de la justicia hará cuanto esté a su alcance por repudiar esas leyes, que mediante su infinidad de restricciones y penalidades, invaden arbitrariamente los fueros de la libertad y de la independencia individual.[102]

Capítulo octavo: De la ley

Una cuestión de esencial importancia en el juicio acerca de los delitos es la referente al método que se ha de seguir en la clasificación de los mismos y la graduación de las penas adecuadas a cada caso: Ello nos lleva directamente al estudio de la ley, sin duda uno de los temas de más alto interés que se pueden ofrecer a la inteligencia humana. La ley es considerada en todos los países que se llaman civilizados como la norma indiscutible por la cual se juzgan las trasgresiones e irregularidades merecedoras de sanción pública. Veamos hasta que punto es justa tal consagración.

El dilema que hasta ahora se ha ofrecido a todos los que han examinado esta cuestión es el siguiente: por un lado la ley, por el otro la voluntad arbitraria de un déspota. Pero si queremos estimar adecuadamente el valor de la ley, debemos considerada primero tal como es en sí e investigar luego si es posible suplirla ventajosamente por otro principio.

Se la ha definido como guía normativa de los actos que debían cumplir o eludir los miembros de la sociedad, admitiéndose que era altamente inicuo juzgar a los hombres por una ley ex post facto o de cualquier otro modo que no fuera según las leyes previamente sancionadas y promulgadas en forma regular.

Hasta dónde es posible prescindir totalmente de semejante norma, lo veremos en el curso de la presente investigación. Destaquemos de inmediato que ella es evidentemente indispensable en aquellos países cuyo sistema jurídico es arbitrario y caprichoso. Allí donde se considera un delito llevar vestidos confeccionados con determinado tejido o lucir botones de cierto aspecto, es sin duda de gran importancia que los ciudadanos se hallen debidamente informados acerca de las peregrinas disposiciones a que deben ajustar sus actos. Pero si la sociedad se gobernara según las reglas naturales de la justicia y no se atribuyera el derecho de forzar esas reglas agregándoles normas superfluas y contradictorias, la legislación no sería ciertamente imprescindible. Las reglas de la justicia serán más fácilmente comprendidas mediante la comunicación directa entre los hombres, libres de las trabas del prejuicio, que a través de todos los códigos y catecismos.[103]

Un resultado de la institución de la ley es que una vez puesta en vigencia es difícil ponerle término. Los edictos y los códigos se agregan unos a otros. Esto ocurre especialmente donde el gobierno es más popular y sus métodos son más de naturaleza deliberativa. La frondosidad legal constituye de por sí una no despreciable indicación de principio erróneo, resultando, por consiguiente, que cuanto más nos empeñemos en seguir el camino que nos señala, más confundidos nos sentiremos. Nada puede ser más vano que pretender amalgamar un principio justo con otro erróneo. El que intente seriamente y de buena fe producir tal amalgama, se expone más a incurrir en ridículo que aquel que, en lugar de profesar simultáneamente dos principios opuestos, se adhiere resueltamente al peor de ellos.

De aquí una máxima de indiscutible claridad: cada acción humana constituye un caso independiente. Jamás se ha consumado un acto exactamente igual a otro, ni que haya comportado igual grado de utilidad o de daño para la sociedad. Ha de ser función de la justicia distinguir entre las cualidades de los hombres y no confundirlás. ¿Pero qué resultados han dado las tentativas de la ley en ese sentido? Como incesantemente se producen situaciones y casos nuevos, la ley es siempre deficiente. ¿Podría acaso suceder de otro modo? Los legisladores carecen de la facultad de presciencia ilimitada y no pueden definir lo que es infinito. La alternativa consiste en torcer la ley con el objeto de incluir en ella un caso que jamás fue previsto por el legislador o bien en crear una nueva ley para proveer al caso especial de que se trate. Mucho se ha realizado en el sentido del primer término de esa alternativa. Son proverbiales los artificios de que suelen valerse los abogados a fin de tergiversar o sutilizar el sentido de una ley.

Es sabido que la misma educación que los capacita, cuando actúan en la parte acusadora, para encontrar un delito que jamás imaginó el legislador, les permite, como defensores, hallar en la misma ley toda clase de subterfugios, hasta reducirla prácticamente a la inocuidad. Surge así la necesidad de fabricar constantemente nuevas leyes. Con el objeto de eludir su evasión en todo lo posible, se redactan generalmente de un modo minucioso, tedioso y redundante. El volumen donde la justicia escribe sus fallos crece sin interrupción y el mundo llegará a ser pequeño para contener tantos textos legales.

La consecuencia de esa latitud de la ley es la incertidumbre. Esto choca naturalmente con el principio esencial sobre el cual se funda la ley. Las leyes se han hecho para terminar con la ambigüedad y para instruir a cada ciudadano acerca de las reglas de conducta a las cuales debe ajustarse. ¿De qué modo se ha cumplido ese propósito? Tomemos un ejemplo relativo a la propiedad. Dos hombres disputan legalmente la posesión de ciertas tierras. Ciertamente, no acudirían a la ley si cada uno de ellos no estuviera seguro de su respectivo éxito. Por supuesto, se hallan animados de una opinión parcial. Quizá no continuarían el pleito si sus respectivos abogados no les aseguraran un resultado airoso. Se ha hecho la ley con el objeto de que el hombre común conociera claramente cuáles eran sus derechos y obligaciones y, sin embargo, hasta los más ilustrados juristas difieren entre sí en la interpretación de tal o cual inciso. Puede ocurrir que el más afamado jurisconsulto del reino o el primer consejero de la Corona, me asegure un triunfo seguro en un juicio, cinco minutos antes que algún otro ilustre intérprete de la ley, mediante algún imprevisto escamoteo, falle la causa contra mí. ¿Habría sido el caso igualmente inseguro si hubiera confiado únicamente en el honesto buen sentido de un jurado integrado por mis convecinos, inspirados por las sencillas y claras ideas de justicia general? Los hombres de ley sostienen absurdamente que es necesario que la justicia sea costosa, a fin de evitar una infinita multiplicación de los pleitos. En verdad, la única causa de tal multiplicación es la incertidumbre. Los hombres no disputan acerca de lo que es evidente, sino acerca de aquello que es oscuro e intrincado.

El que desee conocer las leyes de un país habituado a la seguridad legal, debe comenzar por estudiar sus volúmenes de códigos. Debe agregar a ello el estudio de las leyes consuetudinarias o no escritas. Debe penetrar en el derecho civil y en el derecho eclesiástico y canónico. Para comprender las intenciones del legislador, debe conocer sus ideas y opiniones, así como estar al tanto de las circunstancias que determinaron la elaboración de la ley y las que dieron lugar a las modificaciones efectuadas en el curso de su formación. Si quiere conocer el valor y las interpretaciones que se dan a la ley en los tribunales de justicia, estará obligado a enterarse de la infinita colección de antecedentes, sentencias y decisiones que forman la jurisprudencia. Es verdad que la ley fue originariamente concebida para instruir al hombre común acerca de sus derechos y obligaciones, pero hoy no existe en toda Gran Bretaña un abogado suficientemente jactancioso como para atreverse a sostener que conoce a fondo nuestros códigos. Por infinito que sea el tiempo y por profunda que sea la humana inteligencia, no serán bastantes para desentrañar por completo ese laberinto de contradicciones. El estudio podrá permitir a un abogado disponer de argumentos plausibles para defender cualquier aspecto de no importa qué cuestión en debate. Pero sería locura pretender que el estudio de la ley puede llevar al conocimiento y la certidumbre acerca de la justicia.

Otro hecho que demuestra la inconsistencia de la ley, es que en cierto modo participa de la naturaleza de la profecía. Su misión consiste en prever las acciones de los hombres y en dictar normas precisas al respecto.[104] El lenguaje que correspondería a tal proceder, séría el siguiente: Somos tan sabios que ningún hecho nuevo puede agregar nada a nuestro conocimiento; pero aun cuando ocurriera algo imprevisto, juramos que ello no podrá de ningún modo modificar nuestra pragmática. Es conveniente observar aquí que este aspecto de la ley corresponde más propiamente a las cuestiones tratadas en el libro precedente. Lo mismo que los credos, los juramentos y los catecismos, las leyes tienden a imponer a la humanidad una situación de estancamiento, sustituyendo por el principio de inalterable permanencia, el principio de indefinida perfección, que es la cualidad más noble del espíritu humano. Los argumentos que fueron anteriormente empleados en ese sentido, son igualmente aplicables al caso que aquí consideramos.

La leyenda de Procusto nos ofrece apenas una débil semejanza con el esfuerzo perpetuo de la ley. Contrariando el gran principio de la filosofía natural que establece que no existen en el universo dos átomos exactamente iguales, la ley pretende reducir las acciones de los hombres, determinados por mil factores inasequibles, a un molde único. Nos hemos referido ya al significado de esa tendencia, cuando nos referimos a la cuestión del homicidio.[105] La observación de ese sistema jurídico ha inspirado ese extraño aforismo: la estricta justicia es la máxima injusticia.[106] No es menos arbitraria la tentativa de clasificar las acciones de los hombres de acuerdo con normas rígidas, que la pretensión de imponerles una misma estatura, a que hemos aludido más arriba. Si, por el contrario, la verdadera justicia surge de la consideración de los múltiples factores que determinan cada caso individual; si el único criterio válido de justicia es la utilidad general, se deduce inevitablemente que cuanto más auténtica justicia haya en una sociedad, más disfrutarán sus miembros de la felicidad, de la verdad y de la virtud.

De acuerdo con las consideraciones precedentes, no vacilaremos en concluir que la ley representa una institución de la más perniciosa tendencia.

La influencia funesta que la ley ejerce sobre quienes hacen de ella su profesión, agrega argumentos adicionales a esa deducción. Si no hubiera algo semejante a la ley, la profesión de abogado sería absolutamente innecesaria. Un abogado difícilmente puede ser un hombre honesto, cosa que es más de lamentar que de censurar. Los hombres son hijos de las circunstancias bajo las cuales actúan. El que se encuentra habitualmente estimulado por los incentivos del vicio, no tardará en convertirse en un ser vicioso. El que se mueva en medio de argucias, sutilezas y sofismas, no podrá al mismo tiempo rendir tributo a la rectitud ni cultivar las más nobles cualidades del alma. Si hay algunos casos particulares en que la corrupción sólo ha causado un contagio superficial, en cambio, ¡cuántos hombres hemos visto que, después de haber ofrecido excelsas promesas de virtud, han llegado a ser, a causa del ejercicio de su profesión, totalmente indiferentes a la honestidad y fácilmente asequibles al soborno! Debemos observar que estas reflexiones se refieren principalmente a los hombres eminentes y triunfadores en su profesión. El que acepta un empleo sin mucho celo ni interés, se halla menos expuesto a sufrir sus efectos —si bien no puede eludirlos por completo— que aquel que lo ejerce con ardor y pasión.

Admitamos no obstante, como cierta, la suposición de un hombre de leyes absolutamente honesto, cosa que prácticamente es imposible. Esa persona está dispuesta a no defender ninguna causa que no crea justa, ni a emplear ningún argumento que no considere sólido. Tratará, en la medida que esté a su alcance, de quitar a lá ley su ambigüedad y de usar siempre el lennguaje claro y viril de la razón. Ese hombre será, sin duda, altamente respetable en cuanto a su persona se refiere, pero aún queda por averiguar si, como miembro de la sociedad, no es más pernicioso que un abogado deshonesto. La esperanza de la humanidad en cuanto a su porvenir, depende en gran parte de su clara comprensión de los defectos que producen las instituciones actuales. Pero el abogado de nuestra suposición procura atenuar o disimular esos defectos. Su conducta tiende a postergar el advenimiento de un régimen más justo y a hacer que los hombres soporten tranquilamente el imperio de la imperfección y de la ignorancia ...

El método más adecuado que habrá para suplantar el de la ley escrita, es el método de la razón, que ejerce jurisdicción plena en las circunstancias particulares de cada caso. Contra ese método no podrá elevarse ninguna objeción en nombre de la justicia. No hemos de suponer que no existan actualmente hombres cuyos conocimientos no alcancen el nivel de la ley. Se dice a menudo que la ley es la expresión de la sabiduría de nuestros antepasados. Se trata aquí de una extraña confusión. Esa sabiduría fue generalmente fruto de las pasiones de los hombres, de la envidia, del irrefrenable afán de poder. ¿No estamos acaso obligados a revisar y a remodelar constantemente esa mal llamada sabiduría de nuestros antepasados, corrigiendo su ignorancia y superando su fanatismo? Si hay entre nosotros hombres cuya sabiduría iguala a la de la ley, no hemos de creer que las verdades que puedan enseñarnos sean menos válidas por el hecho de no contar con otra autoridad que la que emana de sus propias razones.

Se ha alegado algunas veces que si bien hay pocas dificultades para impartir a los hombres cierta dosis de conocimiento, es de temer que, a pesar de eso, las pasiones se desborden peligrosamente. La ley ha sido elaborada en la tranquila serenidad del espíritu, siendo así un freno necesario contra la ardiente exaltación de quienes, bajo el efecto de una ofensa reciente, podrían sentirse impulsados a una injusta violencia. Es éste el argumento más sólido en que se apoya el presente régimen legal y por tanto merece un maduro examen.

La respuesta más apropiada ante esa objeción es que nada puede ser mejorado sino en conformidad con los principios que rigen su propia naturaleza. Si perseguimos el bien de una persona, debemos tener siempre en cuenta el modo de ser de la misma. Debemos admitir que somos imperfectos, ignorantes, esclavos de las apariencias. Estos males no pueden ser superados por ninguna acción indirecta, sino sólo por la asimilación de un conocimiento superior. Un ejemplo de método indirecto nos lo ofrece la doctrina de la infalibilidad espiritual. Se ha observado que los hombres están propensos al error, a equivocarse en lo relativo a sus más vitales intereses, a disputar eternamente sin arribar a una decisión. El más defectuoso y menguado se erigió en árbitro y juez de las controversias. Se quiso dar a la verdad una forma tangible y los hombres se inclinaron ante el oráculo que ellos mismos habían erigido.

La cuestión relativa a la ley constituye un caso similar. Los hombres sintieron lo engañoso de las apariencias y buscaron un talismán que los guardara de la impostura. Suponed que al comienzo de cada día determinamos, de acuerdo con cierto código de principios, la conducta precisa que hemos de seguir durante ese día. Suponed que al comienzo de cada año hacemos lo mismo, con respecto a las acciones detalladas a cumplir durante el transcurso del mismo, resolviendo que ninguna circunstancia podrá hacerlas modificar en ningún sentido, a fin de evitar ser víctimas de la pasión o esclavos de las apariencias. He ahí una imagen aproximada del principio de invariabilidad. Se trata de una concepción basada en el deseo de detener el movimiento perpetuo del universo, por temor a que sobrevenga el desorden.

Estas reflexiones han de llevar a un espíritu imparcial la convicción de que, cualesquiera que sean los males que surjan de las pasiones humanas, la imposición de leyes rígidas no ha de representar el remedio más conveniente. Imaginemos cuál hubiera sido el desarrollo y el efecto de esas pasiones si los hombres se hubieran confiado primordialmente en su propio discernimiento. Tal es el género de disciplina que una sociedad razonable aplica al hombre en su condición individual; ¿por qué no habrá de aplicarse el mismo método a los hombres en su condición colectiva? El celo y la inexperiencia me impulsarán a reprimir al vecino cuando aquél cometa una acción injusta, tratando, mediante la aplicación de penas y reconvenciones, de hacerle desistir de su error. Pero la razón probará sin duda la insensatez de ese procedimiento y me hará comprender que si aquél no se halla habituado a ejercer las facultades del intelecto, no llegará de ningún modo a alcanzar la dignidad de un ser racional. En tanto que un hombre se halle trabado por los grilletes de la obediencia y acostumbrado a seguir directivas extrañas en la determinación de su conducta, el vigor de su inteligencia y de su espíritu permanecerán aletargados. ¿Queremos hacerle despertar y desplegar la energía de que es capaz? Enseñémosle entonces a sentir y a pensar por sí mismo, a no inclinarse ante ninguna autoridad, a examinar los principios que sustenta y a rendir cuenta a su propia conciencia de las razones de su conducta.

Estos hábitos saludables para los individuos lo serán igualmente en las relaciones colectivas. Los hombres se sienten débiles porque siempre se les ha dicho que lo eran y que no debían confiar en su propio juicio. Quitadles los grilletes que llevan, haced que investiguen, que razonen, que juzguen y pronto se convertirán en seres diferentes. Decidles que en verdad tienen pasiones, que son a menudo impulsivos, intemperantes y dañinos, pero que, a pesar de todo, deben confiar en ellos mismos. Decidles que las montañas de pergaminos que hasta ahora han gravitado sobre ellos, sólo se justifican en edades de superstición e ignorancia. Que en adelante no deben depender sino de sus propias decisiones. Si sus pasiones son gigantescas, deben desplegar una energía igualmente gigantesca para dominarlas. Si sus decisiones son a veces inicuas, sólo ellos serán responsables de esa iniquidad. El efecto de una transformación en ese sentido sería pronto visible. El espíritu público alcanzaría el nivel que le corresponde. Jurados y árbitros se sentirían compenetrados de la magnitud de la responsabilidad que pesaría sobre ellos.

No dejará de ser instructivo observar el progresivo establecimiento de un sistema de justicia, dentro del orden de cosas que hemos preconizado. Es posible que al principio se produzcan algunas decisiones absurdas y aun inicuas. Pero los responsables de ellas se verán pronto confundidos por la impopularidad y el descontento causados por su conducta. En verdad, cualquiera que sea el origen de la ley, representó siempre una capa de barniz que ocultaba la opresión. Su oscuridad ha servido para engañar el afán inquisitivo de sus víctimas. Su antigüedad, para apartar el odio dirigido contra el agente de la injusticia, para desviarlo en el sentido del remoto autor de la ley y más aun para desarmar ese odio por medio de una supersticiosa reverencia. Es bien sabido que la opresión audaz y descarada nunca tardó en ser víctima de sus perversas acciones.

Se podrá argüir que los cuerpos colectivos suelen ser insensibles a la censura pública, pues al diluir sus efectos entre diversas personas, llega a ser inocua para cada una de ellas. Hay en esta observación un peso considerable, pero sin embargo no es aplicable al caso que nos ocupa. El abuso suele producirse en ese sentido cuando hay un número excesivo de jurados y el juicio se desarrolla bajo un riguroso secreto. Para evitarlo bastará limitar convenientemente el número de los jurados en cada jurisdicción y hacer que sus deliberaciones sean plénamente públicas.

Las decisiones judiciales que se tomarán inmediatamente después de la abolición de las leyes, habrán de diferir poco de las que se toman bajo el imperio de las mismas. Serán fallos dictados por el hábito y el prejuicio. Pero el hábito se irá extinguiendo gradualmente, puesto que habrá desaparecido el factor que lo produjera. Las personas a quienes se confíe la solución de determinadas cuestiones, tendrán muy en cuenta la responsabilidad que pesará sobre ellos y no dejarán de examinar a fondo aquellos principios que antes habían sido intangibles. Su espíritu adquirirá mayor amplitud, en relación directa con ese sentido de responsabilidad y con la libertad sin restricciones de que dispondrán para efectuar su examen. De ese modo se iniciará un nuevo y auspicioso orden de cosas, cuyos resultados finales no puede hoy predecir ninguna inteligencia humana. Tendrá fin el reinado de la fe ciega y comenzará una era de radiante justicia.

Algunas de las consecuencias que presagia ese estado de cosas, han sido consideradas al analizar el problema de los delitos cometidos contra la humanidad.[107] Las trasgresiones y faltas de diversos grados y distinta naturaleza, no serán ya confundidos bajo un denominador común. Los jurados llegarán a ser tan perspicaces en distinguir las diferencias como son inclinados hoy a confundir la culpa o el mérito que residen en diversos actos.

Consideremos ahora el efecto de la abolición de las leyes en lo que respecta a la propiedad. En cuanto los hombres se liberten de la pesada uniformidad que les impone el sistema actual, comenzarán a inquirir acerca del principio de equidad. Supongamos que se presente entonces ante un jurado un juicio sucesorio en el cual participaran cinco herederos, correspondiendo, de acuerdo con la antigua legislación, dividir los bienes en litigio en cinco partes iguales. Pero es posible que el jurado estudie la situación y las necesidades de cada heredero. El primero, por ejemplo, disfruta de una situación próspera, siendo un respetable miembro de la sociedad; un aumento de riqueza agregará poco a su felicidad y a su posición social. El segundo es un ser desgraciado, agobiado por la miseria y abrumado de males físicos. El tercero, aunque pobre, vive regularmente; sin embargo, aspira a ocupar una posición desde la cual podría ser muy útil a la colectividad, a la que sus méritos le hacen acreedor; pero no puede aceptarla sin disponer de un haber equivalente a los dos quintos de la sucesión. Uno de los herederos es una mujer soltera que ha pasado la edad de tener hijos. Otra es una viuda con numerosa prole a la que debe sostener. La cuestión previa que se presentará a las personas liberadas de prejuicios a quienes corresponda decidir en la cuestión, será la siguiente: ¿Es justo proceder en este caso a una división indiscriminada, según se ha hecho hasta ahora? Una reflexión de esta índole sería una de las primeras destinadas a producir una conmoción en los conceptos sobre la propiedad que actualmente prevalecen. Dedicaremos el libro siguiente al examen de las consecuencias generales que aquella sugestión lleva implícitas.

El lector atento de este capítulo no dejará de llegar por sí a la conclusión de que la ley es simplemente fruto del ejercicio del poder político y deberá desaparecer cuando desaparezca la necesidad de ese poder, si es que la influencia de una verdadera educación no la extirpa antes de la práctica humana.

Capítulo noveno: Del perdón

Este tópico, perteneciente al tema general tratado en este libro, no ha de asumir abundantes consideraciones; pUes si bien ha sido desgraciadamente mal interpretado en la práctica, puede ser resuelto desde nuestro punto de vista con la más clara e irresistible evidencia.

El propio término de perdón sugiere de inmediato una sensación de absurdo. ¿Qué principio debe guiar invariablemente la conducta del hombre? Sin duda, el principio de justicia; entendiendo por justicia la mayor utilidad que pueda resultar de la conducta individual para el conjunto de la sociedad. ¿Qué significa entonces la clemencia? Simplemente el triste egotismo de alguien que se cree investido con el poder de realizar algo superior a la justicia. ¿Es justo que, por haber cometido un delito, sufra el consiguiente castigo? La justificación de mi pena reside en su utilidad relativa al bien general. El perdón constituye en ese caso una arbitraria preferencia del interés personal, por encima del interés colectivo. El qua me otorga el perdón me concede algo que no tiene derecho a dar y que yo no debo recibir. ¿Es justo que sufra yo la pena que la sociedad me ha impuesto? Mi liberación sería, pues, un daño para los demás. Si, por el contrario, mi pena es injusta, mi libertad constituye simplemente un deber público y mi condena fue una odiosa injusticia. El hombre que trata de reparar esa injusticia mediante el indulto, se arroga indebidamente una actitud de clemencia e invoca la palabra aparentemente sublime pero en realidad tiránica de perdón. Si obrara de otro modo seria merecedor del repudio general. El capricho debe ser excluido de todos los actos, especialmente de aquellos donde se halla en juego la felicidad de un ser humano. No puede admitirse que el cumplimiento del deber consista indistintamente en realizar o en no realizar determinado acto ...

El otorgamiento del perdón lleva necesariamente a reflexionar acerca de la incierta justificación del castigo. Es harto evidente que la pena suele ser aplicada en virtud de reglamentos de dudosa justicia y que en consecuencia millares de vidas son sacrificadas en vano. Sólo una mitad o una tercera parte de los delincuentes que la ley condena a muerte, en esta metrópoli, sufren la ejecución de la sentencia. Es posible que cada uno de los condenados, en general, aliente la esperanza de ser incluído entre los indultados. Es así como funciona una especie de lotería de la muerte, en la que cada reo retira su tarjeta de indulto o de ejecución, según las decisiones del azar.

Podrá preguntarse si la abolición de las leyes no dejará subsistente igual incertidumbre. En modo alguno. Los procedimientos que se cumplen en nombre del Rey o del Consejo son tan intrincados que no los entienden los mismos encargados de aplicarlos. Los métodos que emplearían los jurados de vecinos serían tan sencillos que no dejarían lugar a dudas. Sólo deberán apelar a sus sentimientos y a su experiencia. La razón es mil veces más inteligente y explícita que la ley. Cuando aprendamos a consultarla, será tal la claridad de sus decisiones que los hombres formados en la práctica de los tribunales actuales no serán siquiera capaces de concebirla ...

¿Cuáles son a ese respecto los únicos sentimientos dignos de un ser racional? Dadme sólo aquello que no me podéis negar sin incurrir en injusticia. Más allá de lo justo, sería para mí vergonzoso pedir y vergonzoso para vosotros conceder. Sólo me apoyo con firmeza en mi derecho. La fuerza bruta podrá desconocerlo, pero no hay poder en el mundo que lo pueda destruir. Al oponeros a mi justa demanda, probaréis vuestra iniquidad; al concederla, sólo me otorgáis algo que me corresponde. Si soy acreedor a un beneficio, lo seré en virtud de méritos suficientes; de lo contrario sería arbitrario y absurdo. Si me concedéis una ventaja inmerecida, perjudicáis al bien común. Yo podré ser lo bastante indigno para agradecéroslo. Pero si fuera virtuoso, más bien os condenaría ...

Libro VIII: De la propiedad

Capítulo primero: Lineamientos generales de un equitativo sistema de propiedad

La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, nos ilustrarán acerca de la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan al sistema de la complejidad. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo, depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad.

Muchos y evidentes abusos se han cometido con relación a la administración de la propiedad. Cada uno de ellos podría ser útilmente objeto de un estudio separado. Podríamos examinar los males que en ese sentido se han derivado de los sueños de grandeza nacional y de la vanidad de dominio. Ello nos llevaría a considerar las diferentes clases de impuestos, de índole territorial o mercantil, tanto los que han gravado los objetos superfluos como los más necesarios para la vida. Podríamos estudiar los excesos inherentes al actual sistema comercial, que aparecen bajo la forma de monopolios, patentes, privilegios, derechos proteccionistas, concesiones y prohibiciones. Podemos destacar las funestas manifestaciones del sistema feudal, tales como los derechos señoriales, los dominios absolutos, el vasallaje, las multas, el derecho de mayorazgo y primogenitura. Podemos destacar en igual sentido los derechos de la Iglesia, el diezmo y las primicias. Y podemos analizar el grado de justicia que encierran las leyes según las cuales un hombre que ha disfrutado durante toda su vida soberanamente de considerables propiedades, puede seguir disponiendo de ellas incluso después que las leyes de la naturaleza ponen un término a su autoridad. Todas estas posibles investigaciones demuestran la importancia extraordinaria del problema. Pero, dejando a un lado todos esos aspectos particulares, hemos de dedicar el resto de la presente obra al estudio, no de los casos particulares de abuso que eventualmente pueden surgir de tal o cual sistema de administración de la propiedad, sino de los principios generales en que todos ellos se fundamentan, los cuales, siendo en sí injustos, no sólo constituyen la fuente originaria de los males aludidos, sino también de muchos otros, demasiado multiformes y sutiles para ser expuestos en una descripción sumaria.

¿Cuál es el criterio que debe determinar si tal o cual objeto susceptible de utilidad debe ser considerado de vuestra propiedad o de la mía? A esta cuestión sólo cabe una respuesta: la justicia. Acudamos, pues, a los principios de justicia.[108]

¿A quién pertenece justamente un objeto cualquiera, por ejemplo, un trozo de pan? A aquel que más lo necesita o a quien su posesión sea más útil. He ahí seis personas acuciadas por el hambre y el pan podrá satisfacer la avidez de todas ellas. ¿Quién ha de afirmar que uno sólo tiene el derecho de beneficiarse del alimento? Quizá sean ellos hermanos y la ley de primogenitura lo concede todo al hermano mayor. ¿Pero puede la justicia aprobar tal concesión? Las leyes de los distintos países disponen de la propiedad de mil formas distintas, pero sólo puede haber una conforme con los dictados de la razón.

Veamos otro caso. Tengo en mi poder cien panes y en la próxima calle hay un pobre hombre que desfallece de hambre, a quien uno de estos panes podría preservar de la muerte por inanición. Si sustraigo el pan a su necesidad, ¿no cometeré acaso un acto de injusticia? Si le entrego el pan, cumplo simplemente un mandato de equidad. ¿A quién pertenece, pues, ese alimento indispensable? Por otra parte, yo me encuentro en situación desahogada y no necesito ese pan como objeto de trueque o de venta para procurarme otros bienes necesarios para la vida. Nuestras necesidades animales han sido definidas hace tiempo y consisten en alimento, habitación y abrigo. Si la justicia tiene algún sentido, es inicuo que un hombre posea lo superfluo, mientras existan seres humanos que no dispongan adecuadamente de esos elementos indispensables.

Pero la justicia no se detiene ahí. Todo hombre tiene derecho, en tanto que la riqueza general lo permita, no sólo a disponer de lo indispensable para la subsistencia, sino también de cuanto constituye el bienestar. Es injusto que un hombre trabaje hasta aniquilar su salud o su vida, mientras otro nada en la abundancia. Es injusto que un ser humano se vea privado del ocio necesario para el cultivo de sus facultades racionales, en tanto que otro no contribuye con el menor esfuerzo a la riqueza común. Las facultades de un hombre equivalen a las facultades de otro. La justicia exige que todos contribuyan al acervo común, ya que todos participan del consumo. La reciprocidad, tal como lo demostramos al considerar separadamente la cuestión, constituye la verdadera esencia de la justicia. Veremos luego cómo es posible asegurar esa reciprocidad, haciendo que cada cual contribuya con su esfuerzo y obtenga lo necesario, del producto general.

Esta cuestión podrá ser enfocada aún con mayor claridad si reflexionamos un instante acerca de la significación del lujo y del derroche. La riqueza de una nación puede calcularse por el conjunto de los bienes que son consumidos anualmente en ella, dejando a un lado los materiales y los medios que se requieren para producir lo necesario para el consumo del año próximo. Considerando que esos bienes son el producto del trabajo realizado en conjunto por sus habitantes, hallaremos que en los países civilizados un campesino no consume generalmente más que una vigésima parte del valor contenido en su trabajo, en tanto que el rico propietario consume el equivalente al trabajo de veinte campesinos. El beneficio indebido que recibe este privilegiado mortal, es realmente extraordinario.

Sin embargo, es evidente que su situación dista mucho de ser envidiable. Un hombre que dispone de cien libras por año es mucho más feliz, si sabe ajustarse a sus medios. ¿Qué hará el rico con su enorme riqueza? ¿Ingerirá infinidad de platos de las más costosas viandas a hará verter toneles de los vinos más exquisitos? Una dieta frugal es infinitamente más conveniente para la salud, la claridad de la inteligencia, la alegría del espíritu y aún para el estímulo del apetito. Todo gasto superfluo es un gasto de pura ostentación. Ni siquiera el más empedernido de los epicúreos sostendría una mesa espléndida, si no tuviera espectadores, visitantes a criados que admirasen su magnificencia. ¿Qué objeto tienen los lujosos palacios, los ricos mobiliarios, los ostentosos equipajes y aún los costosos vestidos si no es la exhibición? El aristócrata que permitiera por primera vez en su vida a su fantasía imaginar el género de vida que llevaría si nadie lo observara, si no tuviera que agradar a nadie más que a sí mismo, quedaría asombrado al comprender hasta qué punto fue la vanidad el único móvil de sus acciones hasta entonces.

Esa vanidad se manifiesta en el afán de atraer la admiración y el aplauso de las espectadores. No vamos a discutir el valor intrínseco del aplauso. Admitiendo que sea algo realmente digno de estimación, no deja de ser despreciable el motivo del aplauso de que suele ser objeto el hombre rico. Aplaudidme porque mi antepasado me legó una vasta propiedad, parece decir su ostentación. ¿Pero qué mérito hay en ello? Uno de los primeros efectos de la riqueza consiste, pues, en privar a su poseedor de las genuinas facultades del entendimiento y en hacerle incapaz de discernir acerca de lo verdadero y lo justo. Le induce a colocar sus deseos en objetos extraños a las necesidades y a la conformación del espíritu humano, haciéndole en consecuencia víctima de la insatisfacción y del desengaño. Los mayores bienes personales son la independencia espiritual, que pone nuestra felicidad al abrigo de los cambios de fortuna y de la conducta extraña y la alegre actividad que surge del empleo de nuestras energías en la creación de objetos útiles, valorados así por nuestro propio juicio.

Hemos comparado la suerte de un hombre de extrema opulencia, con la de otro que sólo dispone de cien libras por año. Pero el último término de la alternativa sólo se ha admitido como concesión a los prejuicios reinantes. Aún en el estado actual de la sociedad, un hombre que, mediante el ejercicio de una industria modesta, ganara lo suficiente para su vida, sin sufrir la envidia o la hostilidad de sus vecinos, puede sentirse tan dichoso como si hubiera dispuesto de esos bienes por su nacimiento. En el orden de cosas que prevemos para el futuro, el trabajo será una placentera necesidad; sentir el estímulo de una agradable actividad, comprendiendo que ningún revés de fortuna podrá privamos de los medios necesarios para la subsistencia y el bienestar, será precisamente todo lo contrario de una desgracia.

Se suele alegar que hay una gran variedad de tareas e industrias y que no es justo, por consiguiente, que todos reciban igual retribución. Es indudable que no deben confundirse los méritos de los hombres, tanto en virtud como en laboriosidad. Pero veamos hasta qué punto otorga el presente régimen de propiedad un tratamiento equitativo a esos méritos. Este régimen confiere las más grandes fortunas al hecho accidental del nacimiento. El que haya ascendido de la miseria hasta la opulencia debió emplear medios que no hablarán muy bien en favor de su honestidad. El hombre más activo e industrioso, logra con grandes esfuerzos resguardar a los suyos de los rigores del hambre.

Pero dejando a un lado esos inicuos resultados de una injusta distribución de la propiedad, veamos qué especie de retribución se quiere ofrecer a la diversa capacidad de trabajo. Si sois industriosos, tendréis cien veces más alimentos de los que podáis consumir y cien veces más vestidos de los que podáis usar. ¿Dónde está la justicia de tal retribución? Si yo fuera el mayor benefactor de la humanidad que se haya conocido, ¿es una razón para que se me otorgue algo que no necesito, en tanto que hay miles de personas que lo requieren de un modo indispensable? Esa riqueza superflua sólo podrá servirme para una estúpida ostentación y la provocación de la envidia; quizá me proporcione el placer inferior de devolver al pobre, en nombre de la generosidad, una parte de algo a que aquél tiene justo derecho. En suma, sólo me servirá para estimular prejuicios, errores y vicios.

La doctrina de la injusticia de la propiedad monopolizada se halla en los fundamentos de toda moral religiosa. Ésta incita a los hombres a reparar tal injusticia, mediante el ejercicio de la virtud individual. Los más celosos predicadores de la religión, se han visto obligados a pronunciar rigurosas verdades al respecto. Enseñaron a los ricos que debían considerarse simples depositarios de los bienes de que disponían, sintiéndose responsables hasta de la menor porción de riqueza gastada, a modo de meros administradores y no de amos absolutos. Pero el defecto de esta doctrina consiste precisamente en que sólo incita a paliar el mal en vez de extirpado de raíz.[109]

Encierra esa doctrina, sin embargo, una verdad esencial. No hay acción humana y, sobre todo, no hay acción relativa a la propiedad, que no esté sujeta a las nociones de lo bueno y de lo malo y a cuyo respecto la moral y la razón no puedan prescribir normas específicas de conducta. El que reconozca que los demás hombres son de igual naturaleza que él mismo y sea capaz de imaginar el juicio que su conducta pueda merecer a los ojos de un observador imparcial, tendrá la sensación clara y precisa de que el dinero que invierte en la adquisición de objetos fútiles o innecesarios, es un dinero injustamente derrochado, puesto que podría emplearse en la obtención de cosas substanciales e indispensables para la existencia de otros hombres. Su espíritu ecuánime le dirá que cada chelin debe ser invertido de acuerdo con las exigencias de la justicia. Pero sufrirá por su ignorancia acerca del modo de cumplir los mandatos de la justicia y de servir a la utilidad general.

¿Hay alguien que ponga en duda la verdad de esas observaciones? ¿No se admitirá acaso que cuando empleo cualquier suma de dinero, pequeña o grande, en la compra de un objeto superfluo, he incurrido en una injusticia? Es tiempo ya de que todo eso sea plenamente comprendido. Es tiempo ya de que desechemos por completo los términos de virtud y justicia o bien de que reconozcamos de una vez que no nos autorizan a acumular lujo mientras nuestros semejantes carecen de lo indispensable para su vida y su felicidad.

En tanto que las religiones inculcan a los hombres los principios puros de la justicia, sus maestros e intérpretes se han esforzado en presentar la práctica de aquellos principios; no como una deuda a la que debe hacerse honor, sino como un hecho librado a la generosidad y a la espontaneidad de cada uno. Han exhortado al rico a que sea clemente y misericordioso con el pobre. En consecuencia, cuando los ricos destinan la partícula más insignificante de sus bienes a lo que suelen llamar actos de caridad, se sienten engreídos como benefactores de la especie, en lugar de considerarse culpables por lo mucho que retienen indebidamente.

En realidad las religiones constituyen siempre una componenda con los prejuicios y las debilidades de los hombres. Los creadores de religiones hablaron al mundo en el lenguaje que éste quería escuchar. Pero ya es tiempo de que dejemos de lado las enseñanzas que son convenientes para mentalidades pueriles[110] y de que estudiemos los principios y la naturaleza de las cosas. Si la religión nos enseña que todos los hombres deben recibir lo necesario para la satisfacción de sus necesidades, debemos concluir por nuestra cuenta que una distribución gratuita realizada por los ricos constituye un modo muy indirecto y sumamente ineficaz de lograr aquel objetivo. La experiencia de todas las edades nos demuestra que semejante método produce resultados muy precarios. Su único resultado consiste en permitir a la minoría que disfruta de la riqueza común, exhibir su generosidad a costa de algo que no le pertenece, obteniendo la gratitud de los pobres mediante el pago parcial de una deuda. Es un sistema basado en la caridad y la clemencia, no en la justicia. Colma al rico de injustificada soberbia e inspira servil gratitud al pobre, acostumbrado a recibir el menguado bien que se le otorga, no como algo que se le adeuda, sino como donativo gracioso de los opulentos señores.

Capítulo segundo: Beneficios de un sistema equitativo de propiedad

Habiendo demostrado la justicia de una distribución equitativa de la propiedad, consideremos ahora los beneficios que de tal distribución habrán de resultar. Pero antes de seguir adelante, hemos de reconocer con dolor que, por graves y extensos que sean los males causados por las monarquías y las Cortes, por las imposturas de los sacerdotes y por la iniquidad de la legislación criminal, resultan, en conjunto insignificantes en relación con las calamidades de todo género que produce el actual sistema de propiedad. Su efecto inmediato consiste, como ya hemos dicho, en acentuar el espíritu de dependencia. Es verdad que las Cortes estimulan el servilismo, la bajeza y la intriga y que esas tristes disposiciones se trasmiten por contagio a las personas pertenecientes a diversas clases sociales. Pero el actual sistema de propiedad introduce los hábitos de servilismo y ruindad, sin rodeos, en cada hogar. Observad a ese miserable que adula con abyecta bajeza a su rico protector; vedle enmudecido de gratitud por haber recibido una pequeña parte de lo que tenía derecho a reclamar con firme conciencia y digna actitud. Contemplad a esos lacayos que constituyen el tren de un gran señor, siempre atentos a su mirada, anticipándose a sus órdenes, sin atreverse a replicar a sus insolencias y sometidos constantemente a sus más despreciables caprichos. Ved al comerciante estudiar las debilidades de sus parroquianos, no para corregirlas, sino para explotarlas; contemplad la vileza de la adulación y la sistemática constancia con que exagera los méritos de su mercancía. Estudiad las prácticas de una elección popular, donde la gran masa de electores es comprada con obsequiosidades, licencias y soborno, cuando no arrastrada por amenazas y persecuciones. En verdad, la edad caballeresca no ha muerto.[111] Sobrevive aún el espíritu feudal que reduce a la gran mayoría de la humanidad a la condición de bestias o de esclavos, al servicio de unos pocos.

Se habla mucho de planes de mejoramiento visionarios y teóricos. Sería realmente quimérico y visionario esperar que los hombres se vuelvan virtuosos, en tanto sigan siendo objeto de una corrupción permanente, mientras se les enseñe, de padres a hijos, a enajenar su independencia, a cambio de la mísera recompensa que la opresión les otorga. Ningún hombre puede ser feliz ni útil a los demás, si le falta la virtud de la firmeza, si no es capaz de obrar de acuerdo con su propio sentido del deber, en vez de ceder ante los mandatos de la tiranía o de las tentaciones de la corrupción. Nuevamente acudiremos a la religión para ilustrar nuestra tesis. La religión es el fruto de la ebullición de la imaginación humana, que se expandió en el espacio infinito de lo desconocido en busca de verdades eternas. No es de extrañar, pues, que al volver a la tierra haya sido portadora de ideas erróneas acerca de los más sublimes valores del intelecto. Así, por ejemplo, la religión nos enseña que la perfección del hombre requiere su emancipación de las pasiones; nos dice que debemos renunciar a las necesidades ficticias, a la sensualidad y al temor. Sin embargo, pretender librar al hombre de las pasiones sin alterar el actual estado de cosas, constituye una insensata quimera. El buscador de la verdad, el genuino benefactor de la especie, procurarán ante todo eliminar los factores externos que fomentan las más viciosas inclinaciones. La verdadera finalidad que ha de procurarse es la de extirpar toda idea de sumisión y de dominio, haciendo que todo hombre comprenda que si presta un servicio a sus semejantes, realiza el cumplimiento de un deber, y si reclama de ellos una ayuda, lo hace en el ejercicio de un derecho.

Uno de los males característicos del sistema actual de propiedad es la perpetua exhibición de la injusticia. Ello se debe en parte al capricho, en parte al alarde de lujo. Nada más pernicioso para el espíritu humano. Siendo la actividad una condición propia de nuestro ser, necesariamente hemos de fijarle un objetivo, sea de carácter personal o público; ya consista en el alcance de un bien material o de algo que nos atraiga la estima y el aplauso de nuestrqs semejantes. Ningún estímulo[112] puede ser más plausible que este último. Pero el sistema actual canaliza esa actividad exclusivamente hacia la adquisición de riquezas. La ostentación de la opulencia aguijonea incesantemente la ambición del espectador. El hombre rico y ostentoso es el único digno de estimación y reverencia para los seres corrompidos por el servilismo que produce el predominio de la riqueza. Vanas serán la rectitud, la laboriosidad, la sobriedad; vanas serán las más sublimes cualidades del espíritu y las más nobles inclinaciones del corazón, si el poseedor de esas cualidades fuera pobre en recursos materiales. Adquirir y ostentar riqueza constituye, pues, una pasión universal. La estructura total de la sociedad se convierte en un sistema de estrecho egoísmo. Si la benevolencia y el amor de sí mismo se conciliaran en cuanto a sus objetivos, un hombre podría abrigar afanes de preeminencia y ser al mismo tiempo cada día más generoso y filantrópico. Pero la pasión a que aquí nos referimos consiste en medrar mediante una infame especulación con los intereses ajenos. La riqueza es adquirida generalmente engañando a los semejantes y es gastada infiriéndoles injurias.

La injusticia que el sistema actual de la propiedad exhibe, se identifica parcialmente con el capricho. Si inculcáis al hombre el amor a la rectitud, debéis procurar que los principios de la misma penetren en su espíritu no sólo por las palabras, sino también por los hechos. Ocurre que durante el período escolar se nos inculcan incesantemente máximas relativas a la sinceridad y la honradez y el maestro hace todo lo posible por alejar las sugestiones de la malicia y el egoísmo. ¿Pero cuál es la lección que el confundido alumno recibe cuando abandona la escuela y entra en el mundo real? Si pregunta: ¿por qué se honra a este hombre? se le contestará: porque es rico. Si continúa preguntando: ¿por qué es rico? la respuesta veraz será la siguiente: por accidente de nacimiento o por una minuciosa y sórdida atención de sus intereses. El monopolio de la propiedad es fruto del régimen civil y el régimen civil, según se nos ha enseñado, es fruto de la sabiduría de los siglos. Es así como el saber de los legisladores ha sido utilizado para establecer el sistema más sórdido e inicuo de propiedad, en flagrante contradicción con los principios de justicia y con la propia naturaleza humana. Se aflige la humanidad por la suerte que sufren los campesinos de todos los países civilizados y cuando aparta de ellos la mirada para contemplar el espectáculo que ofrece el lujo de los grandes señores, insolentes, groseros y derrochadores, la sensación que experimenta no es menos dolorosa. Ese doble espectáculo constituye la escuela en que nos hemos educado. Los hombres se han habituado a tal punto a la contemplación de la injusticia, de la iniquidad y la opresión, que sus sentimientos han llegado a atrofiarse y su inteligencia se ha vuelto incapaz de comprender el sentido de la verdadera virtud.

Al señalar los males producidos por el monopolio de la propiedad, hemos comparado su magnitud con la de aquellos que son fruto directo de las monarquías. Ningún hecho ha provocado un repudio más enérgico que el abuso de las pensiones y prebendas que sirven, bajo la monarquía, para recompensar a centenares de individuos, no por servir al pueblo, sino por traicionarlo, derrochándose así el fruto duramente ganado por el trabajo en mantener a los serviles secuaces del despotismo. Pero la lista de la renta territorial de Inglaterra constituye una pensión mucho más formidable que la empleada en la adquisición de mayorías ministeriales. Todas las rentas y especialmente las de carácter hereditario deben ser consideradas como equivalentes al valor producido por la ruda labor del campesino y del artesano, valor que es derrochado en el lujo y el ocio por sus beneficiarios.[113] La renta hereditaria es en realidad una prima pagada a la holganza, un inmenso presupuesto invertido con el propósito de perpetuar la brutalidad y la ignorancia entre los hombres. Los pobres no pueden ilustrarse, pues no disfrutan del ocio necesario para ello. Los ricos disponen de tiempo y de medios para cultivar su espíritu, pero se sienten más bien inclinados a la disipación y la indolencia. Los medios más poderosos que haya inventado el espíritu maligno, se emplean para impedir que desarrollen su talento y sean útiles al pueblo.

Esto nos lleva a observar que el actual sistema de propiedad tiende ciertamente a la nivelación, pero sólo en lo que se refiere al cultivo del espíritu y de la inteligencia, actividad mucho más valiosa y más digna del hombre que el halago de la vanidad y la ambición de bienes materiales. El monopolio de la propiedad pisotea las facultades de la inteligencia, extingue las chispas del genio y obliga a la inmensa mayoría de la humanidad a hundirse en sórdidas preocupaciones; despoja, especialmente al rico, de los más sanos y fecundos estímulos de acción. Si se suprimiera el derroche, se economizaría gran parte del trabajo que actualmente es requerido y el resto, fraternalmente repartido entre todos los hombres, no sería penoso para nadie. Una dieta frugal pero saludable mantendría en perfectas condiciones físicas a todos los habitantes; cada cual realizaría el esfuerzo corporal necesario para favorecer sus funciones orgánicas y mantener la alegría del espíritu; nadie se vería embrutecido por la fatiga, pues todos dispondrían del ocio suficiente para cultivar las nobles y filantrópicas afecciones del alma y para dar rienda suelta a su imaginación en la búsqueda de nuevas conquistas intelectuales. ¡Qué contraste media entre esa hermosa perspectiva y la terrible situación actual, cuando el obrero y el campesino trabajan hasta que la fatiga embota su entendimiento, hasta que sus tendones quedan endurecidos por el excesivo esfuerzo, hasta que la enfermedad hace presa de sus cuerpos, haciendo que una prematura muerte los liberte de tanto dolor! ¿Cuál es el objeto de esa incesante y desproporcionada fatiga? Por la noche vuelven a sus hogares, donde encuentran a los suyos, hambrientos, semidesnudos, soportando las inclemencias del tiempo, hacinados en un miserable tugurio, carentes de toda instrucción. Si alguna vez esa miseria es atemperada por obra de una ostentosa caridad, es sólo para obligarles a caer en un abyecto servilismo. En tanto que su rico convencino ... pero ya vimos cuál es la vida que éste lleva.

¡Cuán rápidos y sublimes serían los avances del intelecto, si el campo del saber fuera accesible a todos los hombres! Actualmente, noventa y nueve personas de cada cien no ejercitan regularmente sus facultades intelectuales más de lo que pudieran hacerlo las bestias. ¡Hasta qué extremos no llegaría el espíritu público en un país donde todos los habitantes participaran del conocimiento, donde todos estuvieran libres de prejuicios y de fe ciega, donde todos aceptaran sin temor las sugestiones de la verdad, dando fin para siempre al aletargamiento de las almas! Es de suponer que subsistirían las desigualdades de inteligencia, pero es de creer también que el genio de esa edad superará con mucho las mayores conquistas del intelecto hasta hoy conocidas. El espíritu humano no se sentirá deprimido por falsas necesidades y por mezquinas preocupaciones. No se verá obligado a vencer el sentimiento de inferioridad y de opresión que hoy malogran sus esfuerzos. Libre de las deleznables obligaciones que hoy constriñe a pensar constantemente en la satisfacción del interés personal, el espíritu humano podrá expandirse en toda su plenitud, hacia ideales de generosidad y de bien público.

De la perspectiva de progreso intelectual, volvamos a la de progreso moral. Aquí ha de ser conclusión obvia que los móviles del crimen habrán desaparecido para siempre ...

La fuente más proficua del crimen reside en el hecho de que unos hombres posean en exceso aquello de que otros carecen en absoluto. Sería menester cambiar el alma del hombre para evitar que ese hecho ejerza una poderosa influencia en sus actos. Habría que despojado de sus sentidos, librado de deseos y apetitos, para lograr que contemple sin rebeldía el monopolio de todos los placeres. Debería carecer del sentido de justicia para aprobar la simultánea realidad de derroche y de miseria a que nos hemos referido. Es verdad que el medio más adecuado para eliminar esos males es el de la razón y no el de la violencia. Pero no olvidemos que la tendencia general del presente orden de cosas es la de persuadir a los hombres de la impotencia de la razón. La injusticia que ellos sufren es sostenida por la fuerza y eso les induce a acudir igualmente a la fuerza con el objeto de limitar esa injusticia. Todo lo que pretenden es una corrección parcial de la iniquidad que la educación les ha enseñado como necesaria, pero que la razón condena como tiránica.

La fuerza es fruto del monopolio. Ella pudo manifestarse espontáneamente entre los salvajes, cuyos apetitos excedían las provisiones disponibles o cuyas pasiones se sentían excitadas ante la visión de un objeto codiciado. Pero se hubiera extinguido gradualmente, a medida que progresaba la civilización. La acumulación de la propiedad dió bases permanentes a su imperio y de ahí en adelante la civilización no fue otra cosa que una perpetua lucha entre el poder y la astucia de un lado y la astucia y el poder del otro. Es indudable que las acciones violentas y prematuras de los desposeídos constituyen asimismo un mal. Tienden precisamente a perjudicar a la propia causa cuyo triunfo anhelan, haciendo postergar indefinidamente ese triunfo. El mayor mal reside en la egoísta y viciosa propensión a pensar sólo en los intereses de cada uno, despreciando las necesidades de todos los demás. Y es evidente que son los ricos los que más incurren en ella.

El espíritu de opresión, el espíritu de servilismo y el espíritu de dolo son los resultados inmediatos del sistema de propiedad actualmente establecido. Ellos son tan hostiles al progreso intelectual como al progreso moral. Los vicios de la envidia, la malicia y la venganza son sus inseparables acompañantes. En una sociedad donde todos vivieran en la abundancia y participaran por igual de los bienes de la naturaleza, esos bajos sentimientos se extinguirían por completo. Todo mezquino egoísmo sería desterrado. No estando nadie obligado a acumular riquezas, ni a proveer penosamente a sus necesidades de subsistencia, dedicaría cada cual sus energías al servicio del bien común. Nadie sería enemigo de su vecino, pues no habría motivos de rivalidad. La filantropía ocuparía, pues, en la sociedad, el lugar que la razón le asigna. El hombre se vería liberado de la constante ansiedad por el sustento material y su espíritu se expandiría gozoso en las esferas del pensamiento que le son propias. Cada cual ayudaría en las investigaciones de todos.

Fijemos por un instante nuestra atención sobre la revolución en las costumbres y las ideas que significó en la historia de los hombres el establecimiento de la distribución injusta de la propiedad. Antes que ello ocurriera, los hombres sólo buscaban lo necesario para satisfacer sus necesidades inmediatas, siéndoles indiferente cuanto excediera de las mismas. Pero tan pronto se introdujo la acumulación de bienes, comenzaron a inventar los medios más adecuados para despojar a sus vecinos, con el objeto de acrecentar el propio patrimonio. Después de haberse apoderado de mercancías, extendieron el principio de apropiación sobre otros seres humanos. No tardaron en descubrir que la posesión de muchas riquezas otorgaba gran estimación e influencia entre sus semejantes. De ahí la presuntuosa soberbia de quienes detentan una posición privilegiada y la inquieta ambición de quienes aspiran a ocuparla en el futuro.

De todas las pasiones humanas, es la ambición la más culpable de múltiples estragos. Es ella la que lleva a la conquista de nuevas regiones y nuevas provincias. En su afán insaciable, cubre la tierra de ruinas, de sangre y destrucción. Pero esa pasión, así como los medios de satisfacerla, en un orden colectivo, sólo son el fruto del sistema de propiedad vigente.[114] El monopolio de bienes confiere preponderancia incontestable a un hombre sobre los demás. Siendo así, nada más fácil que lanzar a los pueblos a la guerra. Pero si todos los habitantes de Europa dispusieran, de lo necesario para su subsistencia, sin que nadie monopolizara lo excedente, ¿qué cosa podría inducirlos a la lucha fratricida? Si queréis arrastrar a los hombres a la guerra, debéis poner ante ellos determinados señuelos. Si no disponéis del poder que los obligue a acatar vuestros deseos, tendréis que atraer a cada individuo por medio de la persuasión. ¡Cuán vano sería el empeño de lograr por medios persuasivos que los hombres se asesinen entre sí! Es evidente, pues, que la guerra, en sus formas más horribles, es consecuencia de la desigual distribución de la propiedad. En tanto subsista esa temible fuente de corrupción y de celos, será ilusorio hablar de paz universal. Tan pronto sea cegada esa fuente, será imposible evitar los resultados de ese feliz acontecimiento. Es el monopolio de la propiedad lo que permite mover a los hombres como si fuesen una masa informe y dirigirlos cual si constituyeran una sola máquina.[115] Pero si fuera disuelto el pernicioso bloque del privilegio, cada ser humano se sentiría mil veces más unido a su semejante, en amor y benevolencia, sin dejar por eso de pensar y de juzgar cada cual con su propio criterio. Vean pues los abogados del sistema vigente qué valores defienden y si disponen de argumentos bastante poderosos para contrarrestar la evidencia de los males de que ese sistema es culpable.

Hay otro hecho que, aunque de menor importancia que los anteriormente señalados, merece, sin embargo, tenerse en cuenta. Nos referimos a la cuestión de la población. Se ha calculado que el promedio de rendimiento de los cultivos de toda Europa puede ser aumentado hasta alimentar a una población cinco o seis veces mayor de la que hoy vive en el continente.[116] Es un principio demográfico bien establecido, que la población se mantiene al nivel determinado por los medios de subsistencia. Es así que las tribus nómadas de Asia y de América nunca aumentan el número de sus miembros hasta el punto de verse obligados a cultivar la tierra. Así también ocurre entre las naciones civilizadas de Europa en que el monopolio de la propiedad territorial limita las fuentes de subsistencia, de tal modo que, si aumentara la población, las capas inferiores de la sociedad se verían totalmente desprovistas de los medios necesarios para la vida vegetativa. Puede producirse algunas veces un concurso de circunstancias extraordinarias que modifiquen momentáneamente la relación establecida, pero en general ella se ha mantenido invariable durante siglos. De ese modo el sistema de propiedad vigente puede ser acusado de ahogar a una enorme cantidad de niños en su propia cuna. Sea cual sea el valor de la vida humana o, mejor dicho, su capacidad de goce, dentro de una sociedad libre e igualitaria, es indudable que el régimen que estamos enjuiciando aniquila en el umbral de la vida a las cuatro quintas partes de ese valor y de esa felicidad.

Capítulo tercero: De las objeciones fundadas en los admirables efectos del lujo

Estas ideas de justicia y de progreso son tan antiguas como el pensamiento humano. Ellas fueron sugeridas en forma parcial en las reflexiones de múltiples pensadores, aunque nunca hayan sido presentadas en un sistema de conjunto, con el vigor necesario para impresionar a los espíritus por su belleza y consistencia. Después de haber suministrado motivos para hermosos sueños, esas ideas fueron dejadas de lado por considerarlas impracticables. Trataremos de examinar aquí las diversas especies de objeciones sobre las cuales se funda esa supuesta impracticabilidad. Y las respuestas a dichas objeciones nos llevarán gradualmente a un desarrollo tan completo y tan ajustado de ese sistema que no podrá menos de llevar la convicción a las mentes más prevenidas por los prejuicios.

Hay una objeción que ha sido cultivada principalmente en suelo inglés, a la que concederemos prioridad en este examen. Se ha dicho que los vicios particulares constituyen beneficios públicos. Ese aforismo, tan burdamente enunciado por sus primeros defensores,[117] ha sido remodelado por los continuadores más educados de éstos,[118] los que observaron que la verdadera medida de la virtud y el vicio, es la utilidad y que, por consiguiente era una insensata calumnia calificar al lujo como vicio. El lujo —afirman—, a despecho de los prejuicios que los ascetas y los cínicos han inculcado con él, es el rico y generoso suelo sobre el cual floreció la verdadera civilización humana. Sin el lujo, los hombres habrían seguido siendo unos solitarios salvajes. Gracias al lujo se edificaron los palacios y se poblaron las ciudades. ¿Cómo pudieron haberse creado las grandes poblaciones sin las variadas artes que dieran ocupación a sus habitantes? El verdadero benefactor de la humanidad no es el devoto escrupuloso que, por medio de sus actos caritativos, estimula la insensibilidad y la pereza. No lo es el filósofo, que ofrece a los hombres lecciones de árida moralidad. Lo es más bien el elegante sibarita que con el objeto de ostentar exquisitos refinamientos en su mesa, pone en marcha una multitud de prósperas industrias, las que a su vez dan ocupación a miles de personas; el que une a países distantes, mediante el tráfico necesario para suministrarle diversos adornos, el que estimula las bellas artes y todas las sutilezas del ingenio, con el fin de decorar su morada y proveerla de motivos de esparcimiento.

Hemos concretado esta objeción, no porque requiera una respuesta especial, sino tan sólo para no omitir ningún argumento contrario a nuestra tesis. En cuanto a la respuesta correspondiente, ya fue anticipada. Hemos visto que la población de un país se halla en relación directa con el área cultivada que el mismo posee. Si, por consiguiente, los hombres encontraran suficientes estímulos para dedicarse a la agricultura, la población alcanzaría el nivel correspondiente a la capacidad que tuviera el territorio dado para alimentarla. Una vez iniciada su expansión, la agricultura no se detiene, salvo que se opongan obstáculos de orden artificial. Es precisamente el monopolio de la tierra el que obliga a los hombres a contemplar vastas extensiones de terreno inculto o mal cultivado, mientras ellos sufren los rigores de la necesidad. Si la tierra estuviera siempre a disposición de quienes quisieran cultivarla, no cabe duda de que sería cultivada en proporción de las necesidades de la comunidad, desapareciendo por la misma razón los obstáculos actuales contra el aumento de la población.

La cantidad de trabajo manual sería disminuída, en relación con el que hoy rinden los habitantes de cualquier país civilizado, puesto que actualmente sólo una vigésima parte de la población se dedica a las tareas de la agricultura, manteniendo con sus esfuerzos a toda la sociedad. Pero no debe creerse de ningún modo que el ocio resultante constituya una desgracia.

En cuanto a la especie de benefactor que el elegante voluptuoso constituye para la humanidad, fue suficientemente dilucidado al examinar los resultados generales de la injusticia y la dependencia en la sociedad. A esa clase de beneficios debemos la perpetuación de los crímenes y de todos los males morales que nos aflijen. Si la vida del espíritu ha de ser preferida a la existencia puramente animal; si nuestro anhelo ha de ser que se propague la felicidad humana y no sólo que se multiplique la especie, hemos de reconocer, pues, que el elegante derrochador constituye un verdadero azote para la misma.

Capítulo cuarto: Objeción relativa a las tentaciones de la pereza

Otra de las objeciones que se alegan contra un sistema opuesto a la acumulación de propiedad, es que pondría fin al espíritu industrioso. Observemos los milagros que ha producido el incentivo de la ganancia en todas las naciones comerciales. Sus habitantes cubren con sus flotas las superficies de los mares; asombran a la humanidad por las creaciones de su ingenio; mantienen bajo su dominio, por medio de las armas, a vastos y lejanos continentes y son capaces de desafiar las más poderosas confederaciones. Aunque abrumados de deudas y de impuestos adquieren cada vez renovada prosperidad. ¿Habremos de incurrir en la ligereza de abandonar un sistema que ofrece tan poderosos estímulos a la actividad humana? ¿Creemos acaso que los hombres cultivarán tesoneramente algo que no tienen la seguridad de disponer para su particular beneficio? Es probable que ocurra con la agricultura lo mismo que sucede con el comercio, que sólo prospera cuando se siente libre de restricciones, pero que languidece y se extingue cuando se le oponen trabas o se pretende someterlo a un rígido contralor. Estableced el principio de que nadie puede disponer de más bienes que los necesarios para la satisfacción de sus necesidades, personales y veréis que de inmediato desaparecerán los estímulos que inducen a los hombres a desplegar toda la energía de sus facultades. El hombre es un producto de sus sensaciones. Si tratamos de poner en tensión las fuerzas de su intelecto y gobernarlo sólo por la razón, no hacemos más que demostrar nuestra profunda ignorancia acerca de la naturaleza humana. El amor de sí mismo es la verdadera fuente de nuestras acciones y aun cuando ese hecho traiga consigo conflictos y errores, no es menos cierto que el sistema mediante el cual se intenta reemplazar el actualmente vigente, resultaría, en el mejor de los casos, sólo un hermoso sueño. Si cada cual hallara que sin necesidad de cumplir ningún esfuerzo por su parte tiene derecho a reclamar lo que sobra a su vecino, sobrevendría una indolencia general; la sociedad se vería condenada a perecer o bien a retornar al régimen anterior de injusticias y de sórdidos intereses, que los razonadores teóricos combatirán siempre en vano.

Es esta la principal objeción que impide a muchas personas aceptar sin reserva las múltiples evidencias que hemos acumulado en el curso de esta investigación. En respuesta a ella hemos de observar, en primer término, que la igualdad que postulamos corresponde a una etapa de avanzado progreso intelectual. Una revolución tan profunda en los negocios humanos, no podrá realizarse hasta tanto la conciencia general no haya sido debidamente cultivada. Vivimos una época altamente ilustrada, pero es de temer que aún no lo sea suficiente. La idea de una distribución igualitaria de la propiedad, podría dar lugar hoy a tumultos y a sublevaciones prematuras. Sólo una clara y serena concepción de la justicia, un sentido de reciprocidad noblemente practicado y el abandono de arraigados y viciosos hábitos, podrán dar una base sólida al nuevo sistema de sociedad que proponemos. Las tentativas que se hicieran sin aquella preparación previa, sólo habrían de producir lamentable confusión. Su efecto sería efímero y una nueva y más brutal forma de desigualdad no tardaría en sobrevenir. Todo aquel que se sintiera dominado por incontenibles apetitos, aprovecharía sus ansias de poder o de riqueza, a costa de sus desprevenidos conciudadanos.

¿Puede creerse acaso que ese estado tan avanzado de progreso intelectual a que aludimos, sea precursor de la barbarie? Es verdad que los salvajes tienen inclinación a la pereza y la indolencia. Pero los pueblos cultos y civilizados sienten predilección por la actividad. Se ha demostrado que la agudeza de percepción y el afán creador estimulan la acción de nuestras facultades físicas. El pensamiento engendra el pensamiento. Nada[119] puede detener los progresivos avances del espíritu, salvo la opresión. Pero en el régimen que vislumbramos, cada ser humano, lejos de ser oprimido, se sentirá libre, independiente e igual a cualquiera de sus semejantes. Se ha observado que la fundación de una República da lugar a gran entusiasmo popular y a un irresistible espíritu de iniciativa. Siendo la igualdad la esencia del republicanismo, ¿puede creerse que su influencia será menos eficaz? Es verdad que tarde o temprano ese espíritu decae y languidece. El republicanismo no es un remedio que ataque las raíces del mal. La injusticia, la opresión y la miseria pueden hallar refugio bajo la República, pese a su feliz apariencia. ¿Pero qué detendrá el afán de superación y progreso, allí donde el monopolio de la propiedad sea desconocido?

Este argumento adquirirá mayor fuerza si reflexionamos acerca de la cantidad de trabajo que será necesario realizar bajo un régimen de propiedad igualitaria. ¿Cuál será la magnitud de los esfuerzos que se supone querrán rehuir muchos integrantes de la sociedad? Se tratará, en conjunto, de una carga tan leve que tendrá la apariencia de un agradable esparcimiento o de un saludable ejercicio más que de verdadero trabajo. En tal comunidad, nadie pretenderá excluirse del deber de realizar un trabajo manual, alegando razones de privilegio o de vocación. No habrá ricos que se tiendan en la indolencia, para engordar a costa del esfuerzo de sus semejantes. El matemático, el poeta, el filósofo, derivarán nuevos estímulos y satisfacción de su trabajo material, que les hará sentir más profundamente su condición de hombres. No habrá quien se dedique a fabricar fruslerías ni excentricidades. Tampoco habrá personas ocupadas en manejar los diversos rodajes de la complicada máquina del gobierno; no habrá recaudadores de impuestos, ni alguaciles, ni aduaneros, ni funcionarios o empleados de otra categoría. No habrá ejércitos ni armadas, no habrá cortesanos ni lacayos. Los oficios innecesarios son los que actualmente absorben la actividad de la mayor parte de los habitantes de toda nación civilizada, mientras que el campesino trabaja incesantemente para mantenerlos en una situación más perniciosa que la de la holganza.

Se ha calculado que sólo una vigésima parte de la población de Inglaterra se ocupa substancialmente en las tareas agrícolas. Agréguese que la agricultura requiere trabajo permanente sólo durante ciertas épocas del año, permitiendo un relativo descanso en las demás. Podemos considerar estos períodos de reposo como equivalentes al tiempo que, en una sociedad simplificada, bastaría para la fabricación de herramientas, la confección de tejidos y el cumplimiento de las tareas correspondientes a los sastres, panaderos y otros artesanos. En la sociedad actual, se procura siempre multiplicar el trabajo; en la nuestra se tratará siempre de simplificarlo. Una enorme porción de riquezas pertenecientes a la comunidad, ha sido entregada a unos pocos individuos y éstos han tenido que aguzar el ingenio para hallar modos de gastarlas. En los tiempos feudales, el gran señor invitaba a los pobres del contorno a comer en su castillo, con la condición de que vistieran su librea y formaran filas para rendir homenaje a sus huéspedes nobles. Hoy, cuando el intercambio es más fácil, hemos abandonado ese grosero procedimiento y obligamos a otros hombres a ejercer en nuestro favor su industria o su ingenio, a cambio de un salario. Así, por ejemplo, pagamos al sastre para que corte la tela y nos confeccione vestidos, agregándoles diversos adornos que no son en manera alguna necesarios para el uso a que aquellos son destinados.

Del esbozo que acabamos de trazar, se desprende que el trabajo útil de un hombre sobre cada veinte, bastaría para suministrar a la comunidad los medios indispensables de subsistencia. Pero si en lugar de recaer esa labor sobre un número tan reducido de personas, se repartiera entre todos los miembros de la sociedad, ocuparía la vigésima parte del tiempo de cada uno de ellos. Calculemos en diez horas la jornada de cada trabajador, lo cual, deduciendo el tiempo necesario para el reposo, la alimentación y el recreo, constituye una contribución harto elevada. Resultaría, entonces, que media hora de trabajo manual suministrado diariamente por cada miembro de la comunidad, sería suficiente para proveer a las necesidades de todos. ¿Quién será capaz de rehusar tan insignificante aporte? Cuando observamos el afanoso trajinar de los hombres de esta ciudad y de esta isla, ¿no habremos de aceptar que, con sólo media hora de trabajo diario nos sentiríamos, todos mejores y más felices? ¿Es posible contemplar ese bello y generoso cuadro de independencia y de virtud, donde cada ser humano dispondrá de suficiente ocio para cultivar las más nobles facultades del espíritu, sin sentir el alma renovada de admiración y esperanza?

Cuando decimos que los hombres caerían en la holgazanería, si no los aguijoneara el estímulo de la ganancia, tenemos muy poco en cuenta los verdaderos móviles que gobiernan el espíritu humano. Nos engañamos por un aparente mercenarismo y suponemos que la acumulación de riquezas es el único objeto que los hombres persiguen. Pero la realidad es muy distinta. La pasión dominante en la conducta humana es el amor a la distinción. Hay ciertamente en la sociedad actual una clase de personas perpetuamente hostigadas por la miseria y el hambre, e incapaces por consiguiente de responder a estímulos menos groseros. Pero, ¿acaso es menos industriosa la clase que se halla en la escala inmediatamente superior? Yo cumplo cierta cantidad de trabajo destinado a satisfacer mis necesidades inmediatas; pero estas necesidades son satisfechas pronto. El excedente de mis esfuerzos tiene por objeto permitir lucir un traje de mejor calidad, vestir a mi mujer con cierta elegancia, disponer de hermosas habitaciones y de una presentación decorosa. ¿Cuántos de esos objetos llamarían mi atención, si yo habitara una isla desierta, sin tener espectadores que observaran mi género de vida? Si yo cuido con tanto esmero los adornos de mi persona, ¿no es acaso para provocar el respeto de mis convecinos o para evitar su desprecio? Con ese objeto desafía el comerciante los riesgos del vasto océano y se esfuerza el inventor en concretar la portentosa creación que su ingenio le sugiere. El soldado avanza hasta la boca del cañón enemigo, el estadista se expone al furor de un pueblo indignado porque no pueden resignarse a pasar por la vida sin distinción ni estima. Exceptuando algunos móviles más elevados que serán mencionados más adelante, vemos allí la razón fundamental de todos los esfuerzos humanos. El hombre que sólo busca la satisfacción de sus necesidades elementales, logra apenas sacudir la modorra que envuelve su espíritu. Pero el amor al elogio nos hace cumplir las más extraordinarias hazañas. Es muy frecuente encontrar personas que exceden considerablemente en actividad a la mayoría de sus conciudadanos y que, sin embargo, descuidan en extremo lo relativo a sus intereses pecuniarios.

Los que oponen la objeción que ha dado motivo a estas consideraciones, se equivocan sobre el verdadero sentido de la misma. Ellos no creen realmente que la ganancia sea el único incentivo de la actividad humana; pero suponen que en una sociedad igualitaria no habrá motivos que la estimulen. Veamos qué grado de verdad hay en tal suposición.

Es obvio, ante todo, que los móviles relacionados con el amor a la distinción, no serán en modo alguno proscritos en un régimen liberada del monopolio de la propiedad. Los hombres que no podrán atraer la estima o evitar el desprecio de sus semejantes, por medio de la ostentación de suntuosos adornos, tratarán de satisfacer esa pasión acudiendo a recursos más elevados. Evitarán, sobre todo, el reproche de insolencia, así como hoy se trata de eludir la tacha de pobreza. Las únicas personas que actualmente descuidan sus modales y apareciencia, son aquellas en cuyo rostro se observan las huellas de la miseria y del hambre. Pero en una sociedad igualitaria, nadie será optimista y, por consiguiente, habrá lugar para la expansión de las más delicadas afecciones del alma. El espíritu público alcanzará el más alto grado de expresión y los móviles de la actividad general serán mucho más vigorosos y más nobles que los actuales. Un gran fervor lo dominará todo. Los momentos de ocio se habrán multiplicado, permitiendo a los espíritus más esclarecidos concebir los grandes designios destinados a atraerles el aplauso y la estimación de sus semejantes. Es imposible, salvo para las más perfectas individualidades, disfrutar de ese ocio placentero, sin alentar el afán de distinción. Pero en lugar de buscar su satisfacción por vías tortuosas, ese afán será canalizado hacia las empresas más nobles y hará fecundar la simiente del bien público. El intelecto humano, que jamás se detiene en sus creaciones y descubrimientos, progresará entonces con un ritmo y una firmeza que hoy difícilmente podemos concebir.

El amor a la fama es, no obstante, una ilusión. Como toda ilusión, no tardará en ser descubierta y abandonada. Fantasma vaporoso, nos proporcionará cierto placer imperfecto, en tanto lo adoremos; pero no dejará de decepcionarnos pronto, pues es incapaz de sufrir la prueba de un examen sereno. Debemos amar sólo el bien, el bien de la mayoría, el bien de todos, la pura e inmutable felicidad. Si hay algo que está por encima de todos los valores humanos, ese algo es la justicia, cuya esencia se expresa en el simple postulado de que un hombre equivale a otro hombre y que todos tienen, por consiguiente, iguales derechos al disfrute. Constituye una preocupación secundaria, si el fruto procede de unos o de otros. La justicia nos permite contrastar la validez de esa admirable aritmética que fía la felicidad de cada uno en el aporte a la felicidad de todos. La persecución de la fama sólo puede ser fecunda si sirve a propósitos de bien común. El hombre que obedece exclusivamente a esa pasión, podrá servir al bien público, pero lo hará de un modo indirecto y por motivos circunstanciales. La fama es, en sí misma, un fin engañoso. Si trato de sugerir acerca de mi persona una opinión superior a la que merezco, cometo un fraude. Si la fama ha de ser fiel reflejo de mi carácter, será deseable sólo en la medida que ello pueda favorecer a las personas que conozcan el alcance de mis aptitudes y la rectitud de mis intenciones.

Cuando arraiga en un espíritu modelado por el actual orden de cosas, el amor a la fama produce a menudo las más tristes desviaciones. El monopolio de la propiedad crea el hábito del egoísmo. Cuando el egoísmo deja de buscar su satisfacción en motivos de bien público, se concentra generalmente en una estrecha concepción del placer individual, ya sea de índole intelectual o sensualista. Pero no podrá producirse igual proceso donde el monopolio haya sido suprimido. No habrá ya estímulos para el mezquino egoísmo. La verdad, la soberana verdad del bien general, se impondrá irresistiblemente. Será imposible que nos falten estímulos para la acción, si somos capaces de comprender que las multitudes de hoy y las generaciones venideras recibirán el beneficio de nuestro esfuerzo presente. Una cadena infinita de causas y efectos se extiende a través de los siglos, de tal modo que ningún esfuerzo honesto se pierde, sino que proyecta sus benéficos frutos hasta muchas centurias después que su autor ha bajado a la tumba. Esa pasión del bien será la pasión dominante y cada uno se sentirá animado por el ejemplo de todos.

Capítulo quinto: De las objeciones sobre la imposibilidad de dar permanencia a un régimen igualitario

Consideremos ahora otra objeción. Se ha dicho, por quienes impugnan la doctrina que sostenemos, que la igualdad contribuiría quizá a aumentar la felicidad de los hombres si armonizara con la naturaleza de los mismos y si se pudiera darle carácter permanente. Pero toda tentativa en ese sentido está condenada al fracaso. Se podrá crear, en un momento de confusión, cierto estado de cosas igualitario, pero muy pronto volverían a dominar las antiguas costumbres y tornaría a imponerse el sistema del monopolio. Todo lo que se habrá logrado, mediante el sacrificio de respetables intereses individuales, será soportar un período de barbarie tras el cual las ideas de legalidad y de orden civil deberán reiniciar su ciclo, como en los albores de la civilización. No es posible cambiar la naturaleza humana. Siempre habrá en la sociedad individuos ambiciosos que tratarán de lograr ventajas personales sin cuidarse de los demás. Jamás se podrá uniformar los espíritus, como lo requiere un régimen igualitario; la diversidad de ideas y de sentimientos, que siempre ha de subsistir, llevará necesariamente a trastornar ese orden de teórica perfección.

Ninguna objeción es de mayor peso que la que acabamos de exponer. Creemos de suma importancia examinar tan importante cuestión, a fin de ponernos a cubierto de especulaciones extravagantes. Sería en verdad lamentable que abandonemos una forma de sociedad donde el espíritu humano alcanzó un apreciable grado de desarrollo, para caer nuevamente en la barbarie sólo por perseguir engañosas apariencias. Pero lo peor es que si aquella objeción fuera justa, los males actuales carecerían de remedio. El pensamiento progresa incesantemente. Todo cuanto él descubre o sugiere, tarde o temprano tratará el hombre de obtenerlo o realizarlo. Tal es la ley inalterable de nuestra naturaleza. Es imposible no descubrir la belleza de la igualdad o dejar de sentir la sugestión de los bienes que ella promete. La consecuencia es clara. Según el criterio de nuestros opositores, el hombre es capaz de avanzar con éxito durante cierto tiempo; pero en el preciso momento en que intente alcanzar una nueva etapa del progreso, sufrirá un brusco retroceso y se verá obligado a reiniciar desde el principio su penosa marcha. Esto equivale a sustentar un miserable criterio acerca de la humanidad, a la que se considera apta para comprender el bien, pero en absoluto inhábil para realizarlo. Pero veamos si es verdad que una vez establecido el sistema igualitario, su existencia será tan efímera como se pretende.

Ante todo debemos recordar que el estado de igualdad que postulamos, no podrá ser el resultado de un accidente, de las disposiciones de un jefe omnímodo o de la convincente prédica de algunos ilustrados pensadores, sino que ha de ser fruto de una seria y profunda convicción, de la que participará el conjunto de la comunidad. Supondremos ahora que es posible que las ideas de igualdad arraiguen en la mente de determinado grupo de personas que constituyen una colectividad. Y lo que es posible que ocurra en una comunidad pequeña, puede suceder también en otra de mayores proporciones, pues no hay razones suficientes que hagan esto imposible. Lo que debemos ahora considerar es la posibilidad de que, una vez establecido ese régimen, adquiera carácter permanente. La convicción descansa sobre dos conceptos morales: por un lado la justicia, por el otro la felicidad. El régimen igualitario no podrá implantarse, hasta tanto no arraigue en la conciencia pública el sentimiento de que las genuinas necesidades del hombre constituyen el único justificativo de la posesión de determinados bienes. Si la humanidad fuera tan ilustrada como para comprender definitivamente esa verdad, sin temor a dudas ni objeciones, contemplaría con horror y desprecio a todo aquel que acumulara objetos que no necesita para su uso. Pondría ante sí la objetivación de todos los males que surgen como consecuencia del régimen del monopolio, junto con la evocación de la promisora felicidad que acompañará al orden igualitario. Ante la idea de consumir sin necesidad ciertos bienes o de acumularlos con el fin de ejercer un dominio sobre nuestros semejantes, sentiríamos igual estremecimiento que si se tratara de cometer un crimen. Nadie podrá negar que una vez establecido el régimen igualitario, disminuirán grandemente las inclinaciones perversas de los hombres. Pero el supuesto crimen de acumulación sería entonces más condenable que cualquiera de los que hoy se cometen. El hombre es incapaz, bajo cualquier régimen, de cometer un hecho que su conciencia le señala clara y vigorosamente como pernicioso para el bien general. Sea como fuere, difícilmente puede creerse que un hombre cometa un acto agresivo contra la comunidad, en nombre de un imaginario interés personal, si no ha sentido su espíritu lacerado por la impresión de que la sociedad le había causado previamente un injusto daño. Pero el caso cuya posibilidad estamos considerando es, por el contrario, el de un hombre que, sin haber recibido daño alguno, trata conscientemente de subvertir un orden de cosas cuyos beneficios para la humanidad se hallan por encima de toda descripción, para volver a reeditar todas las injusticias, todos los vicios y las calamidades que nuestra especie ha sufrido desde los primeros días de la historia.

La igualdad que postulamos se halla además vinculada en el espíritu humano a la idea de felicidad personal. Es un hecho evidente que, en primer término, necesitamos satisfacer nuestras necesidades animales de alimento y abrigo; después de haberlo obtenido, nuestra felicidad, felicidad realmente humana, consiste en la expansión de las facultades del espíritu, en el conocimiento de la verdad y en la práctica de la virtud. Se podrá argüir que hemos omitido una parte de la experiencia subjetiva: los placeres de los sentidos y los placeres de la imaginación. Pero se trata de una omisión más aparente que real. Por diversos que sean los placeres que podamos experimentar, el hombre realmente prudente sacrificará los placeres inferiores en homenaje a los de índole más elevada. Y bien. Nadie que haya contemplado con amplio espíritu la felicidad de nuestros semejantes, negará que esa contemplación nos comunica la más noble y placentera de las sensaciones. Sólo el que se sienta culpable de excesos en los placeres sensuales, se hallará relativamente incapacitado para disfrutar de ese placer sublime. Cabe agregar, si ello fuera de alguna importancia, que una rigurosa temperancia es el medio más razonable para gustar con mayor fruición del placer de los sentidos. Tal fue el sistema que adoptó Epicuro y es el que ha de seguir todo hombre que haya reflexionado con profundidad acerca de la naturaleza de la felicidad humana. En cuanto a los placeres de la ilusión, son incompatibles con nuestra verdadera felicidad. Si hemos de contribuir a la felicidad de los demás, debemos ante todo saber en qué consiste. Pero el conocimiento es enemigo inconciliable de la ilusión. A medida que se eleva nuestro pensamiento y se desvanecen los prejuicios que son causa de nuestras desgracias, nos sentimos cada vez menos capaces de sentir placer por el halago, el poder o la fama o de buscarlo en cualquier otra fuente que no sea la del bien general. La más clara de las nociones de sabiduría es que individualmente somos sólo un átomo en la inmensidad del espíritu. El primer rudimento, pues, de esa ciencia de la felicidad personal que es inseparable de una sociedad igualitaria, es que hemos de derivar infinitamente más placer de la frugalidad, la sencillez y el conocimiento de la verdad que del lujo, de la fama y la dominación. ¿Es posible que un hombre que sienta tales convicciones y viva en un orden de igualdad, sufra la tentación de acumular riquezas?

Esta cuestión ha dado lugar a considerables confusiones por la influencia de una doctrina común a muchos moralistas, según la cual la pasión y la razón obran independientemente la una de la otra. Tales distinciones están siempre propensas a confundir los espíritus. ¿De cuántas partes consta nuestro espíritu? De ninguna. Lo constituyen una serie de pensamientos que se suceden unos a otros desde que nacemos a la razón hasta que nuestra vida se extingue. La palabra pasión, que tantos errores ha producido en la filosofía del espíritu y que no corresponde a ningún arquetipo determinado, cambia constantemente de sentido. Algunas veces es aplicada de un modo general a todos aquellos pensamientos que, siendo particularmente vívidos y afectando con especial vigor a nuestra imaginación, nos inducen a obrar con inusitada energía. Por eso hablamos de la pasión de la benevolencia, de la pasión del bien público, de la pasión del coraje. Algunas veces se refiere a ideas cuyo error descubrimos sólo después de un detenido examen. En su primera acepción, el término no da lugar a dudas. La vehemencia del deseo corresponde a un estado de conciencia que a su vez es producido conjuntamente por la evidente claridad de una proposición y la importancia de los resultados prácticos que de ella se pueden derivar. En el segundo sentido, la doctrina de las pasiones será inofensiva, si colocamos la definición frente al objeto definido. Se hallará entonces que esa doctrina afirma simplemente que el pensamiento humano estará siempre propenso a incurrir en los mismos errores que sufre actualmente o, en otros términos, que tal doctrina sostiene el principio de permanencia inmutable, en oposición a la necesaria perfectibilidad del intelecto. En el caso antes aludido, ¿no es absurdo suponer que un hombre, viendo claramente de qué parte se halla la justicia y el interés común, se decida precisamente por la parte opuesta, respondiendo a las sugestiones del error? Es indudable que nuestro espíritu se halla sujeto a fluctuaciones. Pero hay un grado de convicción que hará imposible extraer placer de la intemperancia, de la dominación o de la fama y ese grado de convicción será alcanzado un día por los hombres, gracias al incesante progreso del pensamiento.

La estabilidad de un sistema igualitario —puesto en acción gracias a los avances del conocimiento y de la razón—, quedará fuera de toda duda, si evocamos una representación adecuada del funcionamiento de dicho sistema. Supongamos que formamos parte de una comunidad que realiza habitualmente tareas proporcionadas a la satisfacción de las necesidades de todos, manteniendo un estrecho contacto entre sí, de tal modo que lo que a uno falte pueda inmediatamente ser suministrado por su vecino. De ese modo se elimina por completo toda necesidad de acumulación individual. Nadie se ve obligado a acumular en previsión de accidentes, enfermedades u otras contingencias semejantes. Se podría quizá disponer de cierto exceso de artículos perecederos, pero en cuanto a lo demás, no existiendo el comercio, todo lo que un individuo no pueda consumir no agregará nada a su riqueza. Es preciso observar, sin embargo, que, si bien la acumulación para fines privados es absurda, no excluye de ningún modo la formación de ciertas reservas, en previsión de contingencias que pudieran afectar a la comunidad. Si las consideraciones precedentes son justas, no habrá ningún peligro en esa especie de acumulación. La previsión es, por el contrario, una saludable tendencia del espíritu humano, que le permite anticiparse a ciertas contingencias. Es bien sabido que la escasez suele ser consecuencia de la imprevisión colectiva o de las deficientes precauciones que se han tomado para prevenirla. Es de esperar, pues, que en adelante los hombres desarrollen la capacidad necesaria que los habilite para remediar el efecto de la pérdida de las cosechas y de otros accidentes similares.

Se ha demostrado ya que el principal y permanente incentivo de la acumulación individual consiste en el amor a la distinción y al aplauso. En este caso, tal incentivo es totalmente eliminado. Desde que la acumulación no tendrá objeto razonable, lejos de constituir un motivo de admiración será una señal de locura. Los hombres vivirán de acuerdo con los más simples principios de justicia y sabrán que nada es más digno de estima que la virtud y el talento. Habituados a emplear lo que les sobra en la satisfacción de las necesidades de sus vecinos y a dedicar al cultivo de su intelecto el tiempo que no es requerido para el trabajo manual, ¿con qué sentimientos contemplarán al individuo que fuera bastante insensato para fijar cintas u otros ornamentos distintivos en sus vestidos? En tal comunidad, la propiedad tenderá siempre a su nivel natural. Todos tendrán interés en estar informados acerca de las personas que dispongan de determinados productos y cada cual acudirá confiado a esas personas, en caso de tener necesidad de lo que éstas disponen en exceso. En el caso de que alguien se negara a desprenderse de lo que no necesita para su particular consumo, bastará el sentimiento de repudio general que tal actitud ha de provocar para evitar toda insistencia o repetición al respecto, sin necesidad de emplear medios compulsivos. Si a pesar de todo hubiera quien se negase a escuchar la voz de la razón, negándose a ceder lo superfluo, no por eso se acudiría al pernicioso sistema del trueque, sino que los interesados lo dejarían simplemente para acudir a un ser más racional. En lugar de ser un motivo de estimación, la acumulación de bienes determinará el aislamiento de la persona que incurriese en tal error, hundiéndola en el desprecio y el olvido de la colectividad. La influencia de la riqueza reside actualmente en el respeto que impone al público. Pero en la sociedad igualitaria, el acaparador estará en ese sentido en una situación peor que la que ocupa hoy el favor, a quienes todos desprecian, pues, a pesar de haber acumulado montones de oro, siente desprenderse de un solo chelín.

Capítulo sexto: De la objeción basada en la inflexibilidad de las restricciones

A menudo se combate el sistema igualitario de la propiedad, alegando "que es incompatible con la independencia individual. De acuerdo con ese sistema, cada individuo será instrumento pasivo de la comunidad. Deberá comer, beber, reposar o divertirse, obedeciendo ciertas órdenes. No dispondrá de habitación privada, no dispondrá de un momento para aislarse y recogerse en sí mismo. No tend¡á nada propio, ni siquiera su tiempo o su persona. Bajo las apariencias de una completa libertad, será víctima de la más ilimitada esclavitud.

Para comprender el sentido de esta objeción, es necesario que distingamos entre dos clases de independencia; una, que podría llamarse material y la otra, moral. La independencia material, es decir la libertad de toda especie de coerción, excepto la que surge de la fuerza del raciocinio, es de primordial importancia para el alcance del bienestar y la expansión del espíritu. La independencia moral es, en cambio, siempre perniciosa. En este último sentido hay un aspecto que es esencial para una sociedad sanamente constituída y que, por cierto, repugna hoy a muchas personas, debiéndose ello únicamente a ciertos prejuicios y debilidades. Se trata de la censura y vigilancia que cada habitante ha de ejercer sobre la conducta de su vecino. ¿Por qué hemos de rehuir esa saludable observación? ¿No será beneficioso que cada cual cuente con las luces de su vecino a fin de aquilatar y corregir eventualmente su propia conducta? La aversión general que existe contra este procedimiento, se debe a que se realiza hoy clandestinamente y con espíritu malicioso. La independencia moral es siempre nociva para la comunidad; pues como lo hemos demostrado repetidas veces, no hay situación donde un individuo no pueda adoptar determinada conducta, con preferencia a cualquiera otra, y que, por consiguiente, no resulte un miembro perjudicial de la sociedad, a menos que proceda de un modo determinado. El apego que los hombres sienten actualmente a esta segunda forma de independencia, el deseo de hacer cada cual lo que le place, sin tener en cuenta las normas de la razón, es en alto grado nocivo para el bienestar general.

Pero si no debemos proceder jamás con independencia de los principios de la razón, ni rehuir el franco examen de nuestros semejantes, es esencial, por otra parte, que seamos libres de cultivar nuestra individualidad y de seguir los dictados de nuestro propio juicio. Si el régimen igualitario contuviera una inhibición de esa libertad, no hay duda que aquella objeción sería concluyente. Si fuera, como se ha dicho, un sistema de tiranía, de coerción y de restricciones, estaría en evidente contradicción con la tesis fundamental de esta obra.

Pero la verdad es que nuestro sistema de propiedad igualitaria no requiere ninguna especie de superintendencia ni de coerción. No hay necesidad del trabajo en común, ni de comidas en común, ni de almacenes comunes. Estos son métodos erróneos, destinados a constreñir la conducta humana, sin atraer los espíritus. Si no podemos ganar el corazón de las gentes en favor de nuestra causa, no esperemos nada de las leyes compulsivas. Si podemos ganarlo, las leyes están demás. Ese método compulsivo armonizaba con la constitución militar de Esparta, pero es absolutamente indigno de personas que sólo se guían por los principios de la razón y de la justicia. Guardaos de reducir a los hombres a la condición de máquinas. Haced que sólo se gobiernen por su voluntad y sus convicciones.

¿Para qué han de instituirse comidas en común? ¿Acaso he de sentir hambre al mismo tiempo que mi vecino? ¿He de abandonar el museo donde trabajo, el retiro donde medito, el observatorio donde estudio, para presentarme en un edificio destinado a refectorio en lugar de comer donde y cuando lo exige mi deseo? ¿Para qué almacenes comunes? ¿Para transportar nuestros productos a un lugar determinado, a fin de volverlos a buscar a ese lugar? ¿O es que semejante precaución se considera necesaria, después de cuanto hemos dicho sobre el imperio de la razón en una sociedad igualitaria, para prevenirnos de la maldad y la codicia de sus miembros? Si así fuera, en nombre de Dios, descartemos toda posibilidad de justicia política y aceptemos la opinión de quienes afirman que la práctica de la equidad es incompatible con la naturaleza humana.

Una vez más, cuidémonos de reducir a los hombres a la condición de mecanismos inanimados. Los objetores a quienes nos referimos en el capítulo anterior, tienen en parte razón, cuando hablan de la infinita variedad del espíritu humano. Pero sería absurdo sostener por eso que somos incapaces de captar la verdad, de reconocer la evidencia, de aceptar un acuerdo. En tanto que nuestro espíritu se desarrolla en un proceso de incesante perfeccionamiento, nos acercamos cada vez más unos a los otros. Habrá siempre cuestiones sobre las cuales habremos de diferir. Las ideas, las modalidades y preferencias de cada uno, le pertenecen exclusivamente; sería un sistema funesto el que pretendiera imponer a los hombres, sean cuales fueren sus condiciones personales, que procedieran en las circunstancias corrientes de la vida de acuerdo con una rígida regla común. La doctrina de la indefinida perfección nos dice que siempre estaremos sujetos al error, pero que cada vez lo estaremos en menor grado. El mejor modo de reducir el margen de error no es el de imponer a todos los hombres, mediante la ley o la fuerza, una especie de uniformidad mental, sino, por el contrario, el de enseñarles a pensar por cuenta propia. De los principios expuestos se deduce que todo cuanto generalmente se entiende por el término de cooperación, constituye en cierto modo un mal. Un hombre solitario se ve obligado a menudo a postergar o a sacrificar la realización de sus más elevados pensamientos, en aras desu propia utilidad. ¿Cuántos designios magníficos han perecido en germen, a causa de tal circunstancia? El mejor remedio al respecto consiste en la reducción de las necesidades personales hasta el mínimo posible y en la simplificación de los medios de satisfacerlas. Es peor aún cuando nos vemos obligados a consultar la conveniencia de los demás. Si he de trabajar junto con mi vecino, será a un horario conveniente para él o bien para mí, o bien para ninguno de los dos. No podemos reducimos a una regularidad cronométrica.

Ha de evitarse, pues, toda cooperación innecesaria, el trabajo en común y las comidas en común. ¿Cómo proceder en los casos en que la cooperación es impuesta por la naturaleza del trabajo a realizar? Tales tareas deberán ser en lo posible reducidas. Es indudable que actualmente prima sobre cualquier otra consideración la necesidad de ejecutar ciertas labores. No podemos afirmar que la cooperación en el trabajo será siempre impuesta por la fuerza de las cosas. Para derribar un árbol frondoso, para abrir un canal, para conducir un barco, se requiere el trabajo conjunto de muchas pesonas. ¿Será siempre así? Si observamos los complicados mecanismos de invención humana, las diversas máquinas de vapor, los telares y las usinas, ¿no quedamos asombrados ante el cúmulo de trabajo que aquéllas ejecutan? ¿Quién podrá decir dónde habrá de detenerse ese impresionante progreso? Actualmente tales invenciones alarman a la población laboriosa, pues es evidente que su introducción determina temporariamente un aumento de la miseria; si bien no es menos cierto que terminarán por servir los intereses más vitales del pueblo. En un régimen igualitario su utilidad general será indiscutible. No es probable que en el futuro las tareas más importantes puedan ser realizadas por una sola persona; o, para emplear una expresión familiar, no es improbable que el arado abra surcos en la tierra sin que la mano del hombre lo dirija. En ese sentido, sin duda, afirmó el célebre Franklin que llegará un día en que el espíritu dominará a la materia.

La culminación del progreso que hemos esbozado ligeramente, consistirá probablemente en la supresión de la necesidad del trabajo manual. Es sumamente intructivo recordar cómo los genios más sublimes de las edades pasadas anticiparon en cierto modo el estado de cosas que alcanzará el futuro progreso de la humanidad. Una de las leyes de Licurgo disponía que ningún ciudadano de Esparta debía realizar trabajo manual. Por consiguiente, era preciso que los espartanos utilizaran la labor de numerosos esclavos. La materia, o mejor dicho, la aplicación de ciertas leyes del Universo, suplirá a los ilotas en el grandioso porvenir que auspiciamos. ¡Llegaremos, oh inmortal legislador, al punto que fue para ti punto de partida!

Ante esa hermosa perspectiva, es probable que se reedite una vez más la conocida objeción de que si los hombres se vieran libres de la necesidad del trabajo manual, caerían en un lamentable abandono. ¡Qué pobre concepto sobre la naturaleza y las facultades del espíritu humano! Para poner en acción nuestro intelecto, sólo se requiere un estímulo. ¿Es que no existen otros estímulos de actividad que los del hambre? ¿Cuáles son los pensamientos más profundos, más vivaces y brillantes, los que surgen del cerebro de Newton o lo que produce el hombre que corre tras un arado? Cuando el espíritu tiene ante sí magníficas perspectivas de grandeza intelectual, ¿cabe pensar que habrá de hundirse en la inepcia?

Pero volvamos a la cuestión de la cooperación. Será una curiosa especulación la que nos lleve a imaginar las sucesivas etapas del progreso que harán declinar paulatinamente esa forma de asociación humana. Por ejemplo: ¿habrá siempre conciertos de música? La miserable condición de los ejecutantes constituye hoy un fuerte motivo de mortificación y de ridículo. ¿No será común en el futuro que una sola persona interprete una pieza? ¿Habrá siempre exhibiciones teatrales? Éstas constituyen una forma deleznable y absurda de colaboración. Es dudoso que en el futuro las personas quieran presentarse ante un público para recitar composiciones que no les pertenecen. Es dudoso que un músico quiera ejecutar obras ajenas. Aceptamos hoy corrientemente el mérito de nuestros antepasados, porque nos hemos habituado a descuidar el ejercicio de nuestras; propias facultades. La repetición formal y constante de las ideas ajenas constituye un mecanismo que llega a detener la actividad inquisitiva de nuestro espíritu. Quizá responda ello al impulso sincero que nos obliga a dar expresión a toda idea útil y válida que impresione nuestra mente.

Habiéndonos aventurado a exponer tales sugestiones y conjeturas, procuremos trazar los límites probables de la individualidad. Cuando recibimos la impresión de un objeto externo, sufrimos cierta modificación en el curso de nuestras ideas; nada seríamos, sin embargo, sin esas impresiones. No debemos pretender librarnos de su influencia, salvo en casos limitados. Cuando leemos una composición ajena, nuestra mentese halla temporariamente bajo la influencia de las ideas del autor. Esto no implica en modo alguna una objeción al hábito de la lectura. Un hombre puede reunir experiencias y reflexiones que faltan a otro. El estudio atento y la lenta maduración de conceptos, es, sin duda, superior a la improvisación. La conversación constituye una forma de cooperación en la cual uno de los interlocutores suele seguir el curso de las ideas del otro; lo cual no quita que la conversación y, de un modo general, el comercio entre los espíritus sea una de las fuentes más fecundas del conocimiento. El que, de un modo gentil, pretende persuadir a su vecino a que abandone sus viciosas inclinaciones, causará a éste cierta mortificación; se trata, no obstante, de un género de castigo que de ningún modo deberá ser desechado.

Otra cuestión relativa a la cooperación, es la convivencia. Una reflexión muy sencilla nos orientará al respecto. La ciencia es cultivada con más éxito cuanto mayor es el número de las inteligencias dedicadas a la investigación. Si cien hombres emplean espontáneamente todas las energías de su intelecto en la solución de determinado problema, las probabilidades de obtenerla serán mayores que si sólo diez personas estudiaran el mismo problema. Por la misma razón, el éxito será tanto más probable si esos hombres trabajan individualmente, si sus conclusiones se inspiran exclusivamente en el fin perseguido y si tienen sólo en cuenta las razones que emanan de la investigación, sin sufrir la influencia de la compulsión o de la simpatía. Toda adhesión a una persona que no se inspire en los méritos de la misma, es evidentemente absurda. Debemos ser amigos del hombre, antes que amigos de ciertos hombres, obedeciendo el curso de nuestro propio pensamiento, sin otras interferencias que las que imponga la filatropía y la investigación.

El problema de la convivencia es particularmente importante, porque incluye la cuestión del matrimonio. Debemos, pues, ampliar nuestras reflexiones al respecto. La convivencia permanente no solo es repudiable porque traba el libre desarrollo del intelecto, sino además porque es incompatible con las tendencias y las imperfecciones del ser humano. Es absurdo esperar que las propensiones y los deseos de dos personas han de coincidir por tiempo indefinido. Obligarles a vivir siempre juntos, equivale a condenarlos a una vida de eternas disputas, rozamientos y desdichas. No puede ocurrir de otro modo, desde que estamos muy lejos de la perfección. La creencia de que una persona necesita compañero vitalicio, se funda en un conjunto de errores. Es fruto de las sugestiones de la cobardía. Surge del deseo de ser amados y estimados por méritos que no poseemos.

Pero el mal del matrimonio, tal como se practica en los países europeos, tiene raíces más hondas. Lo corriente es que una pareja de jóvenes, románticos y despreocupados, apenas se han conocido, en momento de mutua ilusión, juren guardarse amor eterno. ¿Cuál es la lógica consecuencia? Casi siempre el desengaño no tarda en hacer presa de ambos. Tratan de soportar como pueden el resultado de su irremediable error y con frecuencia se ven obligados a engañarse mutuamente. Finalmente, llegan a considerar que lo más prudente es cerrar los ojos ante la realidad y se sienten felices si mediante cierta perversión del intelecto logran convencerse de que la primera impresión que se formaron uno de otro, era justa. La institución del matrimonio constituye, pues, una forma de fraude permanente. Y el hombre que tuerce su juicio en las contingencias de la vida cotidiana, llegará a padecer una deformación substancial del mismo. En vez de corregir el error apenas lo descubrimos, nos esforzamos por pepetuarlo. En vez de perseguir incansablemente el bien y la virtud, nos habituamos a restringirlos, cerrando los ojos ante las más bellas y admirables perspectivas. El matrimonio es fruto de la ley, de la peor de todas las leyes. A pesar de cuanto nos digan nuestros sentidos; a pesar de la felicidad que nos ha de deparar la unión con determinada persona; a pesar de los defectos de esa mujer o de los méritos de la otra, debemos por encima de todo acatar la ley y no lo que dispone la justicia.

Agréguese a esto que el matrimonio[120] constituye la peor de todas las formas de propiedad. Cuando la legislación prohibe a dos seres humanos seguir sus propios impulsos, se impone el reinado omnímodo del prejuicio. En tanto que procuro imponer mi derecho exclusivo sobre una mujer, prohibiendo al vecino que muestre ante ella sus superiores méritos y obtenga el premio correspondiente, soy culpable del más odioso de los monopolios. Los hombres se disputan ese codiciado premio, desplegando todo género de astucias y de malas artes con el objeto de lograr la satisfacción de sus deseos o de frustrar las esperanzas de sus rivales. Mientras subsista tal estado de cosas, la filantropía será burlada y escarnecida de mil modos distintos y la corriente de corrupción seguirá fluyendo sin cesar.

La abolición del matrimonio no traerá grandes males.[121] Estamos acostumbrados a considerar tal eventualidad como el comienzo de una era de depravación y concupiscencia. Pero ocurre en eso lo que en muchos otros casos, donde las leyes que se establecen con el objeto de reprimir nuestros vicios, son las que en realidad los excitan y multiplican. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mismos sentimientos de justicia y felicidad que en una sociedad igualitaria eliminarán los incentivos del lujo, harán moderar nuestros apetitos de diversa índole, llevándonos a dar siempre preferencia a los placeres del intelecto, por encima de los placeres de los sentidos.

La relación entre los sexos será regida entonces por las mismas normas de la amistad. Prescindiendo de toda adhesión irreflexiva, es indudable que he de encontrarme alguna vez con un hombre de mérito que atraiga particularmente mi afecto. La amistad que hacia él sienta, se hallará en relación directa con su mérito. Lo mismo habrá de ocurrir cuando se trate de sexos opuestos. Cultivaré relaciones asiduas con la mujer cuyas cualidades me hayan impresionado más favorablemente. Pero podrá suceder que otros hombres sientan por ella igual preferencia. Esto no significará dificultad alguna. Todos podremos disfrutar igualmente de su conversación y compañía; y seremos todos suficientemente juiciosos para considerar el aspecto sexual de estas relaciones como enteramente secundario. Como en cualquier otro caso que afecte simultáneamente a dos personas, ello deberá resolverse mediante mutuo consentimiento. La estimación del tráfico sexual como algo de primordial importancia en las relaciones de la más pura afección, es fruto de la actual depravación mental. Las personas razonables comen y beben, no por el placer de hacerlo, sino porque el alimento y la bebida son indispensables para su existencia. De igual modo, las personas razonables contribuyen a propagar la especie, no por el placer de los sentidos que de ello derivan, sino porque es necesario propagar la especie. El modo como han de realizar esta función está regulado por los dictados de la razón y el deber.

Tales son algunos de los conceptos que probablemente regirán las relaciones entre los sexos. No es posible afirmar definidamente si bajo esa forma de sociedad se sabrá con precisión quién es el padre de determinado niño, pero es indudable que tal determinación carecerá de importancia. Son las costumbres de la aristocracia, el amor propio y el orgullo familiar, lo que hace asignar hoy especial valor a ese hecho. No debo dar preferencias a una persona determinada porque sea mi padre, mi mujer o mi hijo, sino porque tal persona es digna de ello en virtud de poseer cualidades susceptibles de ser apreciadas por cualquiera. Una de las medidas que probablemente inspirará el espíritu de democracia, será la abolición de los apellidos.

Veamos ahora en qué forma se modificará en esa sociedad la educación. Cabe suponer que la abolición del matrimonio hará de esta cuestión en cierto modo un problema público. Si bien, de acuerdo con la tesis esencial de la presente obra, es incompatible con los principios de un sistema racional cuidar de la educación mediante instituciones positivas de la comunidad.[122] La educación puede considerarse dividida en varias ramas. En primer lugar, los cuidados elementales que requiere la crianza de un niño. Esos cuidados recaerán probablemente sobre la madre, salvo que los partos frecuentes u otras circunstancias propias de esos mismos cuidados, hagan para ella demasiado penosa la tarea, y entonces requerirá la ayuda voluntaria y amistosa de otras personas. En segundo lugar, está lo relativo a la alimentación y otras necesidades similares. Estas serán fácilmente satisfechas, en la forma que vimos anteriormente,[123] mediante el aporte inmediato y espontáneo de quienes tienen en abundancia los elementos necesarios, a cuyo efecto se llevarían hacia donde hicieran falta. Finalmente, la palabra educación es empleada en el sentido de instrucción. La función de la enseñanza será grandemente modificada y simplificada, en relación con lo que hoy significa. No se creerá que sea más legítimo convertir a los niños en esclavos que convertir en tales a los hombres. Nadie tendrá interés en fabricar peritos en futilezas, a fin de halagar la vanidad de los padres con el elogio del talento de sus hijos. Nadie pensará en torturar las tiernas mentes infantiles inculcándoles conocimientos superiores a su capacidad de comprensión, por temor a que más tarde se nieguen a aprenderlos. Se permitirá que los espíritus se desarrollen libremente, en función de las relaciones que reciban del mundo exterior, sin enervarlos pretendiendo imponerles un molde rígido. Ningún ser humano será obligado a estudiar lo que su vocación o su preferencia no demande. Y cada cual estará dispuesto, en relación con su capacidad, a proporcionar a los demás los conocimientos necesarios, a fin de que puedan continuar por su propia cuenta la investigación de la verdad.

Antes de abandonar este aspecto de la cuestión, queremos anticipamos a responder a un reparo que podría surgir en la mente de muchos lectores. Podrán argüir, por ejemplo, que el hombre ha sido formado para la sociedad y para la recíproca benevolencia; por consiguiente su naturaleza es poco adaptable a las condiciones de individualidad que aquí han sido delineadas. La verdadera perfección del hombre consiste en unir su vida a la de otra persona y un sistema que le prohibe toda parcialidad o preferencia, tiende a empujarlo a la degeneración y no al perfeccionamiento indefinido.

Es indudable que el hombre ha sido formado para la sociedad. Pero el hecho de diluir su existencia y su personalidad entre los demás, es en sumo grado pernicioso. Cada cual debe reposar sobre su propio centro y consultar su propia conciencia. Cada uno debe sentir su independencia y afirmar los principios de la verdad y la justicia, sin adaptarlos villanamente a las condiciones de su situación particular ni a los erroresde los demás.

El hombre ha sido formado para la sociedad. Esto significa que sus facultades le habilitan para servir al conjunto y no a una parte solamente. La justicia nos induce a simpatizar con un hombre de méritos superiores, más que con un ser indigno y corrompido. Pero toda parcialidad en el sentido estricto del término tiende a perjudicar a quien la siente, a la comunidad en general e incluso a quien es objeto de ella. El espíritu de la parcialidad ha sido bien expresado en la memorable frase de Tucídides: ¡Dios no permita que me siente en un banco del tribunal donde los amigos no encuentran más favor que los extranjeros! De hecho, en todos los actos de nuestra vida, nos sentamos en algún banco de tribunal y representamos, en modesta escala, el papel de juez injusto, cada vez que nos permitimos la más leve partícula de parcialidad ...

Siendo incompatibles las leyes y restricciones de cualquier índole con una sociedad auténticamente justa, es evidente que tampoco deberán existir trabas materiales para la acumulación de la propiedad. La garantía contra tal acumulación reside, como lo hemos expuesto ya anteriormente, en la comprensión general del absurdo y la inutilidad de la acumulación. En el supuesto harto improbable que el hecho se produjera, en una sociedad donde los principios de justicia han sido debidamente comprendidos, no entrañaría peligro alguno. Los hombres se sentirían movidos a piedad o a risa ante la evidencia de tan extraña perversión mental como sería la de acumular bienes en una sociedad de tal modo constituída.

¿Cuál es la condición para que un objeto sea calificado como de mi propiedad? El hecho que sea necesario para mi bienestar. Mi derecho es inherente a la existencia de esa necesidad. La palabra propiedad subsistirá probablemente. Sólo será cambiado su significado. El error no reside tanto en la idea misma de propiedad como en la fuente de la cual surge. Es realmente mío aquello que yo necesito para mi uso. Lo demás, aunque sea producto de mi trabajo, no me pertenece y sería una usurpación retenerlo.

El poder será desconocido en esa sociedad. Nada será menos lamentado que su ausencia. Nadie codiciará lo que yo tengo para mi uso, a menos que tenga la seguridad de que es más útil en su posesión. La habitación privada será tan sagrada como lo es actualmente. Nadie ha de interrumpir el curso de mis estudios y meditaciones. Nadie querrá quitarme mi alojamiento, pues podrá fácilmente proveerse de otro igual o mejor. Probablemente ocupe indefinidamente las mismas habitaciones. No hay tarea ni investigación que no requiera el empleo de cierto mecanismo o que no dé lugar a ciertos hábitos; de ahí la conveniencia general de que ese mecanismo o esos hábitos sean respetados. Pero si la idea de propiedad ha de subsistir, aunque mortificada, el egoísmo y la envidia que hoy la acompañan, desaparecerán por completo. Los candados y cerrojos no tendrán razón de ser. No habrá inconveniente alguno para que nuestros vecinos usen objetos de nuestra pertenencia, sin impedir nuestro propio uso de tales objetos. Siendo neófitos en cuanto a la comprensión de semejante orden de cosas, tendemos a suponer que una concepción tan amplia de la propiedad personal dará lugar a mil disputas diarias. Pero en realidad será imposible que se produzcan disputas. Éstas son generalmente el fruto de un desmedido egoísmo. ¿Queréis mi mesa? Construid otra igual para vos. Pero puesto que os aventajo en habilidad para estas tareas, os haré una. ¿La queréis inmediatamente? Comparemos la urgencia de vuestra necesidad con el tiempo que yo dispongo y que la justicia decida.

Estas consideraciones nos llevan a examinar otra dificultad adicional: la relativa a la división del trabajo. ¿Deberá cada uno fabricar sus herramientas, sus muebles y demás objetos de uso personal? Esto sería sumamente aburrido. Es evidente que realizamos con más destreza y en menos tiempo las tareas que estamos más acostumbrados a desempeñar. Es cosa razonable que hagáis para mí un objeto cuya confección me demandaría tres veces más tiempo, resultando finalmente mal hecho. ¿Introduciremos, pues, el cambio o trueque? De ningún modo. Quizá subsista el espíritu general del intercambio; cada uno dedicará una porción igual de tiempo al trabajo manual. Pero la práctica individual del comercio es altamente perniciosa. Desde el momento en que, para serviros, reclamo algo más que la justificación de vuestra necesidad; desde que, aparte de los dictados de la buena voluntad, yo exijo a cambio alguna ventaja personal, deja de regir el régimen de justicia política y es violada la pureza de sus principios. Ningún hombre estará ligado a un oficio. No podemos suponer que nadie fabrique objeto alguno, si no es en relación con la necesidad de dicho objeto. La única profesión, superior a cualquiera otra, de la cual participarán todos los individuos, es la de ser humano; quizá también la de agricultor.

La división del trabajo, tal como ha sido tratada por los escritores mercantiles, es casi siempre el fruto de la avaricia. Se ha descubierto que diez personas pueden fabricar por día doscientas cuarenta veces más alfileres que una sola persona en el mismo tiempo.[124] Este hallazgo servirá para favorecer el lujo y el derroche. Se trata de establecer hasta qué punto es necesario exprimir el trabajo de las clases inferiores, a fin de cubrir de oro a los soberbios y a los holgazanes. Los inventos de esa especie aguzan el ingenio del comerciante, en su empeño de llenar cada vez más su caja fuerte. Cuando los hombres aprendan a prescindir de las cosas superfluas, no tendrá objeto perseguir ese extraordinario rendimiento del trabajo. La utilidad que resulte del probable ahorro de esfuerzo no compensará los males que necesariamente han de surgir de una operación demasiado vasta.

De todo lo dicho se deduce que en la sociedad a que nos referimos habrá división del trabajo, en relación con el estado salvaje o solitario del hombre. Pero habrá una mayor integración[125] de tareas, con respecto al sistema que actualmente prevalece en los países civilizados de Europa.[126]

Capítulo octavo: De los medios de implantar un sistema equitativo de propiedad

Después de haber trazado claramente y sin reservas las líneas generales de este magnífico cuadro, sólo queda una cuestión a resolver. ¿De qué modo será puesto en práctica ese grandioso plan de perfeccionamiento social? ¿Cuáles son los primeros pasos deseables en ese sentido? ¿Cuáles otros son inevitables? ¿No se verá el período inicial de esa nueva sociedad parcialmente influído por los males que hoy sufrimos?

Nada despierta tanto horror en el espíritu de muchas personas como la idea de las violencias que según ellas habrán de resultar de la divulgación de los llamados principios niveladores. Suponen que esos principios fermentarán en la mente del vulgo y, al pretender llevarlas a la práctica, darán lugar a toda clase de calamidades. Creen que las clases más ignorantes e incivilizadas de la sociedad darán rienda suelta a sus pasiones y cometerán toda especie de excesos. La ciencia y el buen gusto, las conquistas de la inteligencia, los descubrimientos de los siglos, las bellezas del arte y de la poesía; todo eso será pisoteado y destruído por esos bárbaros. Será una nueva invasión de godos y vándalos. Y lo más lamentable es que las víboras que nos morderán han sido abrigadas en nuestro propio seno.

Imaginan la escena como masacre inicial. Todo cuanto exista de grande, noble e ilustre, será lo primero en caer bajo la furia destructora. Las personas que se distingan por la peculiar elegancia de sus modales, por la belleza de su dicción o de su estilo, serán víctimas predilectas del odio y de la envidia. Las que intercedan valerosamente en favor de los perseguidos o se atrevan a expresar verdades que la masa no quiera escuchar, serán indefectiblemente señaladas para el sacrificio.

Nuestra parcialidad en favor del sistema igualitario que hemos delineado anteriormente, no nos impedirá reconocer que este cuadro sombrío puede corresponder a la realidad. Es probable que la consecuencia inmediata de una revolución sea una espantosa masacre, es decir el espectáculo más odioso y repugnante que nuestra imaginación puede concebir. La temblorosa y desesperada espectación de los vencidos y el furor sanguinario de los vencedores, se funde en sucesivas escenas de horror que superan la descripción de las regiones infernales. Las ejecuciones a sangre fría que hoy se cumplen en nombre de la justicia, quedarán muy atrás. Los ministros y los ejecutores de la ley han conciliado ya su espíritu con la espantosa tarea que cumplen, sintiéndose libres de las pasiones que la cruel acción involucra. Pero los instrumentos de las masacres actúan bajo los impulsos de un odio diabólico y desenfrenado. Sus miradas echan chispas de furor y de crueldad. Persiguen a sus víctimas de calle en calle y de casa en casa. Las arrancan de los brazos de sus padres o de sus esposas. Se hartan de barbarie y de injurias y profieren horribles gritos de júbilo ante la visión de sus propias iniquidades.

Acabamos de contemplar el horrible cuadro. ¿Cuál es la conclusión que de él derivamos? ¿Debemos acaso rehuir la razón, la justicia, la virtud y la felicidad? Suponed que la difusión de la verdad traerá como consecuencia temporal escenas semejantes a las que acabamos de describir, ¿debemos por ello dejar de propagarla? La responsabilidad de los crímenes no recaerá sobre la verdad, sino sobre el error anteriormente impuesto. Un investigador imparcial los juzgará como los últimos horrores debidos al despotismo, que causaría a través del tiempo, en caso de perdurar, daños infinitamente más graves. Para emitir un juicio ecuánime, debemos contrastar los momentos relativamente breves de crueldad y violencia con siglos de felicidad humana. Ninguna imaginación es capaz de concebir la perfección moral y la serena virtud que sucederán al establecimiento de la propiedad sobre genuinas bases igualitarias.

¿Cómo suprimir la verdad y mantener la saludable intoxicación, la tranquila locura del espíritu que muchos desean? Ese ha sido el fin que han perseguido todos los gobiernos que se sucedieron a través de las edades. ¿Tenemos esclavos? Mantengámolos sistemáticamente en la ignorancia. ¿Poseemos colonias y factorías? Nuestra mayor preocupación será evitar que lleguen a ser populosas y prósperas. ¿Tenemos súbditos? Tratemos de hacerlos dóciles, bajo el peso de su miseria y su impotencia; la abundancia sólo servirá para volverlos ingobernables, desobedientes y levantiscos.[127] Si ésta fuera la verdadera filosofía de las instituciones sociales, deberíamos apartarnos de ella con horror. ¡Cuán miserable aborto sería la especie humana, si todo lo que tendiera a hacerla sabia, la volviera libertina y malvada! Nadie que medite un instante podrá admitir tal absurdo. ¿Es posible que la percepción de la verdad y la justicia, junto con el deseo de realizar sus postulados, sean motivo de irremediable ruina? Puede acontecer que los primeros rayos de luz que iluminen las mentes, provoquen al mismo tiempo cierto desorden. Pero todo pensador ecuánime ha de reconocer que el orden y la felicidad sucederán a la confusión. Negarse a aplicar el remedio por temor a esta confusión momentánea, equivale a impedir que nos coloquen en su lugar el hueso dislocado para evitarnos el dolor de la operación. Si los hombres han extraviado el camino que conduce a la virtud y a la felicidad, eso no es motivo suficiente para que el extravío dure eternamente. No debemos silenciar el error cometido ni temer desandar los pasos que nos han conducido hacia la senda equivocada.

Por otra parte, ¿podemos acaso suprimir la verdad? ¿Podemos detener el espíritu investigador? Si ello fuera posible, tal misión correspondería al más desenfrenado despotismo. El espíritu tiende a una constante superación. Su genuina acción liberadora sólo puede ser contrarrestada mediante una permanente presión del poder y los medios que éste emplee para ese efecto han de ser necesariamente tiránicos y sanguinarios, así como miserables y repugnantes los resultados que produzcan: cobardía, hipocresía, servilismo, ignorancia. He ahí la alternativa que se presenta a los príncipes y gobernantes, si es que disponen realmente de una alternativa: o bien suprimen en absoluto la investigación de la verdad, por medio de la más arbitraria violencia, o bien permiten un campo libre para la formación y la exposición de las opiniones.

Es indudable que los gobiernos tienen el deber de observar una estricta e inalterable neutralidad a ese aspecto. Es igualmente cierto que el deber de los ciudadanos consiste en exponer la verdad, de modo claro y sincero, sin deformaciones ni reservas, sin buscar la ayuda de medios artificiosos para su publicación. Cuanto más plenamente se manifieste la verdad; cuando más claramente sean conocidos sus verdaderos alcances, menos lugar habrá para la confusión y sus deplorables efectos. El verdadero filántropo, lejos de rehuir la discusión, se sentirá ansioso de participar en ella, de ejercer sus facultades de investigación en toda su fuerza y de contribuir con todas sus energías a que la influencia del pensamiento sea al mismo tiempo clara y profunda.

Siendo, pues, evidente que la verdad debe ser proclamada a toda costa, veamos cuál es el precio real que exige; es decir, consideremos la magnitud de la confusión y la violencia que son inevitables a causa del paso hacia adelante que la humanidad ha de realizar. Afirmemos, ante todo, que el progreso no es forzosamente inseparable de la violencia. El simple hecho de adquirir y acumular conocimientos y verdades, no implica una tendencia hacia el desorden. La violencia sólo puede surgir del choque de espíritus opuestos, del antagonismo de diversos grupos de la colectividad que participan de ideas contrarias, sintiéndose exasperados por esa recíproca oposición.

En ese interesante período de transición, cuando el espíritu humano se encuentra ante una fase crítica de su historia, corresponden deberes indeclinables a los diversos grupos de la colectividad. Esos deberes gravitan con mayor fuerza sobre las mentes más esclarecidas y, por lo tanto las más capaces de guiar a los demás hombres en el descubrimiento de la verdad. Tienen la obligación de ser activos, infatigables y desinteresados. Deben abstenerse del empleo de un lenguaje incendiario, de toda expresión de acritud y resentimiento. Es inadmisible que el gobierno se erija en árbitro acerca de las formas de expresión más decorosas. Pero esta misma razón hace doblemente obligatorio que quienes comunican su pensamiento a los demás, ejerzan una rígida autocensura sobre sus expresiones. La buena nueva de la libertad y la igualdad constituye un mensaje cordial para todos los hombres. Tiende tanto a libertar al campesino de la iniquidad que deprime su espíritu, como a redimir al potentado de los excesos que lo corrompen. Los portadores de ese mensaje deben cuidarse de alterar la cordial bondad del ismo y demostrar que esa bondad halló alojamiento en sus propios corazones.

Pero esto no significa que deban disfrazar de algún modo la verdad. Nada más pernicioso que la máxima que aconseja atemperar la verdad, expresando sólo aquella parte que, a nuestro juicio, son capaces de comprender nuestros contemporáneos. Máxima que se practica hoy casi universalmente y que constituye la prueba de un lamentable estado de depravación. Mutilamos y regateamos la verdad. La comunicamos en mezquinas dosis, en lugar de trasmitirla en la forma plena y liberal que se ha manifestado en nuestro propio espíritu. Pretendemos que los principios que son adecuados en un país —los mismos principios que declaramos eternamente justos— no lo son en otro. Para engañar a los demás con tranquila conciencia, comenzamos por engañarnos a nosotros mismos. Imponemos grilletes a nuestro espíritu y no nos atrevemos a confiar en él para la búsqueda de la verdad. Esa práctica tiene su origen en las maquinaciones de partido y en la ambición de los dirigentes, de erigirse muy por encima del rebaño temeroso, vacilante y mezquino de sus secuaces. No hay motivo alguno para que yo no declare en una asamblea y ante la faz del mundo que soy republicano. No hay mayor razón para que, siendo republicano bajo un gobierno monárquico, entre en una facción destinada a alterar el orden, que, para hacer lo mismo, siendo monárquico, bajo un gobierno republicano. Toda colectividad, como todo individuo, se gobierna según las ideas que tiene acerca de la justicia. Debemos buscar, no el cambio de las instituciones mediante la violencia, sino el cambio de las ideas mediante la persuasión. En lugar de acudir a facciones e intrigas, debemos simplemente proclamar la plena verdad y confiar en la pacífica influencia de la convicción. Si hay una asociación que no acepta esa actitud, debemos rehusamos a pertenecer a ella. Ocurre muy a menudo que nos hallamos propensos a imaginar que el puesto de honor, o, lo que es mejor, el puesto de utilidad es una cosa privada.[128]

El disimulo que hemos censurado, aparte de sus perniciosos efectos sobre la persona que lo practica y de un modo indirecto sobre la sociedad en general, tiene una consecuencia particularmente funesta en cuanto al problema que estamos considerando. Equivale a cavar una mina y a preparar una explosión. Toda restricción artificiosa tiende a ese efecto. En cambio, los progresos de la verdad sin trabas son siempre saludables. Tales avances se producen gradualmente y cada paso hacia adelante prepara los espíritus para el paso subsiguiente. Los progresos repentinos, sin preparación previa, tienden a despojar a los hombres del auto dominio y de la sobriedad. El disimulo tiene el doble efecto de dar a las multitudes un tono áspero y agresivo cuando descubren lo que se les ocultaba, y de engañar a los depositarios del poder político, a quienes sumerge en un ambiente de falsa seguridad e inducen a mantener una obstinación funesta.

Después de haber considerado la actitud que corresponde a los hombres ilustrados y prudentes, fijemos nuestra atención en una clase distinta: en los ricos y poderosos. Declaremos, ante todo, que es erróneo desesperar de estas personas como probables defensores de la igualdad. La humanidad no es tan miserablemente egoísta como suponen los cortesanos y los satíricos. Tratamos siempre de convencernos de que nuestros actos e inclinaciones se hallan conformes con los principios del bien o, al menos, que son inofensivos.[129] Por consiguiente, si la justicia ocupa un lugar tan importante en nuestras determinaciones, no puede ponerse en duda que una clara e imperiosa idea de la justicia será un factor decisivo en la elección de nuestra conducta. Cualquiera que sea el motivo circunstancial que nos haya hecho adoptar una virtud determinada, hallamos pronto mil razones que refuerzan nuestra decisión. Encontramos motivos de reputación, de preeminencia, de autosatisfacción, de paz espiritual.

Los ricos y los poderosos están lejos de sentirse insensibles a las ideas de felicidad general, cuando éstas son presentadas en forma suficientemente atractiva y evidente. Tienen la considerable ventaja de no sentir su espíritu amargado por la tiranía ni embrutecido por la miseria. Se hallan calificados para juzgar acerca de la vanidad de ciertas pompas que parecen imponentes a distancia. A menudo se sentirán indiferentes ante ellas, salvo que el hábito y la edad las hayan arraigado. Si les demostráis la magnanimidad y el valor que significa el abandono de sus privilegios, quizá los abandonen sin resistencia. Cuando, en virtud de un accidente, un hombre de esa condición se ha visto obligado a abrirse camino en determinada empresa, no ha dejado de desplegar ingente energía. Son pocos los seres tan inactivos que prefieran permanecer en un supino goce de las ventajas que han obtenido por su nacimiento. El mismo espíritu que ha llevado a las jóvenes generaciones de la nobleza a afrontar los rigores de la vida de campamento, podría fácilmente ser empleado para convertirlos en campeones de la causa de la igualdad. No hay que creer que la superior virtud que reside en este empeño, deje de producir su saludable influjo.

Pero supongamos que una gran parte de los ricos y los poderosos no esté dispuesta a ceder a otro estímulo que el de su particular interés y comodidad. No será difícil demostrarles que su verdadero interés será muy poco afectado. De la actitud de esa clase depende sin duda que el futuro de la humanidad sea de tranquilidad o de violencia. Nos dirigiremos a ellos en los siguientes términos: Es vana vuestra pretensión de luchar contra la verdad. Vale tanto como la de detener los desbordes del océano con vuestras solas manos. Ceded a tiempo. Buscad vuestra seguridad en la contemporización. Si no queréis aceptar los dictados de la justicia política, ceded, al menos, ante un enemigo al que jamás podréis vencer. Muchísimo depende de vosotros. Si sois juiciosos y prudentes, si queréis salvar vuestra vida y vuestro bienestar personal del naufragio del privilegio y la injusticia, tratad de no irritar ni desafiar al pueblo. Si abandonáis vuestra tozudez, no habrá confusión ni violencia, no se derramará una gota de sangre y podréis ser felices. Si no desafiáis la tormenta, si no provocáis el odio contra vosotros, aún es posible, aún es de esperar que la tranquilidad general sea salvada. Pero si sucediera de otro modo, vosotros seréis los responsables de todas las consecuencias. Sobre todo, no os dejéis arrullar con una aparente impresión de seguridad. Hemos visto ya cómo la hipocresía de los sabios de nuestros días —esos que profesan tantos principios y tienen una noción confusa sobre muchos otros, pero que no se atreven a examinar el conjunto con visión clara y espíritu firme— ha tratado de incrementar esa impresión de seguridad. Pero hay aún un peligro más evidente. No os dejéis extraviar por el coro insensato y aparentemente general de los que carecen en absoluto de principios. Los postulantes son guías harto dudosos en la orientación acerca de la futura conducta del pueblo. No contéis con la numerosa corte de paniaguados, sirvientes y adulones. Su apego a vosotros es muy incierto. Son hombres, después de todo, y no pueden ser del todo insensibles a los intereses y reclamos de la humanidad. Muchos de ellos os seguirán mientras el sórdido interés les aconseje hacerlo. Pero, desde que se percaten que vuestra causa es una causa perdida, ese mismo interés los hará pasarse al bando enemigo. Los veréis desaparecer repentinamente, como el rocío matinal.

¿No podemos esperar que seáis capaces de comprender otras razones? ¿No sentiréis escrúpulos al resistir el más grande beneficio de la humanidad? ¿Estáis dispuestos a ser juzgados por los más ilustres de vuestros contemporáneos, como empecinados enemigos de la justicia y de la filantropía, conservando esta tacha hasta la más remota posteridad? ¿Podéis conciliar con vuestra conciencia el hecho de disponeros a sofocar la verdad, estrangulando la naciente felicidad humana en aras de un sórdido interés personal, que perpetúe el régimen de la corrupción y el engaño? ¡Quiera Dios que logremos hacer comprender estos argumentos a los ilustrados defensores de la aristocracia! ¡Quiera Dios que, al decidir cuestión tan importante, no se dejen influir por la pasión, ni por el prejuicio, ni por los vuelos de la fantasía! Sabemos que la verdad no necesita de vuestra alianza para triunfar. No tememos vuestra amistad. Pero nuestros corazones sangran al ver tanto valor, tanto talento y tanta virtud esclavizados por el prejuicio y alistados en las filas del error. Os exhortamos por vosotros mismos y por el honor de la naturaleza humana.[130]

Será conveniente dirigir también algunas palabras a la masa general de adherentes de la causa de la justicia. Si los argumentos expuestos en esta obra son válidos, lo menos que cabe deducir de ellos, es que la verdad es irresistible ...

Este axioma de la omnipotencia de la verdad, debe ser el timón que guíe nuestros actos. No nos precipitemos a realizar hoy lo que la difusión de la verdad hará inevitable mañana. No nos empeñemos en acechar ansiosamente ocasiones y circunstancias. El triunfo de la verdad es independiente de determinados acontecimientos. Evitemos cuidadosamente la violencia; la fuerza no es un argumento y es, además, absolutamente indigna de la justicia. No alentemos en nuestros corazones el odio, el resentimiento, el desprecio ni la venganza. La causa de la justicia es la causa de la humanidad y sus defensores deben desbordar de sentimientos de benevolencia. Debemos amar esa causa porque, a medida que su triunfo se aproxime, aumentará la felicidad de los seres humanos. Ese triunfo ha sido retardado por los errores de sus propios partidarios; por el tono de rudeza, de rigidez y fiereza con que han propagado lo que en sí mismo es todo bondad. Sólo esto ha podido determinar que la mayoría de los pensadores no hayan concedido a esta causa la atención que merece. Que sea tarea de los nuevos defensores de la justicia, el remover los obstáculos que han impedido su comprensión.

Tenemos sólo dos deberes indiscutibles, cuyo cumplimiento nos pondrá al abrigo del error. El primero, es un permanente cuidado de ese gran instrumento de la justicia, que es la razón. Debemos divulgar nuestras convicciones con la más absoluta franqueza, procurando imprimirlas en la conciencia de nuestros semejantes. En esta misión, no ha de haber lugar para el desaliento. Debemos aguzar nuestras armas intelectuales, aumentar incesantemente nuestros conocimientos, sentirnos poseídos por la magnitud de la causa. E incrementar constantemente esa tranquila presencia de espíritu y de autodominio que habilitará para proceder de acuerdo con nuestros principios. Nuestro segundo deber es la calma.

No sería justo eludir una cuestión que surgirá inevitablemente en la mente del lector. Si la implantación de un sistema igualitario de la propiedad no ha de producirse por obra de leyes, decretos o instituciones públicas, sino en virtud de la convicción personal de los individuos, ¿de qué modo se iniciará ese régimen? Al responder a esta pregunta, no es necesario probar una proposición tan sencilla como que todo republicanismo, toda nivelación de grados o privilegios, tienden fuertemente hacia la distribución equitativa de la propiedad. Es así como fue completamente aceptado este principio en Esparta. En Atenas, la generosidad pública fue tal que casi eximía a los ciudadanos de la necesidad del trabajo manual; los ciudadanos ricos y eminentes lograban cierta tolerancia para sus privilegios, gracias al modo liberal con que abrían sus almacenes para el uso público. En Roma se agitaron mucho las leyes agrarias, un miserable e inadecuado sustituto de la equidad, si bien surgido de la aspiración común de justicia. Si los hombres han de continuar progresando en discernimiento, lo que sin duda harán con ritmo creciente, llegará un momento en que, al remover los injustos gobiernos que hoy retardan el progreso colectivo, comprenderán que, así como son inicuos los privilegios nobiliarios, es igualmente inicuo que un hombre padezca necesidades en tanto que otro dispone con exceso de bienes que ninguna falta hacen a su propio bienestar.

Es un error creer que esa injusticia es sentida solamente por las capas inferiores de la sociedad, que la sufren directamente, por lo cual, el mal sólo sería corregible por la violencia. Sin embargo, es necesario observar que todos sufren sus consecuencias, tanto el rico que acapara bienes como el pobre que carece de ellos. En segundo lugar, como se ha demostrado abundantemente en el curso de esta obra, los hombres no son gobernados exclusivamente por sus intereses particulares, tal como comúnmente se cree. También se ha demostrado, más claramente si cabe, que ni siquiera los egoístas son impulsados solamente por el afán de bienes materiales, sino, sobre todo, por el deseo de distinción y preeminencia, lo que constituye en cierto modo una pasión universal. En tercer lugar, no hay que olvidar que el progreso de la verdad constituye la más poderosa de las causas humanas. Es absurdo suponer que la teoría, en el mejor sentido de la palabra, no se halla esencialmente ligada a la práctica. Que lo que nuestra inteligencia aprueba clara y distintamente, no haya de influir inevitablemente en nuestra conducta. La conciencia no es un agregado de facultades que disputan entre sí el gobierno de nuestra conducta, sino un todo armónico, donde la voluntad responde a los mandatos de la inteligencia. Cuando los hombres comprendan plena y distintamente que la acumulación y el lujo constituyen una locura, cuando ese sentimiento sea suficientemente generalizado, será imposible que continúen persiguiendo los medios de alcanzar riquezas con igual avidez que antes.

No será difícil destacar en la línea progresiva seguida por los pueblos de Europa, desde la barbarie hasta la actual civilización, los rasgos que acusan una clara tendencia hacia la igualdad de bienes. En la época feudal, como hoy en la India y en otras partes de la tierra, los hombres nacían dentro de una determinada casta, siendo imposible para un campesino alcanzar el rango de nobleza. Exceptuando a los nobles, no había ricos, puesto que el comercio interior y exterior apenas existía. El comercio fue un instrumento eficiente para destruir esas barreras, aparentemente inaccesibles, y para anular los prejuicios de la nobleza, que consideraba a los plebeyos como a seres de especie inferior. La ciencia fue otro y más poderoso instrumento en el mismo sentido. En todas las épocas hubo hombres del más humilde origen que alcanzaron la mayor eminencia intelectual. El comercio demostró que se podían reunir riquezas sin contar con privilegios de nacimiento. Pero la ciencia demostró que los hombres de humilde cuna podían superar en conocimientos a los señores. Un observador atento podrá anotar el desarrollo progresivo y paulatino de ese proceso. Mucho después que la ciencia había comenzado a desplegar sus fuerzas, sus adeptos rendían servil homenaje a los poderosos, de modo tal que ningún hombre de nuestros días podría contemplar sin asombro. Sólo mucho más tarde comprendieron los hombres que el saber podía alcanzar sus fines sin necesidad de protectores. Actualmente un hombre de escasa fortuna, pero de gran mérito intelectual, será recibido entre las personas civilizadas con suma estimación y respeto. En cambio, el ricacho que se atreviera a tratar a ese hombre con menos aprecio, recibiría sin duda su merecido por su grosería. Los habitantes de lejanas aldeas, donde los viejos prejuicios tardan en desvanecerse, quedarían sin duda atónitos al comprobar qué parte relativamente pequeña ocupa la riqueza en la estimación que se dispensa a los hombres en nuestros círculos ilustrados.

Es indudable que todo esto sólo proporciona débiles indicios. Con la moral ocurre en ese sentido lo mismo que con la política. El progreso es al principio tan lento que la mayor parte de los hombres no se percatan de su desarrollo. Sus resultados sólo pueden apreciarse al cabo de cierto tiempo, estableciendo una comparación entre las diversas situaciones y circunstancias de uno y otro período. Después del transcurso de ciertas etapas, los cambios se distinguen más claramente y los avances son más rápidos y decisivos. Mientras la riqueza lo fue todo, era explicable que los hombres pugnaran por adquirirla, aun al precio de la integridad de su conciencia. La verdad absoluta y universal no se ha presentado todavía a los hombres con suficiente vigor para desterrar cuanto deslumbra los ojos y halaga los sentidos. Así como han declinado los privilegios de nacimiento, no dejarán de sucumbir los privilegios de la riqueza. A medida que el republicanismo gane terreno, los hombres irán siendo estimados por lo que son y no por lo que el poder les concede y por lo que el poder les puede quitar.

Reflexionemos un instante en las consecuencias graduales de esta revolución en las opiniones. La libertad de comercio será uno de sus primeros resultados y, por consiguiente, la acumulación de riqueza será menos considerable y menos frecuente. Los hombres no estarán dispuestos, como sucede hoy, a lucrar con la miseria del prójimo y a reclamar por sus servicios un precio desproporcionado al valor de los mismos. Calcularán lo que sea razonable, no lo que puedan imponer a modo de extorsión. El maestro de un taller, que emplee asalariados, concederá a su esfuerzo una recompensa más amplia que la que suelen fijar actualmente quienes se aprovechan de la circunstancia accidental de disponer de cierto capital. La liberalidad del amo completará en el espíritu del obrero el proceso que las ideas de justicia social han iniciado. El trabajador no malgastará en disipaciones el pequeño excedente de su ganancia, ésa disipación que es hoy una de las causas primeras que lo someten a la voluntad de su patrono. Se libertará de la desesperación y del temor ancestral que engendró la esclavitud, comprendiendo que la comodidad y la independencia están a su alcance, no menos que al alcance de cualquier otro miembro de la sociedad. Eso significará un nuevo paso hacia la etapa más avanzada, en que el trabajador percibirá por su trabajo la cantidad íntegra que el consumidor pague por el mismo, sin necesidad de sostener un intermediario ocioso e inútil.

Los mismos sentimientos que llevarán a la liberalidad en la industria, conducirán a la liberalidad en la distribución. El industrial que no quiera enriquecerse extorsionando a sus obreros, se negará igualmente a hacerlo aprovechando las apremiantes necesidades de sus vecinos pobres. El hábito de conformarse con una pequeña ganancia en el primer caso, operará el mismo efecto en el segundo. El que no se sienta ávido de engrosar su bolsa, no tendrá inconveniente en acceder a una distribución más liberal. La riqueza ha sido hasta hoy casi el único objeto que solicitaba la atención de los espíritus incultos. En adelante, serán varios los fines que atraerán el esfuerzo de los hombres: el amor a la libertad, el amor a la equidad, el deseo de saber, las realizaciones del arte. Esos objetos no serán reservados a unos pocos, como hoy sucede, sino que gradualmente serán puestos a disposición de todos los seres humanos. El amor a la libertad implica, evidentemente, el amor a los hombres. Los sentimientos de benevolencia se multiplicarán y desaparecerá la estrechez de las afecciones egoístas. La difusión general de la verdad dará impulso al progreso general y los hombres se identificarán cada vez más con las ideas que asignan a cada objeto su justo valor. Será un progreso de orden general, que beneficiará a todos, no a unos pocos. Cada uno encontrará que sus sentimientos de justicia y rectitud son alentados y fortalecidos por sus vecinos. La apostasía será altamente improbable, pues el apóstata incurrirá en la censura de todos, además de sufrir la de su propia conciencia.

Las consideraciones precedentes podrán sugerir la siguiente observación. Si el inevitable progreso de las ideas y de los sentimientos nos lleva insensiblemente a un sistema igualitario, ¿para qué hemos de fijarlo como objetivo específico de nuestros esfuerzos? La respuesta a esta objeción es fácil. El perfeccionamiento en cuestión consiste en el conocimiento de la verdad. Pero el conocimiento será imperfecto en tanto que esa rama tan importante da la justicia universal no constituya parte integrante del mismo. Toda verdad es útil. ¿Es posible que la más fundamental de todas no ofrezca profundos beneficios? Sea cual fuera la finalidad hacia la cual tiende espontáneamente el espíritu, no es de escasa importancia para nosotros el tener una idea clara de la misma. Nuestros avances serán más acelerados. Es un principio bien conocido de moral que el que se fije un ideal de perfección, aunque jamás lo alcance íntegramente, se acercará mucho más a su arquetipo que el que sólo persiga fines deleznables. En tanto que procuramos su paulatina realización, el ideal de igualdad, como objeto supremo de nuestros esfuerzos, nos concederá incalculables bienes morales. Seremos desde ya más interesados. Aprenderemos a despreciar la especulación material, la prosperidad mercantil y el afán de ganancias. Adquiriremos una concepción justa acerca del valor del hombre y conoceremos los caminos que llevan hacia la perfección y orientaremos nuestra actividad hacia los objetos más dignos de estima. El espíritu no puede alcanzar sus grandes objetivos, por vigoroso y noble que sea el impulso interior que lo anime, sin contar con la concurrencia de los hechos que anuncian la aproximación del ideal. Es razonable creer que, cuanto antes se afirmen esos hechos y cuanto más claramente se expongan, más auspicioso será el resultado.

[1] Aplicaremos estos reparos a los escritores políticos ingleses en general, desde Sydney y Locke al autor de los Rights of Men (Thomas Paine). El punto de vista más comprensivo ha sido tratado claramente por Rousseau y Helvetius.

[2] Viajes de Gulliver, parte IV, cap. V.

[3] Locke, Acerca del Gobierno, lib. 1, cap. 1, párrafo 1, y lib. 11, cap. VII, párrafo 9l.
La mayor parte de las susodichas argumentaciones pueden encontrarse mucho más ampliamente en Vindication of Natural Society de Burke, un tratado en el cual los males de las instituciones políticas existentes son expuestas con incomparable vigor de raciocinio y brillante elocuencia, en tanto que la intención del autor fue mostrar que esos males deben ser considerados triviales.

[4] En las últimas ediciones advierte Godwin que el lector se hallará desanimado por sus aparentes dificultades y omite los dos ensayos correspondientes a los capítulos III y IV de la primera edición. El capítulo III, Los caracteres morales de los hombres originados de sus percepciones, es resumido de este modo:
No traemos consigo al mundo principios innatos: por consiguiente, no somos virtuosos ni viciosos cuando llegamos a la existencia ... Las cualidades morales de los hombres son el producto de las impresiones que reciben, y ... no hay ejemplo de una propensión original hacia el mal. Nuestras virtudes y vicios pueden ser señalados en los incidentes que forman la historia de nuestras vidas.
Observación de Godwin: Las argumentaciones de este capítulo son, en su mayor parte, extractos, unos directamente de Locke, Acerca del entendimiento humano; los que se refieren a la experiencia, de las Observations on Man de Hartley, y los tocantes a la educación, del Emilio de J. J. Rousseau.

[5] Logan. Philosophy of History, pág. 69.

[6] Godwin ilustra aquí la proposición que el clima es de leve efecto para determinar las características nacionales, citando ejemplos (la mayor parte tomados, como lo confiesa, del Essay on National Characters de Hume), que expresan las diferencias en el carácter de países contiguos, o del mismo país en distintas edades.

[7] Godwin refuta esta objeción diciendo, primero, que la condición de las naciones es más fluctuante y se hallará que es menos obstinada en su resistencia a un esfuerzo consistente en pro de su mejoramiento que la de los individuos; en segundo lugar, generaciones menos llenas de prejuicios y menos corrompidas sucedieron pronto a aquellas entre las cuales se han introducido cambios de carácter parciales e imperfectos, y perpetúan estos cambios más cabales y completos; y por último, las mejoras se extienden y acrecientan por medio de la simpatía y el estímulo mutuo.

[8] Thomas Paine, Common Sense, pág. 1.

[9] Esta argumentación respecto a la gratitud es enunciada con gran claridad en un Essay on the Nature of True Virtue, del Rev. Jonathan Edwards.

[10] Véase este asunto más ampliamente en el capítulo siguiente.

[11] Un plan general ingenioso de estos principios es bosquejado en el Sermón de Swift sobre la Sumisión Mutua.

[12] Dos breves apéndices a este capítulo I, Del suicidio; II, De la aptitud son aquí omitidas.

[13] Raynal, Révolution de´Amérique, pág. 34.

[14] Este capítulo ha sido totalmente alterado en la tercera edición. Dos pasajes suplementarios de esa edición se insertan en lugares apropiados, en forma de notas al pie.

[15] En la tercera edición: Así como tenemos un deber que nos obliga a cierta conducta, en relación con nuestras facultades y nuestros medios, así los que nos rodean tienen el deber de aconsejarnos o censurarnos, según el caso. Es culpable por omisión el que no emplee todos los medios persuasivos a su alcance en la corrección de los errores que advierte en nosotros, sin rehuir la más enérgica condenación de los mismos. Es absurdo admitir que, por el hecho de que ciertas acciones correspondan a mi exclusiva esfera de acción, mi vecino no puede ayudarme, con o sin mi invitación, a adoptar la conducta más apropiada. Deberá aquel formarse el juicio más adecuado acerca de todas las circunstancias que caen bajo su observación. Deberá expresar sinceramente lo que tal observación le sugiera y especialmente a la parte más interesada en la cuestión. Las peores consecuencias se han derivado para la vida de los hombres de la suposición que las cuestiones privadas de cada cual son tan sagradas que todos los demás deben sentirse ciegos y sordos a su respecto.
La base de este error reside en la tendencia, tan generalizada, a convertir el abuso de una acción con la acción en sí. Es indudable que nuestro vecino no debe ser guiado por un espíritu de impertinencia o frivolidad, al observar o censurar nuestra conducta, sino por el deseo de prestar utilidad. Es indudable que el propio interesado será el factor determinante de su propia conducta y sus amigos sólo deberán aconsejarle, con tacto y discreción. No hay ciertamente tiranía más insoportable que la del individuo que perpetuamente nos molesta con insistentes consejos, sin advertir que él, por su parte, se halla muy lejos de proceder de conformidad con los mismos. Para ser eficaz, el consejo debe ser impartido de modo sencillo, discreto, bondadoso y desinteresado.

[16] Thomas Paine, Derechos del Hombre.

[17] En la tercera edición figura este pasaje adicional:
No puede haber proposición más absurda que la que afirma el derecho a hacer el mal. Un error de esa especie ha causado los más perniciosos resultados en los asuntos públicos y políticos. Nunca se repetirá demasiado que las sociedades y comunidades no tienen autoridad para establecer la injusticia e imponer el absurdo; que la voz del pueblo no es, como se afirma a menudo, ridículamente, la voz de Dios y que el consentimiento universal no puede convertir el error en verdad. El ser más insignificante debe sentirse libre de disentir con las decisiones de la más augusta asamblea. Los demás deben sentirse obligados en justicia a escuchar sus razones, teniendo en cuenta el grado de prudencia de las mismas y no las consideraciones aleatorias sobre el rango o la importancia social de quien las sustenta. El Senado más venerable o el más ilustre foro no son capaces de convertir una proposición en regla de justicia, si dicha proposición no es en sí esencialmente justa, independientemente de cualquier decisión eventual. Sólo pueden interpretar y anunciar esa ley que deriva su validez de una autoridad más alta y menos mudable. Si nos sometemos a decisiones de cuya rectitud no estamos convencidos, sólo será por una cuestión de prudencia. Un hombre razonable lamentará esa obligación, pero cederá ante la necesidad. Si una congregación determinada resuelve por unanimidad que sus miembros se corten la mano derecha; o bien que cierren sus inteligencias a toda idea nueva o que afirmen que dos más dos son diez y seis, es evidente que en todos esos casos se ha cometido un profundo error, mereciendo ser censurados quienes incurrieron en él, usurpando una autoridad que no les pertenece. Cabría decirles:
Señores, pese a la sugestión de poder que os domina, vuestra decisión no es omnipotente; hay una autoridad superior a la vuestra, a cuyos dictados estáis obligados a conformaros. Nadie, si estuviera solo en el mundo, tendría el derecho a convertirse en impotente y miserable.
Esto, en cuanto a los derechos activos del hombre; derechos que, si los argumentos anteriormente expuestos son válidos, han de ser superados por las demandas superiores de la justicia. En cuanto a los derechos pasivos, una vez librado ese concepto de la ambigüedad resultante del inadecuado empleo del término, probablemente no den lugar a grandes divergencias.
En primer lugar, se dice que tenemos derecho a la vida y a la libertad personal. Esto ha de ser admitido con cierta limitación. El hombre no tiene derecho a la vida, si su deber le obliga a renunciar a ella. Los demás tienen la obligación (sería impropio decir tienen el derecho, después de las explicaciones precedentes) de privarle de la vida o de la libertad, si se probara que ello es indispensable para prevenir un mal mayor. Los derechos pasivos del hombre serán mejor comprendidos si se tiene en cuenta la siguiente dilucidación:
Cada persona tiene cierta esfera de acción exclusiva en la que sus vecinos no deben interferir. Tal privilegio surge de la propia naturaleza del hombre. Ante todo, los seres humanos son falibles. Nadie puede pretender razonablemente que su juicio personal sea patrón del juicio de los demás. No hay jueces infalibles en las controversias humanas. Cada cual, dentro de su propio criterio, considera que sus decisiones son justas. No conocemos un modo definitivo de conformar las pretensiones discordantes de los hombres. Si cada cual quisiera imponer su criterio a los demás, se llegará a un conflicto de fuerzas, no de razones. Por lo demás, aún cuando nuestro criterio fuese infalible, nada habríamos ganado, a menos que convenciéramos de ello a nuestros semejantes. Si yo estuviera inmunizado contra el error y pretendiera imponer mis infalibles verdades a quienes me rodean, el resultado sería un mal mayor, no un bien. El hombre puede ser estimado sólo en tanto que es independiente. Tiene el deber de consultar ante todo con su propia conciencia y conformar sus actos a las ideas que se haya formado acerca de las cosas. Sin esta condición, no será digno, ni activo, ni resuelto, ni generoso.
Por esas razones, es indispensable que el hombre cuente con su propio juicio, y sea responsable de sí mismo. Para ello necesita su esfera exclusiva de acción. Nadie tiene derecho a invadir mi ámbito personal, ni yo tengo derecho a invadir el de ninguna otra persona. Mi vecino podrá aconsejarme moderadamente, sin pertinacia, pero no ha de pretender dictarme normas. Puede censurarme libremente, sin reservas, pero debe recordar que yo obraré según mis propias decisiones y no de acuerdo con las suyas. Podrá ejercitar una franqueza republicana en el juicio, pero no prescribirme imperiosamente lo que debo hacer. La fuerza no debe emplearse al efecto, salvo en muy extraordinarias emergencias. Debo desplegar mi talento en beneficio de mis semejantes, pero ello será fruto de mi convicción; nadie tiene derecho a obligarme a que obre en ese sentido. Puedo apropiarme de una porción de los frutos de la tierra, que llegan a mi posesión por cualquier accidente y que no son necesarios para el uso o disfrute de los demás hombres. En este principio se funda lo que comúnmente se llama derecho de propiedad. Así, pues, cuanto obtengo sin violencia ni daño para un tercero o para el conjunto social, constituye mi propiedad. No tengo, sin embargo, el derecho a disponer caprichosamente de ella. Cada chelín de que dispongo, se halla sometido al dictamen de la ley moral; pero nadie tiene derecho, al menos en circunstancias corrientes, a exigírmelo por la fuerza. Cuando las leyes morales sean claras y universalmente comprendidas, cuando los hombres tengan la evidencia de que ellas coinciden con el bienestar de cada cual, la idea de propiedad, aún cuando subsista, no dará lugar a que nadie sienta la pasión de poseer más que sus vecinos, con fines de ostentación y de lujo.

[18] Véase Ensayos, de Hume. Parte II. Ensayo XII.

[19] Tratado acerca del Gobierno, libro II, cap. VIII.

[20] La souveraineté ne peut etre representée, par la meme raison qu'elle ne peut etre alienée; elle consiste essentiellement dans la volonté générale, et la volonté ne se represente point; elle est la meme, ou elle est autre; il n'y a point de milieu. Les deputés du peuple ne sont donc pas ses representants, ils ne sont que ses comiso saires; ils ne peuvent rien conclure defitivement. Toute loi que le peuple en personne n'a pas ratifiée, est nulle; ce n'est point una loi. Du Contrat Social, libro III, cap. XV.

[21] Dans un état libre, tout homme qui est censé avoir une ame libre, doit étre gourvemé par lui-meme. Esprit des Lois, lib. XI, cap. VI.

[22] Sermones, de Sterne. De una buena conciencia.

[23] En la tercera edición, la frase termina así: es posible que sus súbditos Se sometan por necesidad; por necesidad habrán de someterse a sus decisiones, así como un individuo se conforma con una conciencia defectuosa, a falta de otra más ilustrada; pero esto no debe confundirse jamás con las enseñanzas del verdadero deber o con las decisiones de la verdad incontaminada.

[24] Este capítulo, como el capítulo III de este libro —De las promesas—, fue totalmente modificado en las últimas ediciones, haciendo sutilísimos distingos entre diversos géneros de autoridad y de obediencia. El resultado fue que debilitó grandemente, cuando no negó por completo, la fuerza de las posiciones adoptadas en la primera edición.

[25] Estos argumentos tienen cierta semejanza con los del señor Burke. No era necesario que fueran literalmente suyos o que aprovechemos un argumentum ad hominem basado en su ferviente admiración de la constitución inglesa. Sin agregar que es más de nuestro agrado examinar la cuestión desde un punto de vista general, que atacar a ese ilustre y virtuoso héroe de antiguo modelo.

[26] Ver Essays, por Hume, parte II, ensayo XII.

[27] En el capítulo siguiente se discute más ampliamente este caso.

[28] Libro II, cap. II.

[29] Este argumento, casi con las mismas palabras, puede encontrarse en el Essay on Passive Obedience, de Hume, en sus Essays, parte II, ensayo XIII.

[30] El gran deber del secreto es aniquilado de modo similar. >Un hombre virtuoso no debe comprometerse a una acción de la cual se avergonzaría si el mundo entero fuese espectador de ella. Godwin examina brevemente el secreto de los demás y los secretos que deben guardarse para bien de la humanidad, y concluye que >no puede haber idea más indigna que la de que la verdad y la virtud tengan necesidad de buscar una alianza con la ocultación.
Siguen tres apéndices: I. De las relaciones entre el juicio y la virtud; II. Del modo de excluir visitantes; III. Objeto de la sinceridad.

[31] El lector que no sea afecto a especulaciones abstrusas, hallará las demás secciones de esta investigación suficientemente conectadas entre sí, sin necesidad de una referencia expresa al contenido de los capítulos de este libro.

[32] El lector hallará la substancia de estos argumentos, expuestos en forma más amplia en la Investigación relativa al entendimiento humano, de Hume, obra que constituye la tercera parte de sus Essays.

[33] La imposibilidad del libre albedrío es expuesta con gran vigor de razonamiento en la Investigación sobre la libertad de la voluntad, de Jonathan Edward.

[34] En el capítulo VII, Del mecanismo del espíritu humano, Godwin sostiene, con alguna modificación, la ya superada hipótesis psicológica de Hartley. Sirve simplemente de introducción al capítulo VIII, Del principio de virtud, en el cual el autor combate la teoría de que el hombre es incapaz de actuar, si no es por la perspectiva y estímulo de la ventaja personal, teoría mantenida por Rousseau y otros.
El capítulo IX, De la tendencia de la virtud, demuestra tres proposiciones: que la virtud es la fuente más genuina de felicidad personal; que una virtud rígida es el camino más seguro hacia la aprobación y estima de nuestros semejantes; y que es también el medio más adecuado para asegurar nuestra prosperidad material.

[35] Libro I.

[36] Libro II, cap. II.

[37] Libro I, cap. VII y VIII. Libro III, cap. VII.

[38] Libro III, cap. V.

[39] Incluyo la fijación de impuestos entre las ramas ejecutivas del gobierno, puesto que no es, como la ley o la proclamación de la ley, expresión de un principio general, sino una regulación temporaria para una emergencia particular.

[40] El capítulo termina con una ilustración del carácter de los príncipes, de las memorias de Madame de Genlis.

[41] Les plus malheureux et les plus aveugles de tous les hommes. Télémaque, Liv. XIII. Es difícil hallar una descripción más vigorosa e impresionante de los males inseparables del régimen monárquico que la contenida en ese y en el siguiente libro de la obra de Fenelon.

[42] Nicolás Rowe, Tragedia de Jane Shore.

[43] Télémaque, Liv. XIII.

[44] Shakespeare, Enrique VIII, acto III.

[45] Dudley, conde de Leicester.

[46] Cecil, conde de Salisbury, lord tesorero; Howard, conde de Nottingham, lord almirante, etc.

[47] Libro III, cap. VI.

[48] Maximes, par M. le Duc de la Rochefoucault: De la Fausseté des Vertus Humaines, par M. Esprit.

[49] Véase Vidas de Plutarco; Vidas de César y Cicerón; Ciceronis Epistolae ad Atticum, lib. XII, epist. XL, XLI.

[50] Considérations sur le Gouvernement de Pologne.

[51] Este concepto es desarrollado con abundancia de argumentos e irresistible fuerza de razonamiento, por el señor Burke, al comienzo de sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia.

[52] Il n' est pas rare qu'il y ait des princes vertueux; mais il est trés difficile dans une monarchie que le peuple le soit. Esprit des Lois, Liv. III, Chap. V.

[53] En la tercera edición: Hay, en realidad, poco lugar para el escepticismo.

[54] John Home, Tragedia de Douglas, acto III.

[55] Este párrafo y el siguiente, idéntico en la segunda edición, ha sido totalmente cambiado en la tercera, en la cual su texto es como sigue: Los niños traen ciertamente consigo parte de los caracteres de sus padres; es probable que la raza humana pueda ser mejorada en la forma semejante que se emplea para las razas animales y que cada generación, en los países civilizados, se aleje cada vez más, en su estructura física, del hombre salvaje e inculto. Pero ese factor obra de un modo demasiado incierto para ofrecer una base justa a la distinción hereditaria. Además, si un niño se asemeja a su padre, en muchos aspectos, hay otros, quizás más numerosos e importantes, en los que difiere de él.

[56] Véase Los derechos del hombre, de Paine.

[57] El capítulo XII, De los títulos trata acerca del origen e historia de los títulos y de su absurdo despropósito. Su conclusión es que la verdad es la única recompensa adecuada para el mérito.

[58] Las bases generales de esta institución han sido consignadas en el Libro III, capítulo IV. Las excepciones que limitan su valor serán examinadas en el capítulo XXIII del presente Libro.

[59] Habiendo citado frecuentemente a Rousseau en el curso de esta obra, séannos permitido decir algo sobre sus méritos de escritor y de moralista. Se ha cubierto de eterno ridículo al formular, en el principio de su carrera literaria, la teoría según la cual el estado de salvajismo era la natural y propia condición del hombre. Sin embargo, sólo un ligero error le impidió llegar a la doctrina opuesta, cuya fundamentación es precisamente el objeto de esta obra. Como puede observarse cuando describe la impetuosa convicción que decidió su vocación de moralista y de escritor político (en la segunda carta a Malesherbes), no insiste tanto sobre sus fundamentales errores, sino sobre los justos principios que, sin embargo, lo llevaron a ellos. Fue el primero en enseñar que los efectos del gobierno eran el principal origen de los males que padece la humanidad. Pero vió más lejos aún, sosteniendo que las reformas del gobierno beneficiarían escasamente a los hombres, si estos no reformasen al mismo tiempo su conducta. Este principio ha sido posteriormente expresado con gran energía y perspicacia, aunque sin amplio desarrollo, en la primer página del Common Sense de Tomas Paine, si bien éste, probablemente, no debió ese concepto a Rousseau.

[60] Este argumento constituye el gran lugar común de Reflexiones sobre la Revolución Francesa del señor Burke, de diversos trabajos de Necker y de muchas otras obras semejantes que tratan de la naturaleza del gobierno.

[61] En este punto, el autor ha insertado el párrafo siguiente en la tercera edición: “Con esto no quiero insinuar que la democracia no haya dado lugar repetidas veces a la guerra. Ello ocurrió especialmente en la antigua Roma, favoreciendo el juego de los aristócratas en su empeño de desviar la atención del pueblo y de imponerle un yugo. Ello ha de ocurrir igualmente donde el gobierno sea de naturaleza complicada y donde la nación sea susceptible de convertirse en instrumento en manos de una banda de aventureros. Pero la guerra irá desapareciendo a medida que los pueblos aplican una forma simplificada de democracia, libre de impurezas”.

[62] Du Contrat Social.

[63] El lector percibirá fácilmente que se tuvo en cuenta, al trazar este párrafo, los pretextos que sirvieron para arrastrar al pueblo de Francia a la guerra, en abril de 1792. No estará demás expresar, de paso, el juicio que merece a un observador imparcial, el desenfreno y la facilidad con que se ha llegado allí a incurrir en actitudes extremas. Si se invoca el factor político, sería dudoso que la confederación de soberanos hubiera sido puesta en acción contra Francia, de no haber mediado su actitud precipitada. Quedaría por ver qué impresión produjo en los demás pueblos su intempestiva provocación de hostilidades. En cuanto a las consideraciones de estricta justicia —junto a la cual las razones políticas no son dignas de ser tenidas en cuenta—, está fuera de duda que se oponen a que el fiel de la balanza sea inclinado, mediante un gesto violento, hacia el lado de la destrucción y el asesinato.

[64] Esta pretensión es sostenida en Moral and Political Philosophy, book VI, ch. XII, de Paley.

[65] Los capítulos XVII, Del objeto de la guerra; XVIII, De la conducción de la guerra, y XIX, De los tratados y pactos militares, se omiten en la presente edición, por considerados sumamente anticuados. El objeto de la guerra, dice Godwin, no debe ir más allá del rechazo del enemigo de nuestras fronteras ... Declaraciones de guerra y tratados de paz son invenciones de edades bárbaras y no se hubieran convertido jamás en normas admitidas si la guerra no hubiera sobrepasado los límites defensivos. Termina el capítulo XVII con las siguientes palabras: Un medio malo por naturaleza no puede ser escogido para lograr nuestros propósitos, en los casos en que la selección de los medios sea posible. Parece inclinado a creer que es factible conducir una guerra defensiva, con el escrupuloso honor que rigen en los duelos individuales. Las alianzas y los tratados, como otras promesas absolutas, son falsos, además de ser nocivos.
El capítulo XX, De la democracia en su relación con las cuestiones de la guerra, sostiene que la democracia, menos capacitada para emprender guerras, ofensivas, es más adecuada para las guerras de defensa; examina los cargos respecto a la incompatibilidad de la democracia con el secreto de Estado y la afirmación de que los movimientos de la democracia son o bien demasiado lentos o demasiado precipitados. Este capítulo termina con un párrafo acerca de los males de la anarquía (omitido en la tercera edición) en el cual expresa lo siguiente: No se ha comprendido suficientemente la naturaleza de la anarquía. Constituye ciertamente una gran calamidad, pero es menos horrible que el despotismo. Allí donde la anarquía ha causado centenares de víctimas, el despotismo ha causado millones, con el único resultado de perpetuar la ignorancia, el vicio y la miseria entre los hombres. La anarquía es de corta duración mientras el despotismo es casi permanente. Que el pueblo desate sus furiosas pasiones hasta que la contemplación de los nocivos efectos que de ello resulte le fuerce a recobrar la razón; es ciertamente un remedio peligroso. Pero aún siéndolo, no deja de ser un remedio ... No puede concebirse idea más absurda que la de todo un pueblo armándose para la autodestrucción. La anarquía es estimulada por el despotismo. Si el despotismo no se hallara siempre en acecho, dispuesto a aprovechar despiadadamente los errores de los hombres, el fermento de la anarquía habría de evolucionar por sí mismo hacia un estado de normalidad y calma. La razón es siempre progresiva. El error sólo puede perpetuarse cuando se le convierte en institución y se le otorgan las armas del poder.

[66] Cap. I (Libro II).

[67] Cap. I (Libro I).

[68] Libro V, capítulo XVI.

[69] Esta objeción será ampliamente discutida en el libro octavo de esta obra.

[70] Libro II, cap. VI.

[71] Ibid.

[72] Nota del autor en la segunda y tercera edición: Tal es la idea del autor de Viajes de Gulliver, el hombre que tuvo una visión más profunda de los verdaderos principios de justicia política que cualquier otro escritor anterior o contemporáneo ...

[73] Libro v, cap.XXIII.

[74] Fallo.

[75] Libro II, cap. V.

[76] Viajes de Gulliver, parte II, cap. VI.

[77] Mably, De la Legíslation, lib. IV, cap. III; Des Etats Unís d´Amerique.

[78] El lector considerará este lenguaje como propio de los objetores. El más eminente de los filósofos griegos se distinguió en realidad de todos los demás maestros por la firmeza con que ajustó SU conducta a su doctrina.

[79] Véase cap. I, Libro VI.

[80] Cap. II.

[81] Cap. VI, Libro III.

[82] Cap. III.

[83] Véase el Libro siguiente.

[84] Libro II, cap. III.

[85] Libro V, cap. I.

[86] Libro V, cap. XX (omitido en esta edición abreviada).

[87] Libro VI.

[88] Libro IV, cap. VI.

[89] Libro II, cap. VI.

[90] El argumento de este capítulo ha sido suficientemente resumido al final del capítulo V, Libro II, salvo el contenido del pasaje que va a continuación. Después de considerar la coerción con propósito preventivo, Godwin la examina para fines de ejemplo y reforma, concluyendo que, sea cual fuera su finalidad, encierra siempre una injusticia. En las dos últimas ediciones de su obra, la palabra castigo es generalmente sustituida por la de coerción.

[91] Del Delitti e delle Pene.

[92] Ibid.

[93] Libro V, cap. XXII.

[94] En la tercera edición este párrafo termina así: No puede conducir de inmediato a la mejor forma de sociedad, pues provoca en los espíritus un estado de sobreexitación, lo que crea la necesidad de una mano fuerte para controlarlos y un lento proceso para volver a la normalidad.

[95] Este párrafo se encuentra omitido en la tercera edición.

[96] En la tercera edición: casi infaliblemente.

[97] En la tercera edición: podrán.

[98] Libro V, cap. XVI.

[99] Tercera edición: Cap. IV.

[100] Cap. III.

[101] Mr. Howard.

[102] El capítulo VII, De la evidencia, es breve y trata de establecer principalmente que la razón por la cual los hombres son castigados por la conducta pasada y no por su actitud presente, reside en la notoria inseguridad de la evidencia.

[103] Libro VI, cap. VIII.

[104] Libro III, cap. III.

[105] Libro II, cap. VI. Libro VII, cap. IV.

[106] Summum jus, summa injuria.

[107] Libro II, cap. VI. Libro VII, cap. IV.

[108] Libro II, cap. II.

[109] Véase Sermon de mutua dependencia, de Swift, citado en el libro II, cap. II.

[110] Corintios, I, 2.

[111] Reflexiones, de Burke.

[112] En la segunda y tercera edición: Pocos estímulos, etc.

[113] Esta idea se encuentra en el Ensayo sobre el derecho de propiedad territorial, de Ogilvie, primera parte, sección III, párrafos 38 y 39. Los razonamientos de ese autor son harto plausibles, si bien se hallan lejos de ir hasta las raíces del mal.
Podrá interesar a muchos lectores una cita de las autoridades que atacan abiertamente el sistema de propiedad privada, si es que tal cita constituye un método correcto de discusión. La más conocida de esas autoridades es Platón, en su tratado sobre la República. Sus pasos fueron seguidos por Tomás Moro, en su Utopía. Ejemplos de argumentos muy poderosos en el mismo sentido se encuentran en Los viajes de Gulliver, especialmente en la parte IV, capítulo VI. Mably, en su libro De la Législation ha desarrollado ampliamente las ventajas de la igualdad, pero luego abandonó esa idea, desesperado por su creencia en la incorregible depravación del hombre. Wallace, el contemporáneo y antagonista de Hume, en su tratado titulado Diversas perspectivas de la Naturaleza, la Humanidad y la Providencia, abunda en elogios acerca del sistema igualitario, pero también lo abandona luego, por temor a que la tierra llegue a poblarse con exceso ... Los grandes ejemplos de autoridad práctica los constituyen Creta, Esparta, Perú y Paraguay. Fácil sería ampliar indefinidamente esta lista, si agregamos los nombres de los autores que solo incidentalmente se han acercado a una doctrina tan clara y profunda que jamás fue del todo extirpada de las mentes humanas.
Sería trivial afirmar que el sistema de Platón y los de otros precursores se hallan llenos de imperfecciones. Ello más bien refuerza el valor de lo esencial de sus doctrinas, puesto que la evidencia de la verdad que ellas encierran se sobrepuso a los errores y las dificultades que aquellos pensadores no pudieron superar.

[114] Libro V, cap. XVI.

[115] En la segunda y tercera edición: Es la acumulación, etc.

[116] Ogilvie, parte I, secc. III, pag. 35.

[117] Mandeville, Fábula de las abejas. En la segunda y tercera edición: No es fácil, sin embargo, determinar si defiende seriamente o sólo irónicamente el actual sistema social ... Ningún autor ha expuesto en términos más vigorosos la enormidad de las injusticias vigentes ...

[118] Coventry, en un tratado titulado: Philemon to Hydaspes; Hume, Essays, parte II, ensayo II.

[119] En la segunda y tercera edición: Nada, quizás, puede, etc.

[120] En la segunda y en la tercera edición: ... el matrimonio, tal cual es hoy comprendido, es un monopolio y el peor de los monopolios.

[121] En la segunda edición: La abolición del matrimonio, tal como se practica actualmente. no traerá males. En la tercera edición: La abolición del actual sistema de matrimonio no ha de producir males. El estudio de la cooperación, de la convivencia y del matrimonio es atemperado en las últimas ediciones, en cuanto a la energía del lenguaje empleado. En la tercera edición esos temas son relegados a un apéndice.

[122] Libro VI, cap. VIII.

[123] Capítulo V, parte II.

[124] La riqueza de las Naciones, de Adam Smith, libro I, cap. I.

[125] En la segunda y la tercera edición: simplificación.

[126] El capítulo VII, De la objeción basada en el principio de población, es omitido, pues, aparte de ser excesivamente conjetural, ha sido muy superado por las consideraciones más cuidadosas de Malthus y por las de sus discípulos e impugnadores, incluso el mismo Godwin. Acerca de la especulación sobre la inmortalidad corporal que contiene este capítulo, que los adversarios de Godwin han citado a menudo para probar que éste no era más que un absurdo utopista, dice nuestro autor: Cuanto va a continuación debe considerarse en cierto modo como una desviación hacia el campo de la conjetura. Si fuera falso, quedaría igualmente inexpugnable el gran sistema, del cual esta especulación es accesoria, sistema basado en el sólido fundamento de la razón. Si lo que aquí proponemos no constituye un remedio (para el problema de la población) no se deduce que tal remedio no exista. Este gran objeto de la investigación queda abierto, por deficientes que sean las sugestiones que aquí ofrecemos.

[127] Libro V, cap. III.

[128] Addison: Cato, acto IX.

[129] Libro II, cap. III.

[130] Una nota en la tercera edición agrega a este párrafo (un tanto alterado en dicha edición): En prensa este pliego, recibo la noticia del fallecimiento de Burke, cuya figura evocaba principalmente el autor mientras trazaba las precedentes frases. En todo aquello que más califica al talento, no lo creo inferior a ninguno de los hombres más excelsos que han honrado la faz de la tierra y le encuentro pocos iguales en la larga lista de genios que ha producido la humanidad. Su principal defecto consistió en lo siguiente: la falsa valoración de los objetos dignos de nuestra estima, que es propia de la aristocracia entre la cual vivió, y que, por cierto, subestimó su talento, llegando a afectar en cierto grado su propio espíritu. Por eso carrió tras la riqueza y la ostentación, en lugar de cultivar la sencillez y la independencia. Se enredó en una mezquina combinación con hombres políticos, en lugar de reservar su magnífico talento para el servicio de la humanidad y la perfección del pensamiento. Nos ha dejado, desgraciadamente, un destacado ejemplo del poder que tiene un corrompido sistema de gobierno, en el sentido de minar y desviar de su genuino objetivo las facultades más nobles que se hayan ofrecido a la consideración de los hombres.


Recuperado el 2 de agosto de 2016 desde www.antorcha.net
Título original: Enquiry Concerning Political Justice and its Influence on Morals and Happiness. La presente edición no cuenta con ciertos capítulos de acuerdo a la descripción dada por Biblioteca Virtual Antorcha en la presentación.