Título: El gobierno representativo
Autor/a: Piotr Kropotkin
Fecha: 1880
Fuente: Copiado de Piotr Kropotkin, Palabras de un rebelde, Edhasa, Barcelona, 2001.
Notas: Publicado originalmente en Le Révolté, en enero de 1880. Posteriormente incluido en el libro Paroles d’un Révolté, editado para Flammarion por Élisée Reclus en 1885. Para esta edición digital he utilizado como texto base la traducción de David León Gómez en Piotr Kropotkin, Palabras de un rebelde, Edhasa, Barcelona, 2001, que contiene numerosas erratas que he podido corregir cotejándola con la de José Álvarez Junco en Piotr Kropotkin, Panfletos revolucionarios, Ayuso, Madrid, 1977.

      I

      II

      III

      IV

I

Cuando observamos las sociedades humanas en sus rasgos esenciales, haciendo abstracción de las manifestaciones secundarias y temporales, nos encontramos con que el régimen político por el que se rigen es la expresión del régimen económico existente en el seno de la sociedad. La organización política no cambia a gusto de los legisladores; puede cambiar de nombre, presentarse hoy con el nombre de monarquía, mañana con el de la República; pero su fondo no sufre modificación esencial: se adapta siempre al régimen económico, del cual es expresión, al mismo tiempo que lo consagra y lo mantiene.

Si, a veces, en su evolución, el régimen político se atrasa sobre la modificación económica que se efectúa, entonces una brusca sacudida lo destruye, lo remueve y lo modela de modo que se adecue al régimen económico establecido. Si, al contrario, sucede que al hacerse una revolución el régimen político va más allá que el económico, quedan los progresos políticos en estado de letra muerta, de pura fórmula, consignados solamente en los papeles, pero sin aplicación real. Así, por ejemplo, son los Derechos del Hombre, que, a pesar de su importancia histórica, no es sino un documento más en el voluminoso legajo de la historia humana; y las hermosas palabras de Libertad, Igualdad, Fraternidad no pasarán de un estado de ensueño o de mentira, inscrito en las paredes de los presidios y las iglesias, mientras que la libertad y la igualdad no vengan a ser la base de las relaciones económicas.

El sufragio universal no se hubiera concebido en una sociedad basada en la esclavitud; como el despotismo sería también inconcebible en un mundo que se basara en la verdadera libertad y no en la llamada de transacciones, que sólo es libertad de explotación.

Las clases obreras de la Europa occidental así lo han comprendido. Saben que las sociedades continuarán ahogando los progresos de las instituciones políticas mientras el régimen capitalista actual no desaparezca; saben también que esas instituciones, a pesar de sus hermosos nombres, no son otra cosa que la corrupción y la dominación del fuerte erigido en sistema, la muerte de toda libertad y de todo progreso, y están convencidas de que el único medio de derribar esos obstáculos es establecer las relaciones económicas bajo un nuevo sistema: la propiedad colectiva. Saben, en fin, que para realizar una revolución política profunda y durable es preciso hacer una revolución económica.

Pero, a causa de la íntima relación que existe entre el régimen político y el económico, es evidente que una revolución en el modo de producir y de distribuir los productos no puede hacerse sino paralelamente a una modificación completa de esas instituciones que generalmente se designan con el nombre de instituciones políticas. La abolición de la propiedad individual y la explotación que es su consecuencia, el establecimiento del régimen colectivista o comunista sería imposible si quisiéramos conservar al mismo tiempo nuestros parlamentos y nuestros reyes. Un nuevo régimen económico exige un cambio profundo en el político, y esta verdad ha sido comprendida también por todo el mundo: que el progreso intelectual que se opera en las masas populares está hoy igualmente unido a las dos cuestiones que han de resolverse. Discurriendo sobre el porvenir político estudia al mismo tiempo el económico, y al lado de las palabras Colectivismo y Comunismo oímos pronunciar las de Estado obrero, Municipio libre, Anarquía, etcétera.

Regla general. “¿Queréis estudiar con provecho? Empezad por inmolar uno a uno los mil prejuicios que os han enseñado”. Estas palabras, con las que un astrónomo ilustre empezaba a explicar un curso, pueden aplicarse igualmente a todas las ramas del saber humano; y mucho más aún a las ciencias sociales que a las físicas, porque desde los primeros pasos en el dominio de éstas nos hallamos en presencia de una multitud de prejuicios heredados de otros tiempos, de ideas absolutamente falsas, lanzadas para mejor engañar al pueblo, y de sofismas minuciosamente elaborados para confundir el juicio popular. Así que tenemos que hacer un enorme trabajo preliminar para poder luego adelantar con seguridad.

Entre los muchos prejuicios hay uno sobre todo que merece especial atención, no sólo porque es la base de todas las instituciones modernas, sino porque hallamos su influencia en casi todas las doctrinas sociales sustentadas por los reformadores; este prejuicio consiste en depositar toda nuestra fe y nuestras esperanzas en un gobierno representativo, en un gobierno procurador.

Hacia el fin del siglo XVIII, el pueblo francés destruía la monarquía, y el último de los reyes absolutos expiaba en el cadalso todos sus crímenes y los de sus predecesores.

En esta época parecía que todo lo que la revolución hizo de bueno, de grande y de durable, fuera obra de la iniciativa y la energía de los individuos o los grupos, y que gracias a la desorganización y debilidad del gobierno central, parecía, repetimos, que el pueblo no estaba dispuesto a someterse al yugo de un nuevo poder, basado en los mismos principios que el antiguo, y tanto más fuerte como menos corrompido por los vicios del poder derivado. Lejos de esto, bajo la influencia de los prejuicios gubernamentales y dejándose engañar por las apariencias de libertad y de bienestar que daban, según entonces se decía, las constituciones de Inglaterra y América, el pueblo francés se pagó también el lujo de una constitución y luego de otras constituciones, cambiadas con tanta frecuencia que variaron hasta el infinito en los detalles, pero que se basaron todas en el mismo principio: el gobierno representativo. Monarquía o República, ¡poco importa!, el pueblo no se gobierna por sí mismo; es gobernado por representantes más o menos bien elegidos. Proclamó su soberanía, pero abdicó de ella y sin ella continúa. Puede, bien o mal, hacer diputados y vigilarlos o no, pero, sea como fuere, serán ellos y no el pueblo los encargados de arreglar la infinita diversidad de intereses encontrados en las relaciones humanas, tan complicadas en el conjunto. Después de Francia, todos los países de la Europa continental hicieron la misma evolución. Todos, unos después de otros, derribaron las monarquías absolutas y se lanzaron al parlamentarismo. Hasta el despotismo de Oriente ha entrado en el mismo terreno: Bulgaria, Serbia y Turquía han ensayado el régimen constitucional; en la misma Rusia se intenta sacudir el yugo de una camarilla para reemplazarlo por el de una asamblea de delegados.

Y siempre igual. Francia, inaugurando los nuevos derroteros, cae siempre en los mismos errores. El pueblo, disgustado por la triste experiencia de la monarquía constitucional, la destruye un día; elige una asamblea horas después, que sólo se diferencia de lo destruido en el nombre, y le confía la tarea de gobernarlo... No satisfecho de la asamblea, se entrega a un bandido que tolera la invasión del extranjero sobre el fértil suelo de Francia.

Veinte años después, cae nuevamente en la misma falta. Viendo libre la ciudad de París, abandonada por el ejército y el poder, no se le ocurre ensayar una nueva forma que facilite la implantación de un nuevo régimen económico.

Satisfecho por haber cambiado el nombre de imperio por el de República y éste por el de Comuna, aplica nuevamente en el sitio de ésta el sistema representativo. Falsifica la nueva idea con la herencia desgraciada del pasado; depone su iniciativa ante una asamblea de gentes elegidas al azar y le confía la reorganización completa de las relaciones humanas, única cosa que hubiera dado a la comuna la fuerza y la vida.

¡Las constituciones, demolidas periódicamente, ruedan como hojas secas arrastradas por los vendavales de otoño, pero como si nada; los hombres vuelven siempre sobre sus pasos como ciegos desorientados: deshecha la vigésima constitución, se funda la vigésima primera! Y siempre la misma teoría. Con harta frecuencia se ven reformadores que, en materia económica, no reparan en un cambio completo de las formas existentes y hasta intentan el cambio completo desde el fondo a la superficie en el modo de producción y cambio del régimen existente. Pero cuando se trata de exponer una doctrina política radical y lógica, le falta atrevimiento para tocar el sistema representativo. Con el nombre de Estado obrero o Municipio libre se esfuerzan para conservar a cualquier precio ese famoso gobierno procurador. Toda una raza, todo un pueblo sostiene este desgraciado sistema.

Afortunadamente, la luz empieza a hacerse en tan importante cuestión. El gobierno representativo no es un sistema establecido únicamente en países remotos; ha funcionado y funciona en plena Europa occidental, en todas sus variedades y bajo todas las formas posibles, desde la monarquía liberal hasta la comuna revolucionaria. Aunque algo tarde, empezamos a notar que las grandes esperanzas que nos inspiró en un principio eran infundadas y que tal sistema se ha convertido en un instrumento de intrigas, de enriquecimiento personal y de trabas a las iniciativas populares, al desenvolvimiento ulterior. Nos damos cuenta de que la religión representativa tiene el mismo valor que la de las superioridades naturales y la personalidad de los reyes. Más que eso: comprendemos ya que los vicios del gobierno representativo no dependen solamente de la desigualdad social, sino que aplicado en un medio ambiente en donde todos los hombres tuvieran igual derecho al capital y al trabajo produciría resultados funestos. Y, sin grandes temores a equivocarnos, se puede prever el día en que esta institución, nacida, según la feliz expresión de John Stuart Mill, del deseo de protegerse contra las garras y el pico del rey de las aves de rapiña, cederá su puesto a una organización política cuyo origen no será otro que el dictado por las verdaderas necesidades humanas. Llegaremos a la convicción de que la mejor manera de ser libre es la de no ser representado por nadie, la de no abandonar los asuntos y las cosas en poder de otros, la de no confiar absolutamente nada a la Providencia o a los elegidos.

Esta conclusión surgirá también —así lo esperamos— en la conciencia de todo hombre libre de ciertos prejuicios, después de haber leído nuestro estudio sobre los vicios intrínsecos del sistema representativo, inherentes a él mismo.

II

Prevenidos por nuestras costumbres modernas contra el prestigio de los reyes absolutos —escribía Augustin Thierry en 1828— existen otros no menos falsos, de los cuales nos debemos guardar, y son éstos los del orden legal y los del régimen representativo”.[1]

Bentham decía poco más o menos lo mismo; pero en esa época sus advertencias pasaron desapercibidas. Entonces se creía en el parlamentarismo, y a los que lo discutían se les contestaba con este argumento, aparentemente plausible: “El sistema parlamentario no ha dicho aún su última palabra y no debe ser juzgado hasta que no tenga por base el sufragio universal”.

Después dicho sufragio se ha introducido en nuestras leyes y en nuestras costumbres. Luego de haberse opuesto durante mucho tiempo, la burguesía comprendió que éste no podía ni remotamente comprometer su dominación, y lo aceptó con júbilo. En los Estados Unidos el sufragio universal funciona hace ya más de un siglo, en condiciones regulares de libertad; en Francia y Alemania ha surtido también sus efectos. Sin embargo, el régimen representativo no ha cambiado; continúa siendo lo que en tiempos de Thierry y Bentham: el sufragio universal no lo ha mejorado; sus vicios son hoy mayores que nunca.

Por esta razón, en nuestros días ya no son solamente los revolucionarios los que lo impugnan con su crítica; ya no es sólo Proudhon quien lo maldice; hasta moderados como Mill[2] y Spencer[3] gritan contra él. “¡Cuidado con el parlamentarismo!”, exclaman alarmados, dando al mundo la voz de alerta. Se ha podido apreciar entre la gran masa, y basándonos en hechos generalmente conocidos podríamos escribir en nuestros días muchos volúmenes que enumerasen sus inconvenientes, seguros de hallar ecos favorables en la mayor parte de nuestros lectores. El gobierno representativo ha sido juzgado y condenado.

Sus partidarios, que los hay de buena fe, aunque no de buena reflexión, quieren hacer valer los servicios que, según ellos, nos ha hecho esa institución. Creyéndolos, deberíamos al régimen representativo todas las libertades políticas que disfrutamos actualmente, desconocidas bajo la monarquía absoluta.

Pero discurrir así, ¿no es confundir la causa con el efecto, o lo que es peor, uno de los dos efectos simultáneos con la causa?

En el fondo, no es el régimen representativo quien nos ha dado, ni siquiera garantizado, las menguadas libertades que hemos conquistado desde hace un siglo; son debidas al gran movimiento liberal nacido de la revolución, que lo mismo las ha arrancado a los gobiernos que a la representación nacional. Y si estas libertades existen, es gracias al espíritu de libertad, de rebeldía, que ha sabido imponerse a pesar de los atropellos reaccionarios, de los gobiernos y de las leyes tiránicas promulgadas por los parlamentos mismos. El gobierno representativo no da de por sí ninguna libertad real; se acomoda muy bien, al contrario, al despotismo de clases; las libertades hay que arrancárselas lo mismo que a los reyes absolutos, y una vez arrancadas es preciso conservarlas, igual contra los parlamentos actuales que contra los monarcas de otros tiempos. Y esta defensa ha de ser tenaz y continua, sin retroceder nunca, sin abandonar la lucha, para adelantar un solo paso cuando una clase social, fuerte y deseosa de libertad, se halle siempre dispuesta a defenderse extraparlamentariamente a la menor restricción que se intente hacer en las libertades adquiridas. Donde esta clase no exista, donde no haya unidad para defenderse, las libertades políticas no serán duraderas, tanto si hay representación nacional como si no la hay. Los parlamentos se convierten en antecámaras de los reyes; sirvan de ejemplo los parlamentos de Turquía, Austria y España.

Se citan y ponderan las libertades inglesas y se las hace dimanar directamente del Parlamento, pero olvidan que las cacareadas libertades fueron arrancadas por un procedimiento de un carácter puramente insurreccional. Libertad de prensa, crítica de la legislación, libertad de reunión, de asociación, todo ha sido arrancado al Parlamento a viva fuerza, por la agitación, por el motín. Las Trade Unions declarándose en huelga para protestar contra los edictos del Parlamento y el criminal furor de ahorcar a los obreros delincuentes en 1813, los obreros ingleses saqueando hace setenta años las fábricas, fueron luchas con las que conquistaron el derecho de asociarse y declararse en huelga. Recientemente, machacando a los polizontes a garrotazo limpio en Hyde-Park, el pueblo de Londres ha afirmado, contra un ministerio constitucional, el derecho de manifestación en las calles y parques de la ciudad. No es debido al Parlamento, sino a la agitación extraparlamentaria, a los cien mil hombres que gritan y amenazan ante la aristocracia y el ministerio, que la burguesía inglesa defiende la libertad. En cuanto al Parlamento, no hace más que poner obstáculos en la práctica de los derechos políticos del país, cuando no los suprime con nuevas leyes si no ve una fuerza que le impone la necesidad de conservarlos.

¿Qué ha sido, si no, de la inviolabilidad del domicilio, del secreto de la correspondencia, desde que la burguesía ha renunciado a ese derecho para que el gobierno la proteja contra los revolucionarios?

Atribuir a los parlamentos lo que es debido al progreso general, creer que es suficiente una Constitución para tener libertad es desconocer las reglas más elementales del juicio histórico.

Además, la cuestión no es ésa. No se trata de saber si el régimen representativo ofrece alguna ventaja sobre el imperio de un amo absoluto. Si se ha establecido en Europa es porque corresponde mejor a la fase de la explotación capitalista en que hemos vivido todo el siglo XIX, y cuyo fin empezamos afortunadamente a vislumbrar. Este régimen ofrecía más seguridad para los industriales, comerciantes y tenderos, en manos de los cuales ponía el poder caído de las garras de reyes y señores. También la monarquía, al lado de grandes inconvenientes, podía ofrecer alguna ventaja sobre el reino de los señores feudales; también ésta fue un producto necesario de su época. ¿Pero debemos por eso someternos eternamente a la autoridad de un rey y su prolija cohorte?

Lo que nos interesa a los hombres del siglo XIX es saber si los vicios del gobierno representativo no son tan funestos e insoportables como lo eran los del gobierno absoluto; si los obstáculos que opone al desenvolvimiento ulterior de las sociedades no son, en nuestro siglo, tan vejatorios e inconvenientes como los que oponía la monarquía en el siglo pasado, y, en fin, si un simple enjalbegado representativo puede ser suficiente para implantar la nueva fase económica cuyo advenimiento vislumbramos.

He ahí lo que hemos de estudiar detenidamente en vez de perder el tiempo discutiendo hasta el infinito sobre la misión histórica del régimen político burgués. Puesta, pues, la cuestión en estos términos, la contestación no ofrece duda.

El régimen representativo conserva en el gobierno todas las potestades y atribuciones del poder absoluto; la diferencia consiste en que éste somete sus decisiones a la sanción popular del peor modo posible y luego hace lo que la burguesía quiere; este sistema, pues, ha terminado su papel. Actualmente resulta un obstáculo para el progreso; sus vicios no dependen de los individuos, ni de los hombres en el poder; son inherentes al sistema, y su intensidad es tal, que imponer una modificación no sería suficiente para adecuarlo a las necesidades de nuestra época. El sistema representativo fue la dominación organizada de la burguesía y desaparecerá con ella. Para la nueva era económica que se aproxima hemos de buscar una nueva forma de organización política, basada en un principio que no sea el de la representación. Esto lo impone la lógica de las cosas. En principio, el gobierno representativo participa de todos los vicios inherentes a toda especie de gobierno y, lejos de debilitar estos vicios, los fortalece, los acentúa y crea otros nuevos.

Uno de los más profundos pensamientos de Rousseau sobre los gobiernos en general puede aplicarse perfectamente a los gobiernos electivos, igual que a los demás. Para abdicar de los derechos y abandonarlos en las manos de unos cuantos, ¿no sería precios que éstos fueran verdaderos ángeles, seres sobrehumanos? Con todo, las uñas y los cuernos no tardarían en aparecer en los elegidos tan pronto como tuvieran fueros para gobernar el rebaño humano.

Parecido en esto a todos los despotismos, el gobierno representativo, llámese Parlamento, Convención, Municipio u otro título que se le dé, ya sea formado por real orden, o archilibremente elegido por un pueblo en revolución, procurará siempre imponer su legislación, reforzar su poder, inmiscuirse en todos los asuntos, matando la iniciativa de individuos y grupos para suplantarlas por la ley. Su tendencia natural, inevitable, será la de apoderarse del individuo desde su infancia para arrastrarlo de ley en ley, de amenaza en condena, sin dejarlo un momento libre de su tutela, desde la cuna al sepulcro. ¿Se ha visto jamás una asamblea declararse incompetente sobre alguna cosa? Cuanto más revolucionaria, más se ampara en asuntos que no son ni pueden ser de su competencia. Legislar sobre todos los asuntos de la actividad humana, inmiscuirse hasta en los más pequeños detalles de la vida de los hombres, constituye la esencia misma del Estado, del gobierno. Crear un gobierno, constitucional o no, es constituir una fuerza que fatalmente intentará apoderarse de todo, reglamentar todas las funciones de la sociedad, sin conocer otro freno que el que nosotros le podamos oponer por medio de la protesta, de la insurrección. Que el gobierno representativo no es una excepción de la regla está altamente demostrado con sus propios actos. “La misión del Estado —nos han dicho para mejor engañarnos— es la de proteger al débil contra el fuerte; a las clases laboriosas contra las privilegiadas”. El cómo los gobiernos han cumplido esta misión es cosa que sabemos perfectamente: tomándolo todo al revés. Fiel a su origen, el gobierno ha sido siempre protector del privilegio y enemigo de cuantos han aspirado a su emancipación. El gobierno representativo en particular ha organizado la defensa, con la connivencia del pueblo, de todos los privilegios de la burguesía comercial e industrial, contra la aristocracia por un lado, y contra los explotados por otro; modesto, fino, bien educado con unos, es brutalmente feroz con otros. Por eso la más insignificante ley protectora del trabajo, por anodina que sea, no se puede obtener de un parlamento más que infundiéndole el temor a la insurrección o con la insurrección misma. Recientes son las luchas y las agitaciones que los obreros han tenido que sostener por conseguir del Parlamento inglés, del Consejo federal suizo, del de las Cámaras francesas, las inocentes leyes sobre la limitación de las horas de trabajo. La primera de estas leyes, votada en Inglaterra, lo fue tras una lucha en la que los obreros habían colocado barriles de pólvora para hacer volar las máquinas y talleres; la amenaza de la guerra social fue causa de que tan efímera ley se promulgara.

De otra parte, en los países donde la aristocracia no ha sido destronada, señores y burgueses se entienden perfectamente. “Tú me reconocerás, señor, el derecho de legislar y yo protegeré tu palacio y tus fueros”, dice la burguesía, y, en efecto, la protege y defiende mientras le conviene.

Cuarenta años de agitación incendiando campos y talando plantíos han sido necesarios para decidir al Parlamento inglés a garantizar a los arrendatarios de granja el beneficio de las mejoras por ellos introducidas en los terrenos que cultivaban. En cuanto a la famosa “ley agraria” votada para Irlanda, fue necesario, según Gladstone mismo declaró, que el país en masa se sublevara, que se negara completamente a pagar toda clase de tributos y se defendiera a sangre y fuego contra las exacciones, los incendios y ejecuciones de los lores; hasta que esto no sucedió, la burguesía no pensó en votar esta ley tan inofensiva que parece proteger al país hambriento contra los lores explotadores y verdugos.

Cuando se trata de proteger los intereses de la burguesía capitalista, amenazada por la insurrección, la cosa cambia de aspecto; entonces el gobierno representativo, órgano de la dominación del capital, adquiere una ferocidad infame. Pega fuerte contra todos los que intentan cambiar si sino social y lo hace con más seguridad y cobardía que el peor de los déspotas. La ley contra los socialistas en Alemania no tiene nada que envidiar al Edicto de Nantes, y jamás Catalina II, después de la Jacquerie[4] de Pugachov, ni Luis XVI, tras la guerra de las Harinas, dieron pruebas de tanta ferocidad como las dos “Asambleas nacionales” de 1848 y 1871, cuyos miembros gritaban: “¡Matad a los lobos, las lobas y los lobeznos!”, y por unanimidad menos un voto, felicitaban a los soldados, borrachos de sangre y salvajismo, por las horrorosas matanzas de seres humanos. La bestia anónima de seiscientas cabezas (número de miembros del Parlamento francés) ha dejado en mantillas, en lo que a brutalidad se refiere, a Luis XI y a Juan IV. El gobierno representativo será siempre lo mismo; sus grandezas negativas serán iguales tanto si es regularmente elegido como si surge hábilmente de los incendios de una insurrección.

O la igualdad económica se establece en la nación, en la ciudad y en todas partes, y los ciudadanos, libres e iguales, no abdican sus derechos en las manos de unos cuantos y buscan una nueva forma de organización que les permita arreglar por sí mismos sus asuntos, o bien habrá una minoría que dominará las masas en el terreno económico, un cuarto Estado compuesto de burgueses privilegiados y, en este caso, ¡pobres desheredados! El gobierno representativo elegido por esa minoría obrará como todos los gobiernos: legislará para mantener sus privilegios y procederá contra los descontentos por la fuerza y la matanza. Analizar todos los defectos del gobierno representativo nos sería imposible aquí; se necesitan muchos volúmenes para ello. Limitándonos sólo a los más esenciales, no saldremos aún del cuadro de este capítulo: uno, sobre todos, merece ser mencionado preferentemente.

El objeto del gobierno representativo era sustituir al gobierno personal; era arrancar el poder a una persona y entregarlo a una clase. Y, cosa extraña, su tendencia ha sido siempre volver a un poder personal, someterse a un solo hombre.

La causa de esta anomalía es bien sencilla. Luego de haber conferido al gobierno miles de atribuciones que hoy se le reconocen, de haberle confiado la gestión completa de todos los asuntos que interesan al país y concedido un presupuesto de millares de millones, ¿era posible que la multitud de aventureros políticos que componen los parlamentos pudiera desempeñar con acierto la gerencia de tan innumerables negocios? Ha sido, pues, necesidad imperiosa nombrar un poder ejecutivo, el ministerio, e investirlo de atribuciones casi reales. ¡Cuán pequeña resulta, en efecto, la autoridad de Luis XVI, que se enorgullecía diciendo “el Estado soy yo”, comparada con la de un ministro de nuestros días!

Es cierto que las cámaras pueden derribar al ministerio, pero ¿para qué? ¿Para nombrar otro investido de los mismos poderes, que tendría que derribar nuevamente a los ocho días, si hubiera de ser consecuente? Por eso prefieren conservarlo hasta que las circunstancias hacen gritar fuerte al pueblo y a la prensa; entonces destituyen a uno para llamar a otro que hace poco tuvo el poder, y así, de mal en peor, se va desacreditando el régimen. Se establece una especie de balancín, y entre ese gabinete y el otro se sostienen en el poder uno o dos hombres, que son los amos del país, los jefes de gobierno.

Pero cuando las cámaras hallan a un hombre hábil que garantiza el orden en el interior y los triunfos en el exterior, se someten a sus caprichos y le arman de nuevos y más fuertes poderes. Por grandes que sean los atropellos a la Constitución y los escándalos de su gobierno, los defiende y apoya con energía. A lo sumo le discute algún detalle exteriormente, pero en el fondo le da carta blanca para todas las cosas importantes. Chamberlain es el ejemplo vivo de lo que afirmamos; Bismarck, Guizot, Pitt y Palmerston lo fueron para las precedentes generaciones.

Y esto se comprende; todo gobierno tiende a hacerse personal; tal es su origen y su esencia. El parlamento, sea feudatario o elegido por sufragio universal, tanto si es nombrado por trabajadores como si se compone exclusivamente de obreros, buscará siempre un hombre a quien abandonar todos los cuidados del gobierno. Mientras confiemos a un pequeño grupo todas las atribuciones económicas, políticas, militares, industriales, financieras, etcétera, con las que hoy se halla investido, este grupo tenderá necesariamente, como un destacamento de soldados en campaña, a someterse a un jefe único.

Esto en tiempos normales. Pero que la guerra amenace en la frontera, que una lucha civil se desencadene en el interior, y entonces el primer ambicioso venido, cualquier hábil aventurero, amparándose en la complicada máquina llamada administración, se impondrá al pueblo, a la nación. La Asamblea será incapaz de impedirlo; al contrario, detendrá la resistencia. Los dos aventureros llamados Bonaparte no son un simple juego de azar; fueron la consecuencia inevitable de la concentración de poderes. En cuanto a la eficacia de los parlamentos para resistir a los golpes de Estado, Francia tiene motivos para saberlo. ¿Fue acaso la Cámara quien salvó a Francia del golpe de Estado de Mac-Mahon? Todos sabemos hoy que esta nueva desgracia para el país de la Revolución la evitaron los comités antiparlamentarios. ¿Se nos volverá a citar a Inglaterra? Sí, pero que no diga muy fuerte que ha sabido conservar intactas sus instituciones parlamentarias durante todo el siglo XIX. Es cierto que ha sabido evitar durante el curso del siglo la guerra de clases; pero todo hace esperar que la guerra estallará no obstante, y no se necesita ser profeta para prever que el Parlamento no saldrá intacto de esta lucha; su caída, de un modo u otro, es inminente, según la marcha de la revolución.

Y si queremos en la próxima revolución dejar las puertas abiertas a la reacción, a la monarquía quizá, no tenemos más que confiar nuestros asuntos a un gobierno representativo, a un ministerio armado de todos los poderes que hoy posee. La dictadura reaccionaria, roja en un principio, palideciendo a medida que se sienta más fuerte sobre su asiento, no se hará esperar, porque tendrá a su disposición todos los instrumentos de dominación y los pondrá inmediatamente a su servicio. Origen de tanto mal, el gobierno representativo, ¿no hace, sin embargo, algún bien al desarrollo pacífico y progresivo de las sociedades? ¿No puede haber contribuido a la descentralización del poder que se imponía en nuestro siglo? ¿No es fácil que haya impedido las guerras? ¿No puede prestarse a las exigencias del momento y sacrificar a tiempo alguna institución envejecida, con objeto de evitar las guerras civiles? Además, ¿no ofrece alguna garantía y hace concebir esperanzas de progreso y mejoras ulteriores?

¡Qué ironía más amarga la que encierran estas cuestiones y otras muchas que nos saltan a la imaginación cuando juzgamos al régimen!

Toda la historia de nuestro siglo está llena de páginas elocuentes que nos demuestran lo contrario.

Los parlamentos, fieles a la tradición realista y a su transfiguración moderna, el jacobinismo, no han hecho más que concentrar los poderes entre las manos de un gobierno. Funcionarismo a ultranza; he ahí la evolución característica del gobierno representativo. Desde principios de siglo se grita: ¡descentralización, autonomía! Y no se hace más que centralizar, matar los últimos vestigios de independencia. La misma Suiza se siente arrastrada por esta influencia, e Inglaterra se somete a ella. Sin la resistencia de los industriales y los comerciantes, tendríamos que pedir hoy permiso a París para matar un toro. Todo cae poco a poco bajo la tutela del gobierno; sólo le falta la gestión de la industria y el comercio, de la producción y el consumo, y los socialistas demócratas, ciegos por los prejuicios autoritarios, sueñan ya con el día en que podrán arreglar desde el Parlamento de Berlín el trabajo de la fabricación y el consumo en toda la superficie de Alemania.

El régimen representativo, que de tan pacífico se califica, ¿nos ha preservado de las guerras? Nunca los hombres se han exterminado tanto como bajo el régimen representativo. La burguesía necesita el dominio de los mercados, y esta dominación no se adquiere más que contra los demás, a tiros y a cañonazos; los periodistas y abogados necesitan de la gloria militar, y no hay peores guerreros que los guerreros parlamentarios.

Los parlamentos, ¿se prestan a las exigencias del momento, a la modificación de las instituciones decadentes? Como en los tiempos de la Convención era necesario poner el sable al cuello de los convencionalistas para arrancarles la sanción de los hechos realizados, igual hoy se necesita la insurrección en pleno para obtener de los representantes del pueblo la más insignificante reforma.

En cuanto a la bondad del Parlamento elegido, podemos afirmar que jamás se ha visto degradación mayor; como todas las instituciones en decadencia, va empeorando más cada día. Se habla de la corrupción parlamentaria de los tiempos de Luis Felipe. Preguntad hoy a los pocos hombres honrados perdidos en ese torbellino y os contestarán: “Tanta miseria oprime el corazón”. En efecto, el parlamentarismo sólo inspira asco a cuantos lo ven de cerca.

III

Los defectos de las Asambleas representativas no nos extrañarán, en efecto, si se reflexiona un momento sobre el modo de reclutar a sus miembros y la forma como funcionan.

¿Necesitamos hacer aquí la descripción del cuadro antipático y profundamente repugnante de las elecciones? En la burguesa Inglaterra y en la democrática Suiza, en Francia como en los Estados Unidos, y en Alemania como en la República Argentina; la triste comedia de las elecciones, ¿no es en todas partes la misma?

¿Necesitamos contar cómo los agentes electorales preparan el triunfo de su candidato? ¿Cómo mienten, sembrando a derecha e izquierda promesas de todas clases, políticas en las reuniones públicas, personales a los individuos directamente? ¿Cómo penetran en las familias, halagan a la madre, adulan al padre, al hijo, acarician al perro asmático y pasan la mano sobre el lomo al gato del elector? ¿Cómo se esparcen por los cafés a la caza de electores, entablando discusiones hasta con los menos expansivos, cual vulgares timadores, para arrancar el voto por un procedimiento parecido al del entierro o el de los perdigones? ¿Cómo el candidato, después de hacerse desear, se presenta a sus queridos electores con amable sonrisa, mirada modesta, voz zalamera, como una vieja portera de Londres que procura simpatizar con su inquilino con dulce sonrisa y evangélica mirada? ¿Necesitamos acaso enumerar los falsos programas, mentirosos todos, igual si son oportunistas como si son socialistas revolucionarios, en los cuales el mismo candidato no cree por inocente que sea y por poco que conozca el Parlamento, aunque los defiende no obstante con ampulosa verbosidad, voz sonora y sentimental, con alternativas de loco o cómico de la legua? La comedia electoral no se limita solamente a cometer toda clase de engaños, timos y rufianerías, sino que a todas estas hermosas cualidades que le son propias añade las de “representantes del pueblo en busca de sufragios y de momios que lo redondeen”.

Tampoco necesitamos exponer lo que cuestan unas elecciones; los periódicos nos informan lo suficiente sobre el particular. ¿No sería ridículo exponer la lista de los gastos de un agente electoral, en la que figuran cocidos con chorizo y carne de carnero o de ternera, camisas de franela, decalitros de vino y otras bebidas? ¿Nos es acaso necesario sumar el total que representan las tortillas de patatas y huevos podridos con las que se confunde al “partido adversario”, los carteles calumniosos y las maniobras de última hora, en las que se halla condenada toda la honradez y sinceridad de las elecciones en todo el mundo parlamentario?

Y cuando el gobierno interviene ofreciendo colocaciones al que más dé, pedacitos de trapo con el nombre de condecoraciones, estancos, protección para el juego y el vicio; su prensa desvergonzada, sus polizontes, sus tahúres, sus jueces y sus agentes entran en funciones y... ¡No, basta! Dejemos este cieno; no lo removamos. Limitémonos sencillamente a exponer esta cuestión: ¿existe una pasión humana, la más vil, la más abyecta, que no se ponga en juego en un día de elecciones? Fraude, calumnia, vileza, hipocresía, mentira, todo el cieno que yace en el fondo de la bestia humana; he ahí el hermoso espectáculo que nos ofrece un país civilizado cuando llega un período electoral. Así es y así será mientras haya elecciones para elegir amos. Suponed un mundo nuevo, todos trabajadores, todos iguales; que un día se les ponga en la cabeza nombrarse un gobierno, que la locura autoritaria los trastorne, e inmediatamente la sociedad volverá al actual estado de cosas. Si no se distribuye vino y no vuelcan pucheros, se distribuirán adulaciones y mentiras equivalentes a las patatas hervidas y a las bazofias del día de elecciones. ¿Qué otra cosa se puede pretender cuando se sacan a subasta los más sagrados derechos del hombre?

¿Qué se pide a los electores? ¿Hallar un hambre a quien poder confiar el derecho de legislar sobre todo, hasta lo más sagrado; sobre nuestros derechos, nuestros hijos, nuestro trabajo? Pues no debemos extrañarnos de que muchos Robert Macaire, o Chamberlain, adquieran fueros y derechos como personajes reales. Se busca un hombre a quien poderle confiar, en compañía de otros de la misma camada, el derecho de apoderarse de nuestros hijos a los veinte años, o a los diecinueve si le parece mejor, encerrarlos para tres o diez años, según convenga, en la atmósfera corruptora del cuartel; asesinarlos en masa donde quiera y como quiera, promoviendo guerras que el país no tendrá otro remedio que aceptar una vez metido en ellas. Podrá cerrar y abrir las universidades a su gusto, obligar a los padres a que lleven a sus hijos a ellas o bien prohibirles la entrada. El ministro, cual nuevo Luis XVI, podrá favorecer una industria o hacerla desaparecer si tal es su gusto, sacrificar una región por otra, anexionarse o ceder una provincia; dispondrá de millares de millones al año, arrancados del trabajo del obrero, y gozará además de la regia prerrogativa de nombrar el poder ejecutivo; es decir, tendrá el poder, y, mientras esté de acuerdo con las Cortes, podrá ser tan despótico y tirano como el poder de un rey, porque si Luis XVI disponía de un par de docenas de miles de funcionarios y mandaba en ellas, éste mandará y dispondrá de cientos de miles, y si el rey podía robar de las cajas del Tesoro algunos sacos de escudos, el ministro constitucional de nuestros días, en una sola jugada de Bolsa, puede honestamente embolsarse muchos millones.

¡No hay que extrañarse, pues, al ver todas las pasiones puestas en juego cuando se busca un jefe, un amo, para investirle de tal poder! Cuando España sacó un trono vacante a pública subasta, ¿extrañó a nadie el que una porción de filibusteros acudiese de todas partes husmeando tan excelente presa? Mientras la venta de los poderes quede en pie, nada podrá ser reformado; la elección, sea de la índole que fuere, será una feria donde se rifarán las vanidades y las conciencias.

Por otra parte, aunque se restringieran los derechos de los diputados, aunque se les fraccionara haciendo de cada municipio un Estado en pequeño, todo quedaría en el fondo tal cual hoy está. Se comprende la delegación cuando cincuenta, cien hombres, que se juntan todos los días en el trabajo, en sus comunes negocios, que se conocen a fondo unos a otros, que han discutido bajo todos sus aspectos una cuestión cualquiera para llegar a una decisión, eligen a uno de ellos y lo mandan a entenderse con otros delegados del mismo género sobre un asunto especial. En este caso, la elección se hace con pleno conocimiento de causa: cada cual sabe lo que puede confiar a su delegado; además, no hará más que exponer ante otros delegados las consideraciones que han llevado a sus representados a tal conclusión. No pudiendo imponer nada, buscará el acuerdo, y a su regreso volverá con una simple proposición, que sus compañeros podrán aceptar o rechazar. Así nació la idea de la delegación. Cuando las poblaciones mandaban delegados a otros pueblos para solucionar conflictos o terminar pactos, sus atribuciones eran como las que actualmente se confieren al delegado a un congreso de meteorología, de medicina, de compañías de ferrocarriles, de administración postal internacional.

¿Qué se les pide actualmente a los electores? Se les pide que se reúnan diez mil, veinte mil —cien mil, según las listas electorales— que no se conocen, que no se han visto nunca, que no es posible que jamás hayan tenido nada en común, para que se entiendan y elijan a un hombre. Y a ese hombre no se le mandará para exponer una cuestión precisa o defender una resolución concerniente a un asunto especial, sino que debe ser bueno para hacerlo todo, para legislar sobre nuestra vida, sobre nuestro interés y su decisión será ley. El carácter primitivo de la delegación ha quedado enteramente falseado, se ha convertido en un absurdo.

El ser omnisciente que se busca hoy no existe. Hay un honrado ciudadano que reúne ciertas condiciones de probidad, buen sentido e instrucción. ¿Será éste el elegido? ¡Oh, no! En un distrito son apenas veinte las personas que conocen sus excelentes condiciones, y además, no sólo detesta el que sus virtudes se popularicen, sino que desprecia los medios empleados para crear aureola alrededor de su nombre; si pretendiese ser elegido, jamás sacaría más de cien votos. Pero no. Puede vivir descuidado; nadie se acordará de su nombre para ninguna candidatura; el nombrado será un abogado, un periodista, un escritor, uno que hable mucho y que llevará al parlamento las costumbres del tribunal o del periódico, reforzando con su voto al ministerio o la oposición, y nada más. Y si éstos no, el elegido será un negociante deseoso de poner en sus tarjetas el título de diputado, el cual no se detendrá ante un gasto de diez ni de veinte mil francos para adquirir la notoriedad que da el ser “representante de la nación”.

En los países donde las costumbres son eminentemente democráticas, como en los Estados Unidos, por ejemplo, y en donde los comités para contrarrestar la influencia de la fortuna se constituyen fácilmente, se nombra como en todas partes al peor de los ciudadanos, al político de oficio, al hombre abyecto convertido hoy en plaga de la gran República, al que hace de la política una industria y la practica según los procedimientos que se emplean en las grandes empresas: anuncio escandaloso, mucho bombo alrededor de la cosa y corrupción en el fondo.

Cambiad el sistema electoral como mejor os plazca, reemplazad el escrutinio de barrio por el de la lista, haced las elecciones por grado como en Suiza (reuniones preparatorias para defender la “pureza del sufragio”), modificad cuanto queráis, ampliad el sistema mejorando las condiciones de igualdad, reformad los colegios electorales y no habréis conseguido nada; el vicio intrínseco de la institución continuará siendo el mismo. El hombre que sepa reunir más de la mitad de los votos, salvo raras excepciones en los partidos perseguidos, será siempre el hombre inútil y sin convicciones, el que “sabe contentar a todo el mundo”.

Por eso los Parlamentos están tan mal compuestos, según Spencer ha observado. Las Cortes, dice éste en su Introducción, son siempre inferiores al término medio del país, no sólo en conciencia, sino en inteligencia. Un país culto se rebaja en su representación. Si sus propósitos fueran estar representados por imbéciles y malos sujetos, no estaría más acertado en la elección. En cuanto a la probidad de los diputados, sabemos lo que vale y significa. Leed lo que dicen los ex ministros y los mismos diputados en momentos de arrebato o sinceridad, y os podréis convencer por vuestros propios ojos.

Es una pena que no haya trenes especiales y gratuitos para que los electores pudieran ir a presenciar algunas sesiones del Congreso; el asco les subiría pronto a la boca. Los antiguos emborrachaban a los esclavos para que sus hijos detestaran tan feo defecto. Electores, id al Congreso a ver a vuestros representantes para aborrecer al gobierno representativo.

A ese puñado de nulidades abandona el pueblo todos sus derechos, salvo el de destituirlos de tiempo en tiempo y volver a nombrar a otros. Mas, como la nueva asamblea, nombrada por el mismo sistema y encargada de la misma misión, será tan mala como la precedente, a la gran masa acaba por desinteresarle la comedia y se limita, sin ningún entusiasmo, a nuevos enjalbegados, aceptando a los candidatos que consiguen imponerse por dinero o popularidad.

Pero si la elección adolece ya de un vicio constitucional irreformable, ¿qué diremos de la forma en que la asamblea cumple su mandato? Reflexionad un minuto solamente y veréis la variedad que constituye la tarea que le imponéis.

Vuestro representante no puede emitir más que una opinión, un voto, en toda la serie, variada hasta el infinito, de las cuestiones que surgen al funcionar la formidable máquina del Estado centralizador.

Tendrá que votar el impuesto sobre los perros y la reforma de la enseñanza universitaria sin haber estado jamás en la universidad ni saber nada de la importancia de un perro de ganado o uno de caza. Deberá emitir su opinión sobre las ventajas del fusil Mauser y sobre la región donde el Estado debe establecer las remontas de caballos y mulas para el ejército; y votará sobre la filoxera, el guano, el tabaco, la enseñanza elemental y superior, el saneamiento de ciudades; sobre las colonias, la construcción de caminos y el observatorio astronómico. No importa que no haya visto soldados más que en los desfiles para que tenga que tratar sobre la distribución de grandes ejércitos; el que ignore lo que son los indígenas de una colonia no puede ser obstáculo que le impida imponerles un código. Votará la reforma del gorro militar y la guerrera según el gusto de su esposa; protegerá el azúcar y sacrificará el trigo; matará la viña creyendo que la defiende; votará la defensa de los bosques contra la riqueza de ganados, o, al revés, favorecerá los ganados arruinando los bosques; anulará un canal por dar vida a una vía férrea, sin saber a ciencia cierta en qué parte de la nación están el uno y la otra; añadirá nuevos artículos al código penal sin haberlo consultado nunca. Proteo omnisciente y omnipotente, hoy militar, mañana criador de cerdos, vaquero, académico, médico, astrónomo, negociante, será mil cosas más si la orden del día del Congreso así lo exige. Acostumbrado en su profesión de abogado, de periodista o de charlatán en las reuniones públicas a tratar siempre de lo que no entiende, votará sobre todas las cuestiones con la misma tranquilidad con que actuaba en su antigua profesión, con la sola diferencia de que antes su artículo o gacetilla no tenía otro alcance que distraer o administrar a su portero; sus discursos en el tribunal adormecían a los jueces, mientras que ahora su opinión, más necia que antes, si cabe, será ley para unos cuantos millones de personas.

Y como, a pesar de su estulticia, sabrá que le es materialmente imposible tener opinión sobre todas las cuestiones en las cuales su voto ha de hacer ley, se entretendrá durante los debates hablando con su vecino, pasando el tiempo en el café o escribiendo cartas para mantener el entusiasmo de sus “queridos electores”: el proyecto del ministro de amazacotada prosa y amontonamiento de cifras le da la lata; en el momento de votar se pronunciará en pro o en contra del proyecto, según le indique el jefe de su partido, y su misión estará terminada.

Así, pues, una cuestión de cría de cerdos o de equipo de soldados no tendrá otra importancia entre los dos partidos del ministerio y la oposición que la de una simple escaramuza parlamentaria. No se preguntará a sí mismo si los cerdos tienen o no necesidad de leyes para su cría ni si los soldados no van ya cargados como camellos del desierto; la única cuestión interesante será saber si un voto afirmativo puede aprovechar al partido. La batalla parlamentaria tendrá lugar a espaldas y a costa del soldado, del agricultor, del obrero y del industrial, pero siempre en interés del gobierno o de la oposición.

¡Pobre Proudhon! Me imagino sus desvelos cuando tuvo la cándida ingenuidad de haber estudiado, al entrar en la Asamblea, todas y cada una de las cuestiones contenidas en el orden del día. Llevaba a la tribuna un derroche de cifras, una multitud de ideas y nadie le escuchaba. Ignoraba que las cuestiones se resuelven todas antes de la sesión con esta sencilla pregunta: ¿beneficia o perjudica al partido?

El recuento de votos está hecho, se registran los del partido; a los de la oposición se les sondea, se les cuenta y recuenta detenidamente. Los discursos se pronuncian por simple aparato, por efecto escénico; sólo se escuchan si tienen algún valor artístico o si se prestan al escándalo. Los tontos se creen que fulano o mengano pueden subyugar al Parlamento con su elocuencia cuando todo su verbo no es otra cosa que una cantata de circunstancias, pensada y dicha para distraer al público de las tribunas, para aumentar su popularidad con frases sonoras y rimbombantes.

¡Ganar una votación!” ¿Y quiénes son esos que pueden y saben llevarse votos que hacen inclinar de uno u otro lado la balanza parlamentaria? ¿Quiénes son los que derriban o rehacen los gobiernos y dan al país una política reaccionaria y de aventuras exteriores? ¿Quién decide entre el ministerio y la oposición?

Los que hemos llamado justamente “sapos de pantano”; los que no tienen ninguna opinión, los que se sientan siempre entre dos sillas, flotando en medio de los dos partidos principales del Congreso.

Ese grupo precisamente, compuesto de una cincuentena de indiferentes, pervertidos y sin ninguna convicción, son los que, haciendo la veleta entre liberales y conservadores, dejándose influir por las promesas, las colocaciones o el pánico, dando o negando su voto, deciden los asuntos de un país. Un pequeño grupo de nulidades hace las leyes, sostiene o derriba un ministerio y cambia la dirección de la política.

¡Una cincuentena de indiferentes haciendo las leyes de un país!... He ahí a qué queda reducido en primer análisis el régimen parlamentario.

Y, cualquiera que sea la posición del Parlamento, esto es inevitable; se componga de estrellas de primera magnitud por su ciencia y su integridad o de mamarrachos, la decisión de una cuestión cualquiera corresponderá a los sapos del pantano. Nada puede variar mientras la mayoría haga las leyes. Después de haber indicado brevemente los vicios constitucionales de las asambleas representativas, deberíamos ocuparnos de los trabajos de éstas; demostrar que todas, desde la Convención hasta el Consejo de la Comuna en 1871, desde el Parlamento inglés hasta el Skoupchtina de Serbia, son, en el mejor de los casos, inútiles; deberíamos demostrar también que las mejores leyes, según la expresión de Buckle, no han servido sino para abolir las precedentes, y que estas leyes no se han obtenido más que por la fuerza y la insurrección del pueblo. Pero haríamos una historia voluminosa y no nos es posible en los escasos límites de un capítulo.[5]

Además, cualquiera que sepa razonar sin dejarse arrastrar por los prejuicios de una educación viciosa hallará en la historia del gobierno representativo bastantes ejemplos para convencerse a sí mismo de cuanto hemos dicho; comprenderá sin esfuerzo que cualquiera que sea el cuerpo representativo, compuesto de obreros o de burgueses, o, si se quiere, con mayoría de socialistas revolucionarios, conservará siempre todos los vicios de las asambleas representativas, porque éstos no dependen de los individuos, sino que son, como hemos dicho ya, inherentes a la institución.

Soñar con un Estado obrero, gobernado por una Asamblea elegida, es la peor de las ideas que puede inspirarnos nuestra educación autoritaria.

Lo mismo que no puede haber un buen rey, ni en Rienzi ni en Alejandro III, así también es imposible que haya un buen Parlamento. El porvenir socialista no está en ese camino; su dirección será abrir a la humanidad nuevos caminos tanto en el orden político como en el económico.

IV

Ojeando la historia del régimen representativo, su origen y la forma como la institución ha degenerado a medida que se desarrollaba el Estado, nos convenceremos de que su misión está terminada, y que debe por consiguiente ceder su puesto a otra forma de organización política.

No nos remontaremos a épocas muy lejanas; partamos del siglo XII y de la independencia de los municipios.

En el seno de la sociedad feudal se producía un gran movimiento libertario. Las poblaciones se emancipaban de los señores; sus habitantes se juraban defensa mutua; se declaraban independientes al abrigo de sus murallas; se organizaban para la industria y el comercio; y creaban así las ciudades que durante tres o cuatro siglos sirvieron de refugio al trabajo libre, a las artes, a las ciencias, a las ideas, y sirvieron de base a esta civilización que hoy glorificamos.

Lejos de ser de origen puramente romano, como lo han pretendido Raynourd y Lebas en Francia (seguidos por Guizot, y, en parte, por Augustin Thierry) o Eichhorn, Gaupp y Savigny en Alemania, y lejos de ser de origen germánico, como afirma la brillante escuela de los “Germanistas”, la autonomía de los municipios fue producto natural de la Edad Media y de la importancia creciente de los arrabales de las ciudades como centros de comercio e industria. Por esta razón, simultáneamente en Italia, Flandes, en las Galias y en Alemania, en el mundo escandinavo y en el eslavo, en donde la influencia romana no podía existir y la germánica era casi nula, vemos afirmarse en la misma época, es decir, hacia los siglos XI y XII, esas ciudades de historia agitada, independientes durante tres o cuatro siglos, que vinieron a ser más tarde los cimientos constitutivos de los Estados modernos.

Las conjuraciones burguesas promovidas para defenderse y crear en el interior una organización independiente de los señores, temporales o eclesiásticos, y del rey, hicieron florecer muy pronto, dentro del recinto de sus murallas, las ciudades libres; y por más que éstas procuraban sustituir al señor en el dominio de los pueblos pequeños, el hálito de la libertad propia lo llevaban a todas partes. “Nosotros somos hombres como ellos”, cantaban los aldeanos, refiriéndose a los habitantes de las ciudades, lo que demuestra el paso que los siervos habían dado para emanciparse de la esclavitud. Como “asilos abiertos para la vida del trabajo” las ciudades libres se organizaban en el interior como ligas de corporaciones independientes. Cada corporación tenía su jurisdicción, su administración, su milicia y en sus asuntos propios cada una se arreglaba como mejor lo entendía, no sólo en lo referente al comercio, sino en todo lo concerniente a las distintas ramas de su actividad y en todo cuanto el Estado se atribuyó más tarde: instrucción, medidas sanitarias, infracción de las costumbres, cuestiones penales y civiles, defensa militar, etc. Organismos políticos al mismo tiempo que industriales y comerciantes, las corporaciones todas se reunían en la plaza mayor; el pueblo era convocado por las campanas de la torre o el vigía de la atalaya en los momentos solemnes, para jugar a los litigios entre las corporaciones, para decidir las cuestiones concernientes a toda la ciudad, o para ponerse de acuerdo sobre las grandes empresas comunales que necesitaban, por su trascendencia, el concurso de todos los habitantes.

En los municipios, sobre todo al principio de esta época, no se encuentra ni rastro siquiera de gobierno representativo. La calle, el barrio, toda la corporación o la ciudad en conjunto, tomaban las decisiones, no por la fuerza de la mayoría, sino discutiendo hasta que los partidarios de una de las dos opiniones terminaban aceptando de grado, aunque sólo fuera como ensayo, la opinión más sólida y defendida por los más y los mejores. ¿Llegaban cordialmente a un acuerdo? La contestación la encontramos en sus obras, que no podemos por menos de admirar. Todo cuanto ha llegado de hermoso hasta nosotros del final de la Edad Media es obra de estas ciudades. Las catedrales, esos monumentos gigantescos de piedra labrada, nos cuentan la historia y las aspiraciones de esas comunidades civiles; son obra de esas corporaciones trabajadoras, inspiradas por la piedad, el amor al arte y a su ciudad.

A las ciudades libres debemos el renacimiento de las artes; a esas agrupaciones de comerciantes que equipaban caravanas y flotas debemos el desarrollo del comercio que produjo las relaciones con Asia y los descubrimientos marítimos, y a las corporaciones industriales de aquella época, neciamente difamadas por la ignorancia y el egoísmo, corresponde la creación de casi todas las técnicas industriales de las que hoy nos beneficiamos. La ciudad libre de la Edad Media debía, sin embargo, perecer. La atacaban dos enemigos a un mismo tiempo: el de dentro y el de fuera.

El comercio, las guerras, la explotación egoísta de los campos trabajaban para fomentar la ilegalidad en el seno de las ciudades autónomas, desposeyendo a unos, enriqueciendo a otros. Durante algún tiempo, la corporación impidió el desarrollo del proletariado en el seno de la ciudad, pero al final sucumbió en lucha desigual. El comercio, sostenido por el pillaje y las guerras continuas, cuya historia llenan la época, empobreció a unos, enriqueció a otros; la burguesía naciente trabajó para fomentar la discordia, para exagerar las desigualdades de fortuna. La ciudad se dividió en ricos y pobres, en “blancos” y “negros”; la lucha de clases hizo su aparición y con ella el Estado en el seno de la comuna. A medida que los pobres aumentaban, esclavizados cada día más por los ricos por medio de la usura, la representación municipal, el gobierno democrático, es decir, el gobierno de los ricos, echaba sus raíces en la ciudad y ésta se constituía en Estado representativo, con caja municipal, milicia mercenaria, servicios públicos, funcionarios. La ciudad misma era un Estado, pero aunque Estado en pequeño, ¿no era un principio para llegar bien pronto al Estado grande, constituido bajo los auspicios de la monarquía? Minada en el interior, no tardó en ser absorbida por el enemigo exterior: el rey. Mientras las ciudades libres florecían, el Estado centralizador se constituía ya a sus puertas; éste nació lejos del bullicio de las plazas mayores, lejos del espíritu municipal que inspiraba a las ciudades independientes. En una ciudad como las modernas, reunión de varias pequeñas poblaciones, fue donde el Estado y la monarquía se consolidaron. ¿Qué había sido el rey hasta entonces? El jefe de una banda como las demás, cuyos poderes apenas alcanzaban a todos los bandidos con los que vivía, cobrando tributos a cambio de la paz. Mientras este jefe estuvo encerrado dentro de una ciudad celosa de sus libertades comunales, ¿qué poder era el suyo? Cuando de simple defensor de las murallas intentaba convertirse en amo de la ciudad la asamblea comunal le expulsaba. Se refugió, por tanto, en las nacientes aglomeraciones, en una ciudad nueva. Allí, obteniendo riqueza por el trabajo de los siervos, sin encontrar obstáculos en la plebe turbulenta, comenzó a base de dinero, fraudes, intrigas y armas el lento trabajo de aglomeración, de centralización, que las guerras y las continuas invasiones favorecían, llegando a imponerse simultáneamente en todas las naciones de Europa.

Las ciudades autónomas, ya en decadencia, convertidas en Estados en el recinto de sus murallas, le servían de modelo y excitaban su codicia al mismo tiempo. Su ambición era englobarlas poco a poco, apropiándose de sus mejores organismos para hacerlos servir al desarrollo del poder real. Y esto hicieron los reyes, lenta y solapadamente en un principio, y con creciente brutalidad a medida que sus fuerzas aumentaron.

El derecho escrito nació, o mejor dicho, fue cultivado y consignado en los fueros de las ciudades libres. Éste sirvió de base al Estado. Más tarde el Derecho romano vino a darle su sanción apoyando a la vez a la autoridad real. La teoría del poder imperial desenterrada del glosario romano se propagó en beneficio del rey. Por su parte, la Iglesia se dio prisa en protegerla con su bendición y, tras haber fracasado su tentativa de constituir el Imperio Universal, se alió con el rey, por cuya intermediación esperaba ser un día reina de la tierra.

Durante cinco siglos el rey trabajó lentamente para aglomerarlo y centralizarlo todo alrededor de su autoridad, primero amotinando a los siervos contra sus señores y luego aplastando a los siervos en unión de los señores convertidos en sus más fieles aliados. Una vez consolidado su poder empezó por halagar a las ciudades, induciéndolas a la comunidad y la autonomía antiguas, pero preparando al mismo tiempo luchas intestinas que le dieran motivo para penetrar por sus puertas, apoderarse de sus cajas y llenar sus murallas de mercenarios. No obstante, para mejor someterlas, procedieron los reyes con cierta cautela: les reconocieron privilegios y algunas libertades que no tenían ya el carácter de propias, sino el de merced concedida para esclavizarlas mejor.

El rey, como jefe de soldados que sólo le obedecían mientras les conseguía botín, estuvo siempre rodeado de un Consejo de sus subjefes. En los siglos XIV y XV fue éste el Consejo de la Nobleza, y más tarde el Consejo del Clero vino a añadirse a éste. Cuando su dominio sobre las ciudades fue completo, el rey convocó a su Corte, sobre todo en las épocas de crisis, a los representantes de sus “queridas ciudades”, para pedirles subsidios.

Así nacieron los Parlamentos; pero esta Asamblea representativa, como la monarquía misma, tenía un poder muy limitado. Lo que se les pedía era sencillamente un socorro pecuniario para sufragar los gastos de tal guerra y, una vez votado este socorro por los delegados, era preciso que la ciudad lo ratificara. En cuanto a la administración interior de los municipios, los reyes no intervenían para nada en ella. “Esta ciudad está dispuesta a concederos tal subsidio para rechazar tal invasión y admite la guarnición que queréis mandarle para convertirla en plaza fuerte”; he ahí el mandato concreto y lacónico de un representante en aquella época. ¡Qué diferencia con el mandato ilimitado que damos hoy a nuestros diputados! Pero el pecado estaba hecho. Alimentado por las luchas entre pobres y ricos, el poder real se fortaleció con el pomposo pretexto de la defensa nacional. Cuando las ciudades se apercibieron del despilfarro de riquezas, los delegados quisieron llamar al orden a la Corte real. Ésta necesitaba un administrador del tesoro nacional, y en Inglaterra, apoyados por la aristocracia, los delegados consiguieron imponerse como administradores. En Francia, después de la derrota de Poitiers, estuvieron a punto de establecerse los mismos derechos; pero París, sublevado por Etienne Marcel, fue reducido al silencio, al mismo tiempo que la Jacquerie, y entonces el rey emprendió la lucha con nuevas fuerzas.

Desde entonces, todo contribuyó a afirmar el poder real, a centralizar los poderes en la mano del rey.

Los subsidios se transformaron en impuestos y la burguesía puso al servicio del rey su espíritu de orden y de administración. La decadencia de las ciudades independientes era ya total, y unas tras otras sucumbieron ante el rey; la debilidad de los campesinos les redujo más cada día a la servidumbre, económica si no personal; las teorías del Derecho romano, exhumadas por los juristas; las guerras continuas, fuentes permanentes de autoridad; todo favorecía la consolidación del poder real. Como heredero de la organización comunal, se apoderó de ella para injerirse más y más en la vida de sus súbditos; así se explica que Luis XIV pudiera gritar: “El Estado soy yo”.

Entonces se inició la decadencia y el debilitamiento de la autoridad real, caída entre las manos de los cortesanos. Luis XVI intentó levantarla poniendo en práctica las medidas liberales de otros tiempos, pero fue inútil y sucumbió bajo el peso de sus maldades. ¿Qué hizo la gran Revolución de 1789 luego de haber destruido la autoridad real?

Esta revolución fue posible por la desorganización del poder central, reducido durante cuatro años a impotencia absoluta, al papel de simple reconocedor de los hechos consumados; y además por la acción espontánea de las aldeas y ciudades arrancando al poder todas sus atribuciones, negándole el impuesto y la obediencia.

Pero la burguesía, que ocupaba una situación análoga a la de la aristocracia, ¿podía acomodarse a ese estado de cosas? Comprendía que el pueblo, después de haber abolido los privilegios del señor, atacaría a los de la burguesía urbana y territorial, y se esforzó por contenerle. Para ello se convirtió en apóstol del gobierno representativo e hizo lo que pudo durante cuatro años con toda esa fuerza de acción y de organización que hay que reconocerle, hasta inculcar en el pueblo la nueva idea. Su doctrina era la misma de Etienne Marcel: un rey que en teoría pareciera investido del poder absoluto, cuya autoridad quedara en realidad reducida a cero por un Parlamento, compuesto, como es natural, por representantes de la burguesía. Ser omnipotente ésta por medio de su Parlamento, y cubrir su poderío con el manto de la monarquía, era la única finalidad que perseguía; si el pueblo le impuso la república, la aceptó contra su voluntad, y en cuanto le fue posible se deshizo de ella.

Atacar el poder central, despojarlo de sus atribuciones, descentralizarlo, fragmentarlo, hubiera sido igual que abandonar al pueblo sus asuntos y exponerse al peligro de una revolución verdaderamente popular. Por eso la burguesía refuerza más cada día el gobierno central y le concede poderes que el rey mismo no tuvo jamás, concentrando entre sus manos los infinitos problemas de un país, para apoderarse luego de todo por medio de la Asamblea Nacional.

Esta idea del jacobinismo es hoy la aspiración de toda la burguesía europea, y el gobierno representativo es su arma. ¿Este ideal puede ser el nuestro? ¿Los trabajadores socialistas pueden pensar en rehacer la revolución burguesa con los mismos moldes? ¿Pueden querer reforzar a su vez al gobierno central, entregándole también los asuntos de orden económico, y confiarle la dirección de todos sus negocios políticos, económicos y sociales al gobierno representativo? Lo que fue un compromiso entre la burguesía y el rey, ¿puede convertirse en ideal del obrero socialista?

Creemos que no.

A una nueva fase económica corresponde una nueva fase política. Una revolución tan profunda como la soñada por los socialistas no cabe en los moldes políticos del pasado. Una sociedad nueva basada en la igualdad de condiciones sobre la posesión colectiva de los instrumentos del trabajo no podría ser compatible, ni siquiera por veinticuatro horas, con el régimen representativo, aun introduciendo en éste todas las modificaciones con que se quiere galvanizar un cadáver.

Este régimen ha cumplido su misión. Su desaparición es tan inevitable en nuestros días como fue en otro tiempo su aparición. Corresponde al reinado de la burguesía. Gracias a él impera la burguesía sobre el mundo desde hace más de un siglo, y su régimen desaparecerá con ella. En cuanto a nosotros, si queremos la revolución social, debemos buscar la forma de organización política que corresponda a la nueva organización económica.

Esta forma está ya trazada de antemano: subiendo de lo más simple a lo compuesto, grupos formados libremente para la satisfacción de las múltiples necesidades de los individuos en la sociedad.

Las sociedades modernas van ya por ese camino. Por todas partes las agrupaciones, las federaciones libres, sustituyen a la obediencia pasiva. Las sociedades libres se cuentan ya por millones y surgen nuevas cada día, se entienden entre ellas y alcanzan a casi todas las ramas de la actividad humana; ciencias, artes, industrias, comercio, nada se escapa a su acción y pronto todas las atribuciones usurpadas por el rey o el Parlamento quedarán bajo su dominio.

El porvenir es de los grupos libres y no del gobierno centralizado; corresponde a la libertad y no a la autoridad.

[1] Cartas sobre la historia de Francia; carta XXV.

[2] La libertad. El gobierno representativo.

[3] Introducción al estudio de la Sociología. Principios de Sociología; varios ensayos.

[4] Revolución de campesinos contra los señores feudales en 1358. Palabra empleada aquí en el sentido de revolución de las poblaciones rurales.

[5] Los lectores hallarán en la obra de Herbert Spencer titulada El individuo contra el Estado un capítulo, titulado “Pecados de los legisladores”, que trata extensamente esta cuestión.