Título: La organización de la Internacional
Autor/a: Mijaíl Bakunin
Fecha: 1869
Fuente: Recuperado el 1 de abril de 2013 desde miguelbakunin.wordpress.com
Notas: Traducción de María Esther Tello y Frank Mintz.

La inmensa tarea que se impuso la Asociación Internacional de los Trabajadores, la emancipación definitiva y completa del trabajo popular del yugo de todos los explotadores de ese trabajo, patrones, dueños de las materias primas y de los instrumentos de producción, en una palabra de todos los representantes del capital, no es solamente una obra económica o simplemente material. Es al mismo tiempo y en el mismo grado una obra social, filosófica y moral. Es también, si se quiere, una obra eminentemente política pero en el sentido de la destrucción de toda política por medio de la abolición de los Estados.

No creemos tener necesidad de demostrar que en la organización actual política, jurídica, religiosa y social de los países más civilizados, la emancipación económica de los trabajadores es imposible. Por consecuencia, para alcanzarla y para realizarla plenamente será necesario destruir todas las instituciones actuales. Estado, Iglesia, Tribunales, Bancos, Universidades, Administración, Fuerzas Armadas y Policía, que no son otra cosa que fortalezas levantadas por los privilegiados contra el proletariado. Y no es suficiente con derrocarlas en un solo país. Hay que derrocarlas en todos los países puesto que desde la formación de los Estados modernos en los siglos XVII y XVIII existen en todas esas instituciones a través de las fronteras de todos esos países una solidaridad siempre creciente y una alianza internacional muy fuerte.

La tarea de la Asociación Internacional de los Trabajadores no es sino la liquidación completa del mundo político, religioso, jurídico y social actualmente existente y su reemplazo por un mundo económico, social y filosófico nuevo. Pero una empresa tan gigantesca no podría realizarse jamás si no tuviera a su servicio dos incentivos igualmente poderosos, igualmente gigantescos y que se complementan. El primero es la intensidad siempre creciente de las necesidades, de los padecimientos y de las reivindicaciones económicas de las masas. El segundo, es la filosofía social nueva. Filosofía eminentemente realista y popular, que sólo se inspira teóricamente en la ciencia real, es decir, experimental y racional a la vez, no admite en la práctica otras bases que los principios inmortales, humanos, expresión de los instintos eternos de las masas: la igualdad, la libertad y la universal solidaridad humana.

Impulsado por sus necesidades el pueblo debe vencer en nombre de esos principios. No le son ellos ni extraños ni nuevos ya que, como acabamos de decir, los ha llevado instintivamente en su seno. El pueblo ha aspirado siempre a su propia emancipación de todos los yugos de los que ha sido la víctima final. Como trabajador que alimenta la sociedad entera, creador de la civilización y de todas sus riquezas es el esclavo final, el más esclavo de todos los esclavos. Como no puede emanciparse sin hacerlo también para todo el mundo, su aspiración es la libertad universal. Ha amado con pasión la igualdad, condición suprema de la libertad. Desdichado, eternamente aplastado en la existencia individual de sus criaturas, este pueblo ha buscado su salvación en la solidaridad o en la fraternidad. Hasta hoy la felicidad solidaria ha sido desconocida o al menos poco conocida y vivir feliz ha significado vivir egoístamente a cargo de otros por medio de la explotación y la esclavitud ajenas. Por consecuencia, sólo los desdichados —y más que nadie las masas populares— han sentido y realizado la fraternidad.

Es así como la ciencia social[1], en tanto que doctrina moral, no hace sino desarrollar y formular los instintos populares. Pero entre esos instintos y esta ciencia hay sin embargo un abismo que hay que colmar, puesto que si los instintos justos hubieran bastado para liberar a los pueblos haría mucho tiempo que éstos hubieran sido liberados. Esos instintos no han impedido a las masas de aceptar, en el curso tan melancólico, tan trágico de la historia del desarrollo de la sociedad humana, todas las absurdidades religiosas, políticas, económicas y sociales de las que han sido eternamente las víctimas.

Es verdad que las experiencias crueles por las que han estado condenadas a pasar no han sido desperdiciadas por las masas. Ellas han creado en su seno una suerte de conciencia histórica y de ciencia tradicional y práctica que le sirve con frecuencia de ciencia teórica. Por ejemplo, uno puede estar seguro actualmente que ningún pueblo del occidente de Europa se dejará llevar más ni por un nuevo charlatán religioso o mesiánico ni por la hipocresía política. Se puede decir también que la necesidad de una revolución económica y social se hace sentir vivamente hoy en las masas populares de Europa, aun entre las menos civilizadas. Es esto, precisamente, lo que nos da fe en el triunfo próximo de la revolución social en Europa. Si el instinto colectivo de las masas no se hubiera pronunciado tan claramente, tan resueltamente en ese sentido, ningún socialista en el mundo, por más genial que fuera entre las centenas, los millones mismos de apóstoles del socialismo, hubiera sido capaz de sublevar las masas.

Los pueblos están listos. Son muy grandes sus sufrimientos, y lo que es más, comienzan a comprender que no están para nada obligados a soportarlos. Cansados de rogar tontamente al cielo por sus aspiraciones, no están dispuestos más a mostrar demasiada paciencia en la tierra. Independientes de toda propaganda, las masas se vuelven conscientemente socialistas. La simpatía universal y profunda que la Comuna de París ha reencontrado en el proletariado es en sí misma una prueba.

Pero las masas son la fuerza, es al menos el elemento esencial de toda fuerza. ¿Qué les falta entonces para revertir un orden de cosas que ellas detestan? Les hacen falta dos cosas: la Organización y la Ciencia, las dos cosas precisamente que constituyen hoy y que han constituido siempre el poderío de todos los gobiernos. Se podría agregar un nuevo elemento: la riqueza. Pero teniendo los dos primeros elementos el gobierno se adueña de la riqueza. Lo prueban los 5 millones recientemente conquistados por Prusia.

Decíamos entonces que la organización es lo primero, que por otra parte no puede establecerse sin el concurso de la ciencia. Gracias a la organización militar un batallón, mil hombres armados pueden resistir y tienen a raya, en efecto, un millón de pueblos también armados pero desorganizados. Gracias a la organización burocrática el Estado, con algunas centenas de millones de empleados, encadena países inmensos. Por lo tanto, para crear una fuerza popular capaz de aplastar la fuerza militar y civil del Estado, hay que organizar el proletariado.

Es lo que hace precisamente la Asociación Internacional de los Trabajadores. El día en que ella haya recibido y organizado en su seno la mitad, aun el tercio, el cuarto o solamente la décima parte del proletariado de Europa, el Estado, los Estados dejarán de existir. La organización de la Internacional que tiene por fin no la creación de Estados o de despotismos nuevos sino la destrucción radical de todas las dominaciones particulares, debe tener un carácter esencialmente diferente de la organización de los Estados. En igual medida que esta organización estatal se presenta como autoritaria, artificial y violenta, hostil y extraña a los desarrollos naturales de los intereses y de los instintos populares, la Internacional debe ser libre, natural y conforme en todos los puntos a esos intereses y a esos instintos.

Pero ¿cuál es la organización natural de las masas? Es la que está fundada en las determinaciones diferentes de la vida real de esas masas. La vida cotidiana de las distintas especies de trabajo, es decir la que se da por gremios o por secciones de oficios. Desde el momento en que todas las industrias estén representadas en la Internacional, incluidas las diferentes explotaciones de la tierra, su organización, la de las masas populares se habrá realizado. Es suficiente, en efecto, que un obrero sobre diez haga parte seriamente y con plena conciencia de causa de la Asociación para que las nueve décimas restantes, fuera de esa organización, sientan sin embargo su influencia invisible. En los momentos críticos, sin darse cuenta de ello, actuarán de acuerdo con esa dirección tanto como sea necesario a la salvación del proletariado.

Se nos podría objetar que esta manera de organizar la influencia de la Internacional sobre las masas populares parece querer establecer, sobre las ruinas de las antiguas autoridades y gobiernos existentes, una nueva autoridad y sistemas de gobierno nuevos. Pero sería esto un profundo error. El gobierno de la Internacional, si es que hay algún gobierno, o más bien, su acción organizada sobre las masas, se distinguirá siempre de todos los gobiernos y de la acción de todos los Estados por esta propiedad esencial de no ser jamás otra cosa que la organización de una acción natural, no oficial y no revestida de una autoridad o de cualquier fuerza política sino del hecho del todo normal de un grupo más o menos numeroso de individuos inspirados por el mismo pensamiento y tendiendo al mismo fin. En primer lugar, sobre la opinión de las masas y solamente después, por medio de esta opinión más o menos modificada por la propaganda de la Internacional, sobre su voluntad, sobre los actos de estas masas. Esto es así y todos los gobiernos, armados de una autoridad, de un poder y de una fuerza que unos dicen viene de Dios, los otros, de una inteligencia superior, otros, al fin, de la misma voluntad popular, expresada y constatada por ese malabarismo llamado sufragio universal, se imponen violentamente a las masas, las fuerzan a obedecer, a ejecutar sus decretos, sin tomarse el tiempo de consultar sus necesidades o su voluntad. Hay entre el poderío del Estado y la pujanza de la Internacional la misma diferencia que existe entre la acción oficial del Estado y la acción natural de un club. La Internacional tiene y no tendrá jamás más que un gran poder de opinión y no será otra cosa que la organización natural de los individuos sobre las masas. El Estado, en cambio, y todas sus instituciones: la Iglesia, la Universidad, la Justicia, la burocracia, las finanzas, la Policía, el Ejército, sin dejar sin duda de corromper todo lo posible la opinión y la voluntad de los sujetos del Estado, fuera incluso de esa opinión y de esa voluntad, y con frecuencia contra ellas, reclaman su obediencia pasiva, sin duda en la medida siempre muy elástica, reconocida y determinada por las leyes.

El Estado es la autoridad, la dominación y el poderío organizado de las clases poseedoras y presuntamente esclarecidas sobre las masas. La Internacional es la liberación de esas masas. El Estado apela a su sumisión, por querer y no poder querer jamás otra cosa que la servidumbre de las masas. La Internacional, por querer sólo su completa libertad, apela a su rebelión. Pero con el fin de que esta rebelión sea a su turno poderosa y capaz de derribar la dominación del Estado y de las clases privilegiadas únicamente representadas en él, la Internacional debe organizarse. Para alcanzar este fin, ella emplea solamente dos medios, aunque ellos no sean siempre legales; la legalidad casi siempre, en todos los países, no es otra cosa que la concreción jurídica del privilegio, es decir de la injusticia. Ambos son, desde el punto de vista de los derechos humanos, tan legítimos uno como el otro. Esos dos medios, lo hemos dicho, son en primer término la propaganda de las ideas y luego, la organización de la acción natural de sus miembros sobre las masas.

A quien pretenda que una acción así organizada de las masas es un atentado a la libertad de esas masas, una tentativa de crear un nuevo poder autoritario, respondemos que o es un sofista o un tonto. Peor para quienes ignoran la ley natural y social de la solidaridad humana, hasta el punto de imaginarse que la independencia mutua absoluta de los individuos y de las masas es una cosa posible. Pero la vida social de los hombres, y ningún hombre tiene otra, es… o incluso deseable. Desearlo, es querer la anulación misma de la sociedad, puesto que toda la vida social no es otra cosa que esta dependencia mutua incesante entre los individuos y las masas. Todo individuo, incluso los más inteligentes, los más fuertes, y sobre todo los inteligentes y los fuertes, son en cada instante de su vida, a la vez los productores y los productos. La misma libertad de cada individuo siempre es la resultante de nuevo reproducida, de esta masa de influencias materiales, intelectuales y morales que todos les individuos que la rodean, que la sociedad en medio de la cual nació, se desenvuelve, actúa a su vez, y muere, ejercen sobre él. Querer escapar a esta influencia en nombre de una libertad trascendental, divina, absolutamente egoísta y que se baste a sí misma, es condenarse a no ser. Querer renunciar a ejercerla sobre los demás es renunciar a cualquier acción social, a la misma expresión de su pensamiento y de sus sentimientos, es también llegar al no ser. Esta independencia tan predicada por los idealistas y los partidarios de la metafísica, y la libertad individual concebida en ese sentido, desembocan por tanto en la nada.

En la naturaleza como en la sociedad humana, que no es otra cosa que esta misma naturaleza, todo lo que vive sólo vive con esta condición suprema de intervenir del modo más positivo, y con tanto poder como lo comporta su naturaleza, en la vida ajena. La abolición de esa influencia mutua sería pues la muerte. Y cuando reivindicamos la libertad de las masas, no pretendemos en absoluto abolir ninguna de las influencias naturales ni de ningún individuo, ni de ningún grupo de individuos que ejercen su acción sobre ellas. Lo que queremos es la abolición de las influencias artificiales, privilegiadas, legales, oficiales. Si la Iglesia y el Estado pudieran ser instituciones privadas, seríamos los adversarios de las mismas sin lugar a dudas, pero no protestaríamos contra su derecho de existir. Pero protestamos contra ellas, porque a pesar de ser sin duda instituciones privadas en el sentido de que sólo existen en efecto por el interés particular de las clases privilegiadas, estas instituciones no dejan de servirse de la fuerza colectiva de las masas organizadas con la meta de imponerse autoritariamente, oficialmente, violentamente a las masas. Si la Internacional pudiera organizarse en Estado, nos convertiríamos, nosotros, sus partidarios convencidos y apasionados, en sus enemigos más encarnizados.

Pero precisamente no puede organizarse en Estado. No lo puede, primero, porque como su nombre ya lo indica, ella cancela todas las fronteras. Y no existe Estado sin fronteras, habiéndose históricamente demostrado imposible la realización del Estado universal, soñado por los pueblos conquistadores y por los mayores déspotas del mundo. Quien dice Estado, dice por lo tanto necesariamente varios Estados, opresores y explotadores por dentro, conquistadores o al menos hostiles por fuera, dice negación de la humanidad. El Estado universal, o el Estado popular de que hablan los comunistas alemanes, sólo puede significar por tanto una cosa: la abolición del Estado.

La Asociación Internacional de los Trabajadores no tendría sentido si no tendiera invenciblemente a la abolición del Estado. Ella organiza las masas populares únicamente con vista a esa destrucción. ¿Y cómo las organiza? No de arriba abajo, imponiendo a la diversidad social producida por la diversidad del trabajo en las masas, o imponiendo a la vida natural de las masas en la sociedad una unidad o un orden ficticios, como lo hacen los Estados; sino de abajo hacia arriba, al contrario, tomando como punto de partida la existencia social de las masas, sus aspiraciones reales, y provocándolas, ayudándolas a agruparse, a armonizarse y a equilibrarse de acuerdo con esta diversidad natural de ocupaciones y de situaciones diferentes. Tal es el propio objetivo de la organización de las secciones de oficio.

Hemos dicho que para organizar las masas, para establecer de manera sólida la acción benefactora de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre las mismas, bastaría al menos que un solo obrero, de diez del mismo oficio, formara parte de la Sección respectiva. Esto se concibe fácilmente. En los momentos de grandes crisis políticas o económicas, en que el instinto de las masas se inflama hasta el rojo vivo, se abre a todas las inspiraciones felices, o en que esos rebaños de hombres-esclavos, encorvados, aplastados, pero nunca resignados, se rebelan por fin contra su yugo, pero se sienten desorientados e impotentes. Están en efecto completamente desorganizados, 10, 20 o 30 hombres bien vinculados y bien organizados entre ellos, y que saben adónde van y lo que quieren, llevarán fácilmente a 100, 200, 300 o inclusive más. Lo vimos recientemente en la Comuna de París. La organización, apenas empezada durante el estado de sitio, no fue ni muy perfecta, ni muy fuerte; y sin embargo bastó para crear una potencia de resistencia formidable.

¿Qué será pues cuando la Asociación Internacional esté mejor organizada y cuando cuente en su seno con un número mucho mayor de Secciones, sobre todo muchas Secciones agrícolas, y, en cada sección, el doble y el triple de miembros que los que abarca en la actualidad? ¿Qué será sobre todo cuando cada uno de sus miembros sepa mejor de lo que lo sabe hoy, la meta final y los principios reales de la Internacional, así como los medios con que realizar su triunfo? La Internacional será una potencia irresistible.

Pero para que la Internacional pueda adquirir realmente esta potencia, para que la décima parte del proletariado, organizada por esta Asociación, pueda incitar las otras nueve, es preciso que cada miembro en cada Sección sea mucho mejor impregnado de los principios de la Internacional que lo es hoy por hoy. Sólo con esta condición podrá, en tiempo de paz y de calma, cumplir eficazmente la misión de propagador y de apóstol, y en tiempo de luchas la de jefe revolucionario.

Hablando de los principios de la Internacional, no entendemos otros que los que están en los Considerandos de nuestros Estatutos Generales votados por el Congreso de Ginebra. Son tan pocos, que pedimos permiso para recapitularlos:

  1. La emancipación del trabajo debe ser obra de los mismos trabajadores;

  2. Los esfuerzos de los trabajadores para conquistar su emancipación no deben tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos (los hombres vivientes en la tierra) derechos y deberes iguales y a aniquilar cualquier dominación de clase;

  3. La esclavitud económica del trabajador, con el acaparador de las materias primas y de los instrumentos de trabajo, es la fuente de la servidumbre en todas sus formas: miseria social, degradación mental, sumisión política;

  4. Por esta razón, la emancipación económica de las clases obreras es la gran finalidad a la que todo movimiento político tiene que subordinarse como un simple medio;

  5. La emancipación de los trabajadores no es un problema simplemente local o nacional; al contrario, este problema interesa a todas les naciones civilizadas, siendo su solución necesariamente subordinada a su participación teórica y práctica;

  6. Todos los miembros de la Asociación así como todos sus miembros reconocen que la Verdad, la Justicia, la Moral, deben ser la base de su conducta para con todos los hombres sin distinción de color, de creencia o de nacionalidad;

  7. En fin, consideran como un deber reclamar los derechos del hombre y del ciudadano, no sólo para los miembros de la Asociación, sino también para cualquiera que cumpla con sus deberes: «No hay deberes sin derechos, ni derechos sin deberes».

Sabemos ahora todos que este programa tan anodino, tan sencillo, tan justo, y que expresa de una manera tan poco pretenciosa y tan poco ofensiva las reivindicaciones más legítimas y más humanas del proletariado, precisamente porque es un programa exclusivamente humano, contiene en sí todos los gérmenes de una inmensa revolución social: el derrumbe de todo lo que existe y la creación de un mundo nuevo.

Esto es lo que hay que explicar ahora, haciéndolo totalmente comprensible y claro a todos los miembros de la Internacional. Este programa trae consigo una ciencia nueva, una nueva filosofía social que debe reemplazar todas las antiguas religiones, y una política muy nueva, la política internacional, y que como tal, no puede tener otro fin que la destrucción de todos los Estados. Para que todos les miembros de la Internacional puedan cumplir concienzudamente el doble deber de propagadores y de jefes naturales de las masas en la Revolución, cada uno tiene que estar impregnado, en la medida de lo posible, él mismo de esta ciencia, esta filosofía y esta política. No basta con saber y decir que se quiere la emancipación económica de los trabajadores, el disfrute integral del producto para cada uno, la abolición de las clases y de la esclavitud política, la realización de la plenitud de los derechos humanos y la equivalencia perfecta de los deberes y de los derechos para cada uno, en una palabra: el cumplimiento de la fraternidad humana. Todo esto es sin duda muy hermoso y muy justo, pero si los obreros de la Internacional se limitan a estas grandes verdades, sin profundizar las condiciones, las consecuencias y el espíritu, y si se conforman con repetirlos siempre y siempre como forma general, corren, sí, el riesgo de convertirla rápidamente en palabras hueras y estériles, en fórmulas sin contenido.

Pero dirán, todos los obreros, aunque sean los miembros de la Internacional, no pueden hacerse cuerdos. ¿Y acaso no baste con que se encuentre, en el seno de esta Asociación, un grupo de hombres que poseen, tan completamente como sea posible hoy en día, la ciencia, la filosofía y la política del socialismo, para que la mayoría, el pueblo de la Internacional, obedeciendo con fe a su dirección y a su mando fraterno —(al estilo del señor Gambetta, el jacobino-dictador por antonomasia)—, pueda estar seguro de no desviarse de la vía que ha de conducirle a la emancipación definitiva del proletariado?

Éste es un razonamiento que ya hemos oído bastante a menudo, sin que lo confiesen abiertamente —la gente no es ni bastante sincera, ni bastante valiente para ello— pero que desarrollan bajo cuerda, con todo tipo de reticencias más o menos hábiles y de elogios demagógicos dirigidos a la suprema sabiduría y a la omnipotencia del pueblo soberano, mediante el partido autoritario, hoy por hoy triunfante, en la Internacional de Ginebra. Lo hemos combatido siempre con pasión, porque estamos convencidos, y ustedes sin duda también, compañeros, con nosotros, de que en cuanto la Asociación Internacional se divida en dos grupos: uno con la inmensa mayoría y compuesto de miembros que sólo tendrían como única ciencia una fe ciega en la sabiduría teórica y práctica de sus jefes; y otro integrado solamente por unas decenas de individuos-directores, esta institución que ha de emancipar la humanidad, se transformaría de ese modo a sí misma en una suerte de Estado oligárquico, el peor de todos los Estados. Más todavía, esta minoría clarividente, sabia y hábil asumiría, con todas las responsabilidades, todos los derechos de un gobierno cuanto más absoluto, que su despotismo se oculta cuidadosamente bajo las apariencias de un respeto obsequioso para la voluntad y para las resoluciones del pueblo soberano, resoluciones siempre inspiradas por él mismo a la presunta voluntad popular. Esta minoría, decimos, obedeciendo a las necesidades y a las condiciones privilegiadas de su posición y sufriendo la suerte de todos los gobiernos, se haría además despótica, malvada y reaccionaria. Es lo que está ocurriendo precisamente hoy por hoy en la Internacional de Ginebra.

La Asociación Internacional sólo podrá convertirse en una herramienta de emancipación para la humanidad cuando se haya emancipado primero a sí misma. Sólo lo será cuando, dejando de estar dividida en dos grupos: la mayoría de los instrumentos ciegos y la minoría de los maquinistas sabios, habrá hecho penetrar en la conciencia y la reflexión de cada uno de sus miembros la ciencia, la filosofía y la política del socialismo.[2]

[1] Ciencia social: Para Bakunin es la sociología portadora de la revolución. (N. de T.)

[2] [Este texto es el] extracto de un manuscrito de Bakunin de 1871 y publicado el mismo año en Almanach du Peuple para 1872 por Guillaume, bajo el título de Organización de la Internacional, véase Guillaume La Internacional (Documents y souvenirs) París 1985, tercera parte, pp. 164, 257-258, VI, Protesta de la Alliance. El texto está sacado del CD Rom de las obras de Bakunin, limitando al máximo las modificaciones estilísticas de Guillaume, para quedar más fiel al texto (N. de T.).