Nota editorial

Esta edición digital se basa en la que en su día hizo la Fundación Anselmo Lorenzo: William Godwin, De la impostura política, FAL, Madrid, 1993 (Colección Cuadernos Libertarios). Sin embargo, una vez transcrito el texto original (presentación de Llorens, artículos de Abad de Santillán y Hem Day y los tres primeros capítulos de la antología), nos pareció buena idea añadir algún capítulo más y aprovechar una serie de artículos de especialistas que circulan por internet para profundizar en el estudio de esta muestra fundamental del anarquismo filosófico. Quizás sirva este esfuerzo para animar a las compañeras a leer a este clásico del anarquismo y, por otra parte, a que alguna de las editoriales libertarias se atreva a editar, completa, esta joya del siglo XVIII.

LA CONGREGACIÓN.

Presentación

Aunque suele considerarse a William Godwin como el primero de los principales teóricos anarquistas y a su obra Investigación acerca de la Justicia Política como el primer texto en el que decididamente se plantea la necesidad de disolución del Estado como condición para la existencia de una sociedad libre, poco es el conocimiento profundo que se tiene del autor, y escasos son los lectores de su obra.

Tras el inusitado éxito que tuvo la publicación originaria de Investigación... en 1793, especialmente entre los medios intelectuales británicos, pronto fue olvidado su autor y el mismo libro. Posteriormente, aunque puede rastrearse la influencia del pensamiento de Godwin en la corriente liberal y federalista anglosajona (Paine, Jefferson, Madison...), hoy también poco recordada, lo cierto es que el librepensador y escritor inglés quedó sepultado bajo la losa del olvido y la marginación.

Pero si William Godwin resulta una figura central como precursor del pensamiento libertario, no lo es menos, asimismo, para el romanticismo. La función que cumple Rousseau respecto de la ilustración francesa, la de trascender el ámbito del racionalismo y situarse en el umbral de la nueva estética romántica, ese mismo rol, salvando las diferencias, lo desempeña Godwin en el ámbito anglosajón.

En efecto, Rousseau adelanta el romanticismo con su novela La nueva Eloísa, mientras Godwin hace lo propio con la suya Caleb Williams, antecesora de la llamada novela gótica y la policiaca. Pero los paralelismos entre el pensador inglés y el ginebrino no se quedan aquí. Ambos trascienden el movimiento ilustrado, también, en lo que hace referencia al proyecto político. Rousseau anunciando, de algún modo, el comunismo en El Contrato Social; Godwin, como ya se ha dicho, planteando el anarquismo, dos opciones llamadas a desarrollar un importante papel histórico frente al proyecto político ilustrado y liberal.

En ambos casos, tanto Rousseau como Godwin, se trata de figuras muy complejas y muy interesantes que no admiten el análisis desde un único registro.

A Godwin la vida misma lo colocará en una situación de precursor indirecto, más o menos próximo de otras diversas corrientes. Cierto, además de anunciar el anarquismo y el romanticismo hay que considerar, si bien un tanto en escorzo, a la hora de buscar las raíces contemporáneas del feminismo, que arrancan con la obra Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, que fuera su mujer y la madre de su hija Mary, la cual, con el andar del tiempo, se casaría con el poeta Shelley (que se proclamó directo discípulo de Godwin) y escribiría la conocida novela gótica Frankenstein.

En lo que hace referencia al movimiento libertario hispánico, tampoco la pasión por leer a Godwin parece haberse desbordado nunca, todo y con conocer a la obra y al autor como mera referencia. En España, donde se traducían con celeridad las obras de Bakunin, Kropotkin y Malatesta y eran leídas con avidez, Godwin seguía siendo un desconocido. No tuvo un Pi y Margall que lo tradujera y lo presentara, como le sucedió a P. J. Proudhon, y quienes por aquel entonces traducían en inglés, Pedro Esteve, Ricardo Mella, Tarrida del Mármol o el mismo Fermín Salvochea, no repararon en la obra de Godwin.

Hasta 1945, acabadas la guerra civil y la Segunda Guerra Mundial, no se publicó la edición castellana de Investigación... El movimiento libertario español no pudo, pues, conocer directamente hasta entonces, diezmado, perseguido y exiliado, en plena postguerra y postrevolución, el texto del ilustrado británico que con tantos y tan buenos argumentos planteóla disolución del Estado y la liberación social.

Tardó en aparecer la versión castellana, pero tal vez como compensación se hizo una excelente edición de Investigación... El prólogo corrió a cargo de Diego Abad de Santillán y la traducción se debió al argentino Jacobo Prince. El formato fue considerable (23 X 16) y muy buena la calidad del papel y la impresión, todo ello gracias al buen hacer de ediciones Americalee, de Buenos Aires. De hecho, hasta la llegada de las juntas militares de los años setenta, las mejores ediciones de textos libertarios en castellano se hicieron en la Argentina y algún día habría que ponderar y rescatar los fondos de Americalee, Reconstruir y Proyección.

Investigación..., empezó entonces a circular entre los medios libertarios españoles del exilio y fue así como quien quiso pudo iniciar el estudio de la obra del pensador ilustrado británico que consiguió racionalmente plantear la necesaria y deseable disolución del Estado y de todas las formas de coerción, lo cual había de redundar en provecho de la vida social libre. Impresionado por la impecable argumentación de William Godwin, el anarquista español exiliado en México, Benjamín Cano Ruiz (La Unión, Murcia, 1908- México, 1988) hizo el primer estudio en detalle dentro de las letras libertarias hispánicas, de Godwin y su obra, y sigue siendo el único hasta la fecha. Se trata del libro W. Godwin. Su vida y su obra, Ediciones Ideas, México, 1972.

En 1986 las ediciones Júcar, de Gijón, hicieron una edición facsímil de la de Americalee, sólo que reduciéndola a tamaño de bolsillo, con lo cual la lectura se hace muy trabajosa. En nuestra colección de «Cuadernos Libertarios», en la que nos proponemos difundir textos representativos e interesantes referentes al pensamiento y la historia del movimiento libertario, hemos querido detenernos en la primera gran obra de teoría política libertaria seleccionando tres capítulos completos de Investigación... a modo de breve antología. Asimismo, van como prólogo o introducción dos interesantes textos: el ya aludido prólogo de Santillán y un artículo debido a la pluma del anarquista belga Hem Day y que en su versión castellana fue publicado por la revista Tierra y Libertad de México, en dos entregas, en sus números de mayo y julio de 1964. Como cierre se ofrece una breve selección bibliográfica que confiamos resulte útil a quienes quieran prolongar el estudio y análisis de la figura y obra de William Godwin. En ello se cifra la ilusión de los editores del presente folleto.

IGNACIO DE LLORENS.

William Godwin y su obra acerca de la justicia política

Ni el nombre ni la obra de William Godwin merecen el olvido relativo en que han caído poco después de su éxito clamoroso a fines del siglo XVIII. «Lo que fueron las Reflections de Burke para las clases superiores, los Rights of Man de Paine para las masas, eso fue la Enquiry Concerning of Political Justice de Godwin para los intelectuales. Godwin despertó una mañana, repentinamente, como el más famoso filósofo social de su tiempo», así escribió Max Beer en A History of British Socialism (vol. I, pág. 114, Londres, 1921).

«Ninguna obra en nuestro tiempo —escribió Hazlitt en The Spirit of the Age— dio tal impulso al espíritu filosófico en el país».

Lindsay Rogers escribió: «Efectivamente, juzgada por su efecto inmediato, la Political Justice merece figurar junto al Emilio de Rousseau y a la Areopagítica de Milton» (prefacio a la edición abreviada americana de 1926).

Podríamos multiplicar los testimonios de autores contemporáneos de Godwin y de investigaciones posteriores. Coleridge, Southey, Wordsworth fueron profundamente impresionados por la gran obra sobre la justicia. «Ningún pensador contemporáneo ha negado el imperio de Godwin sobre el espíritu de Shelley» —dice Brailsford en su libro Shelley, Godwin and Their Circle—. Y Mark Twain ha acuñado esta frase bien suya: «El infiel Shelley habría podido declarar que era menos una obra de Dios que de Godwin». Los primeros tres actos de Prometheus Unbound, de Shelley, no son más que una traducción artística magnífica de la Political Justice; alguien ha dicho que es el mineral de Godwin convertido allí en oro fino. Queen Mab no sería comprensible sin tener presente la misma obra. Toda la aspiración profética del gran poeta inglés tiene su cimiento en las páginas de ese filósofo a quien se quiso olvidar por mera reacción política hostil. Las huellas de Godwin se perciben fácilmente en los libros de Lambeth, y cuando se lee con atención The Borderer y Guilt and Sorrow, de Wordsworth, el lector no puede menos de comprobar la influencia de la argumentación de la Political Justice. El propio Coleridge, que en cierta ocasión se permitió algunas palabras despectivas sobre Godwin, escribió al margen de su ejemplar de ese libro: «Recuerdo pocos pasajes de autores antiguos o modernos que contengan una filosofía más justa, en dicción más adecuada, casta y bella que las finas páginas que sigue. Atestiguan igual honor para la cabeza que para el corazón de Godwin. Aunque le ataqué en el cenit de su reputación, siento todavía remordimientos por haber hablado inamistosamente de tal hombre».

El socialismo inglés tomó luego otros rumbos, hasta llegar al laborismo y al tradeunionismo contemporáneos, aunque no se le ha visto renegar, como en otros países, de libertad y de ideal de la justicia social. Pero Godwin no ha desaparecido nunca por completo de la tradición social británica, y da la impresión de que revive en William Thompson (1785-1844), un irlandés, cuyo libro An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth most conducives to Human Happiness, Applied to the newly proposed System of Voluntary Equality of Wealth (Londres, 1824) destruyó los sofismas de la propiedad con la misma lógica que Godwin empleó para demoler los sofismas del estatismo. También habría que mencionar como continuadores a John Gray y a Thomas Hodgskin.

¡Quién sabe hasta qué punto habrán podido repercutir los razonamientos de Godwin en un Herbert Spencer, antisocialista, pero que habla del derecho de ignorar el Estado (1850), en John Stuart Mill, cuando escribió el ensayo On Liberty (1859), y hasta en las críticas agudas al aparato gubernamental que hace Charles Dickens en la novela Little Dorrit (1855-57)!

Nació William Godwin el 3 de marzo de 1756 en Wisbech, Cambridgeshire, el séptimo de los hijos del sacerdote disidente de aquella comunidad. Fue educado en una severa tradición calvinista y, después de hacer sus estudios en Londres, fue pastor presbiteriano y predicó durante cinco años en Hertfordshire y Suffolk. Gran lector de los filósofos franceses y hombre reflexivo, vio decaer poco a poco en sí mismo su fe en los credos ortodoxos. Reconoce que debió mucho a la inspiración de D´Holbach, autor del Système de la Nature, a los escritos de Rousseau, de Helvétius, y que llegó a considerar la forma monárquica de gobierno como fundamentalmente corrompida gracias a los escritos políticos de Jonathan Swift y a los historiadores romanos. Abandonó en consecuencia su carrera eclesiástica y comenzó a expresar opiniones cada vez más liberales en política y en religión y llegó a una concepción republicana propia. Los acontecimientos que se desarrollaban por entonces en Francia, a partir de julio de 1789, dieron impulso a esa orientación de su pensamiento. Mucho antes de que se pusiese a escribir su obra célebre, de redacción fácil, de lógica admirable, habían madurado en su espíritu sus concepciones sociales. Eso explica la fluidez de su estilo y la contextura de su razonamiento. Las cuartillas iban de la pluma a la imprenta y los retoques de las nuevas ediciones no son en manera alguna modificaciones o alteraciones de su pensamiento central.

Comenzó a escribir la Political Justice en julio de 1791 y en febrero de 1793 vio la ley en dos tomos. En 1791-92 formó parte de un pequeño comité de amigos que hizo posible la publicación de los Rights of Man de Thomas Paine; trabajaba sin parar en su obra, pero no se desinteresaba por eso de contactos sociales contemporáneos avanzados, pensadores y escritores que hoy llamaríamos de izquierda, como aquel grupo que se reunía en casa del editor Johnson, entre ellos: William Blake, Mary Wollstonecraft, Thomas Paine, Holcroft.

La obra vio la luz, como hemos dicho, en febrero de 1793, con el título de An Enquiry concerning Political Justice and its Influence on general Virtue and Happiness. En la segunda edición el título fue modificado así: An Enquiry concerning Political Justice and its influence on Morals and Happiness.

La primera edición consta de dos volúmenes en 4º, de XIII-378 y 379 págs. (prefacio del 29 de octubre de 1795), está retocada en varios lugares importantes y apareció en 1796; la tercera edición es de 1798. La última reimpresión, no del todo completa, apareció en 1842 en Londres, en 12º. Hubo además ediciones fraudulentas, una en Dublín, 1793, otra en Filadelfia, Estados Unidos, en 1796 (XVI-362 y VIII-400 págs.) que reproducen probablemente el texto de la segunda edición.

Se vendieron, a pesar de su alto precio, tres guineas, cuatro mil ejemplares de las ediciones autorizadas. En algunas localidades se formaban asociaciones para comprar y leer el libro; lo leyeron así gentes de todas las clases sociales, burlando la presunción de Pitt, que calculó que la obra de Godwin era demasiado cara para ser peligrosa. Mary Godwin, la hija del filósofo, escribió muchos años después: «He oído decir frecuentemente a mi padre que la Political Justice escapó a la persecución porque apareció en una forma demasiado costosa para la adquisición general. Pitt observó, cuando se discutió la cuestión en el Consejo privado, que un libro de tres guineas no podía causar mucho daño entre aquellos que no podían ahorrar tres chelines».

Después de la publicación de la Political Justice, dio una novela, Caleb Williams (1794), vigorosa, ingeniosa, hábilmente construida, donde sus ideas favoritas son llevadas al terreno de la imaginación para mostrar lo que puede sufrir el pobre bajo las condiciones políticas y jurídicas vigentes y cómo es pervertido el carácter del rico por falsos ideales de honor. Pero las condiciones comenzaron a empeorar para él a causa de la furiosa reacción contra la revolución francesa, que dio la nota en la política británica en lo sucesivo. Francia declaró la guerra a Inglaterra el mes en que aparecía la Political Justice; en 1794, fue suspendida por Pitt la Habeas Corpus Act, y la suspensión duró siete años; toda opinión un tanto disidente de la del gobierno era considerada sediciosa y se procedía de inmediato contra sus gestores. Se estableció una censura rígida; las persecuciones políticas se pusieron a la orden del día, los espías aparecían por todas partes. En 1794, Thomas Hardy, John Horne Tooke, Thomas Holcroft (uno de los amigos más íntimos de Godwin) y otros fueron procesados por alta traición; Thomas Hardy fue deportado a Botany Bay.

Escribió Godwin otras novelas: St. Leon (1799), Fleetwood (1805), Mandeville (1830) y Cloudesley (1830). Es autor de dos tragedias, Antonio (1800) y Faulkener (1807), que resultaron otros tantos fracasos. Escribió una History of the Commonwealth en cuatro volúmenes y una Life of Chaucer. También se dedicó a componer cuentos para niños, con el pseudónimo de Edward Baldwin, para evitar el fracaso a que se exponía con su nombre desde 1800, cuando comenzó a ser mencionado con hostilidad creciente por la propaganda antijacobina, antiguo remedo de la campaña que realizaron las clases conservadoras inglesas contra los soviets rusos desde 1917 y contra los «rojos» españoles desde julio de 1936.

Dio a luz dos colecciones de ensayos, The Enquirer (1797) y Thoughts on Man (publicados en 1831, pero escritos mucho antes), que son interesantes sobre todo para comprobar cómo se mantuvo Godwin fiel a sus puntos de vista políticos, a pesar de los suavizamientos de la expresión.

El hombre que había adquirido una fama repentina tan grande a fines del siglo XVIII, fue excluido en tal forma, desde 1800 especialmente, de la vida pública que en 1811, Shelley, que había leído con entusiasmo su obra, tuvo conocimiento, «con inconcebible emoción», de que Godwin estaba vivo aún.

Las condiciones penosas de su hogar, las dificultades pecuniarias, el vacío que hizo alrededor de su nombre y de su obra la reacción, o su mención hostil, hizo que este hombre, pensador atrevido, pero de ningún modo un hombre de acción, dejase de ejercer en aquel período de la política británica toda la influencia de que era capaz la lógica de sus razonamientos.

En marzo de 1797 se unió en matrimonio con Mary Wollstonecraft, una de las mujeres más interesantes de su época, autora de la obra A Vindication of the Rights of Woman (1792), precursora de los movimientos femeninos del siglo XIX; murió esta mujer en septiembre de 1797, al dar a luz a su hija Mary, la que luego habría de convertirse en esposa del poeta Shelley. Godwin, con su hijita y con una hijastra, se volvió a casar en 1801 con una viuda que tenía también una hija. El nuevo matrimonio no fue feliz y contribuyó a que Godwin quedase aislado de los amigos. Más de una vez fue preciso recoger ayuda para él entre las antiguas amistades. Se vio constreñido a pedir préstamos que no podía devolver y de ahí surgió una leyenda poco favorable para el gran pensador. Pero los que le conocieron de cerca hablan de su generosidad, de su estímulo a los jóvenes que se le acercaban y de la ayuda material que prestaba, cuando podía darla, a quienes la requerían. Entre los jóvenes que le rodearon más tarde, uno de ellos fue Shelley, hombre adinerado, que fue frecuentemente el mecenas generoso del hombre a quien tanto admiraba y que iba a ser su suegro.

Godwin murió en abril de 1836.

La Political Justice fue producida en la pasión suscitada en el mundo por la revolución francesa, aunque las ideas en ella expuestas habían madurado antes en la mente del autor. Edmund Burke había escrito en 1756 A Vindication of Natural Society, un análisis demoledor del estatismo, del gubernamentalismo, similar a los que llevaban a cabo Denis Diderot y Sylvain Maréchal en Francia y Lessing en Alemania. Las ideas antigubernamentalistas de Godwin no eran una manifestación aislada de pensamiento. La revolución francesa, que ha dado margen a tantos progresos, no fue beneficiosa para el desarrollo de la idea de la libertad; con ella surgió la idea de la nación, de la dictadura, del bonapartismo, refuerzos todos de la autoridad central absolutista. El pensamiento de Diderot y de Maréchal, por ejemplo, fue interrumpido como por un cataclismo geológico hasta mediados del siglo XIX, cuando reapareció con Proudhon, y hasta el último tercio de ese siglo, cuando fue reanimado por Eliseo Reclus. Además tuvo efectos reaccionarios en toda una generación de pensadores de los diversos países. De la revolución surgió la reacción en Francia que llevó a Bonald y De Maistre. En Inglaterra, país de vivas tradiciones liberales, Edmund Burke encabezó la reacción de la aristocracia contra la revolución francesa con sus Reflections on the French Revolution (1790). Esta obra de Burke motivó en pocos años no menos de 38 réplicas, según cuenta W.P. Hall en British Radicalism, 1791-1797 (pág. 75, Columbia University Studies, 1912). Una de las primeras fue A Vindication of the Rights of Woman de Mary Wollstonecraft, otra es el brillante panfleto de Thomas Paine, The Rights of Man, aunque la más notable de todas es la Political Justice de Godwin.

En 1791, escribió Godwin en su diario: «Sugerí a Robinson, el librero, la idea de un tratado acerca de los principios políticos y convino en ayudarme a su ejecución. Mi concepción comienza con un sentimiento de las imperfecciones y errores de Montesquieu y con un deseo de producir una obra menos defectuosa. En el primer hervor de mi entusiasmo, mantuve la vana fantasía de “tallar una piedra de la roca” que venciese y aniquilase por su energía inherente y su peso toda oposición y colocase los principios de la política sobre una base inconmovible. Mi primera decisión fue decir todo lo que yo había concebido como verdad, y todo lo que me parecía que era la verdad, confiando que podrían esperarse los mejores resultados de esa manera de obrar».

Paine, aconsejado por William Blake, al ver la luz The Rights of Man en defensa de los principios franceses de libertad, fraternidad e igualdad, cuyo editor fue perseguido, huyó a Francia y luego a los Estados Unidos, donde se convirtió en un campeón de la independencia. Godwin no escribía con el entusiasmo y la fe de Paine en la relación inmediata de un reino milenario; más bien se proponía echar las bases para llegar a él por un progreso gradual, por el camino de la razón y de la educación. Esto, unido al alto precio de la obra, ha evitado al autor la persecución directa y probablemente la deportación.

La Political Justice fue traducida al alemán (primer tomo) en 1803 (publicada por Würzburg) y algunos alemanes, entre ellos Franz Baader, se entusiasmaron con su contenido. Benjamin Constant habla en 1817 de varios comienzos de una traducción francesa, entre ellos de uno propio, pero no se publicó nada. En los Estados Unidos, después de la edición de Filadelfia de 1796, se hizo otra treinta años más tarde, abreviada (New York, 1926, en dos tomos, 8º., XXXIV-455 y 307 págs.), que sirvió de base para esta primera edición castellana.

Max Nettlau[1] resume así el contenido de la obra:

«Godwin considera el estado moral de los individuos y el papel de los gobiernos, y su conclusión es que la influencia de los gobiernos sobre los hombres es, y no puede menos de ser, deletérea, desastrosa... ¿No puede ser el caso —dice en su modo prudente, pero de razonamiento denso— que los grandes males morales que existen, las calamidades que nos oprimen tan lamentablemente, se refieran a sus defectos (los del gobierno) como a una fuente, y que su supresión no pueda ser esperada más que de su enmienda (del gobierno)? No se podría hallar que la tentativa de cambiar la moral de los hombres individualmente y en detalles es una empresa errónea y fútil, y que no se hará efectiva y decididamente más que cuando, por la regeneración de las instituciones políticas, hayamos cambiado sus motivos y producido un cambio en las influencias que obran sobre ellos». Godwin se propone, pues, probar en qué; grado el gubernamentalismo hace desgraciados a los hombres y perjudica su desarrollo moral y se esfuerza por establecer las condiciones de «justicia política» de un estado de justicia social que sería el más apto para hacer a los hombres sociables (morales) y dichosos. Los resultados, que no resumo aquí, son tales y cuales condiciones en propiedad, vida pública, etc., que permiten al individuo la mayor libertad, accesibilidad a los medios de existencia, grado de sociabilidad y de individualización que le conviene, etc., el todo voluntariamente, inmediatamente, si no de un modo gradual, por la educación, el razonamiento, la discusión y la persuasión, y ciertamente no por medidas autoritarias de arriba abajo. Es ese camino el que quería trazar a las revoluciones que se preparan en el género humano. El libro fue enviado por él a la Convención Nacional de Francia, de la que pasó el ejemplar al refugiado alemán profesor Georg Forster, que lo leyó con entusiasmo, pero murió algunos meses después.

»Todavía hoy se siente uno templado por la lectura de Political Justice en el antigubernamentalismo más lógicamente demostrado, pues el gubernamentalismo es disecado hasta la última fibra. El libro fue durante cincuenta años y más un libro de verdadero estudio de los radicales y de muchos socialistas ingleses, y el socialismo inglés le debe su larga independencia del estatismo. Son la tendencia de las ideas de Mazzini, el burguesismo del profesor Huxley, las ambiciones electorales y el profesionalismo de los jefes tradicionalistas, quienes hicieron debilitara mediados del siglo XIX las enseñanzas de Godwin».

Como complemento al análisis anterior, citamos a continuación la síntesis que hace un estudioso de Godwin, Raymond A. Preston (en la introducción a la edición americana de 1926):

«1. El espíritu no es libre, sino plástico, realizado de acuerdo con circunstancias de herencia y ambiente, con resultados seguros, aunque inescrutables. La doctrina del determinismo materialista fue afirmada primero, probablemente, en el espíritu de Godwin por su temprana formación en el calvinismo. Fue reforzada por su conocimiento ulterior de la Enquiry into the Freedom of the Will, de Jonathan Edwards, de Hartley y del Système de la Nature de D’Holbach (1770). Como Locke y Hume, Godwin niega la existencia de “principios e instintos innatos”. Sostiene que las asociaciones y la experiencia pesan mucho más que las influencias de la herencia y del ambiente o que las impresiones prenatales, y en consecuencia sigue a Locke al considerar el goce del mayor número, el summum bonum.

»2. La razón tiene poder ilimitado sobre las emociones; de ahí; que los argumentos, no un llamado a las emociones, y no la fuerza tampoco, sean los motivos más efectivos. Sobre esta doctrina psicológica, derivada en parte de Helvétius y en parte del punto de vista de Locke de que la ley de la razón, a la que todos deben obedecer, es la ley de la naturaleza, se funda la doctrina de Godwin de la educación y del modo de tratar a los delincuentes. En su forma primera, Godwin reduce la justicia de las simpatías y de los afectos humanos y de la fuerza a casi nada. Explica nuestro fracaso frecuente al apelar a la razón pura citando la doctrina de Hartley de las acciones voluntarias e involuntarias. De esta proposición se deduce la condena de Godwin de la resistencia a las leyes existentes como una apelación censurable a la violencia.»

«Puede parecer extraño —escribe la señora Shelley— que en la sinceridad de su corazón alguien crea que no puede coexistir el vicio con la libertad perfecta —pero mi padre lo creía— y era la verdadera base de su sistema, la verdadera clave de bóveda del arco de la justicia, por el cual deseaba entrelazar a toda la familia humana. Hay que recordar, de cualquier manera, que nadie era defensor más enteramente persuadido de que las opiniones debían adelantarse a la acción. Quizá deseaba hasta un grado discutible que no se hiciera nada sino por la mayoría, mientras que buscaba ardientemente por todos los medios que esa mayoría se uniese a la parte mejor».

«3. El hombre es perfectible, esto es, el hombre, aunque incapaz de perfección, es capaz de mejorar indefinidamente. Esta creencia optimista, y sin restricción alguna en el progreso humano, está implicada al menos en Helvétius, en D’Holbach, en Priestley, en Price. Fue magníficamente establecida en forma razonada por Condorcet (Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, 1793), que parece haber tenido una influencia notable en las revisiones que hizo Godwin en la tercera edición de su obra.

»4. Un individuo, a los ojos de la razón, es igual a otro cualquiera. Ese principio democrático es tan viejo al menos como Jesús de Nazaret, más recientemente ha sido establecido en la Declaración de independencia de América, y antes aún había sido promulgado por Helvétius. Godwin se retractó de él más tarde.

«5. La mayor fuerza para la perpetuación de la injusticia está en las instituciones humanas. Los predecesores de Godwin en esta opinión son innumerables. Menciona en su prefacio a Swift y también a Mandeville y a los historiadores latinos (de los cuales puede haber tomado su modelo del estoicismo desapasionado). Price sostiene que el gobierno es un mal y que cuanto menos tengamos de él, tanto mejor, Priestley, Hume y los utilitarios posteriores, pesando los buenos y los malos efectos de la ley, deciden que el balance es contrario a la ley y que la interferencia del gobierno, excepto como un freno donde la libertad personal interfiere con la libertad de los demás, es inconveniente. El derecho abstracto a ser libre conduce a Godwin a sostener el derecho individual a la propiedad privada.

»Godwin repudia la doctrina de Locke, adoptada por Rousseau y seguida por teóricos políticos ingleses y franceses del siglo XVIII (excepto Hume) de que el gobierno está basado en un hipotético contrato social, y sigue a Hume al considerar el gobierno como basado últimamente en la opinión. Excepto en el uso de ciertos argumentos relativos a la educación del Emilio, al parafrasear en parte El Contrato Social sobre los orígenes del gobierno, y al rechazar la teoría del “egoísmo” sostenida por Helvétius, D’Holbach y Mandeville, Godwin no está casi nunca de acuerdo con Rousseau».

Tal es la vinculación intelectual de Godwin con los pensadores contemporáneos o anteriores.

Este primer filósofo del anarquismo, lo repetimos, no era un hombre de acción. La acción antijacobina lo intimidó un poco; no se desdijo de sus ideas, aunque en ediciones sucesivas de su obra mitigó algo las expresiones. Abandonó la propaganda directa, pero no repudió el pensamiento básico de su libro más notable. No se le ahorraron las virulencias personales de sus enemigos, los ataques apasionados, el vocabulario grosero, las desfiguraciones de sus ideas, Malthus intentó razonar en parte contra el sistema de Godwin y le atacó; Godwin refutó la teoría maltusiana (Of Population, 1820).

He aquí una de las rectificaciones: se apartó de la tesis de su Political Justice que exaltaba la razón y minimizaba el efecto de la emoción como guía de la conducta humana. «No sólo se tiene una razón que comprende, sino un corazón que siente» —dijo en The Enquirer—. Sin embargo, aún sigue sosteniendo que es la razón la que nos guía y que la pasión no hace más que reforzar, vigorizar, animar, dar energía a la razón.

En su libro de notas relativas al año 1798, propone escribir un libro titulado First Principles of Morals para corregir ciertos errores de la primera parte de la Political Justice. Dice allí:

«La parte a que aludo es esencialmente defectuosa por el hecho de que no presta una atención adecuada al imperio del sentimiento. Las acciones voluntarias de los hombres están bajo la dirección de sus sentimientos: nada puede tener una tendencia a producir estar acciones, excepto en tanto que esté conectado con ideas de futuro placer o dolor para nosotros o para otros. La razón, hablando exactamente, no tiene el menor grado de poder para poner un miembro cualquiera o una articulación de nuestro cuerpo en movimiento. Su dominio, es una visión práctica, está enteramente confinada a ajustar la comparación entre objetos diferentes del deseo, y a investigar los modos más adecuados para alcanzar esos objetos. Nace de la presunción de su deseabilidad o lo contrario, y no acelera ni retarda la vehemencia de su prosecución, sino que simplemente regula su dirección y señala el camino por el cual debemos avanzar hacia nuestro objetivo.

»Pero todo hombre quiere, por una necesidad de su naturaleza, ser influido por motivos que le son peculiares en tanto que individuo. Como todo hombre quiere saber más de sus parientes e íntimos que de los extraños, así pensará inevitablemente más a menudo, sentirá más agudamente por ellos y estará más ansioso acerca de su bienestar...

»Estoy deseoso de retractarme de las opiniones que he expresado favorables a las doctrinas de Helvétius de la igualdad de los seres intelectuales, tal como han nacido en el mundo, y de suscribir la opinión de que, aunque la educación es un instrumento más poderoso, todavía, existen diferencias de la mayor importancia entre los seres humanos desde el periodo de su nacimiento.

»Estoy tan ansioso de llevar a cabo estas alteraciones y modificaciones porque me darían ocasión para mostrar que ninguna de las conclusiones por cuya causa fue escrito el libro sobre la justicia política son afectadas por ellas».

Esa es la verdad. Ninguna de las conclusiones de la Political Justice es afectada por el curso ulterior del pensamiento político godwiniano. El libro proyectado no llegó a escribirse. Hay que recordar la influencia posible de Mackintosh (1756-1832), de su teoría de los actos morales que, según él, emanan del sentimiento y no de la razón, para comprender el deseo de Godwin de mitigar su posición diametralmente opuesta.

Algún crítico ha expresado que las modificaciones introducidas por Godwin en la segunda edición de su obra significaban una retractación de su pensamiento. Nada más gratuito. Godwin suavizó algunas expresiones, rebajó el tono de algunas frases, pero mantuvo íntegras sus condiciones básicas antigubernamentalistas. Los cambios de la tercera edición son mayores aún, pues algunos capítulos han sido escritos de nuevo, pero no tocó en lo más mínimo la esencia de su doctrina. Quiso ser menos dogmático, menos axiomático para que sus ideas fuesen más aceptables. Pero, a pesar del cambio operado a su alrededor, mantuvo hasta el fin su fe en la naturaleza humana y su adhesión a los principios de la revolución francesa. Su optimismo quedó invariable. En el prefacio de The Enquirer (1797) describe ese nuevo libro como un complemento inductivo de la Political Justice, aunque con espíritu menos agresivo y combativo y con tono más blando. Y en Thoughts on Man sigue meditando en los mismos asuntos y con una inspiración central semejante.

El período histórico que inició en Gran Bretaña la reacción conservadora, aristocrática, contra la revolución francesa, las persecuciones por los tribunales, las deportaciones, inclinaron a muchos hombres a una acción terrorista, y eso, unido al socialismo autoritario que surgía de la Convención y de Babeuf, privaron a Godwin del campo del razonamiento libertario fecundo con que había contado en los tiempos de su concurrencia al salón del editor Johnson. Murió oscuramente, pero su obra quedó como expresión máxima del espíritu de libertad en el pensamiento socialista. Su herencia fue tomada por hombres de otras lenguas y de otras razas y la antorcha no se ha apagado desde entonces, ni siquiera en el período tenebroso de la pesadilla totalitaria que duró una veintena de años. Al aclararse de nuevo el horizonte de Europa y de América, creemos que la lectura de estas páginas no podrá menos de hacer bien a los individuos y a los pueblos como contraveneno eficaz del pecado mortal de la sumisión abyecta a la tiranía del hombre sobre el hombre.

DIEGO ABAD DE SANTILLÁN (Agosto, 1945.)

William Godwin, escritor literario

No pocas rosas han nacido para florecer sin ser vistas y perder su dulce fragancia en el agua del desierto.
Shelley.

¿No es por lo menos paradójico comprobar, cuando se consultan las historias de la literatura inglesa redactadas por autores franceses, que no hay traza alguna de William Godwin como escritor literario?

Sin embargo, más de una veintena de volúmenes, entre los cuales figuran Caleb Williams (o Las cosas como son), Saint Leon (historia del siglo XV) Fleetwood-Mandeville (historia inglesa del siglo XVII), Cloudesley-Isabel Hastings (fábulas antiguas y modernas) atestiguan la importancia de la obra literaria de Godwin traducida al francés.

«Durante su estancia en el país de los Lagos, Shelley entró en relaciones con un hombre cuyo nombre habría resplandecido durante largo tiempo en los círculos literarios y políticos de Inglaterra: William Godwin, el llamado Rousseau inglés», escribió Félix Rabbe en 1887 en su estudio sobre Shelley, su vida y sus obras.

¿Cómo explicar entonces el silencio que se ha hecho alrededor del nombre de William Godwin, después de este panegírico, expresión de la verdad, que muchos comparten aún en nuestros días?

Consultando algunas historias de la literatura inglesa, entre otras, la de Mr. Taine, no salgo de mi asombro al no encontrar en ella la menor traza de la obra de Godwin. Sin embargo, Caleb Williams fue traducida al francés cuando Taine publicó su estudio. Él no podía ignorarla y la cosa es tanto más desconcertantecuando le era imposible hablar del poeta Shelley sin evocar al mismo tiempo a Godwin. Se sabe que la gran compañera del gran poeta fue la hija de este literato, autor de Political Justice, libro que en la época de su aparición hizo gran ruido en Inglaterra en los medios conservadores.

¿Es preciso deducir que el pensamiento de Godwin espantó a los autores de la historia literaria a tal punto que prefieren escamotear el nombre y los escritos de quien vino a anunciar la desaparición de la injusticia y de la ignorancia por medio de una igualitaria y justa distribución de los bienes de la vida?

Es fácil suponerlo pensando que la obra esencial de Godwin se publicó en 1763, es decir, cincuenta años antes de que P. J. Proudhon lanzara a la sociedad esta formidable aserción: «¡La propiedad es un robo!».

Es esta concepción del silencio extrañamente orquestada, yo quisiera señalar la excepción hecha por Mr. Mézières, que, bien al contrario, juzgó el Caleb Williams de Godwin con mucha claridad y vigor en su Historia crítica de la Literatura inglesa.

Pero, ¿cómo comprender que los otros no se dignaran hacer la menor alusión al escritor? Esto es, por lo menos, una manera bien parcial de escribir la historia literaria. Es una falta de honradez elemental, de valor e independencia. ¿Acaso Mr. Taine y sus cómplices hubieran soportado fácilmente que les hicieran eso? Advirtamos, en fin, que la obra de Mr. Taine comprende tres volúmenes de más de seiscientas páginas cada uno, lo que agrava más su caso.

Sin duda alguna que Godwin tenía razón cuando escribía: «En tanto que la humanidad esté dividida en amos y esclavos, las dos partes se corromperán carentes de la verdad saludable».

La Revolución Francesa marcó una etapa, y Raymond Gourg en su estudio sobre Godwin[2] revela el espíritu revolucionario que predominaba en Inglaterra después de 1789. Ya antes J.J. Rousseau había sembrado algo.

«El espíritu revolucionario francés —dice— había penetrado en la literatura inglesa a consecuencia de J.J. Rousseau. Brown, discípulo directo del filósofo francés, en sus apreciaciones sobre los principios y costumbres de aquellos tiempos, había atacado los vicios de todas las clases sociales; John Wesley, en su diario, Hannah More en sus Pensamientos sobre la importancia de las costumbres entre la grandeza, no se recataban de expresar sus deseos de que cesase el abuso de algunas prácticas religiosas.

»Thomas Day, en Sandford y Merton exponía las doctrinas de Emilio, Cowper, en fin, el dulce poeta puritano, había abrazado la causa de la revolución por amor a la humanidad y por aversión a los convencionalismos sociales. Pero ninguno de estos moralistas o poetas reformadores adoptó con más franqueza y amplitud las nuevas doctrinas que William Godwin (1756-1836)».

Pero la omisión del nombre de Godwin, ¿es voluntaria o fortuita? ¿No es, más bien, que se ha querido, siguiendo la costumbre, ocultar con el olvido un escritor y pensador cuyos escritos eran considerados sediciosos? La mojigatería de algunos de estos pobres individuos es explicable. Es el resumen del espíritu puritano de los ingleses que se soliviantan bastante estúpidamente contra los escritos de Godwin. Puede creerse, pues, que el nombre de Godwin, como más tarde el de Proudhon, representaron para aquellas personas el «coco» que les indujo a poner en cuarentena las obras de estos primeros teóricos de la anarquía.

Si se debiera sumar este «olvido» al activo de la ignorancia, sería necesario confesar, entonces, que ésta es profunda en algunos que se jactan de enseñar cosas del mundo literario que conocen mal o no conocen casi nada. Deseo hacer ahora abstracción a lo que se refiere a los escritos filosóficos y sociológicos de Godwin, para no mezclarlos en estas páginas de análisis literario, aunque sea difícil fijar una demarcación completa y precisa para ello. La obra literaria de Godwin está hoy casi completamente sumergida en el olvido. Es verdad que la primera traducción francesa de Caleb Williams se remonta a 1797. Esta dejaba mucho que desear en no pocos puntos, además de haberse suprimido muchos párrafos. Fue en 1846 cuando apareció una nueva traducción, y se reeditó en 1868. De la edición Bordas de 1945, tal vez sería mejor ignorar la adaptación francesa, en la cual sólo se conservaron veinticinco capítulos de los cuarenta de que consta la obra, los quince restantes fueron sacrificados por razones de ¡oportunidad literaria!

Félix Rabbe, en su estudio ya citado, recuerda juiciosamente que «El libro fue para Inglaterra, lo que El Contrato Social de Rousseau había sido para Francia». Toda la juventud de entonces se volvió hacia este nuevo apóstol, que acababa de fundar la filosofía política moderna. Wordsworth, Southey y Coleridge se inspiraron en ella y reconocieron a Godwin como su maestro. Shelley heredó su entusiasmo y hubo de decir que no sintió ni pensó verdaderamente hasta el día que leyó Political Justice.

Se ha escrito que Godwin debe haber sobrevivido a la posteridad en su Caleb Williams. He aquí lo que parece original tanto como inesperado a quien conoce la mala voluntad de los editores para reimprimir la traducción francesa de esta novela. Caleb Williams es la obra literaria más conocida de Godwin y la que ha asegurado al escritor el puesto elevado que ha ocupado entre los novelistas ingleses.

Godwin frisaba los treinta y siete años cuando escribió su notable obra, que con el curso del tiempo reafirmaría su valor en muchos puntos aunque no se puede subestimar la importancia de Investigación acerca de la Justicia Política y su influencia sobre la virtud y la felicidad generales.

Son numerosos los críticos que compararon esta obra con El Contrato Social de J.J. Rousseau. Tal vez no carecían de razón, pues Godwin ha bosquejado en su libro una sociedad ideal, en donde serían eliminadas la injusticia y la opresión gracias a una distribución igual y justa de los bienes de la vida.

Godwin sueña con una sociedad independiente y libre de convencionalismos, de derechos y de privilegios, donde sus miembros no obedecerán, según él, más que a los imperativos de la razón y de la naturaleza.

Se vio entonces, cosa extraordinaria, a toda una juventud entusiasmarse con sus ideas. Poco después, Godwin hacía aparecer Caleb Williams. El pensador, el escritor, el filósofo, iba a radiar aún así más profundamente su reputación y su popularidad. Se afirma que Wordsworth, ferviente admirador de Godwin, escribió a uno de sus amigos que estudiaba derecho que debía abandonar los códigos y los tratados y desdeñar todas esas grandes palabras «que no son más que términos de química». Concluye su misiva con estos consejos, que reflejan un entusiasmo sin límites: «Lee a Godwin, estudia a Godwin; sólo él es inmortal».

Caleb Williams

Esta obra de Godwin fue publicada en Londres en mayo de 1794 y había de engrandecer su reputación ante el gran público. Lo que es bastante extraordinario es que aquellos mismos que se indignaron cuando apareció Political Justice admiran esta vez a Caleb Williams. ¡Curiosos efectos de esta transposición, de la cual Godwin nada esperaba, ya que las ideas generales de Political Justice habían sido transcritas en Caleb Williams! Tal vez este asombroso y nuevo juicio de sus contemporáneos fue debido al hecho de que el escritor ofrecía lo esencial de sus ideas bajo una forma novelesca.

Godwin, cuya ambición intelectual era grande, había manifestado en varias ocasiones el deseo de dar una obra definitiva bajo esta forma imaginaria, donde la aventura estaría combinada con las ideas, a fin de interesar al lector. Su objeto era facilitar la difusión de su pensamiento y hacer penetrar en capas populares las ideas que él consideraba. Esta intención debía realizarla plenamente, lo que confirmaba, por otra parte, esta reflexión: «Yo no escribo más que cuando estoy inspirado. Yo quiero escribir un relato que haga época en el espíritu del lector. ¿Qué haría yo para ser eternamente conocido e influir en el siglo futuro?».

Si para algunos historiadores Godwin permanece ignorado, su Caleb Williams le ha ayudado a conservar su personalidad a pesar de todo lo que se ha tramado contra el hombre. Gracias también a algunos eruditos y sabios que husmearon y exhumaron sus escritos de tarde en tarde, obtuvo la reparación del olvido a que le ha relegado la historia.

Enrique Roussin escribió en 1913 en un estudio sobre W. Godwin que: «los críticos modernos ingleses lo consideran como uno de los dos o tres mejores novelistas de su país».

Después de eso dos guerras mundiales vinieron a trastornar todos los valores humanos y hacer escenario de los idealistas; no obstante, es preciso señalar el hecho curioso de que los servicios de propaganda del gobierno de Gran Bretaña confiaron en 1942, a Harry Roberts, la redacción de un cuaderno titulado Rebeldes y reformadores ingleses. Este redactor no vaciló un momento, no solamente en hacer reproducir el bellísimo retrato de William Godwin, pintado al óleo por James Northcote que se encuentra en la Galería Nacional de Retratos de Londres, sino en invocar incluso el nombre de la obra de Godwin en un capítulo relativo a la «Revolución industrial y las Reformas políticas».

No menos curioso es el hecho de que habiendo transcurrido sólo un año después de la publicación de Political Justice —libro que levantó tempestades de protestas— se produjera lo que es casi incomprensible entre los contemporáneos de Godwin: la aceptación de su Caleb Williams.

Sin embargo, nadie ignoraba lo que era esto, pero la obra novelesca eclipsó el mal sabor de Political Justice, que no tardó en ser relegada; bajo su forma literaria, Caleb Williams permitió a los espíritus pusilánimes acreditar lo que decía Godwin. La crítica tiene estas alternativas bizarras: aprueba o desaprueba el desarrollo de una idea según la decoración que lleva. El texto de Caleb Williams era aceptable, pero no era igual el mismo texto ordenado en una obra seria que no ofrecía escapatoria.

Con un talento notable, donde se mezclan la vivacidad del espíritu y la imaginación desbordante, Godwin relata las aventuras de un joven del pueblo, al cual las circunstancias fortuitas han revelado el secreto del asesinato de su señor.

Esta yuxtaposición de situaciones, entretejidas a las reflexiones que el inteligente y joven personaje hace acerca de Lord Falkland dan la ocasión al autor de señalar la opresión de los pobres por los ricos, frecuentemente deshonestos, ¡lo cual no ha cambiado casi nada hasta nuestros días! Godwin denuncia la imposibilidad de los oprimidos de hacerse entender y hacerse respetar en una sociedad donde todo se concierta contra ellos, donde la fuerza de las armas rige los juicios de una magistratura que se erige en defensora de los explotadores.

Godwin reprueba conjuntamente a los gobernantes, a las leyes penales, a las elecciones a toda esa infernal organización defensora de los intereses de los poderosos que dominan este mundo.

Las razones por las cuales se ha tejido ese telón de silencio sobre Godwin no son extrañas al enjuiciamiento que él hizo contra esa sociedad que denunció con vehemencia como injusta e inhumana en Caleb Williams.

A pesar de la obstrucción sofocante de que fue objeto, Caleb Williams popularizó las teorías sociales expuestas en Political Justice, pero no escapó a la acción de aquellos mismos que tienen la misión de salvaguardar los intereses de los amos y señores que les recompensan por esta tarea lacayuna.

Por otra parte, estos escritos de librea no han menospreciado las intenciones de Godwin, y, pasados los primeros impulsos, resumieron todo lo necesario para hacer sufrir a Caleb Williams la misma suerte que a Political Justice. Pero he aquí la equivocación sobre el alcance de las ideas. No se detiene su proyección en el espacio y en el tiempo. Lo que se trata de encerrar escapa a la primera ocasión.

Tarde o temprano, la idea surge más vivaz, con el riesgo de barrer a quienes querían obstruirle el camino, asesinarla o ponerla al servicio de fines inconfesables. Esta fue la suerte de las ideas de Godwin. Como ya lo expresó Max Nettlau, el libro Political Justice fue la primera obra de teoría anarquista pura. Después de él, Bakunin, Proudhon, Reclus, Malatesta y tantos otros, desarrollaron con fervor y talento la misma teoría.

St. Leon (1799)

Cinco años después de Caleb Williams, Godwin publicó una segunda novela intitulada St. Leon. Puede uno asombrarse que un pensamiento tan racional como el de Godwin se dejara cautivar por este género literario. Puede ser, y esto parece confirmarse por los hechos, que tratara de atenuar el lado demasiado racional de su Caleb Williams, puede ser que sintiera demasiado intensamente la mordacidad de un mundo que no cesaba de atosigarlo.

Premeditación o cálculo, el hecho no nos importa, ¿Hemos de apenarnos porque el hombre se defienda, porque se explique ante las reacciones de esta multitud que le acorrala y trata de llevarle a la desesperación, en una sociedad que se complace en una beata concepción de una vida puritana, absurda e inhumana?

El tema de la novela se resume a un St. Leon, noble francés, en compañía de su mujer, Margarita, modelo de todas las virtudes, gozan de una felicidad conyugal perfecta. Pero un día el hombre se envicia en el juego y se arruina. Un extranjero le confía dos secretos, el de la inmortalidad, gracias a un elixir letal, y el de la transmutación de los metales.

St. Leon espera encontrar con estos medios riqueza ilimitada que le ayudará a remontar la pendiente. ¡Vanas ilusiones! En el camino encuentra multitud de humillaciones que le hunden cada día más.

Puede comprenderse que ciertos criterios no hayan visto en St. Leon más que una sátira contra la riqueza y la desgracia que arrastra consigo la inmortalidad terrestre. Sin embargo, hay algo más profundo en la exposición dramática que confirma la evolución que se precisaba en The Enquirer, obra puente entre Caleb Williams y St. Leon.

Estos «Ensayos» de Godwin revelan las tendencias del escritor hacia una concepción menos intransigente de la vida. Pasada su impetuosidad, Godwin elogia ante todo la educación, la elevación del espíritu «moral», que exalta hasta la virtud. Notemos de paso los reproches de Godwin referentes a la educación militar, que hace del hombre una máquina. «Cuando se gana una batalla —escribe— la verdad y la justicia no triunfan». ¿Se puede lamentar que no sea más explícito sobre el medio de suprimir la guerra? Sin duda; pero este medio está en el hombre mismo.

Godwin se expresa con luminosa claridad en el prefacio de su novela St. Leon fechada el 24 de febrero de 1799:

«Algunos de los lectores de mis obras más serias al leer estos pequeños volúmenes, me acusarán tal vez de inconsecuencia. Efectivamente, los afectos y los sentimientos domésticos, en todas las partes de estas publicaciones, son objeto del más grande elogio, mientras que en Investigación sobre la Justicia Política, no parecen ser casi nada previstos con indulgencia y favor. En respuesta a estas objeciones, todo lo que yo creo necesario responder en este momento es que he buscado vivamente, durante más de cuatro años, la ocasión y la oportunidad de modificar algunos de los primeros capítulos de esta obra conforme a los sentimientos inculcados en esta novela. No es que yo vea razones para cambiar sea lo que esto fuere en el principio de justicia o toda otra idea fundamental del sistema expuesto, sino que yo supongo que los afectos domésticos y privados son inseparables de la naturaleza del hombre y de lo que pudiera llamarse la cultura del corazón. Éstos, yo estoy plenamente convencido de ello, no son incompatibles en manera alguna con un profundo y activo sentimiento de la justicia en aquel que los profesa.

»Es la verdadera prudencia la que nos recomienda los enlaces particulares, pues, gracias a ellos, la vida y la actividad de nuestro espíritu son más completos que en su ausencia. Es mejor que el hombre sea un ser viviente que un zoquete o una piedra. La verdadera virtud aprueba este precepto, porque el objeto de la virtud es la felicidad, y porque el hombre, viviendo en el seno de la familia, tiene muchas ocasiones de conferir a los otros, sin molestar al bien general, una suma de placeres, ligeros sin duda, considerados separadamente, pero no desdeñables en su conjunto. Despertando su sensibilidad, introduciendo alguna armonía en su alma, se puede esperar de estos afectos, si se está dotado de un espíritu viril y amplio, que ellos conduzcan al hombre más atareado a servir a sus semejantes.»

Es, sin duda, la manera de presentar su segunda novela lo que valió al autor ser saludado por su pensamiento más moderador. El Antijacobino de febrero de 1800 esperaba para el porvenir un viraje completo del pensamiento de aquel que había lanzado en Political Justice tantas imprecaciones contra el orden social, la moral establecida y las virtudes familiares.

Esta sinceridad en el diálogo con sus lectores parece que ha sido, una vez más, explotada contra él. Sus enemigos espían tesoneramente sus menores hechos y gestos para abusar de ellos malintencionadamente.

¿Ha sido intención de Godwin rehabilitar la familia al escribir su libro St. Leon? Todo nos lleva a creerlo así. Sería poco correcto encontrar en él otras razones; pero sería necesario entenderse sobre lo que él quiere conceder, pues, en él importa, ante todo, probar la fuerza y necesidad del afecto individual y el valor de los lazos familiares.

La exaltación de la filantropía, de la santa virtud que él se impone a sí mismo, Godwin la explica con una profundidad de análisis poco común: «Pero el afecto natural envuelve el corazón con tantos pliegues y repliegues, hace nacer emociones tan variadas, tan complejas, tan exquisitas, que quien tratara de despojarse de ellas se encontraría con que se despojaba de lo que más merece ser buscado en la vida.»

Sí; estos gritos humanos de un hombre que se atrajo la animadversión y que fue escarnecido por sus contemporáneos; este drama interior doloroso y trágico de consecuencias, Godwin lo vivió plena y conscientemente. ¿Quién de nosotros no lo ha vivido un día, sentido el valor de confesarlo, de explicarlo hasta revisar de nuevo ciertas afirmaciones anteriores, demasiado enteras? No abrumemos con nuestra cobardía a quien determinó afrontar los sarcasmos de los que, ayer aún, le consideraban destinado a los infiernos por haber osado conmover las columnas de la sociedad. ¡Ironías de los hechos...!

«Yo estaba completamente solo en el mundo y separado por una barrera infranqueable de todos los seres de mi especie. Ninguno podía comprenderme, ninguno podía simpatizar conmigo, ninguno podía tener la más vaga idea de lo que pasaba en mi corazón. Yo tenía la facultad del discurso y yo podía dirigir la palabra a mis semejantes; yo podía hablar de todo, salvo de mis propios sentimientos. Es aquí donde está la verdadera soledad y no en la prisión de Bethlen Gabor».

El desaliento de Godwin, descrito en St. Leon, puede ser la eterna reacción del idealismo en lucha con las realidades brutales.

Indudablemente, nada mejor que la parodia de St. Leon, publicada el mismo año bajo el título de Viaje de San Godwin, ha puesto de relieve lo que había expresado Godwin. Si el autor ha intentado ridiculizar estúpidamente el pensamiento godwiniano, solamente ha conseguido hacerle apreciar mejor por los que se han esforzado en comprenderle, y habiéndole comprendido, se han dedicado a enseñarle.

«Godwin había hablado de cosas que nadie podía comprender», se lee en esta parodia. Hubiera sido mejor haber escrito: «de cosas que nadie quería comprender».

Godwin atacó todas las instituciones políticas y todas las reglas morales con el objeto de demoler todos los sistemas que el tiempo y la experiencia habían consagrado.

El que Godwin se decepcionase ante tanta incomprensión nos da la explicación de su viraje, de sus rectificaciones.

Yo he vuelto a encontrar en la tragedia en cinco actos Antonio, que se considera como el canto del cisne en la producción de Godwin, algunas notas que ayudarán al lector a hacerse una idea de esta obra.

Tomo de Raymond Gourg las líneas reveladoras de que Antonio fue «laboriosamente escrito», pero, ¡ay!, «mal acogido» por Kemble, que aceptó de muy mala gana el papel del personaje principal.

Esta tragedia fue creada el 13 de diciembre de 1800. He aquí una síntesis del argumento: En Zaragoza, en el siglo X, una joven llamada Elena, novia de Don Rodrigo, amigo de Antonio, hermano de Elena, se enamora del señor Guzmán, en ausencia del novio. Ya se dibuja la intriga. Antonio tiene arrebatos de ira que le llevan a matar a su hermana. A pesar del carácter extremista de esta situación, la pieza es monótona y carece de interés.

Algunas críticas amistosas como la de Charles Lamb, no pudieron salvar esta tragedia del fiasco más triste, y esto sería para Godwin otro trago amargo.

El London Magazine de aquella época insertó estas líneas:

«La impasibilidad deseada por Kemble que, caprichoso, totalmente inoportuno, paró en seco el comienzo de las manifestaciones de simpatía del auditorio, contribuyó al fracaso de la tragedia».

Tal vez Godwin fue víctima de ese género de cábala bien conocido de los autores dramáticos desafortunados.

Todo parece justificar esta suposición, porque en una correspondencia de Holcroft a Godwin, encontramos algún eco:

«Yo leí el grito de alegría despreciable y ruin del Times. Éste no es Alonso (uno de los principales personajes de la pieza) es William Godwin, que era conducido al banquillo del tribunal, no para ser juzgado, sino para ser condenado... Yo tenía la certeza moral de que si vuestro nombre era solamente balbuceado, vuestra tragedia estaba necesariamente condenada... Kemble lo sabía bien».

Sin embargo, Godwin estimaba Antonio como la mejor de sus obras, y esto es, por lo menos, paradójico.

No se puede olvidar que Godwin tuvo siempre adversarios terribles. No se le han perdonado nunca sus ideas revolucionarias. Muchos hombres librepensadores que tuvieron el valor de denunciar las iniquidades de su época, hubieron de sufrir su inclusión en el índice.

Godwin atraviesa un período penoso después de este fracaso. Declina. Su feliz actividad literaria parece encerrarse en el olvido. El entusiasmo y la gloria no flamean desgraciadamente mucho tiempo en este mundo siempre dispuesto a engolfarse con los astros del día, que a fuerza de publicidad machacona, y muy frecuentemente escandalosa, llegan a mantener su nombre.

Invocando la obra de Godwin, Cloudesley, Raymond Gourg escribe aún estas líneas: «Después de las aventuras en Rusia, el joven Meadows entra al servicio de Lord Danvers, como secretario. Lord Danvers, cuenta sus cuitas a Meadows. Cloudesley se hace cómplice de Lord Danvers sustituyendo un niño muerto al nacer por un niño vivo de Irene, viuda de su hermano. Este niño, desposeído por Lord Danvers, es criado y educado por Cloudesley y resulta lleno de virtudes. Cloudesley se propone dar acceso a su pupilo a sus bienes y honores, y este propósito es favorecido por la desgracia del mismo Lord Danvers, que pierde uno a uno todos sus hijos, como expiación de su crimen. Cloudesley es la pintura del remordimiento, como Mandeville es la personificación del odio».

De todos los escritos literarios de William Godwin, Caleb Williams y St. Leon son considerados como los únicos interesantes. Leslie Stephen comparte esta opinión en un artículo de National Review de 1962, en estos términos: «Si algún crítico se decidiera a estudiar las otras obras de Godwin, temo mucho que sufriría una decepción».

Puede comprenderse este punto de vista, sin participar enteramente de sus aprensiones y pensar, al contrario, que toda la obra literaria de Godwin merece más que nuestra atención.

He aquí la opinión de Benjamin Constant, en sus Mescolanzas de Literatura: «Godwin, el autor de Caleb Williams ha gozado durante algún tiempo, en Inglaterra y en la misma Francia, de una celebridad bastante grande. Sus dos novelas, la que acabo de mencionar y otra titulada St. Leon, se han leído con curiosidad, y han sido traducidas a todas las lenguas. La primera, que es muy superior a la segunda, pinta con mucho vigor y con los colores más sombríos la imposibilidad de ocultar un crimen y la combinación de circunstancias, frecuentemente bizarras, pero casi siempre inevitables, gracias a la cual lo que se cree haber sustraído a todas las miradas aparece súbitamente a la luz del día. La segunda novela, aunque llena de trucos atrevidos e ingeniosos, interesa menos, porque el autor ha introducido en ella lo sobrenatural, lo cual impide inferir la verdad de los caracteres y del conocimiento del corazón humano que, sin esta mescolanza mal entendida de sortilegio y magia, colocarían esta obra en una categoría muy elevada. Como quiera que sea, estas novelas han contribuido menos a la celebridad de Godwin que su tratado sobre la Political Justice».

Para Godwin, y basta referirse a ella en Political Justice, el deber moral está comprendido por entero en la justicia. «Esta nos manda —escribe Godwin— producir todo el bien que esté a nuestro alcance». Justicia y deber están, pues, íntimamente unidos, y aún precisaría agregar la libertad, pues coacción, límite y promesa, no son aceptadas por Godwin. Y llega hasta negar la gratitud y la piedad, frente a la razón de obrar que no puede ser guiada más que por consideraciones de utilidad general. Sin duda rectificaría algo de lo muy absoluto de sus afirmaciones. Y hasta puede ser que Godwin revisara este retroceso por ciertos juicios demasiado estrictos. Esto exigiría un examen profundo, y no entra en el cuadro de nuestras preocupaciones actuales.

Es incuestionable el talento extraordinario de Godwin. Su obra, de una importancia innegable, ha sido un aporte de un raro valor a la literatura inglesa, y es imposible silenciarla a pesar de la oposición de algunos.

Hay en toda la obra literaria de Godwin un llamado incesante hacia la armoniosa esperanza, una ansiedad intensa por una bella realización humana. Que este conjunto de pensamientos haya quedado incomprendido por numerosos individuos, que haya sido objeto de controversias, nada restará a su valor, pero puede afirmarse, cuando menos, que, en sus libros, Godwin se ha esforzado por despertar al mundo de sus lectores a una realidad de más libertad y más dignidad.

El mundo pensador se ha encarnizado deformando sistemáticamente lo esencial, hasta ridiculizando al autor y sus escritos.

El mundo de hoy no es casi nada mejor. Es por esto que Godwin queda como un eterno olvidado en esta sociedad que se complace mucho más glorificando a las estrellas y los astros fugaces.

La vejez de Godwin fue de una tristeza sin par. Un infortunio emocional marca los quince últimos años de su vida. Son los amigos quienes le ayudan con suscripciones. Shelley acudió a él con ayuda generosa. Godwin, que fue toda su vida un trabajador infatigable, no consiguió jamás de sus escritos los beneficios financieros que esperaba.

¿Quién le censurará por haber aceptado, al declinar su existencia, un trabajo asalariado de funcionario? Muchos otros desdeñosos de los gobiernos, aun sin encontrarse en situación verdaderamente apremiante, vacilaron menos que él.

Por mi parte, yo saludo hoy a Godwin. Su pensamiento libertario tan íntimamente mezclado en su obra literaria, nos lo revela como un precursor de las ideas recogidas y desarrolladas con fervor por numerosos teóricos y hombres de acción anarquistas en la segunda mitad del siglo XIX.

HEM DAY.

William Godwin: Breve antología

De la impostura política[3]

Todos los argumentos que se emplean para impugnar la democracia, parten de una misma raíz: la supuesta necesidad del prejuicio y el engaño para reprimir la natural turbulencia de las pasiones humanas. Sin la admisión previa de tal premisa, aquellos argumentos no podrían sostenerse un momento. Nuestra respuesta inmediata y directa podría ser ésta: «¿Son acaso los reyes y señores esencialmente mejores y más juiciosos que sus humildes súbditos? ¿Puede haber alguna base sólida de distinción, excepto lo que se funda en el mérito personal? ¿No son los hombres objetiva y estrictamente iguales, salvo en aquello en que los distinguen sus cualidades particulares e inalterables?». A lo cual nuestros contrincantes podrán replicar a su vez: «Tal sería efectivamente el orden de la razón y de la verdad absoluta, pero la felicidad colectiva requiere el establecimiento de distinciones artificiales. Sin la amenaza y el engaño no podría reprimirse la violencia de las pasiones». Veamos el valor que contiene esta teoría; y lo ilustraremos del mejor modo por un ejemplo.

Muchos teólogos y políticos han reconocido que la doctrina según la cual los hombres serán eternamente atormentados en el otro mundo, a causa de los errores y pecados cometidos en éste, «es absurda e irrazonable en sí misma, pero es necesaria para infundir saludable terror a los hombres». «¿No vemos acaso —dice— que a pesar de tan terribles amenazas el mundo está invadido por el mal? ¿Qué sucedería, pues, si las malas pasiones de los hombres estuvieran libres de sus actuales frenos y si no tuvieran constantemente ante sus ojos la visión de la retribución futura?»

Semejante doctrina se funda en un extraño desconocimiento de las enseñanzas de la historia y de la experiencia, así como de los dictados de la razón. Los antiguos griegos y romanos no conocían nada semejante a ese terrorífico aparato de torturas, de azufre y fuego, «cuya humareda se eleva hasta el infinito». Su religión era menos política que personal. Consideraban a los dioses como protectores del Estado, lo cual les comunicaba invencible coraje. En épocas de calamidad pública, realizaban sacrificios expiatorios, a fin de calmar el enojo de los dioses. Se suponía que la atención de estos seres extraordinarios estaba concentrada en el ceremonial religioso y se preocupaban poco de las virtudes o defectos morales de sus creyentes, cuyos actos eran regulados por la convicción de que su mayor o menor felicidad dependía del grado de virtud contenida en la propia conducta. Si bien su religión comprendía la doctrina de una existencia futura, en cambio atribuía muy poca relación entre la conducta moral de los individuos en su vida presente y la suerte que les reservaba la vida futura. Lo mismo ocurría con las religiones de los persas, los egipcios, los celtas, los judíos y con todas las demás creencias que no proceden del cristianismo. Si tuviéramos que juzgar a esos pueblos de acuerdo con la doctrina arriba indicada, habríamos de suponer que cada uno de sus miembros procuraba degollar a su vecino y que perpetraba horrores sin medida ni remordimiento. En realidad, esos pueblos eran tan amigos del orden de la sociedad y de las leyes del gobierno como aquellos otros cuya imaginación fue horrorizada por las amenazas de la futura retribución, y algunos de ellos fueron más generosos, más decididos y estuvieron más dispuestos al bien público.

Nada puede ser más contrario a una justa estimación de la naturaleza humana que el suponer que mediante esos dogmas especulativos podría lograrse que los hombres fuesen más virtuosos de lo que serían sin la existencia de tales dogmas. Los seres humanos se hallan en medio de un orden de cosas cuyas partes integrantes están estrechamente relacionadas, constituyendo un todo armónico en virtud del cual se hacen inteligibles y asequibles al espíritu. El respeto que yo obtengo y el goce de que disfruto por la conservación de mi existencia, son realidades que mi conciencia capta plenamente. Comprendo el valor de la abundancia, de la libertad, de la verdad, para mí y para mis semejantes. Comprendo que esos bienes y la conducta conforme con ellos se hallan vinculados al sistema del mundo visible y no a la interposición sobrenatural de un invisible demiurgo. Todo cuanto se me diga acerca de un mundo futuro, un mundo extraterreno de espíritus o de cuerpos glorificados, donde los actos son de orden espiritual, donde es preciso someterse a la percepción inmediata, donde el espíritu, condenado a eterna inactividad, será presa de eterno remordimiento y sufrirá los sarcasmos de los demonios, todo cuanto se me diga acerca de ello será tan extraño al orden de cosas del cual tengo conciencia que mi mente tratará en vano de creerlo o de comprenderlo. Si doctrinas de esa índole embargan la conciencia de alguien, no será ciertamente la de los violentos, de los desalmados y los díscolos, sino la de los seres pacíficos y modestos, a quienes inducen a someterse pasivamente al rigor del despotismo y de la injusticia, a fin de que su mansedumbre sea recompensada en el más allá.

Esa observación es igualmente aplicable a cualquier otra forma de engaño colectivo. Las fábulas pueden agradar a nuestra imaginación, pero jamás podrán ocupar el lugar que corresponde al recto juicio y a la razón, como guía de la conducta humana. Veamos ahora otro caso.

Sostiene Rousseau en su tratado del contrato social que «ningún legislador podrá jamás establecer un gran sistema político, sin recurrir a la impostura religiosa. Lograr que un pueblo que aún no ha comprendido los principios de la ciencia política, admita las consecuencias prácticas que de aquéllos se desprenden, equivale a convertir el efecto de la civilización en causa de la misma. Así, pues, el legislador no debe emplear la fuerza ni el raciocinio; deberá, por consiguiente, recurrir a una autoridad de otra especie, que le permita arrastrar a los hombres sin violencia y persuadir sin convencer.»[4]

He ahí los sueños de una imaginación fértil, ocupada en erigir sistemas imaginarios. Para una mente racional, menguados beneficios cabe esperar como consecuencia de sistemas basados en principios tan erróneos. Aterrorizar a los hombres a fin de hacerles aceptar un orden de cosas cuya razón intrínseca son incapaces de comprender, es ciertamente un medio muy extraño de lograr que sean sobrios, juiciosos, intrépidos y felices.

En realidad, ningún gran sistema político fue jamás establecido del modo que Rousseau pretende. Licurgo obtuvo, como aquel observa, la sanción del oráculo de Delfos para la constitución que elaboró. ¿Pero acaso fue mediante una invocación a Apolo como se logró convencer a los espartanos a que renunciasen al uso de la moneda, a que consintieran en un reparto igualitario de las tierras y adoptaran muchas otras leyes contrarias a sus prejuicios? No. Fue apelando a su comprensión, a través de un largo debate en que triunfó la inflexible determinación y el coraje del legislador. Cuando el debate hubo concluido, Licurgo creyó conveniente obtener la sanción del oráculo, considerando que no debía menospreciar medio alguno que permitiera afianzar los beneficios que había otorgado a sus conciudadanos. Es imposible inducir a una colectividad a que adopte un sistema determinado, sin convencer antes a sus miembros de que ello redunda en su beneficio. Difícilmente puede concebirse una sociedad de seres tan torpes que acepten un código sin preguntarse si es justo, sabio o razonable, por el solo motivo de que les haya sido conferido por los dioses. El único modo razonable e infinitamente más eficaz de cambiar las instituciones que rigen un pueblo, es el de crear en el seno del mismo una firme opinión acerca de las insuficiencias y errores que dichas instituciones contienen.

Pero, si fuera realmente imposible inducir a los hombres a que adopten un sistema determinado, empleando como argumento esencial la bondad intrínseca del mismo, ¿a qué otros medios habrá de acudir el que anhele promover el mejoramiento de los hombres? ¿Habrá de enseñarles a razonar de un modo justo o erróneo? ¿Atrofiará su mente con engaños o tratará de inculcarles la verdad? ¿Cuántos y cuán nocivos artificios serán necesarios para lograr engañarlos con éxito? No sólo deberemos detener su raciocinio en el presente, sino que habrá que procurar inhibirlo para siempre. Si los hombres son mantenidos hoy en el buen camino mediante el engaño, ¿qué habrá de suceder mañana, cuando, por intervención de algún factor accidental, el engaño se desvanezca? Los descubrimientos no son siempre el fruto de investigaciones sistemáticas, sino que suelen efectuarse por algún esfuerzo solitario y fortuito o surgir gracias al advenimiento de algún luminoso rayo de razón, en tanto la realidad ambiente permanece inalterada. Si imponemos la mentira desde un principio y luego queremos mantenerla incólume en forma permanente, tendremos que emplear métodos penales, censura de la prensa y una cantidad de mercenarios al servicio de la falsedad y de la impostura. ¡Admirables medios de propagar la virtud y la sabiduría!

Hay otro caso semejante al citado por Rousseau, sobre el cual los escritores políticos suelen hacer hincapié. «La obediencia —dicen— sólo puede ser obtenida por la persuasión o por la fuerza. Debemos aprovechar sabiamente los prejuicios y la ignorancia de los hombres; debemos explotar sus temores para mantener el orden social o bien hacerlo solamente mediante el rigor del castigo. Para evitar la penosa necesidad que esto último significa, debemos investir cuidadosamente a la autoridad de una especie de prestigio mágico. Los ciudadanos deber servir a su patria, no con el frío acatamiento de quien pesa y mide sus deberes, sino con un entusiasmo desbordante que hace de la fidelidad sumisa un equivalente del honor. No debe hablarse con ligereza de los jefes y gobernantes. Ellos deben ser considerados, al margen de su condición individual, como rodeados de una aureola sagrada, la que emana de la función que desempeñan. Se les debe rodear de esplendor y veneración. Es preciso sacar provecho de las debilidades de los hombres. Hay que gobernar su juicio a través de sus sentidos, sin permitir que deriven conclusiones de los vacilantes dictados de una razón inmadura».[5]

Se trata, como puede verse, del mismo argumento bajo otra forma. Tiénese por admitido que la razón es incapaz de enseñarnos el camino del deber. Por consiguiente, se aconseja el empleo de un mecanismo equívoco, que puede usarse igualmente al servicio de la justicia y de la injusticia, pero que estará más en su lugar, indudablemente, sirviendo a la segunda. Pues es la injusticia la que más necesita el apoyo de la superstición y del misterio y la que saldrá ganando con el método impositivo. Esa doctrina parte de la concepción que los jóvenes suelen atribuir a sus padres y maestros. Se basa en la afirmación de que «los hombres deben ser mantenidos en la ignorancia. Si conocieran el vicio, lo amarían demasiado; si experimentaran los encantos del error, no querrán volver jamás a la sencillez y a la verdad». Por extraño que ello parezca, argumentos tan descarados e inconscientes han sido el fundamento de una doctrina que goza de general aceptación. Ella ha inculcado a muchos políticos la creencia de que el pueblo no podrá jamás resurgir con vigor y pureza, una vez que, como suele decirse, haya caído en la decrepitud.

¿Es acaso verdad que no existe alternativa entre la impostura y la coacción implacable? ¿Es que nuestro sentido del deber no contiene estímulos inherentes al mismo? ¿Quién ha de tener más interés en que seamos sobrios y virtuosos que nosotros mismos? Las instituciones políticas, como se ha demostrado ampliamente en el curso de este libro y como se demostrará aún más adelante, han constituido, con harta frecuencia, incitaciones al error y al vicio, bajo mil formas distintas. Sería conveniente que los legisladores, en lugar de inventar nuevos engaños y artificios, con el objeto de llevarnos al cumplimiento de nuestro deber, procuraran eliminar las imposturas que actualmente corrompen los corazones, engendrando al mismo tiempo necesidades ficticias y una miseria real. Habrá menos maldad en un sistema basado en la verdad sin tapujo, que en aquel donde «al final de toda perspectiva se erige una horca» (Reflexiones, de Burke).

¿Para qué habéis de engañarme? Lo que me pedís puede ser justo o puede no serlo. Las razones que justifican vuestra demanda pueden no ser suficientes. Si se trata de razones plausibles, ¿por qué no habrán de ser ellas las que dirijan mi espíritu? ¿Seré acaso mejor cuando sea gobernado por artificios e imposturas carentes en absoluto de valor? ¿O, por el contrario, lo seré cuando mi pensamiento se expanda y vigorice, en contacto permanente con la verdad? Si las razones de lo que demandáis no son suficientes, ¿por qué habría yo de cumplirlo?

Hay motivos de sobra para suponer que las leyes que no se fundamentan en razones equitativas, tienen por objeto beneficiar a unos pocos, en detrimento de la gran mayoría. La impostura política fue creada, sin duda, por aquellos que ansiaban obtener ventajas para ellos mismos y no contribuir al bienestar de la humanidad. Lo que exigís de mí, sólo es justo en tanto que es razonable. ¿Por qué tratáis de persuadirme de que es más justo de lo que es en realidad o de aducir razones que la verdad rechaza? ¿Por qué dividir a los hombres en dos clases, la una con la misión de pensar y razonar y la otra con el deber de acatar ciegamente las conclusiones de la primera? Tal diferenciación es extraña a la naturaleza de las cosas. No existen tantas diferencias naturales entre hombre y hombre, como suele creerse. Las razones que nos inducen a preferir la virtud al vicio no son abstrusas ni complicadas. Cuanto menos se las desvirtúe mediante la arbitraria interferencia de las instituciones políticas, más fácilmente asequibles se harán al entendimiento común y con más eficacia regirán el juicio de todos los hombres.

Aquella distinción no es menos nociva que infundada. Las dos clases que surgen de ella, vienen a ser, respectivamente, superior e inferior al hombre medio. Es esperar demasiado de la clase superior, a la que se confiere un monopolio antinatural, que lo emplee precisamente en bien del conjunto. Es inicuo obligar a la clase inferior a que jamás ejercite su inteligencia, a que jamás trate de penetrar en la esencia de las cosas, acatando siempre engañosas apariencias. Es inicuo que se le prive del conocimiento de la verdad elemental y que se procure perpetuar sus infantiles errores. Vendrá un tiempo en que las ficciones serán disipadas, en que las imposturas de la monarquía y de la aristocracia perderán su fundamento. Sobrevendrán entonces cambios auspiciosos, si difundimos hoy honestamente la verdad, seguros de que el espíritu de los hombres habrá madurado suficientemente para realizar los cambios en relación directa con la comprensión de la teoría que les excita a exigirlos.

De las causas de la guerra[6]

Además de las objeciones que se han opuesto contra el sistema democrático, referentes a su gestión de los asuntos internos de una nación, se han presentado, con especial vehemencia, otras que atañen a las relaciones de un Estado con potencias extranjeras; a las cuestiones de la guerra y de la paz, de los tratados de comercio y de alianza.

Existe ciertamente en ese sentido una gran diferencia entre el sistema democrático y los sistemas que le son opuestos. Difícilmente podrá señalarse una sola guerra en la historia que no haya sido originada de un modo o de otro por una de esas formas de privilegio político que representan la monarquía y la aristocracia. Se trata aquí de un artículo adicional en la enumeración de males que ya hemos citado y que son el resultado de dichos sistemas. Un mal cuya tremenda gravedad sería vano empeño exagerar.

¿Cuáles podrían ser los motivos de conflicto entre Estados en los que ni los individuos ni los grupos tuvieran incentivos para la acumulación de privilegios a costa de sus semejantes? Un pueblo regido por el sistema de la igualdad, hallaría la satisfacción de todas sus necesidades, desde el momento que dispondría de los medios para lograrlo. ¿Con qué objeto habría de ambicionar mayor territorio y riqueza? Éstos perderían su valor por el mismo hecho de convertirse en propiedad común. Nadie puede cultivar más que cierta parcela de tierra. El dinero es signo del valor, pero no constituye un valor en sí. Si cada miembro de la sociedad dispusiera de doble cantidad de dinero, los alimentos y demás medios necesarios a la existencia adquirirían el doble de su valor y la situación relativa de cada individuo sería exactamente la misma que había sido antes. La guerra y la conquista no pueden beneficiar a ninguna comunidad. Su tendencia natural consiste en elevar a unos pocos en detrimento de los demás, y, en consecuencia, no serían emprendidas sino allí donde la gran mayoría es instrumento de una minoría. Pero eso no puede suceder en una democracia, a menos que ésta sólo sea tal de nombre. La guerra de agresión se habría eliminado, si se establecieran métodos adecuados para mantener la forma democrática de gobierno en estado de pureza o si el perfeccionamiento del espíritu y del intelecto humano pudiera hacer prevalecer siempre la verdad sobre la mentira. La aristocracia y la monarquía, en cambio, tienden a la agresión, porque ésta constituye la esencia de su propia naturaleza.[7]

Sin embargo, aunque el espíritu de la democracia sea incompatible con el principio de guerra ofensiva, puede ocurrir que un Estado democrático limite con otro cuyo régimen interior sea mucho menos igualitario. Veamos, pues, cuáles son las supuestas desventajas que resultarían para la democracia en caso de producirse un conflicto. La única especie de guerra que aquella puede consecuentemente aceptar, es la que tuviera por objeto rechazar una invasión brutal. Esas invasiones serán probablemente poco frecuentes. ¿Con qué objeto habría de atacar un Estado corrompido a otro país que no tiene con él ningún rasgo común susceptible de crear un conflicto y cuya propia forma de gobierno constituye la mejor garantía de neutralidad y ausencia de propósitos agresivos? Agréguese que este Estado, que no ofrece provocación alguna, habría de ser, sin embargo, un irreductible adversario para quienes osaran atacarlo, a pesar de ello.

Uno de los principios esenciales de la justicia política es diametralmente opuesto al que patriotas e impostores han propiciado de consuno. «Amad a la patria. Sumergid la existencia personal de los individuos dentro del ser colectivo. Procurad la riqueza, la prosperidad y la gloria de la nación, sacrificando, si fuera menester, el bienestar de los individuos que la integran. Purificad vuestro espíritu de las groseras impresiones de los sentidos, para elevarlo a la contemplación del individuo abstracto, del cual los hombres reales son manifestaciones aisladas que sólo valen según la función que desempeñan en la sociedad».[8]

Las enseñanzas de la razón en este punto llevan a conclusiones totalmente opuestas. La sociedad es un ente abstracto y, como tal, no puede merecer especial consideración. La riqueza, la prosperidad y la gloria del ente colectivo son quimeras absurdas. Utilicemos todos los medios posibles para beneficiar al hombre real en sus diversas manifestaciones, pero no nos dejemos engañar por la especiosa teoría que pretende someternos a un organismo abstracto ante el cual el individuo carece de todo valor. La sociedad no fue creada para alcanzar la gloria ni para suministrar material brillante a los historiadores, sino simplemente para beneficiar a los individuos que la integran. El amor a la patria, estrictamente hablando, es otra de las engañosas ilusiones creadas por los impostores, con el objeto de convertira la multitud en instrumentos ciegos de sus aviesos designios.

Sin embargo, cuidémonos de caer de un extremo en otro. Mucho de lo que generalmente se entiende por amor a la patria, es altamente estimable y meritorio, si bien ha de ser difícil precisar el valor exacto de la expresión. Un hombre sensato jamás dejará de ser partidario de la libertad y la igualdad. Por consiguiente, se esforzará por acudir en su defensa, dondequiera las encuentre. No puede permanecer indiferente cuando está en juego su propia libertad y la de aquellos que lo rodean y a quienes estima. Su adhesión tiene entonces por objeto una causa y no un país determinado. Su patria estará dondequiera que haya hombres capaces de comprender y de afirmar la justicia política. Y donde mejor pueda contribuir a la difusión de ese principio y a servir la causa de la felicidad humana. No habrá de desear para ningún país beneficio superior al de la justicia.

Apliquemos ese punto de vista al problema de la guerra. Pero tratemos de puntualizar antes la exacta significación de este término.

El gobierno fue instituido debido a que los hombres se sentían propensos al mal y temían que la justicia fuera pervertida por individuos sin escrúpulos en beneficio de los mismos. Siendo las naciones susceptibles de caer en idéntica debilidad y no encontrando un árbitro a quien acudir en casos de conflicto, surgió la guerra. Los hombres fueron inducidos a arrebatarse la vida mutuamente y a resolver las controversias que surgían entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y de la justicia, sino según el mayor éxito que cada bando pudiera obtener, en actos de devastación y asesinato. Es indudable que al comienzo se debió eso a los arrebatos de la exasperación y de la ira. Pero más tarde la guerra se convirtió en un oficio. Una parte de la nación paga a la otra con el objeto de que mate o se haga matar en su lugar. Y las causas más triviales, los impulsos más irreflexivos de la ambición han sido a menudo suficientes para inundar de sangre provincias enteras.

No podemos formarnos una idea adecuada del mal de la guerra, sin contemplar, aunque sólo con la imaginación, un campo de batalla. He ahí a hombres que se aniquilan mutuamente por millares, sin albergar resentimientos entre sí y hasta sin conocerse. Una vasta llanura es sembrada de muerte y destrucción en sus variadas formas. Las ciudades son pasto de incendio. Las naves son hundidas o estallan, arrojando miembros humanos en todas direcciones. Los campos quedan arrasados. Mujeres y niños son expuestos a los más brutales atropellos, al hambre y a la desnudez. De más está recordar que, junto con ese horror, que necesariamente ha de producir una subversión total de los conceptos de moralidad y justicia en los actores y espectadores, son inmensas las riquezas que se malgastan, arrancándolas en forma de impuestos a todos los habitantes del país con el objeto de costear tanta destrucción.

Después de contemplar este cuadro, aventurémonos a inquirir cuáles son las justificaciones y las reglas de la guerra.

No constituye una razón justificable la que se expresa diciendo que «suponemos que nuestro propio pueblo se hará más noble y metódico si hallamos un vecino con quien combatir, lo que servirá además de piedra de toque para probar la capacidad y las disposiciones de nuestros conciudadanos».[9] No tenemos derecho a emplear a modo de experimento el más complicado y atroz de todos los males.

Tampoco es justificación suficiente la afirmación de que «hemos sido objeto de numerosas afrentas; déspotas extranjeros se han complacido en humillar a ciudadanos de nuestra querida patria cuando visitaron sus dominios». Los gobiernos deben limitarse a proteger la tranquilidad de quienes residen dentro del radio de su jurisdicción. Pero si los ciudadanos desean visitar países extranjeros, deben hacerlo bajo su propia responsabilidad y confiando en el sentido general de la justicia. Es preciso contemplar, además la proporción que media entre el mal del cual nos quejamos y los males infinitamente mayores que inevitablemente resultarán del remedio que proponemos para combatirlo.

No es razón justificable la afirmación de que «nuestro vecino amenaza o se prepara para agredirnos». Si a nuestra vez nos disponemos a la guerra, el peligro se habrá duplicado. Además, ¿puede creerse que un Estado despótico sea capaz de realizar mayores esfuerzos que un país libre, cuando éste se encuentre ante la necesidad de la indispensable defensa?

En algunas ocasiones se ha considerado como razonamiento justo el siguiente: «No debemos ceder en cuestiones que en sí mismas pueden ser de escaso valor, pues la disposición a ceder incita a plantear nuevas exigencias a la parte contraria».[10]

Muy por el contrario, un pueblo que no está dispuesto a lanzarse a la lucha por cosas insignificantes; que mantiene una línea de conducta de serena justicia y que es capaz de entrar en acción, cuando sea realmente imprescindible, es un pueblo al cual sus vecinos respetarán y no se dispondrán a llevarle hasta los últimos extremos.

«La vindicación del honor nacional» es otro motivo insuficiente para justificar la guerra. El verdadero honor sólo se halla en el derecho a la justicia. Es cosa discutible hasta dónde la reputación personal en asuntos contingentes puede ser un factor decisivo para la regulación de la conducta del individuo. Pero sea cual fuera la opinión que se sustente al respecto, jamás puede considerarse el concepto de reputación colectiva como justificativo de conflictos entre naciones. En casos particulares puede ocurrir que una persona haya sido tan mal comprendida o calumniada que resulten vanos todos los esfuerzos por rehabilitarse ante los demás. Pero esto no puede ocurrir cuando se trata de naciones. La verdadera historia de éstas no puede ser suprimida ni fácilmente alterada. El sentido de utilidad social y de espíritu público se expresan en la forma de relaciones que rigen entre los miembros de una nación, y la influencia que ésta pueda ejercer sobre naciones vecinas depende en gran parte de su régimen interno. La cuestión relativa a las justificaciones de la guerra no ofrecería muchas dificultades si nos habituáramos a que cada término evocara en nuestra mente el objeto preciso que a dicho término corresponda.

Estrictamente hablando, sólo puede haber dos motivos justos de guerra y uno de ellos es prescrito por la lógica de los soberanos y por lo que se ha denominado la ley de las naciones. Nos referimos a la defensa de nuestra propia libertad y de la libertad de otros. Es bien conocida, en ese sentido, la objeción de que ningún pueblo debe interferir en las cuestiones internas de otro pueblo. Debemos ciertamente extrañarnos que máxima tan absurda sea aún mantenida. El principio justo, tras el cual se ha introducido esa máxima errónea, es que ningún pueblo, como ningún individuo, puede merecer la posesión de un bien determinado en tanto no comprenda el valor del mismo y no desee conservarlo. Sería una empresa descabellada la de obligar por la fuerza a un pueblo a ser libre. Pero cuando este pueblo anhela la libertad, la virtud y el deber ordenan ayudarle a conquistarla. Este principio es susceptible de ser tergiversado por individuos ambiciosos e intrigantes. No por eso deja de ser estrictamente justo, pues el mismo motivo que me induce a defender la libertad en mi propio país, es igualmente válido respecto a la libertad de cualquiera otro, dentro de los límites que los hechos y la posibilidad material imponen. Pues la moral que debe gobernar la conducta de los individuos y la de las naciones es sustancialmente la misma.

De la disolución del gobierno[11]

Nos queda por considerar el grado de autoridad que debe establecerse en ese tipo de asamblea nacional que hemos admitido en nuestro sistema. ¿Deberán impartirse órdenes a los miembros de la confederación? ¿O bien será suficiente invitarles a cooperar al bien común, convenciéndoles de la bondad de las medidas propuestas al efecto, mediante la exposición de argumentos y mensajes explicativos? En un principio será preciso acudir a lo primero. Más tarde, bastará emplear el segundo método.[12] El consejo anfictiónico de Grecia no dispuso jamás de otra autoridad que la que emanaba de su significación moral. A medida que vaya desapareciendo el espíritu de partido, que se calme la inquietud pública y que el mecanismo político se vaya simplificando, la voz de la razón se hará escuchar. Un llamamiento dirigido por la asamblea a los distritos, obtendrá la aprobación de todos los ciudadanos, salvo que se tratase de algo tan dudoso que fuera aconsejable promover su fracaso.

Esta observación nos conduce un paso más allá. ¿Por qué no habría de aplicarse la misma distinción entre órdenes y exhortaciones que hemos hecho en el caso de las asambleas nacionales a las asambleas particulares o de los jurados de los diversos distritos? Admitimos que al principio sea preciso cierto grado de autoridad y violencia. Pero esta necesidad no surge de la naturaleza humana, sino de las instituciones por las cuales el hombre fue corrompido. El hombre no es originariamente perverso. No dejaría de atender o de dejarse convencer por las exhortaciones que se le hacen si no estuviera habituado a considerarlas como hipócritas, y si no sospechara que su vecino, su amigo, su gobernante político, cuando dicen preocuparse de sus intereses persiguen en realidad el propio beneficio. Tal es la fatal consecuencia de la complejidad y el misterio en las instituciones políticas. Simplificad el sistema social, según lo reclaman todas las razones, menos las de la ambición y la tiranía. Poned los sencillos dictados de la justicia al alcance de todas las mentes. Eliminad los casos de fe ciega. Toda la especie humana llegará a ser entonces razonable y virtuosa. Será suficiente entonces que los jurados recomienden ciertos modos de resolver los litigios, sin necesidad de usar la prerrogativa de pronunciar fallos. Si tales exhortaciones resultaran ineficaces en determinados casos, el daño que resultaría de ello será siempre de menor magnitud que el que surge de la perpetua violación de la conciencia individual. Pero en verdad no surgirán grandes males, pues donde el imperio de la razón sea universalmente admitido, el delincuente o bien cederá a las exhortaciones de la autoridad o, si se negara a ello, habrá de sentirse tan incómodo bajo la inequívoca desaprobación y observación vigilante del juicio público, que, aun sin sufrir ninguna molestia física, preferirá trasladarse a un régimen más acorde con sus errores.

Probablemente el lector se haya anticipado a la conclusión final que se desprende de las precedentes consideraciones. Si los tribunales dejaran de sentenciar para limitarse a sugerir, si la fuerza fuera gradualmente eliminada y sólo prevaleciera la razón, ¿no hallaremos un día que los propios jurados y las demás instituciones públicas, pueden ser dejados de lado por innecesarios? ¿No será el razonamiento de un hombre sensato tan convincente como el de una docena? La capacidad de un ciudadano para aconsejar a sus vecinos, ¿no será motivo suficiente de notoriedad, sin que se requiera la formalidad de una elección? ¿Habrá acaso muchos vicios que corregir y mucha obstinación que dominar?

He ahí la más espléndida etapa del progreso humano. ¡Con qué deleite ha de mirar hacia adelante todo amigo bien informado de la humanidad, para avizorar el glorioso momento que señala la disolución del gobierno político, el fin de ese bárbaro instrumento de depravación, cuyos infinitos males, incorporados a su propia esencia, sólo pueden eliminarse mediante su completa destrucción!

Efectos generales de la dirección política de las opiniones[13]

Muchos tratadistas sobre cuestiones de derecho político han sido profundamente inspirados por la idea de que es deber esencial del gobierno velar por las costumbres del pueblo. «El gobierno —dicen— hace las veces de una severa madrastra, no el de una madre afectuosa, cuando se limita a castigar rigurosamente los delitos cometidos por sus súbditos, después de haber descuidado en absoluto la enseñanza de los sanos principios que habrían hecho innecesario el castigo. Es deber de magistrados sabios y patriotas observar con atención los sentimientos del pueblo, para alentar los que sean propicios a la virtud y ahogar en germen los que puedan ser causa de ulterior corrupción y desorden. ¿Hasta cuándo se limitará el gobierno a amenazar con su violencia, sin recurrir jamás a la persuasión y a la bondad? ¿Hasta cuándo se ocupará sólo de hechos consumados, descuidando los remedios preventivos?» Estos conceptos han sido en cierto modo reforzados por los últimos adelantos realizados en materia de doctrina política. Se está comprendiendo con más claridad que nunca que el gobierno, lejos de ser un objeto de secundaria importancia, ha sido el principal vehículo de un mal extensivo y permanente para la humanidad. Es lógico, pues, que se piense: «Puesto que el gobierno ha sido capaz de producir tantos males, es posible que también pueda hacer algún bien positivo para los hombres». Estos conceptos, por plausibles y lógicos que parezcan, están, sin embargo, sujetos a muy serias objeciones. Si no nos dejamos impresionar por una ilusión placentera, recordaremos nuevamente los principios sobre los cuales tanto hemos insistido y cuyos fundamentos hemos tratado de probar a través de la presente obra, a saber: que el gobierno es siempre un mal y que es preciso utilizarlo con la mayor parquedad posible. Es incuestionable que las opiniones y las costumbres de los hombres influyen directamente en su bienestar colectivo. Pero de ahí no se sigue necesariamente que el gobierno sea el instrumento más adecuado para conformar las unas y las otras.

Una de las razones que nos llevan a dudar de la capacidad del gobierno para el cumplimiento de tal misión, es la que se sustenta en el concepto que hemos desarrollado acerca de la sociedad considerada como un agente.[14] Podrá admitirse convencionalmente que un conjunto de hombres determinado constituye una individualidad, pero jamás será así en realidad. Los actos que se pretenden realizar en nombre de la sociedad, son en realidad actos cumplidos por tal o cual individuo. Los individuos que usurpan sucesivamente el nombre del conjunto, obran siempre bajo la inhibición de obstáculos que reducen sus verdaderas facultades. Se sienten trabados por los prejuicios, los vicios y las debilidades de colaboradores y subordinados. Después de haber rendido tributo a infinidad de intereses despreciables, sus iniciativas resultan deformadas, abortivas y monstruosas. Por consiguiente, la sociedad no puede ser activa e intrusiva con impunidad, pues sus actos tienen que ser deficientes en sabiduría.

En segundo lugar, esos actos no serán menos deficientes en eficacia que en sabiduría. Se supone que deben tender a mejorar las opiniones y, por tanto, las costumbres de los hombres. Pero las costumbres no son otra cosa que las opiniones en acción. Tal como sea el contenido de la fuente originaria, así serán las corrientes que de ella se alimenten. ¿Sobre qué deben fundarse las opiniones? Sin duda, sobre las nociones del conocimiento, las percepciones y la evidencia. ¿Y acaso tiene la sociedad, en su carácter colectivo, alguna facultad particular para la ilustración del entendimiento? ¿Es que puede administrar por medio de mensajes y exhortaciones algún compuesto o sublimado de la inteligencia de sus miembros, superior en calidad a la inteligencia de cualquiera de ellos? Si así fuera, ¿por qué no escriben las sociedades tratados de moral, de filosofía de la naturaleza o de filosofía del espíritu? ¿Por qué fueron todos los grandes avances del progreso humano fruto de la labor de los individuos?

Si, por consiguiente, la sociedad, considerada como un agente, no posee facultad especial para ilustrar nuestro conocimiento, la verdadera diferencia entre el dictamen de la sociedad y el dictamen de los individuos, debe buscarse en el peso de la autoridad. ¿Pero es la autoridad acaso un instrumento adecuado para la formación de las opiniones y las costumbres de los hombres? Si las leyes fueran medios eficaces para la corrección del error y del vicio, es indudable que nuestro mundo habría llegado a ser el asiento de todas las virtudes. Nada más fácil que ordenar a los hombres que sean buenos, que se amen mutuamente, que practiquen una sinceridad universal y que resistan las tentaciones de la ambición y la avaricia. Pero no basta emitir órdenes para lograr que el carácter de los hombres se modifique, de acuerdo con determinados principios. Tales mandamientos fueron lanzados hace ya miles de años. Y si esos mandamientos se hubieran acompañado con la amenaza de llevar a la horca a todo aquel que no los cumpliera, es harto dudoso que la influencia de esos preceptos fuera mayor de lo que ha sido.

Pero, se responderá: «Las leyes no deben ocuparse de principios generales, sino referirse a hechos concretos para los cuales está prevista su aplicación. Dictaremos leyes suntuarias, limitando los gastos de los ciudadanos en vestidos y alimento. Estableceremos leyes agrarias prohibiéndoles disponer más de cierta renta anual. Ofreceremos premios a los actos de virtud, de benevolencia y de justicia, que habrán de estimularlos». Y después de haber hecho todo eso, ¿cuánto habremos adelantado en nuestro camino? Si los hombres se sienten inclinados a la moderación en los gastos, las leyes suntuarias serán cosa superflua. Si no son inclinados a ella, ¿quién hará cumplir o impedirá la burla de esas leyes? La desgracia consiste, en este caso, en que dichas disposiciones deben ser aplicadas por la misma clase de individuos cuyos actos se trata de reprimir. Si la nación estuviera enteramente contaminada por el vicio, ¿dónde hallaríamos un linaje de magistrados inmunes al contagio? Aun cuando lográramos superar esa dificultad, sería en vano. El vicio es siempre más ingenioso en burlar la ley que la autoridad en descubrir el vicio. Es absurdo creer que pueda ser cumplida una ley que contraríe abiertamente el espíritu y las tendencias de un pueblo. Si la vigilancia fuese apta para descubrir los subterfugios del vicio, los magistrados pertinazmente adheridos al cumplimiento de su deber, probablemente serían destrozados.

Por otra parte, no puede haber nada más opuesto a los principios más racionales de la convivencia humana que el espíritu inquisitorial que tales regulaciones implica. ¿Quién tiene derecho a penetrar en mi casa, a examinar mis gastos y a contar los platos puestos en mi mesa? ¿Quién habrá de descubrir las tretas que pondré en juego para ocultar una renta enorme, en tanto finja disponer de otra sumamente modesta? No es que haya algo realmente injusto o indecoroso en el hecho de que mi vecino juzgue con la mayor libertad mi conducta personal.[15] Pero eso es algo muy distinto de la institución legal de un sistema de pequeño espionaje, donde la observación y censura de mis actos no es libre ni ocasional, sino que constituye el oficio de un hombre, cuya misión consiste en escudriñar permanentemente en la vida de los demás, dependiendo el éxito de su misión de la forma sistemática como la realice; créase así una perpetua lucha entre la implacable inquisición de uno y el astuto ocultamiento de otro. ¿Por qué hacer que un ciudadano se convierta en delator? Si han de invocarse razones de humanidad y de espíritu público, para incitarlo al cumplimiento de su deber, desafiando el resentimiento y la difamación, ¿créese acaso que serán menester leyes suntuarias en una sociedad donde la virtud estuviera tan asentada como para que semejante incitación obtenga éxito? Si en cambio se apela a móviles más bajos e innobles, ¿no serán más peligrosos los vicios que propaguen de ese modo que aquellos otros que se pretende reprimir?

Eso ha de ocurrir especialmente bajo gobiernos que abarquen una gran extensión territorial. En los Estados de extensión reducida, la opinión pública será un instrumento de por sí eficaz. La vigilancia, exenta de malicia, de cada uno sobre la conducta de su vecino, será un freno de irresistible poder. Pero su benéfica eficacia dependerá de que actúe libremente, según las sugestiones espontáneas de la conciencia y las imposiciones de una ley.

De igual modo, cuando se trate de otorgar recompensas, ¿cómo nos pondremos a cubierto del error, de la parcialidad y de la intriga, susceptibles de convertir el medio destinado a fomentar la virtud en un instrumento apto para producir su ruina? Sin considerar que los premios constituyen dudosos alicientes para la generación del bien, siempre expuestos a ser otorgados a la apariencia engañosa, extraviando el juicio por la intromisión de móviles extraños, de vanidad y avaricia.

En realidad, todo ese sistema de castigos y recompensas, se halla en perpetuo conflicto con las leyes de la necesidad y de la naturaleza humana. El espíritu de los hombres será siempre regido por sus propias visiones y sus tendencias. No puede intentarse nada más absurdo que la reversión de esas tendencias por la fuerza de la autoridad. El que pretende apagar un incendio o calmar una tempestad mediante simples órdenes verbales, demuestra ser menos ignorante de las leyes del universo que el que se propone convertir a la templanza y a la virtud a un pueblo corrompido, sólo con agitar a su vista un código de minuciosas prescripciones elaboradas en un gabinete.

La fuerza de este argumento sobre la ineficacia de las leyes, ha sido sentida con frecuencia, llevando a muchos a conclusiones desalentadoras en alto grado. «El carácter de las naciones —se ha dicho— es inalterable, al menos una vez que ha caído en la degradación no puede jamás volver a la pureza. Las leyes son letra muerta cuando las costumbres han llegado a corromperse. En vano tratará el legislador más sabio de reformar a su pueblo, cuando el torrente de vicio y libertinaje ha roto los diques de la moderación. No queda ya ningún medio para restaurar la sobriedad y la frugalidad. Es inútil declamar contra los daños que emanan de las desigualdades de fortuna y del rango, cuando tales desigualdades se han convertido en una institución. Un espíritu generoso aplaudirá los esfuerzos de un Catón o de un Bruto, pero otro más calculador los condenará por haber causado un dolor inútil a un enfermo cuyo deceso era fatal. Del conocimiento de esa realidad derivaron los poetas sus creaciones imaginativas sobre la lejana historia de la humanidad, imbuidos de la convicción de que, una vez que la lujuria ha penetrado en los espíritus, haciendo saltar los resortes de la conciencia, será vano empeño pretender volver a los hombres a la razón y hacerles preferir el trabajo a la molicie». Pero esta conclusión acerca de la ineficacia de las leyes está aún lejos de su real significación.

Otra objeción valedera contra la intervención coercitiva de la sociedad con el fin de imponer el imperio de la virtud, es que tal intervención es absolutamente innecesaria. La virtud, como la verdad, es capaz de ganar su propia batalla. No tiene necesidad de ser alimentada ni protegida por la mano de la autoridad.

Cabe señalar que a ese respecto se ha caído en el mismo error en que se incurriera respecto del comercio y que ha sido ya totalmente rectificado. Durante mucho tiempo fue creencia general que era indispensable la intervención del gobierno, estableciendo aranceles, derechos y monopolios, para que un país pudiera expandir su comercio exterior. Hoy es perfectamente sabido que nunca florece tanto el comercio como cuando se halla libre de la protección de legisladores y ministros y cuando no pretende obligar a un pueblo a pagar caras las mercancías que encuentra en otra parte a menor precio y mejor calidad, sino cuando logra imponerlas en mérito a sus cualidades intrínsecas. Nada es más vano y absurdo que el tratar de alterar mediante una legislación artificiosa las leyes perennes del universo.

El mismo principio que ha demostrado su validez en el caso del comercio, ha contribuido considerablemente al progreso de la investigación intelectual. Antiguamente se creía que la religión debía ser protegida por severas leyes y uno de los primeros deberes de la autoridad era el de impedir la difusión de herejías. Considerábase que entre el error y el vicio existía una relación directa y que era preciso, a fin de evitar que los hombres cayeran en el error, que el rigor de una inflexible autoridad frenara sus extravíos. Algunos autores, cuyas ideas políticas fueron en otro sentido singularmente amplias, llegaron a afirmar que «se debe permitir a los hombres que piensen como quieran, pero no debe permitirse la difusión de ideas perniciosas, del mismo modo que se permite guardar un veneno en una habitación, pero no ponerlo en venta, bajo el rótulo de un cordial».[16] Otros que no se atrevieron, por razones de humanidad, a recomendar la extirpación de las sectas ya arraigadas en un país, aconsejaron seriamente a las autoridades que no dieran cuartel a ninguna otra creencia extravagante que pudiera introducirse en el futuro.[17] Está a punto de tener fin el reinado de tales errores, en lo referente al comercio y a la especulación intelectual. Esperemos que no tarde en ocurrir lo mismo con la pretensión de inculcar la virtud a fuerza de presión gubernativa.

Todo cuanto puede pedirse al gobierno en favor de la moral y de la virtud, es la garantía de un ambiente de amplio y libre desarrollo, donde éstas sean capaces de desplegar su íntima energía. Y quizá también, en el presente, cierto freno inmediato contra aquellos que violentamente tratan de turbar la paz en la sociedad. ¿Quién ha visto jamás que sin la ayuda del poder haya triunfado la mentira? ¿Quién será el insensato que crea que en igualdad de condiciones la verdad puede ser derrotada por la mentira? Hasta ahora se han empleado todos los medios de la coerción y la amenaza para combatir la verdad. ¿Pero acaso no ha progresado, a pesar de todo? ¿Quién dirá que el espíritu del hombre se inclina a aceptar la mentira y a rechazar la verdad, cuando ésta se ofrece con clara evidencia? Cuando ha sido presentada de tal modo, no ha dejado de ir aumentando constantemente el número de sus adeptos. A pesar de la fatal interferencia gubernamental y de las violentas irrupciones de la barbarie que han intentado borrarla de la faz de la tierra, la historia de la ciencia nos habla de los constantes triunfos de la verdad.

Estas consideraciones no son menos aplicables a la moral y a las costumbres de la humanidad. Los hombres obran siempre de acuerdo con lo que estiman más adecuado para su propio interés o para el bien del conjunto. ¿Será posible escamotearles la evidencia de lo mejor y lo más beneficioso? El proceso de transformación de la conducta humana se desarrolla del siguiente modo: La verdad se difunde durante cierto tiempo de un modo imperceptible. Los primeros que abrazan sus principios suelen darse escasa cuenta de las extraordinarias consecuencias que esos principios entrañan. Pero esos principios continúan extendiéndose, se amplían en claridad y evidencia, ensanchando incesantemente el número de sus adeptos. Puesto que el conocimiento de la verdad tiene relación con los intereses materiales de los hombres, enseñándoles que pueden ser mil veces más felices y más libres de lo que son, ella se convierte en irresistible impulso para la acción y terminará por destruir las ligaduras de la especulación.

Nada más absurdo que la opinión que durante tanto tiempo ha prevalecido, según la cual «la justicia y la distribución equitativa de los medios necesarios para la felicidad humana serán siempre los fundamentos más razonables de la sociedad, pero no existe probabilidad alguna de que esta concepción sea llevada a la práctica; que la opresión y la miseria son tóxicos de tal naturaleza que, una vez habituados a sus efectos, no puede prescindirse de ellos; que son tantas las ventajas que el vicio tiene sobre la virtud que, por grande que sea el poder y la sabiduría de la última, jamás prevalecerá sobre los atractivos de la primera.

En tanto denunciamos la inoperancia de las leyes en ese orden de cosas, estamos lejos de pretender desalentar la fe en el progreso social. Nuestro razonamiento tiende, por el contrario, a sugerir métodos más eficaces para promover dicho progreso. La verdad es el único instrumento para la realización de reformas políticas. Estudiémosla y propaguémosla incesantemente y los benéficos resultados serán inevitables. No tratemos en vano de anticipar mediante leyes y reglamentos los futuros dictados de la conciencia pública, sino esperemos con calma que el fruto de la opinión general madure. Cuidémonos de introducir nuevas prácticas políticas y de eliminar las antiguas hasta tanto que la voz pública lo reclame. La tarea que hoy debe absorber por completo la atención de los amigos de la humanidad, es la investigación, la instrucción, la discusión. Vendrá un tiempo en que la labor será de otra índole. Una vez que el error sea completamente develado, caerá en absoluto olvido, sin que ninguno de sus adeptos procure sostenerlo. Tal hubiera sido la realidad de no haber mediado la excesiva impetuosidad e impaciencia de los hombres. Pero las cosas pueden producirse de otro modo. Pueden producirse bruscos cambios políticos que, precipitando la crisis, den lugar a grandes riesgos y conmociones. Hemos de velar para prevenir la catástrofe. Hemos señalado ya que los males de la anarquía serán menos graves de lo que suele creerse. Pero sea cual fuera su magnitud, los amigos de la humanidad no abandonarán jamás, temerosos, sus puestos ante el peligro. Por el contrario, procurarán emplear los conocimientos que surgen de la sociedad para guiar al pueblo por el camino de su dicha.

En cuarto lugar, la intervención de la sociedad organizada con el propósito de influir en las opiniones y las costumbres de los hombres, no sólo es inútil, sino perniciosa. Hemos visto ya que tal intervención es en ciertos aspectos inocua. Pero es necesario establecer una distinción. Ella es impotente cuando se trata de introducir cambios favorables en la convivencia humana. Pero suele ser poderosa en el empeño de prolongar las formas existentes. Esta propiedad de la legislación política es tan importante que podemos atribuirle la mayor parte de las calamidades que el gobierno ha infligido a la humanidad. Cuando las leyes coinciden con los hábitos y tendencias dominantes en el momento en que fueron establecidas, pueden mantener inalterados esos hábitos y tendencias durante siglos enteros. De ahí su carácter doblemente pernicioso.

Para explicar esto mejor, tomemos el caso de las recompensas, tópico favorito de los defensores de una legislación reformada. Se nos ha dicho muchas veces que la virtud y el talento habrán de surgir espontáneamente, siendo uno de los objetos de nuestra constitución política el de asegurarles una adecuada recompensa. Para juzgar acerca del valor de esta proposición, tengamos en cuenta que el discernimiento acerca del mérito es una facultad individual y no social. ¿No es acaso razonable que cada cual juzgue por sí mismo sobre el mérito de su vecino? Tratar de establecer un juicio uniforme en nombre de la comunidad y de mezclar todas las opiniones en una opinión común, constituye una tentativa tan monstruosa que nada bueno puede augurarse de sus consecuencias. Ese juicio único, ¿será justo, sabio, razonable? Dondequiera que el hombre esté habituado a juzgar por sí mismo, donde el mérito apele directamente a la opinión de sus contemporáneos, prescindiendo de la parcialidad de la intervención oficial, existirá un genuino impulso creador, inspirador de grandes obras, animado por los estímulos de una opinión sincera y libre. El juicio de los hombres madurará mediante su ejercicio y el espíritu, siempre despierto y ávido de impresiones, se acercará cada vez más a la verdad. ¿Qué ganaremos, a cambio de todo eso, estableciendo una autoridad a modo de oráculo, al cual el espíritu creador deberá acudir para indagar acerca de las facultades que debe esforzarse en desarrollar y de quien el público recibirá la indicación del juicio que debe pronunciar sobre las obras de sus contemporáneos? ¿Qué pensaremos de una ley del Parlamento que nombrase a determinado individuo presidente del tribunal de la crítica, con la facultad de juzgar en última instancia acerca de los valores de una composición dramática? ¿Y qué razón valedera existe para considerar de otro modo a la autoridad que se atribuyera el derecho de juzgar por todos en materia política y moral?

Nada más fuera de razón que la pretensión de imponer a los hombres una opinión común por los dictados de la autoridad. Una opinión de ese modo inculcada en la mente del pueblo, no es en realidad su opinión. Es sólo un medio que se emplea para impedirle opinar. Siempre que el gobierno pretende librar a los ciudadanos de la molestia de pensar por cuenta propia, el resultado general que se produce es la torpeza y la imbecilidad colectivas. Cuando se introducen conceptos en nuestra mente sin el acompañamiento de la prueba que los hace válidos, no puede decirse que hemos captado la verdad. El espíritu será así despojado de su valor esencial y de su genuina función y por lo tanto perderá todo aquello que le permite alcanzar magníficas creaciones. O bien los hombres resistirán las tentativas de la autoridad para dirigir sus opiniones, en cuyo caso esas tentativas sólo darán lugar a una estéril lucha; o bien se someterán a ellas, siendo entonces las consecuencias mucho más lamentables. Quien delega de algún modo en otros el esfuerzo para formar las propias opiniones y dirigir la propia conducta, dejará de pensar por sí mismo o sus pensamientos se volverán lánguidos e inanimados.

Las leyes pueden instituirse para favorecer la mentira o para favorecer la verdad. En el primer caso, ningún pensador racional alegará nada en apoyo de las mismas. Pero aun cuando el objeto de las leyes sea la defensa de la verdad, sólo habrán de perjudicarla, pues es propio de su íntima naturaleza el perjudicar la finalidad que se proponen alcanzar. Cuando la verdad aparece por sí sola ante nuestro espíritu, la vemos plena de vigor y evidencia; pero cuando viene impuesta por la presión de una autoridad política, su aspecto es flácido y sin vida. La verdad no oficializada, vigoriza y ensancha nuestro conocimiento, pues en tal condición es aceptada sólo en virtud de sus propios atributos. Impuesta por la autoridad, es aceptada con convicción débil y vacilante. En tal caso, las opiniones que sostengo no son en verdad mis opiniones. Las repito como una lección aprendida de memoria, pero no las comprendo realmente ni puedo exponer las razones sobre las cuales se fundamentan. Mi mente es debilitada, en tanto que se pretende vigorizarla. En lugar de habituarme a la firmeza y la independencia, se me enseña a inclinarme ante la autoridad, sin saber por qué. Los individuos de tal modo encadenados son incapaces, estrictamente hablando, de toda virtud. El primer deber del hombre es no admitir ninguna norma de conducta bajo caución de terceros, no realizar nada sin la clara convicción personal de que es justo realizarlo. El que renuncia al libre ejercicio de su entendimiento, respecto a un tópico determinado, no será capaz de ejercerlo ya, vigorosamente, en ningún otro caso. Si procede en algunas ocasiones de un modo justo, será inadvertidamente, por accidente. La conciencia de su degradación lo perseguirá constantemente. Sentirá la ausencia de ese estado de espíritu, de esa intrépida perseverancia y la tranquila autoaprobación, que sólo confiere la independencia de juicio. Esa clase de seres llegan a ser un remedio y una deformación del hombre; sus esfuerzos son pusilánimes y su vigor para realizar sus propósitos es superficial y hueco.

Incapaces de una convicción, nunca podrán distinguir entre la razón y el prejuicio. Pero no es esto lo peor. Aun cuando un fugaz resplandor de la verdad los hiera, no se atreverán jamás a seguirla. ¿Para qué he de investigar, si la autoridad me dice de antemano lo que debo creer y cuál deberá ser el resultado de la investigación? Aun cuando la verdad se insinúe espontáneamente en mi espíritu, estoy obligado, si difiere de la doctrina oficial, a cerrarme ante las sugestiones de aquella y a profesar ruidosamente mi adhesión a los principios que más dudas provocan en mi espíritu. La compulsión puede manifestarse en diversos grados. Pero supongamos que consista sólo en una ligera presión hacia la insinceridad, ¿qué juicio nos merecerá, desde el punto de vista moral e intelectual, semejante procedimiento? ¿Qué pensaremos de un sistema que induce a los hombres a adoptar ciertas opiniones, bajo la promesa de dádivas o que los aparta del examen de la justicia, mediante la amenaza de penas y castigos? Ese sistema no se limita a desalentar permanentemente el espíritu de la gran mayoría humana —a través de los diversos rangos sociales—, sino que procura perpetuarse, aterrorizando o corrompiendo a los pocos individuos que, en medio de la castración general, mantienen su espíritu crítico y su amor al riesgo. Para juzgar cuán perniciosa es su acción, veamos como ejemplo el largo reinado de la tiranía papal a través de la sombría Edad Media, cuando tantas tentativas de oposición fueron suprimidas, antes de la exitosa rebelión de Lutero. Aun hoy, ¿cuántos son los que se atreven a examinar a fondo los fundamentos del cristianismo o del mahometismo, de la monarquía o de la aristocracia, en aquellos países donde aquellas religiones o estos regímenes políticos están establecidos por la ley? Suponiendo que la oposición no se castigara, la investigación no sería aún enteramente imparcial, donde tantas añagazas oficiales se ponen en juego para forzar la decisión en un sentido determinado. A todas estas consideraciones cabe agregar que aquello que en las presentes circunstancias es justo, puede ser erróneo mañana, si las circunstancias resultan otras. Lo justo y lo injusto son fruto de determinado orden de relaciones y éstas se fundan en las respectivas cualidades de los individuos que en ellas intervienen. Cámbiense las cualidades y el orden de relaciones llegará a ser completamente diferente. El trato que he de conceder a mi semejante, depende de mi capacidad y de sus condiciones. Altérese lo uno o lo otro y nuestra situación respectiva habrá cambiado. Me veo obligado actualmente a emplear la coacción con determinado individuo porque no soy lo bastante sabio para corregir con razones su mala conducta. Desde el momento en que me sienta capacitado en ese sentido, emplearé el segundo procedimiento. Quizá sea conveniente que los negros de las Indias Occidentales continúen bajo el régimen de esclavitud, en tanto se les prepare gradualmente para vivir en un régimen de libertad. Es un principio sano y universal de ciencia política que una nación puede considerarse madura para la reforma de su sistema de gobierno cuando ha comprendido las ventajas que encierran dichas reformas y ha manifestado expresamente su deseo de aplicarlas, en cuyo caso deben cumplirse sin dilaciones. Si admitimos este principio, deberemos condenar necesariamente por absurda toda legislación que tenga por objeto mantener inalterado un régimen cuya utilidad ha desaparecido.

Para tener una noción aún más acabada del carácter pernicioso de las instituciones políticas, comparemos en último término explícitamente la naturaleza del espíritu y la naturaleza del gobierno. Es una de las propiedades más incuestionables del espíritu, la de ser susceptible de indefinida perfección. Tendencia inalienable de las instituciones políticas es la de mantener inalterado el orden existente. ¿Es acaso la perfectibilidad del conocimiento un atributo de secundaria importancia? ¿Podemos considerar con frialdad e indiferencia las brillantes promesas que están implícitas en ella para el porvenir de la humanidad? ¿Y cómo habrán de cumplirse esas promesas? Por medio de una labor incesante, de una curiosidad jamás desalentada, de un limitado e infatigable afán de investigación. El principio más valioso que de ello se desprende, es que no podemos permanecer en la inmovilidad, que todo cuanto afecta a la felicidad de la especie humana, libre de toda especie de coerción, ha de estar sujeto a perpetuo cambio; cambio lento, casi imperceptible, pero continuo. Por consiguiente, no puede darse nada más hostil para el bienestar general que una institución cuyo objeto esencial es mantener inalterado determinado sistema de convivencia y de opiniones. Tales instituciones son doblemente perniciosas; en primer lugar, lo que es más importante, porque hacen enormemente laborioso y difícil todo progreso; en segundo lugar, porque trabando violentamente el avance del pensamiento y manteniendo a la sociedad durante cierto tiempo en un estado de estancamiento antinatural, provocan finalmente impetuosos estallidos, los que a su vez causan males que se habrían evitado en un sistema de libertad. Si no hubiera mediado la interferencia de las instituciones políticas, ¿habría sido tan lento el progreso humano en las épocas pasadas, al punto de llevar la desesperación a los espíritus ávidos e ingenuos? Los conocimientos de Grecia y Roma, acerca de los problemas de justicia política eran en algunos aspectos bastante rudimentarios. Sin embargo, han tenido que transcurrir muchos siglos antes de que pudiéramos descubrirlos, pues un sistema de engaños y de castigos ha gravitado constantemente sobre los espíritus, induciendo a los hombres a desconfiar de los más claros veredictos del propio juicio.

La justa conclusión que se deriva de las razones expuestas, no es otra que la ratificación de nuestro principio general de que el gobierno es incapaz de proporcionar beneficios substanciales a la humanidad. Debemos, pues, lamentar, no su inactividad y apatía, sino su peligrosa actividad. Debemos buscar el progreso moral de la especie, no en la multiplicación de las leyes, sino en su derogación. Recordemos que la verdad y la virtud, lo mismo que el comercio, florecerán tanto más cuanto menos se encuentren sometidas a la equívoca protección de la ley y la autoridad. Esta conclusión crecerá en importancia a medida que la relacionemos con los diversos aspectos de la justicia política a que es susceptible de ser aplicada. Cuanto antes la adoptemos en la práctica de las relaciones humanas, antes contribuirá a librarnos de un peso que gravita de un modo intolerable sobre el espíritu y que es en alto grado enemigo de la verdad y el progreso.

De la supresión de las opiniones erróneas en materia de religión y de gobierno[18]

Las mismas ideas que han determinado la creación de instituciones religiosas, han conducido inevitablemente a la necesidad de adoptar medidas para la represión de la herejía. Los mismos argumentos que se aducen para justificar la tutela política de la verdad, deben considerarse válidos para justificar asimismo la persecución política del error. Son argumentos falsos, desde luego, en ambos casos. El error y el engaño son enemigos inconciliables de la virtud; si la autoridad fuera el medio más adecuado para desarmarlos, no sería menester adoptar medidas especiales para ayudar al triunfo de la verdad. Esta proposición, sin duda lógica, tiene, sin embargo, pocos adeptos. Los hombres se inclinan más a abusar de la distribución de premios, que de la inflicción de castigos. No será necesario insistir mucho en la refutación de aquellos argumentos. Su discusión es, sin embargo, principalmente necesaria por razones de método.

Se han alegado diversas consideraciones en defensa del principio de la restricción de las opiniones. Es notoria e incuestionable la importancia que tienen las opiniones de los hombres en la sociedad. ¿No ha de tener, pues, la autoridad política bajo su vigilancia esa fuente de la cual surgen nuestras acciones? Las opiniones pueden ser de tan variada índole como la educación y el temperamento de los individuos que las sustentan; ¿no debe el gobierno ejercer, por consiguiente, una supervisión sobre ellas, con el fin de evitar que provoquen el caos y la violencia? No hay idea, por absurda y contraria que sea a la moral y al bien público, que no logre conseguir adeptos; ¿permitiremos acaso que semejante peligro se extienda sin trabas y que todo mistificador de la verdad tenga libertad para atraer tantos secuaces como sea capaz de engañar? Es en verdad tarea de éxito dudoso la de extirpar mediante la violencia errores ya arraigados; ¿pero no será deber del gobierno evitar el nacimiento del error, impedir su expansión y la introducción de herejías aún desconocidas? Los hombres a quienes se ha encomendado velar por el bien público, que se consideran autorizados para dictar las leyes más adecuadas para la comunidad, ¿pueden tolerar con indiferencia la difusión de ideas perniciosas y extravagantes, que atacan las propias raíces de la moral y del orden establecido? La sencillez de espíritu y la inteligencia no corrompida por sofisticaciones son los rasgos esenciales que exige el florecimiento de la virtud. ¿No debe el gobierno esforzarse en impedir la irrupción de cualidades contrarias a las mencionadas? Por esa razón, los amigos de la justicia moral han visto siempre con horror el progreso de la infidelidad y de la amplitud de principios. Por eso Catón veía con dolor la introducción en su patria de la condescendiente y locuaz filosofía que había corrompido a los griegos.[19]

Tales razonamientos nos sugieren una serie de reflexiones diversas. En primer término, destaquemos el error en que incurrieron Catón y otros personajes respetables, que fueron celosos pero equivocados defensores de la virtud. No es necesaria la ignorancia para que el hombre sea virtuoso. Si así fuera, habríamos de convenir en que la virtud es una impostura y que es nuestro deber librarnos de sus lazos. El cultivo de la inteligencia no corrompe el corazón. El que posea la ciencia de un Newton y el genio de un Shakespeare, no será por eso una mala persona. La falta de conceptos amplios y comprensivos, puede ser motivo de decadencia, con mayor razón que la liberalidad de costumbres. Supongamos que una máquina imperfecta es descompuesta en todas sus piezas, con objeto de proceder a su mejor reconstrucción. Un espectador tímido y no informado se sentirá presa de temor ante la aparente temeridad del artesano y a la vista del montón de ruedas y palancas en confusión; pensará sin duda que el artesano se proponía destruir la máquina, lo que evidentemente sería un grave error. Es así como a menudo las extravagancias aparentes del espíritu suelen ser el preludio de la más alta sabiduría y como los sueños de Ptolomeo son precursores de los descubrimientos de Newton.

El estudio siempre dará resultado favorable. El espíritu nunca perderá su cualidad esencial. Sería más propio sostener que el incesante cultivo de la inteligencia llevará a la locura, antes que afirmar que desembocará en el vicio. En tanto la investigación continúe y la ciencia progrese, nuestro conocimiento aumentará incesantemente. ¿Hemos de saberlo todo acerca del mundo exterior y nada sobre nosotros mismos? ¿Hemos de ser sabios y clarividentes en todas las materias, menos en el conocimiento del hombre? ¿Es el vicio aliado de la sabiduría o de la locura? ¿Puede acaso el hombre progresar en el camino de la sabiduría, sin ahondar en el conocimiento de los principios que le permitan orientar su propia conducta? ¿Es posible que un hombre dotado de claro discernimiento acerca de la acción más noble y justa, la más acorde con la razón, con sus propios intereses y con los intereses de los demás, la más placentera en el instante de cumplirse y la más satisfactoria ante el examen ulterior, se niegue no obstante a realizada? Los sistemas mitológicos, construidos sobre la creencia en dioses y en seres sobrenaturales, contenían en medio de sus errores una enseñanza sana al admitir que el aumento del conocimiento y la sabiduría, lejos de conducir al mal y a la opresión, conducían a la justicia y a la bondad.

En segundo lugar, es una equivocación creer que las diferencias teóricas de opinión podían constituir una amenaza de perturbación para la paz social. Esas diferencias sólo pueden ser peligrosas cuando se arman del poder gubernamental, cuando constituyen partidos que luchan violentamente por el predominio en el Estado, lo que generalmente ocurre en oposición o en apoyo de un credo particular. Allí donde el gobierno es suficientemente sensato como para guardar una rigurosa equidistancia, las más opuestas sectas llegan a convivir en armonía. Los mismos medios que se emplean para preservar el orden son las causas principales de perturbación. Cuando el gobierno no impone leyes opresivas a ningún partido, las controversias se desarrollan en el plano de la razón, sin necesidad de acudir al garrote o a la espada. Pero cuando el propio gobierno enarbola la insignia de una secta, se inicia la guerra religiosa, el mundo se llena de inexpiables querellas y un diluvio de sangre inunda la tierra.

En tercer lugar, la injusticia que significa castigar a los hombres en razón de sus ideas y opiniones, será más comprensible si reflexionamos acerca de la naturaleza del castigo. El castigo constituye una forma de coerción que debe emplearse lo menos posible, limitándolo a los casos en que una urgente necesidad lo justifique. Existe esta necesidad, ante individuos que han probado ser de carácter esencialmente pernicioso para sus semejantes, propensos a reincidir en la ejecución de actos dañinos de naturaleza tal que no sea posible precaverse contra ellos. Pero esto no ocurre en el caso de opiniones erróneas o de falsos argumentos. ¿Que alguien afirma una mentira? Nada más adecuado, pues, que confrontarla con la verdad. ¿Pretende embrollarnos con sofismas? Opóngase la luz de la razón y sus patrañas se disiparán. Hay en este caso una clara línea de orientación. El castigo, que es aplicación de la fuerza, sólo debe ser empleado allí donde la fuerza actuó previamente, en forma ofensiva. En cambio, cuando se trata de afrontar conceptos erróneos o falsos argumentos, sólo hay que acudir a las armas de la razón. No seríamos criaturas racionales si no creyéramos en el triunfo final de la verdad sobre el error.

Para formarnos una idea justa sobre el valor de las leyes punitivas contra la herejía, imaginemos un país suficientemente dotado de tales leyes y consideremos el probable resultado de las mismas. Su objeto, en principio, consiste en impedir que los hombres sustenten determinadas opiniones o, en otras palabras, que piensen de determinada manera. ¿No es ya pretensión absurda la de poner grilletes a la sutilidad del pensamiento? ¿Cuántas veces tratamos en vano de expulsar una idea de nuestra propia mente? Tengamos en cuenta, además, que las amenazas y las prohibiciones sólo sirven para estimular la curiosidad en torno a la cosa prohibida. Se me prohíbe admitir la posibilidad de que Dios no exista, de que los estupendos milagros atribuidos a Moisés o a Cristo jamás tuvieron lugar, de que los dogmas del credo de Anastasio eran erróneos. Debo cerrar los ojos y seguir ciegamente las opiniones políticas y religiosas que mis antepasados creyeron sagradas. ¿Hasta cuándo será esto posible?

Señalemos otra consideración, quizás trivial, pero no menos oportuna para reforzar nuestro punto de vista. Swift ha dicho: «Permítase que los hombres piensen como quieran, pero prohíbase la difusión de ideas perniciosas».[20] A lo cual podría responderse, sencillamente: Os agradecemos la buena voluntad; ¿pero cómo podríais castigar nuestra herejía, aun queriendo hacerlo, si la mantenemos oculta? La pretensión de castigar las ideas es absurda; podemos callar las conclusiones a que nos lleva nuestro pensamiento. Pero el curso mismo del pensar que nos ha llevado a dichas conclusiones, no puede ser suprimido. Pero si los ciudadanos no son castigados por sus ideas, pueden ser castigados por la difusión de las mismas. Eso no es menos absurdo que lo anterior. ¿Con qué razones persuadiréis a cada habitante de la nación a que se convierta en un delator? ¿Cómo convenceréis a mi íntimo amigo, con quien comparto mis más recónditos pensamientos, a que abandone mi compañía para correr ante un magistrado y denunciarme, con el objeto de que se me arroje en la prisión? En los países donde rige semejante sistema, ocurre una guerra permanente. El gobierno trata de inmiscuirse en las más íntimas relaciones humanas y el pueblo procura resistirlo, acudiendo para ese efecto a todas las argucias imaginables.

Pero el argumento más importante que, a nuestro juicio, cabe aducir en este caso, es el siguiente. Supongamos que se aplican todas esas restricciones. ¿Cuál será la suerte del pueblo que ha de sufrirlas? Aun cuando no puedan cumplirse totalmente, en su mayor parte se cumplirán. Aunque el embrión no sea destruido, pueden los obstáculos impedir que se desarrolle normalmente. Las razones que pretenden justificar el establecimiento de un sistema represivo de las opiniones, se suponen inspiradas en la benéfica preocupación de preservar la virtud y evitar la depravación de costumbres. ¿Pero son esos medios adecuados para tal objetivo? Comparemos una nación cuyos ciudadanos, libres de toda presión y amenaza, no temen expresarse ni actuar de acuerdo con los principios que consideran más justos, con otro país donde el pueblo se siente permanentemente cohibido de hablar, de pensar acerca de las más esenciales cuestiones relativas a su propia naturaleza. ¿Puede haber nada más degradante que el espectáculo de ese pánico colectivo? Un pueblo cuyo espíritu es de tal modo deformado, ¿será capaz de grandes acciones o nobles propósitos? ¿Puede la más abyecta de las esclavitudes ser considerada como el estado más perfecto y ajustado a la naturaleza humana?

No está de más recordar aún otro argumento, igualmente valioso. Los gobiernos, lo mismo que los individuos, no son infalibles. Los consejos de los príncipes y los parlamentos de los reinos, están a menudo más expuestos a incurrir en error que el pensador aislado en su gabinete. Pero, dejando a un lado consideraciones de mayor o menor razón, cabe señalar, según se desprende de la experiencia y de la observación de la naturaleza, humana, que consejos y parlamentos están sujetos a cambiar de opinión. ¿Qué forma de religión o de gobierno no ha sido patrocinada alguna vez por una autoridad nacional? Atribuyendo a los gobiernos el derecho de imponer una creencia, les concedemos la facultad de imponer cualquier creencia. ¿Son el paganismo y el cristianismo, las religiones de Mahoma, de Zoroastro y de Confucio, la monarquía y la aristocracia, sistemas igualmente dignos de ser perpetuados entre los hombres? ¿Habremos de admitir que el cambio constituye la mayor desgracia de la humanidad? ¿No tenemos derecho a confiar en el progreso, en el mejoramiento de nuestra especie? ¿Acaso las revoluciones en materia política y las reformas en religión no han traído más beneficios que daños a la humanidad? Todos los argumentos que se aducen en favor de la represión de las herejías, pueden reducirse a la afirmación implícita y monstruosa de que el conocimiento de la verdad y la adopción de justos principios políticos son hechos totalmente indiferentes para el bienestar de la humanidad.

Las razones expuestas contra la represión violenta de las herejías religiosas son válidas en el caso de las herejías políticas. La primera reflexión que hará una persona razonable, será: ¿Qué constitución es esa que no permite jamás que se le considere objeto de examen, cuyas excelencias deben ser constantemente alabadas, sin que sea lícito inquirir en qué consisten? ¿Puede estar en el interés de una sociedad proscribir toda investigación acerca de la justicia de sus leyes? ¿Sólo hemos de ocuparnos de insignificantes cuestiones de orden inmediato, en tanto nos está prohibido indagar si hay algo esencialmente erróneo en los fundamentos de la sociedad? La razón y el buen sentido inducen a pensar mal de un sistema demasiado sagrado para permitir el examen de su contenido. Algún grave defecto debe existir donde se teme la intromisión de un observador curioso. Por otra parte, si cabe dudar de la utilidad de las disputas religiosas, es innegable que la felicidad de los hombres se halla íntimamente ligada al progreso de la ciencia política.

¿Pero no provocarán los demagogos y declamadores la subversión del orden, introduciendo las más espantosas calamidades? ¿Qué régimen habrán de imponer los demagogos? La monarquía y la aristocracia constituyen los más grandes y duraderos males que han afligido a la humanidad. ¿Convencerán aquellos al pueblo de la necesidad de instituir una nueva dinastía de déspotas hereditarios que lo opriman? ¿Les propondrán la creación de un nuevo cuerpo de bandidos feudales para imponer a sus semejantes una bárbara esclavitud? La más persuasiva elocuencia será incapaz de lograr tales designios. Los argumentos de los demagogos no ejercerán influencia apreciable en las opiniones políticas, a menos que tengan por fundamento verdades innegables. Aun cuando el pueblo fuera tan irreflexivo que intentara llevar a la práctica las incitaciones de los demagogos, los males que de ahí pudieran resultar serán insignificantes en relación con los que día a día comete el más frío despotismo. En realidad, el deber del gobierno, en tales casos, es ser moderado y equitativo. La sola fuerza de los argumentos no llevará al pueblo a cometer excesos si no lo empuja a ello la evidencia de la opresión. Los excesos no son nunca fruto de la razón, ni tampoco únicamente del engaño. Son consecuencia de las insensatas tentativas de la autoridad, encaminadas a contrariar y sofocar el buen sentido de la especie humana.

De la difamación[21]

En el examen de la herejía política y religiosa,[22] hemos anticipado algunas consideraciones relacionadas con uno de los principales aspectos de la ley contra los libelos; si los argumentos allí expuestos son válidos, se deducirá de ellos la imposibilidad de castigar en justicia ningún escrito o discurso que se considere agraviante para la religión o el gobierno.

Es difícil establecer una base segura de distinción que permita precisar claramente la naturaleza del libelo. Cuando estoy penetrado por la magnitud de un tema, es imposible que se me diga que sea lógico, pero no elocuente. Ni que trate de comunicar a mis lectores la impresión de que determinadas teorías o instituciones son ridículas, cuando estoy plenamente convencido de que lo son ciertamente. Mejor fuera prohibir que trate el tema en absoluto, que impedirme hacerlo en la forma, a mi juicio, más adecuada a la índole del asunto. Sería en verdad una tiranía harto candorosa la que proscribiera: «Podéis escribir contra las instituciones que defendemos, siempre que lo hagáis en forma estúpida e ineficaz; podéis estudiar e investigar cuanto os plazca, siempre que frenéis vuestro ardor cuando llegue el momento de publicar vuestras conclusiones, tomando especial cuidado en evitar que el público participe de las mismas». Por otra parte, las normas de discriminación al respecto serán siempre arbitrarias y podrán significar un instrumento de persecución y de injusticia en manos de un partido dominante. Ningún razonamiento parecerá lícito, a menos que sea trivial. Si hablo en tono enérgico, se me acusará de incendiario. Si impugno procedimientos censurables, en lenguaje sencillo y familiar, pero mordaz, seré tachado de bufón.

Sería verdaderamente lamentable que la verdad, favorecida por la mayoría y protegida por los poderosos, fuera demasiado débil para afrontar la lucha con la mentira. Es evidente que una proposición que puede sostener la prueba de un atento examen, no requiere el apoyo de leyes penales. La clara y simple evidencia de la verdad prevalecerá sobre la elocuencia y los artificios de sus detractores, siempre que no intervenga la fuerza para decidir la cuestión en algún sentido. El engaño se desvanecerá aunque los amigos de la verdad sean la mitad de lo perspicaces que suelen ser los abogados de la mentira. Es un alegato bien triste el que se expresa de este modo: «somos incapaces de discutir con vosotros; por lo tanto os haremos callar por la fuerza». En tanto los enemigos de la justicia se limiten a lanzar exhortaciones, no hay motivo serio de alarma. Cuando comiencen a emplear la violencia, siempre estaremos a tiempo para contestarles con la fuerza.

Hay, sin embargo, una especie de libelos que requiere una consideración especial. El libelo puede no tener por objeto ilustración alguna en materia política, religiosa o de cualquier otra índole. Su finalidad consistirá, por ejemplo, en lograr la congregación de una gran multitud, como primer paso para la realización de actos de violencia. En general, se considera libelo público todo escrito que pone en tela de juicio la justicia de un sistema establecido. No puede negarse que una severa y desapasionada demostración de la injusticia sobre la cual descansan ciertas instituciones, tiende a producir la destrucción de tales instituciones, no menos que la más alarmante insurrección. No obstante, tengamos en cuenta que escritos y discursos son medios adecuados y convenientes para promover cambios en la sociedad, mientras la violencia y el tumulto son medios equívocos y peligrosos. En el caso de una específica tentativa de insurrección, las fuerzas regulares de la sociedad pueden intervenir legalmente. Esta intervención puede ser de dos tipos. O bien consistirá sólo en la adopción de medidas preventivas destinadas a disolver la multitud insurrecta o en medidas punitivas contra los individuos acusados de atentar contra la paz de la comunidad. La primera de esas formas es aceptable y justa y, en caso de ser prudentemente ejercida, será adecuada para sus fines. La segunda ofrece algunas dificultades. El libelo cuyo confesado propósito es la inmediata provocación de la violencia, es algo muy distinto de una publicación donde las cualidades esenciales de una institución son tratadas con la mayor libertad; por consiguiente han de aplicarse normas distintas para juzgar ambos casos. La mayor dificultad surge aquí del concepto general sobre la naturaleza del castigo, el cual repugna a los principios normativos de la conciencia y cuya práctica, si no puede eliminarse por completo, debe confinarse a los límites más estrechos posibles. El juicio y la experiencia en los casos judiciales han llevado a establecer una distinción precisa entre crímenes que sólo existieron en la intención y los que se han manifestado en actos concretos. En lo que concierne exclusivamente a la necesidad de prevención, los primeros son tan acreedores a la hostilidad social como los últimos. Pero la prueba de las intenciones reposa por lo general sobre circunstancias inciertas y sutiles y los amigos de la justicia se estremecerán ante la idea de fundar un procedimiento sobre base tan dudosa. Puede admitirse que quien ha dicho que todo ciudadano honesto de Londres debe presentarse armado a St. George Field, sólo afirmó algo que creía sinceramente que era lo mejor que debía hacerse. Pero este argumento es de naturaleza general y es aplicable a todo lo que se denomina crimen, no sólo a la exhortación sediciosa en particular.

El que realiza una acción cumple lo que supone lo mejor, y si la paz de la sociedad hace necesario que por eso sufra una coacción, trátase ciertamente de una necesidad de índole muy penosa. Estas consideraciones se basan en el supuesto de que la insurrección es indeseable y que trae más males que beneficios, lo cual indudablemente ocurre con frecuencia, pero que puede no ser siempre cierto. Nunca se recordará demasiado que en ningún caso existe el derecho a ser injusto, a castigar una acción meritoria. Todo gobierno, como todo individuo, debe seguir sus propias nociones de la justicia, bajo riesgo de equivocarse, de ser injusto y, por consiguiente, pernicioso.[23] Estos conceptos sobre incitaciones a la sublevación son aplicables, con ligeras variantes, a las cartas injuriosas dirigidas a particulares.

La ley de libelos, como ya dijimos, se divide en dos partes: libelos contra instituciones y medidas públicas y libelos contra personas privadas. Muchas personas que se oponen a que los primeros sean objeto de castigo, admiten que los últimos deben ser perseguidos y sancionados. El resto del presente capítulo será dedicado a demostrar que esta última opinión es igualmente errónea.

Debemos reconocer, sin embargo, que los argumentos en que se funda esa opinión, son a la vez impresionantes y populares. «No hay bien más valioso que una honesta reputación. Lo que poseo, en tierras y otras riquezas, sólo son bienes convencionales. Su valor es generalmente fruto de una imaginación pervertida. Si yo fuera suficientemente sabio y prudente, el despojo de esos bienes me afectaría escasamente. En cambio, quien daña mi reputación, me produce un mal irreparable. Es muy grave que mis conciudadanos me crean desprovisto de principios y de honestidad. Si el daño se limitara a eso, sería imposible soportarlo con tranquilidad. Yo carecería de todo sentido de justicia, si fuera insensible al desprecio de mis semejantes. Dejaría de ser hombre si no me sintiera afectado por la calumnia, que me priva de amigos queridos y me quita toda posibilidad de expansión espiritual. Pero eso no es todo aún. El mismo golpe que destruye mi buen nombre reduce grandemente, cuando no aniquila por completo, mi valor en la sociedad. En vano trataré de probar mis buenas intenciones y de ejercer mi talento en ayuda de otros, pues mis propósitos serán siempre mal interpretados. Los hombres no escuchan las razones de aquel a quien desprecian. Tras haber sido vilipendiado en vida, será execrado después de muerto, en tanto perdure su memoria. ¿Qué conclusión habremos de derivar de todo eso, sino que un crimen peor que el robo, peor quizá que el asesinato, merece un castigo ejemplar?»

La respuesta a todo eso será dada en forma de ilustración de dos proposiciones: primero, que es necesario decir la verdad; segundo, que es necesario que los hombres aprendan a ser sinceros.

Primero: es necesario decir la verdad. ¿Cómo podrá cumplirse esta máxima, si se nos prohíbe hablar de ciertos aspectos de un tema? Se trata de un caso similar al de las religiones y al de las instituciones políticas. Si sólo hemos de escuchar elogios a las cosas tales como están, sin permitir jamás una objeción, nos sentiremos arrullados en un plácido sopor, pero no alcanzaremos nunca la sabiduría.

Si un velo de parcialidad se extiende sobre los errores de los hombres, será fácil comprender que ello beneficiará al vicio y no a la virtud. No hay nada que amedrente tanto el corazón del culpable como el temor a verse expuesto a la observación pública. Por el contrario, no hay recompensa más digna de ser otorgada a las eminentes cualidades de un hombre que el pleno reconocimiento público de sus virtudes.

Si la investigación no restringida acerca de principios abstractos se considera de extrema importancia para la humanidad, tampoco debe descuidarse el cultivo de la investigación acerca del carácter individual. Si se dijera siempre la verdad acerca de las acciones humanas, la rueda y la horca habrían sido borradas ya de la faz de la tierra. El bribón desenmascarado se vería obligado, en su propio interés, a volverse honesto. Mejor dicho, nadie llegaría a ser un bribón. La verdad lo seguiría en sus primeros ensayos irresolutos y la desaprobación pública lo detendría al comienzo de la carrera.

Hay muchas personas que pasan por virtuosas y que tiemblan ante la audacia de una proposición semejante. Temen sentirse descubiertas en su molicie y su estolidez. Su torpeza es el resultado del injustificable secreto que las costumbres y las instituciones políticas han extendido sobre los actos individuales. Si la verdad fuera expresada sin reservas, no existirían personas de esa condición. Los hombres obrarían con decisión y claridad si no tuvieran el hábito del ocultamiento, si sintieran a cada paso sobre ellos el ojo de la colectividad. ¿Cuál no sería la rectitud del hombre que estuviera siempre seguro de ser observado, seguro de ser juzgado con discernimiento y tratado con justicia? La debilidad de espíritu perdería de inmediato su influencia sobre aquellos que hoy la sufren. Los hombres se sentirían apremiados por un poderoso impulso a mejorar su conducta.

Podría quizá replicarse: «Este es un hermoso cuadro. Si la verdad pudiera decirse universalmente, el resultado sería, sin duda, excelente; pero tal posibilidad no pasa de ser una fantasía».

No. El descubrimiento de la verdad individual y personal puede efectuarse por el mismo método que el descubrimiento de una verdad general, es decir por el estudio y la discusión. Del choque de opiniones opuestas, la razón y la justicia saldrán gananciosas. Cuando los hombres reflexionan detenidamente sobre un objeto, terminan por formarse acerca del mismo una idea justa.

Pero ¿puede suponerse que los hombres tendrán suficiente capacidad de discernimiento para rechazar espontáneamente la difamación? Sí; la difamación no engaña a nadie por su contenido intrínseco, sino por la sugestión coercitiva que la rodea. El hombre que desde una sombría mazmorra es sacado a la plena luz del día, no puede distinguir exactamente, al principio, los colores, pero el que jamás estuvo soterrado puede hacerlo sin dificultad alguna. Tal es la situación de los hombres actualmente; su discernimiento es pobre, porque no se hallan habituados a la práctica del mismo. Las historias más inverosímiles tienen hoy gran acogida, pero no ha de ocurrir lo mismo cuando seamos capaces de discriminar justamente sobre las acciones humanas.

Es posible que al principio, si fueran eliminadas todas las trabas para la palabra escrita y hablada y los hombres se sintieran alentados a expresar públicamente todo cuanto piensen, la prensa fuese inundada por torrentes de maledicencia. Pero las calumnias correspondientes perderían importancia en razón de su multiplicidad. Nadie sería objeto de persecución, aunque cundiera la mentira a su costa. En poco tiempo el lector, habituado a la disección del carácter, adquiriría un criterio discriminativo. O bien descubriría la impostura en el absurdo intrínseco de la misma o no atribuirá finalmente a ninguna difamación más valor que el que surja de su propia evidencia.

La difamación, como cualquier otro asunto humano, hallaría remedio adecuado si no mediara la perniciosa intervención de las instituciones políticas. El difamador —el que difunde calumnias— o bien inventa las historias que relata o las cuenta con un tono de seguridad que no corresponde de ningún modo a las pruebas que posee sobre su certeza. En ambos encontrará su castigo en el juicio público. Las consecuencias de su miserable acción recaerán sobre él mismo. Pasará por un maligno calumniador o por un criticón temerario e irresponsable. La maledicencia anónima será casi imposible en un ambiente donde nada se ocultase. Pero si alguien intentara practicarla, cometería una torpeza, pues allí donde no existe una excusa honesta y racional para la ocultación, el deseo de ocultarse probaría la bajeza de sus móviles.

La fuerza no debe intervenir en la represión de los libelos privados, porque los hombres deben aprender a ser sinceros. No hay rama de la virtud más esencial que aquella que nos obliga a dotar de lenguaje a nuestros pensamientos. El que está acostumbrado a decir lo que sabe que es falso y a callar lo que sabe que es verdadero, vive en estado de perpetua degradación. Si yo tuviese la oportunidad de observar las malas acciones de alguien, mi sentido de justicia me incitaría a amonestarlo y a prevenir a quienes esas acciones pudieran causar daño. Puedo tener suficientes motivos para presentar al individuo en cuestión como mala persona, si bien no lo sean para probar su culpabilidad ante un tribunal y para justificar una condena. No puede ser de otro modo; debo describir su carácter tal como lo veo: bueno, malo o ambiguo. La ambigüedad dejaría de existir si cada cual confesara sinceramente sus sentimientos. Ocurre aquí algo semejante a la relación amistosa. Una oportuna explicación evita siempre conflictos. Los malentendidos se disiparían fácilmente si no tuviéramos el hábito de rumiar afrentas imaginarias.

Las leyes represivas de la difamación son, propiamente hablando, leyes que restringen la sinceridad en las relaciones humanas. Crean una lucha permanente entre los dictados del libre juicio personal y el aparente sentir de la comunidad, relegan a la sombra los principios de la virtud y hacen indiferente la práctica de los mismos. Cuando chocan entre sí sistemas contradictorios, disputándose la dirección de nuestra conducta, nos volvemos indiferentes a todos ellos. ¿Cómo he de compenetrarme del divino entusiasmo por el bien y la justicia, cuando se me prohíbe indagar en qué consisten? Hay leyes que determinan, contra el objeto de su hostilidad, sanciones de escasa importancia y poco frecuentes. Pero la ley de la difamación pretende usurpar la función de dirigirnos en nuestra conducta cotidiana y, mediante constantes amenazas de castigos, tiende a convertirnos en cobardes, gobernados por los móviles más bajos y disolutos.

El valor consiste en ese caso, más que en cualquier otro, en atreverse a decir todo aquello cuyo conocimiento puede conducir al bien. Raramente se nos presentan oportunidades de realizar acciones que requieren una extraordinaria determinación, pero es nuestro deber permanente administrar sabiamente nuestras palabras. Un moralista podrá decirnos que la moralidad consiste en el gobierno de la lengua; pero ese aspecto de la moral ha sido subvertido desde hace tiempo. En lugar de aprender qué es lo que debemos decir, aprendemos a conocer qué es lo que debe ocultarse. En lugar de educarnos en la práctica de la virtud activa, que consiste en tratar de hacer el bien, se nos inculca la creencia de que el fin esencial del hombre es no hacer el mal. En vez de fortalecer nuestro espíritu, se nos inculcan máximas de astucia y duplicidad, mal llamadas de prudencia.

Comparemos el carácter de los hombres así formados, que son los hombres que nos rodean, con el de aquellos que ajustan su espíritu a los mandatos de la sinceridad. Por un lado vemos una perpetua cautela que rehúye la mirada observadora, que oculta en mil repliegues las genuinas emociones del corazón, que teme acercarse a quienes saben leer en el mismo y expresan lo que leen. Aunque dotados de cierta apariencia exterior, esos seres son apenas sombras de hombres, pues carecen de alma y de substancia. ¡Oh, cuándo viviremos en un mundo de realidades, donde los hombres se revelen tales como son, según el vigor de su pensamiento y la intrepidez de sus acciones! Lo que permite al hombre superar halagos y amenazas, extraer la propia felicidad del interior de sí mismo, ayudar y enseñar a los demás, es la fortaleza de espíritu. Todo lo que concurre a aumentarla es digno de nuestra más alta estimación. Todo lo que tiende a inculcar la debilidad y el disimulo en las almas merece execración eterna.

Hay otro aspecto importante relacionado con este problema. Se trata de los benéficos efectos que habrá de producir el hábito de combatir el veneno de la mentira con el único antídoto real: el de la verdad.

A pesar de los argumentos laboriosamente reunidos para justificar la ley que nos ocupa, una persona que reflexione con detenimiento se dará fácilmente cuenta de la deficiencia de aquellos. Los modos de reaccionar un culpable y un inocente ante una acusación son distintos, pero la ley los confunde a ambos. El que se sienta firme en su honradez y no se halle corrompido por los métodos gubernamentales, dirá a su adversario: «publica lo que quieras contra mí; la verdad está de mi parte y confundirá tus patrañas». Su sentido de rectitud y de justicia le impedirá decir: «acudiré al único medio congruente con la culpabilidad: te obligaré a callar». Un hombre impulsado por la indignación y la impaciencia puede iniciar una persecución contra su acusador, pero difícilmente logrará que su actitud merezca la simpatía de un observador imparcial. El sentimiento de éste se expresaría con las siguientes palabras: «¡Cómo, no se atreve a permitir que escuchemos lo que dicen contra él!»

Las razones en favor de la justicia, por diferentes que sean los motivos concretos a que se refieren, siguen siempre líneas paralelas. En este caso son válidas las mismas consideraciones respecto a la generación de la fortaleza de espíritu. La tendencia de todo falso sistema político es adormecer y entorpecer las conciencias. Si no estuviésemos habituados a recurrir a la fuerza, pública o individual, salvo en los casos absolutamente justificados, llegaríamos a sentir más respeto por la razón, pues conoceríamos su poder. ¡Cuán grande es la diferencia entre quien me responde con demandas e intimaciones y el que no emplea más arma ni escudo que la verdad! Este último sabe que sólo la fuerza debe oponerse a la fuerza y que al alegato debe contestarse con el alegato. Desdeñará ocupar el lugar del ofensor, siendo el primero en romper la paz. No vacilará en enfrentar con el sagrado escudo de la verdad al adversario que empuña el arma deleznable de la mentira, gesto que no sería calificable de valeroso si no lo hicieran tal los hábitos de una sociedad degenerada. Fuerte en su conciencia, no desesperará de frustrar los ruines propósitos de la calumnia. Consciente de su firmeza, sabrá que una explicación llana, cada una de cuyas palabras lleve el énfasis de la sinceridad, infundirá la convicción a todos los espíritus. Es absurdo creer que la verdad deba cultivarse de tal modo que nos habituemos a ver en ella un estorbo. No la habremos de subestimar teniendo la noción de que es tan impenetrable como el diamante y tan duradera como el mundo.

Estudios actuales sobre Godwin

El anarquismo individualista de William Godwin[24]

A pesar de que William Godwin murió hace ya casi dos siglos, sus obras pueden aún suministrarnos multitud de ideas con las que alimentar la renovación de nuestro panorama político. Enredadas en otras muchas reflexiones propias de su época, hay en Godwin una serie de intereses que le convierten en un pensador moderno, preocupado por cuestiones de plena actualidad. Entre ellas cabría destacar sobre todas las demás su extremado individualismo que, en realidad, esconde el miedo a que el hombre, cada hombre, quede diluido en el conjunto de la sociedad, perdido su potencial entre las convenciones sociales en las que nos vemos apresados, dispersas sus energías en un intento de adaptación a las normas impuestas por los poderosos o por las instituciones. Al lado de esta preocupación fundamental, se hallan presentes en Godwin otros elementos de análisis como su propuesta de transformación gradual de la sociedad por las vías de la reforma y la educación, su alarma ante la destrucción de la naturaleza o su interés por la igualdad entre los sexos, al considerar el matrimonio, según él mismo escribió, el peor de los monopolios, por cuanto implicaba el sometimiento de la mujer al hombre.

Procedencia y formación

Godwin nació en la Inglaterra de mediados del siglo XVIII (1756) y murió en el siglo siguiente, en 1836.[25] Su vida se enmarca, pues, en un momento especialmente interesante para la cultura europea, un momento en el que se consolidan los principios de la modernidad, en el que el discurso político abandona sus raíces teológicas y se vuelve hacia la reflexión sobre el hombre y su vida en sociedad. Una de las cuestiones que más llama la atención al acercarse a su pensamiento es precisamente cómo se conjugan en él (como en tantos otros pensadores de su generación) las herencias de siglos anteriores, especialmente las herencias religiosas, con los argumentos racionalistas de los ilustrados franceses, y se mezclan con los planteamientos de los primeros liberales británicos. Godwin se educó en el seno de la disidencia religiosa de la Iglesia anglicana, la iglesia oficial. Su familia perteneció a una de las sectas protestantes más rígidas, vinculada al calvinismo europeo. Pese a que con la edad abandonó toda creencia espiritual, es indudable que su educación quedó marcada indefectiblemente por ella en un doble sentido. Por una parte, pudo estudiar en las escuelas que los disidentes habían creado para educar a sus jóvenes, ya que las universidades más prestigiosas estaban vedadas tanto para protestantes disidentes, como para católicos y judíos. Esto le dio a Godwin la oportunidad de entrar en contacto con autores y obras que difícilmente podría haber leído en Oxford o Cambridge, así como acceder a saberes que no eran los clásicos para la formación de un buen gentleman y de desarrollar hábitos de discusión intelectual que no eran frecuentes en las universidades anglicanas. Por otra parte, la rigidez del calvinismo y del puritanismo impuso en su reflexión una gran frialdad en la apreciación de las conductas humanas, lo que a la larga resultó un lastre para su obra, pues su impasible juicio difícilmente supo valorar la enorme fuerza de elementos como la violencia o el irracionalismo en el comportamiento social.

Su formación en las escuelas disidentes le condujo a la ordenación como pastor en Ware (Hertfordshire), aunque de forma paralela le iban abandonando sus ya endebles creencias religiosas, lo que a la larga se tradujo en una renuncia a su labor clerical y en su marcha a Londres para dedicarse plenamente a la escritura. Por aquella época, finales del siglo XVIII, la sociedad londinense se hallaba en un momento de gran ebullición intelectual, lo que creaba un clima muy propicio para los autores que acudían a la capital en busca de una oportunidad en el mundo de la escritura. En Londres se vinculó Godwin al círculo de escritores que pedían una reforma del sistema político. Allí se dedicó a la escritura de obras de tipo político e histórico y tuvo su gran oportunidad al serle ofrecida la dirección del periódico Political Herald, publicación muy influyente entonces y que defendía la posición política de la oposición liderada por lord Rockingham. Pese a la tentadora oferta, Godwin se negó a aceptar la colaboración en dicho periódico por razones de tipo moral, pues, según respondió, ni estaba dispuesto a defender ideas que no compartía del todo y ni a vincularse a un partido político que le hubiera restado libertad de opinión. Tras desechar la oferta, continuó trabajando como autor y periodista independiente, aceptando, eso sí, otros puestos menos comprometidos políticamente que además le permitían acercarse al mundo de los libros, como fue el de bibliotecario del British Museum.

La Revolución francesa

El estallido de la revolución en Francia trastocó completamente el mundo intelectual inglés, hasta tal punto que puede decirse que condicionó su evolución y el panorama de las ideas con las que este país entró en el siglo siguiente. En países vecinos como en España el impacto no fue menor, desde luego, pues recordemos cómo se impuso el llamado «cordón sanitario» de Floridablanca, que no fue otra cosa más que un muro de protección a la entrada de ideas del país de la revolución. Para Gran Bretaña, la revolución supuso un recorte en las libertades básicas que hasta el momento se habían ido afirmando en el país, libertades que constituían el orgullo de los ingleses y que les diferenciaban del resto de Europa. El impacto fue mayor durante la dictadura de Robespierre y la ejecución del rey Luis XVI en 1793, hasta el punto de que el gobierno inglés decidió suspender derechos tan básicos como el «habeas corpus» (1794). Antes de que esto sucediera y de que se desatara la represión política y la persecución de discrepantes políticos, el ambiente intelectual se había avivado considerablemente con el discurso del doctor Richard Price en una taberna londinense.

En su discurso, titulado Discourse of the Love of Our Country, el doctor Price demandaba una reforma política que hiciera compatibles las garantías civiles y el derecho a resistir al gobierno cuando éste sobrepasase sus atribuciones, derecho fundamentado en la fiscalización que del poder político debe tener su verdadera depositaria: la comunidad política. La respuesta de los sectores más conservadores no se hizo esperar y, a pesar de que algunos de ellos habían mantenido posiciones políticas cercanas a los radicales en la cuestión de la independencia de las trece colonias norteamericanas, se mostraron radicalmente en contra de cualquier manifestación que pudiera ser entendida como un apoyo a los revolucionarios franceses. El caso más conocido fue el de Edmund Burke con sus Reflexiones sobre la revolución francesa, libro en el que contestaba al doctor Price y señalaba las diferencias entre los sistemas políticos de ambos países, mostrándose, como es de suponer, a favor del británico por su capacidad para mantener los valores de la tradición.

Como respuesta a Burke, los radicales orquestaron una campaña de respuesta destinada a defender la reforma política. Los radicales contaron con la desventaja de que la exacerbación de las pasiones nacionalistas en el seno de Gran Bretaña iba asociada a la defensa de un sistema político necesitado de reformas, contra el que tanto habían luchado y que en ese momento, la petición de tales reformas era entendida como un apoyo a las transformaciones que se estaban llevando a cabo en Francia. La cuestión se agravó cuando, terminada la revolución y habiendo llegado Napoleón Bonaparte al gobierno, éste decretó el bloqueo económico a Gran Bretaña con la intención de hundirla económicamente.

Durante todo el período que duró la controversia revolucionaria, Godwin se mantuvo al lado de los radicales, participó como abogado en los juicios contra los encausados por discrepar políticamente y contra los miembros de la London Corresponding Society, agrupación que se había creado para la defensa de las libertades frente a los ataques gubernamentales. Por otra parte, su gran contribución a dicha polémica fue la que a la larga se convertiría en su obra más famosa: An Enquiry Concerning Political Justice and its Influence on General Virtue and Happiness, publicada en 1793, que tendría dos ediciones más en 1796 y 1798. Este libro, más conocido como Political Justice, recoge la esencia del pensamiento de nuestro autor.[26] Por lo que respecta a la controversia revolucionaria, el libro resultaba de poca utilidad, pues al contrario que otros escritos coyunturales, Godwin había escrito un libro de reflexión, un libro en que pretendía demostrar por medio de la deducción racional cómo se había conformado la sociedad política y sus injusticias y cómo se podrían dar los pasos para su transformación completa. De hecho, el gobierno no debió considerarlo un libro demasiado peligroso cuando dejó que circulara sin censurarlo, aparte de que en ningún momento se persiguió a su autor por escribirlo. Únicamente corrió peligro la persona de Godwin cuando se difundió el rumor de que había formado parte del grupo de editores que habían publicado Los derechos del hombre, de Thomas Paine, cosa que aún está por confirmar. Se dice que el ministro William Pitt comentó que un libro tan abstracto y que costaba tres guineas, poco daño iba a hacer entre quienes apenas sabían leer y que no disponían ni de tres chelines para gastar en lujos. Lo que probablemente no previó Pitt fue que las agrupaciones de trabajadores del norte de Inglaterra, así como las de Escocia e Irlanda, hicieran ediciones clandestinas de la obra y que organizaran reuniones para su explicación entre los ambientes obreros.

Líneas generales del pensamiento de William Godwin

El pensamiento de William Godwin puede seguirse a través de la mencionada Political Justice, así como de otras obras de reflexión e investigación como Thoughts on Man, The Enquirer, Of Population, y de novelas, entre las que destaca Things as they are or the adventures of Caleb Williams.[27] En esencia, sus ideas se orientan a la liberación del ser humano de los condicionantes sociales que lo oprimen. El instrumento para esta liberación es el uso de la razón, la cual, en su desenvolvimiento, mostrará al individuo la verdadera causa de la esclavitud en la que vive. Sin embargo, este camino ha de hacerlo cada hombre por sí solo, pues es su razón particular la que, por medio de la disciplina y el estudio de la sociedad, le dará las claves que busca. De este modo, y como es fácil deducir, Godwin no ve otra forma de transformación social más que la reforma por medio de la aplicación de los dictados de la razón, proyectando la consecución de una sociedad más justa en un futuro en el que los individuos hayan desarrollado más atinadamente su capacidad de análisis. No presenta Godwin, sin embargo, mundos futuros en los que reinará la armonía universal, como sucede con otras concepciones políticas, sino que, por el contrario, está convencido de que nunca la razón deja de ofrecer a los hombres nuevas claves y que, por tanto, nunca se detiene el proceso de perfeccionamiento de los individuos. Por consiguiente, no existe un modelo al que llegar, un objetivo que cumplir, sino que en el camino está la clave de la reforma social, en el trabajo diario que realiza cada hombre en su perfeccionamiento individual. A mayor conocimiento, mayor justicia.

De ahí se pueden deducir las grandes claves que vertebran el pensamiento godwiniano: el racionalismo, el individualismo y la transformación social por medio de la reforma y la educación. El racionalismo se desprende con facilidad de todo cuanto aquí se ha dicho y nos permite establecer la conexión entre las lecturas que realizó Godwin de la filosofía ilustrada francesa y de su educación calvinista.

Por lo que respecta a la transformación social, se abundará más en ello en estas páginas, aunque por el momento resultaría interesante resaltar el hecho que uno de los pilares de la filosofía godwiniana es su afirmación de que el mayor don del que puede disponer el hombre es el ocio. Esta afirmación, sobre la que tantas bromas se hicieron en su tiempo, tiene más contenido de lo que parece a primera vista. Evidentemente, y cualquier persona interesada en su trayectoria biográfica podrá comprobarlo, no estamos ante un autor que predicase la indolencia con el ejemplo, sino todo lo contrario. Para Godwin, el trabajo físico que realiza el hombre para pagar su supervivencia podría ser reducido al mínimo pues, afirma, una buena parte de ese trabajo se dedica a sostener la holganza de otros ya que el trabajador recibe una ínfima parte del sueldo que realmente le pertenece, y además, el hombre necesita para vivir mucho menos de lo que la sociedad exige. Con esto no hace Godwin una apología del estado primitivo sino que, siendo consciente de la buena influencia de las comodidades en la vida de las personas, apela a una reorganización del sistema económico establecido, una reorganización que permita garantizar la satisfacción de las necesidades mínimas a toda la población. El trabajo de todos contribuiría a la disponibilidad de una mayor cantidad de tiempo para la realización del verdadero trabajo que tiene encomendado el hombre: su autoperfeccionamiento por medio del desarrollo de la razón. Para ello ha de tener tiempo para dedicarse al ocio, a un ocio constructivo que le permita estudiar y debatir las ideas con otros seres humanos para ejercitarse en el uso de la razón.

El tercer pilar que sostiene el edificio del pensamiento de Godwin es su exacerbado individualismo. Desde el punto de vista de muchos especialistas, éste es uno de los puntos más débiles de su argumentación, pues anula la capacidad de movilización de sus ideas; sin embargo, el individualismo alcanza pleno sentido en el conjunto de su obra. Dado que el perfeccionamiento humano es el objetivo a alcanzar, ésta se convierte en una tarea que sólo puede realizar cada hombre por sí mismo. Ninguna instancia superior puede decirnos qué es lo que demanda la razón, pues todos los hombres disponen de ella y, dejados a su propia tarea de reflexión, llegarán a descubrirlo. Con esto asesta Godwin un golpe a aquellas filosofías que obligan a los individuos a aceptar los dictados de quienes han sido iluminados, ya sea por Dios, ya sea por algún gurú de la revolución política. Evitando no caer en anacronismos, pero destacando el avance que supuso el pensamiento godwiniano al respecto, se observa en estas afirmaciones de nuestro autor una vacuna contra las doctrinas totalitarias de todo pelaje que tanto han hecho sufrir a la humanidad. El individualismo a ultranza preconizado por Godwin no tiene como contrapartida un aislamiento del hombre del entorno en el que vive. Godwin afirma que el individuo está inserto en un ambiente lleno de prejuicios que le condicionan, pero será a través del desbrozamiento de esos prejuicios como llegue a conocer la razón. El hombre está obligado a desprenderse de los prejuicios sociales viviendo dentro de ellos, conociéndolos y sabiendo cómo actúan sobre su derecho a la autonomía. En última instancia, de lo que se trata es que cada individuo sea consciente de que los condicionamientos sociales son imposturas, es decir, falacias sobre las que se ha construido un sistema de opresión que tiene en los gobiernos su máxima expresión. De los gobiernos se desprende todo un sistema de leyes y de sujeciones políticas, así como de sanciones de las injusticias sociales. Por eso, desde la perspectiva de Godwin todo gobierno es malo, pues en realidad no procede de los dictados de la razón sino de los deseos de unos grupos sociales por imponerse a otros mediante la fuerza. La expresión política de esa fuerza es el gobierno y la autoridad que de él se deriva, cuyo designio se halla siempre encaminado a acabar con la independencia y autonomía del ser humano.

Ideas políticas de Godwin

El pensamiento político de Godwin está orientado completamente hacia la dimensión ética. Su objetivo básico es desmitificar el significado del sistema de derechos y deberes establecido por el liberalismo para ofrecer una perspectiva distinta, basada en la moralidad, cuyo fundamento es, desde la óptica godwiniana, la justicia. En esta cuestión juega un papel destacado el componente utilitarista que contiene la reflexión de Godwin, tal y como ha sido señalado por algunos especialistas.[28] Sin embargo, hay que hacer notar que si bien el utilitarismo es elemento clave para entender las ideas godwinianas sobre los conceptos de derecho y deber, sus propuestas no entroncan con el utilitarismo clásico, a la manera de Bentham, pues la diferenciación estricta que establecerá Godwin entre Estado y sociedad, hará innecesario el primero y, por tanto, su expresión máxima: la ley, algo en que se desvía completamente del benthamismo. Desde el punto de vista de nuestro autor, el deber constituye un determinismo ético que conduce a que cada individuo haya de ser empleado en la sociedad en función de sus más elevadas disposiciones para la realización de una determinada tarea. El deber es, por tanto, una obligación moral: «El deber es la forma según la cual cada individuo puede ser empleado del mejor modo para el bien general» (Political Justice).

Desde esta perspectiva, los derechos de los individuos no pueden ser más que facultades discrecionales que el hombre puede desarrollar en sociedad, y que necesariamente colisionarán en la vida comunitaria mientras los individuos no hayan alcanzado un grado de desarrollo moral lo suficientemente elevado como para ser conscientes de que, en realidad, tales facultades discrecionales de acción no existen. Lo que realmente existe es el deber moral que conoce cuál es el camino de la justicia; y sólo hay un camino, que es el de la justicia moral. El hombre consciente seguirá inevitablemente ese camino, que es el camino establecido por la razón. Por lo tanto, no existen los derechos, sólo los deberes que marca la justicia moral. Este párrafo de Political Justice puede contribuir a entender mejor las aseveraciones de Godwin: «La moralidad no es nada más que el sistema que nos enseña a contribuir en toda ocasión a la extensión de nuestro poder, al bienestar y a la felicidad de cada existencia intelectual y sensible. No hay acción de nuestras vidas que no afecte, en alguna medida, a la felicidad. Nuestra propiedad, nuestro tiempo, y nuestras facultades pueden contribuir a este fin. Los períodos en los que la producción activa no puede ser fomentada, pueden ser empleados en su preparación. (...) Si, por tanto, cada una de nuestras acciones tiene repercusiones morales, se sigue que no tenemos derecho a elegirlas. Nadie puede mantener que tenemos un derecho a traspasar los dictados de la moralidad» (Political Justice).

Contemplando esta reflexión, puede afirmarse que para Godwin la libertad como derecho, no tiene ningún sentido. Sólo existe la libertad de elegir el camino trazado por la razón o de no elegirlo. La única libertad posible es la del conocimiento. Quien no conoce los designios de la razón y la justicia, no puede elegir nada. Quien conoce, puede elegir, pero sabiendo que sólo hay un camino verdadero. Es lo que Godwin llama la doctrina de la necesidad.

Partiendo de este punto, a Godwin le resulta fácil deslegitimar el origen del Estado y del gobierno según los principios del liberalismo y, en particular, del contractualismo. Si no existen los derechos, nadie puede ceder nada a instancias superiores para que ejerzan el gobierno en su nombre. Por otra parte, y aquí entran en juego sus alegatos a favor del individuo, no puede exigirse obediencia a quien no sancionó el pacto de cesión de soberanía: «Si el gobierno está fundado en el consentimiento del pueblo, no puede tener ningún poder sobre ningún individuo que haya rechazado tal consentimiento» (Political Justice). El debate acerca de las mayorías y las minorías, que también estuvo presente en los padres del pensamiento liberal, como Locke, alcanza en Godwin un sentido determinante para su rechazo del contractualismo. No es suficiente, como apuntó Rousseau tratando de justificar su teoría del contrato social, la renovación del pacto mediante la celebración de plebiscitos o mediante la representación política. La aceptación tácita de los fundamentos del pacto, y no sus manifestaciones externas, son la razón que para Godwin invalidan su funcionamiento. La representación y la aceptación de las decisiones por mayoría son falacias, pues «la verdad no puede ser más verdadera en razón del número de sus adeptos», dirá en Political Justice. Su propuesta para la toma de decisiones en la comunidad pasa por lo que llamó la «common deliberation», es decir, la deliberación colectiva, a modo de asamblea, en la que se discutieran las cuestiones de convivencia, siempre en función de los criterios de la justicia moral y del ejercicio del juicio privado de los individuos.

De aquí se desprende, obviamente, que tanto el contractualismo como otras formas de regulación de la práctica del poder, no son más que formas de autoridad que legitiman el ejercicio de la fuerza, por cuanto todas ellas restringen el margen de maniobra de los hombres concretos y, sobre todo, el proceso de desarrollo de la razón en cada individuo. Todo gobierno, escribió Godwin, se basa en la fuerza, y no en el consentimiento. El gobierno no se creó para proteger las vidas y las libertades de los individuos, como dice el liberalismo, sino para controlarlos:

«El gobierno fue instituido porque los individuos eran susceptibles de caer en el error y tenían reticencias hacia la justicia, decantándose en favor de sí mismos. La guerra se introdujo porque las naciones eran susceptibles de una debilidad similar y no pudieron encontrar un árbitro al que apelar. Los hombres fueron inducidos deliberadamente a atacar las vidas de los demás hombres y a comportarse en las controversias entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y la justicia, sino como si cada uno quisiera aparecer ante los otros como el más hábil en la devastación y el asesinato» (Political Justice).

De entre las formas de gobierno que analiza en su obra, sólo salva Godwin la democracia, pues en ella cada individuo es considerado igual a los demás, y «restablece en el hombre la conciencia de su propio valor». Sin embargo, presenta numerosas desventajas a la hora de la relación entre las mayorías y las minorías. El grado de evolución moral de las personas es diferente en la sociedad, por lo tanto, no conocen de la misma forma el camino hacia la justicia política los más sabios y los que están en un grado inferior de desarrollo ético. Pero como Godwin jamás aceptaría la imposición de unos hombres sobre otros, los más sabios quedan relegados a tratar de influir en la conducta ajena mediante el ejemplo, y nunca mediante la imposición. De hecho, constituye un rasgo característico de su forma de entender el mundo de la política el rechazo de todo tipo de asociaciones, grupos dirigentes o élites que pretendan dirigir el pensamiento o la acción del resto de los individuos.[29]

Con estas premisas, difícilmente podía ofrecer Godwin una estrategia de transformación social radical. Ésa es la razón por la que ha sido considerado por algunos especialistas como un filósofo poco operativo, utópico, sin opciones reales para la acción. Incluso se le ha llegado a considerar un inmovilista.[30] Sólo establece Godwin dos vías para el cambio social: la reforma y la educación. Dado el papel de esta última en el conjunto de su pensamiento, será analizada de forma independiente. Por lo que respecta a la reforma, habría que señalar que desde la filosofía godwiniana, y tras lo que hasta aquí se ha ido viendo, no deja de tener su coherencia cualquier empleo de la violencia para cambiar un régimen político por otro, no deja de responder más que a un uso arbitrario del derecho a la resistencia al poder. Huir de la violencia, dice Godwin, evita caer en el despotismo que se quiere combatir. Toda revolución es obra de demagogos y pretende acelerar un proceso que ha de llevar su propio ritmo, que es el ritmo de la transformación de las mentalidades individuales: «La revolución se engendra por indignación contra la tiranía, pero ella misma está incluso más cargada de tiranía» (Political Justice). De este modo, no queda más camino que la formación integral de los ciudadanos y el uso de la palabra, que es concebida por Godwin como una estrategia de acción.[31] La sociedad en su evolución hacia el conocimiento de la razón camina por las rutas del convencimiento y del aprendizaje de los individuos que componen la sociedad política. Se trata de una evolución que progresa continuamente, y aunque a veces su camino parezca ralentizarse, los avances de la razón son imparables, se abren paso por sí mismos. No hay estatismo en la sociedad tal y como la contempla Godwin, pues ésta es cambiante, en progreso continuado, y ni siquiera puede detenerse en un punto concreto pues, como se decía al principio de estas páginas, el hombre se halla en perpetuo desarrollo. En esta cuestión Godwin difería enormemente de muchos de quienes eran sus compañeros de tertulias o quienes se habían situado en su mismo bando en la controversia sobre la Revolución francesa, como Thomas Paine, Thomas Spence o William Ogilvie.

Pensamiento económico

Los planteamientos económicos de William Godwin se configuraron en un panorama intelectual de gran riqueza, en el que se mezclaron las ideas del liberalismo económico, la fisiocracia francesa y el desarrollo de las ya antiguas ideas igualitarias que iban a dar lugar a nuevas formas de plantearse la transformación de la realidad económica. Entre estos últimos pensadores destacan sobre todo, por su relación con nuestro autor, Thomas Paine, precursor de lo que años después sería conocido como estado del bienestar; o Charles Hall, en cuyo libro The Effects of Civilization on the People in European States (1805) es posible encontrar análisis acerca del papel de la plusvalía en la obtención de beneficios por parte de los patronos. Todo este movimiento intelectual se halla inmerso en un contexto histórico en el que el desarrollo de la revolución industrial se acelera en Gran Bretaña hasta convertir a este país en el motor económico del mundo.

En el caso de Godwin, vuelven a mezclarse las reflexiones morales con las económicas, para dar a la luz una forma de entender la justicia política que ha de pasar necesariamente por la justicia económica. Diseminó sus reflexiones al respecto a lo largo de toda su obra, aunque fue en Political Justice donde con más claridad quedaron expuestas sus ideas al respecto, en particular en el capítulo titulado «Of Property». En efecto, es la propiedad el elemento sobre el que Godwin hace girar su interpretación económica de la sociedad, y escribirá sobre ello que «la revolución se engendra por indignación contra la tiranía, pero ella misma está incluso más cargada de tiranía» (Political Justice).[32] Por lo tanto, no puede haber justicia política sin justicia económica, y el fundamento de la justicia económica está en la propiedad. La distribución desigual de la propiedad y la existencia de individuos poseedores de bienes que no se corresponden con su trabajo atacan directamente al resto de los individuos de la sociedad que no son poseedores a causa de la desigualdad que impone la propiedad porque les impiden emprender el camino del perfeccionamiento y del conocimiento de la razón, viéndose obligados a realizar un trabajo agotador y mal pagado. Los humanos que se hallan en estas condiciones se ven forzados a perpetuar su condición de explotados pues difícilmente se encuentran en condiciones de ser ni siquiera conscientes de su situación, y mucho menos de salir de ella. Godwin parece aquí preludiar, aunque en ningún momento utiliza la palabra, el concepto de alienación, que tan importante papel iba a desempeñar en años posteriores. El componente ético de la reflexión es, pues, evidente: la propiedad impide el desarrollo moral de los individuos. De este modo para Godwin, como otros tantos pensadores radicales de su tiempo, la propiedad ni es un derecho natural, ni se constituye, como decía Adam Smith en La riqueza de las naciones, en «sagrado derecho», en la extensión de la personalidad humana y garante de los derechos de libertad y seguridad. La propiedad aparece para Godwin como una mera convención que se sostiene por la fuerza empleada por los gobiernos, quienes a su vez se apoyan en la ley. No es, por tanto, un derecho natural.

La concepción godwiniana acerca de la propiedad no se queda en una simple condena, sino que trata de ir más allá, buscando una mayor precisión, pues nuestro autor, que, como ya se ha podido ver, es un férreo defensor de la individualidad, no era partidario de la comunidad de bienes o propuestas de similares características. Desde su punto de vista, el concepto de propiedad, al ser demasiado genérico, dificulta la comprensión de los matices. Detrás de esos matices se esconden exigencias que vienen marcadas por la propia naturaleza humana. Es decir, Godwin es consciente de que el hombre tiene determinadas necesidades para el mantenimiento de su propia existencia, de ahí que considere que los elementos que pueden garantizar la subsistencia han de formar parte ineludible de lo que él llama posesiones. Dichas necesidades no son sólo físicas, sino que, al contemplar al hombre desde una perspectiva integral, el individuo ha de satisfacer también unas necesidades morales e intelectuales que son las que le constituyen como hombre individualizado, las que permiten su desarrollo ético y las que le significan como individuo único con capacidad para aportar una contribución distintiva al conjunto social. Por lo tanto, el hombre tendrá derecho a la propiedad que se derive del fruto de su trabajo para desarrollarse como persona física y moral. Toda propiedad que sobrepase estas necesidades, procede de la usurpación del trabajo de otros, y así, la acumulación de capital, que acaba desembocando en el lujo y en la herencia, perpetúa la opresión y la condena a una existencia moralmente infrahumana de una buena parte de la población.

Pese a la modernidad de algunas de sus aseveraciones, la propuesta de Godwin para la transformación social resulta bastante arcaica, pues se sustenta en una sociedad de pequeños artesanos y productores, basada en la reciprocidad en el intercambio y en la participación colectiva en las tareas de la comunidad (lo que no deja de entrar en contradicción con su defensa acendrada del individualismo). En el contexto de la transformación económica de su tiempo, Godwin no parece tener demasiado en cuenta el papel del industrialismo y si bien no se manifestó nunca radicalmente en contra de la maquinización, no vio en la máquina un camino a la liberación del trabajo humano. Lo que sí entró dentro de sus cavilaciones fue la división del trabajo, elemento clave dentro del pensamiento liberal que permite mayor eficiencia y, por tanto, unos beneficios económicos superiores.

Desde la perspectiva de Godwin, la división del trabajo es censurable por dos razones: por ser expresión de la desigualdad social y por contribuir al desequilibrio moral del ser humano. La desigualdad reflejada en la división del trabajo es un indicador de que en la sociedad hay individuos que trabajan para otros, quienes se benefician del trabajo ajeno, contribuyendo de este modo a incidir en los elementos perjudiciales de la organización social. Creer que la división del trabajo ha de convertirse en un pilar del sistema económico orientado a la consecución del máximo beneficio implica sancionar la injusticia: «Es desde este punto donde la desigualdad de las fortunas tiene su comienzo. Aquí empiezan a exhibirse la insensata opulencia de unos y la insaciable avaricia de otros» (The Enquirer). Moralmente, los males de la división del trabajo son aún más perniciosos, pues la labor diaria, realizada mecánicamente, es, como escribió en su libro Thoughts on Man, «the deadliest foe to all that is great and admirable in the human mind». La degradación moral a la que conduce afecta no sólo al trabajador, cuya capacidad para progresar en su racionalidad queda embotada, sino también al mismo empresario, que, cautivado por la consecución de más beneficios, se desvía del único camino que tiene trazado la mente humana: el conocimiento de la ley racional. De ahí que Godwin afirme que el sistema económico que estaba construyendo el industrialismo conducía al hombre a su mínima expresión: «El hombre se ha transformado desde su capacidad para una excelencia ilimitada hasta la más vil y más despreciable cosa que la imaginación puede concebir cuando es constreñido y no puede actuar en función de los dictados de su entendimiento» (Political Justice).

Evidentemente, Godwin no era un iluso, y sabía que en el funcionamiento social se hace necesaria una mínima división del trabajo, pero su extremado individualismo le impedía ver con buenos ojos el trabajo en cadena que empezaba a imponerse en las fábricas británicas. Por otra parte, discrepaba profundamente de la santificación del trabajo que la moral protestante había impreso en las mentes de los ingleses decimonónicos, pues, como ya se dijo, consideraba que «the genuine wealth of man is leisure». No se trata, repetimos, de la vuelta al estado salvaje, sino de que el trabajo manual ocupe la menor parte del tiempo del hombre para que éste pueda dedicarse a la consecución de la felicidad, es decir, el conocimiento: «Cuando el trabajo sea hecho voluntariamente, cuando cese de interferir en nuestro programa, es más, cuando entre a ser una parte de él, o en el peor caso, se convierta en una fuente de diversión y variedad, no será ya más una calamidad, sino un beneficio. De ahí; se deduce que un estado de igualdad no necesita de simplicidad estoica, sino que es compatible con un alto grado de comodidad e, incluso, en cierto sentido, de esplendor; al menos si por esplendor entendemos una abundancia de comodidades y una variedad de invenciones para tales propósitos» (Political Justice).

La polémica maltusiana

Godwin participó en una de las grandes polémicas del mundo intelectual inglés de principios del siglo XIX: la llamada polémica maltusiana.[33] En 1798, Thomas Malthus publicó su libro Primer ensayo sobre la población, en cuyo subtítulo advertía de las observaciones que pensaba hacer a «Mr. Godwin, M. Condorcet and other writers». En efecto, en su obra Malthus arremetía contra el optimismo de estos autores, que auguraban un autocontrol de la humanidad que, según Malthus, poco tenía que ver con la realidad, pues la población crecía a un ritmo geométrico, mientras que los alimentos lo hacían aritméticamente.[34] El libro tuvo un gran éxito y se reeditó en 1803. En su segunda versión, Malthus incidía en los argumentos de 1798, ampliando las pruebas documentales en las que se apoyaba. Era necesario, afirmaba, controlar el crecimiento de la población para evitar la miseria y este control se hacía aún más necesario en aquellas clases sociales incapaces de mantener a sus hijos, las clases bajas y los menesterosos. A propósito de este debate, algunos especialistas han incidido en el cambio de ambiente que se había producido en Gran Bretaña en la transición de un siglo a otro, pues al optimismo del XVIII, presente no sólo en los filósofos franceses, sino también en muchos radicales ingleses, le había sucedido el pragmatismo y el pesimismo antropológico del XIX, con una desalentadora desconfianza en el ser humano.[35]

Godwin fue objeto de las críticas de Malthus sobre todo en las observaciones que sobre la cuestión de la población dejó escritas entre los capítulos 10 a 14 de Political Justice. Para Malthus, las ideas expuestas por Godwin presentaban un mundo ilusorio, tanto por sus observaciones acerca de la posibilidad de que el hombre ocupara partes del globo terráqueo hasta ese momento deshabitadas, como por las previsiones acerca de las mejoras que se podían obtener en los sistemas de trabajo de la tierra. Por otra parte, Malthus tampoco aceptaba las ideas de Godwin acerca de la propiedad, pues consideraba que la propiedad estaba intrínsecamente unida al desarrollo humano y que, por tanto, «en virtud de las ineludibles leyes de nuestra naturaleza, algunos seres humanos deben necesariamente sufrir escasez».[36] Este debate acerca de la pobreza se enmarcó, además, en la gran polémica acerca de las leyes de pobres en Inglaterra, tan duramente criticadas por los liberales, quienes pensaban que la ayuda estatal a los más desfavorecidos conducía a la desincentivación del trabajo y al incremento de los más pobres, que eran, por otra parte, quienes menos medios tenían para mantener a sus hijos.

Godwin se decidió a contestar a Malthus en su libro Of Population. An Enquiry concerning the Power of Increase in the Numbers of Mankind, Being an Answer to Mr. Malthus’s Essay on that Subject (Londres 1820). En él lleva a cabo un gran trabajo de análisis y erudición para presentar ante su contrario ideológico pruebas de la parcialidad de sus observaciones. El argumento que se encuentra detrás de la exposición de Godwin gira alrededor de la idea de que Malthus ha tratado de dar una explicación del comportamiento de la población en función de dos únicos parámetros: el crecimiento de ésta y el de los alimentos. En ese trabajo Malthus, dirá Godwin, ha dejado de lado otras cuestiones que determinan el comportamiento de la población en su crecimiento o disminución, como son las emigraciones, las guerras, las hambres, las enfermedades y las condiciones de trabajo y hacinamiento en las que vive una buena parte de la población, lo que reduce irremediablemente sus expectativas vitales. De este modo, no es cierto que el crecimiento de la población sea exponencial, sino que por el contrario «La población, si la consideramos históricamente, aparece como un principio discontinuo, que opera de forma intermitente y oscilante» (Of Population).

Partiendo de estas premisas, desde el punto de vista de Godwin, lo que se esconde detrás de los argumentos de Malthus y de los demás economistas liberales no es tanto la explicación de una ley natural, sino la legitimación de la injusticia. Las tesis maltusianas no responden, por tanto, más que a argumentos ideológicos que apoyan un sistema de opresión del que se beneficia una clase social determinada: «El señor Malthus ha dado aquí un gran paso (...) en favor de la parte más favorecida de la comunidad» (Of Population). Por otra parte, y aquí entran en juego sus concepciones acerca de la naturaleza humana, pensaba Godwin que la filosofía moral que se esconde detrás de los planteamientos maltusianos va encaminada a subyugar la libertad y espontaneidad de las personas, pues disfraza bajo el antifaz de la ciencia lo que en realidad no es más que el deseo de control de los cuerpos y las mentes de las personas para conseguir el conformismo social: «La principal y más directa lección del Ensayo[Primer ensayo sobre la población, de Malthus] sobre la población es la pasividad. Las criaturas humanas deben pensar que son desafortunadas e infelices, y así su sensatez les conduce a permanecer quietos y a soportar los problemas que tienen, en lugar de exponerse a otros que les son desconocidos» (Of Population).

Educación para el racionalismo y la benevolencia

Páginas atrás se decía que la educación, junto a la reforma, constituían los dos pilares sobre los que Godwin construía la transformación social. La reforma, desde la perspectiva godwiniana, siempre es entendida como el resultado de la educación, elemento clave en todo el edificio intelectual del autor inglés. Tanto interés tuvo Godwin por la educación que hasta intentó poner en marcha una escuela para educar niños según su criterio. Aunque no logró ningún cliente, ha quedado para la posteridad un informe en el que nos dejó sus ideas al respecto: An Account Of The Seminary That Will Be Opened On Monday The Fourth Day Of August, At Epsom In Surrey, For The Instruction Of Twelve Pupils In The Greek, Latin, French And English Languages (T. Cadell, Londres 1783). También reflexionó sobre la educación en su libro The Enquirer (Londres 1797).

Para Godwin, la educación no es sólo la instrucción, sino que educar debe responder a un programa global que considere al hombre como un ser integral en el que han de convivir el plano moral y el plano intelectual. No se debe educar a los niños en el aprendizaje de las normas de aclimatación social, sino que el objetivo debe hallarse en desarrollar en los alumnos la capacidad para ejercer su propio juicio por medio de la razón. Para ello, hay que fomentar en ellos los valores de la autonomía y la virtud que les permitan discriminar entre la multitud de opciones morales entre las que puede elegir cada individuo. Como elementos para ejercitar estas facultades cuenta Godwin con la literatura y la historia, y en particular la historia de la Roma republicana, en la que creía ver encarnados los ideales de la virtud cívica que deben acompañar siempre a todo ciudadano. Por lo que se refiere a la literatura, representaba para nuestro autor no sólo un medio de entretenimiento, sino un estímulo a la reflexión sobre los problemas morales que plantea el escritor. Godwin utilizó muy a menudo la novela como mecanismo para la pedagogía de sus propósitos morales y políticos. Su obra Caleb Williams es el mejor ejemplo de ello.

Por otra parte, considera Godwin que cada persona ha nacido inserta en un entorno social determinado, que lo condiciona, ciertamente, pero no hasta tal punto que le prive de elegir una conducta u otra. El determinismo está presente en la obra de Godwin, como en la de muchos contemporáneos de similar familia ideológica, sin embargo, el peso de este condicionante no es tan fuerte como para apagar los requerimientos de la razón. El contexto determina la enorme variedad de enfoques con los que los hombres se enfrentan a los desafíos de la vida, pero no los coartan completamente, sobre todo si mediante la educación se ha desarrollado en los individuos su conciencia de racionalidad. De hecho, y como se titula el primero de los ensayos del libro The Enquirer, la educación es el proceso de despertar de la mente («Of Awakening of Mind»).

Por lo tanto, y como define claramente este texto, la educación parte de un fin individual y tiene una proyección social:

«El verdadero objetivo de la educación, como de cada proceso moral, es la producción de felicidad. Felicidad del individuo, en primer lugar. Si los individuos fueran universalmente felices, la especie sería feliz. En la sociedad, los intereses de los individuos están entremezclados y no pueden separarse» (The Enquirer). Godwin se pregunta en qué consiste esa felicidad que proporciona la educación. La respuesta es fácil de deducir si tenemos en cuenta los componentes morales que tiñen toda su obra: la educación ha de convertir al hombre en un ser virtuoso, y «to make a man virtuous we must make him wise», escribirá. Mediante la sabiduría, el hombre se comprenderá a sí mismo y a los demás, respondiendo plenamente a la noción de benevolencia universal, tan propia del siglo XVIII. La benevolencia constituiría, por consiguiente, la conducta que facilita al individuo el camino más beneficioso para el conjunto de los demás hombres en función de los criterios que se desprenden de la virtud y de la justicia.

Obviamente, la educación se convierte así en un instrumento demasiado lento para la transformación social. Sin embargo, y como ya se dijo antes, Godwin jamás admitió que la presión de las minorías ilustradas o políticas acelerase un proceso que sólo podía alcanzar sus más elevados frutos por medio del lento despliegue de la racionalidad en cada individuo. La razón se manifestará gradualmente, e incluso con retrocesos, pero siempre hacia adelante porque «la verdad es omnipotente. Los vicios y la debilidad moral del hombre no son invencibles. El hombre es perfectible o, en otras palabras, susceptible de progreso perpetuo» (Political Justice). Por eso el progreso de los individuos no se detendrá nunca. No hay en Godwin, por tanto, paraísos futuros ni puntos de llegada, sino un continuado proceso de perfeccionamiento en el que los individuos serán cada vez más autónomos y virtuosos y comprenderán mejor los comportamientos ajenos, así como sabrán cuál es la decisión más adecuada: “A este respecto, a medida que la mente avance en su mejora progresiva, estaremos cada vez más cerca unos de otros. Pero hay asuntos en los que siempre diferiremos, y tenemos que diferir. Las ideas, asociaciones y circunstancias de cada hombre son suyas; y es la existencia de un sistema general la que nos conducirá a requerir a todos los hombres, cualquiera que sea su circunstancia, a actuar por una regla precisa y general. Junto a esto, por la doctrina del progreso continuado, siempre tendremos errores, aunque cada vez menos. El método más adecuado para acelerar el fin del error y producir uniformidad de juicio no es la fuerza bruta, ni la ley o la intimidación, sino, por el contrario, el impulso a cada hombre para que piense por sí mismo” (Political Justice).

Proyección del pensamiento de William Godwin

No puede decirse que Godwin haya creado una escuela detrás de su pensamiento, ni tampoco un movimiento social. Su huella es más bien difusa, poco nítida, aunque evidente en autores y corrientes muy distintas. Los primeros interesados en sus ideas, dejando al margen a algunos de sus compañeros del círculo radical, hay que buscarlos entre los poetas del romanticismo inglés.[37] La primera generación romántica, Southey, Wordsworth y Coleridge, se vio tan atraída por la Revolución francesa como el propio Godwin y los poetas siguieron la polémica levantada en torno a ella con gran apasionamiento, hasta el punto de que alguno de ellos llegó a cruzar el canal para presenciar los hechos de primera mano. Fue precisamente a partir de la obra que Godwin escribió en el seno de esta polémica, Political Justice, como tuvieron conocimiento de su existencia. Southey y Coleridge, deseosos de imitar el ejemplo norteamericano y seducidos por las ideas de Godwin, decidieron fundar lo que se llamó «pantisocracia». La pantisocracia fue el intento de estos jóvenes poetas de crear una comunidad para llevar una vida lo más natural posible, guiada por los principios de la virtud y benevolencia que habían bebido de la obra de Godwin. Para ello compraron un terreno en el valle del río Susquehanna, en los Estados Unidos, y se pusieron en contacto con Godwin para que les asesorase en la materia. La propia denominación de la comunidad, pantisocracia, apelaba a la idea godwiniana del gobierno de todos por medio de la deliberación comunitaria. Finalmente, el proyecto no salió adelante, aunque dejó alguna que otra huella poética. Wordsworth, por su parte, menos dado a las aventuras, se manifestó interesado por el pensamiento godwiniano por lo que éste tenía de rechazo al uso de la violencia como forma de transformación social. Wordsworth se había quedado muy impresionado de los años del terror revolucionario francés y buscó en Godwin una salida a su deseo de reforma social.[38]

Sin embargo, el poeta que más claramente recoge la herencia de Godwin es Percy B. Shelley. Perteneciente a la segunda generación romántica inglesa y, por tanto, más joven que los anteriormente mencionados, Shelley entró en contacto con nuestro autor cuando éste ya había perdido toda la fama de la que había disfrutado en los años finales del siglo XVIII. Shelley encontró en Godwin un guía para su poesía y para su formación ideológica, pues a pesar de los problemas que le ocasionó y de las discrepancias que mantuvieron, el poeta siempre reconoció al viejo Godwin el papel de mentor.[39] Se ha llegado a decir incluso que sin conocer la obra de Godwin no puede entenderse la poesía de Shelley.[40] Esta apreciación que, obviamente, resulta algo exagerada, no deja de llamar la atención sobre el hecho de que el pensador influyera enormemente sobre el poeta. Mediante las lecturas de Political Justice Shelley fue aceptando la idea de la transformación progresiva de la sociedad, aunque sus deseos de acción le condujeran en ocasiones a sentirse más cerca de autores volcados a la actividad política como Thomas Paine o James Mackintosh, o que incluso él mismo se lanzara a la aventura irlandesa en los tiempos en que el nacionalista Daniel O’Connell clamaba por la igualdad de los católicos. El aspecto que más claramente aparece en la poesía de Shelley, y que más recuerda a su maestro, es la relación entre el individuo y la sociedad, en especial el conflicto que ello plantea, que en el caso del romanticismo (pues lo mismo sucede con otro poeta como fue John Keats) se manifiesta en la dualidad entre poder y voluntad.

En el terreno de la literatura, por último, quien más claramente refleja no sólo las influencias de Godwin, sino incluso sus contradicciones, es su propia hija Mary, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Esta novela, que tiene múltiples lecturas, muestra el reverso de la obra de su padre, la crisis de la fe en el progreso y en la racionalidad del ser humano. El protagonista, Victor Frankenstein, paradigma de la razón, será víctima de su propia obra al haber creado un monstruo cuya promesa de liberación es incapaz de cumplir.

De forma menos clara es posible hallar rastros de Godwin en autores del siglo XIX como el filántropo y empresario Robert Owen. Ambos pensadores se empezaron a tratar a partir de 1813, momento en que Owen estaba redactando su obra A New Vision of Society, or Essays on the Principle of the Formulation of Human Character. En este libro, pese a que los rastros godwinianos se combinan en el mismo grado con los de otros autores, se halla muy presente la preocupación por la educación como medio para la liberación de los hombres. Por lo que se refiere a su huella en el anarquismo, habría que decir lo mismo. En el continente europeo, su influencia ha sido muy escasa y en todo caso, llegó de la mano de Kropotkin, quien divulgó sus principales ideas en el artículo que escribió para la Enciclopedia Británica titulado «Anarquismo».[41] Más fuerte es su presencia, como por otra parte resulta lógico, en el movimiento libertario británico y norteamericano. Josiah Warren (1798-1874) es, tal vez, su más directo heredero. Warren participó en la comunidad New Harmony, que Owen había fundado en los Estados Unidos, así como en otros experimentos comunitaristas. Una de sus grandes preocupaciones fue la responsabilidad de cada individuo para transformar el mundo a partir de su propio perfeccionamiento moral, idea que recuerda a Godwin plenamente. Otros autores que manifestaron rasgos, ya no tan evidentes, de nuestro autor fueron Stephen Andrews y Lysander Spooner, así como Benjamin Tucker, el poeta Joel Barlow o, más modernamente, Herbert Read.[42]

RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA.

El pensamiento libertario de Godwin: Utilitarismo y racionalidad instrumental[43]

Introducción

Frecuentemente se ha emparentado el pensamiento de William Godwin (1756-1836) al de Jeremy Bentham (1748-1832), ambos ingleses han sido señalados como padres teóricos del Utilitarismo. Ciertamente, el lenguaje de Godwin está plagado de términos que abundan en las obras de los pensadores utilitaristas del periodo. Algunos[44] han defendido el carácter utilitarista de Godwin pese a las posturas que lo señalaban como ajeno a dicha corriente. Otros, incluso, han sugerido la posibilidad de una lectura libertaria de su utilitarismo. Es indudable que a lo largo de la obra de Godwin se plantean cuestiones típicamente utilitaristas, tal como el famoso «fire case».[45] De hecho, los debates en torno a su calidad de utilitarista discurren acerca de si la variable cualitativa de los placeres lo desenmarca de dicha corriente, o si realmente recogía la tradición hedonista —considerándola a ésta troncal para el Utilitarismo Clásico.

Sin embargo, me interesa analizar si es posible una lectura de su obra en términos utilitario-libertarios, o si, por el contrario, el Utilitarismo es incompatible con una visión libertaria de la sociedad, y, a su vez, si una lectura utilitarista es consistente con una visión de la racionalidad no instrumental, como la que, creo, sostiene Godwin. Para este propósito trabajaré sobre algunos de los planteamientos ético-políticos de Godwin contraponiéndolos con otros similares de Bentham, este último señalado como exponente más representativo del Utilitarismo Clásico.

Si en términos esquemáticos puede plantearse la existencia de dos caminos teóricos entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX: un camino axiomático, jurídico deductivo, un discurso asociado a la Revolución Francesa, vinculado a la noción de soberanía y otro camino referido estrictamente a la práctica gubernamental y a los límites que de hecho pueden ponérsele al gobierno —en términos de Utilidad—; en otras palabras, el camino rousseauniano y el camino utilitarista,[46] la tradición francesa y la anglosajona, advertimos lo problemático que resulta etiquetar o clasificar a W. Godwin en la medida en que se encuentra en medio de ambas tradiciones. La influencia del pensamiento político de Rousseau en Godwin es innegable, pero también lo es la realidad del utilitarismo en muchos de sus planteos éticos.

Si el Utilitarismo nace, según Foucault, como una tecnología de poder, de la práctica gubernamental, de los límites de la intervención del gobierno y de la formación de un Derecho Público y Administrativo, peca en su origen de aceptar la legitimidad del gobierno y difícilmente tendrá que ver con la tradición libertaria. Se desembaraza del problema acerca de los fundamentos de la soberanía. Particularmente, el Utilitarismo Clásico, especialmente en la versión de J. Bentham, se preocupa antes que del fundamento de la obediencia[47] de las cuestiones de la naturaleza y los requisitos del buen gobierno, dando por sentada la posibilidad de que haya un buen gobierno. Godwin, por su parte, se mete de lleno en la cuestión de la constitución política de la sociedad, sus bases, fundamento y naturaleza, y arremete contra el principio mismo de autoridad.

Más allá de las condiciones históricas del surgimiento del Utilitarismo, de la función que este tipo de discurso desempeñó en los hechos, quiero adentrarme en la problemática de la consistencia interna que podría tener un utilitarismo libertario a partir de sus presupuestos más arraigados. Para tal fin desarrollaré primero lo que entiendo por el Principio de Autonomía Radical en Godwin ligado a la idea de primacía del juicio propio.

Principio de Autonomía Individual Radical

Según Godwin: «Para un ser racional sólo puede haber una regla de conducta: la Justicia. Y sólo un medio de practicar esa regla: el ejercicio del juicio personal».[48] En esta afirmación —nodal para entender la propuesta godwiniana— el autor dice, entre otras cosas, que la norma de conducta es una sola, o dicho de otro modo, no hace distinción entre normas morales y normas jurídicas. Los hombres deben conducirse de acuerdo con la Justicia, a pesar de otras normas o reglas de conducta que puedan estar vigentes en la sociedad en que viven. Y el juicio sobre lo justo y lo injusto recae en última instancia en cada individuo.

En última instancia, porque la formación del juicio práctico, como la de todo juicio —según Godwin—, tiene lugar intersubjetivamente a través de la comunicación. En numerosas oportunidades el autor destaca la calidad humana como aquella que se constituye a partir de esta interacción. El juicio personal no es producto de la meditación solitaria ni del cálculode medios y fines. No se mueve el autor en el marco de una concepción instrumental de la racionalidad, sino que entiende que la formación del juicio, esté referido al mundo de la Naturaleza, al mundo de las relaciones interpersonales, o a sí mismo, se lleva a cabo a partir de la continua ilustración sobre tales asuntos, y a partir, fundamentalmente de la conversación, discusión y deliberación con sus semejantes en condiciones de igualdad y libertad.

En efecto, el autor ensalza la instrucción a través de la lectura, en el entendimiento de que a través de ella se da un diálogo entre el autor y el lector. Al igual que el «camaleón»[49] que asume el color de las sustancias sobre las que descansa, el lector se posiciona en el lugar del otro, concede a sus argumentos, acepta —aunque sea temporalmente— sus puntos de vista. El individuo vuelve su intelecto más dúctil, más comprensivo del otro a través de la lectura, se convierte en alguna medida en «criatura» del autor de la obra leída.

También el juicio se forma a partir de la discusión «en tiempo real» con los semejantes. En el prefacio a The Enquirer (1797), cuatro años más tarde de la primera edición de Political Justice, Godwin advierte que ha abandonado el método de investigación de la verdad utilizado en su primer obra, que consistía en formular un principio y deducir a partir de él sus consecuencias para adoptar un nuevo método de acceso a la Verdad, cual es la discusión coloquial. Efectivamente, presenta sus ensayos como resultado de conversaciones de las que él mismo ha participado a lo largo de los años.

Si el juicio personal se forma a través de la ilustración y la conversación (o dicho de otro modo, del diálogo diferido en el tiempo y el diálogo actual) no nos puede resultar extraño que el autor elogie, por ejemplo, la idoneidad de los viejos clubes ingleses, donde se realizaban periódicas reuniones de círculos pequeños e independientes para la formación del propio juicio, donde los miembros se encontraban en un plano de plena libertad e igualdad para expresar sus opiniones. Rechaza de lleno las grandes asambleas donde la expresión del propio juicio u opinión se ve coartada por la fuerza del número. Confía en el hábito de la «conversación amistosa», que nos habitúa a escuchar diversidad de ideas y de opiniones, nos obliga a ejercitar la atención y la paciencia (...) Si rememora su propia historia intelectual, todo hombre pensante reconocerá que debe las sugestiones más fecundas a ideas captadas en animados coloquios.[50]

En efecto, Godwin considera que la regla moral por excelencia es aquella por la cual el individuo se escapa de su propio punto de vista, se coloca en lugar del otro respecto del cual debe actuar o decidir. Señala el autor que el agente debe formarse una adecuada idea de los placeres y desplaceres del otro, entendiendo, claro, que pueden ser distintos de los propios. Opera una especie de «transmigración» voluntaria entre los individuos involucrados, que será más perfecta cuanto más conozcamos las opiniones del otro. Tarde o temprano siempre habrá tiempo para la deliberación, pero mientras no sea posible, puede el agente «evocar» en su propia mente las preocupaciones, sentimientos, prejuicios, motivos del otro para formarse el juicio personal y así proceder. No porque el Hombre pueda formarse juicios a priori sobre asuntos morales, sino porque en un buen hombre, en un hombre educado, ilustrado, ya se encuentran los valores de la sociedad en que vive, valores de los otros, opiniones de los otros, sentimientos de los otros; por ello, el buen hombre avezado ya en esta transmigración actúe probablemente con rectitud aun en aquellos momentos en que la deliberación no sea posible —pero solamente, cuando no sea posible.[51]

Por otra parte, sabido es que Godwin, al igual que sus contemporáneos utilitaristas, hacía una defensa irrestricta a la libertad de conciencia, de expresión y de pensamiento. Pero me interesa resaltar que, a diferencia de la más famosa defensa que se ha hecho de estas libertades desde el Utilitarismo,[52] la defensa godwiniana se fundamenta no ya en la Utilidad de garantizarlas sino en la ilegitimidad intrínseca de toda acción tendente a restringir, suprimir o afectar la Voluntad del individuo por medio alguno que implique la utilización de cualquier cosa distinta que la palabra. La única coerción válida contra la opinión de un individuo, es la del mejor argumento:

Cuando descendemos al terreno de la lucha violenta, abandonamos de hecho el campo de la verdad y libramos la decisión al azar y al ciego capricho. La falange de la razón es invencible. Sus avances son lentos pero incontenibles: nada puede resistirla. Pero cuando dejamos de lado los argumentos y echamos mano a la espada la situación cambia por completo.[53]

Pero si bien, el pensamiento humano, las ideas morales, las intuiciones y las inclinaciones distan mucho de ser un producto de una concepción solipsista del hombre, independiente de toda influencia externa ni perteneciente a un hombre aislado; también es cierto que el autor está lejos de receptar una posición donde la individualidad sea suprimida en su interacción con los otros. El hombre es, en todo caso y bajo cualquier circunstancia, un ser irreductible. Y su juicio, en cuanto expresión de sí mismo, también lo es. Irreductible en el sentido de que ninguna circunstancia extraordinaria legitimará una intervención coactiva sobre él, ni sobre sus opiniones, ideas, o preferencias. Su individualidad no debe ser suprimida en nombre de un bien mayor. Irreductible también, porque tampoco será legítima intromisión alguna en sus acciones, y aquí reside la radicalidad de la autonomía individual tal como él la entiende. No hay intervención coactiva sobre lo que otros denominarían su fuero interno pero tampoco sobre su fuero externo. En efecto, sus reflexiones en torno al Martiricidio[54] y al Castigo así lo confirman: jamás será legítimo el sacrificio forzado de un individuo para el bien del conjunto. La facultad de autodeterminación del hombre en los términos en los que lo plantea el propio Godwin, una facultad insustituible e inalienable, es incompatible con toda autoridad de la sociedad sobre el individuo.[55]

En contraste con la concepción liberal de autonomía, Godwin no distingue dos órbitas de acción: una privada y una pública, donde una queda reservada a la conciencia sin que sea posible la intromisión, y la segunda, donde el individuo debe dar cuenta de sus acciones a la sociedad o al gobierno. Pero tampoco, como podría suponerse, hay en Godwin una reducción del ámbito reservado a la conciencia junto a una ampliación de la esfera susceptible de intromisión por parte de la sociedad. Muy por el contrario, Godwin afirma que no hay ámbito de acción humana del que no se deba rendir cuentas a la propia conciencia ni ámbito de acción en el que sea legítima la intervención coactiva de la sociedad. Godwin ni reduce ni amplía las esferas de acción privada y pública, sino que disuelve esa distinción y reclama para el individuo la máxima libertad. Libertad que no consiste en acción caprichosa y arbitraria del individuo sino en acción racional, esto es, de acuerdo con la regla de justicia a la que se accede por medio de la ilustración, la reflexión y la perpetua deliberación entre hombres libres e iguales. Es por ello que el fundamento último de semejante radicalidad en la concepción de la autonomía, para Godwin reside en la condición del hombre en tanto ser racional:

¿Cuál es el fundamento de la moral y del deber? La Justicia (...) Pero las reglas de la justicia son a menudo obscuras, dudosas y contradictorias; ¿Qué criterio empleamos para librarnos de la incertidumbre? Sólo hay dos criterios posibles; la decisión por el juicio ajeno y la decisión por nuestra propia conciencia (...) si abdicamos de nuestro entendimiento habremos renunciado a nuestra condición de seres racionales y por tanto habremos abandonado también la condición de seres morales (...).[56]

Esta concepción de autonomía radical del hombre se condice con la concepción de una racionalidad constituida, como se ha señalado, a partir de la interacción comunicativa entre seres morales. Es por ello que, aun cuando se pueda vislumbrar en Godwin visos de Utilitarismo, lo cierto es que este Principio de Autonomía Radical que atraviesa toda su obra impide una lectura lisa y llanamente utilitarista.

Principio de Utilidad y Racionalidad Instrumental

Tomemos una definición clásica de la Teoría Utilitarista: El Utilitarismo como la corriente ética y política que adopta por fundamento el Principio de la Mayor Felicidad del Mayor Número, según el cual las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer (...) tal criterio no lo constituye la felicidad del propio agente, sino de la mayor cantidad total de felicidad.[57]

Para un utilitarista clásico, entonces, existe el deber moral de orientar la conducta de modo tal que frente a un abanico de posibilidades de acción, se realice aquella cuyas consecuencias sean las mayormente benéficas para la Felicidad General sin consideración acerca de la distribución de ese cúmulo de Felicidad, ni tampoco de la distribución de algún eventual sacrificio (siempre y cuando la suma neta se conforme al Principio de Mayor Felicidad) que algún o algunos individuos deban padecer. Concibe, por tanto, la acción moral como un tipo especial de acción: aquella que se realiza con arreglo a fines, una acción que previo cálculo de medios y consecuencias es llevada a cabo con una finalidad determinada. Supone, asimismo, que la acción de afectar negativamente a otro individuo —por ejemplo, quitándole la vida, la libertad o los bienes— en pos de la Utilidad puede —y en su caso, debe— realizarse forzosamente, es decir, sin el consentimiento del afectado. El «otro» es incorporado al cálculo de Utilidad como un dato más de la realidad. Esto es válido no sólo para el Utilitarismo Clásico sino para el Utilitarismo en cualquiera de sus formas, ya que simplemente se deduce del Principio de Utilidad.[58]

Para un utilitarista típico, entonces, no solamente es posible, sino encomiable, orientar las acciones de todos los hombres con arreglo al principio de utilidad sin otra consideración. La institucionalización de ese principio no hará otra cosa que garantizar la reducción de las conductas que se consideran contrarias a él —a partir del castigo— y, por tanto, la cristalización del Principio en Ley, en Norma Jurídica incrementará la Utilidad General. Lo que para Bentham eran instrumentos eficientes para vehiculizar el progreso social —las leyes y las instituciones—, para Godwin no eran otra cosa que resabios de la barbarie humana que debían extinguirse.[59]

Efectivamente, si se exalta toda acción que procure el Bien General —sea en términos hedonistas, de bienestar, etc.— independientemente de la voluntad o consentimiento de los afectados, y esto es lo que hace el Utilitarismo, entonces el Principio de Utilidad está enteramente imbricado con el Principio de Autoridad. La cual es aquí entendida como desplazamiento de la autonomía individual a favor de la potestad de un individuo o conjunto de individuos de decidir por el otro, en nombre del otro, en lugar del otro.

No sólo una buena acción para un utilitarista, es decir, una acción conforme al principio de utilidad, no precisa para ser tal de la aprobación de los afectados, ni aun de una mayoría de ellos, ni tampoco de una potencial aprobación, sino que seguirá siendo buena cuando se realice a pesar y contrariamente a su voluntad. Tampoco requiere la regla bajo la cual cae una buena acción de forma alguna que permita deducir su posible aceptabilidad por los involucrados. El principio de utilidad manda a actuar estratégicamente, a orientar la conducta con arreglo a fines, a maximizar beneficios, a actuar eficientemente una vez que se ha fijado el propósito deseado. El individuo, y el gobierno, han de proceder estratégicamente respecto de los objetos que lo rodean, también deben hacerlo de este modo respecto de los demás individuos como si también éstos fueran objetos. Impera la racionalidad instrumental. El otro y los otros se incorporan al cálculo de la utilidad como un objeto más de la realidad sobre la cual se debe actuar. La consideración acerca de la mayor felicidad o bienestar o placer de ese colectivo no hace más que confirmar su realidad como simples depositarios de placer y dolor, sin voz, sin opinión, sin autonomía. El otro, a los ojos del agente, no es más que un instrumento para lograr fines, sea el agente un individuo o el gobierno mismo. Tan ligada está con el utilitarismo clásico la noción de acción estratégica que la definición misma de la tarea del gobierno está expresada por Bentham en esos términos: «La tarea del gobierno es promover la felicidad de la sociedad, por medio de castigos y recompensas».[60] El gobierno, ha de actuar respecto de los ciudadanos de la misma manera que el científico ha de actuar respecto de la naturaleza: ha de disponer de ella, influir sobre ella, manipularla y controlarla.

Bentham estaba tan interesado en el consentimiento del detenido ubicado en una estructura arquitectónica panóptica como Godwin lo hubiera estado en aceptar el ingreso de alguien allí. «Facúlteseme a construir una prisión con ese modelo y yo seré su carcelero»,[61] reclamaba Bentham a un diputado de la Asamblea Nacional de Francia, renunciando a todo salario. Pero no se trata de una especulación sobre la psicología de cada uno de los autores, sino de comprender las consecuencias en que derivan sus supuestos. Recuérdese la presentación que del Panóptico hace Bentham:

Si fuéramos capaces de encontrar el modo de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede suceder; de disponer de todo lo que los rodea a fin de causar en cada uno de ellos la impresión que quisiéramos producir; de cerciorarnos de sus movimientos, de sus relaciones, de todas las circunstancias de su vida, de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que un medio de esta índole sería un instrumento muy potente y ventajoso, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos, según su trascendencia.[62]

Nada más gráfico de la racionalidad instrumental, propia del Utilitarismo Clásico, que la idea del Panóptico en el cual el hombre no es más que algo de lo que se dispone, se controla, se vigila, se observa, se estudia, se manipula. No hay posibilidad alguna de concebir al carcelero y al detenido en pie de igualdad. Ya el diseño arquitectónico del panóptico, en cuanto dispositivo de poder, presupone la mirada objetivante de un sujeto que se ubica por encima de otro, que no le presta oído si no en la medida en que pueda extraer de él algo útil para un nuevo sometimiento, para perfeccionar el ejercicio mismo de poder, para hacerlo más eficientemente.

No sólo en la concepción benthamiana de la tarea de todo gobierno ni en la concepción del criminal se evidencia el tipo de racionalidad que está detrás del cálculo utilitarista. También en su concepción de la educación podemos advertirlo: dice Bentham que «velar por la educación de un hombre es cuidar de todas sus acciones; es situarlo en una posición en la que se pueda influir sobre él como se desee, seleccionando los objetos de los que se rodea y las ideas que en él se siembran»,[63] aquí el contraste con Godwin es abismal. En Teoría Política, ha habido quien ha tomado el modelo de poder paterno para legitimar la autoridad o poder político (v. gr. Robert Filmer), también quien ha contrapuesto ambos modelos para legitimar el poder político sobre un fundamento distinto (v. gr. Rousseau); pero Godwin, los ha equiparado para impugnar el fundamento de la autoridad tanto de uno como del otro a la vez. La educación paterna, según Godwin, retoma la línea que veníamos viendo:

Los argumentos aducidos contra la coerción política son igualmente válidos contra la que se ejerce entre amo y esclavo o entre padre o hijo (...) En suma, podemos plantear este irresistible dilema. El derecho del padre sobre el hijo reside o bien en su mayor fuerza o en la superioridad de su razón. Si reside en la fuerza, hemos de aplicar ese derecho universalmente, hasta eliminar toda moralidad de la faz de la tierra. Si reside en la razón, confiemos en ella como principio universal. Es harto lamentable que no seamos capaces de hacer sentir y comprender la justicia más que a fuerza de golpes. Consideremos la violencia sobre el espíritu de quien la sufre. Comienza causando una sensación de dolor y una impresión de repugnancia. Aleja definitivamente del espíritu toda posibilidad de comprender los justos motivos que en principio justificaron el acto coercitivo, entrañando una confesión tácita de inepcia. Si quien emplea contra mí la violencia, dispusiera de otras razones para imponerme sus fines, sin duda las haría valer. Pretende castigarme porque posee una razón muy poderosa, pero en realidad lo hace sólo porque es muy endeble.[64]

Por su parte, en su obra The Enquirer, advierte que el objeto de la educación es la felicidad. La del individuo, en primer término, y luego (consecuentemente) la de la especie humana. El hombre debe ser útil en su sociedad, pero no en los términos en que lo piensa Bentham, sino que para Godwin, ser útil significa ser virtuoso, hacer uso de las facultades más elevadas del hombre.[65]

Queda en evidencia el abismo en la concepción del poder entre Bentham y Godwin, así como la incompatibilidad de ambos sistemas. Para Godwin, ni siquiera el niño, en tanto ser capaz de lenguaje, puede ser avasallado por la fuerza, sino que debe ser tratado como un interlocutor legítimo.

Conclusión

Hemos visto cómo, en Godwin, aparece otro principio regulativo además del principio de utilidad: el principio de la autonomía individual, entendiéndola, radicalmente, hasta sus últimas consecuencias. Una autonomía por la cual el hombre es un ser moral, capaz de autodeterminarse, pero también, capaz de comprender la autonomía de los demás hombres y, junto con ellos, a partir de la mutua y recíproca acción, formarse el propio juicio acerca de lo justo y lo injusto. Una autonomía irreductible, en la medida en que no puede dejar de ser individual, que no se funde en una autonomía superior ni colectiva, sino que siempre persista. Irreductible, también, porque no es transigible. Está planteada en términos tan radicales que no hay cálculo de utilidad alguno que habilite avasallar coactivamente la autonomía del otro.[66] Radical, también, porque asiste al hombre desde su niñez, en la medida que se constituye como un ser capaz de lenguaje y sentimiento moral, de comprender razones y argumentos, de cuestionar y reflexionar.

Cabe preguntarse si la autonomía, entendida en estos términos, puede compatibilizarse con el principio de utilidad.

Sabemos ya que no se trata de un utilitarismo típico, por cuanto la persecución de la mayor utilidad encuentra un freno insalvable en la autonomía de los otros. Esto quiere decir que, aun cuando mi juicio personal me indique que es conforme a la regla de utilidad —o justicia— actuar de determinada manera, no podré proceder así si esto envuelve coerción sobre los otros. Deberá, en su caso, intentar convencerlos de lo justo en mi actuar, por medio de una libre discusión y deliberación, de modo que no deba servirme de la fuerza para lograr mi propósito —el que de acuerdo con mi juicio, conformado a partir de la discusión misma, sea el más acorde a la Regla de Justicia— y que, en su caso, variará también en la medida en que los demás hayan podido convencerme, eventualmente, de mi error.

También se trata, en todo caso, de un utilitarismo atípico, en la medida en que la utilidad no es producto de la razón instrumental-cognitiva de un sujeto que procede respecto de sus semejantes estratégicamente. Las acciones de los hombres no son concebidas por Godwin mecánicamente, esto es, como efecto de seres biológicos sometidos a sus dos amos: el placer y el dolor,[67] frente a cuyo influjo respondemos como por acto reflejo. Godwin, aun receptando en algún punto presupuestos hedonistas, concibe la utilidad, no ya desde esa racionalidad instrumental, sino como aquel principio al que se accede intersubjetivamente, por medio de la ilustración, de la comunicación, de la deliberación en condiciones de igualdad y libertad, de la argumentación y de la contraargumentación. En todo caso, como hemos visto, la determinación de su significado último queda en la cabeza de cada hombre individual, pero no ya a partir de la reflexión solitaria sino a partir del libre debate de ideas.

También atípico su utilitarismo, en la medida en que es incompatible con el principio de autoridad, el cual estaba, como hemos visto más arriba, profundamente imbricado con el principio de utilidad.

La pregunta sobre el utilitarismo de Godwin, reside entonces en la delimitación de lo que se considera Utilitarismo. Si por tal entendemos la definición citada de Mill, o bien, los rasgos más salientes de la obra benthamiana, según hemos descrito, entonces, Godwin difícilmente podrá ser tildado de utilitarista y deberemos inclinarnos por situarlo como un verdadero heredero de esa tradición a caballo de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX que Foucault llamaba, axiomática, revolucionaria, rousseauniana.

MARÍA EMILIA BARREYRO.

William Godwin y el anarquismo a propósito del Political Justice[68]

En el pasado mes de Febrero, se cumplieron doscientos años de la publicación del más famoso libro de William Godwin, Enquiry Concerning Political Justice (1793), sobre el que Hazlitt (citado por Brailsford[69]) dice que

«ninguna obra de nuestra época causó semejante conmoción en el pensamiento filosófico del país... En aquel entonces, en relación con Godwin, se consideraba a Tom Paine como un bufón; a Paley, como una vieja loca; a Edmund Burke, como un sofista relumbrón».

Por su parte, Benjamin Constant, en 1804, considera al Political Justice como una de las obras maestras de la época. No quisiera pues, dejar pasar la ocasión de recordar —en la pequeña medida de mis posibilidades— tal efemérides.

Para el objetivo que me propongo, nada mejor que recordar aquí las palabras que dos estudiosos del anarquismo, Ángel J. Cappelletti y Félix García Moriyón, dedican a propósito de la obra y de la figura de William Godwin. Es Cappelletti quien nos dice que:

«si fuese necesario grabar un nombre en la antesala del anarquismo, tendríamos que traer a la luz el de William Godwin... Así como en el terreno de la filosofía teórica el siglo XVIII presenciara en las ideas británicas, la radicalización del fenómeno, y la disolución de los conceptos de sustancia y de causa, con el paso de Locke a Berkeley y de Berkeley a Hume, así en el terreno de la filosofía política, tuvo que asistir a la radicalización del liberalismo (cursivas mías) y a la —cada día mayor— exigencia de libertad e igualdad hasta llegar a la abolición del Estado, con el paso de Locke a Paine y de Paine a Godwin. (...). Lo esencial de la filosofía política del anarquismo lo podemos encontrar en su Enquiry Concerning Political Justice, y aunque su crítica del capitalismo es aún rudimentaria, como corresponde al carácter del mismo, su crítica del Estado llega ya a las raíces del poder político».

Godwin, —sigue diciendo A. Cappelletti—

«se sitúa en una línea de continuidad con Proudhon, Bakunin, Kropotkin y Malatesta. Aunque cronológicamente anterior a toda organización anarquista y a todo movimiento obrero que pudiese reivindicar tal denominación, su pensamiento preanuncia lo que será, pese a todas las discrepancias, el camino real del anarquismo. Podemos decir que constituye su punto de partida o, por lo menos, su obligado atrio».[70]

Por su parte, en su trabajo titulado Del socialismo utópico al anarquismo, Félix García Moriyón nos dice, a propósito del autor, que Godwin «supone una radicalización del liberalismo (cursivas mías) que lo sitúa ya en posiciones casi completamente anarquistas... al añadirle al liberalismo una fuerte crítica económica, propia de todo movimiento socialista».[71]

Muchos son los autores que, al revisar los fundamentos de la ideología libertaria en general, consideran al anarquismo —por emplear palabras de J.A. Álvarez Junco[72] — como la «culminación de la ideología liberal». La figura y la obra de William Godwin —creo yo— nos será de gran utilidad a la hora de poder comprender y señalar las posibles relaciones a establecer entre una y otra ideología. Con este objetivo haré un recorrido a través de las ideas y principios fundamentales del Political Justice para así poder ir delimitando aquellas semejanzas y/o diferencias que nos permitan trazar la línea divisoria o de continuidad entre el liberalismo clásico[73] y el —posiblemente— incipiente «anarquismo» de Godwin.

De forma muy general, podemos iniciar nuestro recorrido señalando que Godwin concibe la política «como el vehículo apropiado de una moralidad liberal».[74] Sus conclusiones, por lo mismo, se derivan de principios éticos, basados —a su vez— en una visión «particular»[75] de la naturaleza humana. Godwin afirma de forma insistente la existencia de una indisoluble conexión entre la política y ética. Para él, la política no es otra cosa que una sección de la ciencia de la ética:

«De lo dicho parece que el asunto de la presente investigación es, estrictamente hablando, una parte de la (ciencia de las costumbres) ética. La moralidad es la fuente de la que se deben deducir sus axiomas fundamentales...»[76]

Godwin, como ya se indicó, cree firmemente en la posibilidad de establecer una ciencia de la política sobre principios «Optimistas» de la naturaleza humana y, a partir de ellos, deducir la mejor forma de existencia social. Su objetivo fundamental será, por lo tanto, el establecimiento del tipo de sociedad que mejor se adapte al hombre moral aunque, —como veremos— su ideal de una sociedad justa, no incluye al gobierno. En este sentido, creemos necesario decir que Godwin distingue cuidadosamente entre gobierno y sociedad; o, —como diría Álvarez Junco[77]— entre «la sociedad como imprescindible elemento en el que se desenvuelve la vida individual y la sociedad como conjunto de reglas, escritas o no, defendidas por las instituciones dotadas de poder de coacción, que limitan la libertad individual». En este sentido, el autor del Political Justice, afirma que ambos —sociedad y gobierno— tienen orígenes y propósitos distintos:

«... es necesario, antes de entrar en el asunto, distinguir cuidadosamente entre sociedad y gobierno. Los hombres se asociaron al principio a causa de la asistencia mutua. No previeron que haría falta ninguna restricción para reglamentar la conducta de los miembros individuales de la sociedad entre sí o en relación con el todo. La necesidad de restricción nació de los errores y maldades de unos pocos».[78]

Y, un poco más adelante, retomando palabras del Common Sense de Thomas Paine, concluye que la sociedad, en cualquier condición, es siempre una bendición; mientras que el gobierno, aún en el mejor de los casos, es solamente un mal necesario.[79]

De alguna forma, y para esquematizar el contenido del Political Justice, podemos retomar la clásica fórmula (tan querida de los anarquistas) «destruam et aedificabo», que nos permitirá señalar la existencia de —al menos— dos grandes partes en dicha obra: una, de sentido crítico o negativo; otra, de sentido positivo o reconstructivo; aunque, como señala el profesor Kramnick en la «Introducción» a su edición del Political Justice (London, Penguin Books, 1976), cabe señalar dos fases en la parte crítica o negativa; fases entre las que, por otra parte, se establece cierta tensión, por no decir contradicción.[80]

Siguiendo esta división, hay que indicar que, en la primera fase de la parte crítica o negativa, Godwin rechaza de forma clara la tradición de los derechos naturales de Locke. Para él, los hombres no tienen derechos inalienables en sentido discrecional (o, como él les llama, «derechos activos»): sólo el deber de practicar la virtud y decir la verdad. Los derechos, en su sentido básico liberal, «Son anulados y reemplazados por la superior exigencia de la justicia».[81] Y podemos afirmar que Godwin rechaza tal tradición por ser demasiado egoísta; ya que, para él, el deber, la justicia y la preocupación por el bien común son sacrificados en este tipo de mundo.

Como señala P.H. Marzhall,[82] Godwin es firme en este punto, y rechaza el derecho a la propiedad de Locke y el derecho a elegir gobierno de Paine, desmarcándose de esta forma de la tradición de la época, en la que toda lista típica de derechos individua les incluía el derecho a la propiedad. Lejos, pues, de esta tradición, el hombre sólo tiene derechos y poderes discrecionales en cuestiones totalmente indiferentes. Por lo demás, está obligado por la justicia a cumplir su deber; a emplear su propiedad y su persona en la producción de la mayor cantidad de bien general. El deber de cada uno es ver que cada acto suyo está unido al bienestar general; esto es, al beneficio de los individuos de los que se compone el todo:

«Supóngase —escribe— que un hombre posea una parte mayor de propiedad que otro (...), la justicia le obliga a considerar esa propiedad como un depósito (...). —Por lo tanto— no tiene derecho a disponer de un chelín de ella, según su capricho...».[83]

Pero no sólo esto, Godwin está dispuesto a prescindir del más fundamental de los derechos liberales, y así afirma: «el hombre no tiene derecho a la vida, cuando el deber le llama a renunciar a ella».[84] Nosotros, a decir verdad, no tenemos nada que sea nuestro; estrictamente hablando no tenemos nada que no tenga su destino establecido por la voz de la razón y de la justicia:

«... Del mismo modo que mi propiedad, poseo mi persona como depósito a favor del género humano. Estoy obligado a emplear mi talento, mi entendimiento, mi fuerza y mi tiempo en la producción de la mayor cantidad de bien general. Tales son las manifestaciones de la justicia, tan grande es la magnitud de mi deber».[85]

Hasta aquí las ideas de Godwin correspondientes a la primera de las fases críticas de su Political Justice, centradas en el rechazo de la tradición liberal de los derechos naturales. Pasaremos ahora a las ideas correspondientes a la segunda de estas fases críticas, relativas a su ataque a la ley y al castigo, y a la autoridad política, —curiosamente— ahora en nombre de los valores «liberales» del juicio privado y de la individualidad. Como señala Isaac Kramnick[86], a través de su preocupación por dichos valores, puntas de lanza de su ataque a la ley y a la autoridad política, Godwin entra de lleno dentro del ámbito de la preocupación por la libertad individual propia de la tradición liberal. En este sentido, hemos de señalar que, para este autor, la autodeterminación y la independencia son algo básico para la naturaleza humana:

«... el hombre es una clase de ser cuya excelencia se basa en su individualidad y, por lo tanto, no puede ser considerado ni grande ni sabio sino en la medida de su independencia.».[87]

El hombre, por lo tanto, sólo puede ser estimado en la medida en que es independiente; tiene el deber de consultar ante todo su propia razón y extraer sus propias conclusiones. Puede, pues, parecer que, al referirse a la individualidad como la «esencia misma de la excelencia humana» Godwin está afirmando la quintaesencia del liberalismo. Y puede parecer que es esta coincidencia o acuerdo con el liberalismo el punto de apoyo más firme para afirmar la reducción del anarquismo a un simple apéndice de esta ideología. O, por decirlo de otra forma, este acuerdo sería el que le permite a Agnes Heller[88] caracterizar adecuadamente a los anarquistas como «liberales con bombas», pero —en definitiva— liberales. Así pues, ya que anarquistas y liberales comparten este valor básico, sus teorías —parece argumentarse— deben ser consideradas como fundamentalmente la misma. Sin embargo, creemos necesario decir que esta valoración de la individualidad por parte de Godwin, (y sobre todo por parte del anarquismo posterior a él), no se puede traducir de forma lineal como la afirmación de un individualismo anti-social.

Es a partir de este punto donde, para mí radica la dificultad a la hora de afirmar tal tesis reduccionista; por lo menos en su sentido más fuerte. Como señala Alan Ritter,[89] sólo es posible mantener tal tesis si pasamos por alto la diferencia en el «Status» normativo asignado por las dos ideologías (la anarquista y la liberal) al polo opuesto de la individualidad; o lo que es lo mismo, a la comunidad. A partir de aquí, Ritter considera que los anarquistas, lejos de ser una clase especial de liberales, son una clase totalmente diferente.

Por nuestra parte diremos que, si bien creemos que no es posible afirmar la tesis reduccionista; no es menos cierto que, a esta altura de nuestra investigación, y por lo que a Godwin se refiere, tampoco se puede afirmar tan rotundamente la tesis de Ritter, y a que el papel que Godwin le asigna a la comunidad no es tan claro como el que le asignan los anarquistas posteriores. Volviendo a las ideas del Political Justice, y centrándonos ya en su crítica a la ley y a la autoridad política, creemos que es posible establecer que es en esta crítica donde reside, por decirlo de alguna forma, la fuerza que, en cierto sentido, empuja a su «liberalismo», (desprendido de la afirmación de la individualidad y del juicio privado), hacia el extremo de su «incipiente» anarquismo. O lo que es lo mismo, empleando palabras de I. Kramnick, «Su pensamiento se verá arrinconado a extremos anarquistas a través de su crítica a la ley, al castigo y a la autoridad política».[90]

Al revisar las ideas de Godwin sobre la ley, vemos que parte de la idea de que todas las leyes son arbitrarias. La ley, más que proteger la libertad humana, es su peor amenaza. Al igual que el lecho de Procusto, intenta en todo momento reducir las múltiples acciones de los hombres a un modelo universal. El punto central del que parte Godwin es la consideración de que la

«diversidad de la experiencia humana desafía cualquier intento de generalización, una de cuyas formas más importantes es la ley abstracta. Ella fija a la mente humana en una condición de estancamiento y sustituye al progreso por la permanencia; en definitiva, pretende reducir las acciones de los hombres a un modelo único».[91]

Como señala M.H. Scrivener,[92] filosóficamente, una ley tiene el mismo status que una opinión, ya que la ley, —desmitificada en Godwin— no constituye más que una serie de opiniones sobre cuál es la conducta social apropiada. Pero la ley hipostasia a la opinión, la transforma en una verdad universal. De esta forma, la ley es percibida como una agencia de estancamiento en conflicto con la creatividad de la mente, y —por lo tanto— como una fuerza perjudicial. Al imponer el estancamiento, genera una dialéctica de la sin-razón en ambas direcciones, ya que —como indica Godwin—«aniquila el entendimiento del sujeto sobre el que se ejerce y, después, el de quien la ejerce».[93]

En sus críticas al sistema, Godwin se basa en Cesare Bonesana —marqués de Beccaria— y en su concepción de la reforma penal; aunque no acepta su justificación del castigo, por constituir éste una de las más importantes justificaciones de la actuación del gobierno. Por otra parte, se ha de señalar aquí que Godwin se opone también a la clasificación benthamita del crimen y del castigo. Es más, al afirmar que tanto la delincuencia como el castigo son inconmensurables, está rechazando la esencia misma de la filosofía de Bentham y su premisa central de que el crimen y el castigo, como el dolor y el placer, son cuantificables. Para el autor del Political Justice, «no existen ni siquiera dos crímenes parecidos; intentar clasificarlos y ordenarlos es absurdo».[94] En definitiva, pues, la pretensión del autor en este punto no es otra que la de buscar la gradual sustitución de todas las leyes hechas por el hombre, por las leyes de la razón, «único legislador».[95]

A la hora de centrarnos en su crítica a la autoridad política, empezaré por decir que Godwin distingue tres formas de autoridad. En la primera, la autoridad de la razón, el individuo se obedece únicamente a sí mismo y, por lo tanto, representa la ausencia de gobierno; o lo que es lo mismo, representa el autogobierno, (lo que constituye el ideal godwiniano). De las dos formas de autoridad externa o heterónoma; la primera, (la confianza o el respeto a alguna figura estimada y a sus decisiones) es claramente preferible a la segunda; en especial, cuando el individuo tiene buenas razones para creer que la otra persona sabe mejor que él lo que debe hacerse.[96] Pero nada puede justificar la tercera forma de autoridad, totalmente contraria a la razón: la autoridad política.

Para Godwin, —y en esto coinciden los anarquistas posteriores— cualquier cosa que mueva al individuo a la acción, distinta de su propio juicio, es —por definición— fuerza ocoacción. De este modo, el gobierno, al establecer a otros hombres como árbitros permanentes de las acciones de los individuos, no es nada más que fuerza regulada y, por lo mismo, contrapuesta al desarrollo de la mente de los individuos. En sus propias palabras, «toda institución política, por su propia naturaleza, tiende a producir rigidez e inmovilidad».[97] El gobierno no era, para él, otra cosa que un sistema por medio del cual un hombre, o un grupo de hombres, imponen por la violencia sus opiniones sobre los demás. Y —como dice Godwin— cuando se me obliga por la fuerza, dejo de ser una persona para convertirme en una cosa. El gobierno, pues, aún en su mejor forma, es un mal, y —por lo mismo— el progreso humano debe prescindir de él tan pronto como le sea posible.

Creemos importante señalar aquí la idea de H.N. Brailsford[98] de que, «aunque la opinión de que todo gobierno es un mal, —aunque un mal necesario— fue un punto de vista de los individualistas del siglo XVIII, a Godwin no le afectó esta idea», ya que —para él— la idea de gobierno era radicalmente equivocada y ningún bien positivo se podía aguardar del mismo. Él no veía, —como harán los anarquistas en general— que semejante institución fuese útil. No creía en sus beneficios, y estaba convencido de que, en una comunidad sin organizar, se alcanzarían más ventajas con la libertad de opinión que las que pudiera producir el mejor de los gobiernos; de ahí que propugne una verdadera «eutanasia» del gobierno; es decir, su total erradicación.

En su recorrido por las distintas formas de gobierno, Godwin analiza fundamentalmente tres de ellas: la monarquía, la aristocracia y la democracia. A las dos primeras las rechaza de un plumazo. De una y de la otra afirma que son instituciones antinaturales, arbitrarias y perniciosas.[99] Por lo que a la democracia se refiere, Godwin hace, en un primer momento, una defensa del sistema democrático, aunque va a ser una defensa de tipo negativo. En resumen, podemos decir que, para él, la democracia no es un ideal ni un fin en sí mismo, sino tan sólo un sistema preferible a otros sistemas políticos existentes.

Entrando un poco más en sus ideas sobre la democracia, vemos que se opone con fuerza a la democracia representativa; idea ésta que va a constituir uno de los puntos fundamentales de todo el anarquismo posterior,[100] y que tiene un claro precedente en el pensamiento de J.J. Rousseau.[101] Godwin se opone a la democracia representativa porque, para él, dada la unidad de los seres humanos, nadie puede ser verdaderamente representado. Y sobre todo, porque la propia práctica de la votación tiene inevitables consecuencias perniciosas, ya que crea una unanimidad ficticia y una uniformidad antinatural, al limitar el debate y reducir las disputas a simples fórmulas que fomentan la demagogia. Pero aquello que le lleva a oponerse más a esta forma de gobierno es el hecho de que todo termina en ese, para él —entre otros—, «intolerable agravio a la razón y a la justicia que significa decidir sobre la verdad por la fuerza del número».[102]

Por todo lo dicho hasta aquí referente a la autoridad política, es fácil entender que, para Godwin, el fin último debe ser la total disolución del gobierno, ya que «el final de los infinitos males incorporados a su propia sustancia, sólo se puede lograr mediante su completa destrucción».[103]

Podría alegarse que, a pesar de lo indicado por Isaac Kramnick, la crítica godwiniana a la ley y a la autoridad del gobierno tiene también su paralelismo en la crítica liberal a la coacción de la ley y del gobierno; sin embargo, creemos poder afirmar que la crítica liberal se refiere más bien a una mera «limitación» que a un rechazo en sentido global como el que hace Godwin y luego harán todos los anarquistas. Por lo tanto, aunque el principio impulsor (es decir, la defensa de la individualidad) es coincidente, y aunque ambas ideologías parten de la consideración de la coacción legal y de la autoridad política como causantes de efectos perniciosos, la evaluación godwiniana —y con él la de todos los anarquistas— de dichos efectos es tan negativa que le lleva, como vimos, a rechazar toda forma de gobierno. Frente a esto, la evaluación más positiva de los liberales, les anima a admitir la necesidad de un gobierno, por muy limitado que éste sea.

Con respecto a este problema de las relaciones del anarquismo godwiniano con el liberalismo, y antes de extraer cualquier conclusión, creemos necesario examinar su concepción del sistema distributivo de la propiedad. En este aspecto diremos que, para Godwin, «por muy graves y extensos que sean los males causados por los gobiernos e instituciones políticas, por la legislación criminal u otro tipo de instituciones, resultarán, en conjunto, insignificantes en relación con las calamidades que produce el actual sistema de propiedad».[104] La injusta distribución de la propiedad (es decir, el hecho de que unos pocos posean en exceso aquello de lo que otros carecen) constituye —según Godwin— la principal fuente de los males existentes.

Por mi parte considero que la cuestión de la distribución de la propiedad es la clave que posibilita a Godwin para el establecimiento de una «forma sencilla de sociedad sin gobierno»; ya que, para él, parece claro que «el momento que le pondrá fin al régimen de la coacción y del castigo depende estrechamente de una distribución equitativa de la propiedad».[105] Pensamos, pues, que es a partir de esta crítica al sistema económico vigente en donde Godwin se desmarca realmente y con claridad de la ideología liberal. Como decía antes al recordar las palabras de Félix García Moriyón, el hecho que implica «una radicalización del liberalismo en Godwin, que le sitúa ya en posiciones casi completamente anarquistas» no es otro que el de «añadirle al liberalismo una fuerte crítica económica, propia de todo movimiento socialista.[106]

De lo dicho anteriormente parece desprenderse que lo que acabo de hacer es llevar a Godwin (y con él, al anarquismo) a un nuevo callejón sin salida, convirtiéndolo ahora en un apéndice del socialismo. Pero no entraré aquí y ahora en un análisis de esta nueva situación. Simplemente diré para finalizar que, de lo expuesto se sigue que parece fácil encontrar en el pensamiento de Godwin elementos claros indicándonos dos direcciones a seguir: la del liberalismo y la del socialismo.Con todo, por lo de ahora —y por lo que a mí respecta— me siento inclinado a afirmar (aunque esto no constituya novedad alguna) la existencia de un «tenso» intento de equilibrio entre un lado y otro de la balanza: entre liberalismo y socialismo. O, por decirlo de otra forma, la existencia de un tenso equilibrio entre su defensa a ultranza de la individualidad, frente a la fuerza coactiva de la ley y de la autoridad política, y su petición de principio de un —por así llamarle— «comunismo voluntario» como solución al injusto sistema distributivo de la propiedad.

ANTÓN FERNANDEZ ÁLVAREZ.

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[1] La anarquía a través de los tiempos, Guilda de Amigos del Libro, Barcelona, 1935, págs., 24-28. Edición posterior en Júcar, Gijón, 1978.

[2] Raymond Gourg, William Godwin (1756-1836): sa vie, ses oeuvres principales, la "Justice politique", F. Alcan, París, 1908.

[3] Libro V, cap. XV. Hay una versión completa de Political Justice en Antorcha.net

[4] Habiendo citado frecuentemente a Rousseau en el curso de esta obra, séanos permitido decir algo sobre sus méritos de escritor y de moralista. Se ha cubierto de eterno ridículo al formular, en el principio de su carrera literaria, la teoría según la cual el estado de salvajismo era la natural y propia condición del hombre. Sin embargo, sólo un ligero error le impidió llegar a la doctrina opuesta, cuya fundamentación es precisamente el objeto de esta obra. Como puede observarse cuando describe la impetuosa convicción que decidió su vocación moralista y de escritor político (en la segunda carta a Malesherbes), no insiste tanto sobre sus fundamentales errores, sino sobre los justos principios que, sin embargo, lo llevaron a ellos. Fue el primero en enseñar que los efectos del gobierno eran el principal origen de los males que padece la humanidad. Pero vio más lejos aún, sosteniendo que las reformas del gobierno beneficiarían escasamente a los hombres, si éstos no reformasen al mismo tiempo su conducta. Este principio ha sido posteriormente expresado con gran energía y perspicacia, aunque sin amplio desarrollo, en la primera página del Common Sense de Tomas Paine, si bien éste, probablemente, no debió ese concepto a Rousseau.

[5] Este argumento constituye el gran lugar común de Reflexiones sobre la Revolución Francesa del señor Burke, de diversos trabajos de Necker y de muchas otras obras semejantes que tratan de la naturaleza del gobierno.

[6] Libro V, cap. XVI.

[7] En este punto, el autor ha insertado el párrafo siguiente, en la tercera edición: «Con esto no quiero insinuar que la democracia no haya dado lugar repetidas veces a la guerra. Ello ocurrió especialmente en la antigua Roma, favoreciendo el juego de los aristócratas en su empeño de desviar la atención del pueblo y de imponerle un yugo. Ello ha de ocurrir igualmente donde el gobierno sea de naturaleza complicada y donde la nación sea susceptible de convertirse en instrumento en manos de una banda de aventureros. Pero la guerra irá desapareciendo a medida que los pueblos aplican una forma simplificada de democracia, libre de impurezas.

[8] Du Contrat Social.

[9] El lector percibirá fácilmente que se tuvo en cuenta, al trazar este párrafo, los pretextos que sirvieron para arrastrar al pueblo de Francia a la guerra, en abril de 1792. No estará de más expresar, de paso, el juicio que merece a un observador imparcial, el desenfreno y la facilidad con que se ha llegado allí a incurrir en actitudes extremas. Si se invoca el factor político, sería dudoso que la confederación de soberanos hubiera sido puesta en acción contra Francia, de no haber mediado su actitud precipitada. Quedaría por ver qué impresión produjo en los demás pueblos su intempestiva provocación de hostilidades. En cuanto a las consideraciones de estricta justicia —junto a la cuallas razones políticas no son dignas de ser tenidas en cuenta—, está fuera de duda que se oponen a que el fiel de la balanza sea inclinado, mediante un gesto violento, hacia el lado de la destrucción y el asesinato.

[10] Esta pretensión es sostenida en Moral and Political Philosophy, Book VI. ch. XII, de Paley.

[11] Libro V, cap. XXIV.

[12] Nota del autor en la segunda y tercera edición: «Tal es la idea del autor de Viajes de Gulliver, el hombre que tuvo una visión más profunda de los verdaderos principios de justicia política que cualquier otro escritor anterior o contemporáneo...»

[13] Libro VI, cap. I.

[14] Libro V, cap. XXIII.

[15] Libro II, cap. V.

[16] Viajes de Gulliver, parte II, cap. VI.

[17] Mably, De la Législation, lib. IV, cap. III; Des États-Unis d'Amérique.

[18] Libro VI, cap. III.

[19] El lector considerará este lenguaje como propio de los objetores. El más eminente de los filósofos griegos se distinguió en realidad de todos los demás maestros por la firmeza con que ajustó su conducta a su doctrina.

[20] Véase Libro VI, cap. I.

[21] Libro VI, cap. VI.

[22] Libro VI, cap. III.

[23] Libro II, cap. III.

[24] Germinal: revista de estudios libertarios, nº 4, octubre de 2007.

[25] Las principales biografías de Godwin son las siguientes: C. K. Paul, William Godwin: his friends and contemporaries (Henry S. King and Co., Londres 1876); G. Woodcock, William Godwin. A biographical study (The Porcupine Press, Londres 1946); F. K. Brown, The life of William Godwin (Folcrotf Library Editions, Folkroft 1972); P. H. Marshall, William Godwin (Yale University Press, Londres 1984); D. Locke, A Fantasy of Reason: the life and thought of William Godwin (Routledge and Kegan Paul, Londres 1980). En la colección The Pickering Masters (Pickering and Chatto, Londres 2002) se ha publicado la biografía de Mary Shelley sobre su padre.

[26] En español contamos con la traducción, incompleta, de D. Abad de Santillán titulada Investigación acerca de la justicia política (Júcar, Madrid 1985).

[27] Esta novela se ha traducido a nuestro idioma con el título de Las aventuras de Caleb Williams o Las cosas como son (Valdemar, Madrid 1996).

[28] J. P. Clark, The Philosophical Anarchism of William Godwin (Princeton University Press, Princeton 1977); D. Locke, A Fantasy of Reason, op. cit.; D. H. Monro, Godwin̵’s Moral Philosophy (O.U.P., Oxford 1953). Leer a Godwin desde el paradigma utilitarista ha sido rechazado, sin embargo, por otros autores, como M. Philp, William Godwin’s Political Justice (O.U.P., Oxford 1983).

[29] Para J. P. Clark, en su The Philosophical Anarchism of William Godwin, nuestro autor se muestra también aquí como un crítico adelantado de las teorías totalitarias del siglo XX.

[30] I. Kramnick, «On Anarchism and the Real World: William Godwin and Radical England»: American Political Science Review 66 (marzo 1972), p.114-128.

[31] A. Ritter, Anarchism: A Theoretical Analysis (Cambridge University Press, Cambridge 1980), p.90.

[32] Acerca de esta cuestión, puede consultarse el artículo de G. Claeys, «The Effects of Property on Godwin’s Theory of Justice»: Journal of the History of Ideas 22 (1984), p.81-101.

[33] Sobre la polémica en general: K. Smith, The Malthusian Controversy (Routledge, Londres 1951); M. Turner, Malthus and his time (Macmillan, Londres 1986).

[34] R. Malthus, Primer ensayo sobre la población (Alianza, Madrid 1988), p.56.

[35] J. Avery, Progress, poverty and population. Re-reading Condorcet, Godwin and Malthus(Frank Cass, Londres 1997), p.63.

[36] R. Malthus, Primer ensayo sobre la población, p.166.

[37] R. Sánchez, «La influencia de William Godwin en el romanticismo inglés»: EPOS. Revista de Filología XV (1999), p.365-378.

[38] N. Roe, Wordsworth and Coleridge. The Radical Years (Clarendon Press, Oxford 1988), p.197.

[39] Shelley se enamoró de la hija de Godwin, Mary, y se fugó con ella de la casa paterna en 1814. El problema es que Shelley ya estaba casado con otra mujer. El disgusto que ello ocasionó a Godwin fue la razón de que durante un tiempo mantuviera tantas reticencias hacia quien habría de ser su yerno.

[40] N. H. BRAISFOLD, Shelley, Godwin y su círculo (F.C.E., México 1986), p.168.

[41] P. Kropotkin, «Anarquismo», en Folletos revolucionarios (Tusquets, Barcelona 1977), edición, introducción y notas de R. N. Baldwin. Sobre la presencia de Godwin en los clásicos del anarquismo: G. Crowder, Classical Anarchism. The Political Thought of Godwin, Proudhon, Bakunin and Kropotkin (Clarendon Press, Oxford 1991).

[42] Sobre estos autores: P. Avrich, Anarchist voices: an oral history of anarchism in America (Princeton University Press, Princeton 1996); W. Bailie, Josiah Warren. The first American Anarchist (Boston 1906); D. De Leon, The American as Anarchist: Reflections on Indigenous Radicalism (John Hopkins University Press, Baltimore 1978).

[43] Publicado en Crítica Jurídica, nº 35, enero/junio de 2013.

[44] Lamb, Robert, Was William Godwin an Utilitarian? Journal of the History of Ideas -Vol. 70 No.1- Enero de 2009, pp. 119-141.

[45] Godwin, William (1793), Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales. Ed. 1945, Buenos Aires-Argentina. Editorial Tupac, p. 55. «Un hombre es de más valor que una bestia, porque en posesión de más altas facultades, es capaz de una felicidad más refinada y genuina. Del mismo modo el ilustre arzobispo Cambrai tiene más valor que su criada y hay pocos entre nosotros que vacilarían en fallar, si su palacio estuviera en llamas y sólo la vida de uno de ellos pudiera ser salvada, sobre cuál de ellos debería ser preferido».

[46] Así lo sugiere Foucault: Foucault, Michel (1979), Nacimiento de la biopolítica (trad. De Pons Horacio). Buenos Aires, Argentina. Ed. Fondo de Cultura Económica 2008 - pp. 43-67, clase del 17 de enero de 1979.

[47] Cfr. Pocklington, Thomas C., Political Philosophy and Political Obligation. Canadian Journal of Political Science / Revue canadienne de science politique, Vol. 8, No. 4 (Dec., 1975), pp. 495-509.

[48] Godwin, William, La justicia política, p. 76.

[49] Godwin William, 1797, The Enquirer, Reflections on Education, Manners and Literature, Printed for G.G. and J. Robinson, Paternoster-Row, London, England, p. 33.

[50] Godwin, La Justicia Política, p. 129.

[51] Godwin, The Enquirer, p. 298 y ss.

[52] Mill, John Stuart, Sobre la Libertad (traducción de G. Cantera), Madrid, España, Ed. Edaf 2004 —sin menospreciar la publicación de Bentham On the Liberty of the Press and Public Discussion, de 1820.

[53] Godwin, William, La Justicia Política, p. 123.

[54] Godwin, William, An Enquiry Concerning Political Justice and Its Influence on General Virtue and Happiness, Printed for GGJ and J. Robinson, Paternoster–Row, London, England (Of Suicide, Appendix No. I. p. 87) p. 92. El Apéndice acerca del Suicidio no se encuentra en la versión castellana citada previamente, sino en la versión digitalizada de la primera edición de la obra en idioma original.

[55] Godwin ensayará, sin embargo, un esquema político provisorio de democracia representativa y deliberativa en territorios pequeños, pero nunca dejará de impugnar la base misma del poder político. La democracia, será en términos del propio Godwin, como el mal menor en materia de Gobiernos.

[56] Godwin, William, La Justicia Política. pp. 322/3.

[57] Mill, John Stuart (1863), El Utilitarismo (trad. Esperanza Guisán, 1983), Madrid-España, Editorial Alianza-pp. 49-50/57.

[58] Es cierto que ha habido intentos de formular un Utilitarismo compatible con una Teoría de los derechos individuales, esto es una especie de Utilitarismo restringido, en el que el Principio de Utilidad encuentra un límite cuando se topa con derechos, como el que formula M.D. Farrell en Utilitarismo, Ética y Política, Buenos Aires, Argentina, Ed. Abeledo Perrot 1983, pp. 358-372. Pero el propio autor reconoce que cuando no existen alternativas disponibles en las que un derecho prevalezca aun perdiendo cierto grado de utilidad, entonces prevalece el cálculo utilitarista por sobre el derecho (p. 367). En la misma línea, Smart señala cómo todo utilitarismo restringido, si es utilitarismo, colapsa en un utilitarismo extremo (en el que prevalece siempre el principio de utilidad), en definitiva el único utilitarismo. Véase en J.J.C. Smart, Extreme and Restricted Utilitarianism, The Philosophical Quarterly, Vol. 6, No. 25. (Oct., 1956), pp. 344-354.

[59] Cfr. Häyry Matti, Liberal Utilitarianism and Applied Ethics, Londres, Inglaterra, Ed. Routledge, 1994, p. 42

[60] Bentham, Jeremy, Los Principios de la Moral y la Legislación (trad. Margarita Costa); Buenos Aires, Argentina, Editorial Claridad, 2008. Capítulo VII «Acerca de las Acciones Humanas en general», p.73.

[61] Carta de Jeremy Bentham a J. Ph. Garran, diputado ante la Asamblea Nacional, del 25 de noviembre de 1791: en Bentham, Jeremy, El Panóptico (trad. De Levit Fanny D.); Buenos Aires, Argentina, Ed. Quadrata, 2004.

[62] Bentham, J. El Panóptico (trad. De Levit Fanny D.); Buenos Aires, Argentina, Ed. Quadrata, 2004, p. 15.

[63] Ibíd.

[64] Godwin, William, La Justicia Política. p. 325.

[65] Godwin, William, The Enquirer, p. 1.

[66] En la hipótesis que plantea Godwin del Incendio —conocido como «fire case» por el Utilitarismo— donde indefectiblemente debe decidirse a quién salvar bajo un cálculo de utilidad, que ha sido reformulado en diversas oportunidades por el autor, el supuesto es de extrema necesidad y urgencia, donde hay una situación fortuita, que a mi entender no puede ser tomada como paradigma de una regla o norma de acción ya que el mismo autor se encarga de impugnar semejantes reglas de acción al discurrir, por ejemplo, sobre el martiricidio. Por su parte, Godwin admite casos de coacción legítima para evitar un mal mayor, como el caso de limitar la libertad del criminal que ha cometido homicidio, más no como castigo sino como medida preventiva. Otros casos mencionados por el autor, son los casos de peligro externo o interno, pero en todo caso quedará a consideración del individuo decidir resistir a mandatos coactivos o actuar según ellos.

[67] Bentham, J., Los principios de la moral y la legislación (trad. Margarita Costa); Buenos Aires, Argentina, Editorial Claridad, 2008. Capítulo I «Acerca del Principio de Utilidad», p. 11. «La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer, así como determinan lo que haremos (...) El principio de Utilidad reconoce esta sujeción y la asume para el fundamento de ese sistema, cuyo objeto es erigir la estructura de la felicidad por obra de la razón y la ley».

[68] Τέλος Vol. II nº 2, Diciembre 1993.

[69] H.N. BRAILSFORD: Shelley, Godwin, and their Circle, London, 1913. Versión castellana de Margarita Villegas de Robles (Shelley, Godwin y su círculo, México, F.C.E., 1942), por la que citaré.

[70] A.J. CAPPELLETTI: Prehistoria del Anarquismo, Madrid, Queimada, 1983; pp. 87-88.

[71] F. GARCÍA MORIYÓN: Del socialismo utópico al anarquismo, Madrid, Cincel, 1986; pp. 45-46.

[72] J.A. ÁLVAREZ JUNCO: La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Madrid, Siglo XXI; pág. 19.

[73] Queremos indicar que, el problema que aquí pretendo atajar nada tiene que ver con los motivos que, en los tiempos que corren, provocan las discusiones sobre el tema de las relaciones entre liberalismo y anarquismo; es decir, los comentarios al Anarchy, State and Utopia, de Robert Nozick, o al In defense of Anarchism de Robert Paul Wolff.

[74] «Another argument in favour of the utility of such a work was frequently in the author's mind, and therefore ought to be mentioned. He conceived politics to be the proper vehicle of a liberal morality», (...). Véase: W. GODWIN: «Preface to» Enquiry Concerning Political Justice (1973). Por mi parte, todas las referencias al Political Justice están basadas en la edición hecha por I. Kramnick (Harmondsworth, Penguin Books, 1976; pág. 67-68).

[75] Subrayo lo de «particular», ya que —como escribe F.L. Baumer: «Godwin fundamentó su utopía en una concepción de la naturaleza humana mucho más optimista de lo que estaban dispuestos a aceptar los liberales, fuesen franceses o ingleses». F.L. BAUMER: Modern European Thought. Continuity and Change in Ideas. 1600-1950, New York, Macmillan Publishing Co., Inc., 1977. Hay traducción castellana (por la que citamos) de Juan José Utrilla: El pensamiento europeo moderno. Continuidad y cambio en las ideas. 1600-1950, México, F.C.E., 1985; pág.

[76] «From what has said it appears that the subject of our present Enquiry is strictly speaking a department of the science of morals. Morality is the source from which its fundamental axioms must be drawn...». (P.J.; pág. 168).

[77] J.A. ÁLVAREZ JUNCO: Opus cit.; pág. 23.

[78] «It may be proper in this place to state the fundamental distinction which exists between these topics of enquiry. Man associated at first for the sake of mutual assistance. They did not foresee that any restraint would be necessary to regulate the conduct of individual members of the society towards each other, or towards the whole. The necessity of restraint grew out of errors and perverseness of a few». (P.J.; pp. 167-168).

[79] Dice Godwin, refiriéndose a Thomas Paine: «An acute writer has expressed this idea with peculiar felicity. “Society and government” says he, “are different in themselves, and have different origins. Society is produced by our wants, and government by our wickedness. Society is in every state a blessing; government even in its best state but a necessary evil”». (P.J.; pág. 168).

[80] «Godwin's anarchism is epitomized most simply in his plea in Political Justice for the dissolution of political government, of that brute engine, which has been the only perennial cause of the vices of mankind. But the doctrines of this, one of the most sacred texts in the anarchist tradition, are by no means so generally obvious and straightforward. It is useful, therefore, so schematize the development of the argument in Political Justice, in the following manner. Two stages of destruction are followed by one of visionary reconstruction. The first negative stages involves an assault on the liberal tradition, carried out primarily by invoking Rousseau. Then follows the attack on law and political authority in the name of the liberal values of private judgement and individuality. There is, to be sure, sorne tension, incompatibility and even contradiction between these two destructive aspects of the argument, sorne of which remains and cannot be reasoned away. But much of this tension is resolved in the positive vision of anarchist society». I. KRAMNICK: «Introduction» to Enquiry Concerning Political Justice. London, Penguin Books, 1976; pp. 16-17.

[81] «So much for the active rights of man, which, if there be any cogency in the preceding arguments, are all of them superseded and rendered null by the superior claims of justice». (P.J.; pág. 197).

[82] P.H. MARSHALL: William Godwin. London, Yale University Press, 1984;

[83] «Suppose, for example, that it is right for one man to posses a greater portion of property than another, whether as the fruit of his industry, or the inheritance of this ancestors. Justice obliges him to regard this property as a trust, (...). He has no right to dispose of a shilling of it at the suggestion of his caprice». (P.J.; pág. 175).

[84] «In the first place he is said to have a right to life and personal liberty. This proposition, if admited, must be admitted with great limitation. He has no right to his life when his duty calls him to resigo it». (P.J.; pág. 197).

[85] «In the same manner as my property. I hold my person as a trust in behalf of mankind. I am bound to employ my talents, my understanding, my strenght and my time, for the production of the greatest quantity of general good. Such are the declarations of justice, so great is the extent of my duty». (P.J.; pág. 175). Los principios e ideas expresadas aquí por Godwin presentan —como en muchas otras cosas— una gran influencia del sermón sobre la Sumisión mutua de Jonathan Swift, el autor de Viajes de Gulliver.

[86] I. KRAMNICK: Op. cit.; pág. 18.

[87] «Man is a species of being whose excellence depends upon his individuality; and who can be neither great nor wise but in proportion as he is independent». (P.J.; pág. 556).

[88] En el libro, Anatomía de la izquierda occidental, Agnes Heller y F. Feher recogen: «la famosa percepción de Asev (...), según la cual los anarquistas embarcados en actividades terroristas son liberales con bombas», y afirman que «no es simplemente una broma: es una caracterización adecuada». A. HELLER y F. FEHER: Anatomía de la izquierda occidental, Barcelona, Península, 1985; pág. 144. Por nuestra parte, quisiéramos dejar claro que no nos parece una afirmación adecuada, dado que, después de los estudios hechos en este sentido por la mayoría de los autores que se dedicaron a analizar el fenómeno anarquista y su relación con el terrorismo, está bastante claro que el fenómeno terrorista no es algo inherente al movimiento anarquista, por lo menos en lo que se refiere al anarquismo clásico.

[89] A. RITTER: Anarchism. A Theorical Analisis. Cambridge, Cambridge University Press, 1980; págs. 113 y ss.

[90] «This turn in the argument introduces Godwin's second destructive stage, his assault on law and political authority in the name of private judgement and individuality. The mood shifts decisively and one finds the traditional liberal preocupation whith individual freedom pushed to extremes —to anarchists extremes—». I. KRAMNICK: Op. cit.; pág. 19.

[91] «(Law). In defiance of the great principle of natural philosophy, that there are not so much as two atoms of matter of the same form thrught the whole universe, it endeavours to reduce the actions of men, which are composed of a thousand evanescent elements, to one standard». (...). «From all these considerations we can scarcely hesitate to conclude universally that law is an institution of the most pernicious tendency». (P.J.; págs. 688-689).

[92] M.H. SCRIVENER: «Godwin's Philosophy: A revaluation». Journal of the History of Ideas. Vol. XXXIX, (1978); pp. 619-620.

[93] «Coercion first annihilates the understanding of the subject upon whon it is exercised, and then of him who employs it». (P.J.; pág. 639).

[94] «A further consideration, calculated to show not only the absurdity of punishment for example, but the iniquity of punishment in general, is that delinquency and punishment are, in all cases, incomensurable. No standard of delinquency ever has been, or ever can be, discovered. No two crimes were ever alike; and therefore the reducing them, explitly, to general classes, which the very idea of example implies, is absurd». (P.J.; pág. 649).

[95] «Inmutable reason is the true legislator, (...)». (P.J.; pág. 236).

[96] Ésta es una idea que podemos encontrar después en Dios y el Estado de M. Bakunin y en otros anarquistas. Decir también que esta es una idea no del todo desagradable para los filósofos del siglo XVIII, enamorados de la visión del despotismo ilustrado.

[97] «(...). By its very nature positive institution has a tendency to suspend the elasticity and progress of mind». (P.J.; pág. 253).

[98] H.N. BRAILSFORD: Shelley, Godwin y su círculo. México, F.C.E., 1986; pág. 91.

[99] Con respecto a la monarquía afirma Godwin: «Monarchy is, in reality, so unnatural an institution that mankind have, at all times, strongly suspected it was unfriendly to their Happiness». (P.J.; pág. 425).

[100] De todos son conocidas las abundantes publicaciones que existen sobre el anarquismo y, en concreto, sobre el tema del tratamiento anarquista respecto de la democracia representativa y su oposición a ella. Por eso aquí; sólo resumiré su postura de una forma muy general diciendo que los anarquistas se opusieron siempre a la democracia representativa y al parlamentarismo porque consideran que toda delegación del poder por parte del pueblo lleva infaliblemente a la constitución de un poder separado y dirigido contra el propio pueblo. Quizás una de las obras más conocidas, en este sentido, sea la del vigués Ricardo Mella, titulada La ley del número. Contra el parlamento burgués. (Madrid, Zero/ZYX, 1976).

[101] Por lo que respecta a la relación existente, en este punto, entre las ideas de Rousseau y Godwin, se puede consultar el libro de D.H. MONRO: Godwin's Moral Philosophy. An interpretation of William Godwin. Oxford University Press; 1953. (Especialmente, Cap. 5: The Depravity of Virtue; pp. 109-132).

[102] «The whole is then wound up, with that flagrant insult upon all Reason and justice, the deciding upon truth by the casting up of numbers». (P.J.; pág. 549).

[103] «(...). With what delight must every well informed friend of mankind look forward to the auspicious period, the dissolution of political government, of that brute engine which has been the only perennial cause of the vices of mankind, and which, as has abundantly appeared in the progress of the present work, has mischiefs of various sorts incorporated with its substance, and no otherwise removable than by its utter annihilation». (P.J.; pág. 554).

[104] «... here with grief it must be confessed that, however great and extensive are the evils that are produced by monarchies and courts, by the imposture of priests and the iniquity of criminal laws, all these are imbecile and impotent compared with the evils that arise out of the established administration of property». (P.J.; pág. 725).

[105] «The subject of property is the key-stone that complets the fabric of political justice. According as our ideas respecting it are crude or correct, they will enlighten us as to the consequences of a simple form of society without government, (...). Finally, the period that must put and end to the system of coercion and punishment is intimately connected whith the circunstance of property's being placed upon an equitable basis». (P.J.; pág. 701).

[106] F. GARCÍA MORIYÓN: Op. cit.; págs. 45-46.