#pubdate 2013-03-28 02:15:55 +0000 #title Las prisiones #LISTtitle Las prisiones #author Piotr Kropotkin #SORTauthors Piotr Kropotkin #SORTtopics Cárceles #source Recuperado el 12 de febrero de 2013 desde [[http://www.kclibertaria.comyr.com/lhtml/l080.html][kclibertaria.comyr.com]] #date 1887 #notes Digitalizado por Chantal López y Omar Cortés de [[http://www.antorcha.net][antorcha.net]] #lang es *** Introducción La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo XIX. Después de la cuestión económica, después de la del Estado, aquélla es, quizás, la más importante de todas. En realidad, puesto que la distribución de la justicia fue el principal instrumento en la constitución de todos los poderes, puesto que es la base misma y el fundamento más sólido de los poderes constituidos, no exageraré si digo que la cuestión de saber qué debe hacerse con los que cometen actos antisociales, encierra en si la gran cuestión del gobierno y del Estado. Muchas veces se ha dicho que la función principal de toda organización política, es garantizar doce jurados probos a todo ciudadano, al que otros ciudadanos denunciaren por cualquier motivo. Pero falta saber qué derechos debemos reconocer a esos diez, o doce, o cien jurados, sobre el ciudadano al que consideren culpable de un acto antisocial y perjudicial para sus semejantes. Esta cuestión resuélvese actualmente de la manera más sencilla. Se nos responde: ¡Castigarán! ¡Sentenciarán a muerte, a trabajos forzados o a presidio! Y esto es lo que se hace. Es decir, que, en nuestro penoso desarrollo, en esta marcha de la humanidad por entre los prejuicios y las ideas falsas, hemos llegado a tal punto. Mas también ha llegado la hora de preguntar: ¿Es justa la muerte, es justo el presidio? ¿Se consigue con ellos el doble fin que trátase de obtener: impedir que se repita el acto antisocial y tornar mejor al hombre que se hiciera culpable de un acto de violencia contra su semejante? Y, para concluir, ¿qué significa la palabra culpable, con tanta frecuencia empleada, sin que hasta la fecha se haya intentado decir en qué consiste la culpabilidad? A todas estas preguntas propóngome responder; dar un esbozo de respuesta, mejor dicho, en el corto espacio de una velada. Grandes son estas cuestiones, que encierran en sí la dicha, no sólo de los centenares de millares de detenidos que en este momento gimen en nuestras cárceles y presidios; la suerte, no sólo de las mujeres y niños que sollozan en la miseria desde que el cabeza de familia fuera encerrado en un calabozo, sino también la dicha y la suerte de toda la humanidad. Toda injusticia cometida con el individuo, es en último término sentida por toda la humanidad. *** I Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa. Enormes cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina —policía y magistratura— encargada de poblar sus prisiones. Y, como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí, que todos los años, el producto de millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones. Pero ¿quién, prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa en la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la prensa, que, sin embargo, casi nunca se ocupa en nada que a las prisiones se refiera. Si alguna vez se habla de ellas, no es sino a consecuencia de revelaciones más o menos escandalosas. En tales casos, por espacio de quince días se grita contra la administración, se piden nuevas leyes que vayan a aumentar el número, nada bajo, de las vigentes, y pasado aquel tiempo, todo queda igual, si no cambia y se hace peor. En cuanto a la actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos, no pasa de la más completa indiferencia: con tal de que tengan pan que comer, agua para beber y trabajo, mucho trabajo, todo va bien. Indiferencia completa, cuando no odio. Porque todos recordamos lo que la prensa dijo no hace mucho, con motivo de algunas mejoras introducidas en el régimen de las prisiones. Es demasiado para los pícaros, se leía en periódicos que se las echaban de avanzados. Nunca serán tratados tan mal como se merecen. Pues bien, ciudadanas y ciudadanos: habiendo tenido ocasión de conocer dos cárceles de Francia y algunas de Rusia; habiéndome visto obligado, por circunstancias de mi vida, a estudiar con cierto detenimiento las cuestiones penitenciarias, creo que deber mío es decir a la faz del mundo lo que son las prisiones de hoy, así como el relatar mis observaciones y el exponer las reflexiones que estas observaciones me sugirieran. Dicho esto, abordo la gran cuestión. En primer lugar, ¿en qué consiste el régimen de las prisiones francesas? Sabido es que hay tres grandes categorías de prisiones: la Departamental, la Casa central y la Nueva Caledonia. En lo que a la Nueva Caledonia se refiere, los datos que tenemos respecto a aquellas islas son tan contradictorios y tan incompletos, que es imposible formarse una idea justa de lo que es allí el régimen de los trabajos forzados. En cuanto a las prisiones departamentales; la que nosotros nos vimos obligados a conocer, en Lyon, se halla en tan mal estado, que cuanto menos se hable de ella mejor será. En otra parte dije en qué estado la encontré, bosquejando a la vez la funesta influencia que ejerce sobre las criaturas que en ella están encerradas. Aquellos infelices son condenados, a causa del régimen a que se han sometido, a arrastrarse toda la vida por cárceles y presidios y a morir en una isla del Pacifico. Por consiguiente, no digo más acerca de la prisión departamental de Lyon, y paso a la Casa central de Clairvaux, tanto más cuanto que, con la prisión militar de Brest, es el mejor edificio de tal suerte con que Francia cuenta, y, a juzgar por lo que se sabe respecto a las prisiones de los demás países, una de las mejores cárceles de Europa. Veamos, pues, lo que es una de las mejores prisiones modernas; juzgaremos más acertadamente a las otras. Advertiremos que la vimos en las mejores condiciones: poco antes de llegar yo, uno de los detenidos había sido muerto en su celda por los carceleros, y toda la administración había sido cambiada; y con franqueza he de decir que la nueva administración no tenía en modo alguno aquel carácter que se halla en tantas otras cárceles: el de tratar de hacer la vida del detenido lo más penosa posible. Es también la única prisión grande de Francia que no tuviera una sedición después de las sediciones de hace dos años. Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular, que costea las pendientes de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, creeríase junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes, máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye al pronto. Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1 400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un canal otras. He ahí la inmensa inversión de fondos, y la variedad de oficios que ha sido necesario introducir para procurar un trabajo útil a 1 400 hombres. Siendo incapaz el Estado de tan inmensa inversión de fondos y de colocar ventajosamente lo que producen, es evidente que ha tenido necesidad de dirigirse a contratistas, a los que cede el trabajo de los detenidos a precios en mucho inferiores a los que rigen fuera de la cárcel. Efectivamente, los jornales de Clairvaux no son sino de 50 céntimos y de 1 franco. Mientras que en la fábrica de catres puede un hombre ganar hasta 2 francos, muchísimos detenidos no ganan sino 70 céntimos por jornada de 12 horas, y en ocasiones sólo 50. De esta cantidad el Estado se apropia una muy notable parte, y el resto es dividido en dos, una de las cuales se entrega al preso para que compre en el comedor algún alimento; el resto le es entregado cuando sale de la prisión. En los talleres pasan los detenidos la mayor parte del día, salvo una hora de escuela, y 45 minutos de paseo, en fila, a los gritos de ¡una! ¡dos! de los carceleros, distracción a la que se denomina hacer la rastra de chorizos. El domingo se pasa en los patios, si hace buen día, y en los talleres cuando el tiempo no permite salir al aire libre. Agreguemos aún que la Casa central de Clairvaux estaba organizada bajo el sistema de silencio absoluto, sistema tan contrario a la naturaleza humana que no podía ser mantenido sino a fuerza de castigos. Así es que durante los tres años que yo pasé en Clairvaux, fue cayendo en desuso. Abandonábase poco a poco, siempre que las conversaciones en el taller o en el paseo no fuesen demasiado acaloradas. Mucho podría decirse acerca de esta cárcel provisional y de corrección; pero las palabras que le hemos dedicado bastarán para dar una idea general de lo que aquello es. En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé, gracias a la literatura, a informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano, y el tradmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés, consistente en hacer andar al recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal que aun se impone en Inglaterra. Las prisiones alemanas tienen un carácter de dureza que las hace excesivamente penosas. En cuanto a las prisiones austriacas y rusas, se hallan aún en un estado más deplorable. Podemos, pues, tomar la Casa central de Francia como representante bastante bueno de la prisión moderna. He ahí, en pocas palabras, el sistema de organización de las prisiones consideradas como las mejores en estos momentos. Veamos ahora cuáles son los resultados obtenidos por estas organizaciones excesivamente costosas. Dos respuestas, tiene esta pregunta. Y es la primera que todos, hasta la misma administración, están de acuerdo en que estos resultados son los más lastimosos. El hombre que ha estado en la cárcel, volverá a ella. Cierto, inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia criminal de Francia, nos dicen que la mitad aproximadamente de los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional, fueron educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los reincidentes. Casi la mitad (de 42 a 45 por 100) de los juzgados por asesinato, y las tres cuartas partes (de 70 a 72 por 100) de los sentenciados por robo, son otros tantos reincidentes. 70 000 hombres son anualmente detenidos sólo en Francia. En cuanto a las cárceles centrales, más de la tercera parte (de 20 a 40 por 100) de los detenidos, puestos en libertad por aquellas mal nominadas instituciones correccionales, vuelven a la cárcel dentro de los doce meses que siguen a la fecha de su primera salida de ella. Es tan constante este hecho, que en Clairvaux se oía decir a los carceleros: Muy extraño es que Fulano aun no haya vuelto. ¿Habrá tenido tiempo de pasar a otro distrito judicial? Y hay en las casas centrales presos ancianos que, habiendo logrado tener un sitio bueno en el hospital o en el taller, ruegan, al salir de la cárcel, que se les reserve el sitio aquél para su próximo regreso. Aquellos pobres ancianos están seguros de que no tardarán en volver. Por otra parte, los que han estudiado y conocen estas cosas (citaré por ejemplo, el doctor Lombroso), afirman que si se llevase cuenta de los que mueren en cuanto han salido de la cárcel, de los que cambian de nombre, o emigran, o logran ocultarse después de haber cometido un nuevo acto no de acuerdo con las leyes vigentes; si todos éstos fuesen tenidos en cuenta, uno se vería precisado a preguntarse si todos los detenidos puestos en libertad no incurren en la reincidencia. He aquí lo que se consigue con las prisiones. Pero no es esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel, es siempre más grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas están de acuerdo en esto. La reincidencia se ha hecho un problema inmenso para Europa, un problema que Francia quiso no ha mucho resolver, enviando a todos los reincidentes a gustar de la fiebre de Cayena. Por otra parte, la exterminación empieza ya el camino. Todos habéis leído que, hace tres días, once reincidentes fueron pasados por las armas a bordo del navío que a aquel punto les llevaba; acto de salvajismo que será muy tenido en cuenta cuando el capitán de la embarcación sea nombrado director de la colonia de Cayena. Pues bien, no obstante las reformas introducidas, no obstante los sistemas penitenciarios puestos a prueba, el resultado siempre ha sido igual. Por una parte, el número de hechos contrarios a las leyes existentes no aumenta ni disminuye, cualesquiera que sea el sistema de penas infligidas. Se ha abolido el knut ruso y la pena de muerte en Italia, y el número de asesinatos sigue siendo igual. Aumenta o disminuye la crueldad de los erigidos en jefes; cambia la crueldad o el jesuitismo de los sistemas penitenciarios, pero el número de los actos mal llamados crímenes, continúa invariable. Sólo le afectan otras causas, de las cuales ahora voy a hablar. Y, por otra parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen penitenciario, la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable, lo cual debe ser así; la prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la vida en sociedad. Conviértenle en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección, —y que los mismos carceleros llaman Casas de corrupción. Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada! —respondería— porque no es posible mejorar una prisión. Salvo algunas pequeñas mejoras sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas. Para acabar con el asqueroso contrabando del tabaco podría proponer que se dejara fumar a los detenidos: Alemania lo ha hecho ya; y no le pesa haberlo hecho: el Estado vende tabaco en el comedor. Pero, después del contrabando del tabaco, vendría el del alcohol. Y todo conduciría al mismo resultado: a la explotaci6n de los detenidos por los encargados de vigilarles. Podría proponer que al frente de cada prisión hubiera un Pestalozzi (me refiero al gran pedagogo suizo que recogía a los niños abandonados y hacía de ellos buenos ciudadanos), y podría también proponer que, en lugar de los vigilantes, ex soldados y ex policías casi todos, se pusieran sesenta o más Pestalozzi. Pero me responderíais: ¿Dónde encontrarlos? Y tendríais razón: porque el gran pedagogo suizo no hubiera aceptado la plaza de carcelero; hubiera dicho: El principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle mejor. Cosecharéis la reincidencia. Y eso es lo que ahora voy a demostrar. *** II Hay, en primer lugar, un hecho constante, un hecho que es ya, en sí mismo, la condenación de todo nuestro sistema judicial: ninguno de los presos reconoce que la pena que se le ha impuesto es la justa. Hablad a un detenido por hurto, y preguntadle algo acerca de su condena. Os dirá: Caballero, los pequeños rateros aquí están, los grandes viven libres, gozan del aprecio del público. ¿Y qué os atreveríais a responderle, vosotros que conocéis las grandes compañías financieras fundadas expresamente para sorberse hasta las monedas de cobre que ahorran los conserjes, y para permitir que los fundadores, retirándose a tiempo, echen legalmente su agudo anzuelo sobre las pequeñas fortunas que encuentran a su alcance? Conocemos a esas grandes compañías de accionistas, sus circulares engañosas, sus timos... ¿Cómo responder, pues, al prisionero, sino diciéndole que tiene razón? Hablad ahora a aquel otro, que está preso por haber robado en grande. Os dirá: No fui bastante diestro; he ahí mi delito. ¿Y qué habíais de responderle, vosotros que sabéis cómo se roba en las altas esferas, y cómo, después de escándalos inenarrables, de los que tanto se habló en estos últimos tiempos, veis otorgar un privilegio de inculpabilidad a los grandes ladrones? ¡Cuántas veces no hemos oído decir en la cárcel!: ¡Los grandes ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen! ¿Y quién se atreverá a decir lo contrario? Cuando se conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los grandes negocios financieros; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido a todo ese gran mundo de la industria; cuando uno ve que ni aun los medicamentos escapan de las falsificaciones más innobles; cuando se sabe que la sed de riquezas, por todos los medios posibles, forma la esencia misma de la sociedad burguesa actual, y cuando se ha sondeado toda esa inmensa cantidad de transacciones dudosas, que se colocan entre las transacciones burguesamente honradas y las que son acreedoras de la Correccional; cuando se ha sondeado todo eso, llega uno a decirse, como decía cierto recluso, que las prisiones fueron hechas para los torpes, no para los criminales. En tal caso, ¿por qué tratáis de moralizar a los que llenan cárceles y presidios? Este es el ejemplo exterior. En cuanto al ejemplo dado en la prisión, inútil sería que hablásemos de el extensamente; sábese ya lo que es. Hable de él en otra parte y mi articulo fue reproducido por toda la prensa. La filosofía de todas las prisiones, de San Francisco de Kamtchatka, es siempre ésta: Los grandes ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen. Un solo hecho, por otra parte, bastará como cuadro de costumbres; hablaremos del trafico del tabaco. Sabido es que esta prohibido fumar en toda prisión francesa. Y, sin embargo, fuma aquel que quiere y puede; sólo que esta mercancía preciosa, que mastica primero, que en seguida se fuma y que se absorbe como rapé en forma de ceniza, se vende al precio de cuatro sueldos pitillo, a cinco francos el paquete de diez sueldos. ¿Y quién vende este tabaco a los detenidos? ¡Unas veces los carceleros, otras los contratistas de trabajos! Sólo que la tasa es exorbitante. He aquí, por otra parte, cómo se practica la operación. El detenido se hace enviar cincuenta francos a nombre del carcelero. Este se queda con la mitad de dicha suma y da el resto al interesado, pero en tabaco, y a precios por el estilo del citado. El contratista, por su parte, muchas veces paga el trabajo en pitillos. Y nótese bien que no sólo en Francia ocurre esto. La tarifa de la cárcel de Milbank, en Inglaterra, es absolutamente igual: se paga más a veces. Trátase de un acuerdo internacional. Advierto que, por mi parte, no doy a estos hechos gran importancia. Supongamos que se permite a los detenidos asociarse para comprar alimentos, cual se hace en Rusia, y que la administración no puede robarles nada. Supongamos que el tráfico del tabaco desaparece y que éste es vendido a todo el mundo en el comedor. La prisión no dejará por eso de ser prisión, y no cesará de ejercer su influencia deletérea. Las causas de esta influencia son mucho más profundas. Todo el mundo conoce la influencia deletérea de la ociosidad. El trabajo eleva al hombre. Pero hay trabajo y trabajo. Hay el del ser libre, que permite a éste sentirse una parte del todo inmenso del universo. Y hay el trabajo obligatorio del esclavo, que degrada al ser humano; trabajo hecho con disgusto y sólo por temor a un aumento de pena. Y tal es el trabajo de la prisión. No hablo del molino disciplinario inglés, en el que el hombre ha de andar como una ardilla sobre una rueda ni de otros trabajos (tormentos) por el estilo. Eso no es otra cosa que una baja venganza de la sociedad. Mientras que toda la humanidad trabaja para vivir, el hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve para nada, se siente fuera de la ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera de la ley, no acusemos a nadie sino a nosotros mismos. Las cosas no son más bellas cuando se toma en consideración el trabajo útil de las prisiones. Ya dije por qué salario irrisorio trabaja allí el obrero. En estas condiciones, el trabajo, que ya en sí no tiene ningún atractivo, porque no hace funcionar las facultades mentales del trabajador, es tan mal retribuido, que llega a considerarse como castigo. Cuando mis amigos anarquistas de Clairvaux hacían corsés o botones de nácar, y ganaban 60 céntimos en diez horas de trabajo (60 céntimos que se convertían en 30 después de que el Estado se apropiase su parte), comprendían muy bien el disgusto que tal trabajo había de inspirar a un hombre condenado a hacerlo. ¿Qué placer puede encontrarse en semejante labor? ¿Qué efecto moralizador puede ejercer ese trabajo, cuando el preso se repite continuamente que no trabaja sino para enriquecer a un amo? Cuando, al acabar la semana, recibe una peseta y 60 céntimos exclama, y con razón: Decididamente, los verdaderos ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen. Más aún. Nuestros compañeros no estaban obligados a trabajar; y, en ocasiones, por un trabajo asiduo recibían una peseta. Y obraban de tal modo porque la necesidad les impulsaba a hacerlo. Los que estaban casados, con el dinero aquel mantenían correspondencia con sus esposas. La cadena que unía la casa con la cárcel no estaba rota, y los que no estaban casados ni tenían una madre a quien sostener, sentían una pasión: la del estudio; y trabajaban con la esperanza de poder comprar, llegado el fin del mes, el libro deseado. Porque ¿dónde, sino en la cárcel puede estudiar el trabajador? Tenían una pasión. Pero ¿qué pasión puede experimentar un prisionero de derecho común, privado de todo lazo que pudiera aficionarle a la vida exterior? Por un refinamiento de crueldad, los que imaginaron nuestras prisiones hicieron cuanto pudieron para interrumpir toda relación entre el prisionero y la ciudad. En Inglaterra, la mujer y los hijos no pueden verle más que una vez cada tres meses, y las cartas que han de escribir inspiran risa. Los filántropos han llevado el desprecio a la naturaleza hasta no permitir al detenido que firme si no es al pie de una circular impresa. En las prisiones francesas, las visitas de los parientes no son tan severamente limitadas, y en las prisiones centrales el director hasta se halla autorizado para permitir, en casos excepcionales, la visita con sólo una verja por medio. Pero, las cárceles centrales están lejos de las grandes poblaciones, y son las grandes ciudades las que procuran mayor número de detenidos. Pocas mujeres disponen de medios para hacer un viaje a Clairvaux, a fin de tener algunas cortas entrevistas con sus esposos. Así es que la mejor influencia a que el preso podía ser sometido, la única que podría traerle de fuera un rayo de luz, un elemento más dulce de vida, las relaciones con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada. Las prisiones antiguas eran menos limpias, menos ordenadas que las de hoy; pero eran más humanas. En la vida de un prisionero, vida gris que transcurre sin pasiones y sin emoción, los mejores elementos se atrofian rápidamente. Los artesanos que amaban su oficio, pierden la afición al trabajo. La energía física es rápidamente muerta en la prisión. La energía corporal desaparece poco a poco, y no puedo encontrar mejor comparación para el estado del prisionero, que la de la invernada en las regiones polares. Léanse los relatos de las expediciones árticas, las antiguas, las del buen viejo Pawy o las de Ross. Hojeándolas, sentiréis una nota de depresión física y mental, cerniéndose sobre todo aquel relato, haciéndose más lúgubre cada vez, hasta que el sol reaparece en el horizonte. Ese es el estado del prisionero. Su cerebro no tiene ya energía para una atención sostenida, el pensamiento es menos rápido; en todo caso, menos persistente; pierde su profundidad. Un informe americano hacía constar, no hace mucho, que mientras que el estudio de las lenguas prospera en las prisiones, los detenidos son incapaces de aprender matemáticas. Y es la pura verdad; eso es lo que ocurre. A mi entender, puede atribuirse esta disminución de energía nerviosa a la carencia de impresiones. En la vida ordinaria, mil sonidos y colores hieren diariamente nuestros sentidos; mil menudencias llegan a nuestro conocimiento y estimulan la actividad de nuestro cerebro. Nada de esto existe para el prisionero; sus impresiones son poco numerosas y siempre iguales. De ahí la curiosidad del recluso. No puedo olvidar el interés con que observaba, paseándome por el patio de la prisión, las variaciones de colores en la veleta dorada de la fortaleza; sus tintes rosados, al ponerse el sol, sus colores azulados de por la mañana, su aspecto indiferente en los días nublados y claros, por la mañana y por la tarde, en verano y en invierno. Era aquélla una impresión completamente nueva. La razón es probablemente quien hace que a los presos les gusten tanto las ilustraciones. Todas las impresiones referidas por el recluso, provengan de sus lecturas o de sus pensamientos, pasan a través de su imaginación. Y el cerebro, insuficientemente alimentado por un corazón menos activo y una sangre empobrecida, se fatiga, se descompone, pierde su energía. Hay otra causa importante de desmoralización en las prisiones, sobre la cual no se habrá nunca insistido lo suficiente, porque es común a todas las prisiones e inherente al sistema de la privación de la libertad. Todas las transgresiones a los principios admitidos de la moral, pueden ser imputadas a la carencia de una firme voluntad. La mayoría de los habitantes de las prisiones son personas que no tuvieron la firmeza suficiente para resistir a las tentaciones que les rodeaban, o para dominar una pasión que llegó a dominarles. Pues bien, en la cárcel, como en el convento, todo es apropiado para matar la voluntad del ser humano. El hombre no puede elegir entre dos acciones; las escasísimas ocasiones que se ofrecen de ejercer su voluntad, son excesivamente cortas; toda su vida fue regulada y ordenada de antemano; no tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer, so pena de duros castigos. En tales condiciones, toda la voluntad que pudiera tener antes de entrar en la cárcel, desaparece. ¿Y dónde encontrará fuerza para resistir a las tentaciones que ante él surgirán, como por encanto, cuando franquee aquellas paredes? ¿Dónde encontrará fuerza para resistir al primer impulso de un carácter apasionado, si durante muchos años hizo todo lo necesario para matar en él la fuerza interior, para volverle una herramienta dócil en manos de los que le gobiernan? Este hecho es, a mi entender, la más fuerte condena de todo sistema basado en la privación de la libertad del individuo. El origen de la supresión de toda libertad individual se halla fácilmente: proviene del deseo de guardar el mayor número de presos con el más reducido número de guardianes. El ideal de nuestras prisiones fuera un millar de autómatas levantándose y trabajando, comiendo y acostándose por medio de corrientes eléctricas producidas por un solo guardián. De este modo se puede economizar; pero no admite luego que hombres, reducidos al estado de máquinas, no sean, una vez libres, los hombres que reclama la vida en sociedad. El preso, una vez libre, obra como aprendió a obrar en la cárcel. Las sociedades de socorro nada pueden contra esto. Lo único que le es posible hacer es combatir la mala influencia de las prisiones, matar sus malos efectos en algunos de los libertados. ¡Y qué contraste entre la recepción de los antiguos compañeros y la de todo aquel que en el mundo, se ocupa de la filantropía! Para los jesuitas, cristianos y filántropos, los prisioneros, cuando libres, son como la peste. ¿Cuál de ellos le invitará a su casa y le dirá sencillamente: He ahí un aposento, ahí tiene usted trabajo, siéntese usted a esa mesa y forme parte de nuestra familia? Le hace falta sostén, fraternidad, no busca sino una mano amiga que estrechar. Pero, después de haber hecho cuanto estaba en su poder para convertirle en enemigo de la sociedad, después de haberle inoculado los vicios que caracterizan las prisiones, se le vuelve a echar al arroyo, se le condena a tornarse reincidente. Todos conocemos la influencia de un traje decente. Hasta un animal se avergonzaría de presentarse entre sus semejantes si su exterior le hiciera verse ridículo. Y los hombres comienzan por dar un exterior de loco al que pretenden moralizar. Recuerdo haber visto en Lyon el efecto producido en los presos por los trajes que se les imponen. Los recién llegados, atravesaban el patio en que me paseaba para entrar en el aposento en que se cambia de ropa. Casi todos ellos eran obreros e iban vestidos pobremente; pero sus trajes estaban limpios. Y cuando salieron con el innoble uniforme de la prisión, remendado con trapos multicolores, un pantalón diez pulgadas más corto de lo debido, y con un mal gorro, se les veía avergonzados de presentarse ante los demás, vestidos de aquella suerte. Tal es la primera impresión del prisionero, que, mientras viva, se verá sometido a un tratamiento que probará el mayor desprecio de los sentimientos humanos. En Dartmoose, por ejemplo, los detenidos son considerados faltos del menor sentimiento de pudor. Se les obliga a formar en fila, completamente desnudos, ante las autoridades de la prisión, y a ejecutar en aquella forma una serie de movimientos gimnásticos. ¡Volveos! ¡Alzad los dos brazos! ¡La pierna derecha! Y así sucesivamente. Un detenido no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto humano. Es una cosa, un simple número; se le considerará un objeto numerado. Si cede al más humano de todos los deseos, el de comunicar una impresión o un pensamiento a un compañero, cometerá una infracción de la disciplina. Y, por dócil que sea, concluirá por cometer esta infracción. Antes de entrar en la cárcel, habrá podido causarle repugnancia la mentira, engañar a uno; mas en la cárcel aprenderá a mentir y a engañar; hasta llegará el día en que la mentira y el engaño sean para él una segunda naturaleza. Y desgraciado del que no se somete si la operación del registro le humilla, si la misma le repugna, si deja ver el desprecio que le inspira el guardián que trafica con tabaco, si parte su pan con el vecino, si tiene aún la suficiente dignidad para irritarse al recibir un insulto, si es lo suficientemente honrado para rebelarse contra las pequeñas intrigas; la prisión será un infierno para él. Será sobrecargado de trabajo, si es que no se le envía a que se pudra en una celda. La más pequeña infracción en la disciplina, tolerada en el hipócrita, le hará objeto de los más duros castigos; será insubordinado. Y un castigo traerá otro. Se le conducirá a la locura por medio de la persecución, y por feliz puede tenerse si sale de la prisión de otro modo que en el ataúd. Vimos en Clairvaux cuál es la suerte del insumiso. Un aldeano, reputado como tal, se pudría en el calabozo de castigo. Cansado de tal vida pegó a un vigilante. Se le recomendó permaneciera en Clairvaux. Entonces se suicidó. Y careciendo de un arma para hacerlo, se mató comiéndose sus propios excrementos. Fácil es escribir en los periódicos que los vigilantes debieran ser severamente vigilados, que los directores debieran elegirse entre las personas más dignas de aprecio. Nada tan fácil como hacer utopías administrativas. Pero el hombre seguirá siendo hombre, lo mismo el guardián que el detenido. Y cuando los hombres están sentenciados a pasar toda la vida en situaciones falsas, sufrirán sus consecuencias. El guardián se torna meticuloso. En ninguna parte, salvo en los monasterios rusos, reina un espíritu de tan baja intriga y de farsa, tan desarrollado como entre los guardianes de las prisiones. Obligados a moverse en un medio vulgar, los funcionarios sufren su influencia. Pequeñas intrigas, una palabra pronunciada por fulano, forman el fondo de sus conversaciones. Los hombres son hombres, y no es posible dar a un individuo una partícula de autoridad sin corresponderle. Abusará de ella, y le concederá tanto menos escrúpulo, y hará sentir tanto más su autoridad, cuanto más limitada sea su esfera de acción. Obligados a vivir en mitad de un campamento enemigo, los guardianes no pueden ser modelos de atención y de humanidad. A la liga de los detenidos, oponen la liga de los carceleros. La institución les hace ser lo que son: perseguidores ruines y mezquinos. Poned a un Pestalozzi en su lugar (si es que un Pestalozzi es capaz de aceptar cargo tal), y no tardará mucho en ser uno de tantos guardianes. Rápidamente, el odio a la sociedad invade el corazón del detenido, quien se acostumbra a aborrecer cordialmente a los que le oprimen. Divide el mundo en dos partes: aquella a que pertenecen él y sus compañeros, y la en que figura el mundo exterior, representado por el director, los guardianes y demás empleados. Entre los detenidos fórmase una liga contra los que no visten el traje de prisionero. Aquellos son sus enemigos, y bien hecho está cuánto se puede hacer y se hace para engañarles. Una vez libre, el detenido pone en práctica su moral. Antes de estar preso hubiera podido cometer malas acciones sin reflexionar; entonces tiene ya una filosofía propia, la cual puede resumirse en estas palabras de Zola: ¡Qué pícaros son los hombres honrados! Sábese en qué horribles proporciones crecen los atentados al pudor en todo el mundo civilizado. Muchas son las causas que contribuyen a este crecimiento, pero la influencia pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar. La perturbación provocada en la sociedad por el régimen de la detención, es en este sentido más profunda que en ningún otro. Inútil resulta extenderse en el asunto. En lo que a prisiones de niños respecta (la de Lyon, por ejemplo), puede decirse que día y noche la vida de aquellos desgraciados está impregnada de una atmósfera de depravación. Lo propio ocurre con las prisiones de adultos. Los hechos que observamos durante nuestro cautiverio, exceden a cuanto pudiera idear la imaginación más depravada. Es necesario haber estado mucho tiempo preso y haber escuchado las confidencias de los otros reclusos para saber a qué estado de espíritu puede llegar un detenido. Todos los directores de prisión saben que las cárceles centrales son las cunas de las más sorprendentes infracciones de las leyes de la naturaleza. Y se incurre en un grave error al creer que una reclusión completa del individuo en el régimen celular, puede mejorar tal situación. Es una perversión del espíritu la causa de estos hechos; y la celda es el medio mejor para dar aquella tendencia a la imaginación. *** III Si tomamos en consideración las varias influencias de la prisión sobre el prisionero, debemos convenir en que, una a una, y todas juntas lo mismo, obran de manera que cada vez tornan menos propio para la vida en sociedad al hombre que ha estado algún tiempo detenido. Por otra parte, ninguna de estas influencias obra en el sentido de educar las facultades intelectuales y morales del hombre, de conducirlo a una concepción superior de la vida, de hacerle mejor que era al ser detenido. La prisión no mejora a los presos; en cambio, según hemos visto, no impide que, los denominados crímenes, se cometan; testigos, los reincidentes. No responde, pues, a ninguno de los fines que se propone. He aquí el por qué de la pregunta: ¿Qué hacer con los que desconocen la ley, no la ley escrita, que no es otra cosa que una triste herencia de un pasado triste, sino la que trata de los principios de moralidad grabados en el corazón de todos? Y esa es la pregunta a que nuestro siglo ha de contestar. Hubo un tiempo en que la medicina era el arte de administrar algunas drogas a tientas, descubiertas por algunos experimentos. Los enfermos que caían en manos de los médicos que administraban aquellas drogas, podían morir o sanar a pesar de ellos; pero el médico tenía entonces una excusa: hacía lo que todos. No se podía exigir de él que superase a sus contemporáneos. Pero nuestro siglo, apoderándose de cuestiones apenas entrevistas en otro tiempo, ha tomado la medicina en otro sentido. En lugar de curar las enfermedades, la medicina actual trata de evitarlas. Y todos nosotros conocemos los inmensos resultados obtenidos de este modo. La higiene es el mejor de los médicos. Pues bien, lo propio hemos de hacer en lo que atañe a ese fenómeno social que aun se llama crimen, pero que nuestros hijos llamarán enfermedad social. Evitar esta enfermedad será la mejor de las curaciones. Y la conclusión esta, se ha hecho ya el ideal de una escuela que se ocupa en cuestiones de ese género. Esta escuela, moderna, tiene ya toda una literatura. En sus filas militan los jóvenes criminalistas italianos Poletti, Ferri, Colajanni y, hasta cierto punto, Lombroso; tenemos por otra parte, esa gran escuela de psicólogos, en la que figuran Griesinger y Kraft-Ebbing en Alemania, Despine en Francia y Mandsley en Inglaterra; contamos con sociólogos como Quetelet y sus discípulos, desgraciadamente poco numerosos, y finalmente, hay, por una parte, las modernas escuelas de psicología relativa al individuo, y por otra las escuelas socialistas relativas a la sociedad. En los trabajos publicados por esos innovadores, tenemos ya todos los elementos necesarios para tomar una posición nueva respecto a aquellos a quienes la sociedad vilmente decapitara, ahorcara o apresara hasta la fecha. Tres grandes series de causas trabajan constantemente para traducir los actos antisociales llamados crímenes: las causas sociales, las causas antropológicas, las causas físicas. Comienzo por estas últimas, que son las menos comunes, y cuya influencia es incontestable. Cuando se ve cómo un amigo lleva al correo una carta en cuyo sobre no ha puesto la dirección, dícese uno que aquello es un olvido, un hecho imprevisto. Pues bien, ciudadanas y ciudadanos; esos olvidos, ese hecho imprevisto, se repiten en las humanas sociedades con la misma regularidad que los actos fáciles de prever. El número de cartas expedidas sin señas se reproduce de año en año con una regularidad sorprendente. Podrá ese número variar de un año a otro. Pero, si es, supongamos, de mil en una población de muchos millones de habitantes, no será de dos mil, ni de ochocientos, el año próximo. Continuará siendo siempre de cerca de mil, con variación de algunas decenas. Los informes anuales de la oficina de correos de Londres son sorprendentes bajo este aspecto. Allí se repite todo, hasta el número de billetes de Banco arrojados por los buzones en vez de cartas. ¡Ved qué caprichoso elemento es el olvido! Y, sin embargo, este elemento está sometido a leyes tan rigurosas como las que descubrimos en los movimientos de los planetas. Lo propio ocurre con los asesinatos que se cometen de un año a otro. Con las estadísticas de los años anteriores a la vista, de antemano puede predecirse el número de asesinatos que se registrarán en el transcurso del año siguiente, en cualquier país europeo, con una sorprendente exactitud. Y, si se toman en consideración las causas perturbadoras, unas de las cuales aumentan, mientras las otras disminuyen las cifras, puede predecirse el número de asesinatos que han de cometerse, unidades más o menos. Hace algunos años, en 1884, La Naturaleza, de Londres, publicó un trabajo de S. A. Hill, acerca del número de actos de violencia y de suicidios en las Indias inglesas. Todo el mundo sabe que cuando hace mucho calor, y a la vez es húmedo el aire, el ser humano se halla más nervioso que en cualquier otra ocasión. Pues bien; en la India, donde la temperatura es excesivamente calurosa en verano, y donde el calor va ordinariamente acompañado de gran humedad, la influencia enervante de la atmósfera se hace sentir mucho más que en nuestras latitudes. Mr. Hill tomó las cifras de actos de violencia cometidos, mes por mes, en una larga serie de años, y examinó la influencia de la temperatura y de la humedad valiéndose de estas cifras. Por un procedimiento matemático muy sencillo, hasta pudo calcular una fórmula que a cualquiera permite predecir el número de crímenes, con sólo consultar el termómetro y el higrómetro, el instrumento que mide la humedad. Tómese la temperatura del mes y multiplíquese por 7, agrégase al producto la humedad media, y multiplíquese la suma por 2; el resultado será el número de asesinatos cometidos en el mes. Puede hacerse lo propio para saber los suicidios. Semejantes cálculos deben parecer muy extraños a los que todavía están de parte de los prejuicios legados por las religiones. Mas para la ciencia moderna, que sabe que los actos psicológicos dependen absolutamente de las causas físicas, tales cálculos nada tienen de sorprendentes ni de dudosos. Por otra parte, los que por experiencia conozcan la influencia enervante del calor, comprenderán perfectamente por qué el indio, en un calor tropical y húmedo, saca pronto el cuchillo para acabar una disputa, y por qué, cuando se halla disgustado de la vida, se apresura a suicidarse. La influencia de las causas físicas en nuestros actos, hállase muy lejos de haber sido completamente analizada. Y, sin embargo, es cosa muy conocida, que los actos de violencia contra personas predominan en verano, mientras que en invierno son más los actos violentos contra la propiedad. Cuando se examinan las curvas trazadas por el doctor E. Ferri, y se ve la de los actos de violencia, subiendo y bajando con la curva de la temperatura, siguiéndola en todas sus vueltas, siéntese uno vivamente impresionado por la similitud de las dos curvas, y se comprende hasta qué punto es el hombre una máquina. El ser humano, que hace alarde de su libre arbitrio, depende de la temperatura, del viento y de la lluvia, como todo ser orgánico. Evidente es que tales investigaciones hállanse erizadas de dificultades. Los efectos de las causas físicas son siempre muy complicados. Así, cuando el número de delitos sube y baja con la cosecha de trigo o de vino, las influencias físicas no obran sino indirectamente, por medio de las causas sociales ¿Quién sospechará, pues, de tales influencias? Cuando es el tiempo bueno y abundante la cosecha, cuando los lugareños están contentos, indudable es que se sentirán menos impulsados a ventilar sus rencillas a puñaladas; mientras que si es el tiempo pesado y la cosecha mala, lo cual torna al lugareño menos tratable, las disputas tomarán, indudablemente, un carácter más violento. Me parece, por otra parte, que las mujeres, que constantemente tienen ocasión de observar el bueno y el mal humor de sus maridos, podrían decirnos algo acerca de las relaciones entre el bueno y el mal humor y el buen o mal tiempo. Las causas fisiológicas, las que dependen de la estructura del cerebro y de los órganos digestivos, así como del estado del sistema nervioso del hombre, son ciertamente más importantes que las causas físicas. Y mucho se ha hablado de ellas en estos últimos tiempos. La influencia de las capacidades heredadas por el hombre de sus padres y la de su organización física sobre sus actos, fueron, no ha mucho, objeto de investigaciones tan profundas, que hoy podemos formarnos una idea bastante justa de este conjunto de causas. Cierto que no podemos aceptar las conclusiones de la escuela criminalista italiana, que de estas cuestiones se ha ocupado; que no podemos admitir las conclusiones del doctor Lombroso, uno de los más conocidos representantes de la escuela, especialmente aquellas a que llegara en su obra sobre el aumento de la criminalidad, publicada en 1879. Pero podemos tomar de ellas los hechos, reservándonos el derecho de interpretarlos a nuestro modo. Cuando Lombroso nos demuestra que la mayoría de los habitantes de nuestras prisiones tienen algún defecto en la organización del cerebro, nosotros no podemos hacer otra cosa que inclinarnos ante tal afirmación. Trátase de un hecho; nada más que de un hecho. Hasta nos hallamos dispuestos a creer cuando afirma que la mayoría de los habitantes de las prisiones tienen los brazos algo más largos que el resto de los hombres. Y aun cuando demuestra que los asesinatos más brutales fueron cometidos por individuos que tenían algún vicio serio en la estructura de su cerebro, es esta una afirmación que la observación confirma. Mas, cuando Lombroso quiere deducir de estos hechos conclusiones a las que no puede prestar autoridad; cuando, por ejemplo, afirma que la sociedad tiene el derecho de tomar medidas contra los que encierran tales defectos de organización, negámonos a imitarle. La sociedad no tiene ningún derecho que le permita exterminar a los que cuentan con un cerebro enfermo, ni reducir a prisión a los que tengan los brazos algo más largos de lo ordinario. De buen grado admitimos que los que han cometido actos atroces, actos de aquellos que por instantes perturban la conciencia de toda la humanidad, fueran casi idiotas. La cabeza de Frey, por ejemplo, que dio hace algún tiempo, la vuelta a toda la prensa, es una prueba sorprendente de lo dicho. Pero todos los idiotas no son asesinos. Y pienso que el más rabioso de los criminales de la escuela de Lombroso retrocedería ante la ejecución en conjunto de todos los idiotas que hay en el mundo. ¡Cuántos de ellos están libres, unos vigilados y otros vigilando! ¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas de curación, nos encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de organización que Lombroso considera característicos de la locura criminal! Toda la diferencia entre éstos y los que fueran entregados al verdugo, no es sino la diferencia de las condiciones en que vivieran. Las enfermedades del cerebro pueden ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al asesinato. Pero éste no es obligado. Todo dependerá de las circunstancias en que sea colocado el individuo que sufre una enfermedad cerebral. Frey murió guillotinado, porque toda una serie de circunstancias le impulsaron hacia el crimen. Cualquier otro idiota morirá rodeado de su familia, porque en su vida no se le empujó nunca hacia el asesinato. Nos negamos, pues, a aceptar las conclusiones de Lombroso y de sus discípulos. Pero reconocemos que, popularizando este género de investigaciones, prestó un inmenso servicio. Porque para todo hombre inteligente, resulta, de hechos que acumulará, que la mayoría de los que fueron tratados como criminales, no son sino seres a quienes aqueja una enfermedad, y a los que, por lo tanto, es necesario intentar curar prodigándoles los mejores cuidados, en lugar de llevarlos a la prisión, donde su enfermedad no hará otra cosa que aumentar en gravedad. Mencionaré aún las investigaciones de Mansdley sobre la responsabilidad en la locura. También caben aquí muchas observaciones que hacer en cuanto a las conclusiones del autor; conclusiones que no valen lo que los hechos. Mas no puede leerse la citada obra sin deducir que la mayoría de los hasta hoy condenados por actos de violencia, fueron sencillamente hombres a quienes aquejaba una enfermedad cerebral más o menos grave; casi todos de anemia del cerebro; no de plétora, como me decía Elíseo Reclus no hace mucho, en el momento de separarme de él para venir a esta conferencia. Sí, de anemia, resultante de la carencia de alimentación. El loco ideal creado por la ley, dice Mansdley, el único que la ley reconoce irresponsable, no existe, como no existe el criminal ideal que la ley castiga. Entre uno y otro hay una inmensa serie de gradaciones insensibles, que hacen que unos se toquen, se confundan. ¡Y esos seres son conducidos a la prisión, donde se agrava su enfermedad! Hasta la fecha, las instituciones penales, tan queridas de los legistas y de los jacobinos, no fueron más que un compromiso entre la antigua idea bíblica de venganza, la idea de la Edad Media, que atribuía todas las malas acciones a una mala voluntad, a un diablo, que impulsaba al crimen, y la idea de los modernos legistas, la idea de anular y de evitar lo que llaman crimen por medio del castigo. Pero seguro estoy de que no se halla lejos el tiempo en que las ideas que inspiraron Griesinger, Kraft-Ebbing y Despine se hagan del dominio público; y entonces nos avergonzaremos de haber permitido por espacio de tanto tiempo que los condenados fueran puestos en manos del verdugo y en las del carcelero. Si los concienzudos trabajos de aquellos escritores fueran más conocidos, todos comprenderíamos muy pronto que los seres a quienes se envía a la prisión, a quienes se condena a muerte, son seres humanos que necesitan un tratamiento fraternal. Cierto que no proponemos construir casas de curación en vez de cárceles y presidios. ¡Lejos de mí tal idea! La casa de curación es una nueva prisión. Lejos de mí la idea lanzada de cuando en cuando por los señores filántropos que proponen conservar la prisión, pero confiándosela a médicos y pedagogos. Los prisioneros serían todavía más desgraciados; saldrían de aquellas casas más quebrantados que de las prisiones que hoy conocemos. Lo que los presos de hoy no han encontrado en la sociedad actual es sencillamente una mano fraternal que les ayudara desde la infancia a desarrollar las facultades superiores del corazón y de la inteligencia, facultades cuyo desarrollo natural fuera estorbado en ellos bien por un defecto de organización, anemia del cerebro o enfermedad del corazón; del hígado o del estómago, bien por las execrables condiciones sociales que actualmente se imponen a millones de seres humanos. Pero estas facultades superiores del corazón y de la inteligencia no pueden ser ejercitadas si el hombre se halla privado de libertad, si no puede obrar como guste, si no sufre las múltiples influencias de la sociedad humana. La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y presidios de hoy. La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen. Tomad aparte a ese hombre, el cual ha cometido un acto de violencia contra uno de sus semejantes. El juez, ese maniático, pervertido por el estudio del Derecho romano, se apodera de él y se apresura a condenarle, y le envía a la prisión. Sin embargo, si analizáis las causas que impulsaron al condenado a cometer aquel acto de violencia, veréis (como lo notó Griesinger) que el acto de violencia tuvo sus causas, y que estas causas trabajaban hacía mucho tiempo, bastante antes de que aquel hombre cometiera el acto en cuestión. Ya en su vida anterior se traslucía cierta anomalía nerviosa, un exceso de irritabilidad: tan pronto, por una bagatela, expresaba con calor sus sentimientos, como se desesperaba a causa de una pena mínima, como se enfurecía a la menor contrariedad. Pero esta irritabilidad era a su vez causada por una enfermedad cualquiera: una enfermedad del cerebro, del corazón o del hígado, con frecuencia heredada de sus padres. Y, desgraciadamente, nunca hubo nadie que diera mejor dirección a la impresionabilidad de aquel hombre. En mejores condiciones, hubiera podido ser un artista, un poeta o un propagandista celoso. Pero, falto de aquellas influencias, en un medio desfavorable, se hizo lo que se llama un criminal. Más aun. Si cada uno de nosotros se sometiera a sí mismo a un severo análisis, vería que en ocasiones pasaron por su cerebro, rápidos como el relámpago, gérmenes de ideas, que constituían, no obstante, aquellas mismas ideas que impulsan al hombre a cometer actos que en su interior reconoce malos. Muchos de nosotros habremos repudiado esas ideas en cuanto nacieron. Pero, si hubiesen hallado un medio propicio en las circunstancias exteriores; si otras pasiones más sociables y, sin embargo, bellas, tales como el amor, la compasión, el espíritu de fraternidad, no hubieran estado allí para apagar los resplandores del pensamiento egoísta y brutal, esos relámpagos, a fuerza de repetirse, hubieran acabado por conducir al hombre a un acto de brutalidad. Los criminalistas gustan mucho de hablar hoy de criminalidad hereditaria; y los hechos citados en prueba de este aserto (por Thompson, en un periódico inglés de Ciencia natural, hacia 1870), son verdaderamente extraordinarios. Pero, veamos. ¿Qué es lo que puede heredarse de padres criminales? ¿Sería acaso un chichón de criminalidad? Absurdo fuera afirmarlo. Lo que se hereda es una carencia de voluntad, cierta debilidad de aquella parte del cerebro que analiza nuestras acciones, o bien pasiones violentas, o bien cariño a lo arriesgado, o bien una vanidad más o menos excesiva. La vanidad, por ejemplo, combinada con el cariño a lo arriesgado, es un rasgo muy común en las prisiones. Pero la vanidad tiene campos muy variados para explayarse. Puede producir un criminal como Napoleón o el asesino Frey. Pero si se halla asociada a otras pasiones de orden más elevado, también puede producir hombres de talento; y, lo que es aun más importante, la vanidad desaparece bajo el examen de una inteligencia bien desarrollada. Los necios son los únicos vanidosos. En cuanto al cariño a lo arriesgado que es uno de los rasgos distintivos de los que son juzgados por malas acciones de gran importancia, tal cariño, bien encaminado por las influencias exteriores, tórnase una fuente benéfica para la sociedad. El impulsa a los hombres a los viajes lejanos, a las empresas peligrosas. ¡Cuántos de los que hoy pueblan nuestras prisiones hubieran hecho grandes descubrimientos o exploraciones peligrosas, si su cerebro, armado de conocimientos científicos, les hubiera podido abrir más vastos horizontes que los que se abren ante el niño cuando habita uno de nuestros estrechos callejones y recibe por toda instrucción el inútil bagaje de nuestras escuelas! El cristianismo trata de ahogar las malas pasiones. La sociedad futura, Fourier lo había previsto, les utilizará dándoles un vasto campo de actividad. ¡Cuántas buenas pasiones no se encontrarían en la población actual de las cárceles y presidios, si fraternales relaciones, sólo fraternales relaciones, las despertasen! El doctor Campbell, que durante treinta años fue médico en varias prisiones inglesas, nos dice: Tratando a los prisioneros con dulzura y con tanta consideración como si fuesen delicadas señoras, siempre reinará el orden más completo en el hospital. Hasta los prisioneros más groseros me sorprendían por los cuidados que a los enfermos prodigaban. Se podría creer que sus costumbres desordenadas y su vida accidentada les han vuelto duros e indiferentes. Mas, a pesar de eso, han conservado un vivo sentimiento del bien y del mal y otras personas honradas confirman lo que dice el doctor Campbell. Pero el secreto de ello es sencillísimo. El enfermero del hospital —me refiero al enfermero ocasional que aun no se ha hecho funcionario— tiene ocasión de ejercitar sus buenos sentimientos, tiene ocasión de compadecerse, y en el hospital goza de una libertad que desconocen los otros presos. Además, aquellos de que habla Campbell se hallaban bajo la influencia de aquel hombre excelente, y no bajo la de policías retirados. *** IV En una palabra, las causas fisiológicas, de las que tanto hemos hablado en estos últimos tiempos, no son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo sea conducido a la prisión. Pero estas no son causas de criminalidad propiamente dicha, como tratan de hacerlo creer los criminalistas de la escuela de Lombroso. Estas causas, mejor dicho, estas afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del sistema cerebro espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La inmensa mayoría de los seres humanos tienen alguna de las enfermedades mencionadas, pero estas enfermedades no llevan al hombre a cometer un acto antisocial sino cuando circunstancias exteriores dan ese giro mórbido al carácter. Las prisiones no curan las afecciones fisiológicas; lo que hacen es agravarlas. Y cuando uno de tales enfermos sale de la cárcel o del presidio, es aún menos propio para la vida en sociedad que cuando entrara; siéntese todavía más inclinado a cometer actos antisociales. Para impedir tal efecto será necesario aligerarle de todo el daño que causara la prisión; borrar toda la masa de cualidades antisociales que le inculcara el presidio. Todo esto puede hacerse, puede intentarse al menos. Más entonces, ¿por qué comenzar por volver al hombre peor de lo que era, si, andando el tiempo, ha de ser necesario destruir la influencia de la prisión? Pero si las causas físicas ejercen tan poderosa influencia sobre nuestros actos, si nuestra organización fisiológica es con frecuencia la causa de los actos antisociales que cometemos, ¡cuánto más poderosas no son las causas sociales, de las que ahora voy a hablar! Los que los romanos de la decadencia llamaban bárbaros, tenían una excelente costumbre. Cada grupo, cada comunidad, era responsable ante las otras de los actos antisociales cometidos por uno de sus individuos. Y tan plausible costumbre desapareció, como desaparecen otras tan buenas y mejores. El individualismo ilimitado ha substituido al comunismo de la antigüedad franco-sajona. Pero volveremos a él. Y otra vez los espíritus más inteligentes de nuestro siglo —trabajadores y pensadores— proclaman en voz alta que la sociedad entera es responsable de todo acto antisocial en su seno cometido. Tenemos nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de nuestros héroes y de nuestros genios. La tenemos también en los actos de nuestros asesinos. De año en año, millares de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbre y holganza, junto a la lujuria que inunda nuestras grandes poblaciones. No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo razonable de sus jóvenes fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario que vive en el arroyo. Por la mañana, el padre y la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún oficio; y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil. No está mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Mas yo les diría: Si vuestros hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna! Cuando vemos crecer de este modo la población infantil de las grandes ciudades, solamente una cosa nos admira: que tan pocos de aquellos niños se hagan ladrones y asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en el callejón más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa aversión a la violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos palacios de nuestras ciudades. Y, del otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable, insensato, estúpido. Todo —esos almacenes lujosos, esa literatura que no cesa de hablar de riqueza y de lujo, ese culto del dinero—, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, a destrozar el producto del trabajo de los demás. Cuando hay barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre continúa siendo animal, aun cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el lema es ¡Enriqueceos! ¡Aplastad cuanto encontréis a vuestro paso, buscad dinero por todos los medios, excepto por el que conduce ante un tribunal! Cuando todos, del obrero al artesano, oyen decir todos los días, que el ideal es hacer trabajar a los demás y pasar la vida holgando; cuando el trabajo manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras clases directoras prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando la mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto de la riqueza y predicar el desprecio al utopista y al soñador que la desdeña; cuando tantas causas trabajan para inculcarnos instintos malsanos, ¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad misma fabrica a diario esos seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos seres imbuidos de sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se ven coronados por el éxito, enviándoles al cadalso o a presidio cuando lo hicieron mal. He aquí las verdaderas causas de los actos antisociales en la sociedad. Cuando la revolución haya completamente modificado las relaciones del Capital y del Trabajo; cuando no haya ociosos y todos trabajemos, según nuestras inclinaciones, en provecho de la comunidad; cuando el niño haya sido enseñado a trabajar con sus brazos, a amar al trabajo manual, mientras su cerebro y su corazón adquieran el normal desarrollo, no necesitaremos ni prisiones, ni verdugos, ni jueces. El hombre es un resultado del medio en que crece y pasa la vida. Acostúmbrese al trabajo desde su infancia; acostúmbrese a considerarse como una parte de la humanidad; acostúmbrese a comprender que en esa inmensa familia, no se puede hacer mal a nadie sin sentir uno mismo los resultados de su acción; que el amor a los grandes goces —los más grandes y duraderos— que nos procuran el arte y la ciencia sean para él una necesidad, y segurísimos estad de que entonces habrá muy pocos casos en los que las leyes de moralidad inscritas en el corazón de todos, sean violadas. Las dos terceras partes de los hombres hoy condenados como criminales cometieron atentados contra la propiedad. Estos desaparecerán con la propiedad individual. En cuanto a los actos de violencia contra las personas, ya van disminuyendo conforme aumenta la sociabilidad, y desaparecerán cuando nos las hayamos con las causas en vez de habérnoslas con los efectos. Cierto es que en cada sociedad, por bien organizada que sea, habrá algunos individuos de pasiones más intensas, y que esos individuos se verán de cuando en cuando impulsados a cometer actos antisociales. Más esto puede impedirse, dando mejor dirección a aquellas pasiones. En la actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario —esa muralla del individuo contra el Estado— nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encontramos sino ocasionalmente; nuestros puntos de contacto son excesivamente raros. Pero hemos visto en la historia, y seguimos viéndolos, ejemplos de una vida común más íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades agrarias, son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en los órdenes moral y material. La vieja familia basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los hombres se verán obligados a conocerse y ayudarse, a apoyarse moralmente en toda ocasión. Y este apoyo neutro bastará para impedir la masa de actos antisociales que hoy se cometen. Y, sin embargo —se nos dirá— quedarán siempre individuos —enfermos si queréis— que serán un peligro constante para la sociedad. ¿No sería bueno desembarazarse de ellos de un modo o de otro, o por lo menos impedir que perjudiquen a los demás? Ninguna sociedad, por poco inteligente que sea, conciliará este absurdo. Y he aquí por qué: Antiguamente, los alienados eran considerados como seres parecidos al demonio, y se les trataba como a tales. Se les tenía encadenados en lóbregos sótanos, en argollas adheridas a la pared, cual si se tratase de fieras. Vino Plinel, un hijo de la Gran Revolución, y se atrevió a quitarles las cadenas y aun a tratarles como a hermanos. ¡Os devorarán! —gritábanle los guardianes. Pero Plinel se atrevió. Y los que todos creían fieras, agrupáronse en torno de Plinel, a quien probaron con su actitud que había tenido razón al suponer que en ellos dominaba la parte mejor de la naturaleza humana, aun cuando la inteligencia estuviese llena de sombras, efecto de la enfermedad. En lo sucesivo, la causa de la humanidad triunfó en toda la línea; se cesó de encadenar a los alienados. Desaparecieron las cadenas. Pero los asilos —esa otra forma de prisiones— subsistieron; y dentro de aquellos asilos se desarrolló un sistema tan malo como el de las cadenas. Entonces, los aldeanos —sí, los aldeanos del pueblecillo belga de Gheel, y no los médicos— hablaron cosa mejor. Dijeron: Enviadnos vuestros alienados; les daremos libertad absoluta. – Y les hicieron formar parte de sus familias; les dieron un sitio en sus mesas, una herramienta con que trabajar en sus tierras, y les dejaron tomar parte en los bailes campestres de la juventud de aquellos lugares. ¡Comed, trabajad, bailad con nosotros! ¡Corred por los campos, sed libres! Este era todo el sistema, toda la ciencia del aldeano belga. Y la libertad hizo un milagro. Aun aquellos que tenían una lesión incurable tornábanse dulces, tratables, miembros de la familia como los demás. El cerebro enfermo trabajaba de un modo anormal; pero el corazón era el corazón de los otros seres humanos. Se oyó la palabra milagro; se atribuyeron las curaciones a un santo, a una virgen. Pero esta virgen era la libertad; este santo era el trabajo de los campos, el tratamiento fraternal. El sistema tiene discípulos. En Edimburgo se me dio el placer de presentarme al doctor Mitahell, un hombre que ha dado su vida por aplicar el mismo régimen libertario a los alienados de Escocia. Tuvo que vencer prejuicios; se luchó contra él, empleando los mismos argumentos que hoy se emplean contra nosotros; pero él venció. En 1886, unos 2.200 alienados escoceses gozaban de libertad, hallándose establecidos en familias privadas, y comisiones de sabios, que habíanle estudiado, elogiaban el sistema. ¡Ya lo veo! Ninguna medicina fuera capaz de competir con la libertad, con el trabajo libre, con el tratamiento fraternal. En uno de los límites del inmenso espacio entre la enfermedad mental y el crimen, de que Mansdley nos habla, la libertad y el tratamiento fraternal hicieron un milagro. Lo propio harán en el otro límite; en el que se coloca actualmente el crimen. La prisión no tiene razón de ser. Y todos los que aquí estáis, sentís lo mismo que yo; porque si a los padres y a las madres que veo preguntara quién sueña para su hijo un porvenir de carcelero, ni una sola voz me respondería. Cualesquiera que sea el sueño del padre y de la madre, no llegarían a desear para su hijo una colocación de guardián de presos, de verdugo... Y en este desprecio está la condenación absoluta del sistema de las prisiones y de la pena de muerte. En la actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez puede hacer carcelero o verdugo a un miserable salariado. Pero si el juez hubiera de vigilar a sus condenados, si hubiera él de matar a los que manda aplicar quitar la vida, seguros estad de que esos mismos jueces encontrarían las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte. Y esto me hace decir una palabra respecto al asesinato legal, que denominan pena capital en su extraña jerga. Este asesinato no es sino un resto del principio bárbaro enseñado por la Biblia, con su ojo por ojo, diente por diente. Es una crueldad inútil y perjudicial para la sociedad. En Siberia, donde millares de asesinos se hallan en libertad después de haber cumplido su condena —o sin haberla cumplido, porque a millares huyen los presos en las selvas siberianas—, se encuentra uno tan seguro como en las calles de una gran ciudad. En Siberia, donde se conoce de cerca a los asesinos, generalmente son éstos considerados la mejor clase de la población. Veréis al ex asesino sirviendo de cochero particular, y notaréis que la madre confía sus hijos a un hombre que fuera desterrado por matar a otro. Cosa de notar es que el parricida irlandés Davitt, que conoce muy a fondo las prisiones inglesas, sintió la misma impresión. Los asesinos que encontrara eran tan considerados como los hombres más respetables en las prisiones. Y esto se explica. Hablo, evidentemente, de los que asesinaron en un momento de arrebato; porque los asesinatos combinados con el robo, son pocas veces hijos de la premeditación; en su mayoría son accidentales. Por numerosas que sean las ejecuciones de los revolucionarios en Rusia (más de 50 desde 1879), la pena de muerte no se impone en dicha nación por los delitos de derecho común. Fue abolida hace más de un siglo; y el número de asesinatos no es mayor en Rusia que en el resto de las naciones europeas: por el contrario, es menor. Y en ninguna parte se ha notado que el número de asesinatos aumente cuando la pena de muerte es abolida. Luego la tal pena es una barbarie absolutamente inútil, mantenida por la vileza de los hombres. Sé que todos los socialistas condenan la pena de muerte. Pero entre los revolucionarios que no son anarquistas se oye a veces hablar de ella como de un medio supremo para purificar la sociedad; he conocido jóvenes que soñaban con llegar a ser unos Fouquier-Tinville de la Revolución Social, que se admiraban de antemano hablando a un tribunal revolucionario, y pronunciaban con gesto estudiado las clásicas palabras: Ciudadanos, pido la cabeza de Fulano. Pues bien; para anarquista convencido, semejante papel sería repugnante. En lo que a mí se refiere, comprendo perfectamente las venganzas populares; comprendo que caigan víctimas en la lucha; comprendo al pueblo de París cuando, antes de echarse a las fronteras, extermina en las prisiones a los aristócratas que preparaban con el enemigo el fin de la Revolución; comprendo lo de la Jacquerie, y al que censurase a ese pueblo le haría esta pregunta: ¿Habéis sufrido como ellos, con ellos? Si no es así, tened, al menos, el pudor de guardar silencio. Pero el procurador de la República pidiendo tranquilamente la cabeza de un ciudadano rodeado de gendarmes y confiando a un verdugo, pagado a tanto por operación, el cuidado de cortar aquella cabeza, ese procurador es para mi tan repugnante como el procurador del rey, y le digo: Si quieres la cabeza de ese hombre, tómala. Sé acusador, sé juez, si quieres; ¡mas sé también verdugo! Si te limitas a pedir la cabeza, a pronunciar la sentencia; si te apropias el papel teatral y abandonas a un miserable la faena de la ejecuci6n, no eres sino un ruin aristócrata que se considera superior al ejecutor de sus sentencias. Eres peor que el procurador del rey, porque de nuevo introduces la desigualdad, la peor de las desigualdades, después de haber hablado en nombre de la igualdad. Cuando el pueblo se venga, nadie tiene derecho a ser juez. Sólo su conciencia puede juzgarle. Pero, al procurador que quiere hacer asesinar fríamente, con todo el aparato abyecto de los tribunales, una cosa tenemos que decirle: No te hagas el aristócrata. Sé verdugo, si es que quieres ser juez. ¿Hablas de igualdad? ¡Pues igualdad! ¡No queremos la aristocracia del tribunal junto a la plebe del cadalso! Resumo. La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer. Es un resto de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico; y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana. En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales trabajen para todos, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo honrado y práctico será siempre el trato fraternal, el sostén moral, que encontrarán de parte de todos, la libertad. Esto no es utopía; esto se hace ya con individuos aislados, y esto se tornará práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los códigos, que todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, de nuevos crímenes.