Introducción

El término anarquía proviene del griego antiguo y significa, aproximadamente, ausencia de autoridad o gobierno. La palabra —durante siglos— arrastró el desprestigio propio de su significado. En efecto, fue siempre sinónimo de caos, desorden y de todas las calamidades que se desprenden de épocas o acontecimientos históricos preñados de crisis, con sus secuelas de guerras, epidemias, etc.

Palabra maldita, fue elegida por una serie de reformadores o revolucionarios del siglo XIX para calificar a una doctrina. Así define al anarquismo, en este diálogo imaginario, el famoso Pierre Joseph Proudhon:

«Usted es republicano.

Republicano, sí, pero esta palabra no define nada. Res publica, significa cosa pública... También los reyes son republicanos.

Entonces ¿es usted demócrata?

No.

¡Vaya! ¿No será usted monárquico?

No.

¿Constitucionalista?

¡Dios me libre!

¿Aristócrata, acaso?

De ningún modo.

¿Desea un gobierno mixto?

Menos todavía.

¿Qué es, pues, usted?

Soy anarquista.»

Los anarquistas sostienen que fue el inglés William Godwin el primero en esbozar un proyecto de sociedad anárquica. En efecto, en su obra Investigación acerca de la justicia política, que data de fines del siglo XVIII —y de la cual publicamos una parte— propone como alternativa al modelo rousseauniano de sociedad basado en la igualdad jurídica de los individuos, un modelo de sociedad articulada sobre la igualdad material. Para William Godwin una sociedad constituida por pequeños propietarios terminaba con la vigencia de una institución ancestral: la autoridad gubernamental. Afirma que la existencia de gobiernos sólo tiene una explicación: la necesidad de los grandes propietarios de contar con un instrumento de coerción. Eliminada la gran propiedad, sólo cuenta la administración de las cosas, por lo tanto se hace innecesario el principio de autoridad corporizado en el estado.

Fue sin embargo Proudhon, en su obra Qué es la propiedad, de la cual también incluimos una selección, quien por primera vez opuso al concepto de estado el concepto de anarquía. Para Proudhon —quien participa de la política francesa entre 1830 y 1860 aproximadamente— la sociedad anárquica debe basarse en la organización de pequeños productores independientes, agrupados en torno a bancos mutualistas. Estos bancos reciben de los productores (campesinos o artesanos) sus productos, los venden y entregan a sus miembros los artículos necesarios para continuar su existencia. Esta sociedad —que él mismo identifica con la denominación de «mutualismo»— excluye la necesidad del estado.

Para Proudhon la sociedad se escindía en propietarios y no propietarios. El origen de la propiedad era el «robo», es decir, la expropiación por la fuerza practicada desde épocas arcaicas por un grupo pequeño de personas en detrimento del resto de la sociedad. Como su discípulo Bakunin, pensaba que la opresión de unos hombres sobre otros no devenía de causas económicas sino ideológicas. Racionalista, creía que la ignorancia, los sentimientos primitivos, etcétera, habían dado lugar a la formación de ideologías que justificaban la desigualdad. La idea de divinidad, en su forma religiosa, constituía el núcleo de estas ideologías, que suponían la existencia de un ser todopoderoso (por lo tanto todo propietario) que podía gobernar sin límites a los habitantes del planeta. Al aceptar los hombres este supuesto, fácil era a los más «vivos» adaptarlo para su propio provecho y establecer el sistema de propiedad privada a través de un largo proceso que empezaba con la violencia pero que poco a poco se convertía en habitual y aceptado.

Tanto en Godwin como en Proudhon la negación de todo gobierno refleja las aspiraciones de capas de campesinos o artesanos, cuyos intereses se oponen a los del gran terrateniente o capitalista industrial. Reivindican los derechos de la pequeña propiedad contra la gran propiedad.

Las teorías de Godwin y Proudhon encuentran sus antecedentes históricos ya sea en revueltas campesinas medievales o en algunas etapas que atraviesa el capitalismo en diferentes países. Referido a esto último, se entusiasman con el liberalismo del pequeño granjero norteamericano del siglo XVIII, que logra establecer un tipo de estado democrático, con una presencia ínfima de burocracia y centralización.

El pensamiento anarquista llevaba en sí toda la grandeza y la miseria de una capa social en descomposición. En efecto, siendo inicialmente expresión del artesano o el campesino que se rebelan contra los capitalistas y terratenientes, su grandeza reside en que esos trabajadores individuales, al tiempo que se proletarizaban, llevaban esa ideología anticapitalista al seno de una nueva clase social: el proletariado industrial. El anarquismo constituye pues una corriente en el movimiento obrero europeo (y también latinoamericano, como en los casos argentino y uruguayo) durante todo el siglo XIX, y aun después, pues sus prolongaciones llegan hasta la Italia de la década del 20 o la Barcelona Roja de la España Republicana en la década del 30 de este siglo.

Pero su miseria reside en que, esencialmente constituía una utopía. ¿Por qué? Porque sólo tenía sentido en tanto fuese estable, durante un largo período histórico, una sociedad donde las relaciones mercantiles se apoyasen en el predominio numérico del pequeño productor.

Era una expresión de clases subalternas en una etapa en la cual el capitalismo recién entraba en la fase de la gran industria mecanizada, pero ésta todavía no se había generalizado lo suficiente. A diferencia de los anarquistas, los marxistas señalaron que la liquidación de la propiedad privada y la implantación del socialismo exige el predominio de la gran industria, exige la centralización económica y una forma de estado nueva: la dictadura del proletariado. La única clase consecuentemente revolucionaria —constituida por obreros industriales y rurales— no puede aspirar a una sociedad de «libres productores individuales», sino a la apropiación de una economía materialmente socializada.

Cuando en la década de 1860 —retomando las tradiciones revolucionarias del 48— el proletariado francés y alemán imprimen un nuevo curso a la lucha de clases, o cuando en Inglaterra florecen las trade unions, el viejo concepto «mutualista» ha muerto. Pasa a primer plano la lucha organizada de millones de obreros y su expresión más alta es la Comuna de París de 1871.

Y fue justamente la derrota de la Comuna la que demostró la incomprensión de sus líderes (proudhonianos y blanquistas) de la necesidad de establecer la dictadura del proletariado.

El poder obrero en París creó una obra importantísima: una nueva forma de estado. Pero no la utilizó para reprimir a los republicanos y monárquicos burgueses ni para adoptar medidas económicas que diesen al proletariado el apoyo campesino.

Para triunfar, como lo subraya Marx en La guerra civil en Francia, se necesitaba tener claro el concepto de estado como expresión sintética de las relaciones de producción dominantes, y por lo tanto la necesidad de crear un nuevo tipo de estado que garantizase nuevas relaciones de producción.

La derrota de la Comuna puso una lápida sobre el «mutualismo» de Proudhon (de paso sea dicho, también sobre su pacifismo congénito, pues él pensaba que esa sociedad podría nacer «evolutivamente»). Pero dio lugar a una revitalización y readaptación del anarquismo, con la doctrina del «colectivismo anárquico» de Bakunin, ya presente en la década del sesenta. Bakunin sigue fiel a su maestro en lo que se refiere a su negación de estado. Pero concibe esta negación afirmando un nuevo tipo de sociedad, ahora sí basada no en el pequeño productor sino en la gran industria.

Bakunin combate contra los dos flancos: por un lado, contra el marxismo en el seno de la 1a Internacional. Su colectivismo anárquico supone la organización de una sociedad anárquica articulada sobre una federación de comunas. Pero al mismo tiempo debe combatir contra la corriente extremadamente individualista del anarquista holandés Max Stirner. Este, en su obra El único y su propiedad, argumentaba que no existía nada más allá del sujeto: «yo soy el único juez que puede decir si tengo razón o no», escribía Stirner. Bakunin y su discípulo Guillaume enfatizaban en cambio el «principio de sociabilidad», es decir una especie de tendencia innata del individuo a agruparse y vivir en sociedad, restringiendo sus apetitos individualistas.

El nombre de Bakunin está asociado a la época heroica del anarquismo, la que va aproximadamente de 1870 a 1890. Son años en los cuales los anarquistas llevan a la práctica los principios de acción directa, recurriendo al terrorismo contra testas coronadas y presidentes burgueses y participando activamente en revueltas en España, Italia y otros países de mediano desarrollo capitalista.

Pero también durante estos años se incuban peligros mortales para los anarquistas. Estos provienen de la creciente influencia del socialismo. La década del 80 en los principales países capitalistas y en los EE. UU. muestra un proceso de rápido desarrollo de la actividad sindical y de legalización de los partidos socialdemócratas. Tanto la actividad parlamentaria como la sindical eran «malas palabras» para los anarquistas, pues, según ellos, expresaban el «veneno reformista». Participar en los parlamentos burgueses o pedir aumento al patrón significaba para los anarquistas confiar en la evolución gradual del sistema capitalista cuando lo único posible era su destrucción. O como decía el editorial del número inicial de El Perseguido, el primer periódico que los anarquistas publicaron en Buenos Aires en mayo de 1890: «Cuando esté todo el presente destruido, la nueva civilización será un hecho».

Pero, a despecho de semejante apología de la catástrofe, la realidad indicaba que, independientemente del revisionismo y el reformismo que avanzaban en los partidos socialistas, tanto la actividad parlamentaria como sindical respondían a formas de lucha justas. Eran formas de lucha que —enmarcadas en una línea marxista y revolucionaria— podían permitir al proletariado acumular fuerzas para la revolución socialista. Justamente por eso enormes contingentes de obreros se ubicaban con soltura en la línea socialdemócrata.

Los anarquistas comenzaron a aislarse del movimiento obrero. Esto los obligó a una nueva revisión crítica, que dará lugar al llamado anarco-sindicalismo. Ya Bakunin —pero ahora con mayor fuerza Malatesta o Pedro Gori— insistirán en la necesidad de utilizar a los sindicatos como vehículos para la difusión del anarquismo. Los sindicatos son considerados embriones de la futura sociedad anárquica; esta afirmación empalma con una variante revisionista en el marxismo, el llamado sindicalismo revolucionario de Labriola y Sorel.

Es en estos años —década de 1880 y 90— cuando se produce también una innovación a nivel teórico. Emerge el llamado «comunismo anárquico», cuyo fundador es el príncipe ruso Pedro Kropotkin. Este líder anarquista —mucho más influido que sus predecesores por el positivismo— acentúa en su teorización el factor biológico. Para Kropotkin, la «anarquía» es una necesidad inherente a la especie humana, pues, en un plano superior, expresa un principio común a todos los animales: «al apoyo mutuo». En polémica con Darwin, afirma que lo universal en las especies no es la «lucha por la vida» sino el «apoyo mutuo». Reconoce que ambos principios luchan entre sí, pero que inevitablemente triunfa el segundo.

Al mismo tiempo —y en un esfuerzo por negar el papel de las instituciones políticas— Kropotkin trata de fundamentar una teoría de la espontaneidad. En su Historia de la Revolución Francesa, obra por lo demás interesante, intenta demostrar que la Gran Revolución es obra espontánea de los trabajadores de la ciudad y el campo; su accionar independiente de las fuerzas agrupadas en el Tercer Estado hace del pueblo el auténtico protagonista de la revolución. No discutimos nosotros el papel protagónico de las masas, pero Kropotkin las contrapone a sus líderes (Robespierre, Marat, Danton) sin comprender que éstos y el Tercer Estado son las expresiones concretas de los objetivos históricos de las capas sociales participantes.

Las teorías de Kropotkin no produjeron cambios significativos en el pensamiento anarquista, excepto en cuanto a un tema: el «comunismo anárquico». Kropotkin —en la línea de Bakunin— avanza aun más y trata de asociar al anarquismo el principio marxista que rige la sociedad comunista «de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades». Ya cada uno no recibe según su trabajo (primera etapa de la sociedad comunista según los marxistas y principio «eterno» según Proudhon) sino de acuerdo a sus necesidades, lo que implica relaciones sociales avanzadas y un alto desarrollo de las fuerzas productivas.

Pero el principio justo del marxismo se transforma en Kropotkin en una caricatura, pues imagina que es posible implantar esa sociedad de golpe, al otro día de la revolución. El drama del «comunismo anárquico» lo vivirán profundamente los anarquistas catalanes durante la revolución española, queriendo desesperadamente tanto liquidar al estado como implantar un tipo de reparto de bienes rayano en la utopía.

El proceso de fines de siglo de concentración y centralización del capital en los países capitalistas desarrollados y la aparición del imperialismo y las cuestiones nacionales, agravó aún más la situación del anarquismo. Como ideología utópica no pudo arraigar en los obreros de grandes empresas modernas y su influencia se limitó a países donde predominaba la manufactura, el artesanado y el campesinado precapitalista. De allí que la influencia anarquista en Europa se ejerce sólo sobre países como Italia y España. En Argentina los anarquistas dirigen al movimiento obrero hasta aproximadamente 1910.

La primera guerra mundial y el posterior triunfo de la Revolución Rusa golpearon duramente a los anarquistas. Sus antiguos adversarios —en su expresión revolucionaria bolchevique— demostraron que tenían razón. Como un símbolo de la decadencia del anarquismo muere cerca de Moscú en 1921 el príncipe Pedro Kropotkin, la última de sus grandes figuras.

Si exceptuamos la participación anarquista en la revolución española, poco puede decirse del anarquismo a partir de la década del 20. Su mayor esfuerzo consistió en diferenciarse del bolchevismo; esto, en definitiva, lo fue colocando cada vez más a la defensiva y aislándolo del proletariado. Pasó a posiciones anticomunistas y «prooccidentales». Sólo algunos anarquistas, como Luis Fabbri, Rudolf Rocker —de los cuales publicamos aquí partes de sus obras Dictadura y revolución, y Nación y cultura— mantuvieron cierto brillo. Pero fueron ciertamente sólo sistematizadores de una grandeza pasada; historiadores del anarquismo, sus trabajos son un aporte para entender mejor lo que fue y la causa de su impotencia presente.

Julio Godio

Líneas generales para un sistema equitativo de propiedad[1] (William Godwin[2])

La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, demostrarán la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan a un sistema complejo. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo, depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad.

Se han cometido muchos y evidentes abusos en relación con la administración de la propiedad. Cada uno de ellos podría ser objeto de un estudio separado. Podríamos examinar los males que en ese sentido se han derivado de los sueños de grandeza nacional y de la vanidad de dominio. Ello nos llevaría a considerar las diferentes clases de impuestos, de índole territorial o mercantil, tanto los que han gravado los objetos superfluos como los más necesarios para la vida. Podríamos estudiar los excesos inherentes al actual sistema comercial, que adoptan la forma de monopolios, derechos proteccionistas, patentes, privilegios, concesiones y prohibiciones. Podemos destacar las funestas manifestaciones del sistema feudal, tales como los derechos señoriales, los dominios absolutos, el vasallaje, los tributos, el derecho de mayorazgo y primogenitura. Podemos destacar en igual sentido los derechos de la Iglesia, el diezmo y las primicias. Y podemos analizar el grado de justicia que encierran las leyes según las cuales un hombre que ha disfrutado durante toda su vida de considerables propiedades, puede seguir disponiendo de ellas incluso después que las leyes de la naturaleza ponen un término a su autoridad. Todas estas posibles investigaciones demuestran la importancia primordial del problema. Pero, dejando de lado todos esos aspectos parciales, hemos de dedicar el resto de la presente obra al estudio, no de los casos particulares de abuso que eventualmente pueden surgir de tal o cual sistema de administración de la propiedad, sino de los principios generales en que todos ellos se fundamentan, los cuales, siendo en sí injustos, no sólo constituyen la fuente originaria de los males aludidos, sino también de muchos otros, demasiado multiformes y sutiles para ser expuestos en una descripción sumaria.

¿Qué criterio debe determinar si tal o cual objeto susceptible de utilidad debe ser considerado de vuestra propiedad o de la mía? A esta pregunta sólo cabe una respuesta: la justicia. Acudamos, pues, a los principios de justicia.

¿A quién pertenece justamente un objeto cualquiera, por ejemplo, un trozo de pan? A aquel que más lo necesita o a quien su posesión sea más útil. He ahí seis personas aguijoneadas por el hambre y el pan podrá satisfacer la avidez de todas ellas. ¿Quién ha de afirmar que uno solo tiene el derecho de beneficiarse con el alimento? Quizá sean ellos hermanos y la ley de primogenitura lo concede todo al hermano mayor. ¿Pero puede la justicia aprobar tal situación? Las leyes de los distintos países disponen de la propiedad de mil formas distintas, pero sólo puede existir una que conforma los dictados de la razón.

Analicemos otro caso. Tengo en mi poder cien panes y en la próxima calle hay un pobre hombre que desfallece de hambre, a quien uno de estos panes podría salvar de la muerte por inanición. Si sustraigo el pan a su necesidad, ¿no cometeré acaso un acto de injusticia? Si le entrego el pan, cumplo simplemente un mandato de equidad. ¿A quién pertenece, pues, ese alimento indispensable? Por otra parte, yo me encuentro en situación desahogada y no necesito ese pan como objeto de trueque o de venta para procurarme otros bienes necesarios para la vida. Nuestras necesidades animales han sido definidas hace tiempo y consisten en alimento, habitación y abrigo. Si la justicia tiene algún sentido, es inicuo que un hombre posea lo superfluo, mientras existan seres humanos que no disponen adecuadamente de esos elementos indispensables.

Pero la justicia no se detiene ahí. Todo hombre tiene derecho, en tanto que la riqueza general lo permita, no sólo a disponer de lo indispensable para la subsistencia, sino también de cuanto constituye el bienestar. Es injusto que un hombre trabaje hasta aniquilar su salud o su vida, mientras otro vive en la abundancia. Es injusto que un ser humano se vea privado del ocio necesario para el desarrollo de sus facultades racionales, en tanto que otro no contribuye con su esfuerzo a la riqueza común. Las facultades de un hombre equivalen a las facultades de otro. La justicia exige que todos contribuyan al acervo común, ya que todos participan del consumo. La reciprocidad, tal como lo demostramos al considerar separadamente la cuestión, constituye la verdadera esencia de la justicia.

Método seguido en esta obra. Esbozo de una revolución[3] (Pierre-Joseph Proudhon[4])

Si tuviese que contestar a la siguiente pregunta: ¿qué es la esclavitud? y respondiera en pocas palabras: el asesinato, mi pensamiento, desde luego, sería comprendido. No necesitaría de grandes razonamientos para demostrar que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad, es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hombre es asesinarlo. ¿Por qué razón, pues, no puedo contestar a la pregunta ¿qué es la propiedad?, diciendo concretamente: la propiedad es el robo, sin tener la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es más que una simple transformación de la primera?

Me decido a discutir el principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras instituciones: la propiedad; estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la conclusión que de mis investigaciones resulte; estoy en mi derecho. Me place colocar el último pensamiento de mi libro en su primera página; estoy también en mi derecho.

Un autor enseña que la propiedad es un derecho civil, nacido de la ocupación y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y aplaudidas. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley, pueden engendrar la propiedad, pues ésta es un efecto sin causa. ¿Se me puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios producirán estas afirmaciones?

¡La propiedad es el robo! ¡He ahí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta agitación de las revoluciones!...

Tranquilízate, lector; no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un instigador de sediciones. Me limito a anticiparme en algunos días a la historia; expongo una verdad cuyo esclarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una palabra, el preámbulo de nuestra constitución futura. Esta definición que te parece peligrosísima, la propiedad es el robo, bastaría para conjurar el rayo de las pasiones populares si nuestras preocupaciones nos permitiesen comprenderla. Pero ¡cuántos intereses y prejuicios se oponen a ello!... La filosofía no cambiará jamás el curso de los acontecimientos: el destino se cumplirá con independencia de la profecía. Por otra parte, ¿no hemos de procurar que la justicia se realice y que nuestra educación se perfeccione?

¡La propiedad es el robo!... ¡Qué inversión de ideas! Propietario y ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que sus personas se oponen mutuamente; todas las lenguas han consagrado esta antinomia. Ahora bien; ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Quién sois para quitar la razón a los pueblos y a la tradición?

¿Qué puede importarte, lector, mi humilde personalidad? He nacido, como tú, en un siglo en que la razón no se somete sino al hecho y a la demostración; mi nombre, lo mismo que el tuyo, es buscador de la verdad; mi misión está consignada en estas palabras de la ley; ¡habla sin odio y sin miedo; di lo que sepas! La obra de la humanidad consiste en construir el templo de la ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Naturaleza. Pero la verdad se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, mañana al pastor en el valle, al obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio; una vez realizado su trabajo, desaparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos sigue; entre dos infinitos, ¿qué puede importar a nadie la situación de un simple mortal? Olvida, pues, lector, mi nombre y fíjate únicamente en mis razonamientos. Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el error universal; apelo a la conciencia del género humano, contra la opinión del género humano. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposiciones para deducir una tercera, mis ideas llegarán infaliblemente a ser tuyas. Al empezar diciéndote mi última palabra, he querido advertirte, no incitarte; porque creo sinceramente que si me prestas tu atención obtendré tu asentimiento. Las cosas que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprenderá no haberlas advertido antes, y exclamarás: «No había reflexionado sobre ello». Otras obras te ofrecerán el espectáculo del genio apoderándose de los secretos de la Naturaleza y elaborando sublimes pronósticos; en cambio, en estas páginas únicamente encontrarás una serie de investigaciones sobre lo justo y sobre el derecho, una especie de comprobación, de contraste de tu propia conciencia. Serás testigo presencial de mis trabajos y no harás otra cosa que apreciar su resultado. Yo no formo escuela; vengo a pedir el fin del privilegio, la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio de la ley. Justicia, nada más que justicia; tal es la síntesis de mi empresa; dejo a los demás el cuidado de ordenar el mundo.

Un día me he dicho: ¿por qué tanto dolor y tanta miseria en la sociedad? ¿debe ser el hombre eternamente desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones opuestas de esos arbitristas de reformas, que achacan la penuria general, unos a la cobardía e impericia del poder público, otros a las revoluciones generales; cansado de las interminables discusiones de la tribuna y de la prensa, he querido profundizar yo mismo la cuestión. He consultado a los maestros de la ciencia, he leído cien volúmenes de Filosofía, de Derecho, de Economía política e Historia... ¡y quiso Dios que viviera en un siglo en que se ha escrito tanto libro inútil! He realizado supremos esfuerzos para obtener informaciones exactas, comparando doctrinas, oponiendo a las objeciones las respuestas, haciendo sin cesar ecuaciones y reducciones de argumentos, aquilatando millares de silogismos en la balanza de la lógica más pura. En este penoso camino he comprobado varios hechos interesantes. Pero, es preciso decirlo, pude comprobar, desde luego, que nunca hemos comprendido el verdadero sentido de estas palabras tan vulgares como sagradas: Justicia, equidad, libertad; que acerca de cada uno de estos conceptos, nuestras ideas son completamente confusas, y que, finalmente, esta ignorancia es la única causa del pauperismo que nos degenera y de todas las calamidades que han afligido a la humanidad.

Antes de entrar en materia, es preciso que diga dos palabras acerca del método que voy a seguir. Cuando Pascal abordaba un problema de geometría, creaba un método para su solución. Para resolver un problema de filosofía, es asimismo necesario un método. ¡Cuántos problemas de filosofía no superan, por la gravedad de sus consecuencias, a los de geometría! ¡Cuántos, por consiguiente, no necesitan con mayor motivo para su resolución un análisis profundo y severo!

Es un hecho ya indudable, según los modernos psicólogos, que toda percepción recibida por nuestro espíritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas leyes generales de ese mismo espíritu. Se amolda, por decirlo así, a ciertas concepciones o tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de condiciones de forma. De manera —afirman— que si el espíritu carece de ideas innatas, tiene por lo menos formas innatas. Así, por ejemplo, todo fenómeno es concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el espacio; todos ellos nos hacen suponer una causa por la cual acaecen; todo cuanto existe implica las ideas de substancia, de modo, de número, de relación, etc. En una palabra, no concebimos pensamiento alguno que no se refiera a los principios generales de la razón, límites de nuestro conocimiento.

Estos axiomas del entendimiento, añaden los psicólogos, estos tipos fundamentales a los cuales se adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras ideas, y que nuestras sensaciones no hacen más que poner al descubierto, se conocen en la ciencia con el nombre de categorías. Su existencia primordial en el espíritu está hoy demostrada; sólo falta construir el sistema y hacer una exacta relación de ellas. Aristóteles enumeraba diez; Kant elevó su número de quince, Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la incontestable gloria de este sabio será, si no haber descubierto la verdadera teoría de las categorías, haber comprendido al menos mejor que ningún otro la gran importancia de esta cuestión, la más trascendental y quizá la única de toda la metafísica.

Ante una conclusión tan grave me atemoricé, llegando a dudar de mi razón. ¡Cómo! —exclamé—, lo que nadie ha visto ni oído, lo que no pudo penetrar la inteligencia de los demás hombres, ¿has logrado tú descubrirlo? ¡Detente, desgraciado, ante el temor de confundir las visiones de tu cerebro enfermo con la realidad de la ciencia! ¿Ignoras que, según opinión de filósofos ilustres, en el orden de la moral práctica el error universal es contradicción? Resolví entonces someter a una segunda comprobación mis juicios, y como tema de mi nuevo trabajo, fijé las siguientes proposiciones: ¿Es posible que en la aplicación de los principios de la moral se haya equivocado unánimemente la humanidad durante tanto tiempo? ¿Cómo y por qué ha padecido ese error? ¿Y cómo podrá subsanarse este error universal?

Estas cuestiones, de cuya solución hacía depender la certeza de mis observaciones, no resistieron mucho tiempo al análisis. Se verá que, lo mismo en moral que en cualquiera otra materia de conocimiento, los mayores errores son para nosotros grados de la ciencia; que hasta en actos de justicia, equivocarse es un privilegio que ennoblece al hombre, y en cuanto al mérito filosófico que pudiera caberme, es infinitamente pequeño. Nada significa dar un nombre a las cosas; lo maravilloso sería conocerlas antes de que existiesen. Al expresar una idea que ha llegado a su término, una idea que vive en todas las inteligencias, y que mañana será proclamada por otro si yo no la hiciese pública hoy, solamente me corresponde la prioridad de la expresión. ¿Acaso se dedican alabanzas a quien vio por primera vez despuntar el día?

Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones es idéntica a la igualdad de derecho; que propiedad y robo son términos sinónimos; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio: todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma; se trata simplemente de hacer que las adviertan.

Confieso que no creo en las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de nuestro entendimiento, y considero las metafísicas de Reid y de Kant aun más alejadas de la verdad que la de Aristóteles. Sin embargo, como no pretendo hacer aquí una crítica de la razón (pues exigiría un extenso trabajo que al público no interesaría gran cosa), admitiré en hipótesis que nuestras ideas más generales y más necesarias, como las del tiempo, espacio, substancia y causa, existen primordialmente en el espíritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de su constitución.

Pero es un hecho psicológico no menos cierto, aunque poco estudiado todavía por los filósofos, que el hábito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de sugerir al entendimiento nuevas formas categóricas, fundadas en las apariencias de lo que percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los casos, de realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una influencia no menos determinante que la de las primeras categorías. De suerte que pensamos no sólo con arreglo a las leyes eternas y absolutas de nuestra razón, sino también conforme a las reglas secundarias, generalmente equivocadas, que la observación de las cosas nos sugiere. Esa es la fuente más fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre invencible de multitud de errores. La influencia que de esos errores resulta es tan arraigada que, frecuentemente, aun en el momento en que combatimos un principio que nuestro espíritu tiene por falso, y nuestra conciencia rechaza, le defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a él; le obedecemos atacándole. Preso en un círculo, nuestro espíritu se revuelve sobre sí mismo, hasta que una nueva observación, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir un principio exterior que libra a nuestra imaginación del fantasma que la había ofuscado. Así, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un magnetismo universal, cuya causa es aún desconocida, dos cuerpos, libres de obstáculos, tienden a reunirse por una fuerza de impulsión acelerada que se llama gravedad. Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos faltos de apoyo, la que permite pesarlos en la balanza y la que nos mantiene sobre el suelo que habitamos. La ignorancia de esta causa fue la única razón que impedía a los antiguos creer en los antípodas. «¿Cómo no comprendéis —decía San Agustín, después de Lactancio— que si hubiese hombres bajo nuestros pies tendrían la cabeza hacia abajo y caerían en el cielo?» El obispo de Hipona, que creía que la tierra era plana porque le parecía verla así, suponía en consecuencia que si del cénit al nadir de distintos lugares se trazasen otras tantas líneas rectas, estas líneas serían paralelas entre sí, y en la misma dirección de estas líneas suponía todo el movimiento de arriba abajo. De ahí deducía forzosamente que las estrellas están pendientes como antorchas movibles de la bóveda celeste; que en el momento en que perdieran ese apoyo, caerían sobre la tierra como lluvia de fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que constituye la parte inferior del mundo, etc. Si se le hubiera preguntado quién sostiene la tierra, habría respondido que no lo sabía, pero que para Dios nada hay imposible. Tales eran, con relación al espacio y al movimiento, las ideas de San Agustín, ideas que le imponía un prejuicio originado en la apariencia, pero que había llegado a ser para él una regla general y categórica de juicio. En cuanto a la causa verdadera de la caída de los cuerpos, su espíritu la ignoraba totalmente; no podía dar más razón que la de que un cuerpo cae porque cae.

Para nosotros, la idea de la caída es más compleja y a las ideas generales de espacio y de movimiento, que aquélla impone, añadimos la de atracción de dirección hacia un centro, la cual deriva de la idea superior de causa. Pero si la física lleva forzosamente nuestro juicio a tal conclusión, hemos conservado, sin embargo, en el uso, el prejuicio de San Agustín, y cuando decimos que una cosa se ha caído, no entendemos simplemente y en general que se trata de un efecto de la ley de gravedad, sino que especialmente y en particular imaginamos que ese movimiento se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo. Nuestra razón se ha esclarecido, la imaginación la corrobora, y sin embargo, nuestro lenguaje es incorregible. Descender del cielo no es, en realidad, una expresión más cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa expresión se conservará todo el tiempo que los hombres se sirvan del lenguaje.

Todas estas expresiones arriba, abajo, descender del cielo, caer de las nubes, no ofrecen de aquí en adelante peligro alguno, porque sabemos rectificarlas en la práctica. Pero conviene tener en cuenta cuánto han hecho retrasar los progresos de la ciencia. Poco importa, en efecto, en la estadística, en la mecánica, en la hidrodinámica, en la balística, que la verdadera causa de la caída de los cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas las ideas sobre la dirección general del espacio; pero ocurre lo contrario cuando se trata de explicar el sistema del mundo, la causa de las mareas, la figura de la tierra y su posición en el espacio. En todas estas cuestiones precisa salir de la esfera de las apariencias. Desde la más remota antigüedad han existido ingenieros y mecánicos, arquitectos excelentes y hábiles; sus errores acerca de la redondez del planeta y de la gravedad de los cuerpos no impedían el progreso de su arte respectivo; la solidez de los edificios y la precisión de los disparos no eran menores por esa causa. Pero más o menos pronto habían de presentarse fenómenos que el supuesto paralelismo de todas las perpendiculares levantadas sobre la superficie de la tierra no podía explicar; entonces debía comenzar una lucha entre los prejuicios que por espacio de los siglos bastaban a la práctica diaria y las novísimas opiniones que el testimonio de los sentidos parecía contradecir.

Hay que observar cómo los juicios más falsos, cuando tienen por fundamento hechos aislados o simples apariencias, contienen siempre un conjunto de realidades que permite razonar un determinado número de inducciones, sobrepasado el cual se llega al absurdo. En las ideas de San Agustín, por ejemplo, era cierto que los cuerpos caen hacia la tierra, que su caída se verifica en línea recta, que el sol o la tierra se pone, que el cielo o la tierra se mueve, etc. Estos hechos generales siempre han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha inventado nada. Pero, por otra parte, la necesidad de encontrar las causas de las cosas nos obliga a descubrir principios cada vez más generales. Por eso ha habido que abandonar sucesivamente, primero la opinión de que la tierra es plana, después la teoría que la supone inmóvil en el universo, etc., etc.

Si de la naturaleza física pasamos al mundo moral, nos encontraremos sujetos en él a las mismas decepciones de la apariencia, a las mismas influencias de la espontaneidad y de la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del sistema de nuestros conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de nuestras propias opiniones resulta, y de otro, la obstinación con que defendemos el prejuicio que nos atormenta y nos mata.

Cualquiera que sea el sistema que aceptemos sobre la gravedad de los cuerpos y la figura de la tierra, la física del globo no se altera; y en cuanto a nosotros, la economía social no puede recibir con ello daño ni perjuicio. En cambio, las leyes de nuestra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por nosotros mismos; y por lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nuestra reflexiva colaboración, y de consiguiente, sin que las conozcamos. De aquí se deduce que, si nuestra ciencia de leyes morales es falsa, es evidente que al desear nuestro bien, realizamos nuestro mal; podrá bastar por algún tiempo a nuestro progreso social, pero a la larga nos hará emprender derroteros equivocados, y finalmente, nos precipitará en un abismo de desdichas.

En ese momento se hacen indispensables nuevos conocimientos, los cuales, preciso es decir para gloria nuestra, no han faltado jamás; pero también comienza una lucha encarnizada entre los viejos prejuicios y las nuevas ideas. ¡Días de conflagración y de angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las mismas creencias e instituciones que se impugnan, todo el mundo parecía dichoso; ¿cómo recusar las unas, cómo proscribir las otras? No se quiere comprender que ese período feliz sirvió precisamente para desenvolver el principio del mal que la sociedad encubría; se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de la tierra y a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en su inteligencia y su corazón, el hombre la imputa a sus maestros, a sus rivales, a sus vecinos, a él mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan hasta que, mediante una despoblación intensa, el equilibrio se restablece y la paz renace entre las cenizas de las víctimas. ¡Tanto repugna a la humanidad alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por los fundadores de las ciudades y confirmadas por el transcurso de los siglos!

Nihil motum exantiquo probabile est: «Desconfiad de toda innovación», escribía Tito Livio. Sin duda sería preferible para el hombre no tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha nacido ignorante, si su condición exige una instrucción progresiva, ¿habrá de renegar de su inteligencia, abdicar de su razón y abandonarse a la suerte? La salud completa es mejor que la convalecencia. ¿Pero es éste un motivo para que el enfermo no intente su curación? «¡Reforma, reforma!», exclamaron en otro tiempo Juan Bautista y Jesucristo. «¡Reforma, reforma!», pidieron nuestros padres hace cincuenta años, y nosotros seguiremos pidiendo por mucho tiempo todavía ¡reforma, reforma!

He sido testigo de los dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los principios en que la sociedad se sienta, hay uno que no comprende, que su ignorancia ha viciado y es causa de todo el mal. Este principio es el más antiguo de todos, porque las revoluciones sólo tienen eficacia para derogar los principios más modernos, mientras confirman los más antiguos. Por lo tanto, el mal que nos daña es anterior a todas las revoluciones. Este principio, tal como nuestra ignorancia lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos, pues de no ser así, nadie abusaría de él y carecería de influencia.

Pero este principio, verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera de comprenderlo, este principio tan antiguo como la humanidad, ¿cuál es? ¿Será la religión?

Todos los hombres creen en Dios; este dogma corresponde a la vez a la conciencia y a la razón. Dios es para la humanidad un hecho tan primitivo, una idea tan fatal, un principio tan necesario como para nuestro entendimiento lo son las ideas categóricas de causa, de substancia, de tiempo y de espacio. A Dios nos lo muestra nuestra propia conciencia con anterioridad a toda inducción del entendimiento, de igual modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la existencia del sol anticipándose a todos los razonamientos de la física. La observación y la experiencia nos descubren los fenómenos y sus leyes. El sentido interno sólo nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios existe, pero ¿qué es lo que cree al decir Dios? En una palabra, ¿qué es Dios?

La noción de la divinidad, noción primitiva, unánime, innata en nuestra especie, no está determinada todavía por razón humana. A cada paso que avanzamos en el conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios se agranda y eleva. Cuando más progresa la ciencia del hombre, más grande y más alejado le parece Dios. El antropomorfismo y la idolatría fueron consecuencia necesaria de la juventud de las inteligencias, una teología de niños y de poetas. Error inocente, si no se hubiese querido hacer de él una norma obligatoria de conducta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el hombre, después de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropiárselo; no contento con desfigurar al Ser Supremo, le trató como su patrimonio, su bien, su cosa. Dios, representado bajo formas monstruosas, vino a ser en todas partes propiedad del hombre y del Estado. Este fue el origen de la corrupción de las costumbres por la religión y la fuente de los odios religiosos y las guerras sagradas. Al fin, hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la regla de las costumbres fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente, para determinar la naturaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la teología, el destino del alma, etc., que la ciencia nos diga lo que debemos olvidar y lo que debemos creer. Dios, alma, religión, son materias constantes de nuestras infatigables meditaciones y nuestros funestos extravíos, problemas difíciles, cuya solución, siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre todas estas cosas, todavía podemos equivocarnos, pero al menos nuestro error no tiene influencia. Con la libertad de cultos y la separación de lo espiritual y lo temporal, la influencia de las ideas religiosas en la evolución social es puramente negativa, mientras no dependan de la religión las leyes y las instituciones políticas y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede favorecer la corrupción general, pero no es la causa eficiente de ella, sino su complemento o su derivado. Sobre todo, en la cuestión de que se trata (y esta observación es decisiva) la causa de desigualdad de condiciones entre los hombres, del pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusión de los gobiernos, no puede ser atribuida a la religión; es preciso remontarse más alto e investigar con mayor profundidad.

¿Qué hay, pues, en el hombre más antiguo y más arraigado que el sentimiento religioso? El hombre mismo, es decir, la voluntad y la conciencia, el libre albedrío y la ley, colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra consigo mismo. ¿Por qué? «El hombre —dicen los teólogos— ha pecado en su origen; su raza es culpable de una antigua prevaricación. Por esa falta, la humanidad ha degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos. Leyendo la historia, encontraréis en todos los tiempos la prueba de esta eternidad del mal en la permanente miseria de la humanidad. El hombre sufre y sufrirá siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Aunque uséis paliativos no hay remedio eficaz».

Este razonamiento no sólo es propio de los teólogos; se encuentra en términos semejantes en los escritos de los filósofos materialistas, partidarios de una indefinida perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el pauperismo, los crímenes, la guerra, son condición inevitable de nuestro estado social, un mal necesario contra el cual sería locura rebelarse. De aquí que necesidad del mal y perversidad originaria sean el fondo de una misma filosofía.

«El primer hombre ha pecado». Si los creyentes interpretasen fielmente la Biblia, dirían: el hombre en un principio peca, es decir, se equivoca; porque pecar, engañarse, equivocarse, es una misma cosa. «Las consecuencias del pecado de Adán se transmiten a su descendencia». En efecto, la ignorancia es original en la especie como en el individuo; pero en muchas cuestiones, aun en el orden moral y político, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. ¿Quién puede afirmar que no cesará en todas las demás? El género humano progresa de continuo hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinieblas. Muestro mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicación de los teólogos se reduce a esta vacuidad: «El hombre se equivoca porque se equivoca». Es preciso decir, por el contrario: «El hombre se equivoca porque aprende». Por tanto, si el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibilidad de creer que equivocándose más dejaría de sufrir.

Si preguntamos a los doctores de esa ley que, según se dice, está grabada en el corazón del hombre, pronto veríamos que disputan acerca de ella sin saber cuál es. Sobre los más importantes problemas, hay casi tantas opiniones como autores. No hay dos que estén de acuerdo sobre la mejor forma de gobierno, sobre el principio de autoridad, sobre la naturaleza del derecho; todos navegan al azar en un mar sin fondo ni orillas, abandonados a la inspiración de su sentido particular que modestamente toman por la recta razón; y en vista de este caos de opiniones contradictorias, decimos: el objeto de nuestras investigaciones es la ley, la determinación del principio social; pero los políticos, es decir, los que se ocupan en la ciencia social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde está el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus páginas a pesar suyo.

Pero ¿de qué se ocupan los jurisconsultos y los publicistas? De justicia, de equidad, de libertad, de la ley natural, de las leyes civiles, etc. ¿Y qué es la justicia?

¿Qué es la justicia? Los teólogos contestan: «Toda justicia viene de Dios». Esto es cierto, pero nada enseña.

Los filósofos deberían estar mejor enterados después de disputar tanto sobre lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observación prueba que su saber se reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda plegaria, saludan al sol gritando: ¡oh! ¡oh! Es esta una exclamación de admiración, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qué es el sol, obtendrá poca luz de la interjección «¡oh!». La justicia, dicen los filósofos, es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la más hermosa prerrogativa de nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. ¿Y a qué se reduce, pregunto, esta piadosa letanía? A la plegaria de los salvajes: «¡oh!».

Lo más razonable de lo que la sabiduría humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los demás lo que deseas para ti; no hagas a los demás lo que para ti no quieras. Pero esta regla de moral práctica nada vale para la ciencia; ¿cuál es mi derecho a los actos u omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada; hay que explicar al propio tiempo cuál es este derecho.

Intentemos averiguar algo más preciso y positivo. La justicia es el fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo político, el principio y la regla de todas las transacciones. Nada se realiza entre los hombres sino en virtud del derecho, sin la invocación de la justicia. La justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es más que una declaración y una aplicación de lo justo en todas las circunstancias en que los hombres pueden hallarse con relación con sus intereses. Por tanto, si la idea que concebimos de lo justo y del derecho está mal determinada, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas serán desastrosas, nuestras instituciones viciosas, nuestra política equivocada, y por tanto, que habrá por esa causa desorden y malestar social.

Esta hipótesis de la perversión de la idea de justicia en nuestro entendimiento y por consecuencia necesaria en nuestros actos, será un hecho evidente si las opiniones de los hombres, relativas al concepto de justicia y a sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas épocas han sufrido modificaciones: en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este propósito, he aquí lo que la historia enseña con irrecusables testimonios.

Hace dieciocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los Césares, se consumía en la esclavitud, en la superstición y en la voluptuosidad. El pueblo, embriagado por continuas bacanales, había perdido hasta la noción del derecho y del deber; la guerra y la orgía le diezmaban sin interrupción; la usura y el trabajo de las máquinas, es decir, de los esclavos, arrebatándoles los medios de sustancia, le impedían reproducirse. La barbarie renacía de esta inmensa corrupción, extendiéndose como lepra devoradora por las provincias despobladas. Los sabios predecían el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo. ¿Qué podían pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario suprimir lo que era objeto de la estimación y de la veneración públicas, abolir los derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se decía: «Roma ha vencido por su política y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en la opinión pública, sería una locura y un sacrilegio. Roma, clemente para las naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los esclavos son la fuente más fecunda de sus riquezas; la manumisión de los pueblos sería la negación de sus derechos y la ruina de sus haciendas. Roma, en fin, entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos del Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas». Así comprendía Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus pretensiones estaban justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatría en la religión, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran el fundamento de sus instituciones. Alterar esas bases equivalía a conmover la sociedad en sus propios cimientos y según expresión moderna, a abrir el abismo de las revoluciones. Nadie concebía tal idea, y entretanto la humanidad se consumía en la guerra y en la lujuria.

Entonces apareció un hombre llamándose Palabra de Dios. Ignorábase todavía quién era, de dónde venía y quién le había inspirado sus ideas. Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los filósofos hipócritas embusteros; que el señor y el esclavo eran iguales; que la usura y cuanto se le asemejaba era un robo; que los propietarios y concupiscentes serían atormentados algún día con fuego eterno, mientras los pobres de espíritu y los virtuosos habitarían en un lugar de descanso. Afirmaba además otras muchas cosas no menos extraordinarias.

Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico no acabó con la doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus primeros discípulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a su vez millones de propagandistas, que morían degollados por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión. Esta propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y mártires, duró casi trescientos años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue aniquilada, la esclavitud abolida, la disolución reemplazada por costumbres austeras; el desprecio de la riqueza llegó alguna vez hasta su absoluta renuncia. La sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio de la religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada siquiera, que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para los señores;[5] desde entonces comenzó a existir para los siervos.

Pero la nueva religión no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres públicas, alguna templanza en la tiranía; pero en lo demás, la semilla del Hijo del hombre cayó en corazones idólatras, y sólo produjo una mitología semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuencias prácticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo había proclamado, se distrajo el ánimo en especulaciones sobre su nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de la oposición de las opiniones más extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre textos incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir como la ciencia de lo infinitamente absurdo.

La verdad cristiana no traspasa la edad de los apóstoles. El Evangelio, comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con fábulas paganas, llegó a ser tomado a la letra; y hasta la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas. Dícese que las puertas del infierno no prevalecerán; que la Palabra de Dios se oirá nuevamente, y que, por fin, los hombres conocerán la verdad y la justicia; pero en el momento en que esto sucediera acabaría el catolicismo griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las sombras del error.

Los monstruos que los sucesores de los apóstoles estaban encargados de exterminar, repuestos de su derrota, reaparecieron poco a poco, merced al fanatismo imbécil y a la conveniencia de los clérigos y de los teólogos. La historia de la emancipación de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad infiltrándose en el pueblo a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes, de la nobleza y del clero. En 1789 después de Jesucristo, la nación francesa, dividida en castas, pobre y oprimida, vivía sujeta por la triple red del absolutismo real, de la tiranía de los señores y de los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Existían el derecho del rey y el derecho del clérigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; había privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de oficios. En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la miseria. Ya hacía algún tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban sólo en apariencia no la invocaban sino en provecho personal, y el pueblo, que debía ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo, el pobre pueblo, ya por recelo, ya por incredulidad, ya por desesperación, dudó de sus derechos. El hábito de servidumbre parecía haber acabado con el valor de las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.

Un libro apareció al fin, cuya síntesis se contiene en estas dos proposiciones: ¿Qué es el tercer estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. Alguien añadió por vía de comentario: ¿Qué es el rey? Es el mandatario del pueblo.

Esto fue como una revelación súbita; rasgóse un tupido velo, y la venda cayó de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar: «Si el rey es nuestro mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, está sujeto a intervención. Si puede ser intervenido, es responsable. Si es responsable, es justificable. Si es justificable, lo es según sus actos. Si debe ser castigado según sus actos, puede ser condenado a muerte».

Cinco años después de la publicación del folleto de Sieyes, el tercer estado lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin detenerse ante la ficción constitucional de la inviolabilidad del monarca, llevó al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompañó a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro caso pudo equivocarse en la apreciación del delito, lo cual constituiría un error de hecho; pero en derecho, la lógica que le impulsó fue irreprochable. Es ésta una aplicación del derecho común, una determinación solemne de la justicia penal.

El espíritu que animó el movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción. Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituyó al antiguo no respondió a método alguno ni estuvo meditado. Nacido de la cólera y del odio, no podía ser efecto de una ciencia fundada en la observación y en el estudio, y las nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la sociedad. Obsérvase también, en las llamadas instituciones nuevas, que la república conservó los mismos principios que había combatido y la influencia de todos los prejuicios que había intentado proscribir. Y aún se habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revolución francesa, de la regeneración de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las instituciones... ¡Mentira! ¡Mentira!

Cuando, acerca de cualquier hecho físico, intelectual o social, nuestras ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este movimiento del espíritu, revolución; si solamente ha habido extensión o modificación de nuestras ideas, progreso. Así, el sistema de Ptolomeo fue un progreso en astronomía, el de Copérnico una revolución. De igual modo en 1789 hubo lucha y progreso; pero no ha habido revolución. El examen de las reformas que se ensayaron lo demuestra.

El pueblo, víctima por tanto tiempo del egoísmo monárquico, creyó librarse de él para siempre declarándose a sí mismo soberano. Pero ¿qué era la monarquía? La soberanía de un hombre. Y ¿qué es la democracia? La soberanía del pueblo, o mejor dicho, de la mayoría nacional. Siempre la soberanía del hombre en lugar de la soberanía de la ley, la soberanía de la voluntad en vez de la soberanía de la razón; en una palabra, las pasiones en sustitución del derecho. Cuando un pueblo pasa de la monarquía a la democracia, es indudable que hay progreso, porque al multiplicarse el soberano, existen más probabilidades de que la razón prevalezca sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revolución en el gobierno y que subsiste el mismo principio. Ahora bien, nosotros tenemos la prueba hoy de que con la democracia más perfecta se puede no ser libre.[6]

Y no es esto todo; el pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo: está obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten asiduamente aquellos que buscan su beneplácito. Que estos funcionarios sean cinco, diez, ciento, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor.

Se sabe, además, cómo fue ejercida esta soberanía, primero por la Convención, después por el Directorio, más tarde por el Cónsul. El Emperador, el grande hombre tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebatársela jamás; pero como si hubiera querido burlarse de tal soberanía, se atrevió a pedirle su sufragio, es decir, su abdicación, la abdicación de esa soberanía inalienable, y lo consiguió.

Pero ¿qué es la soberanía? Dícese que es el poder de hacer las leyes.[7] Otro absurdo, renovado por el despotismo. El pueblo, que había visto a los reyes fundar sus disposiciones en la fórmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes. En los cincuenta años que median desde la Revolución a la fecha ha promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus representantes. Y el juego no está aún cerca de su término.

Por lo demás, la definición de la soberanía se deducía de la definición de la ley. La ley, se decía, es la expresión de la voluntad del soberano; luego, en una monarquía, la ley es la expresión de la voluntad del rey; en una república, la ley es la expresión de la voluntad del pueblo. Aparte la diferencia del número de voluntades, los dos sistemas son perfectamente idénticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión de una voluntad, debiendo ser la expresión de un hecho. Sin embargo, al frente de la opinión iban guías expertos: se había tomado al ciudadano de Ginebra, Rousseau, por profeta y el Contrato social por Corán.

La preocupación y el prejuicio se descubren a cada paso en la retórica de los nuevos legisladores. El pueblo había sido víctima de una multitud de exclusiones y de privilegios; sus representantes hicieron en su obsequio la declaración siguiente: Todos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley; declaración ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la Naturaleza: ¿quiere significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, idéntico genio y análogas virtudes? No; solamente se ha pretendido designar la igualdad política y civil. Pues en ese caso bastaba haber dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.

Pero ¿qué es la igualdad ante la ley? Ni la Constitución de 1790, ni la del 93, ni las posteriores, han sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de fortunas y de posición, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras Constituciones han sido la expresión fiel de la voluntad popular; y voy a probarlo.

En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares. Se creyó hacer una gran cosa insertando en la Declaración de los derechos del hombre este artículo, altisonante: «Todos los ciudadanos son igualmente admisibles a los cargos públicos: los pueblos libres no reconocen más motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el talento».

Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece. Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, sólo ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las ventajas personales, y que sólo estimándolos como fuentes de ingresos, establece la libre admisión de los ciudadanos. Si así no fuese, si éstos nada fueran ganando, ¿a qué esa sabia precaución? En cambio, nadie se acuerda de establecer que para ser piloto sea preciso saber astronomía y geografía, ni de prohibir a los tartamudos que representen óperas. El pueblo siguió imitando en esto a los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y aduladores. Desgraciadamente, y este último rasgo completa el parecido, el pueblo no disfruta tales beneficios; son éstos para sus mandatarios y representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su inocente soberano.

Este edificante artículo de la Declaración de derechos del hombre, conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de desigualdades ante la ley. Supone también desigualdad de jerarquías, puesto que las funciones públicas no son solicitadas sino por la consideración y los emolumentos que confieren: desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los empleos públicos habrían sido deberes y no derechos; desigualdad en el favor, porque la ley no determina qué se entiende por talentos y virtudes. En tiempos del Imperio, la virtud y el talento consistían únicamente en el valor militar y en la adhesión al Emperador; cuando Napoleón creó su nobleza parecía que intentaba imitar a la antigua. Hoy día el hombre que satisface 200 francos de impuestos es virtuoso; el hombre hábil es un honrado acaparador de bolsillos ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones serán verdades sin importancia alguna.

El pueblo, finalmente, consagró la propiedad... ¡Dios le perdone, porque no supo lo que hacía! Hace cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero ¿cómo ha podido engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra? ¿Cómo buscando la libertad y la igualdad, ha caído de nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante afán de imitar al antiguo régimen.

Antiguamente la nobleza y el clero sólo contribuían a las cargas del Estado a título de socorros voluntarios y de donaciones espontáneas. Sus bienes eran inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de trabajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no podía testar ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su descendencia pertenecían al dueño por derecho de acción. El pueblo quiso que la condición de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su trabajo y de su industria. El pueblo no inventó la propiedad; pero como no existía para él del mismo modo que para los nobles y los clérigos, decretó la uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la institución subsiste. Hubo progresos en la atribución, en el reconocimiento del derecho, pero no hubo revolución en el derecho mismo.

Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento de 1789 y el de 1830 han consagrado reiteradamente, son éstos: 1) Soberanía de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresión, despotismo. 2) Desigualdad de fortunas y de posición social. 3) Propiedad. Y sobre todos estos principios el de JUSTICIA, en todo y por todos invocada como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la JUSTICIA, la ley general, primitiva, categórica, de toda sociedad.

¿Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?

Todo el mundo contesta: no; la autoridad del hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser expresión de justicia y de verdad. La voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse aquélla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.

No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional reúne esas condiciones: si la voluntad de los ministros interviene o no en la declaración y en la interpretación de la ley; si nuestros diputados, en sus debates, se preocupan más de convencer por la razón que de vencer por el número. Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido. Sin embargo, de ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y según la opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; que en la Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; que Luis XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba: «El Estado soy yo»; que Napoleón reputaba como crimen de estado la desobediencia a su voluntad. La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues, siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolviéndose y determinándose más y más hasta llegar al estado en que hoy las concebimos. ¿Pero puede decirse que ha llegado a su última fase? No lo creo; y como el obstáculo final que se opone a su desarrollo procede únicamente de la institución de la propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder público y consumar la revolución debemos atacar esa misma institución.

¿Es justa la desigualdad política y civil? Unos responden, sí; otros, no. A los primeros contestaría que, cuando el pueblo abolió todos los privilegios de nacimiento y de casta, les pareció bien la reforma, probablemente porque les beneficiaba. ¿Por qué razón, pues, no quieren hoy que los privilegios de la fortuna desaparezcan como los privilegios de la jerarquía y de la sangre? A esto replican que la desigualdad política es inherente a la propiedad, y que sin la propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuestión planteada se resuelve en la de la propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observación: si queréis implantar la igualdad política, abolid la propiedad; si no lo hacéis, ¿por qué os quejáis?

¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la propiedad es justa». Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno convencimiento: «No» También es verdad que dar una respuesta bien fundada, no era antes cosa fácil; sólo el tiempo y la experiencia podían traer una solución exacta. En la actualidad esta solución existe: falta que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.

He aquí cómo he de proceder a esta demostración:

I. No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas las razones alegadas en favor de la propiedad, y me limito a investigar el principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio está fielmente expresado por la propiedad. Defendiéndose como justa la propiedad, la idea, o por lo menos el propósito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad sólo se ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia debe aparecer bajo una fórmula algebraica. Por este método de examen llegaremos bien pronto a reconocer que todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad, cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la negación de la propiedad. Esta primera parte comprende dos capítulos: el primero referente a la ocupación, fundamento de nuestro derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y de desigualdad social. La conclusión de los dos capítulos será, de un lado, que el derecho de ocupación impide la propiedad, y de otro, que el derecho del trabajo la destruye.

II. Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la razón categórica de igualdad, he de investigar por qué, a pesar de la lógica, la igualdad no existe. Esta nueva labor comprende también dos capítulos: en el primero, considerando el hecho de la propiedad en sí mismo, investigaré si ese hecho es real, si existe, si es posible; porque implicaría contradicción que dos formas sociales contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una y otra conjuntamente. Entonces comprobaré el fenómeno singular de que la propiedad puede manifestarse como accidente, mientras como institución y principio es imposible matemáticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet consecutio, del hecho a la posibilidad, la consecuencia es buena, se encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.

Finalmente, en el último capítulo, llamando en nuestra ayuda a la psicología y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondré el principio de lo justo, su fórmula, su carácter: determinaré la ley orgánica de la sociedad; explicaré el origen de la propiedad, las causas de su establecimiento, de su larga duración y de su próxima desaparición; estableceré definitivamente su identidad con el robo; y después de haber demostrado que estos tres prejuicios, soberanía del hombre, desigualdad de condiciones, propiedad, no son más que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son recíprocamente convertibles, no habrá necesidad de esfuerzo alguno para deducir, por el principio de contradicción, la base de la autoridad y del derecho. Terminará ahí mi trabajo, que proseguiré en sucesivas publicaciones.

La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los ánimos.

«La propiedad —dice Hennequin— es el principio creador y conservador de la sociedad civil... La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar nunca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado estén de ello bien convencidos, que de la solución del problema sobre si la propiedad es el principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o como efecto, depende toda la moralidad, y por esta misma razón, toda la autoridad de las instituciones humanas».

Estas palabras son una provocación a todos los hombres que tengan esperanza y fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de la igualdad es hermosa, nadie ha recogido todavía el guante lanzado por los abogados de la propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La falsa sabiduría de una jurisprudencia hipócrita y los aforismos absurdos de la economía política, tal como la propiedad la ha formulado, han oscurecido las inteligencias más potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos de la libertad y de los intereses del pueblo que la igualdad es una quimera. A tanto llega el poder que las más falsas teorías y las más mentidas analogías ejercen sobre ciertos espíritus, excelentes bajo otros conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general. La igualdad nace todos los días. Soldados de la libertad, ¿desertaremos de nuestra bandera en la víspera del triunfo?

Defensor de la igualdad, hablaré sin odio y sin ira, con la independencia del filósofo, con la calma y la convicción del hombre libre. ¿Podré, en esta lucha solemne, llevar a todos los corazones la luz de que está penetrado el mío, y demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la espada es porque debía triunfar con el de la razón?

Dios y el estado[8] (Mijail Bakunin[9])

I

Hasta el siglo de Galileo y de Copérnico todo el mundo había creído que el sol giraba en torno de la tierra. Y ¿no se había engañado todo el mundo? ¿Hay algo más antiguo y más universal que la esclavitud? La antropofagia, quizás. Desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestros días, siempre y en todas partes existió la explotación del trabajo obligatorio de las masas, esclavas, siervas o asalariadas por una minoría dominadora; opresión de los pueblos por la Iglesia y por el Estado. ¿Se ha de deducir de esto que tal explotación y tal opresión son necesidades absolutamente inherentes a la existencia de la sociedad humana? Hay ejemplos que demuestran que la argumentación de los abogados del buen Dios no prueba nada.

Nada es, en efecto, ni tan universal ni tan antiguo como lo inicuo y lo absurdo; la verdad y la justicia, por el contrario, son lo menos universal y lo más joven en el desarrollo de las sociedades humanas. De este modo se explica, por otra parte, un fenómeno histórico constante: las persecuciones de que los que primero proclaman la verdad han sido y continúan siendo objeto por parte de los representantes oficiales, interesados en el desarrollo de las creencias «universales» y «antiguas», y con frecuencia por parte de aquellas mismas masas populares, que, después de haber sido por ellos atormentadas, concluyen por adaptar y por hacer triunfar sus ideas.

Para nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios, nada hay de sorprendente en ese fenómeno histórico que ningún miedo nos causa. Orgullosos de nuestra conciencia, de nuestro amor a la verdad, de esta pasión lógica que constituye por sí sola un gran poder, y fuera de la cual no hay pensamiento; orgullosos de nuestra pasión por la justicia y de nuestra fe inquebrantable en el triunfo de la humanidad contra todas las bestialidades teóricas y prácticas; orgullosos, en fin, de la confianza y del apoyo mutuos que se prestan los pocos hombres que profesan nuestras convicciones, nos resignamos por nosotros mismos ante todas las consecuencias de ese fenómeno histórico, en el que vemos la manifestación de una ley social tan natural, tan necesaria y tan invariable como las demás leyes que gobiernan el mundo.

Esta ley es una consecuencia lógica, inevitable, del origen animal de la sociedad humana: y frente a todas las pruebas científicas fisiológicas, psicológicas e históricas que se han acumulado en nuestros días, así como ante las hazañas de los alemanes conquistadores de Francia, que hoy se entregan a una demostración tan resonante, no es posible dudar. Pero, desde el momento en que se acepta este origen animal del hombre, todo queda explicado. La historia se nos presenta entonces como la negación revolucionaria, tan pronto lenta, apática, semidormida, como apasionada y poderosa, del pasado. Consiste ella precisamente en la negación progresiva de la animalidad primera del hombre por el desarrollo de su humanidad. El hombre, animal feroz, primo del gorila, partió de la noche profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica de una manera completamente natural todas sus pesadas divagaciones y nos consuela en parte de sus presentes yerros. Partió de la esclavitud animal, y, atravesando la esclavitud divina, término transitorio entre su animalidad y su humanidad, marcha hoy hacia la conquista y a la realización de la humana libertad. De donde resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probar algo en su favor, debe, por el contrario, hacérnosla sospechosa. Porque tras de nosotros está nuestra animalidad y ante nosotros nuestra humanidad; la luz humana, única que puede damos calor y alumbrarnos, la única que nos puede emancipar, hacernos dignos, libres, felices, y realizar la fraternidad entre nosotros, no está nunca en su principio, sino que se halla en relación con la época en que se vive, siempre al final de la historia.

Miremos, pues, siempre delante, nunca atrás, porque delante está nuestro sol, nuestra salvación; si nos está permitido, si hasta nos es útil, necesario, volvernos para estudiar nuestro pasado, no es sino a fin de que nos fijemos en lo que fuimos y veamos lo que no debemos ser lo que creimos y pensamos, y lo que no debemos ya creer ni pensar, lo que hicimos y no debemos hacer.

Esto en cuanto a la antigüedad. Respecto a la universalidad de un error, no prueba más que una cosa; la similitud, sino la perfecta identidad de la naturaleza humana, en todos los tiempos y bajo todos los climas. ¿Y porque esté probado que todos los pueblos, en todas las épocas de su vida, han creído y creen aún en Dios, debemos de decir sencillamente que la idea divina, salida de nosotros mismos, es un error históricamente necesario en el desarrollo de la humanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha producido en la historia porque la inmensa mayoría de la especie humana la acepta todavía como una verdad?

Mientras no nos expliquemos cómo la idea de un mundo sobrenatural o divino se produjo y pudo fatalmente producirse en el desarrollo histórico de la conciencia humana, podremos encontrarnos científicamente convencidos de lo absurdo de esta idea, mas nunca llegaremos a destruirla en la opinión de la mayoría, porque nunca sabremos atacarla en las profundidades del ser humano en que naciera. Condenados a una lucha estéril, sin resultado y sin fin, siempre tendremos que limitarnos a atacarla superficialmente, en sus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo apenas domado por los golpes del buen sentido, reaparecerá inmediatamente bajo una forma nueva y no menos insensata. Mientras la raíz de todos los absurdos que atormentan el mundo no haya sido destruida, la creencia en Dios continuará intacta y no dejará de producir nuevos retoños. Así es como en nuestros días, en ciertas regiones de la más elevada sociedad, el espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo.

No es solamente en interés de las masas; es también en el de la salud de nuestro espíritu. Debemos esforzarnos para conocer la génesis histórica, la sucesión de las causas que desarrollaron y produjeron la idea de Dios en la conciencia de los hombres. Podremos llamarnos y creernos ateos; mientras no hayamos comprendido tales causas, en balde trataremos de no dejarnos dominar más o menos por los clamores de aquella conciencia universal cuyo secreto no habremos descubierto; y, vista la debilidad natural del individuo, aun del más fuerte, contra la poderosísima influencia del medio social que la sujeta, siempre estamos expuestos a caer, tarde o temprano y de un modo o de otro, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos de estas conversiones son algo frecuentes en la sociedad actual.

II

He dicho: «la razón práctica principal del poder que todavía ejercen las creencias religiosas sobre las masas». Estas disposiciones místicas antes denotan en el hombre un profundo descontento del corazón, que una aberración de espíritu. Son la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las estrecheces, las vulgaridades, los dolores y las vergüenzas de una existencia miserable. Y dije y repito que para combatir esta enfermedad no hay más que un remedio: la revolución social.

En otros trabajos quise exponer las causas que precedieron al nacimiento y al desarrollo histórico de las alucinaciones religiosas en la conciencia del hombre. No es mi intención tratar hoy de la existencia de un Dios, ni del origen divino del mundo y del hombre sino desde el punto de vista de su utilidad moral y social, y sólo diré algunas palabras acerca de la razón teórica de esta creencia, a fin de explicar mejor lo que pienso.

Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus mesías y sus santos, fueron creadas por la fantasía crédula de los hombres, que aún no llegaron al pleno desarrollo y a la plena posesión de sus facultades intelectuales. Por consiguiente, el cielo religioso no es otra cosa que un espejo en que el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, mira su propia imagen, pero prolongada en todo sentido y su posición contraria a la natural, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es, pues, otra cosa que el desarrollo de la inteligencia y de la conciencia colectivas de los hombres. A medida que, en su marcha históricamente progresiva, descubrían, ya en sí mismos, ya en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad, hasta un gran defecto cualquiera, los atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, como acostumbran a hacerlo los niños, por medio de un acto de su fantasía religiosa. Gracias a esta modestia y a esta piadosa generosidad de los hombres creyentes y crédulos el cielo se enriqueció con los despojos de la tierra, y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico hacíase el cielo, la humanidad y la tierra tornábanse más miserables. Una vez instaurada la divinidad, fue naturalmente proclamada como causa, razón, árbitro y dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, ella lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de sacarla de la nada a su pesar, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo.

El cristianismo es precisamente la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, la esclavitud y el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad.

Siéndolo Dios todo, el mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo bello, el poder y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amor, el hombre es el esclavo. Incapaz de hablar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida eterna, el hombre no puede alcanzarla sino por medio de una revelación divina. Pero quien dice revelación dice revelaciones, mesías, profetas, sacerdotes y legisladores inspirados por el mismo Dios; y, una vez reconocidos éstos como los representantes de la divinidad en la tierra, como los santos instauradores de la humanidad, elegidos por el mismo Dios para dirigirla en la vía de salvación, ejercen forzosamente un poder absoluto. Todos los hombres les deben una obediencia pasiva e ilimitada; porque contra la razón divina no hay razón humana, y contra la justicia de Dios no hay justicia terrestre. Esclavos de Dios, los hombres deben serlo igualmente de la Iglesia y del Estado, mientras este último esté consagrado por la Iglesia. Esto es lo que, de todas las religiones que han existido, el cristianismo comprendió mejor que las otras, sin exceptuar la mayoría de las religiones orientales, las cuales no abrazaron más que pueblos distintos y privilegiados, mientras que el cristianismo tiene la pretensión de abrazar la humanidad entera; esto es lo que, de todas las sectas cristianas, el catolicismo romano comprendió y realizó con una rigurosa consecuencia. Tal es el motivo porque el cristianismo es la religión absoluta, la última religión; porque la iglesia apostólica y romana es la única consecuente, legítima y divina.

No les disguste, pues, a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos o poetas, que diga:

La idea de Dios implica la abdicación de la razón y de la justicia humanas; es la negación más decisiva de la libertad humana y conduce necesariamente a la esclavitud de los hombres, así en la teoría como en la práctica.

Salvo que deseemos la esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como los jesuitas, los monistas, los pietistas o los metodistas protestantes, no podemos, no debemos hacer la menor concesión, ni al Dios de la teología ni al de la metafísica. El que, en el alfabeto místico, empiece por Dios, deberá fatalmente acabar por Dios; el que quiera adorar a Dios, sin hacerse pueriles ilusiones, debe de principiar por renunciar valientemente a su libertad y a su humanidad.

Si Dios existe, el hombre es esclavo; y el hombre puede, debe ser libre; luego Dios no existe.

Desafío a quien quiera aceptar el reto a que salga de este círculo.

III

¿Hará falta recordar cómo y hasta qué punto las religiones embrutecen y corrompen los pueblos? Matan en ellos la razón, el principal instrumento de emancipación humana, y los reducen a la imbecilidad, condición esencial de la esclavitud. Deshonran el trabajo humano y hacen de él muestra y fuente del servilismo. Matan la noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo que la balanza se incline siempre del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la divina gracia. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de fraternidad humana, llenándole de crueldad.

Todas las religiones son crueles, todas tienen por base la sangre; porque todas reposan principalmente sobre la idea de sacrificios, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad en la insaciable venganza de la divinidad. En este sangriento misterio, el hombre siempre es la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el verdugo divino. Esto nos explica porqué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más tiernos, tienen siempre, en el fondo de su corazón —si no en el corazón en la imaginación, en el espíritu—, algo de cruel y de sanguinario.

IV

Nuestros idealistas contemporáneos saben mejor que nadie todo esto. Son hombres sabios que conocen su historia al dedillo; y, como son a la vez hombres vivos, grandes almas penetradas de un amor sincero y profundo encaminado a hacer la dicha de la humanidad, maldijeron y procuraron echar tierra sobre aquellas acciones, sobre tales crímenes religiosos con una elocuencia incomparable. Rehusan indignados toda solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus representantes pasados y presentes en la tierra.

El Dios a quien adoran, o al que creen adorar, se diferencia precisamente de los dioses reales de la historia en que no es un Dios del todo positivo, determinado de una u otra manera, teológica o metafísicamente. No es ni el Ser Supremo de Robespierre y J.-J. Rousseau, ni el dios panteísta de Spinoza, ni aun el dios a la vez inocente, trascendental y muy equívoco de Hegel. Guárdanse mucho de darle una determinación positiva cualquiera, comprendiendo muy bien que toda determinación sería someterlo a la acción disolvente de la crítica. No dirán de él si es un dios personal o impersonal, si creó o no creó el mundo; ni tampoco hablarán de su divina providencia. Todo esto podría comprometerlos. Se limitarán a decir: «Dios»; y ni una palabra más. Pero, ¿quién es, entonces, su dios? No es ni siquiera una idea; es una aspiración.

Es la palabra genérica de todo cuanto parece grande, bueno, hermoso, noble, humano. Pero, ¿por qué no dicen: el hombre? Sucede que el rey Guillermo de Prusia y el emperador Napoleón III eran también hombres. Eso es lo que les preocupa. La humanidad real nos presenta el conjunto de todo lo que hay de más sublime, de más bello y de todo lo que hay de más vil y de más monstruoso en el mundo. ¿Como salir del círculo? Para escapar llaman, recurren a uno, divino, y a otro, animal, y en ellos se representan la divinidad y la animalidad como dos polos, entre los cuales colocan la humanidad. No quieren o no pueden comprender que estos tres términos no forman sino uno, y que se les destruye si se les separa.

No están fuertes en lógica, y se diría que la desprecian. Esto es lo que les distingue de los metafísicos, panteístas y deístas, y lo que imprime a sus ideas el carácter de un idealismo práctico, encaminando sus aspiraciones menos hacia el desarrollo severo de un pensamiento sobre las experiencias, casi diría las emociones, históricas, colectivas e individuales, de la vida. Lo cual da a su propaganda una apariencia de riqueza y de poder vital, pero sólo una apariencia; porque aún la vida se torna estéril cuando se ve paralizada por una contradicción lógica.

Esta es la contradicción: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se obstinan en juntar dos términos que, una vez separados, no pueden volverse a encontrar sino para destruirse mutuamente. Dicen: «Dios es la libertad del hombre, Dios es la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraternidad, la prosperidad de los hombres», sin acordarse de la lógica fatal, en cuya virtud, si Dios existe, todo esto está condenado a no existir. Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoluto; y si este amo existe, el hombre es esclavo; y si es esclavo no hay ni justicia, ni igualdad, ni fraternidad, ni prosperidad posibles. Podrán contra el buen sentido y contra todas las experiencias de la historia, representarse a su Dios animado por el más tierno amor a la libertad humana: un amo, haga lo que quiera y por liberal que quiera mostrarse, no deja de ser amo. Su existencia implica necesariamente la esclavitud de cuanto está debajo de él. Luego si Dios existiera, no habría para él sino un solo medio de servir a la libertad humana; cesar de existir.

Enamorado y celoso de la libertad humana, y considerándola como la condición absoluta de todo cuando adoramos y respetamos en la humanidad, enmiendo la frase de Voltaire, y digo que: si Dios no existiera, sería necesario inventarlo.

V

La severa lógica que me dicta estas palabras es demasiado evidente para que tenga necesidad de desarrollar mi argumentación. Me parece imposible que los hombres ilustres cuyos nombres he citado, célebres y respetados con justicia, no se hayan sentido sorprendidos, no hayan notado la contradicción en que incurrieron al hablar a un tiempo de Dios y de la libertad humana. Para que ellos continuaran con sus ideas, sin duda debieron pensar que aquella inconsecuencia, que aquella contradicción, era prácticamente necesaria al bienestar de la humanidad.

Es también probable que, siempre hablando de libertad, que es para ellos muy respetable y muy querida, la comprendan de otro modo del que la concebimos en nuestra cualidad de materialistas y socialistas revolucionarios; pues, en efecto, nunca hablan de ella sin agregar en seguida otra palabra, la de autoridad, palabra y concepto que detestamos con toda la fuerza de nuestros corazones.

¿Qué viene a ser la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en el encadenamiento y en la sucesión fatal de los fenómenos del mundo físico y del mundo social? En efecto, contra estas leyes, la rebelión está prohibida, y se hace además imposible. Podemos desconocerlas o no conocerlas aún pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la base y las condiciones de nuestra existencia; nos envuelven, nos inundan, regulan nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestras acciones. Por consiguiente, aun cuando creamos desobedecerlas, no hacemos otra cosa que manifestar su inmenso poder.

Sí somos absolutamente esclavos de esas leyes. Pero no hay nada humillante en tal esclavitud. Porque la esclavitud supone un amo exterior, un legislador que se halla fuera de aquel a quien manda; mientras que esas leyes no están en esa posición; no están fuera de nosotros; nos son inherentes, constituyen nuestro ser, corporal, intelectual y moral: no vivimos, no respiramos, no obramos, no pensamos, no queremos más que por ellas. Fuera de ellas no somos nada, no existimos. ¿De dónde sacaríamos, pues, el poder y el querer rebelarnos contra ellas?

Ante las leyes naturales, no hay para el hombre sino una libertad posible: reconocerlas y aplicarlas cada vez más, conforme al objeto de emancipación o de humanización colectiva e individual que persiga. Reconocidas estas leyes, la autoridad que ejercen no es nunca discutida por la masa de los hombres. Es necesario ser un teólogo, o por lo menos un metafísico, un jurista o un economista burgués, para rebelarse contra una ley según la cual 2 y 2 son 4. Es necesario tener fe para imaginarse que no se arderá en el fuego y que no se ahogará uno en el agua, a menos de recurrir a un subterfugio cualquiera y fundado igualmente en cualquier otra ley natural. Pero estas rebeliones, mejor dicho estas tentativas o estas locas ideas de una rebelión imposible, no forman sino una excepción bastante rara; porque, en general, se puede decir que la masa de los hombres, en su vida cotidiana, se dejan gobernar por el buen sentido, lo que quiere decir por la suma de las leyes naturales generalmente reconocidas, de una manera poco menos que absoluta.

La gran desgracia es que muchas leyes naturales, ya reconocidas como tales por la ciencia, son desconocidas para las masas populares, a causa de los cuidados de esos gobiernos tutelares que no existen, como es sabido, sino para bien de los pueblos.

Hay, además, un grave inconveniente: la mayoría de las leyes naturales, que se hallan unidas al desarrollo de la sociedad humana y que son tan necesarias e invariables como las leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido debidamente reconocidas por la ciencia. En cuanto lo estén, primeramente por la ciencia, y cuando ésta, por medio de un amplio sistema de educación y de instrucción popular, las haya hecho pasar a la conciencia de todos, la cuestión de la libertad estará perfectamente resuelta. Las autoridades más recalcitrantes deberán reconocer que entonces no habrá necesidad ni de organización, ni de dirección, ni de legislación políticas, tres cosas que, ya emanen de la voluntad del soberano, ya de la votación de un parlamento elegido por sufragio universal, y aun cuando estén de acuerdo con el sistema de las leyes naturales —lo que nunca ha ocurrido, ni puede nunca ocurrir— son siempre igualmente funestas y contrarias a la libertad de las masas, por el solo hecho de imponerles un sistema de leyes exteriores y por consiguiente despóticas.

La libertad del hombre consiste únicamente en que obedezca a las leyes naturales, que él mismo reconoció como tales, no porque le fueran exteriormente impuestas por una voluntad extraña, humana o divina, colectiva o individual.

Suponed una academia de sabios, compuesta de los representantes más ilustres de la ciencia; suponed que esta academia se halla encargada de la legislación, de la organización de la sociedad, y que, no inspirándose sino en el amor a la verdad más pura, sólo dicte leyes absolutamente conformes con los más recientes descubrimientos de la ciencia. Pues bien, yo afirmo que esta legislación y esta organización serán una monstruosidad, por dos razones: la primera, que la ciencia humana no es nunca perfecta, y que comparando lo que ha descubierto con lo que le falta descubrir, puede decirse que aún está en la cuna. De modo que si se quisiera obligar a la vida práctica, así colectiva como individual de los hombres, a conformarse estricta, exclusivamente a los últimos adelantos de la ciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuos a ser martirizados sobre un lecho de Procusto, que concluiría pronto por dislocarlos y por ahogarlos, por ser la vida infinitamente más amplia que la ciencia. La segunda razón reside en que una sociedad que obedeciera a una legislación emanada de una academia científica, no porque ella hubiera comprendido su carácter racional, en cuyo caso, la existencia de la academia sería inútil, sino por esta legislación, se impondría en nombre de una ciencia que ella veneraría sin comprenderla, tal sociedad sería una sociedad no de hombres, sino de animales. Sería una segunda edición de aquellas misiones del Paraguay que se dejaron gobernar durante tanto tiempo por la compañía de Jesús. No dejaría de descender pronto al grado más bajo de imbecilidad.

Y existe una tercera razón que haría imposible tal gobierno: que una academia científica revestida de esa soberanía, por así decirlo absoluta, aun cuando estuviera compuesta de los hombres más ilustres, concluiría, infaliblemente y pronto, por corromperse, moral e intelectualmente.

Esa es hoy ya, con los escasos privilegios que se les conceden, la historia de todas las academias. El más grande genio científico, desde el momento en que se hace académico, sabio oficial, desciende inevitablemente y se duerme. Pierde su espontaneidad, su atrevimiento revolucionario, y esa energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza de los más grandes genios, llamada siempre a destruir los mundos viejos y a extender los cimientos de los nuevos. Es indudable que gana en ceremonia, en sabiduría útil y práctica, lo que pierde en poder de pensamiento. Se corrompe, en una palabra.

Es propio del privilegio y de toda posición privilegiada matar el talento y el corazón de los hombres. El ser privilegiado, ya política, ya económicamente, es un hombre depravado de espíritu y de corazón. Esta es una ley social que no admite excepción, y que se aplica tanto a naciones enteras como a las clases, a las compañías y a los individuos. Es ésta la ley de la igualdad, condición suprema de la libertad y de la humanidad. El objeto principal de este estudio es precisamente demostrar esta verdad en todas las manifestaciones de la vida humana.

Un cuerpo científico al que se hubiera confiado el gobierno de la sociedad, concluiría pronto por no ocuparse de la ciencia, y sí de otro tema, el de todos los poderes establecidos; ello equivaldría a eternizarse, llevando a la sociedad a sus cuidados, confiada, más estúpida y, por consiguiente, más necesitada de su gobierno y de su dirección.

Y lo que es verdad en cuanto a los académicos científicos, lo es igualmente en lo que respecta a las asambleas constituyentes y legislativas, aun cuando éstas fuesen resultados del sufragio universal. Cierto que éste puede renovar la composición, lo cual no impide que no se forme con el curso de los años un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, no de derecho, y que entregándose exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, concluyan por formar una especie de aristocracia o de oligarquía política. Testigos de este proceso son los Estados Unidos de América y Suiza.

Así, nada de legislación exterior, nada de autoridad, por ser la una inseparable de la otra y ambas tender al servilismo de la sociedad y al embrutecimiento aun de los mismos legisladores.

VI

¿Dedúcese de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí tal idea. Cuando se trata de botas, fío en la autoridad de los zapateros; si se trata de una casa, de un canal o de un camino de hierro, consulto la de un arquitecto o un ingeniero. Para tal o cual ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Mas de ningún modo permito se me imponga el zapatero, ni el ingeniero, ni el sabio. Los acepto libremente y con todo el respeto que merezcan su inteligencia, su carácter, su saber, reservándome siempre mi derecho incontestable de crítica y de examen. No me limito a consultar a una autoridad especialista, consulto a muchas; comparo sus opiniones y elijo la que más justa me parece. Pero no reconozco autoridad infalible ni aun en los asuntos especiales. Por consiguiente, aunque mucho sea el respeto que me inspire la humanidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Tal fe sería fatal a mi razón, a mi libertad y aun al éxito de mis empresas; me transformaría inmediatamente en esclavo estúpido, en instrumento de la voluntad y de los intereses de otro.

Si me inclino ante la autoridad de los especialistas, y si me declaro dispuesto a seguir con cierta medida y mientras me parezca necesario, sus indicaciones y aun su dirección, es porque tal autoridad no me fue impuesta por nadie, ni por los hombres, ni por Dios. De otro modo, las rechazaría con horror, y enviaría al diablo sus consejos, su dirección y sus servicios, seguro de que de lo contrario me harían pagar con mi libertad y mi dignidad las apariencias de verdad, envueltas en muchas mentiras, que pudieran ofrecerme.

Me inclino ante la autoridad de los especialistas, porque su autoridad me es impuesta por mi propia razón. Tengo la conciencia de no poder abrazar, en todos sus detalles y sus desarrollos positivos, sino una pequeñísima parte de la ciencia humana. La inteligencia mayor no bastaría para abrazarla toda. De donde resulta, para la ciencia como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Recibo y doy; tal es la vida humana. Todos gobernamos y somos gobernados. Luego no hay autoridad fija y constante, y sí un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras, y sobre todo, voluntarias.

Esta misma razón me prohíbe, pues, reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay ningún hombre universal, hombre que sea capaz de abrazar, con la riqueza de detalles sin la que la aplicación de la ciencia a la vida no es posible, todas las ciencias y todas las ramas de la vida social. Y, si tal universalidad se hallara en un hombre, si éste quisiera valerse de ella para imponernos su voluntad, sería necesario arrojar a ese hombre de la sociedad, porque su autoridad reduciría inevitablemente a los demás a la esclavitud y a la imbecilidad. No pienso que la sociedad debe maltratar a los hombres de genio como lo ha venido haciendo hasta la fecha; pero no pienso que su deber sea cebarlos, ni concederles, sobre todo, privilegios o derechos exclusivos. Y esto por tres razones: primero, porque con frecuencia sería tomado por genio un charlatán; en segundo término porque, gracias a este sistema de privilegios, podría transformar en charlatán al verdadero hombre de genio, desmoralizándole y embruteciéndole; y, en tercer lugar, porque se impondría un amo.

Resumo: reconocemos, por la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexionada y tan sistemática como posible sea, leyes naturales que son inherentes a la vida material, intelectual y moral, así del mundo físico como social, dos mundos que no constituyen, en realidad, sino un solo mundo natural. Fuera de esta autoridad, la única legítima, porque es racional y se halla de acuerdo con la libertad humana, declaramos a todas las otras autoridades embusteras, arbitrarias y funestas.

Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y universalidad del sabio. En nuestra iglesia —séame permitido servirme por un momento de esta expresión que, por otra parte, detesto, pues la Iglesia y el Estado son mis dos arañas negras— en nuestra iglesia, como en la Iglesia protestante, hay un jefe, un Cristo invisible: la ciencia, y como los protestantes o más consecuentes aún que los protestantes, no queremos sufrir ni papa, ni concilio, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni obispos, ni aun sacerdotes. Nuestro Cristo distínguese del Cristo protestante y cristiano en que este último es un ser personal, y el nuestro es impersonal; el Cristo cristiano, ya reconocido en un pasado eterno, se presenta como un ser perfecto, mientras que el reconocimiento y la perfección de nuestro Cristo, la ciencia, dependen siempre del porvenir; lo que equivale a decir que no se realizarán nunca. No reconociendo más autoridad absoluta que la de la ciencia absoluta, no comprometemos de ningún modo nuestra libertad.

Por ciencia absoluta entiendo la ciencia verdaderamente universal que reprodujera idealmente, en toda su extensión y en todos sus detalles íntimos, el universo, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales que manifestara el desarrollo de los mundos. Es evidente que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos del espíritu humano, nunca se realizará en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo permanecerá, pues, eternamente inacabado, lo que debe domar mucho el orgullo de sus representantes. Contra aquel Dios hijo, en nombre del cual pretendieron imponernos su autoridad insolente y pedante, llamaremos al Dios padre, que es el mundo real, la vida real, de la que aquél no es sino la expresión demasiado imperfecta, y de la que nosotros somos los representantes inmediatos, nosotros, seres reales, que vivimos, trabajamos, combatimos, amamos, aspiramos, gozamos y sufrimos.

Pero, rechazando la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos de buen grado ante la autoridad respectiva, aunque relativa y muy pasajera, muy limitada, de los representantes de las ciencias especiales; no pretendemos otra cosa que consultarlas una tras otra; agradeceremos mucho las preciosas indicaciones que nos den, a condición de que quieran recibirlas de nosotros sobre las cosas y en las ocasiones en que seamos más entendidos que ellos. En general, no deseamos sino ver cómo los hombres dotados de gran saber, de gran experiencia, de gran espíritu, y sobre todo, de un gran corazón, ejercen sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de ninguna autoridad celestial o terrestre. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, tornándose en seguida una opresión y una mentira, nos impondría infaliblemente, como me parece haberlo demostrado, la esclavitud y el absurdo.

Rechazamos, en una palabra, toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, patente, oficial y legal, aunque resulta del sufragio universal, convencidos de que nunca podrían obrar sino en provecho de una minoría dominante y explotadora contra los intereses de la mayoría esclavizada.

En este sentido somos realmente anarquistas.

El comunismo anarquista[10] (Pedro Kropotkin[11])

I

Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá en situación de organizarse en comunismo anarquista.

Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía considerar el trigo que hacía crecer y las vestiduras de lana tejidas en la choza como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta manera de ver no era enteramente correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban. Una mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, beneficiaba a todos; en aquella época, una familia de labradores no podía vivir sino a condición de hallar apoyo en la ciudad, en el municipio.

Pero hoy, con el actual estado de la industria, en que todo se entrelaza y se sostiene, en que cada rama de la producción se vale de todas las demás, es absolutamente inadmisible la pretensión de dar un origen individualista a los productos. Si las industrias textiles o la metalurgia han alcanzado pasmosa perfección en los países civilizados, lo deben al simultáneo desarrollo de otras mil industrias; lo deben a la extensión de la red de ferrocarriles, a la navegación transatlántica, a la destreza de millones de trabajadores, a cierto grado de cultura general de toda la clase obrera; en fin, a trabajos ejecutados de un extremo a otro del mundo.

Los italianos que morían del cólera cavando el canal de Suez o de anemia en el túnel de San Gotardo y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la esclavitud, han contribuido al desarrollo de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Rouen o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.

Colocándonos en este punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo suministradas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a abandonar en el acto cualquiera forma de salario.

Estamos persuadidos de que el individualismo mitigado por el sistema colectivista no podría existir junto con el comunitarismo de la posesión, por todos, del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de organización política.

El salario ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción.

Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trata de disfrazarla bajo la forma de «bonos de trabajo». La posesión común de los instrumentos de trabajo, traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.

Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.

El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso precaverse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento —y así lo han predicado los que formulan su pensamiento por él— que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. «Mediante el dinero —se decía—, puedo comprar todo lo que necesite». Pero el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese sus arcas atestadas de oro.

Junto a esa corriente individualista, vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida.

En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran extensión al trabajo en común, al consumo en común.

La ciudad era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.

Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aun lucha por mantener los últimos vestigios de ese comunismo, y lo consigue mientras no eche el Estado su abrumadora espada en la balanza.

Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.

El puente, cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino, que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, son otras tantas instituciones fundadas en el principio de «Tomad lo que necesitéis».

Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.

Hay también la tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la valuación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. Llegase a considerar la sociedad como un todo, cada una de cuyas partes están tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado, a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.

Cuando vais a una biblioteca pública —por ejemplo, las de Londres o Berlín—, el bibliotecario no os pregunta qué servicios habéis prestado a la sociedad para daros el libro o los cincuenta libros que le pidáis, y en caso necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada uniforme, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.

En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os dan sitio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de precisión, con tal que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas, interesad amigos por vuestra idea, asociados a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.

Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? «Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!». Si mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, es visitada por una calamidad cualquiera —por ejemplo, un sitio—, esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de la inteligencia demostrada por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por atender los heridos.

Existe esa tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.

El día en que se devuelvan todos los instrumentos de producción, en que las tareas sean comunes y el trabajo —ocupando el sitio de honor en la sociedad— produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?

Por esos indicios somos de parecer que, cuando la revolución haya quebrado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo.

Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esto es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.

II

Condenando la «anarquía» como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, sacudían éstas el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema fundado en los principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de rebeliones parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual.

Ya es la independencia de los municipios, cuyos monumentos —fruto del trabajo libre de asociaciones libres— no han sido superados desde entonces; ya es el levantamiento de los campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro al papado; ya la sociedad —libre en los primeros tiempos— fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de la vieja Europa.

Y si observamos el desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos una tendencia cada vez más acentuada en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo. Esta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago de instituciones y preocupaciones herederas del pasado. Lo mismo que todas las evoluciones, no espera más que la revolución para barrer las vetustas ruinas que le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo en la sociedad regenerada.

Después de haber intentado largo tiempo resolver el insoluble problema de inventar un gobierno que «obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquel también a la sociedad», la humanidad intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un fin general.

Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, ésto es a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio.

Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas en las Universidades, nos habitúan a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado-Providencia.

Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: «¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre tí!».

Abrid cualquier libro de sociología, de jurisprudencia y encontraréis en él siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a creer que fuera del gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.

La prensa repite en todos los tonos la misma cantinela. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas líneas que tratan de un asunto económico, a propósito de una ley o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando leéis esos periódicos, lo que menos pensáis es en el incalculable número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes de estorbo, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubran y oculten la humanidad entera.

Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la vista la parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac había hecho notar ya cuántos millones de campesinos permanecen su vida entera sin conocer nada del Estado, excepto los pesados impuestos que están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de tratos sin que intervenga el gobierno, y los más grandes de ellos —los del comercio y la bolsa—, se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Hablad con un hombre que conozca el comercio, y os dirá que los cambios operados todos los días entre comerciantes serían de absoluta imposibilidad si no tuvieran por base la confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor el cumplir sus compromisos. Pues bien; si era moralidad relativa ha podido desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enriquecimiento es el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente, en cuanto ya no sea la base fundamental de la sociedad, la apropiación de los frutos de la labor ajena?

Hay otro rasgo característico de nuestra generación, que aun habla mejor en pro de nuestras ideas, y es el continuo crecimiento del campo de las empresas debidas a la iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la ingerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las sociedades.

Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque encuentran un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos obstáculos, y las veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados.

La historia de los cincuenta años últimos es una viva prueba de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las funciones con que se le ha querido revestir.

Algún día se citará el siglo XIX como la fecha del aborto del parlamentarismo.

Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que han hecho su crítica (J. Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir el descontento popular. Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles: «Hacednos leyes acerca de todas las manifestaciones de nuestra vida, aunque cada uno de vosotros las ignore». Empiézase a comprender que el gobierno de las mayorías parlamentarias significa el abandono de todos los asuntos del país, a los que forman las mayorías en la Cámara y en los comicios, a los que no tienen opinión.

La unión postal internacional, las uniones ferrocarrileras, las sociedades sabias, dan el ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley.

Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un Parlamento internacional de diputados para todo y a quienes se les dice: «Votadnos leyes; las obedeceremos». Cuando no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: «Procurad poneros de acuerdo acerca de tal asunto, y volved luego, no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos».

Así es como obran las grandes compañías industriales, las sociedades científicas, las asociaciones de todas clases que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podía conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la historia.

El apoyo mutuo[12]

Conclusión

Si consideramos ahora lo que surge del examen de la sociedad moderna en relación con los hechos que señalan la importancia de la ayuda mutua en el desarrollo gradual del mundo animal y de la humanidad, podemos extraer de nuestra investigación las siguientes conclusiones:

Estamos persuadidos que, en el mundo animal, la enorme mayoría de las especies viven en sociedades y que encuentran en la sociabilidad la mejor arma para la lucha por la existencia, entendiendo, es claro, este término en el amplio sentido darwiniano: no como una lucha por los medios directos de existencia, sino como lucha contra todas las condiciones naturales, desfavorables para la especie. Las especies animales en las cuales la lucha entre individuos ha sido llevada a los límites más restringidos, y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el desarrollo máximo, invariablemente son las especies más numerosas, más florecientes y más aptas para el máximo progreso. La protección mutua, obtenida en tales casos y debido a esto la posibilidad de alcanzar la vejez y acumular experiencia, el alto desarrollo intelectual y el máximo crecimiento de los hábitos sociales, aseguran la conservación de la especie y también su propagación sobre una superficie más amplia, y la máxima evolución progresiva. Por el contrario, las especies insociables, en la inmensa mayoría de los casos, están condenadas a la degeneración.

Pasando luego al hombre, lo hemos visto viviendo en clanes y tribus, ya en el umbral de la Edad Paleolítica; hemos visto también una serie de instituciones y costumbres sociales constituidas dentro del clan ya en el grado más bajo de desarrollo de los salvajes. Y hemos visto que los más antiguos hábitos y costumbres tribales dieron embrionariamente a la humanidad todas aquellas instituciones que más tarde funcionaron como los elementos impulsores más importantes del máximo progreso. Del régimen tribal de los salvajes deriva la comuna aldeana de los «bárbaros», y un nuevo círculo aún más amplio de hábitos, costumbres e instituciones sociales, una parte de los cuales subsistió hasta nuestros días, se desarrolló a la sombra de la posesión común de una tierra dada y bajo la protección de la jurisdicción de la asamblea comunal aldeana en federaciones de aldeas pertenecientes, o supuestamente pertenecientes a una tribu y que se defendían de los enemigos con las fuerzas comunes. Cuando las nuevas necesidades impulsaron a los hombres a dar un nuevo paso en su desarrollo, formaron el derecho popular de las ciudades libres que constituían una doble red: de unidades territoriales (comunas aldeanas) y de guildas, nacidas de las ocupaciones comunes en un arte u oficio determinado, o para la protección y el apoyo mutuos. Ya hemos tratado en dos capítulos, el quinto y el sexto, cuán enormes fueron los éxitos del saber, del arte y de la educación en general en las ciudades medievales que tenían derechos populares.

En los dos últimos capítulos se han reunido finalmente hechos que indican cómo la formación de los estados, según el modelo de la Roma imperial, destruyó violentamente todas las instituciones medievales de apoyo mutuo y creó una nueva forma de asociación, sometiendo toda la vida de la población a la autoridad estatal. Pero el estado, apoyado en conglomerados de individuos poco vinculados entre sí y asumiendo la tarea de ser único principio de unión, no respondió a su finalidad. La tendencia de los hombres al apoyo mutuo y su necesidad de unión directa para él, nuevamente se pusieron de manifiesto en una infinita diversidad de todas las sociedades posibles que también tienden actualmente a abarcar todas las manifestaciones de vida, a dominar todo lo necesario para la existencia humana y para reparar los gastos condicionados por la vida: crear un cuerpo viviente, en lugar del mecanismo muerto, sometido a la voluntad de los funcionarios.

Probablemente se nos objetará que la ayuda mutua, a pesar de constituir una de las grandes fuerzas activas de la evolución, es decir del desarrollo progresivo de la humanidad, es sólo una de las diversas formas de las relaciones de los hombres entre sí; además de esta corriente, por poderosa que fuera, existe y siempre existió una corriente de autoafirmación del individuo, no sólo en sus intentos por alcanzar la superioridad personal o de casta en la relación económica, política y espiritual, sino también en una actividad aún más importante a pesar de ser menos notable; romper los lazos que siempre tienden a la cristalización y petrificación, que imponen sobre el individuo el clan, la comuna aldeana, la ciudad o el estado. En suma, en la sociedad humana, la autoafirmación de la personalidad también es un elemento de progreso.

Ningún esquema del desarrollo de la humanidad puede pretender ser completo si no considera estas dos corrientes principales. Pero el caso es que la autoafirmación de la personalidad o grupos de personalidades, su lucha por la superioridad y los conflictos y la lucha que se derivan de ella, fueron, ya en épocas remotas, analizados, descritos y ensalzados. En realidad, hasta la época actual sólo esta corriente ha merecido la atención de los poetas épicos, cronistas, historiadores y sociólogos. La historia, como ha sido escrita hasta ahora, es casi íntegramente la descripción de los métodos y medios con los cuales la teocracia, el poder militar, la monarquía política y más adelante las clases pudientes, establecieron y conservaron su gobierno. La lucha entre estas fuerzas constituye en realidad la esencia de la historia. Podemos considerar, por ello, que la importancia de la personalidad y de la fuerza individual en la historia de la humanidad es absolutamente conocida, pese a que en este dominio ha quedado no poco que hacer en el sentido recientemente indicado.

A su vez, otra fuerza activa —la ayuda mutua— ha sido relegada hasta ahora al olvido total; los escritores de la presente generación y de las pasadas, simplemente la negaron o se burlaron de ella. Darwin, hace ya medio siglo, señaló brevemente la importancia de la ayuda mutua para la conservación y el desarrollo progresivo de los animales. Pero, ¿quién tocó ese tema desde entonces? Sencillamente se empeñaron en olvidarla. Debido a esto, fue necesario, primeramente, establecer el papel enorme que desempeña la ayuda mutua tanto en el desarrollo del mundo animal como de las sociedades humanas. Sólo después que esta importancia sea plenamente reconocida, será posible comparar la influencia de una y otra fuerza: la social y la individual.

Evidentemente, con un método más o menos estadístico, es imposible efectuar siquiera una apreciación grosera de su importancia relativa. Cualquier guerra, como es sabido, puede producir, ya sea directamente o bien por sus consecuencias, más daños que beneficios pueden producir cientos de años de acción, libres de obstáculos, del principio de ayuda mutua. Pero cuando vemos que en el mundo animal el desarrollo gradual y la ayuda mutua van de la mano, y la guerra intestina en el seno de una especie, por el contrario va acompañada «por el desarrollo regresivo», es decir la decadencia de la especie; cuando observamos que hasta el éxito en la lucha y la guerra es para el hombre proporcional al desarrollo de la ayuda mutua en cada una de las dos partes en lucha, ya sean naciones, ciudades, tribus, o solamente partidos, y que en el proceso del desarrollo la guerra misma (en cuanto puede cooperar en este sentido) se somete a los objetivos finales del progreso de la ayuda mutua dentro de la nación, ciudad o tribu, por todas estas observaciones ya tenemos una noción de la influencia predominante de la ayuda mutua como factor del progreso.

Pero vemos asimismo que el ejercicio de la ayuda mutua y su desarrollo subsiguiente crearon las condiciones mismas de la vida social, sin las cuales el hombre nunca hubiera podido desarrollar sus oficios y artes, su ciencia, su inteligencia, su espíritu creador; y vemos que los períodos en que los hábitos y costumbres que tienden a la ayuda mutua alcanzaron su elevado desarrollo, siempre fueron períodos de gran progreso en el campo de las artes, la industria y la ciencia. El estudio de la vida interior de las ciudades de la antigua Grecia, más adelante de las ciudades medievales, revela el hecho de que precisamente la combinación de la ayuda mutua, como se practicaba dentro de la guilda, con la comuna o el clan griego —con la amplia iniciativa permitida al individuo y al grupo conforme al principio federativo—, precisamente esta combinación, decíamos, dio a la humanidad los dos más grandes períodos de su historia: el período de las ciudades de la antigua Grecia y el período de las ciudades de la Edad Media; mientras que la destrucción de las instituciones y costumbres de ayuda mutua, realizada durante los períodos estatales de la historia que siguieron luego, corresponde en ambos casos a las épocas de rápida decadencia.

Se nos replicará, sin embargo, haciendo mención del súbito progreso industrial, que se llevó a cabo en el siglo XIX y que suele atribuirse al triunfo del individualismo y de la competencia. No obstante, este progreso, más allá de toda duda, tiene un origen incomparablemente más profundo. Después que fueron hechos los grandes descubrimientos científicos del siglo XV, especialmente el de la presión atmosférica, apoyado por una serie completa de otros en el campo de la física —y estos descubrimientos fueron hechos en las ciudades medievales—, después de estos descubrimientos, la invención de la máquina a vapor, y toda la revolución industrial iniciada por la aplicación de la nueva fuerza, el vapor, fue una consecuencia necesaria. Si las ciudades medievales hubieran durado hasta el desarrollo de los descubrimientos comenzados por ellos, es decir hasta la aplicación práctica del nuevo motor, las consecuencias morales, sociales, de la revolución provocada por la aplicación del vapor, podrían tomar entonces y probablemente hubieran tomado otro carácter; pero la misma revolución en el dominio de la técnica de la producción y de la ciencia también hubiera sido inevitable. Solamente hubiera encontrado menos obstáculos. Queda sin respuesta la pregunta: ¿No fue acaso retardada la aparición de la máquina de vapor y también la revolución subsiguiente en el campo de las artes, por la decadencia general de los oficios que siguió a la destrucción de las ciudades libres y que se notó sobre todo en la primera mitad del siglo XVIII?

Teniendo en cuenta la rapidez asombrosa del progreso industrial en el período que se extiende del siglo XII al siglo XV, en el tejido, el trabajo de metales, la arquitectura, la navegación, y reflexionando sobre los descubrimientos científicos a los cuales condujo este progreso industrial a fines del siglo XIX, tenemos derecho a formular esta pregunta: ¿No se retrasó la humanidad en la utilización de todas estas conquistas científicas cuando comenzó en Europa la decadencia general en el campo de las artes y de la industria, después de la caída de la civilización medieval? La desaparición de los artistas artesanos, como los que produjeron Florencia, Nüremberg y muchas otras ciudades, la decadencia de las grandes ciudades y la interrupción de las relaciones entre ellas no podían favorecer, es claro, la revolución industrial. Sabemos, por ejemplo, que a James Watt, el inventor de la máquina de vapor moderna, le llevó alrededor de doce años de su vida para hacer su invento prácticamente utilizable, ya que no pudo encontrar en el siglo XVIII aquellos ayudantes que hubiera encontrado fácilmente en la Florencia, Nüremberg o Brujas, de la Edad Media, es decir artesanos capacitados para realizar su invento en el metal y darle la terminación artística que necesite para la máquina de vapor que trabaja con precisión.

Así, atribuir el progreso industrial del siglo XV a la guerra de todos contra uno, significa juzgar como aquel que sin saber las verdaderas causas de la lluvia la atribuye a la ofrenda hecha por el hombre al ídolo de barro. Para el progreso industrial, lo mismo que para cualquier otra conquista en el campo de la naturaleza, la ayuda mutua y las relaciones estrechas indudablemente fueron siempre más ventajosas que la lucha mutua.

Sin embargo, la gran importancia del principio de ayuda mutua aparece principalmente en el campo de la ética, o sea el estudio de la moral. Que la ayuda mutua es la base de todas nuestras concepciones éticas, es algo bastante evidente. Pero cualesquiera que sean las opiniones que tuviéramos con respecto al origen primitivo del sentimiento o instinto de ayuda mutua —sea que lo atribuyamos a causas biológicas o bien sobrenaturales— es forzoso reconocer que se puede ya observar su existencia en los grados inferiores del mundo animal. Desde estos grados primarios podemos seguir su desarrollo ininterrumpido y gradual a través de todas las especies del mundo animal y, no obstante la cantidad importante de influencias que se le opusieron, a través de todos los grados de la evolución humana, hasta la época actual. Aun las nuevas religiones que surgen de tiempo en tiempo —siempre en épocas en que el principio de ayuda mutua había decaído en los estados teocráticos y despóticos de Oriente, o tras la caída del imperio Romano—, aun las nuevas religiones no fueron sino la afirmación de ese mismo principio. Hallaron sus primeros continuadores en los estratos humildes, inferiores, oprimidos de la sociedad, en los que el principio de la ayuda mutua era la base primordial de la vida cotidiana; y las nuevas formas de unión que fueron introducidas en las antiguas comunas budistas y cristianas, en las comunas de los hermanos moravos, etc., adquirieron el carácter de regreso a las mejores formas de ayuda mutua que se practicaban en el primitivo periodo tribal.

No obstante, cada vez que se hacía una tentativa por volver a este venerado principio antiguo, se extendía su idea fundamental. Desde el clan se prolongó a la tribu, de la federación de tribus abarcó la nación, y por último —por lo menos en el plano ideal—, toda la humanidad. Al mismo tiempo cobraba gradualmente un carácter más elevado. En el primitivo cristianismo, en las obras de algunos predicadores musulmanes, en los movimientos primitivos del período de la Reforma, y especialmente en los movimientos éticos y filosóficos del siglo XVIII y de nuestra época se elimina cada vez más la idea de venganza o de la «retribución merecida»: «bien por bien y mal por mal». La noble concepción: «No vengarse de las ofensas», y el principio: «Da al prójimo sin contar, da más de lo que piensas recibir»; estos principios se proclaman como verdaderos principios de moral, como principios que ocupan un lugar más elevado que la simple «equivalencia», la ecuanimidad, la fría justicia, como principios que conducen más rápidamente y mejor a la felicidad. Incitan al hombre, por ende, a guiarse en sus actos no sólo por el amor, que siempre tiene un carácter personal o, en el mejor de los casos, tribal, sino por la concepción de su unidad con todo ser humano, por lo tanto de una igualdad de derecho general y, además, en sus relaciones con los demás, a entregar a los hombres, sin calcular, la actividad de su razón y de su sentimiento y fincar en esto su felicidad superior.

En el ejercicio de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos remontar hasta en los más antiguos rudimentos de la evolución, hallamos, de tal modo, el origen positivo e indudable de nuestras concepciones morales, éticas, y podemos afirmar que el principal papel en la evolución ética de la humanidad fue llevado a cabo por la ayuda mutua y no por la lucha mutua. En la amplia difusión de los principios de ayuda mutua, aun en la época actual, vemos asimismo la mejor garantía de una evolución aún más elevada del género humano.

El concepto anarquista de la revolución[13] (Luigi Fabbri[14])

Una revolución que, al menos en la Europa latina, y más especialmente en Italia, no tuviera en cuenta el elemento anarquista y creyera posible desarrollarse independientemente de éste o en su contra chocaría con los más graves peligros: el primero entre todos sería la guerra civil en el seno de la revolución, el peligro de suscitar una revolución dentro de la revolución misma, antes aun que toda posibilidad de contrarrevolución haya desaparecido.

Se debe pensar que en Italia los anarquistas disponen hoy de una fuerza numérica nada indiferente, que tienen una influencia y un vigor de irradiación por todos reconocidos y que, en un período revolucionario, no podría menos que multiplicarse.

Se trata de una fuerza revolucionaria, y no de carnets y de papeletas electorales, con la cual tiene que contar todo aquel que quiere hacer la revolución en serio, no como un peso muerto que sea explotado materialmente a su debido tiempo, sino como una fuerza consciente, que posee una orientación y una voluntad de acción determinadas y cuyo desacuerdo podría ser perjudicial no sólo para los partidos discordes, sino también y sobre todo para la causa de la revolución.

No se trata, por parte de los anarquistas, de una cuestión de honor, de una presunción o de un necio deseo de ser tenidos en consideración. Los anarquistas tienen escaso espíritu de partido; no se proponen ningún fin inmediato que no sea la extensión de su propaganda. No son un partido de gobierno ni un partido de intereses —a menos que por interés no se entienda el del pan y la libertad para todos los hombres —sino sólo un partido de ideas. Es esta su debilidad por cuanto les está vedado todo éxito material y los otros, más astutos o más fuertes, explotan y utilizan los resultados parciales de su obra.

Pero ésta es también la fuerza de los anarquistas, «pues sólo afrontando las derrotas, ellos —los eternos vencidos— preparan la victoria final, la verdadera victoria. No teniendo intereses propios, personales o de grupo, para hacer valer y rechazando toda pretensión de dominio sobre la multitud en cuyo medio viven y de la cual comparten las angustias y las esperanzas, no dan órdenes que después deben obedecer, no piden nada, pero dicen: vuestra suerte será tal cual la quieráis; la salvación está en vosotros mismos; conquistadla con vuestro mejoramiento espiritual, con vuestro sacrificio y vuestro riesgo. Si queréis venceréis. Nosotros no queremos ser en la lucha más que una parte de vosotros».

Si por consiguiente los anarquistas hacen siempre llamados a una entente entre todos aquellos que trabajan por la revolución, si se preocupan de las posibles discordias en el seno de ésta, lo que les mueve en tal sentido es únicamente un sincero deseo de que no se continúe prolongando la revolución misma o haciéndola más difícil con una intransigencia que es más bien intolerancia, no hacia las clases y los partidos burgueses —ante los cuales no podrán ser nunca bastante intransigentes— sino también hacia las fuerzas y fracciones proletarias, sinceramente revolucionarias, anticapitalistas, internacionales y enemigas sin transacciones de las instituciones actuales, como son indudablemente los anarquistas.

La intolerancia de muchos socialistas, revolucionarios también, frente al anarquismo depende en gran parte de su absoluta ignorancia de las ideas, los fines y los métodos de los anarquistas.

Es asombroso constatar como personas inteligentes, de una vasta cultura política y económica, entre los socialistas, cuando se trata de la anarquía no saben decir otra cosa que lugares comunes sin sentido, difundidos por la peor prensa burguesa: las afirmaciones más estrambóticas y difamatorias, las interpretaciones más necias. Toda la ciencia socialista sobre el anarquismo parece condensada en aquel viejo libelo en que Plejánov, en 1893, desahogaba su bilis antianarquista, sin respeto alguno por la verdad y sin ninguna honestidad intelectual: o bien en el conocido libro de Lombroso sobre los anarquistas, que toma por documentos verdaderos los relatos de la policía y de los directores de las cárceles y cataloga quién sabe por qué entre los anarquistas a gente que en sus nueve décimas partes no ha soñado serlo jamás.

En los periódicos, en los libros, en las revistas, han aparecido innumerables refutaciones socialistas del anarquismo; pero salvo laudables excepciones, casi siempre se refutaban ideas que no tenían absolutamente nada de anárquicas, atribuidas a los anarquistas por ignorancia o por artificio polémico. Especialmente sobre el concepto de la revolución se han puesto en circulación pretendidas teorías anarquistas tan extravagantes que impulsan a dudar de la buena fe de aquellos que las enuncian. ¡Cuánta tinta esparcida para demostrar a los «ilusos anarquistas» que la revolución no se hace con piedras, con viejos fusiles o con algunos revólveres, que las barricadas no corresponden ya a las necesidades de la lucha actual! ¡Que los movimientos aislados e improvisados no bastan! ¡Que los atentados individuales por sí no hacen la revolución! ¡Que el motín es una cosa y la revolución es otra!... Y así sucesivamente, con descubrimientos peregrinos de semejante tenor, ignorando o fingiendo ignorar que los anarquistas tienen de la revolución el concepto más exacto, y más práctico al mismo tiempo, según el significado etimológico, tradicional e histórico de la palabra.

La revolución, en el lenguaje político y social—, y también en el lenguaje popular— es un movimiento general a través del cual un pueblo o una clase, saliendo de la legalidad y transformando las instituciones vigentes, despedazando el pacto leonino impuesto por los dominadores a las clases dominadas, con una serie más o menos larga de insurrecciones, revueltas, motines, atentados y luchas de toda especie, abate definitivamente el régimen político y social, al cual hasta entonces estaba sometido, e instaura un orden nuevo.

El derrumbe de un régimen se efectúa por lo general en un tiempo relativamente breve: en pocos días la revolución de julio de 1830 sustituyó en Francia una dinastía por otra; en poco más de un año la revolución italiana de 1848; en seis o siete años la revolución francesa de 1789; en una docena de años la revolución inglesa de la mitad del siglo XVII. La revolución, y por lo tanto la demolición de hecho de un régimen político y social preexistente, es en realidad la culminación de una evolución anterior que se traduce en la realidad material rompiendo violentamente las formas sociales y la envoltura política que ha dejado de ser apta para contenerla. Acaba con el retorno a un estado normal, cuando la lucha ha cesado, sea que la victoria permita a la revolución instaurar un nuevo régimen sea que su derrota parcial o total restaure en parte o totalmente lo antiguo, dando lugar a la contrarrevolución.

La característica principal, por la que se puede decir que la revolución ha comenzado, es el apartamiento de la legalidad, la ruptura del equilibrio y la disciplina estatal, la acción impune y victoriosa de la calle contra la ley. Previamente a un hecho específico y resolutivo de este género no hay revolución aún. Puede haber un estado de ánimo revolucionario, una preparación revolucionaria, una condición de cosas más o menos favorable a la revolución; pueden darse episodios más o menos afortunados de revuelta, tentativas insurreccionales, huelgas violentas o no, demostraciones sangrientas también, atentados, etc. Pero mientras la fuerza se encuentre de parte de la ley vieja y del viejo poder no se ha entrado todavía en el período revolucionario.

La lucha contra el Estado, defensor armado del régimen es, pues, la condición sine qua non de la revolución. Esta tiende a limitar lo más posible el poder del Estado y a desarrollar el espíritu de libertad; a impulsar hasta el máximo límite posible al pueblo, a los súbditos de la víspera, a los explotados y a los oprimidos, hacia el uso de todas las libertades individuales y colectivas.

En el ejercicio de la libertad, no impedido por leyes y gobiernos, reside la salvación de toda revolución, la garantía de que ésta no sea limitada o detenida en sus progresos, su mejor salvaguardia contra las tentativas internas y externas de despedazarla.

Algunos dicen: «Comprendemos que siendo vosotros como anarquistas, contrarios a toda idea de gobierno, seáis adversarios de la dictadura que es su expresión más autoritaria; pero no se trata de proponerla como fin sino como medio, antipático quizás pero necesario como la violencia es también un medio necesario pero antipático durante el período previo a la revolución, indispensable para vencer las resistencias y los contraataques burgueses».

Una cosa es la violencia y otra la autoridad gubernamental, sea ésta dictatorial o no. Aunque es verdad, en efecto, que todas las autoridades gubernamentales se basan en la violencia, sería inexacto y erróneo decir que toda «violencia» es un acto de autoridad, por lo cual si la primera es necesaria se hace indispensable la segunda.

La violencia es un medio que asume el carácter de la finalidad en la cual es adoptada, de la forma cómo es empleada y de las personas que de ella se sirven. Es un acto de autoridad cuando se adopta para imponer a los demás una conducta al paladar del que manda, cuando es emanación gubernamental o patronal y sirve para mantener en la esclavitud a los pueblos y clases, para impedir la libertad individual de los súbditos, para hacer obedecer por la fuerza. Es al contrario violencia libertaria, es decir, acto de libertad y de liberación, cuando es empleada contra el que manda por el que no quiere obedecer ya; cuando está dirigida a impedir, disminuir o destruir una esclavitud cualquiera, individual o colectiva, económica o política, y es adoptada por los oprimidos directamente, individuos o pueblos o clases, contra el gobierno y las clases dominantes. Tal violencia es la revolución en acción. Pero cesa de ser libertaria y por consiguiente revolucionaria cuando, apenas vencido el viejo poder, quiere ella misma convertirse en poder y se cristaliza en una forma cualquiera de gobierno.

Es ése el momento más peligroso de toda revolución: es decir cuando la violencia libertaria y revolucionaria vencedora se transforma en violencia autoritaria y contrarrevolucionaria, moderadora y limitadora de la victoria popular insurreccional; es el momento en que la revolución puede devorarse a sí misma, si adquieren ventaja las tendencias jacobinas, estatales, que hasta ahora, a través del socialismo marxista, se manifiestan favorables al establecimiento de un gobierno dictatorial. Deber específico de los anarquistas, derivado de sus mismas concepciones teóricas y prácticas, es el de reaccionar contra tales tendencias autoritarias y liberticidas, con la propaganda hoy y con la acción mañana.

Aquellos que hacen una distinción entre anarquía teórica y anarquía práctica, para sostener que la anarquía práctica no debiera ser anárquica sino dictatorial, no han comprendido bien la esencia del anarquismo, en el que no es posible dividir la teoría de la práctica, en cuanto para los anarquistas la teoría surge de la práctica y es a su vez una guía de la conducta, una verdadera y propia pedagogía de la acción.

Muchos creen que la anarquía consiste sólo en la afirmación revolucionaria e ideal a la vez, de una sociedad sin gobierno para instaurar en el porvenir, pero sin relación con la realidad actual; según tales hoy podemos o debemos obrar en contradicción con los fines que nos proponemos, sin escrúpulos y sin límites. Así, con respecto a la anarquía, ayer nos aconsejaban votar provisoriamente en las elecciones, como hoy nos proponen que aceptemos provisoriamente la dictadura llamada proletaria o revolucionaria.

¡Pero nada de eso! Si fuéramos anarquistas sólo en el fin y no en los medios nuestro partido sería inútil; porque la frase de Bovio de que anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía marcha la historia puede ser dicha y aprobada (como en efecto muchos dicen suscribirla), también por aquellos que militan en otros partidos progresistas. Lo que nos distingue, no sólo en teoría sino también en la práctica, de los otros partidos es que no sólo tenemos un propósito anárquico sino también un movimiento anárquico, una metodología anárquica, en cuanto pensamos que el camino a recorrer, sea durante el período preparatorio de la propaganda sea en el revolucionario, es el camino de la libertad.

La función del anarquismo no es tanto la de profetizar un porvenir de libertad como la de prepararlo. Si todo el anarquismo consistiera en la visión lejana de una sociedad sin Estado, o bien en afirmar los derechos individuales, o en una cuestión puramente espiritual, abstracta de la realidad vivida y concerniente sólo a las conciencias particulares, no habría ninguna necesidad de un movimiento político y social anárquico. Si el anarquismo fuera simplemente una ética individual, para cultivar en sí mismo, adaptándose al mismo tiempo en la vida material a actos y a movimientos en contradicción con ella, nos podríamos llamar anarquistas y pertenecer al mismo tiempo a los más diversos partidos; y podrían ser llamados anarquistas muchos que, no obstante ser en sí mismos espiritualmente e intelectualmente emancipados, son y permanecen en el terreno práctico enemigos nuestros.

Pero el anarquismo es otra cosa. No es un medio para encerrarse en la torre de marfil, sino una manifestación del pueblo, proletaria y revolucionaria, una activa participación en el movimiento de emancipación humana con criterio y finalidad igualitaria y libertaria al mismo tiempo. La parte más importante de su programa no consiste solamente en el sueño, que sin embargo deseamos que se realice, de una sociedad sin patrones y sin gobiernos, sino sobre todo en la concepción libertaria de la revolución, en la revolución contra el Estado y no por medio del Estado, en la idea que la libertad no sólo es el calor vital que animará el nuevo mundo futuro, sino también y sobre todo hoy mismo, un arma de combate contra el viejo mundo. En este sentido la anarquía es una verdadera y propia teoría de la revolución.

Tanto la propaganda de hoy como la revolución de mañana tienen y tendrán por consiguiente necesidad del máximo posible de libertad para desenvolverse. Esto no impide que se deban y puedan proseguir lo mismo, aunque una menor o mayor porción de libertad nos sea quitada; pero nuestro interés es tener y querer la mayor parte posible. De otro modo no seríamos anarquistas. En otros términos, nosotros pensamos que cuanto más libertariamente obremos tanto más contribuiremos, no sólo al acercamiento hacia la anarquía, sino también a consolidar la revolución; mientras que alejaremos y debilitaremos la revolución toda vez que recurramos a sistemas autoritarios. Defender la libertad para nosotros y para todos, combatir por la libertad siempre más amplia y completa, tal es, pues, nuestra función de hoy, de mañana y de siempre, en la teoría y en la práctica.

¿Libertad también para nuestros enemigos?, se nos pregunta. La pregunta es ingenua y equívoca. Con los enemigos estamos en lucha y en la pelea no se reconoce al enemigo ninguna libertad, ni siquiera la de vivir. Si fueran solamente enemigos... teóricos, si los encontráramos desarmados, en la imposibilidad de atentar contra nuestra libertad, despojados de todo privilegio y por tanto en igualdad de condiciones, sería entonces admisible. Pero preocuparse de la libertad de nuestros enemigos cuando nosotros tenemos algún pobre diario y unos pocos semanarios, mientras ellos poseen centenares de diarios de gran tiraje, cuando ellos están armados y nosotros desarmados, mientras ellos están en el poder y nosotros somos los súbditos, mientras ellos son ricos y nosotros pobres... Sería ridículo... ¡Sería lo mismo que reconocer a un asesino la libertad de matarnos! Tal libertad se la negamos y la negaremos siempre, aun en el período revolucionario, mientras ellos conserven sus condiciones de verdugos y nosotros no hayamos conquistado toda y completamente nuestra libertad, no sólo de derecho sino también de hecho.

Pero esta libertad no podremos conquistarla sino empleándola también como instrumento, donde la acción dependa de nosotros; es decir, dando desde hoy una dirección siempre más libre y libertaria a nuestro movimiento, al movimiento proletario y popular: desarrollando el espíritu de libertad, de autonomía y de libre iniciativa en el seno de las masas; educando a éstas en una intolerancia cada vez mayor hacia todo poder autoritario y político, estimulando el espíritu de independencia de juicio y de acción hacia los jefes de toda especie; acostumbrando al pueblo al desprecio de todo freno y disciplina impuesto por otros y desde arriba, es decir que no sea el freno de la propia conciencia y la disciplina libremente escogida y aceptada, y apoyada sólo mientras sea considerada buena y útil a los fines revolucionarios y libertarios que nos hemos propuesto.

Es claro que una masa educada en esta escuela, un movimiento que tenga esta dirección (como lo es el movimiento anarquista) encontrará en la revolución la ocasión y el medio para desarrollarse en su sentido propio hasta límites hoy ni siquiera imaginables, y ése será el obstáculo natural y voluntario al mismo tiempo para la formación y afianzamiento de cualquier gobierno más o menos dictatorial. Entre ese movimiento hacia una siempre mayor libertad y la tendencia centralizadora y dictatorial no puede existir más que un conflicto, más o menos fuerte y violento, con mayores o menores treguas, según las circunstancias. ¡Pero nunca podrá haber armonía!

Y esto ha de ocurrir no por una ilusión exclusivamente doctrinaria y abstracta, sino porque los negadores del poder —es éste, repetimos, el lado más importante de la teoría anárquica, que quiere ser la más práctica de las teorías— piensan que la revolución sin la libertad nos llevaría a una nueva tiranía; que el gobierno, por el solo hecho de ser tal, tiende a detener y limitar la revolución; y que está en interés de la revolución y de su progresivo desarrollo combatir y obstaculizar toda centralización de poderes, impedir la formación de todo gobierno, si es posible, o impedir al menos que se refuerce se haga estable y se consolide. Vale decir que el interés de la revolución es contrario a la tendencia que tiene en sí toda dictadura, por proletaria o revolucionaria que se diga, a hacerse fuerte, estable y sólida.

¡Pero no!, replican otros; se trataría de una dictadura provisoria en tanto que dure la labor de destrucción de la burguesía, a fin de combatir a ésta, de vencerla y de expropiarla.

Cuando se dice dictadura se subentiende siempre provisoria, aun en el significado burgués e histórico de la palabra. Todas las dictaduras, en los tiempos pasados, fueron provisorias en las intenciones de sus promotores y, nominalmente, también de hecho. Las intenciones en tal caso valen poco, ya que se trata de formar un organismo complejo que seguiría su naturaleza y sus leyes y anularía toda apriorística intención contraria o limitadora. Lo que debemos ver es: primero, si las consecuencias del régimen dictatorial son más dañinas que ventajosas para la revolución; segundo, si los fines destructores y reconstructivos para los que se quisiera la dictadura no pueden ser logrados también, o mejor aún, sin ella, por el ancho camino de la libertad.

Nosotros creemos que esto es posible; y que la revolución es más fuerte, más incoercible, más difícil de derrotar cuando no tiene un centro donde pueda ser herida; cuando está en todas partes, sobre todos los puntos del territorio y en todas partes el pueblo procede libremente a realizar los dos fines principales de la revolución: la destitución de la autoridad y la expropiación de los patrones.

Cuando censuramos la concepción dictatorial de la revolución el grave error de imponer la voluntad de una pequeña minoría a la gran mayoría de la población, se nos responde que las revoluciones son hechas por las minorías.

También en la literatura anarquista se encuentra a menudo repetida esa expresión, que contiene, efectivamente, una gran verdad histórica. Pero es preciso comprenderla en su verdadero significado revolucionario y no darle, como los bolcheviques, un sentido que nunca tuvo antes de ahora. Que las revoluciones sean hechas por la minoría es en efecto verdad... hasta cierto punto. Las minorías, en realidad, inician la revolución, toman la iniciativa de la acción, destrozan las primeras puertas, abaten los primeros obstáculos, ya que saben atreverse a lo que amedrentaría a la mayorías inertes o misoneístas en su amor a la vida sosegada y en su temor a los riesgos. Pero si una vez destrozadas las primeras ligaduras, las masas populares no siguen a las minorías audaces, el acto de éstas será seguido por la reacción del viejo régimen que se toma la revancha, o bien se resuelve en la sustitución de una dominación por otra, de un privilegio por otro. Es decir, es preciso que la minoría rebelde tenga más o menos el consentimiento de la mayoría, que interprete las necesidades y los sentimientos latentes y, vencido el primer obstáculo, realice las aspiraciones populares, deje a las masas en libertad de organizarse a su modo y llegue a ser en cierto sentido mayoría.

Si esto no ocurre, no decimos por eso que la minoría deje de tener el mismo derecho que antes a la revuelta. Según el concepto anárquico de la libertad todos los oprimidos tienen derecho a rebelarse contra la opresión, el individuo igual que la colectividad, las minorías lo mismo que las mayorías. Pero una cosa es rebelarse contra la opresión y otra convertirse en opresor a su vez, como muchas veces hemos dicho. Aun cuando las mayorías toleran la opresión o sean sus cómplices, la minoría que se sienta oprimida tiene derecho a rebelarse, a desear su libertad. Pero el mismo o mayor derecho tendría la mayoría contra cualquier minoría que pretendiera con algún pretexto sojuzgarla.

Por lo demás, en los hechos reales, los opresores constituyen siempre una minoría, tanto si oprimen abiertamente en su propio nombre como si ejercen la opresión en nombre de hipotéticas colectividades o mayorías. La revuelta es por consiguiente al principio la obra de una minoría consciente, insurreccionada en medio de una mayoría oprimida, contra otra minoría tiránica; pero tal revuelta transformada en revolución puede tener eficacia renovadora o libertadora solamente si con su ejemplo logra sacudir a la mayoría, arrastrarla, ponerla en movimiento, conquistar su apoyo y adhesión.

Abandonada o rechazada por las mayorías populares, la revuelta, si es derrotada, pasará a la historia como un movimiento heroico y malogrado, fecundo precursor de los tiempos, etapa sangrienta pero indispensable, de una segura victoria en el futuro. Por otra parte, si resulta vencedora la minoría rebelde y se convierte en dueña del poder a despecho de la mayoría, en nuevo yugo sobre el cuello de los súbditos, acabaría matando la misma revolución por ella suscitada.

En cierto sentido se podría decir que, si una minoría rebelde no logra con su ímpetu arrastrar tras de sí a la mayoría de los oprimidos, sería más útil para la revolución que fuera derrotada y sacrificada. Ya que si con la victoria ella se vería transformada en opresora, acabaría extinguiendo en las masas toda fe en la revolución, haciéndoles quizás odiosa una revolución de la cual surge nada menos que una nueva tiranía, cuyo peso y cuyo mal sería sentido por todos, cualquiera que fuere el pretexto y el nombre con que la cubriera.

Especialmente después de la revolución rusa, la idea del poder dictatorial de la revolución viene siendo defendida como un medio necesario de lucha contra los enemigos internos, contra las tentativas de los ex dominadores deseosos de reconquistar el poder económico y político. El gobierno serviría pues, para organizar en los primeros momentos de mayor peligro el terrorismo antiburgués en defensa de la revolución.[15]

No negamos absolutamente la necesidad del uso del terror, especialmente cuando vienen en ayuda de los enemigos internos, con sus fuerzas armadas, los enemigos externos. El terrorismo revolucionario es una consecuencia inevitable toda vez que el territorio donde la revolución no ha sido reforzada todavía suficientemente es invadida por ejércitos reaccionarios. Toda emboscada de la contrarrevolución, en el interior, es demasiado funesta en tales circunstancias para que no deba ser exterminada a sangre y fuego.

La leyenda de Bruto, que manda al patíbulo a sus hijos, cómplices, en el interior, de los Tarquinos expulsados de Roma y que amenazaban la libertad romana a la cabeza de un ejército extranjero, es el símbolo de esta trágica necesidad del terror. Así en Francia, se sintió la necesidad, en 1792, de exterminar a los nobles, sacerdotes y reaccionarios, cuando Brunswich se acercaba amenazador a París, guiado por los emigrados.

El terror se hace inevitable cuando la revolución está asediada por todas partes. Sin la amenaza externa, las amenazas contrarrevolucionarias internas no causarían miedo; basta para tenerlas inactivas la visión de su impotencia material. Dejarlas tranquilas puede ser igualmente un error, y quizás un peligro para el porvenir, pero no constituye un peligro inmediato.

Por esto se puede fácilmente dejarse arrastrar por un sentimiento de generosidad y de piedad hacia los propios enemigos. Pero cuando estos enemigos tienen más allá de las fronteras fuerzas armadas listas para intervenir en su socorro, cuando encuentran aliados en los enemigos del exterior entonces se convierten en un peligro, que se hace tanto más fuerte cuanto más avanza desde fuera el otro peligro. Su supresión llega entonces a ser cuestión de vida o muerte.

Cuanto más inexorable es la revolución en tales escollos, tanto mejor logra evitar más grandes luchas en el porvenir. Una excesiva tolerancia de hoy podría mañana hacer necesario un rigor doblemente grave. ¡Si después ella tuviera por consecuencia la derrota de la revolución, mucho más tremendos estragos vendrían a castigar la debilidad con el terror blanco de la contrarrevolución!

No es preciso, por otra parte, valorizar demasiado la retórica de que hace alarde la prensa burguesa para vituperar y calumniar el terrorismo revolucionario.

Desde hace cinco años no hacen más que hablar de los horrores, de las matanzas, de las infamias, de los desórdenes revolucionarios de Petrogrado y de Moscú. Pero si se tuviera la paciencia de ir a las bibliotecas a revisar los diarios de Roma, Turin, Viena, Coblenza, Berlín, Londres y Madrid, desde 1789 hasta 1815, aproximadamente, se leerían idénticas palabras de horror sobre las matanzas, las infamias y los desórdenes de la revolución francesa que hoy es llamada por todos la Gran Revolución. Los que recuerdan la época de la Comuna de París, en 1871, recordarán igualmente con que lenguaje repugnante se habla de las «matanzas» de los comunalistas: no había bastantes palabras para vituperarlos como a los peores asesinos. No obstante, ¡cuántos apologistas de la Comuna parisiense hay hoy entre los vituperadores de la Comuna moscovita!

Los patriotas italianos sinceros deben recordar las infamias que se escribían en los periódicos moderados y bonapartistas parisienses —de acuerdo con los periódicos clericales vieneses— contra la república romana de 1849 y como entonces se escandalizaron y horrorizaron las almas pías por ios estragos atribuidos a carbonarios y mazzinianos. También sobre la revolución rusa se sabrá un día la verdadera verdad y tal vez muchos de sus actuales difamadores se convencerán. ¡Entonces, probablemente, los únicos que persistirán en la crítica serán... los anarquistas!

Ningún derecho tiene la burguesía para escandalizarse del terrorismo de la revolución rusa, cuando en sus revoluciones ha hecho otro tanto y cuando se ha servido después del terror en su beneficio, empleándolo contra el pueblo toda vez que éste ha intentado seriamente sacudir el yugo, con una ferocidad que ninguna revolución alcanzó jamás.

Como anarquistas, sin embargo, nosotros hacemos todas nuestras reservas, no contra el uso del terror en líneas generales, sino contra el terrorismo codificado, legalizado, convertido en instrumento de gobierno, aunque sea de un gobierno que se diga y se crea revolucionario. El terrorismo autoritario, en realidad, por el hecho de ser tal, cesa de ser revolucionario, se transforma en una amenaza perenne para la revolución y también en una causa de debilidad. La violencia encuentra en la lucha y en la necesidad de liberarse de una opresión violenta su justificación; pero la legalización de la violencia, el gobierno violento, es ya por sí mismo una prepotencia, una nueva opresión.

Resulta por eso causa de debilidad para el terrorismo revolucionario ser ejercido, no libremente por el pueblo y sólo contra sus enemigos, ni tampoco por iniciativa independiente de los grupos revolucionarios, sino únicamente por el gobierno, con la consecuencia natural que el gobierno persigue al mismo tiempo que a los verdaderos enemigos de la revolución, a los revolucionarios sinceros, más avanzados que él pero que no le son afectos. Además el terrorismo, como acto de autoridad gubernamental es más suceptible de recoger aquellas antipatías y aversiones populares que siempre se determinan en oposición a todo gobierno, de cualquier especie que sea, y sólo porque es gobierno. El gobierno, aun cuando recurra a medidas radicales, por la responsabilidad que pesa sobre sí y por todo el complejo de influencias que sufre del exterior y del interior, es llevado inevitablemente a consideraciones y a actos más violentos o más suaves que los criterios sugeridos, más que por el interés del pueblo y de la revolución, por la necesidad de defender su poder y su personal seguridad presente o futura o también por el simple buen nombre de sus componentes.

Para desembarazarse en cada lugar de la burguesía, para proceder a la realización de aquellas medidas sumarias que pueden ser necesarias en una revolución, no hay necesidad de órdenes de arriba. Pues quien está en el poder, por su sentido natural de responsabilidad, puede tener vacilaciones y escrúpulos peligrosos que las masas no tienen. La acción directa popular —que podríamos llamar terrorismo libertario— es por lo tanto siempre más radical, sin contar que, localmente, se puede saber dónde y cómo actuar mucho mejor que desde el lejano poder central, el cual estaría obligado a confiarse en tribunales, mucho menos justos y al mismo tiempo más feroces que la sumaria justicia popular. Estos tribunales, aún cuando realicen actos de verdadera justicia, no obran por sentimiento sino por mandato, se hacen, por consiguiente, antipáticos al pueblo, por su frialdad y se sienten inclinados a rodear sus actos de crueldad quizás necesaria con una teatralidad inútil y con una hipócrita ostentación de la igualdad legislativa inexistente e imposible.

En todas las revoluciones, apenas la justicia popular se hace legal, organizada desde arriba, poco a poco, se transforma en injusticia. Se hace tal vez, más cruel, pero es llevada también a herir a los mismos revolucionarios, a respetar frecuentemente a los enemigos, a convertirse en un instrumento del poder central en sentido siempre más represivo y contrarrevolucionario. También la misma violencia es más eficaz y radical cuanto menos se concentra en una autoridad determinada.

El socialismo y el estado[16] (Rudolf Rocker[17])

Con el desarrollo del socialismo y del moderno movimiento obrero en Europa surgió una nueva corriente espiritual en la vida de los pueblos, que no ha concluido todavía su evolución, pero cuyo destino dependerá de las tendencias que alcancen y conserven la primacía entre sus representantes: las libertarias o las autoritarias.

Es común a los socialistas de todas las tendencias la convicción de que la actual organización social es una causa permanente de los males más graves de la sociedad y que finalmente no habrá de persistir. También es común a todas las tendencias sociales la afirmación de que un mejor orden de cosas no puede ser producido mediante modificaciones de carácter puramente político, sino sólo por una transformación radical de las condiciones económicas vigentes, de manera que la tierra y todos los medios de la producción social no queden como propiedad exclusiva de minorías privilegiadas, sino que pasen al dominio y a la administración de la comunidad. Sólo así será factible que el objetivo de toda actividad productiva no sea la perspectiva de comodidades personales, sino la aspiración solidaria de satisfacer las necesidades de todos los miembros de la sociedad.

Pero respecto a las características de la sociedad socialista y los medios para llegar a ella, las opiniones de las diversas tendencias socialistas difieren. Esto no tiene nada de extraño, pues al igual que cualquier otra idea, tampoco el socialismo llegó a los hombres como una revelación del cielo; se desarrolló dentro de las formas sociales existentes y se respaldó en ellas. De ahí que fue inevitable que sus representantes estuviesen más o menos influidos por las corrientes sociales y políticas de la época, según cual de ellas prevaleciera en cada país. Se sabe la gran influencia que tuvieron las ideas de Hegel en la formación del socialismo alemán; la mayoría de sus precursores —Grün, Hess, Lassalle, Marx, Engels— procedían de los círculos intelectuales de la filosofía alemana; sólo Weitling recibió sus estímulos del extranjero. En Inglaterra es innegable la penetración de las aspiraciones socialistas a través de las concepciones liberales; en Francia son las corrientes espirituales de la Gran Revolución; en España, las influencias del federalismo político se manifiestan claramente en las teorías socialistas. Lo mismo podría decirse del movimiento socialista de cada país.

Pero como en un ámbito cultural de características tan afines como el de Europa las ideas y los movimientos sociales no quedan limitados a determinado terreno, sino que invaden naturalmente otros países, sucede que no conservan su colorido puramente local, sino que reciben los estímulos externos más diversos, generan casi insensiblemente en el propio dominio del pensamiento y lo fecundan de una manera especial. El vigor de esas influencias externas depende en gran parte de las condiciones sociales generales. Téngase presente la influencia poderosa de la Revolución francesa y en sus repercusiones espirituales en la mayor parte de los países de Europa. Por eso es evidente que un movimiento como el socialista tendrá en cada país las más diversas conexiones ideológicas y en ninguna parte se limitará a una forma de expresión determinada, especial.

Babeuf y la escuela comunista que adoptó sus ideas, surgieron de la esfera intelectual del jacobinismo, por cuyo modo de ver las cosas fueron completamente dominados. Estaban convencidos de que se podía aplicar a la sociedad la forma que se quisiera, siempre que se contase con el aparato político del Estado. Y como al difundirse la moderna democracia, en el sentido que le daba Rosseau, había arraigado hondamente en las concepciones de los hombres la creencia en la omnipotencia de las leyes, la conquista del poder político se convirtió en un dogma para aquellas tendencias socialistas que se fundaban en las ideas de Babeuf y de los llamados «Iguales». La disputa de esas tendencias entre sí giraba en torno a la manera de tomar del mejor modo y más seguramente en posesión del poder del Estado. Mientras los sucesores directos de Babeuf, los denominados babouvistas, se atenían a las viejas tradiciones y estaban convencidos de que sus sociedades secretas alcanzarían un día el poder público mediante un golpe de mano revolucionario, a fin de dar vida al socialismo con la ayuda de la dictadura proletaria, hombres como Louis Blanc, Pecqueur, Vidal y otros defendían el punto de vista de que debía evitarse en lo posible un cambio violento, siempre que el Estado comprendiese el espíritu de la época y se pusiera a trabajar por impulso propio en una transformación completa de la economía social. Pero era común a ambas tendencias creer que el socialismo podía realizarse sólo con la ayuda del Estado y de una legislación adecuada. Pecqueur hasta había esbozado ya con ese fin todo un Código —una especie de «Código Napoleón» socialista— que debía servir de guía a un gobierno de amplia visión.

Casi todos los grandes iniciadores del socialismo, en la primera mitad del siglo XIX, fueron más o menos influidos por concepciones autoritarias. El genial Saint-Simon reconoció con gran lucidez que la humanidad avanzaba hacia un período «en que el arte de gobernar a los hombres había de ser suplantado por el arte de administrar las cosas»; pero sus discípulos, en cambio, adoptaron, en todo, una posición autoritaria, llegaron a la concepción de una teocracia socialista y finalmente desaparecieron de la superficie.

Fourier desarrolló en su «sistema societario» pensamientos libertarios de admirable profundidad y de memorable significación. Su teoría del «trabajo atractivo» aparece precisamente hoy, en el período de la «racionalización capitalista de la economía», como una revelación de verdadero humanismo. Pero era asimismo un hijo de su tiempo y se dirigió, como Robert Owen, a todos los poderosos espirituales y temporales de Europa con la esperanza de que contribuirían a realizar sus planes. Apenas tuvo presentimiento, y la mayoría de sus numerosos discípulos, todavía menos que él de la verdadera esencia de la liberación social: El «comunismo icariano» de Cabet estaba impregnado de ideas cesaristas y teocráticas: Blanqui y Barbés eran jacobinos comunistas.

En Inglaterra, donde ya en 1793 había aparecido la profunda y fundamental obra de Godwin, Investigación acerca de la justicia política, el socialismo del primer período tomó un carácter mucho más libertario que en Francia, pues allí le había precedido el liberalismo y no la democracia. Pero los escritos de William Thompson, John Gray y otros fueron casi enteramente desconocidos en el continente. El comunismo de Robert Owen era una singular mescolanza de ideas libertarias y de tradicionales conceptos autoritarios del pasado. Tuvo, durante un tiempo, una influencia muy importante; pero especialmente después de su muerte se debilitó cada vez más, dando lugar a consideraciones más prácticas que hicieron olvidar paulatinamente la gran finalidad del movimiento.

Entre los escasos pensadores de aquel período que intentaron fundar sus aspiraciones socialistas sobre una base realmente libertaria, Proudhon fue, sin duda alguna, el más importante. Su crítica demoledora a las tradiciones jacobinas, a la naturaleza del gobierno y a la fe ciega en la fuerza prodigiosa de las leyes y los decretos tuvo el efecto de una acción libertadora, que ni siquiera hoy ha sido reconocida en toda su grandeza. Proudhon comprendió claramente que el socialismo tenía que ser libertario si había de ser considerado como un creador de una nueva cultura social. Ardía dentro de él la llama viva de una nueva era que presentía y cuya formación social veía con claridad en su imaginación. Fue uno de los primeros que opusieron a la metafísica política de los partidos los hechos concretos de la economía. La economía fue para él la verdadera base de toda la vida social, y como había advertido, con profunda agudeza, que precisamente lo económico es lo más sensible a toda coacción externa, asoció con rigurosa lógica la abolición de los monopolios económicos con la supresión de toda clase de gobierno en la vida de la sociedad. El culto de las leyes, al que obedecían con verdadero fanatismo todos los partidos de aquel período; no tenía para él la menor significación creadora, pues sabía que en una comunidad de hombres libres e iguales sólo el libre acuerdo podía ser el lazo moral de las relaciones sociales de los seres humanos entre sí.

Proudhon había comprendido el mal del centralismo político en todos sus detalles, de ahí que anunciara como un mandamiento de la hora la descentralización política y la autonomía de las comunas. Era el más destacado de todos sus contemporáneos que habían escrito de nuevo en su bandera el principio del federalismo. Su mente esclarecida, comprendió que los hombres de entonces no podían llegar bruscamente al reino de la anarquía; sabía que la conformación espiritual de sus contemporáneos, formada lentamente en el curso de largos períodos, no podía cambiar de la noche a la mañana. Por eso le pareció que la descentralización política, que debía quitar al Estado cada vez más funciones, el medio más conveniente a fin de comenzar a abrir un camino para la abolición de todo gobierno del hombre por el hombre. Creía que una reconstrucción política y social de la sociedad europea en forma de comunas autónomas, ligadas entre sí federativamente sobre la base de pactos libres, podía contrarrestar la evolución funesta de los grandes Estados modernos. Partiendo de esa idea, opuso a las aspiraciones de unidad nacional de Mazzini y de Garibaldi la descentralización política y el federalismo de las comunas, pues estaba convencido de que era el único medio de crear una cultura social superior de los pueblos europeos.

Es característico que sean precisamente los adversarios marxistas del gran pensador francés quienes quieren reconocer en las aspiraciones de Proudhon una prueba de su «utopismo», indicando que el desarrollo social, pese a todo, ha entrado por el camino de la centralización política. ¡Como si esto fuese una prueba contra Proudhon! Por ese desarrollo, que Proudhon había previsto de un modo tan claro y cuyo peligro supo describir de manera magistral, ¿han sido suprimidos los daños del centralismo o se han superado? ¡No y mil veces no! Esos daños han aumentado desde entonces hasta un grado monstruoso y constituyen una de las causas principales que condujeron a la terrible catástrofe de la guerra mundial, como son hoy uno de los mayores obstáculos a una solución razonable de la crisis económica internacional. Europa se retuerce impotente bajo el yugo férreo de un burocratismo estéril, para el cual es un horror toda acción independiente, y que con el máximo placer quisiera implantar en todos los pueblos la tutela del cuarto de los niños. Tales son los frutos de la centralización política. Si Proudhon hubiese sido un fatalista, habría atribuido ese desarrollo de las cosas a «una necesidad histórica» y habría aconsejado a los contemporáneos tomar las cosas como vinieren, hasta que llegase el momento en que se produjese el famoso «cambio de la afirmación en la negación»; pero como auténtico luchador, se levantó contra el mal e intentó mover a sus contemporáneos contra él.

Proudhon previó todas las consecuencias que acarrearía el desarrollo de los grandes Estados y advirtió a los hombres sobre el peligro que los amenazaba; al mismo tiempo les indicó una salida para que pudieran hacer frente al mal. No fue culpa suya si su palabra sólo fue escuchada por unos pocos y si finalmente se perdió como una voz en el desierto. Llamarlo por esa razón «utopista» es un placer tan fácil como torpe. Entonces también el médico es un utopista, pues por los síntomas de una enfermedad predice sus consecuencias y da al paciente un medio para defenderse del mal. ¿Es culpa del médico si el enfermo no sigue sus consejos ni intenta siquiera protegerse del peligro?

La formulación proudhoniana de los principios del federalismo significó un ensayo de la libertad para contrarrestar la reacción ya próxima, y su significación histórica reside en haber impreso al movimiento obrero de Francia y de los demás países románicos el sello de su espíritu, intentando dirigir su socialismo por la senda de la libertad y del federalismo. Cuando haya sido, definitivamente superada la idea del capitalismo de Estado en sus diversas formas y derivaciones, sólo entonces se sabrá apreciar exactamente la verdadera importancia de la obra intelectual de Proudhon.

Cuando más adelante surgió la Asociación Internacional de los Trabajadores, fue el espíritu federalista de los socialistas de los países llamados latinos el que imprimió su significación propia a la gran organización, haciéndola cuna del moderno movimiento obrero socialista de Europa. La Internacional misma estaba constituida por una asociación de organizaciones sindicales de lucha y por grupos ideológicos socialistas, que se manifestaron cada vez con más firmeza y claridad en cada uno de sus congresos, y que fueron tan característicos de la gran asociación. De sus filas salieron los grandes pensamientos creadores de un renacimiento social basado en el socialismo, cuyas aspiraciones libertarias se hicieron notar siempre, con claridad, en cada uno de sus congresos, y fueron tan meritorias en la evolución espiritual de la gran asociación. Fueron casi exclusivamente los socialistas de los países latinos quienes estimularon este desarrollo de ideas. Mientras que los socialdemócratas alemanes de entonces veían en el llamado «Estado popular» su ideal político del futuro y reproducían de esa manera las tradiciones burguesas del jacobinismo, los socialistas revolucionarios de los países latinos reconocieron perfectamente que un nuevo orden económico en el sentido socialista también requiere una nueva forma de organización política para desarrollarse con libertad. Pero comprendieron asimismo que esa forma de organización social no podía tener nada de común con el actual sistema estatal, sino que habría de significar su disolución histórica. Así surgió de la Internacional el pensamiento de una administración completa de la producción social y del consumo general por obra de los productores mismos, en la forma de grupos económicos libres ligados por el federalismo, a quienes al mismo tiempo habría de corresponder también la administración política de las comunas. De ese modo se pensaba suplantar la casta de los actuales políticos profesionales y de partido por técnicos sin privilegios y reemplazar la política del poder de Estado por un orden económico pacífico fundado en la igualdad de los derechos y en la solidaridad mutua de los hombres coaligados por la libertad.

Por entonces Miguel Bakunin definió agudamente el principio del federalismo político en su conocido discurso del Congreso de la Liga para la paz y la libertad (1867) y había destacado su importancia en las relaciones pacíficas entre los pueblos:

Todo Estado centralista —dijo Bakunin—, por liberal que quiera presentarse o cualquiera fuere la forma republicana que adoptare, es necesariamente un opresor, un explotador de las masas trabajadoras del pueblo en beneficio de las clases privilegiadas. Requiere un ejército para contener a esas masas en ciertos límites, y la existencia de ese poder armado le lleva a la guerra. Por eso sostengo que la paz internacional es imposible mientras no se haya aceptado el siguiente principio con todas sus consecuencias: toda nación, débil o fuerte, pequeña o grande, toda provincia, toda comunidad tiene el derecho absoluto de ser libre, autónoma, de vivir y administrarse según sus intereses y necesidades particulares, y en ese derecho todas las comunidades son solidarias en tal grado que no es posible violar este principio respecto a una sola de ellas, sin poner simultáneamente en peligro a todas las demás.

La insurrección de la Comuna de París confirió a las ideas de la autonomía local y del federalismo un impulso extraordinario en las filas de la Internacional. Cuando París renuncia voluntariamente a su supremacía central sobre todas las demás comunas de Francia, la Comuna se convirtió para los socialistas de los países latinos en el punto de partida de un nuevo movimiento que opuso la Federación Comunal al principio central unitario del Estado. La Comuna se convirtió para ellos en la unidad política del futuro, en la base de una nueva cultura social, que se desarrolla orgánicamente de abajo hacia arriba y no se impone automáticamente a los seres humanos de arriba hacia abajo por un poder centralista. Así surgió, como un modelo social para el futuro, un nuevo concepto de la organización social, que aseguraba el mayor espacio posible al impulso propio de las personas y de los grupos, y en la que viva y actúe simultáneamente el espíritu colectivo y el interés solidario por el bienestar de todos y de cada uno de los miembros de la comunidad. Se reconoce claramente que los portavoces de esa idea habían tenido presentes las palabras de Proudhon:

La personalidad es para mí el criterio del orden social. Cuando más libre, más independiente, más emprendedora es la personalidad en la sociedad, tanto mejor para la sociedad.

Mientras que el ala de tendencia autoritaria de la Internacional seguía sosteniendo la necesidad del Estado y se pronunciaba por el centralismo, las secciones libertarias de la misma Internacional opinaban que no era el federalismo solamente un ideal político de futuro; les servía también como base en sus propias aspiraciones orgánicas, pues, según su concepción, la Internacional —en tanto que posible en las condiciones existentes— debía dar al mundo la visión de una sociedad libre. Fue precisamente ese enfoque lo que condujo a aquellas disputas internas entre centralistas y federalistas, a consecuencia de las cuales habría de sucumbir la internacional.

El Consejo general de Londres, bajo la influencia directa de Marx y de Engels, intentó aumentar sus atribuciones y poner la asociación internacional del proletariado al servicio de la política parlamentaria de determinados partidos, pero chocó lógicamente con la resistencia más firme de las federaciones y secciones de tendencia libertaria, que seguían fieles a los viejos postulados de la Internacional. Así se produjo la gran división del movimiento obrero socialista, que hasta hoy no pudo ser superada, pues en esa disputa se trataba de contradicciones internas de importancia fundamental, cuya conclusión no sólo debía tener consecuencias decisivas para el desarrollo ulterior del movimiento obrero, sino para la idea misma del socialismo. La infortunada guerra de 1870-71 y la reacción que se inició en los países latinos tras la caída de la Comuna de París y de los acontecimientos revolucionarios de España y de Italia, reacción que malogró por medio de leyes de excepción y de persecuciones brutales toda actividad pública y obligó a la Internacional a buscar refugio en las vinculaciones clandestinas, favorecieron considerablemente la nueva evolución del movimiento obrero europeo.

El 20 de julio de 1870 escribió Karl Marx a Friedrich Engels las palabras siguientes, tan características de su persona y de su tendencia espiritual:

Los franceses necesitan palos. Si vencen los prusianos, la centralización del state power (poder estatal) resultará beneficiosa para la centralización de la clase obrera alemana. El predominio alemán desplazará el centro de gravedad del movimiento obrero de la Europa occidental, de Francia a Alemania; y sólo hay que comparar el movimiento desde 1866 hasta hoy en ambos países para comprender que la clase obrera alemana es teórica y orgánicamente superior a la francesa. Su supremacía en la escena mundial sobre la francesa sería simultáneamente la supremacía de nuestra teoría sobre la de Proudhon, etc.[18]

Marx tenía razón. La victoria de Alemania sobre Francia significaba en verdad un cambio de rumbo en la historia del movimiento obrero europeo. El socialismo libertario de la Internacional fue relegado debido a la nueva situación y debía ceder el puesto a las concepciones anti-libertarias del marxismo. La capacidad viviente, creadora, ilimitada de las aspiraciones socialistas fue reemplazada por un doctrinarismo unilateral que adoptó presuntuosamente el aire de una nueva ciencia, pero que en realidad sólo se fundaba en un fatalismo histórico que conducía a los peores sofismas, lo que habría de sofocar poco a poco todo pensamiento verdaderamente socialista. Es que Marx había escrito en su juventud estas palabras: «Los filósofos sólo han interpretado diversamente el mundo; pero lo que importa es cambiarlo»; sólo que él mismo no hizo en toda su vida otra cosa que interpretar el mundo y la historia. Analizó la sociedad capitalista a su manera y puso en ello mucho ingenio y un saber enorme; pero siempre le fue inaccesible la fuerza creadora de un Proudhon. Era y siguió siendo solamente un analizador, un analizador inteligente y de vastos conocimientos, pero nada más. Por tal razón no ha enriquecido el socialismo con un sólo pensamiento creador; pero ha enredado el espíritu de sus adeptos en la fina red de una dialéctica astuta que apenas permite ver cosa alguna en la historia, fuera de la economía, y les impide cualquier observación más honda en la esfera de los acontecimientos sociales. Hasta rechazó de manera categórica todo intento de examinar claramente la forma presumible de una sociedad socialista, y todo eso lo liquidó por considerarlo utopismo. Como si fuera posible crear algo nuevo antes de comprender uno mismo los lineamientos generales al menos de lo que se quiere hacer. La fe en el curso obligado, independiente de la voluntad, de todos los fenómenos sociales le hizo rechazar cualquier pensamiento sobre la elección de la meta del proceso social; y, sin embargo, es justamente este último pensamiento el que sirve de fundamento a toda actividad creadora.

Junto con las ideas se modificaron también los métodos del movimiento obrero. En vez de los grupos de ideas socialistas y de las organizaciones económicas de lucha en el viejo sentido, en donde los integrantes de la Internacional habían visto las células de la sociedad futura y los órganos naturales de la nueva sociedad y de la administración de la producción, surgieron los actuales partidos obreros y la actuación parlamentaria de las masas trabajadoras. La vieja teoría socialista, sobre la conquista de las fábricas y de la tierra, fue cada vez más olvidada; en su lugar sólo se habló de la conquista del poder político y se entró así de lleno en el cauce de la sociedad capitalista.

En Alemania, donde no se conoció ninguna otra forma del movimiento, esa evolución se produjo de una manera rápida y desde allí se expandió por sus triunfos electorales hacia el movimiento socialista de la mayoría de los otros países. La vigorosa actividad de Lassalle en Alemania había allanado el camino a esa nueva fase del movimiento. Lassalle fue toda su vida un devoto apasionado de la idea del Estado en el sentido que le daban Fichte y Hegel, y se había apropiado además de las concepciones del socialista de Estado francés Louis Blanc sobre la misión social del gobierno. En su Arbeiter-program declaró a la clase obrera de Alemania que la historia de la humanidad había sido una lucha permanente contra la naturaleza y contra las limitaciones que ésta impone a los hombres:

En esa lucha no habríamos dado nunca un paso adelante, ni lo daremos nunca, si la hubiéramos conducido o la quisiésemos conducir cada cual por sí mismo, cada cual solo. Incumbe la función de realizar ese desarrollo de la libertad, ese desenvolvimiento de la especie humana hacia la libertad.

Sus partidarios estaban tan firmemente convencidos de esa misión del Estado, y su credulidad estatal cobró a menudo formas tan fanáticas, que la prensa liberal de entonces acusó con frecuencia al movimiento de Lassalle de estar a sueldo de Bismarck. Las pruebas de esa acusación no pudieron presentarse nunca; pero el raro coqueteo de Lassalle con el «reinado social», que se puso especialmente de manifiesto en su escrito Der italienische Krieg und die Aufgabe Preussens, pudo despertar fácilmente la sospecha.[19]

Al consagrar poco a poco los partidos obreros recientemente creados toda su actividad a la acción parlamentaria de los trabajadores y a la conquista del poder político como supuesta condición previa para la realización del socialismo, dieron vida, en el curso del tiempo, a una nueva ideología, que difería esencialmente de las corrientes de pensamiento de la primera Internacional. El parlamentarismo que, en ese nuevo movimiento, no tardó en desempeñar un papel dominante, atrajo a una cantidad de elementos burgueses y de intelectuales sedientos de carrera hacia los partidos socialistas, con lo cual fue acelerado aún más el cambio de orientación. Así surgió, en lugar del socialismo de la vieja Internacional, una suerte de sucedáneo que sólo tenía de común el nombre con aquél. De ese modo perdió el socialismo cada vez más su carácter de un nuevo ideal de cultura, para el cual las fronteras artificiales de los Estados carecían valor. En la mente de los jefes de esa nueva tendencia se confundieron los intereses del Estado nacional con las necesidades espirituales de su partido, hasta que, paulatinamente, no percibieron ya una línea divisoria entre ellos y se habituaron a considerar el mundo y las cosas a través de las anteojeras del Estado nacional. Por eso fue inevitable que los modernos partidos obreros se integraran poco a poco como un elemento necesario en el aparato del Estado nacional, contribuyendo en gran medida a devolver al Estado el equilibrio interno que había perdido.

Sería falso querer apreciar esa extraña conversión ideológica como una mera traición consciente de los jefes, según se ha hecho a menudo. En realidad se trata aquí de una adaptación lenta de la teoría socialista en la esfera ideológica del Estado burgués, como consecuencia de la actuación práctica de los partidos obreros, actuación que tenía que pesar forzozamente en la orientación espiritual de sus portavoces. Los mismos partidos que salieron un día a conquistar el poder político bajo la bandera del socialismo, se vieron obligados cada vez más por la lógica férrea de las circunstancias a entregar poco a poco su antiguo socialismo a la política burguesa. El sector más inteligente de sus adeptos pronto reconoció el peligro y se gastó en una oposición estéril contra los lineamientos tácticos del partido. Pero esta lucha tenía que resultar infructuosa por el hecho de dirigirse sólo contra determinadas excrecencias del sistema político del partido, pero no contra éste mismo. Así los partidos obreros socialistas se convirtieron en paragolpes de la lucha entre capital y trabajo, en pararrayos políticos para la seguridad del orden social capitalista, y de tal manera sucedieron las cosas que la gran mayoría de sus partidarios ni siquiera se dio cuenta de ello.

La posición de la mayor parte de esos partidos durante la guerra de 1914-18, y especialmente después de la misma, dice lo suficiente como para probar que nuestro juicio no es exagerado y que corresponde estrictamente a los hechos. En Alemania ese desarrollo ha tenido un carácter trágico, cuyo alcance todavía no se puede predecir. El movimiento socialista de ese país se había estancado intelectualmente por completo en los largos años de rutina parlamentaria y no era capaz de ninguna acción eficaz. Por tal razón la revolución alemana fue tan pobre en ideas efectivas. El viejo refrán: «El que come con el Papa muere», se había verificado también en el movimiento socialista. Había comido tanto del Estado que su fuerza vital quedó agotado y no pudo volver a realizar cosa alguna de importancia.

El socialismo sólo podía conservar su papel como ideal cultural del futuro dedicando toda su actividad a suprimir, junto con el monopolio de la propiedad, también toda forma de dominación del hombre por el hombre. No era la conquista, sino la supresión del poder en la vida social lo que había de constituir su gran objetivo, en el cual debía concentrarse y al que nunca debía abandonar, si no quería suprimirse a sí mismo. El que cree poder suplantar la libertad de la personalidad mediante la igualdad de los intereses y de la posesión no ha comprendido en modo alguno la esencia del socialismo. Para la libertad no hay ningún substituto, no puede haberlo nunca. La igualdad de las condiciones económicas es sólo una condición necesaria previa de la libertad del hombre, pero nunca puede ser un sucedáneo de ésta. Pecar contra la libertad es pecar contra el espíritu del socialismo. Socialismo equivale a cooperación solidaria de los seres humanos sobre la base de una finalidad común y de igualdad de derechos para todos. Pero la solidaridad se apoya sólo en la libre decisión y no puede ser impuesta, si es que no quiere transformarse en tiranía.

Toda verdadera actividad socialista tiene, por consiguiente, que estar inspirada, en lo más pequeño como en lo más grande, por el objetivo de contrarrestar el monopolismo en todos los dominios, y especialmente en la economía, y de extender y asegurar con todas las fuerzas a su disposición la suma de libertad personal en los cuadros de la asociación social. Toda actuación práctica que lleve a otros resultados es errónea e intolerable para los verdaderos socialistas. En ese sentido hay que juzgar también la hueca fraseología sobre la «dictadura del proletariado» como etapa de transición del capitalismo al socialismo. Esas «transiciones» no las conoce la historia. Hay simplemente formas más primitivas y formas más complicadas en las diversas fases del desenvolvimiento social. Todo nuevo orden social es naturalmente imperfecto en sus formas originarias de expresión; pero, sin embargo, todas las posibilidades ulteriores de desarrollo deben existir en sus nuevas instituciones, como en un embrión está ya la criatura entera. Todo intento de integrar en un nuevo orden de cosas elementos esenciales del viejo sistema, superado en sí mismo, ha conducido siempre a los mismos resultados negativos: o bien fueron frustrados tales intentos por el vigor juvenil de la nueva creación, o bien los delicados gérmenes y los comienzos alentadores de las formas nuevas fueron reprimidos tan fuertemente y fueron tan obstaculizados en su desenvolvimiento natural por las formas del pasado que, poco a poco, fueron sofocados y languidecieron lentamente en su capacidad vital.

Cuando un Lenin —lo mismo que Mussolini— se atrevió a proclamar que «la libertad es un prejuicio burgués», demostró que su espíritu no supo elevarse hasta el socialismo, y quedó estancado en el viejo círculo del jacobinismo. Es absurdo hablar de un socialismo libertario y de un socialismo autoritario: ¡el socialismo será libre o no será socialismo!

Las dos grandes corrientes políticas e ideológicas del liberalismo y de la democracia tuvieron una enorme influencia en el desarrollo interno del movimiento socialista. Un movimiento como el de la democracia, con sus principios estatistas y su aspiración a someter al individuo a los mandatos de una imaginaria «voluntad general», tenía que influir en un movimiento como el socialismo tanto más funestamente cuanto que inspiró a éste el pensamiento de entregar al Estado, además de los dominios en que hoy impera, también el dominio inmenso de la economía, atribuyéndole así un poder que nunca había poseído anteriormente. Hoy se advierte cada vez con más claridad —la experiencia soviética lo ha confirmado— que esas aspiraciones no pueden culminar nunca y en ninguna parte en el socialismo, sino que llevan inevitablemente a su grotesca caricatura: el capitalismo de Estado.

El socialismo fecundado por el liberalismo llevó además lógicamente a la tendencia ideológica de Godwin, Proudhon, Bakunin y sus continuadores. El pensamiento de restringir a un mínimo el campo de acción del Estado contenía en sí el brote de otro pensamiento aún más amplio: el de superar totalmente al Estado y extirpar de la sociedad humana la «voluntad de dominio». Si el socialismo democrático ha contribuido considerablemente a refirmar la creencia vacilante en el Estado y tenía que llegar, en su desarrollo, teóricamente, al capitalismo de Estado, el socialismo inspirado por la corriente ideológica del liberalismo condujo directamente a la idea del anarquismo, es decir, a la representación de un estado social en que el hombre ya no está sometido a la tutela de un poder superior y en que él mismo regula por el acuerdo mutuo todas las relaciones entre sí y sus semejantes.

El liberalismo no podía alcanzar esa fase de un determinado desarrollo de ideas porque casi no había tenido en cuenta el aspecto económico del problema, como se ha dicho ya en otra parte de esta obra. La verdadera libertad sólo es posible sobre la base del trabajo cooperativo y de la comunidad de todos los intereses sociales; pues no hay libertad del individuo sin justicia para todos. También la libertad personal arraiga en la conciencia social del ser humano y recibe así su verdadero sentido. La idea del anarquismo es la síntesis de liberalismo y de socialismo: liberación económica de todas las ligaduras políticas; liberación cultural de todas las influencias político-dominadoras; liberación del hombre mediante la asociación solidaria con sus semejantes. O como dijo Proudhon:

Desde el punto de vista social, libertad y solidaridad son expresiones distintas del mismo concepto. En tanto que la libertad de cada uno encuentra barreras en la libertad de los demás, como dice la Declaración de los derechos del hombre de 1793, sino un apoyo, el hombre más libre es aquel que tiene las mayores relaciones con sus semejantes.

Del ambiente (Eduardo G. Gilimón[20])

—Vean, vean lo que traigo.

—¿Qué es?

—¿No lo veis? Un periódico.

—¿Con algún verso tuyo?

—¿Te han publicado algo?

—¿Es tu nombramiento de ministro?

—Un periódico anarquista. Algo originalísimo y que seguramente no sabía si existiese en Buenos Aires. Salía de casa y un hombre con cara de pobre diablo sacó recelosamente del interior del saco este papel y me lo dio alejándose presuroso.

«EL PERSEGUIDO, periódico anarquista. Aparece cuando puede. Se publica por suscripción voluntaria». Leí esto, miré hacia atrás, y ya el repartidor había desaparecido. ¿Qué curioso, no?

—A ver, a ver...

—Vean. Trae un artículo negando la existencia de Dios. Dice que si el hombre existe, no puede existir Dios, porque lo uno es la negación de lo otro y que lo absoluto deja de serlo cuando hay algo que no es ello mismo. No concibiéndose un Dios que no es absoluto y no siéndolo Dios desde que el hombre existe, no puede Dios existir.

—¡Qué cosa rica!

—En otro artículo dice que hay que exterminar a los patrones, volar las iglesias, destruir las cárceles y ajusticiar a todos los reyes, presidentes de república, ministros, gobernadores y policías. Lo más original es la lista de los donantes que costean el periódico. Hay pocos nombres. La mayoría de los donativos van precedidos de frases que quieren ser terribles y resultan cómicas. «Uno que quiere despanzurrar al Papa, diez centavos. Para dinamita, cinco centavos. Mueran los burgueses, quince centavos. Producto de un café no pagado, diez centavos». Y así por el estilo todos.

—Yo no sé cómo permite la policía ese papelucho.

—¿Y qué? Media docena de locos, pocos peligrosos ciertamente y más divertidos que otros muchos de los que a diario tropezamos en todas partes.

—No tan locos. Yo he leído ya varios números de El Perseguido y en el fondo de ese lenguaje grosero y a través de una sintaxis de analfabetos he podido vislumbrar una doctrina grandiosa. Se expresan mal, o mejor no aciertan a dar forma a sus ideas esos pobres diablos, pero yo creo que tienen mucha razón.

—¡Cómo! ¿Eres dinamitero? ¡Viva la nitroglicerina!

—¡Hurra por el futuro compañero director de El Perseguido!

—¡Mueran los ricos! ¡Vivan los descamisados!

—¡Viva la igualdad! ¡Todos iguales! ¡Todos rengos, todos tuertos, todos jorobados!

—No digáis tonterías.

—A repartir la plata.

—Y las mujeres.

—Qué punta de locos sois.

—¿Pero hablas en serio?

—Y tan en serio.

—Señores: Julián habla en serio. Escuchadle. Oid al oráculo.

—Sigan, sigan no más. Yo ya he concluido.

—Se dice «he dicho», como los oradores de mitin.

—No. Vamos. Hablando formalmente. ¿Eres anarquista?

—Dejen de embromar.

—No creas. No tengo la más mínima idea de farrearte. Me gustaría que te explicases. Quisiera saber qué es eso de la Anarquía.

—¿No van a interrumpir?

—No, no, habla.

—Bien. He pensado muchas veces por qué siempre los pueblos están descontentos de sus gobiernos y por qué ante una crítica serena y concienzuda no hay, ni ha habido en la historia gobierno alguno bueno. Por lo común se achaca todo esto a los hombres. Tal gobierno fue perjudicial al país porque los ministros eran ladrones. Tal otro porque los gobernantes eran ineptos. Tal otro porque eran malvados. Y siempre así.

Pensando en esto se me ha ocurrido si no residirá el mal en la institución, más que en los hombres. Reflexionando sobre el particular he llegado a la conclusión de que posiblemente están en lo cierto los anarquistas y de que los pueblos van inconscientemente a la Anarquía, haciendo imposible la existencia y el buen funcionamiento de todos los gobiernos, con su descontento sistemático, ese descontento que es la causa de la transformación constante del gobierno, cuya forma varía sin cesar, no habiendo llegado aun a una definitiva que satisfaga a todos, como nos lo indican las turbulencias de nuestras democracias, esta serie de motines y revueltas que sólo sirven para poner unos hombres en lugar de otros, sin que con ello se logren la tranquilidad y el bienestar.

—¿Me permites?

—¡Cómo no!

—La culpa es de los pueblos. Se ha dicho que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Y esto es verdad, principalmente en las repúblicas, en donde el pueblo es soberano y elige sus mandatarios. ¿Por qué no elige hombres sanos, inteligentes, patriotas?

—¿Y cómo saber cuáles lo son? Además: ¿Se puede estar seguro de que el elegido obre en el gobierno como prometió en el comicio? No me negarás que muchos de los gobernantes en quienes se tuvo plena fe, de quienes se esperó un gobierno ejemplar, fueron después tiranos, malvados... Acordémonos de Rosas.

—Créeme; es cuestión de civismo y educación popular. El día en que el pueblo tenga conciencia de sí mismo, de su rol de soberano, ni serán posibles los Rosas ni los Juárez Celman. ¿El partido radical no haría en nuestro país un gobierno ejemplar, modelo?

—Entre los radicales hay sin duda hombres honestos, íntegros y de gran valor intelectual. Pero no lo son todos. Yo conozco, y vosotros también, radicales que son meros caudillos, plagados de defectos y en cuyas manos no depositaría ni un peso.

¿Y quién nos garantiza que Alem, el gran prohombre del radicalismo, el intransigente por excelencia, no sería un nuevo tirano desde la presidencia de la república? Esa su misma férrea voluntad, su formidable fuerza de carácter, podría muy bien desde el gobierno convertirse en poder aplastador. No es infalible, como no lo es nadie en este mundo —dicho sea con licencia del Padre Santo— y cualquier disposición, y al ser resistida por el pueblo, empeñarse en aplicarla, en imponerla a todo trance creyendo que los descontentos estaban manejados por sus adversarios políticos. Yo creo que Alem sería implacable. No os sulfuréis. Estos hombres indomables, suelen ser, cuando mandan, terribles.

—Ahora me explico por qué no tomaste parte en el movimiento del 26 de julio.

—Alem es para mí preferible a Juárez. Pero yo creo que esas revueltas, esa serie de escándalos que se repiten como las horas del reloj en nuestros países de América, son peores que la peor calamidad. En Europa tienen razón al decir ¡South América!

—¡Pavadas! Eso no rige con la Argentina, en donde, desde el 80 no hemos tenido más revolución que la del 90.

Y ésta la justifican en todo el mundo; era necesaria, imprescindible; de vida o muerte para el país.

—Miren: yo he andado por Europa y allí nadie sabe nada de América, ni se preocupan de las cosas nuestras. Eso de South América lo dice algún gacetillero que otro de la City y lo repiten los accionistas que se llevan toda la plata del país. Los demás saben tanto de la América del Sur como nosotros de los hotentotes. Menos aún. Lo que hay es que acá nos preocupamos demasiado de lo que en Europa pueden pensar de nosotros y hemos llegado a sugestionarnos, convenciéndonos de que efectivamente piensan en nosotros. Y no hay tal.

De todos modos, entre las revoluciones nuestras y los atentados de los anarquistas en Europa, de esos anarquistas que a ti te están encantando, me quedo con las revueltas. Son más nobles. Y de resultados más saludables.

—¿Por qué muere más gente?

—Porque los hombres se baten frente a frente y no se asesina a nadie como hacen los anarquistas, esos tigres que asaltan al descuido a su víctima.

—Y pagan con su cabeza el acto que realizan.

—No ¡si les deberían levantar estatuas!

—¡Quién sabe!

—Mira. Lo mejor que podemos hacer es cambiar de conversación. Si yo fuera jefe de policía, esos gringos y gallegos en vez de venir a trabajar aprovechando la riqueza inagotable de nuestra tierra y la libertad sin límites de nuestras leyes, se dedican a escribir papeluchos como ese, los embarcaría en el primer vapor y los enviaría a su tierra. Que se metan allá en lo que quieran y se dejen de jorobar aquí. Si no les gusta esto, ¿para qué han venido? Que se marchen.

—Muy bien. Para trabajar como bestias, para hacer producir los campos abandonados, para poblar el desierto y hacer del país una nación, son buenos. Para pensar, para influir en la civilización como influyen en el progreso material, no los queremos; nos bastamos nosotros con nuestros partidos sin ideales; con nuestras revoluciones; con nuestras montoneras, y aunque ellos sufran las consecuencias de las torpezas de unos, los despilfarros y latrocinios de los agiotistas sin entrañas y los trastornos que dificultan la vida, detienen el progreso material y empobrecen al trabajador, deben callarse.

—¡Muy bien; muy bien!

Los primeros anarquistas

—¿Repartiste muchos ejemplares?

—Yo todos, ¿y tú?

—También. Le di uno a un cajetilla, leyó el título y volvió la cabeza para mirarme. Vieras qué cara de espantado... Lo menos se le figuró que era una bomba lo que tenía en las manos.

—Yo tengo un marchante burgués. Un día le di un número y al poco tiempo me encontró en la calle y me preguntó si no tenía más. Al pronto creí sería un perro y me hice como que no sabía de qué me hablaba, pero al fin me di cuenta de que al hombre le había gustado la cosa y prometí enviarle el periódico siempre que saliera. Me dio las señas de su casa y se lo remito por correo dentro de La Prensa. Últimamente lo vi y me dio cinco pesos para la suscripción. Me preguntó si no había libros que trataran del anarquismo y le he dado una lista de folletos de los que hay en francés. Me ha prometido traducir algunos.

—Eso, eso es lo que hace falta. Folletos, muchos folletos en castellano para repartirlos gratis. ¡Qué propaganda se podría hacer!

—Sí, algo más se haría que con El Perseguido, pero no mucho, no creas. En este país no lograremos nada. Están todos fanatizados por el Dr. Alem. Esperan otra revolución, la revolución salvadora, el Mesías que ha de darles maná llovido del cielo.

—Tienes razón. Entre tanta gente bruta como todos los días llega, ansiosos todos de enriquecerse, hablando cada uno distinta lengua, y los de aquí que creen que Alem es mejor que Pellegrini, y Mitre que Roca y Juárez, y que en subiendo los radicales todos vamos a ser millonarios y la policía no se va a meter con nadie, estamos aviados.

—Hay que desanimar a todos esos burros.

—Si todos los anarquistas tuviésemos el alma de Bakunin, a estas horas esta podrida sociedad estaría hecha pedazos.

—¿Y cómo, si cada día vienen mil nuevos, más burros que los del día anterior?

—Yo no me desanimo por eso.

—Ni yo tampoco. Hay que propagar en todas partes sin cansancio.

—La propaganda más eficaz es la propaganda por el hecho.

—¡Ah, si yo tuviera el coraje que me falta! Pero no puedo. Mis deseos más grandes serían hacer algo, pero no me acompaña el corazón. Qué quieres, soy así; no lo puedo remediar.

—Y yo, atado con tanta familia... Tenía razón Bakunin. El revolucionario debe ser solo.

—No estoy muy conforme con eso. El mismo Bakunin era bien revolucionario a pesar de tener familia. Creo por el contrario que la familia lo hace a uno más rebelde. Ver a los hijos sin pan, a la mujer enferma, careciendo uno de todo lo necesario, subleva al más cobarde.

—A mí no; no es la familia quien me ata. Lo poco que hago, lo hago más por ella que por mí mismo. Lo que me falta es valor.

—Y luego esos adormideras del socialismo con su propaganda legalitaria, pacífica, que todo lo vienen a entorpecer.

—No son sólo ellos. También entre nosotros habría que expurgar; y mucho. Ahí están los organizadores perdiendo el tiempo en formar rebaños, en organizar sociedades de resistencia. Eso es un socialismo disfrazado.

—Que lo digas. No sé adonde van a ir con los gremios. A ninguna parte.

—Son gentes que se sienten pastores.

—Es propaganda lo que se debe hacer. Y a ser posible la propaganda por el hecho que es la más eficaz.

—Cierto. Dime, ¿cuándo se podrá sacar otro número de El Perseguido?

—No sé. No hay plata. Luego Antonio se comió el importe de una lista. Eran tres o cuatro pesos. Me dijo que estaba sin trabajo y con uno de los chicos enfermo. Qué quieres, ¡cosas de la vida!

—Antonio no es mal compañero, pero bien podía haber expropiado a un burgués y no disponer de la plata del periódico.

—¿Cultivas ahora la moral?

—Ya sabes que no soy moralista. Eso no quita para que yo crea que siempre es mejor expropiar a un burgués que no comerse la plata de la propaganda.

—Uno echa mano donde puede. Eso que tú dices no deja de ser una moral. Lo que a mí me daña es malo, lo que me beneficia es bueno. Esa es la moral. Y un burgués diría lo mismo que tú, es decir que antes que lo expropiaran a él, bien podían expropiar a otro, comerse el dinero de la propaganda, por ejemplo.

—No es lo mismo.

—Sí que lo es. La verdadera moral, o sea lo amoral, que es lo que los anarquistas sustentamos, consiste en hacer siempre lo que nos beneficie. Y a Antonio lo beneficiaba más quedarse con la plata de la lista, que expropiar a un burgués, pues esto último podría haberle llevado a la cárcel y por lo tanto en vez de mejorar la situación de su hijo y la suya propia, la habría empeorado.

—Bueno; yo no las voy con eso. Y de Antonio no me volveré a fiar más.

—Está bien. Toma las precauciones que quieras, como las toman los burgueses colocando vigilantes en las puertas de sus casas, pero no niegues que eres moralista.

—No lo soy. Lo que es que hoy vivimos en una sociedad de cuyos engranajes no podemos escapar sin romperlos, y hasta tanto que no lo logremos, tenemos que fastidiamos y atenernos a su modo de ser. En la sociedad futura, Antonio no tendría necesidad ni de expropiar burgueses, ni de quedarse con dinero alguno, ni correría el riesgo de ir a la cárcel o de que yo le rompa una costilla.

—Entonces se podrá ser todo lo amoral que se quiera, pero hoy por hoy la propaganda es antes que Antonio y está por encima de él y de su hijo.

—Si todos hiciéramos lo que él, no sé cuándo íbamos a concluir con toda esta podredumbre.

—Pero...

—No hay pero que valga.

—No, si no digo eso. Digo que a pesar de todo eres un moralista y nada me puede asegurar que en la sociedad futura no lo serías también, sino en las cuestiones de dinero porque no lo habría, en otras.

—Puedes creer lo que quieras. Lo que te aseguro es que Antonio no se comerá más plata de la propaganda, al menos con mi consentimiento. Y en cuanto le veo voy a hacer que se le indigesten los tres o cuatro pesos. Ya estoy cansado de ver que los esfuerzos y sacrificios de unos se malogran por las pillerías de otros.

—¡Cómo te enojas! Pareces un patrón al que sus obreros se le han declarado en huelga.

—¿Y tú? ¡Vaya un amor que tienes a la Idea que ves que la propaganda se estanca por falta de medios y aun disculpas a los causantes de ello!

—Mira, yo creo que la propaganda no se hace sólo con dinero. Sin un peso yo estoy haciendo propaganda en todas partes y a todas horas y no creo que sea menos eficaz que la que hace el periódico. Creo que es mejor aún la propaganda individual, de palabra, porque si le objetan a uno, se rebate y de la controversia sale la luz. ¿Estás? Y no merece ese pucho de centavos tanto alboroto. ¿Estás?

—Se acabó el bochinche. No hablemos más de esto. Tú sigue con las tuyas y yo con las mías. Esta es la verdadera libertad.

—Ahora sí que has hablado como un anarquista. Nada de imposición. Que cada uno obre como crea que debe obrar.

—¿Vas a ir a la conferencia de los socialistas? Si vas, allí nos veremos.

—Sí, que iré.

—Bueno, hasta luego.

—Salud. Y no te olvides que debemos estar una hora antes de la anunciada para coparles la banca a los socialeros.

La conmemoración de la Comuna

El centro socialista se hallaba instalado en una pequeña casa, ocupando dos habitaciones contiguas cuyo tablique medianero había sido volteado.

Unos cuantos bancos de madera y una mesa que servía para las reuniones del comité, presidir asambleas, doblar el periódico órgano del centro y de tribuna en días de conferencia, completaban el mobiliario del salón.

Como único decorado, un retrato de Carlos Marx.

Se conmemoraba el aniversario de la Comuna de París.

Dos líneas en los grandes diarios bonaerenses, perdidas en las inmensas columnas de prosa amazacotada de aquellos tiempos, anunciaban el en verdad extraordinario hecho histórico.

Extraordinario por su mismo valer y extraordinario porque tal conmemoración en Buenos Aires indicaba que también en la Argentina empezaba a bullir el proletariado, con una orientación internacional bien marcada.

A las siete ya el local estaba casi lleno.

El conserje, un alemán silencioso y taciturno, que balbucía con dificultad el castellano y a quien el pequeño núcleo socialista respetaba, tal vez por ese mismo mutismo y porque se sabía que conocía a Bebel —según declaración propia— y había leído la obra monumental de Carlos Marx —El Capital— que aún no había sido vertida ni al francés siquiera, estaba admirado al ver tan temprano lleno el local de concurrencia.

—Qué éxito —decía cuando algún socialista entraba.

—Son anarquistas —susurró receloso uno.

—Hay que echarlos —rugió más bien que dijo el alemán.

—¿Por qué? —intervino un jovencito, estudiante de medicina, vivaracho y travieso que traía con sus agudezas y desplantes revuelto al Centro y desconcertado al conserje—. Para celebrar el acto en familia —continuó— más valía no verificarlo. ¿No son socialistas? Pues mejor. Eso es lo que necesitamos para hacer propaganda.

—Sí, pero estos son anarquistas y en Alemania a los anarquistas no se les permite entrar en las reuniones del partido, ni en acto alguno.

—Bueno, échelos usted.

El alemán consideró la cosa asaz difícil y refunfuñando se internó en su habitación.

Los anarquistas se habían apercibido del secreto de los socialistas y unos a otros se pasaban la voz de no salir de allí de ninguna manera.

En esto, una voz clara y fuerte empezó a entonar la primera estrofa del Hijo del Pueblo, himno anarquista de vibrantes notas y de versos violentos, demoledores. Todo un himno de batalla.

Contagiados los demás, acompañaron al iniciador y un coro de doscientos hombres enardecidos, hizo relumbrar la casa atrayendo a los transeúntes y vecinos no acostumbrados ciertamente a serenatas de aquella especie.

Cuando la última nota vibró en la estancia, una formidable salva de aplausos aprobó el canto. Eran los mismos cantantes, quienes desbordando de entusiasmo aplaudían.

Y como si el programa hubiese sido trazado de antemano con escrupulosidad, millares de hojitas sueltas volaron por el aire, cayendo sobre los concurrentes que se apresuraban a leerlas. Eran pequeños manifiestos en que se reivindicaba para los anarquistas el derecho a conmemorar el aniversario de la Comuna, hecho violento y por lo tanto antisocialista, anárquico.

Los socialistas protestaban.

El salón ofrecía pintoresco aspecto.

La concurrencia se había dividido en pequeños grupos y en cada grupo discutían a la vez acaloradamente, sin entenderse ni casi oírse, uno o dos socialistas con cuatro o cinco anarquistas.

Se oían insultos, imprecaciones, amenazas.

Se discutía en castellano, en italiano, en francés. Aquello era una Babel.

Un socialista, pintor de oficio, guapetón y que entre los del centro era el que en todas las ocasiones mostraba más audacia, pretendió acallar el griterío, declarando empezada la conferencia.

Los grupos se deshicieron y una avalancha de hombres se precipitó sobre la mesa.

Todos querían hablar primero.

Los socialistas pretendían que los anarquistas no hablasen.

El local era de ellos, para eso lo pagaban.

Los anarquistas no reconocían derecho alguno de propiedad.

El escándalo fue aumentando cada vez más.

En lo más agudo, sonó un tiro y la concurrencia se precipitó hacia la calle, dejando el salón casi vacío.

Cuando los agentes de policía llegaron, apenas si pudieron detener a una docena de personas.

Los bancos habían sido volcados, la mesa tenía una pata rota y el suelo estaba cubierto materialmente de manifiestos pisoteados.

Un socialista, el estudiante de medicina, había resultado ligeramente herido en un brazo por la rozadura de la bala.

Al día siguiente la prensa se ocupó en la sección policial del incidente y millares de personas, los asiduos lectores de la crónica sensacional, pudieron enterarse de que en Buenos Aires había socialistas y anarquistas, y de que se querían unos a otros como los gatos y los perros.

[1] De: Investigación acerca de la justicia política, Libro VIII, cap. I. Buenos Aires, Americalee, 1945.

[2] Los anarquistas lo consideran el fundador de la corriente. Nació el 3 de marzo de 1756 en Wisbeach, Cambridshire, Inglaterra; séptimo de los hijos de un sacerdote calvinista, fue pastor presbiteriano. Escribió novelas y ensayos. Su esposa fue una famosa feminista, Mary Wollstonecraft. Murió en 1836.
Godwin se opone a la metafísica y a la teoría del conocimiento teológica; para él no existen ideas innatas, puesto que el conocimiento parte de la experiencia. El poder de la razón es ilimitado. Desde un punto de vista filosófico entronca con el empirismo inglés.
Para Godwin el hombre es perfectible; sólo las instituciones humanas lo hacen no perfecto. Para lograr la perfectibilidad es necesario suprimir las causas de la desigualdad, estableciendo un sistema social basado en la propiedad de pequeñas unidades productivas. Una organización social racional satisfará ampliamente las necesidades humanas; por ello considera erróneas las ideas malthusianas.
Al igualarse las fortunas, todo «gobierno» es superfluo. Refuta a Rousseau sosteniendo que el concepto de Contrato Social es falso, pues en realidad es un contrato coercitivo impuesto por los ricos a los pobres. Todo gobierno sirve a esa desigualdad. Al equilibrar las fortunas no sólo se hace innecesario el gobierno, sino que pasan a primer plano las «relaciones societarias». No llega a elaborar el concepto de anarquía, pero su obra plantea sus primeros fundamentos teóricos.

[3] De: ¿Qué es la propiedad? Investigaciones acerca del principio del derecho y del gobierno. Sempere, Valencia, s/f. Traducción: Pi y Margall.

[4] Proudhon nació en 1809 en Francia y murió en 1865. Perteneció a una familia de artesanos. En mayo de 1837 se presenta a la Academia de Besançon como candidato a una pensión con la Memoria que lo hará famoso: ¿Qué es la propiedad?
En la revolución de junio de 1848 llega a ser diputado, notoria inconsecuencia teórica pues, enconado antiestatista, acepta ocupar un cargo gubernamental. En 1849 se autocritica en Las confesiones de un revolucionario.
Propagandista del «anarquismo mutualista», no fue un hombre de acción; dedicó sus últimos años a escribir. A los trabajos mencionados debe agregarse su Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la miseria, obra con la cual Marx polemiza en Miseria de la filosofía, y una extensa investigación no publicada en castellano: Justice dans la Révolution et dans l’Eglise, de 1858.

[5] La religión, las leyes y el matrimonio eran privilegio de los hombres libres, y, en un principio, solamente de los nobles, Dei majorum gentium, dioses de las familias patricias: jus gentium, derecho de gentes, es decir, de las familias de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constituían familia. Sus hijos eran considerados como cría de los animales. Bestias nacían y como bestias habían de vivir.

[6] Ver Tocqueville, De la Démocratie aux Etats-Unis, y Michel Chevallier, Lettres sur l’Amérique du Nord. Se ve en Plutarco, Vida de Pericles, que en Atenas las gentes honradas estaban obligadas a ocultarse para instruirse, por miedo a aparecer como aspirantes a la tiranía.

[7] «La soberanía, según Toullier, es la omnipotencia humana». Definición materialista: si la soberanía es algo, es un derecho, es una fuerza o facultad. ¿Y qué es la omnipotencia humana?

[8] De: Dios y el Estado, Valencia, Sempere, s/f.

[9] De Bakunin puede afirmarse con seguridad que amigos y enemigos lo consideraban por su fidelidad a la causa proletaria. Marx y Engels, con los cuales se enfrentó en la Primera Internacional, aún en el calor de la lucha, tuvieron hacia él una actitud de respeto personal. Nació en 1814 en una familia burguesa rusa. Pasó la mayor parte de su vida en el exilio por su actividad revolucionaria contra el zarismo. Tal como lo hemos precisado en la introducción, es partidario del llamado «colectivismo anárquico», doctrina a la cual llega después de muchos años en los que adhiere a movimientos democrático-burgueses revolucionarios. Participó en la revolución de junio de 1848 en Francia. En 1849 pasa a Dresde (Alemania) para encabezar la revolución; es detenido y condenado a muerte. Reclamado por Rusia es entregado por los alemanes, pero en 1861 huye nuevamente. Vivió desde entonces preferentemente en Italia o Suiza.
Participa en la Primera Internacional de la cual es expulsado, combatiendo el «estatismo y autoritarismo» de Marx y Engels desde la Alianza de la Democracia Socialista. Su mayor influencia cristaliza en España e Italia. Murió en Suiza en 1876.

[10] De: La conquista del pan, Buenos Aires, Domingo Ferrari Editor, s/f.

[11] Nació en Moscú en 1842; proviene de una familia de príncipes; murió cerca de esa misma ciudad en 1921. Estudió en la escuela de cadetes de San Petersburgo y fue oficial en Siberia. Dimitió después de la insurrección polaca y participó en varias expediciones científicas. En 1872 adhiere al grupo bakuninista de la Primera Internacional. Es detenido en 1874 en Rusia y se refugia primero en Gran Bretaña y luego en Suiza. Funda el periódico anarquista La Revolte. Expulsado de Suiza se traslada a Francia donde en 1883 es condenado a prisión por actos terroristas. Es indultado en 1886, se refugia nuevamente en Inglaterra; regresa a Rusia luego de la revolución de febrero de 1917. Toma posición junto con Plejánov y los mencheviques frente a la Revolución Socialista de Octubre.
Su teoría del «comunismo anárquico» es desarrollada en Campos, fábricas y talleres y varios artículos. Sin embargo ocupa un lugar en la historia del anarquismo no tanto por su actividad política como por sus investigaciones científicas e históricas. Sus principales obras son El apoyo mutuo, Historia de la Revolución Francesa y Origen y evolución de la moral.

[12] De: El apoyo mutuo, Buenos Aires, Américalee, 1946.

[13] De: Dictadura y Revolución, Buenos Aires, Argonauta, 1921.

[14] Comunista anárquico italiano, militó en la Unión Anárquica Italiana y fue amigo de Enrique Malatesta, célebre anarquista que vivió en Argentina desde 1885 a 1889 organizando círculos y sociedades de resistencia.
La vida política de Fabbri comienza a fines del siglo XIX y finaliza prácticamente con el ascenso del fascismo al poder; emigra y muere en Uruguay en la década del cuarenta.

[15] Hablamos del «terrorismo» no en su significado particular de política terrorista de gobierno, sino en el sentido general del uso de la violencia hasta los extremos límites más mortíferos, que puede realizarse tanto por un gobierno por intermedio de sus gendarmes, como directamente por el pueblo en el curso de un motín y durante la revolución.

[16] De: Nacionalismo y Cultura.

[17] Fue contemporáneo de Luigi Fabbri. Vivió en Alemania hasta el ascenso del nazismo, refugiándose luego en EE. UU., donde murió en 1958.
Dado que el anarquismo nunca logró arraigar en Alemania, este teórico anarquista carece de antecedentes revolucionarios en su país, excepto su oposición al nazismo dentro de la intelectualidad antifascista. Luchó, en cambio, en la Revolución Española (1936-39). Anarquista de una época de crisis definitiva de su corriente y fuertemente ligado al liberalismo anglo-sajón, su obra principal Nacionalismo y Cultura, de la que tomamos una selección, es un intento por justificar al capitalismo liberal, el sistema político que más afín considera al anarquismo. Teórico de derecha y con muy poco en común con los antiguos revolucionarios anarquistas, sin embargo se destaca Rocker por la seriedad de sus ensayos. Su sistematización de las diferencias entre anarquismo y marxismo resultan por eso de interés.

[18] Der Briefweschel zwischen Marx und Engels; vol. IV. Stuttgart, 1913.

[19] La correspondencia entre Bismarck y Lasalle, que ha sido de nuevo descubierta hace pocos años, y que Gustav Mayer ha incorporado a su obra digna de ser leída, Bismarck und Lassalle, arroja una luz singular sobre la personalidad de Lassalle y es también de gran interés aun desde el punto de vista puramente psicológico.

[20] Sobre Eduardo G. Gilimón, anarquista catalán, existen escasas noticias ciertas: se sabe que vivió en Argentina desde fines de siglo hasta el Centenario, cuando el gobierno conservador le aplicó la ley 4144 de Residencia y lo deportó a España. No fue admitido en ese país y por consiguiente, se trasladó a Uruguay, donde probablemente murió. Fue redactor de La Protesta.
Su obra Hechos y comentarios es una notable y muy poco conocida; verdadero crónica del movimiento obrero en Argentina recoge aquello que suele escapar a los grandes tratados teóricos: la aprensión de lo singular, de lo cotidiano.