Rudolf Rocker

Anarcosindicalismo: teoría y práctica

1938

    Anarquismo: sus aspiraciones y propósitos

    El proletariado y los comienzos del moderno movimiento obrero

    Los precursores del sindicalismo

    Los objetivos del anarcosindicalismo

    Los métodos del anarcosindicalismo

    Evolución del anarcosindicalismo

    Epílogo

        Bibliografía

Anarquismo: sus aspiraciones y propósitos

Anarquismo contra monopolio económico y poder estatal. - Precursores del Anarquismo moderno. - Guillermo Godwin y su obra acerca de la Justicia Política. - P. J. Proudhon y su idea de la descentralización política y económica. - La obra de Max Stirner: «El único y su propiedad». - M. Bakunin el Colectivista y fundador del movimiento anarquista. - P. Kropotkin, exponente del Comunismo Anarquista y la filosofía del Apoyo Mutuo. – Anarquismo y Revolución. - El Anarquismo, síntesis de Socialismo y Liberalismo. – El Anarquismo contra el Materialismo Económico y la Dictadura. – Anarquismo y Estado. – El Anarquismo como tendencia histórica. - Libertad y cultura.

El Anarquismo es una corriente intelectual bien definida en la vida de nuestro tiempo, cuyos partidarios propugnan la abolición de los monopolios económicos y de todas las instituciones coercitivas, tanto políticas como sociales, dentro de la sociedad. En vez del presente orden económico capitalista, los anarquistas desean el establecimiento de una libre asociación de todas las fuerzas productivas, fundada en el trabajo cooperativo, cuyo único móvil sea la satisfacción de las necesidades de cada miembro de la sociedad, descartando en lo futuro todo interés especial de las minorías privilegiadas en la unidad social. En lugar de las actuales organizaciones del Estado, con su inerte mecanismo de instituciones políticas y burocráticas, los anarquistas aspiran a que se organice una federación de comunidades libres, que se unan unas a otras por intereses sociales y económicos comunes y que solventen todos sus asuntos por mutuo acuerdo y libre contrato.

A todo el que examine, de una manera profunda, el desenvolvimiento económico y político del presente sistema social le será fácil reconocer que tales objetivos no nacen de las ideas utópicas de unos cuantos innovadores imaginativos, sino que son consecuencia lógica de un estudio a fondo del presente desbarajuste social, que a cada nueva fase de las actuales condiciones sociales se pone en evidencia de manera más palmaria y nociva. El moderno monopolio, el capitalismo y el Estado, no son más que los últimos términos de un desarrollo que no podía culminar en otros resultados.

El enorme desarrollo de nuestro vigente sistema económico, que lleva a una inmensa acumulación de la riqueza social en manos de las minorías privilegiadas y al continuo empobrecimiento de las grandes masas populares, preparó el camino para la presente reacción política y social, favoreciéndola en todos sentidos. Ha sacrificado los intereses generales de la sociedad humana a los intereses privados e individuales y, con ello, minó sistemáticamente las relaciones de hombre a hombre. No se tuvo presente que la industria no es un fin en sí misma, sino que debiera constituir el medio de asegurarle al hombre su sostén y hacerle accesibles los beneficios de una actividad intelectual superior. Allí donde la industria lo es todo y el hombre no es nada, comienza el reino de un despiadado despotismo económico, cuya obra no es menos desastrosa que la de cualquier despotismo político.

Ambos se dan mutuo auge y se nutren en la misma fuente.

La dictadura económica de los monopolios y la dictadura política del Estado totalitario son ramas producidas por idénticos objetivos sociales, y los rectores de ambas tienen la presunción de intentar la reducción de todas las incontables manifestaciones de la vida social al ritmo deshumanizado de la máquina y afinar todo lo que es orgánico según el tono muerto del aparato político. El moderno sistema social ha dividido internamente, en todos los países, el organismo social en clases hostiles, y en lo exterior, ha roto el círculo de la cultura común en naciones enemigas, de suerte que ambas, clases y naciones, se enfrentan unas a otras con franco antagonismo, y en su constante lucha tienen la vida social de la comunidad sometida a continuas convulsiones. La última gran guerra y los terribles efectos subsiguientes, que no son sino la resultante de las luchas por el poder económico y político, unido todo ello al constante temor a la guerra, temor que hoy atenaza a todos los pueblos, son consecuencia lógica de este insostenible estado de cosas que ha de arrastrarnos, indudablemente, a una catástrofe universal, si el desenvolvimiento social no toma otro rumbo a tiempo. El mero hecho de que la mayoría de los Estados se vean obligados hoy día a gastar del cincuenta al setenta por ciento de sus ingresos anuales en eso que se llama la defensa nacional y en la liquidación de viejas deudas de guerra, es clara demostración de lo insostenible del presente estado de cosas, y debiera ser bastante para revelar a todo el mundo que la presunta protección que el Estado ofrece al individuo, cuesta demasiado cara.

El poder, que crece cada vez más, de una burocracia desalmada y política que inspecciona y salvaguarda la vida del hombre, desde la cuna al sepulcro, está poniendo cada día mayores trabas en el camino de la cooperación solidaria entre los seres humanos y estrangulando toda posibilidad de nuevo desarrollo. Un sistema que en todos los actos de su vida sacrifica, en efecto, el bienestar de vastas zonas de población y de naciones enteras a la egoísta apetencia de poder y de intereses económicos de unas reducidas minorías, está necesariamente condenado a disolver todos los lazos y a promover una guerra incesante de cada uno contra todos. Este sistema no ha servido más que para prepararle el camino a esa gran reacción intelectual y social llamada fascismo, que va mucho más allá que las seculares monarquías absolutas en su obsesión del poder, tratando de someter todas las esferas de la actividad humana al control del Estado. Así como la teología hace que las religiones proclamen que Dios lo es todo y el hombre nada, así también esa moderna teocracia política pretende que el Estado lo sea todo y el ciudadano para nada cuente. Y de la misma manera que, ocultas tras «la voluntad de Dios», descubrimos a las minorías privilegiadas, así, amparado bajo la «voluntad del Estado», hallamos exclusivamente el interés egoísta de los que se consideran llamados a interpretar esa voluntad, tal como ellos la entienden, e imponerla forzadamente al pueblo.

Las ideas anarquistas aparecen en todos los períodos conocidos de la Historia, por más que en este sentido quede aún mucho terreno por explorar. Las hallamos en el chino Lao-Tse —La Marcha y el Camino cierto— y en los últimos filósofos griegos, los hedonistas y los cínicos, como en otros defensores del llamado «derecho natural», especialmente en Zenón, quien, situado en el punto opuesto al de Platón fundó la escuela de los estoicos.

Hallaron expresión en las enseñanzas del gnóstico Carpócrates de Alejandría y ejercieron innegable influencia sobre ciertas sectas cristianas de la Edad Media, en Francia, Alemania y Holanda, todas las cuales cayeron víctimas de salvajes persecuciones. Hallamos un recio campeón de esas ideas en la historia de la reforma bohemia, en Peter Chelcicky, quien en su obra Las redes de la Fe sometió a la Iglesia y al Estado al mismo juicio que les aplicará más tarde Tolstoi. Entre los grandes humanistas se destaca Rabelais, con su descripción de la feliz abadía de Thélème —Gargantúa— donde ofrece un cuadro de la vida, libre de todo freno autoritario. Sólo citaré aquí, entre otros muchos precursores, a Diderot, cuyos voluminosos escritos se encuentran profusamente sembrados de expresiones que revelan a una inteligencia verdaderamente superior, que supo sacudirse todos los prejuicios autoritarios.

Sin embargo, estaba reservado a una época más reciente de la Historia el dar clara forma a la concepción anarquista de la vida y relacionarla directamente con los procesos de la evolución social. Y esta realización tuvo efecto por vez primera en la obra magníficamente concebida de Guillermo Godwin: Concerning Political Justice and its influence upon General Virtue and Happiness —Sobre la justicia política y su influencia en la virtud y en la felicidad generales (Londres 1793)—. Puede decirse que la obra de Godwin es el fruto sazonado de aquella larga evolución de conceptos de radicalismo político y social que en Inglaterra sigue una trayectoria ininterrumpida desde Jorge Buchanan, de la que son hitos ciertos Ricardo Hooker, Gerard Winstanley, Algernon Sidney, Juan Locke, Roberto Wallace y Juan Bellers, hasta Jeremías Bentham, José Priestley, Ricardo Price y Tomás Paine.

Godwin reconoce de una manera diáfana que la causa de los males sociales radica, no en la forma que adopte el Estado, sino en la misma existencia de ésta. Y así como el Estado ofrece una verdadera caricatura de sociedad genuina, así también hace de los seres que se hallan bajo su guarda constante meras caricaturas de sí mismos, obligándoles a reprimir en todo momento sus naturales inclinaciones y amarrándoles a cosas que repugnan a sus íntimos impulsos. Sólo de esta manera se pueden moldear seres humanos según el tipo establecido de los buenos súbditos. El hombre normal que no estuviera mediatizado en su natural desarrollo, modelaría según su personalidad el ambiente que le rodea, de acuerdo con sus íntimos sentimientos de paz y libertad.

Pero al mismo tiempo Godwin reconoce que los seres humanos no pueden convivir de manera libre y natural si no se producen las condiciones económicas adecuadas y si no se evita que el individuo sea explotado por otro, consideración ésta que los representantes de casi todos los radicalismos políticos fueron incapaces de hacerse. De aquí que se vieran forzados a hacer cada vez mayores concesiones al Estado que habían querido reducir a la mínima expresión. La idea de Godwin de una sociedad sin Estado suponía la propiedad social de toda la riqueza natural y social y el desenvolvimiento de la vida económica por la libre cooperación de los productores: en este sentido puede decirse que fue el fundador del anarquismo comunista que cobró realidad más tarde.

La obra de Godwin ejerció vigorosa influencia en los círculos más avanzados del proletariado británico y entre lo más selecto de la intelectualidad liberal. Y lo que es más importante, contribuyó a dar al joven movimiento socialista inglés, que halló sus más cuajados exponentes en Roberto Owen, Juan Gray y Guillermo Thompson, ese inequívoco carácter libertario que le caracterizó durante mucho tiempo y que nunca llegó a tener en Alemania ni en otros muchos países.

Pero muchísimo mayor fue la influencia ejercida en el desenvolvimiento de la teoría anarquista por Pedro José Proudhon, uno de los escritores mejor dotados intelectualmente y de talento más diverso que puede ofrecer el socialismo moderno. Proudhon estaba completamente arraigado en la vida social e intelectual de su época y esta posición le inspiró todas las cuestiones de que hubo de ocuparse. Por consiguiente no se le debe juzgar, como han hecho incluso muchos de sus discípulos, por sus postulados prácticos especiales, nacidos de las necesidades de la hora. Entre todos los pensadores socialistas de su tiempo es el que tuvo una comprensión más profunda de la causa del desarreglo social y el que, al mismo tiempo, tuvo una visión más amplia. Se erigió en contrincante declarado de todos los sistemas y vio en la evolución social el acicate eterno que mueve hacia nuevas y más elevadas formas de vida intelectual y social, y sustentaba la convicción de que esta evolución no puede estar sujeta a ninguna fórmula abstracta definida.

Proudhon se opuso a la influencia de la tradición jacobina que dominaba el pensamiento de los demócratas franceses y de la mayoría de los socialistas de la época, en forma no menos resuelta que la intromisión del Estado central y el monopolio en los naturales procesos de adelanto social. Consideraba que la gran tarea de la revolución del siglo XIX consistía en librar a la sociedad de esas dos excrecencias cancerosas. Proudhon no era comunista. Condenaba la propiedad como privilegio que es de la explotación, pero reconocía la propiedad de los instrumentos de trabajo entre todos, practicada por medio de grupos industriales, relacionados entre sí por libre contrato, a condición de que no se hiciera uso de este derecho para explotar a otros y mientras se asegurase a cada persona el producto íntegro de su trabajo individual. Esta organización, fundada en la reciprocidad —mutualidad—, garantiza el goce de igualdad de derechos a cada cual, a cambio de una igualdad de servicio. El promedio del tiempo de trabajo empleado en la elaboración de todo producto, da la medida de su valor y es la base para el intercambio. Por este procedimiento, al capital se le priva de su poder usurario y se ata completamente al esfuerzo del trabajo.

Poniéndosele así al alcance de todos, deja de ser instrumento de explotación. Esta forma de economía hace que resulte superfluo todo engranaje político coercitivo.

La sociedad se convierte en una liga de comunidades libres que ordenan sus asuntos de acuerdo con las necesidades, por sí mismas, o asociadas a otras, y en las cuales la libertad del hombre no tiene una limitación en la libertad igual de los demás, sino su seguridad y confirmación. «Cuanto más libre, independiente y emprendedor sea el individuo en una sociedad, tanto mejor para ésta». Esta organización del federalismo en la que Proudhon veía el porvenir inmediato de la humanidad, no sienta limitaciones definidas contra las posibilidades de ulterior desarrollo, y ofrece las más amplias perspectivas a todo individuo y para toda actividad social. Partiendo del punto de vista de la federación, Proudhon combatió asimismo las aspiraciones al unitarismo político del entonces naciente nacionalismo, sobre todo ese nacionalismo que tuvo sus más vigorosos apologistas en Mazzini, Garibaldi, Lelewel y otros. También en este aspecto tuvo una visión más clara que la mayoría de sus contemporáneos. Proudhon ejerció una fuerte influencia en el desarrollo del socialismo, influencia que se dejó sentir de manera especial en los países latinos. Pero el así llamado anarquismo individualista que tan valiosos exponentes tuvo en los Estados Unidos, como Josiac Warren, Esteban Pearl Andrews, Guillermo B. Greene, Lisandro Spooner, Francis D. Tandy y, en forma sumamente notable, en Benjamín R. Tucker, siguió esas mismas directrices generales, aunque ninguno de sus representantes llegara a la amplitud de visión de Proudhon.

El anarquismo halló una expresión única en el libro de Max Stirner —Juan Gaspar Schmidt—: Der Einzige und sein Eigentum —El único y su propiedad—, libro que, es cierto, cayó muy pronto en el olvido y no ejerció ninguna influencia en el movimiento anarquista como tal, pero cincuenta años más tarde fue objeto de una inesperada rehabilitación. La obra de Stirner es eminentemente filosófica y en ella se señala la dependencia del hombre, de los llamados altos poderes, a lo largo de todos sus torcidos caminos, manifestándose el autor sin la menor timidez al deducir consecuencias del conocimiento obtenido en la meditación.

Es el libro de un insumiso resuelto y consciente que no hace la más leve concesión de reverencia a ninguna autoridad, por encumbrada que se halle, con lo cual estimula enérgicamente a pensar con independencia.

El anarquismo tuvo un campeón viril, de robusta energía revolucionaria, en Miguel Bakunin, que tomó pie en las enseñanzas de Proudhon, pero que las extendió al terreno económico, cuando, con el ala izquierda, colectivista, de la Primera Internacional, salió en defensa de la propiedad colectiva de la tierra y de todos los medios de producción, propugnando quedarse reducida la propiedad privada al producto íntegro del trabajo individual. Bakunin era también un contrincante del comunismo, que en su tiempo tenía un carácter netamente autoritario, como el que ha tomado en la actualidad el bolchevismo. En uno de sus cuatro discursos pronunciados en el Congreso de la Liga para la Paz y la Libertad, en Berna (1868), dijo así:

«No soy comunista porque el comunismo concentra y hace absorber todas las potencias de la sociedad en el Estado, porque llega necesariamente a la centralización de la propiedad en —manos del Estado, mientras que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical de ese principio de la autoridad y de la tutela del Estado, que, con el pretexto de moralizar y de civilizar a los hombres, los ha sometido hasta este día, explotado y depravado».

Bakunin era un revolucionario decidido y no creía en amigables reajustes del conflicto de clases planteado. Veía que las clases gobernantes se oponían ciega y tercamente, a la más ligera reforma social, por consiguiente no creía posible la salvación, a no ser por medio de una revolución social internacional que aboliese todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares y burocráticas del vigente sistema social y que las sustituyese por una federación de asociaciones libres de trabajadores que proveerían a las exigencias de la vida cotidiana. Y puesto que creía, como tantos otros contemporáneos suyos, que la revolución no sería a largo plazo, consagró toda su vasta energía a combinar el mayor número posible de elementos genuinamente revolucionarios y libertarios, dentro y fuera de la Internacional, a salvaguardar la revolución inminente contra toda dictadura, contra toda regresión a las antiguas condiciones sociales. Así es cómo vino a ser, en un sentido muy especial, el creador del moderno movimiento anarquista.

También halló el anarquismo un apologista valiosísimo en Pedro Kropotkin, quien se impuso la tarea de aplicar los adelantos de las ciencias naturales al desarrollo de los conceptos sociológicos del anarquismo. Con su ingenioso libro El apoyo mutuo, factor de la evolución, se alistó entre los que combatían el llamado «darwinismo social», cuyos adictos trataban de demostrar que era inevitable mantener las vigentes condiciones sociales, según la teoría darwiniana de la lucha por la existencia, elevando el principio de la lucha del más fuerte contra el débil a la categoría de ley de hierro sobre todos los procesos naturales, incluso aquellos a los cuales el hombre se halla sujeto. En realidad, semejante concepto estaba grandemente influido por la doctrina maltusiana, según el cual la que podríamos llamar carta de la vida no está extendida para todos los seres y, por consiguiente, los no necesarios se tendrán que resignar a aceptar los hechos tal como son.

Kropotkin demostró que esta manera de concebir la naturaleza como un campo de guerra desenfrenada es presentar en caricatura la vida real, y que paralelamente a la brutal lucha por la existencia, que se libra a diente y uña, hay otro principio en la naturaleza, cuya expresión es la combinación social de las especies más débiles y el mantenimiento de las razas merced a la evolución de los instintos sociales y de la mutua ayuda.

En este sentido, no es el hombre el creador de la sociedad, sino la sociedad la creadora del hombre, pues éste recibió por herencia, de las especies que le precedieron, el instinto social que fue lo único que le permitió mantenerse en su medio, primero contra la superioridad física de otras especies, y de llegar a asegurarse un nivel de desarrollo no sofiado. Esta segunda interpretación de la lucha por la existencia es, sin comparación, muy superior a la primera, como lo comprueba la rápida regresión de las especies que carecen de vida social y que sólo cuentan con su fuerza física. Este punto de vista, que en la actualidad es cada día más ampliamente aceptado, en las ciencias naturales y en las investigaciones sociales, abrió horizontes completamente nuevos a la especulación relativa a la evolución humana.

Lo cierto es que, incluso bajo el peor de los despotismos, la mayor parte de las relaciones personales del hombre con sus compañeros se ordena mediante el libre acuerdo y la cooperación solidaria, sin lo cual no cabría ni pensar en la vida social. Si así no fuera, ni la ordenación coercitiva más violenta por parte del Estado sería capaz de mantener el ritmo social ni siquiera un solo día. Sin embargo, estas naturales formas de conducta que surgen de lo más hondo de la condición humana se hallan hoy constantemente intervenidas y contrahechas por efecto de la explotación económica y de la vigilancia gubernamental, representación en la sociedad humana de la lucha por la existencia que tiene que superar el hombre por la otra forma de convivencia cifrada en la mutua ayuda y la libre cooperación. La conciencia de la responsabilidad personal y ese otro bien inestimable que ha llegado al hombre por herencia desde lo remoto de los tiempos, la capacidad de simpatía con los demás, en la que toda ética social y todas las ideas sociales de justicia tienen su origen, alcanzan un mayor desarrollo en el clima de la libertad.

También, como Bakunin, era Kropotkin un revolucionario. Pero el segundo, lo mismo que Eliseo Reclus y tantos otros, veía en la revolución una fase especial del proceso revolucionario, fase que se presenta cuando las nuevas aspiraciones sociales se hallan tan reprimidas por la autoridad en su natural desarrollo, que tienen que hacer saltar la vieja cáscara por la violencia para luego poder funcionar como nuevos factores de la vida humana. En contraste con Proudhon y Bakunin, Kropotkin aboga por la propiedad en común, no sólo de los medios de producción, sino de los productos del trabajo, pues opina que, dado el actual estado de la técnica, no es posible justipreciar el valor exacto del trabajo realizado por el individuo, pero que, en cambio, en virtud de una orientación racional de nuestros modernos métodos de trabajó será posible asegurarles a todos una equitativa abundancia. El comunismo anarquista que antes fue ya recomendado con vehemencia por José Dejacque, Eliseo Reclus, Errico Malatesta, Carlos Cafiero y otros, y por el que hoy abogan la inmensa mayoría de los anarquistas, tuvo en él uno de sus más brillantes exponentes.

Debe ser mencionado también León Tolstoi, quien, partiendo de la cristiandad primitiva y fundándose en los principios éticos formulados en los Evangelios a concebir la idea de una sociedad sin instituciones rectoras.[1]

Es común a todos los anarquistas el deseo de librar a la sociedad de las instituciones coercitivas que se interponen en el camino del desarrollo de una humanidad libre. En este sentido, el mutualismo, el colectivismo y el comunismo no deben ser considerados como sistemas cerrados que no permitan un ulterior desenvolvimiento, sino simplemente como postulados económicos en cuanto a medios para salvaguardar a una comunidad libre.

Probablemente en la sociedad futura se darán diversas formas coexistentes de cooperación económica, pues todo progreso social es inseparable de esa libre experimentación y prueba práctica para las cuales, en una sociedad de comunidades libres, se hallarán las oportunidades más propicias.

Lo mismo puede decirse de los distintos métodos de anarquismo. Muchos anarquistas en la actualidad están convencidos de que la transformación social de la organización humana no será posible efectuarla sin violentas convulsiones revolucionarias.

La violencia de tales convulsiones depende, naturalmente, de la fuerza de resistencia que las clases gobernantes sean capaces de oponer a la realización de las nuevas ideas.

Cuanto más amplios sean los círculos que se inspiren en la idea de la organización social según el espíritu de la libertad y el socialismo, tanto menos agudos serán los dolores en el alumbramiento de la próxima revolución social.

En el moderno anarquismo vemos la confluencia de las dos grandes corrientes que durante la Revolución francesa, y a partir de la misma, tomaron su expresión característica en la vida intelectual de Europa: socialismo y liberalismo. El moderno socialismo se desarrolló cuando observadores sagaces de la vida social empezaron a ver con una claridad cada vez mayor que las constituciones políticas y los cambios en la forma de gobierno no llegarían jamás al fondo de ese gran problema que llamamos «la cuestión social». Sus defensores reconocieron que una nivelación social de los seres humanos, a despecho de las más hermosas proposiciones teóricas, no es posible en tanto subsistan las diferencias de clases, a base de lo que poseen, o de lo que no poseen, privadamente, clases que por sí mismas destruyen de antemano toda idea de comunidad genuina. Y así ganó terreno el asentimiento a la idea de que sólo por medio de la supresión del monopolio económico y por el establecimiento en común de la propiedad de los medios de producción, en suma, mediante una completa transformación de todas las condiciones económicas e instituciones sociales ligadas a las mismas, se conciben unas circunstancias de justicia social, un estatuto en virtud del cual la sociedad se convierta en una comunidad auténtica y en que el trabajo no sirva ya para fines de explotación, sino para garantizar a todos la abundancia. Pero en cuanto el socialismo comenzó a reunir sus fuerzas y se convirtió en un movimiento, inmediatamente se advirtieron diferencias de criterio, debidas a la influencia de medios sociales distintos, según los países. Es un hecho que todos los conceptos políticos, desde la teocracia al cesarismo y a la dictadura, han afectado a ciertas fracciones dentro del movimiento socialista. Sin embargo, son dos las grandes corrientes de pensamiento político que han tenido una significación decisiva en el desarrollo de las ideas socialistas: el liberalismo, que estimuló enérgicamente las inteligencias avanzadas en los países anglosajones y de una manera particular en España, y la democracia en el último sentido, al que Rousseau diera expresión en su Contrato Social y que tuvo sus representantes más influyentes en el jacobinismo francés. Mientras el liberalismo, en su teorización social, partió del individuo y aspiró a limitar al mínimo posible la actuación del Estado, la democracia partió de un concepto relativo abstracto, el «sentir general» de Rousseau, y cristalizó en el Estado nacional.

Liberalismo y democracia eran conceptos eminentemente políticos, y, puesto que la mayoría de prosélitos de uno y otra eran partidarios de mantener el derecho de propiedad en el sentido antiguo, todos ellos tuvieron que renunciar a aquellas ideas cuando el desenvolvimiento económico tomó un rumbo que difícilmente podía ser conciliado con los principios originarios de democracia y menos aún con los de liberalismo. Tanto la democracia, con su lema de «igualdad de todos los ciudadanos ante la ley», como el liberalismo con su «derecho de hombre a su personalidad», naufragaron en medio de las realidades de la conformación capitalista. Siendo así que millones de seres humanos se veían forzados en todos los países a venderle su capacidad para el trabajo a una reducida minoría de propietarios, expuestos a hundirse en la más odiosa miseria si no encontraban compradores para su mano de obra, la llamada «igualdad ante la ley» resultaba sencillamente un piadoso fraude, puesto que las leyes las hacen los mismos que se hallan en posesión de la riqueza social. Pero al mismo tiempo tampoco puede hablarse de «derecho de sí mismo», ya que este derecho termina en el punto en que se ve uno obligado a someterse al dictado económico de otro, so pena que prefiera morir de consunción.

El anarquismo tiene de común con el liberalismo la idea de que la prosperidad y la felicidad del individuo deben ser la norma de todas las cuestiones sociales. Y ofrece la coincidencia con los grandes exponentes del pensamiento liberal, de que las funciones gubernamentales deben reducirse al mínimo. Sus propugnadores se atienen a esta idea hasta sus últimas consecuencias lógicas, y se proponen hacer que desaparezcan de la vida social todas las instituciones que suponen un poder político. Si Jefferson reviste y envuelve el concepto básico del liberalismo en las siguientes palabras: «El mejor gobierno es el que gobierna menos», los anarquistas dicen con Thoreau: «El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto».

Con los fundadores del socialismo, los anarquistas reclaman la abolición de todos los monopolios económicos y la propiedad en común del suelo y de todos los medios de producción, —cuyo uso ha de ser asequible a todos sin distinción, puesto que la libertad individual y social no se concibe más que a base de la igualdad de las ventajas económicas para todos. Dentro del movimiento socialista propiamente dicho, el anarquista representa el punto de vista de que la guerra contra el capitalismo debe ser al mismo tiempo una guerra contra todas las instituciones de poder político, pues la Historia demuestra que la explotación económica ha ido siempre de la mano de la opresión política y social. La explotación del hombre por el hombre y el dominio del hombre sobre el hombre, son cosas inseparables que se condicionan mutuamente.

Mientras dentro de la sociedad, se enfrenten irreconciliablemente un grupo de seres con propiedad y otro de desposeídos, el Estado será indispensable a la minoría posesora para la protección de sus privilegios. Cuando esta condición de injusticia social sea descartada, dando lugar á un orden de cosas más elevado, en el cual no sean reconocidos derechos especiales y que tenga como postulado básico la comunidad de los intereses sociales, el gobierno sobre el hombre tendrá que dejar paso a la administración de los negocios económicos y sociales, o, para decirlo con frase de Saint-Simon: «Día llegará en que el arte de gobernar a los hombres desaparezca. Otro arte surgirá en su lugar: el de administrar las cosas».

Y aquí viene la teoría sostenida por Marx y sus discípulos de que el Estado, en forma de dictadura del proletariado, es un grado transitorio, inevitable, en el cual el Estado, después de extirpar todos los conflictos de clase, se disolverá por sí mismo y desaparecerá por el foro. Este concepto que mixtifica completamente la verdadera índole del Estado y la significación histórica de ese factor que es el poder político, no es más que una resultante lógica del llamado materialismo económico, que en todos los fenómenos de la Historia ve meramente los inevitables efectos de los métodos de producción de la época. Bajo la influencia de esta teoría el pueblo llegó a considerar las distintas formas de Estado y de todas las demás instituciones sociales como una «superestructura jurídica y política» sobre el «edificio de la economía» social, y creyó que había hallado en esta teoría la clave de todos los procesos históricos. En realidad, cada zona de la Historia nos ofrece millares de ejemplos de la forma como el desarrollo económico de un país sufrió un retroceso de siglos y la caída forzosa a formas prescritas, a causa de las pugnas particularistas por la conquista del poder político.

Antes de la preponderancia de la monarquía eclesiástica, España fue el país de Europa más adelantado industrialmente y ocupaba el primer lugar en casi todos los campos de la producción. Pero un siglo después del triunfo de la monarquía cristiana, la mayor parte de sus industrias habían desaparecido. Lo que de ellas sobrevivió, se hallaba en las condiciones más desdichadas. En muchas de las industrias se retrocedió a los más rudimentarios procedimientos de producción. La agricultura se paralizó, los canales y las vías fluviales quedaron en estado ruinoso y vastas regiones del territorio se convirtieron en yermos. Hasta el presente, España no se ha recuperado de aquel retroceso. Las aspiraciones de una casta particular al poder político mantuvieron por siglos la depresión del desenvolvimiento económico del país.

El absolutismo principesco en Europa, con sus necias «ordenanzas económicas» y su «legislación industrial», que castigaba severamente toda desviación de los métodos de producción prescritos y no permitía los inventos, bloqueó el progreso industrial de Europa durante varios siglos, impidiendo su natural desarrollo. ¿Y no fueron consideraciones con miras al poder político las que, después de la guerra mundial, han venido frustrando constantemente toda posible solución de la crisis económica universal, entregando el porvenir de todos los países a manos de generales que representan la comedia política, o de aventureros políticos? ¿Quién afirmaría que el moderno fascismo es una consecuencia inevitable del desenvolvimiento económico?

En Rusia, no obstante, donde la llamada «dictadura del proletariado» ha cuajado en realidad, las aspiraciones de determinado partido al poder político han impedido se efectuara una verdadera reconstrucción económica socialista y han sometido por la fuerza a un país a la esclavitud de un aplastador capitalismo de Estado. La «dictadura del proletariado», en la que los espíritus triviales creen ver el mero paso inevitable por un estado de transición, ha llegado a desarrollarse hoy en proporciones de un despotismo espantoso, que no le va en zaga a la tiranía de los Estados fascistas.

La afirmación de que el Estado debe prevalecer mientras haya conflictos de clase y clases que los provoquen, se desvanece por sí sola y suena a broma pesada si se la considera a la luz de las enseñanzas de la Historia. Todo tipo de poder político presupone alguna forma especial de esclavitud humana que dicho poder está llamado a conservar. Y así como en el orden exterior, en relación con otros Estados, el Estado tiene que crear ciertos antagonismos artificiales con objeto de justificar su existencia, así también en el orden interior la escisión del cuerpo social en castas, rangos y clases es condición esencial de su continuidad. El Estado no es capaz más que de proteger viejos privilegios y crear otros nuevos: esto colma toda su razón de ser.

Un Estado surgido de una revolución social puede poner fin a los privilegios de las viejas clases dirigentes, pero no lo puede hacer más que instalando inmediatamente en lugar de aquéllas una nueva clase privilegiada, de la que necesitará para mantenerse en el ejercicio de sus funciones de gobierno. El desarrollo de la burocracia bolchevique en Rusia, bajo la llamada dictadura del proletariado —que nunca ha sido más que la dictadura de una pequeña «clique» sobre el proletariado y la totalidad del pueblo ruso—, es sencillamente un ejemplo más de lo que la experiencia ha registrado incontables veces en la Historia. Esta nueva clase gobernante que hoy está convirtiéndose rápidamente en una nueva aristocracia, se sitúa aparte de las grandes masas de obreros y campesinos rusos, lo mismo que lo están las castas privilegiadas y las clases en otros países con relación al pueblo.

Podrá tal vez objetarse que la nueva comisariocracia rusa no puede ponerse en un mismo plano de comparación con las poderosas oligarquías financiera e industrial de los Estados capitalistas. Pero esta objeción carece de consistencia. No son las proporciones ni la amplitud del privilegio lo que cuenta, sino sus efectos inmediatos sobre el promedio de los seres en la vida cotidiana. El trabajador norteamericano que bajo condiciones de trabajo de un relativo decoro, gana lo bastante para alimentarse, vestir y tener casa en que habitar humanamente, y que además tiene un margen sobrante para gastarlo en entretenientos, no puede tener, ante el hecho de que los Mellon y Morgan posean millones, el mismo resentimiento con que el hombre que gana apenas para cubrir las más indispensables necesidades ve los privilegios de una pequeña casta de burócratas, aunque éstos no sean millonarios. Unas gentes que apenas obtienen suficiente pan duro para satisfacer el hambre; que viven en mezquinas habitaciones, a menudo compartidas a la fuerza con seres extraños, y que, si fuera poco, se ven forzados a trabajar según un sistema de producción acelerada que eleva su capacidad de rendimiento al máximo, han de sentirse mucho más contrarios a los privilegios de una clase superior a la que nada le falta, que sus camaradas de condición de los países capitalistas. Y esta situación es más insoportable aún cuando un Estado despótico les niega a las clases inferiores el derecho a quejarse de las condiciones en que se hallan, pues la menor protesta puede acarrear el peligro de muerte.

Pero un grado superior de igualdad política al de Rusia, tampoco sería garantía contra la opresión política y social. Y esto es precisamente lo que el marxismo y las demás escuelas del socialismo autoritario no han comprendido nunca. Incluso en la cárcel, en los cuarteles, en el claustro, vemos un grado bastante alto de igualdad económica, pues todos los que forman la reclusión disponen de igual vivienda, igual comida, uniforme único e idénticas tareas. El antiguo imperio incaico, en el Perú, y las instituciones de los jesuitas en el Paraguay habían otorgado iguales condiciones económicas a todos los individuos, bajo un régimen fijo, y no obstante, prevalecía bajo aquellos regímenes el más inicuo despotismo, y el individuo no era más que un autómata que se movía a gusto de una voluntad superior, sobre cuyas decisiones no tenía la más leve influencia. No le faltaba razón a Proudhon al ver, en un «socialismo» sin libertad, la peor forma de esclavitud. El dictado de la justicia social no puede tener adecuado desenvolvimiento y llegar a ser efectivo, si se produce a expensas del sentido de libertad personal y no se funda en él. En otras palabras, el socialismo será libre, o no será de ninguna manera. En el reconocimiento de este hecho radica la profunda y genuina justificación de la existencia del anarquismo.

En la vida de la sociedad, las instituciones desempeñan las mismas funciones que los órganos en las plantas y en los animales: son los órganos del cuerpo social. Los órganos no se forman arbitrariamente, sino a causa de necesidades definidas que son determinadas por el medio físico y social. El ojo de un pez de las capas profundas está conformado de manera muy distinta que el ojo del animal que vive en lo superficie de la tierra, pues cada cual tiene que responder a necesidades distintas. El cambio de las condiciones de vida comporta un cambio orgánico. Pero siempre cada órgano responde a la función que le es propia, o a una función venida a menos. En este caso, gradualmente se va eliminando hasta quedar en forma anquilosada, por no ser ya su función necesaria al organismo. Pero un órgano jamás desempeña una función que no corresponda a su fin propio. Es lo mismo en las instituciones sociales. Tampoco se producen arbitrariamente, sino que son suscitadas por necesidades sociales especiales, para servir a objetos concretos. Así es como el Estado moderno evolucionó hacia la economía de monopolio, y su inseparable división de clases empezó a ser más y más honda dentro del marco del viejo orden. Las clases de nueva formación necesitaban un instrumento político de poder para el mantenimiento de sus privilegios sociales y económicos sobre las masas de su propio pueblo y para imponerse, fuera, a otros grupos de humanidad. De esta manera se produjeron las condiciones adecuadas para la evolución del Estado moderno como órgano del poder político de las clases y castas privilegiadas gracias al cual se subyuga y oprime a las clases desposeídas. Esta tarea es la obra que motiva la vida del Estado, la razón esencial y exclusiva de su existencia. Y el Estado ha permanecido fiel a semejante obra y tiene que seguir siéndolo, pues va su vida en ello.

En el transcurso de su desarrollo histórico, han cambiado sus aspectos externos, pero sus funciones siguen siendo las mismas. Éstas han sido incluso ampliadas constantemente, al paso que sus defensores iban logrando establecer nuevas áreas de actividad social favorable a sus fines. Tanto si el Estado es monárquico como republicano, tanto si históricamente está ligado a una autocracia como a una constitución nacional, sus funciones son idénticas. Y así como las funciones en el organismo de las plantas y de los animales no pueden ser alteradas arbitrariamente, de manera que uno no puede, por ejemplo, oír con los ojos ni ver con los oídos, tampoco se puede transformar a gusto de uno un órgano social de opresión en instrumento adecuado para la liberación del oprimido. El Estado no puede ser más que lo que es: defensor de la explotación de las masas y de los privilegios sociales, creador de clases privilegiadas, castas y nuevos monopolios. El que no llegue a reconocer que ésta es la función del Estado, no comprende la verdadera constitución del presente orden social y es, por tanto, incapaz de señalar a la Humanidad nuevas perspectivas para una evolución social.

El anarquismo no es una solución manifiesta para todos los problemas humanos; no es la utopía de un orden social perfecto, como con tanta frecuencia se ha dicho, y no lo es porque, por principio, rechaza todos los esquemas y concepciones de carácter absoluto. No cree en ninguna verdad absoluta ni en metas definidas señaladas al desenvolvimiento humano, sino que cree en la ilimitada perfectibilidad de los arreglos sociales y de las condiciones de la vida del hombre, arreglos que suponen un constante esfuerzo por alcanzar formas de más alta expresión, y por tanto no puede prefijarse para ellos un estadio último, una meta definitiva. El mayor crimen de todo Estado consiste precisamente en que trata invariablemente de forzar la rica variedad de la vida social hacia formas definidas y ajustarla a una modalidad particular que no da margen a más amplias perspectivas y considera toda condición prevista como cosa permanente. Cuanto más fuertes se sienten sus adictos, más completa es la forma en que ponen a su servicio todos los órdenes de la vida social, tanto más agarrotadora es la influencia que ejercen sobre el desempeño de todas las energías creadoras de la cultura, y tanto más perniciosamente afectan al desarrollo intelectual y social de una época determinada.

El llamado Estado totalitario, que pesa hoy día como una montaña sobre pueblos enteros y que trata de modelar todas las expresiones de su vida intelectual y social según el patrón inerte trazado por una providencia política, elimina con fuerza despiadada y brutal todo esfuerzo encaminado a modificar el presente estado de cosas. El Estado totalitario es un espantoso presagio de nuestro tiempo, y muestra con horrible claridad a dónde puede conducirnos semejante retorno a la barbarie de siglos pasados. Es el triunfo del mecanismo político sobre el espíritu, la racionalización del pensamiento, del sentimiento y de la conducta, de conformidad con las normas establecidas por los funcionarios. Es, por consiguiente, el fin del verdadero cultivo intelectual.

El anarquismo no reconoce más que el sentido relativo que tienen las ideas, las instituciones y las formas sociales. Por consiguiente, no es un sistema social delimitado, hermético, sino más bien un impulso definido en el desarrollo histórico de la Humanidad, impulso que, en contraste con la vigilancia y guardia intelectual que ejercen todas las instituciones clericales y gubernamentales, se esfuerza por el desdoblamiento libre, sin trabas, de todas las energías individuales y sociales de la vida. Incluso la libertad no pasa de ser un concepto relativo, ya que no es un hecho absoluto el que sustenta, si no propende incesantemente a ensancharse y a alcanzar a círculos más y más amplios, por múltiples medios. Sin embargo, no es para los anarquistas la libertad un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad concreta que tiene toda criatura humana de desarrollar plenamente las potencias, capacidad y talento de que le dotara la naturaleza, y convertirlos en realidad social. Cuanto menos influido esté dicho desenvolvimiento natural del hombre por la supervisión eclesiástica o política, tanto más eficaz y armoniosa llegará a ser la personalidad humana, y dará mejor la medida de la cultura de la sociedad en la cual haya prosperado.

Ésta es la razón por la cual todos los grandes períodos de la cultura de la Historia han sido etapas de debilitamiento político. Y se explica, porque los sistemas políticos se asientan indefectiblemente en la mecanización y en el desenvolvimiento orgánico de las fuerzas sociales. El Estado y la cultura están sumidos en la fatalidad de ser enemigos irreconciliables. Nietzsche lo reconoce así inequívocamente al decir:

«Nadie puede, a la postre, gastar más de lo que tiene. Así es para el individuo; así también aplicado a los pueblos. Si uno gasta por alcanzar el poder, en alta política, en cosas domésticas, en el comercio, en el parlamentarismo, en intereses militares, es decir, si uno consume en uno de esos fines todo su caudal de inteligencia, anhelo, voluntad, autodominio, que es lo que constituye su verdadera personalidad, no le quedará nada para otra cosa. La cultura y el Estado —que nadie se engañe sobre el particular— son antagónicos: el «Estado de la cultura» es una simple idea moderna. Cada uno de los dos vive del otro y prospera a expensas del mismo. Todos los grandes períodos de cultura han sido períodos de decadencia política».

Un poderoso mecanismo estatal es el mayor obstáculo para un más alto grado de cultura. Allí donde el Estado se ve atacado de decadencia interna, allí donde se reduce al mínimo la influencia del poder político sobre las fuerzas creadoras de la sociedad, es donde mejor cunde la cultura, pues el poder político siempre se esfuerza en uniformar y tiende a someter todos los aspectos del vivo conjunto social a su vigilancia. Y en esto se ve condenado a estar en contradicción inevitable con las aspiraciones creadoras del progreso cultural que siempre se halla en requerimiento de nuevas formas y campos de actividad social, para lo cual, la libertad de palabra, la diversidad y caleidoscópica mutabilidad de las cosas son de una necesidad tan vital como inconciliable con las formas rígidas, las normas muertas y la violenta supresión de todas las manifestaciones de la vida social.

Todas las culturas, si su desarrollo natural no se ve demasiado intervenido por las restricciones políticas, experimentan una renovación perpetua del estímulo educativo, y de aquí nace una creciente diversidad de actividades creadoras. Cada obra lograda levanta el deseo de una mayor perfección, de una más honda inspiración; cada nueva forma es heraldo de futuras posibilidades de desenvolvimiento. Pero el Estado no crea la cultura, como con tanta frecuencia y sin reflexionar se afirma: no hace sino procurar que las cosas se mantengan donde están, amarradas firmemente a las formas estereotipadas. Esto ha motivado todas las revoluciones de la Historia.

El poder no obra más que de una manera destructora, dispuesto en todo momento a encajar, quiera, que no, todas las manifestaciones de vida en el angosto figurín de sus leyes. Su forma de expresión intelectual es el dogma inerte: su modalidad física, la fuerza bruta. Y con semejante falta de inteligencia en los objetivos imprime su huella en los que le sostienen, volviéndoles brutales y estúpidos, aunque en el comienzo estuvieran dotados del más claro talento.

El moderno anarquismo nació de la comprensión de este hecho, y de ahí saca su fuerza moral. Únicamente la libertad puede inspirar grandes cosas y llevar a efecto las transformaciones intelectuales y sociales. El arte de gobernar a los hombres nunca fue el arte de educarles y de inspirarles el deseo de remodelar su vida. La imposición por el miedo no puede mandar más que sobre la uniformación sin alma, que sofoca toda iniciativa vital en cuanto nace, y sólo puede dirigir súbditos, no hombres libres. La libertad es la misma esencia de la vida, la fuerza impulsora de todo desarrollo intelectual y social, la creadora de toda nueva perspectiva para la Humanidad futura. La liberación del hombre de la explotación intelectual y de la opresión mental y política, cuya más hermosa expresión se halla en la filosofía mundial del anarquismo, es la primera condición indispensable para la evolución a una más elevada cultura social y a una Humanidad nueva.

El proletariado y los comienzos del moderno movimiento obrero

La era de la producción mecánica y del moderno capitalismo. - El despertar del proletariado. – Las primeras «labour unions» y su lucha por la existencia.- «Luddismo». - «Trade-unionismo» puro y libre. - El radicalismo político y el laborismo. – El movimiento «cartista». - El socialismo y el movimiento obrerista.

El moderno socialismo no fue al principio sino una más honda comprensión de la interconexión de la vida social, una tentativa para dar solución a las contradicciones que entraña el presente orden social y procurar una nueva base a las relaciones del hombre con su medio social. Por consiguiente, su influencia se limitó en los comienzos a un pequeño círculo de intelectuales que, en su mayor parte, procedían de las clases privilegiadas.

Inspirándose en una profunda y noble simpatía por las necesidades materiales e intelectuales de las grandes masas, buscaban una salida al laberinto de los antagonismos sociales, con objeto de abrir nuevas puertas a la Humanidad hacia su futuro desarrollo. El socialismo era para ellos una cuestión cultural. Por consiguiente, su llamamiento se dirigió directa y principalmente a la razón y al sentimiento ético de sus contemporáneos, confiando hallarles bien dispuestos a recibir los nuevos hallazgos de la inteligencia.

Pero las ideas no efectúan por sí ningún movimiento; son más bien producto de situaciones concretas, el precipitado intelectual de determinadas condiciones de vida. Los movimientos surgen tan sólo de las necesidades inmediatas y prácticas de la vida social, y nunca son resultante de ideas puramente abstractas. Sin embargo, cobran su fuerza incontenible y su íntima seguridad en el triunfo, únicamente si están fecundados por una gran idea que les da vida y contenido intelectual. Es necesario ver así la relación del movimiento obrerista con el socialismo para comprenderle debidamente y valorarle de manera inteligente. El socialismo no es engendrador del movimiento laborista; más bien creció al margen de éste. Dicho movimiento se despertó y avanzó como una consecuencia lógica de la reconstrucción social que dio nacimiento al actual mundo capitalista. Su finalidad inmediata era la lucha por el pan de cada día, la resistencia consciente contra una corriente de las cosas que se volvía constantemente más desastrosa para los trabajadores.

El moderno movimiento obrerista debe su existencia a la gran revolución industrial que se fue operando desde la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra. Después que el sistema llamado de «manufactura» abrió, en un período inicial, el camino a cierto grado de división del trabajo —división que más bien se refería al método de aplicación de la mano de obra que al verdadero proceso técnico—, los grandes inventos del período subsiguiente provocaron una total transformación del mecanismo del trabajo; la máquina se apoderó de la herramienta individual y creó formas completamente nuevas del proceso de producción en general. El invento del telar mecánico revolucionó toda la industria textil, la más importante de Inglaterra, y condujo a una completa y nueva serie de procedimientos en las operaciones de fabricación y teñido del algodón y de la lana.

Por medio de la utilización de la energía del vapor, cuya aplicación práctica se hizo posible gracias al invento que marca una época, de James Watt, la industria mecánica se libró de las antiguas fuerzas motrices: viento, agua e impulsión de sangre, y el camino quedó abierto a la moderna producción en masa. El empleo del vapor hizo posible que las máquinas instaladas en la misma sala desempeñasen funciones distintas. Y así se establecieron las modernas fábricas o factorías que, en un par de décadas, pusieron al borde del abismo el pequeño taller. Este cambio tuvo efecto primero en la industria textil; las demás ramas de la producción siguieron el ejemplo a cortos intervalos. El aprovechamiento de la expansión del vapor y el invento de la obtención del acero fundido operaron en corto tiempo la revolución más completa en las industrias siderúrgicas y del carbón, y rápidamente se extendió su influencia a otras ramas de la producción. El desarrollo de las grandes fábricas dio por resultado el fabuloso crecimiento de las ciudades industriales. Birmingham, que en 1801 no podía tener un censo superior a 73.000 habitantes, en 1844 tenía 200.000.

En el mismo período. Sheffield experimentó un aumento de 46.000 a 110.000. Otros centros de la nueva gran industria crecieron en proporciones semejantes.

Las fábricas necesitaban nutrirse de material humano, y las gentes del campo, empobrecidas, respondieron a la demanda, afluyendo a las ciudades. A ello contribuyó la legislación, al despojar a los pequeños granjeros de sus tierras comunes y dejarlos en condición de pordioseros, en virtud de las notables Enclosure Acts. El robo sistemático a los commons había comenzado ya en tiempos de la reina Ana (1702-1714) y en 1844 había sido ya tomada más de la tercera parte de las tierras comunales laborables de Inglaterra y Gales. En 1786 todavía existían 250.000 propietarios de tierra independientes, pero solamente en 30 años esta cifra bajó a 32.000.

El nuevo equipo industrial aumentaba la llamada riqueza nacional en una escala nunca soñada. Pero esa riqueza estaba en las manos de una minoría privilegiada y su origen era la explotación desenfrenada de la población laboriosa, la cual, por el brusco cambio de las condiciones económicas de la vida, se vio hundida en la más irritante miseria. Leyendo los sombríos relatos sobre la situación de los trabajadores en dicho período, según aparecen en los informes de los inspectores ingleses de las fábricas, documentos de los que Marx se valió con tanta eficacia en su Capital, o abriendo un libro como De la misère des classes laborieuses en Anglaterre et France, de Eugenio Buret, libro al que tanto debe Engels en su obra inicial, The conditions of the working clases in England —Las condiciones de vida de las clases trabajadoras en Inglaterra—, cualquier otro documento de la época, de la que se ocuparon numerosos escritores ingleses que la vivieron, puede uno reproducir un cuadro tal de lo que era aquel tiempo, que causa estupor.

Si Arturo Young, en su conocido relato de sus viajes por Francia en el período que precedió a la gran Revolución, pudo declarar que una gran parte de la población rural francesa se hallaba en condiciones que la ponían casi al nivel de las bestias, perdido todo rastro de humanidad, a consecuencia de su espantosa pobreza, podría aplicarse la misma comparación, en gran medida, a la situación mental y material de las grandes masas del naciente proletariado durante la etapa inicial del capitalismo moderno.

La inmensa mayoría de los trabajadores se albergaban en agujeros que no tenían siquiera una ventana con vidrios, y tenían que pasarse de catorce a quince horas diarias en las «sweatshops»,[2] salas del trabajo más explotado de las fábricas, donde no había nada que recordase ni lo que es una instalación higiénica ni una medida de previsión para salvaguardar las vidas y la salud de aquellos verdaderos reclusos. Y todo por un jornal que no llegaba a cubrir ni las necesidades más perentorias. Si al final de la semana al obrero le quedaba algún resto del jornal para olvidar el infierno en que vivía, todo lo que podía permitirse era emborracharse de alcohol malo. Consecuencia inevitable de semejante estado fue un aumento de la prostitución, de la embriaguez y la delincuencia. La más absoluta bajeza de la humanidad se le aparece a uno al leer y enterarse de la degradación moral, de la depravación de aquellas masas por las que nadie sentía compasión.

La desdichada situación de los esclavos fabriles se hizo aún más deprimente por el llamado «truck system» (sistema de trueque), bajo el cual el obrero venía obligado a adquirir sus provisiones y otros productos de uso corriente en los almacenes de los propietarios de las fábricas, en los cuales solía vendérsele la mercancía a precios recargados o en condiciones inaceptables. A tal extremo llegó la cosa, que los trabajadores ya ni tenían para comer con lo que ganaban, y no llegando el jornal, tan duramente adquirido, para otros gastos imprevistos, como médico, medicinas, etc., se veía en el caso de pagar con las mercancías que habían comprado en los almacenes de los industriales, y, naturalmente, en tales ocasiones aquella misma mercancía se valoraba en menos de lo que le había costado al obrero. Escritores de la época nos dicen que se daba el caso de que las madres tuvieran que pagar en esta forma a la funeraria y al sepulturero para enterrar a un hijo.

Esta ilimitada explotación del poder de rendimiento de la mano de obra no se refería sólo a hombres y mujeres. Los nuevos métodos de trabajo permitían atender a las máquinas con simples movimientos manuales, que se aprendían sin gran dificultad. Y esto condujo a la destrucción de los hijos del proletariado, que entraban en el trabajo a la edad de tres o cuatro años y tenían que pasar toda su juventud en las prisiones industriales de sus patronos. El relato del trabajo de los niños, al que en la primera época no se ponía la menor traba, es una de las páginas más negras de la historia del capitalismo. Es la demostración de a qué extremos de falta de corazón puede llegar una administración cristiana, no perturbada por consideraciones éticas y acostumbrada, sin la menor consideración, a explotar con desenfreno a las masas. La larga jornada, en las condiciones de insalubridad de las fábricas, llegó a elevar en tal forma la mortalidad infantil, que, con sobrada razón, Ricardo Carlyle habló de aquella «horrenda repetición, en mayor escala, de la matanza de inocentes en Belén». Hasta entonces el Parlamento no había aprobado ninguna ley de protección de la infancia en el trabajo, legislación que durante mucho tiempo ha sido sorteada por los industriales, o simplemente vulnerada.

El Estado prestó la mayor atención a librar a las empresas de enojosas restricciones a su ansia, de explotación. Le proporcionó mano de obra barata. A este fin fue dictada, por ejemplo, la singular «ley de pobres» de 1834, la cual desató tan formidable racha de indignación que no sólo se unieron a la protesta las clases trabajadoras inglesas, sino toda persona que conservaba un poco de corazón en su pecho. La antigua ley de pobres que se dio en 1601, bajo el reinado de Isabel, fue consecuencia de la supresión de los monasterios en Inglaterra. Aquellos monasterios habían mantenido la costumbre de dedicar una tercera parte de sus ingresos al sustento de los pobres. Pero los nobles propietarios, a cuyas manos fueron a parar la mayor parte de los bienes monásticos, no estaban conformes con seguir consagrando la tercera parte de los ingresos a la limosna. Y fue entonces cuando la ley impuso a las parroquias la obligación de preocuparse por sus pobres y de hallar alguna forma de proporcionar medios de subsistencia a aquellos que veían su vida completamente desarraigada. Dicha ley veía en la pobreza una desgracia personal, de la que el ser humano no es responsable, y le reconocía el derecho de acudir a la sociedad cuando, no siendo por culpa propia, caía en extrema necesidad y no era capaz de valerse. Esta natural consideración daba a dicha ley un carácter social.

Pero la nueva ley marcó la pobreza con el hierro de la infamia, considerándola como un delito, atribuyendo la responsabilidad de la misma al individuo, por supuesta indolencia. Esta nueva ley apareció bajo la nefasta influencia de la doctrina de Malthus, cuyas enseñanzas misantrópicas fueron saludadas por las clases pudientes como una revelación. Malthus, cuya conocida obra sobre el problema demográfico fue concebida en réplica a la Justicia Política de Godwin, anunció con torpe palabra que el pobre se abre camino hacia la sociedad como un huésped que no ha sido invitado y que, por tanto, no tiene opción a ningún derecho especial ni a la compasión del prójimo. Semejante punto de vista resultó, naturalmente, agua que tomar para el molino de los barones industriales, pues venía a darles el deseado apoyo moral en su ilimitada ambición explotadora.

La nueva ley arrancó de las manos de las autoridades parroquiales al pobre y lo fue a poner bajo un cuerpo central designado por el Estado. La ayuda material en dinero o en especie fue casi abolida y sustituida por la llamada work-house —casa de trabajo, taller—, singular y odiada institución que en lenguaje popular fue llamada Bastilla de la ley de pobres. Aquel que, herido por la fatalidad, se veía obligado a buscar asilo en dicho taller, renunciaba a su derecho de criatura humana, pues las tales casas o talleres eran cabalmente cárceles, donde el individuo era castigado y vejado por sus desgracias.

Prevalecía en las work-houses una disciplina de hierro, para la que toda oposición era objeto de rigurosísimo castigo. Cada cual tenía una tarea precisa que cumplir, y el que no fuera capaz de hacerla, era castigado sin comida. La alimentación que se les daba era peor y menos propia que la de las cárceles de hoy día, y el trato era tan rudo y bárbaro que a veces los muchachos preferían suicidarse. Se separaba a las familias, y sus miembros sólo tenían permiso para verse en momentos prefijados, y aun eso bajo la vigilancia de los funcionarios.

Se hacía todo lo posible para que la residencia en tales lugares fuera tan insoportable que únicamente en la más extrema necesidad la gente pensara en ese último refugio. Y éste era el verdadero objeto de la nueva ley de pobres. La producción mecánica había arrojado al arroyo a millares de seres que perdieron sus antiguos medios de vida —sólo en la industria textil más de 80.000 tejedores manuales se vieron convertidos en pordioseros por las modernas instalaciones—, y lo que hizo la nueva ley en vista de ello, fue que las empresas pudieran depreciar la mano de obra, haciendo posible el abaratar constantemente el coste de la misma, bajando los salarios.

Bajo tan horribles condiciones, se formó una nueva clase social que no tenía antecedentes en la historia: el moderno proletariado. El pequeño artesano de otros tiempos, que servía principalmente a la demanda del mercado local, gozaba de condiciones de vida relativamente satisfactorias, que nunca se veían alteradas, a no ser por algún rudo golpe que se recibiera del exterior. Hacía su aprendizaje, pasaba ser oficial y con frecuencia, más adelante, llegaba a ser también maestro en su oficio, pues la adquisición de los utensilios necesarios para su industria no suponía poseer gran fortuna como había de suceder luego en la era de la máquina. Su trabajo era digno de la condición humana e incluso ofrecía esa natural variedad que estimula la actividad creadora y asegura la satisfacción íntima del artífice.

El mismo pequeño industrial establecido en su casa, que en los comienzos de la era capitalista disponía de la mayor parte de su producción para los ricos señores del comercio de las ciudades, estaba lejos de ser un proletario en el actual sentido de la palabra. La industria, en especial la textil, tenía sus centros en distritos rurales, de manera que el pequeño artesano contaba, en muchos casos, con un pedacito de tierra que le ayudaba a vivir. Y mientras el naciente capitalismo estaba ligado —antes del dominio de la máquina— al estado artesano, de obra manual de la industria, sus posibilidades de expansión se veían, de momento, limitadas, ya que la demanda de productos industriales era por lo general superior al rendimiento, con lo cual el trabajador estaba a salvo de serias crisis económicas.

Sin embargo, todo aquello cambió en muy pocos años, así que la moderna máquina empezó a desempeñar su papel, en condiciones de contar de antemano con la demanda en masa y teniendo además por delante la conquista de los mercados extranjeros. Cada nuevo invento aumentaba la capacidad de producción en una medida de constante crecimiento y convertía al capital industrial en dueño indiscutible de la industria capitalista, dominando el comercio y las finanzas. Y puesto que la libre competencia, que los teorizantes sostuvieron que era una ley económica de hierro, descartó todo proyecto de control de la producción industrial, tenía que ocurrir que, a intervalos más o menos largos, la producción, por diversas causas, excediese a la demanda. Esto provocó bruscas interrupciones en la producción, llamadas crisis, y que eran desastrosas para la población proletaria de las ciudades, pues condenaban a los trabajadores a una inactividad forzosa que les privaba de los medios indispensables de vida. Precisamente este fenómeno de la «sobreproducción» es revelador del verdadero carácter del moderno capitalismo: condición en la cual, mientras fábricas y depósitos están abarrotados de mercancías, los auténticos productores languidecen en la más amarga miseria. Esto pone en evidencia el horror de un sistema según el cual el hombre no es nada y la posesión inerte lo es todo.

Pero si el creciente proletariado se veía expuesto a sufrir las consecuencias de las fluctuaciones de semejante sistema, era porque carecía de todo, salvo del trabajo de sus manos. Los lazos naturales que existieran entre el maestro y sus oficiales en la época del artesanado, carecían de sentido en relación con el proletariado moderno. Éste era sencillamente objeto de explotación por parte de una clase con la que ya no tenía la menor relación social. Para el propietario, el trabajador existía tan sólo como «mano de obra», no como ser humano. Bien puede decirse que era la paja, la broza que la ingente revolución industrial de la época había arrastrado en grandes montones sobre las ciudades, cuando ya había perdido todo sustento. Desarraigado socialmente, el obrero había venido a ser un componente de la gran masa de náufragos, azotados todos por la misma suerte. El moderno proletario era el hombre de la máquina, una máquina más, de carne y hueso, que ponía en marcha la máquina de acero, con objeto de crear riqueza para otros, en tanto que el verdadero productor de la misma tenía que perecer en la miseria.

Y la convivencia con sus compañeros de desgracia, con los que habitaba en los grandes centros fabriles en denso hacinamiento, le daba a su existencia carácter peculiar, al mismo tiempo que despertaba en su inteligencia y en sus sentimientos conceptos nuevos nunca sospechara. Trasplantado a un mundo nuevo de máquinas estrepitosas y humeantes chimeneas, se tuvo que sentir en el momento como una simple rueda más, o como un diente de engranaje, en medio de un poderoso mecanismo ante el cual él, como individuo, no tenía el menor amparo. Ni siquiera se atrevió a pensar que pudiera a la corta o a la larga evadirse de aquella condición, pues para él, típico desposeído de todo medio de sostén, salvo el vender sus manos, todas las salidas estaban cerradas. Y no él solo, sus descendientes estaban condenados a idéntica suerte. Privado de todo lazo social, era personalmente menos que nada en comparación con aquel enorme poder que le utilizaba como a ciego instrumento de sus intereses egoístas, Si quería volver a ser algo y mejorar un tanto su parte, tendría que actuar de acuerdo con otros de su condición y salir al paso de la fatalidad que le había azotado. Estas reflexiones hubo de hacerse, tarde o temprano, al no resignarse a hundirse en el abismo: así se formaron las primeras alianzas proletarias y luego el moderno movimiento laborista en su conjunto.

No fue el «agitador» quien conjuró a las masas desposeídas a incorporarse a la vida, como los reaccionarios de inteligencia angosta y las rapaces empresas osaron afirmar en aquellos momentos, afirmación que se empeñan hoy día en mantener: fueron las mismas condiciones ambientes las que imprimieron vida al movimiento y con éste a sus portavoces.

El acuerdo entre los trabajadores era el único medio de que disponían para salvar sus vidas y para obligar a que se humanizasen las condiciones de su existencia. Las primeras reivindicaciones de aquellos grupos de obreros, que pueden situarse en la primera mitad del siglo XVIII, no pasaron pedir la abolición de los más agudos males del capitalismo y alguna mejora de las condiciones de vida.

Desde 1350 había en Inglaterra un reglamento, según el cual el aprendizaje, los jornales y la duración de la jornada eran regulados por el Estado. Las alianzas de las antiguas corporaciones de artesanos, los gremios, únicamente se referían a asuntos de producción de mercaderías y al derecho de disponer de las mismas. Pero cuando, con el capitalismo incipiente y la extensión que tomaron las «manufacturas», los salarios empezaron a sufrir una depresión cada vez mayor, las primeras organizaciones obreristas —trade unions— empezaron a organizar entre los asalariados la lucha contra semejante tendencia. Pero los esfuerzos de los trabajadores organizados tropezaron con la unánime resistencia de las empresas, que abrumaban al Gobierno con la demanda de que fuese abrogada la antigua ley y que disolviera las organizaciones «ilegales» de los obreros.

Y el Parlamento no tardó en acceder a tal petición, aprobando las llamadas Combination Acts de 1799-1800, que prohibían toda combinación organizada para recabar el aumento de los salarios o mejorar las condiciones del trabajo, con severas sanciones para los infractores.

De esta manera el trabajo era entregado sin condiciones a la explotación del capital fabril y se le ponía frente a esta alternativa: o sucumbir a la ley, aceptando sin resistencia todas las consecuencias que la misma comportaba, o quebrantar la ley que les condenaba a completa esclavitud. Puestos a elegir, la decisión no ofrecía dudas para los obreros que formaban la parte más animosa, ya que apenas tenían nada que perder por ninguno de los dos caminos. Dieron cara a la ley que se burlaba de la dignidad humana y se esforzaron por todos medios posibles en sortear lo previsto en la misma. Puesto que las organizaciones obreristas, que al principio tenían un carácter puramente local y que se ceñían a determinadas industrias, eran despojadas de su derecho a una vida legal, surgieron en su lugar, por todo el país, asociaciones con el nombre de mutualidades benéficas, o grupos de finalidad no menos inocua, cuyo único objeto era alejar la atención de las verdaderas organizaciones de lucha proletaria.

El íntimo núcleo de dichas asociaciones lo componían las hermandades secretas y conspiradoras de elementos militantes, cuerpos más o menos importantes de hombres decididos, ligados por juramento a mantener el más riguroso secreto y mutua ayuda. En los sectores industriales del norte de Inglaterra y de Escocia, sobre todo, había numerosas organizaciones de este tipo, las cuales mantuvieron la lucha contra los patronos y espolearon a los trabajadores a la resistencia. La cuestión así planteada tenía que dar por resultado una extraordinaria violencia en las contiendas, como se desprende de considerar la mísera situación de los obreros a consecuencia del desastroso desenvolvimiento de sus condiciones económicas y los despiadados procesos que se abrían en cuanto se intentaba recabar la más elemental mejora del nivel de vida del proletariado. Cualquier transgresión de la letra de la ley era objeto del más tremendo castigo. Incluso después de ser reconocida legalmente la organización de las trade unions, en 1824, los procesos no cesaron en mucho tiempo. Jueces sin consciencia, que favorecían descarada, cínicamente, los intereses de clase de los patronos, imponían centenares de años de prisión a los trabajadores insumisos, y se tardó mucho en establecer unas condiciones un tanto soportables.

En 1812, las organizaciones laboristas secretas mantuvieron una huelga general de los tejedores de Glasgow. En los años siguientes toda la Inglaterra del norte estuvo constantemente agitada por las huelgas y el malestar que se sentía entre los trabajadores, movimientos que culminaron en la gran huelga de hiladores y tejedores de Lancashire en 1818, en la cual los obreros, además de las reivindicaciones corrientes relativas a salarios, pidieron la reforma de la legislación fabril y la ordenación humana del trabajo de las mujeres y los niños. En el mismo año se produjo la gran huelga de los mineros escoceses, preparada por las organizaciones secretas. De la misma manera, la mayor parte de la industria textil escocesa se halló periódicamente paralizada por la cesación del trabajo. A menudo las huelgas iban acompañadas de incendios, destrucción de la propiedad y desorden público, de manera que el Gobierno tenía con frecuencia que enviar fuerzas militares a los sectores fabriles.

Como más adelante en otros países, el principal resentimiento de los trabajadores ingleses era contra la implantación de la máquina, cuyo alcance social no acababa de ser reconocido por ellos, y sobre la cual convergían todas sus demandas, pues la máquina constituía la causa inmediata de su estado de privación. Ya en 1769 se aprobó una ley para la protección de las máquinas; pero más tarde, cuando la aplicación del vapor abrió el rápido aumento de la producción mecánica y, sobre todo, en la industria textil, millares de operarios manuales se vieron despojados de sus medios de subsistencia y hundidos en la mayor miseria: la destrucción de las máquinas era un suceso cotidiano. Fue aquél el período llamado Luddism.[3] En 1811, más de doscientos telares fueron destruidos en Nottingham. En Arnold, donde las máquinas de hacer géneros de punto arrojaron al arroyo a centenares de antiguos calceteros, los trabajadores irrumpieron en las fábricas y destrozaron sesenta de las nuevas máquinas, cada una de las cuales representaba un gasto de cuarenta libras.

¡Y a qué venían las leyes, si las necesidades de la población proletaria iban en aumento, en tanto que ni las empresas, ni el Gobierno, mostraban la menor comprensión ni la menor simpatía por la situación en que aquellos seres se hallaban! El llamado King Ludd —rey Ludd— hizo su entrada regia en los círculos industriales de todas partes, y ni las más rudas leyes fueron capaces de contener su obra de destrucción: «¡Párele quien se atreva! ¡Párele quien pueda!», tal era la consigna que se impuso en las sociedades obreras secretas. La destrucción de las máquinas terminó cuando entre los mismos obreros empezó a haber una nueva manera de ver las cosas, convencidos de que no podían detener el progreso técnico por tales procedimientos.

En 1812, el Parlamento votó una ley que imponía la pena de muerte por el delito de destrucción de máquinas. Fue en esta ocasión cuando Lord Byron pronunció su célebre filípica contra el Gobierno, preguntando irónicamente que si la nueva ley iba a ponerse en práctica, la Cámara no dispondría también que el Jurado estuviera siempre compuesto por doce verdugos.[4]

Los funcionarios pusieron precio —cuarenta mil libras— a las cabezas de los dirigentes del movimiento subterráneo. En enero de 1813, dieciocho obreros, convictos de haber intervenido en el luddismo, fueron ahorcados en York, y las deportaciones de obreros organizados a las colonias penales de Australia, aumentaron en un grado espantoso. Pero, aun así, el movimiento no hacía más que tomar fuerza sobre todo cuando se produjo la gran crisis de los negocios, después de las guerras napoleónicas, y los soldados y marineros licenciados pasaron a engrosar las filas de los sin trabajo. La situación se puso más tirante a causa de algunas cosechas mediocres y por las singulares leyes del trigo de 1815, en virtud de las cuales el precio del trigo aumentó artificialmente.

Pero aunque esta fase previa del moderno movimiento laborista fuese en gran parte violenta, no fue aún revolucionaria en el verdadero sentido de la palabra. Para ello le faltaba la debida comprensión de las causas verdaderas de los procesos económico y social, que sólo el socialismo podía darle. Sus procedimientos de violencia fueron sencillamente resultado de la brutal violencia que se aplicaba a los trabajadores. Pero los esfuerzos del joven movimiento no se dirigían contra el sistema capitalista como tal, sino tan sólo a la abolición de sus más perniciosas excrecencias y a la implantación de un tipo de vida humano y decoroso para el proletariado. «Un buen jornal por una buena jornada de labor», tal era el lema de aquellas primeras unions. Y como quiera que los patronos respondieron a tan modesta y absolutamente justa demanda de los trabajadores con la mayor brutalidad, estos últimos no tuvieron más remedio que recurrir a cualesquiera métodos a su alcance, dadas las condiciones de su existencia.

La gran significación histórica del movimiento no radica en sus objetivos precisos, sino en el hecho de su propia aparición. El movimiento «tradeunionista» volvió a dar una base a las masas desheredadas, a las que el apremio de las circunstancias económicas había arrastrado a los grandes núcleos fabriles. Les renovó su sentido social. La lucha de clases contra los explotadores, despertó la solidaridad de los obreros y dio una nueva significación a sus vidas infundió un aliento de nueva esperanza a las víctimas de una economía de explotación sin freno, y les mostró un camino que ofrecía la posibilidad de salvaguardar su existencia y defender su vejada dignidad humana. Robusteció la confianza del obrero en sí mismo y le devolvió la fe en el mañana. Adiestró a los trabajadores en la autodisciplina y en la resistencia organizada, despertando y desarrollando en ellos la conciencia de su fuerza y su importancia como factor social en la vida de la época. Éste fue el gran beneficio de aquel movimiento nacido de las necesidades debidas a la situación y que únicamente puede desestimar quien sea ciego para los problemas sociales y carezca de simpatía por los sufrimientos del prójimo.

Cuando, por fin, en 1824, las leyes contra las agrupaciones de obreros eran rechazadas; cuando el Gobierno y un sector de la clase media capaz de reflexionar se convencieron de que ni la más ruda de las persecuciones, de que ni el más despiadado de los procesos podría acabar con aquella corriente, la organización de las trade unions se extendió por todo el país en un grado jamás sospechado. Los primeros grupos locales se combinaron en más amplias uniones, dando al movimiento una positiva importancia. Ni las rachas reaccionarias del Gobierno podían ya controlar aquel desarrollo. Lo único que hicieron fue aumentar el número de víctimas entre los afiliados, pero en manera alguna pudieron ya hacer retroceder aquel movimiento.

La nueva oleada que surge del radicalismo político en Inglaterra, después de las largas guerras francesas, tuvo naturalmente una gran influencia también entre la clase obrera de Inglaterra. Hombres como Burdett, Henry Hunt, el mayor Cartwrighy y, sobre todo, Guillermo Cobbett, cuyo periódico Political Register alcanzó un tiraje de setenta mil ejemplares después de reducido el precio a dos peniques, eran las cabezas intelectuales del nuevo movimiento reformador. Dicho órgano dirigió principalmente sus ataques a las leyes sobre el trigo, las Combination Acts de 1799-1800 y, sobre todo, contra el corrompido sistema electoral, bajo el cual incluso una vasta porción de la clase media estaba excluida del sufragio. Grandes mítines que tenían efecto en todas las zonas del país y especialmente en los distritos industriales del Norte, pusieron en movimiento a la multitud. Pero el Gobierno reaccionario de Castlereagh se oponía a toda reforma, y decidió desde el primer momento cortar el movimiento por la fuerza, de una manera definitiva. En 1819, sesenta mil personas se reunieron en el Petersfield de Manchester para formular una demanda en masa al Gobierno, y la manifestación fue dispersada por la tropa, resultando cuatrocientas víctimas entre muertos y heridos.[5]

A la tormentosa agitación del país contra los instigadores de la matanza de Peterfield, el Gobierno replicó con las seis singulares leyes-mordaza, en virtud de las cuales quedaban virtualmente suspendidos el derecho de reunión y la libertad de prensa, y los reformadores expuestos a las más despiadadas persecuciones de los tribunales.

Con motivo de la llamada «conspiración de la calle Catón», asunto en el que Arturo Thiestlewood y sus confabulados habían proyectado el asesinato de los ministros, el Gobierno aprovechó la ocasión deseada para proceder con rigor draconiano contra el movimiento reformador. El primero de mayo de 1820 Thistlewood y cuatro de sus camaradas pagaron su tentativa en la horca; quedó por dos años suspendida el acta del habeas corpus, e Inglaterra se entregó a un régimen reaccionario, que no respetó ninguno de los derechos de ciudadanía.

Aquello paralizó por algún tiempo el movimiento. Luego, la Revolución Francesa de julio de 1830 produjo una reanimación del movimiento de reforma británico, y esta vez tomó un carácter distinto. Otra vez se inflamó la lucha por la modificación parlamentaria. Pero una vez la burguesía vio la mayor parte de sus demandas satisfechas por el Reform Bill de 1832, victoria que debían exclusivamente al enérgico apoyo de los obreros, se opusieron a todo intento de reforma hacia el sufragio universal y apartaron a los obreros dejándoles con las manos vacías. Es más, el nuevo Parlamento votó una serie de leyes reaccionarias, en virtud de las cuales el derecho de los trabajadores a organizarse volvía a verse seriamente amenazado. Ejemplos salientes de tal legislación son la ley de pobres de 1834, a la que ya he hecho referencia. Los obreros tuvieron, naturalmente, la sensación de que habían sido vendidos y traicionados, y esta sensación que tuvo la clase obrera la llevó a romper completamente con la clase media.

El nuevo movimiento de reforma tuvo en adelante enérgica expresión en el floreciente Chartism, al que es cierto que una gran parte de la pequeña burguesía prestó su apoyo, pero en el que el elemento proletario de todo el país tuvo una parte sumamente enérgica. El cartismo, por supuesto, inscribió en su enseña los seis puntos del charter, que tenía por objeto una reforma parlamentaria radical pero al mismo tiempo había incluido todas las reivindicaciones de los trabajadores y trataba, por todos los medios posibles de ataque, de convertirlas en realidad. Así, J. R. Stephens, uno de los jefes cartistas más influyentes, declaró ante una gran multitud, en Manchester, que el cartismo no era una cuestión política que pudiera quedar solventada con la concesión del sufragio universal, sino que debía, por lo contrario, ser considerado como un problema de «pan y manteca», pues la Carta significaba buena vivienda, comida abundante, asociaciones humanas, y una moderada jornada de trabajo. Por esta razón, la propaganda en favor del proyecto de las diez horas jugó tan importante papel en el movimiento.

Con el movimiento cartista, Inglaterra entraba en un período revolucionario, y vastos círculos de la clase trabajadora y también de la burguesa estaban convencidos de que se acercaba una guerra civil. Las grandes manifestaciones que tenían lugar en todas las regiones del país daban testimonio de lo deprisa que el movimiento se extendía, y las numerosas huelgas que se declaraban y la continua intranquilidad que reinaba entre los trabajadores teñían la situación de tonos alarmantes. Los patronos, asustados, organizaron varias «ligas armadas» para la protección de las vidas y la propiedad en los núcleos industriales. Y esto dio por resultado que los obreros comenzaran también a armarse. Se adoptó una resolución en la Convención cartista, reunida en Londres en marzo de 1839, que fue luego trasladada a Birmingham, por la cual quince de los mejores oradores fueron enviados por todo el país a que pusieran al pueblo al corriente de las finalidades del movimiento y a recoger firmas para la demanda cartista. Aquellos mítines se vieron concurridos por centenares de miles de personas, y revelaron cómo respondía la masa popular al movimiento.

El cartismo contaba con buen número de portavoces inteligentes y llenos de espíritu de sacrificio, tales como Guillermo Lowell, Feargus O’Connor, Branterre O’Brien, J. R. Stephens, Enrique Hetherington, Jaime Watson, Enrique Vincent, Juan Taylor, A. H. Beaumont y Ernesto Jones, por no citar más que algunos de los más conocidos. Dirigía, además, una prensa bastante difundida, periódicos entre los cuales algunos como The Poor Man’s Guardian —El Guardián del Pobre— y el Northern Star —Estrella del Norte— ejercían gran influencia en la opinión. El cartismo no era, en verdad, un movimiento con finalidades concretas, sino más bien un recipiente del descontento social de la hora, pero provocó una sacudida, especialmente en la clase obrera, a la cual preparaba para metas sociales de gran alcance. También el socialismo recibió un enérgico impulso en la época cartista, y las ideas de Guillermo Thompson, Juan Gray y, en especial, de Roberto Owen empezaron a difundirse ampliamente.

En Francia, en Bélgica y la zona del Rin, donde el capitalismo industrial se estableció antes que en ninguna otra región del Continente, fue acompañado de los mismos fenómenos y condujo, por la fuerza de las circunstancias, a los estadios iniciales del movimiento obrerista. Este movimiento se manifestó en todos los países, en sus comienzos, de la misma manera primitiva, y poco a poco fue cediendo a una mayor comprensión, hasta que, por fin, penetrado de ideas socialistas, tuvo conceptos más fecundos, que le abrieron nuevas perspectivas sociales. La alianza del movimiento laborista con el socialismo tenía una importancia decisiva para ambos. Pero las ideas políticas que influían ya en tal escuela socialista, ya en otra, determinaron el carácter del movimiento en cada circunstancia y también su visión hacia el futuro.

En tanto que algunas escuelas del socialismo se mostraban poco inclinadas a acoger el joven movimiento obrerista, otras reconocieron en seguida la importancia del mismo, como preliminar de la realización del socialismo. Comprendieron que debían considerar misión suya el tomar parte activa en las luchas diarias de los trabajadores, para que las agitadas masas se percataran de la relación directa que había entre sus peticiones inmediatas y los objetivos socialistas. El proyectarse dichas luchas fuera de las necesidades del momento, da una visión perfecta de la profunda importancia que tiene la liberación del proletariado para la total supresión de los salarios de esclavitud. Aunque nacido de las perentorias necesidades momentáneas, el movimiento comportaba el germen de algo por venir, y eso era lo que había de ofrecer nuevas metas a la vida. Todo lo nuevo surge de la realidad vital del ser. Los mundos nuevos no se engendran en el vacío de las ideas abstractas, sino en la brega por el pan de cada día, en esa lucha incesante y dura que las necesidades y preocupaciones de la hora imponen, velando simplemente por los requerimientos indispensables de la vida. En la constante pelea contra los ya existentes, la nueva lucha va tomando forma y cobra virulencia. El que no acierte a justipreciar las realizaciones del presente, no está capacitado para conquistar un porvenir mejor para sí y para sus semejantes.

En sus cotidianas batallas contra los patronos y sus aliados, los trabajadores adquieren gradualmente un más profundo sentido de la lucha. Al comienzo, se proponen tan sólo una mejora en las condiciones de vida de los productores, dentro del orden social vigente; pero, poco a poco, descubren la raíz desnuda del mal: el monopolio económico y sus secuelas políticas y sociales. Para que así lo vaya comprendiendo el obrero, la lucha cotidiana tiene mayor claridad que las más bellas disertaciones teóricas. Nada puede grabarse en la imaginación y el alma del trabajador tan profundamente como esta pesada lucha por el pan cotidiano, nada le abre la inteligencia para comprender las enseñanzas socialistas como el constante forcejeo por las necesidades de la vida.

Y como en los tiempos de la dominación feudalista los vasallos del campo, los labriegos, con sus frecuentes levantamientos —que al principio no tenían más finalidad que arrancar a los señores feudales ciertas concesiones que significaban alguna mejora en su terrible tipo de vida—, preparaban la Gran Revolución, gracias a la cual se llevó prácticamente a cabo la abolición de los privilegios de feudo; así también las innumerables guerras del trabajo, dentro de la sociedad capitalista, constituyen, pudiera decirse, la preparación para la gran revolución social del futuro, que hará del socialismo una realidad viva. Sin las continuas rebeliones de los campesinos —Taine informa que de 1781 a la toma de la Bastilla se produjeron cerca de quinientas rebeliones agrarias en casi todo el territorio de Francia— la idea de lo pernicioso que es el régimen de servidumbre, el feudalismo, jamás hubiera penetrado en la cabeza de la masa.

Esto es lo que ocurre, precisamente, en las luchas económicas y sociales de la clase trabajadora moderna. Sería un completo error juzgarlas solamente en el terreno de su origen material o de sus inmediatas consecuencias prácticas, y pasar por alto su significación psicológica. A no ser por los conflictos diarios entre el trabajo y el capital, no llegarían las doctrinas socialistas, alumbradas en la mente de ciertos pensadores aislados, a convertirse en algo vivo en cuerpo y sangre; no llegarían a cobrar ese carácter peculiar que hace de ellas un movimiento de masas, encarnación de un nuevo ideal de cultura para el mañana.

Los precursores del sindicalismo

Roberto Owen y el movimiento laborista inglés. - La gran Trade Union Nacional Consolidada. - Guillermo Benbow y la idea de la huelga general. – Período de reacción. -Evolución de las organizaciones obreristas en Francia. - La Asociación Internacional de Trabajadores. - Nuevo concepto del sindicalismo. - La idea de los Consejos obreros. -Consejos obreros contra dictadura. - Bakunin en la organización económica de los trabajadores. - Adopción de la política parlamentaria por Marx y Engels, y fin de la Internacional.

La penetración de las ideas socialistas en el movimiento laborista condujo a tendencias que tienen inequívoca relación con el sindicalismo revolucionario de hoy. Estas tendencias comenzaron a desenvolverse en Inglaterra, cuna de la gran industria capitalista moderna, y durante algún tiempo influyeron poderosamente en los sectores más avanzados de la clase trabajadora inglesa. Después del repudio de las Combination Acts, el esfuerzo de los obreros se encaminó, principalmente, a dar mayor amplitud a las organizaciones de tipo sindical, o trade unions, pues las enseñanzas prácticas habían demostrado que las organizaciones meramente locales no podían rendir el apoyo deseado en las luchas sostenidas por el pan cotidiano. Todavía estos esfuerzos no se fundaban, al principio, en conceptos sociales muy profundos. Los trabajadores, salvo por lo que hace a la influencia ejercida sobre ellos por el movimiento reformista político de la época, carecían de miras ajenas al mejoramiento inmediato de su situación económica. Hasta comienzos de 1830 no se hicieron patentes en el movimiento laborista inglés, las influencias de las ideas socialistas, y la aparición de las mismas se debió, principalmente, a la agitadora propaganda de Roberto Owen y sus prosélitos.

Pocos años antes de reunirse el llamado Parlamento Reformista, se fundó la Unión Nacional de las Clases Trabajadoras, cuyos componentes más importantes eran los obreros de las industrias textiles. Aquella unión resumió sus demandas en los siguientes puntos: 1º A cada obrero, el valor íntegro de su trabajo; 2º Protección de los trabajadores contra los patronos, por todos los medios adecuados, medios que se desprenderán automáticamente de las circunstancias y las condiciones corrientes de la vida; 3º Reforma del Parlamento y sufragio universal para todos, hombres y mujeres; 4º Cultura de los obreros sobre los problemas económicos.

Resalta en estas demandas la influencia del movimiento político reformista que, por entonces, tuvo a todo el país bajo su sugestión pero, a la vez, se advierten expresiones tomadas de Roberto Owen.

El año 1832 se produjo el proyecto de ley de Reforma, que desvaneció las ilusiones de la clase trabajadora. Cuando el proyecto pasó a ser ley se vio que, en realidad, la clase media había ganado una gran victoria sobre la aristocracia terrateniente, pero los obreros comprobaron que, una vez más, se les había traicionado y que la burguesía se había valido de ellos para que le «sacaran las castañas del fuego». El resultado fue una general desilusión y la convicción, que se extendió rápidamente, de que la clase trabajadora no podía contar con la alianza de la burguesía. Si antes la lucha de clases había sido una actualidad surgida espontáneamente de los conflictos provocados por el forcejeo de los intereses económicos de las clases ricas y las desposeídas, a partir de aquel momento se convirtió en algo consciente, por parte de los obreros, y ello dio un rumbo determinado a la actuación de éstos. El cambio operado en la mentalidad de los trabajadores aparece claramente revelado en numerosas citas que pudieran hacerse de la prensa de aquellos años. Los trabajadores empezaron a comprender que su fuerza positiva radicaba en el hecho de que ellos eran los productores, y cuanto más claramente veían su fracaso político, tanto más arraigaba en ellos la convicción de su importancia como factor de la economía social.

En este sentido robusteció grandemente tal seguridad la propaganda de Roberto Owen, quien ganaba por momentos una recia influencia entre las filas del laborismo organizado.

Owen se percataba de que el rápido crecimiento de las organizaciones laboristas en forma sindical suministraba una firme base a sus esfuerzos por alterar fundamentalmente el orden de la economía capitalista, y esto le llenaba de la mayor esperanza. Mostró a los trabajadores que el conflicto entre el capital y el trabajo, tal como estaba planteado, no se resolvería nunca por medio de los combates ordinarios en torno a los jornales, por más que, en realidad, no ocultó la gran importancia de esa lucha a los obreros. Por otra parte, se esforzó en persuadir a los trabajadores de que nada podían esperar de los cuerpos legislativos, y que, por consiguiente, no tenían más remedio que tomar sus asuntos por su cuenta. Estas ideas tuvieron eco en los sectores más avanzados de la clase trabajadora de Inglaterra, manifestándose así, en primer lugar, de manera muy decidida, en el ramo de la construcción. En efecto, la Builder’s Union, en la que se concentraban un considerable número de sindicatos locales de dicho ramo, fue por entonces una de las organizaciones laboristas más avanzadas y activas, verdadera espina clavada en la carne de las empresas.

En el año 1831, Owen presentó sus planes para la reconstrucción de la sociedad, ante una reunión de delegados de dicha Unión, en Manchester. Era un proyecto equivalente a un socialismo gremial, según el cual debían establecerse cooperativas de producción bajo el control de las trade unions o sindicatos. Fueron adoptadas dichas proposiciones; mas poco después, la Unión de la Construcción se vio envuelta en una serie de conflictos, cuyo lamentable resultado fue que se viera seriamente amenazada la misma existencia de la organización, lo cual malogró todos los esfuerzos que se habían hecho siguiendo la orientación de Owen.

No se desalentó éste viendo lo que sucedía, antes bien, redobló el celo con que actuaba. En 1833 convocó en Londres una conferencia de trade unions y organizaciones cooperativistas, en la cual expuso con agotadora insistencia su plan de reconstrucción social, que debía ser llevado a efecto por los mismos trabajadores. Los informes de los delegados que asistieron a dicho acto revelan claramente la influencia que tales ideas volvieron a ejercer y cuán vivo espíritu creador animaba en aquellos tiempos a los círculos avanzados del proletariado británico. El periódico The Poor Man’s Guardian resumía muy acertadamente su información sobre la conferencia de Londres en las siguientes palabras:

«Pero muy distinto de los objetivos mezquinos de todas las anteriores combinaciones, es el que anima ahora al congreso de delegados. Sus informes demuestran que la clase obrera aspira a un cambio social completo —cambio que supone la subversión total del orden vigente en el mundo—. Aspiran a hallarse en la cima y no en el fondo de la sociedad: o mejor, que no exista arriba ni abajo».

El resultado inmediato de dicha conferencia fue la fundación de la Grand National Consolidated Trade Union of Great Britain and Ireland —Gran Unión Industrial Consolidada de la Gran Bretaña e Irlanda—, a comienzos de 1834. Eran tiempos de agitación. Todo el país estaba trastornado por innumerables huelgas y lock-outs y el número de obreros afiliados a las organizaciones subió rápidamente a 800.000. La fundación de la GNC se produjo por la suma de esfuerzos encaminados a reunir las organizaciones diseminadas en una gran federación que tendría que dar una gran fuerza efectiva a las actuaciones obreras. Pero lo que distinguió esta alianza de todo lo que se había hecho por esfuerzos anteriores, era que la nueva organización no tenía por objetivo el tradeunionismo en sí mismo, ni la colaboración del proletariado con los políticos reformistas. La GNC fue concebida como organización de lucha para dar la mayor ayuda posible a los trabajadores en su pelea cotidiana por la mejora necesaria de sus condiciones de vida y trabajo, pero al mismo tiempo se había señalado por meta el derrumbamiento de la economía capitalista en su conjunto, a fin de sustituirla por la cooperación del trabajo entre los productores, con exclusión de todo lo que fueran beneficios individuales, mas con la seguridad de la satisfacción de las necesidades de todos. La GNC era la estructura dentro de la cual hallarían expresión tales aspiraciones y serían convertidas en realidad.

Los organizadores querían agrupar en estas federaciones a todos los asalariados del taller y del campo y agruparles de acuerdo con las diversas ramas de la producción. Cada industria constituiría una división especial que entendería en las condiciones peculiares de su actividad productiva y en las consiguientes funciones administrativas. Allí donde esto fuera posible, los trabajadores de las diversas ramas de la producción tenían que proceder al establecimiento de instalaciones cooperativas que se pondrían sus productos en el mercado de consumo al coste real, incluyendo los gastos de administración. La organización universal se encargaría de ligar las industrias separadas en todos los organismos y de regular sus intereses mutuos. El cambio de productos de las fábricas cooperativas se efectuaría en los llamados bazares laboristas y por medio de una moneda especial de puro cambio y de bonos de trabajo. Por medio de una rápida extensión confiaban desplazar la competencia capitalista y por consiguiente proceder a una reorganización completa de la sociedad. Al mismo tiempo, esas empresas cooperativas de la agricultura y de la industria facilitarían la lucha de cada día sostenida por los obreros en el mundo del capital. Así aparece especialmente en tres de los siete puntos en los que la GNC cifraba sus demandas:

«Como quiera que la tierra es la fuente de lo primordial para la vida, y siendo así que sin poseerla, las clases productoras seguirán siendo siempre, en mayor o menor grado, subsidiarias de los capitalistas que detentan la moneda, y por lo mismo estarán a merced de las fluctuaciones del cambio y del comercio, este comité advierte que las uniones habrán de hacer un gran esfuerzo para asegurarse aquellas porciones de tierra arrendada, según las posibilidades de sus fondos, de manera que en toda eventualidad, los trabajadores puedan procurarse la mayor parte, si no la totalidad, de su sustento, bajo la dirección de superintendentes agrarios de experiencia, producción que no podría utilizarse para disminuir el coste de la mano de obra en todos los ramos, sino que, al contrario, tendería a subirlos, descartando la superflua distribución actual de las manufacturas.

«Sin embargo, el comité desea recomendar encarecidamente, en todos los casos de huelgas y de paros que, allí donde sea factible, los hombres se empleen en la manufactura o producción de todas aquellas mercancías que puedan ser demandadas por otros hermanos unionistas, y que para dicho fin todos los locales de la organización deben tener un cuarto de trabajo o taller, donde esas mercancías puedan fabricarse por cuenta de cada local, que establecerá los acuerdos adecuados para proveerse del material necesario.

«Y, en todos los casos en que sea factible, cada distrito o ramo establecerá uno o dos depósitos de provisiones y géneros de uso doméstico; por este procedimiento los trabajadores podrán proveerse de las mejores mercancías a precios un poco más caros que al por mayor».

La GNC, por consiguiente, fue concebida por sus fundadores como una alianza de sindicatos y cooperativas. Por su participación práctica en los asuntos cooperativos el obrero se capacitaría para la administración de la industria y, por tanto, se iría poniendo en condiciones de controlar cada día más amplias zonas de la producción social, hasta que, por fin, toda la economía social sería dirigida por sus mismos productores y se pondría término a toda explotación. Estas ideas fueron expuestas con sorprendente diafanidad en los mítines de trabajadores y de manera especial en la prensa obrerista. Por ejemplo, hojeando la publicación The Pioneer, órgano de la GNC, administrada por Jaime Morrison, se hallan con frecuencia argumentos que suenan completamente a cosa actual. Así se advierte, sobre todo, en la polémica con los reformistas políticos que habían inscrito en su enseña la reconstitución democrática de la Cámara de Comunes. Se los contestaba que a los trabajadores les tenían completamente sin cuidado los esfuerzos que se hicieran en ese sentido, puesto que la transformación social en forma socialista convertiría el Parlamento en cosa superflua. En su lugar funcionarían los cuadros o consejos obreros y las federaciones industriales, los cuales no tendrían que preocuparse más que de los problemas de la producción y el consumo en interés de todo el pueblo. Tales organizaciones estaban llamadas a hacer suyas las funciones que desempeñaban a la sazón las empresas privadas; la propiedad en común de toda la riqueza social haría que fuera completamente inútil toda institución política. La riqueza de la nación no estaría determinada nunca más por la cantidad de mercancías producidas sino por el bien personal que cada ciudadano recibiera naturalmente en el nuevo orden. En lo porvenir, la Cámara de Comunes sería la House of Trades: Cámara de Sindicatos o Cámara de Productores.

La GNC tuvo una extraordinaria acogida entre los obreros. En pocos meses abarcaba a más de medio millón de miembros, y aunque al principio sus verdaderos móviles sólo eran comprendidos por los elementos intelectualmente más activos de la clase trabajadora, al menos la gran masa reconocía que una organización de tales proporciones pesaría mucho más en favor de sus reivindicaciones que los grupos locales. La agitación en favor de la jornada de diez horas tuvo un apoyo firme en todos los sectores de la clase trabajadora inglesa, y la GNC reforzó la demanda con toda energía. En este movimiento tomaron parte muy principal el propio Owen y sus íntimos amigos Doherty, Fielden y Grant. No obstante, los militantes de la GNC tenían poca confianza en la legislación, y se dedicaron a inculcar en los obreros la idea de que las diez horas de jornada laborable sólo se alcanzarían por la acción económica conjunta de la totalidad del cuerpo proletario. «Los adultos, en las fábricas, tienen que unirse para establecer por sí mismos su Proyecto de jornada corta». Tal fue la consigna.

La idea de la huelga general contó en aquellos días con la simpatía indivisa de los trabajadores organizados. A comienzos de 1832, Guillermo Benbow, uno de los campeones más activos del movimiento, publicó un folleto titulado Grand National Holiday and Congress of the Productive Classes —Gran fiesta nacional y congreso de las clases productoras—, que tuvo una enorme circulación y en el que se trataba por primera vez y con plena amplitud la idea de la huelga general y de su importancia para la clase trabajadora. Benbow decía a los obreros que si la venta de su potencia de trabajo era la causa de su esclavitud, en tal caso el medio adecuado para libertarse era la negativa a trabajar. Un instrumento semejante de guerra social ahorraba todo empleo de fuerza física y podía dar resultados incomparablemente mayores que el mejor de los ejércitos. Lo que se necesitaba, simplemente, para provocar el derrocamiento del sistema de la injusticia organizada, era que los trabajadores se percataran de la importancia de tan poderosa arma y aprendiesen a usarla con inteligencia. Benbow se anticipaba a dar ya algunas sugerencias para llegar a la huelga general en todo el país, proponiendo la composición de comités locales, de suerte que la conflagración se produjera a base de una fuerza elemental prevista, y estas ideas fueron recogidas con entusiasmo por los trabajadores.

El rápido crecimiento de la GNC y más aún el espíritu que de la misma emanaba, llenó a los patronos de oculto temor y de ciego odio contra la nueva estructura proletaria.

Comprendían que les era indispensable tratar de sofocar el movimiento en el acto, sin darle tiempo a que se extendiera más y a que construyese y afirmase sus grupos locales. Toda la prensa burguesa denunciaba los «fines criminales» de la GNC y proclamaba unánimemente que arrastraba al país a la catástrofe. Los propietarios de las fábricas de todos los ramos de la industria asediaron al Parlamento con peticiones para que se tomaran con urgencia medidas contra las «combinaciones ilegales», y en particular contra la colaboración de los trabajadores de distintas categorías de producción en los conflictos industriales. Muchos patronos plantearon al personal su llamado «documento», en el que se colocaba al jornalero en la alternativa de abandonar el sindicato o quedar la calle por cierre voluntario, o sea lock-out.

Cierto que el Parlamento no se atrevió a resucitar las Combinations Acts, pero el Gobierno alentó a los magistrados para que los tribunales trataran los «excesos» de los obreros con la mayor severidad, dentro del límite de las leyes vigentes. Y lo hicieron así sin miramiento, valiéndose en muchos casos del hecho de que muchos sindicatos conservaban de los días de su actividad clandestina, antes de ser rechazada la legislación propuesta en las Combinations Acts, la fórmula del juramento y de otras ceremonias, cosa que consideraban contraria a la letra de la ley. Centenares de trabajadores fueron sentenciados a castigos horrorosos por las causas más triviales. Entre las sentencias terroristas que se dictaban, la que recayó sobre seis trabajadores del campo, en Dorchester, levantó una enconada indignación. Por influencia de la GNC, los campesinos de Tolpuddle, pueblecillo vecino de Dorchester, habían constituido un sindicato y pedían aumento de jornal, de siete a ocho chelines semanales. Poco después, seis trabajadores del campo fueron detenidos y se les condenó a la pena tremenda de extradición a las colonias penales de Australia por siete años. Su delito era pertenecer a un sindicato.

Así fue como la CNG se vio envuelta, desde el principio, en una larga serie de importantes batallas por los salarios, siendo además procesada constantemente y con encono, de manera que apenas le quedaba tiempo para prestar la atención debida a la educación de las masas. Acaso no estaba maduro el tiempo para esa obra. Muchos de sus miembros volvieron al cartismo, que recobraba vida y que aceptaba muchas de sus peticiones inmediatas. Al mismo tiempo que no abandonaban otros aspectos de la lucha, mantuvieron la propaganda en favor de la huelga general, campaña que culminó, en 1842, en un gran movimiento que paralizó todas las industrias de Lancashire, Yorkshire, Staffordshire, las Potteries, Gales y las zonas carboníferas de Escocia. Pero la significación genuina del movimiento se había evaporado, y Owen tuvo razón al acusar al cartismo de que concedía demasiada importancia a la reforma política y de que mostraba escasa comprensión de las grandes cuestiones económicas. Las desdichadas revoluciones de 1848-1849 en el Continente contribuyeron también al descrédito del movimiento cartista, y el movimiento tradeunionista puro volvió a dominar, por varios años, en el campo del movimiento obrerista inglés.

También en Francia la alianza del socialismo con el movimiento obrerista condujo a rápidas tentativas proletarias para derribar el orden económico capitalista y preparar el camino a un nuevo desenvolvimiento social. El antagonismo existente entre las clases trabajadoras y la burguesía, que acababa de cobrar dominio, se manifestó asimismo con claridad durante las tormentas de la gran Revolución. Antes de la Revolución los trabajadores se habían unido en los llamados Compagnonnages, cuyo origen puede buscarse en el siglo XV. Eran asociaciones de oficiales y artífices que conservaban ceremonias peculiares desde la Edad Media, cuyos miembros estaban comprometidos a darse mutua asistencia y que se afanaban en los asuntos que motivaban su agrupamiento, pero que asimismo procedían a plantear huelgas y boicots en defensa de sus intereses económicos perentorios. Con la supresión de los gremios y el desarrollo de la industria moderna, dichas corporaciones perdieron gradualmente su importancia y dieron paso a nuevas formas de organización proletaria.

En virtud de la ley de 21 de agosto de 1790, a todos los ciudadanos se les reconoció el derecho de libre asociación, dentro de lo consentido por las leyes en vigor, y los trabajadores no desaprovecharon esta autorización y se organizaron en uniones sindicales para salvaguardar sus intereses contra los designios de los patronos. Siguió una serie de huelgas locales, especialmente en el ramo de la construcción, y ello causó a los patronos considerables preocupaciones, pues veían que la organización obrera iba en auge, contando ya 80.000 miembros sólo en París.

Los patronos elevaron una Memoria al Gobierno denunciando las asociaciones obreras y pidiendo la protección del Estado contra aquella «nueva tiranía» que pretendían era una intromisión en el derecho de libre contratación entre patrono y empleado. El Gobierno respondió con agrado a tal demanda y prohibió todas las agrupaciones que tuvieran por finalidad modificar las condiciones corrientes del trabajo, alegando, por todo pretexto, que no podía consentir la existencia de un Estado dentro del Estado. Semejante prohibición estuvo en vigor hasta 1864. Pero también en esto se demostró que son más fuertes las circunstancias que la ley. Lo mismo que los obreros ingleses, los de Francia recurrieron a la formación de asociaciones secretas, ya que la ley les negaba el derecho de plantear sus reclamaciones abiertamente.

Las llamadas mutualités, inofensivas sociedades mutuas de beneficencia, servían con frecuencia a este objeto de máscara, tendiendo el velo de la legalidad sobre las organizaciones de resistencia denominadas sociétés de résistence, las cuales tuvieron, es cierto, que sufrir con frecuencia ruda persecución y hacer muchos sacrificios, pero ninguna ley fue capaz de aplastarlas y vencer su tenacidad. Bajo el reinado de Luis Felipe, se robusteció aún más la legislación contra las agrupaciones obreras, mas ni así se pudo evitar el rápido crecimiento de las sociedades de resistencia, ni el desarrollo de una serie de grandes movimientos huelguísticos, provocados por su actuación subterránea. Uno de los episodios de aquella lucha fue la huelga de tejedores de Lyon de 1831, que constituyó un acontecimiento de importancia europea. La cruda necesidad obligó a aquellos trabajadores a oponer una resistencia desesperada a la rapacidad de los patronos, y a causa de la intervención de la fuerza armada el conflicto degeneró en una franca rebelión, en la que los obreros llevaban su bandera con este lema: «¡Vivir trabajando o morir combatiendo!»

Ya en el año 1830, muchas de aquellas asociaciones obreras se habían puesto al corriente de las ideas socialistas, y después de la revolución de febrero de 1848 ese conocimiento sirvió de base al movimiento de las Asociaciones de Trabajadores franceses, movimiento cooperativo con una tendencia sindical, que trabajaba, con un esfuerzo constructivo, por dar nueva forma a la sociedad. En su historia del movimiento, S. Engländer hace llegar el número de dichas asociaciones a unas dos mil. Pero el golpe de Estado de Luis Bonaparte puso fin a estos alentadores comienzos, como a tantos otros.

No se produjo una reanimación de las doctrinas de un socialismo militante y constructivo hasta la fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores, y a partir de este día, se difundieron rápidamente. La Internacional, que tan gran influencia ha ejercido en el desarrollo intelectual del cuerpo obrero de Europa y que aun hoy día no ha perdido su atracción magnética en los países latinos, fue creada en 1864, en colaboración, por los obreros ingleses y franceses. Fue la primera gran tentativa de unir a los trabajadores de todos los países en una alianza internacional, que debía abrir el camino hacia la liberación social y económica de la clase trabajadora. Desde el principio se distinguió de todas las formas del radicalismo político burgués, pues señalaba que la dependencia económica de los trabajadores en relación con los dueños de las materias primas y los instrumentos de trabajo, era la causa de la esclavitud que se manifestaba en forma de miseria social, degradación intelectual y opresión política. Por tal razón proclamaba en sus estatutos la liberación económica de la clase obrera como supremo objetivo al que toda actividad política debía quedar subordinada.

Siendo su finalidad principal unir a las diversas facciones del movimiento social europeo, la estructura orgánica de la vasta alianza obrera se asentaba en los principios del federalismo, de manera que se garantizaba a cada escuela particular la posibilidad de trabajar por el objetivo común, de acuerdo con sus propias convicciones y a base de las condiciones peculiares de cada país. La Internacional no defendía ningún sistema social definido: era más bien expresión de un movimiento cuyos principios teóricos maduraban lentamente, en las luchas prácticas de la vida cotidiana, y que tomaba más clara forma a cada etapa de su pujante crecimiento. La primera necesidad era acercar más entre sí a los obreros de unos y otros países, hacerles comprender que su esclavitud económica y social tiene en todas partes idénticas causas, y que, por consiguiente, la expresión de su solidaridad debía ir más allá de las fronteras artificiales del Estado, en vista de que éste no se hallaba ligado a los presuntos intereses de la nación, sino a una parte, la de la clase a que esos intereses pertenecen.

Los esfuerzos prácticos de aquellas secciones para terminar con la importación de esquiroles extranjeros en épocas de forcejeo industrial, y para facilitar asistencia moral y material a los trabajadores militantes de todo el mundo por medio de colectas internacionales, contribuyó más que las más bellas teorías al desarrollo de una conciencia internacional proletaria. Dieron al trabajador una enseñanza práctica sobre filosofía social.

Es un hecho que después de toda huelga importante la afiliación a la Internacional subía magníficamente, y la convicción de su natural coherencia y homogeneidad se robustecía constantemente.

Así la Internacional se convirtió en la gran maestra del movimiento socialista obrero y hacía que el mundo capitalista se afrontase con el mundo internacional del trabajo, cada vez más ligado, en su conjunto, por firmes lazos de solidaridad proletaria. Los dos primeros congresos de la Internacional, en Ginebra de 1866 y en Lausana al año siguiente, se caracterizaron por un espíritu relativamente moderado. Constituyeron los primeros esfuerzos en la tentativa de un movimiento que iba cobrando poco a poco la idea clara de su misión y que pugnaba por hallar expresión definida. Los movimientos huelguísticos de Francia, Bélgica, Suiza y otros países dieron a la Internacional un poderoso impulso y revolucionaron el pensamiento de los obreros, transformación a la que no contribuyó en lo más mínimo la intensa reanimación que se produjo en aquellos años de las ideas democráticas, que habían sufrido un serio retroceso desde el colapso de las revoluciones de 1848-1849.

El congreso de Bruselas, de 1868, estuvo animado por un espíritu completamente nuevo, que lo distingue de los anteriores. Se tuvo la sensación de que los trabajadores abrían en todas partes los ojos a una nueva existencia y cada día se sentían más seguros del objetivo de sus afanes. Por una gran mayoría el congreso se pronunció en favor de la colectivización de la tierra y de los demás medios de producción, y recomendó a las secciones de todos los países que se propusieran este objetivo sin descanso, de manera que en un próximo congreso se pudiera llegar a una conclusión clara sobre el asunto. Con esto la Internacional tomó un carácter complementado con la tendencia anarquista que preponderaba entre los trabajadores de los países latinos. La resolución encaminada a preparar a los obreros para llevar a efecto la huelga general con objeto de cortar el peligro de una guerra temida, puesto que ellos constituían la única clase que podía, con su intervención enérgica, evitar la matanza en masa organizada, da fe del espíritu que animaba por entonces a la Internacional.

En el congreso de Basilea de 1869, el desarrollo ideológico de la gran alianza proletaria llegó a su cenit. El congreso no se ocupó más que de cuestiones que tuvieran una relación inmediata con los problemas de la clase trabajadora. Ratificó las resoluciones aprobadas en el congreso de Bruselas relativas a la propiedad de los medios de producción, dejando abierto el camino a las cuestiones de la organización del trabajo. Pero los interesantes debates del congreso de Basilea demuestran claramente que aquellos sectores más avanzados de la Internacional ya se habían adelantado a estudiar estas cuestiones; es más, habían llegado a conclusiones diáfanas sobre el particular. Así lo denotan singularmente las manifestaciones que se hicieron, relativas a la importancia que para la clase trabajadora tenía la organización en sindicatos. En el informe que a este propósito presentó Eugenio Hins, en nombre de la Federación Belga, aparecía por primera vez un punto de vista completamente nuevo, que ofrecía un indudable parecido con ciertas ideas de Owen y del movimiento laborista inglés de 1830.

Para que esto sea debidamente comprendido hay que observar que las varias escuelas del socialismo de Estado, o no concedían la menor importancia a los sindicatos, o a lo sumo les atribuían un interés secundario. Los blanquistas franceses no veían en las organizaciones por oficios más que un movimiento reformista del que nada querían saber, ya que la finalidad concreta de aquéllos era la instauración del socialismo de Estado, Fernando Lassalle dirigió todos sus esfuerzos a fundir a los obreros en un partido político y era un declarado contrincante de todos los esfuerzos sindicales, en los que no veía más que un estorbo a la evolución política de la clase trabajadora. Marx, y más especialmente sus amigos alemanes de la época, reconocieron, cierto, la necesidad de las uniones sindicales para recabar ciertas mejoras dentro del sistema social capitalista, pero estimaban que su función no iba más allá y que con la abolición del capitalismo desaparecerían, ya que la transición al socialismo no podía ser guiada sino por una dictadura proletaria.

Esta idea fue por primera vez objeto de un minucioso estudio crítico en Basilea. En el informe belga que Hins sometió al congreso, los puntos de vista expuestos, compartidos por los delegados de España, la Suiza jurásica, como también de una parte considerable de las secciones francesas, se establecía con toda claridad que las organizaciones sindicales de los trabajadores no sólo tenían derecho a existir en las actuales circunstancias sociales, sino que debían ser consideradas como las células sociales de un próximo orden socialista, y por tanto, era de incumbencia de la Internacional educarlas para tal desempeño. En consecuencia, el congreso adoptó la siguiente resolución:

«El Congreso declara que todos los trabajadores debieran esforzarse en el establecimiento de asociaciones de resistencia de los diversos ramos. Tan pronto como sea formada una unión sindical, debe darse noticia de ello a los sindicatos de la misma industria, con objeto de dar comienzo a la constitución de alianzas nacionales. Estas alianzas tendrán por misión reunir todo el material concerniente a la industria respectiva, advertir cuáles debieran ser las medidas que convendría tomar en común, y velar por la aplicación de las mismas hasta el final, es decir, hasta que el actual sistema de salarios sea sustituido por la federación de productores libres. El Congreso se dirige al Consejo General para que sean tomadas las providencias conducentes a la alianza de los sindicatos obreros de todos los países».

En su exposición, Hins argumentaba así: «Por medio de esta doble forma de organización de agrupaciones locales de obreros y federaciones generales de industrias, por una parte, y por otra la administración política de los comités, la representación general del trabajo —regional, nacional e internacional— será facilitada. Los consejos de las organizaciones industriales y comerciales sustituirán al actual gobierno, y esta representación del trabajo descartará, de una vez para siempre, los gobiernos del pasado».

Esta idea nueva y fructífera brotó del reconocimiento de que toda nueva forma de vida económica debe ir acompañada de una nueva forma política de organización social, y sólo así puede llegar a tener expresión práctica. Por consiguiente, el socialismo debía tener también una forma especial de expresión política, mediante la cual pudiese devenir cosa real, y creyeron haber hallado esa expresión en un sistema de consejos obreros. Los países latinos, que es donde la Internacional halló mayor apoyo, desarrollaron su movimiento a base de lucha económica y grupos de propaganda socialista, trabajando según la orientación dada por el congreso de Basilea en sus resoluciones.

Como quiera que veían en el Estado el agente político y defensor de las clases posesoras, no se esforzaron en absoluto por la conquista del poder político, ya que en éste veían con certero instinto la condición previa indispensable para toda tiranía y explotación.

Es decir, no optaron por imitar a las clases burguesas ni organizaron un partido político que preparase el terreno para una nueva clase de políticos profesionales, cuya meta fuese la conquista de los poderes de gobierno. Entendían que al mismo tiempo que se destruyera el monopolio de la propiedad había que destruir el monopolio del poder, si se quería dar una plasmación completamente nueva a la vida social. Partiendo de la convicción de que el dominio del hombre sobre el hombre había prescrito, buscaban la manera de familiarizarse con la administración de las cosas. Y por ello, a la política estatal de los partidos opusieron la política económica de los trabajadores. Entendían que la reorganización de la sociedad según un modelo socialista, debía llevarse a la práctica por medio de diversas ramas industriales y de las zonas agrarias de la producción. De esta visión nació la idea establecer un sistema de consejos obreros.

Es la misma idea en que se inspiraron vastos sectores del proletariado ruso de la industria y del campo en los comienzos de la Revolución, por más que nunca fuera tan clara y sistemáticamente concebida la idea en Rusia como lo fue en las secciones de la Primera Internacional. Los obreros bajo el zarismo estaban faltos de la requerida capacitación intelectual para ello. Pero el bolchevismo puso bruscamente fin a aquella fecunda idea, pues el despotismo, o dictadura, se muestra en contradicción irreconciliable con la concepción constructiva del sistema de consejos, es decir, con la reconstrucción socialista de la sociedad, efectuada por los productores mismos. La tentativa de combinar ambas cosas por la fuerza, ha dado por fruto esa burocracia sin alma que tan desastrosa ha resultado para la Revolución en Rusia. El sistema de consejos no tolera ningún género de dictadura, por provenir de postulados diametralmente opuestos. Implica la voluntad nacida de abajo, la iniciativa creadora de las masas laboriosas. Bajo la dictadura, en cambio, sólo subsiste la estéril voluntad que parte de arriba, que no consiente la actividad creadora y que proclama como ley suprema para todos la ciega sumisión. Ambas no pueden coexistir. En Rusia salió victoriosa la dictadura. Desde entonces, no hay ya soviets en el país. Todo lo que de ellos resta es el nombre y una espantosa caricatura de su significación inicial.

El sistema de consejos del trabajo abarca una gran parte de las formas económicas empleadas por un socialismo constructivo que por propio acuerdo opera y rinde la producción necesaria para atender a todos los requerimientos naturales de la vida. Ha sido el fecundo desenvolvimiento de ideas que prosperaron en el movimiento socialista obrero. Esta idea peculiar la produjo el esfuerzo que se hizo para dar una base de realización concreta al socialismo. Se vio que la base debía ser el empleo constructivo de toda la eficiencia de los individuos. Pero la dictadura es herencia de la sociedad burguesa, el tradicional precipitado del jacobinismo francés, que fue llevado al movimiento proletario por los llamados babouvistas y que más adelante fue tomado por Marx y sus discípulos. La idea del sistema de consejos obreros está íntimamente trabada en su desarrollo con el socialismo y no se concibe sin éste. En cambio, la dictadura nada tiene que ver con el socialismo y a lo sumo puede conducir al más estéril capitalismo de Estado.

La dictadura es una forma definida del poder estatal: el Estado en estado de sitio. Como todos los defensores de la idea del Estado, los de la dictadura parten del principio de que todo supuesto adelanto y toda atención de cada necesidad temporal deben ser impuestos al pueblo desde arriba. Este mismo punto de partida hace que la dictadura sea el mayor obstáculo a la revolución social que necesita como elemento ambiente propio la libre iniciativa y la actividad constructiva del pueblo. La dictadura es la negación del desenvolvimiento orgánico, de la estructuración natural efectuada de abajo arriba; es la proclamación de la minoría de edad del pueblo laborioso, de una tutela impuesta a las masas por una exigua minoría. Incluso si sus defensores están animados de los mejores propósitos, la lógica férrea de los hechos les conducirá inevitablemente al terreno del más extremo despotismo. Rusia nos suministra el ejemplo más aleccionador. Y la suposición de que la denominada dictadura del proletariado es algo distinto porque se trata de la dictadura de una clase, no la dictadura de los individuos, no merece siquiera refutación, pues no es más que un truco sufístico para despistar a los bobos. Es absolutamente inconcebible nada semejante a una dictadura de clase, pues siempre supondrá la dictadura ejercida por un partido determinado que se atribuye la facultad de hablar en nombre de una clase, de la misma manera que la burguesía trataba de justificar todo procedimiento despótico en nombre del pueblo.

La idea de fundar un sistema económico de consejos obreros fue el hundimiento práctico de la concepción del Estado total; se halla, pues, en franco antagonismo con toda forma de dictadura, ya que ésta siempre tendrá que velar por el más alto grado de poder del Estado. Los campeones de esta idea en la Primera Internacional comprendieron que la igualdad económica es inconcebible sin libertad política y social; por eso estaban firmemente persuadidos de que la liquidación de todas las instituciones de poder político debe ser la primera tarea de la revolución social, haciendo imposible toda otra forma de explotación. Creían que la Internacional de los trabajadores estaba destinada a agrupar gradualmente a todos los auténticos trabajadores en sus filas, y derribar al mismo tiempo el despotismo económico de las clases posesoras, entendiendo con ellas también todas las instituciones políticas coercitivas del Estado capitalista, para sustituirlas por un nuevo orden de cosas. Esta convicción la sostenían todas las secciones libertarias. He aquí cómo se expresaba Bakunin:

«Puesto que la organización de la Internacional no tiene por finalidad el establecimiento de nuevos Estados o déspotas, sino la extirpación radical de toda soberanía separada, debe tener una organización completamente distinta de la del Estado. Y precisamente en el mismo grado en que este último es el autoritario, artificial y violento, ajeno y hostil al desenvolvimiento de los intereses y el instinto del pueblo, en ese mismo grado, digo, la organización de la Internacional debe ser libre, natural y en todos los sentidos concordante con esos intereses e instinto. ¿Pero cuál es la organización natural de las masas? Es una organización basada en las múltiples ocupaciones de su auténtica vida cotidiana, en sus diversos géneros de trabajo, es decir, una organización conforme a sus ocupaciones, sus organizaciones profesionales. Cuando todas las industrias, incluso las varias ramas de la agricultura, estén representadas, en la Internacional, su organización, la organización de las masas populares, será un hecho».

De esta manera de pensar nació también la idea de oponer al parlamento burgués una Cámara del Trabajo, sugerencia que partió de las filas de los internacionalistas belgas. Las cámaras del trabajo tenían que representar al proletariado organizado de cada actividad económica o industria y serían de su incumbencia todas las cuestiones de la economía social y de la organización económica sobre un fundamento socialista, con objeto de preparar prácticamente a los trabajadores para que sus organizaciones se hicieran cargo de los medios de producción y, con este espíritu, se encargasen de la preparación intelectual de los productores. Esas corporaciones tendrían además que encargarse de estudiar todas aquellas cuestiones de interés para los obreros que fuesen suscitadas en las cámaras burguesas, con objeto de contrastar la política de la sociedad burguesa con los puntos de vista de los trabajadores. Max Nettlau, en su libro Der Anarchismus von Proudhon zu Kropotkin —el Anarquismo desde Proudhon hasta Kropotkin— cita un pasaje hasta ahora inédito de un manuscrito de Bakunin, muy revelador del criterio de éste sobre el particular:

«... Todo este estudio práctico y vital de las ciencias sociales efectuado por los mismos trabajadores en sus secciones sindicales y en esas cámaras, engendrará como ya ha comenzado a hacer, en ellos la convicción unánime, bien meditada, demostrable en la teoría y en la práctica, de que una liberación de los trabajadores, seria, definitiva y completa, no es posible más que con una condición, o sea, la apropiación del capital, es decir, de las materias primas y de los utensilios de trabajo, incluyendo la tierra, por el cuerpo total del proletariado

«... La organización de los sindicatos por ramos, su federación en la Internacional y su representación en la Cámara del Trabajo, no sólo crean una gran academia, en la que los obreros de la Internacional, combinando la teoría y la práctica, pueden y deben estudiar la ciencia económica, sino que llevan además en sí mismos los gérmenes vivos del nuevo orden social que ha de sustituir al mundo burgués. No sólo engendran las ideas, sino los hechos del porvenir...»

Estas ideas eran al principio generalmente difundidas por las secciones de la Internacional, en Bélgica, Holanda, el Jura suizo, Francia y España, y dio al socialismo de la gran alianza obrera un carácter peculiar que, con el desarrollo de los partidos políticos obreros en Europa, fue pasado por alto durante varios años, siendo España el único país en que no cejaba su fervor proselitista, como lo han demostrado los recientes acontecimientos ocurridos allí. Fueron activos propugnadores, hombres como Jaime Guillaume, Adhemar Schwitguébel, Eugenio Varlin, Luis Pindy, César de Paepe, Eugenio Hins, Héctor Denis, Guillermo de Greef, Víctor Arnould, R. Farga Pellicer, G. Sentiñón, Anselmo Lorenzo, —por no mencionar aquí más que a los más conocidos, todos ellos elementos respetados en la Internacional. El hecho es que la totalidad del desarrollo intelectual producido en la Internacional se debe entusiasmo de esos elementos libertarios, que no recibieron estímulo ni de las fracciones partidarias del socialismo de Estado de Alemania, de Suiza del tradeunionismo británico.

Desde el momento en que la Internacional proseguía esa orientación general y, por lo demás, respetaba el derecho de decisión de las federaciones por separado, lo cual quedaba estipulado en sus estatutos, ejerció una influencia irresistible sobre los trabajadores organizados. Pero esto cambió de pronto, cuando Marx y Engels empezaron a valerse de su posición en el Consejo General de Londres para hacer que participaran las federaciones nacionales, por separado, en la acción parlamentaria. Ocurrió en la desdichada Conferencia de Londres de 1871. Tal conducta era una flagrante transgresión, no sólo del espíritu, sino de la letra del reglamento de la Internacional. No podía por menos de chocar con la resistencia de todos los elementos libertarios de la Internacional, tanto más cuanto que el asunto no había sido sometido anteriormente a un congreso para que se deliberase al respecto.

Poco después de la Conferencia de Londres, la Federación jurasiana hizo pública la circular de Sonvillier, en la que se protestaba de manera decidida e inequívoca por la osada presunción del Consejo General de Londres. Pero el congreso de La Haya, de 1872, en el que, recurriendo a los más turbios y reprensibles métodos, se formó una mayoría artificial, coronó la obra iniciada en la Conferencia de Londres, de convertir la Internacional en una máquina electoral. Y con objeto de evitar todo género de equívocos, el blanquista Eduardo Vaillant, en su alegato en defensa de la resolución propuesta por el Consejo General en favor de la conquista del poder político por parte de los trabajadores, agregó que «una vez la resolución sea aprobada por el Congreso y por tanto incorporada a la Biblia de la Internacional, todos los miembros de la misma vendrán obligados a acatarla, bajo pena de expulsión». Fue así como Marx y sus secuaces provocaron directamente la escisión en la Internacional, con todas las desastrosas consecuencias de la misma para el desarrollo del movimiento obrero, e inauguraron el período de política parlamentaria que, por necesidad, tenía naturalmente que conducir al estancamiento intelectual y a la degeneración moral del movimiento socialista que se observa hoy en casi todos los países.

Poco después del congreso de La Haya, los delegados de las federaciones más importantes y enérgicas de la Internacional, se reunieron en el congreso antiautoritario de Saint-Imier, donde declararon nulas y vanas todas las resoluciones aprobadas en La Haya.

De entonces data la división del campo socialista, entre los propugnadores de la acción revolucionaria directa y los que abogan por la política parlamentaria, separación que se ha agrandado con el tiempo, hasta hacerse insalvable. Marx y Bakunin eran sencillamente los exponentes más destacados de dos concepciones distintas de los principios fundamentales del socialismo. Pero sería un error pretender explicarse el fenómeno como una querella entre dos personalidades: fue el antagonismo entre dos órdenes de ideas lo que dio a esta lucha una gran importancia, importancia que aún hoy va en aumento. Fue un desastre que Marx y Engels dieran ese carácter de rencor y personalista a la disputa. En la Internacional cabían todas las fracciones, y la continua discusión de todos los puntos de vista hubiera contribuido a aclararlos. Pero el esfuerzo de someter todas las escuelas de pensamiento a una sola, una particular y que, a fin de cuentas, no representaba más que a una pequeña minoría de la Internacional, no podía conducir más que a una escisión en la gran alianza de trabajadores no podía hacer otra cosa sino destruir aquellos gérmenes promisores que tanta importancia tenían para el movimiento obrero en todos los países.

La guerra francoprusiana, por la cual el centro, o foco, del movimiento socialista se trasladó a Alemania, cuyos obreros carecían de tradición revolucionaria y, por tanto, no tenían la abundante experiencia que tenían los socialistas de los países del oeste europeo, contribuyó grandemente a acentuar la decadencia. La derrota de la Commune de París y la incipiente reacción francesa, que en pocos años se corrió a España y también a Italia, fueron causa de que fuese echada aún más a último término la fecunda idea de un sistema de consejos obreros. Las secciones de la Internacional no pudieron, en los citados países, hacer más que seguir arrastrando una vida subterránea, viéndose obligados a concentrar toda su energía en defenderse, repeliendo a la reacción. Hasta que en Francia despertó el sindicalismo revolucionario, no fueron rescatadas del olvido las ideas creadoras de la Primera Internacional, para vitalizar nuevamente el movimiento obrero socialista.

Los objetivos del anarcosindicalismo

Anarcosindicalismo contra socialismo político. - Los partidos políticos y los sindicatos. - Federalismo contra centralismo. - Alemania y España. – La organización del anarcosindicalismo. – Impotencia de los partidos políticos para realizar la reconstrucción social. - La CNT de España: sus fines y sus métodos. - Obra constructiva de los sindicatos y de las colectividades campesinas en España. - El anarcosindicalismo y la política nacional. – Problemas de la hora presente.

El anarcosindicalismo moderno es continuación directa de aquellas aspiraciones sociales que tomaron ya forma en el seno de la Primera Internacional y que fueron comprendidas y mantenidas con mayor tesón por el ala libertaria de la gran alianza obrera.

Sus representantes en la actualidad son las federaciones que en distintos países tiene la Asociación Internacional de Trabajadores de 1922, entre las cuales la que ha adquirido mayor importancia es la poderosa Confederación Nacional del Trabajo de España. Sus postulados teóricos tienen por fundamento las enseñanzas del socialismo libertario o anarquista, y su forma de organización, en gran parte, se inspira en el sindicalismo revolucionario que tanto auge tomó en la primera década del presente siglo, sobre todo en Francia. Se mantiene en oposición directa al socialismo político de hoy día, representado por los partidos obreros parlamentarios en todos los países. Y si en tiempos de la Primera Internacional apenas se esbozaban los comienzos de esos partidos en Alemania, Francia y Suiza, hoy, en cambio, estamos en una posición que nos permite apreciar los resultados de su táctica, con miras al socialismo y al movimiento obrero, al cabo de sesenta años de actividad en todo el mundo.

La participación en la política de los Estados burgueses no ha conducido al movimiento obrero a la más insignificante aproximación hacia el socialismo; antes bien, a causa de tal método, el socialismo ha sufrido casi su total aplastamiento y se ha llegado a ver reducido a la insignificancia. Hay un viejo proverbio inglés que dice: «Quien come patata, muere de empacho», y podría modificarse en esta «Quien come Estado, muere de empacho». La participación en la política parlamentaria ha afectado al movimiento obrero en forma de veneno engañoso. Ésa fue la causa de que se perdiera la fe en la necesidad de proceder a una actuación socialista constructiva, y lo que es peor, el impulso del propio esfuerzo, inculcando al pueblo la desastrosa ilusión que hace esperar toda salvación de lo alto.

De esta manera, en vez del socialismo creador de la antigua Internacional, fomentó una especie de producto sucedáneo que nada tiene que ver con el verdadero socialismo, salvo en el nombre. El socialismo perdió rápidamente su carácter de ideal de cultura con la misión de preparar a los pueblos para provocar la disolución de la sociedad capitalista y que, por consiguiente, no podía ser contenido por las fronteras artificiales de los Estados nacionales.

En el pensamiento de los dirigentes de esta nueva fase del socialismo, los intereses del Estado nacional se fueron mezclando más y más con los presuntos objetivos del partido, hasta que, por fin, llegaron a ser incapaces de distinguir en forma alguna los límites precisos que los separan. Así, pues, era inevitable que el movimiento obrero se viera gradualmente incorporado al engranaje del Estado nacional, devolviéndole a éste el equilibrio que en realidad había perdido ya.

Sería un error atribuir este extraño cambio de fase a una traición intencionada por parte de los dirigentes, como se ha hecho con tanta frecuencia. Lo cierto es que nos hallamos frente a un caso de asimilación gradual de las modalidades de pensamiento propias de la sociedad capitalista, lo cual es condición peculiar de las actuaciones prácticas de los partidos socialistas, y que forzosamente afecta a la posición intelectual de sus jefes políticos. Los mismos partidos que un día se lanzaron a la conquista del poder político, bajo la bandera del socialismo, se vieron arrastrados por la lógica férrea de las circunstancias a ir sacrificando sus convicciones socialistas, pedazo a pedazo, a la política nacional del Estado.

Se convirtieron, sin que la mayoría de sus afiliados se percatara de ello, en pararrayos político para la seguridad del orden capitalista. El poder político que habían querido adquirir, fue conquistándoles su socialismo hasta dejarles casi sin nada.

El parlamentarismo que alcanzó tan rápidamente una posición dominante en los partidos obreros de distintos países, llevó a numerosas mentalidades burguesas y a políticos sedientos de medrar, al campo socialista. Esto hizo que el socialismo perdiera, con el tiempo, su iniciativa creadora y se convirtiera en un movimiento reformista corriente, falto de todo elemento de grandeza. El pueblo se contentaba con los éxitos en los comicios electorales y ya no concedía importancia a la reestructuración social ni a la educación constructiva de los trabajadores hacia ese fin. Las consecuencias de este desastroso abandono de uno de los problemas más considerables, de importancia decisiva para la realización del socialismo, aparecieron en toda su amplitud cuando, después de la guerra mundial, se produjo una situación revolucionaria en muchos países de Europa. El colapso que sufrió el viejo sistema puso en manos de los socialistas el poder por el cual se habían afanado tanto tiempo y que había sido señalado como la primera condición previa necesaria para implantar el socialismo. En Rusia preparó el camino la posesión del Gobierno por el ala izquierda del socialismo de Estado, en forma de bolchevismo; pero no fue para la implantación de una sociedad socialista, sino para el más primitivo tipo de capitalismo de Estado burocrático y para una regresión al absolutismo político que hacía tantos años había sido abolido por las revoluciones burguesas en casi todos los países. En Alemania, no obstante, donde el socialismo moderado había alcanzado el poder en forma de socialdemocracia, el socialismo, con los largos de absorción de las tareas del rutinarismo parlamentario, llegó a verse tan disminuido que no era capaz de la más insignificante acción creadora. Incluso una hoja burguesa democrática como la Frankfurter Zeitung se vio en el caso de confirmar que «en la historia de los pueblos de Europa no se había dado previamente el caso de una revolución tan pobre en ideas creadoras y tan debilitada en su energía revolucionaria».

Y no era esto todo; no sólo no estaba el socialismo político en disposición de emprender ninguna actividad que supusiera esfuerzo constructivo en la orientación socialista, sino que ni siquiera estaba dotado de fuerza moral para mantenerse sobre las realizaciones de la democracia burguesa y del liberalismo, y capituló, entregando todo el país al fascismo, que aplastó de un golpe todo el movimiento obrero, reduciéndolo a astillas. Tanto se había sumergido en el Estado burgués, que perdió totalmente el sentido de la acción socialista constructiva, sintiéndose atado a la infecunda rutina de las prácticas políticas ordinarias, lo mismo que un esclavo se ve atado al banco de la galera.

El moderno anarcosindicalismo es la reacción directa contra los conceptos y los métodos del socialismo político, reacción que incluso antes de la guerra había dado muestras de un vigoroso resurgimiento del movimiento sindicalista obrero en Francia, Italia y otros países, por no citar a España, donde la mayoría de los trabajadores organizados se mantuvieron fieles a las doctrinas de la Primera Internacional.

La palabra «sindicato de trabajadores» significaba al principio en Francia organización por ramos de la industria, para el mejoramiento de su status social y económico. Pero el crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este significado una importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido es, por así decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político determinado dentro del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra forma, mantener el orden burgués, así también, desde el punto de vista sindicalista, las uniones de trabajo, los sindicatos, constituyen la organización obrera unificada, y tienen por objeto la defensa de los intereses de los productores dentro de la sociedad presente y la preparación y el fomento práctico de la reedificación de la vida social según las normas socialistas. Tiene, por consiguiente, una doble finalidad: 1.º Como organización militante de los trabajadores contra los patronos, dar fuerza a las demandas de los primeros para asegurar la elevación de su promedio de vida. 2.º Como escuela para la preparación intelectual de los obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la producción y de la vida económica en general, de suerte que, cuando se produzca una situación revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo socialeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.

Opinan los anarcosindicalistas que los partidos políticos, aunque ostenten nombres socialistas, no son adecuados para cumplir ninguna de dichas tareas. Así lo atestigua el mero hecho de que, incluso en países en que el socialismo político dirigió poderosas organizaciones y contaba con millones de votos, los trabajadores nunca pudieron prescindir de los sindicatos, ya que la legislación no les ofrecía protección en su lucha diaria por el pan. Con frecuencia ha ocurrido que precisamente en las zonas del país donde el partido socialista tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban más bajos y la vida en peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los distritos del norte de Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en muchos Ayuntamientos, y en Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana había llegado a tener infinidad de afiliados.

Los Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a tomar medidas de reforma social o económica por propia iniciativa, y cuando por acaso así ha sucedido, la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han sido letra muerta en medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las modestas tentativas del Parlamento británico, en la primera época de la gran industria, cuando los legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de la explotación de los niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios triviales, tales disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación. Por una parte caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra, fueron saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la conocida ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890, prohibiendo que las mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia bajase sus niñitos a las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando aquellas mujeres lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció el mal por sí mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la historia de todos los países.

Pero incluso la autorización legal de una reforma no ofrece garantía de permanencia, a no ser que fuera del Parlamento haya masas militantes dispuestas a defenderla contra todos los ataques. Así, los propietarios de las fábricas de Inglaterra, a pesar de la aprobación del proyecto de ley de la jornada de diez horas, en 1848, se valieron poco después de una crisis industrial para obligar a los obreros a laborar once horas y aun doce al día. Cuando los inspectores de industrias procedieron legalmente, no sólo fueron absueltos los acusados, sino que el Gobierno insinuó a los inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado a la letra de la ley, de manera que los trabajadores, después que sus reivindicaciones parecía que habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso de tener que comenzar desde el principio, por su cuenta, la campaña en defensa de la jornada de diez horas. Entre las pocas reformas que la revolución de noviembre de 1918 otorgó a los obreros alemanes, la más importante era la de la jornada de ocho horas. Pero les fue arrebatada a los trabajadores por los patronos en casi todas las industrias, a despecho de figurar tal medida en los estatutos de trabajo, de acuerdo con la misma Constitución de Weimar.

Mas si los partidos políticos son absolutamente incapaces de procurar la más insignificante mejora de las condiciones de vida de las clases laboriosas dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces todavía de emprender la estructuración orgánica desde una comunidad socialista, ni de prepararle el terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo más indispensable para tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes pruebas ello.

La punta de lanza del movimiento obrero no es, por consiguiente, el partido político, sino el sindicato, endurecido en la lucha cotidiana y penetrado de espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden desplegar toda su fuerza situándose en el terreno económico, pues es su actividad como productores lo que mantiene unida la estructura social y garantiza en absoluto la misma existencia de la sociedad. En cualquier otro plano se hallarán pisando terreno ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas sin esperanza, que no les aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En el campo de la política parlamentaria el obrero es como el gigante Anteo del mito griego, al que Hércules pudo estrangular en el aire, una vez separados sus pies de la Tierra, que era su madre. Únicamente como productor y creador de riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y animada por el ideal de la justicia entre los hombres.

Para los anarcosindicalistas, el sindicato no es simplemente un fenómeno de transición, tan efímero como la sociedad capitalista, sino que entraña el germen de la economía socialista del mañana, y es la escuela primaria del socialismo en general. Toda nueva estructura social forma órganos propios dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este comienzo, no cabe pensar en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones no pueden hacer otra cosa sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía y que germinaba en la conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese germen, ni plasmar un mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar esa semilla a tiempo y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de facilitar la futura obra de la revolución y darle garantías de permanencia.

Toda la obra educativa del anarcosindicalismo se encamina a este fin. La educación socialista no significa para los anarcosindicalistas triviales campañas de propaganda ni la llamada «política del momento», sino el esfuerzo para que los obreros vean con más claridad las relaciones intrínsecas de los problemas sociales entre sí, y el desarrollo de su capacidad administradora, con objeto de prepararles para su misión de reformadores de la vida económica, y darles la seguridad moral necesaria para realizar su obra. No hay entidad social más apropiada para esta finalidad que la organización de lucha económica de los trabajadores; endurece su resistencia en el combate directo por la defensa de su existencia y de sus derechos humanos. Esta pelea directa y constante con los defensores del presente sistema, desarrolla al mismo tiempo los conceptos éticos sin los cuales no es posible ninguna transformación social: solidaridad vital con los compañeros de destino, y responsabilidad moral de las propias acciones.

Precisamente porque la obra educativa de los anarcosindicalistas se encamina al desarrollo del pensamiento y la acción libre, son declarados adversarios de todas las tendencias centralizadoras tan características de los partidos socialistas políticos. Pero el centralismo, esa organización artificial que se manifiesta en sentido de arriba abajo y que pone los asuntos de todos los individuos, en masa, a disposición de una pequeña minoría, es indefectiblemente asistido por una estéril rutina y aplasta toda convicción individual, mata todas las iniciativas personales por medio de una disciplina sin alma y de una fosilización burocrática, impidiendo toda acción independiente. La organización del anarcosindicalismo se funda en los principios del federalismo, en la libre correlación establecida de abajo arriba, poniendo por encima de todo el derecho de autodeterminación de cada miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo orgánico entre todos a base de intereses semejantes y de convicciones comunes.

A menudo se ha achacado al federalismo que divide y debilita las fuerzas para la organización defensiva. Y es muy significativo que hayan sido precisamente los representantes de los partidos obreros políticos y de las trade unions, bajo la influencia de aquéllos, quienes hayan repetido esta censura hasta la saciedad. Pero también sobre esto los hechos reales han tenido más elocuencia que las teorías. No hubo jamás ningún país desde el movimiento obrero que estuviera tan centralizado y donde la técnica de la organización fuese desarrollada con tal extrema perfección como en Alemania antes de que Hitler detentara el poder. Un poderoso mecanismo burocrático cubría todo el país y determinaba todas las manifestaciones de la vida política y económica de las organizaciones obreras. En las últimas elecciones anteriores a tal hecho, los partidos socialdemócrata y comunista tuvieron en conjunto más de doce millones de votos en apoyo de sus candidatos.

Y una vez adueñado Hitler del poder, seis millones de trabajadores que estaban de tal manera organizados, no levantaron un dedo para evitar la catástrofe que hundía a Alemania en el abismo y que en pocos meses deshizo completamente sus organizaciones.

En cambio, en España, donde el anarcosindicalismo, seguido con mucho arraigo en la organización obrera desde los días de la Primera Internacional, gracias a una propaganda libertaria incansable y una intensa lucha que la preparó para la resistencia, fue la poderosa CNT la que con la intrepidez de réplica frustró los planes de Franco y de sus numerosos auxiliares de dentro y del exterior, levantando el ánimo de todos los obreros y campesinos de España con su ejemplo heroico para dar la batalla al cabecilla faccioso —hecho éste que él mismo se vio obligado a reconocer—. Sin la heroica resistencia de los sindicatos anarcosindicalistas, la reacción fascista hubiera dominado en pocas semanas toda la Península.

Comparando la técnica de la organización federalista de la CNT con la máquina centralista que construyeron los obreros alemanes, causa sorpresa ver la simplicidad de la primera. En los sindicatos menos numerosos todas las tareas de organización se efectuaban voluntariamente. En las federaciones, ya más amplias, donde, naturalmente, se requerían representantes oficiales, éstos eran elegidos por un año solamente y tenían una paga igual a la de los trabajadores del ramo a que pertenecieran. Ni la Secretaría general de la CNT era excepción a esta regla. Es ésta una tradición conservada en España desde los días de la Internacional. Esta sencilla forma de organización, no sólo bastó a los españoles para convertir a la CNT en una unidad de lucha de primer orden, sino que la ponía a salvo del peligro de caer en régimen burocrático dentro de su misma esfera, y les permitió desplegar ese irresistible espíritu de solidaridad y de tenaz beligerancia que es tan característico de esa organización y que no se da en ningún otro país.

Para el Estado, el centralismo es la forma más adecuada de organización, puesto que aspira a la mayor uniformidad posible en la vida social, con objeto de mantener el equilibrio social y político. Mas para un movimiento cuya misma existencia depende de la acción rápida en toda circunstancia propicia, y en la independencia de pensamiento y de acción de sus mantenedores, el centralismo no podría ser más que una desdicha pues debilitaría su energía decisiva y reprimiría sistemáticamente toda su actividad directa. Si, por ejemplo, como ocurría en Alemania, cada huelga local tenía que ser aprobada previamente por la Central, que a veces estaba a centenares de millas y que ordinariamente no estaba en condiciones de formular un juicio acertado sobre las circunstancias locales, no cabe sorprenderse entonces de que la pesadez del mecanismo hiciera imposible que éste reaccionase rápidamente. El resultado es que se crea un estado de cosas en el que los grupos enérgicos e intelectuales no sirven de modelo a los más activos, sino que quedan condenados a la inacción por éstos, produciendo inevitablemente el estancamiento de todo el conjunto. Una organización no es, a la postre, más que un medio para determinada finalidad. Cuando se convierte en fin de sí misma, mata al espíritu y la iniciativa vital de sus miembros, estableciendo ese dominio de la mediocridad que es propio de la burocracia.

Por consiguiente, el anarcosindicalismo opina que las organizaciones sindicales deben tener tal carácter que permita llevar al máximo la lucha de los obreros contra los patronos, al mismo tiempo que les proporcione a los primeros una base que les haga capaces, dada una situación revolucionaria, de emprender la reestructuración de la vida económica y social.

De manera que su organización se estructura en la siguiente forma: los trabajadores de cada región se unen en los sindicatos de sus respectivos ramos, y éstos no se hallan sujetos al veto de ninguna central, sino que gozan de plenos derechos de autodeterminación. Los sindicatos de la ciudad o de los distritos rurales se combinan en lo que en inglés diríamos cartels, o federaciones del trabajo. A su vez, estas federaciones son las que organizan la propaganda y la educación locales. Funden a los obreros como clase y evitan que se produzca ninguna manifestación fraccional de miras estrechas. Todas las federaciones están vinculadas, según distritos y regiones, entre sí, por medio de la Confederación General del Trabajo, que mantiene en constante contacto los grupos locales, vela por el libre engranaje del trabajo productivo de los miembros de distintas organizaciones en sentido cooperativo, procura establecer la coordinación necesaria en la obra educativa, en la que las federaciones poderosas acudirán en ayuda de las más débiles, y en general presta el apoyo de su concurso a los grupos locales, en forma de consejo y guía.

Resulta, pues, que cada sindicato está, además, enlazado federativamente con todos los del mismo ramo del país, y a su vez relacionados en la misma forma con todos los ramos colaterales, de suerte que están constituidos en verdaderas alianzas industriales. La misión de estas alianzas es ordenar la acción cooperativa de los grupos locales, dirigir huelgas de solidaridad cuando se haga necesario y atender a todos los requerimientos de la lucha diaria entre el capital y el trabajo. De esta manera, la Confederación de «cártels» y de alianzas industriales constituyen los polos entre los cuales gira toda la vida de los sindicatos. Los anarcosindicalistas están persuadidos de que ni por decretos ni por estatutos otorgados por el Gobierno puede crearse un orden de economía socialista, sino en virtud de la colaboración del cerebro y de la mano de obra de todos los trabajadores, desde cada ramo de la producción; es decir, posesionándose de las fábricas para regentarlas los obreros por sí mismos, en tal forma que todos los grupos separados de fábricas y ramos industriales sean miembros independientes del organismo económico general y efectúen sistemáticamente la producción y la distribución de los productos en interés de la comunidad, a base de libres acuerdos mutuos.

En tal caso, las federaciones obreras se harán cargo del capital social existente en cada comunidad, determinarán cuáles sean las necesidades de los habitantes de sus distritos y organizarán el consumo local. Por medio de la función de la Confederación Nacional del Trabajo será posible calcular las exigencias de la totalidad del país y ajustar a ellas, en consecuencia, el rendimiento de la producción. Por otra parte, sería de incumbencia de las alianzas industriales hacerse cargo de todos los medios de labor y manufactura: máquinas, material de transporte, materias primas, etc., y suministrar a los grupos sindicales lo necesario. Resumiendo: 1.º, organización de las fábricas por los mismos productores y dirección del trabajo por consejos nombrados por los mismos; 2.º, organización de la producción total del país por medio de las federaciones industriales y agrícolas; 3.º, organización del consumo por medio de «cártels» del trabajo.

En este terreno la experiencia práctica nos suministra la mejor materia de estudio. Nos ha demostrado que las cuestiones económicas, en el sentido socialista, no puede resolverlas un Gobierno aunque éste signifique la tan cacareada dictadura del proletariado.

En Rusia la dictadura bolchevique estuvo casi dos años sin saber qué hacer con los problemas económicos, y trataba de ocultar su incapacidad amparándose en una inundación de decretos y ordenanzas, el noventa y nueve por ciento de los cuales era destruido en el acto en las oficinas del Estado. Si el mundo pudiera hacerse libre por medio de decretos, hace tiempo no habría ya problemas en Rusia. En su fanático celo por el Gobierno, el bolchevismo ha destruido violentamente los más valiosos comienzos del nuevo orden social, suprimiendo las cooperativas, poniendo las uniones sindicales bajo el control del Estado, y privando, casi desde el comienzo, a los soviets de su libertad. Kropotkin dijo, con justicia, en su «Mensaje a los trabajadores de los países de la Europa occidental»:

«Rusia nos ha mostrado el camino que no debe seguirse para establecer el socialismo, aunque la masa del pueblo, asqueada por el viejo régimen, no opusiera resistencia a los experimentos del nuevo Gobierno. La idea de la formación de consejos de obreros y campesinos tiene, en sí misma, una extraordinaria importancia. Pero en la medida en que el país esté dominado por la dictadura de un partido, los consejos de obreros y de campesinos pierden, naturalmente, su significación. Degeneran hasta desempeñar el mismo papel pasivo que los representantes de los Estados solían desempeñar en tiempo de las monarquías absolutas. Un consejo de trabajadores deja de ser un consejo libre y valioso cuando no hay libertad de prensa en el país, como ha ocurrido entre nosotros por más de dos años. Es más: los consejos de obreros y campesinos pierden toda su significación cuando no se eligen previa una propaganda pública y las mismas elecciones se llevan a cabo bajo la presión ejercida por la dictadura de partido. Un Gobierno constituido por tales consejos —Gobierno soviético— equivale a un definitivo paso en retroceso, tan pronto como la revolución avanzaba para estructurar una nueva sociedad sobre nuevos cimientos económicos; resulta cabalmente un principio viejo sobre un basamento nuevo».

La marcha de los acontecimientos ha dado plenamente la razón a Kropotkin. Rusia se halla hoy más lejos del socialismo que ningún otro país. La dictadura no conduce a la liberación económica y social de las masas laboriosas, sino a la supresión de las más triviales libertades y al desarrollo de un despotismo ilimitado que no respeta derecho alguno y pisotea todos los sentimientos de la dignidad humana. Lo que el trabajador ruso ha salido ganando económicamente bajo el presente régimen es una forma más ruinosa de la explotación humana, heredada del más exagerado grado del capitalismo, en forma de sistema stakhanovista, que eleva la capacidad de rendimiento del operario al límite máximo y le rebaja a la condición de esclavo de galera, a quien se niega todo control de su trabajo personal y tiene que someterse a todos los mandatos de sus superiores, si no quiere exponerse a sufrir penas de privación de la libertad y aun de la vida. Ahora bien: el trabajo forzado es lo que menos puede conducir al socialismo. Distancia al hombre de la comunidad, destruye la alegría de su trabajo cotidiano y sofoca esa sensación de responsabilidad personal en relación con los compañeros, sin la cual huelga que se hable de socialismo.

Sobre Alemania, no vale la pena de que se haga aquí ninguna reflexión. No era lógico esperar de un partido como el de los socialdemócratas —cuyo órgano central, el Vorwaerts, en la misma víspera de la revolución de 1918, hacía advertencias a los trabajadores sobre la precipitación: «Pues el pueblo alemán —decía— no está preparado para la república, que hiciera experimentos de socialismo. Se le vino a las manos el poder, sin más ni más, y no sabía qué hacerse con él. Su absoluta impotencia contribuyó no poco a hacer posible que Alemania se tueste hoy al sol del Tercer Reich».

Los sindicatos anarcosindicalistas de España, especialmente en Cataluña, donde su influencia es mayor, nos han dado en este aspecto un ejemplo único en la historia del movimiento obrero socialista. Con ello no han hecho sino demostrar lo que los anarcosindicalistas han dicho siempre con insistencia, que el acercamiento al socialismo sólo es posible cuando los trabajadores han creado el organismo adecuado para el mismo y, sobre todo, cuando tienen una preparación previa, debida a una educación genuinamente socialista y a la acción directa. Y así ha ocurrido en España, donde desde los días de la Internacional el peso del movimiento laborista ha recaído no en los partidos políticos, sino en los sindicatos revolucionarios.

Cuando el 18 de julio de 1936, la conspiración los generales fascistas culminó en abierta rebelión y fue sofocada en pocos días por la heroica resistencia de la CNT y la FAI —Confederación Nacional Trabajo y Federación Anarquista Ibérica— que libró a Cataluña del enemigo y frustró el plan de los conspiradores que habían confiado en la sorpresa súbita, se vio claro que los trabajadores de Cataluña no se quedarían a medio camino. En efecto, se procedió en seguida a la colectivización de la tierra y a la incautación de las fábricas, cometido en el que entendieron los sindicatos de campesinos y de obreros industriales; y este movimiento, desatado por iniciativa de la CNT y la FAI, con fuerza irreprimible, se extendió por Aragón y Levante, llegando a otras regiones del país, consiguiendo arrastrar a una gran parte de los sindicatos del partido socialista, organizados bajo la Unión General de Trabajadores. La rebelión fascista había puesto a España en el camino de la revolución social.

El acontecimiento demuestra que no sólo los trabajadores anarcosindicalistas de España están dotados de una alta capacidad combativa, sino que les mueve un gran espíritu constructivo, adquirido en largos años de educación socialista. El gran mérito del anarquismo libertario de España, que tiene ahora expresión en la CNT y en la FAI, es que desde los tiempos de la Internacional ha seguido educando a los obreros en ese espíritu que estima la libertad por encima de todo y que considera que la independencia de criterio de sus afiliados es la base de su existencia. El movimiento libertario español nunca se dejó extraviar en un laberinto de economía metafísica que hubiera anquilosado su impulso intelectual con conceptos fatalistas, como ocurrió en Alemania, ni ha malgastado sus energías en tareas de una estéril rutina de parlamentarismo burgués. Para ese movimiento español, el socialismo ha sido siempre cosa de incumbencia del pueblo, un crecimiento orgánico que radica en la actividad de las mismas masas, cuya base está en sus organizaciones económicas.

La CNT no es, por consiguiente, una simple alianza de trabajadores industriales, como las trade unions o sindicatos de otros países. Abarca, incluyéndolos en sus filas, a los sindicatos de trabajadores de la tierra y campesinos en general, como también a los obreros de la inteligencia. Si los braceros luchan ahora codo a codo con los operarios de las fábricas contra el fascismo, ello se debe a la gran obra educativa que han realizado la CNT y sus iniciadores. Socialistas de todas las escuelas, auténticos liberales y burgueses antifascistas que han tenido ocasión de observar los hechos en su propio escenario, todos han coincidido en sus juicios al apreciar la capacidad creadora de la CNT y han dedicado palabras de la mayor admiración a sus obras constructivas. Ninguno de ellos ha dejado de elogiar la natural inteligencia, la reflexión y prudencia y, sobre todo, la tolerancia sin igual de que han dado muestras los trabajadores y campesinos de la CNT al dar realización a su difícil tarea.[6]

Trabajadores del campo, técnicos y hombres de ciencia se juntaron para laborar en cooperación, y en tres meses lograron dar un aspecto radicalmente nuevo a la vida económica de Cataluña.

Hoy día, en Cataluña, las tres cuartas partes de la tierra están colectivizadas y cultivadas en cooperación por los sindicatos agrarios. En esto, cada comunidad ofrece un tipo propio y arregla sus asuntos internos a su manera, pero las cuestiones económicas las ordena por mediación de su federación correspondiente. De esta suerte queda salvaguardada la libre iniciativa de empresa y son fomentadas las nuevas ideas y el mutuo estímulo. Una cuarta parte del terreno está en manos de pequeños propietarios labradores, a quienes se les ha dejado en libertad de elegir entre unirse a las colectividades continuar su gobierno familiar. En muchos casos sus bienes exiguos han sido incluso aumentados, en proporción con el número de sus miembros. En Aragón, una inmensa mayoría de los campesinos optó por colectivizarse. Hay en esa región más de cuatrocientas granjas colectivas, diez de las cuales están bajo control de los sindicatos de la UGT; las demás las llevan los sindicatos de la CNT. Tales progresos ha hecho la agricultura en esas zonas, que en el transcurso de un año, el cuarenta por ciento de las tierras antes incultas se han puesto bajo cultivo. En Levante, en Andalucía e incluso en Castilla, la agricultura colectiva, bajo la orientación administrativa de los sindicatos, realiza constantes progresos. En numerosas colectividades menores ha sido ya adoptada una modalidad nueva de vida socialista: los habitantes de las mismas no hacen ya el cambio por medio de dinero, sino que procuran atender con el fruto de su trabajo colectivo a sus propias necesidades, dedicando todo lo sobrante a ayudar al mantenimiento de sus camaradas que luchan en el frente.

En muchas de las colectividades rurales se ha conservado la compensación individual por el trabajo desempeñado, quedando aplazado el esfuerzo de reestructurar el nuevo sistema para cuando la guerra haya terminado, pues la guerra reclama por el momento los máximos esfuerzos de todo el pueblo. En estos casos, la cuantía de los jornales se precisa en atención al número de miembros de la familia. Los informes económicos de los boletines diarios de la CNT están llenos de datos curiosos sobre la formación de las colectividades y su desenvolvimiento técnico, con la introducción de maquinaria y fertilizantes químicos, casi desconocidos anteriormente. Sólo en Castilla, las colectividades campesinas han gastado en el pasado año más de dos millones de pesetas con este objeto. La gran tarea de la colectivización del campo se facilitó considerablemente cuando las federaciones rurales de la UGT se unieron al movimiento general. Son muchas las comunidades campesinas cuyos asuntos son tratados de mutuo acuerdo, entre delegados de la CNT y de la UGT, acentuando la aproximación de ambas organizaciones, acercamiento que culminó en una alianza de trabajadores de ambas centrales sindicales.

Pero donde los sindicatos obreros han realizado su más asombrosa obra es en el terreno de la industria, ya que tomaron en sus manos absolutamente toda la vida industrial del país. En Cataluña, en un año, los ferrocarriles han sido dotados de completo equipo moderno, y en puntualidad, los servicios nunca habían funcionado como ahora. Las mismas mejoras se han efectuado en todo el sistema de transportes, en la industria textil, en la construcción de maquinaria, en la edificación y en las industrias menores. Pero es en las industrias de guerra donde los sindicatos han realizado un verdadero prodigio. Por el llamado pacto de neutralidad, el Gobierno español se vio privado de importar armas en cantidad. Cataluña, antes del levantamiento militar, no tenía una sola fábrica de manufactura militar. Lo que más apremiaba, por tanto, era rehacer industrias enteras para responder las demandas de la guerra. Dura empresa ésta para unos sindicatos que tenían ya sus manos completamente ocupadas en establecer un nuevo orden social. Y, sin embargo, lo efectuaron con tal energía y eficiencia técnica que únicamente se explica por el fervor de los trabajadores y su presteza ilimitada en sacrificarse por la causa. Llegaron a trabajar los obreros, en esas fábricas, doce y aun quince horas diarias para dar cima a su obra. Hoy Cataluña cuenta con 283 grandes fábricas que trabajan día y noche en la producción de material de guerra, con objeto de que los frentes estén debidamente provistos. Actualmente Cataluña provee a la mayor parte de los requerimientos militares. El profesor Andrés Oltramare ha declarado en un artículo que los trabajadores de Cataluña «han realizado en siete semanas lo que Francia hizo en catorce meses, a partir de la ruptura de hostilidades de la guerra mundial».

Pero no acaba aquí, ni mucho menos. La desdichada guerra empujó hacia Cataluña a una abrumadora cifra de fugitivos, procedentes de todas las zonas azotadas por la guerra: hoy suman un millón.[7] Más del cincuenta por ciento de los enfermos y heridos hospitalizados en los establecimientos sanitarios de Cataluña, no son catalanes. Es fácil, pues, hacerse cargo de la tremenda labor de los sindicatos obreros para atender a todas las necesidades que la situación originaba. De la organización de todo el sistema de enseñanza por grupos de maestros de la CNT, de las asociaciones de protección del arte y de otros cien aspectos, no puedo siquiera ocuparme en el breve espacio de esta obra.

Al mismo tiempo, la CNT mantenía 120.000 milicianos propios que luchaban en todos los frentes. Ninguna organización ha rendido en España una contribución tan grande en vidas y heridos como la CNT y la FAI. En su heroico comportamiento contra el fascismo, ha perdido a muchos de sus más significados luchadores, entre ellos Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, cuya épica grandeza convirtió a este último en el héroe del pueblo español.

En semejantes circunstancias, puede que se comprenda que los sindicatos no hayan podido llevar a término y completar su obra ingente de reconstrucción social, y que de momento no pudieran prestar toda su atención al problema de la distribución y consumo. La guerra, la ocupación por los ejércitos fascistas de parte de las zonas en las que hay importantes fuentes de materias primas, la invasión italiana y alemana, la actitud hostil del capital extranjero, las matanzas de la contrarrevolución brotada en el mismo territorio y apoyada esta vez —cosa significativa— por Rusia y por el partido comunista español: todas estas causas y otras muchas han obligado a los sindicatos a aplazar muchas y grandes tareas hasta que la guerra termine victoriosamente. Pero haciéndose cargo de las industrias y de las tierras para su administración, han dado el primer paso, que es el más importante, hacia el socialismo. Sobre todo han demostrado que los trabajadores, aun sin los capitalistas, son capaces de llevar adelante la producción y de hacerlo mejor que el puñado de administradores que explotan el hambre. Cualquiera que fuese la solución de la sangrienta guerra que se libra en España, el haber hecho esta demostración, será siempre un servicio indiscutible de los anarcosindicalistas españoles, cuyo heroico ejemplo ha abierto nuevas perspectivas futuras al movimiento socialista.

Si el anarcosindicalismo se esfuerza por inculcar a las clases trabajadoras de todo el mundo la comprensión de esta nueva forma de socialismo constructivo y mostrarles que hoy deben dar a sus organizaciones de lucha económica las cualidades necesarias para que sean aptas, en un momento dado de crisis económica general, para emprender la obra de la estructuración socialista, eso no significa que esas cualidades estén calcadas en las formas de organización de un solo modelo. En cada país hay condiciones peculiares, íntimamente trabadas a su desarrollo histórico, a sus tradiciones, a sus peculiaridades psicológicas. La gran superioridad del federalismo es, indudablemente, que toma en consideración estos importantes factores y no insiste en una uniformidad que violenta el libre pensamiento y fuerza a los hombres a cosas externas, contrarías a sus tendencias naturales.

Kropotkin dijo en cierta ocasión que tomando a Inglaterra por ejemplo, hay tres grandes movimientos que en tiempo de crisis revolucionaria facilitarían a los obreros el desenvolverse a través del derrumbamiento total de la presente economía social: el tradeunionismo, las organizaciones cooperativas y el movimiento en favor del socialismo municipal; eso, naturalmente, supuesto que tengan en vista una meta fija y trabajen juntos siguiendo un plan definido. Los trabajadores deben comprender que no sólo debe ser su liberación obra suya, sino que esa libertad sólo puede concebirse si ellos mismos atienden a las aportaciones constructivas preliminares, en vez de fiar la tarea a los políticos, pues éstos no están en manera alguna preparados para ello. Y por encima de todo, deben comprender que por distintos que sean, según los países, esos preliminares inmediatos para libertarse, los efectos de la explotación capitalista son idénticos en todas partes y, por consiguiente, deben dar a sus esfuerzos el necesario carácter internacional.

Ante todo, no deben atar esos esfuerzos a los intereses del Estado nacional, como por desgracia ha ocurrido hasta el presente en muchos países. El mundo de la organización del trabajo debe proseguir hacia sus propios fines y posee intereses propios que defender, y éstos no coinciden con los del Estado nacional ni con los de las clases ricas. Una colaboración de obreros y patronos, tal como la propugnaron el partido socialista y los grupos sindicales en Alemania después de la guerra mundial, no puede conducir más que a hacer desempeñar al trabajador el papel del pobre Lázaro, que tenía que contentarse con recoger las migas que caían del banquete del hombre rico. La colaboración es posible solo cuando los fines y, lo que más importancia tiene, los intereses, son iguales.

Es indudable que algunas pequeñas comodidades caen a veces en el lote de los trabajadores, si los burgueses de su país logran alguna ventaja sobre los de otro; pero esto siempre lo obtienen a costa de su propia libertad. El trabajador en Inglaterra, Francia, Holanda, etc., participa hasta cierto punto de los beneficios que, sin esfuerzo suyo, fueron a caer en el seno de la burguesía de su país, procedentes de la explotación sin trabas de los pueblos coloniales; pero, tarde o temprano, llegará el día que esos pueblos abran también los ojos, y entonces tendrá que pagar de la manera más cara las pequeñas ventajas de que disfrutó antes. Los acontecimientos de Asia lo demostrarán así, con meridiana claridad, en un futuro próximo. Pequeñas ganancias debidas al aumento de las ocasiones de hallar trabajo y de cobrar mejores salarios, pueden hacer prosperar al obrero de un Estado afortunado que se abre mercados a costa de otros. La consecuencia de esto es que ahonda más la división que separa a unos de otros en el movimiento obrero internacional, división que no logran desvanecer las más bellas resoluciones de los congresos internacionales.

Esta escisión es la que aleja más y más el día de la liberación del trabajador del yugo del salario de esclavitud. Desde el momento en que el obrero liga sus intereses a los de la burguesía de su país en vez de ligarlos a los de su clase, debe también, naturalmente, cargar con todas las consecuencias que ha de tener esa relación. Debe estar dispuesto a batirse en las guerras de las clases detentoras de la riqueza, guerras que desencadenan por el mantenimiento y la extensión de sus mercados, y defender cualquier injusticia que dichas clases se lancen a cometer contra otros pueblos. La prensa socialista de Alemania no hacía más que obrar en forma consecuente cuando pedía, durante la guerra mundial, la anexión de territorios extranjeros. Era consecuencia inevitable de la actitud mental y de los métodos que los partidos socialistas políticos habían mantenido mucho tiempo hasta la conflagración.

Hasta que los obreros de todos los países no estén claramente de acuerdo en que sus intereses son los mismos en todas las latitudes, e inspirándose en ello aprendan a unirse para actuar juntos, no podrá decirse que existe una base efectiva para la liberación internacional de la clase trabajadora.

Cada época comporta unos problemas peculiares y tiene sus métodos propios para tratarlos. El problema que se nos plantea en la actualidad es éste: la liberación del hombre de esa maldición de la explotación económica y de la esclavitud social. La era de las revoluciones políticas pasó a la historia, y dondequiera que se produzcan, no alteran en lo más mínimo los fundamentos del orden social capitalista. Por una parte, cada vez se ve más claro que la democracia burguesa está en tal decadencia que ya no es capaz de oponer resistencia verdadera a la amenaza del fascismo. Por otra parte, el socialismo se ha perdido de tal manera por los cauces secos de la política burguesa, que ya no siente la menor simpatía por la genuina educación socialista de la masa y nunca va más allá de abogar por insignificantes reformas. Pero el desarrollo del capitalismo y el gran Estado moderno, nos han puesto en una situación en la que vamos a toda vela hacia una catástrofe universal. La última guerra mundial y sus consecuencias sociales y económicas que hoy siguen constantemente y con creciente intensidad su obra desastrosa, hasta llegar a convertirse ya en un verdadero peligro para la misma existencia de la cultura humana, son síntomas siniestros de unos tiempos que no hay hombre con discernimiento que no acierte a interpretar. Por consiguiente, nos atañe a nosotros la reconstrucción de la vida económica de los pueblos, levantándola del suelo y reestructurándola con espíritu socialista. Pero únicamente los productores están capacitados para esta obra, ya que ellos son el único elemento creador de valores, del cual puede surgir un porvenir nuevo. Sus tareas son librar el trabajo de los grilletes con que lo sujeta la explotación económica, librar a la sociedad de todos los procedimientos y las instituciones de poder político, y abrir el camino para llegar a una alianza de agrupaciones libres de hombres y mujeres, fundadas en el trabajo cooperativo y en una administración pensada con miras al bien de la comunidad. Preparar a las masas que laboran afanosamente en la ciudad y en el campo para esta gran finalidad, y unirlas entre sí como fuerza militante, tal es el objetivo del moderno anarcosindicalismo, y esto llena toda su misión.

Complemento de la nota 6:

«En medio de la guerra civil, los anarquistas han demostrado ser organizadores políticos de primer rango. Acertaron a que prendiera en todos los ciudadanos el necesario sentido de responsabilidad, y, por medio de llamamientos impresionantes, han sabido mantener vivo el sentimiento de sacrificio en bien general del pueblo».

«Como socialdemócrata hablo aquí con íntima satisfacción y con admiración sincera por lo que he comprobado en Cataluña. La transformación anticapitalista se efectuó sin necesidad de recurrir a la dictadura. Los miembros de los sindicatos son dueños de sí mismos y dirigen la elaboración y la distribución de los productos del trabajo bajo su administración propia, con el consejo de técnicos en quienes tienen confianza. El entusiasmo de los trabajadores es tal que desprecian toda ventaja personal y sólo piensan en el bienestar común».

El conocido antifascista italiano Carlos Roselli, que antes de tomar Mussolini el poder era profesor de Economía en la Universidad de Génova, precisó su juicio en las siguientes palabras:

«En tres meses, Cataluña ha sido capaz de establecer un nuevo orden sobre las ruinas del viejo sistema. Y se debe principalmente a los anarquistas, que han demostrado un notable sentido de la proporción, comprensión realista y destreza... Todas las fuerzas revolucionarias de Cataluña se han unido en un programa de carácter sindicalista-socialista: socialización de la gran industria; reconocimiento de la pequeña propiedad; control obrero...

El anarcosindicalismo, hasta hoy tan menospreciado, se ha revelado como una gran fuerza constructiva... Yo no soy anarquista, pero estimo un deber dar mi opinión sobre los anarquistas de Cataluña, que siempre han sido presentados ante el mundo como elementos destructores, cuando no criminales. Estuve al comienzo con ellos en las trincheras y he aprendido a admirarlos. Los anarquistas de Cataluña pertenecen a la vanguardia de la próxima revolución. Con ellos nace un mundo nuevo, y es una dicha servir a ese mundo».

Y Fenner Brockway, secretario del Partido Laborista Independiente de Inglaterra, que viajó por España después de los acontecimientos de mayo de 1937 en Cataluña, expresa sus impresiones en los siguientes términos:

«Me impresionó la fuerza de la CNT. Era innecesario que se me dijera que se trata de la organización de trabajadores más vasta e infundida de mayor vitalidad. Así se evidenciaba en todos los aspectos. Las grandes industrias estaban, claramente, en su mayor parte, en manos de la CNT: ferrocarriles, transportes por carretera, muelles, ingeniería, tejidos, electricidad, construcción, agricultura. En Valencia la UGT tenía mayor parte en el control que en Barcelona, pero hablando en general la masa trabajadora estaba afiliada a la CNT.

Los afiliados a la UGT eran más bien la gente de «cuello blanco» —los trabajadores de oficina—. Me impresionó grandemente la obra revolucionaria constructiva que está llevando a cabo la CNT. Haber logrado tener el control de tantos obreros industriales, es una obra inspirada. Puede tomarse como ejemplo el ramo textil, el ferroviario, el metalúrgico... Hay todavía algunos ingleses y norteamericanos que consideran a los anarquistas de España como imposibles, indisciplinados e incontrolables. Es el polo opuesto de la verdad. Los anarquistas de España, por medio de la CNT, están realizando una de las obras constructivas más considerables que haya llevado a efecto ninguna clase trabajadora. Luchan contra el fascismo en los frentes. En la retaguardia están edificando el nuevo orden social de los trabajadores. Comprenden que combatir al fascismo y realizar la revolución son cosas inseparables. Todos los que han visto y comprendido lo que están haciendo, les deben honor y agradecimiento. Están resistiendo al fascismo. Están creando el nuevo orden a proletario, que es la única alternativa del fascismo. Esto es la empresa más grande que realizan los trabajadores, sin comparación en ninguna parte del mundo».

Y el mismo observa en otro lugar:

«La gran solidaridad existente entre los anarquistas se debe a que cada cual confía en su propia fuerza y no la considera dependiente de una jefatura... Las organizaciones, para que den resultado, deben estar constituidas por gente de pensamiento independiente; no una masa, sino seres libres».

Los métodos del anarcosindicalismo

Anarcosindicalismo y acción política. - Significación de los derechos políticos. – Acción directa contra parlamentarismo. - La huelga y su significación para los trabajadores. – La huelga de solidaridad. - La huelga general. - El boycott. - Sabotaje obrero. - Sabotaje del capitalismo. - La huelga social como medio de protección social. - Antimilitarismo.

Con frecuencia se ha acusado al anarcosindicalismo de no interesarse en la estructura política de los diversos países y, por consiguiente, de desentenderse de las luchas políticas de nuestro tiempo, limitando su actividad a la lucha por unas demandas puramente económicas. Es ésta una idea errónea que nace de una manifiesta ignorancia o de una deliberada tergiversación de los hechos. No es la lucha política como tal lo que diferencia a los anarcosindicalistas de los modernos partidos obreristas, ni en la táctica ni en los principios, sino la forma de mantener esta lucha y los objetivos que tiene a la vista.

Es indudable que la mayor satisfacción de aquéllos es pensar en el porvenir de una sociedad sin amos; pero eso no obsta para que ya desde hoy encaminen sus esfuerzos a restringir la actividad del Estado, bloqueando la influencia de éste en todos los sectores de la vida, siempre que se ofrezca ocasión. Esta táctica es la que distingue el procedimiento anarcosindicalista de los propósitos y de los procedimientos de los partidos obreristas políticos, toda cuya actividad tiende constantemente a dilatar la esfera de la influencia del poder político del Estado y a extenderlo cada vez en mayor medida incluso a la vida económica de la sociedad. Pero con ello sólo se logra preparar ya desde el comienzo el camino hacia una era de capitalismo de Estado que, si nos atenemos a las lecciones de la experiencia, puede resultar todo lo contrario de lo que el socialismo se esfuerza realmente por lograr.

La actitud del anarcosindicalismo frente al poder político de nuestros días es exactamente igual a la que adopta frente al sistema de explotación capitalista. Sus afiliados ven con claridad meridiana que las injusticias sociales de este sistema no radican en inevitables excrecencias de la vida de relación, sino en el orden económico capitalista por sí mismo. Mas al mismo tiempo que sus esfuerzos se dirigen a la abolición de la presente forma de explotación capitalista y a sustituirlo por un orden socialista, tienen muy en cuenta el trabajar, en todo momento y por todos los medios a su alcance, por mermar el provecho de los capitalistas en las actuales condiciones, y elevar la participación de los auténticos productores en el disfrute de los productos que elaboran en el mayor grado que las circunstancias permitan.

Los anarcosindicalistas proceden con la misma táctica en su lucha contra el poder político que halla, su auténtica expresión en el Estado. Reconocen que el Estado moderno es precisamente consecuencia natural del monopolio económico capitalista, y que no sirve sino para mantener este estado de cosas poniendo en juego todos los instrumentos opresores del poder político. Pero si bien están persuadidos de que al desaparecer el sistema de explotación, también desaparecerá su instrumento político de protección, dando paso a la administración de los negocios públicos a base del libre acuerdo, no por eso dejan de ver, en manera alguna, que los esfuerzos del obrero en el actual orden político deben tener por inmediato objeto la defensa constante de todos los derechos políticos y sociales recabados, contra todos los ataques de la reacción, ampliando sin cesar el ángulo que abarca esos derechos, siempre y allí donde se presente ocasión.

Porque de la misma manera que el obrero no puede permanecer indiferente ante las condiciones económicas de su vida en la sociedad presente, tampoco puede tenerle sin cuidado la estructura política de su país. Tanto en la lucha por la defensa de su pan cotidiano como en la propaganda de todo género conducente a la liberación social, necesita derechos políticos y libertades, y debe luchar igualmente por éstos siempre que le sean negados, defendiéndolos con toda energía en cuantas ocasiones se trate de arrebatárselos.

Es, por tanto, absurdo decir que el anarcosindicalismo se desinteresa de las luchas políticas de su tiempo. La heroica pelea de la CNT en España contra el fascismo, es tal vez la mejor demostración de que no hay asomo de verdad en esa superchería.

Pero el punto de ataque en las luchas políticas no está en los cuerpos legislativos, sino en el pueblo. Los derechos políticos no se engendran en los parlamentos, antes bien, les son impuestos a éstos desde fuera. Ni siquiera su aprobación y promulgación ha sido durante mucho tiempo garantía de su cumplimiento. Lo mismo que los patronos tratan siempre de anular toda concesión que hayan tenido que hacerle al trabajo, a la menor oportunidad que se les presente, en cuanto notan el menor síntoma de debilitamiento en las organizaciones obreras, así también los gobiernos están siempre predispuestos a restringir o a abrogar completamente los derechos y libertades otorgados, si se imaginan que el pueblo no ha de oponer resistencia. Incluso en los países en que desde hace tiempo hay esas cosas que se llaman libertad de prensa, derecho de asociación, y otras por el estilo, los Gobiernos tratan constantemente de restringir esos derechos o de interpretarlos a su antojo, por medio de quisquillosidades judiciales. Los derechos políticos no existen porque hayan tomado estado legal sobre el papel, sino que empiezan a ser realidad cuando comienzan a formar un hábito nacido en la propia entraña del pueblo y cuando toda pretensión de reducirlo tropieza con la resistencia violenta de la multitud. Cuando no ocurre así no hay oposición parlamentaría ni llamamiento platónico a la constitución que tenga remedio. Se obliga al respeto por parte de los demás, cuando uno sabe cómo defender su dignidad de ser humano. Y esto no es sólo verdad respecto a la vida particular, sino que lo es asimismo en la vida política.

El pueblo goza de todos los derechos y privilegios políticos de que gozamos todos, en mayor o menor escala, y eso no es por la buena voluntad de los Gobiernos, sino gracias a que ha demostrado que tiene fuerza. Los Gobiernos han empleado siempre todos los medios que han hallado al alcance para evitar el logro de esos derechos o para convertirlos en pura ilusión. Grandes movimientos de las masas y completas revoluciones han sido necesarios para arrancar, en ese forcejeo, los aludidos derechos a las clases rectoras, las cuales jamás hubieran accedido de buen grado a concederlos. Basta con repasar la historia de los tres siglos últimos para comprender cuán inhumanas luchas ha costado el arrancar, pedazo a pedazo, cada derecho a los déspotas. ¡Cuán duras batallas, por ejemplo, han tenido que librar los trabajadores en Inglaterra, en Francia, en España y en otros países para obligar a los Gobiernos a reconocer el derecho de asociación sindical. En Francia, la prohibición de formar grupos sindicales persistió hasta 1886. A no ser por la incesante lucha mantenida por los trabajadores, no habría en la actual República francesa el derecho de agruparse. Hasta que los trabajadores pusieron al Parlamento ante hechos consumados, el Gobierno no se decidió tomar en consideración la nueva situación creada y dio sanción legal a los sindicatos. Lo importante no es que los Gobiernos hayan decidido conceder derechos al pueblo, sino las razones por las que obraron así. Para aquel que no comprenda todo lo que eso comporta, la historia será siempre un libro cerrado bajo siete sellos.

Claro que si se acepta la frase cínica de Lenin, de que la libertad no es más que un «prejuicio burgués», los derechos políticos y las libertades obreras carecen de sentido. Pero entonces, todas las luchas del pasado, todas las rebeliones y revoluciones a las que debemos la conquista de esos derechos, serían cosa sin valor alguno. Para formular semejante sentencia no hubiera valido la pena de derribar al zarismo, pues la misma censura de Nicolás II no hubiera objetado nada a la aseveración de que la libertad sea «un prejuicio de la burguesía». Por lo demás, los grandes teóricos de la reacción, José de Maistre y Luis Bonald, opinaron de igual modo, aunque sus palabras no fueron las mismas, y los defensores del absolutismo se mostraron muy reconocidos a ellos.

Pero los anarcosindicalistas son los que menos pueden equivocarse al juzgar la importancia de esos derechos de los trabajadores. Si rehuyen toda intervención en la obra de los parlamentos burgueses, no es porque les repugne la lucha política en general, sino porque están convencidos de que la actividad parlamentaria es la forma de lucha política más débil y de menos horizontes. Para las clases burguesas el sistema parlamentario es, sin duda alguna, instrumento adecuado para el arreglo de sus conflictos, cuando éstos se presentan, y para hacer provechosa la colaboración, puesto que todos ellos tienen el mismo interés en mantener el orden económico vigente y la organización política que lo sustenta.

Ahora bien: cuando hay un interés común, cabe el mutuo acuerdo, útil a una y otra parte.

Mas la situación es muy otra por lo que al obrero se refiere. Para los trabajadores, el orden económico existente es el origen de su explotación económica, y el poder organizado del Estado es el instrumento mediante el cual es mantenida su sujeción política y social. La más imparcial de las elecciones, no puede correr un velo sobre el imprudente contraste que ofrecen las clases ricas y las desposeídas, No sirve más el sufragio que para dar a un sistema de injusticias sociales un aspecto legal, y para inducir al esclavizado a que él mismo imprima un sello de aparente legalidad a su propia servidumbre.

Pero lo que mayor importancia tiene es la experiencia práctica que ha demostrado que la participación de los trabajadores en los trabajos parlamentarios, anquilosa su poder de resistencia y convierte en nada toda su lucha por derrocar el actual sistema. La participación parlamentaria no ha aproximado a la clase productora un ápice a su meta final: incluso ha evitado que protegiera los derechos adquiridos contra los ataques de la reacción, En Prusia, por ejemplo, el mayor Estado de Alemania en que los socialdemócratas, hasta poco antes de la toma del poder por Hitler, eran los principales ministros del país, Herr von Papen, nombrado canciller del Reich por Hindenburg, pudo aventurarse a violar la constitución del país y a disolver el Ministerio prusiano con la simple ayuda de un teniente y una docena de soldados. Y cuando el partido socialista, desamparado, no pudo pensar en otra cosa, después de semejante brecha abierta en la legalidad más que en apelar al tribunal de garantías del Reich, en vez de salirles al paso a los perpetradores del golpe de Estado con una abierta resistencia, la reacción comprendió en el acto que ya nada tenía que temer, y a partir de aquel momento pudo ofrecer a los obreros lo que se le antojó. El hecho es que el golpe de Estado de Von Papen fue el primer paso en el camino que había de conducir muy pronto al Tercer Reich.

Así, pues, vemos que los anarcosindicalistas no son contrarios, ni mucho menos, a la lucha política; pero juzgan que también esta lucha debe tomar carácter de acción directa, pues ésta es la que permite que los instrumentos de combate que posee el trabajador sean los más eficaces posible. La más insignificante lucha por cuestión de salarios demuestra claramente que, en cuanto los patronos se encuentran en situación un poco apurada, el Estado les ofrece la ayuda de la policía e incluso, según vayan las cosas, la de la tropa, pues así se protegen los intereses de las clases propietarias, cuando dichos intereses peligran. Todos los acontecimientos que afectan a la vida de la comunidad son de índole política. En este sentido, todos los actos de importancia para la economía, como por ejemplo una huelga general, son asimismo actos políticos, y, por supuesto, de mucha mayor importancia que cualquier procedimiento parlamentario. Es también una lucha de carácter político la contienda del anarcosindicalismo contra el fascismo, como también la propaganda antimilitarista, batalla ésta que durante varias décadas sólo han sostenido los socialistas libertarios y los sindicalistas, y que ha costado enormes sacrificios.

Y hay un hecho indiscutible: cuando los partidos políticos obreristas han querido que se implantase alguna reforma política decisiva, se han encontrado con que no podían hacerlo por sus solas fuerzas, y no han tenido más remedio que confiar completamente en la energía combativa de trabajadora. Así lo demuestran las huelgas generales políticas de Bélgica, Suecia y Austria para obtener el sufragio universal. En Rusia, fue la gran huelga general del pueblo laborioso en 1905, lo que movió en la mano del zar la pluma para firmar la Constitución. Lo que la heroica lucha de la intelectualidad rusa no había logrado en varias décadas hizo llegar a término la acción económica conjunta de la clase obrera.

El foco de la lucha política no radica, pues, en los partidos políticos, sino en la guerra económica de las organizaciones obreras. El comprenderlo así es lo que hizo que los anarcosindicalistas concentraran su actividad en la educación de las masas y en la movilización de su potencialidad económica y social. Éste es el método que ha servido para realizar algo en todos los momentos decisivos de la historia. La misma burguesía, en sus luchas contra la aristocracia, ha recurrido abundantemente a este método: negándose a pagar los impuestos, por el boycott y la revolución es como ha llegado, retadoramente, a ocupar una posición dominante en la sociedad. Y tanto peor será para sus representantes de hoy el haber olvidado la historia de sus padres y el aullar sanguinariamente contra los «métodos ilegales» de los trabajadores en su lucha por libertarse. ¡Como si alguna vez la ley hubiera permitido, a una clase sometida, sacudirse el yugo! La Historia no cita ningún ejemplo.

Por acción directa, los anarcosindicalistas dan a entender todos los procedimientos inmediatos de guerra contra sus opresores económicos y políticos. Entre esos procedimientos, los más salientes son: la huelga en sus distintos grados, desde la simple lucha en demanda de mejora de salarios, hasta la huelga general; el boycott; las infinitas formas del sabotaje; la propaganda antimilitarista; y en casos sumamente críticos, como el que se ha presentado actualmente en España, la resistencia armada del pueblo en defensa de la vida y la libertad.

Entre estas diversas formas de lucha técnica, la huelga, es decir, la negativa organizada a trabajar, es la más usada. Desempeña, por lo que a los trabajadores respecta, un papel equivalente al de los frecuentes levantamientos de campesinos en la edad feudal. En su forma más sencilla, la huelga es el medio de mejorar la condición general de la vida del obrero y de defender las mejoras ya logradas, contra las medidas concertadas de los patronos. Pero la huelga no es para el proletariado solamente un medio para la defensa de sus inmediatos intereses económicos, sino que es una escuela constante para el empleo de su energía o capacidad de resistencia, pues le demuestra, un día y otro, que el menor de sus derechos tiene que ser ganado por medio de incesante lucha contra el sistema vigente.

Tanto las organizaciones combativas de los trabajadores, como la misma lucha cotidiana en torno al salario, son consecuencia del orden económico capitalista, y, por consiguiente, constituyen una necesidad vital para el obrero. Sin ello, éste se vería hundido en el abismo de la miseria. Es cierto que el problema obrero no puede resolverse solamente con huelgas por el aumento de los jornales, pero esas huelgas son el mejor instrumento educativo para que los trabajadores se percaten de la verdadera esencia del problema social, adiestrándolos en la lucha para la liberación de los sometidos a la esclavitud económica y social. También tiene un valor axiomático la afirmación de que mientras el trabajador tenga que vender sus manos o su cerebro a un patrono, nunca obtendrá más que lo estrictamente indispensable para ir viviendo. Pero las necesidades indispensables a que tiene que atender no son siempre las mismas, sino que cambian constantemente con los requerimientos que el trabajador hace a la vida.

Aquí llegamos al punto de la significación general cultural que encierra la lucha del trabajo. La alianza económica de los auténticos productores no sólo les proporciona un arma para obligar a que se les mejore el nivel de vida, sino que se convierte para ellos en una escuela práctica, en una universidad de experiencia, en la que adquieren instrucción e ilustración, en inestimable medida. Los experimentos y sucesos prácticos de la lucha cotidiana de los trabajadores se traducen en un precipitado intelectual en sus organizaciones, ahondando su comprensión y ampliando las perspectivas de su pensamiento. Por la constante elaboración intelectual de sus experimentos en la vida, se desarrollan en los individuos necesidades nuevas y nuevos estímulos en distintos campos de la vida del pensamiento. Precisamente en este desarrollo estriba la gran significación cultural de esas luchas.

Una verdadera cultura de la inteligencia y la demanda de más altos reclamos a la vida son cosas que no pueden producirse mientras el hombre no haya alcanzado cierto nivel material de vida, que le haga capaz de ello. Sin este preliminar, toda aspiración intelectual superior queda desplazada. Hombres constantemente amenazados por una espantosa miseria, apenas pueden concebir nada que se refiera a altos valores intelectuales. Hasta que los obreros, después de varias décadas de lucha, no alcanzaron por sí mismos un tipo de vida mejor, no pudo hablarse entre ellos del desarrollo intelectual y cultural. Y es esta aspiración de los trabajadores lo que el patrono ve con mayor recelo. Para los capitalistas, como clase, sigue teniendo todo su significado la conocida frase del ministro español Bravo Murillo: «No necesitamos hombres que piensen, entre los obreros; lo que se necesita son bestias de labor».

Uno de los resultados más importantes de luchas económicas diarias es el desarrollo del sentido de solidaridad entre los trabajadores, cosa que para ellos tiene un alcance muy distinto que la coalición política de los partidos, en la que entra gente de todas las clases sociales. Una sensación de mutua ayuda, cuya fuerza se renueva constantemente en la brega ininterrumpida por las necesidades de la vida, que está decontinuo reclamando con el máximo apremio la cooperación de los seres sujetos a las mismas condiciones, obra en forma muy distinta que los abstractos principios de partido, que, por lo general, no tienen más que un valor platónico. Nace la conciencia vital de un destino común, y gradualmente se desarrolla hasta formar un nuevo sentido del derecho, llegando a ser la condición ética preliminar para todos los esfuerzos de liberación de una clase oprimida.

Fomentar y robustecer esta natural solidaridad de los trabajadores y dar a cada movimiento huelguístico un carácter social más profundo, es una de las tareas que se han impuesto los anarcosindicalistas. Por eso una de sus armas preferidas es la huelga por solidaridad, que ha tenido en España un desarrollo de una amplitud sin igual en otros países. Este procedimiento hace que la batalla económica se convierta en una verdadera acción de los obreros como clase. La huelga solidaria es la colaboración de las categorías de industrias colaterales, pero también de las no relacionadas entre sí, con objeto de prestar ayuda en la lucha por el triunfo a un determinado ramo, haciendo extensivo el paro a otras industrias cuando se juzga conveniente. En este caso los trabajadores no se contentan con prestar socorro económico a sus hermanos en lucha, sino que van más lejos y, paralizando industrias enteras, causan una rotura en el conjunto de la vida económica, con objeto de lograr que sus reclamaciones sean atendidas realmente.

Hoy que, por la formación de trusts nacionales e internacionales, el capitalismo privado se va convirtiendo más y más en capitalismo de monopolio, esta clase de lucha es la única que en muchos casos los trabajadores pueden tener esperanza de ver victoriosa. A causa de la transformación interna del capitalismo industrial, la huelga de solidaridad resulta el imperativo de la hora presente para el proletariado. Así como los patronos, por medio de sus «cártels» y organizaciones protectoras, se crean una base cada vez más amplia para la defensa de sus intereses, así también los trabajadores tienen que prestar atención a la necesidad de crear, por sí mismos, ampliando cada vez más la alianza de sus organizaciones económicas nacionales e internacionales, la base necesaria para una acción solidaria de masas, que esté en adecuada proporción con las exigencias del tiempo. Las huelgas restringidas pierden cada día su primitiva importancia, aunque no están llamadas a desaparecer del todo. En la lucha económica moderna entre el capital y el trabajo, la gran huelga, que abarca la totalidad de importantes industrias, desempeñará cada día un papel más amplio. Incluso los obreros de las antiguas organizaciones de oficios, que todavía no están influidos por las ideas socialistas, lo han comprendido así, como lo demuestra la rápida formación de uniones industriales en Norteamérica, en contraste con los viejos moldes de la A. F. of L.

La acción directa ejercida por la organización del trabajo tiene en la huelga general su expresión más acusada, es decir, la paralización del trabajo en cada ramo de la producción simultáneamente, para la resistencia organizada del proletariado con todas las consecuencias que de ello derivan. Es el arma más poderosa que tienen los trabajadores a su disposición, y ofrece la prueba más convincente de su fuerza como factor social.

Después del Congreso de sindicatos franceses de Marsella, en 1892, y de los últimos congresos de la CGT —Confederación General del Trabajo—, en los que por gran mayoría se optó por la propaganda en favor de la huelga general, los partidos políticos alemanes y de otros muchos países fueron los que atacaron con mayor violencia esta forma de acción proletaria, rechazándola como «utópica». «La huelga general es la demencia general», tal fue la tajante frase de uno de los jefes más destacados de la socialdemocracia alemana.

Pero el gran movimiento de huelgas generales, que se produjo inmediatamente después de emitido tal juicio, en España, Bélgica, Italia, Holanda, Rusia y otros países, demostró que la tal «utopía» entraba dentro del terreno de lo posible y no surgía de la imaginación calenturienta de unos fanáticos revolucionarios.

Naturalmente que la huelga general no es un procedimiento al que pueda recurrirse arbitrariamente, por cualquier motivo. Requiere ciertas premisas sociales que le den su verdadera fuerza moral y hagan de ella una manifestación de la voluntad de vastas zonas de la masa popular. La ridícula pretensión, tan a menudo atribuida al anarcosindicalismo, de que es simplemente bastante proclamar una huelga general para establecer en pocos días una sociedad socialista, es una acusación sencillamente estúpida, una invención de adversarios mal intencionados para desacreditar una idea contra la cual no tienen mejores argumentos.

La huelga general sirve para varios fines. Puede ser el último grado de unas huelgas solidarias, como por ejemplo la huelga general de Barcelona en febrero de 1902, o la de Bilbao en 1903, que permitió a los mineros librarse del odioso truck system y obligó a los patronos a adoptar medidas sanitarias en las minas. Puede ser también el medio por el cual la organización trabajadora procura hacer presión para obtener satisfacción a alguna demanda general, como por ejemplo en la proyectada huelga general de los Estados Unidos en 1886, para obligar a que se garantizase la jornada de ocho horas en todas las industrias.

La gran huelga general de los trabajadores ingleses en 1926 fue a consecuencia de un plan de los patronos que trataban de rebajar el nivel general de la vida de los obreros, disminuyendo los jornales.

Pero la huelga general puede tener también objetivos políticos, como por ejemplo la lucha de los trabajadores españoles en 1904 para libertar a los presos políticos, o la huelga general de Cataluña en julio de 1909 para obligar al Gobierno a terminar la guerra de Marruecos. Hay que citar, como de la misma categoría, la huelga general de los trabajadores alemanes en 1920 que se produjo después del llamado putsch de Kapp y puso fin a un Gobierno que había tomado el poder por el procedimiento de la cuartelada; lo mismo fueron las huelgas de conjunto de Bélgica, en 1903, y de Suecia, en 1909, para recabar el sufragio universal, y la huelga general de los obreros rusos, en 1905, para la garantía de la Constitución. Pero en España el movimiento huelguístico, ampliamente extendido entre los obreros de la ciudad y del campo, después de la rebelión fascista de 1936, se desarrolló en forma de huelga general social y condujo a la resistencia armada y, con ello, a la abolición del orden económico capitalista y a la organización de la vida económica por los mismos obreros.

La gran importancia de la huelga general está en lo siguiente: de golpe provoca la paralización de todo el sistema económico y lo sacude hasta los cimientos. Por otra parte, una acción así no depende de la preparación práctica de todos los trabajadores, de la misma manera que tampoco todos los ciudadanos de un país participaron nunca en una brusca transformación política. El que los obreros de las industrias más importantes, organizados, cesen en el trabajo en un momento dado, es suficiente para agarrotar todo el mecanismo económico, que no puede marchar sin la provisión diaria de carbón, energía eléctrica y materias primas de todo género. Por eso cuando las clases gobernantes se hallan enfrentadas con un proletariado enérgico, organizado y aleccionado en los conflictos cotidianos, se percatan de lo que arriesgan en el asunto, y, por encima de todo, temen adoptar una actitud que podría conducirles a situaciones extremas. El mismo Juan Jaurès, que, como socialista parlamentario no estaba conforme con la idea de la huelga general, tuvo que reconocer que tales movimientos eran una advertencia a las clases posesoras para que obren con prudencia y, sobre todo, para que renuncien a abolir derechos puramente conquistados, pues saben que eso podría fácilmente abocarles a la catástrofe.

Pero en tiempo de crisis social universal, o cuando, como actualmente en España, de lo que se trata es de proteger a todo un pueblo contra los ataques de la reacción oscurantista, la huelga general es un arma inestimable. La paralización de toda la vida pública dificulta el que se pongan de acuerdo los representantes de las clases dirigentes y los funcionarios locales con el Gobierno central, cuando no lo impide completamente. Incluso el ejército es en tales casos movido para otros servicios que los ordinarios en una rebelión política. En el segundo caso, le basta al Gobierno, mientras cuente con la lealtad de los militares, concentrar las tropas en la capital y en los puntos más importantes del país, con objeto de cortar los peligros que podrían alzarse.

Una huelga general, en cambio, obliga inevitablemente a diseminar las fuerzas armadas, pues entonces lo que importa es proteger todos los centros importantes de la industria y el sistema de transporte contra los huelguistas en rebelión. Ahora bien: esto quiere decir que la disciplina militar, que es mayor cuando la tropa opera en grandes formaciones, se relaja. Dondequiera que los militares se hallen en pequeños grupos frente a determinada gente que pelea por su libertad, hay siempre el peligro de que, al menos una parte de los soldados, reflexione y comprenda que, al fin y al cabo, está apuntando con las armas a sus propios padres y hermanos. Porque el militarismo es también fundamentalmente un problema psicológico, y su funesta influencia se manifiesta invariablemente de manera más peligrosa cuando a los individuos no se les da medio de pensar en su dignidad de seres humanos, no se les ofrece ocasión de ver que hay otras funciones más altas en la vida que entregarse a los designios de un opresor sanguinario del propio pueblo.

Para los trabajadores, la huelga general sustituye al levantamiento de barricadas de las agitaciones políticas. Es para ellos una derivación lógica del sistema industrial que les convierte hoy en sus víctimas, y les da, a la vez, el arma más poderosa para recabar la libertad, con tal que tengan la medida de su fuerza y acierten a emplear dicha arma en forma adecuada. Guillermo Morris, con la profética visión del poeta, auguró este desarrollo de la situación en su espléndido libro: News from Nowhere —Noticias de ninguna parte—, en el que hace preceder la reconstrucción socialista del mundo de una serie de huelgas de creciente violencia, que destruyen todo el viejo sistema, hasta en sus más firmes cimientos, hasta que, por fin, los que lo defendían no tienen más remedio que ceder toda resistencia ante semejante despertar de las masas laboriosas de la ciudad y del campo.

En conjunto, el desarrollo del capitalismo moderno, que actualmente va en aumento como gravísimo peligro para la sociedad, no servirá más que para hacer cada día más amplia esta visión de las clases trabajadoras. La esterilidad de la participación de los trabajadores en los parlamentos, que se ve cada día más claramente en todos los países, obliga a volverse a nuevos métodos para la defensa eficaz de sus intereses y su eventual liberación del yugo de la esclavitud del salario.

Otra forma importante de lucha, de acción directa, es el boycott. Puede ser empleado por los obreros tanto en su calidad de productores como de consumidores. La negativa sistemática a adquirir las mercancías procedentes de aquellas empresas cuyos productos no son elaborados en las condiciones aprobadas por los sindicatos, puede tener una importancia decisiva, especialmente en ramos de la industria que provee de mercancías de uso general. Al mismo tiempo el boycott es muy adecuado para influir en la opinión pública en favor de los trabajadores, si éstos acompañan su actitud de una propaganda acertada. El label sindical es un medio para facilitar el boycott, pues da al comprador la contraseña que le permite distinguir los géneros que desea de los que quisieran darle de otro origen. Incluso los amos del Tercer Reich han sufrido las consecuencias de lo que puede ser el boycott en manos de las grandes masas populares, y así lo reconocieron al declarar que el boycott internacional a los productos alemanes había causado serios daños a la exportación alemana. Esta influencia puede aún ser mayor si los sindicatos hubieran mantenido al público al corriente merced a una incesante propaganda y si hubieran seguido alentando la protesta contra la abolición del movimiento obrero en Alemania.

Como productores, los obreros tienen en el boycott un medio de imponer el embargo a las empresas fabriles que se mostrasen especialmente hostiles a la organización sindical.

En Barcelona, Valencia y Cádiz, la negativa de los estibadores a descargar buques alemanes obligó a los capitanes de los mismos a ir a dejar el cargamento a puertos del norte de África. Si los sindicatos de otros países hubieran obrado de la misma manera, hubieran obtenido resultados sin comparación, superiores al de las protestas platónicas. Sea como quiera, el boycott es uno de los recursos de lucha más eficaces que tiene en sus manos la clase trabajadora, y cuanto más se percaten los obreros de este medio, tanto mayor será su comprensión y su éxito en los problemas de la lucha cotidiana.

Entre las armas del repertorio anarcosindicalista, el sabottage es la más temida por los patronos y la más condenada como «ilegal». En realidad se trata de un método económico de guerrilla, tan antiguo como el mismo método de explotación y de opresión política. En algunos casos, es un recurso obligado si fallan los demás medios puestos en juego. El sabotaje consiste en que los trabajadores opongan los mayores obstáculos posibles a la marcha del trabajo normal. En general, así se procede cuando los patronos, valiéndose de unas circunstancias económicas adversas a la industria, o de otra causa, ven una ocasión de aprovecharse y tratan de rebajar el nivel de vida del trabajador, por la disminución de los salarios y el aumento de la jornada de labor. La palabra misma está tomada del vocablo francés sabot —zueco—, y se da a entender con ello que el trabajo se haga torpemente, como a golpes de zueco. El significado total de la palabra sabottage se expresa hoy en este principio: a malos jornales, mal trabajo. Es ésta una consideración a la que también los patronos se atienen al calcular el precio según la calidad de la mercancía. El productor, el obrero, se encuentra en idéntica posición: sus productos son su poder de trabajo y es sencillamente natural que trate de disponer de él en las mejores condiciones que pueda obtener.

Pero cuando el patrono se aprovecha de la mala situación del producto para imponerle un precio a su trabajo, lo más bajo posible, no debe extrañarse de que procure defenderse lo mejor que pueda y que para lograrlo emplee los recursos que las circunstancias le deparan. Los obreros ingleses ya lo hacían así antes de que se hablara en el Continente de sindicalismo revolucionario. En realidad, la política denominada ca’ canny —ir despacio— que, según la palabra indica, los trabajadores ingleses tomaron de sus hermanos los obreros de Escocia, era ya la primera y más eficaz forma de sabotaje. En todas las industrias actuales hay mil medios por los cuales los trabajadores pueden entorpecer la producción: en todas partes, por el moderno sistema de división del trabajo, la menor perturbación en un ramo de la industria puede provocar la parálisis de la totalidad del proceso de la producción. Así, los ferroviarios de Francia y de Italia, por el procedimiento de la llamada grève perlée —huelga de sarta de perlas— desbarataron todo el sistema de transportes. Para ello no tuvieron que hacer más que atenerse estrictamente a la letra de las leyes vigentes de transporte, lo cual hizo que fuera imposible que llegase ningún tren puntualmente a destino. Cuando los patronos se encuentran ante el hecho de que incluso en una situación desfavorable para los obreros, en la que éstos no podrían arrostrar una huelga, tienen aún medios de defensa poderosos, se convencerán de que no les trae cuenta aprovechar determinada situación, dura, para imponer a los operarios condiciones de vida más duras aún.

La llamada sit down strike —huelga sentada, o de brazos caídos— que con tal rapidez se corrió de Europa a los Estados Unidos y que consiste en que los trabajadores se mantengan en la fábrica día y noche, sin mover un dedo, con objeto de impedir completamente que sean sustituidos por esquiroles, entra también en el orden del sabotaje. Con frecuencia el sabotaje se produce así: antes de una huelga, los obreros ponen las máquinas en forma que no puedan ser utilizadas fácilmente por suplentes de los huelguistas, o imposibles de funcionar en bastante tiempo. En ningún campo hay tanto margen para la imaginación del operario como en éste. Pero el sabotaje de los trabajadores siempre se dirige contra los patronos, nunca contra el consumidor. En su informe ante el congreso de la CGT, celebrado en Toulouse, en 1897, Emilio Pouget hizo especial hincapié sobre este punto. Todas las noticias burguesas que atribuían a los panaderos haber amasado pan con pedazos de vidrio, o a los trabajadores de las granjas el haber envenenado la leche, y otras por el estilo, son infames patrañas con las que se trata de suscitar prevenciones en el público contra los obreros. El sabotear a los consumidores es privilegio ancestral de los patronos. La adulteración intencionada de las viandas, la edificación de míseros antros —slums— y viviendas malsanas con el material peor y más barato; la destrucción de grandes cantidades de productos alimenticios, para mantener los precios, cuando hay millones de seres que perecen en la más espantosa miseria; los constantes esfuerzos patronales para deprimir lo más posible el nivel de la subsistencia de los trabajadores con el afán de aumentar sus ganancias; la impúdica costumbre de las industrias de armamento de proporcionar a otros países equipos completos de guerra, que, si llega el caso, serán empleados para devastar el país que los produjo, éstos y otros muchos, son ejemplos sueltos de una inacabable lista de tipos de sabotaje empleados por los capitalistas contra su propio pueblo.

Otra manera efectiva de proceder según la acción directa es la huelga social, que en un próximo futuro tendrá que desempeñar un papel mucho más importante. No tiene por objeto tanto los intereses de la clase productora como la protección de la comunidad contra las manifestaciones más perniciosas del presente sistema. La huelga social se encamina a recargar sobre el patrono sus responsabilidades para con el público. Tienen primordialmente en vista la protección de los consumidores, de los que son mayoría los mismos obreros.

Hasta el presente, la misión sindical casi se ha limitado a proteger al obrero como productor.

Mientras el patrono respetase el horario de labor convenido y abonase los jornales establecidos, su tarea estaba cumplida. En resumen: el sindicato se interesaba solamente por las condiciones en que sus miembros trabajasen, no en la clase de trabajo que hicieran.

Teóricamente, es cierto que las relaciones entre el obrero y el patrono se fundan en un contrato establecido para el cumplimiento de algo definido. El objeto en este caso es la producción social. Pero un contrato sólo tiene sentido cuando ambas partes participan por igual en el propósito convenido. En realidad, el obrero, hoy día, no tiene voz en las funciones de determinar la producción, porque sobre esto toda la atribución se la reserva el patrono.

Consecuencia: el obrero se ve rebajado a hacer mil cosas que continuamente sirven sólo para perjudicar a toda la comunidad, en beneficio del patrono. Se ve obligado el trabajador a emplear materias ínfimas y aun dañosas, en la elaboración de productos; a levantar miserables viviendas, a aprovechar alimentos averiados y a perpetrar infinidad de actos ideados para engañar al consumidor.

Los anarcosindicalistas opinan que la gran tarea futura de los sindicatos consiste en intervenir enérgicamente en esto. Un primer paso en este sentido haría que, al mismo tiempo, la posición social del obrero se elevase y confirmase en gran medida esta posición.

Ya se han hecho varios esfuerzos en este terreno, que dan testimonio de la nueva tendencia, como en Barcelona, cuando los obreros de la construcción se declararon en huelga, negándose a emplear material inferior y desecho de derribos para las casas de los obreros (1902); la huelga de varios restaurantes de París, por negarse los empleados de la cocina a guisar comida barata y en mal estado (1906); y otros casos recientes con los que se podría hacer una lista considerable, casos que demuestran cómo aumenta el sentido de responsabilidad de los obreros respecto a la sociedad. La resolución de los trabajadores alemanes de las fábricas de armamento en el congreso de Erfurt (1919), en la que se declaraba que no se debían hacer más instrumentos de guerra y que había que obligar a los patronos a transformar las fábricas para otros usos, es un acto que entra de lleno en esta categoría. Y lo cierto es que dicha resolución se mantuvo lo menos dos años, hasta que la quebrantaron las centrales de la organización sindical. Los trabajadores anarcosindicalistas de Soemmerda resistieron con energía hasta el último momento, y por fin se vieron sustituidos por miembros de los sindicatos libres.

Como declarados adversarios de todas las ambiciones nacionalistas, los sindicalistas revolucionarios de los países latinos han consagrado siempre una parte considerable de su actividad a la propaganda antimilitarista, procurando mantener entre los soldados, bajo la apariencia del uniforme, a los obreros leales a su clase, y evitar que hicieran armas contra sus hermanos en tiempos de huelga. Esto les ha costado muchos sacrificios; pero nunca han cejado en sus esfuerzos, pues saben que sólo manteniendo una guerra sin tregua contra los poderes dominadores pueden recobrar sus derechos. Al mismo tiempo, la propaganda antimilitarista contribuye a oponer en gran manera la huelga general al peligro de guerras futuras. Los anarcosindicalistas se percatan de que las guerras únicamente se libran en provecho de las clases dirigentes; por consiguiente, estiman que es legítimo todo medio encaminado a evitar la matanza organizada de pueblos. También en este terreno los obreros tienen todos los resortes en sus manos. Y sólo necesitan la voluntad y la energía moral para ponerlos en juego.

Ante todo, es necesario curar al movimiento obrerista de su fosilización interna y librarlo de las consignas vacías, propias de los partidos políticos, para que avance intelectualmente y desarrolle en sí mismo las cualidades creadoras que deben preceder a la realización del socialismo. El que esto es posible en la práctica tiene que llegar a ser convicción íntima de los trabajadores y cristalizar en una necesidad ética. La gran meta final del socialismo debe surgir de las luchas sostenidas un día y otro, a las que este objetivo da un carácter eminentemente social. En la pequeña refriega cotidiana, nacida de las necesidades de cada momento, debe reflejarse la gran meta de la liberación social, y cada una de esas batallas contribuirá a allanar el camino y a robustecer el espíritu que transforma íntimos anhelos de los que las sostienen en voluntad y en acción.

Evolución del anarcosindicalismo

El sindicalismo revolucionario en Francia y su influencia en el movimiento obrero de Europa. – Los trabajadores industriales del mundo. El sindicalismo después de la guerra mundial.- Los sindicalistas y la Tercera Internacional. - Fundación de la nueva Asociación Internacional de los Trabajadores, - El anarcosindicalismo en España, en Portugal, en Italia, en Francia, en Alemania, en Suecia, en Holanda, en Sudamérica.

El moderno movimiento anarcosindicalista de Europa, a excepción de España, donde, desde los días de la Primera Internacional, ha sido la tendencia preponderante del movimiento obrero, debe su origen al levantamiento del sindicalismo revolucionario en Francia, con su campo de influencia, la CGT. Este movimiento se desarrolló con gran espontaneidad entre la clase trabajadora francesa, en reacción contra el socialismo político, cuyas divisiones impidieron durante mucho tiempo el movimiento de unificación sindical.

Luego de la caída de la Commune de París y de ser puesta fuera de la ley la Internacional en Francia, el movimiento obrero tomó en ese país un carácter completamente incoloro, y fue a dar de lleno bajo la influencia del republicano burgués J. Barberet, cuyo lema era «¡Armonía entre el capital y el trabajo!» Hasta el congreso de Marsella (1879) no se volvieron a manifestar tendencias socialistas, y entonces nació la Fédération des Travailleurs, para quedar muy pronto, completamente bajo la influencia de los llamados colectivistas.

Pero ni siquiera los colectivistas se mantuvieron mucho tiempo unidos, y el congreso de Saint-Etienne (1882) abrió una división en dicho movimiento. Una sección siguió la escuela del marxista Julio Guesde y fundó el Parti Ouvrier Français, en tanto que la otra porción se adhirió al ex anarquista Pablo Brouse para constituir el Parti Ouvrier Révolutionnaire Socialiste Français. El primero tuvo su principal apoyo en la Fédération Nationale des Syndicats, y el segundo en la Fédération des Bourses du Travail de France. Al cabo de poco tiempo, los llamados allemanistes, por ser su jefe Juan Alleman, se apartaron de los brousistes y llegaron a tener mucha influencia en algunos de los sindicatos más importantes.

Éstos renunciaron completamente a la actuación parlamentaria. Aparte de éstos, figuraban los blanquistas, unidos en el Comité Révolutionnaire Central, y los socialistas independientes que pertenecían a la Société pour l’Economie Sociale, fundada en 1885 por Benito Malon y de la que salieron Juan Jaurès y Millerand.

Todos estos partidos, a excepción de los blanquistas, vieron en los sindicatos colegios de reclutamiento para reforzar sus objetivos políticos, sin la menor idea de sus verdaderas funciones. La constante disensión entre los diversos partidos socialistas repercutió, naturalmente, en los sindicatos, hasta el extremo de que cuando los sindicatos de un ramo iban a la huelga, los de otra fracción se apresuraban a hacer de esquiroles. Tan insostenible situación tuvo que abrir gradualmente los ojos de los trabajadores, en un despertar para el que la propaganda antiparlamentaria de los anarquistas, los cuales, desde 1883, habían logrado tener gran predicamento entre los obreros de París y de Lyon, contribuyó en gran manera. El congreso de sindicatos de Nantes (1894) encargó a un comité especial la labor de estudiar los medios más adecuados para arbitrar una inteligencia mutua entre las alianzas de los núcleos de trabajadores. El resultado fue la fundación, en el congreso de Limoges, de la CGT, que se declaró independiente de todos los partidos. Fue la renuncia decisiva de los sindicatos al socialismo político, cuyos manejos habían anquilosado el movimiento socialista francés durante varios años y le habían privado de sus armas más eficaces para luchar por libertarse.

A partir de aquel momento sólo han existido en Francia dos grandes agrupaciones sindicales: la CGT —Confederación General del Trabajo— y la Federación de Bolsas del Trabajo, hasta 1902; ésta, en el congreso de Montpellier, se unió a la CGT. Esto produjo la unificación, prácticamente, de los sindicatos. Estos esfuerzos de unificación y organización de los trabajadores fueron precedidos de intensa propaganda para la huelga general, en favor de la cual se habían manifestado ya en gran mayoría los congresos de Marsella (1892), París (1893) y Nantes (1894). El primero que sugirió la idea de la huelga general fue el carpintero anarquista Tortellier, a quien había impresionado profundamente el movimiento de huelga general de los Estados Unidos de 1886-87, idea que fue adoptada más tarde por los allemanistas, en tanto que Julio Guesde y los marxistas franceses se pronunciaron enérgicamente contra la misma. Esto no obstante, ambos movimientos proporcionaron a la CGT un buen número de sus representantes más señalados: de los allemanistas especialmente procedía N. Griffuelhes; de los anarquistas, F. Pelloutier, el fervoroso y muy inteligente secretario de la Federación de Bolsas de Trabajo; E. Pouget, director del órgano oficial de la CGT. LaVoix du Peuple; P. Delesalle, G. Yvetot y otros muchos. Es corriente hallar en otros todavía la idea lanzada por Werner Sombart especialmente, de que el sindicalismo revolucionario en Francia fue originado por intelectuales como G. Sorel, E. Berth y H. Lagardelle, quienes, en el periódico Le Mouvement Socialiste, fundado en 1899, elaboraron a su manera los resultados intelectuales del nuevo movimiento. Eso es completamente falso. Esos hombres nunca pertenecieron en verdad al movimiento, ni ejercieron la menor influencia en su desenvolvimiento interno. Además, la CGT no estaba compuesta exclusivamente por sindicatos revolucionarios; lo cierto es que un cincuenta por ciento de sus prosélitos eran reformistas en sus preferencias y sólo se adhirieron a la CGT porque reconocían que la dependencia en que habían estado los sindicatos de los partidos políticos era una desdicha para el movimiento. Pero el ala revolucionaria, que tenía de su parte a los elementos más enérgicos y activos en la organización del trabajo y que tenía bajo su alcance lo mejor de las fuerzas intelectuales de la organización, es la que dio a la CGT su aire característico, y fueron ellos, exclusivamente, quienes determinaron el desarrollo de las ideas del sindicalismo revolucionario.

Este desarrollo hizo que las ideas de la vieja Internacional cobraran nueva vida, y se inició ese período de tormenta y tensión del movimiento obrero francés, cuyas influencias revolucionarias se dejaron sentir hasta muy lejos de las fronteras de Francia. Los grandes movimientos huelguísticos y las incontables causas instruidas contra la CGT por iniciativa gubernamental, no podían menos que robustecer su vena revolucionaria, permitiendo que las nuevas ideas se abrieran paso en Suiza, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica, Bohemia y los países escandinavos. En Inglaterra, la Syndicalist Education League, fundada por Tom Mann y Guy Bowman y cuyas enseñanzas influyeron poderosamente, sobre todo en las filas del ramo del transporte, como se puso de manifiesto en los grandes movimientos huelguísticos de aquel tiempo, también era fruto de la irradiación del sindicalismo francés.

La influencia del sindicalismo francés en el movimiento internacional del trabajo se robusteció a causa de la crisis interna que por entonces minaba a casi todos los partidos socialistas. La contienda librada entre los llamados revisionistas y los marxistas íntegros, y, sobre todo, el hecho de que su misma actividad parlamentaria obligó a los más tenaces adversarios del revisionismo a seguir en la práctica el camino del revisionismo, hizo que los elementos más capaces reflexionaran seriamente. Y así ocurrió que la mayoría de los partidos se hallaron con que la fuerza de los hechos les obligó a hacer ciertas concesiones a la idea sindicalista de la huelga general. Antes de que así ocurriera, el avanzado del movimiento obrero holandés, Domela Niewenhuis, presentó ante el Congreso Internacional Socialista de Bruselas (1891) una proposición encaminada a ahuyentar el peligro creciente de una guerra, por medio de la preparación del proletariado para la huelga general, proposición que fue duramente combatida por Guillermo Liebknecht en particular. A pesar de esta oposición, casi todos los congresos se vieron obligados a ocuparse cada vez más de esta cuestión.

En el congreso socialista de París, de 1899, el que había de ser ministro, Arístides Briand, abogó por la huelga general con toda su fogosa elocuencia y logró que fuera aprobada una resolución en tal sentido. Incluso los guesdistas franceses, que antes habían sido los enemigos más enconados de la huelga general, se vieron en el congreso de Lilla, de 1904, en el trance de aprobar una resolución en favor de la misma, pues temían, si no, perder todo su predicamento entre los trabajadores. Claro que nada se salió ganando prácticamente con tales concesiones. El oscilar entre el parlamentarismo y la acción directa, no podía sino causar desconcierto. Hombres rectos y decididos como Domela Niewenhuis y sus adictos, en Holanda, y los allemanistas en Francia, sacaron la inevitable consecuencia de su nueva concepción, y se retiraron en absoluto de la actuación parlamentaria; para los demás, en cambio, sus concesiones a la idea de la huelga general no fueron más que hueco palabrerío, sin comprensión alguna en el fondo. A donde podía conducir eso se vio prácticamente en el caso de Briand, quien, como ministro, se encontró en la situación tragicómica de prohibir la difusión de su propio discurso en favor de la huelga general, que la CGT había impreso y distribuido en cantidades de cientos de miles. Independientemente del sindicalismo europeo, se desarrolló en los Estados Unidos el movimiento denominado Industrial Workers of the World —Trabajadores industriales del mundo—, que fue una manifestación genuina, nacida de las condiciones de aquel país. Sin embargo, ofrecía de común con el sindicalismo los métodos de acción directa y la idea de una reorganización socialista de la comunidad humana, efectuada por las organizaciones agrícolas e industriales de los mismos trabajadores. En el congreso de Chicago, donde fue fundado (1905), se hallaron representados los más diversos elementos radicales del movimiento obrero norteamericano: Eugenio Debs, Bill Haywood, Carlos Moyer, Daniel de Leon, W. Trautmann, Mother Jones, Lucy Parsons y otros muchos. Su sección más importante, durante mucho tiempo, fue la Western Federation of Miners —Federación de Mineros del Oeste—, cuyo nombre se popularizó en todas partes por las generosas y abnegadas luchas del trabajo en Colorado, Montana e Idaho. Hasta el gran movimiento por la jornada de ocho horas, en 1886-87, que tuvo el final trágico de la ejecución de los anarquistas Spies, Parsons, Fischer, Engel y Lingg, el 11 de noviembre de 1887, el movimiento obrero norteamericano había estado en un ahogamiento espiritual. Se creyó que con la fundación de los IWW iba a ser posible volver el movimiento a su forma revolucionaria y hubo una expectación que por ahora ha resultado defraudada. Lo que distinguía a los IWW de los sindicalistas europeos eran sus firmes puntos de vista marxistas, que les habían sido impresos especialmente por Daniel de Leon, en tanto que los sindicalistas de Europa adoptaron francamente las ideas socialistas del ala libertaria de la Primera Internacional.

Los IWW tenían su mayor fuerza entre los trabajadores sin residencia fija del Oeste, aunque también alcanzó alguna influencia entre los obreros de las fábricas de los Estados del Este, y dirigió un número considerable de huelgas muy extensas, que pusieron en todos los labios el nombre de los Wobblies. Tomaron parte muy principal en las enconadas batallas libradas por salvaguardar la libertad de palabra en los Estados del Oeste, a costa de terribles sacrificios en vidas y en libertad. Sus afiliados llenaban las cárceles. A muchos los alquitranaban y cubrían de plumas sus fanáticos guardianes, o eran linchados. La matanza de Everett, en 1916; la ejecución del poeta obrerista Joe Hill, en 1915; el asunto Centralia en 1919, entre otros muchos casos semejantes en los que los obreros, indefensos, caían víctimas de la represión capitalista, son unos escasos ejemplos que señalan los hitos de la historia de sacrificio de los IWW.

El estallido de la guerra mundial afectó al movimiento obrero, como una catástrofe de la Naturaleza, que tuvo un enorme alcance. Después del atentado de Sarajevo, cuando todo el mundo presentía que Europa marchaba a toda vela hacia la conflagración general, la CGT propuso a los jefes de los sindicatos alemanes que las dos organizaciones obreras de ambos países se unieran en una acción conjunta para salir al paso de la catástrofe que amenazaba. Pero los dirigentes alemanes, que siempre se habían opuesto a la acción directa de las masas y que en sus largos años de rutina parlamentaria habían perdido toda clase de iniciativa revolucionaria, no accedieron a la proposición. Así fracasó el último recurso para detener la espantosa catástrofe.

Después de la guerra, los pueblos se hallaron ante una nueva situación. Europa sangraba por mil heridas y se retorcía como en los dolores de la fiebre. En la Europa Central, el viejo régimen había sufrido un colapso. Rusia se encontró en medio de una revolución social, cuyo fin era imprevisible para todos. De todos los acontecimientos que siguieron a la guerra, los de Rusia fueron los que más profundamente impresionaron a los trabajadores de todo el mundo. Tuvieron, por instinto, la sensación de que se hallaban en medio de una situación revolucionaria y que si nada decisivo salía de todo ello, las esperanzas de las clases laboriosas se desvanecerían por muchos años. Los trabajadores se percataron de que un sistema que no había sido capaz de evitar la espantosa catástrofe de la guerra mundial, sino que, por el contrario, durante largos años había arrastrado a los pueblos al matadero, había hipotecado por este hecho su derecho a la existencia, y aplaudían todo esfuerzo que se hiciera con el propósito de sacar al mundo del caos político y económico en que le había dejado la guerra. Esto explica que pusieran tan altas esperanzas en la revolución rusa y creyeran que indicaba la inauguración de una nueva era en la historia de los pueblos de Europa.

En 1919, el partido bolchevique, que había alcanzado el poder en Rusia, lanzó un llamamiento a todos los trabajadores revolucionarios del mundo, invitándoles a celebrar un congreso, que debía tener efecto en Rusia al año siguiente, con objeto de fundar una nueva Internacional. Por entonces no había partidos comunistas más que en contados países; en cambio, en España, Portugal, Italia, Francia, Holanda, Suecia, Alemania, Inglaterra y los países del Norte y sur de América, había organizaciones sindicales, algunas de las cuales ejercían una poderosa influencia. Importaba, por consiguiente, mucho a Lenin y a sus adictos el atraerse a estas organizaciones, pues se había enajenado ya a los partidos socialistas-laboristas y difícilmente contaría con el apoyo de los mismos. Se dio, pues, el caso de que en el congreso para la fundación de la Tercera Internacional, en el verano de 1920, estuvieron representadas casi todas las organizaciones sindicalistas y anarcosindicalistas de Europa.

Pero las impresiones que recibieron los delegados sindicalistas en Rusia no fueron tales que les permitieran estimar deseable, ni posible, la colaboración con los comunistas. La «dictadura del proletariado» había comenzado a dar muestras de su presencia, en su peor aspecto. Llenas estaban las cárceles de socialistas de todas las escuelas, entre ellos muchos anarquistas y anarcosindicalistas. Pero, sobre todo, era evidente que la nueva casta dominante no estaba capacitada para realizar una reconstrucción socialista genuina.

La fundación de la Tercera Internacional, con su mecanismo dictatorial de organización y en su esfuerzo por convertir todo el movimiento obrero de Europa en instrumento de la política exterior del Estado bolchevique, demostró en seguida a los sindicalistas que no cabían en tal organización. Pero les era muy necesario a los bolcheviques, y especialmente a Lenin, el establecer un apoyo en las organizaciones sindicalistas del extranjero, pues su importancia, especialmente en los países latinos, era bien conocida. Por esta razón se decidió a establecer, paralelamente a la Tercera Internacional, otra alianza internacional de todos los sindicatos revolucionarios, de la que no quedara excluida ninguna organización sindical, fuera del matiz que fuese. Los delegados sindicales se mostraron conformes con tal proposición, y comenzaron a negociar con Losovsky, comisario de la Internacional comunista. Pero pidió que la nueva organización quedase subordinada a la Tercera Internacional, y que los sindicalistas de todas partes se colocaran bajo la dirección de los partidos comunistas de los respectivos países, pretensión que fue unánimemente rechazada por los delegados sindicales. Como quiera que no pudieran ponerse de acuerdo, se convino, por fin, en convocar para el año siguiente, 1921, en Moscú, un congreso internacional de sindicales, y aplazar la solución del asunto hasta entonces.

En diciembre de 1920 fue convocada en Berlín una conferencia, con objeto de tomar una decisión respecto a la actitud que debía ser adoptada ante la proximidad del congreso de Moscú. La conferencia acordó siete puntos, de cuya aceptación dependía su ingreso en la Internacional Sindical Roja. El más importante de aquellos siete puntos era la absoluta independencia del movimiento respecto de los partidos políticos y la confirmación del punto de vista de que la reorganización proletaria de la sociedad no podía llevarse a efecto sino por medio de las organizaciones económicas de las mismas clases productoras. En el congreso de Moscú del año siguiente, las organizaciones sindicalistas estuvieron en minoría. La Alianza Central de las Uniones Rusas del Trabajo dominó completamente la situación y aprobó todas sus resoluciones.

En concomitancia con el décimo tercer congreso de la FAUD —Freie Arbeiter-Union Deutschlands: Unión de los Trabajadores Libres de Alemania—, se reunió en Düsseldorf, en octubre de 1921, una conferencia internacional de organizaciones sindicales, a la que asistieron delegados de Alemania, Suecia, Holanda, Checoslovaquia y de los IWW de los Estados Unidos. Esta conferencia votó por la convocatoria de un congreso internacional de sindicales para la primavera de 1922. Se eligió Berlín como lugar de reunión. Para preparar dicho congreso, se celebró una reunión en julio de 1922, en dicha capital, en la que estuvieron representadas Francia, Alemania, Noruega, Suecia, Holanda, España y asimismo los sindicalistas revolucionarios de Rusia. También envió un delegado la Alianza Central de sindicatos rusos, que hizo todo lo posible por evitar la convocatoria del congreso, y que, al no lograrlo, abandonó la conferencia. La conferencia redactó una declaración de los principios del sindicalismo revolucionario, que debía ser sometida a la consideración del anunciado congreso y se hicieron todos los preparativos para que le mismo resultara un éxito.

El Congreso Internacional de Sindicales estuvo reunido en Berlín el 25 de diciembre de 1922 hasta el 2 de enero de 1923, y en él estuvieron representadas las siguientes organizaciones: Federación Obrera Regional Argentina, con 200.000 afiliados; Trabajadores Industriales del Mundo, de Chile, con 20.000; Unión para la Propaganda Sindicalista, de Dinamarca, con 600; la Freie Arbeiter Union, de Alemania, con 120.000; el National Arbeids Sekretariaat, de Holanda, con 22.500; Unione Sindicale Italiana, con 500.000; Confederación General de Trabajadores, de Méjico, con 30.000; Norsk Syndikalistik Federation, de Noruega, con 20.000; Confederaçao Geral do Travalho, de Portugal, con 150.000; Sveriges Arbetares Centralorganisation, de Suecia, con 32.000. La CNT española no pudo asistir por hallarse en aquellos días empeñada en la terrible lucha con la dictadura de Primo de Rivera, pero reafirmó su adhesión en el congreso secreto que tuvo lugar en Zaragoza en octubre de 1923. En Francia, cuya CGT sufrió una escisión al terminar la guerra, formándose la CGTU, esta última se había ya unido a moscovitas. Pero en la organización quedaba una minoría que acordó la creación del Comité de Défense Syndicaliste Révolutionnaire. Este comité, que representaba unos 100.000 trabajadores, tornó parte activa en las deliberaciones del Congreso de Berlín. También estuvieron representadas las organizaciones parisienses Fédération du Bátiment —Ramo de la construcción— y la Fédération des Jeunesses de la Seine. Dos delegados asistieron en nombre de la minoría sindicalista de las uniones rusas del trabajo.

El Congreso resolvió por unanimidad crear una alianza internacional de todas las organizaciones sindicales, bajo la denominación de Asociación Internacional de los Trabajadores. Aprobó la declaración de principios que había sido redactada en la conferencia preliminar de Berlín, en la que se hacía una franca profesión de anarcosindicalismo. El segundo párrafo de dicha declaración dice:

«El Sindicalismo Revolucionario es enemigo declarado de toda forma de monopolio económico y social, y se propone su abolición por medio de comunidades económicas y de órganos administrativos de los trabajadores del campo y de las fábricas, a base de un sistema de consejos libres, completamente emancipados de toda subordinación a ningún gobierno ni partido político. Contra la política del Estado y de los partidos, levanta la organización económica del trabajo; contra el gobierno de los hombres, proclama la administración de las cosas. Por consiguiente, su objetivo no es la conquista del poder político, sino la abolición de toda función del Estado en la vida social. Estima que, juntamente con el monopolio de la propiedad, debe desaparecer el monopolio del dominio, y que toda forma de Estado, incluso la dictadura proletaria, será siempre engendradora de nuevos monopolios y de nuevos privilegios: nunca podría ser instrumento de liberación».

Con esto, la ruptura con el bolchevismo y sus adictos en todos los países era definitiva.

La AIT —o IWMA—, a partir de entonces, siguió su propio camino y ganó terreno en varios países que no habían estado representados en el congreso en que fue fundada. Sostiene sus congresos internacionales, publica sus boletines y ensambla las relaciones entre las organizaciones sindicales de distintos países. Entre todas las alianzas internacionales del trabajo organizado, es la que mantiene con más lealtad las tradiciones de la Primera Internacional.

La organización más poderosa e influyente de la AIT es la CNT de España, la cual, en la actualidad está desempeñando un papel histórico en la vida de Europa y que, además, está llevando a cabo una de las tareas más arduas que se le hayan planteado nunca a una organización de trabajadores. La CNT fue fundada en 1911 y en pocos años contó entre sus afiliados más de un millón de obreros y campesinos. Pero la organización era nueva sólo en cuanto al nombre, no por sus propósitos y sus procedimientos. La historia del movimiento obrero español ofrece períodos en los que su actividad queda bruscamente cortada por la reacción, y entonces tiene que llevar una existencia oculta. Pero pasado cada período de represión, vuelve a organizarse. Cambia el nombre, y el objetivo continúa siendo el mismo.

El movimiento proletario en España arranca de 1840, año en que el tejedor Juan Munt fundó en Barcelona el primer sindicato de trabajadores textiles. El Gobierno mandó entonces a Cataluña al general Zapatero, con la misión de ahogar el movimiento. Esta actitud dio por resultado la gran huelga general de 1855, que originó una franca rebelión de los obreros que inscribieron en sus enseñas estas palabras: «¡Asociación o Muerte!» La rebelión fue reprimida sangrientamente, pero el movimiento prosiguió clandestinamente, hasta que más tarde el Gobierno reconoció a los trabajadores el derecho de asociación.

Este primer movimiento de los obreros españoles estaba grandemente influido por las ideas de Pi y Margall, jefe de los federales y discípulo de Proudhon. Pi y Margall era uno de los pensadores de su tiempo y ejerció poderosa influencia en el desarrollo de las ideas libertarias en España. Sus ideas políticas ofrecen semejanza con las de Ricardo Price, José Priestley, Thomas Paine, Jefferson y otros representantes de la primera época del liberalismo angloamericano. Deseaba limitar al mínimo el Poder del Estado y sustituir esa institución gradualmente por un orden de economía socialista. En 1868, después de la abdicación de Amadeo I, Bakunin dirigió su célebre manifiesto a los trabajadores españoles y envió una delegación a España para atraerse a los obreros a la Primera Internacional.

Millares y millares de trabajadores se adhirieron a la gran alianza y adoptaron el ideario anarcosindicalista de Bakunin, al que han permanecido fieles hasta hoy. En realidad, la federación española era la organización más fuerte de la Internacional. Después de la caída de la primera República, la Internacional quedó suprimida en España, pero de hecho no se interrumpió, al margen de la ley, su existencia; al contrario, imprimía sus publicaciones y retaba a toda tiranía. Y cuando, por fin, a los siete años de persecución indecible, la ley de excepción contra los obreros fue rechazada, surgió inmediatamente la Federación de Trabajadores de la Región Española, en cuyo segundo congreso, celebrado en Sevilla, en 1882, estuvieron ya representadas 218 federaciones locales, con 70.000 miembros.

Ninguna organización obrera del mundo ha tenido que sufrir las espantosas persecuciones de que ha sido objeto el movimiento anarquista obrero de España.

Centenares de afiliados suyos fueron torturados horrorosamente por inquisidores inhumanos en las prisiones de Jerez de la Frontera, Montjuich, Sevilla, Alcalá del Valle, etc. Las sanguinarias acusaciones contra la llamada «Mano negra», que en realidad no existió y que fue una pura invención de los agentes gubernamentales para pretextar una justificación al suprimir las organizaciones de los campesinos andaluces; la espantosa tragedia de Montjuich, que en su día levantó una tempestad de protestas del mundo entero; los actos terroristas de los «camisas blancas», banda de gangsters organizada por la policía y la patronal para quitarse de en medio a los dirigentes del movimiento por medio del asesinato, de los que fue víctima el mismo secretario general de la CNT, Salvador Seguí... Tales son unos pocos ejemplos de la larga lista, llena de torturas, del movimiento obrero español.

Francisco Ferrer, fundador de la Escuela Moderna en Barcelona y director del periódico La Huelga General, fue uno de sus mártires. Pero ninguna forma de reacción fue capaz de quebrantar la resistencia de sus afiliados. Este movimiento ha dado centenares de las más asombrosas figuras, cuya pureza de corazón y recto idealismo han tenido que ser reconocidos por sus más acerbos enemigos. El movimiento anarquista español de trabajadores no fue apropiado para los buscadores de una carrera política. Lo que ofrecía era peligro constante, cárcel, y con frecuencia, la muerte. Es preciso enterarse bien de la espantosa historia de los mártires de este movimiento para comprender por qué en determinados períodos ha adquirido un carácter tan violento en defensa de sus derechos humanos contra las matanzas a que se entregaba la negra reacción.

Las actuales CNT-FAI encarnan las tradiciones del movimiento. En contraste con los anarquistas de otros muchos países, sus compañeros de España fundan su actuación, desde el comienzo, en las organizaciones de lucha económica de los trabajadores. La CNT abarca hoy día un total de dos millones de afiliados, entre trabajadores de la industria y del campo. Controla treinta y seis diarios, entre ellos Solidaridad Obrera, de Barcelona, que tiene un tiraje de 200.000 ejemplares, cifra no alcanzada por ningún periódico de España, y Castilla Libre, el periódico más leído en Madrid. Esto aparte, el movimiento publica numerosas revistas semanales, seis de las cuales son las mejores del país. Especialmente durante el último año, ha editado infinidad de excelentes libros y folletos y ha contribuido, más que ningún otro movimiento, a la educación de las masas. CNT-FAI son hoy la columna vertebral de la lucha contra el fascismo en España, y el alma de la reorganización del país.

En Portugal, donde el movimiento obrerista ha recibido la vigorosa influencia del vecindaje español, se constituyó en 1911 la Confederaçao Geraldo Travalho, la organización obrera más importante del país, que sustenta los mismos principios que la CNT española.

Siempre ha sostenido con tesón la independencia de toda influencia de partido político y ha dirigido numerosos e importantes movimientos huelguísticos. Con el triunfo de la dictadura portuguesa, la CGT se vio obligada a dejar su actuación pública, y en la actualidad lleva una existencia subterránea. Recientes sucesos producidos en Portugal contra la reacción dominante, hay que atribuirlos principalmente a su actividad.

En Italia, desde los tiempos de la Primera Internacional, existió un vigoroso movimiento anarquista, que en algunas regiones tuvo una influencia decisiva sobre los operarios y los campesinos. En 1902 el partido socialista fundó la Confederazione del Lavoro, calcada en el modelo de las Uniones del trabajo alemanas, cuyo propósito era afiliar a todas las organizaciones sindicales del país. Pero no lo consiguió. Ni siquiera tuvo fuerza suficiente para evitar que una gran parte de sus adheridos se sintiese profundamente influida por las ideas de los sindicalistas franceses. Unas cuantas huelgas de amplitud, que fueron un éxito, especialmente las huelgas de campesinos de Parma y Ferrara, dio un vigoroso ímpetu al prestigio de los partidarios de la acción directa. En 1912 fue convocada en Módena una conferencia de varias organizaciones que no estaban en absoluto de acuerdo con los métodos de la Confederazione ni con su supeditación a la influencia del partido socialista.

Dicha conferencia formó una nueva organización a la que llamaron Unione Sindícale Italiana. Esta organización dirigió una ruda lucha por la causa obrera hasta la ruptura de las hostilidades en Europa, en 1914. Tomó especialmente parte en la llamada semana roja de junio de 1913. Los brutales ataques de la policía contra los obreros huelguistas en Ancona, provocaron la huelga general que en algunas provincias dio motivo a una verdadera insurrección armada.

Cuando en el año siguiente estalló la guerra mundial, se produjeron una serie de crisis en la USI. El dirigente más influyente, Alceste d’Ambris, que siempre había desempeñado un papel más bien ambiguo, intentó despertar en la organización un sentimiento en favor de la guerra. En el congreso de Parma (1914) se halló, no obstante, en minoría, y, con sus secuaces, se retiró del movimiento. Al entrar Italia en la guerra, todos los más conocidos propagandistas de la USI fueron detenidos y encarcelados. Después de la guerra, se produjo en Italia una situación revolucionaria, y los acontecimientos de Rusia, que en aquellos momentos no podía predecirse la significación que había de tener hoy, tuvieron honda repercusión en el país. Pronto resurgió la USI y contó 600.000 afiliados. Una serie de grandes trastornos del trabajo sacudió el ambiente, llegando a culminar en la ocupación de las fábricas en agosto de 1920. El propósito que se tenía entonces era establecer un libre sistema de soviets, que rechazase toda dictadura y cuyo cimiento lo constituyeran las organizaciones económicas de los trabajadores en forma orgánica.

El mismo año la USI envió a su secretario, Armando Borghi, a Moscú, para hacerse cargo personalmente de cuál era la situación en Rusia. Borghi regresó a Italia tristemente desilusionado. Entre tanto, los comunistas habían intentado hacer caer en sus manos a la USI; pero el congreso de Roma, de 1922, condujo a una franca ruptura con el bolchevismo, y a la adhesión del movimiento a la AIT. Por entonces el fascismo se había convertido en un peligro inminente. Un movimiento obrerista enérgico y unido, en defensa de su libertad, hubiera aún podido poner un obstáculo que detuviera aquella amenaza. Pero la desdichada conducta del partido socialista y de la Confederazione, sometida a su influencia, todo lo hizo naufragar. Aparte la USI, sólo quedaba la Unione Anarchica Italiana, agrupada en torno al campeón del anarquismo italiano, a quien se reverencia en todo el mundo, Errico Malatesta.

Cuando en 1922 estalló la huelga general contra el fascismo, el gobierno democrático armó a las hordas fascistas y estranguló la última tentativa hecha en defensa de la libertad y el derecho. La democracia italiana se había abierto su fosa. Se imaginó que iba a valerse de Mussolini para vencer a los obreros, cuando lo que hacía era convertirse en sepulturera de sí misma. Con el triunfo del fascismo todo el movimiento obrero desapareció de Italia, y con él también la USI y todos los que pudieran ofrecer oposición.

En Francia, después de la guerra, la llamada ala reformista tomó ventaja en la CGT, resultando que los elementos revolucionarios se separaron y formaron la CGTU. Mas como quiera que Moscú tenía muy señalado interés en hacer suya esta organización en especial, comenzó en la misma una labor subrepticia, con la formación de células al tipo ruso, llegando esta perturbación al extremo de provocar, en 1922, el asesinato de dos anarcosindicalistas, por elementos comunistas en el local de los sindicatos de París. A consecuencia de este hecho, los anarcosindicalistas, con Pedro Besnard, se retiraron de la CGTU y fundaron la Confédération Générale du Travail Syndicaliste Révolutionnaire, que se unió a la Asociación Internacional de Trabajadores. Esta organización se ha mantenido desde entonces muy activa, contribuyendo grandemente a mantener vivas entre los trabajadores las antiguas ideas de antes de la guerra, sustentadas entonces por la CGT. La desilusión causada por el rumbo de los asuntos en Rusia, y el eco resonante con que entre los trabajadores franceses repercute la lucha de los españoles por su libertad, han causado una intensa reanimación del sindicalismo revolucionario en Francia, tanto que puede predecirse un gran retorno a dicho movimiento en tiempo no lejano.

En Alemania, con anterioridad a la guerra, había existido mucho tiempo el movimiento de los denominados Localistas, cuyo baluarte fue la Freie Vereinigungdeutscher Gewerkschaften, fundada en 1897 por G. Kessler y F. Kater. Originariamente, esta entidad se inspiró en ideas puramente socialdemocráticas, pero combatía la tendencia centralizadora del movimiento de la ADGB. Al reavivarse el sindicalismo revolucionario en Francia, dicho movimiento alemán sufrió una gran influencia, que aumentó considerablemente cuando al principio socialdemócrata y luego anarquista, Dr. R. Friedeberg, se pronunció en favor de la huelga general. En 1908, la FVDG rompió del todo con la socialdemocracia y profesó abiertamente el sindicalismo. Al terminar la guerra, este movimiento tuvo un gran impulso y en poco tiempo llegó a tener 120.000 afiliados. En el congreso que celebró en Berlín en 1919 fue adoptada una resolución que presentó R. Rocker: coincidía en lo esencial con los objetivos de la CNT española. En el congreso de Düsseldorf, de 1920, esta organización cambió de nombre y se llamó Freie Arbeiter-Union Deutschlands. El movimiento desplegó una actividad desusada en la propaganda y tomó una parte muy enérgica en las grandes actuaciones de la organización del trabajo en la zona industrial renana. La FAUD rindió gran servicio por medio de la infatigable actividad de su editorial, que, aparte una voluminosa cantidad de literatura en folletos editó un buen número de obras de Kropotkin, Bakunin, Nettlau, Rocker y otros, propaganda que permitió abrirse nuevos y amplios círculos de conocimiento de las ideas de dichos pensadores. Además de su órgano semanal Der Syndikalist y de su revista monográfica mensual Die Internationale, controlaba una infinidad de hojas locales, entre ellas el diario Die Schöpfung, de Düsseldorf. Con el acceso de Hitler al poder, el movimiento de los anarcosindicalistas alemanes se desvanece de la escena visible. Muchos de sus afiliados languidecen en campos de concentración o buscaron refugio en el extranjero. A pesar de lo cual, la organización subsiste ocultamente, desplegando su labor subterránea de propaganda bajo las más penosas condiciones.

En Suecia, hace mucho tiempo que hay un movimiento sindicalista muy activo: la Sveriges Arbetares Centralorganisation, afiliada también a la AIT. Esta organización cuenta con más de 40.000 miembros, lo cual constituye un elevado tanto por ciento en el movimiento obrero sueco. Es excelente la organización interna de los sindicatos de este país. El movimiento tiene dos rotativos, uno el Arbetaren, dirigido por Albert Jensen, en Estocolmo. Cuenta con gran número de destacados propagandistas, y ha inaugurado un activisimo movimiento de Juventud Sindicalista. Los sindicalistas suecos se interesan muy eficazmente en todos los forcejeos del trabajo ante el capital que se producen en el país. Con motivo de la gran huelga de Adalen, el Gobierno sueco mandó por primera vez a la tropa contra los obreros, resultando cinco muertos en el tumulto, a lo que el proletariado sueco organizado respondió con la huelga general, en la que los sindicalistas desempeñaron un papel muy principal, hasta que el Gobierno no tuvo más remedio que hacer concesiones.

En Holanda, como movimiento sindicalista había el Nationale Arbeeter Secretariaat —NAS— que contaba con 40.000 afiliados. Pero cuando dicha organización se vio más y más dominada por la influencia comunista, se separó de la misma el Nederlandisch Syndikalistisch Vakverbond y anunció su adhesión a la AIT. La unidad más importante de esta nueva agrupación es la de los metalúrgicos orientados por A. Rousseau. Este movimiento ha hecho, sobre todo en los últimos años, una propaganda muy activa, y cuenta con un excelente órgano, De Syndikalist, dirigido por Albert de Jong. Merece ser mencionada la publicación mensual que estuvo apareciendo algunos años bajo la dirección de A. Müller-Lehning, Grondslagen. Holanda ha sido de antiguo la tierra clásica del antimilitarismo. Domela Nieuwenhuis, primero clérigo y por fin anarquista, respetado por todo el mundo a causa de la pureza de su idealismo, fundó en 1904 el Antimilitarista Internacional, que tuvo influencia únicamente en Holanda y en Francia. En el tercer congreso antimilitarista de La Haya (1921) fue fundado el Buró Antimilitarista contra la Guerra y la Reacción, que desde su creación ha venido haciendo una propaganda internacional sumamente intensa, y ha hallado hábiles y generosos colaboradores en hombres como B. de Ligt y Alberto de Jong. Este Buró ha estado representado en numerosos congresos internacionales para la paz, y ha puesto en marcha un servicio especial de prensa en varias lenguas. En 1925 se alió a la AIT, por medio del Comité Antimilitarista Internacional, y en colaboración con este organismo despliega una lucha incansable contra la reacción y el peligro de nuevas guerras.

Hay que agregar a los movimientos citados los grupos propagandistas de Noruega, Polonia Y Bulgaria, afiliados todos ellos a la AIT. De la misma manera, el Jiyu Rengo Dantai Zenkoku Kaigi japonés, ha entrado en efectiva alianza con la AIT.

En Sudamérica, sobre todo en la Argentina, el país más adelantado del continente sur, el joven movimiento obrero estuvo, desde el comienzo, fuertemente influido, por las ideas libertarias del anarquismo español. En 1890 fue de Barcelona a Buenos Aires Pellicer Paraire, que vivió los tiempos de la Primera Internacional y era uno de los campeones del socialismo libertario en España. En 1891, Por influencia suya, fue convocado un congreso de uniones obreras en Buenos Aires, y de allí salió la Federación Obrera Regional Argentina. Desde su fundación, la FORA ha seguido actuando, sin interrupción, aunque haya sufrido lapsos de reacción, durante los cuales, como en la actualidad, ha tenido que llevar una actividad en la sombra. Es una organización sindical anarquista que ha sido el alma de todas las grandes luchas del trabajo que tan a menudo han convulsionado al país.

Comenzó la FORA su actuación con 40.000 afiliados, cifra que desde la guerra europea ha subido a 200.000. Su historia, que ha sido bosquejada por D. A. de Santillán en su libro F. O .R. A., es uno de los anales que ofrece el movimiento obrero internacional más pródigo en luchas. Durante más de veinticinco años, el movimiento ha contado con un diario, La Protesta, que bajo la dirección de Santillán y Arango publicó durante muchos años un suplemento semanal, en el que colaboraban las mejores firmas del socialismo libertario internacional. Cuando el golpe de Estado del general Uriburu, fue suspendido, pero continúa apareciendo en forma de ediciones clandestinas. Además casi todos los sindicatos importantes tenían su órgano propio. La FORA se unió muy pronto a la AIT, habiendo estado representada por dos delegados en el congreso de Berlín.

En mayo de 1929 la FORA convocó un congreso de todos los países sudamericanos, que se reunió en Buenos Aires. La AIT mandó a uno de sus secretarios, A. Souchy. En dicho congreso, aparte la Argentina tuvieron representación: Paraguay, por el Centro Obrero del Paraguay; Bolivia, por la Federación Local de la Paz, la Antorcha y Luz y Libertad; Méjico, por la Confederación General de Trabajadores; Guatemala, por el Comité pro Acción Sindical; Uruguay, por la Federación Regional Uruguaya. Estuvieron presentes los delegados de siete Estados brasileños. Costa Rica estuvo representada por la organización Hacia la Libertad. Incluso Chile mandó delegados de los Trabajadores Industriales del Mundo, por más que desde que se impuso la dictadura Ibáñez sólo ha podido moverse de una manera secreta. En este congreso se fundó la Asociación Continental Americana de los Trabajadores, que constituye la división americana de la AIT. Tuvo primero su central en Buenos Aires, pero a causa de la dictadura tuvo que ser trasladada al Uruguay, primero, luego a Chile.

Tales son las fuerzas con que el anarcosindicalismo cuenta en la actualidad en unos y otros países. En todas partes tiene que mantener una lucha difícil contra la reacción y a la vez contra los elementos conservadores del presente movimiento socialista. La heroica guerra que sostienen los trabajadores de España, hace que la atención del mundo entero se concentre hoy en este movimiento. Sus afiliados están firmemente persuadidos de que se abre a sus ojos un inmenso y triunfal porvenir.

Epílogo

Este libro fue publicado hace nueve años, cuando la Guerra Civil de España había entrado ya en su última fase. La derrota de los heroicos trabajadores y campesinos españoles, después de dos años y medio de lucha civil, por las fuerzas combinadas del Fascismo, destruyeron la última esperanza para rechazar la ola de reacción en Europa.

España llegó a ser la Némesis para el movimiento obrero en Europa en general, y para el socialismo libertario en particular. El pueblo español tuvo que seguir su valiente lucha por la libertad, dignidad humana y justicia social, casi con una sola mano, mientras el resto del mundo observó pasivamente la desigual batalla.

Las tan llamadas democracias occidentales, negaron a los españoles los materiales tan urgentemente necesitados en su titánica batalla contra sus implacables enemigos, y el organizado movimiento obrero en Europa y América, desmoralizado y dividido en hostiles facciones, se mantuvieron indiferentes o socorristas, cuando todo en Europa estaba en juego. Tuvieron que pagar costosamente por su pasividad para con España en manos de Franco y su Falange; el camino estaba aclarado para la Segunda Guerra Mundial y sus terribles resultados. No obstante, Mr. Summer Wells, secretario de Estado de los Estados Unidos de América, tuvo que admitir que la postura de su país con respecto a España en esos años decisivos fue uno de los más grandes errores que América cometiera.

Para el movimiento obrero, la victoria de Franco pavimentó el camino hacia la peor débâcle que los trabajadores de Europa tuvieron que sufrir. Bajo los tacones del ejército de Hitler, todo el movimiento obrero en Alemania, Francia, Italia, Polonia, Checoslovaquia, Holanda, Bélgica, Noruega y los países del Sudeste de Europa, quedó pulverizado, y el continente entero fue convertido en un desierto de ruinas, hambre e indecible miseria. Aún todavía, cuando dos años han transcurrido ya desde el fin de la gran masacre, grandes proporciones de Europa están todavía en salvaje penuria. Su vida económica está paralizada; también la producción. Sus fuentes naturales de riqueza están exhaustas y la agricultura e industria completamente desorganizadas. Es evidente por sí mismo, que tan horrible catástrofe no podría pasar sin dejar una profunda impresión sobre las gentes en cada país. En muchos países, el pueblo llegó a la desmoralización y a la apatía, como una consecuencia de sus horribles sufrimientos, especialmente en Alemania y Austria, donde una pequeña esperanza para una rápida reconstrucción de su vida económica y social prevalece. No obstante, hay síntomas casi por todas partes de un despertar y de un desarrollo de nuevas ideas a realizar en la presente situación.

La única salida al presente caos, la única posibilidad para reedificar los devastados países, sería una Europa federada con una economía unificada, apoyándose sobre nuevas fundaciones, en la cual nadie estaría aislado por fronteras artificiales ni sometido a las armas de los guardias de hostiles, y fuertes vecinos. Esto podría ser también el primer paso para una Federación mundial con igualdad de derechos para cada persona, para cada pueblo, incluyendo los tan llamados «países colonizados», los cuales han sido las víctimas de los imperialismos extranjeros, e interrumpidos en su natural desarrollo. Es igualmente el único medio para determinar futuros cambios y mejoras dentro del organismo general de nuestra vida social y sobrellevar la explotación económica y supresión política de individualidades vigentes. Después de las terribles experiencias del pasado, no hay en realidad otro camino para llevar a cabo una nueva relación entre los pueblos y preparar una nueva forma de sociedad y renacimiento de la Humanidad.

En Europa, tales transformaciones están desfasadas, pero su mayor obstáculo está aún en el poder de la policía de los más extensos Estados y sus incesantes batallas por la hegemonía del Continente, la eterna fuente de guerras y la causa real por la cual, hasta hoy, una generación ha tenido siempre que reconstruir lo que sus predecesores han destruido.

Tanto el Anarcosindicalismo como el Movimiento Libertario en general, están ahora en período de reorganización. Con la excepción de las organizaciones libertarias de Suecia, en casi todos los países de Europa han sido duramente reprimidas durante los días de la ocupación nazi, las cuales actuaron sólo como pequeños grupos clandestinos de resistencia.

Suecia fue uno de los pocos países de Europa «perdonados» por la guerra, y donde el Movimiento Libertario pudo desenvolverse. Cuando Hitler y su gang llegaron al poder en Alemania, la Oficina de la Internacional Working Men’s Association (AIT), después del corto intervalo en Holanda, fue transferida a Estocolmo y se mantuvo a salvo por el movimiento sindicalista sueco. Pero su actividad fue paralizada, como resultado de la terrible catástrofe en el resto del Continente. La única razón de existir fue el prepararse para cuando la guerra llegara a su fin y andar los pasos para reorganizar el movimiento en los diferentes países. La Oficina de Estocolmo publicó durante todos esos años su «Boletín». Y trató de mantener conexiones allí donde era posible, pero eso fue todo cuanto se podía esperar.

De todas las secciones regionales de la IWMA (AIT), la poderosa CNT en España es la que ha sufrido más. Alrededor de un millón de vidas humanas se perdieron durante la Guerra Civil, entro ellos muchos miles de los más valerosos y devotos miembros de CNT-FAI. Millares fueron enterrados vivos en celdas de castigo y en los inhumanos campos de concentración de Franco; muchos de ellos perecieron bajo la bota de hierro de sus implacables torturadores. Y muchos millares viven aún en el exilio, esperando impacientemente la hora del retorno. Gran número de antiguos miembros de la CNT viven en Francia, Bélgica, Inglaterra, Norte de África, Méjico y diferentes países de Sudamérica.

En Francia, miles de estos refugiados han tomado parte activa en el movimiento clandestino de la Resistencia, contra el invasor alemán. En todos estos países nuestros compañeros españoles en el exilio crearon organizaciones propias y publicaron periódicos, libros y panfletos.

En España incluso continúa un activo movimiento clandestino por los seguidores de CNT-FAI y Juventudes Libertarias contra la dictadura militar de Franco. Tienen sus propios periódicos impresos en lugares secretos y mantienen constantes contactos con sus compañeros en el extranjero.

En algunas partes de España, un tipo de guerra de guerrillas continúa aún, especialmente en las montañas de Asturias, donde el terreno es favorable para tales acciones.

Entre los compañeros españoles en el extranjero se mantienen gran cantidad de interesantes y a veces, muy ardientes discusiones, hacia el proceso de reorganización del movimiento para después de la caída del régimen franquista. Las experiencias de la revolución española, la guerra y sus reconquistas, han creado una serie de nuevos problemas, los cuales no pueden ser ignorados, pero su real solución puede sólo ser encontrada cuando la presente Dictadura haya desaparecido y el Movimiento Libertario en España sea reorganizado. No hay duda de que nuestro movimiento en España, el cual tiene tan profundas raíces en el pueblo español, jugará de nuevo un importante papel en el futuro de ese país, pero también está claro que su éxito estará en gran parte determinado, por el desarrollo en el resto de Europa.

En Alemania, donde cada sección del movimiento obrero organizado había sido completamente destruido por los nazis, y sus grandes propiedades en edificios, imprentas, librerías y dinero confiscados, el movimiento anarcosindicalista ha tenido que aguantar terribles pruebas. Después de que la Oficina General en Berlín había sido bombardeada y destruida por los «gángsters negros», los compañeros en Erfurt trataron de organizar un movimiento clandestino, pero en un corto espacio de tiempo muchos de los militantes cayeron en las manos de los nazis y fueron a parar a prisiones y campos de concentración.

A pesar de todo, las actividades clandestinas fueron seguidas en casi todas las partes del país, pero los sacrificios fueron terroríficos. De acuerdo con las estadísticas recibidas desde que las conexiones con Alemania han sido restablecidas, alrededor de 1.200 compañeros fueron sentenciados durante el régimen de Hitler, desde cinco a veinte años de trabajos forzados; alrededor de veinte fueron ejecutados o muertos en las cámaras de tortura de la Gestapo y docenas perecieron miserablemente en los campos de concentración. Estas listas no están completas; toda la información proviene de nuestros compañeros, en las actuales zonas americana, inglesa y francesa de Alemania, mientras que datos exactos de la zona ocupada por Rusia no han sido obtenidos hasta el momento.

Una reorganización del movimiento bajo las presentes circunstancias en Alemania es muy difícil. Uno de los más grandes obstáculos es la división del país en diferentes zonas y las administraciones militares presentes, que hasta hoy día solamente han permitido la organización de los mayores partidos políticos y del movimiento general del sindicato. La mayoría de los compañeros alemanes creen que una reorganización del movimiento sobre la fundación del viejo Freie Arbeiter Union («Unión Libre de Trabajadores»), es imposible, en vista de la devastación del país y de la estrecha mentalidad de la gente. Los antiguos métodos han llegado a ser inadecuados. Sienten que cada esfuerzo ha de ser vuelto hacia el trabajo constructivo, en reedificación del país, y disminuir la presente miseria. Muchos de nuestros compañeros están trabajando ya en esta dirección dentro de los nuevos sindicatos creados, sociedades cooperativas y otras organizaciones, donde tienen la posibilidad de extender sus ideas. En las zonas del Oeste han sido hechos preparativos para la creación de un nuevo movimiento libertario para actividades constructivas sobre una más amplia base adaptada a las condiciones presentes de la FAUD, la cual fue creada por diferentes circunstancias.

También en Holanda, donde muchos de nuestros compañeros tomaron parte en el movimiento clandestino durante el tiempo de la invasión alemana, los antiguos miembros de la Nederlandisch SyndicálistischVakverbond llegaron a la conclusión de que para revivificar el movimiento en sus viejas formas, deberían conocer los nuevos problemas creados por la guerra y la presente situación en Europa. Es por lo que ellos establecieron una nueva federación, la Nederlandse Bondvan frije Socialisten, cuyos principios están expuestos en su nuevo órgano Socialisme van order op (Socialismo desde abajo), una de las más interesantes revistas de nuestro presente movimiento, sobre el cual, muchos de los más conocidos exponentes del Socialismo Libertario en Holanda y en el extranjero están contribuyendo. El nuevo movimiento es muy activo, expandiendo sus ideas en los Sindicatos Generales, y están llevando a cabo una valerosa campaña por la independencia de Indonesia y de otras colonias holandesas. Junto a la nueva federación, la cual cuenta con grupos de propaganda en cada provincia de Holanda, existe un número considerable de otras organizaciones de carácter libertario con sus propios periódicos y formas de propaganda.

En Francia, los antiguos miembros de la Confederation Générale du Travail Syndicaliste Revolutionaire, reorganizó pronto su movimiento, después del fin de la guerra. Encontrando imposible trabajar juntos dentro del movimiento obrero general de la CGT, el cual está completamente dominado hoy por el Partido Comunista, y viene a ser un instrumento para la política exterior de los dictadores rusos, trataron de llevarse consigo a sus viejos adherentes y formar un nuevo movimiento. Mantuvieron su primera Convención en París, en diciembre de 1946, tan pronto como estuvieron presentes delegados de la CNT española y una representación de la IWMA (AIT). El nombre de la organización fue cambiado en el de Confederation National du Travail (CNT), y su actividad basada sobre la misma Declaración de Principios preconizada por la IWMA (AIT) antes de la guerra. Su órgano es L’Action Syndicaliste.

Junto a este movimiento de anarcosindicalistas en Francia, la mayoría de los grupos libertarios están organizados en la Federation Anarchiste, con su órgano Le Libertaire, en París. Desde el fin de la guerra hay un fuerte resurgir del antiguo movimiento libertario en toda Francia, el cual encuentra su representación en siete u ocho periódicos y revistas.

En Italia, el primer país de Europa que sucumbió al yugo del fascismo, un nuevo resurgir del Movimiento Libertario tuvo lugar después de la guerra. La mayoría de sus organizaciones pertenecen a la nueva Federazione Anarquista Italiana, la cual tiene su Centro Generale en Carrara, centro de la industria italiana del mármol. La Federación Posee más de quince periódicos por toda Italia y mantiene una vigorosa propaganda entre obreros y campesinado. Sus soportes más fuertes se encuentran en Milán y Génova. Como en Francia, nuestros compañeros italianos no sólo combaten las reminiscencias de mentalidad fascista y la reacción monárquica, sino también la influencia en crecimiento del Partido Comunista, el cual, no sólo controla el resto del movimiento sindical, sino también las más amplias partes del Movimiento Socialista; es inminente para la instauración de una nueva dictadura y la transformación del país en un satélite de Rusia. Aquí, como en la mayoría de los otros países de Europa, la terrible miseria de la gente presupone uno de los mayores obstáculos para cualquier movimiento progresista y al mismo tiempo expone al país a los peligros de una nueva reacción totalitaria.

En Portugal, la Confederaçao Geral de Trabalho, la cual ha sido reprimida bajo la dictadura de Salazar, está aún obligada a llevar una existencia clandestina. A pesar de las continuas persecuciones procuran sacar su órgano A Batalha y otras publicaciones clandestinas. Muchos de los militantes de la CGT perecieron en los campos de concentración de las islas de Cabo Verde bajo condiciones que sólo pueden compararse con las cámaras de tortura de la Gestapo en Alemania.

También existen grupos libertarios en Inglaterra, Bélgica, Noruega, Polonia y Suiza, los cuales están publicando revistas, libros y panfletos y están difundiendo sus ideas entre el pueblo. Sólo en los países dominados por Rusia, en el sudeste de Europa, toda tentativa de crear un movimiento libertario ha sido reprimida por las implacables dictaduras, como en el caso de los anarcosindicalistas búlgaros, quienes muchos de ellos han sido víctimas de grandes purgas sangrientas en ese país.

En general, el movimiento libertario de la mayoría de los países de Europa, está aún en un período de reorganización. Muchos de nuestros viejos compañeros en cada país murieron durante la guerra o fueron víctimas de terribles persecuciones por la reacción fascista. Bajo las presentes condiciones deplorables socioeconómicas en Europa, el trabajo de nuestros compañeros no es fácil, pero no obstante hay muchas indicaciones de que pronto seremos testigos de otro resurgir de fuerzas libertarias por todo lo largo y ancho del Continente.

En Latinoamérica, es observable una gran ola de socialismo libertario en casi cada país desde el fin de la guerra, principalmente en Argentina. Después de un largo período de clandestina existencia, la Federación Obrera Regional Argentina está siguiendo una extensiva propaganda para las seis horas de trabajo diario en todas partes del país. La reciente huelga de trabajadores en el gran puerto de Buenos Aires, la cual finalizó con gran éxito, fue dirigida por la FORA, y la organización ganó una gran proporción de simpatía entre los trabajadores y los estudiantes. El nuevo movimiento juvenil universitario está fuertemente influenciado por las ideas libertarias y es muy activo. Junto a la actividad sindicalista de la FORA, hay muchos grupos libertarios alrededor del país publicando numerosos panfletos, revistas y periódicos anarquistas y llevando a cabo una vigorosa propaganda en el campo de la educación y de la «gente iluminada». A las casas editoras imán y especialmente Americalee, en Buenos Aires, van los créditos para impresión de todos los estudios y ensayos que durante estos años los diversos autores y propagandistas anarquistas han confeccionado, junto a la tirada de ejemplares pertenecientes a los clásicos libertarios. Estas ediciones son excelentes y encuentran una gran difusión entre obreros e intelectuales.

Hay también una proliferación de actividades libertarias en la mayoría de los otros países del sur y central América, apareciendo publicaciones en Uruguay, Paraguay, Perú, Chile, Brasil, Colombia, Guatemala, Costa Rica, México y Cuba.

En Estados Unidos, con la excepción de dos pequeños mensuales, las demás publicaciones libertarias están impresas en español, italiano, yiddish y ruso. No hay un movimiento organizado sobre líneas nacionales en este país, para hablar comparativamente respecto a Europa, pero existen un buen número de asociaciones de diferentes propósitos, en donde las ideas libertarias y sus aspiraciones pueden ser encontradas y apreciadas.

En Asia moderna, las ideas libertarias fueron conocidas en China, Japón y entre pequeños círculos de estudiantes indonesios que fueron influenciados por el movimiento libertario holandés. En Japón, el pequeño movimiento anarquista fue completamente destruido después de la ejecución de D. Kotoku y sus compañeros, en enero de 1911. En los últimos años, un movimiento anarcosindicalista el Jiyu Ren go Dantai Zenkoku Kaigi se desarrolló en Tokio, Nagasaki, Hiroshima y otros centros de la industria japonesa, los cuales mantenían contacto con la Oficina de la IWMA (AIT) en Berlín. También este movimiento llegó pronto a ser víctima de implacables persecuciones por el Gobierno japonés.

En China, los grupos anarquistas existieron antes de la guerra en varias ciudades, donde publicaban revistas y panfletos libertarios; mantenían contactos con sus compañeros en América y Europa. Un resurgimiento de este movimiento tuvo lugar después de la guerra, inspirado por grupos de intelectuales en varios lugares del país.

Las ideas libertarias también han penetrado en la India recientemente, donde un grupo de intelectuales en Bombay fundan el Indian Sociologist, órgano del también fundado Indian Institute of Sociology. El periódico es muy activo difundiendo las nuevas ideas. También crearon un centro de publicaciones libertarias, el Libertarian Book House, en Bombay, el cual ha sacado ya un gran número de libros y panfletos de todo tipo, por conocidos escritores libertarios de Europa y América.

El actual renacimiento del Movimiento Libertario a través del mundo, es la mejor prueba de que las grandes ideas de libertad y justicia social todavía viven, después de los terribles desastres que en la mayoría de los países han tenido que soportar sus gentes, y a esas ideas las han considerado para muchos intentos de solventar la variedad de nuevos problemas de nuestro tiempo y crear los moldes para un mejor futuro y un más alto nivel de humanismo.

Es el único movimiento que no sólo mantiene la lucha contra los diversos fantasmas de la sociedad presente, sino que también trata de prevenir de los peligros de una dictadura de cualquier forma o tamaño del fútil Estado capitalista y totalitarismo político, el cual puede sólo conducir a la peor esclavitud que el género humano ha experimentado jamás.

Crompond, N.Y. junio 1947.

Rudolf Rocker

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[1] Para ilustrarse debidamente sobre las doctrinas e historia del Anarquismo, remito al lector a las obras de Max Nettlau, señaladas en la nota bibliográfica que va al final de estos capítulos.

[2] La palabra significa literalmente: «taller del sudor».

[3] El origen de esta palabra está envuelto en sombras. Algunos opinan que se debe a que un tejedor que tomó cartas en el asunto de destruir máquinas se llamaba Ned Ludd, pero no se tienen pruebas históricas. Lo cierto es que la oleada destructora tomó diversos nombres, ya que en unas regiones se llamaba «Jack Swing» y en otras «Great Enoch», y el sentido popular de tales denominaciones era idéntico siempre.

[4] Lord Byron sintió una profunda simpatía por los ludditas, como lo demuestra la primera estrofa de uno de sus poemas, que dice: As Liberty, lads o’er the se.

[5] Bougth their freedom, and cheaply, with blood, so we, boys, we will die fighting, or live free, and down with all kings but King Ludd! (Así como la libertad, jóvenes, salvando los mares, compró su remisión, y a buen precio, aunque con sangre, así nosotros, muchachos, moriremos luchando, o viviremos libres. ¡Y abajo todos los reyes, a excepción del rey Ludd!)

[6] He aquí algunas opiniones de periodistas extranjeros que no tienen personalmente relación alguna al movimiento anarquista. Andrés Oltramare, profesor de la Universidad de Ginebra, en una alocución bastante extensa, dijo: Ver complemento de esta nota al final del capítulo.

[7] Desde que fue escrito el presente libro, esta cifra ha seguido aumentando considerablemente.


Recuperado el 13 de enero de 2013 desde kclibertaria.comyr.com