Ricardo Mella

Lombroso y los anarquistas

      Antecedentes

    Las ideas anarquistas

      I

        Datos inexactos

        Crítica incongruente del anarquismo

        Anarquismo inconsciente

      II

        Significación filosófica del anarquismo

        Significación práctica del anarquismo

        Conclusión sobre el anarquismo

      III

        Criminalidad de los anarquistas

        Justificación de los anarquistas

        Paliativos inútiles

    El tipo del criminal nato

Antecedentes

Confieso que sentí verdadera ansiedad por conocer el libro de César Lombroso, que lleva por título Los Anarquistas. La resonancia adquirida, entre iniciados y profanos por las teorías del ilustre profesor y la simpatía que inspira siempre toda innovación, me tocó en parte moviéndome a estudiar los principios de la moderna escuela antropológica, con el sano propósito de dar a mi pobre cacumen pasto deleitoso de pura ciencia positiva.

Mi desilusión fue tan grande como la ansiedad antes sentida, cuando leí y releí, entre otras del mismo autor, la obra ya dicha de Lombroso. Esperaba yo un trabajo concienzudo de verdadera ciencia, que aportase a la sociología datos de innegable valor. Esperaba un estudio imparcial, sereno, desapasionado de las ideas y de los hombres del anarquismo, pues de quien goza fama de sabio, y más que de sabio, de innovador, toda parcialidad política y todo prejuicio de secta apenas se puede fundamentalmente sospechar. Esperaba, en fin, que el libro de Lombroso arrojase un rayo de luz sobre la tenebrosa superficie de una sociedad obsesionada hasta el paroxismo por sucesos y hombres cuya singular aparición coinciden con una mudanza radical en el carácter de las luchas humanas. Esperábalo tanto más cuanto que la sesuda prensa que inspira la pública opinión así lo anunciaba entusiasmada.

Soñaba, sin duda, mis propios deseos. Nada ni nadie se sustrae por completo al medio en que vive. Y cuando las circunstancias son, como las de nuestros tiempos, —de rudo batallar entre un mundo caduco que se derrumba y un mundo nuevo que con lentitud se va formando en medio de la general disolución— aun aquéllos que se niegan a tomar partido no hacen más que obedecer inconscientes al impulso general, siguiendo la dirección a que son fatalmente impulsados. Así acontece que los sabios modernos reproducen con toda fidelidad a sus colegas del tiempo viejo, de aquel tiempo en que la civilización descansaba en la esclavitud del hombre, sin que a ninguno de los grandes pensadores de la época se les ocurriese la más tímida protesta, la más ligera duda sobre la justicia de la esclavitud. Nuestros sabios, y entre ellos Lombroso, no analizan la equidad del mundo en que viven. Dan por cierta su justicia, presuponen necesarios, ineludibles, sus fundamentos, y, sobre una preocupación heredada, levantan el espléndido edificio de su ciencia indiscutible.

Para juzgar a los anarquistas no sigue otro camino César Lombroso. Incurre, como muchos que del anarquismo se ocupan sin conocerlo, en incongruencias de bulto, y baraja a capricho ideas y hombres sin que al lector más perspicaz le sea dado formar clara idea de los propósitos del autor. Comprende frecuentemente en la denominación común de anarquistas a todos los que realizan actos de violencia, y tiene por sinónimas la revolución y la criminalidad. Si de un lado se entusiasma con la bondad sin límite de muchos adeptos a la Anarquía, de otro pide poco menos que el exterminio de la canalla anarquista, banda de criminales natos, indignos de toda compasión. Sus afirmaciones de puro anarquismo son tantas como sus ligerezas —y perdone el sabio la mía— al juzgar a un partido compuesto de miles de hombres que no conoce ni ha podido estudiar por lo que una docena de polizontes brutales o de jueces ciegos le hayan querido decir. Acusa al anarquismo de criminalidad con una muy seria excepción a favor de tres individuos, y, entre todos los anarquistas que cita, sólo a uno, Ravanchol, pretende hacer pasar a todo trance como criminal nato. Los otros, aun cuando se trate de los anarquistas de acción, son a lo sumo apasionados políticos, sujetos algo epilépticos o simplemente neuróticos.

Cuando habla el hombre de ciencia, apenas se le puede hacer objeción alguna como no sea al fondo mismo de sus teorías antropológicas, y ya tendrá ocasión de ver el lector a qué extremo conduce el trampolín de ciertas hipótesis. Pero el hombre científico habla raras veces. No pocas aparece en escena el político militante con todo el bagaje de preocupaciones y rutinas propias de nuestra época. Y más que otra cosa campea en el libro Los Anarquistas un eclecticismo tal, que se hace necesaria gran sutileza de ingenio para seguir el tortuoso pensamiento del autor. No es Lombroso de aquellos que apartan la investigación científica de todo apasionamiento político, religioso y económico; no es un continuador de aquellos hombres de genio que a su ingreso en la célebre Academia de Cimento, abjuraban solemnemente toda fe para dedicarse a la investigación de la verdad. Es uno de tantos que tercia en las pasionales luchas de su tiempo sin una doctrina, definida por bandera, completamente desorientado, sin conocimiento de las antiguas y desechadas escuelas, ajeno en absoluto a las modernas aspiraciones del mundo nuevo. La necesaria correlación de las ideas ha sido olvidada en este libro singularísimo que trato de refutar.

Para Lombroso, crítico, demoledor del sistema parlamentario, del principio de gobierno, del militarismo y de la propiedad, Quijote a un tiempo mismo que armado de todas armas sale a la defensa de esta maltrecha sociedad, apenas hay otro remedio a los males presentes que la creación de un Tribunado y la multiplicación sin límites de los manicomios. Por el momento, parece conformarse con la aplicación de la ley de Lynch.

Un Tribunado, a imagen y semejanza del Tribunado romano, sobre crear un poder más donde tantos sobran, no resolvería nada, porque acabaría o por anular los otros o por entenderse con ellos. En cuanto a los manicomios para encerrar locos, epilépticos, maniáticos y neuróticos,sospechosos de anarquismo, sería preciso organizar antes una casta de sabios, a la manera pretendida por Augusto Comte, que nos gobernase irresponsablemente y que a fin de desempeñar a conciencia sus altos designios sacrificase, en aras de sus investigaciones, centenares de seres humanos como quien sacrifica un conejo. Sería éste el complemento obligado de la ley de Lynch, cuya invocación por una ciencia que se precia de positivista y reformadora, es señal evidentísima de un atavismo cierto.

El proceso ideológico de la humanidad se resuelve para el docto profesor italiano en una serie de fanatismos. La constante aspiración del hombre al mejoramiento de las condiciones de la existencia, bajo la forma de un ideal concreto, primero trascendente, que miraba al cielo olvidándose de la tierra; semitrascendente, semiterreno luego, pues que enlazaba el bien actual con el bien futuro; y positivo y terreno hoy al volver la espalda a toda teología y a toda política ,antójasele producto del fanatismo de multitudes de locos y de criminales por transmisión hereditaria.

La propensión a generalizar, conduce a Lombroso a deducir de nimiedades y hechos aislados, teorías y leyes inexplicables. Quizá una imaginación exuberante, unida al afán exagerado de especializar las ciencias, es la causa verdadera de las incongruencias lombrosianas.

Así pensando, no hubiera acometido la empresa de refutar el libro de Lombroso si no pesara en mi ánimo la buena disposición del público para acoger favorablemente todas las patrañas inventadas contra el anarquismo. Desilusionado por los mezquinos resultados de la indagación antropológica; convencido de que el prejuicio ha hecho presa no sólo en las gentes indoctas, sino también en las personas cultas y de superior inteligencia; deseoso, por otra parte, de contribuir a una selección de las ideas de las leyendas y de los supuestos atribuidos a los anarquistas, olvídome de que soy uno de esos pobres diablos, fustigado por el ilustre antropólogo, y tomo a mi cargo la tarea de combatir sus yerros, seguro de que, un nombre desconocido en el mundo de la ciencia y de la literatura, no ha de ser obstáculo a que la verdad se restablezca.

Yo no podré decir a Lombroso como se le dijo en el último Congreso de criminología y antropología, celebrado en Bruselas, que su tipo criminal nato no es más que un producto de su fértil imaginación; pero sí podré demostrarle que ni ha entendido el anarquismo, ni conoce a los anarquistas. No podré oponer teorías a teorías en el terreno científico, porque en él creo que está de más la inventiva, que es, sin duda, el fuerte de Lombroso; pero sí haré patente la afirmación del sabio Mantegazza, a saber: que Lombroso es el más hábil saltador de aro en el circo de las hipótesis científicas.

Y ya que Lombroso lamenta que el anarquismo carezca de bibliografía —lo que no es cierto, como no lo son muchas de sus afirmaciones y citas— bríndole este pobrísimo ensayo, por si tiene la virtud de fortalecer su ánimo contristado.

Mas si con tan poco no se conformare, indague y busque, no le faltarán periódicos, revistas, folletos y libros donde aprender lo mucho que del anarquismo ignora. Compatriotas suyos son Malatesta, autor de varios folletos, de los cuales el más notable, que bien vale un libro y quizá muchos, es La Anarquía, que el propio Lombroso extracta; Merlino, doctor en derecho, hijo y hermano de altos magistrados, autor del libroItalia tal cual es y de no pocos folletos anarquistas; el abogado Pedro Gori y el inválido Sergio de Cosmo, cuya propaganda oral y escrita ha salvado la frontera italiana. Periódicos anarquistas italianos pudiera citarlos a centenares. Ahora misma a pesar del despotismo imperante, a pesar del domicilio coatto, a pesar de las brutales persecuciones organizadas por Crispi y sus secuaces, no pasa día sin que se intente la publicación regular de algún periódico anarquista. Y es tan decidido el empeño de los anarquistas por la propaganda escrita, que en el Norte y en el Sur de América publican en lengua italiana revistas y periódicos que viven y se sostienen con holgura, no obstante las circunstancias excepcionales creadas por el gobierno de Humberto.

Si a pesar de estas indicaciones no hallare en la Italia empobrecida por el militarismo pasto adecuado a sus propósitos, procúrese la multitud de libros, folletos y periódicos en lengua castellana escritos. Aparte de las traducciones de las principales obras de Proudhon, Bakunin, Reclus, Malatesta, Kropotkin, Merlino y Gráve; recuerdo en este momento los folletos originales siguientes: Estudios Sociales, La moral del Progreso, ¡Siete sentencias de muerte! Acracia o República, Fuera política, El catolicismo y la cuestión social, A las madres, Evolución y Revolución, La ley de la vida, ¡Cómo nos diezman!, ¿Dónde está Dios?, Sinopsis social, Consideraciones sobre el hecho y la muerte de Pallás, El proceso de un gran crimen, Los sucesos de Jerez, A las hijas del pueblo, El Estado, Anarquistas literarios, Notas sociales y Apuntes sociológicos. Periódicos se publican ahora mismo más de quince. Madrid, Barcelona, Coruña, Nueva York, Buenos Aires, Cuba, pueden orientar a Lombroso en sus pesquisas. Recomiéndole especialmente Acracia y Ciencia social, dos hermosas revistas coleccionadas por todos los partidarios del anarquismo que gustan de la literatura sana, y los volúmenes de los certámenes en Reus y Barcelona, no ha mucho; dos libros que contienen cuanto pueda apetecer, sobre las ideas anarquistas, el descuidado doctor en antropología y criminología.

Aun a trueque de aburrir al lector, insistiré en este punto, Lombroso puede todavía estudiar en otra parte el anarquismo. Si gusta de la bibliografía francesa, no le costará gran trabajo encontrar las obras del sabio Reclus, el geógrafo que ilustra la Francia, que ha trabajado como pocos; de Carlos Malato, cuyo libro Revolución Social y Revolución Cristiana, indica una gran cultura intelectual, una ciencia profunda, una lógica contundente; de Juan Grave, el antiguo obrero, que por su propio esfuerzo se ha hecho un escritor notable; de Octavio Mirabeau, el cronista célebre, autor de multitud de romances que valen tanto como las mejores obras de Zola; de Sebastián Faure, orador de una rara elocuencia.[1]

Y no es sólo en Europa. En Norte América y en las Repúblicas Sudamericanas tienen los anarquistas bibliografía. Recuerdo aún la publicación en Nueva York de un periódico anarquista en lengua hebrea.

Pudiera, pues, hacer interminable la lista de producciones anarquistas. No es preciso tanto. Basta, para concluir, que demuestre la falsedad de un supuesto desprecio con que en Inglaterra es acogida la propaganda anarquista. Lombroso que es quien tal afirma, ignora, sin duda, que en lengua inglesa circulan profusamente casi todas las obras de Kropotkin, Malatesta, Bakunin y Reclus; que Morris, el poeta, Nicoll, Wilson, Dyer D. Lum, Parsons, etc., han publicado gran número de folletos y algunos libros muy notables; y que, en fin, los periódicos The Torch, Freedom, Liberty, The Anarchist, The Alarm, Solidarity Commonweal, The Firebrand, etc., suprimidos unos, en curso de publicación otros, no prueban de ningún modo semejante desprecio, pues seguramente el socialismo de cátedra, a que se muestra inclinado Lombroso, no tiene ni en Inglaterra ni en los Estados Unidos tan rica bibliografía como el anarquismo.

Sí, pues, no estudió antes como debiera, las ideas y los hombres de la Anarquía, reflexione Lombroso que en su papel de crítico, el desconocimiento de la materia criticada es pecado imperdonable, y aún está a tiempo de escoger lo que mejor le pareciere en el arsenal que le ofrezco, y estudiar de nuevo y desapasionadamente hombres y teorías, cuyo desconocimiento evidenciaré.

Y si le doliere rectificar sus errores, recuerde que de sabios es mudar de consejo.

Las ideas anarquistas

I

Datos inexactos

Del libro Los Anarquistas resulta confesado el propósito de demostrar el absurdo y la imposibilidad de las teorías y la naturaleza criminal de los adeptos del anarquismo. Si Lombroso logró lo que se proponía, es lo que vamos a examinar en este libro, cuyo plan hemos subordinado al de aquel otro, dedicando la primera parte a las ideas anarquistas y a sus hombres la segunda.

Entrando desde luego en nuestro primer asunto, analizaremos los elementos que han servido de base a Lombroso para su crítica del anarquismo.

Lo menos que se puede exigir a todo escritor que desmenuza y refuta una doctrina, es que de ella tenga conocimiento completo. Lo menos que se le puede pedir, es exactitud en los datos que utilice a los fines de su demostración. Y si el escritor es hombre de ciencia más que literato o sectario político, hay derecho a demandarle imparcialidad y ausencia de todo prejuicio.

Mas si la pasión arrastra al escritor, si su cerebro se halla preocupado por una idea fuertemente arraigada y obedece a un antijuicio, formado como quiera, entonces puede invocarse un resto de tolerancia para disculpar yerros e inexactitudes, por aquello de que la pasión quita conocimiento.

No es Lombroso quien tiene derecho al perdón de ciertas culpas. ¿Cómo suponerle apasionado, esclavo de una obsesión? Él es hombre de ciencia, pretende nada menos que fundar una escuela de doctrinarismo criminológico, y tal supuesto agravaría tanto sus errores que el perdón sería imposible.

Pero es el caso que el procedimiento por Lombroso seguido para analizar las ideas anarquistas, acusa, no sólo apasionamiento, sino también una gran ligereza, un cierto desenfado, impropio del hombre de estudio, como si se estuviera seguro de salir del paso airosamente a cualquier precio.

Vive en medio de un pueblo eminentemente anarquista; pues estamos por decir que Italia es el cerebro del anarquismo, —así como Francia es la acción— y desconoce cuanto le rodea y no halla por lo visto en su propio país elementos adecuados a sus propósitos. Sobraríanle programas anarquistas a su alrededor y se le ocurre ir tras de uno a Alemania, que es tal vez el pueblo menos anarquista de Europa. Tropieza, sin duda por casualidad, con un pequeño, y tan pequeño como valioso estudio sobre la Anarquía, e incurre en el error de atribuirlo a quien en él no puso mano. Y cuando pretende refutar en serio las doctrinas anarquistas olvídase del citado estudio y empréndela con los supuestos que atribuye al sabio autor de La conquista del pan.

Vamos a las pruebas, y perdone el lector la monotonía a que nos conduce el deseo de demostrar nuestros asertos.

En la primera parte del libro Los Anarquistas, figura un extracto del folleto La Anarquía; autor de este folleto es el anarquista italiano Enrique Malatesta; pero Lombroso, muy bien informado, lo atribuye a Merlino y Kropotkin. Dicho extracto que se ofrece al lector como resumen de las ideas acertadas de algunos anarquistas, se compone de varios párrafos elegidos a capricho, truncados, e incompletos a veces. Toda la argumentación sólidamente positivista del folleto, estamos por decir experimental e incontrovertible, pasa para Lombroso desapercibida, quizás porque se hubiera visto en grave aprieto para deducir de ella el absurdo y la imposibilidad del anarquismo.[2]

Pero el docto Lombroso necesitaba un documento que se prestase a sus propósitos de crítica, y buscó un programa de soluciones prácticas que, como ya hemos dicho, fue a desenterrar del suelo alemán. Y como quiera que tal documento no es verdaderamente anarquista, vamos a reproducirIo para mejor probar la ligereza y el desconocimiento de Lombroso en este asunto:

He aquí el programa en cuestión copiado literalmente del libro que analizamos:

“1º.- Fundación de un dominio de clase por todos los medios. (Este todos encubre el delito común)

3º.- Organización perfecta de la producción.

4º.- Libre cambio de los productos equivalentes, realizado por medio de las mismas organizaciones productivas, con omisión de toda clase de intermediarios y sustractores de los beneficios.

5º.- Organización de la educación sobre bases científicas, no religiosas, igual para ambos sexos. (Dada la desigualdad de los dos sexos, ninguna legislación puede hacerla desaparecer).

6º.- Relación de todos los asuntos públicos mediante tratados libres de comunidades y sociedades federalmente constituidas”.

Veamos. La primera cláusula de este programa —y luego hablaremos del paréntesis de Lombroso— no es anarquista sino socialista, propia de los partidos obreros que aspiran a la posesión del poder público. La Anarquía, que es la negación de todo gobierno, sea o no de clase, y Lombroso ha podido convencerse de esta verdad en el folleto de Malatesta, es incompatible con la fundación de un dominio de clase. Este dominio supone necesariamente un órgano que lo ejerza, un gobierno que lo practique a nombre y en representación de la clase dominante, y los anarquistas todos, sin excepción, preconizan a un mismo tiempo la desaparición completa de las clases y del gobierno y la igualdad de los individuos en calidad de productores libres, libremente organizados, lo cual es muy distinto de un dominio de clase cualquiera que sea. El lenguaje del socialismo es bien terminante para que pueda dudarse de su propensión al establecimiento de un verdadero dominio del proletariado. Y el de los anarquistas no es menos claro al declarar en cien programas, libros y periódicos que ni aun para ellos mismos querrían el poder, porque siendo el individuo un producto directo del medio social, cualquier anarquista no haría, una vez dentro del ambiente gubernativo, ni más ni menos que todos los gobernantes: oprimir y explotar al pueblo sirviéndose de la misma fuerza de éste para mantenerse en el poder.

«Para nosotros —dice Kropotkin en su folleto El gobierno revolucionario—, que somos anarquistas, la dictadura de un individuo o de un partido (en el fondo son una misma cosa) ha sido definitivamente sojuzgada. Sabemos que una revolución social no puede ser dirigida ni por un solo hombre ni por una sola organización; sabemos que revolución y gobierno son incompatibles, que la una precisa aniquilar al otro, no importa el nombre que se dé al gobierno, dictadura, parlamentarismo o monarquía; sabemos que la fuerza y el valor de nuestro partido consiste en esta fórmula fundamental: «Nada bueno y duradero puede hacerse como no sea por la libre iniciativa del pueblo, y precisamente toda autoridad tiende a matarla». Esta es la razón porque los mejores entre nosotros llegarían a ser considerados como tunantes en menos de una semana si sus ideas no pasaran por el crisol del pueblo a fin de ponerlas en ejecución, y se convirtieran en directores de esa formidable máquina que se llama gobierno, imposibilitándose de obrar conforme a su voluntad».

La dictadura de un partido es, en lo político, lo que en el campo socialista un dominio de clase. La libre iniciativa, cuyo ejercicio invocan los anarquistas, en oposición a la tesis de un necesario dominio o gobierno, es la negación terminante, radical, de la cláusula que analizamos. La transformación del Estado político en un Estado económico no cambiaría en nada los términos de la cuestión. La autoridad y el privilegio subsistirían aunque diferentes en la forma, y así los anarquistas detestan toda clase de dominios que de hecho no pueden derivarse sino de un principio mismo o sea el de la subordinación social a un poder constituido.

«Lo esencial —dice Malatesta— es esto: que se constituya una sociedad en la que no sea posible la explotación y el dominio del hombre sobre el hombre, en la que todos tengan a su disposición los medios de existencia, de trabajo y de progreso, y todos puedan concurrir, como quieran y sepan, a la organización de la vida social».

¿Necesita Lombroso más pruebas? ¿Necesítalas el lector? Pues léase todos los periódicos anarquistas que se han hecho cargo del libro que analizamos y se verá cómo protestan abiertamente de un tal pretendido dominio de clase.

Mas aun en el supuesto de que lo pretendieran por todos los medios, ¿de dónde se puede deducir que esta palabra todos encubre el delito común? No hay partido medianamente revolucionario que no la emplee. Los republicanos españoles la usan con frecuencia y los partidos socialistas de todos los países empléanla también a poco que estén animados de cierto espíritu revolucionario. ¿Son por esto criminales en el propósito? De ningún modo. Los republicanos, como los socialistas, significan con aquella locución que aspiran al triunfo de sus ideales no sólo por los medios legales, sino también por los violentos o revolucionarios que la ley condena. Pero Lombroso necesitaba que los hechos y las palabras corroborasen su teoría y no ha vacilado ante las más inadecuadas conclusiones.

Si esta primera cláusula del programa alemán no es en absoluto anarquista, las restantes son tan vagas que lo mismo encajarían en un documento socialista que en uno de evidente anarquismo. Así, más que de aquéllas, hemos de ocupamos de los paréntesis que Lombroso intercala a modo de objeciones.

La aspiración comunista abríganla en mayor o menor grado todas las escuelas genéricamente socialistas. Llámese cooperación voluntaria, mutualismo, colectivismo o comunismo, de hecho lo que se trata de afirmar es la comunidad de los medios de producir, haciendo de modo que todos los hombres dispongan o puedan disponer de los instrumentos necesarios al trabajo, de los elementos indispensables a la existencia y de la libertad de concertarse para la vida en común. Y no hay en esto retroceso a lo antiguo, ni nadie, y menos hombres de verdadera ciencia, como Reclus y Kropotkin, tratan de volver al comunismo primitivo, una de las formas de la opresión autoritaria. Desde Marx —verbo del socialismo colectivista— hasta el sabio ruso partidario del comunismo espontáneo, libremente organizado, las diferencias de aplicación son tan radicales que abren profundos abismos en el campo socialista. Mas ninguna de estas múltiples tendencias se compadece con el comunismo primitivo, como que se trata de organizar una sociedad en pleno desarrollo industrial, y para volver al comunismo antiguo sería preciso destruir al mismo tiempo el hombre moderno con sus grandes necesidades, sus vuelos intelectuales y su refinada sensibilidad nerviosa.

No siempre volver a lo que pasó es sinónimo de atraso, dice Lombroso. ¿Por qué, pues, no prueba sus afirmaciones? ¿Por qué no demuestra que el socialismo, anarquista o no, es la vuelta al comunismo primitivo? ¿Por qué una vez demostrado esto no evidencia que implica un atraso?

La frase organización perfecta no es tampoco anarquista. La perfección es una idea propia de teólogos o de metafísicos. Los anarquistas saben bien que una organización del trabajo será lo que pueda ser, según las circunstancias, los conocimientos y los medios que concurran en un momento dado, y que un continuo mejoramiento excluye necesariamente la idea de lo perfecto.

No es asimismo anarquista la afirmación del liberalismo de los productos equivalentes. La equivalencia de los productos no puede ser establecida matemáticamente, porque falta, pese a la ciencia de los economistas, una unidad común de comparación mediante la que ciertas relaciones cualitativas y cuantitativas puedan ser halladas en todos los casos. Sólo el contrato puede regular, organizar, el cambio o la distribución de los productos, sean o no equivalentes.

Lo que mejor demuestra que Lombroso no ha comprendido la teoría anarquista es la afirmación de que, dada la desigualdad de los sexos, ninguna legislación puede hacer desaparecer esa ni otra igualdad. Pero ¿es que no se ha enterado Lombroso de que los anarquistas al condenar el sistema gubernamental condenan también toda legislación? ¿Cómo puede existir ésta sin aquél? La Anarquía y la anomia son una misma cosa, y si Lombroso no lo ha entendido así es porque la preocupación de lo existente seca las fuentes de su inteligencia y le conduce a un pseudoconocimiento del anarquismo.

Una educación ideal para ambos sexos tiende, sí, a destruir una diferencia accidental, producto de una transmisión hereditaria. La labor igualitaria incumbe a la evolución en el tiempo. En el curso de aquélla, la mujer ha quedado rezagada como han quedado ciertas razas actualmente inferiores en desarrollo intelectual a los hombres civilizados. Pero así como estas razas estancadas en su progreso mental son susceptibles, por una persistente instrucción de las generaciones sucesivas, de mejorar y desenvolverse hasta igualarnos, así la mujer, cuya sustancia cerebral no difiere de la nuestra y cuya potencia intelectual en estado latente no se ha probado que sea inferior a la del hombre, podrá progresar y desarrollarse mediante una continua educación sabiamente dirigida. Mas aunque esta hipótesis nuestra no fuese admirable, ¿desde cuándo una diferencia, supuesta natural, da derecho a establecer una diferencia social efectiva?

Concluyamos. La sexta cláusula no es suficientemente clara para establecer su naturaleza anarquista. El arreglo de los asuntos públicos mediante tratados libres de comunidades y sociedades federalmente constituidas, lo mismo puede suponer un órgano de gobierno que implicar su negación total. Si lo primero, no es anarquista; sí lo segundo, ningún anarquista se negaría a suscribirla.

¿Qué diremos de un hombre, aunque se llame Lombroso y aunque posea toda la ciencia del mundo, que para condenar el anarquismo toma por punto de partida un dato falso, un documento dudoso, por lo menos, y da al propio tiempo como ideas acertadas lo único verdaderamente anarquista que en su libro cita?

¡Ah! Los dioses modernos no son menos poderosos que los caídos dioses del tiempo pasado, y una turba de vocingleros de la ciencia pregonará a estas horas por todas partes el tremendo éxito de su doctísimo maestro sobre la canalla anarquista. No es necesario aducir pruebas; huelga toda exigible demostración, porque una poderosa corriente de añejas preocupaciones lleva a las gentes a rendirse ante el mérito personal, sin examen, y ante el talento, sin discusión, aunque mérito y talento sean a veces oropeles de gran brillo y resonancia por una complicidad nefasta de la ignorancia del reclamo. Y si nosotros, pobres pigmeos, desconocidos en el gran mundo de las lucubraciones científicas, nos atreviéramos con las modernas deidades ¡qué pecado cometeríamos! A una voz lloverían sobre nosotros todos los epítetos mal sonantes del infalible convencionalismo en boga.

Pero las ideas anarquistas han enseñado la duda como el mejor camino de la sabiduría, y no hay infalibilidad bastante alta para pasarse sin previo análisis, ni ciencia que no se contraste por la experiencia. Con todo el respeto debido al talento y a la sabiduría, sometemos a la crítica hechos e ideas de tal modo que jamás la ignorancia o la simple admiración nos conduzca a aceptar sin examen una idea, principio u opinión por bien demostrada que se la suponga. Cansados de ver el error triunfante en libros de filosofía y de ciencia, convencidos de que son pocos los que saben y quieren sustraerse a los prejuicios de su tiempo, ahítos de tanta empachosa metafísica como se nos brinda a toda hora, la duda ha llegado a convertirse en recelosa desconfianza, que en el caso actual ha tenido plena justificación.

En lo que tiene de más elemental un estudio cualquiera, el examen de los datos, el libro Los Anarquistas revela que su autor ha incurrido en la grave falta, sólo disculpable en un principiante, de fundarse en elementos cuya exactitud no aquilató y cuya falsedad acabamos de evidenciar. Sus consecuencias serán como sus fundamentos. Y su conocimiento del anarquismo será tan imaginario como su tipo de criminal nato, al servicio del cual pone sin reparo hechos e ideas de la más espléndida diversidad.

Crítica incongruente del anarquismo

“Ninguno, dice Lombroso a renglón seguido del programa que hemos copiado, o muy poquísimos de los anteriores fines son realizables; mas no todos son absurdos; por ejemplo, no lo es conceder mayor importancia al individuo que la que hoy tiene, ni lo es tampoco la crítica de los inútiles sistemas de represión. Mas habiendo tomado parte en esta latente cuestión a ratos Dios y a ratos el Diablo, todo el edificio anarquista flaquea en su base y en sus aplicaciones. No me asustaría yo, seguramente, cuando Kropotkin afirma de un modo serio la necesidad de volver al comunismo antiguo, si al mismo tiempo enseñara el medio de realizar la vuelta; mas él mismo aconseja ingenuamente a los autores que sean a la vez editores de sus propios libros, en oposición abierta con la moderna doctrina de la división del trabajo, que ninguna teoría podrá destruir; y, en fin, aunque otra cosa no hiciera, aconseja que se deje al pueblo en libertad completa de distribuir sus funciones, de arrojarse sobre elmontón, como lo haría una manada de lobos sobre su presa, sin ocurrírsele que, al igual de éstos, cuando faltase la presa se devorarían unos a otros; y que si la colectividad resulta dañosa es tan sólo porque al unirse los individuos, sus vicios y sus defectos se multiplican en vez de disminuir”.

“Cuando esta colectividad estuviera compuesta no por pequeños grupos, como las sociedades, el Jurado, etc., sino por la masa total del pueblo, sería cien veces más peligrosa, cien veces más criminal, y sofocaría no a fuego lento, sino de un golpe, esta individualidad tan menospreciada por nuestras instituciones y tan encarecida y considerada, justamente en verdad, por los anarquistas”.

“Es una observación sancionada por antiguo proverbio que tanto menos justa y sabia es la deliberación cuanto mayor es el número de los deliberantes, porque todo el sedimento de añejos errores y vicios que se corrigen y doman a fuerza de cultura en el individuo, pululan y se convierten en activo veneno en las asambleas”.

“Y así ocurre hasta tratándose de intereses pecuniarios, que son los más arraigados en el hombre, que una asamblea se equivoca casi siempre, ¿qué no sucederá respecto a los intereses que no tocan personalmente a ninguno, como son los políticos o los administrativos?”

“Por otra parte, cualquier proposición útil o beneficiosa procedente del anarquismo lleva en sí la condición de ser inaplicable y absurda, porque, según he demostrado en mi Delito Político, toda reforma ha de introducirse en un país muy lentamente, pues de lo contrario provocará una reacción que inutilice todo trabajo anteriormente realizado; el odio a lo nuevo está tan posesionado del hombre, que todo esfuerzo violento dirigido contra el orden establecido, contra lo tradicional, es un delito, porque hiere y contradice la opinión de la mayoría; y aun cuando ese esfuerzo constituye una necesidad para la oprimida minoría, sería siempre considerado como un delito de lesa sociedad, y casi siempre resultaría inútil, porque surgirá al momento una potente reacción en sentido retrógrado”.

“Mas el punto en que el delito político se confunde con el delito común es cuando estos soñadores del campo teórico de libre acceso a todo el que tenga una mente sana, pretenden descender a la práctica, aceptando para realizar su fin el empleo de todos los medios, aun el hurto y el asesinato, creyendo obtener con la matanza de unos pocos, siempre víctimas inocentes que provocan una violenta reacción en todos, las adhesiones que los opúsculos y la propaganda oral no consiguió atraer”.

Hasta aquí —¿debemos llamárselo?— la crítica que Lombroso hace del anarquismo. Solamente hemos omitido dos o tres párrafos insignificantes que no agregan a lo trascrito ni un concepto ni una prueba más.

En resumen: una ligera réplica de algo atribuido a Kropotkin; una verdadera crítica de las asambleas y la afirmación constante, pero indemostrada, de la imposibilidad y del absurdo de la teoría anarquista. De las opiniones anarquistas por el propio Lombroso citadas, nada o casi nada. Y cuando algo dice es para interpretar caprichosamente afirmaciones claras y precisas, como lo hace al suponer que los anarquistas se limitan a conceder mayor importancia al individuo.

Los anarquistas, no se necesita mucha ciencia para saberlo, no tratan de conceder mayor o menor importancia al individuo, sino de hacerle por completo libre, autónomo, y libre de una manera real, no metafísica, por el previo establecimiento de la igualdad total de las condiciones para la vida colectiva. Esto es claro, terminante, y todo otro supuesto es ajeno al anarquismo y derivación, seguramente, del error de juicio que hace atribuir a los demás el propio pensamiento.

Otro tanto ocurre cuando Lombroso critica las opiniones de Kropotkin, sin que cite de su libro, La Conquista del pan, ni una sola línea. El procedimiento es, sin duda, cómodo, y aunque Dios ni el Diablo hayan tomado parte en ello, tómala Lombroso, y allá va, naturalmente volando a placer por los anchos espacios de la hipótesis, el sabio y doctísimo antropólogo, sin que en su carrera halle obstáculo que no salve, ni barrera que le detenga. ¡Cuán fácil es así decretar desde lo alto la infalibilidad de la propia opinión!

El edificio anarquista, dice Lombroso, flaquea en su base y en sus aplicaciones. Pero ¿conoce ni indica tal base ni tales aplicaciones? Si continúa afirmando la vuelta al comunismo primitivo, porque entiende que no otro es el fundamento de la teoría anarquista, lo hace, sin duda alguna, influido por una idea preconcebida, que no se ha cuidado de analizar y menos aún de evidenciar a los ojos del lector. El principio fundamental de la Anarquía es la libertad completa del hombre, y sólo porque ésta es imposible con un sistema, cualquiera que sea, de desigualdad social, son los anarquistas más o menos partidarios de un régimen de comunidad. La libertad, no lo dicen sólo los anarquistas, proclámanlo muchos ilustres pensadores nada sospechosos de anarquismo, es una mentira para la mayor parte de los hombres, cuando no se funda en la igualdad de condiciones. Son ideas correlativas que ningún positivista puede rechazar.

Si afirma el anarquismo, en general, la comunidad de los medios de producción y preconiza un nuevo mundo organizado para la vida libre de una siempre creciente solidaridad social, no pretende de ningún modo la vuelta al comunismo primitivo. Ni Kropotkin, debemos insistir en esto, pues no ignoramos que el de Lombroso es prejuicio generalmente admitido; ni Kropotkin, repetimos, ni Reclus, ni Bakunin, ni Malatesta, ni nadie, en fin, entre los anarquistas propaga semejante vuelta. Trátase, sí, de organizar la cooperación voluntaria sobre la base de la comunidad de medios y mediante la libertad efectiva de los hombres todos. Y ni Lombroso ni toda la ciencia actual pueden establecer identidad entre esto y aquello, entre el comunismo de convento o de cuartel, comunismo primitivo en su forma despótica, transmitido de generación en generación hasta nuestros días, y el comunismo espontáneo y voluntario, libremente concertado, que en más o en menos afirman todos los anarquistas.[3] Por otra parte, Kropotkin no es todo el anarquismo, ni habla como un jefe a quien hay que someterse, ni hace otra cosa que apuntar, como mejor le parece, aquellas soluciones que cree más aceptables y de acuerdo con los principios que propaga. Deriva de un método general, aplicaciones de detalle, que, como él mismo afirma, pueden no ser acertadas teórica y prácticamente. Expone, en fin, opiniones personales acerca de puntos dudosos de práctica anarquista. No da ciertamente un plan acabado porque ningún anarquista ni nadie que no lo sea puede dar formas al porvenir. ¿Se nos argüirá por ello que no sabemos a dónde vamos ni lo que queremos? Los hombres del constitucionalismo trataban de organizar el mundo conforme a líneas previamente trazadas, a un modelo determinado y, sin embargo, no preveyeron ni pudieron formular todo el desenvolvimiento de sus principios. Hoy mismo, después de mil ensayos y de un siglo de práctica, carecemos de la constitución típica que debiera haber producido la teoría. Ni aún están de acuerdo sobre el particular políticos y filósofos.

Kropotkin es de los comunistas que deducen de nuestro desarrollo industrial y agrícola la posibilidad de que cada municipio llegue a bastarse a sí mismo; es de los que creen ventajosa la simultaneidad de los trabajos; es además de los que reducen el cambio a una función distributiva de los productos no por medio de un poder constituido, sino mediante contratos libres, resultado de ofertas y demandas en que la equivalencia retrocede ante la relación de las necesidades. Y vamos a cuentas. Tengamos o no las mismas opiniones que Kropotkin, que esto no es del caso, respecto a determinadas materias, reconocemos que su hipótesis sobre la producción es perfectamente admisible. La integración industrial, principalmente en algunos países, es evidente, si no como hecho, al menos como tendencia. Aquella tan decantada división de comarcas productoras de especialidades es casi un mito. Si en parte subsiste, débese a causas artificiales que fomentan la diferenciación. Pero la misma industria, a medida que progresa, va igualando a todos los pueblos. Hoy es muy aventurado decir que tal o cual región carezca de éstas o las otras condiciones para determinada industria. La ciencia suple todas las desventajas. Otro tanto ocurre con la agricultura. Sólo la rutina y la diferencia, cuando no el interés del gran propietario, mantiene una aparente división. Granos, vinos, legumbres, frutas, danse en todas partes. Diferencias de calidad, variedades de un mismo producto, no bastan a destruir nuestra tesis. Aplíquense los grandes medios de la industria, llámese a la química y a la maquinaria en auxilio del labrador, y pronto, si no se realiza por completo la hipótesis del anarquista ruso, no parecerá por lo menos absurda e imposible. Desde el momento en que el labrador puede hacer el suelo, producir la temperatura a su antojo e inundar de luz sus campos en plena noche, nadie en verdad podrá refutar victoriosamente la afirmación de que llegará un día en que cada municipio se bastará a sí mismo porque producirá o podrá producirlo todo.

Ciertamente que no es fácil prever el término de la evolución y que en nuestros días de dudas y vacilaciones toda hipótesis parece aventurada. Pero en todo caso la afirmación de Kropotkin no es ni mucho menos principio indispensable a la teoría anarquista; y a una idea no se la puede combatir por lo que en ella hay de más accidental.

No es, asimismo, un absurdo la simultaneidad de los trabajos. Son a centenares los hombres de ciencia que la recomiendan. Un individuo que no se dedica más que a trabajos intelectuales es siempre o casi siempre enteco, anémico, si por cualquier medio no suple a la necesidad del ejercicio muscular. Un hombre que sólo trabaja con sus músculos conviértese prontamente en una máquina. La tan famosa ley de la división del trabajo no padecería, porque un Lombroso o un Spencer imprimiesen o encuadernasen sus obras o se ejercitasen en cualquier oficio mecánico. Seguramente este ejercicio corporal restablecería muchas veces un equilibrio que la tensión nerviosa producida por el exceso de estudio quebranta a menudo. Sólo el sentimiento de casta, por no decir la vanidad de una ciencia presunta, puede menospreciar lo que es necesidad reconocida para todos los hombres de todas las razas. Todavía se ve en el trabajo material un estigma, un castigo. Pero la gimnasia, el juego de pelota, la caza, el deporte, en fin, de todo género, son considerados como higiénicos entretenimientos de las gentes cultas. ¡Y porque la ley de la división del trabajo no padezca, se condena a millares de hombres a fabricar, durante toda su vida, con monotonía que espanta, cabezas de alfiler!

Toda causa, señor Lombroso, os lo dice Spencer, produce más de un efecto; y es necesario ser bastante miope para no ver al lado de las ventajas de la división del trabajo los múltiples y graves males que ha producido para esa gran parte de la humanidad que se embrutece trabajando automáticamente como pudiera hacerlo la pieza más ínfima de una máquina cualquiera. Y a remediar esos males de la división tiende la necesaria y subsiguiente integración que defendemos. La economía política podrá, como decís, con su egoísta favoritismo no ver en la división del trabajo más que las ventajas... para los ricos; la ciencia y la experiencia, que no se cuidan de egoísmos, ven algo más, que los anarquistas se encargan de esparcir a los cuatro vientos.

Insistamos sobre este punto. Es un principio fisiológico de equilibrio el empleo simultáneo de todas nuestras facultades. Si el cerebro desempeña la dirección suprema de nuestro organismo, nuestros músculos tienen necesidad ineludible de aplicación constante. No se los ha hecho para consumirse en la ociosidad. «La fisiología ha establecido la ley sin excepción de que la sangre afluye más espontáneamente a un órgano cuando éste trabaja. Cuando, por tanto, alguna parte del cuerpo trabaja de más, se suple su mayor demanda disminuyendo la ración a los otros órganos».[4]

No es necesario hacer deducciones de lo que antecede, ni lo decimos con ánimo de recordarlo a un antropólogo que debe tenerlo olvidado de puro sabido. La evidencia es lo que tratamos de ofrecer al lector. Sin embargo, el prejuicio es tan profundo, que se considera una virtud excepcional la de aquellos grandes hombres que cuando abandonan o sus negocios o la gobernación de un Estado, se dedican a cuidar su jardín o a cualquier trabajo mecánico. Y al juzgar las cosas de este modo admítese como la cosa más natural del mundo la holganza de muchos hombres, que no dan muestras del talento de que gozan fama, pensando tal vez en una posible inferioridad si manchasen o lastimasen sus delicadas manos con las rudezas del trabajo material. Mil ejemplos pudiéramos extraer de la historia contemporánea. Pero es tan precisa, tan clara, tan evidente, nuestra tesis desde el punto de vista fisiológico y aun con relación al de las preocupaciones sociales, que no queremos molestar al lector con nombres y citas presentes a toda inteligencia medianamente cultivada.

Bajo otro aspecto debemos examinar todavía la cuestión, bajo su aspecto económico. La idea de que los escritores editen sus libros, aún aplicada hoy, libraríales de una gran explotación y de muchas fatigas y vergüenzas. Cuando un hombre de estudio trata de publicar las primicias de sus trabajos, ha de pasar, antes de conseguirlo, un verdadero calvario, yendo de puerta en puerta tras un hombre de negocio que reconozca el mérito de la obra por la ganancia que ha de reportarle. ¡Y cuántas veces, después de mil bochornos, el editor buscado no aparece! Si un editor bastante inteligente se presta a los deseos del autor, es siempre a condición de retener para sí el producto casi total de la obra publicada. Aun después, cuando el publicista ha adquirido renombre, habrá de pagar bien caro el descanso que se proporciona encomendando a otros la labor material sin la que su obra no serviría para nada. El editor es un comerciante, y su condición justifica, en el actual estado de cosas, su conducta. Lo que no se explica de ningún modo es la manera de proceder de los escritores. Ellos conocen y enseñan las ventajas de la asociación; saben que siendo sus propios editores, no sólo se librarían de una explotación cierta, sino que podrían facilitar, por una gran economía en el precio, la difusión de sus producciones. Saben asimismo que sus obras editadas por ellos ganarían en muchos conceptos lo que el propósito del lucro les hace perder actualmente. Y, sin embargo, muéstranse en su conducta a la altura del vulgo ignorante de estas cosas, como si para ellos las verdades que difunden fuesen algo abstracto inaplicable e incomprensible.

En una sociedad anárquicamente organizada, el procedimiento de que tratamos tendría mayor alcance. La falta de dinero, que es el argumento de fuerza con que se suele salir al paso, nada significa en nuestra hipótesis socialista. La cooperación voluntaria es verdaderamente el eje de una sociedad tal como la que preconizamos. Y en ella el concurso del capital moneda huelga por completo. Brazos que trabajen, tierra y herramientas utilizables para la producción es todo lo que hace falta. El trabajo se cambia por trabajo, y la cooperación no puede ser más que el concurso espontáneo de los trabajadores para un fin común. La distinción de trabajos intelectuales y trabajos materiales, distinción absurda, arbitraria, ni tiene ni tendrá razón de ser. El trabajador trabaja en lo que quiere, razona, filosofa sobre su obra. La división de las funciones tiene un complemento necesario en la asociación de las fuerzas. Un libro no sale a la luz sin el concurso del escritor, del cajista, del encuadernador, etc. Suprimid la recíproca explotación que les sirve de lazo y poned en su lugar la asociación de los que quieran y sepan auxiliar la publicación de libros y tendréis una de las soluciones prácticas del anarquismo. ¿Y por qué no suponer también al cajista bastante ilustrado para que produzca un libro o al escritor bastante modesto para que se complazca en componer esmeradamente al pie de la caja su obra? ¿Padecería el principio de la división del trabajo porque un mismo individuo realizase a un tiempo dos labores que en nada se estorban, sino que más bien se complementan? ¿Quitaría nada de su ciencia al sabio el conocimiento de la composición? ¿Haría más inhábil al cajista la adquisición de conocimientos científicos, artísticos o literarios? Gran número de individuos de la clase media son aptos para desempeñar más de un orden distinto de funciones, y ya se sabe con cuánta frecuencia los obreros cambian de profesión obligados por la necesidad. Mas esta hipótesis no puede ser admitida por los que creen que es indispensable el mantenimiento de una clase que trabaje materialmente sin descanso para que algunos se dediquen cómoda o plácidamente a cultivar su espíritu o a prolongar sus ocios. El principio de la división del trabajo es el disfraz de este hecho abrumador: que la sociedad, tal como está constituida, no puede pasarse sin los bestias de carga para quienes todo desenvolvimiento intelectual, moral y físico, son considerados como engranajes de una inmensa máquina cuyo principio fundamental es el salario. Por esto el obrero viene a ser el descanso del hombre. ¿Necesitamos explicar esta paradoja?

Todavía podríamos agregar a lo dicho todos los razonamientos incontrovertibles que Kropotkin hace respecto a la división del trabajo; podríamos recordar a Lombroso uno a uno todos los argumentos que del escritor ruso se calla y demostrar así que la crítica del antropólogo está muy por debajo del libro a que hace referencia, pero sin pasar de la portada. Podríamos evidenciar que los anarquistas no están solos frente a la absurda división actual y decir con Kropotkin que también un Sismondi y un J. B. Say, economistas nada sospechosos de anarquismo, advirtieron que la división del trabajo, en lugar de enriquecer a la nación, sólo enriquece a los ricos, y que, reducido el trabajador a hacer toda su vida la decimoctava parte de un alfiler se embrutece y cae en la miseria. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Bastará que afirmemos, frente a las gratuitas suposiciones de Lombroso, que los anarquistas no pretenden que cada individuo haga toda clase de trabajos, suponiendo posible un enciclopedismo absurdo. Lo que Kropotkin, y con él muchos anarquistas, rechazan, es la atómica división de las funciones, amén de la injustificada separación de los trabajadores en castas por el prejuicio de la superioridad del llamado trabajo intelectual. En resumen, lo que quieren los anarquistas es que el hombre, en cuanto productor, sea algo más que una máquina, y en cuanto sabio, algo menos que un privilegiado, que un semidiós erigido sobre la ignorancia forzosa del pueblo.

Nada hay tampoco en La conquista del pan que justifique el supuesto consejo de que se deje al pueblo en libertad de arrojarse sobre elmontón, como lo haría una manada de lobos sobre su presa. Lo que Kropotkin demuestra es la necesidad de que el pueblo proceda a organizarse por sí mismo, distribuyendo sus funciones como mejor le parezca, vista la ineficacia de todos los procedimientos gubernamentales ensayados o por ensayar. Se trata, pues, de sustituir a la cooperación forzosa y la iniciativa del poder, la cooperación voluntaria y la iniciativa popular, individual o colectiva; se trata de que todas las obras comunes sean el resultado de la espontaneidad social concertándose libremente, de lo que tenemos hoy mismo un esbozo en las empresas científicas y artísticas y en las relaciones comerciales e industriales. Dentro del sistema actual, que tanto agrada a Lombroso, la iniciativa privada y las asociaciones particulares han derrotado por completo al Estado, poniendo de relieve su impotencia. Y si generalizar aquel procedimiento es aconsejar al pueblo que se arroje sobre el montón como lo haría una manada de lobos sobre su presa, confesamos que no entendemos una palabra de lógica y hasta estamos a punto de permitir que Lombroso nos encierre en uno de esos manicomios que recomienda para los anarquistas, en la seguridad de que habría de encerrar con nosotros a la mayor parte de las gentes que tienen sentido común. Por lo demás, no tema Lombroso que los hombres se devoren unos a otros cuando falte la presa, esto es, cuando escaseen los alimentos, las ropas o las viviendas. Kropotkin cita bastantes datos para que todo temor desaparezca. Cuando escasea el agua en las grandes ciudades basta una ligera indicación de la compañía abastecedora para que todo el mundo reduzca su consumo. París, en 1871, reclamó en dos ocasiones el racionamiento de los víveres. Los corresponsales extranjeros no se cansaban de admirar la resignación con que los parisienses formaban cola para recoger su ración de pan o de leña, aunque sabían que los últimos en llegar pasarían el día sin pan y sin fuego. En las caravanas de viajeros y en los buques regístranse casos semejantes. Cuando el agua o los víveres escasean, nadie se extralimita ni pretende una ración mayor. En todos estos casos y mil más el buen sentido de las gentes se impone y soluciona el conflicto. Las deliberaciones son tranquilas y el acuerdo fácil. Necesítase que se trate del juego de cubiletes de la política, o de los privilegios del individualismo económico, para que los hombres no se entiendan y se devoren como lobos.

Si Lombroso quiere significar la carencia absoluta de alimentos, al hablar del momento en que falte la presa, entonces la cuestión es muy otra. Kropotkin prueba que no pueden faltar, puesto que, con cuatro o cinco horas de trabajo diario, el hombre produciría, en un estado de cosas igualitario, para su familia una alimentación nutritiva, una casa conveniente y los necesarios vestidos, todo lo necesario, en fin, para garantizar el bienestar general. Demuestra asimismo que no puede faltar tierra cultivable desde el momento que el suelo se hace, y en virtud del cultivo intensivo basta una fracción de hectárea para que crezca todo el alimento vegetal de una familia, y el espacio que antes se empleaba para alimentar una cabeza de ganado puede alimentar hoy veinticinco. En una población de tres millones y medio de habitantes no llega a veinticinco jornadas de cinco horas lo que a cada hombre apto para el trabajo le correspondería en la producción de estos tres elementos principales: pan, carne y leche. Cuestión de divertirse un poco en el campo, según las propias palabras de Kropotkin. Los anteriores cálculos no son novelas ni se refieren a lo que podría dar de sí el verdadero cultivo intensivo. Quien quiera puede convencerse de ello leyendo La conquista del pan y algunos libros modernos de agronomía. No hablaremos de la producción industrial, de la que nadie puede dudar que sea susceptible de aumentarse indefinidamente. La maquinaria, en creciente progreso cada día, respondería victoriosamente a todas las objeciones.

Cuanto Lombroso dice acerca de las deliberaciones es argumentación puramente anarquista, y el hecho de que enderece su crítica contra el anarquismo revela una vez más que lo desconoce en absoluto. No se trata de que la masa popular resuelva de plano los asuntos comunes mediante deliberaciones y acuerdos que implicarían una especie de gobierno directo. No se trata tampoco de asambleas, reunidas como quiera, que impongan a todo el mundo sus decisiones. Trátase, al contrario, de que procediendo de lo simpIe a lo compuesto, de lo definido a lo indefinido, de lo homogéneo a lo heterogéneo, los hombres se inteligencien por el común acuerdo libre para todos los fines de la vida colectiva. Contratos y series de contratos es todo lo que sustituiría a las deliberaciones de las asambleas actuales, de los congresos y de los gobiernos. Interpretar el anarquismo en el sentido de una serie de asambleas populares que discuten todos los asuntos y toman acuerdos que se convierten en mandatos, es un error carísimo sin otra explicación posible que el desconocimiento del asunto.

No excluye ciertamente la teoría anarquista las deliberaciones y las asambleas. Al contrario, júzgaselas necesarias porque se juzga necesaria también la comunicación, el comercio de las ideas, el análisis y el concierto en todos los asuntos. ¿Pero supone esto lo que Lombroso imagina? ¿Acaso los congresos científicos no son asambleas que deliberan, pero que a nadie imponen sus acuerdos, ni nada decretan? Hoy apenas se reúne una docena de hombres que no piensen en imponer inmediatamente alguna cosa a los demás. De aquí el prejuicio. Pero que los hombres se reúnan cuantas veces quieran, que deliberen y discutan a sus anchas, que adopten las conclusiones que se les antojen; que si no tienen el privilegio de gobernar a los demás, si no se atribuyen el derecho de convertir en mandatos sus conclusiones, desaparecerán como por ensalmo todos los vicios, todas las corruptelas, todos los errores que pululan en las asambleas. Los congresos médicos y de higiene no dan leyes, dan preceptos y consejos, cuyo acatamiento es voluntario. Como este ejemplo, puédense citar muchos. Generalícese el procedimiento y se tendrá una idea de lo que las asambleas significan dentro del anarquismo.

Hemos andado tanto en este camino, que hasta los asuntos internacionales se arreglan de muy distinto modo que los del gobierno interior de las naciones. Numerosos congresos internacionales han tratado de las comunicaciones, de las estadísticas, de las pesas y medidas, de las cuestiones sanitarias, pero nunca han adoptado un acuerdo, no han producido un mandato. Conciertan, cuando más, unas bases que cada gobierno acepta o no acepta luego. De este modo, el carácter de las asambleas y de las deliberaciones se aparta cada vez más de los procedimientos político-legislativos y se acerca más rápidamente a la práctica anarquista.

Y, véase por donde «cualquier proposición útil o beneficiosa, procedente del anarquismo», no lleva en sí la condición de ser inaplicable y absurda. Todo lo que el anarquismo propone para solucionar el problema social está más o menos contenido en la evolución de las costumbres, de las ideas y de los organismos sociales. La independencia individual y la cooperación voluntaria son ejemplos que confirman nuestro aserto. Los modernos positivistas, Spencer principalmente, recaban de continuo para la personalidad humana las prerrogativas de una verdadera independencia y la cooperación voluntaria tiene también entre aquéllos ardientes partidarios. ¡Y estas dos proposiciones han de ser inaplicables y absurdas sólo porque vengan del anarquismo en un grado de más alto desenvolvimiento? ¿Ha de serlo la práctica de las asambleas tal y como es corriente en multitud de asuntos? No; Lombroso no se ha expresado bien. Lo que para él hace inaplicables y absurdas las proposiciones del anarquismo es su tendencia revolucionaria, su acción continua sobre la masa, sus esfuerzos constantes por apresurar la completa realización del ideal, defendiendo con ardor molesto para los platónicos de la teoría. Es siempre cómodo afirmar ideas para un futuro remoto, lo más remoto posible. Pero nosotros no comprendemos la vida sin los movimientos pasionales de la humanidad, sin esas revoluciones que son, según el mismo Lombroso, la expresión histórica de la evolución; no comprendemos a los hombres en cuyo cerebro ha germinado una idea, entregados a la pasividad de una contemplación budística. La acción es la consecuencia de la idea, y aunque se provoquen reacciones y el odio a lo nuevo sea un poderoso obstáculo al progreso, y todo esfuerzo contra lo tradicional se considere como delito porque hiere y contradice la opinión de la mayoría, desde el momento que la idea se ha posesionado del cerebro de la multitud su efecto inmediato, la acción, lenta o rápida, pacifica o violenta, no dejará de producirse de uno u otro modo. ¿Cómo un sabio del fuste de Lombroso incurre en el tremendo error de considerar inaplicable y absurda una proposición sólo porque se trata de llevarla a la práctica lo más pronto posible, ya que se la juzga beneficiosa? ¡No desconoce la legitimidad de la Revolución y pretende nada menos que la humanidad espere tranquila y que la breva caiga por sí misma del árbol! Lombroso olvida toda la historia humana; olvida la correlación lógica de las cosas generándose unas de otras; olvida que toda modificación, aun la más provechosa, la más útil, la más científica, no se ha hecho sin algo de violencia y siempre en contra de la opinión de la mayoría, y a pesar, o más bien, precipitada por las reacciones que la acción viva de los agentes modificadores provocaba. Olvídalo todo por el simplisimo prurito de afirmar inaplicable y absurdo en el anarquismo aquello que considera beneficioso y útil en cualquier otra escuela, partido o sistema filosófico.

La inconsistencia de su crítica, sus contradicciones lastimosas de cada página, ya que no puedan hacernos dudar de la buena fe de quien no conocemos, inclinan nuestras dudas en el sentido de una no muy grande firmeza de facultades mentales. Arrástranos más a este juicio el lenguaje vulgar, propio de gentes indoctas, con que Lombroso pone fin a su pretendida crítica. La muletilla del empleo de todos los medios, la apelación al robo y el asesinato como principio anarquista, sírvenle para hilvanar un párrafo digno del más oscuro gacetillero. Recuérdanos tal lenguaje aquellos tiempos en que el dictado de petrolero servía para clasificar a los republicanos en el número de los criminales comunes. Que los bien equilibrados a fuerza de acumulación de grasas y de incrementos de carne, y los aristócratas bien pulidos a fuerza de afeminamientos, hablen de tal modo, se explica Pero que un hombre de ciencia, un antropólogo, un médico del cuerpo con vistas a la medicina más abstracta del alma, proceda y escriba y razone como aquellos benditos burgueses y aristócratas, eso sólo puede explicarse por el agotamiento o por el trastorno cerebral.

Anarquismo inconsciente

Si necesitáramos pruebas del gran poder que la preocupación tiene, aun sobre las inteligencias consideradas superiores, habría de suministrárnoslas abundantes el libro que refutamos. Obligado Lombroso a criticar el anarquismo porque el prejuicio de su absurdo e imposibilidad le domina tanto como a la masa general y hasta el punto de no aducir una sola prueba y contentarse con afirmaciones a priori,incurre en las incongruencias, errores y contradicciones que hemos señalado, y apenas formula opinión que concretamente pueda decirse opuesta a la teoría anarquista. Mas cuando examina las condiciones sociales de la vida actual, cuando analiza el organismo económico y pone al descubierto las deficiencias de su estructura, libre entonces de la preocupación reinante, apunta en su libro a cada paso el anarquismo inconsciente que, como en muchas gentes, alienta y vive en el cerebro de Lombroso, que no en vano somos, todos más o menos, objeto de la influencia del medio y de la sugestión poderosa de las modernas corrientes.

“Cierto es —dice Lombroso, página 4 y siguientes— que si pedimos a un empleado bien retribuido o a un propietario de escasa inteligencia y aun más escaso sentido ético, su opinión sobre el estado actual de la sociedad humana, nos responderán que ni nunca fue mejor ni nunca podrá ser más perfecto; ellos están bien; ¿quién habrá que pueda no estarlo? Mas si interrogamos a hombres de honrada y alta conciencia, Tolstoi, por ejemplo, Richet, Sergi, Hugo, Zola, Nordau, De Amicis y tantos otros, todos nos dirán que nuestro fin de siglo es bien triste y desastroso”.

“Sufrimos, muy principalmente y, sobre todo, por las grandísimas deficiencias que encarna el orden económico. Y no es ya que éste sea peor en absoluto que el de nuestros padres; la carestía, que causaba a millones las víctimas, no las produce ahora sino por algunas centenas, y nuestros obreros tienen más camisas —o no tienen ninguna, pudo añadir— que el más encumbrado castellano antiguo”.[5]

“Pero lo que sucede es que han aumentado en enorme desproporción a los rendimientos, las necesidades y la repugnancia a los modos de satisfacerlas: la caridad conventual monástica es el medio más frecuentemente empleado (?) para remediar la excesiva miseria y no tanto sirve para ello, cuanto para irritar la altanera naturaleza del hombre moderno; la cooperación se desenvuelve en una limitada esfera de acción y así en el campo, por ejemplo falta casi en absoluto”.

“Y no bastaría seguramente que una y otra, la caridad y la cooperación, estuvieran desarrolladas y fueran potentes, porque ciego y violento, como todo fanatismo (¿por qué fanatismo y no natural deseo de justicia?) va apareciendo y extendiéndose entre nosotros el fanatismo social y económico, sobre las ruinas del patriótico, del religioso, etc”.

“Los ideales —¿en qué quedamos?— familiares, patrióticos, religiosos, los del matrimonio, del espíritu, el cuerpo y la raza, se van extinguiendo paulatinamente ante nuestra vista”.

“Y como el hombre necesita siempre un ideal para vivir se ha abrazado al económico, que por ser más positivo próximo a las necesidades de la vida, no podía escaparse a la inflexible lógica del análisis moderno, concentrando en dicho ideal toda su energía, mayor aún que la diseminada entre todas las demás; añádase que, no gozando de ningún beneficio que sea resultado de esos perdidos ideales, no hay ni fuerzas ni abnegación para seguir sufriendo las penalidades y perjuicios que nos han causado”.

“La historia ha hecho justicia en cuanto a las dos primeras clases sociales; mas la historia no ha borrado todos los males, y ahora sufrimos nosotros los de una y otra, al mismo tiempo que los de sus sucesores. La orgullosa prepotencia feudal, por ejemplo, la intolerancia y la hipocresía religiosa, etc., permanecen aún inamovibles en algunos sitios, sumadas a la vanidad y altanería del tercer estado”.

“La dominación teocrática ha desaparecido tiempo hace de nuestras costumbres, al menos en la apariencia; mas agitad una cuestión en que entre de alguna manera una disquisición religiosa, el divorcio, verbigracia, el antisemitismo, la supresión de las escuelas clericales, y veréis surgir como por milagro y de todas partes, furiosas oposiciones, bajo todas las formas, aun bajo las más liberales, defensoras de la libertad individual, del respeto a la mujer, de la protección a los niños, etc. El militarismo ha perdido de igual modo su importancia en todas las modernas escuelas; pero tocad en un punto cualquiera algo que se refiera a militares, y tendréis concitado contra vosotros, si no al verdadero y culto público, sí a lo que se llama esfera oficial o semioficial; y en el presupuesto del Estado se emplean millones y millones en mantener permanentemente millares de soldados y centenares de oficiales y de generales en absoluto inútiles, en tanto que adeuda miserables céntimos a los pobres maestros, a quienes se reserva estériles elogios y halagadoras promesas, y en tanto que aparece impune la quiebra fraudulenta y se grava en cantidad crecida la exhausta renta del mísero campesino. Y referíos igualmente a los ideales patrióticos o católicos; se han borrado, es cierto; mas excitad al pueblo francés a que olvide sus odios a los italianos, a los ingleses, a medio mundo; demostrad a la clase media italiana cuán ridícula es su falsa adoración a los clásicos a quienes no entiende y de quienes sinceramente no gusta, mientras desperdicia y desatiende las más preciosas épocas de la vida de sus hijos: fingirán no entenderos, y se escandalizarán de vuestras palabras”.

“Contra la ambición del lucro de los industriales, surge el cuarto estado, protestando de todo, al conocer cuán grande es la desproporción existente entre las utilidades y ventajas de los tres superiores estados de la sociedad, y las utilidades y fatigas del suyo”.

“Y convencido el ánimo de la injusticia de tal desproporción, se clama y se grita allí donde es menor la estrechez, con la esperanza de iniciar una reacción con las energías que aún quedan”.

* * * * *

“Es, pues, innegable que, sea bajo la forma república, sea bajo la forma monárquica, casi todas las instituciones sociales y gubernamentales son, en la raza latina al menos —¿cuál será el motivo de esta extraña limitación?— una enorme mentira convencional, que todos aceptamos en nuestro fuero interno, en tanto que gozamos de las dulzuras de una regalada vida».

Nada más terminante podía esperarse de un anarquista convencido. Lombroso señala admirablemente el quid pro quo de la cuestión social. Desde las enormes deficiencias económicas que han venido en el transcurso del tiempo a acumularse sobre una sola clase, hasta la formidable y universal mentira de todo nuestro sistema político, nada escapa a la crítica clarividente del doctor italiano. Habla como un socialista cuando a la estructura económica se refiere, como un anarquista cuando de la falsedad de nuestros progresos y de nuestras instituciones se ocupa. Observa muy atinadamente el hecho de que el progreso real se reduzca a una negación constante del progreso ideal y sólo le falta, para terminar de un modo lógico, la afirmación concreta del origen y causas del dualismo tan hermosamente presentado. La subordinación de clases producida por el privilegio político, la existencia de estos mismos privilegios, es lo que en la práctica convierte el progreso en una mentira que aceptamos en tanto nuestra vida es regalada y cómoda. Todo ha muerto evidentemente: ideales religiosos, ideales políticos, ideales patrióticos; y sólo potente y amenazador manifiéstase el ideal económico, ese ideal que se presenta entre ciclónicos vendavales y fulgores del sol que nace, que infunde pavor como la tempestad y esperanzas risueñas, como el despertar de una espléndida mañana de primavera. Mas toda esta balumba inmensa de mentiras convencionales que constituye la vida actual, necesita para sostenerse de los ideales muertos, religión, gobierno, patria; y allá queda para la fantasía de nuestros sin trabajo, de nuestros hambrientos, de nuestros soñadores de blusa, la percepción de un mundo mejor levantándose sobre las ruinas de un mundo sin meta que vive todavía por el concubinato de todas las bajas pasiones humanas. ¿Qué importa que la religión haya muerto en las conciencias si la influencia del sacerdote persiste manteniendo al pueblo en la ignorancia y en la obediencia? ¿Qué importa que la fe en el Estado se haya reducido a cero, si él es indispensable para sostener y fomentar la diferenciación de clases, la disciplina social que esclaviza a la mayor parte de los hombres? ¿Qué importa que se hayan borrado las fronteras, si es preciso, no tanto para amparar el privilegio y el monopolio del interior contra la competencia del exterior como para evitar a todo trance que por encima de las divisiones artificiales se unan los pueblos y lleguen a obrar unidos a impulsos de una idea común?

Para Lombroso es mentira la fe en el parlamentarismo, tristemente impotente; mentira la fe en la infalibilidad del Estado, compuesto, a título de representantes, por los ciudadanos menos cultos e inteligentes; mentira la fe en la justicia que pesa con exceso sobre el humilde y apenas grava a los verdaderos culpables de nuestros infortunios imbéciles casi siempre. Y a renglón seguido de manifestaciones tan rotundas, estampa conceptos de puro anarquismo cuando dice que «toda forma de gobierno lleva en sí los gérmenes que han de arruinarla» y agrega que «una multitud aun la menos heterogénea, aun la más escogida, da una resultante de sus deliberaciones que no es seguramente la suma, sino la sustracción del pensamiento del mayor número» y que «hasta en sus mínimos detalles es errónea la forma de nuestras instituciones».

Aún no contento con tales manifestaciones de anarquismo, anarquismo inconsciente pero indudable, empréndela Lombroso con la moralidad de los diputados panamizantes, con la irresponsabilidad y la inviolabilidad de los ministros, de los senadores y hasta de los empleados, terminando con esta exclamación formidable, propia de un Ravachol irritado:

«¡Pensar que entre las manos de hombres irresponsables, y casi inviolables, se dejan inmensos tesoros sin el peligro de que se los vuelva a recoger, y que después se pretende que no los toquen!»

Y allá, al final de su libro, añade para probar que es lógica la conducta de los anarquistas —de algunos, debiera decir en justicia— para con los diputados, tan irresponsables y más despóticos y culpables que los antiguos reyes despóticos:

«Habíamos, ¡vive Dios!, luchado durante siglos para suprimir los privilegios de los sacerdotes, de los guerreros y de los reyes y ¿vamos a mantener ahora, bajo la mentira de una pretendida libertad, los más dictatoriales privilegios en beneficio de personas capaces de cometer los más comunes delitos en mayor escala que setecientos reyes?»

¿Y hemos de conocer todo esto, decimos nosotros, hemos de vivir penetrados de esas verdades sin poner mano en lo que una ciencia pretendida juzga de origen natural sólo porque comprueba algunas de sus aventuradas hipótesis, no obstante afirmar al propio tiempo que es todo ello simple artificio, producto y factor de artificios?

Si realmente, como afirma con razón Lombroso, nuestro estado económico y nuestra organización política son erróneas; si todo gobierno lleva en sí los gérmenes que han de arruinarlo; si la resultante de toda deliberación, aun en las mejores condiciones, es una sustracción del pensamiento del mayor número, de donde se deduce claramente la falsedad del sufragio como instrumento de gobierno y como procedimiento de acción social; si es evidente mentira la fe en la justicia, en el Estado y en el parlamentarismo, cosa incomprensible prácticamente sin que en sí mismos sean o hayan llegado a ser mentiras; si todo nuestro progreso teórico y filosófico desaparece de pronto al atávico revivir de rancios errores y de preocupaciones desterradas al parecer, lo que prueba la persistencia de los factores de tales preocupaciones y errores; si, en fin, la historia ha hecho justicia a todo el mundo menos a este humilde cuarto estado sobre el cual refluyen todos los males de tal forma que el jornalero haya de envidiar al esclavo, cuya salud conservaba el amo, mientras que de aquél nadie se cuida porque es mercancía fácilmente sustituible, si todo esto es cierto y la duda es inadmisible porque lo afirman gentes de todas las opiniones y de todas las categorías, ¿parece lógico, natural y humano cruzarse de brazos o conformarse con triviales e inocentes limitaciones que, no atacando el mal en su origen, no harían más que disimularlo?

La afirmación anarquista, como la socialista, derívase precisamente de esta crítica cuya verdad ha invadido ya multitud de cerebros. Que la inmensa mayoría de los hombres, y Lombroso es uno de ellos, hablen consciente o inconscientemente como socialistas y como anarquistas y pretendan luego arrimar el hombro para sostener el edificio cuyas grietas denuncian, no probará más que una cosa: que la transmisión hereditaria, unida a las comodidades de una vida placentera, se levanta hoy, como siempre, contra la invasión de las nuevas ideas.

La misma ciencia no puede escapar a la tenaz sugestión de un presente constituido y organizado de un modo, al parecer, natural. Ella despertará las ideas, si se quiere; removerá teóricamente el mundo; pero sin los hombres de pasión, sin los efectos de un desenvolvimiento práctico de la vida humana, al cual la ciencia permanece extraña, quizá la esclavitud, aquella esclavitud de que los genios más preclaros no tuvieron a bien ocuparse más que para consagrarla como cosa corriente, hubiera llegado hasta nuestros tiempos sin los disfraces del salario y de la ciudadanía.

II

Significación filosófica del anarquismo

La confusión de ideas producidas no tanto por la ignorancia del vulgo como por la insuficiencia de algunos escritores, entre los cuales figura Lombroso en primera fila, nos obliga ahora a precisar el verdadero sentido del anarquismo, así en su aspecto filosófico como en su parte práctica. Y si se juzgara osado el calificativo de insuficiencia lanzado sobre Lombroso y demás críticos del anarquismo, recordaremos que tal insuficiencia ha sido probada no sólo por nosotros, sino también por publicistas como Hamón y Grave, entre otros; y que lo que se prueba, lastime o no lastime a alguien, es permitido y debe decirse cuando la ocasión es, por lo menos, como ahora, propicia.

Aquella lamentable confusión, aprovechada en las esferas gubernamentales, nos condenó a silencio durante un no corto período de tiempo. Algunos hechos individuales, cuya responsabilidad no puede ni debe alcanzar a todo un partido, pese a la colectiva condenación formulada por Lombroso, nos hicieron objeto de la sañuda persecución de todos los gobiernos. Unas veces por ignorancia, otras por necesidad de justificar atropellos inauditos, siempre a impulsos de un terror públicamente confesado; durante ese período fue la anarquía terrible demencia de cerebros enfermos y de almas perversas. Por muchos días el anarquismo dejó de ser doctrina más o menos aceptable en el concepto general, y se trocó en enorme delito colectivo. La sombra policíaca se completó con la investigación científica de los que juegan a la hipótesis a cambio de hallar en toda manifestación datos que soporten sus teorías.

A pesar de todo, revivimos dispuestos a reanudar la interrumpida labor. Somos hombres de ideas, que amamos fuertemente aquello que se nos ofrece con los caracteres de una verdad irreductible, que abrigamos la creencia en un mundo mejor, y si alguna vez flaquea nuestro cuerpo maltratado, no flaqueará nuestro cerebro en la convicción de una idea por la cual luchamos a brazo partido con una sociedad saturada de preocupaciones, egoísmos e inmoralidades.

No nos ocuparemos de hechos, sino de ideas. Una doctrina no se deprime por los actos de alguno o de todos sus partidarios. Si así fuera, ni aun la ciencia podría arrojar la primera piedra. Mas si se insiste torpemente en que el anarquismo es una teoría de aniquilamiento, responderemos que el anarquismo es una teoría revolucionaria, y la revolución no ha sido, no es, no será nunca el aniquilamiento porque sí, sino la modificación más o menos rápida de las formas orgánicas de convivencia social.

Todo lo que significa terrorismo, destrucción de cosas y personas, podrá ser un accidente, un fenómeno producido por el antagonismo reinante, nunca principio de hombres que piensan y razonan. La muerte de un hombre, una trasmisión de propiedad, no cambia en nada el organismo político, no altera las relaciones económicas del todo y deja en pie las instituciones dominantes. Y una revolución tiene por objeto precisamente esto: cambiar o suprimir el organismo político, modificar el funcionamiento económico, vencer a las instituciones dominantes.

El anarquismo es una doctrina revolucionaria precisamente porque pretende asentar la organización social sobre nuevas bases, no por lo que su estructura tiene de natural, indestructible y eterno, sino por lo que es en ella artificial, mudable y pasajero. Formas políticas artificiosas, relaciones económicas artificialmente creadas y sostenidas, convenciones sociales producto inmediato de estos dos artificios que constituyen toda la historia del mundo civilizado, todo ello es el objeto principal de la crítica anarquista. Por esto la Anarquía es una síntesis filosófica que abarca todo el intrincado problema social. No es simple principio de destrucción como entiende la ignorancia y proclama la mala fe. No implica la vuelta al hombre prehistórico como afirman, sin pruebas, los sabios de la clase dominante y con ellos Lombroso. La Anarquía es la traducción, ideal y práctica al mismo tiempo, de la evolución política y del desenvolvimiento económico.

La tendencia innegable en todo el proceso histórico a integrar plenamente la individualidad, tanto como el hecho manifiesto de una cada vez más creciente sustitución del trabajo colectivo por el trabajo disociado, envuelve la categórica afirmación del anarquismo consciente; de tal modo, que apenas se disipa un tanto el general prejuicio, no hay cerebro medianamente organizado que no lo reconozca. La independencia individual ha sido siempre el objeto de todas las revoluciones y ni uno solo de los grandes movimientos populares ha dejado de significar al mismo tiempo una cuestión de pan. Las sociedades se agitan constantemente a impulsos de dos grandes aspiraciones, la libertad y la igualdad, como si presintieran su resultante inevitable, la solidaridad de todos los humanos.

La esfinge de la felicidad, alejándose a medida que la humanidad avanza, parece detenerse un momento. Dámonos cuenta de la inmensa pesadumbre de las preocupaciones, errores y falsedades que a través del tiempo permanecen irreductibles en el mundo social; nos rendimos a la evidencia de una continua humanización de la especie que, surgiendo de la animalidad, camina resueltamente hacia la meta, negación absoluta del punto de partida; se avivan nuestras facultades éticas y se multiplica hasta el infinito, por el progreso de la mecánica, nuestro poder físico, permitiéndonos entrever próximo el reinado de la abundancia y la realización del amor universal humano; y dominando desde la altura de la civilización presente las estrecheces del pasado y las amplitudes del porvenir, nos penetramos del radical antagonismo entre un progreso material cierto y un estancamiento del progreso social evidente. No caben nuestras artificiosas instituciones, nuestros métodos rancios, nuestras rutinarias costumbres en un nuevo mundo que domina las fuerzas de la naturaleza, las sojuzga y las explota. La máquina nos redime del trabajo innoble y ennoblece el trabajo útil; convierte a la bestia que tira en cerebro que dirige; suprime las fatales diferencias con que la naturaleza distingue a los hombres, igualando todas las fuerzas y todas las aptitudes en la síntesis del trabajo mecánico. Y cuando el vapor y la electricidad suprimen toda barrera entre los cuerpos y establecen la comunicación constante de los pensamientos, nos apercibimos de la enorme distancia a que queda nuestro progreso moral, político y social del progreso positivo de nuestras fuerzas en el orden de la producción y de la ciencia. El privilegio económico y la dominación política hacen inútil para la inmensa mayoría de nuestro linaje ese avance tremendo de un siglo, que ha desenvuelto con rapidez vertiginosa todo el contenido de la experiencia y de los conocimientos de siglos y siglos que marcharon al lento caminar del galápago. Por eso surge en nuestra mente la idea de un avance semejante en el orden de las relaciones de la vida y concebimos, con la rápida percepción de la nerviosidad moderna, un mundo nuevo ante cuya proximidad la impenetrable esfinge se acerca, se reduce y finalmente se convierte en término clarísimo de transparente verdad y de sencillísimo problema cuya incógnita se ha despejado por completo.

La ausencia de paralelismo entre los dos modos de progreso humano, débese indudablemente al privilegio económico y a la dominación política. No somos nosotros solos, socialistas y anarquistas, quienes lo afirman. Lo han confesado pensadores ilustres del positivismo, lo confiesa Lombroso en el libro que refutamos, y hoy nadie desconoce que la permanencia de una organización de clases ha hecho que los beneficios inmensos de la mecánica moderna sean nulos para la mayoría de los hombres y que el obrero se vea reducido a la condición de la más despreciable de las mercancías por su baratura y por su abundancia. Admitiendo que la máquina no lanza de golpe a la miseria a millares de hombres, todavía queda en pie el hecho innegable de que cada día hace menos necesario el concurso del jornalero y cada día también elimina un no despreciable sobrante de brazos que va a engrosar las nutridas filas del ejército del hambre. El capitalista halla fácil rendimiento a sus dineros en la potencia multiplicadora de la máquina, al paso que el trabajador es cada vez menos indispensable, pues su labor se desprecia continuamente hasta el punto de permitir la competencia de la mujer y del niño. Así, aunque la máquina multiplique prodigiosamente los productos, este progreso resulta inútil para el obrero, porque dada la depreciación de los salarios y la continua paralización de brazos, cada vez le es menos fácil obtener dichos productos en el mercado. Por otra parte, encarecidas las mercancías por la nube de parásitos intermediarios que explotan al productor y al consumidor, el obrero, aun ganando un jornal regular, ha de encontrarse con un déficit entre sus ingresos y sus gastos, porque aquello mismo que produce por dos ha de pagarlo con cuatro en el momento que lo necesite. No de otro modo se explica el terrible espectáculo del hambre al lado de los almacenes atestados de mercancías que malviven o se cierran a menudo por falta de ventas.

El obrero no sólo sufre estos perjuicios ocasionados por el progreso mecánico, sino también sus derivados. Para él son cuentos maravillosos todos nuestros adelantos científicos; la educación moral y artística y sus goces indeclinables, poco más que nada. Y como la clase media no se cuida gran cosa de las modernas conquistas, sobre todo si no le son inmediatamente útiles, resulta que el tremendo avance de la ciencia en su más amplio significado sólo beneficia a unos cuantos dilettanti, cuya influencia en la vida social es, por tanto, poco menos que nula.

¿Hubiera prevalecido esta enorme diferencia en los beneficios, si el estado de castas no estuviese mantenido por, un estado de fuerza? La dominación política es el complemento del privilegio económico y recíprocamente. Tiene aquélla a su cargo no sólo la subordinación presente, sino también la continua transmisión de los hábitos de obediencia. A este objeto dispone el Estado de la escuela y de la iglesia ,mantiene el circo y el teatro, inspira y dirige, la prensa y la literatura y acaba, en fin, por utilizar y monopolizar el arte y la ciencia. Todo conspira a un mismo fin. Normalmente la labor es sencilla y tranquila. Se reduce a asediar continuamente las facultades más hermosas de la personalidad, hasta anularlas o adormecerlas. Y si por acaso la normalidad se perturba, entonces la pólvora hace su oficio, ábrense para la multitud desamparada cárceles y presidios, y se levanta el patíbulo para el sedicioso que salió o pensó salir a la calle en defensa de su sueño, de su utopía querida, utopía tras la cual ha caminado y camina la humanidad sin rendirse a la engañadera evidencia de la enseñanza oficial.

De hecho, sólo exteriormente han cambiado los términos del problema. Nuestro mundo moderno es continuación fiel de aquel mundo antiguo tan fieramente combatido por los ascendientes, por los generadores de la actual burguesía.

Todo en la vida material ha variado prodigiosamente. En la vida social, el obrero, esclavo del salario, existe todavía para alimentar, recrear y conservar a una casta de hombres que tienen de su parte la supremacía del dinero. Para el resto de los humanos que no pertenece a esta casta, la civilización es algo abstracto, ideal, no traducido en hechos; el progreso una engañosa ilusión con cuya conquista se pavonean los servidores privilegiados del tercer estado enriquecido. El pueblo carece de todo: carece primeramente de pan, y careciendo de pan, civilización, progreso, ciencia, arte, industria, no son más que terribles mentiras, torturas inventadas por la novísima inquisición de los satisfechos. ¿Qué efecto pueden producir los museos atestados de maravillas artísticas, los gabinetes científicos con sus gigantescas creaciones, las fábricas con sus obreros colosos, los almacenes reventando con el hartazgo de mercancías que no se venden y los lindos escaparates con todos los refinamientos del gusto y del lujo? Hablad de todo esto a los millares de desarrapados que se llevan penosamente la mano hacia la región de un estómago vacío, que arrastran los pies por el fango de las calles, que mal cubren con harapos los pellejos que sirven de único revestimiento a un manojo de huesos que crujen a cada paso como queriéndose romper, y sólo obtendréis un gesto indescifrable, un gesto doloroso, expresión de un organismo aniquilado, indiferente al borde de la tumba, esperando la muerte antes que buscando la prolongación de la vida.

¿Quién osará sostener que esta permanente perturbación, este inmenso desequilibrio, es natural y eterno?

La historia entera de la humanidad prueba, y el positivismo lo reconoce, que han sido las necesidades de la guerra, producto de la animalidad primitiva, las que originaron las instituciones autoritarias y la desigualdad económica. Prueba asimismo que todo el proceso evolutivo no es más que la gradual sustitución del estado de guerra por un estado industrial más perfecto, de la desigualdad originaria por la libertad igual para todos, según la gráfica expresión de Spencer. La libertad individual, siempre sacrificada en aras de la autoridad y del privilegio, resurge a cada paso, reivindicación constante de la especie humana. Vivimos bajo el despotismo político, bajo el despotismo económico; no sin que tremendas convulsiones populares sacudan de vez en cuando los seculares muros de la tiranía. Los hábitos de obediencia no son jamás bastante fuertes para sofocar por entero la individualidad. Y ahora en estos tiempos de duda universal, perdida la fe en las instituciones sacrosantas, cuando sólo resta una apariencia de poder, esa individualidad recaba toda la independencia de que necesita, fuertemente impulsada a la rebeldía por la clara percepción de su propio valer.

Desde Proudhon hasta los positivistas modernos, todos los hombres de convicciones han reconocido la justicia y la necesidad de la emancipación individual. Los hechos, minuciosamente registrados y analizados, han dado la resultante categórica de que la evolución social implica en todas sus varias manifestaciones una constante disminución de las funciones gubernamentales y un creciente aumento de la libertad personal. A la cooperación forzosa sucede la cooperación voluntaria. A las iniciativas del poder, siempre raquíticas, las fecundas iniciativas individuales. Al trabajo parcelario, el trabajo colectivo. Al aislamiento, la asociación espontánea y libre. Anarquismo y socialismo en todas partes. La síntesis de este movimiento es la libertad individual, desenvolviéndose en un régimen de solidaridad efectiva.

¿Y cómo no, si la libertad es imposible fuera de la igualdad de condiciones? Inventad todas las metafísicas que queráis y no probaréis nunca que el jornalero, el asalariado, es libre de obrar como le plazca en sus relaciones con el capitalista y con el Estado. Concluiréis por decretar la fatalidad de la servidumbre actual. Os veréis obligados a consagrar la inferioridad de una gran parte de nuestro linaje. Habrá hombres de distintas condiciones; habrá castas. Y la independencia personal se reducirá a la nada en ese dualismo formidable que ninguna ciencia, ninguna filosofía, puede: justificar. Glosaremos aquella antigüedad tan vivamente condenada por los sabios y por los ignorantes. Subsistirá la esencia del pasado, pese a una diferencia de forma. Esta deferencia puede tal vez explicar el error general, mas no el engaño de los Lombroso y de todos los positivistas que, inconsecuentes con sus principios, abogan por el imperio de instituciones cuyos fundamentos han socavado decididamente.

La mayor parte de los hombres, industriales, obreros y comerciantes, dependen económicamente de un pequeño grupo de capitalistas. Y no hay cábala posible, no hay combinación bastante maravillosa que haga fácil la emancipación colectiva de todos esos esclavos sin poner mano en la propiedad y en el Estado. Para que la libertad de acción sea un hecho; para que la iniciativa individual halle siempre francos y expeditos todos los caminos; para que, en fin, la independencia llegue a su máximo, es necesario e indispensable suprimir a un mismo tiempo el gobierno y la propiedad. El gobierno, porque toda autoridad externa, formalmente organizada y establecida, toda autoridad permanente que no es dado rechazar ni sustituir en cada instante, supone necesariamente subordinación personal. La propiedad, porque todo dominio exclusivo de las cosas, todo acaparamiento de la riqueza, implica para muchos privación de lo necesario a la vida y, por tanto, relación de dependencia entre individuos desigualmente dotados de los medios de trabajo. La autoridad, en tanto cuanto no es de libre aceptación, como la autoridad del médico o del ingeniero, en tanto cuanto se nos impone por sí, sin que nosotros intervengamos para designarla en cada momento y sin que en cada instante podamos prescindir de ella, constituye un atentado permanente a la personalidad y es el órgano obligado de la esclavitud. La propiedad, en tanto cuanto no es de uso universal ni está al alcance de todos para la regular satisfacción de las necesidades, en tanto cuanto se vincula en un número determinado de hombres y con exclusión por tanto de otros hombres, es un despojo legalmente organizado y sostenido, pero contra el cual la naturaleza tanto como el espíritu de justicia se han pronunciado siempre. La autoridad y la propiedad como patrimonio de unos pocos, no es otra cosa que la sanción de la fuerza vencedora sobre un campo de batalla. Mas cada hombre es su propia autoridad, su propio soberano; y su libertad de pensar; de sentir, de manifestar, de obrar, no admite límites ni cortapisas. Limitarla es destruirla. ¿Qué importa que se reconozca el derecho de pensar libremente y el derecho de manifestación si se ponen grillos a la acción individual? La ley dice al hombre: «Te permito que pienses hacer esto, aquello, o lo de más allá; consiento que manifiestes públicamente el pensamiento que has concebido; pero ¡ay de ti, si se te ocurre tener voluntad y tratas de ejecutar tu pensamiento!» Y si aquél a quien la ley se dirige es un proletario, uno de esos miserables que por toda propiedad disponen de una fuerza que nadie quiere alquilar, entonces la soberanía es una mueca horrible y la libertad un latigazo que cruza el rostro reduciendo al hombre a más baja condición que la de los brutos más despreciados de la escala animal. El proletario habrá nacido en un mundo de extensa superficie cultivable, cubierto de edificios, adornado por múltiples y variadas industrias donde toda comodidad tiene su asiento; habrá nacido en un mundo en que los campos de trigo le brindan abundante alimento, las fábricas ricos vestidos; mas ¡ay de él, si hambriento y aterido de frío pone mano en una espiga o un miserable trapo! La propiedad, la santa propiedad necesita ser respetada. Antes que la naturaleza, está la ley escrita, antes que las necesidades físicas, está el Derecho, por el cual seremos capaces de consentir que la humanidad perezca de hambre. Seremos libres, según los demócratas y los positivistas; libres, sí, de escoger entre la esclavitud y la muerte. El hombre que no dispone más que de sus brazos, es dos veces esclavo. El capitalista le impone su ley y el Poder, a su vez, le impone la disciplina, decretando unas ordenanzas donde toda trasgresión está penada con la pérdida de la existencia. ¿Es posible negar con espíritu imparcial, con un poco de sentimiento de justicia, la doble servidumbre engendrada por la propiedad y el Estado?

El anarquismo que no concibe la propiedad sino generalizada, al alcance de todo el mundo; que proclama la verdadera soberanía individual; que considera al hombre ante todo y sobre todo, como un animal con necesidades físicas, morales e intelectuales que satisfacer, y en consecuencia pretende organizar la vida no en vista de una metafísica noción del Derecho, sino conforme a la mejor y más amplia y fácil satisfacción de las necesidades generales, tiene por principio esencial la supresión del gobierno y de la propiedad individual; la igualdad por base, la libertad como medio, la solidaridad como fin. En resumen: socialismo espontáneo, libremente organizado por el pueblo.

No de otra manera puede ser realizada la soberanía del hombre. Cualquier otro método o procedimiento se derivará necesariamente de una más o menos estrecha reglamentación de la vida general y, por ende, de la existencia de un poder más o menos fuerte y de un privilegio económico más o menos disimulado. Pero toda reglamentación sistemática de la sociedad, toda legislación es absurda. La autoridad parlamentaria y constitucional, producto de leyes y reglamentos fatigosamente elaborados, es tan falsa como aquella otra autoridad de origen divino ya descartada de nuestras discusiones. La razón y la justicia entregadas a los decretos de un individuo no es una cosa más absurda que la razón y la justicia entregadas a la voluntad del número, a la brutal imposición de un puñado de ignorantes o de una banda de bribones. El sufragio universal y su consecuencia el parlamentarismo, son la gran superstición política de nuestros días. «El óleo santo, dice Spencer, parece haber pasado inadvertidamente de la cabeza de uno a las cabezas de muchos, consagrándolos a ellos y a sus decretos». Y sin embargo, todo lo que se nos puede ofrecer como solución, no pasará, aun bajo el nombre de socialismo, de un nuevo ensayo de sufragio y de parlamentarismo Mas sea cual fuere la nueva forma político-social, es evidente que tendría por objeto una reglamentación, una disciplina y la organización de un poder. Y ya fuese éste federalista o unitario, individualista o socialista, tropezaría siempre con la imposibilidad y el absurdo de comprender en una o en varias leyes la inmensa diversidad de las manifestaciones de la vida individual y colectiva. Cada individuo, cada grupo, tiende siempre a diferenciarse, a producirse de modo distinto, diferenciación que es el sello característico del sentimiento vivo de la personalidad, mientras que el objeto de una organización política cualquiera es establecer la uniformidad, empeño inútil evidenciado a cada momento por la rebelión contra la ley.

Es, pues, preciso reintegrar la vida a sus condiciones naturales de desenvolvimiento. En lugar de la reglamentación gubernamental, la asociación libre como producto directo del ejercicio, libre también, de todas las iniciativas; en vez del trabajo asalariado, la cooperación voluntaria; y sustituyendo a la propiedad actual un régimen de comunidad libremente concertado.

La libertad y la igualdad son ideas correlativas. No se comprende la una sin la otra. Una asociación libre exige un régimen de comunidad y recíprocamente. Proclamamos la libertad completa como instrumento necesario para que los individuos pacten, se concierten, se entiendan en aquello que les sea común. Y esta libertad, real y práctica, es absolutamente imposible allí donde los individuos se diferencian económicamente en condiciones. Todo contrato entre individuos que disponen desigualmente de los medios de existencia es por necesidad leonino. Establézcase, en cambio, la previa igualdad de condiciones, cuya traducción obligada es la comunidad y tendríase inmediatamente la justicia en los pactos, la libertad en la acción, la independencia en todas las humanas manifestaciones. La solidaridad surgirá, naturalmente, de un régimen igualitario en su principio, libre en sus medios, justo en sus fines.

Tal es, a grandes rasgos, la significación filosófica del anarquismo.

¿Puede ser calificado éste de retroceso a lo antiguo, de vuelta al hombre prehistórico y al comunismo tradicional?

¿Qué clase de relaciones misteriosas han inducido a Lombroso a formular tan absurda conclusión?

Significación práctica del anarquismo

Si en el sentido filosófico de la anarquía nada hay que pruebe un retroceso imposible, como pretende Lombroso, no es menos cierto que su significado práctico difiere radicalmente de todas las utopías históricas.

Lombroso, cuyo anarquismo inconsciente hemos evidenciado, no ha entendido, lo diremos una vez más, las ideas anarquistas. Él habla de las deliberaciones de las asambleas y de las decisiones de la masa total del pueblo, como si se pretendiera volver a las prácticas de Esparta o sostuviéramos una especie de pancratismo de que estamos muy lejos.

El anarquismo prácticamente no es más que esto: arreglo de todos los asuntos por medio de pactos libres. Nada de deliberaciones y decretos de la multitud. Nada de abdicaciones ni de representantes privilegiados, investidos de facultades legislativas. Que el pueblo proceda por sí mismo a la organización de la vida social. Que cada uno ponga manos a la obra, juntándose con aquellos que persigan idénticos fines. Que las asociaciones libremente formadas, libremente se concierten para la común empresa. La organización futura, la organización anarquista, no será un producto forzado de un plan preconcebido, sino una resultante de los acuerdos parciales de los individuos y de los grupos, según las circunstancias y la capacidad del pueblo en el momento. Preferible a una administración que distribuya caprichosamente los productos, es que la distribución se haga por libre acuerdo de las colectividades de productores. Preferible a una reglamentación oficial del trabajo, es que los mismos trabajadores lo organicen conforme a sus necesidades; sus aptitudes y sus gustos. Preferible a que un poder central, llámese o no gobierno, organice el cambio con arreglo a cálculos imposibles y retribuya el trabajo conforme a este o aquel principio más o menos equitativo, es que los mismos productores, consumidores a la vez, cambien y produzcan con sujeción a sus propios convenios. La masa total del pueblo entiende de todo esto más, mucho más, que cualquier delegación por buena y sabia que sea.

Una vez puesta en común toda la riqueza o, mejor dicho, una vez la riqueza a disposición de todo el mundo para producir, para cambiar y para consumir, la necesidad de un concierto general se impone por ley de naturaleza. Los productores se agruparán en sociedades diversas, dedicadas unas a la producción de los alimentos, a la de los vestidos otras, a la de las viviendas esotras. Los grupos a su vez se relacionarán entre sí formando asociaciones de grupos, según sus más inmediatas necesidades y sus comunes intereses; y así, por esta organización seriada de las partes, se formará una gran federación de sociedades autónomas que comprendiendo en una amplia síntesis la inmensa variedad de la vida social, apiñará a todos los hombres bajo la bandera de una felicidad real y positiva. Detalles de la producción, de la distribución y del consumo, ¿quién duda de que por medio de convenios pueden ser y serán de hecho arreglados? Tal como hoy proceden la industria y el comercio, a pesar de sus deficiencias y de su fondo de privilegio, no puede decirse sino que arreglan sus relaciones por medio de convenios. Las grandes empresas, producto son de contratos más o menos libres. Las asociaciones debidas a la iniciativa privada, como la «Cruz Roja” y la de «Salvamento de Náufragos”, no son otra cosa más que ejemplos de aplicación anarquista. El mundo científico arréglase por libres relaciones que no obedecen sino al impulso de comunes necesidades. Una ley reguladora o una autoridad gobernante no son de ninguna utilidad a la ciencia. Cuando, en fin, se trata de acometer cualquier empresa de exploración u otra semejante, apélase al libre concurso de voluntarios y al auxilio de cuantos simpatizan con la idea de los iniciadores. La mayor y más importante parte de la vida general se desenvuelve en virtud de libres acuerdos, los que constituyen la verdadera práctica anarquista.

Y ¿por qué lo que hoy se hace a pesar del gobierno, no habría de hacerse si el gobierno desapareciera? En el curso de la evolución social, la cooperación voluntaria —lo repetiremos— va ganando todo el terreno que la coacción gubernamental pierde. Los politicastros, ayudados por los bestias de carga que aún no han abierto los ojos a la evidencia, continuarán pidiéndolo todo a las alturas. Pero la gente avisada, por lo contrario, procura obrar por su cuenta, pasándose sin el auxilio del Estado, o quizá menospreciándolo.

La anarquía, combatida sin tregua, está en el fondo de nuestra vida actual. Todo el mundo procura o quiere, por lo menos, hacer por sí cuanto bien le parece. La rebelión contra la ley y contra el poder es general. Verdad que aquélla se ampara muchas veces en la ley misma y sortea con habilidades y astucias el código penal. Pero la rebelión existe y no tardará mucho en hacerse franca y resuelta. La hora de la violencia no ha sonado. Sonará.

La burguesía sin dinero, esa numerosa clase media que, vive al día sin otro porvenir que un descuido de la suerte, empieza a comprender que el éxito no puede ser más que para las grandes fortunas, para las grandes empresas, para los privilegios inveterados. Los demás mortales de chaqueta, de blusa o de levita, que no tienen un cuarto, forman el confuso montón de los desarrapados, gente despreciable, propia sólo para sudar trabajando y para morir en la cama de un hospital sin otro distintivo que un número de orden.

Un tal estado de cosas, extremando los términos de la lucha por la existencia, producirá inevitablemente la revolución social; la revolución por fuerza anarquista, pues que no se trata tan sólo de llenar el estómago, sino también de recobrar la perdida libertad, esa soberana independencia que ennoblece, dignifica y levanta al hombre de la abyección en que a su pesar se arrastra.

Se trata, sí, de que prácticamente cada uno haga lo que quiera, en la seguridad, como ha dicho Malatesta, de que cuando los intereses sean comunes y la vida enteramente solidaria, cada uno no hará más que lo que deba. Y para obtener una identificación de la voluntad libre y del deber, esencia del principio anarquista, es preciso, indispensable, el establecimiento de la comunidad de bienes. Sin esto rodaremos eternamente al abismo de las desigualdades, de los privilegios, que donde existen producen fatalmente la licencia para unos, la esclavitud para otros.

Y no hay incompatibilidad entre aquellas dos afirmaciones, porque el hombre es sólo real y efectivamente libre cuando libremente puede disponer de cuanto es necesario a su existencia. Si sus necesidades tienen que ser limitadas por cualquier convencionalismo o artificio, su libertad se anula. Sólo un falso concepto de la libertad personal ha podido dar por resultado la creencia de que un régimen de comunidad sea incompatible con la independencia del hombre. Sólo la falsificación de la idea de comunidad natural ha podido hacernos creer que supone necesariamente el régimen de la uniformidad conventual o de cuartel, negación la más terminante de la personalidad libre. Comunidad de medios y libertad de acción, son una misma cosa, bajo denominaciones que corresponden a tiempos distintos de una idea invariable. Por la primera, designamos la posibilidad de obrar libremente; por la segunda, el hecho mismo de la acción libre. En una, es potencia, en otra,manifestación; dos tiempos correlativos de la idea de libertad igual para todos.

Hablamos de comunidad de bienes y no significamos en modo alguno un sistema cerrado de uniformidad igualitaria absurda. Ni aún tratamos de sostener un método exclusivo de procedimientos. La comunidad tiene para nosotros la extensión posible cuando todo el mundo dispone igualmente de los elementos de la producción: tierras, minas, fábricas, viviendas, vías de comunicación, etc., y puede, al propio tiempo concertar el modo de producir, cambiar y distribuir los productos. Comunes los instrumentos del trabajo, común lo que se llama capital social, la libre cooperación, enteramente voluntaria, basta, en nuestro sentir, a realizar la igualdad, asegurando la total independencia del hombre.

Mediante la base de comunidad de intereses, la sociedad se pasará sin gobierno, sin fuerza armada y sin una justicia de casta. El gobierno, monárquico o republicano, no tiene otro objeto, en la hipótesis más favorable, que armonizar los encontrados intereses individuales. La fuerza armada sólo sirve de instrumento al gobierno para reducir a la obediencia al que —o a los que— no se conforman con sus disposiciones. La justicia organizada es el complemento obligado para sancionar las disposiciones gubernamentales y los actos de fuerza, al par que para defender unos intereses en frente de otros. Gobierno, fuerza armada y justicia histórica juntamente, constituyen la armazón necesaria del privilegio; son el sostén de esta diferencia enorme que subordina unos hombres a otros, que a unos da la holgura y la estrechez a otros, que a aquéllos enriquece y empobrece a éstos.

Pues si el antagonismo de intereses desapareciese, y es evidente que en nuestra hipótesis anarquista y socialista la solidaridad sería un hecho, ¿para qué servirían el gobierno, la fuerza armada y la magistratura? ¿Qué conflictos habría de arreglar el gobierno, qué habrían de dictar esos encopetados jueces que miden a todos los hombres por un rasero común?

Hoy mismo, cuando los intereses particulares son solidarios, el gobierno no sirve de nada, como no sea de estorbo; el ejército luce tranquilamente sus trajes por las calles; y la magistratura se cruza de brazos, bien a su pesar. Es menester el conflicto, la lucha fratricida, el encono y el odio de clases, la brutal presión del poderoso y la humillante esclavitud del hambriento para que la necesidad de un gobierno, de un ejército y de una justicia se haga sentir.

Todo el mecanismo gubernamental, creemos haberlo dicho, sólo sirve para mantener de grado o por fuerza la sumisión de los de abajo, de la masa anónima, y el poder y el privilegio de los de arriba, los distinguidos, gente de buena sangre y mejor porte. En plena libertad de acción todos los hombres y comunes todos los intereses, no habría a quien someter, ni poderío, ni privilegio que demandase capciosa o violenta defensa. ¿Para qué un gobierno? ¿Para qué un ejército? ¿Para qué una magistratura?

Las diferencias que entre hombres pudieran surgir en una sociedad de iguales, bastaría a solventarlas la intervención amistosa de los compañeros o la de amigables componedores o, en fin, la de un jurado elegido al efecto. ¿No ocurre esto mismo hoy entre las clases llamadas directoras? ¿No dirimen sus contiendas a espaldas del juez? ¿De qué barro son que no puedan igualárseles los demás hombres?

La autoridad, pesando brutalmente sobre los individuos, es la que engendra la rebelión. La fuerza armada es la provocación permanente a la violencia. La justicia organizada es un factor principal del delito. Abstracción hecha de las condiciones patológicas y económicas y sociales que generan el delito, genéricamente hablando, ¿no es verdad que la existencia de un gobierno que obliga a todo el mundo a obrar de determinado modo, nos hace a todos rebeldes? ¿No es verdad que la presencia de una fuerza que nos amenaza, nos torna violentos? ¿No es verdad que una justicia constituida por hombres como los demás, con vicios y faltas a todos comunes, y que no obstante, se arrogan facultades excepcionales; que una justicia que se rodea de espías y delatores y practica la ley del Talión, engendra la insolidaridad y por tanto la delincuencia?

La presión del sentimiento general es más poderosa que todas las sentencias juntas. Sin aquélla y a pesar de éstas, la sociedad sería una manada de fieras. Sólo la iniquidad social producida por el privilegio ha podido hacer necesaria una institución abominable contra la cual la pública opinión va rebelándose poco a poco.

Prácticamente el anarquismo no significa otra cosa que la sustitución del régimen de la fuerza por el régimen de la industria, del trabajo. Organizar el mundo para la paz, es su propósito. La igualdad, es su principio; la libertad, su instrumento; la solidaridad, su fin. Haciendo comunes los intereses por la liquidación de la propiedad privada, establecerá la igualdad; rompiendo todos los moldes autoritarios del artificio gubernamental, establecerá una libertad positiva, nada metafísica; la solidaridad será una consecuencia inevitable, solidaridad tanto, más estrecha cuanto más amplio sea el progresivo desenvolvimiento de la personalidad humana emancipada de todas las tutelas.

El día que los pretendientes dioses del gubernamentalismo vengan a tierra, se verá renacer al hombre libre de todos los egoísmos. Entonces será cosa facilísima vivir sin gobierno, sin ejército y sin magistratura, engendros de un estado de guerra social próximo a terminar.

Conclusión sobre el anarquismo

Hemos hablado de socializar la riqueza y suprimir el gobierno, con claridad suficiente para no dejar lugar a dudas. Mas por la fuerza del hábito, por la costumbre de considerar la organización política como un círculo de hierro del cual nadie puede salir, las gentes confunden con sobrada frecuencia lo que es una transformación radical con un simple cambio de formas, a veces de nombre. Socializar la riqueza no significa para nosotros la apropiación por el Estado de los instrumentos de trabajo, minas, tierras y viviendas. Suprimir el gobierno no es una sencilla modificación de la máquina gubernamental. Entendemos ambas cosas de muy distinto modo que el socialismo doctrinario.

Una revolución que no hiciera más que entregar la riqueza al Estado y dejara en pie un pseudo gobierno bajo el nombre de administración pública, tendrá que empezar de nuevo la obra demoledora. Sustituir a la multitud de propietarios personales el propietario impersonal único, valdrá tanto como ratificar las causas de la desigualdad social. Entregar a unos cuantos privilegiados el gobierno de la vida económica de un país cualquiera, sería lo mismo que reproducir todos los males del gobierno político, multiplicándolos y agravándolos. Tales cambios no darían a nadie la libertad, sino que remacharían fuertemente la cadena de la servidumbre.

En el próximo movimiento popular, ya previsto por todo el mundo, se encontrará el individuo por primera vez en plena independencia de acción, libre del látigo del capitalista y de la tiranía gubernamental; por primera vez se hallará en el ejercicio libérrimo de sus iniciativas, capaz de abarcar sin trabas el inmenso horizonte de una vida nueva. ¿No sería propio de dementes entregar a unos cuantos el arreglo de los negocios generales, el gobierno de la producción y el consumo? ¿No lo sería reanudar la obra del privilegio, de la centralización, del agiotaje y del despotismo armado, contra la cual se habría hecho exclusivamente la revolución?

Todo el éxito del socialismo autoritario no tiene otra explicación que los hábitos de obediencia de las masas. Enséñaseles la misma rutina gubernamental, organízaseles militarmente, se les pone ante la vista un organismo glosado con los elementos mismos del actual organismo autoritario, y bajo la promesa de la futura igualdad, lo aceptan todo creyéndose próximos a la emancipación ansiada. Pero al propio tiempo, la autoritaria organización del socialismo produce naturalmente los mismos resultados, los mismos males, las mismas luchas, las mismas anomalías que la organización autoritaria del capitalismo, y entonces el obrero adquiere su experiencia y comprende que se ha engañado con un simple cambio de nombre. Si su cerebro ha despertado a la vida de un mundo mejor, no retrocederá. Si los hábitos de obediencia son todavía bastante poderosos, se entregará indiferente a la explotación del capitalista, juzgándose fatal e inevitablemente esclavo. Pero la experiencia va haciéndose; las masas aprenden a pensar por sí, a obrar por sí, y a pasarse sin representantes privilegiados.

Cuando la revolución sobrevenga, el pueblo hará la revolución anarquista, ahíto ya de mesías políticos y sociales, de gobernantes y administradores desinteresados, de toda clase de delegaciones, de representantes y de intermediarios.

Por esto pretendemos producir de momento el avance necesario del progreso social que dé al pueblo la libertad de sus iniciativas siempre vigorosas. Pretendemos, sí, dar un salto, salto formidable, que colocando a la humanidad en el comienzo de una nueva evolución, le permita desenvolverse armónicamente en lo sucesivo. Pretendemos que la sociedad recorra en un período revolucionario todo el camino que el privilegio económico, amparado por el poder político, le ha impedido andar al compás de sus otros progresos en la mecánica industrial, en las comunicaciones, en las conquistas científicas, en los goces artísticos. Porque si la humanidad se confía a los teorizantes de las clases directoras y espera llegar a la soñada meta por el lento evolucionar que le predican, la humanidad permanecerá eternamente distanciada del goce de aquello mismo que ella ha creado y crea a cada momento, sin percatarse de que toda su labor redunda y seguirá redundando en beneficio exclusivo de una exigua minoría privilegiada. Todo propende al estado de equilibrio, y cuando éste se ha quebrantado bajo la influencia continuada de causas que persisten a través del tiempo, ha de producirse necesariamente una brusca sociedad de las fuerzas latentes que de golpe restablezca la armonía indispensable al desenvolvimiento de la vida. Así el equilibrio social sólo puede esperarse de un momento revolucionario en que los elementos sociales, rompiendo los moldes históricos y los convencionalismos de la tradición, aborden de una vez el pavoroso problema de emancipar a todos los hombres de cualquier forma subsistente de la esclavitud.

Y esta revolución, este sacudimiento formidable, esperanza de unos, terror de otros, ¿qué debe proponerse?

He aquí lo que dicen los anarquistas: la próxima revolución debe, ante todo y sobre todo, apagar todas las hambres: hambre física, hambre intelectual, hambre moral. Dese a todos el pan, primeramente el pan, el combustible necesario para que la máquina funcione. Que si alguna vez falta, sea porque todos hayan saciado el hambre heredada siglo tras siglo y de generación en generación. El derecho a la vida no es una metafísica para engañar a los tontos. Por más brutal que os parezca, trasnochados idealistas, teólogos rancios, filósofos a la violeta, que podéis ocupar vuestro cerebro vacío en las disquisiciones de nubes vaporosas, de aromáticas flores y de caprichos de luz y de color para entretener vuestros ocios; el pan, la satisfacción de las necesidades materiales, es indispensablemente lo primero que hay que facilitar a todo el mundo. Esta lacónica palabra pan, encierra todo el para vosotros terrible problema social. Si del pan dispusiera todo el mundo, ¡cuán fácil sería satisfacer cumplidamente esas que llamáis necesidades de un orden más elevado, más espiritual, según vuestros propios términos!

Si el mundo de las desigualdades irritantes ha producido la miseria fisiológica y la miseria social, el mundo nuevo de la igualdad no reglamentada, producto del libre funcionamiento de los grupos en posesión de la riqueza toda, producirá necesariamente la robustez física y la hartura social, producirá el bienestar, la ansiada felicidad jamás conseguida.

Y que, para que esa transformación se verifique, es preciso que sobrevenga la revolución preconizada por socialistas y anarquistas, ni aun Lombroso lo pone en duda. Él piensa justamente que la revolución es la expresión histórica de la evolución, como el acto sucede a la voluntad de obrar y que en el fondo son una misma cosa y sólo difieren en la época de su aparición. «De creer —añade Reclus—en el progreso normal de las ideas, y por otra parte, que han de producirse ciertas resistencias, queda probado por este hecho la necesidad de sacudidas exteriores que cambien la faz de las sociedades».

Que sea, pues, la evolución de nuestros adelantos una parábola siempre ascendente, o una línea en zigzag, que avanza en unas ocasiones para retroceder en otras, como pretende Lombroso, es de todos modos evidente que las señales exteriores más vivas de la evolución son las revoluciones, de idéntico modo que los volcanes son la exteriorización momentánea de corrientes ígneas que circulan por las entrañas de la tierra. Por otra parte, si en detalle es una línea en zigzag nuestro progreso, su expresión sintética, en conjunto, es un mejoramiento final, sentido filosófico que escapa a la perspicacia de Lombroso. Decir así mismo, como él dice, que el hipnotismo es una vuelta al campo de la magia, es como si afirmara que la química es una vuelta a la antigua alquimia. Al contrario, hipnotismo y química son desenvolvimientos de principios contenidos en los informes y lucubraciones de una ciencia embrionaria. Y como todo desenvolvimiento implica alejamiento del punto de partida y por tanto imposibilidad de una vuelta al origen, así el progreso, aun traducido por una línea en zig-zag, supone una dirección constante e invariable y un apartamiento continuo del punto de arranque.

Que toda reforma, pues, haya de introducirse en un país muy lentamente, como afirma Lombroso, porque de lo contrario provoca una reacción que inutiliza todo trabajo anteriormente realizado, no es razón bastante poderosa para contener los esfuerzos de la oprimida minoría en sentido revolucionario, porque el proceso evolutivo de las sociedades, cualquier manifestación compleja de la vida, se traduce siempre en una serie de acciones y reacciones a impulso de las cuales el equilibrio social se restablece más o menos aceleradamente. Afirmar que todo esfuerzo violento dirigido contra el orden establecido, contra la tradición, es un delito porque hiere y contradice las opiniones de la mayoría, después de reconocer la necesidad de un tal esfuerzo, equivale a declarar la legitimidad del acto, porque los esfuerzos violentos se producen cuando en la opinión ha ido elaborándose lentamente la nueva idea y ha ganado en las conciencias fuerza bastante para impulsar a los hombres a traducir en hechos la voluntad de obrar. La necesidad es la ley suprema en el mundo social, y el odio a lo nuevo, producto de los intereses creados, tiene que ser vencido violentamente, pues entre la necesidad sentida por unos y la resistencia de los otros, no cabe ciertamente ninguna otra solución. Si se considera, por otra parte, como delito aquello que contradice las opiniones de la mayoría y va contra el régimen establecido, habrá que reconocer que toda la historia del humano linaje es un enorme y continuado delito ya que se compone de la sucesión no interrumpida de rebeliones contra la tradición y las opiniones de los más. No es sólo en el orden político y religioso y económico; en el campo de la especulación y de la ciencia, la historia toda entera es, sin solución de continuidad, una serie de rebeldes esfuerzos, de protestas violentas, de sacudidas gigantescas que aquí o allá han ganado para las sociedades un adelanto, un mejoramiento, un progreso, al paso que reducían a la razón a las ciegas mayorías y a las minorías torpemente egoístas. Civilización y progreso no son cosas providenciales que se producen sin la intervención del hombre. No son algo metafísico y abstracto de que gozamos como llovido del cielo. Los hombres son los autores necesarios del progreso, son los autores de las reacciones y revoluciones que se suceden en el curso del tiempo, fatalmente, por lógica necesidad de la lucha en que vivimos. ¡Y es curioso ver a los doctrinarios defensores del principio del combate por la existencia, condenar todo esfuerzo encaminado al mejoramiento de las condiciones de la vida general sólo porque proceden del campo revolucionario! Ellos justifican la explotación y el agio, amparan al poderoso y teorizan sobre la necesidad de un gobierno y de una religión porque, según el principio citado, el más fuerte ha de gozar exclusivamente de los privilegios sociales. Pero se trata del pueblo desposeído, se trata de que la solidaridad substituya a la lucha, se trata de que la revolución, destruyendo artificiales diferencias que dan a la astucia y al pillaje el triunfo, restituya al mundo a las condiciones naturales de la paz y la fraternidad, y entonces todas las excomuniones, todas las condenas caen sobre las cabezas de estos seres inferiores, de estos débiles organismos humanos que sostienen con su rudo trabajo durante una vida miserable, el peso entero de la comunidad social. No quieren comprender siquiera que si la lucha es condición de la existencia, la solidaridad es la meta; y a esto no se llega ciertamente eternizando la guerra y manteniendo por siempre la división de los vencidos y vencedores.

Reconocemos que la violencia es inmoral; la condenamos enérgicamente; aspiramos a un mundo de paz y armonía; pero ¿qué hacer en tanto? ¿Cómo llegar a la deseada paz, si la violencia lo invade todo, si, como dice Lombroso, toda nuestra educación es la glorificación continua de la violencia en todas sus formas?

¡Ah, la razón de la fuerza!

Cuando consideramos el estado de degradación en que las naciones van cayendo, cuando contemplamos el espectáculo de todas las miserias y dolores de la humanidad; cuando vemos cómo los rufianes políticos y los nigrománticos de la religión remedan implacables la condena de la esclavitud, sentimos en todo su grandioso poder la sugestión de la fuerza que arrollará sin piedad, en un próximo porvenir, instituciones, cosas y personas.

Si un día la humanidad rompe la monotonía de su existencia actual y una inmensa hecatombe sucede a todas las ficciones y artificios tradicionales; si un día el pueblo, esclavo y humillado, se insurrecciona imponente y riega con sangre el campo yermo en que ahora vegeta; si un día, en fin, los hombres se rebelan y recobran violentamente lo que violentamente se les arrebata, libertad y riqueza; entonces, sobre los montones de la ruina universal, sobre la pira humeante del gran incendio se verá flamear en el espacio el último jirón de la bandera ensangrentada de la fuerza, el postrer guiñapo de la suprema razón, acatada, reverenciada y enaltecida por el éxito ininterrumpido de la historia.

Este último jirón ondeando sobre ruinas y muerte, será el anuncio de un nuevo mundo al surgir del seno de la total disolución.

Hasta entonces, por bruta que seas, por antihumana que parezcas, ¡oh, fuerza! nosotros te saludamos como el único instrumento de redención, como supremo derecho de un mundo de siervos, como salvación única del humano linaje todavía sumido en los abismos de la animalidad primitiva.

III

Criminalidad de los anarquistas

Si Lombroso ha demostrado en la primera parte de su libro que no conoce las ideas anarquistas; si al juzgarlas ha cometido errores de apreciación imperdonables; si ha dejado siempre sin probar sus afirmaciones, y creemos haberlo demostrado suficientemente, no son menos graves los errores en que incurre cuando de los anarquistas trata. Y no decimos bien al hablar genéricamente de los anarquistas, Lombroso los desconoce porque no se ha preocupado estudiarlos como han hecho otros escritores que cita, entre ellos el psicólogo Hamón. Para Lombroso todos los anarquistas son Ravachol, Pini, Henry, Vaillant, Caserio, Pallas, etcétera., «examina el anarquismo en sus anomalías morbosas, no en su estado de salud. Da una patología, no una psicología».[6]

Así Lombroso yerra cuando ofrece las opiniones de algunos anarquistas; yerra cuando las analiza; yerra si de los hombres se ocupa, y su libro resulta de la primera a la última página un error tremendo sin explicación posible. Con obsesión de médico que no ve más que casos por todas partes, víctima al mismo tiempo de preocupaciones reinantes, amontona en su libro tan contradictorias opiniones y hechos tan diversos que, al fin, no enseña nada, no prueba nada ni llega a conclusión alguna práctica, como ha dicho con grande acierto un amigo nuestro en la revista inglesa The Torch.

Y, en efecto, para probarlo, se ocupa en el examen de media docena de anarquistas, que mezcla hábilmente con gentes que no soñaron siquiera serlo. ¿Qué tienen sino de común con la anarquía Rienzi, Chatel, Ravaillac, Riel, Sand, Booth y Orsini? ¿Fueron estos hombres anarquistas o presintieron tan sólo algunos de ellos el anarquismo? ¿Fuéronlo los locos que a porrillo cita Lombroso? ¿Fuéronlo los epilépticos que igualmente examina? ¿Fuéronlo Monges y Guiteau, un policía este último, encolerizado por la negativa de un empleo que solicitaba? ¿Fuéronlo Oliva y Moncosí, aquí en España? Si hiciéramos una estadística de los casos citados por Lombroso, resultaría todo lo contrario de lo que él, quiere que resulte: resultaría que los delincuentes, locos, epilépticos, etc., están en mayoría entre las gentes no anarquistas.

Mas no se trata de eso. Se trata de probar la criminalidad nativa de los anarquistas. Admitamos a tal objeto la existencia real de un tipo de criminal nato, y analicemos las pruebas que Lombroso aduce en confirmación de su tesis.

La primera que ofrece el docto antropológico es la ridícula afirmación del juez Spingardi. Este sabio asegura «que no ha visto todavía un anarquista que no sea imperfecto o jorobado, ni ninguno cuya cara sea simétrica». Aparte de que aun siendo cierto este hecho nada probaría, —porque podría darse la coincidencia de que no hubieran tenido ocasión de desfilar ante el honorable juez más que los jorobados, imperfectos y asimétricos de la anarquía, que los habrá, porque desgraciadamente abundan las imperfecciones— nuestra propia experiencia, que vale tanto o más que la de aquél, permite afirmar que entre la multitud de anarquistas que hemos conocido domina, como entre la multitud que no lo es, el tipo regular del hombre civilizado, obrero o no obrero. Parece pueril afirmar que las reuniones públicas de los anarquistas han estado siempre formadas por hombres como los demás, excepción de alguno que otro mutilado por la explosión de una caldera o por la terrible caída de un andamio o por el espantoso hundimiento de una mina. De modo que la tan estimable aseveración del juez citado por Lombroso, se reduce a una chirigota para hacer reír a los necios.

La segunda prueba es de idéntica naturaleza, gemela de la primera. Consiste en una estadística, cuyos datos tenemos el derecho de poner en duda, más bien de rechazar, puesto que nadie se satisface ni debe satisfacerse con simples afirmaciones. Lombroso asegura que mientras entre los habitantes de París se encuentra el tipo criminal en un 12 por 100, encuéntrase entre 41 anarquistas de la misma capital en una proporción de 31 por 100. Dice también que entre 43 anarquistas de Chicago existe el tipo criminal en una relación de 40 por 100; entre un centenar de Turín, en la de 34 por 100 y que, por lo contrario, entre 320 de nuestros revolucionarios (¿quiénes?) la proporción se reduce a un 0,57 por 100 y entre los nihilistas rusos a un 6,7 por ciento.

¿Ha examinado Lombroso a todos los habitantes de París, de Chicago y de Turín? ¿Ha examinado un número suficiente de anarquistas, de nihilistas o de los que llama nuestros revolucionarios? Y si esto no, ¿cómo ha obtenido semejantes datos? ¿Por los informes de la policía? ¿Por las estadísticas carcelarias? Y, si es así, ¿serán estos datos propios para fundamentar una teoría científica? Respondan por nosotros los millares de delincuentes que la policía desconoce o que tal vez protege en sus fraudes escandalosos, en sus cotidianos envenenamientos del público, en sus lentos asesinatos legales y en sus latrocinios organizados en grande escala al amparo o a espaldas de la ley. Respondan asimismo los millares de inocentes que padecen persecución de la justicia; los hombres honrados perseguidos por la policía, condenados por los tribunales; los infelices, víctimas del caciquismo, encerrados en las prisiones del Estado por el único delito de unir a la pobreza la dignidad y la entereza de carácter.

Notemos de paso que de esa estadística imaginaria resultan a salvo de todo pecado muchos anarquistas, lo que contradice la tesis lombrosina, y que además es de un efecto lamentable para los propósitos del autor el hecho de que los nihilistas rusos aparecen menos delincuentes que los anarquistas de occidente, pues ciertos actos de éstos no son sino un reflejo de los actos de aquéllos.

No trataremos de indagar el procedimiento especial que ha conducido a Lombroso a la apreciación en un 12 por 100 de criminales en París, porque ello es demasiado burdo para hacernos perder tiempo y espacio. Y en cuanto a los demás datos de tan peregrina estadística, recordaremos únicamente que en tiempos de la célebre persecución de la «Mano Negra», en Andalucía, la prensa española pretendió hacer pasar por una asociación de ladrones y asesinos a la «Federación de trabajadores de la Región Española», que se componía en su mayor parte de obreros anarquistas. Las estadísticas de Lombroso son de igual naturaleza que las pretensiones de aquella parte de la prensa que jaleó a Oliver y a sus esbirros en la nobilísima tarea de martirizar inhumanamente a los campesinos de la tierra baja andaluza.

La tercera prueba es de aquellas que dejan atónito al lector ante la admirable penetración del que la aduce. «El que los anarquistas son criminales, lo demuestra el uso extendido entre ellos de la jerga, y en especial la de los delincuentes. Basta leer las colecciones del Pére Peinardy de la Révolte».

Y, en efecto, la Révolte era un semanario profundamente filosófico, escrito por Reclus, Kropotkin, Grave, su editor, y otros anarquistas tan delincuentes como éstos. El Pére Peinard al revés de la Révolte, era un periódico de combate, que cultivaba la sátira, escrito en un lenguaje popular, callejero, que se habla y se entiende en toda Francia, era un periódico del corte de nuestro famoso Cencerro, redactado en un lenguaje especial, pero que no era el lenguaje de los ladrones y de los asesinos a menos que Lombroso tenga por tales a todos los franceses, principalmente a los franceses pobres.

«No les falta ya —cuarta prueba de la criminalidad de los anarquistas— otro signo que el tatuaje, de entre los que se dan frecuentemente en los criminales natos». La comprobación consiste en el gran número de tatuados que un testigo ocular observó en los movimientos anarquistas de Londres en 1888.

Aquí hay unas cuantas inexactitudes y una sola ridiculez verdadera. Es aguda y fina la observación de un ciudadano que nota en millares de personas, que no andarían desnudas por las calles, las señales del tatuaje, pero más aguda y más fina es la penetración de Lombroso, que atribuye a los anarquistas movimientos obreros, débilmente socialistas, de la populosa capital británica. La cita de un supuesto testigo ocular cuyo nombre no se revela y cuya autoridad se desconoce, permitirá a cualquiera probar los mayores absurdos, y no es ciertamente este el procedimiento científico más recomendable.

En cuanto al tatuaje en sí mismo, bastará decir que los traductores de la obra de Lombroso tuvieron el buen acuerdo y la caridad de anotar su libro, recordando lo que sabe todo el mundo: que los marinos se tatúan con frecuencia; que en ciertos santuarios hay artistas especiales que practican aquella operación en los brazos de los visitantes; que el tatuaje es muy común en los talleres y en las villas manufactureras de Francia principalmente, y en los cuarteles. Nosotros hemos visto en un puerto del Atlántico, muy visitado por buques extranjeros, que casi todos los marinos ingleses están tatuados, observación fácil, pues que en la hora del baño y en la de la limpieza la desnudez total, o relativa, permite la inspección ocular. En cambio, no nos costará gran trabajo probar que los anarquistas no se tatúan por cuanto consideran esta costumbre, como otras muchas de nuestra sociedad, una reminiscencia del salvajismo primitivo. Los mismos Vaillant. Pallás, Henry y Caserio, que Lombroso cita, no tenían sobre su cuerno tatuaje alguno. ¿Qué resta, pues, de esta prueba peregrina?

Atribúyese asimismo a los anarquistas falta de sentido ético, la defensa del robo, del asesinato y de todos los crímenes que a los demás parecen horribles.

Antójasenos que al escribir Lombroso la palabra demás se olvidó de los asesinos, que muchos reverencian como héroes, y la historia ensalza como genios; de los grandes dilapidadores de la fortuna pública; de los presidarios sueltos, que tanto abundan entre la flamante burguesía que amasa su fortuna con la más repugnante y baja de las explotaciones.

Lombroso, como siempre, afirma pero no prueba nada. Sólo sabe de un anarquista que aseguraba Que si los campesinos italianos se resisten a aceptar la teoría anarquista, es porque aún no se les ha metido en cintura con una buena bomba. Nosotros sabemos de muchos centenares de anarquistas que dirían a Lombroso, si se lo preguntase, que la campiña italiana, juntamente con la española, es la más anarquista de Europa v que se reirán a estas horas de la candidez de un sabio que los supone tan faltos, no de sentido ético, sino de sentido común, que juzguen a una bomba con la facultad de convencer a nadie de la bondad de una idea.

Y vaya la última prueba. El lirismo lo es irrecusablemente de nativa criminalidad. ¡Pero docto Lombroso, si media humanidad se pasa la vida haciendo versos! Oíd lo que dice uno de esos anarquistas que tratáis de criminales: «Donde demuestra Lombroso que no ha estudiado el anarquismo es cuando habla de la poesía anarquista. Solamente cita dos ejemplos muy malos, publicados por Flor O’Squar. Si hubiera estudiado seriamente la materia, daría con los Iconoclastas, por Raúl Percheran; Juan Miseria, por Pottier; La Marianne, por Soutre; Germinal, un canto de odio; La Social, un himno de esperanza. En Italia hubiera hallado el Himno de los Trabajadores y los poemas de Montecelli; en Inglaterra los poemas socialistas de William Morris y Francis Adams».[7]

Pero entonces, se dirá el lector, ¿no ofrece Lombroso pruebas más serias de la criminalidad de los anarquistas?

No sólo da otras pruebas, sino que además, en cada una de las páginas de su libro evidencia su desconocimiento absoluto de los hombres del anarquismo. Sus datos mejores los ha recogido en la prensa noticiera que, en momentos de excitación, alimentó la curiosidad pública con cuentos fantásticos de Las mil y una noches. Y aún en este terreno, su información se limita a media docena de anarquistas, que el resto, ya sean escritores distinguidos, ya sean obreros industriales de los grandes centros de España, Italia, Francia, Bélgica e Inglaterra, ya campesinos de las vegas italianas y españolas, permanecen para él absolutamente ignorados.

Cualquier otro hombre de estudio hubiera investigado entre la masa anarquista, hubiera buscado datos en sus propios periódicos y libros, hubiérase asesorado, en fin, antes de lanzar una gravísima acusación colectiva, con pruebas irrecusables de la solidez de sus opiniones. Pero Lombroso ha preferido cosa mejor. Bajo la influencia de sus prejuicios antropológicos, autosugestionado por su flamante tipo de criminal nato, se ha limitado a poner al servicio de sus teorías los hechos que le refirió el primer guardacantón con que topara, bien seguro de que con ello, y sin más esfuerzo, había de merecer el aplauso de los papanatas que abren la boca de a cuarta ante un nombre sonoro y se pasman por cualquier futileza que lleve la etiqueta de modernismo.

Aun contrayéndonos al grupo de anarquistas que examina, sólo dos resultan para el mismo Lombroso criminales. Son Ravachol y Pini. Indica como prueba de la criminalidad del primero, la brutalidad de su fisonomía, su cara irregular, las orejas en forma de asa y por último un defecto de pronunciación. ¡Cuántos hombres honrados reunirán estas circunstancias!

Pero lo más grave es que un criminalista como Lombroso se valga de un se dice, que declara no estar legalmente probado para lanzar sobre Ravachol la acusación de intento de asesinato en la persona de su madre y de violación en la de su hermana.

De Pini, uno de los jefes de los anarquistas de París (¡qué ceguera!), dice que robaba para vengar a los pobres contra los ricos, y le acusa de dos intentos de asesinato. Se olvida enseguida de su tesis y afirma al momento que aquellos robos causaban horror a todos los anarquistas honrados, y luego en el capítulo Altruismo, cita a los mismos Pini y Ravachol como ejemplos de generosidad, pues que donaban casi todo el producto de sus hurtos a los compañeros o en favor de la causa común.

¿Qué se ha hecho de aquella falta de sentido ético, por la que parece sencillísimo a los anarquistas el robo y el asesinato, no obstante el horror que les causaban los robos atribuidos a Ravachol y a Pini?

Nosotros no queremos discutir ahora si Ravachol y Pini eran o no dos casos patológicos, dos enfermos, dos deformidades orgánicas. No queremos saber si son o no ciertas las acusaciones contra ellos lanzadas porque nada importa eso a los fines de la cuestión que se ventila. Admitamos cuanto Lombroso dice como bueno. ¿Qué ha probado? Pues que Ravachol y Pini fueron dos criminales, producto de una deformación orgánica o de una herencia morbosa, y que, por tanto, aquellos individuos hubieran cometido actos reprobados cualesquiera que fuesen sus ideas o no teniendo ninguna. De donde resulta en último análisis no la criminalidad de los anarquistas, sino la circunstancia de que dos criminales profesaban las ideas anarquistas. Porque o no hay lógica en el mundo o si Ravachol y Pini eran criminales natos, criminales natos hubieran sido aunque carecieran de toda fe.

Concluyamos. Un hombre que afirma que los mantenedores de la Revolución francesa constituían una cuadrilla de vagabundos, ladrones y asesinos; que el 71, en París, sólo se sublevaron a favor de la Commune los criminales, los locos, los alcoholizados, etc., como si todo el pueblo trabajador de París se compusiera de borrachos, locos y criminales y como si a aquel gran movimiento no fueran unidos los nombres de grandes artistas, como Coubert, ilustres pensadores, como Bakunin y Blanqui, periodistas, literatos, militares y aristócratas, como Rochefort, y, en cambio, asegura seriamente que los verdugos de las inquisiciones podían ser gentes pías y honradísimas aun realizando obras dignas de asesinos, y todo lo disculpa tratándose de un loco de genio[8], un hombre así, conjunto de inconsecuencias y contradicciones las más absurdas, cúmulo de errores y aberraciones innúmeras, da hecha su propia crítica arrojando por los suelos su nombradía científica y su rectitud de sabio.

¡Pero qué más! Escribe un libro para probar la criminalidad de los anarquistas y antes de llegar a la mitad hace constar casi con satisfacción que la nueva idea es abrazada por hombres excepcionales, sin excluir a los de la nueva escuela penal, que ve portarse en la vida política de una manera íntegra e intachable, tanto que le hace predecir su arribo al poder mucho antes que los socialistas. ¡Si habrá comprendido bien el sapiente Lombroso la Anarquía, que supone a los anarquistas próximos al poder!

Justificación de los anarquistas

Tras la falta de pruebas de una pretendida delincuencia viene la justificación de los delincuentes presuntos. Toda la criminalidad del anarquismo empieza y termina en Ravachol y Pini.

En los capítulos del libro de Lombroso «Epilepsia e histerismo», «Locos», «Suicidas indirectos» y «Reos por pasión» es difícil, casi imposible, hallar una pobre prueba formal de la supuesta criminalidad.

Como ejemplo de histerismo entre los anarquistas sólo se nos presenta a Vaillant, y es bien cierto que no está en modo alguno probado a pesar de su sensibilidad hipnótica. Menos lo prueba su continuo cambio de oficios ni la variación de sus opiniones. El cambio de oficios motívalo la necesidad y las dificultades con que luchó siempre Vaillant para poder vivir. El mismo Lombroso lo confirma cuando indica como causas modificativas del carácter de Vaillant el infortunio que le perseguía y lo infeliz de su vida. El cambio de opiniones es una consecuencia natural de la educación que recibimos contrastando rudamente con las modernas corrientes en que se inspira el espíritu público. Edúcasenos, como suele decirse, en la religión de nuestros mayores; enséñasenos la obediencia, el respeto a la autoridad y a la propiedad; luego, cuando nuestra razón llega a la madurez y entramos de lleno en el desigual combate por la existencia, hallamos de un lado indiferentismo que hipócrita finge creencia y respetos, y de otro las conquistas del gran poder analítico de nuestros tiempos, positivistas y materialistas en el orden científico, más o menos socialistas en el político. El ambiente es de expansión individual y de igualdad colectiva. Las religiones y los partidos han muerto en la pública conciencia, mientras los grandes problemas de la vida social arrastran a todo el mundo y lo seducen sugestionándolo poderosamente. ¿Qué ha de suceder? Lo que ocurrió a Vaillant ocurre a la mayor parte de los hombres cuyo corazón late para algo y cuyo cerebro no ha sido atrofiado por el mercantilismo o por la educación.

No nos detendremos a examinar los datos que la ciencia grafológica suministra a Lombroso. Casi todas las gentes faltas de cultura escriben defectuosamente y hay millares de hombres que emplean caracteres grandes en la escritura, escriban bien o escriban mal. Pretender en serio dar como ciencia la cabalística relación de la escritura con el carácter personal y más aún con la honradez, sin tener sobre todo, en cuenta, circunstancias modificativas, como las costumbres, el aprendizaje y el mayor o menor uso que de la escritura se haga, equivale a someternos graciosamente a la soberanía tradicional de las singulares hijas del hampa.

De locos anarquistas no cita Lombroso un solo ejemplo. Rienzi, Riel, Chatel, Ravaillac, Guiteau, Margarita Nicholson y el irlandés Mooney, que son los locos de que habla, no fueron anarquistas.

Y pues que ni criminales, ni locos, ni epilépticos halla Lombroso entre los anarquistas, ¡qué mucho que los justifique!

De Vaillant dice «que no tenía ningún rasgo criminal en la fisonomía, como no lo tenía Henry, salvo, sin embargo, las orejas exageradamente grandes y en forma de asa». Más adelante añade: «El odio natural de los partidos y la tendencia de los procuradores a recargar las tintas le han pintado (a Vaillant) como un vulgar malhechor; mas para mí es un hombre desequilibrado, con algunos levísimos indicios de criminalidad en la infancia y en la juventud, pero que es más bien un apasionado fanático que un nato delincuente». Siempre estuvo pobre, agrega, y fue impulsado a obrar por la miseria.

No pudiendo Lombroso probar la criminalidad de los anarquistas, perdido en el laberinto de sus conjeturas, ocúrresele la donosa idea de atribuir al suicidio indirecto el móvil de ciertas acciones. Es ciertamente peregrino que hombres faltos, según Lombroso, de valor para privarse de una vida que aborrecen lo tengan para atentar contra la de otros en la esperanza de que a cambio de cruentos sufrimientos les quiten la suya.

Henry, Vaillant y Caserio son, según esto, suicidas indirectos, tan indirectos, que es inconcebible semejante rodeo para llegar a una cosa de suyo sencilla para quien se halla en el carril de la desesperación.

La justificación de los anarquistas, aun de aquellos que han realizado actos de violencia, resulta clara y precisa del capítulo Reos por pasión. Lombroso presenta no sólo a los anarquistas, sino también a los nihilistas, entre los que incluye al anarquista Bakunin, y a todos los revolucionarios como a una clase de hombres altamente simpáticos, grandemente apasionados, que entusiasman y sugestionan, bellos ejemplos de generosidad, de valentía y de nobleza. «Gran influencia, dice, sin duda alguna, tiene en estos delitos de que venimos ocupándonos el fanatismo económico o social, violenta pasión que puede excepcionalmente presentarse unida a la criminalidad, pero que aparece siempre pura y de un modo aislado; y ya he expuesto a este propósito, en mi Delito político, que estos delincuentes, impulsados a la comisión de un delito por pura pasión, constituyen por su honradez la más completa antítesis de los criminales».

La psicología de estos apasionados es, según Lombroso, la exageración de la honradez, de la moralidad y de la virtud. Caserio es un admirable ejemplo de reos políticos por pasión. ¿Para qué hemos de reproducir la larga exposición que hace Lombroso de las recomendables dotes de un hombre que toda la prensa pintó como el tipo más repugnante de la criminalidad? Si el libro que refutamos se hubiera escrito con el propósito exclusivo de justificar a Caserio, no se hubiera podido decir más ni mejor. Pese a la contradicción de afirmar a un mismo tiempo la completa salud de la familia de Caserio, la ausencia de rasgos de criminalidad en éste y la herencia epiléptica como explicación del hecho realizado por el dicho Caserio, resulta de todo el capítulo en cuestión que Santos era honradísimo, amante hijo y hermano, bondadoso compañero, de una sensibilidad exquisita, que le lleva al fanatismo y del fanatismo al delito; resulta, sí, un apasionado político, nunca un criminal nato, ni siquiera criminal de ocasión, ni epiléptico, ni loco.

Lombroso lo dice. Caserio es la antítesis del criminal nato, antítesis caracterizada por el horror que de niño tenía a que sus camaradas robasen una manzana. Es el hombre que se humilla al ser socorrido por sus compañeros, que no se siente con valor para tomar lo que necesita ahí donde lo haya y, por consecuencia, apenas pudiera, vendería sus brazos a un burgués y restituiría la suma. Es el hombre que al echar la cabeza sobre la almohada para dormir piensa en los sufrimientos de los suyos y se abandona al llanto. Es el hombre incapaz de cometer la villanía que el soldado comete con sus padres, cogiendo un fusil y abandonándolos para seguir a su superior militar. Es el hombre que aun siendo libre, no podría soportar la infamia de los viles burgueses y se haría arrestar alejándose así más de su familia, porque el muro de la cárcel equivale a muchos kilómetros de distancia. Es el hombre que quiere modificar el mundo por su propio esfuerzo y que, en fin, sacrifica su existencia en aras de una idea, equivocada o no en los medios, pero cierta en los fines y ‘resuelta con su lógica brutal, si se quiere, pero inflexible. ¡Qué importa que después de todo esto dicho por Lombroso tenga el sabio antropólogo el mal gusto de presentar al viejo Bakunin, al profundo filósofo de la Anarquía, revolucionario al servicio de todas las causas justas, generoso soldado de la redención de la infeliz Polonia, de la unidad italiana, de la independencia de Hungría, como el espíritu malo que arma el brazo del ignorantísimo Caserio!

El brazo de Caserio lo armaría en todo caso esto que Lombroso dice acerca del cambio de ideas de aquél: «Aquí, entre paréntesis, es preciso añadir que a quien ha vivido entre los lombardos, sometidos al peso de los contratos agrarios; a quien conoce esa región donde el campesino muere, si no de hambre, atacado de la pelagra, y donde el proletario está en más triste y desesperada situación que los esclavos romanos, no le asombra ni le sorprende, sino que, antes al contrario, le parece muy explicable y lógico que en un ciudadano de inteligencia algo clara se opere ese cambio. El siervo antiguo era al menos mantenido por su dueño; el siervo lombardo no tiene ni eso; es tan baja su condición, tan oprimido y aniquilado se encuentra, que ni aun reaccionar puede, porque es necesario de todo punto un cierto grado de bienestar para poder disponer de la fuerza que inicie y obre la reacción».

Para Lombroso el carácter más dominante de los delincuentes por pasión (y como tales presenta a los anarquistas autores de hechos violentos, con excepción de Ravachol) es la corrección y la honradez exagerada, que produce gran sensibilidad para los dolores propios y ajenos. ¡Sólo a una presunta ciencia estaba reservado el raro descubrimiento de que el mejor signo de criminalidad es la honradez! Por esto sin duda para probar la criminalidad de los anarquistas se esfuerza en presentarlos como modelos de honradez.

Otro rasgo distintivo de los anarquistas que con gran maravilla encuentra Lombroso en Vaillant, Caserio y otros es un altruismo llevado hasta el límite. De Pallás, a quien llama feroz anarquista, refiere que encontrándose, después de un naufragio, en una isla abandonada, en unión de un compañero, y habiéndose acercado una nave que le dio ocasión de salvarse, se tiró al agua porque el capitán, impacientado por la tardanza del compañero, dio orden de emprender la marcha, con cuyo acto consiguió que el capitán detuviese el barco y recogiese a los dos. Describe luego la manera cómo algunos se hicieron anarquistas y entre ellos los hay que comprendieron la necesidad de la solidaridad al interrogar a los infelices del hospital porque el efecto de tal interrogatorio fue espantoso en su alma; los hay que al ver de cerca el frío, el hambre y la fatiga de millares de sus camaradas, reducidos a la abyección y obligados a mendigar trabajo de un patrón que los rechazaba, murmurando esta frase brutal: no tengo mi dinero para saciar hambres, comprendieron la justicia de la idea anarquista. De Chicago escriben que Spies era venerado como un santo por sus compañeros, a quienes daba cuanto tenía; que en una ocasión socorrió cuanto pudo a un hombre que meses antes le había insultado gravemente.[9]

«Mas donde surge potente e infinito este altruismo —añade— es en los discursos de todos los anarquistas últimamente condenados a muerte, lo mismo los pronunciados antes de la condena que después; discursos llenos de un fanatismo no simulado, y que no podía predisponer en su favor a los gobiernos ni a los jurados. Eran el fruto del más puro entusiasmo, de que es prueba su misma forma bellísima e intachable, porque el fanatismo convierte en oradores aun a los más ignorantes». Y al efecto, reproduce los discursos de Ravachol, de Henry, de Vaillant, discursos que prueban no el fanatismo, sino la convicción profunda unida a un apasionamiento muy explicable en quien ama fuertemente una idea. El fanatismo cree, no razona, carece de ciencia y de filosofía; el fanatismo prestará elocuencia pero no hasta el punto de producir formas bellísimas e intachables. Y en los discursos reproducidos por Lombroso hay filosofía, hay ciencia y razonamiento incontrovertibles a más de las formas bellas e intachables que Lombroso reconoce.

Ravachol, por ejemplo, expone con viva elocuencia una teoría antropológica muy en boga entre los sabios franceses y la de más sólidos fundamentos en criminología. No es, como afirma Lombroso, una mezcla de pasión política con la pasión criminal; no es una justificación de crímenes cometidos por aquel que habla, sino el desenvolvimiento de la tesis que refiere la criminalidad al medio social, es la explicación amplísima de cómo se generan todas las acciones humanas, dadas las circunstancias, los organismos políticos, las costumbres sociales, todo lo que constituye para el individuo su medio circundante. Así no es exacta la apreciación de que en el discurso de Henry, por oposición al de Ravachol, se encuentre solamente la pasión pura. Henry es un beligerante, un soldado vencido y habla como tal. Ravachol toma otro punto de vista y hace un discurso de propaganda, pensando quizá que las ideas anarquistas han emancipado su conciencia del infierno del crimen. Los distingos de Lombroso carecen de base. Léanse aquellos discursos y se verá confirmado nuestro aserto, al paso que el que leyere, se convencerá también de que todo el capítulo Altruismo es una constante justificación de los anarquistas, por lo menos de aquellos mismos a quienes se presenta como ejemplo de criminalidad. De todos los intentos de Lombroso apenas uno queda en pie: el apasionamiento de hombres dotados de una complexión enérgica, adecuada a la lucha, de un organismo bien dispuesto para la abnegación y el sacrificio, sean o no razonables sus excitaciones y sus actos.

En el capítulo Neofilia, se atribuye a los anarquistas y a los criminales la falta de misoneísmo y la tendencia a la insubordinación. Lombroso debía haber observado que el misoneísmo, la repugnancia hacia lo nuevo, existe solamente cuando se trata de intereses que lo nuevo hiere o puede herir. Por regla general no existe el misoneísmo. Cuando más, es admisible en las masas un cierto grado de incredulidad. Nadie, por ejemplo, siente aversión a las innovaciones en el alumbrado, en la transmisión de la palabra, en el transporte de cosas y personas. En la generalidad de los hombres hay una muy marcada tendencia a dar por realizadas las novedades más asombrosas. El misoneísmo surge al punto que sobre el pavés de todos los egoísmos se pretende levantar el magnífico alcázar de la solidaridad humana. Si se trata de la reforma social, entonces todos los intereses creados protestarían no ya de toda innovación, sino de cualquier propaganda que a establecerla tienda. Lo que Lombroso llama misoneísmo no es más que el instinto de conservación, revelándose en todos los privilegios amenazados.

¿Qué decir de la tendencia a la insubordinación? Nada hay más rebelde que los niños. Toda la educación actual se dirige principalmente a sofocar la rebeldía en la infancia y en la adolescencia. Oíd a todos los padres: se lamentarán hasta la saciedad de la insubordinación de sus hijos. Oíd a los maestros, y la cantinela de la rebeldía será repetida hasta el infinito. Y después, en la vida social, todos los hombres somos insubordinados. En la misma vida ordinaria hay cada día una cosa cualquiera contra la cual nos rebelamos. Lombroso es en todas sus manifestaciones un insubordinado. El protesta del espíritu de las leyes penales; protesta del concepto usual de la delincuencia; protesta de la irresponsabilidad de los gobernantes; protesta de las pésimas condiciones en que vive la clase jornalera; protesta del militarismo; protesta de todo en todas las páginas de su libro.

¿Lo tendremos por criminal, según su tesis?

La rebeldía es natural en el hombre. La forma de la rebelión es fruto del carácter. La historia entera no es más que una serie no interrumpida de esfuerzos para sacudir toda dominación, toda autoridad que pesando sobre los hombres les obliga a obrar, desde que nacen hasta que mueren, contra sus naturales impulsos, contra sus gustos y aun contra sus propias necesidades, sentimientos e ideas.

De otra parte, la obediencia implica sacrificio del propio pensamiento muchas veces y de la dignidad no pocas. «Obedecer, ha dicho Malquin, es practicar actos pensados por otro. Aprender a obedecer es aprender a no pensar. Las facultades superiores del que obedece, permanecen sin acción y se hacen inútiles; inútilmente funciona su sensibilidad y su memoria, inútilmente se enriquece también, pues que sus materiales ya no han de servir para la elaboración del pensamiento, generador del acto. Sometida a tal régimen, la personalidad muere, el individuo se convierte en una especie de autómata que jamás podrá dejar de obedecer».

¿Nada dice a Lombroso el hecho de que no obstante los hábitos tradicionales de obedecer, a pesar de siglos y siglos de una enseñanza religiosa, política y científica calcada en los principios de la disciplina más estrecha, ha prevalecido siempre en el hombre el espíritu de rebeldía que no es otro que el nato sentimiento de la independencia?

¡Qué diferentes a las de Lombroso estas palabras que vienen del campo positivista!: «Mientras el estado de guerra prevalece, la obediencia se hace indispensable, y se tienen como virtudes la fidelidad y la sumisión de esclavos. A medida que la guerra va desapareciendo de las costumbres y la vida del trabajo y de la cooperación se desenvuelven, los hombres se habitúan más y más a defender los derechos propios, respetando además los ajenos, la fidelidad al jefe se debilita y se acaba por negar la autoridad. Entonces llega a desafiarse las leyes del Estado, y no tarda en mirarse la libertad de los ciudadanos como un derecho que es virtuoso defender y vergonzoso abandonan (Spencer).

¿Cómo, pues, acusar a los anarquistas por su falta de misoneísmo y por su tendencia a la insubordinación, si ésta es común a todos los hombres y la falta de aquél, aunque no se diera en la mayoría de las gentes, sería una recomendación en estos tiempos de expansivas aspiraciones?

¿Cómo condenarlos, si quien los acusa los justifica?

Paliativos inútiles

La última parte del libro de Lombroso no nos preocuparía gran cosa, si no probara que en cuanto a errores sobre el anarquismo va bien acompañado el ingenioso inventor del criminal nato. En colaboración con G. Ferrero y los socialistas académicos de pasta flora que tratan de modificar el mundo por los medios más dulces imaginables, escribe Lombroso una «Profilaxis» digna de ser esculpida en mármol y en bronces.

Que Lombroso sea o no partidario de la pena de muerte para los delincuentes de nacimiento y se muestre compasivo con los criminales de ocasión, aun siendo anarquistas, es asunto que no importa a nuestros propósitos. Que le parezcan más o menos bien las medidas violentas adoptadas contra los anarquistas, tampoco nos interesa ni nos preocupa. Sus disquisiciones insustanciales al alcance de los más pobres de meollo, nada resuelven ni a nada conducen.

Pero sí nos importa poner de relieve las últimas contradicciones de este libro excepcional, producto de un eclecticismo sin ejemplo. Escrito con el propósito de probar el absurdo del anarquismo, contiene, sin embargo, una declaración peregrina que lo hace infructuoso e inútil. «Así como es imposible —dice Lombroso— en el corto período de la vida juzgar acertada y concluyentemente a un hombre, así también es efímera la existencia de una generación para poder lanzar con seguridad sobre determinada idea el calificativo de falsa, y aplicar en su consecuencia una pena tan radical como la de muerte a los defensores y propagadores de la idea». ¡Y esto lo escribe quien contra los anarquistas piensa que sería buena la aplicación de la ley de Lynch!

Lombroso, que condena la violencia por inmoral aun cuando se emplee contra la violencia, escribe «que se debería dejar en libertad a las poblaciones de manifestarse contra los anarquistas, aun con hechos violentos».

A Lombroso le bastaría con deportar a las islas más desiertas de la Oceanía a los anarquistas más peligrosos y encerrar a todos los que escapasen a los hechos violentos de las poblaciones en manicomios adecuados a este objeto, donde serían también recluidos los epilépticos, monomaníacos y locos tocados de anarquismo. Pero Lombroso no ha podido mostrar un loco tan solo que fuera anarquista, ni un epiléptico, ni un monomaníaco y olvida, además, que un loco, un epiléptico o un monomaníaco no son más que un loco, un epiléptico o un monomaníaco, es decir, enfermos, cuyas ideas no hay para qué tomar en cuenta. En último caso, si se considerase necesario encerrar a aquellos desgraciados sería siempre por la naturaleza de su enfermedad, no por lo que pudieran pensar o dejar de pensar. No obstante, Lombroso en nada se detiene. Allá, apoyado en la autoridad de Ferrero, llena páginas y más páginas de las que puede decirse en justicia, que sólo contienen palabras, palabras y más palabras. Quiere combatir a los anarquistas por el ridículo y no halla medio mejor que el de hacerlos pasar por locos, porque, dice, los locos producen risa. El terrible espectáculo de la locura sólo puede provocar la hilaridad de la ignorancia bestial o de la maldad empedernida y no es un psiquiatra, el hombre dedicado al estudio de las enfermedades cerebrales, quien puede o debe hablar en términos tan descarnados y antihumanos; ¡Qué lenguaje tan diferente del bello lenguaje del fisiólogo Mosso, terriblemente impresionado al entrar en la sala de una casa de salud!.[10]

No pudiendo Lombroso hacer desfilar en las páginas de su libro una caterva de locos y criminales anarquistas, y obligado a reconocer la honradez de éstos, cantada una vez más en el capítulo que analizamos, ocúrresele la ingeniosa idea de que la anarquía, el tipo del atentador,mejora preciosamente a causa de las violencias gubernamentales. Ravachol ponía las bombas a hurtadillas y huía asegurándose siempre el éxito de la fuga. Vaillant y Henry las arrojan personalmente en medio de una gran multitud. Caserio se sirve del puñal sin que pudiera abrigar la menor esperanza de librar su cabeza de la guillotina. Ravachol, que comete el delito por innata perversidad, sólo es detenido por una ligereza suya. Henry y Caserio, que son simplemente fanáticos, no se procuran la fuga ni se preocupan de sí mismos. Todo lo que antecede es puro falseamiento de los hechos. Ravachol arrojaba las bombas personalmente y momentos después pasaba por el lugar del suceso montado en un ómnibus. Henry no fue detenido por la explosión de Bons Enfants, de que se reconoció autor, y cuando lanzó la bomba en el Hotel Terminus, se defendió a tiros de sus perseguidores, hiriendo a uno de ellos. Pallás lanza la gorra al aire y prorrumpe en vivas a la anarquía en medio de un ejército, y más tarde Salvador huye de Barcelona y es detenido en Zaragoza, mucho después del atentado del Liceo. ¿Dónde está, pues, la prueba del mejoramiento del tipo del atentador?

Lo repetimos de nuevo: ni la anarquía ni los anarquistas se reducen a un puñado de hombres que han realizado determinados actos. Y así, aun cuando la tesis de Ferrero, que Lombroso cita fuese exacta, no sería la Anarquía ni los anarquistas, genéricamente hablando, lo que mejorase o empeorase. La Anarquía no data de Ravachol, ni de Henry, ni de Caserio. Se formuló como principio filosófico por Proudhon y Bakunin, apareciendo sus adeptos organizados en Europa al dividirse la Internacional en las dos fracciones que aún hoy sostienen lucha continua en el campo del socialismo revolucionario. Esas dos fracciones, lo decimos para conocimiento de Lombroso, Ferrero y demás impugnadores del anarquismo, son la que defiende el socialismo de Estado, representada entonces por Carlos Marx y la que sostiene el socialismo anarquista, cuya bandera enarboló Bakunin en el Congreso de Basilea. La Anarquía es una idea que se ha ido desenvolviendo lentamente en el gabinete del filósofo y en el seno de las masas obreras, que tiene su evolución, por tanto, y ha comenzado por una nebulosa, como todas las ideas, y concluye en nuestros días por ser una doctrina completa. Que Lombroso y los que como él proceden procuren enterarse, que busquen la bibliografía de que dicen carece el anarquismo, que desciendan al folleto y al periódico por obreros escritos y se hará para ellos la luz; y, aunque continúen reputando absurdas las ideas anarquistas, no incurrirán en errores y falsedades impropias de verdaderos hombres de estudio. No incurrirán tampoco en el error de atribuir al socialismo militante lo que el socialismo académico sostiene, porque el socialismo militante es en todas partes más o menos revolucionario; lo son, sobre todo, las masas de obreros socialistas, y solamente algunos jefes, bien hallados con una vida cómoda y regalada, y algunos socialistas de gabinete más atentos al estudio de simples abstracciones que al de las necesidades reales del pueblo, afirman que sólo un cambio lento, ordenado, en el sistema capitalista, mejorará las condiciones de los menos poseedores. A los que esto sostienen, por otra parte, no se les puede llamar socialistas, sino simplemente reformadores; porque el socialismo, cualquiera que sea su programa, significa no un mejoramiento, sino una radical transformación social por la destrucción del sistema capitalista. Y si Lombroso quiere penetrarse de esto que decimos, arroje los libros de los académicos y lea las publicaciones de los pensadores socialistas como Marx, Engels, Guesde, Lafargue, etc., y las de los obreros que militan en el campo del moderno socialismo, ya que los errores del antropólogo no se limitan al anarquismo, sino que se extienden al socialismo de Estado, por el cual muestra ciertas simpatías.

Aparte estos errores, ¿qué se lograría con llenar de anarquistas los manicomios y permitir a las poblaciones la aplicación de la ley de Lynch? Lombroso mismo reconoce la ineficacia de tal procedimiento. Nosotros solamente diremos que no por eso cambiarían los términos de la cuestión y que los caracteres de la lucha se agravarían, porque la violencia no se disimula, y pese a todos los principios de moral, la violencia engendrará eternamente la violencia, como afirman muy cuerdamente Ferrero y Lombroso.

El mal existe; aun después de aniquilados los anarquistas, el problema pavoroso de la miseria quedaría en pie y otra vez los anarquistas surgirían en todas partes fatalmente.

¿Qué propone Lombroso para remediar el malestar social? Nada o menos que nada. Cambiar la base de nuestra educación práctica que sólo enseña la violencia. ¿Y cómo, si dado el antagonismo de intereses, la violencia es necesaria al Estado que educa y a las clases que dirigen? Impedir la excesiva concentración de la propiedad, de la riqueza, del poder, para que puedan los que tienen talento y condiciones para el trabajo, ganarse la vida. ¿Y cómo, si esa concentración se verifica por una ley derivada necesariamente del sistema capitalista, si esa acumulación es el proceso mismo de la propiedad individual? ¿Y cómo, si Lombroso asegura que en los Estados Unidos 4.047 individuos disfrutan cerca de treinta veces lo que gozan cerca de doce millones de familias reunidas y, según Bright, el suelo de Inglaterra pertenece a 150 sujetos? Mas Lombroso ya entrevé la inutilidad de sus pretendidos remedios. Va, pues, más allá y no comprende por qué el Estado no ha de apoderarse de tal cual rama de la riqueza. Deja a un lado las ideas un momento antes defendidas, abandona los impuestos fortísimos sobre las fortunas mayores de un millón; las reformas parciales como la de los contratos agrarios y la jornada de ocho horas, no insiste ya en la abolición de la guerra, imposible de obtener sin la previa destrucción de las formas políticas y la modificación de la estructura social, y osa proponer que si el suelo romano y siciliano asegura la riqueza de unos cuantos, causando la miseria de todos, sea el Estado el que lo expropie, ya que si se tratara de una inútil fortaleza nadie lo encontraría chocante y violento. ¿Y por qué, decimos a nuestra vez, encuentra chocante y violento el sabio Lombroso que el suelo de Roma y de Sicilia y el del mundo entero que no hace más que enriquecer a unos cuantos causando la miseria de todos, pase a manos de todos esos miserables que lo fecundan con su trabajo? ¿Por qué lo encuentra chocante, cuando si se tratara de un gabinete de estudio o de una biblioteca puesta al servicio de los aficionados parecería la cosa más natural del mundo al individualista Lombroso? Reducirse, por otra parte, al suelo romano o siciliano y a una sola clase de riqueza, ¿no prueba un desconocimiento completo del problema social, cuya universalidad ya nadie niega? Lombroso carece de rumbo en economía, en sociología y en política: Lombroso, en el mundo de las ideas es un desorientado. Así afirma él que todo tiende a complicar la máquina gubernamental, como pide seriamente una restricción a la inmunidad parlamentaria y al exagerado poder concedido a los diputados y reclama una amplia descentralización y la casi ridícula creación de un Tribunado a usanza de la antigua República romana. Enamorado de Inglaterra, asegura que para todo lo que él propone no es allí precisa la fórmula socialista, y que gracias a la iniciativa de un verdadero lord (lord Rosbery) —son sus palabras— va acercándose a la completa solución del problema social sin tumultos y sin violencias, por lo que es en Inglaterra donde la anarquía ha degenerado y donde es despreciada por los mismos a quienes ella pretende socorrer. Y si se le dice y se le recuerda que el suelo inglés pertenece a 150 individuos, que la miseria es allí más intensa que en otras naciones de Europa, que el anarquismo hace ahora precisamente numerosos prosélitos en la soberbia Albión, que los tumultos y las huelgas se suceden diariamente y que la cuestión de Irlanda no está resuelta, sino aplazada; si se le repite lo que todo el mundo sabe, que en Inglaterra los castigos son verdaderamente inquisitoriales, propios de un pueblo salvaje; que su gobierno es un gobierno de casta, aristocrático hasta la médula; que la inmoralidad se ha revelado en Londres de una manera escandalosa; que su sistema colonial es, quizá, el más tiránico, aunque bien disimulado; que, en fin, sólo en apariencia su gobierno es un gobierno modelo por que las costumbres de las masas son las que dan la característica que tanto entusiasma a los adoradores continentales del individualismo anglo-sajón; si todo esto se dice y se repite hasta la saciedad, no será obstáculo para que la musa lombrosina continúe cantando las excelencias de un bienestar que ni Inglaterra ni nación alguna disfruta. A los que ven el mal solamente cuando está próximo y todo lo lejano antójaseles mejor, no hay lógica, ni hechos, ni pruebas bastante poderosas para curarles de su obsesión. ¡Pues qué! ¿Acaso Inglaterra puede pasarse sin los Work-Houses, sin un West-End de Londres, barrio inmenso de miserables, donde la policía penetra siempre arma al brazo? ¿Se han olvidado ya las huelgas gigantescas solamente sobrepujadas por el norte de América y los tumultos sangrientos y las escenas de pillaje en que actuaban multitudes de hambrientos? ¿Nada dicen las aterradoras estadísticas de la mortalidad obrera? ¿De dónde, sino de allí, procede el nombre de los sin trabajo, gentes condenadas a forzosa vagancia por y « para siempre? ¿No se cuentan por millares los obreros parados? ¡Ah! Sin la expansión de las colonias, tal vez a estas horas la incomparable Inglaterra hubiera sido teatro de un tremendo cataclismo social.

Las colonias, como todo paliativo, no hacen sino aplazar la cuestión. La división de la propiedad no haría más que acallar momentáneamente el público clamor. Las regiones donde la propiedad está más dividida, y es buen ejemplo Galicia, aquí en España, viven en la miseria lo mismo que aquéllas donde el latifundio reina y campea. Varían los caracteres, pero el fondo es el mismo. Mientras en Andalucía, feudo de unos cuantos señores, la miseria surge a intervalos de modo alarmante, en Galicia, donde casi todo el mundo es propietario, la miseria es el estado latente de todos los días porque nadie tiene los elementos más indispensables para vivir. La población gallega se ve forzada a emigrar continuamente, cubierta de harapos, sucia y hambrienta. Los grandes transatlánticos conducen a los gallegos al otro lado del océano en verdaderos montones de esclavos, y los trenes de Castilla arrastran vagones destinados exclusivamente a los segadores de la tierra galaica a quienes se embarca conduciéndoles como a rebaño de borregos. ¡Cuántas veces ha subido a nuestro rostro la indignación al contemplar en los andenes de la estación del Norte, de Madrid, el espectáculo de estas conducciones innobles!

Los hechos no admiten réplica. Andalucía y Galicia, los dos polos del sistema de propiedad individual, son igualmente miserables y pobres no por sus condiciones naturales, sino por las derivadas de la estructura económica y social. En Andalucía el acaparamiento produce el hambre. En Galicia la división atómica de la propiedad produce también la pobreza. Inútil es buscar términos medios. Si se trata de dividir, se llegará siempre hasta el último límite. Si se trata de centralizar, no cesará la acumulación de riquezas hasta concentrarse éstas en unas pocas privilegiadas manos. Es ley muy defendida por los positivistas, y entre ellos Lombroso, que el pez grande se come al chico. Por eso el individualismo determina a la postre un enorme desequilibrio social, haciendo refluir a las arcas de unos cuantos individuos, que se dice excepcionalmente dotados y a las de unas pocas poderosísimas empresas, toda la riqueza. ¿Qué pretende Lombroso? ¿Una nueva liquidación, un nuevo reparto? ¿Y para qué, si fatalmente volveremos a las grandes fortunas? La solución única, o no la tiene el problema social, es la comunidad de bienes, la centralización en manos de los mismos trabajadores, no de unos cuantos agiotistas. Si se reconocen los grandes males del acaparamiento y se demuestra la ineficacia de la división no queda otro medio que el comunismo, más o menos amplio, o decretar la fatalidad de la miseria.

La misma expropiación por el Estado es completamente ineficaz. Todo se reducirá a una ficción, porque el Estado lo componen los grandes capitalistas, los grandes propietarios, las empresas privilegiadas. ¡Y querríase que estos componentes se expropiasen a sí mismos! Más hacedero sería realizar de golpe la Revolución social. El Estado no puede ser la expresión de los intereses de todos, porque estos intereses son antagónicos y es, por tanto, y será mientras subsista, la expresión de los intereses de los más poderosos. Y no se hable de nuevas formas políticas. Desde la monarquía absoluta hasta la república democrática federal, todo se ha ensayado. Nosotros no podemos reducirnos a España, como Lombroso a Italia. Es necesario considerar las cosas en un horizonte más ancho. La federación, forma la más descentralizadora en política, no ha podido evitar que los Estados Unidos pertenezcan casi por completo a un 9 por 100 de sus habitantes. Allí es donde se registran las fortunas más grandes del mundo. El Estado socialista no habría de escapar a la constitución de un privilegio en favor de los nuevos administradores. De hecho, serían éstos los verdaderos propietarios que darían al pueblo en arriendo todos los bienes.

Descentralícese o no, divídase o fortalézcase el poder, fracciónese o acumúlese la propiedad, refórmese leyes y contratos o decrétese el statuo quo, todo es igual: la miseria subsistirá; el estado de castas, la desigualdad, los grandes privilegios, las grandes iniquidades e injusticias tremendas persistirán en tanto las mismas condiciones de la estructura social permanezcan invariables.

Toda la serie de paliativos inventados o por inventar no pasa de la categoría de inútiles remedios. La Revolución Social entrevista por casi todo el mundo, mezcla de esperanzas y temores, es el único remedio cierto, la sola y viable solución al problema planteado por las clases trabajadoras al expirar nuestro siglo. Cambio radical de la estructura de la sociedad, profunda transformación de las formas de convivencia social, la comunidad de medios como base necesaria, la asociación libre como instrumento, como consecuencia la solidaridad; esto únicamente puede dárnoslo la Revolución.

Hablad de lenta evolución, y os diremos que la revolución tiene ya su realidad en el cerebro y en las costumbres de las multitudes, que sigue su camino a impulsos de las modernas aspiraciones propagadas por todos los ámbitos del mundo y las fomentadas por fatales y últimas consecuencias del individualismo brutal en que vivimos. No esperéis, a pesar de esto, la lenta modificación del organismo social. En el terreno de los hechos la evolución termina necesariamente en la Revolución.

Hablar a estas alturas de paliativos y remedios parciales es perder el tiempo. A lo más se podrá hablar de medidas de defensa. La sociedad está dividida en dos ejércitos beligerantes. Contra la propaganda y la acción constante del socialismo revolucionario, no le resta a la burguesía más que la represión violenta, el linchamiento, la deportación y el manicomio, como quiere Lombroso. En este terreno nosotros no tenemos nada que decir. Ciertamente que las clases directoras pueden llegar a la Revolución sin apelar a tales medios y excusándose de extremar innecesariamente los términos de la lucha; pero esto queda a su cuenta, porque haga lo que haga, la Revolución Social, por la que se interesan hoy hombres de estudio y hombres de trabajo, estallará, al parecer, de todos modos en un muy corto plazo.

Negarlo, es desconocer nuestro tiempo.

El tipo del criminal nato

Pudiéramos dar por terminado este libro en el capítulo anterior. Dejamos demostrado que Lombroso desconoce la Anarquía como tesis filosófica, desconocimiento que le condujo a ofrecer como buenos datos inexactos, a veces falsos; a incurrir en una multitud de incongruencias y contradicciones y a mostrarse, por fin, inconsciente anarquista, él, que pide poco menos que el exterminio de la raza anarquista. Probamos también que no ha estudiado los hombres del anarquismo, y que por consecuencia no puede juzgarlos; que la media docena por él analizados destruye su propia tesis, pues que de ellos sólo contra uno formula la acusación de criminalidad. Y, en fin, terminamos evidenciando la justificación completa de los anarquistas por el mismo Lombroso, la ineficacia de los paliativos propuestos para resolver el problema social y la inutilidad de la pretendida profilaxis, tan contradictoria, que es imposible saber si el autor de Los Anarquistas, rechaza de plano las medidas violentas, o se queda con la peregrina aplicación de la ley de Lynch. En suma, hemos hecho ver que el libro de Lombroso es un tejido de inexactitudes, incongruencias, contradicciones y errores; un libro sin finalidad determinada, amasado con ideas disonantes esparcidas sin concierto; un libro de ocasión que busca el éxito y a él lo sacrifica todo. ¿A qué más?

Queremos, sin embargo, apurar la materia. Queremos penetrar, con permiso o sin él, en el santuario de la sabiduría privilegiada para batir a Lombroso en sus propias, al parecer, inexpugnables trincheras. No somos doctores en nada; no hemos tenido ocasión de examinar un puñado de locos y criminales, para deducir teorías más o menos sugestivas; no hemos siquiera leído unos cuantos infolios con que elaborar una refutación brillante y darnos aires de eruditos. Mas, no importa, que aun cuando nuestras opiniones profanas, sin fundamentos de experiencia propia y falta de las consabidas acotaciones, no por eso su lógica positiva las hará menos valederas. Entraremos, pues, resueltamente en el templo, aun a cambio de derribar la puerta.

Lombroso ha creado una escuela antropológica que tiene por fundamento la existencia de un tipo de criminal nato. Todos sus estudios, así como los de sus colegas, concurren a la demostración de dicha premisa del mismo modo que los ríos corren hacia el mar. Es una obstinación que merecería premio si no obedeciese a un prejuicio fuertemente arraigado.

En el curso de este libro ha podido el lector apreciar, si ya no lo había hecho en otras lecturas, la naturaleza de las anomalías señaladas como signos de criminalidad por la escuela lombrosiana. No examinaremos estas anomalías en detalle. Lo han hecho ya autoridades bien sentadas en el campo de la anatomía y de la antropología misma. Nosotros, ya lo hemos dicho, nos declaramos incompetentes en materia médica y habremos de limitamos a discutir la tesis de Lombroso en su aspecto filosófico y positivo.

Cuanto digamos no ha de ser tachado de manifiesta exageración, ni habrá por qué acusársenos de osadía. Una verdadera multitud de hombres de ciencia ha rebatido las teorías lombrosinas, y los que de ciencia estamos huérfanos, tenemos, por lo menos, el derecho de examinar el pro y el contra y formar, en consecuencia, nuestro propio juicio.

Hemos dicho ya que el Congreso de antropología de Bruselas, declaró que el tipo de criminal era un producto de la fértil imaginación de Lombroso. Los antropólogos franceses se han pronunciado resueltamente contra la tesis del profesor de Turín. Los mismos entusiastas admiradores de Lombroso, ponen en duda muy vivamente la pretendida existencia del criminal nato. Citaremos uno solo, Francotte, de la Universidad de Lieja, dice que es indudable que los datos y documentos de que la escuela antropológica criminal ha tratado de deducir el tipo de delincuente nato, no son suficientes, y cree que si existe el tipo de malhechor, del cual pueden encontrarse ejemplares caracterizados fuera de los presidios, existe también el tipo del recluso más o menos profundamente inscrito en una cara cualquiera por la atmósfera del régimen penitenciario. Su conclusión es que el tipo criminal de Lombroso provoca numerosas objeciones y no responde a la realidad y es más bien una construcción artificial que no resiste un examen serio. Entre los antropólogos, por otra parte, domina la opinión de la escuela sociológica resumida en estas palabras: «no es el atavismo, sino el medio social el que hace al delincuente».

A este tenor podríamos multiplicar las citas, si nos lo hubiéramos propuesto, con bien poco trabajo. Repetimos que no haremos tal cosa.

¿En qué funda Lombroso su teoría del criminal nato? En causas principalmente fisiológicas de origen hereditario Pero estas causas son más bien enfermedades del cerebro, del corazón, del hígado, del sistema cerebro-espinal, etc., que se hallan en elaboración en todos los hombres, como ha dicho muy bien Kropotkin. Son aquellas enfermedades tan comunes, que han convertido al hombre civilizado en un caso patológico. ¿Pero son ellas el verdadero motor del crimen? Las causas sociales de que hablan antropólogos muy ilustres son verdaderamente las determinantes del delito, las que lo generan, lo fomentan y lo producen. Enfermos del cerebro, del corazón, del hígado, etc., hay millares de hombres, cuya honradez sería absurdo poner en duda por una más o menos ingeniosa teoría. Hombres sanos, perfectamente sanos, caídos en el abismo del delito o prontos a caer, los hay también en igual proporción y Lombroso no puede desconocerlo, ya que de un grupo de anarquistas que trata de presentar como delincuentes sólo de uno afirma la nativa perversidad y reconoce mil veces en los demás salud completa y honradez a toda prueba. A este propósito cita Juan Grave en su libro La Sociedad agonizante y la Anarquía algunas palabras del curso de antropología criminal del doctor Manouvrier. Según este profesor, los individuos pueden tener tales o cuales aptitudes que les hagan propios para tales o cuales actos, pero que de ningún modo están destinados fatalmente por su conformación cerebral o por la de su esqueleto a realizar tales actos y convertirse en criminales.

Nosotros sabemos que un órgano en estado normal funcionará libremente en todas direcciones, pero no podemos asegurar o predecir en qué sentido funcionará en el supuesto de una perturbación cualquiera del órgano, porque aquel sentido vendrá determinado por la contingencia de hechos desconocidos. No sabemos si un cerebro sometido a causas morbosas producirá un acto de violencia, una obra de genio o caerá en la locura o en el idiotismo. Hechos muy diversos concurrirán, sin duda, a la determinación de una cualquiera de las manifestaciones de la vida cerebral. Si, pues, estos hechos, en los que no podemos ver más que las llamadas causas sociales, difieren grandemente por sus efectos, por su influencia, por su acción directa o indirecta sobre el individuo, ¿cómo deducir consecuencias invariables de una ilimitada serie de causas y concausas, de influencias y de acción cuya clasificación se nos escapa y cuyo estudio completo es con frecuencia punto menos que imposible?

Que las causas fisiológicas sean un factor ocasionalmente capaz de producir el delito, no puede negarse. Pero aun en este sentido, su acción se modifica bajo la influencia de causas exteriores o más bien son estas influencias exteriores las que siempre determinan la acción del factor fisiológico. Pruébanlo muchos hombres verdaderamente desequilibrados y enfermos, cuya existencia se desliga como la del hombre justo o es la carrera triunfal del sabio. De otra parte, no faltan los hombres sanos que delinquen bajo la influencia de causas exteriores, de carácter social, político o religioso, ajenas en absoluto a su estado fisiológico. La miseria continuada produce los mendigos y también los ladrones. Del robo al homicidio no hay más que un paso, siempre fácil para el que se siente empujado a la violencia. La educación es poderosa fuerza que nos inclina muchas veces al delito. La necesidad de no aparecer cobarde, arma el brazo del que mata. La brutalidad del que manda produce la rebelión del que obedece, en tanto que el más inclinado a la insubordinación se somete voluntario a una dirección suave, bondadosa y culta. El espectáculo de la sevicia triunfante, de la usura reverenciada, del pillaje impune, de la ociosidad premiada, nos conduce a cometer toda clase de delitos. No hablaremos del amor. Las falsas ideas que acerca, de él se nos inculcan, producen los más terribles estados pasionales. La religión, por su parte, nos enseña la abstinencia, el desamor a la familia, el abandono de las cosas terrenas, etc. El resultado es necesariamente el hombre actual con todos sus grandes vicios y sus no menos grandes crímenes. ¿Qué significan ante todo esto las causas fisiológicas?

Más cierta que la influencia de los estados morbosos es la de condiciones económicas determinadas. No hace mucho publicáronse estadísticas que probaban un aumento o disminución de la criminalidad en correspondencia con el aumento o disminución de los medios de subsistencia, con la mayor o menor prosperidad de las cosechas y el buen o mal estado del tiempo. La traducción de este hecho de experiencia es sencillísimo; donde quiera que las necesidades generales se satisfagan mejor, disminuirán las causas determinantes del delito; allí donde dichas necesidades se satisfagan difícilmente, los motivos determinantes del delito aumentarán. Supóngase satisfechas todas las necesidades, que tal es la tesis anarquista, y el delito se reducirá a cero.

Ya sabemos lo que replicarán Lombroso y sus colegas: «Todas las que reputáis causas principales del delito —dirán— no son sino la suma de circunstancias necesarias para que la criminalidad latente se exteriorice». Pero entonces estas circunstancias son más esenciales en la comisión de los delitos que las causas fisiológicas, puesto que aquéllas pueden hacer que la criminalidad no se manifieste jamás. Entonces, aun supuesto el tipo de criminal nato, apenas importan las causas fisiológicas, ya que sus efectos pueden anularse por la influencia del medio social. Entonces, toda la teoría lombrosina se reduce a una logomaquia aparatosa, sin efecto alguno positivo sobre el funcionamiento de la sociedad humana.

No, no es lo que pretende Lombroso, solución del problema de la criminalidad. El hombre no es más que el resultado de todas las circunstancias en que se encuentra desde que nace hasta que muere. La conformación individual alcanza a lo más a producir diversidad de grados en el modo como aquellas circunstancias imprimen sobre cada organismo el sello del medio en que se desenvuelve. Todo cuanto rodea a un hombre influye, directa o indirectamente, sobre él y se graba de un modo indeleble en su naturaleza. Para que una serie de sensaciones pueda atenuarse, es necesaria otra serie de sensaciones más fuertes. De aquí la diversidad de manifestaciones para un mismo individuo en diferentes tiempos.

El hombre, de hecho, no nace ni malo, ni criminal, ni honrado. Podrá heredar una enfermedad, una deformación, una cierta aptitud para determinados actos, lo que no implica de ningún modo la fatalidad de una complexión criminal. Si un hombre por bien conformado que esté, nace crece y se educa en medio de una sociedad de bandidos, será forzosamente un bandido más, porque en cuanto le rodee verá un orden natural de cosas por el que no sentirá repugnancia alguna. El salvaje de ciertas tribus, abandona indiferente en el bosque al anciano inútil. El europeo no siente repugnancia por los excesos del individualismo y al mismo obrero parécele el salario la cosa más natural del mundo. Aún más: cree casi siempre que es el patrón quien le da el pan, como suele decir gráficamente. Si se habla en cambio, a nuestros hinchados ciudadanos de la antigua esclavitud, del despotismo, gubernamental, de los horrores de la Inquisición, cosas que juzgaron buenas sabios que fueron, se producirá un efecto bien diferente y se fulminarán terribles anatemas y condenaciones contra un pasado que millones de hombres que no fueron sabios juzgaron como éstos y aun como a éstos antojóseles también de origen divino. Todo el mundo piensa que el comercio, la expoliación organizada, nada tiene de censurable y, no obstante, es un enorme delito sancionado por las leyes. De hecho, el que puede, roba legalmente para vivir sin que la idea del delito turbe su sueño.

¿Por qué al que mata en duelo no se le acusa de asesinato o de homicidio? ¿Por qué la ley perdona al que hiere en defensa propia? ¿Por qué se atenúa el delito cometido en un arrebato pasional? ¿Por qué disculpamos al que hiere a la mujer adúltera o al amante? Pues porque todo esto está contenido en nuestra educación, y porque además están bastante próximas las causas del delito para poder apreciarlas. Pero si se habla de la influencia de la organización social sobre los individuos, si se dice que el hambre produce el robo, que la autoridad engendra la rebelión, que toda nuestra estructura social y toda nuestra educación es la que verdaderamente da por fruto el crimen, entonces, como tales ideas contradicen las enseñanzas que hemos recibido y están fuera de nosotros mismos porque no hemos mamado; entonces como las causas, harto lejanas para los miopes de la enseñanza oficial, no pueden ser apreciadas inmediatamente, todo el mundo juzga y califica de paradojas, locuras, sueños de visionario, semejantes ideas y semejantes afirmaciones. Y aun los sabios, no libres del prejuicio general, prefieren las veredas laberínticas, los callejones sin salida, los saltos mortales de la lógica, antes que admitir lisa y llanamente toda la verdad que la experiencia ofrece.

Bajo otro punto de vista, el tipo del criminal nato, si existiera, no sería en último análisis más que un producto directo de causas hondamente sociales. La degeneración de la raza humana en algunos puntos de Europa ha sido evidenciada por los filósofos. Existen pueblos enteros de lisiados e idiotas. Mosso clama venganza contra la iniquidad social que produce los curasi, (transportadores de azufre desde muchachos) hombres enclenques, raquíticos, deformes, inútiles todos para el servicio de las armas. Zola en su libro, profundamente trágico Germinal, ha puesto al descubierto los terribles efectos del trabajo en las minas. Nuestros desdichados campesinos, los que trabajan la tierra andaluza, cúbrense de llagas —la prensa periódica lo ha dicho varias veces— bajo los ardientes rayos de un sol ecuatorial, y los rebaños de gallegos que ruedan llenos de miseria y de inmundicia en los trenes y en los trasatlánticos, dan una triste muestra del estado de abyección a que un trabajo bestial conduce a los hombres. Por otra parte, las estadísticas de las enfermedades y de la mortalidad en los niños pobres y en los niños ‘ricos, así como las que se refieren a los barrios populares y a los aristocráticos, demuestran que la organización social es la causa de la decadencia moral y física en que lentamente vamos cayendo. La miseria social produce la miseria fisiológica, y ésta la ruina o la deformación del individuo. De la miseria fisiológica salen los locos, los neurasténicos, los epilépticos, los alcoholizados, etc. Así, las anomalías que sirven de base a la afirmación del tipo criminal, son un producto de la estructura social que fomenta la degeneración de multitudes dedicadas al trabajo. Si, pues, tal tipo existiera, sería independientemente de causas fisiológicas cualesquiera.

Pero a Lombroso bástale una indicación de neurastenia, de alcoholismo, de exageración en las ideas para afirmar de plano la naturaleza criminal de un individuo. Las causas, le importan poco. Inútil recordarle que, según Beard, el aumento de la longevidad media, cuya historia es la historia misma del progreso del mundo, corresponde exactamente al aumento del neurosismo y le acompaña, afirmación que deja muy mal parada la malquerencia de Lombroso hacia los neurasténicos. Inútil, así mismo, hacerle observar que los hombres de genio son comúnmente neurasténicos. Incluirá a los hombres de genio en el número de los criminales y saldrá airosamente del paso. Inútil también traerle a la memoria naciones entregadas al alcohol que no son ni más ni menos criminales que otras. Capaz de decretar la criminalidad de una nación entera con tal de que su hipótesis no padezca. Inútil, en fin, demostrarle que el radicalismo en las ideas es resultado inevitable del malestar social por todas partes sentido. Afirmará en redondo que todo el que no se conforma con la rutina imperante es un delincuente y se quedará tan fresco. Tal es su ciencia, ciencia de minucias, de anfibologías y de logomaquias.

El criminal nato es borracho, es loco, es neurasténico, es epiléptico, es deforme, es feo, es, en fin, anarquista. Pero la borrachera se da en los hombres honrados de una manera alarmante; la locura es muchas veces cándida, inofensiva; la neurosis es la característica de estos tiempos de nerviosidad siempre creciente; la epilepsia y las deformaciones de todo género abundan tanto, que de aceptar las teorías lombrosinas, el hombre honrado sería un tipo ideal, abstracto; y el anarquismo es una idea de la que poco o mucho participan todos los hombres, y cuyo gran desarrollo en nuestros días tiene perfecta explicación en el aumento del sentimiento de justicia y de la sensibilidad.[11] «El anarquista es un hombre dotado del espíritu de independencia bajo una o muchas de sus formas (temperamento de oposición de examen, de crítica, de innovación), animado de un gran amor a la libertad y poseedor de una gran curiosidad, de un vivo deseo de conocer. A una tal mentalidad hay que añadir un ardiente amor al prójimo, una sensibilidad moral muy desarrollada, sentimiento intenso de la justicia, sentido de la lógica y poderosas tendencias a la lucha. En resumen un individuo batallador, independiente, individualista, altruista, lógico, deseoso de justicia, observador y propagandista».[12]

El alcoholismo, la epilepsia, la locura son, como el mismo crimen, efectos de causas hondamente sociales. El alcoholismo se da abajo porque faltan los placeres honestos y porque el alcohol presta fuerzas artificiales. Los traficantes además se encargan, con sus adulteraciones criminales, de convertir en loco furioso al simplemente aficionado a los licores. Se da arriba el alcoholismo por depravación del gusto, harto de todos los placeres. Sin embargo, los alcoholizados de las clases menesterosas se diferencian de los alcoholizados de la burguesía, tanto como se diferencian los jaropes venenosos que beben los unos de las excelentes bebidas que gustan los otros. Las consecuencias son inevitables. Se va muchas veces derechamente al delito por el abuso del alcohol, en rigor de la adulteración de las bebidas. Puede el alcoholismo conducir ocasionalmente al crimen; no se es fatalmente criminal de nacimiento porque se beba o porque se tengan estas o las otras ideas y un temperamento más o menos nervioso. ¿Y cuál es la causa de esta depravación espantosa producida por el abuso del alcohol? No es una herencia morbosa comprobada en tal o cual grado; es, en general, una organización social que permite todos los grandes crímenes de la propiedad y del Estado; es una sociedad que conduce a los hombres a la ruina fisiológica y al idiotismo para alimentar y conservar a sus favorecedores; es una organización que legitima el envenenamiento sistemático de la industria, el latrocinio mercantil, la expoliación continua del trabajo, la deificación del éxito a cualquier precio.

Y lo que decimos del alcoholismo puede decirse igualmente de las demás supuestas indicaciones de criminalidad. De los estados morbosos, no pocos tienen su origen en la estructura social. Las fábricas, las minas y el cultivo de los campos producen gran número de enfermedades que se transmiten de padres a hijos. Pero el trabajo en la fábrica, en la mina y en el campo, pudieran hacerse en tales condiciones de higiene que el desarrollo de las dolencias que hoy se verifican en espantosa progresión fuese contenido primero y anulado después. De esta nuestra afirmación pueden responder todos los higienistas, todos los ingenieros, todos los hombres medianamente cultos. Y si, pues, las más terribles enfermedades hacen presa en los desdichados obreros, débese, sin duda, al egoísmo capitalista, a la organización social que lo soporta, ya que para hallar rendimientos fáciles, el capital no vacila en estrujar la máquina humana, obligándola a entregarse, a trabajar brutalmente en condiciones insanas y con persistencia que espanta.

Dirásenos, tal vez, que el antropólogo, que el psiquiatra, no tiene por qué dar a sus investigaciones una tal amplitud, que no importa a sus fines las causas anteriores de experiencia. Mas entonces el antropólogo debe limitarse a la confección de una estadística de anomalías, debe reducirse a señalar los caracteres comunes a determinadas dolencias haciendo abstracción completa del medio en que el individuo nace, se desenvuelve y muere. Y así su ciencia sería de escasa o ninguna utilidad a los hombres, puesto que olvidaría un mundo entero de relaciones de la vida.

Si de una parte no puede llevarse tan lejos la especialización, de otra constituye un grave mal la facilidad de generalizar a que muchos especialistas se sienten inclinados. De una serie de hechos de aspecto y naturaleza determinada es imposible deducir conclusiones con caracteres de generalidad. No puede tampoco romperse bruscamente la relación estrecha que liga los fenómenos de la vida. Así no basta, para afirmar la naturaleza criminal de un individuo, la existencia de ciertos particulares notados previamente en un criminal cualquiera, o en una serie de criminales. Sería necesario para que tal deducción fuese legítima, que se comprobase que aquellos particulares no se daban al mismo tiempo en individuos normales, socialmente considerados. Y si el psiquiatra se contrae a encasillar una serie de fenómenos fisiológicos, será necesario que el sociólogo construya con auxilio de aquellos datos la filosofía de los hechos y explique su origen, su evolución y su finalidad. Esto precisamente es lo que no ha hecho Lombroso, o lo ha hecho de una manera desastrosa. No discutimos con él como psiquiatra, sino como sociólogo. No analizamos sus datos, cuyo aspecto positivo parécenos dudoso, sino la explicación, la génesis y las consecuencias que de ciertos fenómenos ofrece al lector.

De ahí la legitimidad de nuestra argumentación. La experiencia está de nuestra parte, y los hechos, minuciosamente observados, han conducido a fisiólogos más atentos que Lombroso al estudio completo de ciertos fenómenos, a la afirmación de que la decadencia de algunas sociedades lo mismo que determinadas deformaciones, ciertas dolencias, la locura, la criminalidad, etc., derivan de causas en absoluto sociales. ¿Qué significan en este más amplio orden de ideas, ciertos detalles de que se quiere revestir al tipo supuesto del delincuente? Estudiados indudablemente en los presidios y en los manicomios corresponderán, tal vez, a un tipo común, el tipo llamado del recluso por Francotte. El régimen penitenciario lo mismo que el régimen del manicomio, dejará huellas sobre una cara cualquiera, como las deja sobre un individuo el ejercicio de ciertas profesiones, pero de aquí no puede deducirse la existencia de un tipo criminal porque en las cárceles y en los manicomios no están todos los que son, ni son todos los que están, según el dicho vulgar. No hay espíritu medianamente cultivado y expansivo, que no reconozca que en las cárceles hay más infelices hambrientos, más gentes empapeladas por desamparo, que verdaderos criminales. Estos andan sueltos en su mayor parte, y seguramente no ha podido examinarlos Lombroso. Y aun supuesta una categoría de signos exteriores reveladores de la criminalidad, ¿se han examinado bastantes casos en la vida general para deducir que aquellos signos son exclusivamente característicos del crimen? Las orejas en asa y grandes, la enormidad de los senos frontales, la depresión de la frente, la desviación de la nariz, etc., son más bien signos de degeneración comunes a los trabajadores de las minas, del campo y de la industria. Ciertas labores, de una brutalidad inconcebible, deprimen, deforman y aniquilan al que las ejecuta. Los hijos de estos obreros arruinados, nacerán, tal vez, deformes, anémicos, incapaces de desarrollo físico y mental; nacerán, quizás, idiotas, epilépticos, locos, bestias de aspecto repugnante. Pero los hijos de los acomodados burgueses que se enriquecen con el envenenamiento y el latrocinio, que hacen de la estafa, del agio y del fraude medio legal y corriente de existencia, nacerán acaso un tanto afeminados, algo lechuguinos, pero sin el innoble aspecto del agricultor quemado por el sol y del minero de color de pústula por falta de aire y de luz. No tendrá el hijo del honorable ciudadano de pingüe fortuna, ni orejas en asa, ni la nariz torcida, ni enormes senos frontales. ¿Dejará por ello de ser delincuente, si permanece fiel a los hábitos de sus mayores?

Recordamos todavía indignados la conducta de un doctor español que a raíz de los sucesos de Jerez, publicó unos artículos en que, apelando a ciertos retratos más o menos auténticos, trataba de comprobar la tesis lombrosina. El sol y el vino se había subido a la cabeza de aquellos criminales natos que pudieron hacer un terrible escarmiento y se conformaron con dar unos cuantos vivas y esperar a que la fuerza pública los ametrallara. El pequeño César de la antropología, como otros muchos señores que estudian los hombres del pueblo a la mayor distancia posible, no ha visto seguramente el tipo común a toda la campiña andaluza; no ha visto que aquellos agricultores son un manojo de huesos difícilmente revestido de una piel rugosa, morena, casi negra; cuerpos deformados por un trabajo continuo y una alimentación insuficiente; no ha vista que el obrero más robusto se aniquila rápidamente para mantener en la holganza, pródiga con todos los vicios, al duquesito cortesano; no ha visto, en fin, el tipo de mirada indecisa y movimientos vacilantes producto del cansancio y del hambre. En toda la campiña andaluza, como en cualquiera otra, los sonrosados colores, las frescas carnes, la salud exuberante de la infancia, duran lo que la infancia dura, porque apenas se es apto para el trabajo, salud, robustez, frescura, colores, todo se pierde poco a poco, y muy pronto surge el eterno tipo del fatigado, indiferente al mundo exterior, muerto moralmente por dentro, con apariencias de vida automática por fuera.

Los enormes senos frontales del ladrón, que dice Lombroso, si correspondieran a los hechos, aparecerían más bien que entre aquellos tipos burdos, zafios, del trabajo, entre la honorable clase de los comerciantes y de los curiales, cuyas malas artes no necesitamos recordar. Y, sin embargo, el tipo común a muchos de esos señores que el mismo Lombroso no vacilaría en acusar de habituales hurtadores de lo ajeno, es el refinado de nuestras ciudades, pulcro, bien proporcionado y de aspecto nada repulsivo. Los envenenadores, sin duda ninguna criminales, abundan también entre los industriales y comerciantes, mientras que faltan por completo entre las masas populares donde las orejas grandes y otras zarandajas se echan pronto de ver. Los adulterios y las inmoralidades que se derivan de las relaciones sexuales, son así mismo comunes a las gentes de buen tono, formas correctas y maneras elegantes, en tanto que las clases inferiores se mantienen a buena distancia del pestilente sanedrín de las clases altas. Y en cuanto a los homicidios, sólo puede imputarse al pueblo un cierto desdén por determinados formalismos que le hace aparecer más violento y brutal que aquellos otros que saben disimular la violencia y la brutalidad hábilmente. Testigo, el duelo.

En resumen: las deformaciones físicas, así internas como externas, no son exclusivas de una categoría determinada de hombres. Abundan, por el contrario, y son comunes a los pueblos retardados, a los que degeneran lentamente la fatiga de un trabajo excesivo, y a la multitud indefensa que la concurrencia social arroja del banquete de la vida. No pueden, pues, tales deformaciones corresponder a una nativa criminalidad, sino que responden y son la consecuencia próxima o remota de una organización viciosa, absurda e injusta.

El individuo es, en suma producto del medio en que se desenvuelve y apenas si su particular conformación modifica los resultados de la influencia que por todas partes le cercan. No negaremos que el individuo concurre directamente a formar el medio social, peculiar de cada momento de la vida; pero es cierto también que el individuo a su vez aun cuando esté excepcionalmente dotado, queda sometido al medio ambiente que le envuelve. Acciones y reacciones continuas de individuo sobre la sociedad, y de ésta sobre aquél, determinan, en cada momento infinitamente pequeño, la característica común a la vida general humana. Las leyes por las que estas múltiples relaciones de la parte al todo se regulan, es el objeto de la ciencia social. Y como no podemos concebir estas relaciones sino como el producto de la espontaneidad individual y colectiva concurriendo libremente a los fines comunes de la existencia general, reputamos perniciosa toda ingerencia de factores artificiales, artificialmente creados, de los que se pretende deducir una ciencia acomodaticia que justifique y ampare un estado de cosas arbitrario e injusto. Por esto la concepción anarquista corresponde a un método general que comprende no tan sólo los problemas de la vida material, sino que abarca también los problemas mentales y éticos y las ciencias todas. En nombre de ese método novísimo, cuya utilidad y cuya lógica es irrecusable, rechazamos las tendencias semicientíficas de un pseudo positivismo no curado de prejuicios y preocupaciones tradicionales.

Fisiólogos, antropólogos o sociólogos, hay muchos todavía que necesitan forjar una tesis personal para su uso exclusivo y a los fines de sus particulares estudios. A veces es algo menos que una tesis; es una simple palabra o símbolo, una suerte de palabras o de símbolos lo que sirve de eje. Contra este dogmatismo disfrazado, contra las ligaduras que se trata de poner a la investigación y el freno con que aun se quiere sujetar los amplísimos vuelos del pensamiento moderno, lo mismo que contra todo un mundo de injusticia y de privilegios, la Anarquía es la protesta ideal y práctica a la vez, cuyo triunfo próximo preconizamos.

[1] A. Hamón. Los hombres y las teorías del Anarquismo.

[2] El que desee apurar la prueba, que procure adquirir el folleto en cuestión. Se editó primeramente en Londres en lengua italiana, fue luego traducido a varios idiomas, y nosotros mismos hicimos una versión al castellano. De modo que cualquier periódico anarquista de este o de otros países, dará razón de dicho folleto. Comparando el extracto hecho por Lombroso con la versión castellana del folleto La Anarquía, resulta que aquél se compone de algunos párrafos de las páginas l0, 11, 12 Y 13; de otros de las 36, 37 Y 38, alguno de ellos cercenado, uno de la 47 y otro a medias de la 61. Entre estas páginas y estos párrafos, ha establecido Lombroso inmensas lagunas... inadvertidas.

[3] Insistimos en la diversidad de grados en cuanto a la afirmación comunista, porque no todos los anarquistas piensan ni es preciso que piensen como Kropotkin. Las soluciones estrictamente económicas, como simples detalles de aplicación para la forma orgánica del porvenir, son muy diferentes en el campo anarquista, los que son verdaderamente comunistas difieren en puntos esenciales de doctrina, y además hay muchos colectivistas en España, e individualistas y mutualistas, aunque en escaso número, en otros países. Estas soluciones, si bien tienen un fondo común, revisten caracteres diferenciales bastantes pronunciados.

Tales divergencias no deben sorprender a nadie. Los partidos políticos, a pesar de sus doctrinas cerradas y de su estrecho dogmatismo, no han logrado ahogar las tendencias necesariamente diferentes y aun opuestas de sus componentes. Una teoría abierta a todas las soluciones, a todas las prácticas, completamente antidogmática, como lo es la anarquía, implica forzosamente diversidad de tendencias que sólo práctica, experimentalmente, podrán contrastarse.

[4] El Miedo, A. Mosso.

[5] El lector comprenderá seguramente que aquí se refiere Lombroso a las ventajas producidas por el adelanto industrial al multiplicar prodigiosamente los productos. Y aunque no es muy acertada la relación que establece entre el obrero actual y el antiguo castellano, porque los productos se estancan en los almacenes y el obrero, en general, no puede obtener ni aun los más necesarios; sin duda en cierto modo nuestro estado económico no es peor que el de nuestros padres. Pero la organización económica es tan singular, que toda su labor se reduce a haber cambiado el aspecto de las cosas. No produce la carestía como antes millones de víctimas de un solo golpe, pero no pocos viven muriendo lentamente por falta de recursos suficientes para adquirir, caro o barato, lo que necesitan. Otros muchos caen a diario, victimas ignoradas, ante el estruendo ensordecedor de la máquina moderna. La carestía mataba antes como matan las epidemias. Ahora mata como matan las enfermedades endémicas. Cuestión de ruido.

[6] Notas sociales, — Vulgarización — J. Martínez Ruiz.

[7] A. Agresti, The Torch, — Londres, 1895

[8] Estudios de Psiquiatría y Antropología. — La España Moderna. — Madrid.

[9] Hemos observado que Lombroso cita algunas veces a los anarquistas condenados en Chicago, Spies, Linng, Parsons, etcétera, como criminales, fundado, sin duda, en el hecho de su condenación. Para probar que también en esto se equivoca, recordaremos que el gobernador de Illinois encarceló a Schwab, Fielden y Noebe, y reconoció además en documento público la inocencia de los ahorcados Engel, Parsons, Spies y Fischer, así como la de Linng, que se dio muerte en la prisión. Toda la prensa se ocupó en su día de esta justa reivindicación de los anarquistas asesinados en Chicago, merced a un infame complot de la policía y los grandes capitalistas. Si Lombroso habitara en la China, nos explicaríamos su ignorancia. No está tan lejos, y no tenemos palabras para calificar su desconocimiento de un hecho que ha sido probablemente la causa de la campaña de violencia de algunos anarquistas europeos.

[10] El Miedo, A. Mosso.

[11] Notas Sociales. — Vulgarizaciones. — J. Martinez Ruiz.

[12] Le peril anarchiste. Félix Dubois.


Recuperado el 7 de abril de 2013 desde ricardomella.org