Título: Carta a Élisée Reclus (1875)
Autor/a: Mijaíl Bakunin
Fecha: 1875
Fuente: Transcrito de Lehning, Arthur, Conversaciones con Bakunin, Anagrama, Barcelona, 1999. Traducción de Enrique Hegewicz.
Notas: Desde principios del mes de septiembre de 1874, Bakunin vivía en Lugano.

Mijaíl Bakunin
Lugano
A Élisée Reclus
15 de febrero de 1875

Queridísimo amigo. Te agradezco mucho tus buenas palabras. Nunca he dudado de tu amistad, este sentimiento es siempre mutuo, y juzgo la tuya por la mía.

Sí, tienes razón, la revolución se ha metido, de momento, en cama, volvemos a caer en el período de las evoluciones, es decir, en el de las revoluciones subterráneas, invisibles e incluso a menudo insensibles. La evolución que se está produciendo hoy día es muy peligrosa, si no para la humanidad entera, sí al menos para algunas naciones. Es la última encarnación de una clase agotada, que juega su última baza, bajo la protección de la dictadura militar-Mac-Mahon-bonapartista en Francia, y bismarckiana en el resto de Europa.

Estoy de acuerdo contigo en que la hora de la revolución ha pasado, no a causa de los espantosos desastres de los que hemos sido testigos y de las terribles derrotas de las que hemos sido víctimas más o menos culpables,[1] sino porque, para mi gran desesperación, he constatado y constato cada día otra vez, que el pensamiento, la esperanza y la pasión revolucionarios no se encuentran en las masas, y cuando esto ocurre, por mucho que se combata por los flancos, no se hará nada de nada. Admiro la paciencia y la perseverancia heroicas de los hombres del Jura y de los belgas —últimos mohicanos del fuego de la Internacional—, que pese a todas las dificultades, adversidades y a pesar de todos los obstáculos, en medio de la indiferencia general, oponen su frente obstinada al curso totalmente contrario de las cosas, siguiendo tranquilamente con lo que hacían antes de las catástrofes, cuando el movimiento general era ascendente y cuando el menor esfuerzo podía crear una fuerza. Se trata de un trabajo especialmente meritorio porque ellos no podrán recoger los frutos, aunque pueden estar seguros de que su trabajo no se perderá —nada se pierde en este mundo—: las gotas de agua, aun siendo invisibles, logran formar el océano.

Por lo que a mí respecta, querido amigo, me he sentido demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado cansado, y, hay que decirlo, demasiado decepcionado desde muchos puntos de vista, como para sentir deseos y fuerzas para seguir en esta obra. Me he retirado decididamente de la lucha y pasaré el resto de mis días en una contemplación, no ociosa sino, por el contrario, muy activa intelectualmente, y que espero que no deje de producir algo útil.

Una de las pasiones que me dominan en este momento es una inmensa curiosidad. Ahora que he tenido que reconocer que el mal ha triunfado y no puedo impedirlo, me he puesto a estudiar sus evoluciones y cambios con una pasión casi científica, totalmente objetiva.

Qué actores, que escenario. Al fondo y dominando toda la situación europea, el emperador Guillermo y Bismarck, a la cabeza de un gran pueblo lacayo. Frente a ellos, el papa con sus jesuitas, toda la Iglesia católica y romana, rica en millones, dominando una gran parte del mundo por medio de las mujeres, de la ignorancia de las masas, y de la incomparable habilidad de sus innumerables afiliados, que tienen los ojos y las manos por todas partes.

Tercer actor: la civilización francesa encarnada en Mac-Mahon, Dupanloup y Broglie, que están dedicándose a remachar las cadenas de un gran pueblo caído. Después, alrededor de todo este panorama, España, Italia, Austria y Rusia, cada país con sus muecas de turno, y desde lejos Inglaterra, incapaz de decidirse a volver a ser otra cosa, y todavía más lejos la República modelo de los Estados Unidos de América, que ya empieza a coquetear con la dictadura militar.

¡Pobre humanidad!

Es evidente que no podrá salir de esta cloaca sin una inmensa revolución social. Pero, ¿cómo hará esta revolución? Nunca estuvo la reacción europea tan bien armada contra todo movimiento popular. Ha hecho de la represión una nueva ciencia que es sistemáticamente enseñada en las escuelas militares a los tenientes de todos los países. Y, ¿con qué contamos para atacar a esa fortaleza inexpugnable? Las masas desorganizadas. Pero, cómo organizarlas si no tienen siquiera suficiente apasionamiento por su propia salvación, si no saben ni lo que deben querer y si no quieren lo único que puede salvarlas.

Queda la propaganda, tal como hacen los del Jura y los belgas. Es algo, sin duda, pero muy poca cosa, unas gotas de agua en el océano; y si no hubiera otro medio de salvación, la humanidad tendría tiempo para pudrirse diez veces antes de que llegara el momento de poder ser salvada.

Queda otra esperanza: la guerra universal. Estos inmensos Estados militares tienen que destruirse unos a otros, y devorarse unos a otros tarde o temprano. Pero, ¡Qué perspectiva!

[1] Se refiere a la victoria de los ejércitos prusianos en la guerra franco-prusiana, y la derrota del levantamiento de Lyon de septiembre de 1870, de la Comuna de París (marzo-mayo, 1871) y de los levantamientos de España e Italia, seguidos de la victoria de las fuerzas reaccionarias que dominaron la Europa continental. Bakunin opinaba que las fuerzas revolucionarias eran en parte responsables de estos fracasos porque no estaban preparadas ni ideológica ni tácticamente para aprovechar las situaciones revolucionarias favorables. [Dolgoff, Sam, La anarquía según Bakunin, Tusquets, Barcelona, 1983. Trad. Marcelo Covián]