#pubdate 2013-02-13 01:12:25 +0000 #title El único y su propiedad #LISTtitle El único y su propiedad #author Max Stirner #SORTauthors Max Stirner #SORTtopics Anarcoindividualismo, Individuo #source Recuperado el 12 de noviembre de 2012 desde [[quijotelibros.com.ar/anarres.htm ][Libros de Anarres]] #date 1845 #notes Título original: *Der Einzige und sein Eigenthum*. La presente edición se basa, fundamentalmente, en la traducción de P. González Blanco (de 1905, para la casa Sempere), editada en México por la editorial Juan Pablos (1976). Se realizaron, no obstante, algunos cambios (se agregaron faltantes, se modificaron los párrafos para que coincidieran con el original y se adecuó la redacción al lector argentino cambiando, por ejemplo, la segunda persona del plural por la tercera y reemplazando inversiones del tipo entendíase, sábese por se entendía, se sabe etc.) a partir de la edición electrónica de la versión inglesa de B. Tucker (1907), y de la edición electrónica del original alemán (1845). La traducción de las numerosas referencias bíblicas se uniformó utilizando la «Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602)». Por último, se agregaron algunas notas que se creyó podían resultar de algún interés para el lector de Stirner contemporáneo. Para una mejor comprensión de la inserción de la obra de Stirner en el pensamiento anarquista puede ser de interés la lectura del texto *El stirnerismo*, de E. Armand, publicado en *El anarquismo individualista: lo que es, lo que puede y lo que vale*, en esta misma colección (Utopía Libertaria). #lang es *** Introducción He fundado mi causa en nada[3] ¿Qué causa es la que debo defender? Antes que nada la buena causa, la causa de Dios, de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; luego la de mi pueblo, la de mi gobernante, la de mi patria; más tarde será la del Espíritu[4] y miles más después. Unicamente mi causa no puede ser nunca mi causa. «Vergüenza del egoísta que no piensa más que en sí mismo». ¿Pero esos cuyos intereses son sagrados, esos por quienes debemos trabajar, sacrificarnos y entusiasmarnos, cómo entienden su causa? Ustedes que saben de Dios tantas y tan profundas cosas; ustedes que durante siglos «exploraron las profundidades de la divinidad» y penetraron con sus miradas hasta lo profundo de su corazón, ¿pueden decirme cómo entiende Dios la «causa divina» que debemos servir nosotros? Y ya que tampoco nos ocultan los designios del Señor. ¿Qué quiere? ¿Qué persigue? ¿Abrazó, como a nosotros se nos pide, una causa ajena y se ha hecho el campeón de la verdad y del amor? Este absurdo indigna; nos enseñan que siendo Dios todo amor y toda verdad, las causas del amor y de la verdad se confunden con la suya y le son consustanciales. Les repugna admitir que Dios pueda, como nosotros, hacer suya la causa de otro. «¿Pero abrazaría Dios la causa de la verdad si no fuera la suya?» Dios no se ocupa más que de su causa, porque al ser él todo en todo, todo es su causa. Pero nosotros no somos todo en todo, y nuestra causa es bien mezquina, bien despreciable; por eso debemos servir a una «causa superior». Más claro: Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa en nadie más que en sí mismo y no se fija más que en sí mismo; ¡pobre del que contradiga sus mandatos! No sirve a nada superior y no trata más que de satisfacerse. La causa que defiende es únicamente la suya. Dios es un ególatra. ¿Y la humanidad, cuyos intereses debemos defender como nuestros, qué causa defiende? ¿La de otro? ¿Una superior? No. La humanidad no se ve más que a sí misma, la humanidad no tiene otro objeto que la humanidad; su causa es ella misma. Con tal que ella se desarrolle no le importa que mueran los individuos y los pueblos; saca de ellos lo que puede sacar, y cuando han cumplido la tarea que les reclamaba, los echa al cesto de papeles inservibles de la historia. ¿La causa que defiende la humanidad, no es puramente egoísta? Es inútil que siga y demuestre cómo cada una de esas cosas, Dios, Humanidad, etc., se preocupan sólo de su bien y no del nuestro. Revisen a los demás y vean por ustedes mismos si la Verdad, la Libertad, la Justicia, etc., se preocupan de ustedes para otra cosa que no sea pedirles su entusiasmo y sus servicios. Que sean servidores dedicados, que les rindan homenaje, eso es todo lo que les piden. Miren a un pueblo redimido por nobles patriotas; los patriotas caen en la batalla o revientan de hambre y de miseria; ¿qué dice el pueblo? ¡Abonado con sus cadáveres se hace «floreciente»!. Mueren los individuos «por la gran causa del pueblo», que se conforma con dedicarles alguna que otra lamentable frase de reconocimiento y se guarda para sí todo el provecho. Eso me parece un egoísmo demasiado lucrativo. Pero vean al sultán que cuida tan tiernamente a «los suyos». ¿No es la imagen de la más pura abnegación, y no es su vida un constante sacrificio? ¡Sí, por «los suyos»! ¿Se quiere hacer un ensayo? Qué se muestre que no se es «el suyo», sino «el tuyo», que se rechace su egoísmo y será uno perseguido, encarcelado, torturado. El sultán no basa su causa más que en sí mismo; es todo en todo, es el único, y no tolera a nadie que no sea uno de «los suyos». ¿No les dicen nada estos ejemplos? ¿No les hacen pensar que un egoísta tiene razón? Yo, al menos, aprendo de ellos, y en vez de continuar sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré yo mismo el egoísta. Dios y la humanidad no basaron su causa sobre nada, sobre nada más que ellos mismos. Yo basaré, entonces, mi causa sobre mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás, soy todo para mí, soy el único. Si Dios y la Humanidad son poderosos con lo que contienen, hasta el punto de que para ellos mismos todo está en todo, yo advierto que me falta a mi mucho menos todavía, y que no tengo que quejarme de mi «futilidad». Yo no soy nada en el sentido de vacío, pero soy la nada creadora, la nada de la que saco todo. ¡Fuera entonces toda causa que no sea entera y exclusivamente la mía! Mi causa, me dirán, debería ser, al menos, la «buena causa». ¿Qué es lo bueno, qué es lo malo? Yo mismo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo; esas no son, para mí, más que palabras. Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como yo soy único. Nada está por encima de mí. * Primera parte: El hombre «El hombre es para el hombre el Ser Supremo para el hombre», dice Feuerbach[5], «el hombre acaba de ser descubierto», dice Bruno Bauer.[6] Examinemos más de cerca este Ser Supremo y ese nuevo descubrimiento. ** I. La vida de un hombre En cuanto el hombre despierta a la vida, intenta encontrarse y conquistarse a sí mismo en medio del caos en que rueda confundido con todo lo demás. Pero el niño sólo puede afirmar a cada paso su dependencia. Porque si cada cosa se preocupa por sí misma, al mismo tiempo, choca con las demás, y la lucha por la autonomía y la supremacía es inevitable. Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa. El vencedor será el amo, el vencido será el esclavo. Uno disfrutará de la soberanía y de los «derechos del señor» y el otro cumplirá con respeto sus «deberes de súbdito». Pero los enemigos no bajan las armas; cada uno permanece al acecho, espiando las debilidades de los otros, los hijos la de los padres, los padres las de los hijos, el que no da los golpes los recibe. Para alcanzar la liberación, en la infancia tratamos de penetrar las cosas o de «ir detrás» de ellas; para eso espiamos su parte débil (en esto los niños tienen un instinto que no los engaña); nos gusta romper lo que encontramos a mano, revisar los rincones prohibidos, explorar todo lo que se oculta a nuestras miradas; ensayamos nuestras fuerzas. Y, descubierto al fin el secreto, nos sentimos seguros de nosotros mismos; y si, por ejemplo, llegamos a convencernos de que el palo no puede contra nuestra obstinación, ya no le tenemos miedo, lo hemos superado. ¡Detrás de los golpes se levantan, más poderosos que ellos, nuestra audacia y nuestra obstinada libertad! Nos deslizamos poco a poco a través de todo lo inquietante, a través de la fuerza temible del látigo, a través del rostro enojado de nuestro padre, y detrás de todo descubrimos nuestra ataraxia[7] y ya nada nos incomoda, ya nada nos espanta; tenemos conciencia de nuestro poder de resistir y vencer, descubrimos que nada puede violentarnos. Lo que nos inspiraba miedo y respeto, en lugar de intimidarnos nos alienta: detrás del rudo mandato de los superiores y de los padres, se levanta más obstinada nuestra voluntad, más rápida nuestra astucia. Cuando más aprendemos a conocernos, más nos reímos de lo que considerábamos insuperable. Pero, ¿qué son nuestra destreza, nuestro valor, nuestra audacia, sino el espíritu? Durante largo tiempo escapamos a una lucha cansadora y triste: la lucha contra la razón. Lo mejor de la infancia pasa sin que tengamos que pelear contra la razón. No nos preocupamos de ella, no nos mezclamos con ella, ni admitimos ninguna razón. Que nos quieran convencer nos parece entonces un absurdo: somos sordos a las buenas razones y a los argumentos sólidos, reaccionamos solamente a las caricias y los castigos. Más tarde comienza el difícil combate contra la razón y con él se abre una nueva fase de nuestra vida. De niños habíamos vivido sin meditar. Con el espíritu nos conocemos a nosotros mismos, y él es el primer nombre bajo el cual des-divinizamos lo divino, es decir, el objeto de nuestras inquietudes, nuestros fantasmas, «los poderes superiores». Nada se impone desde entonces a nuestro respeto; estamos llenos del juvenil sentimiento de nuestra fuerza, y el mundo pierde ante nuestros ojos todo interés, porque nos sentimos superiores a él, nos sentimos espíritu. Notamos que, hasta entonces, habíamos mirado al mundo sin verlo, que nos lo habíamos contemplado nunca con los ojos del espíritu. Ensayamos sobre las fuerzas de la naturaleza nuestras primeras fuerzas. Los padres se nos imponen como fuerzas naturales; más tarde pensamos que se debe abandonar padre y madre para romper todo poder natural. Llega un día en que el lazo se rompe. Para el hombre que piensa, es decir para el hombre «espiritual», la familia no es un poder natural y debe renunciar a los padres, los hermanos, etc. Si éstos «renacen» en lo sucesivo como potencias espirituales y racionales, esas potencias nuevas no son, de ningún modo, lo que eran antes. Y no sólo es el yugo de los padres lo que se sacude el joven, es toda autoridad humana; los hombres ya no son un obstáculo ante el que es preciso detenerse, porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». El nuevo punto de vista en que se coloca es el «celestial», y visto desde esa altura, todo lo «terrestre» retrocede, se empequeñece y se borra en una lejana bruma de desprecio. De ahí el cambio radical en la orientación intelectual del joven y el cuidado exclusivo de lo espiritual, en tanto que el niño, que no se sentía aún espíritu, quedaba limitado a la letra de los libros. El joven ya no se adhiere a las cosas, sino que procura aprehender los pensamientos que esas cosas encubren; así, por ejemplo, cesa de acumular confusamente en su cabeza los hechos y las fechas de la historia, para esforzarse en penetrar en su espíritu; el niño, por el contrario, aunque comprenda bien el encadenamiento de los hechos, es incapaz de sacar de ellos ideas, espíritu; y amontona los conocimientos que adquiere sin seguir un plan a priori, sin sujetarse a un método teórico; en resumen, sin buscar ideas. En la niñez tenía que superar las leyes del mundo; ahora, ante cualquier cosa que se proponga, choca con una objeción del espíritu. «¡Esto no es razonable, no es cristiano, no es patriótico!» nos grita la conciencia; y nos abstenemos. No tememos al poder vengador de las Euménides, ni a la cólera de Poseidón, ni a Dios que ve las cosas ocultas, ni al castigo paterno: tememos a la Conciencia. Somos, desde entonces, «los servidores de nuestros pensamientos»; obedecemos sus órdenes como en otros tiempos obedecimos las paternas o las de otros hombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias) las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida. De niños ya pensábamos; pero nuestros pensamientos entonces no eran incorpóreos, abstractos, absolutos, no eran nada más que un puro mundo de pensamientos; no eran pensamientos lógicos. Sólo teníamos los pensamientos que nos inspiraban los acontecimientos y las cosas; pensábamos que una cosa determinada era de tal o cual naturaleza. Pensábamos que «es Dios quien ha creado este mundo que vemos»; pero nuestro pensamiento no iba más lejos, no «escrutábamos las profundidades mismas de la divinidad». Decíamos «esto es verdadero, esto es la verdad»; pero sin indagar lo verdadero en sí, la verdad en sí, sin preguntarnos si «Dios es la verdad». Poco nos importaban «las profundidades de la divinidad», ni cuál fuese la «verdad». Pilato no se detiene en cuestiones de pura lógica (o, en otros términos, de pura teología) como «¿qué es la verdad?», y sin embargo, llegada la ocasión, no vacila en distinguir «lo que hay de verdadero y lo que hay de falso en un asunto», es decir, si tal cosa particular es verdadera. Todo pensamiento inseparable de un objeto no es todavía más que un pensamiento absoluto. No hay para el joven mayor placer que descubrir y apropiarse del pensamiento puro; la verdad, la libertad, la humanidad, el hombre, etc.; esos astros brillantes que alumbran el mundo de las ideas, iluminan y exaltan las almas juveniles. Pero una vez reconocido el espíritu como esencial, aparece una diferencia: el espíritu puede ser rico o pobre; y nos esforzamos, entonces, en hacernos ricos de espíritu; el espíritu quiere extenderse, fundar su reino, reino que no es de este mundo, sino de mucho más allá; así aspira a resumir en sí todo espiritualismo. Aún espíritu como soy, no soy espíritu perfecto y debo empezar por buscar ese espíritu perfecto. Yo, que hace no mucho me había reconocido en el espíritu, me pierdo de nuevo, penetrado por mi inanidad, me humillo ante el espíritu perfecto, reconociendo que no está en mí, sino más allá de mí. Todo depende del espíritu; ¿pero todo espíritu es «correcto»? El espíritu bueno y verdadero es el ideal de espíritu, el «Espíritu Santo». No es ni el mío ni el tuyo, es un espíritu ideal, superior: es «Dios». «Dios es el espíritu». Y «¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?».[8] El hombre ya maduro difiere del joven en que toma el mundo como es, sin ver por todas partes males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender moldearlo a su ideal. En él se fortifica la opinión de que uno debe obrar en el mundo, según su interés y no según su ideal. En tanto que uno no ve en sí mas que el espíritu y pone todo su mérito en ser espíritu, no cuesta nada arriesgar la vida, lo «corporal», por una insignificancia de amor propio; y como no tiene uno más que pensamientos, ideas que espera ver realizadas algún día, cuando haya encontrado su camino, hallado una salida a su actividad, esos pensamientos, esas ideas permanecen provisionalmente incumplidas, irrealizadas: no se tiene más que un ideal. Pero desde que se ama el «pellejo» (lo que sucede ordinariamente en la edad madura) y se experimenta placer en ser tal como uno es, con vivir su vida, cesa de perseguir el ideal para apegarse a un interés personal, egoísta, es decir, a un interés no sólo del espíritu, sino a la satisfacción de todo el individuo, y el interés viene a ser, desde entonces, verdaderamente interesado. Comparen, entonces, al hombre maduro con el hombre joven. ¿No les parece más duro, más egoísta, menos generoso? ¡Sin duda! ¿Es por eso más malo? No; lo que pasa es que se ha hecho más positivo, más «práctico». El punto principal es que hace de sí el centro de todo, cosa que no hace el joven, distraído por un montón de cosas que no son él: dios, la patria y otros pretextos de «entusiasmo». El hombre se descubre así por segunda vez. El joven había advertido su espiritualidad y se había extraviado después en la investigación del espíritu universal y perfecto, del Espíritu Santo, del Hombre, de la Humanidad, en una palabra, de todos los ideales. El hombre se recobra y vuelve a encontrar su espíritu encarnado en él, hecho carne. Un niño no desea ni ideas ni pensamientos; un joven no persigue más que intereses espirituales; los intereses del hombre, en cambio, son materiales, personales y egoístas. Cuando el niño no tiene ningún objeto en que ocuparse, se aburre, porque no sabe todavía ocuparse de sí mismo. El joven, al contrario, se cansa pronto de los objetos, porque de esos objetos salen para él pensamientos, y él, ante todo, se interesa en los sueños, en lo que espiritualmente le ocupa: «su espíritu está ocupado». En todo lo que no es espiritual el joven no ve más que «futilidades» Si se le ocurre tomar en serio las más insignificantes niñerías (por ejemplo, las ceremonias de la vida universitaria), es porque se apoderan de su espíritu, es decir, porque ve en ellas símbolos. Yo me he colocado detrás de las cosas, y he descubierto mi espíritu; igualmente más tarde me encuentro detrás de los pensamientos, y me siento su creador y su poseedor. A la edad de las visiones, mis pensamientos proyectaban sombra sobre mi cerebro, como el árbol sobre el suelo que lo nutre; se cernían a mí alrededor ensueños febriles, y me estremecían con su espantoso poder. Los pensamientos mismos se habían revestido de una forma corporal, y si veía a esos fantasmas, se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc. Hoy destruyo esas vaguedades engañosas, entro en posesión de mis pensamientos, y digo: Yo sólo tengo un cuerpo y soy alguien. No veo ya en el mundo más que lo que él es para mí; es mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a mí. No hace mucho era espíritu, y el mundo era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy yo, soy propietario, y rechazo esos espíritus o esas ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene sobre mí más poder que las «fuerzas de la tierra» tienen sobre el espíritu. El niño era realista, ocupado por las cosas de este mundo, hasta que llegó poco a poco a penetrarlas. El joven es idealista, ocupado en sus pensamientos, hasta el día en que llegará a ser hombre egoísta que no persigue a través de las cosas y de los pensamientos más que la felicidad de su corazón, y pone por encima de todo su interés personal. En cuanto al anciano... cuando yo lo sea... tendré tiempo de hablar de él. ** II. Los antiguos y los modernos ¿Cómo nos hemos desarrollado? ¿Cuáles fueron nuestros esfuerzos? ¿Tuvimos éxito? ¿Fracasamos? ¿Qué objeto perseguíamos en otro tiempo? ¿Qué proyectos y qué deseos ocupan hoy nuestro corazón? ¿Qué cambios han sufrido nuestras opiniones? ¿Qué trastornos han experimentado nuestros principios? En resumen, ¿cómo cada uno de nosotros ha llegado a ser lo que es hoy, lo que no era ayer o en otro tiempo? Cada cual puede recordarlo más o menos fácilmente; pero nada tiene tanta nitidez a nuestros ojos como lo que tuvo lugar, ayer hace un siglo, en los demás. Interroguemos entonces a la Historia, preguntémosle cuáles fueron el fin y los esfuerzos de nuestros antepasados. *** I. Los antiguos Puesto que la costumbre ha rotulado a nuestros abuelos anteriores a Cristo llamándolos «antiguos», no discutiremos que, comparados con nosotros, gente de experiencia, sean unos niños; preferimos inclinarnos ante ellos como ancianos padres. ¿Pero cómo pudieron envejecer, y quién con su pretendida novedad llegó a suplantarlos? Nosotros lo conocemos, es el innovador, el revolucionario, el heredero impío que profanó con sus propias manos el sábado de sus padres para santificar su domingo, y que interrumpió el curso del tiempo para iniciar una era nueva; nosotros lo conocemos y sabemos que fue cristiano. Pero, ¿permanece él mismo eternamente joven, es todavía hoy él, «moderno», o le llegó su turno de envejecer, a él, que hizo envejecer a los «antiguos»? Fueron los antiguos mismos los que procrearon al hombre moderno que debía suplantarlos: examinemos esta génesis. «Para los antiguos — dice Feuerbach — el mundo era una verdad». Pero se olvidaba de añadir: «una verdad cuya falsedad buscaron y llegaron a penetrar». Se reconoce pronto el origen de estas palabras de Feuerbach; se relacionan con las cristianas cuando hablan de «este mundo vano y perecedero». Jamás el cristiano pudo convencerse de la vanidad de la palabra divina; cree en su eterna e inquebrantable veracidad, cuyo triunfo sólo pueden hacer más brillante profundas meditaciones; los antiguos, en cambio, estaban penetrados del sentimiento de que el mundo y las leyes del mundo (lazos de sangre, por ejemplo) eran la v erdad, verdad ante la cual debía inclinarse su impotencia. Precisamente lo que los antiguos habían considerado de más alto precio, los cristianos lo rechazaron como cosa sin valor; lo que los unos habían proclamado verdadero, los otros envilecieron como una mentira; la idea tan exaltada de patria pierde su importancia, y los cristianos no deben ya mirarse «(...) confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra»[9]; el entierro de los muertos, ese deber sagrado que inspiró una obra maestra, la Antígona de Sófocles, no parece más que una miseria («Dejad a los muertos que entierren a sus muertos»); la indisolubilidad de los lazos de familia se convierte en una preocupación de la que es preciso deshacerse[10] y así sucesivamente. Vemos, entonces, que aquello que los antiguos tuvieron por verdad, era exactamente lo contrario de lo que pasó por verdad a los ojos de los modernos; los unos creyeron en lo natural, los otros en lo espiritual; los unos en las cosas y en las leyes de la tierra, los otros en las del cielo (la patria celestial, «la Jerusalén de allá arriba», etc.). Dado que el pensamiento moderno no fue más que la ultimación y el producto del pensamiento antiguo, queda por examinar cómo fue posible tal metamorfosis. Fueron los antiguos mismos los que acabaron por hacer de su verdad una mentira. Remontémonos a los más hermosos tiempos de la antigüedad, al siglo de Pericles: entonces fue cuando empezó la sofística y Grecia jugó con lo que había sido para ella, hasta entonces, el objeto de las más graves meditaciones. Los padres habían estado demasiado tiempo encorvados bajo el yugo inexorable de las realidades, para que estas duras experiencias no enseñaran a sus descendientes a conocerse. Con una audaz seguridad lanzan los sofistas su grito alentador: «¡No te dejes imponer!», y exponen su doctrina: «usa en toda ocasión la inteligencia, la sutileza, la ingeniosidad de tu espíritu; gracias a una inteligencia sólida y bien ejercitada es como se vive mejor en el mundo, como mejor se asegura la suerte, la mejor vida». Reconocen, pues, en el espíritu la verdadera arma del hombre contra el mundo; es lo que les hace apreciar tanto la flexibilidad dialéctica, la destreza oratoria, el arte de la controversia. Proclaman que es preciso en toda ocasión recurrir al espíritu; pero están bien lejos aún de santificarlo, porque este último no es para ellos más que un arma, un medio: lo que son para los niños la astucia y la audacia. El espíritu es para ellos la inteligencia, la infalible razón. Hoy esta educación intelectual la juzgaríamos incompleta, unilateral, y se añadiría: no formen únicamente su inteligencia, formen también su nuestro corazón. Esto es lo que hizo Sócrates. Si el corazón, en efecto, se libera de sus aspiraciones naturales; si quedase lleno de su contenido fortuito, de impulsos desordenados sometidos a todas las influencias exteriores, no sería más que el foco de las codicias más diversas, y ocurriría fatalmente que la inteligencia libre, esclavizada a un «mal corazón», se prestaría a realizar todo lo que deseara la maldad. Por eso, Sócrates dice que no basta emplear en toda circunstancia la inteligencia, sino que lo que importa es saber a qué objeto debe aplicarse. Hoy diríamos que ese objeto debe ser el «bien»; pero perseguir el bien es ser moral; Sócrates es, entonces, el fundador de la ética. El principio de la sofística conducía a admitir para el hombre más ciegamente esclavo de sus pasiones la posibilidad de ser un sofista temible, capaz, gracias al poder de su espíritu, de ordenar y moldear todo al gusto de su grosero corazón. ¿Cuál es la acción en cuyo favor no se pueden invocar «buenas razones»? ¿No es todo defendible? Por eso Sócrates agrega: «Para que se pueda apreciar su sabiduría, se necesita tener un corazón puro». Entonces comienza el segundo período de liberación del pensamiento griego, el período de la pureza del corazón. El primero acaba con los sofistas, cuando proclamaron el poder ilimitado de la inteligencia. Pero el corazón toma siempre el partido del mundo; es su servidor, y está siempre agitado por pasiones terrestres. Aquel fue el tiempo de la educación del corazón. Pero, ¿qué educación conviene al corazón? La inteligencia ha llegado a burlarse de todo el contenido del espíritu, del que ella es tan sólo una parte, y eso amenaza también al corazón: ante él pronto va a hundirse todo lo que pertenece al mundo, y familia, patria, todo será abandonado por él, es decir, por la felicidad, por la felicidad del corazón. La experiencia diaria enseña que el corazón late y latirá todavía durante muchos años por la razón. De igual modo, por más que la inteligencia se hubiese hecho completamente dueña de las antiguas fuerzas, faltaba todavía, para que no tuvieran más influencia sobre el hombre, expulsarlas del corazón, donde reinaban sin disputa. Esta guerra fue declarada por Sócrates, y la paz no se firmó hasta el día en que se extinguió el mundo antiguo. Con Sócrates comienza el examen del corazón y todo su contenido va a ser juzgado. Los últimos, los supremos esfuerzos de los antiguos, condujeron a rechazar todo el contenido del corazón y a dejarlo latir vacío: esa fue la obra de los escépticos. Así fue atacada aquella pureza del corazón, que en tiempos de los sofistas había llegado a oponerse a la inteligencia. El resultado de la cultura sofística es este: la inteligencia no se detiene ante nada; el de la educación escéptica: el corazón no se deja conmover por nada. Durante tanto tiempo como permanece atrapado por el movimiento del mundo y confundido por sus relaciones con él — y permanece así hasta el fin de la antigüedad, porque su corazón luchó hasta entonces para librarse del mundo — no es todavía espíritu; el espíritu es, en efecto, inmaterial, sin relaciones con el mundo; no existen para él ni la naturaleza ni las leyes de la naturaleza, sino únicamente lazos espirituales. Por esto el hombre tuvo que llegar a ser tan indiferente y estar apartado de todo, como lo había hecho la formación escéptica, así de indiferente frente al mundo, para que su derrumbamiento no pudiera conmoverlo, antes de poder sentirse independiente del mundo, es decir, sentirse espíritu. El hombre debe a la obra de gigantes de los antiguos el saber que es un ser sin unión con el mundo, un espíritu. Cuando todas las preocupaciones terrenales lo han abandonado, el hombre es para él mismo todo en todo; ya no es más que para él mismo, es espíritu para el espíritu, o más claramente, no se ocupa más que de lo espiritual. En la astucia de la serpiente y en la inocencia de la paloma, las dos caras — intelecto y corazón — de la antigua liberación del espíritu, se han desarrollado tan completamente que parecen jóvenes y nuevas otra vez; y ni la una ni la otra se dejan sorprender por lo terrenal y lo natural. Los antiguos tendieron hacia el espíritu y se esforzaron en llegar a la espiritualidad. Pero el hombre que quiere ser activo como espíritu, será arrastrado a tareas muy distintas de las que pudo trazarse de antemano, a tareas que pondrán en acción el espíritu y no sólo la inteligencia práctica, el ingenio, que es sólo capaz de hacerse dueño de las cosas. El espíritu persigue únicamente lo espiritual y busca en todo sus propias huellas: para el espíritu creyente «toda cosa procede de Dios», y no le interesa sino porque este origen divino se muestra en ella; al espíritu filosófico todo le parece marcado por el sello de la razón, y no le interesa más que si puede descubrir allí la razón; es decir, el contenido espiritual. No poseían los antiguos este espíritu que no se aplica a nada no espiritual, a ninguna cosa, sino únicamente al ser que existe por detrás y por encima de las cosas, a los pensamientos. Pero luchaban por adquirirlo, lo deseaban ardientemente, y por eso mismo lo afilaban en silencio para volverlo contra su poderoso enemigo, el mundo de los sentidos (que, por otra parte, no se había hecho aún sensible para ellos, porque Jehová y los dioses del paganismo estaban bien lejos de la noción de «Dios es espíritu», y la patria «celestial» no había reemplazado todavía a la patria sensible); esperándolo, oponían a este mundo sensible su sentido práctico, su sagacidad. Hasta el día de hoy, los judíos, esos niños precoces de la antigüedad, no han llegado más lejos, y a pesar de toda la sutileza y de todo el poder de razonamiento que los hacen tan fácilmente dueños de las cosas, son incapaces de concebir el espíritu, que es incapaz de hacer nada con estas cosas. El cristiano tiene intereses espirituales porque se atreve a ser hombre por el espíritu; el judío no puede comprender esos intereses en toda su pureza, porque no puede tomar sobre sí el no conceder ningún valor a las cosas; la espiritualidad pura, esa espiritualidad que encuentra, por ejemplo, su expresión religiosa en «la fe que no se justifica en las obras» de los cristianos, les está cerrada. Su realismo aleja siempre a los judíos de los cristianos, porque lo espiritual es tan ininteligible para el realista como lo real es despreciable a los ojos del espíritu. Los judíos no tienen más que «el espíritu de este mundo». El ingenio y la profundidad de los antiguos están tan alejados del espíritu y de la espiritualidad del mundo cristiano como la tierra lo está del cielo. Las cosas de este mundo no conmueven ni angustian al que se siente un espíritu libre; no le preocupan, porque sería preciso, para que continuase sintiendo su peso, que fuese limitado y que les diera todavía alguna importancia, esto es, que siguiera preocupado por su «amada vida». El que se dedica exclusivamente a saberse y sentirse espíritu puro, se preocupa poco de los acontecimientos desagradables que puedan sucederle, y no piensa de ningún modo en como organizarse para tener una vida libre y agradable. Las incomodidades de la vida sujeta a las cosas no lo afectan, porque no vive más que por el espíritu, y de alimentos completamente espirituales. Sin duda, como el primer animal, pero casi sin darse cuenta, bebe, come, y cuando el pasto le falta su cuerpo muere; pero como espíritu sabe que es inmortal, y sus ojos se cierran en medio de una meditación o de una plegaria. Toda su vida se limita a sus relaciones con lo espiritual: él piensa, el resto no es nada; cualquiera sea la dirección que tome su actividad en los dominios del espíritu, plegaría, contemplación o especulación filosófica, siempre sus esfuerzos se realizan bajo la forma de un pensamiento, y por eso Descartes, cuando llegó a entender completamente esta verdad, pudo decir: «pienso, luego soy». Eso significa que mi pensamiento es mi ser y mi vida, que no tengo otra vida más que mi vida espiritual, ni otra existencia más que mi existencia en tanto espíritu, en fin, que soy absolutamente espíritu y nada más que espíritu. El desgraciado Peter Schlemhil, que había perdido su sombra[11], es el retrato de ese hombre hecho espíritu, porque el cuerpo del espíritu no hace sombra. ¡Con los antiguos era muy distinto! Por enérgicos, por viriles que se mostraran frente a la potencia de las cosas, no podían hacer más que reconocer esta potencia, y su poder se limitaba a proteger todo lo posible su vida contra ella. Sólo muy tarde reconocieron que su «verdadera vida» no era la que participaba de las luchas del mundo, sino la vida «espiritual», «que se desvía de las cosas»; y el día que lo advirtieron, se convirtieron en cristianos, en «modernos» e innovadores frente al mundo antiguo. La vida espiritual, ajena a las cosas de aquí abajo, ya no tiene sus raíces en la naturaleza, «no se alimenta más que de pensamientos», y no es, entonces, ya la «vida», sino el pensamiento. No se crea, sin embargo, que los antiguos vivieran sin pensar; eso sería tan falso como imaginarse al hombre espiritual sin vivir. Los antiguos tenían sus pensamientos sobre todo, sobre el mundo, sobre el hombre, sobre los dioses, etc., y mostraban gran interés en hacerse conscientes de todo esto. Pero lo que no conocían era el pensamiento, aunque pensaran en toda clase de cosas y pudieran ser «atormentados con sus pensamientos». Recuerden la frase del Evangelio: «Mis pensamientos no son sus pensamientos; así como el cielo está más alto que la tierra, mis pensamientos son más elevados que los suyos»; y recuerden que se dijo más arriba sobre nuestros pensamientos en la niñez. ¿Qué busca, entonces, la antigüedad? La verdadera alegría, la alegría de vivir, que terminará siendo la «verdadera vida». El poeta griego Simónides canta: «para el hombre mortal, el más noble e importante de los bienes es la salud; el segundo, la belleza; el tercero, la riqueza adquirida sin fraude; el cuarto, es disfrutar de esos bienes en compañía de amigos jóvenes». Esos son los bienes de la vida, las alegrías de la vida. ¿Y qué otra cosa buscaba Diógenes de Sínope, sino esa verdadera alegría de vivir que creyó encontrar en la más estricta miseria? ¿Qué otra cosa buscaba Aristipo? Lo que buscaban todos era el tranquilo e imperturbable deseo de vivir, era la serenidad. Los estoicos quieren realizar el ideal de la sabiduría en la vida, ser hombres para saber vivir. Este ideal lo encuentran en el desprecio del mundo, en una vida inmóvil y estancada, aislada y desnuda, sin expansión, sin relaciones cordiales con el mundo. El estoico vive, pero para él todo lo demás está muerto. Los epicúreos, al contrario, desean una vida activa. Los antiguos aspiran al vivir bien (los judíos en especial desean vivir largamente, llenos de hijos y de riquezas), a la eudaimonta[12], al bienestar bajo todas sus formas. Demócrito, por ejemplo, elogia la paz del corazón del «que desliza sus días en el reposo, lejos de las agitaciones y los miedos». Él piensa, entonces, en atravesar la vida sin cuidados, preservándose de todos los azares del mundo. Como no puede desprenderse del mundo, puesto que toda su actividad está vuelta hacia este esfuerzo, se limita a rechazarlo, pero no lo destruye (porque, para que exista algo que rechazar, es preciso que lo rechazable y lo rechazado se mantengan), y alcanza, cuando mucho, un grado de liberación apenas distante en el grado al que suelen alcanzar los tiranizados por el mundo. Aunque llegue a matar en sí el último resto de sensibilidad por las cosas terrestres, que revela el monótono cuchicheo de la palabra «Brahm»[13], nada, sin embargo, lo separa esencialmente del hombre de los sentidos, del hombre material. El estoicismo, la virtud viril misma, no tiene otra razón de ser que la necesidad de afirmarse frente al mundo; la ética de los estoicos (su única ciencia, ya que no pueden decir otra cosa del espíritu más que cómo debe comportarse frente al mundo; y de la naturaleza — física — sólo que el hombre sabio debe oponerse a ella) no es una doctrina del espíritu, sino una doctrina del desprecio del mundo y de la afirmación de sí misma frente al mundo; y esta doctrina se expresa en «la impasibilidad y en la calma en la vida», es decir, en la pura virtud romana. Los romanos tampoco pasaron de ésta sabiduría en la vida (Horacio, Cicerón, etc.). La prosperidad epicúrea (bedoné) no es más que el saber vivir estoico, pero más refinado, más engañoso; los epicúreos enseñan simplemente otra conducta en el mundo, nos aconsejan usar el ingenio para no chocar con él; es necesario engañar al mundo, porque es nuestro enemigo. La separación definitiva con el mundo fue consumada por los escépticos. Todas nuestras relaciones con él, no tienen «ni valor ni verdad». Las sensaciones y los pensamientos que sacamos del mundo no contienen, dice Timón, «ninguna verdad». «¿Qué es la verdad?» — exclama Pilato. La doctrina de Pirrón nos enseña que el mundo no es ni bueno ni malo, ni hermoso ni feo, etc., sino que esos son simples predicados que le atribuimos. «Una cosa no es ni buena ni mala en sí: es el hombre el que la juzga de un modo o de otro». Dice Timón. No hay otra actitud posible frente al mundo que la ataraxia (la indiferencia) y la afasia (el silencio, o, en otros términos, el aislamiento interior). No hay en el mundo «ninguna otra verdad que aprender»: las cosas se contradicen, nuestros pensamientos sobre ellas no tienen ningún criterio (una cosa que es buena para uno, resulta mala para el otro); se abandona entonces toda investigación sobre la «verdad»; y sólo queda el hombre sin capacidad de conocimiento, el hombre que no encuentra nada que conocer en el mundo; y este hombre deja al mundo vacío de verdad y no se preocupa por él. Así sometió la Antigüedad al mundo de las cosas, el orden de la Naturaleza, y del Universo; pero este orden — o las cosas de este mundo — incluye no sólo las leyes de la naturaleza, sino también todas las relaciones en que la naturaleza coloca al hombre: la familia, la comunidad y todo lo que se llama «lazos naturales». Con el mundo del espíritu comienza el cristianismo. El hombre que se mantiene en armas frente al mundo, es el antiguo, el pagano (el judío lo sigue siendo porque no es cristiano); el hombre que no se guía más que por su «alegría de corazón», su compasión, su simpatía, su espíritu, es el moderno, el cristiano. Los antiguos trabajaron para someter al mundo y se esforzaron en liberar al hombre de las pesadas cadenas de su dependencia de aquello que no era él; llegaron así a la disolución del Estado y a la preponderancia de todo lo «privado». Cosa pública, familia, etc., en tanto lazos naturales, se convierten en molestos obstáculos que impiden mi libertad espiritual. *** II. Los modernos «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas».[14] Ya dijimos que «para los antiguos el mundo era una verdad»; podemos decir ahora: para los modernos el espíritu era una verdad», pero debe añadirse, como antes: «una verdad cuya falsedad buscaron y llegaron a penetrar». El cristianismo sigue el camino que había tomado la antigüedad: encorvada durante toda la edad media bajo la disciplina de los dogmas cristianos, en el siglo anterior a la Reforma, se hace sofista y juega heréticamente con todos los fundamentos de la fe. Sobre todo en Italia y en la corte de Roma se decía: el espíritu puede divertirse, mientras el corazón permanezca cristiano. En las épocas previas a la Reforma estaban tan acostumbrados a las discusiones sutiles, que el Papa — y casi todos con él — creyeron que la entrada de Lutero en escena no era más que una «pelea de frailes». El humanismo corresponde a la sofística, y así como en tiempos de los sofistas que la vida griega alcanzó su máxima expansión (en el siglo de Perícles), del mismo modo, en tiempos del humanismo, que se podría llamar también la época del maquiavelismo, fue un momento culminante de la historia de la civilización (la imprenta, el Nuevo Mundo, etc.). El corazón estaba en aquel momento bien lejos aún de querer liberarse de su contenido cristiano. Pero la Reforma se tomó, como lo había hecho Sócrates, el corazón en serio, y los corazones, desde ese día, han dejado, visiblemente, de ser cristianos. Desde el momento en que se empezaba con Lutero a discutir el lugar que debía ocupar el corazón, empezó a aliviarse la Reforma de la pesada carga de los sentimientos cristianos. Día a día menos cristiano, el corazón perdió lo que lo había llenado y ocupado hasta entonces, tanto que al fin no le quedó más que una cordialidad vacía: el amor genérico por los hombres, al amor del Hombre, la «conciencia». El cristianismo llega así al término de su evolución, porque se ha desnudado, atrofiado y vaciado. El corazón ya no tiene nada que no lo rebele, a menos que inconscientemente lo deje entrar; somete a una crítica mortal a todo lo que pretenda conmoverlo (a no ser, como antes, de modo inconsciente o tomado por sorpresa), no tiene piedad. No es capaz de amar. ¿Y qué podría amar en los hombres? Todos son «egoístas», ninguno es verdaderamente el hombre, el espíritu puro; el cristiano no ama a nadie más que al espíritu, pero, ¿dónde esta el espíritu puro? Amar al hombre en carne y hueso no sería ya un amor «espiritual», sería una traición al amor «puro», al «interés teórico». Porque no debe confundirse con el amor puro esa cordialidad que estrecha amistosamente la mano, porque es precisamente lo contrario; no se entrega con sinceridad a nadie, no es más que una simpatía completamente teórica, un interés que se fija en el hombre como Hombre, no como persona. La persona rechaza este amor porque es egoísta, porque ella no es el Hombre, es decir, la idea en que se puede fijar el interés teórico. Los hombres de carne y hueso, como nosotros, no dan otra cosa al amor puro, a la pura teoría, más que un objeto de crítica, de burla y de completo desprecio; para ellos, como para los sacerdotes fanáticos, las personas no son más que «basura», o algo peor. Llegados a esta cumbre del amor desinteresado, debemos aceptar que ese espíritu que inspira el amor exclusivo del cristiano, no es nada o es un engaño. Lo que en este resumen pudiera todavía parecer obscuro e incomprensible, se aclarará, espero, más adelante. Aceptemos la herencia que nos han dejado los antiguos e intentemos, como obreros laboriosos, sacar de ella todo lo que se pueda sacar. La tierra yace despreciada a nuestros pies, muy por debajo de nosotros y de nuestro cielo; sus brazos poderosos ya no nos oprimen; olvidamos su aliento embriagador; por seductora que sea, sólo puede perder a nuestros «sentidos», y como no somos nada más que espíritu, no puede engañarnos. Una vez penetradas las cosas, el espíritu está por encima de ellas; esta libre de sus brazos y queda liberado en el «más allá». Así habla la «libertad espiritual». Para el espíritu, al que largos esfuerzos han liberado del mundo, al espíritu sin mundo, no le queda ya, perdidos el mundo y la materia, más que el espíritu y lo espiritual. Sin embargo, al hacerse esencialmente diferente e independiente del mundo, el espíritu no hizo más que alejarse de él, sin poder, en realidad, eliminarlo; así, este mundo le opone, desde el descrédito en que ha caído, obstáculos constantes; y el espíritu, que sólo conoce lo espiritual, está condenado a arrastrar eternamente el deseo melancólico de espiritualizar al mundo, de salvarlo. Por ello, como un joven, se ocupa en planes de redención, en proyectos para mejorar el mundo que forma. Los antiguos, como vimos, eran esclavos de lo terreno; se inclinaban ante el orden natural de las cosas, pero preguntándose siempre si no existía forma de esquivar esta servidumbre; cuando finalmente se fatigaron con sus constantes intentos de rebelión y de sus últimos suspiros, nació el Dios, el «vencedor del mundo». Toda la actividad de su pensamiento había sido dirigida hacia el conocimiento del mundo; no había sido más que un largo esfuerzo para penetrarlo y superarlo. ¿Qué hizo el pensamiento durante los siglos que siguieron? ¿Qué es lo que los modernos intentaron penetrar? No el mundo, porque esto ya lo habían hecho los antiguos; pero si el Dios que estos últimos les dejaron, el dios que «es espíritu» todo aquello relacionado con el espíritu, lo espiritual. Pero la actividad del espíritu que explora «las profundidades mismas de la divinidad» es la teología. Si los antiguos no produjeron más que una cosmología, los modernos no pasaron jamás de la teología. Más adelante veremos que las más recientes rebeliones contra Dios, no son sino las últimas convulsiones de esa «teología»; son insurrecciones teológicas. **** 1. El espíritu El mundo de los Espíritus es inmensamente vasto, el de lo espiritual es infinito: examinemos, entonces, lo que es realmente ese espíritu que nos han legado los antiguos. Ellos lo dieron a luz entre sus dolores de parto, pero no pudieron reconocerse en él; pudieron crearlo, pero sólo él podía hablar por sí mismo. El «Dios nacido, el Hijo del hombre», expresó por primera vez este pensamiento: que el Espíritu, es decir, El, Dios, no tiene nada que ver con las cosas terrenales y sus relaciones, sino únicamente con las cosas espirituales y sus relaciones. Mi indestructible firmeza en la adversidad, mi inflexibilidad y mi audacia, ¿son ya el Espíritu, en la plena acepción de la palabra, ya que no puede el mundo nada contra ellas? Si fuera así, el Espíritu estaría todavía en oposición con el mundo y todo su poder se limitaría a no someterse a él. ¡No!, En tanto que no se ocupa exclusivamente de sí mismo, en tanto que no tiene únicamente que hacer con su mundo, con el mundo espiritual, lo espiritual no es todavía el «Espíritu libre»; si no solamente el «Espíritu de este mundo», encadenado a este mundo. El Espíritu no es Espíritu libre, es decir, realmente Espíritu, más que en el mundo que le es propio; aquí abajo, en este mundo terrenal es siempre un extraño. Sólo en un mundo espiritual el Espíritu se completa y toma posesión de sí, porque este bajo mundo no lo comprende y no puede retener junto a él a la «joven extranjera».[15] Pero ¿dónde encontrará ese dominio espiritual? ¿Dónde sino en sí mismo? El tiene que mostrarse y las palabras que expresa, las revelaciones en las que se manifiesta, ésas son su mundo. Como el soñador no vive sino en el mundo fantástico que crea su imaginación, como el loco engendra su propio mundo de sueños, sin el cual no sería loco, así el Espíritu debe crear «su» mundo de espíritus. Y mientras no lo cree, no es Espíritu; en ellos se reconoce como su creador; él vive en ellos, ellos son su mundo. ¿Qué es, entonces, el Espíritu? El Espíritu es el creador de un mundo espiritual. Se reconoce su presencia en nosotros sólo cuando se comprueba que nos hemos apropiado de algo espiritual, es decir, de pensamientos: que estos pensamientos nos hayan sido sugeridos, poco importa, con tal que nosotros les hayamos dado vida. Pues, de niños, los pensamientos más edificantes carecían de toda eficacia en la medida en que no podíamos recrearlos en Nosotros. Así, también el Espíritu no existe más que cuando crea algo espiritual y su existencia resulta de su unión con lo espiritual, creación suya. En sus obras lo reconocemos, entonces ¿Qué son esas obras? Las obras, los hijos del Espíritu, son otros Espíritus, otros fantasmas. Si los que me leyesen fueran judíos, judíos ortodoxos, podría detenerme aquí y dejarles meditar sobre el misterio de su incredulidad y de su incomprensión de veinte siglos. Pero como tú, lector, no eres judío, al menos un judío de pura sangre — pues ninguno me hubiese seguido hasta aquí —, sigamos todavía juntos un trecho del camino, hasta que tal vez me vuelvas la espalda a mí, porque me burlo en tu cara. Si alguien te dijera que eres todo Espíritu, te tocarías y no le creerías, pero responderías: «Tengo, realmente, Espíritu; sin embargo, no existo únicamente como Espíritu: soy un hombre de carne y hueso». Además, siempre te distinguirías de tu «espíritu». Pero — contesta el otro — es tu destino, aunque seas todavía el prisionero de un cuerpo, llegar a ser algún día «espíritu bienaventurado»; y si puedes imaginarte el aspecto futuro de ese Espíritu, es igualmente cierto que en la muerte abandonarás ese cuerpo, y que lo que guardes para la eternidad será tu Espíritu. Por consigui ente, lo que tienes de verdadero y de eterno, es el Espíritu; el cuerpo no es más que tu morada en este mundo, morada que puedes abandonar y quizá cambiar por otra. ¡Ahora estas convencido! Por el momento, en realidad no eres un puro Espíritu, pero cuando hayas emigrado de este cuerpo mortal, podrás salir del paso sin él; así, es necesario que tomes tus precauciones y que cuides a tiempo tu yo real: ¿De qué le servirá al hombre conquistar el universo, si con ello daña su alma? Pero dudas graves han aparecido en el transcurso del tiempo contra los dogmas cristianos, y te han despojado de tu fe en la inmortalidad de tu espíritu, pero una cosa sigue en pie: estás siempre firmemente convencido de que el Espíritu es lo mejor que tienes y que lo espiritual tiene más ventaja que todo lo demás. Cualquiera que sea tu ateísmo compartes con los creyentes en la inmortalidad su pasión contra el egoísmo. Entonces, ¿qué entiendes por «egoísta»? Un hombre que en lugar de vivir para una idea, es decir, para alguna cosa espiritual, y sacrificar a esta idea su interés personal, sirve, al contrario, a este último. Un buen patriota, por ejemplo, lleva su ofrenda al altar de la patria, y que la patria sea una pura idea no ofrece duda alguna, porque no hay ni patria ni patriotismo para los animales o para los niños, carentes todavía de espíritu. El que no da muestras de patriotismo, aparece frente a la patria como egoísta. Lo mismo sucede en una infinidad de casos: aprovecharse de un privilegio a costa del resto de la sociedad, es pasar por egoísmo contra la idea de igualdad; ejercer el poder es violar como egoísta la idea de libertad, etc. Ese es motivo de tu desprecio por el egoísta, porque él subordina lo espiritual a lo personal, y sólo piensa en sí mismo, cuando preferirías verle actuar por el amor de una idea. Lo que los distingue es que mientras tú pones por encima de todo a tu Espíritu, él pone por encima de todo a sí mismo; en otros términos, que tú divides tu persona y colocas tu «propio yo» — el espíritu — en soberano del resto — que no tiene valor —, mientras que él no quiere saber nada de esa división y persigue, según su placer, sus propios intereses, tanto espirituales como materiales. Crees no levantarte más que contra los que no conciben ningún interés espiritual, pero de hecho persigues a todos los que no consideran esos intereses espirituales como los «verdaderos y supremos» intereses. Llevas tan lejos tu actitud de caballero, siervo de este ideal, que llegas a decir que es la única belleza existente en el mundo. No es para ti para quien vives, sino para tu Espíritu y para lo que es del Espíritu, es decir, para las Ideas. Puesto que el Espíritu no existe sino en tanto que creador espiritual, intentemos, entonces, descubrir su primera creación. De ésta se sigue, naturalmente, una generación indefinida de creaciones; como en el mito, bastó que los primeros humanos fuesen creados para que la raza se multiplicase espontáneamente. Esta primera creación debe originarse de la «nada», es decir, que el Espíritu, para realizarla no dispone más que de sí mismo; más aún, ni siquiera dispone todavía de el, pero debe crearse. El Espíritu es, entonces, él mismo, su primera creación. Por místico que esto parezca, en realidad se trata de una experiencia cotidiana. ¿Se es pensador antes de haber pensado? Sólo por el hecho de crear el primer pensamiento, se crea el pensador, porque no se piensa en tanto que no se ha tenido un pensamiento. ¿No es cantar lo que te hace cantor, hablar lo que te hace un hablante? Igualmente es la primera producción espiritual lo que hace de Ti un Espíritu. Si te distingues del pensador y del cantor, deberías distinguirte igualmente del Espíritu y sentirte claramente algo distinto que el Espíritu. Así como el yo pensante pierde fácilmente la vista y el oído en su entusiasmo por pensar, así también el entusiasmo espiritual te domina y ahora aspiras con todas tus fuerzas a hacerte todo Espíritu y a fundirte en el Espíritu. El Espíritu es tu ideal, lo inaccesible, el más allá; tú llamas al espíritu Dios: «¡Dios es el espíritu!» Te domina el fanatismo contra todo lo que no es espíritu, y te enfureces contra lo que no tienes de espiritual. En lugar de decir: «Yo soy más que espíritu», dices con culpa: «Yo soy menos que Espíritu. El espíritu, el puro espíritu no puedo más que imaginarlo, pero yo no lo soy, es otro, y a ese otro lo llamo Dios». El espíritu, para existir como puro espíritu, debe ser, necesariamente, un más allá; porque como yo no lo soy, entonces tiene que ser fuera de mí. Y en tanto que ningún ser humano puede abarcar completamente la noción de «espíritu», el espíritu puro, el espíritu en sí, sólo puede estar fuera de los hombres, más allá del mundo humano, en un mundo no terrenal, sino celestial. Esta discordia entre el yo y el espíritu, porque «yo» y «espíritu» no son dos nombres que se den a una misma cosa, sino dos nombres diferentes para dos cosas diferentes, dado que yo no soy el espíritu y el espíritu no soy yo, eso sólo basta para demostrar completamente, de manera tautológica, la necesidad de que el espíritu habite en el más allá, es decir, que sea Dios. De eso también se deduce la base totalmente teológica sobre la que Feuerbach[16] construye la solución liberadora que quiere hacernos aceptar. El nos dice: En otro tiempo ignoramos nuestra esencia, y por ello la buscamos en el más allá; pero ahora, que comprendemos que Dios no es más que nuestra esencia humana, tenemos que reconocer esta última como nuestra y trasladarla nuevamente del otro mundo a este mundo. A ese Dios que es espíritu, Feuerbach lo llama «nuestra esencia». ¿Podemos aceptar esa división entre «nuestra esencia» y nosotros, y admitir nuestra división entre en un yo esencial y uno que no lo es? ¿No nos condenamos de este modo a vernos de nuevo desterrados de nosotros mismos? ¿Qué ganamos al convertir lo divino exterior en un divino interior? ¿Somos nosotros lo que está en nosotros? No más que lo que está fuera de nosotros. Precisamente porque no somos el espíritu que está en nosotros, estamos obligados a buscar ese espíritu fuera de nosotros: no podemos darle otra existencia que la que está fuera de nosotros, más allá de nosotros, en el «más allá». Feuerbach se aferra como desesperado a todo el contenido del cristianismo, no para echarlo abajo, sino para apoderarse de él, para arrancar del cielo, en un último esfuerzo, ese ideal tan deseado, pero nunca alcanzado, y guardarlo eternamente para él. ¿No es eso un supremo esfuerzo, una acción desesperada sobre la vida y la muerte, y no es al mismo tiempo la última convulsión del espíritu cristiano sediento del más allá? ¡El héroe no intenta llegar al cielo, sino atraerlo a él, forzarlo a hacerse terrestre! ¿Y qué grita el mundo entero desde ese día? ¿Qué es lo que se reclama, consciente o inconscientemente? ¡Que este mundo es el que importa, que el cielo venga a la tierra y que se pueda disfrutar aquí mismo! Le oponemos a la doctrina teológica de Feuerbach nuestras réplicas: «el ser del hombre es para el hombre el ser supremo. A este ser supremo la religión lo llama Dios, y hace de él un ser objetivo; pero se trata en realidad del propio ser del hombre; y estamos en un punto de inflexión de la Historia Universal, porque desde ahora, para el hombre, no es Dios, sino el Hombre el que encarna la divinidad».[17] Nosotros respondemos: el Ser Supremo es el ser o la esencia del hombre, de acuerdo; pero precisamente porque esta esencia suprema es su «esencia» y no él mismo, es totalmente indiferente que la veamos fuera de él y la llamemos «Dios», o que la veamos dentro y lo llamemos «la esencia del hombre» u «Hombre». Yo no soy ni Dios ni el hombre, yo no soy ni la esencia suprema ni mi esencia, y en el fondo, da lo mismo que conciba la esencia fuera o dentro de mí. Más aún; siempre se concibió la esencia suprema en este doble más allá, trascendencia interior y trascendencia exterior; porque, según la doctrina cristiana, el «espíritu de Dios» es también «nuestro espíritu» y «habita en nosotros».[18] Vive en el cielo y vive en nosotros; nosotros no somos más que su morada. Si Feuerbach destruye su morada celestial, y lo obliga a venir a instalarse en nosotros con todas sus pertenencias, nos veremos, nosotros, en tanto su alojamiento terrestre, singularmente atestados. Hubiera sido mejor, para no repetirnos, reservar esta digresión para más adelante. Pero volvamos a la primera creación del espíritu, al espíritu mismo. El espíritu es una cosa diferente al yo. Esta cosa distinta ¿qué es? **** 2. Los poseídos ¿Has visto ya un espíritu? — ¿Yo? No, pero mi abuela los ha visto. — A mí me pasa lo mismo; yo no los he visto nunca, pero a mi abuela le corrían sin cesar por entre las piernas; y por respeto al testimonio de nuestras abuelas, creemos en la existencia de los espíritus. Pero ¿no teníamos también abuelos y no se encogían de hombros cada vez que nuestras abuelas relataban historias de aparecidos? ¡Sí! Eran incrédulos y con su incredulidad causaron grandes daños a nuestra buena religión. ¡Esos racionalistas! Vamos a demostrarlo. ¿Qué fundamento tiene esa fe profunda en los espectros, sino la fe en la «existencia de seres espirituales» en general? ¿Y no se quebrantaría esta fe si se permitiera que cada hombre con entendimiento se encoja de hombros ante la primera? Los románticos, sintiendo cuánto comprometería a la creencia en Dios el abandono de la creencia en los espíritus o espectros, se esforzaron en eliminar esta consecuencia, no sólo resucitando el mundo maravilloso de las leyendas, sino particularmente «interiorizándose el mundo superior» con sus sonámbulos, la clarividente de Prevorst[19], etc. Los creyentes sinceros y padres de la Iglesia no sospechaban que, con la fe en los espectros, desaparecía, también, la base misma de la religión, y que, desde ese instante, ella permanecería flotando en el aire. Quien no cree en ningún fantasma, tiene que ser consecuente consigo mismo para que su incredulidad le conduzca a advertir que detrás de las cosas no se oculta ningún ser separado, ningún fantasma o — tomando una palabra que en sentido ingenuo se considera sinónima — ningún «Espíritu». ¡Existen Espíritus! Contempla el mundo que te rodea, y dime si detrás de todo, no se adivina un Espíritu. A través de la flor, la hermosa flor, te habla el Espíritu Creador que le dio su bella forma, las estrellas anuncian al Espíritu que ordena su marcha por los cielos, un Espíritu sublime sopla hacia abajo desde la cima de los montes, el Espíritu de la melancolía y del deseo murmura bajo las aguas y desde los hombres hablan millones de Espíritus. Que los montes se hundan en el abismo, que se marchiten las flores y las estrellas se reduzcan a polvo, que mueran los hombres. ¿Qué sobrevive a la ruina de esos cuerpos visibles? ¡El Espíritu, el «invisible», que es eterno! Sí, todo en este mundo está encantado. Más aún, este mundo mismo está encantado, máscara engañosa, es la forma errante de un Espíritu, es un fantasma. ¿Qué es un fantasma sino un cuerpo aparente pero un espíritu real? Así es el mundo, vano, nulo, una ilusoria apariencia sin otra realidad que el Espíritu. Es la apariencia corpórea de un Espíritu. Se mira alrededor y en la lejanía, por todas partes nos rodea un mundo de fantasmas, estamos asediados por visiones. Todo lo que se nos aparece no es más que el reflejo del espíritu que lo habita, una aparición espectral; el mundo entero no es más que una fantasmagoría, tras la cual se agita el Espíritu. Vemos espíritus. ¿Pretendes compararte con los antiguos, que veían dioses por todas partes? Los dioses, mi querido Moderno, no son Espíritus; los dioses no reducen el mundo a una apariencia y no lo espiritualizan. A tus ojos, el mundo entero está espiritualizado, ha venido a ser un enigmático fantasma, por eso no te sorprende tampoco hallar en ti más que un fantasma. ¿No se aparece tu espíritu a tu cuerpo y no es él lo verdadero, lo real, mientras que tu cuerpo es una mera apariencia, algo perecedero y carente de valor? ¿No somos todos espectros, pobres seres atormentados que esperan la redención? ¿No somos Espíritus? Desde que el Espíritu apareció en el mundo, desde que «el Verbo se ha hecho carne», ese mundo espiritualizado no es más que una casa encantada, un fantasma. Se tiene un espíritu porque se tienen pensamientos. Pero ¿qué son esos pensamientos? — Seres espirituales —, ¿No son, entonces, cosas? No, sino el Espíritu de las cosas, lo que tienen de más íntimo, de más esencial, su Idea. Lo que piensas, ¿no es simplemente tu pensamiento? Al contrario, es lo que hay de más real, lo propiamente verdadero en el mundo: es la verdad misma. Cuando pienso correctamente, pienso la «verdad». Es cierto, puedo engañarme acerca de la Verdad, puedo no comprenderla, pero cuando mi comprensión es verdadera, el objeto de mi comprensión es la «verdad». ¿De este modo, entonces, quieres conocer la Verdad? La Verdad es sagrada para mí. Puede suceder que encuentre una verdad imperfecta que tenga que reemplazar por otra mejor, pero no puedo suprimir la Verdad. Yo creo en la Verdad y por eso la busco; pues nada la supera y es eterna. ¡Sagrada y eterna, la Verdad es lo Sagrado y lo Eterno! Pero tú, que te llenas de esa santidad y haces de ella tu guía, serás santificado. Lo sagrado no se manifiesta jamás a tus sentidos; y por ello nunca descubres su huella. No se revela más que a tu fe, o más precisamente, a tu espíritu, porque ella misma es algo espiritual, un Espíritu; es Espíritu para el Espíritu. No se suprime lo Sagrado con tanta facilidad como parecen creerlo muchos que todavía rechazan esta palabra impropia. Cualquiera que sea el punto de vista bajo el que se me acuse de egoísmo, se sobreentiende siempre que se tiene en mente a algún Otro al que Yo debería servir antes que a mí mismo, a quien yo debería considerar más importante que a todo lo demás; en resumen, un «algo» en el que hallaría mi bien, una cosa «sagrada». Que ese «algo sagrado» sea, por otra parte, tan humano como se quiera, que sea lo humano mismo, no quita nada de su carácter, como mucho se convierte ese sagrado supraterrenal en un sagrado terrenal, de divino a humano. Lo sagrado existe sólo para el egoísta que no se reconoce como tal, para el egoísta involuntario. Me refiero al que, incapaz de traspasar los límites de su yo, no lo considera, sin embargo, como el ser supremo; no sirve más que a sí mismo, creyendo servir a un ser superior y que no conociendo nada superior a sí mismo, sueña, sin embargo, con alguna cosa superior. En resumen, es el egoísta que quisiera no ser egoísta, que se humilla y que combate su egoísmo, pero que no se humilla más que para ser elevado, es decir, para satisfacer su egoísmo. No quiere ser egoísta, y por eso busca en el cielo y la tierra algún ser superior al que pueda ofrecer sus servicios y sus sacrificios. Pero, por más que se esfuerza y mortifica, no lo hace en definitiva más que por amor a sí mismo y el egoísmo, el odioso egoísmo no se separa de él. He aquí por qué lo llamo egoísta involuntario. Todos sus esfuerzos y todas sus preocupaciones para separarse de sí mismo no son más que el esfuerzo mal comprendido de disolverse a sí mismo. Si estás encadenado a lo que hiciste en el pasado y si tienes que parlotear por lo que hiciste ayer, no puedes transformarte a ti mismo en cada instante.[20] Entonces te sientes atrapado por las cadenas de la esclavitud y paralizado. Por esto, en cada instante de tu existencia brilla un instante futuro que te llama, y tú, en tu desarrollo, te separas de ti, de tu Yo actual. Lo que Tú eres en cada instante es tu propia creación y no debes separarte de esta creación, tú, su creador. Eres un ser superior a ti mismo, tú que te superas a ti mismo.[21] Como egoísta involuntario, ignoras que eres el que es superior a ti, es decir, que no eres meramente una criatura, sino, a su vez, Tu creador. Por ello, el ser superior es para ti un ser extraño. Todo ser superior, como la Verdad, la Humanidad, etc., es un ser que está por encima de nosotros. La ajenidad es una característica de lo «Sagrado». En todo lo sagrado existe algo misterioso, o sea, extraño, algo que nos incomoda. Lo que para mí es sagrado, no me es «propio» y si, por ejemplo, la propiedad de otro no me fuera sagrada, la consideraría mía y me la apropiaría en cuanto tuviera la mejor ocasión. Por el contrario, si el rostro del emperador chino fuese sagrado para mí, por ello sería extraño a mis ojos y bajaría la mirada ante su presencia. ¿Por qué no considero sagrada una verdad matemática, indiscutible, que podría llamarse eterna, en el sentido habitual de la palabra? Porque no es revelada, no es la revelación de un ser superior. Entender únicamente por reveladas las verdades religiosas, sería absolutamente erróneo, sería desconocer por completo el significado del concepto «ser superior». Los ateos se ríen de ese ser superior al que se rinde culto bajo el nombre de «altísimo» o «être suprême» y reducen a polvo, una tras otra, todas las pruebas de su existencia, sin notar que ellos mismos obedecen así a su necesidad de un ser superior y que no destruyen al antiguo sino para dejar lugar a otro nuevo. ¿No es el «Hombre» una esencia más elevada que el individuo? ¿Y las verdades, derechos e ideas que se deducen de su concepto no deberían ser veneradas y mantenidas como sagradas, en tanto revelaciones de este concepto? Porque, aunque elimináramos una y otra vez las verdades manifestadas por este concepto, esto sólo pondría de manifiesto una falta de comprensión de parte nuestra, sin afectar por ello a este concepto, ni desacralizar aquellas verdades que ’’justamente» deben ser vistas como sus revelaciones. «El hombre» está por encima de cada individuo; y, aún así, a pesar de ser su esencia, no es de hecho su esencia (que debería ser única, como el único), sino una más general y más elevada, si es, para los ateos, «el ser supremo». Y, así como las revelaciones de Dios no fueron escritas por él, con su propia mano, sino hechas públicas a través de «los instrumentos del Señor», así, el nuevo «ser supremo» no escribe sus revelaciones por sí mismo, sino a través de «hombres verdaderos». Pero el nuevo ser deja ver, de hecho, una idea más espiritual que el viejo dios; ya que este último se presentó con una especie de figura o cuerpo, mientras que el nuevo, en cambio recibe una espiritualidad perfecta y no se le atribuye ningún tipo de cuerpo material. Sin embargo, no le falta corporeidad, e incluso adopta una apariencia más seductora, al parecer más natural y mundano, ya que consiste en, nada más y nada menos, en cada hombre físico y también en la «humanidad» y en «todos los hombres». De este modo lo espectral de un espíritu con un cuerpo imaginario, se ha convertido en algo compacto y popular. Sagrada es, entonces, la más alta de las esencias y todo aquello en lo cual se revela o se manifiesta a sí misma, y también sagrados los que reconocen a ese ser supremo en su propio ser, es decir, en sus manifestaciones. Lo que es sagrado santifica a su vez a su adorador, quien por su culto se convierte él mismo en sagrado; y del mismo modo santifica todo lo que hace: santo comercio, santos pensamientos, santas acciones, santas aspiraciones, etc. El objeto que debe ser honrado como ser supremo, ya se sabe que no puede ser discutido con sentido, a menos que los adversarios más encarnizados estén de acuerdo sobre un punto esencial, y admitan la existencia de un Ser Supremo al que se dirigen nuestro culto y nuestros sacrificios. Si uno sonriera compasivo ante la lucha por «el ser supremo», tal como el cristiano ante la discusión entre un chiíta y un sunita, o entre un brahmán y un budista; será porque para él la hipótesis de un Ser Supremo es nula, y toda disputa al respecto inútil. Ya sea el Ser Supremo el Dios único en tres personas, el Dios de Lutero, el «être suprême» del deísta, o el «Hombre», todo es lo mismo para el que niega directamente al Ser Supremo. Ustedes, los que sirven a un ser supremo, cualquiera que sea, son gente piadosa, tanto el ateo más frenético como el más ferviente cristiano. En la santidad viene en primer término el Ser Supremo y la fe en su esencia, nuestra «santa fe». ***** El fantasma Con los aparecidos entramos en el reino de los Espíritus, en el reino de las Esencias. El ser enigmático e incomprensible que encanta y perturba al universo, es el fantasma misterioso que llamamos Ser Supremo. Penetrar ese fantasma, comprenderlo, descubrir la realidad que existe en él (probar la existencia de Dios) es la tarea a la que los hombres se han dedicado durante siglos. Se han torturado en la empresa imposible y atroz, ese interminable trabajo de Danaidas[22], de convertir el fantasma en un no-fantasma, lo no-real en real, el Espíritu en una persona corporal — con esto se atormentaron a sí mismos hasta la muerte. Tras el mundo existente buscaron la cosa en sí, el ser, la esencia. Tras las cosas buscaron la no-cosa. Cuando se examina a fondo el menor fenómeno, buscando su esencia, se descubre en ella frecuentemente otra cosa muy distinta a su ser aparente. Un corazón mentiroso, discursos pomposos y pensamientos mezquinos, etc. Y por lo mismo que se hace resaltar la esencia, se reduce lo aparente, hasta entonces mal comprendido, a una mera apariencia, un engaño. La esencia de este mundo, tan atractiva y espléndida, es, para el que busca en sus profundidades, la vanidad, la vanidad es la esencia del mundo (es ser mundo). Ahora, quien es religioso no se ocupa de la apariencia engañosa, de los vanos fenómenos, sino que busca la Esencia y cuando tiene esa Esencia, tiene la Verdad. Las Esencias que se manifiestan bajo ciertos aspectos son las malas Esencias, las que se manifiestan bajo otros son las buenas. La Esencia del sentimiento humano, por ejemplo, es el Amor; la Esencia de la voluntad humana, el Bien; la Esencia del pensamiento es lo Verdadero, etc. Lo que al principio se considera existencia, como el mundo y lo que a él se refiere, aparece ahora como una pura ilusión, y lo que existe verdaderamente es la Esencia, cuyo reino se llena de dioses, de espíritus y de demonios, es decir, de buenas y de malas esencias. Desde entonces, este mundo invertido, el mundo de las Esencias, es el único que existe verdaderamente. El corazón humano puede carecer de amor, pero su esencia existe: el Dios que es el Amor; el pensamiento humano puede extraviarse en el error, pero su esencia, la Verdad, no por ello existe menos: Dios es la verdad. No conocer y no reconocer más que a las Esencias, es lo propio de la religión; su reino es un reino de Esencias, de fantasmas, de espectros. La obsesión de hacer palpable el fantasma, o de realizar el absurdo, ha llevado a producir un fantasma corporal, un fantasma o un espíritu provisto de un cuerpo real, un fantasma hecho carne. ¡Cuánto se han martirizado los grandes genios del cristianismo para aprehender esa apariencia fantasmagórica! Pero, a pesar de sus esfuerzos, la contradicción de dos naturalezas sigue siendo irreductible: por un lado la divina, por el otro, la humana; de una parte el fantasma, de la otra el cuerpo sensible; así se mantiene el más extraordinario de los fantasmas: una cosa que no es una cosa. Quien se martirizaba el alma no era todavía un Espíritu; y ningún chamán de los que se torturan hasta el delirio furioso y el frenesí para exorcizar un espíritu, ha experimentado las angustias que esa apariencia inaprensible produjo a los cristianos. Fue Cristo quien sacó a luz esta verdad: que el verdadero Espíritu, el fantasma por excelencia es el hombre. El Espíritu corpóreo es el hombre, su propia esencia y lo aparente de su esencia, a su vez, su existencia y su ser. Desde entonces el hombre, en general, no huye de los espectros que están fuera de él, sino de él mismo; es para sí mismo un objeto de espanto. En el fondo de su pecho habita el Espíritu del Pecado; el pensamiento más suave (y este pensamiento mismo es un Espíritu) puede ser un diablo, etc. El fantasma se ha corporificado, el Dios se ha hecho hombre, pero el hombre se convierte en el aterrador fantasma que él mismo persigue, trata de conjurar, averiguar, transformar en realidad y en verbo; el hombre es Espíritu. Que el cuerpo se reseque, con tal que el Espíritu se salve. Todo depende del Espíritu y toda la atención se centra en la salvación del Espíritu o del alma. El hombre mismo se ha reducido a un espectro, un fantasma obscuro y engañoso, el que incluso tiene asignado un lugar determinado en el cuerpo. (Disputas sobre el lugar que ocupa el alma: la cabeza, etc.). Tú no eres para mí un ser superior, y yo no lo soy para ti. Puede suceder sin embargo, que cada uno de nosotros oculte un ser superior que exija de nosotros un respeto mutuo. Así, para tomar como ejemplo lo que hay en nosotros de más general, en nosotros vive «el Hombre». Si yo no viese al Hombre en Ti, ¿qué te tendría que respetar? En verdad, tú no eres el hombre, no eres su verdadera y adecuada figura, no eres más que la envoltura perecedera que el Hombre presenta por algunas horas, y que puede abandonar sin dejar de ser él mismo. Sin embargo, ese ser general y superior, vive por el momento en ti. Así me apareces tú (cuya forma pasajera ha revestido un Espíritu inmortal). Tú en quien un Espíritu se manifiesta sin estar ligado ni a tu cuerpo ni a esta forma de aparición, como un fantasma. Por ello no te considero como un ser superior y no respeto en ti más que el ser superior que albergas, es decir, el Hombre. Los antiguos no tenían, desde este punto de vista, ningún respeto para sus esclavos, porque no los consideraban como el ser superior que honramos hoy con el nombre de Hombre. Para remediarlo, ellos descubrían en los demás otros fantasmas, otros espíritus. El Pueblo es un ser superior al individuo, es el Espíritu del pueblo. A este Espíritu honraban los antiguos y el individuo no tenía más importancia para ellos que la de estar a su servicio o al de un Espíritu semejante: el Espíritu de Familia. Por amor a este ser superior, al Pueblo, se concedía algún valor a cada ciudadano. Del mismo modo que tú estás santificado a nuestros ojos por el Hombre que se manifiesta en ti como un fantasma, así también se estaba en aquel tiempo santificado por tal o cual otro ser superior: el Pueblo, la Familia, etc. Si yo te doy atenciones y cuidados, es porque te quiero, es porque encuentro en ti el alimento de mi corazón, la satisfacción de mi deseo; si te amo, no es por amor a un ser superior de quien seas la encarnación consagrada, no es porque vea en ti a un fantasma y adivine un Espíritu; Te amo por el goce; es a ti a quien amo porque tu esencia no es nada superior, no es ni más elevado ni más general que tú; es única como tú mismo, porque tú lo eres. No sólo el hombre es un fantasma; todo está hechizado. El ser superior, el Espíritu que se agita en todas las cosas, no está ligado a nada y no hace más que aparecer en las cosas. ¡Fantasmas en todos los rincones! Este sería el lugar de hacer desfilar a esos fantasmas, pero tendremos ocasión más adelante de evocarlos de nuevo, para verlos desvanecerse ante el egoísmo. Podemos, pues, limitarnos a citar algunos como ejemplo para poner de manifiesto la actitud que adoptamos hacia ellos. Sagrado ante todo es el Espíritu Santo; luego, la Verdad, el Rey, la Ley, el Bien, la Majestad, el Honor, el Orden, la Patria, etc. ***** La alucinación ¡Hombre, tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes alucinaciones! Te imaginas grandes cosas y te forjas todo un mundo de divinidades que existe para ti, un reino de Espíritus al que estás destinado, un Ideal que te llama. ¡Tienes la idea fija! No creas que bromeo o que hablo metafóricamente cuando declaro radicalmente locos, locos de manicomio, a todos los atormentados por lo infinito y lo sobrehumano, a todos lo que dependen de «algo superior»; es decir, a juzgar por la unanimidad de sus votos, a poco más o menos a toda la humanidad. ¿A qué se llama, en efecto, una idea fija? A una idea a la que está sometido el hombre. Si se reconoce tal idea como una locura, se encerrará a su esclavo en un manicomio. Pero ¿qué son la verdad religiosa, de la que no puede dudarse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que no puede atacarse (se cometería entonces un delito de lesa majestad), la virtud, a la que el censor de la moralidad no tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideas obsesivas? ¿Y qué es, por ejemplo, ese loco palabrerío que llena la mayor parte de nuestros periódicos, sino el lenguaje de locos, a quienes hechiza una idea obsesiva de legalidad, de moralidad, de cristianismo, etc. locos que no parecen estar libres más que por el tamaño del patio en que tienen sus recreos? Que se intente convencer a tal loco acerca de su manía e inmediatamente habrá que protegerse el espinazo contra su maldad; porque esos locos de grandes alas tienen, además, esa semejanza con las gentes declaradas locas corrientemente: se arrojan rencorosamente sobre cualquiera que roce su obsesión. Roban primero las armas, roban la libertad de palabra y luego se arrojan sobre nosotros con las uñas. Cada día muestra mejor la cobardía y la rabia de esos maniáticos, y el pueblo imbécil les regala sus aplausos. Basta leer los periódicos y oír hablar a los filisteos para adquirir bien pronto la convicción de que está uno encerrado con locos en una casa de salud. ¡No, no creerás que tu hermano está loco sino también que... etc.! Este argumento es necio y lo repito: mis hermanos son locos perdidos. Que un pobre loco alimente en su celda la ilusión de que es Dios Padre, el Emperador del Japón o el Espíritu Santo, o un buen burgués se imagine que está llamado por su destino a ser buen cristiano, fiel protestante, ciudadano leal, hombre virtuoso, es exactamente la misma idea fija. El que no se ha arriesgado jamás a no ser ni buen cristiano, ni fiel protestante, ni ciudadano leal, ni hombre virtuoso, está atrapado y confundido en la fe, en la virtud, etc. Así como los escolásticos no filosofaban más que dentro de los límites de la fe de la Iglesia, (y el Papa Benedicto XIV escribió voluminosos tomos dentro de los límites de la superstición papista), sin que la menor duda desflorase su creencia; así también, los escritores amontonan volúmenes sobre volúmenes tratando del Estado, sin poner jamás en tela de juicio la idea fija del Estado; y nuestros periódicos rebosan de política, porque están poseídos por la ilusión de que el hombre está hecho para ser un «zoón polítikon». Y los súbditos vegetan en su servidumbre, las personas virtuosas en la virtud, los liberales en «la humanidad», sin atacar jamás su idea obsesiva con el escalpelo de la crítica. Esos ídolos permanecen inquebrantables sobre sus anchos pies, como las manías de un loco, y el que los pone en duda juega con los vasos sagrados del altar. Digámoslo una vez más: ¡Una idea obsesiva es lo verdaderamente sagrado! ¿Tropezamos siempre con poseídos del diablo, o encontramos también usualmente poseídos de especies contrarias, poseídos por el Bien, la Virtud, la Moral, la Ley o cualquier otro principio? Las posesiones diabólicas no son las únicas: si el diablo nos tira por una manga, Dios nos tira por la otra, por un lado la tentación, por otro la gracia, pero cualquiera que sea la que opere, los poseídos no están menos encarnizados en su opinión. ¿La palabra «posesión» es desagradable? Digámosle obsesión. O bien, ya que es el Espíritu el que los posee y les sugiere todo, llámesele inspiración, entusiasmo. Yo agrego que el entusiasmo en su plenitud, porque no puede tratarse de entusiasmo pobre o a medias, se llama fanatismo. El «fanatismo» es particularmente propio de las personas cultas, porque la cultura de un hombre está en relación con el interés que adquiere por las cosas del Espíritu, y este interés espiritual, si es fuerte, no es ni puede ser menos que fanatismo; es un interés fanático por lo que es sagrado (fanum). Se observa a nuestros liberales, se leen nuestros diarios del este, y se escucha lo que dice Schlosser[23]: «La sociedad de Holbach urdió un complot formal contra la doctrina tradicional y el orden establecido, y sus miembros ponían en su incredulidad tanto fanatismo, como frailes y curas, jesuitas, pietistas y metodistas tienen costumbre de poner al servicio de su piedad inconsciente y mecánica, de su fe literal».[24] Que se pregunte cómo se conduce hoy un hombre moral que cree haber acabado con Dios, y que rechaza el cristianismo como algo gastado. Que se le pregunte si alguna vez se le ha ocurrido poner en duda que las relaciones carnales entre hermano y hermana sean incesto, que la monogamia sea la verdadera ley del matrimonio, que la piedad sea un deber sagrado, etc. Se sentirá lleno de un virtuoso horror por la idea de que pudiese tratar a su hermana como mujer, etc. ¿Y de dónde proviene ese horror? De que cree en una ley moral. Esta fe está sólidamente anclada en él. Cualquiera que sea la vivacidad con que se levanta contra la piedad de los cristianos, él es igualmente cristiano en cuanto a la moralidad. Por su lado moral, el cristianismo lo tiene encadenado, y encadenado en la fe. La monogamia debe ser algo sagrado, y el bigamo será castigado como un criminal; el que se entregue al incesto, cargará con el peso de su crimen.[25] Y esto se aplica también a los que no cesan de gritar que la religión no tiene nada que ver con el Estado, que judíos y cristianos son igualmente ciudadanos. Incesto, monogamia, ¿no son otros tantos dogmas? Que se lo trate de rozar y se descubrirá en este hombre moral el fondo de un inquisidor que envidiarían Krummacher o Felipe II. Estos defendían la autoridad religiosa de la Iglesia, él defiende la autoridad moral del Estado, las leyes morales sobre las que el Estado reposa; tanto uno como el otro condenan en nombre de artículos de fe: a cualquiera que actúe de modo perjudicial para la fe que ellos defienden se le aplicará la deshonra debida a su crimen y se le enviará a pudrirse en una casa de corrección, en el fondo de un calabozo. La creencia moral no es menos fanática que la religiosa. ¿Y se llama libertad de conciencia a que un hermano y una hermana sean arrojados a una prisión en nombre de un principio que su conciencia había rechazado? — ¡Pero daban un ejemplo detestable! — Claro que sí, porque podía suceder que otros descubrieran, gracias a ellos, que el Estado no tiene que mezclarse en sus relaciones, ¿y qué sería de la pureza de las costumbres? ¡Santidad divina!, gritan los celosos defensores de la fe. ¡Virtud sagrada!, gritan los apóstoles de la moral. Los que se mueven por intereses sagrados se parecen muy poco. ¡Cuánto se diferencian los ortodoxos estrictos o los viejos creyentes de los combatientes por la verdad, la luz y el derecho, de los Filaletos, de los amigos de la luz, etc.! Y, sin embargo, nada esencial, fundamental, los separa. Si se ataca a tal o cual de las viejas verdades tradicionales (el milagro, el derecho divino), los más ilustrados aplauden y los viejos creyentes son los únicos que se lamentan. Pero si se ataca a la verdad misma, inmediatamente todos se vuelven creyentes o se nos vienen encima. Lo mismo ocurre con las cosas de la moral: los creyentes son intolerantes, los cerebros ilustrados, se precian de ser más laxos; pero si a alguno se le ocurre tocar a la moral misma, todos hacen inmediatamente causa común contra él. Verdad, moral, derecho, son y deben permanecer sagrados. Lo que se halla de censurable en el cristianismo, sólo puede haberse introducido en él equívocamente, y no es cristianismo, dicen los más liberales; el cristianismo debe quedar por encima de toda discusión, es la base inmutable que nadie puede conmover. El herético contra la creencia pura no está ya expuesto, es cierto, a la persecución de otros tiempos, pero ésta se ha vuelto contra el herético que roza la moral pura. Desde hace un siglo, la piedad ha sufrido tantos asaltos, ha oído tan a menudo reprochar a su esencia sobrehumana el ser simplemente inhumana, que no dan tentaciones de atacarla. Y, sin embargo, si se han presentado adversarios para combatirla, fue, casi siempre, en nombre de la moral misma, para destronar al ser supremo. Así, Proudhon[26] no duda en decir: «Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta». ¿Quién osaría hoy atacar a la moral? Los moralistas han pasado todos por el lecho de la religión, y después que se han hundido hasta el cuello en el adulterio, dicen, limpiándose los labios: ¿La religión? ¡No conozco a esa mujer! Si mostramos que la religión está lejos de ser mortalmente herida, en tanto que se limiten a criticar su esencia sobrenatural, y que ella apela en última instancia, al Espíritu (porque Dios es el Espíritu), habremos hecho ver lo suficiente su acuerdo final con la moralidad para que nos sea permitido dejarles en su interminable discusión. Ya se hable de la religión o de la moral, se trata siempre de un Ser Supremo; que este Ser Supremo sea sobrehumano o humano, poco me importa; es en todo caso un ser superior a mí, un «supermío». Ya se trate la esencia humana o el Hombre, no habrá hecho más que dejar la piel de reptil de la vieja religión para revestir una nueva piel religiosa. Feuerbach nos enseña que desde el momento en que uno invierte la filosofía especulativa, es decir, que se hace sistemáticamente del predicado el sujeto, y recíprocamente del sujeto el objeto y el principio, se posee la verdad desnuda y sin velos.[27] Sin duda, abandonando así el punto de vista estrecho de la religión, abandonamos al Dios que en este punto de vista es sujeto; pero no hacemos más que trocarlo por la otra faz del punto de vista religioso: lo moral. No decimos ya, por ejemplo, Dios es el amor, pero sí que el amor es divino; e incluso si reemplazamos el predicado divino por su equivalente sagrado permanecemos siempre en el punto de partida; no hemos dado ni un paso. El amor sigue siendo para el hombre igualmente el bien, aquello que lo diviniza, que lo hace respetable, su verdadera humanidad (lo que hace de él un hombre). O, para expresarnos más exactamente, el amor es lo que hay de verdaderamente humano en el hombre y lo que hay en él de inhumano es el egoísta sin amor. Pero precisamente todo lo que el cristianismo, y con él la filosofía especulativa, es decir, la teología, nos presenta como el bien, no es en realidad el Bien (o, lo que viene a ser lo mismo, no es más que el bien); de modo que esta transmutación del predicado en sujeto no hace sino afirmar más sólidamente todavía el ser cristiano (el predicado mismo contiene ya la esencia). El Dios y lo divino me atrapan más indisolublemente aún. Haber desalojado al Dios de su cielo y haberlo arrebatado a la trascendencia no justifica en modo alguno sus pretensiones de una victoria definitiva; en tanto que no se haga más que rechazarlo dentro del corazón humano y dotarlo de una indesarraigable inmanencia. Desde ahora se dice: ¡lo divino es lo verdaderamente humano! Quienes rehúsan ver en el cristianismo el fundamento del Estado y que se sublevan contra toda fórmula tal como Estado cristiano, cristianismo de Estado, etc., no se cansan de repetir que la moralidad es «la base de la vida social y del Estado». ¡Como si el reinado de la moralidad no fuese la dominación absoluta de lo sagrado, una jerarquía! Respecto de esto puede recordarse el intento de explicación que se quiso oponer a la antigua doctrina de los teólogos. Según estos últimos, bastaría con la fe para aprehender las verdades religiosas, Dios se revelaría sólo a los creyentes; lo que es lo mismo que decir que sólo el corazón, el sentimiento y la fantasía devota son religiosos. A esta afirmación se le respondió que la «inteligencia natural», la razón humana, son igualmente aptas para conocer a Dios (extraña pretensión de la razón, dicho sea de paso, el querer rivalizar en fantasía con la fantasía misma). En este sentido escribió Reimarus sus Vornehmsten Wahrheiten der natürlichen Religión.[28] Consideró al hombre, en su totalidad, tendiendo a la religión por todas sus facultades: corazón sentimiento, inteligencia, razón, sentir, saber, querer; todo en el hombre le pareció religioso. ¡Hegel mostró bien que incluso la filosofía es religiosa! ¿Y no se adorna todo hoy en día con el nombre de religión? La «religión del amor», la «religión de la libertad», la «religión política», en resumen, todo entusiasmo. Y así es, de hecho. Hoy todavía utilizamos esa palabra de origen latino «religión», que por su etimología expresa la idea de lazo. Y atados estamos, en efecto, y así permaneceremos en tanto que estemos impregnados de religión. ¿Pero el espíritu también está atado? Al contrario, el espíritu es libre; es el único dueño, no es nuestro espíritu, es el espíritu absoluto. Así, la verdadera traducción afirmativa de la palabra religión sería «la libertad espiritual». Aquel cuyo espíritu es libre, es por eso mismo religioso, como el que da rienda suelta a sus apetitos es sensual; al primero lo ata el espíritu, al segundo, la carne. Enlace, dependencia, religio, eso es la religión con respecto a mí; yo estoy ligado; libertad, esa es la religión con respecto al espíritu; él es libre, goza de la libertad espiritual. ¡Cuántos conocen, por haberlo sufrido, el mal que puede hacernos el abandonarnos a nuestros sentidos, a nuestras pasiones! Pero lo que no se quiere ver es que el Espíritu Puro, la radiante espiritualidad, el entusiasmo por los ideales, puede hundirnos en una angustia mayor que lo que lo haría la más negra maldad. Y esto es imposible notarlo a menos que se sea conscientemente egoísta. Reimarus, y todos los que como él demostraron que nuestra razón, tanto como nuestro corazón, etc., conducen a Dios, mostraron al mismo tiempo que estamos total y completamente poseídos. Seguramente perjudicaron a los teólogos, quitándoles el monopolio de la iluminación religiosa; pero no por esto dejaron de ensanchar otro tanto los dominios de la religión y de la libertad espiritual. En efecto, si por espíritu se entiende no solamente el sentimiento o la fe, sino todas las manifestaciones del espíritu, inteligencia, razón y pensamiento en general; y si se le permite, en tanto que inteligencia, participar de las verdades espirituales y celestiales; en ese caso es el espíritu entero el que se eleva a la pura espiritualidad y es libre. Partiendo de estas premisas la moralidad estaba autorizada a enfrentarse absolutamente con la piedad. Esta oposición nació, revolucionariamente, bajo la forma de un odio ardiente contra todo lo que pareciera un mandato (orden, decreto, etc.) y contra la odiada persona del «señor absoluto». Se afirmó luego como doctrina y encontró primero su forma en el liberalismo, del que la «burguesía constitucional» es la primera expresión histórica y eclipsó a las potencias religiosas propiamente dichas (véase más adelante «el liberalismo»). Al no derivar ya la moralidad simplemente de la piedad, sino teniendo sus raíces propias, el principio de la moral no se deriva de los mandamientos divinos, sino de las leyes de la razón; para que aquellos mandamientos mantengan su validez, se necesita primero que su valor haya sido comprobado por la razón y que sea apoyado por ella. Las leyes de la razón son la expresión del hombre mismo, para que el Hombre sea racional y la esencia del Hombre implique necesariamente esas leyes. Piedad y moralidad difieren en que la primera reconoce a Dios y la segunda al hombre por legisladores. Desde un cierto punto de vista de la moralidad, se razona más o menos así: O el hombre obedece a su sensualidad, y por ello es inmoral, u obedece al Bien, el cual, en cuanto factor que influye sobre la voluntad, se llama sentido moral (sentimiento, preocupación por el Bien) y en este caso es moral. ¿Cómo, desde este punto de vista puede llamarse inmoral el acto de Sand matando a Kotzebue? Lo que comúnmente se considera un acto desinteresado, seguramente lo es; tanto como, por ejemplo, los hurtos de San Crispín en provecho de los pobres. El no debía asesinar, porque está escrito: ¡no matarás!. — Perseguir el Bien, el Bien público (como Sand creía hacerlo) o el Bien de los pobres (como San Crispín) es, pues, moral, pero el homicidio y el robo son inmorales: fin moral, medio inmoral. ¿Por qué? — Porque el homicidio, el asesinato, están mal en sí, de una manera absoluta. — Cuando las guerrillas atraían a los enemigos de su país a los precipicios y los tiroteaban a sus anchas, emboscados detrás de los matorrales, ¿no era eso un asesinato? De acuerdo con principio de la moral que ordena buscar siempre y por todas partes el Bien, se ven reducidos a preguntarse si en ningún caso el homicidio puede llegar a realizar este Bien: en caso afirmativo se debe considerar por lícito ese homicidio porque su efecto es el Bien. No se puede condenar la acción de Sand; fue moral por ser desinteresada, y sin otro objeto que el Bien; fue un castigo infligido por un individuo, una ejecución en la que arriesgaba su vida. ¿Qué se ve en la actitud de Sand, sino su voluntad de suprimir a la fuerza ciertos escritos? ¿No se vio nunca aplicar ese mismo procedimiento como muy legal? ¿Y qué responder a eso en nombre de los principios de la moralidad? ¡Era una ejecución ilegal! ¿La inmoralidad del hecho estaba, entonces, en su ilegalidad, en la desobediencia a la ley? ¡Entonces se reconoce de una vez que el Bien no es otra cosa más que la ley y que moralidad es igual a legalidad! La moralidad debe resignarse a no ser más que una inútil fachada de legalidad, una falsa devoción al cumplimiento de la ley, mucho más tiránica y más irritante que la antigua; porque ésta no exigía más que el acto, en tanto que ahora se exige, además, la intención; debe uno llevar en sí la regla y el dogma, y aquel que actúe con mayor legalidad, tanto más moral resultará. El último resplandor de la vida católica se extingue en esta legalidad protestante. Así, finalmente, se completa y se hace absoluta la dominación de la ley. No soy Yo quien vivo, es la Ley la que vive en mí. Yo llego a no ser más que la nave de su gloria. Cada prusiano lleva un gendarme en el pecho, decía hablando de sus compatriotas un oficial superior. ¿De dónde viene el fracaso de ciertas oposiciones ? Unicamente de que no quieren salirse del camino de la moralidad o de la legalidad. Todo esto las condena a representar esta monstruosa comedia de abnegación, de amor, etc., de la que se puede sacar diariamente esa corrupta e hipócrita relación de una «oposición legal» que causa la más profunda repugnancia. Un acuerdo moral concluido en nombre del amor y de la fidelidad no deja lugar a ninguna voluntad discordante y opuesta: la bella armonía está rota si uno quiere una cosa y otro la contraria. Ahora, la costumbre y una vieja preocupación exigen, ante todo de la oposición, el respeto de ese pacto moral. ¿Qué le queda a la oposición? ¿Puede querer una libertad cuando el elegido, la mayoría, encuentran bueno el rechazarla? ¡No! No se atrevería a querer la libertad; todo lo que puede hacer es desearla, y para obtenerla «hacer petición» y extender la mano pidiéndola por caridad, ¿No se ve lo que sucedería si la oposición quisiera realmente, si quisiera con toda la energía de su voluntad? No. No que sacrifique la voluntad al amor, que renuncie o la libertad, por los bellos ojos de la moralidad. Ella no debe jamás «reclamar como un derecho» lo que le está solamente permitido «pedir como una gracia». El amor, la abnegación, etcétera, exigen imperiosamente que no haya más que uno sola voluntad, ante la cual todas las demás se inclinan, a la cual obedecen con amor y sumisión. Sea esta voluntad razonable o no razonable, es en todo caso moral someterse, e inmoral no hacerlo. La voluntad que dirige la censura parece poco razonable a muchas personas. Sin embargo, en un país en el que hay censura, el que no somete sus escritos hace mal, y el que los somete hace bien. Si alguno debidamente advertido y llamado al orden por el censor, se escapa de ella, e instala, por ejemplo, una prensa clandestina, se tendrá derecho de acusarlo de inmoralidad, y lo que es peor, de tontería, si se deja atrapar. ¿No le dará su aventura alguna título a la estimación de las «personas honradas?» ¡Quién sabe! ¿Quizá se imaginaba servir a una «moralidad superior?» La tela de la hipocresía moderna esta tendida en los confines de los dos dominios entre los cuales nuestra época tiende los hilos sutiles de la mentira y del error. Demasiado débil desde ahora para servir a la moral sin vacilación y sin desfallecimiento, demasiado escrupulosa todavía para vivir completamente según el egoísmo, pasa temblando, en la tela de araña de la hipocresía, de un principio a otro, y paralizada por la plaga de la incertidumbre, no captura más que tontas y pobres moscas. ¿Tuvo la enorme audacia de decir rotundamente su parecer? Inmediatamente se enerva la libertad de la conversación por protestas de amor: resignación hipócrita. ¿Se tuvo, por el contrario, el valor de combatir una afirmación libre, invocando moralmente la buena fe, etc.? Enseguida, el valor moral se desvanece y se asegura que con un placer enteramente particular se ha oído esa valiente palabra: aprobación hipócrita. En resumen, se querría tener lo uno, pero no soltar lo otro; se quiere querer libremente, pero no se pretende — ¡Dios no lo quiera! — dejar de querer moralmente. — Veamos, liberales; ya están en presencia de uno de esos adversarios cuyo servilismo desprecian; los escuchamos; ustedes atenúan el efecto de cada palabra un poco liberal por una mirada de la más leal fidelidad; él viste su servilismo con las más calurosas protestas de liberalismo. Ahora, sepárense; cada cual piensa del otro: ¡te conozco, mascarita! El ha olfateado en ustedes al diablo, tanto como ustedes olfatearon en él al antiguo buen Dios. Un Nerón no es malo sino a los ojos de los «buenos»; a mis ojos es simplemente un poseído como los buenos mismos. Los buenos ven en él un gran malvado y lo destinan al infierno. ¿Cómo es que nada se haya opuesto a sus caprichos? ¿Cómo se ha podido soportar tanto? ¿Valían los romanos domesticados un centavo más por dejarse pisotear por tal tirano? En la antigua Roma se le hubiera suprimido inmediatamente, y nadie se hubiese jamás convertido en su esclavo. Pero las «personas honradas» de su tiempo se limitaban en su moralidad a oponerle sus ruegos y no su voluntad. Cuchicheaban que su emperador no se sometía como ellos a las leyes de la moral, pero seguían siendo «súbditos morales», aguardando que uno de ellos osara pasar francamente por encima de «sus deberes de súbdito obediente». Y todos aquellos «buenos romanos», todos aquellos «súbditos sumisos», agobiados de ultrajes por su falta de voluntad, se hallaban dispuestos a aclamar enseguida la acción criminal e inmoral del rebelde. ¿Dónde estaba, entre los «buenos», el valor de hacer la revolución, esa revolución que alaban y explotan hoy, después que otro la ha hecho? Ese valor no podían tenerlo, porque toda revolución, toda insurrección es siempre alguna cosa inmoral», a la que uno no puede decidirse a menos de dejar de ser «bueno» para hacerse «malo», o ni bueno ni malo. Nerón no era peor que el tiempo en que vivía; no se podía entonces ser más que una de dos: bueno o malo. Su época juzgó que era malo, y tan malo como cabe serlo, no por debilidad, sino por maldad pura; cualquiera que sea moral debe ratificar ese juicio. Se encuentran todavía a veces hoy bribones de su especie mezclados a la multitud de las personas honradas (véanse, por ejemplo, las Memorias del Caballero de Lang). De verdad, no se vive bien con ellos, porque no se tiene un instante de seguridad; pero ¿es más cómodo vivir en medio de los buenos? Apenas está uno seguro de su vida; en cuanto al honor, está todavía más en peligro, aunque la bandera nacional lo cubra con sus pliegues tutelares. El duro puño de la moral no tiene misericordia para la noble esencia del egoísmo. «¡No se puede, sin embargo, poner a la misma altura a un miserable y a un hombre honrado!» ¡Eh! ¿Quién lo hace más a menudo que ustedes, censores? Más aún: al hombre honrado que se levanta abiertamente contra el orden establecido, contra las sacrosantas instituciones, etc., se lo encarcela como a un criminal, en tanto que a un sutil estafador se le confían los bolsillos y cosas más preciosas aun. Así, entonces, en la práctica, no se tiene nada que reprocharme. «¡Pero en teoría!» En teoría, yo los pongo a la misma altura, en la línea de la moralidad, de la que son los dos polos opuestos. Buenos y malos, no tienen sentido más que en el mundo «moral», exactamente como antes de Cristo ser un judío según la ley o fuera de ella, no tenía significación sino con referencia a la ley mosaica. A los ojos de Cristo, el fariseo no era más que «los pecadores y los publícanos», y lo mismo vale, a los ojos del individualista, el fariseo moral lo que el pecador inmoral. Nerón era un poseído muy incómodo, un loco peligroso. Hubiera sido una tontería perder el tiempo en llamarlo al «respeto de las cosas sagradas» para lamentarlo después, porque el tirano no las tenía para nada en cuenta, y obraba a su gusto. A cada instante se oye a las personas invocar la sacra santidad de los imprescriptibles derechos del hombre delante de aquellos mismos que son sus enemigos, y esforzarse en probar y en demostrar por anticipado que tal o cual libertad es uno de los «derechos sagrados del hombre». Los que se dedican a esos ejercicios merecen ser ridiculizados, como lo son, sino toman con resolución el camino que conduce a su objeto. Ellos presienten que sólo cuando la mayoría esté conquistada para esa libertad que desean, la querrá y la tomará. No es la santidad de un derecho la que hace que se vuelva efectivo: lamentarse, hacer peticiones, no conviene más que a los mendigos. El hombre moral está necesariamente limitado en cuanto no concibe otro enemigo que lo inmoral; lo que no está bien está mal, y por consiguiente, es reprobado, despreciado, etc. Así es radicalmente incapaz de comprender al egoísta. ¿La convivencia fuera del matrimonio no es inmoral? El hombre moral puede ignorar y confundir la cuestión; sin embargo, no escapará a la necesidad de condenar al fornicador. El amor libre es ciertamente una inmoralidad y esta verdad moral ha costado la vida a Emilia Galotti.[29] Una joven virtuosa envejecerá soltera, un hombre virtuoso rechazará las aspiraciones de su naturaleza, procurando ahogarlas y hasta se castrará por amor a la virtud, como San Orígenes por amor al cielo: eso será honrar la santidad del matrimonio, la inviolable santidad de la castidad; él es moral. La impureza jamás puede dar buen fruto; cualquiera que sea la indulgencia con que el hombre honrado juzgue al que se entrega a ella, seguirá siendo una falta, una infracción de una castidad que era y continúa siendo de los votos monacales, y que ha entrado en el dominio de la moral común: La castidad es un bien. Para el egoísta, al contrario, la castidad no es una virtud; es para él una cosa sin importancia. Así, ¿cuál va a ser el juicio del hombre moral acerca de él? Clasificará al egoísta en la única categoría de gentes fuera de las morales, en la de las inmorales. No puede hacer otra cosa; el egoísta, que no tiene ningún respeto por la moralidad, debe parecerle inmoral. Si lo juzgase de otro modo, sin confesárselo, no sería ya un hombre verdaderamente moral, sino un desertor de la moralidad. Este fenómeno, que es frecuente hoy, puede inducirnos al error; debe, sí, decirse que el que tolere el menor ataque a la moralidad merece tanto el nombre de hombre moral como Lessing merecía el de piadoso cristiano cuando, en una parábola muy conocida, compara a la religión cristiana, la mahometana y la judía, con una sortija falsa. A menudo, las personas sen encuentran mucho más lejos de lo que son capaces de reconocer. Hubiera sido una inmoralidad por parte de Sócrates acoger los ofrecimientos seductores de Critón y escaparse de su prisión; el único partido que moralmente podía tomar era quedarse. Pero esto se debía únicamente a que era un hombre moral. Los hombres de la revolución, en cambio, inmorales e impíos, habían jurado fidelidad a Luis XVI, lo que no les impidió decretar su destitución y enviarlo al patíbulo: acción inmoral que causará horror a las personas honradas para toda la eternidad. Estas críticas no se aplican, sin embarco, mas que a la «moral burguesa», acerca de la cual todo espíritu un poco libre dice despreciar. Esta moral, como la burguesía, de la que es hija, está todavía demasiado cerca del cielo, demasiado poco desligada de la religión para no limitarse o apropiarse de sus leyes. No se le exija crítica, ni se le pida que saque de su propio fondo una doctrina original. Desde un aspecto muy diferente se ve la moral cuando, consciente de su dignidad, toma por única regla su principio, la esencia humana o «el hombre». Los que llegan a colocar decididamente el problema en ese terreno rompen para siempre con la religión; no hay ya lugar para su Dios cerca de su Hombre; además, como prescinden del Estado, aniquilan al mismo tiempo toda «moralidad» procedente del solo Estado, y se privan, por consiguiente, de invocar nunca ni aun su nombre. La que estos críticos designan con el nombre de moralidad se aparta definitivamente de la moral llamada «burguesa o política», y debe parecer a los hombres de Estado y a los burgueses un «libertinaje desenfrenado». Sin embargo, esta nueva concepción de la moralidad no tiene nada de nuevo e inédito; no hace más que adaptarse al progreso realizado en la «pureza del principio». Este último, lavado de la mancha de adulterio con el principio religioso, se precisa y alcanza su plena expansión, convirtiéndose en «la humanidad». Por ello no hay que extrañarse de ver conservar ese nombre de moralidad al lado de otros como libertad, humanidad, conciencia, etc., contentándose con añadir, cuando más, el epíteto «libre». La moral se hace «moral libre», como el Estado burgués, aunque trastornado de arriba abajo, viene a ser «Estado libre» o aun «Sociedad libre», sin dejar de ser una la moral y el otro el Estado. Siendo la moral en adelante puramente humana y completamente separada de la religión, de la que históricamente ha salido, nada se opone a que se convierta ella misma una religión. En efecto: la religión no difiere de la moral, sino por cuanto nuestras relaciones con el mundo de los hombres están reguladas y santificadas por nuestras relaciones con un ser sobrehumano, y no obramos más que por «amor de Dios». Pero tiene que admitirse que «el Hombre es para el hombre el ser supremo», y toda diferencia se borra, la moral deja su rango subalterno, se completa, se hace absoluta y se convierte en religión. El Hombre, ser superior, hasta aquí subordinado a un Ser Supremo, se eleva a la altura absoluta, y nosotros somos en nuestras relaciones con El lo que somos a los pies de un ser supremo, religiosos. Moralidad y piedad se vuelven así tan perfectamente sinónimas como en los comienzos del Cristianismo. Si lo sagrado no es ya «santo» sino «humano», es simplemente porque el Ser Supremo ha cambiado, y el hombre ha tomado el puesto de Dios. La victoria de la moralidad conduce simplemente a un cambio de dinastía. Destruida la fe, Feuerbach cree encontrar un asilo en el amor. «La primera y la suprema ley debe ser el amor del hombre por el hombre. Homo homini Deus est; tal es la máxima práctica más elevada; por ella está cambiada la faz del mundo».[30] Pero no ha cambiado, propiamente hablando, más que el Dios, Deus; el amor permanece; se adoraba al dios sobrehumano, se adora ahora al dios humano, al Homo qui est Deus. El Hombre es para mí sagrado, y todo lo que es «verdaderamente humano» es para mí sagrado. «El matrimonio es por sí mismo sagrado; lo mismo todas las relaciones de la vida moral; la amistad, la propiedad, el matrimonio, los bienes de cada cual, son y deben ser sagrados en ellos y por ellos mismos».[31] ¿Es un sacerdote el que hablar ¿Cuál es su Dios? ¡El Hombre! ¿Qué es lo divino? ¡Es lo humano! El predicado no hizo más, en definitiva, que tomar el lugar del sujeto; la proposición «Dios es el amor» se convierte en «el amor es divino»; si se sigue aplicando el procedimiento: «Dios se ha hecho hombre», da: «el hombre se ha hecho Dios», etc... — y ahí se tiene una nueva religión. «Todos los fenómenos de la vida moral que constituyen las costumbres, no son morales, no toman una significación moral más que sí tienen en sí mismos (sin que la bendición del sacerdote los consagre) un valor religioso».[32] El sentido de la proposición de Feuerbach, «la teología es una antropología», se precisa y se reduce a: «la religión debe ser una ética, la ética es la única religión». Feuerbach se contenta con poner al revés el orden del predicado y del sujeto, con hacer un usteron proteron[33] lógico. Como él mismo lo dice: «El amor no es sagrado (y no ha pasado nunca por sagrado a los ojos de los hombres), porque es un predicado de Dios, pero es un predicado de Dios porque es por sí mismo y para sí mismo divino».[34] ¿Por qué, pues, no declara la guerra a los predicados mismos, al amor y a toda sacrosantidad? ¿Cómo puede vanagloriarse de apartar a los hombres de Dios si les deja lo divino? Y si, como dice, lo esencial para ellos no ha sido nunca Dios, sino sólo sus predicados, ¿para qué quitarles la palabra si se les deja la cosa? Proclama, por otra parte, que su objeto es «destruir una ilusión», una ilusión perniciosa, «que ha falseado tanto al hombre, que el amor mismo, su sentimiento más íntimo y más verdadero, ha venido a ser, por el hecho de la religiosidad, vano e ilusorio, ya que el amor religioso no ama al hombre sino por amor de Dios; es decir, ama, en apariencia, al hombre, y en realidad ama a Dios».[35] ¿Pero sucede de otro modo con el amor moral? ¿Se fija en el hombre, en tal o cual hombre en particular, por amor a él, a ese hombre, o por amor a la moralidad, al Hombre en general, y, en definitiva —puesto que Homo homini Deus— por amor de Dios? La manía se manifiesta aún bajo otra multitud de formas; es necesario enumerar aquí algunas. Entre ellas la renuncia, la abnegación, son comunes a los santos y a los no santos, o los puros y a los impuros. El impuro renuncia a todo buen sentimiento, «reniega» de todo pudor, de todo respeto humano; obedece, como dócil esclavo, a sus apetitos. El puro renunció al comercio del mundo, «reniega del mundo», para hacerse el esclavo de su imperioso ideal. El avaro, a quien carcome la sed de oro, reniega de los avisos de su conciencia, renuncia a todo sentimiento de honor, a toda benevolencia y a toda compasión; sordo a toda otra voz, corre a donde lo llama su tiránico deseo. El santo hace lo mismo: sin piedad para los demás y para sí mismo, rigorista y duro, afronta la «risa del mundo» y corre a donde lo llama su simpático ideal. De una parte y otra, igual abnegación de sí mismo; si el no santo abdica ante Mammón, el santo abdica ante Dios y las leyes divinas. Vivimos en un tiempo en que la impudicia de lo sagrado se hace sentir y se revela cada día más, porque está cada día más obligada a descubrirse y exponerse. ¿Se puede imaginar nada que supere en insolencia y en estupidez a los argumentos que se oponen, por ejemplo, a los «progresos del tiempo»? La ingenuidad de su descaro excede, desde hace largo tiempo, de toda medida y de cuanto pudiera esperarse; pero ¿cómo habría de ser de otro modo? Santos y no santos, todos los que practican la abnegación, deben tomar un mismo camino que, de abdicación en abdicación, conduce, a unos a hundirse en la degradación más ignominiosa, y a los otros a elevarse a la más indecorosa sublimidad. El Mammón terrestre y el Dios del cielo exigen exactamente la misma suma de renuncia. El degradado y el sublime aspiran los dos a un «bien»: el uno a un bien material, el otro a un bien ideal, y, finalmente, uno completa al otro, sacrificando el «hombre de la materia» todo objeto ideal a un bien material, en tanto que «el hombre del espíritu» sacrifica todo goce material a un bien ideal. Imaginan decir una gran cosa quienes suponen el desinterés en el corazón del hombre. ¿Qué entienden por eso? Alguna cosa muy cercana a la negación de sí. ¿De sí? ¿De quién, entonces? ¿Quién será el negado y qué interés habrá abandonado? Parece que debes ser tú. ¿Y a favor de quién se te recomienda esa abnegación desinteresada? De nuevo, en tu provecho, en tu beneficio, simplemente a condición de perseguir por desinterés tu interés verdadero. Debes beneficiarte a ti, pero no buscar tu beneficio. Se consideran bienhechores de la humanidad a quienes, como Francke, el creador de las casas de huérfanos, u O’Connell, el infatigable defensor de la causa irlandesa, llevan a cabo actos que parecen desinteresados. De la misma manera se considera al fanático, como San Bonifacio, que expone su vida por la conversión de los paganos; a Robespierre, que todo lo sacrifica a la virtud, o a Korner, que muere por su Dios, su rey y su patria. Su desinterés es algo admitido. Por ello, los adversarios de O’Connell, por ejemplo, se esforzaban en presentarlo como un hombre codicioso (a lo que su fortuna daba alguna verosimilitud); porque sabían bien que si llegaban a hacer sospechoso su desinterés, les sería fácil quitarle sus partidarios. Todo lo que podían probar era que O’Connell tenía otro objetivo que el que confesaba. Pero ya buscase una ventaja pecuniaria o a la libertad de su pueblo, es en todo caso evidente que perseguía un objetivo; en un caso como en el otro tenía un interés egoísta; sólo ocurrió que su interés nacional también era útil a otros, un interés general. ¿No existe el desinterés, ni puede encontrarse jamás? ¡Al contrario, nada es más común! Incluso se podría llamar al desinterés un artículo de moda del mundo civilizado y se le tiene por tan necesario, que, si resulta demasiado caro, se le intenta dar un brillo falso, aparentarlo. ¿Dónde empieza el desinterés? Precisamente en el instante en que un objetivo deja de ser nuestro objetivo y nuestra propiedad y en que dejamos de disponer de él a nuestro gusto, como propietarios, cuando ese objetivo se convierte en un objeto fijo o una idea obsesiva y comienza a inspirarnos, a entusiasmarnos, a fanatizarnos; en resumen, cuando se convierte en nuestro dueño. No se es desinteresado mientras se tiene el objetivo dominado; se llega a serlo cuando se grita, como los poseídos: Yo soy así, no puedo evitarlo. Se tiene un interés sagrado cuando se tiene por el una preocupación sagrada. Yo no soy desinteresado mientras el objetivo sea mío, en tanto lo ponga perpetuamente en cuestión en lugar de convertirme en el instrumento ciego de su cumplimiento. No por esto mi preocupación tiene ser menor que la del más fanático, pero ante mi objetivo soy frío, incrédulo, su enemigo acérrimo, sigo siendo su juez, porque soy su propietario. El desinterés crece allí donde reina la obsesión, tanto en las posesiones del diablo como en las del buen Espíritu; en el primero, vicio, locura, etc.; en el segundo, resignación, humildad, etc. ¿Adonde se puede mirar sin descubrir alguna víctima de la renuncia de sí? Frente a mi casa vive una joven que desde hace cerca de diez años ofrece a su alma sacrificios sangrientos. Era tiempo atrás una adorable criatura, pero hoy la palidez mortal cubre su frente, y su juventud se desangra y muere lentamente bajo sus mejillas pálidas. ¡Pobre niña, cuántas veces las pasiones habrán palpitado en su corazón y el impulso de la juventud habrá reclamado su derecho! Cuando ponía su cabeza en la almohada, ¡cómo se estremecía la naturaleza despertándose en todos sus miembros, cómo fluía la sangre en sus arterias! Ella sola sabe y sólo ella podría contar las ardientes fantasías que encendían en sus ojos la llama del deseo. Entonces, apareció el espectro del alma y de su santidad. ¡Espantada juntaba las manos, elevaba al cielo su torturada mirada, rezaba! El tumulto de la naturaleza se apaciguaba y la calma inmensa del mar ahogaba el océano de sus deseos. Poco a poco, la vida se extinguía en sus ojos, cerraba sus párpados pálidos, se hacía silencio en su corazón, sus manos juntas volvían a caer inertes sobre unos pechos sin resistencias; un último suspiro se escapaba de sus labios, y el alma quedaba apaciguada. Pero se dormía para despertar al día siguiente con nuevas luchas y nuevas oraciones. Hoy, la costumbre de la renuncia congeló el ardor de sus deseos y las rosas de su primavera palidecen frente al viento envenenador de la Bienaventuranza. El alma está salvada, el cuerpo puede morir. ¡Cuánta razón tuvieron Lais y Ninon en despreciar esa pálida virtud! ¡Una mujer libre y alegre, por mil solteronas encanecidas por la virtud! «Axioma, principio, punto de apoyo moral», distintas formas bajo las que se expresa la idea fija. Arquímedes pedía para levantar la tierra un punto de apoyo fuera de ella. Es ese punto de apoyo el que los hombres han buscado sin cesar y que cada cual ha tomado donde lo ha encontrado y como lo ha encontrado. Este punto de apoyo extraño es el mundo del espíritu, el mundo de las ideas, de los pensamientos, de los conceptos, de las esencias, etc., es el cielo. Sobre el cielo se apoya uno para conmover la tierra, y desde el cielo se inclina para contemplar las agitaciones terrestres y despreciarlas. Asegurarse el cielo, asegurarse sólidamente y para siempre el punto de apoyo celeste, ¡cuánto ha penado por eso la dolorosa e incansable humanidad! El cristianismo se ha propuesto librarnos del determinismo de la naturaleza y de la fatalidad de los apetitos. Su objeto era, pues, que el hombre no se dejase ya determinar por sus deseos y sus pasiones, lo que no implica que el hombre no deba tener deseos, pasiones, etc., sino que no debe dejarse poseer por ellos, que no deben ser en su vida factores fijos, incoercibles e ineludibles. Pero lo que el cristianismo (la religión) ha maquinado contra los apetitos, ¿no estaríamos en el derecho de resolverlo contra el espíritu (pensamientos, representaciones, ideas, creencia, etcétera), por el cual pretende que seamos determinados? ¿No podríamos exigir que el espíritu, las representaciones, las ideas, no pudiesen ya determinarnos, cesaran de ser fijas y fuera de alcance, o, dicho de otro modo, «sagradas»? Eso tendría por efecto libertarnos del espíritu, desligarnos del yugo de las representaciones y de las ideas. El cristianismo decía; «Tenemos, si, apetitos, pero esos apetitos no deben poseernos». Nosotros le respondemos: «Debemos, si, poseer un espíritu, pero el espíritu no debe poseernos». Si esta última frase no ofrece desde luego un sentido satisfactorio, que se reflexione sobre el caso de aquel en quien, por ejemplo, un pensamiento se convierte en «máxima», de tal modo, que se hace prisionero a sí mismo; no es ya él el que posee la máxima, es más bien ella la que lo posee. Y él, en cambio, posee en esa máxima un «sólido punto de apoyo». Las lecciones del catecismo se convierten poco a poco, sin que uno lo advierta, en axiomas que no permiten ya la menor duda; sus pensamientos o su espíritu vienen a ser omnipotentes, y ninguna protesta de la carne prevalecerá ya contra ellos. No puedo, sin embargo, sino por la carne, sacudir la tiranía del espíritu, porque sólo cuando un hombre comprende también su carne, se comprende enteramente; y sólo cuando se comprende enteramente, es inteligente o razonable. El cristiano no ve la miseria de su naturaleza esclavizada, la «humildad» es su vida; por eso no murmura contra la iniquidad cuando su persona es victima de ella: se cree satisfecho con la «libertad espiritual». Pero si la carne levanta la voz, y si su tono es como debe serlo, «apasionado», «inconveniente», «mal intencionado», «malicioso», etcétera, el cristiano cree oír voces diabólicas, voces contra el espíritu (porque la decencia, la ausencia de pasión, las buenas intenciones, etc., son espíritu); truena contra ellas, y con razón: no sería cristiano si las escuchara sin sublevarse. No obedeciendo más que a la moralidad, estigmatiza la inmoralidad; no obedeciendo más que a la legalidad, amordaza, ahoga la voz de la anarquía; el espíritu de moralidad y de legalidad, señor inflexible e inexorable, lo tiene cautivo. Eso es lo que llaman la «realeza del espíritu», y es al mismo tiempo el punto de apoyo del espíritu. ¿Y a quién quieren libertar los señores liberales? ¿Cuál es la libertad que llaman con todas sus fuerzas? La del espíritu, del espíritu de moralidad, de legalidad, de piedad, etc. Pero los antiliberales no tienen otro deseo, y el único objeto de la disputa, es la ventaja que cada cual ambiciona, de llevar sólo la palabra. El espíritu permanece señor absoluto de los unos y de los otros, y sí ellos riñen, es únicamente por saber quién se sentará sobre el trono hereditario de «lugarteniente del Señor». Lo mejor del caso es que se puede permanecer tranquilo espectador de la lucha, con la certidumbre de que las bestias feroces de la Historia se destrozan entre sí exactamente como las de la Naturaleza; sus cadáveres, pudriéndose, abonarán el suelo para nuestras mieses. Volveremos en adelante sobre una multitud de otras manías: vocación, voracidad, amor, etc. Si opongo la espontaneidad de la inspiración a la pasividad de la sugestión y lo que nos es propio a lo que nos es dado, no estaría bien responderme que, dependiendo todo de todo, y formando el Universo un todo solidario, nada de lo que somos o de lo que tenemos está, por consiguiente, aislado, sino que nos viene de las influencias que nos rodean y, en resumen, nos es dado. La objeción resultaría falsa, porque hay una gran diferencia entre los sentimientos y los pensamientos que me son sugeridos por lo ajeno y los sentimientos y los pensamientos que me son dados, porque Dios, Inmortalidad, Libertad, Humanidad, pertenecen a estos últimos: se nos inculcan desde la infancia y hunden sus raíces en nosotros más o menos profundamente. Pero, ya nos gobiernen sin que lo advirtamos, o crezcan y se hagan el punto de partida de sistemas o de obras de arte, no dejan de ser sentimientos dados y no sugeridos, porque creemos en ellos, y se nos imponen. Que exista un absoluto y que ese absoluto pueda ser percibido, sentido y pensado, es un artículo de fe para los que consagran sus veladas a penetrarlo y definirlo. El sentimiento de lo absoluto es para ellos algo dado, el texto sobre el cual toda su actividad se limita a bordar las cosas más diversas. Igualmente, el sentimiento religioso era para Klopstock[36] un dato que no hizo más que traducir en forma de obra de arte en su Mestada.Si la religión no hubiera hecho más que estimularlo a sentir y a pensar, y si hubiera podido tomar él mismo posesión de ella, hubiese llegado a analizar y finalmente a destruir el objeto de su entusiasmo religioso. Pero, hecho hombre, no hizo más que adornar los sentimientos de que se habían apoderado de su cerebro de niño y derrochó su talento y sus fuerzas en vestir sus antiguas muñecas. La diferencia existe, entonces, entre los sentimientos que nos son dados y aquellos que las circunstancias exteriores nos sugieren. Estos últimos son propios, son egoístas, porque no nos han sido inculcados e impuestos en cuanto sentimientos; los primeros, por el contrario, nos fueron dados, los cuidamos como una herencia, los cultivamos y nos poseen. ¿Quién no se ha dado cuenta, consciente o inconscientemente, de que toda nuestra educación consiste en injertar en nuestro cerebro ciertos sentimientos en lugar de dejarnos a nosotros mismos su elaboración, cualquiera que fuese su resultado? Cuando oímos el nombre de Dios, debemos experimentar temor, cuando se pronuncia ante nosotros el nombre de Su Majestad el Príncipe, debemos sentirnos penetrados de respeto, de veneración y de sumisión, si se nos habla de moralidad, debemos entender alguna cosa inviolable, si se nos habla del mal o de los malvados, no podemos evitar temblar, y así sucesivamente. Esos sentimientos son obligatorios y quien, por ejemplo, se divierta con el relato de las hazañas de malvados, debería ser azotado y castigado para dirigirlo por el buen camino. Rellenos de sentimientos ajenos, llegamos a la mayoría de edad y podemos ser emancipados. Nuestro equipo consiste en sentimientos elevados, pensamientos sublimes, máximas edificantes, principios eternos, etc. Los jóvenes son mayores cuando murmuran como los viejos; se les empuja a las escuelas para que en ellas aprendan los viejos estribillos, y cuando los saben de memoria llega la hora de la emancipación. No nos está permitido experimentar, con cada objeto y con cada nombre que se presentan a nosotros, el primer sentimiento que sobrevenga; el nombre de Dios no debe despertar en nosotros imágenes risibles o sentimientos irrespetuosos; lo que debemos pensar de él y lo que debemos sentir está trazado y prescrito de antemano. Ese es el sentido de lo que se llama cura[37] de almas; mi alma y mi espíritu deben estar moldeados según lo que conviene a los demás y no según lo que pueda convenirme a mí mismo. ¡Cuánto esfuerzo le cuesta a uno adquirir un sentimiento propio y reírse en la cara del que espere de nosotros una mirada santa y una actitud respetuosa ante sus discursos! Lo que nos es dado nos es ajeno, no nos pertenece como propio y por eso es sagrado y nos resulta difícil despojarnos de la santa emoción que nos inspira. Se escucha alabar mucho hoy a la seriedad, la gravedad en los asuntos y los negocios de alta importancia, la «seriedad alemana», etc. Esta manera de tomar las cosas por lo serio muestra lo viejas y serias que se han hecho ya la locura y la obsesión. Porque no hay nada más serio que el loco cuando se pone a cabalgar en su fantasía favorita; frente a su obsesión no se puede hacer ninguna broma (véanse, sino, los manicomios). **** 3 La jerarquía Las reflexiones históricas sobre nuestra herencia mongólica que intercalo ahora en forma de digresión, no tienen pretensión alguna de profundidad ni de solidez. Si las presento al lector, es simplemente porque creo que pueden ayudar a aclarar el resto. La historia de la humanidad, cuya formación pertenece, propiamente hablando, a la raza caucásica, parece haber recorrido hasta el presente dos períodos. Al primero, durante el cual tuvimos que desarrollar y luego despojarnos de nuestra original naturaleza negra, sucedió el período mongol (chino). El período negro representa la antigüedad, los siglos de dependencia de las cosas (se devoraban los pollos sagrados, vuelo de las aves, estornudo, trueno y relámpagos, murmullo de los árboles, etc.); el período mongol representa los siglos de dependencia de los pensamientos, es el período cristiano. Al futuro le están reservadas estas palabras: Yo soy poseedor del mundo de las cosas y del mundo del Espíritu. A la fase negroide corresponden las campañas de Sesostris y la importancia de Egipto y del norte de Africa en general. A la era mongoloide pertenecen las invasiones de los Hunos y de los Mongoles, hasta llegar a los rusos. El valor de mi yo no puede aumentar, mientras que el duro diamante del no-yo (sea este no-yo el Dios o el mundo) continúe a un precio tan exorbitante. El no-yo está aún demasiado verde y demasiado duro para que yo pueda probarlo y absorberlo; de hecho, los hombres, no hacen más que arrastrarse — con una actividad extraordinaria —, sobre ese ser inmutable, es decir, sobre esa sustancia, como parásitos sobre un animal cuyos jugos sirven como alimento, y que por ello no lo destruyen. Todo el trabajo de los chinos es una actividad de gusanos. Entre los chinos, en efecto, todo continúa como antes; una revolución no suprime nada esencial o substancial, y no hace más que volverlos más afanosos en torno de lo que queda en pie, lo que lleva el nombre de antigüedad, de abuelos, etc. Por eso, en el período mongol que atravesamos, todo cambio no ha sido nunca más que una reforma, una mejora, jamás una destrucción, un trastorno, una aniquilación. La sustancia, el objeto, permanece. Todos nuestros trabajos no fueron más que actividad de hormigas y saltos de pulgas, malabares sobre la cuerda tirante de lo objetivo y trabajos forzados bajo el bastón de capataz de lo inmutable o eterno. Los chinos son ciertamente el más positivo de los pueblos, y eso es así porque están enterrados bajo los dogmas; pero la Era Cristiana tampoco ha salido de lo positivo; es decir, de la libertad restringida, de la libertad hasta cierto límite. En los grados más elevados de la civilización, esa actividad es llamada científica y se traduce por un trabajo que reposa sobre una suposición fija, una hipótesis inconmovible. La moralidad, bajo la primera y más incomprensible de sus formas, se presenta como hábito. Proceder conforme a los usos y costumbres del propio país, es ser moral. Por eso es más fácil a los chinos actuar moralmente y llegar a una pura y natural moralidad: no tienen más que atenerse a las viejas costumbres y odiar toda novedad como un crimen que merece la muerte. Porque la innovación es, en efecto, la enemiga mortal del hábito, de la tradición y de la rutina. Está fuera de duda el que el hábito protege al hombre contra las intromisiones de las cosas, del mundo, y le crea un mundo especial, el único en el que se siente como en su casa, es decir, como en un cielo. ¿Qué es un cielo, en efecto, sino el hogar propio del hombre, donde nada extraño lo llama y lo domina, donde ninguna influencia terrenal le enajena; en una palabra, donde, purificado de las manchas terrenales, pone fin a su lucha contra el mundo, donde no tiene ya que renunciar a nada? El cielo es el fin de la renuncia, el disfrute libre. El hombre no tiene que renunciar a nada, porque allí nada le resulta extraño u hostil. El hábito es, entonces, una segunda naturaleza que desata y libra al hombre de su naturaleza primitiva y lo protege de las casualidades de esa naturaleza. Las tradiciones de la civilización china previeron todas las eventualidades. Todo está previsto. Suceda lo que quiera, el chino sabe siempre cómo debe comportarse; no tiene nunca la necesidad de decidir frente a las circunstancias. Jamás un acontecimiento inesperado le precipita del cielo de su reposo. El chino que ha vivido en la moralidad y que se ha acostumbrado a ella perfectamente, no puede ser sorprendido, ni desconcertado; en todo momento guarda su sangre fría, es decir, la calma del corazón y del espíritu, porque su corazón y su espíritu, gracias a la previsión de las viejas costumbres tradicionales, no pueden trastornarse ni alterarse en ningún caso, lo imprevisto ya no existe. Por el hábito, la humanidad asciende el primer escalón de la civilización o de la cultura y como ascendiendo en la cultura se cree que alcanza, al mismo tiempo, el cielo o reino de la cultura y de la segunda naturaleza, sube, en realidad por el hábito, el primer escalón de la ascensión celestial. Si los mongoles han afirmado la existencia de seres espirituales, y creado un cielo, un mundo de espíritus, los caucásicos, por otra parte, durante millares de años, lucharon contra esos seres espirituales para penetrarlos y comprenderlos. Al hacerlo, no hacían otra cosa que edificar sobre el terreno mongol. No edificaban sobre la arena, sino en el aire; lucharon contra la tradición mongólica y tomaron su cielo, el «Thian». ¿Cuándo terminarán de aniquilarlo definitivamente? ¿Cuándo se convertirán por fin en auténticos caucásicos y se encontrarán a sí mismos? La inmortalidad del alma, que en los últimos tiempos parecía haberse consolidado más, presentándose como inmortalidad del Espíritu, ¿cuándo se invertirá en mortalidad del Espíritu? Gracias a los industriosos esfuerzos de la raza mongol, los hombres habían construido un cielo, cuando los caucásicos, en tanto que por tradición mongólica se cuidaban del cielo, se dedicaron a hacer lo contrario: la tarea de asaltar ese cielo de la moralidad y conquistarlo. Derribar todo dogma para elevar sobre el terreno devastado uno nuevo y mejor, destruir las costumbres para poner en su lugar costumbres nuevas y mejores, ésa es toda su obra. Pero ¿es esta obra lo que se propone ser y alcanza realmente su objeto? No: esta persecución de lo mejor sigue contaminada de mongolismo; no conquista el cielo más que para crear uno nuevo, no derriba una antigua potencia más que para legitimar una nueva, no hace, en suma, más que mejorar. Y sin embargo, el objetivo, por más que constantemente se pierda de vista, es la destrucción verdadera y completa del cielo, de la tradición; es, en una palabra, el fin del hombre asegurado únicamente contra el mundo, el fin de su aislamiento, de su solitaria interioridad. En el cielo de la civilización, el hombre trata de aislarse del mundo y quebrar su potencia hostil. Pero este aislamiento celeste debe ser destruido a su vez y el verdadero fin de la conquista del cielo es la destrucción, el aniquilamiento del cielo. El caucásico que mejora y que reforma, obra como mongol, porque no hace más que restablecer lo que era, es decir, un dogma, un absoluto, un cielo. El, que ha consagrado al cielo un odio implacable, edifica cada día nuevos cielos; elevando cielo sobre cielo, no hace más que aplastarlos uno debajo del otro; el cielo de los judíos destruye el de los griegos, el de los cristianos destruye el de los judíos, el de los protestantes el de los católicos, etc. Si esos titanes humanos, los caucásicos, llegan a liberar su sangre de su herencia mongol, enterrarán al hombre espiritual bajo los restos de su gigantesco mundo espiritual, el hombre aislado bajo su mundo aislado y a todos los que construyen un cielo, bajo las ruinas de ese cielo. Y el cielo es el reino de los Espíritus, el dominio de la libertad espiritual. El reino de los cielos, el reino de los Espíritus y de los fantasmas, ha encontrado el lugar que le convenía en la filosofía especulativa. Se ha convertido en el reino de los pensamientos, de los conceptos y de las ideas; el cielo está poblado de ideas y de pensamientos y ese reino de los Espíritus es la realidad misma. Querer liberar el Espíritu es puro mongolismo; la libertad del Espíritu, del sentimiento, de la moral, son libertades mongoles. Se considera la palabra moralidad como sinónimo de actividad espontánea, de libre disposición de sí mismo. Sin embargo, no hay nada de eso; al contrario, si el caucásico ha dado pruebas de alguna actividad personal, ha sido a pesar de la moralidad que tenía de su herencia mongólica. El cielo mongol o tradición moral ha seguido siendo una inconquistable fortaleza, y el caucásico dio pruebas de moralidad sólo por los asaltos repetidos que le ha dado; porque si ya no hubiese tenido ningún cuidado de la moralidad, si no hubiera visto en esta última su perpetuo e invencible enemigo, la relación entre él y la tradición, es decir, su moralidad, habría desaparecido. El hecho de que sus impulsos naturales sean todavía morales, es precisamente lo que le queda de su herencia mongol; es una señal de que no se ha curado todavía, de que no ha tomado aún conciencia de sí mismo. Los impulsos morales corresponden exactamente a la filosofía religiosa y ortodoxa, a la monarquía constitucional, al Estado cristiano, a la libertad dentro de ciertos límites, o para emplear una imagen, al héroe clavado en su lecho de dolor. El hombre no habrá vencido realmente al chamanismo y al cortejo de fantasmas que arrastra detrás de sí, sino cuando tenga la fuerza de rechazar, no sólo la superstición, sino la fe, no sólo la creencia en los espíritus, sino la creencia en el Espíritu. El que cree en los espectros no se arrodilla más profundamente ante la intervención de un mundo superior que lo hace quien cree en el Espíritu, y ambos buscan un mundo espiritual tras el mundo sensible. En otros términos, engendran otro mundo y creen en él; ese otro mundo, creación de su espíritu, es un mundo espiritual; sus sentimientos no perciben ni conocen nada de ese otro mundo inmaterial, sólo su espíritu vive en él. Cuando se cree, como el mongol, en la existencia de seres espirituales, se está muy cerca de concluir que la esencia propiamente humana es su Espíritu y que se deben dedicar todos sus cuidados solamente al Espíritu, a la salvación del alma. Se afirma así la posibilidad de actuar sobre el Espíritu, lo que se llama influencia moral. Salta a la vista, entonces, que el mongolismo representa la negación radical de los sentidos y el reinado de la negación de la sensualidad y de la contranaturaleza y que el pecado y la conciencia del pecado han sido durante miles de años una plaga mongólica. Pero ¿quién reducirá el Espíritu a su nada? El, que mediante su Espíritu descubrió la Naturaleza como una nada, limitada y perecedera, sólo él puede probar la nadeidad[38] del Espíritu. Yo puedo, y entre ustedes pueden hacerlo todos aquellos que, en tanto que «yo» ilimitado, dominan y crean, pueden hacerlo, en una palabra, el egoísta. (Hay un claro error de concordancia). Ante lo que es sagrado, pierde uno todo sentimiento de su poder; se siente uno impotente y se humilla. Nada, sin embargo, es por sí mismo sagrado; yo sólo consagro; lo que canoniza es mi pensamiento, mi juicio, mis genuflexiones; en una palabra, mi conciencia. Es sagrado lo que es inaccesible al egoísta, lo que está sustraído a sus ataques, fuera de su poder, es decir, por encima de él; en una palabra, sagrado es todo asunto de conciencia. «Es para mí un asunto de conciencia», no significa nada más que «yo tengo eso por sagrado». Para los niños pequeños, como para los animales, nada es sagrado, porque para elevarse a nociones de ese género la inteligencia debe haberse desarrollado bastante como para ser capaz de distinciones tales como «bueno, y malo, permitido y prohibido», etc.; sólo es en ese grado de reflexión o de comprensión, grado al que corresponde precisamente el punto de vista de la religión, cuando el temor natural puede dar lugar a la veneración (ésta no natural, porque no tiene raíces mas que en el pensamiento), y al «terror sagrado». Es preciso para eso que uno tenga alguna cosa exterior a sí, mas poderosa, más grande, más autorizada, mejor que uno mismo; en otros términos; es preciso que uno sienta cernirse sobre su cabeza un poder extraño, y que no sólo se experimente ese poder, sino que se le reconozca formalmente, se le acepte, se someta uno a él, se entregue uno a él atado de pies y manos (resignación, humildad, sumisión, obediencia, etc.) Aquí desfilan como otros tantos fantasmas, toda la colección de las «virtudes cristianas». Lo que inspira respeto o veneración, merece ser llamado sagrado; ustedes mismos sienten un «santo terror» cuando hablan de ello. Y un estremecimiento análogo les provoca lo contrario de lo sagrado (el cadalso, el crimen, etcétera), porque eso también encubre un «algo» inquietante, ajeno y extraño. «¡Si no hubiese nada sagrado para el hombre, estaría abierta de par en par la puerta al capricho, a lo arbitrario y a una subjetividad ilimitada!» El temor es, ciertamente, un comienzo; puede uno bien hacerse temer del hombre mas grosero, y eso es ya un dique que oponer a su insolencia. Pero en el fondo de todo temor se cobija siempre la tentativa de liberarse del objeto de este temor por sutileza, astucia, engaño, etcétera. Algo muy diferente ocurre con la veneración: venerar, no es solamente temer, es, además, honrar; el objeto del miedo se convierte en una potencia interior a la que yo no puedo sustraerme; lo que yo honro me toma, me liga, me posee; el respeto con el que pago me pone completamente en su poder y no me deja liberarme; me adhiero a ello con toda la energía de la fe, creo. El objeto de mi temor y yo, somos uno; «no soy yo el que vivo, sino que lo que yo respeto vive en mí». Además, siendo el espíritu infinito, nada para él puede tener fin, queda forzosamente estacionario: teme las decadencias, las disoluciones, la vejez y la muerte, no sabe ya deshacerse de su niño Jesús; sus ojos, que el eterno deslumbra, se hacen incapaces de reconocer la grandeza propia de las cosas que pasan. El objeto de temor, convertido en objeto de culto, es en adelante inviolable. El respeto se hace eterno, el objeto del respeto se hace dios. El hombre, desde entonces, no crea ya, aprende (estudia, examina, etc.); es decir, que toda su actividad se concentra sobre un objeto inmutable, en el cual se hunde sin retorno sobre si mismo. Llegará a conocerlo, a profundizarlo, a demostrarlo; pero no puede, y no intentará, analizarlo y destruirlo. Que «El hombre debe ser religioso», es algo que no está en discusión; toda la cuestión está en saber cómo se llegará a ser religioso, cuál es el verdadero sentido de la religiosidad, etc. Muy distinto es si se pone de nuevo en cuestión el axioma mismo y si se duda de él con riesgo de tener, finalmente, que rechazarlo. La moralidad es también una de esas concepciones sagradas; «se debe ser moral»; ¿cómo ser moral? ¿cuál es la verdadera manera de serlo? Uno no se arriesga a preguntar si, por ejemplo, la moralidad misma no sería una ilusión, un espejismo, ella queda, por encima de toda duda, inmutable. Y así se suben todas las gradas del templo, desde el «santo» hasta el «santo de los santos». Los hombres se dividen en dos clases, los cultos y los incultos. Los primeros, en la medida en que eran dignos de su nombre, se ocupaban con los pensamientos, con el Espíritu, y como durante la era post-cristiana, que tuvo el pensamiento por principio, eran los amos, exigieron de todos la más respetuosa sumisión a los pensamientos reconocidos por ellos. Estado, Emperador, Iglesia, Dios, Moralidad, Orden, etc., son pensamientos o espíritus que únicamente existen para el Espíritu. Un ser simplemente vivo, un animal, se preocupa por ellos tan poco como un niño. Pero los incultos no son en realidad más que niños y el que no piensa más que en satisfacer las necesidades de su vida, es indiferente a todos los fantasmas; pero por otra parte, al carecer de fuerza contra ellos, acaba por ser dominado por pensamientos y caer bajo su poder. Ese es el sentido de la jerarquía. ¡La jerarquía es la dominación del pensamiento, el dominio del Espíritu! Hemos sido jerárquicos hasta ahora, oprimidos por quienes se apoyan en pensamientos. Los pensamientos son lo sagrado. Pero a cada instante el culto choca con el inculto, y a la inversa, no sólo entre dos personas, sino en un solo y mismo hombre. Porque ningún culto es tan culto que no encuentre algún placer en las cosas, portándose en ese caso como un inculto, y ningún inculto carece totalmente de pensamientos. Hegel pone en evidencia la ardiente ansiedad por las cosas del en el hombre precisamente más culto, y su rechazo de toda teoría hueca. De este modo la realidad, el mundo de las cosas, debe corresponder completamente al pensamiento, y no puede haber ningún concepto sin realidad. Eso es lo que ha hecho llamar objetivo al sistema de Hegel, por encima de toda otra doctrina, porque el pensamiento y el objeto, lo ideal y lo real celebraban en él su unión. Este sistema no es sin embargo, más que el momento culminante del pensamiento, su despotismo más extremo, su poder absoluto; es el triunfo del Espíritu y con Él el triunfo de la filosofía. La filosofía no puede elevarse más alto, pues su culminación es la omnipotencia del Espíritu, su absolutismo.[39] Los hombres espirituales se han metido algo en la cabeza que debe ser realizado. Tienen las nociones de Amor, de Bien, etc. que desearían ver realizadas. Quieren, en efecto, fundar sobre la tierra un reino, en el que nadie actuará más por interés egoísta, sino por Amor. El Amor debe dominar. Lo que se han puesto en la cabeza no tiene más que un nombre: es una idea obsesiva. Su cerebro está hechizado, y el Hombre es el más inoportuno, el más obstinado de los fantasmas que eligió ahí su domicilio. Recuérdese el proverbio: «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». La resolución de realizar completamente en sí al Hombre es uno de esos excelentes empedrados del camino de la perdición y los firmes propósitos de ser bueno, noble, caritativo, etc., provienen de la misma cantera. En la sexta parte de sus Denwürdigkeiten Bruno Bauer dice en la p. 7:[40] «Esa clase burguesa que ha tomado en la historia contemporánea tan temible importancia, no es capaz de ningún sacrificio, de ningún entusiasmo por una idea, de ninguna elevación; no se apega más que a lo que interesa a su mediocridad; es decir, no ve más lejos de sí misma; si es victoriosa, no es, en definitiva, más que gracias a su masa, cuya inercia ha cansado a los esfuerzos de la pasión, del entusiasmo y de la lógica, y gracias a su superficie, que ha absorbido una parte de las ideas nuevas». Y en la p. 6: «Ella ha acaparado para ella sola el beneficio de las ideas revolucionarias por las que otros, desinteresados o apasionados, se habían sacrificado, y ha cambiado el espíritu en dinero. Pero, en verdad, antes de hacer suyas esas ideas, ha empezado por cercenarles lo que era su extrema, pero también su estricta consecuencia: el ardor fanático de destrucción contra todo egoísmo». Esas gentes, pues, son incapaces de abnegación y de entusiasmo; no tienen ni ideal ni lógica, son, en el sentido vulgar de la palabra, egoístas que no piensan más que en sus intereses, prosaicos, calculadores, etc. ¿Quién, pues, «se sacrifica»? El que subordina todo lo demás a un fin, a una decisión, a una pasión, etc. ¿No se sacrifica el amante cuando abandona padre y madre, desafía todos los peligros y soporta todas las privaciones para lograr su objeto? ¿Y qué otra cosa hace el ambicioso, que sacrifica a su única pasión todo deseo, toda aspiración, toda alegría? ¿Y el avaro, que se priva de todo por amontonar un tesoro? ¿Y el borracho? A todos los domina una pasión única, y a ella sacrifican todas las demás. ¿Pero esos sacrificios, les impiden ser interesados? ¿No son egoístas? Si no tienen por señora más que a una sola pasión, no menos procuran satisfacerla y satisfacerse, y aún ponen en ello más ardor; su pasión los absorbe. Todos sus actos, todos sus esfuerzos de poseídos son egoístas, pero de un egoísmo amplio, unilateral y limitado. «Esas no son, me dicen, más que pasiones mezquinas, miserables, por las que el hombre no debe dejarse encadenar. ¡El hombre debe consagrarse a una gran causa, a una gran idea!» Una buena «idea elevada», una «buena causa», es, por ejemplo, la gloria de Dios, por la que innumerables víctimas han buscado y hallado la muerte; es el cristianismo, que ha encontrado mártires dispuestos al suplicio; es esa Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, tan ávida de heréticos; son la libertad y la igualdad, de las que fueron sirvientes las sangrientas guillotinas. El que vive para una gran idea, para una buena causa, para una doctrina, un sistema, una misión sublime, no debe dejarse rozar por ninguna codicia terrestre, debe despojarse de todo interés egoísta. Esto nos eleva a la noción del sacerdocio, al que también se podría, teniendo en cuenta su papel pedagógico, calificar de dominismo, porque un ideal no es más que un dominismo o docentismo. La vocación del sacerdote lo llama a vivir exclusivamente para la idea, a no obrar sino en atención a la idea, a la buena causa; así el pueblo siente cuan mal cae en las gentes del clero descubrir un orgullo mundano, no ser insensibles a la buena mesa, entregarse a placeres como el baile y el juego; en una palabra, interesarse en lo que no es un interés «sagrado». Tal vez podría explicarse así el escaso sueldo de los profesores: deben sentirse ampliamente recompensados por la santidad de su misión, y mirar con desprecio los deleites. No nos faltan catálogos de esas ideas sagradas, una o varias de las cuales debe mirar el hombre como su misión. Familia, patria, ciencia, etcétera, pueden encontrar en mí un servidor fiel para cumplir sus deberes. Chocamos aquí con el antiguo error del mundo, que no ha aprendido aún a pasarse sin sacerdocio; vivir y obrar para una idea, es siempre, aun para el hombre, una vocación; y por la fidelidad con la que se consagra a ella, se mide su valor humano. Siendo tal la dominación de las ideas o del sacerdocio, Robespierre, por ejemplo, Saint-Just, etcétera, eran, ciertamente, sacerdotes; eran inspirados, entusiastas, los instrumentos consecuentes de una idea, campeones del ideal. Saint-Just exclama en uno de sus discursos: «Hay algo terrible en el amor sagrado de la patria; es de tal modo exclusivo, que todo lo inmola sin piedad, sin respeto humano, al interés público; precipita a Manlio, arrastra a Régulo a Cartago y hace a Marat víctima de su abnegación».[41] Contra estos representantes de intereses ideales o sagrados, se levanta la innumerable multitud de los intereses profanos, «personales». Ninguna idea, ninguna causa santa es tan grande que deba jamás ser vencida o modificada por esos intereses personales. Si ocurre que éstos se hunden momentáneamente en las horas de fanatismo, el «buen sentido popular» los vuelve pronto a la superficie. La victoria de los ideas no es completa más que cuando cesan de estar en contradicción con los intereses personales, es decir, cuando dan satisfacción al egoísmo. El vendedor de arenques que pregona en este momento su mercancía bajo mi ventana, tiene un interés personal en venderla bien, y aunque su mujer haga votos por la prosperidad de su pequeño comercio, su interés no deja de ser completamente personal. Pero sí un ladrón le roba la canasta, inmediatamente va a despertarse el interés de varios, del gran número, de toda la ciudad, de todo el país, en suma, de todos los que aborrecen el robo; la persona de nuestro vendedor pasa a segundo término y se borra ante la categoría de «robado». Todavía aquí, todo se reduce en definitiva a un interés personal; si todos los que compadecen el infortunio del robado creen que deben aplaudir el castigo del ladrón, es porque si el robo quedara impune, podría generalizarse y todos podrían a su vez ser las víctimas. Muchos, sin embargo, no tienen conciencia de tal cálculo, y con frecuencia se oye decir que el ladrón es un «criminal». Tenemos ante nosotros un fallo ejecutorio que califica el robo y lo coloca en la clase de los «crímenes». El problema que se presenta ahora es este: En el supuesto de que un crimen no causara el menor perjuicio ni a mí, ni a cualquiera que me interese, debería, sin embargo, desplegar todo mi celo en combatirlo. ¿Por qué? Porque la moralidad me inspira, porque estoy lleno de la idea de moralidad y debo oponerme a todo lo que la hiere. Porque el robo le parece a prioriabominable, Proudhon cree deshonrar la propiedad diciendo que «la propiedad es el robo». A los ojos de los sacerdotes, el robo es siempre un crimen, o cuando menos un delito. Aquí acaba el interés personal. Esa persona determinada que ha robado la canasta del vendedor me es a mí, personalmente, por completo indiferente; lo que me interesa es únicamente el ladrón, la especie de que esa persona es un ejemplar. Ladrón y Hombre son en mi espíritu dos términos inconciliables, porque uno no es verdaderamente Hombre cuando es ladrón; robando envilece en sí al hombre o a «la humanidad». Salimos del interés personal para caer en la filantropía. Esta es generalmente tan mal comprendida que se cree ver en ella un amor por los hombres, por cada individuo en particular, cuando no es más que el amor del Hombre, del concepto abstracto e irreal, del fantasma. No es tous anthropos (los hombres) sino ton anthropon (el hombre), a quien el filántropo lleva en su corazón. Ciertamente compadece el infortunio del individuo, pero no es sino porque querría ver por todas partes realizado su ideal. No le hablen de solicitud por mi, por ti, por nosotros; eso entra en el capítulo del «amor mundano». La filantropía es un amor celeste, espiritual, clerical. Lo que necesita es hacer florecer en nosotros al Hombre, aun cuando nosotros, pobres diablos, tuviéramos que reventar. Es el mismo espíritu clerical que ha dictado el célebre «Fíat iustítia, pereat mundus».[42] Hombre, Justicia, son ideas, fantasmas, a cuyo amor todo debe ser sacrificado; por lo demás, el hombre es el sacerdote de todos los sacrificios. El que medita en el Hombre pierde de vista a las personas a medida que se extiende su meditación; nada en pleno interés sagrado, ideal. El Hombre no es una persona, sino un ideal, un fantasma. Se pueden prestar al hombre los atributos más diversos; sí parece que el primero, el más esencial de sus atributos es la piedad, el sacerdocio religioso se eleva; sí parece que la moralidad le es ante lodo necesaria, el sacerdocio moral alza la cabeza. Los espíritus jerárquicos de nuestros días querrían hacer de todo una «religión»; tenemos ya una «religión de la libertad», una religión de la igualdad», etc., y ellos están en vías de hacer una «causa sagrada» de todas las ideas; oiremos un día hablar de una religión de la burguesía, de la política, de la publicidad, de la libertad de la prensa, del tribunal superior, etc. Dicho esto, ¿qué es, pues, el «desinterés»? Ser desinteresado es no tener más que un interés ideal, ante el cual se borra toda consideración hacia las personas de carne y hueso. El orgullo del hombre práctico se subleva contra esta manera de ver. Pero desde hace miles de años se ha trabajado tan bien en domarlo, que hoy debe encorvar su cabeza rebelde y «adorar la potencia superior»; el sacerdote ha vencido. Cuando el egoísta mundano había llegado a sacudir el yugo de un poder superior, como, por ejemplo, la ley del Antiguo Testamento, el Papa romano, etcétera, se elevaba inmediatamente, por encima del otro, uno diez veces superior; la fe tomaba el puesto de la ley, la elevación de todos los laicos al sacerdocio reemplazaba al clero cerrado, etc. Es la historia del poseído, a quien media docena de diablos hostigaban cuando creía haber expulsado a uno. El pasaje de Bruno Bauer, que citábamos antes, niega a la clase burguesa todo idealismo, etc. Es indudable que ella ha falsificado las consecuencias ideales que Robespierre hubiera sacado de su principio. El instinto de su interés la ha advertido de que esas consecuencias chocaban con sus miras y que sería un juego de bobos querer plegarse a las deducciones de la teoría. ¿Acaso debía llevar el desinterés hasta abjurar de todo lo que había sido su objeto para conducir al triunfo una rígida teoría? De maravilla hacen su negocio los sacerdotes cuando las gentes prestan oído a sus exhortaciones: «Abandona todo y sígueme» o «Vende lo que posees y da el dinero a los pobres, eso te valdrá un tesoro en el cielo; ven y sígueme». Algunos raros idealistas escuchan ese llamamiento; pero la mayor parte hacen lo que Ananías y Safira, se conducen a medias, según el espíritu o la religión, a medias según el mundo, y reparten sus ofrendas entre Dios y Mammón. No censuro a la burguesía el no haberse dejado desviar de su objetivo por Robespierre y el haber tomado consejo de su egoísmo para saber hasta qué punto debía asimilarse las ideas revolucionarias. Pero a los que se podría censurar (si en algún caso puede tratarse aquí de censurar a alguno o alguna cosa) es a los que se dejan imponer como intereses suyos los intereses de la clase burguesa. ¿No acabarán un día por comprender de qué lado está su ventaja? «Para conquistar para su causa a los productores (proletarios), dice Augusto Becker[43], no basta una negación de las nociones tradicionales del derecho. Las gentes se inquietan, desgraciadamente, poco por la victoria teórica de una idea. Lo que hace falta es demostrarles ad oculos el beneficio práctico que se puede sacar de esta victoria»; y añade en la p. 32: «Debéis apresar a las gentes por sus intereses reales, si queréis tener acción sobre ellas». Inmediatamente después muestra el relajamiento moral que se extiende entre los campesinos, puesto que prefieren seguir antes sus propios intereses que los mandatos de la moralidad. Los padres de la iglesia revolucionaria, sus pedagogos, cortaban el cuello a los hombres para servir al Hombre; los laicos, los profanos de la Revolución, no tenían, en verdad, demasiado horror por esa operación, pero se cuidaban menos de los derechos del hombre y de la humanidad que de sus propios derechos. ¿Cómo sucede, pues, que el egoísmo de los que confiesan y consultan en todo tiempo su interés personal, sucumbe fatalmente ante un interés sacerdotal o pedagógico? Su persona les parece a ellos mismos demasiado débil, demasiado insignificante (lo es, en efecto), para osar pretenderlo todo y poder realizarse enteramente. Lo que prueba que es ciertamente así, es que se dividen ellos mismos en dos personas, una eterna y otra temporal, y no favorecen jamás sino a una con exclusión de la otra: el domingo a la eterna, el resto de la semana a la temporal; a la primera en la oración, a la segunda en el trabajo. Llevan al sacerdote en ellos, y por esto jamás se hallan en paz; se oyen interiormente predicar cada domingo. ¡Cuánto han trabajado y meditado los hombres para llegar a conciliar este dualismo de su esencia! Han amontonado idea sobre idea, principio sobre principio, sistema sobre sistema, y, a la larga, nada ha llegado a resolver la contradicción que encierra el hombre «temporal», «el egoísta». ¿No prueba eso que todas esas ideas eran impotentes para abrazar mi voluntad entera y satisfacerla? Eran y han permanecido para mí enemigas, aunque esta enemistad se haya disimulado largo tiempo. ¿Sucederá lo mismo con la individualidad? ¿No es, ella también, más que un ensayo de conciliación? A cualquier principio que me haya dirigido, al de la razón, por ejemplo, me he visto siempre, finalmente, obligado a rechazarlo. ¿O puedo de veras ser perpetuamente razonable y arreglármelas en todas las cosas mi vida por la razón? Puedo esforzarme en ser razonable, puedo amar la razón como puedo amara Dios o a cualquiera otra idea. Puedo ser filósofo, ser el amante de la sabiduría, como soy el adorador de Dios. Pero el objeto de mi amor y de mis aspiraciones no existe más que en mi espíritu, en mi imaginación, en mí pensamiento; está en mi corazón, en mi cerebro; está en mi, como mi corazón esta en mi; pero no es yo, y yo no soy él. Lo que se entiende bajo el nombre de influencia moral es muy especialmente de la pertenencia de los espíritus sacerdotales. La influencia moral comienza donde comienza la humillación; no es más que esta humillación misma, bajo la cual el orgullo, forzado a doblarse o romperse, deja el puesto a la sumisión. Cuando yo grito a alguno que se aleje de una roca que va a volar, no ejerzo por esa advertencia ninguna influencia moral. Sí digo al niño: «tendrás hambre si no quieres comer de lo que esta en la mesa», no hay ahí tampoco nada que se parezca a la «influencia moral». Pero si le digo: «Hay que orar, honrar padre y madre, respetar el crucifijo, decir la verdad, etc., porque eso es humano, porque tal es el deber del hombre, o mejor todavía, la voluntad de Dios», habré ejercido sobre él una acción moral. Gracias a esta pedagogía moral, el hombre se penetra de la misión del hombre, se hace humilde y obediente y somete su voluntad a una voluntad extraña que le es impuesta como la regla y la ley; debe inclinarse ante una superioridad: humillación voluntaria. «El que se humilla será ensalzado». Sí, sí, es bueno exhortar a los niños a la piedad, a la devoción, a la honradez. El hombre bien educado es aquel a quien los buenos principios le han sido enseñados, inculcados, apuntados y embutidos a fuerza de golpes o sermones. Si eso les parece tonto, los buenos gritarán retorciéndose las manos de desesperación: «¡Pero, por amor de Dios, sí no damos buenos principios a nuestros hijos, se arrojarán directamente al abismo del pecado y se harán unos pillastres!» ¡Más despacio, profetas de desgracias! «Malos» en el sentido que ustedes le dan, ciertamente que lo llegarán a ser; pero ese sentido es, precisamente, un sentido pésimo. Los descarados no se dejarán ya imponer por sus charlatanerías y lamentaciones, ni simpatizarán ya con todos los absurdos que les hacen delirar y chochear desde tiempo inmemorial: abolirán el derecho de sucesión, rehusando las tonterías que les han legado sus padres, y extirparan el pecado original. Si les dicen: «¡Inclínate ante el Ser Supremo!», responderán: «¡Si quiere doblegamos, que venga él mismo y lo haga, porque nosotros no nos inclinamos por nuestro gusto!» Y si los amenazan con su cólera y sus castigos, será como si los amenazaran con el cuco. Cuando no consigan ya inculcarles el miedo a los aparecidos, el reinado de los aparecidos tocará a su fin, y los cuentos de nodrizas no encontraran ya crédito. Pero, ¿no son una vez más los liberales los que insisten sobre la buena educación y sobre la necesidad de mejorar la instrucción pública? ¿Cómo, por otra parte, su liberalismo, su «libertad en los límites de la ley», podría realizarse sin el socorro de la disciplina? Si la educación, tal cual ellos la entienden, no reposa precisamente sobre el temor de Dios, apela, en cambio, más enérgicamente al respeto humano, es decir, al temor del Hombre, y encargan a la disciplina inspirar «el entusiasmo por la verdadera misión humana». Durante largo tiempo se contentaron con la ilusión de poseer la verdad, sin que llegase a la mente de nadie preguntarse seriamente si no sería, quizá, necesario, antes de poseer la verdad, ser uno mismo verdadero. Ese tiempo fue la Edad Media. Se figuraron poder comprender lo abstracto, lo inmaterial, por medio de la conciencia común; de esa conciencia que no tiene imperio más que sobre los objetos, es decir, sobre lo sensible y lo material. Del mismo modo en que hay que ejercitar mucho la vista para tomar la perspectiva de los objetos lejanos, y que es preciso que la mano haga penosos esfuerzos antes de que los dedos hayan adquirido la destreza necesarios para dar en las teclas según las reglas del arte, así se han sometido a las mortificaciones más variadas, a fin de hacerse capaces de abrazar enteramente lo suprasensible. Pero lo que se mortificaba no era nada más que el hombre material, la conciencia común, la inteligencia restringida a la percepción de las relaciones sensibles. Y como esa inteligencia, ese pensamiento del que Lutero hizo menosprecio bajo el nombre de razón, es inepto para concebir lo divino, el régimen de mortificaciones a que se le sometió no contribuyó en nada al descubrimiento de la verdad: tanto les hubiera valido hacerles ejercitar sus pies en el baile durante años con la esperanza de que aprendieran a tocar la flauta. Lutero, con quien acaba lo que se llama la Edad Media, fue el primero en comprender que si el hombre quiere abrazar la verdad, debe empezar por hacerse distinto del que es, y por llegar a ser tan verdadero como la verdad. El que posee ya la verdad entre sus creencias, puede tener parte en ella; es decir, que no es accesible más que al creyente, y sólo el creyente puede explorar sus profundidades. Solamente el órgano del hombre capaz de producir el aliento puede conseguir también tocar la flauta, y nadie más que el hombre, poseedor del verdadero órgano de la verdad, pueda participar de la verdad. Aquel cuyo pensamiento no alcanza más que lo sensible, lo positivo, lo concreto, no aprehenderá tampoco de la verdad más que su apariencia concreta; pues bien: la verdad es espíritu, fundamentalmente inmaterial, y es, por consiguiente, del imperio de la «conciencia superior», y no de la que «no esta abierta más que a las cosas de la tierra». Lutero saca a la luz ese principio de que, siendo la verdad pensamiento, no existe más que para el hombre que piensa. Y eso equivale a decir que el hombre debe simplemente colocarse, en lo sucesivo, en un punto de vista diferente, en el punto de vista celeste, creyente, científico, en el punto de vista del pensar frente a su objeto, el pensamiento, o del espíritu frente al espíritu. El igual sólo reconoce al igual. «Tú eres el igual del espíritu, al que comprendes».[44] Habiendo el protestantismo abatido la jerarquía de la Edad Media, pudo arraigarse la opinión de que toda jerarquía, la jerarquía en general, había sido destruida por él; y no se pudo advertir que había sido justamente una «Reforma», es decir, la renovación de la jerarquía envejecida. Esta jerarquía de la Edad Media era enfermiza y débil, porque se había visto obligada a tolerar en torno de ella toda la barbarie de los profanos; fue precisa la Reforma para templar las fuerzas de la jerarquía y darle todo su inflexible rigor. «La Reforma —dice Bruno Bauer— fue, ante todo, el divorcio teórico entre el principio religioso y el arte, el Estado y la ciencia, es decir, su liberación de las potencias a las que había estado íntimamente ligado durante los primeros tiempos de la Iglesia y la jerarquía de la Edad Media; y las instituciones teológicas y religiosas nacidas de la Reforma, no son más que las consecuencias lógicas de esa separación entre el principio religioso y las demás potencias de la Humanidad».[45] Lo contrario me parece más exacto: pienso que nunca la dominación del espíritu o, lo que viene a ser lo mismo, la libertad del espíritu, ha sido tan extensa y tan omnipotente como desde la Reforma, puesto que, lejos de romper con el arte, el Estado y la ciencia, el principio religioso no ha hecho más que penetrarlos, quitarles lo que les quedaba de secular, para llevarlos al «reino del espíritu» y volverlos religiosos. Se ha comparado, no sin razón, a Lutero con Descartes, y al «el que cree, es un dios» con el «pienso, luego soy» (cogito, ergo sum). El cielo del hombre es el pensar, el espíritu. Todo puede serle cercenado, salvo el pensamiento, salvo la fe. Se puede destruir una fe determinada, como la fe en Zeus, Astarté, Jehová, Alá, etc.; pero la fe misma es indestructible. Pensar es ser libre. Aquello de lo que tengo necesidad, aquello de lo que tengo hambre, no lo espero ya de ninguna gracia, ni de la Virgen María, ni de la intercesión de los Santos, ni de la Iglesia, que ata y desata, sino que me lo dispenso yo mismo. En suma, mi ser (el sum). Es una vida en el cielo del pensamiento, del espíritu; es un cogitare. Yo mismo no soy nada más que espíritu: espíritu que piensa, dice Descartes; espíritu creyente, dice Lutero. Yo no soy lo que es mi cuerpo; mi carne puede ser atormentada de codicias y de pasiones. Yo no soy mí carne, pero soy espíritu, nada más que espíritu. Este pensamiento atraviesa toda la historia de la Reforma hasta nuestros días. Sólo desde Descartes, la filosofía moderna se ha aplicado seriamente a sacar todas sus conclusiones de las premisas cristianas, haciendo del conocimiento científico el único conocimiento verdadero y válido. Por eso empieza por la duda absoluta, el dubitare, por la humillación del saber vulgar y la negación de todo lo que no está legitimado por el espíritu, por el pensamiento. Ella no cuenta para nada con la Naturaleza, las opiniones de los hombres y el consentimiento general; no tiene reposo, en tanto que no ha puesto en todo a la razón y en tanto que no puede decir: «Lo real es lo racional, y sólo lo racional es real». Ha llegado así al triunfo del espíritu o de la razón, y todo es espíritu, porque todo es razonable: la Naturaleza entera, tanto como las opiniones de los hombres, hasta las mas absurdas, contienen razón, «se debe hacer servir todo para su mejor fin», es decir, para el triunfo de la razón. El dubitare cartesiano implica el juicio de que sólo el cogitare, el pensar, el espíritu, es. ¡Es una ruptura completa con el sentido «común», que concede una realidad a los objetos, independientemente de sus relaciones con la razón! Sólo el espíritu, el pensamiento, existen. Tal es el principio de la filosofía moderna, que es el principio cristiano en toda su pureza. Descartes separaba claramente el cuerpo del espíritu; y «es el espíritu el que se fabrica un cuerpo», dice Goethe. Pero esta misma filosofía, filosofía completamente cristiana, no se aparta de lo razonable; así se vuelve contra lo «puro subjetivo, contra los caprichos, las casualidades, lo arbitrario, etc.; quiere que lo divino se haga visible en todo, que todo conocimiento sea un reconocimiento de Dios y que el hombre contemple a Dios por todas partes; pero no hay jamás Dios sin su diablo. No se da el título de filósofo al que, con los ojos bien abiertos a las cosas del mundo y la mirada clara y segura, expone sobre el mundo un juicio recto, si no ve en el mundo más que exactamente el mundo, en los objetos más que los solos objetos; en suma, si ve prosaicamente todo como es. Sólo es un filósofo aquel que ve, muestra y demuestra en el mundo el cielo, en lo terrestre lo supraterrestre y en lo humano lo divino: «Lo que no ve la inteligencia de los inteligentes, lo ve en su sencillez un alma de niño».[46] Y es esta alma de niño, estos ojos para lo divino, lo que hace, ante todo, al filósofo. Los demás sólo tienen un sentido «común»; él, que ve y sabe expresar lo divino, tiene una conciencia «científica». Por esa razón se ha excluido a Bacon del reino de los filósofos; y todo lo que se llama filosofía inglesa no parece, por otra parte, haber pasado, en lo sucesivo, de lo que habían descubierto aquellos «cerebros lucidos» que se llamaban Bacón y Hume. Los ingleses no han sabido magnificar lo ingenuidad del alma de los niños y elevarse o la significación de filosofía; no han sabido hacer con almas de niños, filósofos. Eso equivale a decir que su filosofía fue incapaz de hacerse una filosofía teológica, una teología; y, sin embargo, sólo como teología puede alcanzar la filosofía el término de su evolución. Sobre el campo de batalla de la teología exhalará su último suspiro. Bacon no estudió las cuestiones teológicas. El objeto del conocimiento es la vida. El pensamiento alemán, más que cualquier otro, procura alcanzar los comienzos y las fuentes de la vida, y no ve la vida más que en el conocimiento mismo. El cojito ergo sum, de Descartes, significa: no se vive más que si se piensa. Vida pensadora significa «vida espiritual». El espíritu solo vive, su vida es la verdadera vida. Lo mismo en cuanto a la Naturaleza: sus «leyes eternas», el espíritu o la razón de la Naturaleza, son toda su verdadera vida. En el hombre como en la Naturaleza, sólo el pensamiento vive, todo lo demás está muerto. La historia del espíritu conduce necesariamente a esta abstracción, a la vida de las generalidades abstractas o de lo no viviente. Dios, que es espíritu, sólo está vivo; nada vive más que el fantasma. ¿Cómo se puede sostener que la filosofía moderna y la época moderna han llegado a la libertad, cuando no nos libran del yugo de la objetividad? ¿Acaso me habré librado de un déspota, cuando en lugar de temerlo personalmente me pongo a temer todo ataque a la veneración que imagino que le debo? Ahí, sin embargo, estamos actualmente. El pensamiento moderno no ha hecho más que transformar los objetos existentes, el déspota real, etc., en objetos imaginarios, es decir, en ideas. ¿Y qué se hace del antiguo respeto frente a esas ideas? ¿Desaparece? Al contrario, no hace más que redoblar de fervor. Se han burlado de Dios y del diablo bajo su forma grosera y vulgarmente real de otros tiempos, pero no ha sido mas que para tomar tanto más en serio su noción abstracta. «Libertado del malo, se ha guardado el mal».[47] No hubo ningún escrúpulo en sublevarse contra el estado de cosas existente y derribar las leyes remantes cuando se tomó la resolución de no dejarse ya imponer por lo actual y lo palpable; pero, ¿quién se habría permitido pecar contra la idea del Estado y no someterse a la idea de la Ley? Se permaneció «ciudadano», se permaneció hombre «legal», leal; se creyó uno tanto más legal cuanto se abolían más racionalistamente las viejas leyes, cojas, para rendir homenaje al «espíritu de la ley». En suma, los objetos no habían hecho más que transformarse, sin perder nada de su poder y su soberanía, y se permaneció poseído; se vivió en la reflexión, hubo siempre un objeto en el cual se reflexionó, que se respetó y ante el cual se sintió uno lleno de admiración y de temor. No se había hecho más que transmutar las cosas en imágenes o en representaciones de las cosas, en ideas, en conceptos; y se les estuvo más íntima e indisolublemente ligado. No es difícil, por ejemplo, sustraerse a las órdenes de los padres, cerrar los oídos a los consejos de los tíos y de las tías, y a los ruegos de los hermanos y de las hermanas; pero, la obediencia así despedida, se refugia en la conciencia; cuanto menos se pliega uno a las exigencias de los suyos, porque racionalmente y en nombre de su propia razón las juzga irrazonables, tanto más escrupulosamente se adhiere, en desquite, a la piedad filial, al amor de la familia: no se perdonaría uno ya el ofender la idea que se ha formado del amor familiar y de los deberes que impone. Liberados de nuestra dependencia para con la familia existente, caemos bajo la dependencia más estrecha de la idea de la familia; el espíritu de familia se apodera de nosotros y nos domina. La familia compuesta de Hans y de Petra, etc., no hace más que trasponerse en nosotros, interiorizarse, si se quiere; permanece siempre la «familia», pero se la aplica el antiguo precepto: «vale más obedecer a Dios que a los hombres», precepto que, en el caso presente, se traduce así: yo no puedo, en verdad, doblegarme a sus absurdas exigencias, pero ustedes son mi «familia» y como tales quedan siendo, a pesar de todo el objeto de mi amor y de mi solicitud, porque la familia es una noción sagrada que el individuo no puede ofender. Y esta familia, así hecha interior e inmaterial, convertida en pensamiento y representación, pasa a ser cosa «Sacrosanta»; su despotismo se centuplica. Para que el despotismo de la familia fuese verdaderamente roto, seria preciso que esa familia ideal se convirtiese, desde luego, en una nada. Las frases cristianas: «¿Mujer, qué tengo yo que hacer contigo?»[48] «Yo he venido para sublevar al hijo contra su padre y a la hija contra su madre»[49], y otras semejantes, deben entenderse como una apelación a la familia celeste, de la verdadera familia. El Estado no dice otra cosa cuando exige que en todo conflicto entre la familia y él se obedezcan sus órdenes, las del Estado. Pasa con lo moralidad como con la familia. Muchos que no se dejan ya contener por la moral, tendrían gran trabajo en desembarazarse del concepto «Moralidad». La moralidad es la idea de la moral, su fuerza espiritual, su poder sobre las conciencias; la moral, por el contrario, es demasiado material para dominar al espíritu y no puede encadenar a un hombre «espiritual» o a un sedicente «librepensador». Por más que haga el protestante, la «Santa Escritura», la «palabra de Dios», le sigue siendo sagrada. Aquel para quien no es ya «sagrada», ha cesado de ser un protestante. Debe, al mismo tiempo, tener por sagrado todo lo que es ordenado por ella, la autoridad instituida por Dios, etc. Todo eso permanece para él intangible, «por encima de toda especie de duda», y, por consiguiente (siendo la duda por excelencia lo propio del hombre), por encima de si mismo. El que no puede desatarse de ello, cree, porque creer significa estar ligado. Por el hecho de que por el protestantismo la fe se ha hecho mas interior, la servidumbre igualmente se ha hecho más interior; ha atraído uno a si, se ha apropiado de todo lo que había de santidad en los objetos, ha impregnado sus pensamientos y sus actos, se ha hecho asuntos de conciencia y se ha trazado deberes sagrados. Así, todo aquello de que la conciencia del protestante no puede liberarse le es sagrado, y el protestante es concienzudo; es el rasgo más saliente de su carácter. El protestantismo ha organizado propiamente en el hombre un verdadero servicio de «policía oculta». El espía, el vigilante «conciencia», vigila cada movimiento del espíritu y todo gesto; todo pensamiento es a sus ojos un «asunto de conciencia», es decir un asunto de policía. Lo «instintos naturales» y la «conciencia» (canalla interior y policía interior), es lo que forma al protestante. La «sabiduría de la Biblia» (en lugar de la católica «sabiduría de la Iglesia») pasó por sagrada, y ese sentimiento, esa convicción de que la palabra bíblica es santa, se llama conciencia. La santidad tiene así un trono en el corazón de cado uno. Si uno no se libera de la conciencia, de la idea de lo santo o de lo sagrado, puede, si, obrar contra la conciencia, pero no independientemente de la conciencia; será uno inmoral, pero no moral. El católico puede ir en paz desde el momento en que ha cumplido los «mandamientos»; el protestante busca la perfección. El católico no es más que un laico, en tanto que todo protestante es él mismo un sacerdote. Esta clerecía universal, esta ascensión de todos al sacerdocio, es el progreso, y también la maldición, realizada por la Reforma sobre la Edad Media, esto es, la realización de lo espiritual. ¿Qué era la moral jesuítica sino lo continuación de la venta de las indulgencias, con esta única diferencia: que el que quedaba absuelto tenía en adelante además la facultad de inspeccionar la remisión de sus pecados y podía asegurarse de que sus fallas le eran realmente perdonadas, en atención a que, en tal o cual caso determinado (casuistas), su pecado no lo era? La venta de las indulgencias había autorizado todos los pecados y todos los crímenes y reducido al silencio todos los murmullos de la conciencia. La sensualidad podía tener libre curso, o reserva de ser comprada a la Iglesia. Los jesuitas continuaron alentando la sensualidad y evitaron así la depreciación del hombre según los sentidos, en tanto que los protestantes, austeros, sombríos, fanáticos, arrepentidos, contritos y suplicantes, los protestantes, verdaderos continuadores del cristianismo, no concedían valor más que al hombre según el espíritu, al sacerdote. Esta indulgencia del catolicismo, y especialmente de los jesuitas, por el egoísmo, encontró en el mismo seno del protestantismo una involuntaria e inconsciente adhesión, y nos salvó de la decadencia y de la ruina de la sensualidad. Sin embargo, la influencia del espíritu protestante no deja de extenderse; y el espíritu jesuítico que, cerca de ese espíritu «divino», representa lo «diabólico» inseparable de toda divinidad, no consigue en ninguna parte mantenerse solo; es el testigo forzado, en Francia especialmente, de la victoria del filisteísmo protestante[50] y de la alegría del espíritu triunfante. Se alaba el protestantismo por haber devuelto importancia a lo temporal, como, por ejemplo, al matrimonio, al Estado, etc. Pero, en realidad, lo temporal en cuanto temporal, lo profano, le es mucho más indiferente aún que al catolicismo; no sólo el católico deja subsistir al mundo profano, sino que no se priva de gustar los goces mundanos, en tanto que el protestante, cuando razona y es consecuente, trabaja en aniquilar lo temporal por el solo hecho de que lo santifica. Así, el matrimonio ha perdido su ingenuidad natural haciéndose sagrado, —no sagrado como lo hace el sacramento católico, que implica que es en sí mismo profano y sólo recibe de la Iglesia su consagración— sino sagrado en el sentido protestante, sagrado por esencia, un lazo sagrado. Lo mismo sucede con el Estado: en otro tiempo el Papa consagraba al Estado y a sus príncipes, bendiciéndolos; hoy el Estado, la Majestad, son por si mismos sagrados, sin que previamente la mano del sacerdote haya tenido que extenderse sobre ellos. En suma, el orden de la Naturaleza, o derecho natural, ha sido santificado bajo el nombre de «orden divino». La Confesión de Augsburgo, artículo 11, dice, por ejemplo: «Atengámonos simplemente a la sabia sentencia de los jurisconsultos; es de derecho natural que el hombre y la mujer vivan juntos. Pues lo que es un derecho natural es la orden de Dios transportada a la naturaleza, y es, por lo tanto, también un derecho divino». ¿Y qué es Feuerbach, sino un protestante ilustrado, cuando declara sagradas todas las relaciones morales, no en verdad como conformes a la voluntad divina, sino en razón del espíritu que habita en ellas? «El matrimonio —naturalmente, en cuanto unión libre en el amor— es sagrado por sí mismo, por su naturaleza misma de contrato. El matrimonio no es religioso más que cuando es verdadero y responde a su esencia, que es el amor. Lo mismo ocurre con todas las relaciones del mundo moral; no son morales, no tienen valor bajo el punto de vista de la moralidad, sino cuando son por sí mismas religiosas. No hay verdadera amistad más que allí donde los límites de la amistad son religiosamente observados con tantos escrúpulos como el creyente pone en defender la dignidad de su Dios. Sagrados son y deben sernos la amistad, la propiedad, el matrimonio, los bienes de cada hombre, pero sagrados en sí mismos y por si mismos».[51] Es ese un punto esencial sobre el cual quiero insistir. Según el catolicismo, lo mundano, lo secular, puede, sí, ser consagrado o santificado, pero no es santo sin esa bendición sacerdotal; según el protestantismo, por el contrario, lo temporal es santo por sí mismo, por el hecho de su sola existencia. A esta consagración eclesiástica, fuente de toda santidad, está íntimamente ligada la máxima jesuítica, «el fin justifica los medios». Un medio no es en sí ni santo, ni no santo, pero aplicado a las necesidades de la Iglesia, útil a la Iglesia, lo vemos santificado. El regicidio, por ejemplo, es uno de esos medios: cuando ha sido realizado por el bien de la Iglesia, ha estado siempre seguro de obtener, a veces sin confesarse públicamente, su canonización. Para el protestante, la Majestad es sagrada; para el católico no puede serlo, sino después de haber recibido del Pontífice su consagración; y si el católico la tiene por sagrada, es porque le ha sido implícitamente conferida la santidad, de una vez por todas, por el Papa. Pero que el Papa llegue a retirar su consagración, y el rey anatematizado no será ya para sus súbditos católicos más que un «hombre del siglo», un «laico», un «profano». Si el protestante se esfuerza en descubrir alguna santidad en todo lo que toca a los sentidos, a la materia, para no fijarse ya después más que en su lado sagrado, el católico relega lo «material a un dominio aparte donde conserva, como todo el resto de la naturaleza, su valor propio. La Iglesia católica juzgó el matrimonio incompatible con el estado eclesiástico, y ha privado al clero de las alegrías de la familia; el matrimonio y la familia, aun bendecidos, siguen siendo mundanos. La Iglesia protestante, al contrario, teniendo el matrimonio y los lazos de la familia por sagrados, hace abstracción de lo que tienen de mundano, y no ve nada en ellos que no pueda convenir a sus sacerdotes. Un jesuita, en su calidad de buen católico, puede santificarlo todo. Le basta, por ejemplo, decirse: soy sacerdote, y como tal, necesario a la Iglesia. ¡Pero la serviré con mayor celo si puedo saciar debidamente mis pasiones! Voy, entonces, a seducir a esa joven, a hacer envenenar a mi enemigo, etc. Mi fin es santo, siendo el de un sacerdote; por consiguiente, santifica el medio. Yo no obro, en suma, más que por el bien de la Iglesia. ¿Por qué había de temer el sacerdote católico dar al Emperador Enrique VII la hostia envenenada, por la salvación de la Iglesia? Los protestantes de verdad, según el ánimo de la Iglesia, han prohibido todos los placeres inocentes, porque sólo lo sagrado, lo espiritual, podía ser inocente. Se ha visto obligado a condenar todo aquello en que no advertían al Espíritu Santo: baile, teatro, lujo (en la iglesia, por ejemplo), etc. Esa es la obra del calvinismo puritano; mas, paralelamente a él, el luteranismo evoluciona en un sentido más religioso, porque es de un espiritualismo más radical. El calvinismo pone en entredicho una multitud de cosas que considera a primera vista como sensuales o profanas; purifica a la Iglesia por exclusión. El luteranismo, al contrario, no rechaza nada y procura, en cuanto es posible, reconocer en todo al espíritu, la operación del Espíritu Santo: él sacrifica lo profano. «Un beso puro y honesto no es cosa prohibida», el espíritu de honradez lo santifica. Así el luterano Hegel (él mismo declara en algún lugar que quiere permanecer luterano) ha venido a identificar completamente el orden natural con el orden lógico. En todo está la razón, es decir, el Espíritu Santo; «lo real es racional», y lo real es, de hecho, todo, en atención a que en toda cosa, por ejemplo, en cada mentira, se puede descubrir verdad: no hay mentira absoluta, mal absoluto, etc. Los protestantes, casi solos, han producido las «grandes obras del espíritu», porque ellos solos son los verdaderos apóstoles del espíritu. ¡Qué limitado es el imperio del hombre! Debe dejar al sol seguir su camino, al mar levantar las olas, a la montaña elevarse hacia el cielo. Se ve impotente ante lo indomable. ¿Puede defenderse de la sensación de impotencia frente a este mundo titánico? El mundo es la ley inquebrantable a la que el hombre tiene que someterse, la ley que determina su destino. ¿Cuál fue el objetivo de los esfuerzos de la humanidad precristiana? Defenderse de los golpes de la suerte y escapar a sus designios. Los estoicos lo consiguieron mediante la apatía, considerando como indiferentes los ataques de la naturaleza, y no dejándose afectar por ellos. Horacio, con su célebre «nibil admiran», proclama igualmente con indiferencia frente al otro, al mundo, que no debe ni influir sobre nosotros, ni despertar nuestro asombro. Y el «impavidum ferient ruinae» del poeta expresa precisamente la misma indiferencia que el tercer versículo del salmo 46,3: «Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida. Y se traspasen los montes al corazón del mar». En todos estos casos, el aforismo sobre la vanidad del mundo, abre las puertas al desprecio cristiano del mundo. La impasibilidad de espíritu del sabio, por la que el mundo antiguo prepara su ruina, recibió una sacudida interior, que ni la ataraxia, ni el estoicismo pudieron proteger. El Espíritu, a salvo de la influencia del mundo, insensible a sus golpes, elevado por encima de sus ataques, ese Espíritu que ya no se asombra de nada y al que el derrumbamiento del mundo no hubiera podido conmover, vino a desbordarse irresistiblemente, distendido por los gases (espíritus, gas, vapor) nacidos en su interior; y cuando los choques mecánicos venidos de fuera llegaron a ser impotentes contra él, las reacciones químicas, excitadas en su interior, entraron en juego y empezaron a ejercer su maravillosa acción. La historia antigua se cierra virtualmente el día en que Yo consigo hacer del mundo mi propiedad. Mi padre me ha puesto todas las cosas en mis manos.[52] El mundo deja de aplastarme con su poder, ya no es inaccesible, sagrado, divino, etc.; los dioses han muerto y yo trato al mundo tan a mi gusto, que sólo de mí dependería hacer milagros, que son obras del espíritu: yo podría derribar montañas, ordenar a esa morera que se desarraigase y fuese a arrojarse al mar[53], y todo lo que es posible, es decir, pensable. Todas las cosas son posibles al que cree.[54] Yo soy el señor del mundo, la gloria está en Mí. El mundo se ha hecho prosaico, porque lo divino desapareció de él: es mi propiedad y yo la uso como me convenga, es decir, como convenga al Espíritu. Con la ascensión del Yo a poseedor del mundo, el egoísmo consigue su primera victoria, y una victoria decisiva; ha vencido al mundo y lo ha suprimido, confiscando en su beneficio la obra de una larga serie de siglos. ¡La primera propiedad, el primer trono, está conquistado! Pero el señor del mundo no es todavía señor de sus pensamientos, de sus sentimientos y de su voluntad; no es el señor y propietario del Espíritu, porque el Espíritu es todavía sagrado, es el Espíritu Santo. El cristianismo, que ha negado el mundo, no puede negar a Dios. La lucha de la antigüedad era una lucha contra el mundo, el combate de la Edad Media fue un combate contra sí mismo, contra el Espíritu. El enemigo de los antiguos había sido exterior; el de los cristianos fue interior, y el campo de batalla en el que llegaron a las manos fue la intimidad de su pensamiento, de su conciencia. Toda la sabiduría de los antiguos es la Cosmología, toda la sabiduría de los modernos es la Teología, la ciencia de Dios. Los paganos (incluidos los judíos), habían acabado con el mundo: desde ahora se trata de acabar consigo mismo, con el Espíritu, y de negar el Espíritu, es decir, de negar a Dios. Durante cerca de dos mil años nos hemos esforzado en conquistar al Espíritu Santo, y poco a poco hemos desgarrado algunos jirones de la santidad y los hemos pisoteado, pero el formidable adversario se levanta siempre de nuevo bajo otras formas u otros nombres. El Espíritu no dejó todavía de ser divino, santo, sagrado. Hace mucho tiempo, en realidad, que no aletea por encima de nuestras cabezas como una paloma; hace mucho tiempo que no desciende sólo sobre los elegidos; se deja atrapar también por los laicos, etc.; pero en cuanto Espíritu de la humanidad, es decir, Espíritu del Hombre, permanece para cada uno de nosotros como un Espíritu ajeno, muy lejos de ser una propiedad de la que podamos disponer según nuestro antojo. Mientras, no obstante, ocurrió un hecho que influyó visiblemente el desarrollo de la historia postcristiana: el afán de convertir el Espíritu Santo en humano, aproximarlo a los hombres, o aproximar los hombres a él. Por ello ha sido concebido finalmente como el Espíritu de la Humanidad, y nos parece más fácil, más familiar y asequible bajo sus diversos nombres de idea de la Humanidad, Género Humano, Humanismo, filantropía, etc. ¿No se debería pensar que hoy cada uno puede poseer el Espíritu Santo, interpretar la Idea de la Humanidad y realizar en sí el Género Humano? No, el Espíritu no ha perdido ni su santidad, ni su inviolabilidad, no nos es accesible y no es nuestra propiedad, porque el Espíritu de la Humanidad no es mi Espíritu. Puede ser mi ideal, y en cuanto yo lo pienso, lo puedo llamar mío; el pensamiento de la humanidad es mi propiedad y lo pruebo bastante por el solo hecho de que yo hago de él lo que quiero y le doy hoy una forma y mañana otra. Nos representamos el Espíritu bajo los aspectos más diversos, pero es, sin embargo, un fideicomiso que no puedo enajenar ni tampoco puedo suprimir. A la larga y después de muchas transformaciones, el Espíritu Santo se ha convertido en la idea absoluta, la cual a su vez, dividiéndose y subdividiéndose, dio origen a las diversas ideas de filantropía, de buen sentido, de virtud cívica, etc. Pero ¿puedo llamar a la idea Mi propiedad cuando es la idea de la humanidad y puedo considerar al Espíritu como superado, cuando debo servirle y sacrificarme por él? La antigüedad, al declinar, no consiguió hacer del mundo su propiedad sino una vez destruida su supremacía y su divinidad y al haber reconocido su vanidad y su impotencia. Mi actitud frente al Espíritu es idéntica: si lo reduzco a un fantasma y rebajo el poder que ejerce sobre mí al rango de una ilusión, no parecerá ya ni santo, ni sagrado, ni divino, y yo lo usaré a él en vez de que él me use, como me sirvo de la Naturaleza, a mi gusto y sin el menor escrúpulo. La «naturaleza de las cosas», la noción de las relaciones, deben guiarme: la naturaleza de las cosas enseña cómo debo portarme con ellas; la noción de las relaciones, me enseña a obtener conclusiones. ¡Como si la idea de una cosa existiese por sí misma! ¡Como si la relación que yo concibo no fuese única, por el hecho de que yo, que la pienso, soy único! ¿Qué importa el nombre que le den los demás? Pero al igual que se separó la esencia del hombre del hombre real, y que se lo juzga de acuerdo a aquélla, así también se separó al hombre real de sus actos, a los que se aplica como criterio la dignidad humana. Las ideas deben decidir sobre todo; son ideas las que gobiernan la vida, son ideas las que reinan. Este es el mundo religioso al que Hegel dio una expresión sistemática, cuando, poniendo un método en el absurdo, apoyando sobre las leyes de la lógica los cimientos profundos de todo su edificio dogmático. Las ideas nos imponen la ley, y el hombre real, es decir, Yo, estoy forzado a vivir según esas leyes de la lógica. ¿Puede haber una dominación peor? ¿Y no reconoció desde el principio el cristianismo en que no se perseguía otro objetivo que hacer más rigurosa la dominación de la ley judaica? («No ha de perderse ni una letra de la ley».). El liberalismo no hizo más que poner otras ideas sobre la mesa: reemplazó lo divino con lo humano, la Iglesia con el Estado y el fiel con el sabio; o, en general, los dogmas toscos y los aforismos anticuados por conceptos reales y leyes eternas. Hoy no reina nada en el mundo que no sea el Espíritu. Una innumerable cantidad de ideas zumban en todos sentidos en las cabezas; y ¿qué hacen los que quieren avanzar? ¡Niegan esas ideas para poner otras en su lugar! Ellos dicen: se forman una idea falsa del Derecho, del Estado, del Hombre, de la libertad, de la verdad, del honor, etc., la idea que hay que formarse del Derecho, etc., es en realidad una que proponemos nosotros. Así va creciendo la confusión de las ideas. La historia del mundo fue cruel para nosotros, y el Espíritu conquistó un poder enorme. Tienes que respetar mis miserables zapatos, que podrían proteger tus pies desnudos, debes respetar mi sal, gracias a la cual tus papas estarían menos insípidas, y mi magnífica carroza, cuya posesión te pondría para siempre al abrigo de la necesidad; no puedes alargar la mano hacia todo ello. Todas esas cosas, y muchas otras más, te son ajenas, y el hombre debe reconocerlas como tales; debe tenerlas por intangibles e inaccesibles, honrarlas, respetarlas, ¡desgraciado de él si estira la mano hacia ellas, a eso lo llamamos tener las uñas largas! ¿Qué nos queda? Bien poca cosa; ¡Si, se podría decir que nada! Todo se nos quita, y no podemos intentar nada de lo que no nos fue dado; si vivimos, no es más que por la clemencia del donante, que nos dio esa gracia. Ni siquiera nos permiten recoger un alfiler sin pedir permiso antes, y si no somos autorizados para ello. ¿Y autorizados por quién? ¡Por el respeto! Sólo cuando él te haya otorgado la propiedad de ese alfiler, podremos bajarnos y tomarlo. Más todavía, no podremos tener ningún pensamiento, pronunciar ninguna sílaba, efectuar ningún acto que tengan en nosotros su sanción, en lugar de recibirla de la moralidad, de la razón o de la humanidad. ¡Feliz ingenuidad la del hombre ávido, con qué crueldad la gente intentó inmolarlo sobre el altar de la fuerza! Y alrededor del altar se levanta una iglesia, y esa iglesia se agranda, y sus murallas se apartan cada día más. Lo que cubre la sombra de sus bóvedas es sagrado, inaccesible a tus deseos, librado de tus ataques. Con el estomago vacío, rondas al pie de esas murallas, buscando algunos restos de lo profano para apagar el hambre, y los círculos de tu carrera se ensanchan sin cesar. Pronto esa Iglesia cubrirá la Tierra entera, y serás rechazado hasta los límites más lejanos; un paso más y el mundo de lo sagrado habrá vencido y te hundirás en el abismo. ¡Valor, entonces, paria, porque todavía queda tiempo! ¡Deja de vagar, gritando de hambre, a través de los campos segados de lo profano, arriésgalo todo y arrójate forzando las puertas en el corazón mismo del santuario! ¡Si destruyes lo sagrado, lo habrás convertido en Tu propiedad! ¡Digiere la hostia, y queda libre! *** III. Los libres Como hemos consagrado dos capítulos distintos a los antiguos y a los modernos, se podría creer adecuado que dediquemos especialmente uno a los libres, como representantes de un tercer momento de la evolución del pensamiento humano. Pero no hay nada de eso. Los libres no son más que modernos, los más modernos entre los modernos; si les hacemos el honor de un estudio aparte es únicamente porque son el presente y el presente merece, ante todo, dedicarle nuestra atención. Yo utilizo el nombre de libres como un sinónimo de liberales, pero debo dejar para más tarde el examen de la idea de libertad, como de varias otras cuya alusión no podré evitar en el presente. **** El liberalismo político En el siglo XVIII, cuando se había vaciado hasta las heces la copa del poder absoluto, se notó que la bebida que ofrecía a los hombres era desagradable y se sintió la necesidad de beber otra distinta. Siendo Hombres nuestros padres, quisieron ser condenados como hombres. A cualquiera que vea en nosotros otra cosa, lo miramos como extraño a la humanidad, inhumano, y así lo tratamos. Por el contrario, quien reconoce en nosotros a hombres y nos protege contra el peligro de ser tratados de otro modo que como hombres, lo honramos como nuestro protector y nuestro patrón. Nos unimos, entonces, y nos sostenemos mutuamente; nuestra asociación nos asegura la protección que necesitamos, y nosotros, los asociados, formamos una comunidad cuyos miembros reconocen su calidad de hombres. El producto de nuestra asociación es el «Estado»; nosotros, sus miembros, formamos la «Nación». Reunidos en la nación o el Estado, no somos más que hombres. Aunque fuera de él, en cuanto individuos, hagamos nuestros propios negocios y persigamos nuestros intereses personales, esto importa poco al Estado; eso concierne exclusivamente a nuestra vida privada; únicamente es verdaderamente humana nuestra vida pública o social. Lo que hay en nosotros de inhumano, de egoísta, ha de limitarse al círculo inferior de los asuntos privados, y Nosotros distinguimos cuidadosamente el Estado de la sociedad civil, dominio del egoísmo. El verdadero Hombre es la nación; el individuo es siempre un egoísta. Por eso se despojan, entonces, de esa individualidad que los aísla, de ese individualismo que no respira más que desigualdad egoísta y hostil y se consagran completamente al verdadero Hombre, a la Nación, al Estado. Entonces solamente adquieren su verdadero valor de hombres y disfrutan de las cualidades propias del Hombre. El Estado, que es el verdadero Hombre, les dejará un lugar en la mesa común y les conferirá los derechos del Hombre: ¡el Hombre les dará sus derechos! Este el discurso de la burguesía. Este civismo consiste en la idea según la cual el Estado es todo, de que él es el Hombre por excelencia, y que el valor del individuo como hombre se deriva de su cualidad de ciudadano. Bajo este punto de vista, el mérito supremo es ser buen ciudadano; no hay nada superior, a no ser, cuando mucho, el viejo ideal de buen cristiano. La burguesía se desarrolló en el curso de la lucha contra las castas privilegiadas que la trataban sin consideración como tercer estado, y la confundían con la canalla. Hasta entonces había prevalecido en el Estado el principio de la desigualdad de las personas. El hijo de un noble estaba llamado por derecho a ocupar cargos a los que aspiraban inútilmente los burgueses más instruidos, etc. El sentimiento de la burguesía se levantó contra esta situación: ¡basta de prerrogativas personales, basta de privilegios, basta de jerarquía de clases! ¡Que todos sean iguales! Ningún interés particular puede equipararse al interés general. El Estado debe ser una comunidad de hombres libres e iguales, y cada cual debe consagrarse al bien público, solidarizarse con el Estado, hacer del Estado su fin y su ideal. ¡El Estado! ¡El Estado! Esta fue la aclamación general, y desde entonces se intentó organizar bien el Estado y se buscó la mejor constitución, es decir, la constitución en su mejor versión. El pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en ellos el entusiasmo; servir a ese dios terrenal se convirtió en un culto nuevo. Se abría la era propiamente «política». Servir al Estado o la nación fue el ideal supremo, el interés público fue el supremo interés, y un papel en el Estado (lo que no implicaba en modo alguno ser funcionario) el máximo honor. De este modo, los intereses particulares, personales, fueron desapareciendo y su sacrificio en el altar del Estado se convirtió en rutina. Fue preciso remitirse al Estado para todas las cosas y vivir para él; la actividad debe ser desinteresada, no puede tener otro objetivo que el Estado. El Estado vino a ser así la verdadera persona ante la que desaparece la personalidad del individuo; no soy yo el que vive, es él el que vive en mí. De ahí la necesidad de desterrar el egoísmo de otros tiempos y convertirlo en el desinterés y la impersonalidad mismos. Ante el Estado-Dios desaparecía todo egoísmo y todos eran iguales ante él, todos eran hombres y nada más que hombres, sin que nada permitiese distinguirlos a unos de otros. La propiedad fue la chispa que prendió fuego a la revolución. El Gobierno tenía necesidad de dinero. Tenía que mostrar que era absoluto, y por lo tanto, dueño de toda propiedad; tenía que apropiarse de su dinero, que estaba en posesión de sus súbditos, pero no era su propiedad. En lugar de eso, convocó Estados generales para hacerse dar el dinero necesario. Al no atreverse a ser consecuente hasta el fin, destruyó la ilusión del poder absoluto: el Gobierno que tiene que hacerse conceder alguna cosa, no puede ser considerado absoluto. Los súbditos advirtieron que los verdaderos propietarios eran ellos, y que era su dinero el que se les exigía. Quienes hasta entonces no habían sido más que súbditos, llegaron a la conciencia de ser propietarios; es lo que Bailly expresa en pocas palabras: «Sin mi consentimiento no se puede disponer de mi propiedad. ¡Y mucho menos de mi persona, de todo lo que constituye mi posición moral y social! Todo eso es mi propiedad, con el mismo título que el campo que cultivo: mi derecho y mi interés consiste en hacer yo mismo las leyes».[55] Las palabras de Bailly parece que quieren decir que cada uno es un propietario; pero, en realidad, en lugar del Gobierno, en lugar de los príncipes, el poseedor y el dueño fue la nación. Desde entonces, el ideal es la libertad popular, un pueblo libre, etc. Ya el 8 de julio de 1789, las declaraciones del obispo de Autun y de Barrére disiparon la ilusión de que cada individuo tuviese alguna importancia en la legislación; ellas mostraron la radical impotencia de los mandatarios: la «mayoría de los representantes» son los soberanos.[56] El 9 de julio, cuando se pone a la orden del día el proyecto de ley sobre el reparto de los trabajos de la Constitución, Mirabeau hace notar que «el Gobierno dispone de la fuerza y no del derecho, que es sólo en el pueblo donde debe buscarse la fuente de todo derecho».[57] El 16 de julio, el mismo Mirabeau exclama: «¿No es el pueblo la fuente de todo poder?»[58] ¡Fuente de todo derecho y de todo poder! Sea dicho de paso, se entrevé aquí el contenido del derecho: es la fuerza. Quien tiene el poder, tiene el derecho. La burguesía es la heredera de las clases privilegiadas. De hecho, no se hizo más que traspasar a la burguesía los derechos arrebatados a los barones, considerados como derechos usurpados. La burguesía se llamaba ahora nación. Todos los privilegios quedaron en manos de la nación, dejaron de ser privilegios para convertirse en derechos. En adelante es la nación la que percibe los diezmos y las prestaciones personales, ella es la heredera de los derechos señoriales, del derecho de caza y de los siervos. La noche del 4 de agosto fue la noche en que murieron los privilegios (las ciudades, los municipios, las magistraturas eran privilegiadas, dotadas de privilegios y de derechos señoriales) y con su fin se levantó la aurora del Derecho, de los Derechos del Estado, de los Derechos de la nación.[59] El despotismo no había sido en manos de los reyes más que un poder complaciente y relajado, en comparación con lo que hizo de él la Nación soberana. Esta nueva Monarquía se reveló cien veces más severa, más rigurosa y más consecuente que la antigua: todos los derechos y todos los privilegios se derrumbaron ante el nuevo monarca. ¡Cuán templada parece en comparación la realeza absoluta del Antiguo Régimen! La Revolución, en realidad, sustituyó la Monarquía limitada por la Monarquía absoluta. En adelante todo derecho que no conceda el Monarca-Estado es una usurpación, todo privilegio que otorga se convierte en un derecho. La época necesitaba la realeza absoluta, la monarquía absoluta, por eso se desmoronó lo que hasta entonces se había llamado realeza absoluta, que había resultado ser tan poco absoluta que se dejaba recortar y limitar por mil autoridades subalternas. La burguesía ha cumplido el sueño de tantos siglos; ha hallado al Señor absoluto ante el cual otros Señores no pueden ya elevarse para limitar su poder. Ha creado el único Señor que otorga «títulos legales»[60], sin cuyo consentimiento nada es legítimo. (...) sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios.[61] No se puede ya atacar al Derecho como se atacaba un derecho sosteniendo que era injusto. Todo lo que puede decirse en adelante, se reduce a que es un no-sentido, una ilusión. Si se le acusa de injusto se está obligado a oponerle otro derecho y compararlos. Pero si se rechaza totalmente el Derecho, el Derecho en sí, se niega al mismo tiempo la posibilidad de violarlo y se hace tabla rasa de todo concepto de justicia (y por consiguiente de injusticia). Todos disfrutamos de la igualdad de los derechos políticos. ¿Qué significa esta igualdad? Simplemente que el Estado no tiene en cuenta mi persona, que yo soy a sus ojos igual que cualquier otro, y que no tengo mayor importancia para él. Poco le importa que yo sea aristócrata e hijo de noble; poco le importa que yo sea el heredero de un funcionario cuyo cargo me corresponde por herencia (como en la Edad Media los condados, etc., y más tarde, bajo la Monarquía absoluta, ciertas funciones sociales). Hoy el Estado tiene muchos derechos que otorgar, como, por ejemplo, el derecho de mandar un batallón, una compañía, el derecho de enseñar en una Universidad. Tiene derecho a disponer de ellos porque son suyos, porque son derechos del Estado, derechos políticos. Poco le importa, por otra parte, a quien le toquen, con tal que el beneficiado cumpla los deberes que le impone su función. Somos, bajo ese punto de vista, todos iguales ante él y ninguno tiene más o menos derechos que otro (a un puesto vacante). No necesito saber, dice el Estado soberano, quién ejerce el mando del ejército, desde el momento en que aquel a quien otorgo ese mando posee las capacidades necesarias. Igualdad de los derechos políticos significa, entonces, que cada cual puede adquirir todos los derechos que el Estado tiene para distribuir, si cumple las condiciones requeridas; y esas condiciones dependen de la naturaleza del empleo y no pueden ser dictadas por preferencias personales (persona grata). El derecho de ser oficial, por ejemplo, exige, por su naturaleza, que se posean miembros sanos y ciertos conocimientos especiales, pero no exige como condición ser de origen noble. Si pudiera cerrarse una carrera al ciudadano más apto, ello constituiría la desigualdad y la negación de los derechos políticos. Los Estados modernos han implantado, con mayor o menor rigor, este principio de igualdad. La «castocracia» (llamo así a la Monarquía absoluta, al sistema de los reyes anteriores a la Revolución) no subordina al individuo más que a pequeñas monarquías, que son las hermandades (cuerpos): corporaciones, nobleza, clero, burguesía, ciudades, municipios, etc. Por todas partes, el individuo debía, ante todo, considerarse como miembro de la pequeña sociedad a que pertenecía y plegarse sin reserva a su espíritu, el espíritu de cuerpo, como ante una autoridad sin límites. Así, el noble debía mirar su familia, su raza, como algo más que él mismo. Sólo por medio de su corporación, de su «estado», se unía el individuo a la corporación superior, al Estado, como en el catolicismo el individuo no comunica con Dios más que por el sacerdote. A este estado de cosas puso fin el Tercer Estado, cuando tomó sobre sí negar su existencia en cuanto a Estado separado; resolvió no ser ya un Estado junto a otros Estados, sino afirmarse como la «Nación». Con ello instauró una Monarquía mucho más perfecta y más absoluta, y el principio de las castas hasta entonces reinante, el principio de las pequeñas monarquías en la grande, se derrumbó al mismo golpe. Derribadas las castas y su tiranía (y el rey no era más que rey de las castas y no rey de los ciudadanos), los individuos se encontraron liberados de la desigualdad inherente a la jerarquía de los cuerpos sociales. Pero los individuos así salidos de los castas y de los marcos que las contenían, no estaban ya realmente ligados a ningún estado (*status*) —, ¿estaban libres, por lo demás? No: si el Tercero se había proclamado Nación, era precisamente a fin de no ser ya un Estado al lado de otros Estados, sino para convertirse en el único Estado, el Estado nacional (*status*) ¿Qué venía a ser con esto el individuo? Un protestante político, en adelante en relaciones inmediatas con su Dios, el Estado. No pertenecía ya como gentil hombre a la casta noble, o como artesano al cuerpo de su oficio, no reconocía ya, como todos los demás individuos, más que un solo y único señor, el Estado, decretando a todos los que le servían el mismo título de «ciudadanos». La burguesía es la aristocracia del beneficio: «Al mérito, su recompensa» es su lema. Ella luchó contra la nobleza corrompida, porque ella, laboriosa, ennoblecida por el trabajo y el beneficio, no considera libre al hombre «bien nacido», ni al Yo; más bien, libre es quien lo merece, el servidor incondicional (de su Rey, del Estado o del pueblo en nuestros Estados constitucionales). Por los servicios prestados se adquiere la libertad, aunque fuere sirviendo a Mammón. Es necesario hacer méritos frente al Estado, es decir, frente al principio del Estado, frente su Espíritu moral. El que sirve al Espíritu del Estado, cualquiera que sea la rama de la industria de la que viva, es un buen ciudadano. A sus ojos, los innovadores tienen un triste oficio. Sólo el tendero es práctico y el mismo espíritu de comerciante hace que se alcancen los empleos, que se adquiera fortuna en el comercio y que uno se esfuerce en hacerse útil a sí mismo y a los demás. Si es el mérito del hombre el que crea su libertad, entonces el siervo es el libre (porque, ¿qué libertad le falta al burgués acomodado o al funcionario fiel?). ¡El siervo más obediente es el hombre libre! ¡Qué absurdo! Sin embargo, tal es el sentimiento profundo de la burguesía; tanto su poeta, Goethe, como su filósofo, Hegel, celebraron la dependencia del sujeto frente al objeto, la sumisión al mundo objetivo, etc, El que sólo sirve a las cosas y se entrega totalmente a ellas, encuentra la verdadera libertad. Y la cosa es, para cualquiera que pretenda pensar, la razón; la razón, que, como el Estado y la Iglesia, promulga leyes generales y unifica a los individuos en la idea de la Humanidad. Ella decide lo que es verdadero y la ley por la que uno tiene que guiarse. No hay personas más razonables que los siervos leales y, por encima de todos, los siervos del Estado, que se llaman buenos ciudadanos y buenos burgueses. Uno puede ser un rico o un mendigo — el Estado burgués te deja elegir —, ¡pero es necesario tener buenas intenciones! El Estado exige esto, y cree que es su tarea principal hacer que estas buenas intenciones aparezcan en todos. Con este objetivo nos protegerá contra las malas influencias, reprimirá a los que piensan mal y ahogará sus discursos subversivos bajo las sanciones de la censura, o de las leyes sobre la prensa, o detrás de los muros de un calabozo. Además, elegirá como censores a personas de ideas firmes y nos someterá a la influencia moralizadora de los que tengan buenas ideas y bien intencionadas. Cuando nos haya dejado sordos a las malas influencias, nos volverá a abrir completamente los oídos a las buenas. Con la era de la burguesía se abre la del liberalismo. Se quiere instalar por todas partes lo razonable, lo oportuno. Esta definición del liberalismo, dicha en su honor, lo caracteriza perfectamente: El liberalismo no es más que la aplicación del conocimiento racional a las condiciones existentes.[62] Su ideal es un orden razonable, una conducta moral, una libertad moderada, y no la anarquía, la ausencia de leyes, el individualismo. Pero si la razón reina, entonces la persona tiene que esclavizarse a ella. El arte no sólo tolera desde hace tiempo lo feo, sino que lo ha reivindicado como su dominio y lo convirtió en uno de sus recursos; necesita al monstruo, etc. Los liberales extremistas van también tan lejos en el terreno de la religión, tan lejos aún, que quieren ver, considerar y tratar como ciudadano al hombre más religioso, es decir, al monstruo religioso. Ya no quieren oír hablar de la inquisición. Pero ninguno puede rebelarse contra la ley de la razón, a menos que quiera que se le apliquen los castigos más severos. El liberalismo no defiende ni al libre desarrollo, ni a la persona, ni al Yo, sino a la Razón. Es, en una palabra, la dictadura de la razón. Los liberales son apóstoles, no de la fe en Dios, sino de la razón, su Señor. Su racionalismo, que no deja ningún espacio al capricho, excluye entonces toda espontaneidad en el desarrollo y la realización del Yo. Prefieren ponerse bajo la tutela del soberano más absoluto. ¡Libertad política! ¿Qué tenemos que entender por eso? ¿Será la independencia del individuo frente al Estado y sus leyes? De ningún modo. Es, por el contrario, la sujeción del individuo al Estado y a las leyes del Estado. ¿Por qué, entonces, libertad? Porque nada se interpone ya entre el individuo y el Estado, el individuo está vinculado inmediatamente con él, porque es ciudadano y ya no súbdito de otro, ni siquiera me inclino ante el Rey, sino ante su carácter de jefe del Estado. La libertad política, idea fundamental del liberalismo, no es más que una segunda fase del protestantismo, y la libertad religiosa le sirve exactamente de complemento.[63] En efecto, ¿qué implica el protestantismo? ¿Libertad de toda religión? Evidentemente no, sino únicamente exención de toda persona interpuesta entre el cielo y el creyente. Supresión de la mediación del sacerdote, abolición de la oposición entre el laico y el clérigo y apertura de relación directa e inmediata del fiel con la religión o el Dios, ese es el sentido de la libertad religiosa. No se puede disfrutar de ella sino se es religioso, y lejos de significar ausencia de religión, significa intimidad de la fe, relación inmediata y directa del alma con Dios. Para el religioso libre, la religión es una causa del corazón, es una causa propia y se consagra a ella con un entusiasmo sagrado. Lo mismo ocurre con el político libre que considera al Estado con una santa seriedad, como una causa del corazón, la primera de todas las causas, su propia causa. Libertad política supone que el Estado, la «polis», es libre, y, la libertad religiosa que la religión es libre, lo mismo que libertad de conciencia supone que la conciencia es libre. Ver en ellas mi libertad, mi independencia frente al Estado, la religión o la conciencia, sería un contrasentido absoluto. No se trata aquí de «mi libertad», sino de la libertad de una fuerza que me gobierna y oprime. Estado, religión o conciencia son mis tiranos, y su libertad implica mi esclavitud. Es obvio que siguen la frase «el fin justifica los medios». Si el bien del Estado es el objetivo, el medio de alcanzarlo, la guerra, es un medio justificado; si la justicia es el fin del Estado, el homicidio como medio se convierte en un acto legítimo y lleva el nombre legal de ejecución, etc. La santidad del Estado se extiende a todo lo que le es útil. La «libertad individual», sobre la que el liberalismo originario del 89 vela con un cuidado celoso, no implica de ningún modo la perfecta y total autonomía del individuo (autonomía gracias a la cual todos mis actos serían exclusivamente míos), sino únicamente la independencia frente a las personas. Poseer la libertad individual es no ser responsable para con ningún hombre. Si se comprende así la libertad —y no puede comprendérsela de otro modo, — no es solamente el señor el que es libre, es decir, irresponsable ante los hombres (se reconoce responsable «ante Dios»), sino que todos son libres, porque «no son responsables sino ante la ley». Es el movimiento revolucionario del siglo el que ha conquistado esa forma de la libertad, la independencia frente a lo arbitrario del «tal es nuestro real agrado». En consecuencia, era preciso que el príncipe constitucional se despojase de toda personalidad, de toda voluntad individual para no lesionar como individuo la «libertad individual» de otro. La regís voluntas no existe ya en el príncipe constitucional; e impulsados por un sentimiento muy justo, todos los príncipes absolutos se defienden contra esta mutilación. Nótese que son justamente estos últimos quienes pretenden ser «príncipes cristianos» en el verdadero sentido de la palabra; pero necesitarían para serlo, que cada uno de ellos se convirtiese en una potencia puramente espiritual, en atención a que el cristianismo no es súbdito más que del espíritu («Dios es espíritu»). Esa pura potencia espiritual es sólo el príncipe constitucional quien la representa; la pérdida de toda significación personal lo ha espiritualizado tan bien, que se puede, con razón, no ver en él más que un «espíritu», la sombra fantástica e inquietante de una idea. El Rey constitucional es el verdadero Rey cristiano, la estricta consecuencia del principio cristiano. La Monarquía constitucional ha sido la tumba de la dominación personal, es decir, del señor capaz de querer realmente; así vemos reinar la libertad individual, la independencia frente a todo mandato emanado de un individuo y frente a cualquiera que pudiera dar una orden diciendo: «tal es nuestro agrado». La Monarquía constitucional es la realización perfecta de la vida social cristiana, de una vida espiritualizada. La burguesía es por toda su conducta radicalmente liberal. Toda intrusión en el dominio de otro le es odiosa. Desde que el burgués sospecha que depende del capricho, del agrado, de la voluntad de alguno al que no autoriza un «poder superior», blande su liberalismo y clama contra lo «arbitrario». Así, defiende enérgicamente su libertad contra lo que se llama decreto u orden; «¡Yo no tengo que recibir órdenes de nadie!». Una orden implica que mi deber puede serme trazado por la voluntad del otro hombre, y sabemos que la ley se opone a toda supremacía personal o individual; la independencia del ciudadano frente a individuos o personas, sólo puede existir si ninguno dispone de lo que es mío ni traza a su agrado el limite entre lo que me está permitido y lo que me está prohibido. La libertad de la prensa es una de las conquistas del liberalismo; pero si combate la censura como un instrumento al servicio del capricho gubernamental, no experimenta, sin embargo, ningún escrúpulo en ejercer a su vez la tiranía con ayuda de las «leyes sobre la prensa»; de donde resulta evidente que si los liberales se interesan en la libertad de la prensa es por ellos; no saliendo sus escritos de la legalidad, no arriesgan el caer bajo el peso de la ley. Lo que es libertad, es decir, legal, puede tan sólo ser impreso: en cuanto a lo demás, ¡cuidado con los «delitos de imprenta!» ¡Ah! sí, la libertad de la prensa está asegurada, la libertad personal está garantizada, eso salta a los ojos; pero lo que no se ve es que la consecuencia de todas esas libertades es una irritante esclavitud. Se acabaron las órdenes, se acabó el real agrado y lo arbitrario, «¡no tenemos ya que recibir órdenes de nadie!» y estamos más estrechamente avasallados a la ley. Somos los forzados del Derecho. En el Estado burgués sólo hay «gente libre», compuesta de miles de obligados (a la sumisión, a las convicciones, etc.). Pero, ¿qué importa? el que las oprime es el Estado, la Ley, pero nunca una persona particular. ¿De dónde viene la hostilidad encarnizada de la burguesía contra toda orden personal, es decir, no surgida de los hechos, de la razón, etc.? ¡Lucha sólo a favor de las cosas y contra la dominación de las personas! Pero el interés del espíritu es lo razonable, lo virtuoso, lo legal, etc. Ahí está la buena causa. La burguesía quiere un soberano impersonal. Este es su principio, que sólo las Causas deben gobernar al hombre, especialmente la causa de la moralidad, la de la legalidad, etc. Así ninguno puede ser perjudicado en sus intereses por otro (como ocurría cuando los cargos nobles estaban prohibidos a los burgueses, los oficios prohibidos a los nobles, etc.). Debe haber libre competencia, y si alguno es perjudicado, lo será por un objeto, y no por una persona (el rico, por ejemplo, oprime al pobre por el dinero, que es un objeto). No existe, entonces, más que un solo amo: la autoridad del Estado. Nadie es personalmente el amo de otro. Desde su nacimiento, el niño pertenece al Estado; sus padres no son más que los representantes de este último, y es él, por ejemplo, quien no tolera el infanticidio, quien exige el bautismo, etc. A los paternales ojos del Estado, todos sus hijos son iguales (igualdad civil o política), y libres para encontrar los medios de triunfar sobre los demás: no tienen más que competir. La libre competencia no es más que el derecho que posee cada uno de enfrentarse contra los demás, de hacerse valer, de luchar. El partido del feudalismo se ha defendido naturalmente contra ella, no siendo posible su existencia más que por la no competencia. Las luchas de la Restauración en Francia no tenían otro objeto; la burguesía quería la competencia libre, la aristocracia procuraba restaurar el sistema corporativo y el monopolio. Hoy la competencia resultó victoriosa, como debía serlo, en su lucha contra el sistema corporativo (ver más adelante). La revolución produjo la reacción, y eso muestra lo que la revolución era en realidad. Toda aspiración conduce, en efecto, a una reacción cuando vuelve en sí y comienza a reflexionar. Solo impulsa a la acción mientras se mantiene la embriaguez, la irreflexión. La reflexión, ese es el lema de toda reacción, porque la reflexión pone límites y distingue, del desenfreno y de la desmesura iniciales, el objeto específico que se buscaba, es decir, el principio. Los jóvenes violentos, los estudiantes escandalosos y descreídos que desafían todas las conveniencias no son, propiamente hablando, más que filisteos; lo mismo que estos últimos, tienen como único objetivo las conveniencias. Desafiarlas por fanfarronada, como lo hacen, es todavía conformarse con ellas, es, si se quiere, aceptarlas de manera negativa; convertidos en filisteos, se someterán a ellas un día y se conformarán positivamente. Todos sus actos, todos sus pensamientos, tanto los de unos como los de los otros, tienden a las conveniencias, pero el filisteo es un reaccionario comparado con el primero. Uno es un rebelde que reflexionó, llegando al arrepentimiento; el otro un filisteo insensato. La experiencia diaria demuestra la verdad de esta observación: los peores rebeldes se convierten en filisteos con la edad. Lo que se llama en Alemania la reacción, aparece del mismo modo como la prolongación reflexiva del entusiasmo provocado por la guerra, por la libertad. La revolución no iba dirigida contra el orden en general, sino contra el orden establecido, contra un estado de cosas determinado. Ella derribó «este» gobierno, y no al gobierno; los franceses, cayeron luego bajo el más inflexible de los despotismos. La revolución eliminó los viejos abusos inmorales, para establecer sólidamente usos morales; es decir, no hizo más que poner la virtud en lugar del vicio (vicio y virtud son tan diferentes como el rebelde y el filisteo). Hasta el día de hoy, el principio revolucionario no ha cambiado: no atacar más que a una u otra institución determinada, en una palabra, reformar. Cuando más se ha mejorado, más cuidado pone la reflexión, que viene inmediatamente después, en conservar el progreso realizado. Siempre un nuevo amo es puesto en lugar del antiguo, no se demuele más que para reconstruir, y toda revolución es una restauración. Es siempre la diferencia entre el joven y el viejo filisteo. La revolución ha comenzado, como pequeña burguesa, por la elevación del tercer Estado, y va creciendo sin haber salido de su trastienda. Quien es libre no es el hombre en cuanto individuo — y sólo él es Hombre — sino el burgués, el ciudadano, el hombre político que no es un hombre sino un ejemplar de la raza humana, y más especialmente, un ejemplar de la especie burguesa, un ciudadano libre. En la Revolución no fue el individuo quien actuó en la historia mundial sino un pueblo: la nación soberana quiso hacerlo todo. Es una entidad artificial, imaginaria, una idea (la nación no es otra cosa) la que surge de todo esto; los individuos no son más que los instrumentos al servicio de esta idea, y no escapan al papel de ciudadano. La burguesía obtiene su poder, y al mismo tiempo sus límites, de la Constitución del Estado, de una Carta, de un príncipe legítimo o legitimado que se dirige o que gobierna según leyes razonables, en suma, de la Legalidad. El período burgués está dominado por el espíritu británico de la legalidad. Una asamblea de estados[64], por ejemplo, no olvida jamás que sus derechos no son limitados, aunque se haga un favor convocándola y que puede ser disuelta a discreción. No pierde nunca de vista el objeto de su convocatoria, su vocación. No puedo, es cierto, negar que mi padre me ha engendrado; pero una vez que lo hizo, poco me importan las intenciones que tenía al proceder a esa operación, y cualquiera que sea el fin con que me dio la vida, Yo hago de ella lo que me parezca. Igualmente, los Estados generales, convocados al principio de la Revolución francesa, decidieron, con razón, que una vez reunidos eran independientes de quien los había convocado: existían y hubieran sido bien tontos en no hacer valer sus derechos a la existencia, y en creerse dependientes de su padre. El que es convocado no tiene que preguntarse: ¿Qué se quería de mí al llamarme? sino ¿Qué quiero, ahora que estoy presente al llamado? Ni el autor de la convocatoria, ni la carta en virtud de la cual ha sido llamado, es para él un poder sagrado, nada esta librado sus ataques. Está autorizado a todo lo que está en su poder, no reconocerá ningún mandato imperativo o restrictivo y no pretenderá ser leal (permanecer en la legalidad). La consecuencia de esto sería — si pudiera esperarse algo así de un parlamento — una cámara de representantes perfectamente egoísta, cuyo cordón umbilical moral estuviese cortado, y que no tuviese ninguna consideración. Pero las cámaras son siempre devotas de alguno o de alguna cosa. ¿Por qué, entonces, nos parece extraño ver siempre en ellas tanto semi-egoísmo, egoísmo no confesado e hipócrita? Los miembros de los parlamentos no pueden franquear los límites que les imponen la constitución, la voluntad real, etc. Excederse o intentar excederse de estos límites sería usurpar. ¿Qué hombre fiel a sus deberes se atrevería a excederse en su misión, poniéndose en primer lugar él mismo, a sus convicciones o a su voluntad? ¿Quién sería lo suficiente inmoral para hacerse valer y para imponer su individualidad por encima de todo, a riesgo de ser la causa de que se destruya el cuerpo a que pertenece y todo lo demás con él? La gente se mantiene respetuosamente en los límites de sus derechos y, por otra parte, conviene que se quede en los límites de su poder, y no intente nadie más de lo que pueda: Mi fuerza o mi impotencia son mi único freno; pero, ¿quién podría admitir una doctrina tan nihilista, que destruye todo? En todo caso, yo no: ¡Yo soy un ciudadano obediente! La burguesía se reconoce en su moral, estrechamente ligada a su esencia. Lo que ella exige ante todo, es que se tenga una ocupación seria, una profesión honorable, una conducta moral. El estafador, la prostituta, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohemio, son individuos inmorales y el burgués experimenta por esas personas sin costumbres la más fuerte repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que da un negocio sólido: medios de existencia seguros, rentas estables, etc.; como su vida no se apoya sobre una base segura, pertenecen al clan de los individuos peligrosos, al peligroso proletariado: son individuos que no ofrecen ninguna garantía y no tienen nada que perder, ni nada que arriesgar. La familia o el matrimonio, por ejemplo, atan al hombre, y este lazo le proporciona un lugar en la sociedad, le sirve de fiador; pero ¿quién responde por la mujer pública? El jugador lo arriesga todo a una carta, se arruina a él mismo y a los demás: ¡no tiene garantía! Se podría reunir bajo el nombre de vagabundos a todos los que el burgués considera sospechosos, hostiles y peligrosos. El vagabundo desagrada al burgués y existen también vagabundos del espíritu (intelectuales), que, ahogados bajo el techo de sus padres, van a buscar lejos más aire y más espacio. En lugar de permanecer en el rincón del hogar familiar removiendo las cenizas de una opinión moderada, en lugar de sostener las verdades indiscutibles que consolaron y tranquilizaron a tantas generaciones anteriores, saltan las barreras que encierran el campo paterno y se van, por los caminos audaces de la crítica, adonde los lleva su invencible curiosidad. Esos vagabundos extravagantes entran en la clase de las personas inquietas, inestables y sin reposo, como los proletarios, y cuando crean sospechas de la falta de domicilio moral, se les llama rebeldes y exaltados. En este amplio sentido se habla cuando se dice proletariado y pauperismo. ¡Cuánto se engañaría el que creyera que la burguesía es capaz de desear la desaparición de la miseria (del pauperismo) y de dedicar a ese objetivo todos sus esfuerzos! Por el contrario, nada le gusta más al buen burgués como la convicción, incomparablemente consoladora, de que un sabio decreto de la Providencia repartió de una vez y para siempre las riquezas y la felicidad. La miseria que se amontona en las calles a su alrededor, no perturba al verdadero ciudadano hasta el punto de empujarlo a hacer algo más que congraciarse con ella, tirándole una limosna o dándole trabajo y comida a algún muchacho bueno y trabajador. Pero siente con fuerza la interrupción de su apacible vida por los murmullos de la miseria descontenta y deseosa de cambios, por esos pobres que no sufren ni penan en el silencio, sino que comienzan a agitarse y a moverse. ¡Encierren al vagabundo! ¡Arrojen al revoltoso en los más oscuros calabozos! ¡Quiere levantar a los descontentos y destruir el orden establecido! ¡Apedréenlo! ¡Apedréenlo! Pero precisamente esos descontentos hacen, más o menos, el siguiente razonamiento: Los buenos burgueses se preocupan poco por quien los protege a ellos y a sus principios; rey absoluto, rey constitucional o República, son buenos para ellos siempre que los protejan. ¿Y cuál es su principio, ese principio que los hace amar siempre al que lo protege? No es el trabajo, no es tampoco el nacimiento; es la medianía, el justo medio, un poco de trabajo y un poco de nacimiento; en dos palabras: un capital que produce intereses. El capital es el fondo, lo dado, lo heredado (nacimiento); el interés es el esfuerzo dedicado (trabajo): el capital trabaja. ¡Pero nada de exceso, nada de radicalismo! Evidentemente, es preciso que el nombre, el nacimiento, puedan dar alguna ventaja, pero esto no puede ser más que un capital. Evidentemente, se necesita trabajo, pero que ese trabajo sea lo menos posible el propio, que sea el trabajo del capital y de los trabajadores sometidos. Cuando una época está sumergida en un error, siempre se benefician algunos de este error, mientras que otros lo sufren. En la Edad Media, el error generalizado entre los cristianos, era que la Iglesia, todopoderosa, debía ser en la Tierra la administradora y la otorgadora de todos los bienes. Los eclesiásticos admitían esta verdad, exactamente como los laicos; el mismo error estaba igualmente arraigado en todos. Pero el beneficio del poder era para los sacerdotes, y el daño, el avasallamiento, para los laicos. La desgracia — se dice — hace inteligente; así, los laicos, aleccionados, terminaron por no admitir ya esa verdad de la Edad Media. Sucede exactamente igual con la burguesía y el proletariado. Burgueses y obreros creen en la verdad del dinero; quienes no lo tienen están tan penetrados de esta realidad, como quienes lo tienen, los laicos como los clérigos. «El dinero rige el mundo», es la clave de la época burguesa. Un aristócrata sin un capital y un trabajador sin un sueldo son, igualmente, muertos de hambre, sin valor político. El nacimiento y el trabajo no son nada, sólo el dinero es fuente de valor. Los poseedores gobiernan, pero el Estado elige entre los no poseyentes sus siervos y les distribuye algunas sumas (salarios, sueldos) en la medida en que administran (gobiernan) en su nombre. Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así me lo quitaría al darse cuenta de que carezco de títulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a su clemencia. La burguesía se apoya únicamente en los títulos legales. El burgués sólo es lo que es, gracias a la benévola protección del Estado. Perdería todo si el poder del Estado llegara a desplomarse. Pero, ¿cuál es la situación del desposeído en esta bancarrota social del proletariado? Como todo lo que tiene, y lo que podría perder, se escribe con un cero, no tiene para ese cero ninguna necesidad de la protección del Estado. Por el contrario, sólo puede ganar si esa protección le llegase a faltar a los protegidos. Así, el desposeído considera al Estado como un poder protector de los poseedores; ese ángel guardián capitalista es un vampiro que le chupa la sangre. El Estado es un Estado burgués, es el status de la burguesía. Concede su protección al hombre, no por su trabajo, sino por su docilidad (lealtad); es decir, usa los derechos que el Estado le concede, ajustándose a la voluntad o, dicho de otro modo, a las leyes del Estado. El régimen burgués pone a los trabajadores en manos de los poseedores, es decir, a los que tienen algún bien del Estado (y toda fortuna es un bien del Estado, pertenece al Estado, y no es dada más que en préstamo al individuo) y particularmente a los que tienen en sus manos el dinero y la tierra, a los capitalistas. El obrero no puede obtener de su trabajo un precio que corresponda al valor del producto de ese trabajo para su consumidor. ¡El trabajo está mal pagado! El beneficio mayor va al capitalista. Pero bien pagados, y más que bien pagados, están los trabajos de quienes contribuyen a realzar el brillo y el poder del Estado, los trabajos de los altos servidores del Estado. El Estado paga bien, para que los buenos ciudadanos, los poseedores, puedan pagar mal impunemente. Se asegura la fidelidad de sus servidores pagándoles bien, y hace de ellos, para la protección de los buenos ciudadanos, una policía (a la policía pertenecen los soldados, los funcionarios de todas clases, jueces, pedagogos, etc., en suma toda la máquina del Estado). Los buenos ciudadanos, por su parte, le pagan, sin hacerse problemas, grandes impuestos, con el objeto de poder pagar tanto más miserablemente a sus obreros. Pero los obreros no son protegidos por el Estado por lo que son esencialmente, es decir, en cuanto obreros. Como súbditos del Estado, sólo tienen el derecho a compartir la policía, que les asegura lo que se llama una garantía legal. Así la clase de los trabajadores sigue siendo una potencia hostil frente a ese Estado, el Estado de los ricos, el reino de la burguesía. Su principio, el trabajo, no es estimado en su valor, sino explotado; es el botín de guerra de los ricos, del enemigo. Los obreros disponen de un poder formidable y cuando lleguen a darse cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirlos. Bastará con que abandonen todo el trabajo, que se apropien de todos los productos de su trabajo y que los consideren y los gocen como propios. Este es el sentido de los motines obreros que vemos estallar casi por todas partes. ¡El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo. Cuando el trabajo sea libre, se desmoronará el Estado![65] **** 2. El liberalismo social Somos hombres, hemos nacido libres, y — no obstante — hacia cualquier lado que volvamos la mirada nos vemos reducidos a siervos de los egoístas. ¿Tenemos, entonces, que convertirnos también nosotros egoístas? ¡Dios no lo permita! ¡Mejor hagamos imposible todo egoísmo! ¡Convirtamos a todos en indigentes! Si nadie tiene nada, todos tendrán. Así hablan los socialistas: — ¿Quién es esa persona a la que se llama «todos»? —¡Es la Sociedad! —¿Tiene, entonces, un cuerpo? —Nosotros somos su cuerpo. —¿Ustedes? ¡Vamos! Ustedes no son un cuerpo; tú tienes un cuerpo y él también, y aquel tercero lo mismo; pero todos juntos son solamente cuerpos y no Un cuerpo. Por consiguiente, la Sociedad, admitiendo que sea alguien, tendría muchos cuerpos a su servicio, pero no un cuerpo único que le perteneciese en propiedad. Como la Nación de los políticos, no es más que un Espíritu, un fantasma, y su cuerpo no es más que una apariencia. Para el liberalismo político, la libertad del hombre es la libertad de las personas, de dominación personal, es la libertad personal garantizando a cada individuo contra los demás individuos. Nadie tiene derecho a dar órdenes, sólo la ley ordena. Pero si las personas son iguales, no sucede lo mismo con las propiedades. Pero aún así el pobre tiene necesidad del rico, como el rico del pobre; el primero tiene necesidad de la riqueza del segundo, y éste del trabajo del primero: si cada uno necesita al otro, no es como persona, sino como proveedor, como alguien que tiene algo que dar, como dueño o poseedor de alguna cosa. Por consiguiente, el hombre es lo que tiene. Y, por su haber, los hombres son desiguales. Por esto el socialismo concluye que nadie debe poseer, lo mismo que el liberalismo político concluía que nadie debe mandar. Si para el segundo, únicamente mandaba el Estado, para el primero sólo la Sociedad posee. Como resultado de su protección a cada persona y a toda propiedad frente a los demás, el Estado aísla a los individuos: cada uno es su parte especial y tiene su parte especial. Aquel que esta satisfecho con lo que es y con lo que tiene, no quiere cambiar el estado de las cosas, pero quien quiere ser y tener más, busca ese aumento y lo encuentra en poder de otras personas. De este modo nos topamos con una contradicción: ninguno es, como persona, más que otro, y sin embargo, uno tiene lo que otro no tiene y desearía tener; así, pues, uno posee lo que necesita y otro no, ya que uno es rico y otro pobre. ¿Debemos, entonces, continúan los socialistas, dejar que vuelva a la vida lo que habíamos enterrado con tanta razón, y debemos dejar restaurar por un desvío esa desigualdad de las personas que hemos querido abolir? No. Es preciso, por el contrario, acabar la tarea que quedó a medio hacer. A nuestra libertad frente a las personas le falta, todavía, la libertad frente a lo que les permite a unos oprimir al resto, a lo que es el fundamento del poder personal, es decir, la libertad frente a la propiedad personal. Suprimamos, entonces, la propiedad personal. Que ninguno posea nada, que todos sean indigentes. Que la propiedad sea impersonal, que pertenezca a la Sociedad. Ante el propietario supremo, todos nos convertimos en iguales, iguales personas, iguales indigentes, nulidades. Por ahora, alguien puede ser, respecto de su vecino, un pordiosero, un pobre diablo; pero en adelante toda distinción se borra, pues todos son indigentes, y la sociedad comunista se resume en lo que puede llamarse la indigencia generalizada. Cuando el proletario haya conseguido realizar la sociedad que busca y en la cual debe desaparecer toda diferencia entre rico y pobre, será un indigente. Sin embargo, ser un indigente es para él ser alguna cosa, y podría convertir la palabra indigente en un título tan honroso como lo ha sido el titulo de burgués gracias a la Revolución. El indigente es su ideal y todos debemos hacernos indigentes. Ese es el segundo robo hecho al «individuo» en provecho de la Humanidad. No se deja al individuo ni el derecho de mandar, ni el derecho de poseer: el Estado se apropia de uno, la Sociedad toma el otro. Al hacerse visibles en la sociedad actual los defectos más opresivos, quienes tienen que sufrirlos más, es decir, los miembros de las clases más bajas de la sociedad, son también los más heridos y creen que pueden acusar de todo el mal a la sociedad; por esto se imponen el trabajo de descubrir la sociedad justa. No es más que la vieja ilusión de buscar la culpa en los demás, antes de buscarla en uno mismo. En este caso se recrimina al Estado, al egoísmo de los ricos, etc., aun cuando es en realidad culpa nuestra que existan el Estado y los ricos. Las reflexiones, y las conclusiones del comunismo parecen las más sencillas. En el estado actual de cosas, unos son perjudicados por otros, y, de hecho es la mayoría la que sufre a causa de la minoría. Unos disfrutan el bienestar, otros se encuentran en la necesidad; la situación actual, es decir, el Estado (status, situación), no puede subsistir. ¿Qué poner en su lugar? El bienestar general, el bienestar de todos, en lugar del de algunos. A través de la Revolución la burguesía se hizo omnipotente y suprimió toda desigualdad, en el sentido de que cada cual se ha elevado o ha descendido, según su posición anterior, al rango de ciudadano; el plebeyo ha sido elevado y el noble rebajado; el Tercer Estado se ha convertido en el único Estado, es decir, el Estado de los ciudadanos. A eso, el comunismo responde: lo que constituye nuestro valor, nuestra dignidad, no es nuestra cualidad de hijos iguales de nuestra madre el Estado, y nacidos con los mismos derechos bajo su amor y su protección, sino el hecho de que existimos los unos para los otros. Nuestra igualdad, o lo que nos hace iguales, consiste en que yo, tu, todos nosotros, actuamos o trabajamos para los demás. Dicho de otro modo, si somos iguales es porqué cada uno de nosotros es un trabajador. Lo esencial en nosotros no es lo que somos para el Estado, es decir, nuestra cualidad de ciudadano, nuestra ciudadanía, sino que existimos los unos para los otros: cada cual existe por y para otro: ustedes cuidan mis intereses y yo, recíprocamente, velo por los de ustedes. Así, por ejemplo, ustedes trabajan para vestirme (sastre), yo para divertirlos (poeta dramático, acróbata, etc.), ustedes trabajan para alimentarme (cocinero, etc.), yo para instruirlos (sabio, etc.). El Trabajo hace nuestra dignidad y nuestra igualdad. ¿Qué ventajas sacamos de la ciudadanía? ¡Cargas! ¿Y cómo se estima nuestro trabajo? Lo más bajo posible. Sin embargo, el trabajo constituye nuestro único valor; el trabajador es lo mejor de nosotros y si tenemos alguna importancia en el mundo es como trabajadores. Sea, entonces, por nuestro trabajo que se nos aprecie, y sea nuestro trabajo lo que se evalúe. ¿Qué pueden ofrecernos? Trabajo y nada más que trabajo. Si les debemos alguna recompensa es a causa del trabajo que nos dan, de la molestia que se toman y no simplemente porque existen; es en razón de lo que son para nosotros y no de lo que son para ustedes. ¿En qué se fundan sus derechos sobre nosotros? ¿Sobre su origen elevado? ¡De ningún modo! Nada más que sobre lo que hacen para satisfacer nuestras necesidades o nuestros deseos. Convengamos, entonces, en esto: ustedes nos evaluarán según lo que hagamos por ustedes y nosotros haremos lo mismo. El trabajo crea el valor, y el valor se mide por el trabajo, se entiende, el trabajo para otros, el trabajo de utilidad general. Que cada cual sea a los ojos de los demás un trabajador. Quien ejecuta una tarea útil no es inferior a nadie; en otros términos: todos los trabajadores (naturalmente en el sentido de productores para la comunidad, trabajadores comunistas) son iguales. Si el trabajador es digno de su salario, que su salario sea digno de él. En tanto que bastó la fe para asegurarle al hombre su dignidad y su rango, no hubo nada que criticar al trabajo, por absorbente que fuese, si no apartaba al hombre de la fe. Pero hoy, que cada cual tiene en sí una humanidad que cultivar, relegar al hombre a un trabajo de máquina no tiene más que un nombre: esclavitud. ¡Si el obrero de fábrica debe matarse trabajando durante doce horas o más al día, que no se hable ya para él de dignidad humana! Toda tarea debe tener un fin que satisfaga al hombre, y hace falta para eso que cada obrero pueda llegar a ser maestro en su arte y que la obra que produce sea completa. En una fábrica de alfileres, por ejemplo, el obrero que no fabrica más que cabezas, o que no hace más que pasar por la hilera el hilo de latón, es rebajado a la calidad de máquina, es un forzado y no será jamás un artista; su trabajo no puede interesarle y satisfacerle, no puede más que agotarlo. Su obra, considerada en sí misma, no significa nada, no tiene ningún fin en sí, no es nada definitivo; es el fragmento de un todo que otro emplea, explotando al productor. Todo placer de un espíritu cultivado está prohibido a los obreros al servicio de otro; no les quedan más que los placeres groseros; toda cultura les está cerrada. Para ser buen cristiano basta creer y es posible creer bajo las condiciones más opresivas. Así, las gentes de convicciones cristianas no ponen sus miras más que en la religiosidad de los trabajadores oprimidos, su paciencia, su resignación, etc. Las clases oprimidas pudieron soportar toda su miseria mientras fueron cristianas, porque el cristianismo es un maravilloso calmante de todos los murmullos y de todas las rebeliones. Pero no se trata ya hoy de ahogar los deseos, sino de satisfacerlos. La burguesía, que ha proclamado el evangelio del goce de la vida, del goce material, se extraña de ver que esta doctrina encuentra partidarios entre nosotros, los pobres; ella ha mostrado que ni la fe ni la pobreza engendran la felicidad, sino la instrucción y la riqueza; ¡y así también lo entendemos nosotros los proletarios! La burguesía se ha liberado del despotismo y de la arbitrariedad individual; pero ha dejado subsistir la arbitrariedad que resulta del concurso de las circunstancias y que puede llamarse la fatalidad de los acontecimientos; hay siempre una suerte que favorece y personas que tienen suerte. Cuando, por ejemplo, una rama de la industria llega a arruinarse y millares de obreros se quedan en la calle, se piensa con bastante exactitud que el individuo no es culpable, sino que la culpa es de las circunstancias; cambiemos, entonces, esas circunstancias y hagámoslo radicalmente para que no estén condenados a semejantes eventualidades: ¡Que obedezcan en adelante a una ley! ¡Creemos un nuevo orden de cosas que ponga fin a todas las fluctuaciones y que ese orden sea sagrado! En otro tiempo, para obtener alguna cosa era preciso conquistar al Señor, pero desde la Revolución se necesita tener suerte. Una persecución de la suerte, un juego de azar, tal es la vida burguesa; de ahí el precepto de que no se debe arriesgar frívolamente de nuevo en el juego lo que se ha conseguido ganar. La competencia, tema único alrededor del cual se desarrollan todas las variaciones de la vida civil y política, se ha convertido en una pura lotería, desde la especulación en la bolsa hasta la caza de los clientes, de los puestos, del trabajo, del ascenso y de las condecoraciones, y hasta de los pequeños negocios de segunda mano. Si se consigue derrotar y suplantar a los competidores, se da un buen golpe; pues demuestra que el vencedor esta provisto de una habilidad que los demás no pueden superar. Y los que sin ver ningún mal en ello, pasan su vida sujetos a este flujo y reflujo de la fortuna, se llenan de la más santa indignación cuando su propio principio aparece bajo su verdadera luz trayéndoles desgracias. El juego de azar, se ve, es claramente la imagen desnuda de la competencia; y, como toda desnudez, ofende a la moral y a la decencia. Los socialistas quieren terminar con estos caprichos de la fortuna, fundando una sociedad en la que los hombres no sean ya juguetes del azar, sino seres libres. Este propósito se manifiesta, naturalmente, por el odio de los desgraciados contra los afortunados, es decir, de quienes han sido abandonados por la suerte contra aquellos a los que el azar llenó de bienes. Pero el odio del desventurado no se dirige tanto sobre el que ha tenido suerte, como sobre la suerte misma, esta columna podrida del edificio burgués. Los comunistas, basándose en el principio de que la actividad libre es la esencia del hombre, tienen necesidad del domingo, compensación necesaria al trabajo de los días laborables. Les hace falta el dios, la elevación y la divinización que reclama todo esfuerzo material para poner un poco de espíritu en su trabajo de máquinas. Si el comunista ve en ustedes hombres y hermanos, ésa es sólo su manera de ver de los domingos; los demás días de la semana no los considera en modo alguno como unos hombres más, sino como trabajadores humanos u hombres que trabajan. Si el primer punto de vista se inspira en el principio liberal, el segundo encubre la falta de este principio. Si ustedes fuesen holgazanes, no reconocería en ustedes al hombre, vería hombres perezosos a los que corregir de su pereza y catequizar para convertirlos a la creencia de que el trabajo es el destino y la vocación del hombre. Así, el comunismo se presenta bajo un doble aspecto: por una parte, da gran importancia a la satisfacción del hombre espiritual, y por otra propone los medios de satisfacer al hombre material, o carnal. Provee al hombre de un doble beneficio, a la vez material y espiritual. La burguesía había proclamado libres los bienes espirituales y materiales, y había dejado a cada cual el cuidado de conseguir lo que codiciaba. El comunismo da realmente esos bienes a cada uno, y a cada uno se los impone y lo obliga a sacar partido de ellos. Considerando que solamente los bienes materiales y espirituales hacen de nosotros hombres, considera esencial que podamos adquirir esos bienes sin ningún obstáculo que nos impida ser hombres. La burguesía hacía la producción libre, el comunismo obliga a la producción y no admite más que a los productores artesanos. No basta que las profesiones estén abiertas, es preciso que practiques una. Sólo le queda a la crítica demostrar que la adquisición de esos bienes no nos hace hombres. El postulado del liberalismo, en virtud del cual cada uno debe hacer de sí un hombre y adquirir una humanidad, implica la necesidad para cada uno de tener tiempo de consagrarse a esa humanización y de trabajar en sí mismo. El liberalismo político creía haber hecho lo necesario entregando a la competencia todo el campo de la actividad humana y permitiendo al individuo tender hacia todo lo que es humano: Que todos puedan luchar contra todos. El liberalismo social sostiene que este permiso es insuficiente, porque permitido significa simplemente que no está prohibido a nadie, y no que es posible a todos y cada uno. De esto concluye que la burguesía no es liberal más que de palabra, mientras que de hecho es todo lo contrario. Por su parte, pretende facilitarnos a todos el medio de trabajar para nosotros mismos. El principio del trabajo suprime, evidentemente, el del azar y el de la competencia. Pero tiene igualmente como efecto mantener al trabajador en ese sentimiento de que lo esencial en él es el trabajador desprendido de todo egoísmo. El trabajador se somete a la supremacía de una sociedad de trabajadores, de la misma manera que el burgués aceptaba sin objeción la competencia. El bello sueño de un deber social sigue siendo soñado hoy por muchos imaginando que al darnos la sociedad aquello que necesitamos, estamos obligados a ella, se lo debemos todo.[66] Se mantiene la voluntad de servir a un supremo dispensador de todo bien. ¡Que la sociedad no es un «yo» capaz de dar, prestar, o de permitir sino únicamente un medio, un instrumento del que nos servimos —que no tenemos ningún deber social, sino únicamente intereses, para cuya adquisición utilizamos la sociedad —que no debemos a la sociedad ningún sacrificio, pero que si algo sacrificamos no es más que a nosotros mismos —son cosas que los socialistas no pueden adivinar: son liberales y como tales, prisioneros del principio religioso. La sociedad con que sueñan es, como antes el Estado: ¡sagrada! ¡La Sociedad, que todo lo proporciona, es un nuevo Señor, un nuevo fantasma, un nuevo «ser supremo» que nos impone servidumbre y deber! El examen más profundo del liberalismo, tanto político como social, seguirá más adelante. Contentémonos, por el momento, con llamarlos al tribunal del liberalismo humanitario o liberalismo crítico. **** 3. El liberalismo humanitario El liberalismo encuentra su expresión completa y definitiva en el liberalismo crítico[67] que se somete a si mismo a examen y, sin embargo, el crítico es un liberal que no traspasa los límites del principio del liberalismo, el Hombre. Esta última encarnación del principio es la que merece por excelencia ser llamada liberalismo humano o humanista. El trabajador es visto como el más material y el más egoísta de los hombres; no hace nada por la humanidad, sólo para sí con, mismo la intención de satisfacer sus propias necesidades. La burguesía, al haber hecho al hombre libre únicamente por su nacimiento, lo ha dejado para el resto de la vida en las garras del inhumano (del egoísta). Así el egoísmo posee, bajo el régimen del liberalismo político, un campo de acción extraordinariamente extenso. Como el ciudadano utiliza el Estado, el trabajador utilizará la sociedad con un fin egoísta. ¡Todos tienen un fin egoísta, su bienestar! — le grita el humanista al socialista. Levanta un interés puramente humano, si quieres que yo sea tu compañero. Pero se necesitaría para eso una conciencia más firme y más comprensiva que una conciencia de puro trabajador. «El trabajador no hace nada y por ello carece de todo, pero si no hace nada, es porque su trabajo, permaneciendo siempre individual, e impuesto por la necesidad inmediata, carece de mañana».[68] Se podría pensar lo contrario: la obra de Gutenberg no ha quedado aislada, y hoy sigue viva, porque respondía a una necesidad de la humanidad, así que es eterna, imperecedera. La conciencia humanitaria desprecia tanto a la conciencia del burgués, como a la del trabajador, ya que el burgués se indigna contra los vagabundos (todos los que no tienen una posición estable) y su inmoralidad; el trabajador se subleva contra los holgazanes y su inmoralidad, por antisociales y explotadores. El humanista les responde: ¡La falta de estabilidad de la mayor parte es por tu culpa, filisteo! Pero si, como proletario, quieres que todos se maten trabajando, si exiges que todos lleven el yugo, es porque no has sido hasta ahora nada más que una bestia de carga. Pretendes, en realidad, aliviar el esfuerzo mismo condenándonos a todos a trabajos forzados, pero es únicamente para que todos dispongan de los mismos descansos. ¿Y qué harán con esos descansos? ¿Cómo se arreglará tu Sociedad para que los descansos así conquistados sean empleados humanamente? Deberá, sí, dejarlos librados al egoísmo, y todo el beneficio de tu sociedad lo acaparará el egoísta. ¿Qué resultó de la liberación del hombre de todo capricho personal, esa conquista tan elogiada de la burguesía? El Estado, no pudiendo dar a esa libertad un valor humano, la tuvo que abandonar a lo arbitrario. Ciertamente, conviene que el hombre no tenga amo, pero se necesita para eso que el egoísta no se convierta en su señor, y que él sea el señor del egoísta. También es necesario que el hombre disfrute de descansos, pero si el egoísta desvía esos descansos en su provecho, estos se perderán para el hombre; así, se debe dar a los descansos una significación humana. Pero a su trabajo, ustedes los obreros, no se entregan sino con un fin egoísta, porque quieren comer, vivir. ¿Cómo podrían ser menos egoístas en su descanso? Sólo trabajan porque una vez acabada la tarea, es mejor divertirse, callejear; el azar decidirá sobre la forma en que ocuparán las horas de descanso. Pero para cerrar bien todas las puertas por donde el egoísmo puede introducirse, habría que esforzarse en llegar al completo desinterés. Sólo el desinterés es humano, ya que sólo el Hombre es desinteresado, en tanto que el egoísta no lo es jamás. Admitamos provisionalmente el desinterés y preguntemos: ¿Quieres no interesarte en nada, no entusiasmarte por nada, ni siquiera por la libertad, la humanidad, etc.? ¡Oh, sí! Pero no es ese un interés egoísta, un bajo cálculo de interés; es un interés que no se fija ni en un individuo ni en los individuos (en todos), sino en la idea, en el Hombre. ¿Pero no observas que lo que te entusiasma no es más que tu idea, tu idea de libertad, por ejemplo? ¿Y no notas, además, que tu pretendido desinterés no es, como el desinterés religioso, más que un interés espiritual? Las necesidades del individuo te dejan frío, pero serías capaz de exclamar abstractamente: fiat libertas, pereat mundus. No te cuidas del mañana, tampoco tomas seriamente los apetitos individuales, ni tu bienestar ni el de los demás; todo eso te importa poco, porque eres un soñador. ¿El humanitarismo será quizá bastante liberal para considerar como humano todo lo posible humanamente? ¡Al contrario! En verdad, no alimenta contra la prostituta las mismas prevenciones morales que el filisteo; pero «pensar que esa mujer hace de su cuerpo una máquina de ganar dinero»[69], la vuelve, a sus ojos, despreciable en cuanto «ser humano». Su juicio es este: la prostituta no es un ser humano, o, por el hecho de entregarse una mujer a la prostitución, se deshumaniza, se destierra de la humanidad. Más aún, el judío, el cristiano, el teólogo, etc., no son Hombres; cuanto más judío, cristiano, etc. seas, más lejos estás de ser Hombre. Y he aquí de nuevo el postulado imperativo: ¡rechaza lejos de ti todo encasillamiento, qué tu crítica lo destruya! No seas ni judío ni cristiano, sé Hombre y nada más que Hombre. Afirma tu humanidad por encima de toda especificación restrictiva, sé por ella un hombre sin restricción, un «hombre libre»; dicho de otro modo, reconoce en la humanidad la esencia determinante de todos tus predicados. Respondo: Cierto, eres más que judío, más que cristiano, etc.; pero eres también más que Hombre. Todo eso son ideas, en tanto que tú tienes un cuerpo. ¿Piensas, pues, poder llegar a ser alguna vez un «hombre en sí»? ¿Piensas que nuestros descendientes no encontrarán ya ninguna preocupación, ninguna barrera que derribar, contra las cuales nuestras fuerzas no hayan bastado? ¿O te imaginas que tus cuarenta o cincuenta años te han llevado tan lejos, que los días que sigan no tengan ya nada que cercenarte, y que eres desde el presente un hombre? Los hombres del porvenir lucharán todavía por muchas libertades que nosotros no sentimos siquiera que nos falten. ¿Qué haces de esa libertad futura? Si tú quisieras no estimarte en nada antes de haberte hecho hombre, aguardarías hasta el «juicio final», hasta el día en que el hombre y la humanidad hayan alcanzado la perfección. Pero de aquí a entonces te habrás seguramente muerto; ¿dónde está el premio de tu victoria? Mejor, entonces, invertir los términos: ¡yo soy hombre! y no tengo que comenzar por adquirir la cualidad de hombre, porque me pertenece ya con el mismo derecho que todos mis atributos. Pero, pregunta el crítico: ¿cómo uno puede ser simultáneamente judío y hombre? Primero, responderé, uno no puede ser ni judío ni hombre, si es preciso para ello que «uno» signifique idénticamente la misma cosa que judío u hombre; porque siendo «uno» lógicamente un nivel de abstracción superior, no se podrá nunca decir «uno-judío»; que Samuel sea tan judío como quiera, no será nunca judío y nada más que judío, puesto que es ya por lo menos ese judío en particular. Segundo, si «ser hombre» significa no ser nada en particular, siendo judío no se puede ciertamente ser hombre. Y tercero, y es a lo que yo quiero llegar, puede suceder que yo sea, siendo judío, todo lo que yo puedo ser. Sería difícil haber exigido a Samuel, a Moisés y a otros que se elevaran por encima del judaismo, aunque se puede decir que ellos no eran todavía «hombres». Fueron, en verdad, todo lo que podían ser. ¿Ocurre de otro modo con los judíos de hoy? ¿Se sigue que cada uno de ellos pueda convertirse a la humanidad, de que ustedes hayan descubierto la idea de la misma? Si pudiesen no dejarían de hacerlo, y, si se abstienen, es porque no pueden. ¿Qué les importan sus exhortaciones y esa vocación de ser Hombres que les atribuyen?[70] En la sociedad humana que nos promete el humanista no hay evidentemente lugar para lo que cada uno de nosotros tenemos de particular y nada que sea «privado» tiene valor. Así se completa el ciclo del liberalismo; su buen principio es el hombre y la libertad humana, su principio malo es el egoísta y todo lo que es privado; allí está su dios, aquí su diablo. De este modo, si la persona particular pierde todo valor en el Estado (nada de privilegios), y si pierde la propiedad privada en la Sociedad de los trabajadores o Sociedad de los indigentes, sobreviene la sociedad humana, que liquida indistintamente todo lo particular o privado. Sólo el día en que la crítica pura haya terminado su complicada tarea, sabremos exactamente lo que debemos considerar por privado, y lo que, conciernes de nuestra insignificancia, dejar exactamente como antes. Ni el Estado ni la Sociedad satisfacen al liberal humanista; por eso, niega a ambos, bajo la condición de conservarlos. Afirma que el problema de la época no es político, sino social, y promete de nuevo el Estado libre del futuro. En realidad, la Sociedad humana es a la vez Estado universal y Sociedad universal. Sólo critica al Estado limitado por estar demasiado ligado a los intereses espirituales privados (por ejemplo, las convicciones religiosas de las personas), y a la Sociedad limitada por preocuparse en exceso por los intereses materiales privados. Ambos deben entregar a los particulares el cuidado de los intereses privados, y convirtiéndose en Sociedad humana, preocuparse únicamente por los intereses humanos generales. Cuando los políticos trataban de suprimir la voluntad personal (lo arbitrario), no notaron que la propiedad le ofrecía un segundo asilo. Cuando los socialistas, a su vez, suprimen la propiedad, no son capaces de observar que esa propiedad se perpetúa bajo la forma de individualidad (la propiedad de uno mismo). ¿No existe otra propiedad que el dinero y los bienes materiales? ¿Cada uno de mis pensamientos, cada una de mis opiniones, no me son igualmente propios, no son míos? No hay otra alternativa, entonces, para el pensamiento, que desaparecer o hacerse impersonal. La persona no crea opiniones, todo lo que pudiera tener como propio, debe retornar a alguna cosa más general que ella misma: así como el Estado confiscó la voluntad y la Sociedad acaparó la propiedad, el Hombre, a su vez, debe totalizar los pensamientos individuales y hacer de ellos el pensamiento humano, pura y universalmente humano. Si se dejan subsistir las opiniones individuales, entonces yo tendré mi Dios (Dios no puede ser más que «mi» Dios, puesto que es mi opinión o mi fe) y si yo tengo mi Dios, tendré mi fe, mi religión, mis pensamientos, mis ideales. Por eso tiene que surgir una fe común a todos los hombres: el fanatismo de la libertad. Y porque ésta será una fe acorde a la esencia humana y, en tanto sólo el Hombre es razonable (cada uno de nosotros como individuos podemos ser muy poco razonables), entonces también será una fe razonable. Una vez reducidas a la impotencia la voluntad y la propiedad privadas, es preciso, ante todo, domar el individualismo, o el egoísmo. Tras esa victoria fundamental, la etapa suprema en la evolución del hombre libre, se desmoronarán los fines de orden inferior, tales como el bienestar social de los socialistas, etc., ante la sublime idea de la Humanidad. Todo lo que no es umversalmente Humano, constituye algo separado que no satisface más que a algunos o a uno solo, y que, si satisfaciera a todo el mundo, no satisfacería a todos ellos sino en tanto que individuos y no en tanto que hombres; dicho de otro modo: todo lo que no es Humanidad es egoísmo. El bienestar es todavía el fin supremo de los socialistas, como la libre competencia y la adulación, eran el fin supremo de los liberales políticos. Ahora también es uno libre de vivir bien y de hacer para ello lo necesario, lo mismo que se permitía entrar en la competencia a quien lo desee. Pero para tomar parte en la competencia bastaba ser ciudadano, y para tener parte en el bienestar social, es preciso ser trabajador. Ciudadano y trabajador no son todavía, ni uno ni otro, idénticos al Hombre. ¡El hombre no llega al verdadero bien sino cuando es también espiritualmente libre! Porque el Hombre es Espíritu y por ello todas las potencias extrañas a él, al Espíritu, todas las potencias sobrehumanas, divinas, inhumanas, deben ser destruidas, y el nombre de Hombre debe elevarse radiante por encima de todos los nombres. Así, la época moderna (época de los modernos) acaba por volver a su punto de partida, y convierte de nuevo la libertad espiritual en su principio y su fin.[71] El liberal humanista, dirigiéndose particularmente al comunista, le dice: Si la sociedad te prescribe una actividad, esta actividad está libre de la influencia de los individuos, es decir, de los egoístas; sin embargo, ella no es aún una actividad puramente humana, ni te convierte en un órgano de la Humanidad. ¿Qué especie de actividad te exige la sociedad? Sólo el azar de las circunstancias lo decidirá; podría emplearte en construir un templo o algo semejante. Si no lo hiciese, podrías por tu propio impulso dedicarte a una tontería, o dicho de otro modo, a algo no humano. Más aún, si trabajas es únicamente para satisfacer tus necesidades y, en suma, para vivir por el amor de tu querida vida, y en modo alguno por la mayor gloria de la humanidad. ¿Qué se necesita, pues, para poder presumir de una actividad verdaderamente libre? Se necesita que te liberes de todas las necesidades, que te eximas de todo lo que no es humano, sino egoísta (relativo al individuo y no al Hombre que el individuo encarna), es preciso que te despojes de todas las ideas cuya falsedad obscurece al Hombre o a la idea de Humanidad. En suma, es preciso que no solamente seas libre de actuar, sino que, además, el contenido de tu actividad sea exclusivamente humano, y no trabajes ni vivas más que para la Humanidad. Pero este no será el caso mientras tus esfuerzos no tiendan hacia otro objeto que el bienestar, la prosperidad tuya y de todos: lo que haces por tu sociedad de indigentes, no es nada para la sociedad Humana. El trabajo sólo no basta para convertirte en un hombre, porque el trabajo es algo formal y su contenido está sujeto a las circunstancias; lo que hay que saber es en qué te convierte el trabajo. Se puede trabajar perfectamente impulsado por necesidades egoístas (materiales), nada más que para asegurarse el vivir, etc., pero el trabajo debe ser guiado por la Humanidad, tiene que tender al bien de la Humanidad, ser provechoso para su evolución histórica. En suma, el trabajo debe ser humano. Eso supone dos cosas: primero, que sea útil a la Humanidad y segundo, que sea la obra de un Hombre. La primera de estas dos condiciones puede cumplirse en todo trabajo, sea el que fuere, porque las obras de la Naturaleza misma, los animales, por ejemplo, son utilizadas por la Humanidad y sirven para las investigaciones científicas, etc., pero la segunda condición implica que el trabajador conozca el objeto humano de su labor. Pero no puede hacerlo sino cuando se sabe hombre. ¿Y quién le mostrará su dignidad humana? — La conciencia de sí. Por cierto, se ha conseguido mucho si se deja de estar encadenado a un fragmento del trabajo, pero no se abarca más que con la vista el conjunto de la tarea, y la conciencia de la obra que se ha adquirido está aún muy lejos de la conciencia de sí, de la conciencia del verdadero yo o de tu esencia, del Hombre. El trabajador siente, entonces, la necesidad de una conciencia superior que le falta, y de esta necesidad que no puede satisfacer por la práctica de su oficio, busca la satisfacción fuera de las horas de trabajo, durante sus descansos. Así, el recreo, el asueto, siguen siendo el complemento necesario de su trabajo; se ve forzado a considerar como humanos, a la vez el trabajo y la haraganería, y aun a dar la primacía al perezoso, al que descansa. No trabaja más que para verse libre de su trabajo, no quiere liberar al trabajo más que para verse libre de él. En suma, su trabajo no le satisface, simplemente está impuesto por la Sociedad, sólo es una carga, un deber, una tarea. Recíprocamente, su Sociedad no lo satisface porque no le suministra más que trabajo. El trabajo debería satisfacerle en cuanto hombre, pero, por el contrario sólo satisface a la Sociedad; la Sociedad debería emplearlo como hombre, pero no le emplea sino como un trabajador indigente o un indigente trabajador. Trabajo y Sociedad no le resultan provechosos sino en tanto que tiene las necesidades de un egoísta y no de un hombre. Esa es la actitud de la crítica frente al trabajo. Ella apela al Espíritu, dirige la «lucha del Espíritu contra la masa»[72] y declara que el trabajo comunista es una tarea sin ninguna huella del Espíritu.[73] La masa, reacia al trabajo, trata de hacérselo más fácil. En la literatura que hoy es producida en masa, este horror del trabajo tiene por consecuencia esa superficialidad bien conocida que rechaza la «fatiga de investigar».[74] Por eso, el liberalismo humanista afirma: ¿Se quiere el trabajo? Perfectamente, nosotros lo queremos también, pero lo queremos completo. No buscamos un medio de tener descansos, sino que pretendemos encontrar en él la plena satisfacción. Deseamos el trabajo porque él es nuestra autorrealización. Pero, para eso, es preciso que el trabajo sea digno de este nombre. Sólo honra al hombre el trabajo humano y consciente que no tiene un fin egoísta, sino que tiene por fin al Hombre, la expansión de las energías humanas, de tal modo que habría que decir: «laboro ergo sum», es decir, «trabajo, luego, soy» hombre. El humanista quiere el trabajo del Espíritu que elabora la materia; quiere que el Espíritu no deje nada en paz, que no repose ante nada, que analice y constantemente ponga sobre el telar de su crítica los resultados obtenidos. Ese Espíritu inquieto es el verdadero trabajador; es él quien destruye las preocupaciones, quien derriba todas las barreras y las limitaciones y exalta al hombre por encima de todo lo que podría dominarlo, en tanto que el comunista, que no trabaja más que para él, nunca libremente, sino siempre forzado por la necesidad, no se libera de la esclavitud del trabajo, continúa siendo un trabajador esclavo. El trabajador, tal como lo concibe el humanista, no tiene nada de egoísta, porque no produce para individuos, ni para sí mismo, ni para otros; su satisfacción no tiende a la satisfacción de necesidades privadas, sino que tiene por fin la Humanidad y su progreso; no se detiene en aliviar los sufrimientos individuales ni en preocuparse por los deseos de cada uno; derriba las barreras que encierran la Humanidad, desarraiga las preocupaciones de la época, barre los obstáculos que obstruyen el camino, devela los errores que hacen tropezar a los hombres y las verdades que descubre son para todos y para siempre; en resumen, vive y trabaja para la Humanidad. En primer lugar, el que descubre una verdad importante, sabe que puede ser útil a los demás hombres, y como ocultarla celosamente no le daría ningún beneficio, la da a conocer y la comparte con ellos. Pero si tiene acaso conciencia de que esa participación es apreciada por los demás, no es sin embargo por amor de los demás que la hizo, sino únicamente por sí mismo, por lo que ha buscado y hallado, porque el problema lo atraía y la oscuridad y el error no le habrían dejado reposo si no hubiera desenredado el caos y descifrado el enigma de la mejor manera posible. Trabaja, entonces, para sí mismo, para satisfacer su deseo. Que su obra resulte útil a los demás y para la posteridad, no quita el carácter egoísta de su trabajo.[75] En segundo lugar, siendo que él trabaja para sí mismo, ¿por qué sería humana su obra, cuando la de los demás es inhumana, es decir, egoísta? ¿Sería porque ese libro, ese cuadro, esa sinfonía, es la obra de todo su ser, porque en ella ha puesto lo mejor de él, porque en ella se ha exteriorizado y en ella puede reconocerse en su totalidad, mientras que la obra del artesano no refleja más que el artesano, es decir, a la habilidad profesional y no al hombre? Por sus poemas conocemos completamente a Schiller, mientras que centenares y millares de estufas nos muestran al obrero, y no al hombre. ¿Esto equivale a decir simplemente que una obra me revela todas mis posibilidades, en tanto que la otra no atestigua más que el conocimiento que tengo de mi oficio? ¿No soy yo una vez más el que expreso el fruto de mis días? ¿Y no es más egoísta hacer de su obra el pedestal sobre el que uno se expone a los ojos del mundo, sobre el cual uno se ostenta en todas las posturas posibles, que permanecer disimulado detrás de ella? ¡Se me dirá que de este modo se expone al Hombre! Pero ese hombre que nos muestran no es más que un individuo particular: no nos muestran más que a sí mismos, y si algo los distingue del artesano, es que éste no sabe expresarse así, comprimirse en una sola y única obra, sino que necesita, para ser reconocido como él mismo, ser considerado bajo todos los demás aspectos que constituyen su vida; y, además, que el deseo, para cuya satisfacción nació su obra era teórico. Me contestarán que se está revelando un hombre muy distinto, un hombre más digno, más elevado, más grande, en una palabra, más Hombre que tal o cual otro. Bueno; asumo que ustedes realizan todas las posibilidades humanas, que han llegado adonde ningún otro puede llegar. ¿En qué consiste su grandeza? Precisamente en que son más que otros hombres (que la masa), más que los hombres ordinarios, lo que los hace grandes es su elevación por encima de los hombres. Si se distinguen entre ellos, no es de ningún modo por ser hombres, sino por ser hombres únicos. Su obra atestigua, de acuerdo, de lo que un hombre es capaz, pero del hecho que ustedes, que son hombres, la hayan realizado, no se deduce que todos los hombres puedan hacer otro tanto. Sólo porque son únicos, individuos, pudieron hacerla, y en eso son únicos. No es el Hombre quien hace su grandeza, son ustedes quienes la hacen, porque son más que un hombre y más poderosos que otros hombres. Uno cree que no puede ser más que hombre. Ser menos que hombre sería, sin embargo, mucho más difícil. Uno se imagina, además, que todo lo que se hace bueno, bello, notable, honra al Hombre. Pero yo soy hombre de la misma manera que Schiller era suavo, Kant prusiano y Gustavo Adolfo miope, y mis méritos y los suyos hacen de nosotros un hombre, un suavo, un prusiano y un miope distinguidos. Todos esos calificativos valen, en el fondo, lo que el bastón de Federico el Grande, que no fue célebre sino porque Federico lo fue. Al antiguo «ríndase homenaje a Dios», corresponde el moderno «ríndase homenaje al Hombre». Pero yo pretendo guardarme mis homenajes para mí. Cuando la crítica exhorta a los hombres a ser humanos, formula la condición indispensable de la sociabilidad porque sólo en tanto que Hombre se puede vivir en sociedad con otros hombres. Ella muestra así su fin social, la fundación de la sociedad humana. La crítica es, indudablemente, la teoría social más perfecta porque quita y reduce todo lo que separa al hombre: todos los privilegios, e incluso el privilegio de la fe. Ella ha acabado de purificar y ha sistematizado el verdadero principio social, el principio de amor del cristianismo, y ella es la que habrá hecho la última tentativa posible para despojar a los hombres de su exclusivismo y de su radical enemistad, luchando cuerpo a cuerpo con el egoísmo bajo su forma más primitiva y, por consiguiente, más dura: la unicidad o el exclusivismo. ¿Cómo podrán vivir una vida verdaderamente social existiendo en ustedes la menor huella de exclusivismo? Yo pregunto, inversamente: ¿Cómo podrán ser verdaderamente únicos, si en ustedes existe la menor huella de dependencia, la menor cosa que no sea Ustedes y nada más que Ustedes? ¡Mientras permanezcan encadenados unos a otros, no se podrá hablar de Ustedes en singular, mientras los una un lazo, seguirán siendo un plural; de ustedes doce hacen la docena, mil forman un pueblo y algunos millones la Humanidad! ¡Sólo si son humanos podrán relacionarse los unos con los otros como Hombres, de la misma manera que sólo se podrán comprender como patriotas si son patriotas! Sea, pero yo respondo: Sólo si son únicos podrán relacionarse los unos con los otros como lo que son Ustedes mismos. El crítico más radical es precisamente al que hiere más cruelmente la maldición que pesa sobre su principio. A medida que se despoja de un exclusivismo tras otro y que sacude sucesivamente su celo religioso, su patriotismo, etc., desata un lazo tras otro y se separa de los devotos, de los patriotas, etcétera, a tal punto, que, finalmente, desplomándose todos los lazos, se encuentra sólo. Está forzado a rechazar todo lo que tiene algo de exclusivo o de privado, pero, ¿qué puede ser, en definitiva, más exclusivo que la exclusiva, la única persona misma? ¿Piensa, tal vez, que sería mejor que todos se hiciesen «hombres» y abandonasen su exclusivismo? Pero «todos» no significa precisamente más que «cada individuo»; de suerte que la contradicción queda tan punzante como anteriormente, porque cada «individuo» es el mismo exclusivismo. Como el humanitario no deja ya al individuo nada privado ni exclusivo, ni pensamientos privados ni necedad privada, acaba por dejarlo completamente desnudo, porque su odio absoluto y fanático de lo privado no permite respecto a él ninguna tolerancia, siendo todo lo privado esencialmente inhumano. El humanitario es, sin embargo, impotente para destruir la dura corteza de la personalidad; por eso está obligado a contentarse con declarar que esa persona es una «persona privada» y resignarse a entregarle todo el dominio de lo privado. ¿Qué hará la sociedad si no se inquieta ya por nada privado? ¿Va a hacer lo privado imposible? No; pero «lo subordinará a los intereses de la sociedad y permitirá, por ejemplo, a las voluntades individuales otorgarse tantos días de licencia como tengan a bien, con tal que esas voluntades individuales no se pongan en contradicción con el interés general».[76] Todo lo privado será abandonado así mismo: no presenta ningún interés para la sociedad. La irreductible oposición hecha a la Ciencia por la Iglesia y la religiosidad, prueba que son (lo que han sido siempre, sea cualquiera la ilusión que haya podido tenerse respecto a ellas, en tanto que pasaron por la base y el fundamento del Estado)... un puro asunto privado. Aún en tiempos pasados, sí estuvieron estrechamente unidas al Estado y si el estado fue cristiano, esa unión probó simplemente que el Estado no había desarrollado aún su idea política general y no reconocía otro derecho que derechos privados... ellas mostraron de un modo irrecusable que el Estado era asunto privado y no se ocupaba más que en asuntos privados. Si el Estado tiene al fin el valor y la fuerza de romper con el pasado y de cumplir su misión universal, si llega a reponer en su lugar los intereses particulares y los asuntos privados... la religión y la Iglesia serán libres como nunca lo han sido. Ellas quedarán abandonadas a sí mismas al mismo nivel que los más puros asuntos privados y que la satisfacción de las necesidades estrictamente personales; y cada individuo, cada comunidad o comunión de fieles podrá trabajar por la salvación de su alma como le plazca y en la forma que le parezca más eficaz; cada cual proveerá a su felicidad según sienta personalmente la necesidad, y escogerá y sostendrá económicamente para velar sobre su alma a aquel que le parezca ofrecer más garantías de éxito. Y la Ciencia, en fin, estará fuera del juego».[77] ¿Qué sucederá? ¿La vida social va a acabar, pues, y toda sociabilidad, toda fraternidad, todo lo que ha sido edificado sobre el principio de amor y de sociedad va a desplomarse? ¡Como si uno no debiese siempre fatalmente buscar a otro porque tiene necesidad de él; como si otro no pudiese siempre ofrecerse a uno porque de él tiene necesidad! El cambio consiste en lo siguiente: en adelante el individuo se unirá realmente al individuo, en tanto que antes estaba atado con él. El padre y el hijo, a quienes un lazo encadena uno a otro hasta la mayoría de edad de este último, pueden en lo sucesivo continuar haciendo espontáneamente su camino juntos; antes de que el hijo sea mayor dependen uno de otro en cuanto miembros de la familia; después se unen en cuanto egoístas; el uno queda hijo, el otro padre, pero ya no están unidos uno a otro como hijo y padre. El último privilegio es, en verdad, el «Hombre», y todos tienen ese privilegio, todos gozan de él. Porque, como dice el mismo Bruno Bauer: «el privilegio subsiste hasta el momento en que todos participan de él».[78] Resumamos, pues, las etapas recorridas por el liberalismo: Primero. El individuo no es el Hombre; así es que la personalidad individual no tiene ningún valor, luego: nada de voluntad personal, nada de arbitrario, nada de órdenes ni de mandatos. Segundo. El individuo no tiene nada de humano; así es que ni lo mío ni lo tuyo ni la propiedad tienen ningún fundamento en la realidad. Tercero. Puesto que el individuo no es Hombre y no tiene nada de humano, no debe ser absolutamente nada; es un egoísta, y la crítica debe suprimirle a él y a su egoísmo para dejar sitio al Hombre «que acaba de ser descubierto».[79] Pero, si el individuo no es Hombre, el Hombre, sin embargo, está en potencia en el individuo, y tiene en este último la existencia virtual que allí tienen todo fantasma y toda divinidad. Así el liberalismo político otorga al individuo todo lo que le corresponde en cuanto ha «nacido hombre», es decir, libertad de conciencia, derecho de propiedad, etcétera; en una palabra, todo lo que se engloba bajo el nombre de «derechos del hombre». El Socialismo a su vez otorga al individuo todo lo que le corresponde en cuanto obra como hombre, es decir, en cuanto «trabaja». Viene, en fin, el liberalismo humanitario, que recompensa al individuo con todo lo que tiene en cuanto Hombre, es decir, con todo lo que pertenece a la humanidad. Consecuencia: el único no tiene nada, la humanidad lo tiene todo; de ahí la evidente y absoluta necesidad de ese «renacimiento» que predica el Cristianismo: ¡Conviértete en una nueva criatura, hazte «Hombre!» ¿Todo eso no hace pensar en el Padre Nuestro? Es al Hombre a quien pertenece el Poder (la fuerza, dynantis), y por eso ningún individuo puede ser señor; es el Hombre el señor de los individuos. Es al Hombre a quien pertenece la realeza, es decir, el mundo, y por eso el individuo no puede ser propietario: es el Hombre, es el «todos» quien posee el mundo como una propiedad. En fin, al Hombre pertenece la gloria, la glorificación (doxa); por que el Hombre, es decir, la humanidad, es el objeto del individuo, objeto por el cual trabaja, por el cual piensa y vive, para cuya glorificación debe hacerse «Hombre». Hasta el presente, los hombres han tratado siempre de descubrir una forma social en la que sus antiguas desigualdades no fuesen ya esenciales. El objeto de sus esfuerzos fue una nivelación y con ella la igualdad. Esa pretensión de poner tantas cabezas bajo un mismo sombrero significaba nada menos que esto: buscaban un Señor, un lazo, una fe (todos creemos en un único Dios). Si alguna cosa es común a los hombres e igual en todos, es ciertamente el Hombre, y gracias a esa comunidad, la necesidad de amor ha encontrado su satisfacción: ella no descansó hasta que hubo realizado esa última nivelación, allanado toda desigualdad y echado al hombre en los brazos del hombre. Pero es justamente ese lazo de unión lo que hace la ruptura y el antagonismo más escandaloso; una sociedad limitada ponía en riña al francés y el alemán, al cristiano y el mahometano, etc., en tanto que ahora el Hombre se opone a los hombres, o, puesto que los hombres no son el Hombre, al no hombre. A la proposición «Dios se ha hecho hombre», sucede ahora esta otra: «el Hombre se ha hecho Yo». He aquí el Yo humano. Pero decimos, por el contrario: Yo no he podido encontrarme en tanto que me he buscado como Hombre. Si el Hombre intenta llegar a ser Yo y alcanzar una corporeidad en Mí, Yo noto que, en suma, todo depende de Mí, y que sin Mí el Hombre está perdido. Yo no puedo, sin embargo, sacrificarme sobre el altar de ese santo de los santos, y en adelante no me preguntaré ya si mis actos son de un Hombre o de un no hombre. ¡Que ese Espíritu me deje en paz! El liberalismo humanitario es radical: cuando quieras, no importa bajo qué punto de vista, ser o tener alguna cosa particular, cuando pretendas la menor ventaja que no tienen los demás y quieras autorizarte con un derecho que no es uno de los «derechos generales de la humanidad», entonces eres un egoísta. Sea; yo no pretendo tener o ser nada particular que me haga pasar antes que los demás, no quiero beneficiarme a sus expensas con ningún privilegio; pero Yo no me mido por los demás, y no quiero tampoco ninguna clase de derecho. Yo quiero ser todo lo que puedo ser, tener todo lo que puedo tener. Que los otros sean o tengan algo análogo, ¿qué me importa? No pueden tener lo que Yo tengo, ser el que Yo soy. Yo no los perjudico, como tampoco perjudico a la roca teniendo sobre ella el privilegio del movimiento. Si ella pudiera tenerlo, lo tendría. ¡No agraviar a los demás hombres! De ahí se derivan la necesidad de no poseer ningún privilegio, de renunciar a toda ventaja y la más rigurosa doctrina de renuncia. Uno no debe considerarse como algo especial, por ejemplo, como judío o como cristiano. ¡Muy bien, Yo tampoco me tengo por alguna cosa particular! ¡Me tengo por único! Tengo, sí, alguna analogía con los demás, pero eso no tiene importancia más que para la comparación y la reflexión; de hecho, soy incomparable, único. Mi carne no es su carne, mi Espíritu no es su Espíritu. Aunque ustedes los coloquen en categorías generales: la carne, el Espíritu, éstos son sus pensamientos, que no son ni Mi carne ni Mi espíritu, y de ningún modo pueden pretender dirigirme. Yo no quiero respetar en el otro nada, ni al propietario, ni al indigente, ni siquiera al Hombre, pero quiero utilizarlo. Yo aprecio el que la sal le dé mas gusto a mis alimentos, así es que no dejo de usarla; reconozco en el pescado a un alimento que me conviene y lo como; he descubierto en el otro el don de iluminar y de amenizar Mi vida y he hecho de él mi compañero. Pudiera ser también que Yo estudiase la cristalización de la sal, la animalidad en el pescado y la humanidad en el otro, pero ese no es jamás, a mis ojos, más que lo que es para Mí, es decir, mi objeto, y en tanto que Mi objeto, es Mi propiedad. El liberalismo humanista es el apogeo de la indigencia. Debemos empezar por descender hasta el último escalón de la desnudez y de la indigencia, si queremos llegar a la individualidad. Pero, ¿hay algo más miserable que el Hombre completamente desnudo? Es más que indigencia, despojarse incluso del Hombre, al sentir que él también Me es extraño y que no debo configurarme a su imagen. Pero ya no es mera indigencia: desprendidos sus últimos harapos, al enderezarse el indigente en su desnudez, despojado de toda cubierta extraña, encuentra que ha rechazado incluso su indigencia y por ello deja de ser un indigente. Ya no soy un indigente, pero lo fui. Si hasta ahora no ha llegado a entenderse esto es porque toda la batalla se ha dado entre los partidarios de una «libertad» muy mesurada y los que quieren «la plenitud» de la libertad, es decir, entre los moderados y los inmoderados. Todo depende de la respuesta que se dé a la cuestión. ¿Cómo y hasta qué punto debe ser libre el hombre? Que el hombre debe ser libre, todos lo piensan, y así, todos son liberales. ¿Pero a ese no-hombre que se esconde en el fondo de cada individuo, qué barrera oponerle? ¿Cómo actuar para libertar al hombre, sin poner al mismo tiempo al no-hombre en libertad? El liberalismo, cualquiera que sea su matiz, tiene un enemigo mortal que le es tan irreductiblemente opuesto, como el diablo lo es a Dios: siempre al lado del hombre se levanta el no-hombre, y el egoísta al lado del individuo. Estado, sociedad, humanidad, nada consigue desalojar a ese diablo de sus posiciones. El liberalismo humanitario ha tomado por tarea probar a los demás liberales que no tienen aún la menor idea de lo que es querer la «libertad». Los demás liberales no advertían más que el egoísmo individual, y el más grave se les escapaba; el liberalismo radical dirige sus baterías contra el egoísmo de masas, y arroja a las masas a todos aquellos que no abrazan como su propia causa la causa de la libertad; de ahí la oposición hoy completa y la hostilidad implacable entre el hombre y el no-hombre, representados el primero por la «critica» y el otro por la «masa»[80], o en el terreno de la teoría, el primero por lo que se llamará la «crítica libre y humana» (p. 114), y el otro por las criticas superficiales y groseras, como por ejemplo, la crítica religiosa. La crítica proclama su firme esperanza de vencer a la «masa» y de darle un «certificado de indigencia».[81] Pretende acabar por tener razón y por rebajar todas las discusiones de los «tibios y de los tímidos», a no ser más que un berrinche egoísta, una querella miserable y mezquina. Y de hecho, toda disputa va a perder su importancia, las mezquinas disputas van a ser olvidadas, porque un enemigo común se adelanta, y este enemigo es la crítica, « ¡Todos cuantos son, no son mas que egoístas, y el uno no vale más que el otro!» Y he ahí a todos los egoístas ligados contra la crítica. ¿Los egoístas? ¿Son verdaderamente los egoístas? No: si se sublevan contra la crítica, es precisamente porque ella los acusa de egoísmo, y ellos niegan la acusación. Así, la crítica y la masa tienen la misma base de operaciones: las dos combaten el egoísmo, reniegan de él, y de él se acusan mutuamente. La crítica y la masa persiguen el mismo objeto, liberación frente al egoísmo, y no disputan más que por saber cuál de las dos se acerca más a ese objeto o cuál lo alcanza. Judíos, cristianos, absolutistas, hombres de las tinieblas y hombres de la luz, políticos, comunistas, todos se defienden enérgicamente contra el reproche del egoísmo; y cuando la crítica los acusa de ello rotundamente y sin miramientos, todos se exculpan de esa acusación guerreando contra el egoísmo, el mismo enemigo al que la crítica hace la guerra. Todos son enemigos de los egoístas, tanto la masa como la critica, y tanto una como otra se esfuerzan en rechazar el egoísmo, ya sea pretendiéndose blancas como la nieve, ya sea ennegreciendo a la parte contraria. El crítico es el verdadero líder[82] de la masa; él suministra del egoísmo «una definición sencilla y las palabras para expresarla», en tanto que los antiguos líderes, aquellos a quienes la Gaceta Literaria (vol. V, p. 24), rehúsa la esperanza de triunfar jamás, no eran más que intérpretes de ocasión, aprendices. El crítico es el príncipe y el conductor de la masa en la guerra hecha al egoísmo en nombre de la libertad. Lo que el crítico combate, la masa lo combate igualmente. Pero es al mismo tiempo el enemigo de la masa, no porque la quiera mal, sino que es para ella el enemigo bien intencionado, que sigue a los miedosos, látigo en mano, para obligarlos a mostrar que tienen valor. Así toda la oposición entre la crítica y la masa se reduce a la siguiente discusión: «¡Ustedes son egoístas! — ¡No, no lo somos! — ¡Se los voy a probar! — ¡No puedes condenarnos sin oírnos!». Tomemos, entonces, a unos y a otros por lo que pretenden ser, por no egoístas, y por lo que se creen mutuamente, por egoístas: son egoístas y no lo son. La crítica afirma correctamente: debes liberar tan completamente tu yo de toda limitación para que llegue a ser un yo humano. Pero yo digo: libérate cuanto puedas; derriba tus barreras y habrás hecho tu parte, porque no corresponde a cada uno por separado derribar todas; o más explícitamente: lo que es una barrera para uno no lo es para el otro: no te estrelles, entonces, contra las de los demás, basta con que derribes las tuyas. ¿Quién ha tenido jamás la dicha de alejar el menor limite, de alzar el menor obstáculo que fuese una barrera para todos los hombres? ¿Acaso no hay innumerables personas corriendo, hoy como ayer, luchando contra los «límites de la humanidad»? El que derriba una de sus barreras, puede con ello haber mostrado a los demás el camino y el procedimiento que hay que seguir; pero el derribar las barreras de ellos mismos, sigue siendo asunto suyo. Nadie, por otra parte, hace otra cosa. Exhortar a las personas a ser integralmente hombres, viene a ser exigir de ellas que abatan todas las barreras humanas. Pues eso es imposible, porque el Hombre no tiene barreras ni límites; yo las tengo es cierto, pero ésas, las mías, me conciernen, y ellas sólo pueden ser derribadas por mí. Yo no puedo ser un yo humano, porque soy yo, y no puramente hombre. ¡Pero examinemos una vez más si en lo que nos enseña la crítica no podemos descubrir nada con lo que podamos acordar! Yo no soy libre en tanto que no me despojo de todo interés, y yo no soy hombre en tanto que no soy desinteresado. Sea; pero me importa, en suma, bastante poco, ser hombre y ser libre, pero me importa mucho no dejar escapar, sin aprovecharla, una ocasión de afirmarme y de hacerme valer. De esas ocasiones, el crítico me suministra una al enseñarme que, cuando alguna idea se instala en mí y se hace indesarraigable, yo me convierto en su prisionero y el servidor de esa cosa, o, dicho de otro modo, su poseído. Todo interés, por lo que sea, hace de mí, cuando no sé desprenderme de él, su esclavo, y no es ya mi propiedad; yo soy la suya.[83] La crítica nos invita a ello; no dejemos anclarse, hacerse estable, ninguna parte de nuestra propiedad y estaremos bien cuando las hayamos disuelto. Si la crítica dice: «¡Tú no eres hombre si no criticas, analizas y disuelves sin reposo ni tregua!» Nosotros decimos: yo soy hombre sin eso, y, lo que es más, soy «yo». Así, no quiero tomarme otro cuidado que el de asegurarme mi propiedad; y para asegurármela bien, la doblego constantemente, suprimo en ella toda pretensión de independencia, y me la apropio antes que tenga el tiempo de cristalizarse y convertirse en «idea fija» o «manía». Y si actúo así, no es porque la «humanidad me convida a obrar así» y me lo impone como un deber, sino porque me decido a ello yo mismo. No me afirmo para derribar todo lo que teóricamente es posible para un hombre derribar. Por ejemplo: mientras no tengo aún diez años no critico lo absurdo de los diez mandamientos; ¿soy por eso menos hombre? ¡Si es justamente al no criticarlos que actúo humanamente! En suma: no tengo vocación y no sigo ninguna, ni siquiera la de ser hombre. ¿Es decir que rehúso los beneficios alcanzados en las diferentes direcciones por los esfuerzos del liberalismo? ¡Oh, no! Evitemos desperdiciar nada de lo que está adquirido. Pero ahora, que gracias al liberalismo se ve al «Hombre» liberado, vuelvo los ojos hacia mi mismo y lo proclamo abiertamente: lo que el hombre se da aires de haber ganado, soy «yo» y sólo yo quien lo he ganado. El hombre es libre cuando el Hombre es para el hombre el ser supremo. Se necesita, pues, para que la obra del liberalismo sea completa y acabada, que todo otro ser supremo sea aniquilado, que la Teología sea destronada por la Antropología, que uno se burle de Dios y de la Providencia, y que el «ateismo se haga universal». La última pérdida que puede tener el egoísmo de la propiedad es que hasta «mi Dios» llegue a no tener ya ningún sentido, porque Dios no existe más que si toma a pecho la salvación del individuo, como éste busca en él su salvación. El liberalismo político abolió la desigualdad del señor y del servidor, e hizo al hombre sin señor, anárquico. El señor, separado del individuo, del egoísta, vino a ser un fantasma: la ley o el Estado. — El liberalismo social, a su vez, suprimió la desigualdad resultante de la posesión, la desigualdad del rico y del pobre, e hizo al hombre sin bienes o sin propiedad. La propiedad retirada al individuo pasó al fantasma: la Sociedad. — En fin, el liberalismo humano o humanitario hace al hombre sin Dios, ateo: el Dios del individuo, «mi Dios», debe, pues, desaparecer. ¿Adonde nos lleva eso? La supresión del poder personal acarrea, necesariamente, la supresión de la servidumbre; la supresión de la propiedad acarrea la supresión de la necesidad, y la supresión del Dios implica la supresión de las preocupaciones, porque, con el señor depuesto, se van los servidores; la propiedad se lleva consigo los cuidados que exigía, y el Dios que vacila y se abate como un árbol viejo, arranca del suelo sus raíces, las preocupaciones. Pero aguardemos el fin: si el señor resucita bajo la forma del Estado, el servidor reaparece: es el ciudadano, el esclavo de la ley, etc. — Los bienes se convierten en propiedad de la Sociedad, y la molestia, el cuidado, renacen llamándose ahora trabajo. — En fin, habiéndose Dios convertido en el Hombre, es una preocupación que se levanta y la aurora de una nueva fe: la fe en la humanidad y la libertad. Al Dios del individuo sucede el Dios de todos «el Hombre»: «¡El grado supremo al que podemos aspirar es al de Hombre!» Pero como ninguno puede realizar completamente la idea de Hombre, el Hombre sigue siendo para el individuo un más allá sublime, un ser supremo inaccesible, un Dios. Además, éste es el «verdadero Dios», porque nos resulta perfectamente adecuado, siendo propiamente «nosotros mismos»; nosotros mismos, pero separado de nosotros y elevado por encima de nosotros. *** Post-scriptum Las observaciones que previas sobre la «libre crítica humana» y las que tendré todavía que hacer en lo sucesivo sobre los escritos de tendencia paralela, han sido anotadas día por día a medida que aparecían los libros a que se refieren; yo, no he hecho aquí más que unir los fragmentos que ya me habían sugerido mis lecturas. Pero la crítica progresa incansablemente, y cada día da nuevos pasos adelante; así, que es necesario hoy, que he escrito la palabra «fin» al término de mi libro, echar una ojeada hacia atrás e intercalar aquí algunas observaciones en forma de post-scriptum. Tengo ante mí el octavo y último cuaderno aparecido de la Revista general de literatura[84] de Bruno Bauer. Nuevamente aparecen los «intereses generales de la Sociedad» por encima de todo. Pero la crítica se ha reflexionado y da a esta «Sociedad» un significado nuevo, por el cual se separa radicalmente del «Estado», con el que había quedado — hasta el presente — más o menos confundida. A éste, celebrado antes bajo el nombre de «Estado libre», se lo ha abandonado considerándolo como radicalmente incapaz de llenar el papel de «Sociedad humana». «En 1842 la crítica se vio momentáneamente obligada a identificar los intereses humanos y los intereses políticos», pero advirtió después que el Estado, aun bajo la forma de «Estado libre», no es la Sociedad humana, o para hablar su lengua que el pueblo no es «el Hombre». La hemos visto acabar con la Teología al probar claramente que Dios sucumbe ante el Hombre; la vemos ahora arrojar por la borda la política, y demostrar que ante el Hombre pueblos y nacionalidades se desvanecen; y hoy, que ha roto con la Iglesia y el Estado declarándolos a los dos inhumanos, no tardaremos en verla asegurando que al lado del Hombre, la «masa», que ella misma llama un «ser espiritual», no tiene valor; y este nuevo divorcio no será para sorprendernos, porque ya podemos entrever los síntomas precursores de esta evolución. ¿Cómo, en efecto, «seres espirituales» de rango inferior podrían sostenerse ante el Espíritu supremo? «El Hombre derriba de su pedestal a los ídolos falsos». Lo que la critica se propone por el momento, es el estudio de la «masa» que planta enfrente del «Hombre» para combatirla en nombre de este último. ¿Cuál es actualmente el objeto de la crítica? — ¡La masa, un ser espiritual! La crítica «aprenderá a conocerla» y descubrirá que está en contradicción con el Hombre; demostrará que la masa es inhumana, y esto no le costará más trabajo que le ha costado demostrar que lo divino y lo nacional, o en otros términos, la Iglesia y el Estado, eran la negación misma de la humanidad. Se define a la masa diciendo que «es el producto más importante y más significativo de la Revolución; es la muchedumbre engañada, a la que las ilusiones de la Ilustración política, y sobre todo de la Ilustración del siglo XVIII, no han conducido más que a un infinito malestar». La Revolución, por sus resultados, ha satisfecho a unos, y dejado a otros descontentos. La parte satisfecha es la clase media (burgueses, filisteos, etc.); la no satisfecha es la masa. Y si es así, ¿no forma el crítico mismo parte de la masa? Pero los no satisfechos tantean todavía en plena oscuridad, y su desagrado se traduce por un «infinito malestar». De esos es de quienes el crítico, no menos descontento, quiere ahora hacerse dueño; todo lo que puede ambicionar y todo lo que puede alcanzar es sacar a ese «ser espiritual», que es la masa, de su mal humor, y elevarla, es decir, guiarlos adecuadamente hacia esos resultados de la Revolución que deben ser superados; puede ponerse a la cabeza de la masa, ser su intérprete por excelencia. Por eso quiere «abolir el abismo que lo separa de la multitud». Se distingue de los que «pretenden elevar a las clases inferiores del pueblo», en que debe apaciguar no solamente los rencores de ellas, sino los de él mismo. Sin embargo, el instinto no lo engaña cuando tiene a la masa por «naturalmente opuesta a la teoría» y cuando prevé que «cuanta más amplitud tome esa teoría, más compacta se hará la masa». Porque el crítico no puede, con su hipótesis del Hombre, ni ilustrar ni satisfacer a la masa. Si enfrente de la burguesía no es ya más que una «capa social inferior», será una masa políticamente sin valor enfrente del Hombre, con mayor razón, no va a ser más que una simple «masa» o un rebaño de no-hombres. El crítico llega a negar toda humanidad; partiendo de la hipótesis de que lo humano es lo verdadero, se vuelve él mismo contra esa hipótesis disputando el carácter de humanidad a todo aquello a lo que entonces se había otorgado. Llega simplemente a probar que lo humano no tiene existencia más que en su cabeza, en tanto que lo inhumano está por todos partes. Lo inhumano es lo real, lo existente por todas partes; esforzándose en demostrar que no es «humano», el crítico no hace mas que formular explícitamente la tautología de que lo inhumano no es humano. ¿Pero que sucederá cuando lo inhumano haya vuelto resueltamente la espalda a sí mismo, y al mismo tiempo abandone al crítico que lo hostiga, dejándolo sólo y sin haberse dejado conmover por sus objeciones? Tú me llamas inhumano, podría decirle, e inhumano soy, en efecto, para ti; pero no lo soy sino porque tú me opones a lo humano; es decir, mientras Yo me deje llevar hipnotizado hacia tu oposición. Yo era despreciable porque buscaba mi «mejor yo mismo» fuera de mi; yo era lo inhumano, porque soñaba con «lo humano»; yo imitaba a los piadosos hambrientos de su «verdadero yo», que quedaban siendo siempre «pobres pecadores»; yo no me concebía sino por contraste con otro; suficiente, yo no era todo en todo, no era único. Pero hoy dejo de mirarme como lo inhumano, dejo de medirme y de dejarme medir con la vara del hombre, dejo de inclinarme ante algo superior a mí, y así, ¡adiós, crítico humano! Yo he sido lo inhumano, pero no he hecho más que pasar por ello, y ya no lo soy; soy el único, soy el egoísta, ese egoísta que te da horror; pero mi egoísmo no es de los que se pueden pesar en la balanza de la humanidad, del desinterés, etc., es el egoísmo del único. Es preciso detenernos aún en otro pasaje del mismo cuaderno: «La crítica no sienta ningún dogma y no quiere conocer nada más que los objetos».[85] La crítica teme ser «dogmática» y edificar dogmas. Naturalmente, porque eso sería pasar a las antípodas de la crítica, al dogmatismo, y como crítico, de bueno hacerse malo, de desinteresado, egoísta, etc. «¡Nada de dogmas!». Ese es su dogma. Porque crítica y dogmática quedan en el mismo terreno, el de los pensamientos. Como el dogmático, el crítico tiene siempre por punto de partida un pensamiento, pero se distingue de su adversario en que no cesa de mantener el pensamiento que le sirve de principio bajo el imperio de un proceso mental que no le permite adquirir ninguna estabilidad. Hace simplemente prevalecer en él el proceso de pensar sobre la fe en el pensar y el progreso en el pensar sobre la inmovilidad en el pensar. A los ojos del crítico, ningún pensamiento está asegurado, porque la crítica es pensamiento o la misma mente que piensa. Por eso, lo repito, el mundo religioso, que es precisamente el mundo de los pensamientos, alcanza su perfección en la crítica, donde el pensar es superior a todo pensamiento, ninguno de los cuales puede fijarse «egoístamente». ¿Qué se haría de la «pureza de la crítica», la pureza del pensar, si un solo pensamiento pudiese escapar al proceso intelectual? Eso nos explica el hecho de que el crítico mismo se deje llevar, de tiempo en tiempo, hasta ridiculizar suavemente las ideas de Hombre y de Humanidad; presiente que esos son pensamientos que se acercan a la cristalización dogmática. Pero no puede destruir un pensamiento en tanto que no ha descubierto un pensamiento superior, en que el primero se resuelve. Ese pensamiento superior podría llamarse el del movimiento del espíritu o del proceso intelectual, es decir, el pensamiento del pensar o de la crítica. La libertad de pensar ha venido, de hecho, a ser así completa; es el triunfo de la libertad espiritual, porque los pensamientos individuales, «egoístas», pierden su carácter dogmático de imperativo. Uno solo lo conserva: el dogma del pensar libre o de la crítica. Contra todo lo que pertenece al mundo del pensamiento, la crítica tiene el derecho, es decir, la fuerza. La crítica «está a la altura de nuestra época». Desde el punto de vista del pensamiento, no hay ningún poder capaz de superar al suyo, y da gusto ver con qué facilidad devora ese dragón, como jugando, todo otro pensamiento. Todas las serpientes se «enroscan», pero la crítica las aplasta a todas en sus «vueltas». Yo no soy un antagonista de la crítica, o en otros términos, no soy un dogmático, y no me siento herido por los dientes de la crítica que desgarran todo dogmatismo. Si fuese un dogmático, sentaría en primera línea un dogma, es decir, un pensamiento, una idea, un principio, y completaría ese dogma haciéndome «sistemático» y constituyendo un sistema, es decir, un edificio de pensamientos. Recíprocamente, si yo fuese un crítico y el enemigo de lo dogmático, dirigiría el combate del pensar libre contra el pensamiento que encadena, y defendería al pensar contra lo que ya fue pensado. Pero no soy el campeón ni del pensar ni de un pensamiento, porque mi punto de partida soy Yo, que no soy un pensamiento ni tampoco me confundo con el acto de pensar. Contra Mí, el innombrable, se estrella el reino de los pensamientos, del pensar y del espíritu. La crítica es la lucha del poseído contra la posesión como tal, contra toda posesión: nace de la conciencia de que por todas partes reina la posesión, o como la llama el crítico, la actitud religiosa o teológica. El sabe que no sólo para con Dios uno se conduce religiosamente y obra como creyente; sabe que se puede ser igualmente creyente y religioso frente a otras ideas, tales como Derecho, Estado, Ley, etc.; o de otro modo, reconoce que la posesión está por todas partes y reviste todas las formas. El recurre al pensar contra los pensamientos; pero yo digo que sólo el no pensar me salva de los pensamientos. No es el pensar el que puede librarme de la posesión, sino mi ausencia de pensamiento, o Yo, el impensable e inaprehensible. Un encogimiento de hombros me presta los mismos servicios que la más laboriosa meditación; estirar mis miembros disipa la angustia de los pensamientos; un salto, un brinco derriba los Alpes del mundo religioso que pesa sobre mi pecho; un hurra de alegría echa por tierra fardos bajo los que uno se encorvaba desde hacía años. Pero el significado formidable de un grito de alegría sin pensamiento no podría ser comprendido durante la larga noche del pensar y de la creencia. «¡Qué torpeza y qué frivolidad querer resolver los más difíciles problemas y los más vastos deberes simplemente esquivándolos!» ¿Pero tienes deberes, si tú no te los impones? En tanto que tú te los impones, no puedes soltarlos, y yo no niego que pienses y que, pensando, crees millares de pensamientos. Pero tú, que te has impuesto esos deberes, ¿no puedes derribarlos nunca? ¿Debes quedar sujeto a ellos y deben convertirse en deberes absolutos? Para citar un ejemplo: se ha hecho un cargo al Gobierno por recurrir a la fuerza contra el pensamiento, por asestar los golpes de la censura contra la prensa y por transformar batallas literarias en combates personales. ¡Cómo si no se tratase más que de pensamientos y como si frente a éstos no se debiese oponer más que desinterés, abnegación y sacrificios! ¿No atacan esos pensamientos a los gobernantes mismos y no provocan una réplica del egoísmo? Y los que piensan, ¿no emiten esa pretensión religiosa de ver honrar el poder del pensamiento, de las ideas? Aquellos, a quienes se dirigen deben sucumbir buenamente y sin resistencia, porque el divino poder del pensamiento, la Minerva, combate al lado de sus adversarios. Ese sería ya el acto de un poseído, un sacrificio religioso. Los gobernantes están, en verdad, ellos mismos llenos de prevenciones religiosas y guiados por el poder de una idea o de una creencia; pero son al mismo tiempo egoístas inconfesos, y sobre todo, cuando se está enfrente del enemigo es cuando estalla el egoísmo latente: son poseídos en cuanto a su fe, pero cuando se trata de la fe de sus adversarios, no son ya poseídos y vuelven a ser egoístas. Si se les quiere hacer un reproche, no puede ser más que el reproche opuesto, el de estar poseídos por sus ideas. Ninguna fuerza egoísta, ningún poder de policía ni nada semejante, debe entrar en juego contra los pensamientos. Eso es lo que creen los devotos del pensamiento. Pero el pensar y los pensamientos no son sagrados para mí; y defiendo mi «pellejo» contra ellos como contra cualquier otra cosa. Puede ser que esta lucha no sea razonable; pero sí la razón fuera para mí un deber, el más querido, yo, nuevo Abraham, debería sacrificarla. En el reino del pensamiento que, como el de la fe, es el reino celestial, está equivocado el que recurre a la fuerza sin pensamiento, como no tiene razón el que en el reino del amor obra sin amor y el que siendo cristiano, y perteneciendo por ello al reino del amor, no obra como cristiano. En estos reinos, el que cree que pertenece a ellos aunque viole sus reglas, es un «pecador», o un «egoísta». Pero sólo volviéndose un criminal en estos reinos es que puede uno deshacerse de su poder. Resulta, además, que en su lucha contra el Gobierno, los que piensan tienen a favor de ellos el derecho, o, dicho de otro modo, la fuerza, en tanto que no combaten más que los pensamientos del Gobierno (este último se queda cortado y no encuentra, en términos literarios[86], nada qué valga para responderles); pero al mismo tiempo, no tienen razón o, en otros términos, son impotentes, cuando no tienen mas que pensamientos para oponer a un poder personal (el poder egoísta cierra las bocas de los pensadores). No es la lucha teórica la que puede obtener una victoria decisiva, y el poder sagrado del pensamiento sucumbe bajo los golpes del egoísmo. Sólo el combate egoísta, de egoístas en ambos lados, puede zanjar una diferencia y poner una cuestión en claro. Pero esto último es reducir el pensar mismo a no ser más que asunto de capricho egoísta, a una causa de únicos, ni más ni menos que a un simple pasatiempo o que a un amorío; es quitarle su dignidad de «último y supremo árbitro», y esta depreciación, esta profanación del pensar, esta igualación del yo que piensa y del yo que no piensa; esta grosera pero real «igualdad», a la crítica no le es posible instaurarla, porque no es más que la sacerdotisa del pensar y más allá del pensar no ve más que el diluvio. La crítica sostiene, por ejemplo, que la libre crítica debe superar al Estado; pero se defiende contra el reproche que le hace el gobierno del Estado de «provocar a la indisciplina y a la licencia»; piensa, entonces, que será ella la que triunfe y no la «indisciplina y la licencia». Y es más bien lo contrario: sólo por la audacia, enemiga de toda regla y de toda disciplina, puede el Estado ser vencido. Concluyamos. Hemos dicho bastante para que aparezca evidente que la nueva evolución que ha sufrido el crítico no fue una verdadera transformación de sí mismo; y que no ha hecho más que «rectificar algunos principios aventurados» y «poner un objeto en su punto»; y va demasiado lejos cuando afirma que «la crítica se critica a sí misma»: ella, o más bien él, no critica más que los «errores» de la crítica, y se limita a purgarla de sus «inconsecuencias». Si quería criticar a la crítica, debió empezar por examinar si hay realmente alguna cosa en sus presupuestos. Yo también parto de una hipótesis, puesto que «me» supongo; pero mi hipótesis no tiende a perfeccionarse como «el Hombre tiende a su perfección», no me sirve más que para gozar de ella y consumirla. Yo no me nutro precisamente más que de esta sola hipótesis y no soy sino en tanto me nutro de ella. Así que esa hipótesis no es, en realidad, propiamente un presupuesto; siendo el único, no sé nada de la dualidad de un yo postulante y de un yo postulado (de un yo «imperfecto» y de un yo «perfecto» u Hombre). Yo no me supongo, porque a cada instante me pongo o me creo; no soy sino porque soy puesto y no supuesto, y una vez más, no soy puesto sino en el momento en que me pongo; es decir, que soy a la vez el creador y la creación. Si los presupuestos que han valido hasta el presente deben desorganizarse y desaparecer, no deben resolverse simplemente en una hipótesis superior, tal como el pensamiento, o el pensar mismo: la crítica. Su destrucción debe serme provechosa; de otro modo, la solución nueva que nazca de su muerte entraría en la cadena innumerable de todas las que hasta el presente no han hecho más que declarar falsas las antiguas verdades, desplomando hipótesis aceptadas, sólo para edificar sobre sus ruinas el trono de un extraño, de un intruso: Hombre, Dios, Estado, Moral, etc. * Segunda parte: Yo En la aurora de los tiempos nuevos se levanta el Hombre-Dios. A su declinar, ¿se habrá desvanecido únicamente Dios, y puede morir verdaderamente el Hombre-Dios, si únicamente Dios se muere en El? No se ha planteado esta cuestión; y cuando en nuestros días se llevó a cabo victoriosamente la obra de la Ilustración y se venció a Dios se creyó haberlo hecho todo; no se notó que el Hombre no ha matado a Dios más que para convertirse, a su vez, en «el único Dios que reina en los cielos». El «más allá» exterior es barrido, y la obra colosal de la filosofía está cumplida, pero el «más allá» interior se ha convertido en un nuevo cielo, y nos incita a nuevos asaltos: Dios ha tenido que dejar su lugar, pero no a nosotros, sino al Hombre. ¿Cómo pueden creer que el «Hombre-Dios» haya muerto mientras que en él, aparte de Dios, no haya muerto el Hombre también? ** I. La propiedad «¿No aspira el Espíritu a la Libertad?» — ¡No sólo mi Espíritu, toda mi carne arde sin cesar en el mismo deseo! Cuando ante el olor de la cocina del palacio mi nariz habla a mi paladar de los platos sabrosos que allí se preparan, encuentro mi pan seco horriblemente amargo; cuando mis ojos le muestran a mi sufrida espalda los blandos almohadones sobre los que le sería mucho más dulce extenderse que sobre paja pisoteada, el despecho y la rabia se apoderan de mí; cuando... ¿pero a qué evocar más dolores? ¿Y es eso lo que llamas tu ardiente sed de libertad? ¿De qué quieres, entonces, ser librado? ¿Del pan seco y del lecho de paja? Pues bien, ¡échalos al fuego! Pero no por eso estarás más adelantado; lo que quieres es más bien la libertad de gozar de una buena cama y de un buen lecho. ¿Te lo permitirán los hombres? ¿Te darán esa libertad? No esperes eso del amor de los hombres, porque sabes que piensan todos como Tú: ¡cada uno es para sí mismo el prójimo! ¿Cómo harás para disfrutar de esos platos, de esas almohadas que envidias? ¡No hay otra solución que convertirlos en tu propiedad! Cuando se piensa bien en ello, lo que se quiere no es la libertad de tener todas esas cosas bellas, pues por esta misma libertad no las posees aún. Tú quieres tener esas cosas realmente, quieres llamarlas Tuyas y poseerlas como Tu propiedad. ¿De qué te sirve una libertad que no te da nada? Por otra parte, si te hubiese librado de todo, no tendrías ya nada, porque por esencia está vacía de todo contenido. No es más que un vano permiso para quien no sabe servirse de ella; y si yo me sirvo de ella, la manera en que la uso no depende más que de mí, de mi individualidad. No encuentro nada que desaprobar en la libertad, pero yo te deseo más que libertad. No deberías carecer sencillamente de lo que no quieres, también deberías tener lo que quieres. No te basta ser libre, debes ser más, debes ser propietario. ¿Quieres ser libre? ¿Y de qué? ¿De qué no puede liberarse uno? Puede sacudirse el yugo de la servidumbre, del poder soberano, de la aristocracia y de los príncipes; se puede sacudir la dominación de los apetitos y de las pasiones y hasta el imperio de la voluntad propia y personal; la abnegación total; la completa renuncia no es más que libertad, libertad para con uno mismo, su arbitrio y sus determinaciones. Son nuestros esfuerzos hacia la libertad, como hacia algo absoluto, de un valor infinito, los que nos despojaron de la individualidad creando la abnegación. Cuanto más libre soy, más se eleva la compulsión como una torre ante mis ojos, y más impotente me siento. El salvaje, en su sencillez, no conoce aún nada de las barreras que asfixian al civilizado; le parece que es más libre que este último. Cuanta más libertad adquiero, más nuevos límites y nuevos deberes me creo. ¿He inventado los ferrocarriles?, inmediatamente me siento débil, porque no puedo aún hendir los aires como el pájaro; ¿he resuelto un problema cuya oscuridad angustiaba mi espíritu?, ya surgen otras mil cuestiones, mil enigmas nuevos embarazan mis pasos, desconciertan mis miradas y me hacen sentir con mayor dolor los límites de Mi libertad. Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.[87] Los republicanos, con su amplia libertad, ¿no son esclavos de la ley? ¡Con qué avidez los corazones verdaderamente cristianos desearon en todo tiempo ser libres, y cuánto tardaba para ellos el verse librados de los lazos de esta vida terrenal! Ellos buscaban con los ojos la tierra prometida de la libertad. Más la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre.[88] Ser libre de alguna cosa, significa simplemente carecer o estar exento de ella. «Se ha librado de su dolor de cabeza» es igual a «está exento, no tiene ya dolor en la cabeza»; «está libre de preocupaciones», igual a «no las tiene» o se «ha desembarazado de ellas». La libertad que entrevio y saludó al cristianismo, la completamos por la negación que expresa el sin, el in negativo; sin pecado, inocente; sin Dios, impío; sin costumbres, inmoral. La libertad es la doctrina del cristianismo: «Son, queridos hermanos, llamados a la libertad»[89]; «Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad».[90] ¿Debemos rechazar la libertad porque se revela como un ideal cristiano? No; se trata de no perder nada y tampoco la libertad. De lo que se trata es de hacérnosla propia, lo que es imposible bajo su forma de libertad. ¡Qué diferencia entre la libertad y la propiedad! Se puede carecer de muchas cosas, pero no se puede estar sin nada; se puede estar libre de muchas cosas, pero no libre de todo. El esclavo mismo puede ser interiormente libre, pero sólo con respecto a ciertas cosas, y no a todas; como esclavo no es libre frente al látigo, los caprichos imperiosos del amo, etcétera. ¡La libertad no existe más que en el reino de los sueños! La individualidad, es decir, mi propiedad, es en cambio, toda mi existencia y mi esencia, es Yo mismo. Yo soy libre de lo que carezco, soy propietario de lo que está en mi poder o de aquello que puedo. Yo soy en todo tiempo y en todas circunstancias Mío desde el momento en que entiendo ser Mío y no me prostituyo a otro. Yo no puedo querer verdaderamente la Libertad, pues no puedo realizarla, crearla; todo lo que puedo hacer es desearla y soñar con ella, pero sigue siendo un ideal, un fantasma. Las cadenas de la realidad infligen a cada instante a mi carne las más crueles heridas, pero yo sigo siendo Mi bien propio. Entregado en servidumbre a un dueño, no pongo mis miras más que en Mí y en mis ventajas; sus golpes, en verdad, me alcanzan, no estoy libre de ellos pero, ya sea que quiera engañarlo con una fingida sumisión o porque tema atraerme algo peor con mi resistencia, sólo los soporto por mi propio interés. Pero como no tengo la mira más que en Mí y en mi interés personal, aprovecharé la primera ocasión que se presente y aplastaré a mi dueño. Y entonces seré libre de él y de su látigo, lo que no será más que la consecuencia de mi egoísmo anterior. Se me dirá que, aun esclavo, yo era libre, que yo poseía la libertad en sí misma e interiormente. Pero ser libre en sí no es ser realmente libre, y el interior no es el exterior. Lo que yo era, lo que era mío, mío propio, lo era totalmente, tanto exterior como interiormente. Bajo la dominación de un amo cruel, mi cuerpo no es libre de la tortura y de los latigazos; pero son mis huesos los que gimen en el tormento, son mis fibras las que se estremecen bajo los golpes, y Yo gimo porque mi cuerpo gime. Si suspiro y si tiemblo, es porque soy todavía mío, porque soy siempre mi propiedad. Mi pierna no es libre bajo el palo del amo, pero sigue siendo mi pierna y no se me puede arrancar. ¡Que me la arranque, y diga si tiene aún mi pierna! No tendrá ya en la mano más que el cadáver de mi pierna, y ese cadáver no es mi pierna más que un perro muerto es un perro: un perro tiene un corazón que late, y lo que se llama un perro muerto no lo tiene ya y no es ya un perro. Decir que un esclavo puede ser, a pesar de todo, interiormente libre, es, en realidad, emitir la más vulgar y la más trivial de las banalidades. ¿A quién podría, en efecto, ocurrírsele sostener que un hombre puede carecer de toda libertad? Aunque yo sea el más rastrero de los lacayos, ¿no estaré, sin embargo, libre de una infinidad de cosas? ¿De la fe en Zeus, por ejemplo, o de la sed de fama, etc.? ¿Y por qué, pues, un esclavo azotado no podría estar también interiormente libre de todo pensamiento poco cristiano, de todo odio para sus enemigos, etc.? Es, en ese caso, cristianamente libre, puro de todo lo que no es cristiano; pero ¿es absolutamente libre, está liberado de todo, de la ilusión cristiana, del dolor corporal, etc.? Puede parecer, a primera vista, que todo esto ataca más al nombre que a la cosa. Pero ¿es el nombre una cosa tan indiferente, y no es siempre por una palabra, un equívoco por lo que los hombres han sido inspirados y engañados? Existe, por otra parte, entre la libertad y la propiedad (o la individualidad) una sima más profunda que una simple diferencia de palabras. Todo el mundo tiende hacia la libertad; todos llaman su reinado a voz en cuello. ¿Quién no ha sido mecido por ti, oh, sueño encantador de un «reinado de la libertad», de una radiante «humanidad libre?» ¿Así, pues, los hombres serán libres, exentos de toda constricción? ¿Verdaderamente de toda constricción? ¿No podrán constreñirse ellos mismos? — ¡Ah, sí, perfectamente; pero eso no es una constricción! De lo que serán librados es de la fe religiosa, de los rigurosos deberes de la moralidad, de la severidad de la ley, de... ¡Eso es un tremendo absurdo! ¿Pero de qué, pues, se debe y de qué no se debe ser libre? El hermoso ensueño vuela; despierto, se frota uno los ojos y mira fijamente al prosaico preguntón. «¿De qué deben los hombres ser libres?» ¡De la credulidad ciega!, dice uno...— ¡Eh, exclama otro, toda fe es ciega! De la fe debe ser librado. —No, no, por el amor de Dios, replica el primero; no rechacen lejos suyo toda creencia, pero pongan un límite al poder de la brutalidad. —un tercero toma la palabra: Debemos, dice, fundar la República y liberarnos de todos los señores. —No estaremos más adelantados, responde un cuarto; no llegaremos más que a darnos un nuevo señor, una «mayoría reinante», desembaracémonos antes de esta intolerable desigualdad...— ¡Oh, desgraciada igualdad, de nuevo oigo tus groseros clamores! ¡Qué bello ensueño tenia yo hace poco de una libertad paradisíaca, y qué impudicia, qué licencia desenfrenada turba ahora mi Edén con sus salvajes aullidos! Así exclama el primero de nuestros interlocutores; se levanta y blande su sable contra esa «libertad sin medida». Bien pronto no oiremos más que el chocar de las espadas; rivales de todos esos amantes de la libertad. En todo tiempo, las luchas por la libertad no han tenido por objetivo más que la conquista de una libertad determinada, como por ejemplo, la libertad religiosa; el hombre religioso quería ser libre e independiente. ¿De qué? ¿De la fe? En modo alguno, sino de los inquisidores de la fe. Lo mismo ocurre hoy con la libertad política o civil. El ciudadano quiere ser liberado, no de su ciudadanía, sino de la opresión de los arrendadores y tratantes, de la arbitrariedad real, etc. El conde de Provenza emigró de Francia precisamente en el momento en que esa misma Francia intentaba inaugurar el reinado de la libertad, y he aquí sus palabras: Mi cautiverio se me había hecho insoportable; no tenía más que una pasión: conquistar la libertad; no pensaba más que en ella. El impulso hacía una libertad determinada implica siempre la perspectiva de una nueva dominación; la Revolución podía, sí, inspirar a sus defensores el sublime orgullo de combatir por la libertad, pero no tenía en sus miras más que cierta libertad; así resultó una dominación nueva: la de la ley. ¡Libertad quieren todos; quieran, entonces, la libertad! ¿Por qué regatear por un poco más o menos? La libertad no puede ser más que la libertad toda entera; un poco de libertad no es la libertad. ¿No esperan que sea posible alcanzar la libertad total, la libertad frente a todo? ¿Incluso piensan que es locura desearla? Dejen, pues, de perseguir un fantasma y dirijan sus esfuerzos hacia un fin mejor que lo inaccesible. ¡No, nada es mejor que la libertad! ¿Qué tendrán, pues, cuando tengan la libertad? (bien entendido que hablo aquí de la libertad perfecta y no de sus migajas de libertad). Estarán desembarazados de todo, absolutamente de todo lo que les molesta, y nada en la vida podrá ya molestarlos e importunarlos. ¿Y por el interés de quién quieren ser librados de esas molestias? Por su propio interés, porque contrarrestan sus deseos. Pero supongan que alguna cosa no les resulte penosa, sino, por el contrario, agradable; por ejemplo, las miradas, muy dulces sin duda, pero irresistiblemente imperiosas, de sus amadas: ¿quieren también ser liberados de ellas? No; y en este caso renunciarán sin pena a la libertad. ¿Por qué? De nuevo por el amor de ustedes mismos. Así, pues, hacen de ustedes mismos la medida y el juez de todo. Con gusto dejan de lado la libertad, cuando, para ustedes, la no libertad de la dulce servidumbre del amor tiene más encantos, y la tomarán de nuevo, ocasionalmente, cuando les vuelva a resultar conveniente, suponiendo, lo que no hay que examinar aquí, que otros motivos (por ejemplo, religiosos) no los aparten de ella. ¿Por qué, entonces, no tener un arranque de valor y hacer de ustedes realmente el centro y el principio? ¿Por qué embobarse con la libertad, ese mero ensueño? ¿Son ustedes su propia ilusión? No tomen el consejo de sus sueños, de sus imaginaciones o de sus pensamientos, porque todo eso no es más que vana teoría. Interróguense y hagan caso de ustedes mismos, eso es ser práctico, y no les desagrada ser prácticos. Pero alguno se pregunta lo que dirá su Dios (naturalmente su Dios es lo que él designe con ese nombre); otro se pregunta lo que dirán su sentido moral, su conciencia, su sentimiento del deber; un tercero se inquieta por lo que la gente va a pensar, y cuando cada uno ha interrogado a su oráculo (la gente es un oráculo tan seguro y aún más comprensible que el de arriba: vox populi, vox Dei), todos obedecen a la voluntad de su Señor, y ya no escuchan poco ni mucho lo que ellos mismo hubieran podido decir y decidir. ¡Busquen, pues, en ustedes mismos, antes que a sus dioses o sus ídolos: descubran en ustedes mismos lo que está oculto, tráiganlo a la luz y revélense! Como cada uno procede conforme a sí mismo, y no se inquieta por nada más, los cristianos se han imaginado que a Dios no le podría suceder de otro modo. Él actúa como le place. Y el hombre insensato, que podría hacer lo mismo, ha de guardarse bien de ello y debe obrar como le place a Dios. — ¿Dicen que Dios se conduce según leyes eternas? Lo mismo pueden decirlo de Mí, pues Yo tampoco puedo salir de mi piel, sino que mi ley está escrita en toda mi naturaleza, es decir, en Mí. Pero basta dirigirse a ustedes llamándolos a Ustedes mismos para que se sumerjan en la incertidumbre. ¿Qué soy?, se pregunta cada uno de ustedes. ¡Un abismo en que hierven, sin regla y sin ley, los instintos, los apetitos, los deseos, las pasiones; un caos sin claridad y sin estrella! Si no tengo consideraciones ni para los mandamientos de Dios, ni para los deberes que me prescribe la moral, ni para la voz de la razón que, en el curso de la historia y tras duras experiencias, ha erigido en ley lo mejor y lo más sabio, si no me escucho únicamente más que a Mí, ¿cómo podré dar una respuesta juiciosa? ¡Mis pasiones me aconsejarán precisamente las mayores locuras! — Así, cada uno de ustedes se considera a sí mismo como el diablo. Pues de considerarse simplemente como un animal (en la medida que la religión, etc., no le preocupan nada), observaría muy fácilmente que la bestia, a pesar de no tener otro consejero que su instinto, no corre derecha al absurdo, y marcha muy sosegadamente. Pero la costumbre de pensar religiosamente nos ha falseado tanto el espíritu, que nos espantamos ante Nosotros mismos en nuestra desnudez, nuestra naturalidad. Hasta tal punto nos ha degradado la religión, que nos imaginamos manchados por el pecado original, nos consideramos demonios vivientes. Como es natural, inmediatamente pensarán que su deber exige la práctica del Bien, de la Moral, de la Justicia. Y si únicamente se interrogan ustedes mismos sobre lo que tienen que hacer, ¿cómo podría resonar en ustedes la buena voz, la voz que indica el camino del Bien, de lo Justo, de lo Verdadero, etc.? ¿Cómo pueden hablarse Dios y Belial? ¿Qué pensarían si alguien les respondiese que Dios, la conciencia, el deber, la ley, etc., son mentiras con las que se les ha llenado la cabeza y el corazón hasta embrutecerlos? ¿Y si alguien les preguntara cómo saben a ciencia cierta, que la voz de la naturaleza es una voz tentadora? ¿Y si los instigase a trastocar los papeles y a tener francamente a la obra del diablo por la voz de Dios y de la conciencia? Hay hombres tan malos como para eso; ¿cómo hacerlos callar? No podrán recurrir a sus sacerdotes, a sus abuelos y a las personas honradas, porque es a ellos a quienes justamente señalan como seductores: son ellos, dicen, los que verdaderamente han manchado y corrompido a la juventud, sembrando a manos llenas la cizaña del desprecio de uno mismo y del respeto a los dioses; son ellos los que han encenagado los corazones jóvenes y embrutecido los jóvenes cerebros. Pero van más lejos y les preguntan: ¿Por amor a quién se preocupan de Dios y de los mandamientos? Saben bien que no obran por pura complacencia para con Dios; ¿por amor a quién se toman, entonces, tantos cuidados? De nuevo, por amor a ustedes mismos. Aquí, ustedes son todavía lo principal, y cada cual debe decirse: Yo soy para Mí todo, y todo lo que Yo hago, lo hago por causa propia. Si les ocurriese, aunque sólo fuera una vez, ver claramente que el Dios, la ley, etc., no hacen más que perjudicarlos, que los empequeñecen y corrompen, por cierto que los rechazarían lejos de ustedes, como los cristianos derribaron en otro tiempo las imágenes de Apolo y de Minerva y de la moral pagana. Es verdad que erigieron en su lugar a Cristo, y más tarde a María, así como una moral cristiana, pero no lo hicieron sino por la salvación de su alma, es decir, por egoísmo o individualismo. Y fue este mismo egoísmo, este individualismo el que los desembarazó y los liberó del antiguo mundo de los dioses. La individualidad engendró una nueva libertad, porque la individualidad es la creadora universal; y desde largo tiempo se considera a una de sus formas, el genio (que siempre es singularidad u originalidad) como el creador de todas las principales obras en la historia del mundo. ¡Si la libertad es el objeto de sus esfuerzos, deben satisfacer sus exigencias! ¿Quién, entonces, puede ser libre? ¡Tú, Yo, Nosotros! ¿Libres de qué? ¡De todo lo que no sea Tú, Yo, Nosotros! Yo soy el núcleo, yo soy la almendra que debe ser liberada de todas sus cubiertas, de todas las cáscaras que la encierran. ¿Y qué quedará cuando Yo sea liberado de todo lo que no sea Yo? ¡Yo, siempre y nada más que Yo! Pero la libertad no tiene nada que ver con ese Yo; ¿qué vendré a ser Yo una vez libre? Sobre este punto la libertad permanece muda; ella es como nuestras leyes penales, que al cumplimiento de su pena abren al prisionero la puerta de la prisión, y le dicen: ¡Márchate! Siendo esto así, ¿por qué, si sólo busco la libertad en Mi propio interés, por qué no me convierto a Mí en el principio, el medio y el fin? ¿No valgo más Yo que la libertad? ¿No soy Yo quien me hago libre, y no soy Yo, pues, lo primero? Aun esclavo, aun cubierto de mis cadenas, Yo existo; Yo no soy, como la libertad, algo futuro que se espera, soy actual. Piensen bien en ello, y decidan si inscribir en nuestra bandera la libertad, ese ensueño; o el egoísmo, el individualismo, esa resolución. La libertad despierta el odio contra todo lo que no sea Ustedes; el egoísmo los llama al goce de si mismos, a la alegría de ser; la libertad es y sigue siendo una aspiración, una elegía romántica, una esperanza cristiana del porvenir y del más allá; la individualidad es una realidad que por sí misma suprime toda traba a la libertad, por lo mismo que los molesta y les cierra el camino. No tienen que ser liberados de lo que no les hace ningún mal, y si alguna cosa comienza a molestarlos, sepan que es a Ustedes a quienes deben obedecer, antes que a los hombres. La libertad les dice que se hagan libres, que se aligeren de todo lo que les pese; pero no les enseña lo que son Ustedes mismos. ¡Libérense, libérense! Y tras ese grito se sacrifican, se liberan a Ustedes mismos oprimiéndose. La individualidad los llama, les grita: ¡Vuelvan en Si! Bajo la égida de la libertad les faltarán muchas cosas, pero vean que algo los oprime de nuevo: Liberados del mal, el mal ha quedado. Como individuos, son realmente libres de todo; lo que les queda inherente, lo habrán aceptado por plena elección y con pleno agrado. El individuo es radicalmente libre, libre de nacimiento; el libre, por el contrario, sólo anhela la libertad, es un soñador y un iluso. El primero es originalmente libre, porque no reconoce más que a sí mismo; no tiene que empezar por liberarse, porque a priori rechaza todo fuera de él, porque no aprecia nada más que a sí mismo, no admite nada por encima de él; en suma, porque parte de sí mismo y llega a sí mismo. Desde la infancia, contenido por el respeto, lucha ya por liberarse de esa constricción. La individualidad se pone en acción en el pequeño egoísta y le procura lo que desea: la libertad. Siglos de cultura han oscurecido a sus ojos lo que ustedes son y les han hecho creer que no son egoístas, que su vocación es ser idealistas, buenas personas. ¡Sacudan todo eso! No busquen en la abnegación una libertad que los despoja de Ustedes mismos, sino búsquense a sí mismos, háganse egoístas y que cada uno de Ustedes se convierta en un Yo Omnipotente. Más claramente: conózcanse a Ustedes mismos, no reconozcan más que lo que son realmente y abandonen sus esfuerzos hipócritas, esa manía insensata de ser otra cosa que lo que son. Llamo a sus esfuerzos hipocresía porque durante siglos han sido egoístas dormidos, que se engañan a sí mismos, y cuya demencia los hace heautontimorumenos[91] y sus propios verdugos. Jamás una religión ha podido subsistir sin promesas pagaderas en este mundo o en el otro (vivir largamente, etc.) porque el hombre exige un salario y no hace nada pro Deo. Sin embargo, se hace el bien por el amor del bien, sin esperar ninguna recompensa. ¡Como si la recompensa no estuviese contenida en la satisfacción misma que procura una buena acción! La religión misma está fundada sobre nuestro egoísmo y lo explota; basada sobre nuestros apetitos, ahoga a unos para satisfacer a los otros. Ella nos ofrece el espectáculo del egoísta engañado, el egoísta que no se satisface, pero que satisface uno de sus apetitos, por ejemplo, la sed de felicidad. La religión me promete el Bien Supremo y para ganarlo dejo de oír mis demás deseos y no los satisfago. Todos sus actos, todos sus esfuerzos, son egoísmo inconfesado, secreto, oculto, disimulado. Pero ese egoísmo que no quieren aceptar y que se callan a ustedes mismos, no se ostenta ni se pregona, y permanece inconsciente, no es egoísmo sino servidumbre, adhesión, abnegación. Son egoístas y no lo son, porque reniegan del egoísmo. ¡Y precisamente Ustedes que entregaron la palabra egoísta a la execración y al desprecio; Ustedes a quienes ese término se aplica tan bien! Yo aseguro Mi libertad contra el mundo, en la medida en que me apropio de él, cualquiera que sea, por otra parte, el medio que emplee para conquistarlo y hacerlo mío: persuasión, ruego, orden, categoría o aun hipocresía, engaño, etc. Los medios que utilizo no los dirijo más que a lo que Yo soy. Si soy débil, no dispondré más que de medios débiles, tales como los que he citado y que bastan, sin embargo, para hacerse superior a cierta parte del mundo. Así, el dolor, la duplicidad y la mentira, parecen peores de lo que son. ¿Quién rehusaría engañar a su opresor y sortear la ley? ¿Quién, cuando se encuentra con los guardias no tomaría rápidamente un aire de inocente lealtad para ocultar alguna ilegalidad que acaba de cometer, etc.? Quien no lo hace por escrúpulos y se deja violentar es un cobarde, Yo siento ya que mi libertad está rebajada cuando no puedo imponer mi voluntad a otro (ya carezca de voluntad, como una roca o ya la tenga, como un Gobierno, un individuo, etc.); pero es renegar de mi individualidad el abandonarme Yo mismo a otro, ceder, doblegarme, renunciar por sumisión y resignación. Abandonar una manera de proceder que no conduce al objetivo o dejar un mal camino es una cosa muy distinta que someterse. Yo rodeo una roca que cierra mi camino en tanto no tengo suficiente pólvora como para hacerla saltar. Yo sorteo las leyes de mi país, en tanto que no tengo fuerza para destruirlas. Si no puedo atrapar la luna, ¿debe por eso convertirse en sagrada, ser para mí una Astarté? ¡Si yo pudiera tan sólo asirte, ciertamente no vacilaría, y si hallase un medio de llegar hasta ti, no me darías miedo! ¡Eres lo inaccesible!, pero no seguirás siéndolo sino hasta el día en que Yo haya conquistado el poder necesario para alcanzarte, y ese día tú serás Mía: Yo no me inclino ante ti; ¡aguarda que haya llegado mi hora! Así es como siempre han actuado los hombres fuertes. Los sometidos ponían bien alto el poder de su señor y, prosternados, exigían que todos lo adorasen; venía uno de esos hijos de la naturaleza que rehusaba humillarse, y expulsaba al poder adorado de su inaccesible Olimpo. El gritaba al sol: ¡Detente!, y hacía girar a la Tierra; los sometidos tenían que resignarse a ello; daba con su hacha en el tronco de las encinas sagradas, y los sometidos se asombraban de no verlo devorado por el fuego celeste; derribaba al Papa de la Sede de San Pedro, y los sometidos no sabían impedírselo; arrasa hoy el albergue de la gracia de Dios, y los sometidos graznan, pero acabarán por callarse, impotentes. Mi libertad no llega a ser completa más que cuando es mí poder; únicamente por él, dejo de ser meramente libre para hacerme individuo y poseedor. ¿Por qué la libertad de los pueblos es palabra vana? ¡Porque no tienen poder! El soplo de un Yo vivo basta para derribar pueblos, ya sea un soplo de un Nerón, de un emperador de la China o de un pobre escritor. ¿Por qué languidecen inútilmente las Cámaras a...[92] soñando con la libertad y se hacen llamar al orden por los ministros? Porque no son poderosas. La fuerza es, en muchos casos, una bella cosa útil, pues se llega más lejos con una mano potente que con un saco lleno de derecho. ¿Aspiran a la libertad? ¡Locos! Tengan la fuerza, y la libertad vendrá por sí sola. ¡Vean: el que tiene la fuerza, está por encima de las leyes! ¿Es esta observación de su gusto, personas obedientes de la ley? ¡Pero si ustedes no tienen gusto! Por todas partes resuenan llamamientos a la libertad. ¿Pero se siente y se sabe lo que significa una libertad dada, otorgada? Se ignora que toda libertad es, en la plena acepción de la palabra, esencialmente una auto-liberación, es decir, que Yo tan sólo puedo tener tanta libertad como la cree Mi individualidad. ¡Bien avanzados estarán los carneros con que nadie les escatime su libre balar! ¡Continuarán balando! Den al que en el fondo del corazón es mahometano, judío o cristiano, el permiso de decir lo que se le pase por la mente: hablará como antes. Pero si algunos les arrebatan la libertad de hablar y de escuchar, es porque ven muy claramente su ventaja actual, porque podrían tal vez ser tentados, en verdad, a decir u oír alguna cosa que resquebrajase el crédito de aquellos. Si, no obstante, les dan la libertad, no son sino farsantes que dan más de lo que tienen. No les dan nada de lo que a ellos les pertenezca, sino una mercancía robada; les dan su propia libertad, la libertad que habrían podido tomar ustedes mismos, y si se la dan, no es sino para evitar que la tomen y para que no pidan, además, cuentas a los ladrones. Astutos como son, saben bien que una libertad que se da (o que se otorga) no es la libertad, y que sólo la libertad que se toma, la de los egoístas, boga a toda vela. Una libertad recibida de regalo, recoge sus velas cuando se desata la tempestad o el viento cesa; tiene que ser siempre impulsada por una brisa moderada y dulce.[93] Esto nos muestra la diferencia entre la auto-liberación y la emancipación. Cualquiera que hoy pertenezca a la oposición, reclama a viva voz la emancipación. ¡Los príncipes deben proclamar a sus pueblos mayores, es decir, emanciparlos! Si por sus maneras de conducirse son mayores, nada ganan con ser emancipados; si no son mayores, no son dignos de la emancipación, y no es ella la que apresurará su madurez. Los griegos, cuando fueron mayores de edad, arrojaron a sus tiranos, y el hijo mayor de edad se separa de su padre; si los griegos hubieran esperado a que sus tiranos les hiciesen la gracia de ponerlos fuera de tutela habrían aguardado largo tiempo; el padre cuyo hijo no quiere hacerse mayor, lo pone, si es sensato, en la puerta de su casa, y el imbécil no tiene más de lo que merece. El hombre al que se le concede la libertad no es más que un esclavo liberado, un libertinus, un perro que arrastra un extremo de la cadena; es un siervo vestido de hombre libre, como un asno bajo una piel de león. Judíos a quienes se ha emancipado no valen más por eso, están simplemente aliviados en cuanto judíos; Es preciso reconocer, sin embargo, que el que alivia su suerte es más que un cristiano religioso porque este último no podría hacerlo sin ser inconsecuente. Pero, emancipado o no, un judío sigue siendo un judío; quien no se libera a sí mismo, no es más que un emancipado. En vano el Estado protestante ha querido liberar (emancipar) a los católicos; en tanto no se liberen ellos mismos, seguirán siendo católicos. Hemos tratado ya anteriormente del interés personal y del desinterés. Los amigos de la libertad echan bombas y centellas contra el interés personal porque no han llegado a liberarse de la grande, de la sublime abnegación en sus religiosos esfuerzos por conquistar la libertad. El liberal guarda rencor al egoísta, porque éste no se apega jamás a una cosa por amor a ella, sino por amor a sí mismo: la cosa debe servirle. Es egoísta no conceder a la cosa ningún valor propio de ella o absoluto, sino hacerse a sí mismo la medida de ese valor. Se oye con frecuencia citar como un caso innoble de egoísmo práctico a quienes hacen de sus estudios un modo de ganar el pan (Brotstudium); se dice que es una vergonzosa profanación de la ciencia. Pero Yo me pregunto: ¿para qué otra cosa puede servir la ciencia sino para consumirla? Francamente, el que no sabe emplearla en nada mejor que en ganarse la vida, no descubre más que un egoísmo bastante débil, porque su potencia de egoísmo es de las más limitadas; pero se necesita ser un poseído para censurar en eso al egoísmo y la prostitución de la ciencia. El cristianismo, incapaz de comprender al individuo como único, que no lo consideraba más que como dependiente, no fue, propiamente hablando, más que una teoría social, una doctrina de la vida en común, tanto del hombre con Dios como del hombre con el hombre; así es que llegó a despreciar profundamente todo lo que es propio, particular, del individuo. Nada menos cristiano que las ideas expresadas por las palabras alemanas Eigennutz (interés egoísta), Eigensinn y Eigenwille (capricho, obstinación, testarudez, etc.), Eigenbeit (individualidad, particularidad), Eigenliebe (amor propio), etc., que encierran todas las ideas de eigen (propio, particular). La óptica cristiana ha deformado poco a poco el sentido de una multitud de palabras que, siendo honorables en la antigüedad, se han convertido en términos de censura; ¿por qué no se las rehabilitaría? Así, la palabra Schimpf, que significaba en tiempos pasados burla, significa hoy ultraje, afrenta, porque el celo cristiano no entiende de bromas, y todo pasatiempo es a sus ojos una pérdida de tiempo; frech, insolente, audaz, quería simplemente decir atrevido, animoso; Frevel, el delito, no era más que la audacia. Es sabido durante cuánto tiempo la palabra razón ha sido mirada de reojo. Nuestra lengua ha sido así modelada poco a poco sobre el punto de vista cristiano, y la conciencia universal es aún demasiado cristiana para no retroceder con espanto, como ante algo imperfecto o malo, ante lo no cristiano, es por esta razón que el interés personal, egoísta, es tan poco estimado. Egoísmo, en el sentido cristiano de la palabra, significa algo así como interés exclusivo por lo que es útil al hombre carnal. Pero ¿esta cualidad de hombre carnal es, acaso, mi única propiedad? ¿Me pertenezco cuando estoy entregado a la sensualidad? ¿Obedezco a Mí mismo, a Mi propia decisión, cuando obedezco a la carne, a Mis sentidos? Yo no soy verdaderamente Mío sino cuando estoy sometido a Mi propio poder y no al de los sentidos o, por otra parte, al de cualquiera que no sea Yo (Dios, los hombres, la autoridad, la ley, el Estado, la Iglesia, etc.). Lo que persigue mi egoísmo es lo que me es útil a mí, al autónomo, el autócrata. Uno está obligado, por otra parte, a cada instante, a inclinarse ante ese interés personal tan desacreditado, como ante el motor universal y todopoderoso. En la sesión del 10 de Febrero de 1844, Welcker[94] invoca, en apoyo de una moción, la falta de independencia de los jueces y pronuncia todo un discurso paro demostrar que magistrados separables, destruibles, trasladables y pensionables, o en otros términos, expuestos a verse despedidos y dejados a pie en vía administrativa, pierden toda autoridad y todo crédito y el pueblo mismo les rehúsa su respeto y su confianza. «¡Toda la magistratura —exclama Welcker— está desmoralizada por esta dependencia!» Para quien sabe leer entre líneas, eso quiere decir que los administradores de la justicia perciben que les conviene más pronunciar un fallo conforme a las intenciones ministeriales, que atenerse al sentido de la ley. ¿Cómo remediarlo? ¿Se podrá tal vez, hacer sentir a los jueces todo lo que su venalidad tiene de ignominioso, con la esperanza de verlos volver en sí, y poner en adelante la justicia por encima de su egoísmo? ¡Ay, no! El pueblo no se eleva a tan novelesca confianza; percibe demasiado bien que el egoísmo es el más poderoso de todos los motivos. Dejemos, pues, sus funciones de jueces a los que las han ejercido hasta el presente, por convencidos que estemos de que no han cesado y no cesarán jamás de obrar como egoístas. Sólo hagamos de tal modo que no vean por más tiempo su egoísmo alentado por la venalidad del derecho; que sean, al contrario, bastante independientes del Gobierno, para no tener a cada instante que optar entre la justicia y sus intereses; que su «interés bien entendido» no sea comprometido jamás por la legalidad de los juicios que emitan, y que se les haga fácil recibir un buen sueldo sin enfrentarse a la consideración pública. Así, pues, Welcker y los ciudadanos de Badén no tienen completa tranquilidad más que cuando han hecho entrar al egoísmo en su juego. ¿Qué pensar desde ahora de esas bellas frases sobre el desinterés, con las que se llenan sin cesar la boca? Mis relaciones con una causa que defiendo por egoísmo no son las mismas que mis relaciones con la causa que sirvo por desinterés. He aquí la piedra de toque que permite distinguirlas: para con esta última, yo puedo ser culpable, puedo cometer un pecado, en tanto que sólo puedo perder la primera, alejarla de mí, es decir, cometer respecto a ella una torpeza. La libertad del comercio participa de esta doble manera de ver; pasa, en parte, por una libertad que puede ser concedida o retirada según las circunstancias; en parte, por una libertad que debe ser sagrada en toda circunstancia. Si una cosa no me interesa en sí misma y por ella misma, si no la deseo por amor de ella, la desearé simplemente a causa de su oportunidad, de su utilidad, y en vista de otro objeto; así, por ejemplo, las ostras, que deseo por su gusto agradable. Para el egoísta, toda cosa no será más que un medio, cuyo fin es, en último análisis, él mismo; ¿debe proteger lo que no le sirve para nada? El proletario, por ejemplo, ¿debe proteger al Estado? La individualidad encierra en sí misma toda propiedad y rehabilita lo que el lenguaje cristiano había deshonrado. Pero la individualidad no tiene ninguna medida exterior, porque no es, en modo alguno, como la libertad, la moralidad, la humanidad, etc., una idea. Suma de las propiedades del individuo, no es más que la descripción de su propietario. ** II. El propietario Yo, ¿llegaré Yo a Mí mismo y a lo Mío mediante el liberalismo? El liberal, ¿a quién considera su semejante? ¡Al Hombre! Sé tan sólo un Hombre — y ya lo eres — y el liberal te llamará su hermano. Poco le importan tus opiniones y tus necedades privadas, desde el momento en que pueda ver al Hombre en tu persona. Poco le importa lo que seas particularmente, porque si es consecuente, sus principios le impiden darle la menor importancia; no ve más que lo que eres genéricamente. En otros términos, no te ve a ti mismo, sino al género; no a Peter o Paul, sino al Hombre; no lo real o lo único, sino tu esencia o tu concepto; no al individuo de carne y hueso, sino al Espíritu. En cuanto Peter, no serías su igual, porque él es Paul y no Peter; pero en cuanto Hombre, eres lo que él es. Si es verdaderamente un liberal y no un egoísta inconsciente, Tú, Peter, a sus ojos, es como si no existieras, lo que, entre paréntesis, le facilita bastante sostener su amor fraternal; lo que él ama en Ti no es a Pedro, de quien no sabe ni quiere saber nada, sino únicamente al Hombre. No ver nada en ti y en mí más que al «Hombre», es llevar al extremo la manera de ver cristiana, según la cual uno no es para los demás más que un concepto (por ejemplo, un aspirante a la salvación, etc.). El Cristianismo propiamente dicho nos reúne aún en un concepto menos general: así, somos «los hijos de Dios», los «guiados por el espíritu de Dios»[95]; sin embargo no todos pueden enorgullecerse de ser hijos de Dios; ya que aunque «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios»[96], ese mismo Espíritu señala también a los que son hijos del diablo[97] Para ser hijo de Dios, era preciso no ser hijo del diablo; la familia divina excluía a ciertos hombres. Por el contrario para ser hijos de los hombres, es decir, hombres, nos basta pertenecer a la especie humana, ser ejemplares de esta especie. Lo que yo soy no te interesa, si eres un buen liberal; tú ignoras y debes ignorar mis asuntos privados; basta que seamos los dos hijos de una misma madre, la especie humana: en cuanto «nacido del hombre», soy tu semejante. ¿Qué soy, pues, para ti? ¿Soy ese yo en carne y hueso que va y viene? ¡Cualquier cosa menos eso! Ese yo, con sus pensamientos, sus determinaciones y sus pasiones, es «algo privado» que no te concierne, «una cosa para sí». Como «cosa para ti» no existe más que mi concepto, el concepto de la especie a que pertenezco, el Hombre, que se llama tal vez Peter, pero podría llamarse lo mismo Hans o Michael. Tú ves en mi, no a mí, el real, el corporal, sino al irreal, al fantasma: a un Hombre. En el curso de los siglos cristianos, toda clase de personas han pasado sucesivamente por ser «nuestros semejantes», pero siempre los hemos juzgado según ese Espíritu que esperábamos de ellos; nuestro semejante fue, por ejemplo, aquel, cuyo espíritu manifestaba una necesidad de redención; más tarde, el que poseía el espíritu de buena voluntad; luego, al fin, el que mostraba un espíritu y un rostro humanos. Así fue variando el fundamento de la «igualdad». Desde el momento en que se concibe la igualdad como igualdad del espíritu humano, se ha descubierto una igualdad que abarca verdaderamente a todos los hombres; porqué, ¿quién osaría negar que nosotros, hombres, poseemos un espíritu humano? ¿Estamos por eso más avanzados que al comienzo del Cristianismo? Nuestro espíritu debía ser entonces divino, y hoy debe ser humano; pero si lo divino no bastaba para expresarnos, ¿cómo podría lo humano expresar todo lo que nosotros somos? Feuerbach, por ejemplo, cree haber descubierto la verdad cuando humaniza lo divino. Pero si Dios nos ha hecho sufrir cruelmente, «el Hombre» está en situación de martirizarnos más cruelmente aún. Digámoslo en algunas palabras: si somos hombres, esta cualidad de hombres sólo es la menor en nosotros y no tiene significación e importancia más que como una de nuestras «propiedades», como contribuyendo a formar nuestra individualidad. Ciertamente yo soy, entre otras cualidades, un hombre, lo mismo que soy, por ejemplo, un ser viviente, un animal, un europeo, un berlinés, etcétera; pero la estima del que no apreciase en mí más que al hombre o al berlinés me sería muy indiferente. ¿Por qué? Porque apreciaría sólo una de mis propiedades y no a Mí. Lo mismo sucede en cuanto al espíritu. Yo puedo contar en el número de mis atributos un espíritu cristiano, un espíritu leal, etc., y ese espíritu es mi propiedad; pero yo no soy ese espíritu: él es mío, yo no soy de él. Volvemos a encontrar, pues, en los liberales el antiguo desprecio de los cristianos por el Yo, por el Peter o Paul de carne y hueso. En lugar de tomarme por lo que soy, no se considera más que mi propiedad, mis atributos, y si quiere unírseme, sólo es por amor a mi bolsillo; se casan con lo qué tengo y no con lo que soy. El cristiano se adhiere a mi espíritu y el liberal a mi humanidad. Pero si el espíritu, ese espíritu que no se mira como la propiedad del Yo real y corporal, sino como el yo mismo, es un fantasma; el Hombre en quien se quiere reconocer, no a uno de mis atributos, sino al Yo propiamente dicho, es, también él, solamente un fantasma, un pensamiento, un concepto. Por eso el liberal gira eternamente, sin poder salir, en el mismo círculo en que está encerrado el cristiano. Como el espíritu de la humanidad, es decir, el Hombre, te habita, eres un hombre, lo mismo que eres un cristiano, si el espíritu de Cristo habita en ti. Pero puesto que el Hombre que está en ti no es más que un segundo Yo, aunque sea «tu verdadero y tu mejor» Yo, sigue siéndote extraño, y debes esforzarte para llegar a ser Hombre plenamente. ¡Un esfuerzo tan estéril como el del cristiano para llegar a ser plenamente espíritu bienaventurado! Hoy, que el liberalismo ha proclamado al Hombre, se puede decir que el cristianismo ha sido así llevado a sus últimas consecuencias y que, desde su origen, el cristianismo no se ha dedicado más que a la tarea de realizar al Hombre, al «verdadero Hombre». Se comprende, pues, que es un error creer que el cristianismo concede al Yo un valor infinito (como, por ejemplo, lo podrían hacer suponer la doctrina de la inmortalidad, el cuidado de la salvación, etc.). No: ese valor no lo atribuye más que al Hombre. Sólo el Hombre es inmortal y sólo en cuanto Hombre yo lo soy también. El cristianismo enseñó bien que ninguno perece por completo, y también el liberalismo declara que todos los hombres son iguales; pero eternidad por una parte, igualdad por otra, no conciernen más que al Hombre que esta en mí y no a mí. Sólo en cuanto soy el sostén, el hospedador del Hombre, yo no muero; en el mismo sentido en que se dice: «el Rey no muere». Luis muere, pero el Rey le sobrevive; y yo muero, pero mi espíritu, el Hombre, sobrevive. Se ha encontrado una fórmula para identificar completamente el Yo y el Hombre, y se emite esta sentencia: «que uno debe volverse genérico».[98] La religión humana no es más que la última metamorfosis de la religión cristiana. El liberalismo, en efecto, es una religión porque me separa de mi esencia y la coloca por encima de mí, porque eleva «al Hombre» como la religión eleva a su dios o su ídolo, porque convierte lo que es mío en algo extraño y hace de mis atributos, de mi propiedad, algo ajeno a mí, es decir, una esencia; en suma, el liberalismo es una religión, porque me somete al «Hombre» y por lo tanto me impone una «vocación». Pero por las formas mismas que reviste, el liberalismo revela aún su naturaleza de religión: reclama una devoción ferviente al Ser Supremo, al Hombre; una fe que obra y da pruebas de su celo, un fervor que no se entibia.[99] Pero como el liberalismo es una religión humana, sus adeptos hacen profesión de ser tolerantes para con los adeptos de las demás religiones (judía, cristiana, etc.); Federico el Grande daba pruebas de esa misma tolerancia para todo el que cumplía sus deberes de súbdito, cualquiera que fuese, por otra parte, el modo con que pretendiese buscar su salvación. Esta religión debe elevarse a una universalidad lo bastante alta como para separarse de todas las demás, considerándolas meras necedades privadas, respecto de las cuales uno se conduce muy liberalmente en consideración a su misma insignificancia. Puede llamársela religión estatal, la religión del Estado libre, no en el sentido antiguo de religión preconizada y privilegiada por el Estado, sino porque es la religión que el Estado libre está, no sólo autorizado, si no obligado a exigir que profese cada uno de sus súbditos, permitiéndoles que «privadamente» sean judíos, cristianos o lo que más les agrade. Ella juega en el Estado el mismo papel que la «piedad filial» en la familia. Para que la familia sea aceptada por cada uno de sus miembros, es preciso que cada uno de ellos considere el lazo de sangre como sagrado, que sea respetuoso de esta «piedad filial». Así también, para cada miembro de la comunidad del Estado, esta unión debe ser igual de sagrada, y la idea más elevada para el Estado debe ser también la más importante para cada uno de sus miembros. ¿Cuál es la idea más elevada para el Estado? Es ciertamente la de ser una verdadera sociedad humana, una sociedad en que se admita como miembro a cualquiera que sea verdaderamente Hombre, es decir, que no sea no-hombre. La tolerancia de un Estado, por amplia que sea, se detiene ante el no-hombre y ante lo inhumano. Y, sin embargo, ese no-hombre es hombre, lo inhumano es algo humano, algo únicamente posible en el hombre y no en el animal; esa inhumanidad es una posibilidad humana. Pero aunque todo no-hombre sea un hombre, el Estado lo excluye de su seno o lo aprisiona y le convierte de súbdito del Estado en súbdito de la cárcel (de una casa de locos o de una casa de salud, según el comunismo). Es fácil definir en términos burdos lo que se entiende por un no-hombre: es un hombre que no corresponde al concepto Hombre, como lo inhumano no coincide con el conjunto de atributos que forman el concepto humano. Eso es lo que la lógica llama una «contradicción en los términos». ¿Se puede, en efecto, emitir el juicio de que un hombre puede no ser un hombre, a menos que se admita la hipótesis de que el concepto hombre puede ser separado del hombre existente, la esencia del fenómeno? Se dice: parece un hombre, pero no lo es. ¡Hace muchos siglos que los hombres se contentan con esta petición de principio! Y, lo que es más, durante todo ese tiempo no han existido más que no-hombres. ¿Qué individuo ha coincidido jamás con su ideal? El cristianismo no conoce más que un solo y único Hombre — el Cristo — y aun éste es, bajo el punto de vista opuesto, un no-hombre: es un hombre sobrehumano, un Dios. Unicamente el no-hombre es el hombre «real». Esos hombres que no son Hombres, ¿qué podrían ser más que fantasmas? Cada hombre real que no corresponde al concepto Hombre o que no está conforme con la definición de la especie, es un fantasma. Pero si yo hago mía mi esencia, la convierto en un atributo inherente a mí y el Hombre deja de ser mi ideal, mi vocación, mi esencia o el concepto que imperaba por encima de Mí y estaba más allá de Mí mismo para devenir mi humanidad, mi ser-hombre; de tal modo que aquello que Yo hago no es humano sino porque Yo soy quien lo llevo a cabo y no porque corresponde al concepto de Hombre, ¿soy entonces un no-hombre? Yo soy, en realidad, Hombre y no-hombre al mismo tiempo, porque soy a la vez hombre y más que hombre: Yo soy el Yo de esa individualidad, que es mi propiedad, nada más que un mero atributo mío. Se debía, finalmente, llegar a no exhortarnos a ser ya simplemente cristianos, sino a exigirnos que nos hiciésemos Hombres. No habíamos sido nunca, en verdad, realmente cristianos; habíamos permanecido siempre «pobres pecadores» (el cristiano también es un ideal inaccesible); pero el absurdo de aquellos votos no era tan chocante; era entonces más fácil esperanzarse que hoy, que se nos pide a nosotros, que somos hombres, que obramos como hombres y no podemos ser otra cosa ni obrar de otro modo: que seamos Hombres, «realmente Hombres». Nuestros Estados modernos, colgados aún de las faldas de su madre la Iglesia, nos imponen todavía diversas obligaciones (la de pertenecer a una confesión religiosa, por ejemplo), que no son estrictamente de su incumbencia. Pero, porque pretenden ser vistos como «sociedades humanas», no desconocen el valor del hombre como hombre y todos ellos admiten incluso a los menos privilegiados, a los adeptos de las distintas religiones y alistan a las personas sin distinción de raza o nacionalidad: judíos, turcos, moros, etc., pueden hacerse ciudadanos franceses. El Estado no pone otra condición que la de ser hombres.[100] La Iglesia, que es una reunión de fieles, no podía admitir en su seno a cualquiera por sólo ser hombre; el Estado, que es una sociedad de hombres, si puede. Pero el día en que al Estado se le ocurra ser consecuente con su principio y tener en cuenta en los suyos sólo la condición de Hombres (todavía en la actualidad los americanos del Norte mismos admiten tácitamente que los que viven entre ellos practican una religión, aunque no sea más que la religión del bien y del honor) habrá cavado su propia tumba. Los suyos, que él supone puramente Hombres, se revelarán puros egoístas, y cada uno de ellos lo usará con un objeto egoísta, con todas sus fuerzas de egoísta. Con los egoístas, la «sociedad humana» ha terminado, porque no se tratan mutuamente como hombres, y cuando obran lo hacen de un modo egoísta como un Yo para con un Tú o un Ustedes radicalmente distintos y opuestos a mi. Decir que el Estado debe tomar en cuenta nuestra humanidad, equivale a decir que debe contar con nuestra moralidad. Ver en otro un hombre y conducirse como un hombre respecto a él, es lo que se dice obrar moralmente; todo el amor espiritual del Cristianismo se reduce a esto. Si yo veo en Ti al Hombre, lo mismo que veo en Mí al Hombre y únicamente al Hombre, haré por Ti lo que haría por Mí, porque somos en ese caso lo que los matemáticos llaman dos cantidades iguales a una tercera: A=B y B=C, luego A=C, o de otro modo, Yo=Hombre y Tú=Hombre, luego Yo=Tú; luego Tú y Yo tenemos igual valor. La moralidad es incompatible con el egoísmo, porque no es a Mí, sino solamente al Hombre que soy al que concede un valor. Si el Estado es una Sociedad de Hombres y no una comunidad de Yos en la que cada uno sólo tiene en cuenta a Sí mismo, no puede subsistir sin la moralidad, y debe basarse en ella. Así, el Estado y Yo somos enemigos. El bien de la sociedad humana no me llega al corazón, a mí, el egoísta; Yo no me sacrifico por ella, no hago más que emplearla; pero, a fin de poder usar de ella plenamente, la convierto en mi propiedad, hago de ella mi criatura; es decir, la aniquilo y edifico en su lugar la asociación de los egoístas.[101] El Estado, por su parte, descubre su hostilidad respecto a mí, exigiendo que Yo sea un Hombre, lo que supone que podría no serlo y pasar a sus ojos como un no-hombre; convierte la Humanidad en un deber. Exige, además, que Yo me abstenga de toda acción susceptible de negar su existencia; la existencia del Estado debe serme sagrada. Así, no debo ser un egoísta, sino un hombre «de buenas ideas y de buenas obras», o, dicho de otro modo, un hombre moral. Ante el Estado y su organización, debo ser impotente, respetuoso, etc. Ese Estado, que por otra parte no tiene actualmente ninguna realidad, que todavía hay que fundar, es el ideal del liberalismo progresista. Será una verdadera «sociedad humana», donde todo aquel que sea Hombre hallará su lugar. El liberalismo se propone como objeto realizar el Hombre, es decir, crearle un mundo, un mundo que será un mundo humano, o la sociedad humana universal (comunista). Se dice: «La Iglesia no podía ocuparse más que del Espíritu; el Estado debe encargarse del Hombre todo entero».[102] Pero ¿el Hombre no es Espíritu? El núcleo del Estado es el Hombre, esa irrealidad, y el Estado mismo no es más que una sociedad de Hombres. El mundo que crea el creyente (Espíritu creyente) se llama Iglesia; el mundo que crea el Hombre (Espíritu Humano), se llama Estado. Pero no es ése mi mundo. Lo que yo realizo no es nunca Humano ni abstracto, sino que siempre me es propio; mi obra de hombre es diferente de todas las demás obras de hombres, y sólo gracias a esa diferencia es real y me pertenece. Lo Humano en sí es una abstracción y por consiguiente, un fantasma, un ser imaginario. Bruno Bauer expresa en algún sitio[103], que la verdad última a la que ha llegado la crítica — y la verdad que el cristianismo mismo había buscado siempre — es «el Hombre». «¡La historia del mundo cristiano — dice — es la historia del mayor combate que se haya trabado por la verdad; porque esa historia — y ella sola — es la historia del descubrimiento de la primera y de la última verdad, el Hombre y la libertad!» Sea; aceptemos el beneficio y admitamos que el Hombre es el resultado al que conduce la historia del pensamiento cristiano y, por otra parte, todo el esfuerzo de los hombres hacia la religión o el ideal. ¿Qué es, pues, el Hombre? ¡Soy Yo! Yo soy el Hombre, fin y límite del cristianismo; y Yo soy el punto de partida y la materia de una historia nueva, de una historia del goce después de la historia del sacrificio; de una historia, no ya del Hombre y de la humanidad, sino del Yo. El Hombre pretende ser lo universal; pero si hay alguna cosa realmente universal, es el Yo y su egoísmo, porque cada uno es un egoísta y hace de sí el centro de todo. El puro egoísta no es el judío, porque el judío se somete aun a Jehová; no es tampoco el cristiano, porque el cristiano no vive más que por la gracia de Dios y se arrodilla a sus pies. Como judío, como cristiano, un hombre no satisface más que a varios de sus deseos, a un determinado apetito, y no a él mismo; su egoísmo no es más que un semi-egoísmo, porque es el egoísmo de un semi-hombre, mitad «él» y mitad «judío», o una mitad su propietario y mitad un esclavo. Así, judío y cristiano, están siempre parcialmente opuestos: la mitad de uno es la negación de una mitad del otro; como hombres se reconocen, como esclavos se rechazan, porque sirven a dos amos diferentes. Si pudieran ser completamente egoístas, se excluirían totalmente, y se apoyarían más firmemente el uno al otro. Lo que les envilece no es contradecirse, es no hacerlo más que a medias. Bruno Bauer piensa, por el contrario, que judíos y cristianos podrían mirarse como Hombres y tratarse mutuamente como tales, si se despojaran de esa manera particular de ser, que los separa y les hace considerar un deber el perpetuar esa separación, para reconocer en el Hombre su verdadera esencia. Según él, entonces, el error, tanto de los judíos como de los cristianos, sería pretender ser y tener algún aspecto «particular», en lugar de ser simplemente Hombres y tender hacia lo humano, es decir, hacia los «derechos universales del hombre». Su error fundamental sería creerse elegidos, creerse en posesión de privilegios y, de un modo general, creer en la existencia del privilegio. El responde objetándoles los derechos del hombre. ¡Derechos del hombre! El Hombre es el Hombre en general y cada uno es hombre. Cada uno debe, entonces, poseer los derechos eternos de que se trata, y debe gozar de ellos, según el parecer de los comunistas, en la completa democracia, o como sería más exacto llamarla: «antropocracia». Pero sólo Yo tengo todo lo que me procuro. Como Hombre, no tengo nada. La gente quisiera ver a cada hombre gozar de todos los bienes, simplemente porque lleva el título de Hombre. Pero Yo pongo el acento en el «Yo soy» y no en el hecho de que «soy Hombre». El hombre no es nada, sino en tanto que atributo Mío (mi propiedad); del mismo modo que sucede con la virilidad[104] y la femineidad. El ideal de los antiguos consistía en alcanzar completamente la virilidad; la virtud era para ellos virtus y areté — el valor varonil —, ¿Qué pensar de una mujer que no quisiera ser otra cosa que perfectamente mujer? Esto no es posible para todo el mundo y, de este modo, no pocas se estarían condenando a este ideal inaccesible. Pero la mujer es, en todo caso, femenina, lo es por naturaleza: la femineidad es uno de los atributos de su individualidad y no tiene que hacerse «auténticamente femenina». Yo soy hombre del mismo modo que la Tierra es un astro. No es menos ridículo imponerse como una misión ser verdaderamente hombre, como lo sería exigir a la Tierra el deber de ser verdaderamente astro. Cuando Fichte dice: «El Yo es todo», parece estar en perfecta armonía con mi teoría. Pero no se trata de que el ego «sea» todo, sino que «destruye» todo, y sólo el Yo que se aniquila a sí mismo, el Yo que nunca «es», el Yo «finito», es realmente Yo. Fichte habla de un Yo absoluto, en tanto que Yo hablo de Mí, del Yo transitorio.[105] ¡Qué natural nos parece admitir que el Hombre y Yo son sinónimos! Y sin embargo vemos, por ejemplo a Feuerbach, declarar que el término Hombre no debe aplicarse más que al Yo absoluto, al género, y no al Yo individual, efímero y transitorio. Egoísmo y humanismo deberían significar la misma cosa; sin embargo, según Feuerbach, «el individuo puede franquear los límites de su individualidad, pero no puede, sin embargo, elevarse por encima de las leyes y de los caracteres esenciales de la especie a que pertenece».[106] Pero la especie no es nada, y el individuo que franquea los límites de su individualidad, es, por esta razón misma, más él, más individual, pues no es individuo sino en tanto que se eleva, no sigue siendo lo que es; de no ser de este modo, sería un ser acabado, muerto.[107] El Hombre — con h mayúscula — no es más que un ideal, y la especie no es más que algo que puede pensarse. Ser un hombre no significa representar el ideal del hombre, sino ser «uno mismo», el individuo. ¿Qué tengo Yo que ver con la realización de lo Humano en general? Mi tarea es satisfacerme, bastarme a mí mismo. Yo soy quien soy, mi especie; Yo carezco de regla, de ley, de modelo, etc. Puede ser que Yo no pueda hacer de Mí más que muy poca cosa, pero ese poco es algo; ese poco vale más de lo que pudiera dejarles hacer de mí por la fuerza de otros, por la fuerza de las costumbres, de la religión, de la ley, del Estado, etc. Mejor es — si acaso puede tratarse aquí de mejor y de peor — más vale, digo, un niño indisciplinado que la cabeza de un viejo sobre los hombros de un joven, más vale el hombre que se niega a todo y a todos, que el que consiente siempre. El recalcitrante, el rebelde, puede aún modelarse a su agrado, en tanto que el bien educado, el benévolo, echados en el molde general de la especie son determinados por ella: ella es su ley. Ellos están determinados, es decir, destinados, porque, ¿qué es la especie para ellos sino su destino, su vocación? Ya me proponga yo por ideal la Humanidad, la especie, y tienda hacia ese fin, o haga el mismo esfuerzo hacia Dios y Cristo, no veo en ello ninguna diferencia esencial: mi vocación es, cuando más, en el primer caso, menos determinada, más vaga y más flotante. Así como el individuo es «toda» la naturaleza, también es toda la especie. Lo que Yo soy determina necesariamente todo lo que hago, pienso, etc., en suma, todas mis manifestaciones. El judío, por ejemplo, sólo puede querer ser tal cosa, sólo puede mostrarse como tal y no como otro; el cristiano, haga lo que haga, sólo puede mostrarse y manifestarse cristianamente. Si Te fuera posible ser judío o ser cristiano, no producirías más que algo judío o cristiano; pero eso no es posible; toda Tu conducta es la de un egoísta, de un pecador contra los conceptos de judío, de cristiano, etc.; puesto que no te es posible ser perfectamente lo uno o lo otro. Ahora bien, como el egoísta no deja de aparecer, la gente ha buscado el ideal perfecto que pueda contener todas tus expresiones y actividades. Lo que se ha encontrado más perfecto en ese género, es el Hombre. Siendo judío eres demasiado poco, y el ser judío no es tu deber[108]; ser un griego, ser un alemán, no basta. Pero sé un Hombre y lo tendrás todo; elige lo humano como tu vocación. Ahora ya sé lo que debo ser, y ya puede escribirse el nuevo catecismo. De nuevo el sujeto es subordinado al predicado, y lo particular inmolado a lo general; la dominación se asegura de nuevo a una idea, y el sujeto se prepara para una nueva «religión». Hemos progresado en el campo de la religión y muy particularmente del cristianismo, pero no hemos dado un paso para salir de ellos. Dar ese paso, nos conduciría a lo indecible, porque la lengua, indigente, no tiene una palabra para definirme y «el verbo», el logos, no es, para mí, más que una simple palabra. Se busca mi esencia. No es el judío, el alemán, etc., es, en todo caso, el Hombre. «El Hombre es mi esencia». Yo soy, para mí mismo, desagradable o antipático, me repugno, me hastío y me doy horror; o bien no soy jamás lo suficiente, ni hago jamás bastante por mí. De tales sentimientos nacen la autonegación o la autocrítica. La religiosidad comienza con la abnegación y acaba por la crítica radical. Yo estoy poseído y quiero exorcizar el «espíritu maligno». ¿Qué debo hacer al respecto? Cometer audazmente el pecado más negro a los ojos de los cristianos; blasfemar del Espíritu Santo: «pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno».[109] Yo no quiero el perdón ni temo el castigo. El Hombre es el último de los malos espíritus, el último fantasma, y el más fecundo en imposturas y en engaños; es el más sutil mentiroso que se haya ocultado nunca bajo una máscara de honradez; es el padre de las mentiras. El egoísta que se subleva contra los deberes, las aspiraciones y las ideas vigentes comete despiadadamente la suprema profanación: ¡nada es sagrado para él! Sería absurdo sostener que no hay potencias superiores a la mía. Pero la posición que Yo tome respecto a ellas, será totalmente diferente de la que hubiera sido en las edades religiosas: Yo seré el enemigo de toda potencia superior, mientras que la religión nos enseña que, en relación a ella, debemos ser amistosos y humildes. El «sacrilego» concentra sus fuerzas contra todo «temor de Dios», porque el temor de Dios lo determinaría en todo aquello en dejara subsistir como sagrado. Ya sea el Dios o el Hombre el que ejerce en el Hombre-Dios el poder santificante, ya sea a la santidad de Dios o a la del Hombre (de la Humanidad) a la que dirijamos nuestros homenajes, ello no cambia nada el temor a Dios: el Hombre convertido en «ser supremo» será objeto de la misma veneración que Dios, «ser supremo» de la religión: ambos exigen de nosotros temor y respeto. El temor a Dios propiamente dicho fue quebrantado hace largo tiempo, y la moda es un «ateísmo» más o menos consciente que exteriormente se reconoce en un abandono general de los «ejercicios del culto». Pero se ha trasladado al Hombre todo lo que se ha quitado a Dios, y el poder de la humanidad ha aumentado con todo lo que la piedad ha perdido en importancia: el Hombre es el dios de hoy, y el temor al Hombre ha tomado el lugar del antiguo temor a Dios. Pero como el Hombre no representa más que otro Ser Supremo, no ha sucedido nada más que una simple metamorfosis del «ser supremo», y el temor del Hombre no es más que un aspecto diferente del temor a Dios.[110] Nuestros ateos son gente piadosa. Si durante los tiempos llamados feudales recibíamos todo por gracia de Dios, el período liberal nos ha puesto en el mismo estado de vasallaje respecto al Hombre. Dios era el Señor, ahora, el Hombre es el Señor; Dios era el Mediador, ahora, lo es el Hombre; Dios era el Espíritu, y el Hombre es hoy el Espíritu. Bajo este triple aspecto, el vasallaje se ha transformado; en primer lugar, tenemos del Hombre todopoderoso nuestro poder, y este poder, emanado de una autoridad superior, no se llama potencia o fuerza, sino que se llama Derecho: los «derechos del hombre». En segundo lugar, tenemos de él nuestra relación con el mundo, porque es el mediador que ordena nuestras relaciones con los otros, y éstas no pueden, entonces, ser otra cosa que humanas. En fin, tenemos de él a Nosotros mismos, es decir, nuestro valor propio o todo lo que valemos, porque no tenemos ningún valor si él no habita en Nosotros y si no somos «humanos». El poder es del Hombre, el mundo es del Hombre y Yo soy del Hombre. Pero ¿cómo declarar que Yo soy mi legitimador, mi mediador y mi propietario? Yo diré: Mi poder es «mi» propiedad. Mi poder «me da» la propiedad. Yo mismo soy mi poder y soy por él mi propiedad.[111] *** I. Mi poder El derecho es el Espíritu de la sociedad. Si la sociedad tiene una voluntad, es precisamente esa voluntad la que constituye el derecho; la sociedad no existe más que por el derecho. Pero como sólo se mantiene por el hecho de ejercer su soberanía sobre el individuo, se puede decir que el derecho es su voluntad soberana. La justicia es la utilidad de la sociedad, decía Aristóteles. Todo derecho establecido es un derecho extraño, un derecho que se me concede, del que se me permite disfrutar. ¿Tendría Yo el derecho de mi parte porque el mundo entero me lo impusiera? ¿Qué son, pues, mis derechos en el Estado o en la sociedad sino derechos exteriores, derechos que obtengo de otro? Que me dé un imbécil la razón, e inmediatamente mi derecho se me hará sospechoso, porque no me convence su aprobación. Pero aunque sea un sabio el que me apruebe, no tendré necesariamente razón. El hecho de tener razón o no tenerla es absolutamente independiente de la aprobación del loco y del sabio. Es, sin embargo, ese derecho, que no es más que la aprobación de otro, el que hasta el presente hemos tratado de obtener. Cuando buscamos nuestro derecho, nos dirigimos a un tribunal. ¿A qué tribunal? A un tribunal real, papal, popular, etc. El tribunal del Sultán, ¿puede promulgar otro derecho que el designado por el Sultán como derecho? ¿Puede darme la razón, cuando reclame un derecho que no corresponde a lo que el Sultán llama el derecho? ¿Puede, por ejemplo, concederme el derecho de alta traición, si este último no es, evidentemente, un derecho a los ojos del Sultán? Ese tribunal, el tribunal de la censura, por ejemplo, ¿puede reconocerme el derecho de expresar libremente mi opinión, si el Sultán no quiere oír hablar de éste, mi derecho? ¿Qué busco, entonces, en ese tribunal? Le pido el derecho del Sultán y no mi derecho, le pido un derecho ajeno. Es verdad que mientras este derecho ajeno corresponda al mío, podré encontrar también este último. El Estado no permite que dos hombres se vayan a las manos; se opone al duelo. La menor riña es castigada, aun cuando ninguno de los combatientes llame a la policía en su socorro, excepto, sin embargo, en el caso en que en lugar de ser un Yo peleándose con un Tú, sean un jefe de familia y su hijo: la familia, y el padre en su nombre, tiene derechos que Yo, el individuo, no tengo. La Gaceta de Voss[112] nos presenta el tipo del Estado fundado sobre el derecho. Allí todo debe ser decidido por el juez y por un tribunal. El tribunal supremo de la censura es para ella un tribunal que «fija el derecho» y que «dicta la justicia». ¿Qué derecho? ¿Qué justicia? Los de la censura. Para que reconozcamos sus fallos como justos, sería preciso que considerásemos justa a la censura. Piensan, sin embargo, que ese tribunal constituye una garantía. Sí, es una garantía, pero una garantía contra el error individual de un censor; no protege, entonces, más que la voluntad del que legisla sobre la censura contra las interpretaciones erróneas de esa ley y, simultáneamente, reforzando por el «sagrado poder del derecho» el sometimiento del escritor a la ley. Tenga yo el derecho por mí o contra mí, no puede haber otro juez de ello que yo mismo. Todo lo que los demás pueden hacer es juzgar si mi derecho está o no de acuerdo con el suyo, y si para ellos también es un derecho. Consideremos la cuestión bajo otro punto de vista. En un sultanato Yo debo respetar el derecho del Sultán; en una República el derecho del pueblo; en la comunidad católica el derecho canónico, etc. Debo someterme a sus derechos, tenerlos por sagrados. Este sentido del derecho, este espíritu de respeto de la ley está tan sólidamente arraigado en la mente de las gentes, que los más radicales de los revolucionarios actuales no se proponen nada más que sujetarnos a un nuevo Derecho tan sagrado como el antiguo[113]: al derecho de la sociedad, al derecho de la Humanidad, al derecho de todos, etc. El derecho de todos debe tener la preferencia sobre Mi derecho. Ese derecho de todos debiera ser también mi derecho, puesto que Yo formo parte de todos; pero obsérvese que no es por ser el derecho de los demás, ni aun de todos los demás, por lo que me siento impulsado a sostenerlo. Yo no lo defenderé porque sea un derecho de todos, sino únicamente porque es mi derecho; ¡que cada cual vele por conservarlo igualmente! El derecho de todos (el de comer, por ejemplo) es el derecho de cada individuo. Si cada cual vela por guardárselo intacto, todos lo ejercerán por sí mismos; ¡que el individuo no se ocupe, pues, de todos y que sólo defienda su derecho sin hacerse el celador de un derecho de todos! Pero los reformadores sociales nos predican un derecho de la Sociedad. Por él, el individuo se convierte en esclavo de la Sociedad, y sólo tiene derecho cuando se lo da la Sociedad, es decir, si vive según las leyes de la Sociedad como hombre «leal». Ya sea leal bajo un gobierno despótico o en una sociedad tal como la sueña Weitling[114], no tengo ningún derecho, porque tanto en un caso como en el otro, todo lo que puedo tener no es «mi derecho», sino un «derecho ajeno» a mí. Cuando se habla de derecho hay una cuestión que se plantea siempre: ¿Quién o qué cosa me da el derecho de hacer esto o aquello? Respuestas: ¡Dios, el Amor, la Razón, la Humanidad, etc.! ¡Eh, no, amigo mío! Lo que te da ese derecho es Tu fuerza, Tu poder y nada más (Tu razón, por ejemplo, puede dártelo). El comunismo, que admite que los hombres tienen naturalmente derechos iguales, se contradice sosteniendo que los hombres no tienen ningún derecho otorgado por la naturaleza. En efecto, no admite, por ejemplo, que la naturaleza otorgue a los padres derechos sobre sus hijos y a estos últimos, derechos sobre sus padres: suprime la familia. La naturaleza no da absolutamente ningún derecho a los padres, a los hermanos y a las hermanas, etc. En el fondo, ese principio revolucionario o babeuvista[115] reposa sobre una concepción religiosa, es decir, falsa. ¿Quién puede indagar sobre el derecho si no se coloca bajo el punto de vista religioso? ¿No es el Derecho una noción religiosa, es decir, algo sagrado? La igualdad de los derechos que proclamó la Revolución es la igualdad cristiana bajo otro nombre; es la igualdad fraternal que reina entre los hijos de Dios, entre los cristianos; es, en una palabra, fraternité. Toda controversia sobre el Derecho merece ser flagelada con estas palabras de Schiller: Hace muchos años que me sirvo de mi nariz para oler. ¿Tengo realmente un derecho que pueda reclamar legalmente sobre ella?[116] Dando a la igualdad el sello del Derecho, la Revolución tomaba posiciones sobre el terreno de la religión, en el dominio de lo sagrado, del ideal. De ahí, pues, la lucha por los sagrados e inalienables derechos del Hombre. En oposición con los «eternos derechos del Hombre» se hacen valer, lo que es muy natural y también muy legítimo, los «bien ganados derechos del orden establecido». ¡Derecho contra derecho! Cada uno ensaya naturalmente convencer al otro de lo injusto de sus argumentos. Tal es el «proceso» que está pendiente desde la Revolución. Ustedes quieren que el derecho los favorezca y esté contra los demás; pero no es posible: según el punto de vista de ellos son ustedes los que permanecen eternamente en el error, porque no serían sus adversarios si no tuviesen también el derecho de su lado; siempre les negarán la razón. Pero, me dirán: mi derecho es más elevado, más grande, más poderoso que el de los demás. Nada de eso: tu derecho no es más fuerte que el suyo, en tanto que ustedes mismos no son más fuertes que ellos. ¿Tienen los súbditos chinos derecho a la libertad? Regálenles la libertad y apreciarán la magnitud de su error: no tienen ningún derecho a la libertad porque son incapaces de utilizarla, o con mayor claridad, justamente porque no tienen la libertad, no tienen ningún derecho a ella. Los niños no tienen ningún derecho a la mayoría de edad, porque siendo niños no son mayores. Los pueblos que se dejan mantener bajo tutela no tienen derecho a la emancipación: sólo rechazando la tutela adquirirán el derecho a emanciparse. Todo esto equivale simplemente a lo siguiente: Tienes el derecho de ser lo que tienes el poder de ser. Sólo de Mí deriva todo derecho y toda garantía: tengo el derecho de hacerlo todo, en tanto que tengo el poder para ello. Si puedo tengo el derecho de derribar a Jesús, a Jehová, a Dios, etc.; si no puedo, esos dioses quedarán en pie ante mí, fuertes con su derecho y su poder; el «temor a Dios» encorvará mi impotencia, Yo seguiré sus mandamientos y creeré andar rectamente en tanto que actúe en todo conforme a su derecho: así son esos guardafronteras rusos que se creen en el derecho de derribar a tiros a los fugitivos sospechosos, desde el momento en que los asesinan en nombre de una autoridad superior, es decir, conforme al derecho. Yo, por el contrario, me doy el derecho de matar desde el momento en que no me prohíbo a mí mismo el homicidio y no retrocedo ante él con horror, juzgándolo contrario al derecho. Esta idea forma el fondo de un poema de Chamisso, Das Mordenthal[117], que nos muestra a un viejo indio asesino forzando el respeto del blanco cuyos compañeros ha sacrificado. Si existe alguna cosa que no tenga el derecho de hacer, es porque no la hago con propósito deliberado, esto es, porque no me autorizo para ello. A mí corresponde decidir lo que es para mí el derecho. Fuera de mí, no existe ningún derecho. Lo que para mí es justo, es justo. Puede suceder que los demás no juzguen por eso que es justo, pero eso es asunto suyo y no mío; ¡allá ellos! Aún cuando una cosa pareciese injusta a todo el mundo, si esa cosa fuera justa para mí, es decir, si yo la quisiera, me importaría poco todo el mundo. Así lo acostumbran, según su grado de egoísmo, todos los que saben estimarse a sí mismos, porque el poder es anterior al derecho y con pleno derecho. Siendo por mi naturaleza un hombre, dice Babeuf, tengo un derecho igual al goce de todos los bienes. ¿No debía decir igualmente: siendo «por mi naturaleza» príncipe y primogénito, tengo derecho al trono? Los derechos del hombre y los derechos adquiridos por el hombre tienen el mismo origen, emanan de la naturaleza. Yo he nacido hombre equivale a: Yo he nacido hijo del rey. El hombre natural no tiene más que un derecho natural, su fuerza, y sus pretensiones naturales: tiene un derecho por su nacimiento y pretensiones por su nacimiento. Pero la naturaleza no puede darme un derecho, es decir, una aptitud o un poder, que sólo mi acto puede darme. Si el príncipe se coloca por encima de los demás hijos, es su propio acto lo que le asegura la ventaja: si los demás hijos admiten y reconocen ese acto, es su propio acto el que los hace dignos de ser súbditos. Ya sea la naturaleza quien me de un derecho, sea un Dios, sea el sufragio popular, etc., ese derecho será siempre el mismo, un derecho ajeno. Según los comunistas, la misma suma de trabajo da derecho a la misma suma de goce. Antes, se había preguntado si el hombre «virtuoso» no debía ser «dichoso» en la tierra. Y los judíos concluyeron realmente en ese sentido «para que seas dichoso sobre la tierra». No; no es una suma igual de trabajo, sino una suma igual de goces la única que te da derecho a esa suma de goces. Disfruta y tendrás el derecho de disfrutar. Pero si después de haber trabajado te dejas arrebatar el goce, «te está merecido». Si se apoderan del goce, les pertenecerá de derecho; pero cualquiera que sea la intensidad de sus deseos, si no lo atrapan, seguirá siendo el «derecho bien adquirido» de aquellos a los que les pertenece por privilegio. Es su derecho, como hubiera sido el tuyo si se lo hubieras arrancado. Sobre la cuestión del derecho de propiedad, la lucha es ardiente y tumultuosa. Los comunistas sostienen que «la tierra pertenece al que la cultiva, y sus productos a los que los hacen nacer».[118] Yo pienso que pertenece al que sabe atraparla o que no se la deja quitar. Si se apodera de ella y la hace suya, tendrá no sólo la tierra, sino además el derecho a su posesión. Ese es el derecho egoísta, que puede formularse así: «Lo quiero, entonces, es justo». Comprendido de otro modo, el derecho es una cosa de la que se hace lo que se quiere. El tigre que me ataca, está en su derecho, y yo que lo mato, estoy también en mi derecho. No es mi derecho lo que yo defiendo contra él, es a mí. Siendo siempre el derecho humano un derecho otorgado, no es nunca otra cosa que un don, una «concesión» que los hombres se hacen unos a otros. Si se reconoce, por ejemplo, a los recién nacidos el derecho a la existencia, ese derecho les pertenecerá; si no se les reconoce (como entre los espartanos y los antiguos romanos) no les pertenecerá. Sólo la sociedad puede, en efecto, dárselo, «otorgárselo», puesto que no pueden tomarlo o dárselo ellos mismos. Se me objetará que esos niños tenían «naturalmente» el derecho de vivir, pero que los espartanos rehusaban reconocerles ese derecho. Responderé, entonces, que no tenían ningún derecho a ese reconocimiento, lo mismo que no tenían derecho a que las bestias salvajes a las que se les arrojaba reconociesen su derecho a la vida. Se habla mucho de «derechos de nacimiento» y se quejan: Del derecho nacido con nosotros, «De ese, ¡ay!, no se habla ya».[119] ¿Pero qué especie de derecho podría en verdad haber nacido conmigo? ¿Es el derecho de primogenitura, el derecho de heredar un trono, el de recibir una educación de príncipe; o bien, si he nacido de padres pobres, el derecho de asistir a una escuela gratuita, el de ser vestido por la beneficencia pública, y en fin, el de ganar mi mendrugo y mí arenque en una mina de carbón o en una fábrica de hilados? ¿No son esos derechos innatos, congénitos, derechos que mis padres me han transmitido por el hecho mismo de haberme dado nacimiento? Responderán que no, que ese es un empleo abusivo de la palabra derecho, y que son precisamente esos pretendidos derechos los que se esfuerzan en reemplazar con el verdadero «derecho de nacimiento». Para fundar éste, lo reducen a su más simple expresión, y sostienen que cada uno es por su nacimiento igual a su vecino, o, en otros términos, un «hombre». Les concedo que todos nacen hombres y que en eso todos son iguales. ¿Pero por qué lo son? Por la sola razón de que no se muestran, ni se manifiestan aún sino como simples hijos de los hombres, hombrecillos desnudos. Y en eso se distinguen inmediatamente de aquellos que han podido ya sacar de sí mismos alguna cosa, que se han hecho alguna cosa y han dejado de ser únicamente «hijos de los hombres» para hacerse hijos de su propia actividad creadora. Estos últimos poseen más que los simples derechos encontrados en su cuna: han adquirido derechos. ¡Qué motivo de discusiones y qué campo de batalla! Es el viejo combate de los derechos innatos del hombre, y de los derechos adquiridos que vuelve a sucederse. Aleguen sus derechos innatos y no dejará alguno de objetarles los derechos adquiridos; se apoyan los dos sobre el «terreno del derecho», porque cada cual tiene un «derecho» que se opone al de los demás; uno tiene un derecho innato o natural, el otro un derecho adquirido y «bien adquirido». En tanto que se mantengan en el terreno del derecho, no saldrán de las sutilezas y porfiarán indefinidamente.[120] Otro no puede ni darles la razón, ni hacer que tengan razón. El que tiene la fuerza, tiene de su lado el derecho; si una falta, tampoco se tiene el otro. ¿Es tan difícil de adquirir este conocimiento? ¡Contemplen a los poderosos, mírenlos obrar! No hablamos aquí, entiéndase bien, más que de la China o el Japón. ¡Que traten, los chinos o los japoneses, de sorprender en falta a esos poderosos, y ya verán como los meten en prisión! (No confundamos, sin embargo: las «advertencias benévolas» son — en la China y en el Japón — bien acogidas, porque lejos de ser estorbos en las ruedas del «carro del poder», son un latigazo, un estímulo y una adhesión tácita). Si quieren atrapar en falta a los poderosos una única vía está abierta, y es la de la fuerza. Despójenlos de su poder, y los habrán realmente atrapado en falta y privados de sus derechos: si no, no podrán nada, criarán bilis en silencio o serán sacrificados como locos molestos. En suma, chinos, amigos míos, no invoquen el derecho; no hablen del «derecho que ha nacido con nosotros», es tan inútil como el hablar de sus «derechos adquiridos». Ustedes retroceden con espanto porque creen ver combatiendo junto a sus adversarios al espectro del derecho, levantándose a su lado como la diosa protectora lo hacía en los combates homéricos. ¿Y qué hacen? ¿Les arrojan su lanza? No; se prosternan ante el fantasma, con la esperanza de ganarlo para la causa y que combata por ustedes; solicitan los favores del fantasma. Otro se preguntaría simplemente: ¿Yo quiero lo que quiere mi adversario? «¡No!» ¡Pues bien, aun cuando mil diablos o mil dioses combatan a su lado, yo lo ataco! Un «Estado fundado sobre el derecho», uno como esos que la Gaceta de Voss (entre otras), pudiera defender, exige que un empleado no pueda ser destituido más que por un juez, y nunca por la Administración, ¡ilusión vana! Supóngase que se quiera, de acuerdo a la ley, expulsar de su puesto a un funcionario que ha sido hallado ebrio: corresponderá al juez oír a los testigos, condenar, etcétera. En suma, el legislador debiera determinar rigurosamente todas las infracciones capaces de motivar una destitución de empleo, por extravagantes que puedan ser (por ejemplo, reírsele en la cara a un superior jerárquico, no haber ido todos los domingos a misa y todos los meses a comulgar, concurrir a donde no corresponde ir, no tener compostura, contraer deudas, etc.); todos los motivos posibles de exclusión debidamente catalogados (ayudándose, de ser preciso, con los consejos de un tribunal de honor, etc.). Aquí la tarea del legislador terminaría, y el papel del juez comenzaría: éste tendría únicamente que investigar si el acusado «se ha hecho culpable» de uno de los «crímenes» previstos por la ley, y llegado el caso, después de hecha la prueba, pronunciar contra él la destitución «por virtud de la ley». El juez está perdido si deja de ser «mecánico» y se aparta de «la letra del Código». Porque si no hace abstracción de toda opinión que pueda tener como hombre privado, si se deja influir por esa opinión, deja de hacer acto de magistrado; como juez, no puede ser más que el órgano impersonal de la ley. ¿Pero qué me dicen de esos viejos parlamentos franceses que pretendían que un texto no tuviese fuerza de ley antes de haber sufrido su examen y recibido su aprobación? Esos, al menos, juzgaban según su derecho, y no se prestaban a ser sólo máquinas en manos del legislador, aun cuando fuesen, en suma, como jueces, sus propias máquinas. Se dice, cuando un criminal es castigado, que no tiene más que lo que merece: el castigo es su derecho, pero la impunidad es igualmente su derecho. Si su empresa sale bien, es justo que se beneficie, como es justo que padezca si fracasa. Así como cada uno hace su cama, así descansa. Cuando alguno se expone aturdidamente a un peligro y perece decimos muy bien: se lo ha buscado, no tiene más que lo que se merece. Pero, si hubiera triunfado, hubiese tenido igualmente lo que merecía. Si un niño juega con un cuchillo y se corta, es justo; pero si no se corta, también lo es. Es justo y conforme a derecho que habiendo aceptado correr un riesgo, el que viola la ley sufra las consecuencias: ¿por qué se arriesgó conociendo las posibles consecuencias de su acto? Pero el castigo que le aplicamos no es más que nuestro derecho, y no el suyo. Nuestro derecho reacciona contra el suyo, y si el derecho está con nosotros, es que tenemos la superioridad. Lo que en una sociedad es conforme al derecho, lo que es justo, está formulado por la ley.[121] Cualquiera que sea la ley, el deber de todo ciudadano leal es respetarla. Así, el espíritu de legalidad de la vieja Inglaterra es célebre. Relacionemos con este respeto a la ley la frase de Eurípides[122]: «Nosotros servimos a los dioses, cualesquiera que sean». La ley, sea la que sea; Dios, sea el que sea; en eso estamos todavía hoy. Se esfuerza uno en distinguir la ley de la orden arbitraria, del úkase, ordenanza o decreto, diciendo que la primera emana de una autoridad legítima. Pero toda ley que rige acciones humanas (ley moral, ley del Estado, etc.), es la expresión de una voluntad y, por consiguiente, una orden. Sí; aun en el caso de que fuese yo mismo quien me diera esas leyes, no serían todavía más que órdenes que yo me habría dado y a las que podría, un instante después, rehusar obediencia. Cada uno es libre de declarar que tal cosa le conviene, de prohibirse después por una ley hacer lo contrarío y de considerar como su enemigo a cualquiera que transgrediera esa ley. Pero ninguno tiene órdenes que darme, ninguno puede prescribirme lo que tengo que hacer, ni hacer de ello una ley para mí. Debo, sí, aceptar que me trate como enemigo, pero jamás toleraré que use de mí como si fuera su criatura y que me haga una regla de su razón o de su sinrazón. Los Estados no pueden subsistir, sino a condición de que haya una voluntad soberana, considerada como expresión de la voluntad individual. La voluntad del señor es la ley. ¿De qué te sirven tus leyes, si nadie las sigue; tus órdenes, si nadie se las deja imponer? El Estado no puede renunciar a la pretensión de reinar sobre la voluntad del individuo, de contar y de especular con ella. Le es absolutamente indispensable que ninguno tenga voluntad propia; al que la tuviese, el Estado se vería obligado a excluirlo (aprisionarlo, desterrarlo, etc.); y si todos la tuviesen, suprimirían el Estado. No se puede concebir el Estado sin la dominación y la servidumbre, porque el Estado debe querer necesariamente ser el dueño de todos sus miembros; y esta voluntad lleva el nombre de «Voluntad del Estado». Quien para existir tiene que contar con la falta de voluntad de los otros, es sencillamente un producto de esos otros, como el Señor es un producto del siervo. Si la sumisión llegara a cesar sería el fin de la dominación.[123] Mi voluntad individual es destructora del Estado; así, él la deshonra con el nombre de indisciplina. La voluntad individual y el Estado son potencias enemigas entre las que es imposible una paz eterna. En tanto que el Estado se mantiene proclama que la voluntad individual es su irreconciliable adversaria, irrazonable, mala, etc. Y la voluntad individual se deja convencer, lo que prueba que lo es, en efecto: no ha tomado aún posesión de sí misma, ni adquirido conciencia de su dignidad, es decir, todavía es incompleta, maleable, etc. Todo Estado es despótico, sea el déspota uno, sean varios, o (y así se puede representar una República) siendo todos Señores, o sea cada uno el déspota del otro. Este último caso se presenta, por ejemplo, cuando, a consecuencia de un voto, una voluntad expresada por una Asamblea del pueblo llega a ser para el individuo una ley a la que debe obedecer o conformarse. Imagínense incluso el caso en que cada uno de los individuos que componen el pueblo haya expresado la misma voluntad, supongan que se haya «realizado» la «voluntad general»; la cosa vendría aún a ser la misma. ¿No estaría yo ligado, hoy y siempre, a mi voluntad de ayer? Mi voluntad, en ese caso, estaría inmovilizada, paralizada. ¡Siempre esa desdichada estabilidad! ¡Un acto de voluntad determinado, creación mía, vendrá a ser mi Señor! y Yo que lo he querido, Yo el creador, ¿me vería trabado en mi carrera, sin poder romper mis lazos? Y porque ayer Yo fui un imbécil, ¿tendría que serlo toda mi vida? Así pues, en la vida estatal, yo soy en el mejor de los casos — podría decir también en el peor de los casos — un esclavo de Mí mismo. Porque ayer tenía una voluntad, hoy careceré de ella; Señor ayer, seré esclavo hoy. ¿Qué hacer? Nada más que no reconocer deberes, es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber, tampoco reconozco ley. ¡Pero se me atará! Nadie puede encadenar mi voluntad, y Yo siempre seré libre de rebelarme. ¡Pero si cada uno hiciera lo que quisiera, todo andaría de cabeza! ¿Y quién les dice que cada uno podría hacerlo todo? ¡Defiéndanse, y no se les hará nada! Quien quiere quebrar vuestra voluntad es su enemigo, y tienen que tratarlo como tal. Si algunos millones de otros están detrás de ustedes y los sostienen, son entonces un poder imponente y no les costará gran trabajo vencer. Pero si gracias al poder adquirido llegan a vencer al adversario, no se los considerará por eso — a menos que sea un pobre diablo el que lo haga — como una autoridad sagrada. No se les deberá respeto ni homenajes, aunque si tengan que tener en consideración el poder con el que ustedes cuentan. Clasificamos habitualmente a los Estados según la forma en que el poder supremo está distribuido: si pertenece a uno solo, es una monarquía; si pertenece a todos, una democracia, etc. Este poder supremo, ¿contra quién se ejerce? Contra el individuo y su voluntad de individuo. El poder del Estado emplea la fuerza, el individuo no debe hacerlo. En manos del Estado la fuerza se llama derecho, en manos del individuo recibirá el nombre de crimen. Crimen significa el empleo de la fuerza por el individuo; sólo por el crimen puede el individuo destruir el poder del Estado, cuando considera que está por encima del Estado y no el Estado por encima de él. Y ahora, si quisiera ironizar, podría, con un mohín de ortodoxia, exhortarlos a no hacer una ley que contraríe mi desarrollo individual, mi espontaneidad y mi personalidad creadoras. No les doy ese consejo, porque si lo siguieran, ustedes serían unos ingenuos y yo habría sido estafado. No les pido absolutamente nada, porque por poco que les pida, serían siempre autores de leyes autoritarias; lo serían y deberán serlo, porque un cuervo no sabe cantar, y un ladrón no puede vivir sin robar. Me dirigiré más bien a quienes quieren ser egoístas, y les preguntaré lo que les parece más egoísta, recibir las leyes que ustedes creen y respetar las existentes, o resolverse a la insubordinación, a la desobediencia total. Las buenas almas creen que las leyes no deberían prescribir más que lo que el sentimiento del pueblo estima bueno y justo. Pero ¿qué me importa el valor que tienen las cosas entre el pueblo y para el pueblo? El pueblo será quizá enemigo de los blasfemos; de ahí, la ley contra la blasfemia. ¿Será ésa una razón para que Yo no blasfeme? ¿Será esa ley para Mí algo más que una orden? ¡Yo dejo la pregunta formulada! Todas las formas de gobierno reposan únicamente sobre el principio de que todo derecho y todo poder emanan de la totalidad del pueblo. Porque ningún Gobierno omite apelar a la multitud, y tanto el déspota, como el presidente, la aristocracia, etc., obran y ordenan «en nombre del Estado». Ellos son los depositarios de la «autoridad pública», y es perfectamente indiferente que esa autoridad sea ejercida por el pueblo mismo, es decir (suponiendo que fuese prácticamente posible), por todos los individuos reunidos en comicios, o sólo por los representantes de esos individuos, representantes numerosos como en las aristocracias, o representante único como en una monarquía. Siempre la totalidad es superior al individuo, y su poder, que se dice legítimo, es el derecho. Frente a la sacrosantidad del Estado, en tanto que no se prosterne ante esta santa arca, el individuo aislado no es más que un vaso de iniquidad del que rebosan «el orgullo, la malicia, la sed de escándalo, la frivolidad», etc. La soberbia eclesiástica de los servidores y súbditos del Estado, tiene castigos exquisitos para el «orgullo» secular. Cuando el Gobierno declara punible todo juego del ingenio contra el Estado, los liberales moderados vienen a decirnos: ¡Sin embargo, la fantasía, la sátira, el ingenio, el humor, etc., deberían poder brillar! ¡Se debería conceder la libertad al genio! Así, no es el hombre individual, sino sólo el genio el que debe ser libre. El Estado está plenamente en su derecho cuando nos dice, o más bien cuando el Gobierno nos dice en su nombre: «El que no es conmigo, contra mí es».[124] Las canciones, las caricaturas, todos esos juegos de ingenio que toman al Estado por blanco, han echado en tiempos pasados por tierra a los Estados, y no son de ningún modo «juegos inocentes». ¿Dónde está, por otra parte, el límite entre el chiste nocivo y el chiste inofensivo? Esta cuestión pone a los moderados en gran perplejidad; acaban por rebajar sus pretensiones y por suplicar sencillamente al Estado (al Gobierno), que no sea tan susceptible, tan quisquilloso, que no sospeche malevolencia allí donde no la hay, ni aún la menor, y que sea, en general, un poco más «tolerante». Una susceptibilidad exagerada es ciertamente una debilidad; estar exento de ella, puede ser una virtud laudable. Pero en tiempo de guerra no se puede ser generoso, y lo que se podía dejar pasar cerrando los ojos en tanto que reinaba la calma, cesa de estar permitido en cuanto se ha proclamado el estado de sitio. Los liberales moderados lo saben tan bien, que se apresuran a declarar que, vista la «sumisión del pueblo», ningún peligro es de temer. Pero el Gobierno es demasiado listo para dejarse atrapar; sabe demasiado bien cómo se paga a las personas que creen en las «lindas palabras», para contentarse él con esta burla. Sin embargo, se quiere tener, como en la escuela, un patio en que se pueda jugar, porque uno es, en suma, un niño, y no puede ser siempre tan sesudo como un anciano. Juventud y cordura no van en compañía. Por ese lugar de recreo, por esas cuantas horas de alegres pasatiempos, se regatea. Todo lo que se pide es que el Estado no se muestre demasiado duro, como un viejo papá regañón, que tolere lo que la Iglesia toleraba en la Edad Media, algunas comparsas del asno y algunas fiestas de los locos. Pero ya no son los tiempos en los que se podía arrastrar a la Madre Tonta por los tablados. Los niños de hoy, en cuanto han tenido una hora de salida, en cuanto han vivido una hora sin ver el látigo, no quieren ya volver a entrar en «caja». Porque hoy la «salida» no es ya un complemento de la «caja», no es ya un recreo, un descanso entre dos lecciones, sino lo opuesto, la negación de las lecciones: aut-aut. En suma: el Estado debe hoy, o bien no tolerar ya nada, o bien tolerarlo todo y desplomarse; debe escoger entre una extrema irritabilidad y la insensibilidad de la muerte. El tiempo de la tolerancia ha pasado. Si el Estado tiende un dedo, se tomará inmediatamente toda la mano. No es ya el momento de «reír», y todo chiste, ingenio, fantasía, humor, etcétera, se hace una cosa amargamente grave. Cuando los liberales reclaman la libertad de la prensa, se ponen en contradicción con su propio principio y su voluntad formal. Quieren lo que no quieren: desean que — les gustaría que —, etc. De ahí su inconsistencia: inmediatamente después de concedida la libertad de la prensa, piden la censura. Es muy natural, siéndoles sagrado el Estado, lo mismo que la moral, etc. Su manera de proceder para con él, es la de pilluelos mal educados, de niños mimados que procuran aprovecharse de las debilidades de sus padres. Papá Estado debe permitirles decir un montón de cosas desagradables; pero papá Estado tiene también el derecho de imponerles silencio con una mirada severa, y de tachar con un rasgo de censura toda su impertinente cháchara. Si ellos lo reconocen como su papá, deben, como hijos, someter a su censura todas sus palabras. Si tú permites a otro que te dé la razón, debes consentir igualmente que te la quite. Si aceptas su aprobación y sus recompensas, debes aceptar igualmente sus reproches y sus castigos. Lo incorrecto marcha al lado de lo incorrecto, y el crimen sigue a la legalidad como su sombra. ¿Qué eres tú? — ¡Tú eres un criminal! Bettina[125] dice: «El criminal es el crimen del Estado mismo». Se puede adoptar la frase, sin entenderla, sin embargo, exactamente como la que la escribió. En efecto; el yo sin freno; Yo, tal como me pertenezco a mi solo, no puedo completarme y realizarme en el Estado. Cada yo es radicalmente criminal para con el pueblo y el Estado. Así el Estado los vigila a todos; ve en cada uno a un egoísta y teme al egoísta. Presume de cada uno lo peor y toma todas sus precauciones, precauciones de policía, para que «ningún agravio se haga al Estado», ne quid Respublica detrimenti capiat.[126] El Yo sin freno — que somos todos de nacimiento y permanecemos siempre en nuestro fuero interno — es en el Estado un criminal incorregible. Cuando un hombre toma por guías su audacia, su voluntad, su ausencia de escrúpulos v su ignorancia del miedo, el Estado y el pueblo lo rodean de espías. ¿El pueblo? — ¡Sí, buenas gentes, el pueblo! — ¡No saben todavía todo lo que le deben! — El pueblo es policíaco de alma y solo aquel que reniega de su Yo, que practica la «renuncia de sí mismo», obtiene su aceptación. En el libro de que se trata, Bettina, que tiene buen corazón, no considera al Estado más que como un enfermo y cuenta con su curación, curación que aguarda de la terapéutica de los «demagogos».[127] Sólo que el Estado no está enfermo: está, por el contrario, en perfecta salud desde el momento que mantiene a distancia a los demagogos que quieren sangrarlo en provecho de los individuos, en provecho de todos. Sus fieles son los mejores demagogos, los mejores pastores del pueblo que puede desear. De creerle a Bettina «el Estado debe desarrollar el germen de libertad que encierra la humanidad; si no, no es mas que una madre desnaturalizada»,[128] No puede ser otra cosa, porque por el hecho mismo de preocuparse del bien de la «humanidad», el individuo no es ya para él más que carroña. ¡Qué justa es, pues, la respuesta del alcalde![129]«¡Cómo! ¿No tendría el Estado otro deber que el de guardar enfermos incurables?» — ¡Vamos! En todo tiempo el Estado sano se ha amputado sus miembros enfermos y no se ha hecho enfermero. No tiene necesidad de ser tan economizador de su savia; cortemos sin vacilar las ramas viciosas, a fin de que las demás florezcan. No hay que asombrarse de la dureza del Estado; su moral, su política y su religión hacen de esa dureza una ley; que no se lo acuse de insensibilidad; su corazón sufre de hacer víctimas; pero la experiencia le ha enseñado que esa dureza es su única salvación. Hay enfermedades que no se pueden curar más que por el empleo de remedios heroicos. ¡El médico que, habiendo reconocido una de esas enfermedades, no recurre más que a un paliativo anodino, no la curará jamás y dejará morir a su paciente después de más o menos largos sufrimientos! Está perfectamente, pero no diré otro tanto de la pregunta de la señora Consejera: «¿Es curar emplear la muerte como medio curativo?» ¡Eh, querida señora, no es a sí mismo a quien el Estado da la muerte, sino a un miembro gangrenado! Arranca el ojo que le escandaliza, etc. «La única vía de salvación para el Estado enfermo es hacer prosperar en él mismo al hombre».[130] Si, como lo hace Bettina, se entiende aquí por el hombre la idea «Hombre»; tiene razón: el Estado «enfermo» se curará a medida que «el Hombre» sea más floreciente, porque cuando más poseídos están los individuos de «el Hombre», más se afirma el Estado. Pero si por el hombre se entiende el individuo, la muchedumbre de las unidades humanas (y hacia ese sentido se inclina el autor poco a poco, porque no ha definido claramente al partir el término que emplea), la frase citada anteriormente equivale, poco más o menos, a lo siguiente: El único medio de salvación para una compañía de bandidos, ¡es hacer prosperar en ella a un burgués leal! Pero si lo hicieran se arruinarían como banda de ladrones, y por eso prefieren liquidar a todo el que se quiera convertir en un «hombre estable». Bettina, en ese libro, es patriota y hasta filantrópica; su meta es la felicidad de los hombres. Está tan descontenta del orden establecido como su heroína lo está de todos los que querían volver a las buenas creencias antiguas con todas sus consecuencias. Pero atribuye la corrupción del Estado a las personas de la política, de la administración, de la diplomacia, en tanto que éstos hacen ese mismo reproche a los malvados, a «los seductores del pueblo». ¿Qué es el criminal común sino el que comete el error fatal de tocar lo que es del pueblo en lugar de buscar lo que es de él? Ha deseado el bien despreciable, el bien de otro; ha hecho lo que hacen los devotos; ha aspirado a lo que pertenece a Dios. ¿Qué hace el sacerdote que exhorta a un criminal? Le muestra la falta inmensa en que ha incurrido al profanar lo que el Estado había consagrado, de llevar una mano sacrilega sobre la propiedad del Estado (se comprende igualmente bajo este título la vida de los que forman parte del Estado). ¿No valdría más que el sacerdote le hiciese comprender que si se ha degradado es no despreciando el bien de otro, teniéndolo por digno de ser robado? Es lo que podría hacer si no fuese un sacerdote. Hablen a dicho criminal como hablarían a un egoísta y tendrá vergüenza, no de haber atentado contra las leyes y los bienes, sino de haber juzgado a las leyes dignas de ser violadas y a los bienes dignos de ser codiciados; tendrá vergüenza de no haberlos despreciado a ustedes y a lo suyo y de haber sido demasiado poco egoísta. Pero no son capaces de hablarle en la lengua del egoísmo, porque ustedes, que no profanan nada, no son tan grandes como un criminal. No saben que el Yo no puede dejar de ser criminal, que para él vivir es transgredir. Deberían, sin embargo, saberlo, ustedes que creen que «todos, sin excepción, somos pecadores»; pero piensan poder elevarse de un vuelo por encima del pecado; no aprenden, en su miedo del diablo, que por su culpabilidad se mide el valor de un hombre. ¡Ah! ¿Si ustedes fueran culpables? Pero no, ustedes son «justos». ¡Pues bien, procuren que todo sea correcto (legal)... para su maestro! En un código criminal redactado por la conciencia cristiana o por el hombre, según Cristo, la noción de crimen esta íntimamente ligada a la de falta de corazón, y no puede ser separada de ella. Es un crimen todo ataque al amor, toda ruptura de una relación sentimental, toda muestra de insensibilidad para con un ser sagrado. Cuanta más cordialidad implica una relación, más culpable es el que la pisotea, y más digno de castigo es su crimen. El señor tiene derecho al amor de cada uno de sus súbditos; renegar de ese amor es un crimen de alta traición que merece la muerte. El adulterio es una falta de corazón digna de ser castigada; se necesita no tener corazón para cometerlo, no tener ni entusiasmo ni pasión por la santidad del matrimonio. En tanto que el corazón dicte las leyes, sólo el hombre de corazón o el hombre sentimental goza de su protección. Decir que el hombre sentimental hace las leyes, equivale propiamente a decir que es el hombre moral quien las hace: lo que condenan es lo que choca con el «sentido moral» de ese hombre. ¿Cómo no sería malvado y criminal todo lo que corta brutalmente los lazos más venerables, por ejemplo, la infidelidad, la apostasía, el perjurio, en síntesis, toda ruptura radical? El que rompe con esas exigencias del corazón se hace enemigo de todos los hombres morales, de todos los hombres de sentimiento. Los Krummacher[131] y consortes son las personas que hacen falta para redactar un código penal del corazón y darle homogeneidad: cierto proyecto de ley lo atestigua. Para ser consecuente, la legislación del Estado cristiano debe ser exclusivamente obra de los sacerdotes; no será homogénea, no tendrá espíritu de consecuencia, sino a condición de haber sido elaborada por servidores de los sacerdotes, que no son nunca más que semi-sacerdotes. Entonces, y sólo entonces, todo defecto de sensibilidad, toda falta de corazón será calificada de crimen inexpiable; toda rebelión de sentimiento será condenable, toda objeción de la crítica y de la duda será marcada con un anatema; entonces, en fin, el individuo será convencido ante el tribunal de la conciencia cristiana de ser radicalmente criminal. Los hombres de la Revolución han hablado a menudo de las «justas represalias» del pueblo, como de su «derecho». Aquí, venganza y derecho se confunden. ¿Es esa la relación de un Yo a otro Yo? El pueblo exclama que el partido adverso ha cometido para con él un «crimen». ¿Puedo admitir explícitamente que alguno es criminal respecto a mí, sin admitir implícitamente que está obligado a obrar como me parezca bien? Esta última manera de actuar es la que yo llamo buena, justa, etc., y llamo crimen la conducta contraria. Pienso, pues, qué los demás deberían tender al mismo objeto que yo, es decir, que no los trato como «únicos» que tienen en sí mismos su ley y su norma de vida, sino como seres que deben obedecer a una ley «racional» cualquiera. Yo defino lo que se debe entender por «Hombre» y por «verdaderamente humano», y exijo que cada cual haga de lo que yo he erigido en ley su regla y su ídolo, bajo pena de no ser más que «un pecador y un criminal». Y el «culpable» cae bajo «el peso de la ley». Es evidente que de nuevo es el «Hombre» quien engendra los conceptos de crimen, de pecado, y en consecuencia, el de derecho. Un hombre en quien yo no reconozco al Hombre es un «pecador», un «culpable». No se puede ser criminal sino respecto a algo sagrado. En cuanto a Mí, tú no serás nunca criminal, no puedes ser más que mi adversario. Pero ya es criminal no odiar al que ofende a una cosa sagrada; la acusación de Saint-Just a Dantón lo atestigua: «¿No eres criminal y responsable de no haber odiado a los enemigos de la patria?» Si se adopta la idea de la revolución, y si se entiende por «Hombre» al «buen ciudadano», de este concepto del Hombre van a derivarse todos los «delitos y crímenes políticos». En todo eso, es el individuo, el hombre individual, quien pasa por monstruo, en tanto que el hombre abstracto es honrado con el título de «Hombre». Sea cualquiera el nombre que se de a ese fantasma, ya se le llame cristiano, judío, musulmán, buen ciudadano, súbdito leal, libertado, patriota, etc., ante el «Hombre» victorioso caen tanto los que quisieran realizar una concepción diferente del Hombre, como los que quieren realizarse ellos mismos. ¡Y con qué fervor religioso se degüellan en nombre de la ley, del pueblo soberano, de Dios, etc.! Cuando los perseguidos han recurrido a la astucia para escapar a la severidad de sus gazmoños jueces, se les acusa de «hipócritas»; es, por ejemplo, el reproche que hace Saint-Just a los que acusa en su discurso contra Dantón.[132] Hay que ser un loco y entregarse a su Moloch. Los crímenes surgen de las «ideas fijas». La santidad del matrimonio es una idea obsesiva. De que la fe conyugal es sagrada, se sigue que traicionarla es criminal y, en consecuencia, cierta ley matrimonial castiga el adulterio con una pena más o menos grave. Pero los que proclaman la sacrosantidad de la libertad deben considerar esa pena como un crimen contra la libertad; y sólo bajo ese punto de vista la opinión pública reprueba la ley de matrimonio. La Sociedad quiere, es cierto, que cada uno obtenga su derecho; pero este derecho no es sino aquél que la Sociedad ha sancionado; es el derecho de la Sociedad y no de cada uno. Yo, por el contrario, fuerte con mi propio poder, tomo o me doy un derecho, y frente a todo poder superior al mío, soy un criminal incorregible. Poseedor y creador de mi derecho, no reconozco otra fuente del derecho que Yo, y no Dios, ni el Estado, ni la Naturaleza, ni siquiera el hombre con sus eternos «Derechos del Hombre»; no reconozco derecho humano, ni derecho divino. Derecho en sí y para sí. ¡Por lo tanto en modo alguno relativo a mí! Derecho absoluto. ¡Separado de mí! ¡Un ser en sí y para sí! ¡Un absoluto! ¡Un derecho eterno como una verdad eterna! El derecho, tal como lo conciben los liberales, me obliga, porque es una emanación de la razón humana, frente a la cual mi razón no es más que sinrazón. Antes se condenaba en nombre de la razón divina a la débil razón humana; hoy, en nombre de la poderosa razón humana, se condena a la razón egoísta, la que es rechazada como una sinrazón. Y, sin embargo, no hay razón más real que esa sinrazón. Ni la razón divina, ni la razón humana tienen realidad; sólo Tu razón y Mi razón son reales, precisamente por que Tú y Yo somos reales. Por su origen, el derecho es un pensamiento; es mi pensamiento, es decir, tiene su fuente en Mí. Pero tan pronto como ha brotado fuera de Mí al pronunciar la palabra, el Verbo se ha hecho carne, y ese pensamiento se convierte en una idea obsesiva. Desde entonces no puedo ya desembarazarme de ella; a cualquier lado que me vuelva, ella se levanta ante mí. Así los hombres han llegado a ser ya incapaces de dominar esa idea del derecho que ellos mismos han creado; su propia criatura los ha reducido a la esclavitud. En tanto que lo respetamos como absoluto, no podemos ya utilizarlo y nos consume nuestro poder creador. La criatura es más que el creador, es en sí y para sí. Una vez que ya no le permitas vagar con libertad, que lo hagas volver a su fuente, es decir, a ti, será Tu derecho; será justo lo que para ti sea justo. El derecho ha sido atacado en su propio terreno y con sus propias armas cuando el liberalismo ha declarado la guerra al «privilegio». Privilegio e igualdad de derechos: en lomo de estas dos ideas se da un combate encarnizado. ¿Pero hay en el mundo un poder, uno solo, sea un poder imaginario como Dios, la ley, etc., o un poder real como tú y yo, ante el cual no sean todos perfectamente «iguales en derechos», es decir, equivalentes sin acepción de persona? Dios ama igualmente a cada uno de los que le adoran; la ley mira con ojos igualmente favorables a cualquiera que es legal; que el adorador de Dios o de la ley sea jorobado o paralítico, pobre o rico, poco importa a Dios y a la ley; de igual modo, si tú estás a punto de ahogarte, quieres tanto tener por salvador a un negro como al más puro de los caucásicos; hasta un perro no tiene para ti en ese momento menos valor que un hombre. Pero a la inversa: ¿hay en el mundo alguien que pueda no experimentar para cada cual ya una «predilección» ya una «repulsión?» Dios persigue a los malvados con su cólera; la ley castiga al que se sale de la legalidad; y tú mismo, ¿no tienes tu puerta abierta a todas horas a uno y cerrada a otro? La «igualdad de derechos» no es más que un engaño, porque no significando derecho ni más ni menos que autorización, el derecho que se nos reconoce no es más que un favor que se nos concede. Este favor puede uno, por otra parte, deberlo a su mérito, porque mérito y gracia de ningún modo son contradictorios, puesto que la gracia que se nos hace debe ser también «merecida»: No otorgamos el favor de una sonrisa más qué al que ha sabido arrancárnosla. Se sueña con ver poner a «todos los ciudadanos sobre una base de igualdad». Evidentemente, en cuanto ciudadanos, son todos iguales ante el Estado; pero éste, siguiendo el fin particular que persigue, distingue entre ellos, selecciona a unos y descuida a otros; debe, además, distinguir entre ellos para separar a los buenos ciudadanos de los malos, etc. Bruno Bauer se basa, para resolver su cuestión judía, sobre la ilegitimidad del «privilegio». Como el judío y el cristiano tienen cada cual alguna ventaja sobre el otro, y como es exclusivamente esta tenencia particular la ventaja y lo que hace de cada uno lo que es y lo que lo opone al otro, el valor de la misma es nulo a los ojos de la crítica. El reproche que puede dirigírseles se dirige igualmente al Estado, que legitima esa ventaja y la consagra como un «privilegio», privándose por eso mismo de toda esperanza de llegar a ser jamás «Estado libre». Pero si alguno tiene alguna cosa más que otro, es uno mismo, es su unicidad; por eso sólo cada cual sigue siendo excepcional y exclusivo. Cada cual hace valer lo más que pueda su peculiaridad ante un tercero, y procura hacerla aparecer todo lo atractiva posible. Ese tercero, ¿debe ser insensible a la diferencia que comprueba entre el primero y el segundo? ¿Es eso lo que se exige del Estado libre o de la Humanidad? Deberían, en ese caso, no interesarse absolutamente en nada, estar cerrados a toda simpatía, sea para lo que sea. No se imagina uno tal indiferencia, ni de parte de Dios (que separará los suyos de los malvados), ni de parte del Estado (que distingue a los buenos ciudadanos de los malos). Lo que se busca, sin embargo, es precisamente ese tercero, que no concedería ya ningún «privilegio». Y se le llama Estado libre, o de otro modo, Humanidad. Los judíos y los cristianos, a quienes Bruno Bauer ha fulminado con su desprecio por su pretensión a «prerrogativas», deberían poder y querer renunciar, por abnegación o desinterés, al punto de vista en que se acantonan. Si se despojasen de su «egoísmo», ese sería el fin de sus culpas recíprocas y, al mismo tiempo, el fin de toda religiosidad judía o cristiana. Bastaría que dejasen de pretender ser seres «distintos». Pero aun suponiendo que renunciasen a su exclusivismo, no abandonarán por eso el campo de batalla en el que su hostilidad se ha ejercitado tanto tiempo; encontrarían, cuanto más, un terreno neutral sobre el cual podrían abrazarse: una «religión universal», una «religión de la Humanidad», ¡qué sé yo!, un acomodamiento, en una palabra, y se contentarían con lo primero que llegase; por ejemplo, lo conversión de todos los judíos al Cristianismo (otro medio de poner fin a los «privilegios» de unos y otros) sería una cosa muy conveniente. Se suprimiría, en verdad, la discordancia; pero esta discordancia no es la esencia de los dos antagonistas, no es más que el efecto de su aproximación. Siendo diferentes deben necesariamente estar en desacuerdo, y la desigualdad subsistirá siempre. No es una falta que te resistas contra mí y que afirmes tu particularidad, tu individualidad: no tienes que ceder ni que renegar de ti mismo. Se toma la antítesis en un sentido demasiado formal y demasiado restringido cuando uno se dedica simplemente a «resolverla» para dar lugar a una «síntesis». Se debería, por el contrario, acentuar aún la oposición. En cuanto judío y cristiano, no están aún bastante radicalmente opuestos, no están en desacuerdo más que con motivo de la religión, y eso es como si riñeran por la barba del Emperador o cualquier otra bagatela. Enemigos desde el punto de vista de la religión, son en cuanto al resto, buenos amigos, y como hombres, por ejemplo, iguales. Sin embargo, ese resto mismo difiere de todo en todo, y sólo cuando se conozcan a fondo, cuando cada uno de ustedes se afirme único desde los pies a la cabeza, podrá cesar esa opinión que no han hecho hasta el presente más que disimular. Entonces, en fin, la antítesis será resuelta, pero por la sola razón de que una más fuerte la habrá absorbido. Nuestra debilidad no es ser opuestos a los demás, sino no serles radicalmente opuestos, es decir, no ser totalmente distintos de ellos, o también buscar un «punto de unión», un lazo, y hacer de ese punto de unión nuestro ideal. ¡Una Fe, un Dios, una Idea, un solo sombrero para todas las cabezas! ¡Si todas las cabezas estuviesen bajo él mismo sombrero, nadie, verdad es, tendría que descubrirse ante los demás! La última oposición y la más radical, la del Único al Único, está en el fondo, bien lejos de lo que se entiende por oposición, sin recaer por eso en la unidad y la identidad. En cuanto único, tú no tienes ya nada de común con nadie, y por eso mismo nada ya de inconciliable o de hostil. Tú no pides ya a un tercero que reconozca tu derecho contra él, ni te mantienes ya con él en el «terreno del derecho» ni en ningún otro terreno común. La oposición se resuelve en una separación, en una unicidad radical. Esta, es cierto, podría pasar por un nuevo rasgo común, por un rasgo de semejanza; pero la semejanza consistiría aquí precisamente en la diferencia y no sería ella misma más que diferencia; una diferencia semejante, pero sólo a los ojos de los que se divierten en hacer comparaciones. La polémica contra el privilegio es uno de los rasgos característicos del liberalismo; excomulga al «privilegio» por la devoción por el «derecho»; pero debe abstenerse de esa excomunión platónica, porque no siendo los privilegios más que aspectos particulares del derecho, no caerán antes que el derecho mismo. El derecho no volverá a la nada más que cuando haya sido absorbido por la fuerza, es decir, cuando se haya confirmado que «la fuerza es anterior al derecho». Entonces todo derecho se revelará como privilegio, y el privilegio mismo aparecerá bajo su verdadera luz como potencia, potencia preponderante. Pero ese combate del poder contra el poder más grande, ¿no se presentará bajo un aspecto totalmente distinto que ese tímido combate contra el privilegio que no se da más que ante un juez, el «derecho», y según el espíritu de ese juez? No me queda, para acabar, sino suprimir de mi vocabulario la palabra derecho, que sólo he requerido mientras indagaba sus entrañas, no pudiendo evitar, al menos provisionalmente, el nombre. Pero en el presente la palabra no tiene ya sentido. Lo que yo llamaba derecho no es, en modo alguno, un derecho, pues un derecho no puede ser conferido más que por un Espíritu, ya sea este Espíritu de la naturaleza, de la especie, de la humanidad, o de Dios, de Su Santidad, de Su Eminencia, etc. Lo que yo poseo independientemente de la sanción del Espíritu, lo poseo sin derecho, lo poseo únicamente por mi poder. No reivindico ningún derecho, ni tengo, pues, ninguno que reconocer. Aquello de lo que puedo apoderarme, lo tomo y me lo apropio; sobre lo que se me escapa, no tengo ningún derecho y no me doy aires hablando de mis «derechos imprescriptibles». El derecho absoluto arrastra en su caída a los derechos mismos, y con ellos se derrumba la soberanía del concepto del derecho. Porque no debe olvidarse que hasta ahora hemos sido dominados por ideas, conceptos, principios y que, entre tantos Señores, la idea de derecho o la idea de justicia ha desempeñado uno de los principales papeles. ¿Legítimo o ilegítimo, justo o injusto, qué me importa? Lo que me permite mi poder, nadie más tiene necesidad de permitírmelo; él me da la única autorización que me hace falta. El derecho es la alucinación con la que nos ha agraciado un fantasma; el poder soy Yo, que soy poderoso, poseedor del poder. El derecho está por encima de Mí, es absoluto, existe como un ser superior que me lo concede como un favor; es una gracia que me hace el juez. El poder y la fuerza sólo existen en Mí, que soy el Poderoso y el Fuerte. **** II. Mis relaciones En la sociedad nos es permitido satisfacer, cuanto más, las exigencias del hombre; las del egoísta tienen que ser siempre sacrificadas. No hay nadie que no haya observado el apasionado interés que la época actual demuestra por la «cuestión social», con preferencia a toda otra cuestión, y que no haya, en consecuencia, dirigido especialmente su atención sobre la sociedad. Sin embargo, si ese interés estuviera menos cegado por la pasión, no se perdería de vista al individuo para no ver más que la sociedad, y se reconocería que una sociedad no puede renovarse en tanto que sus elementos envejecidos no sean reemplazados por otros. Suponiendo, por ejemplo, que se formase en el seno del pueblo judío una sociedad destinada a esparcir sobre la tierra un nuevo evangelio, no convendría que esos apóstoles continuasen siendo fariseos. Tal cual eres tú, tal te mostrarás y te portarás con los hombres: si hipócrita, como hipócrita; si cristiano, como cristiano. Por eso el carácter de una sociedad está determinado por el carácter de sus miembros: ellos son sus creadores. Este es un punto que salta a la vista, aún si no se quiere cuestionar la noción misma de «sociedad». Los hombres, muy lejos de procurar alcanzar su completo desarrollo y hacerse valer, hasta el presente ni siquiera han sabido fundar sus sociedades sobre «ellos mismos»; más aún, no han sabido hasta aquí más que fundar «sociedades» y vivir en sociedad. Esas sociedades fueron en todo tiempo personas, personas poderosas, las llamadas personas «morales», fantasmas, que inspiraban al individuo la locura oportuna, el miedo a los fantasmas. Todos los fantasmas que se respetan llevan un nombre: se llaman «pueblos». Hubo un pueblo de los antepasados, un pueblo de los helenos, etc., y existe hoy el pueblo de los hombres, la humanidad (Anacharsis Cloots[133] soñaba con una «nación de la humanidad»); vinieron después las subdivisiones de ese pueblo, que encerraba sus sociedades particulares: pueblo español, pueblo francés, etc.; estas ultimas se dividieron a su vez en castas, en ciudades, en corporaciones; en suma, en todas las agrupaciones posibles, hasta llegar al minúsculo pueblecillo que es la familia. En lugar de decir que la persona que hasta el presente ha hechizado todas las sociedades fue el pueblo, se podría nombrar en su lugar uno de los dos extremos, la familia o la humanidad, que son las dos unidades más naturales. Preferimos, sin embargo, la palabra «pueblo»: primero, porque su etimología lo relaciona con la palabra griega polloi, el número, la muchedumbre; después, y sobre todo, porque las «reivindicaciones populares» están hoy a la orden del día, y los revolucionarios más contemporáneos no se han despojado aún de su idolatría por esa ilusoria persona; esta última consideración, sin embargo, sería apropiada más bien para inclinarnos a escoger el término «humanidad», siendo hoy la «humanidad» con lo que todo el mundo sueña. Así, pues, el pueblo, la humanidad o la familia, han ocupado hasta el presente, según parece, la escena de la historia: ningún interés egoísta era tolerado en esas sociedades; únicamente los intereses de una colectividad, los de una nación o los del pueblo, los de la casta, los de la familia y los «intereses generales de la humanidad» podían representar allí un papel. ¿Pero quién ha llevado a su pérdida a los pueblos cuya caída nos cuenta la historia? El egoísta que busca su propia satisfacción. Cada vez que un interés egoísta se insinuó, allí la sociedad se «corrompió» y marchó a su desorganización; el pueblo romano y el perfeccionamiento de su derecho privado, o el cristianismo y su incesante invasión por el «libre examen», la «conciencia de sí», la «autonomía del espíritu», etc., son buenos ejemplos. El pueblo cristiano ha producido dos sociedades que durarán lo que él mismo dure: el Estado y la Iglesia. ¿Se las puede llamar asociaciones de egoístas? ¿Perseguimos en ellas un interés egoísta, personal, individual, o perseguimos un interés popular (por ser del pueblo cristiano) bajo el nombre de interés del Estado o de interés de la Iglesia? ¿En ellas me es posible ser yo mismo? ¿ellas me lo permiten? ¿Puedo pensar y obrar como quiera, puedo manifestarme, afirmarme, agotar mi propia existencia? ¿No tengo que dejar intactas la majestad del Estado y la santidad de la Iglesia? Así, entonces, lo que yo quiero no lo puedo. ¿Pero hay una sociedad, sea la que sea, en que yo pueda hallar esa libertad de acción ilimitada? ¡No! ¿Y una sociedad es capaz de satisfacernos? ¡De ninguna manera! Es una cosa completamente distinta chocar con otro Yo que chocar con un pueblo, con una generalidad. En el primer caso, mi adversario y yo combatimos de igual a igual; en el segundo, yo soy un adversario desgraciado, encadenado y mantenido en tutela. Contra otro Yo, soy un varón contra otro varón; frente al «pueblo» soy un escolar que no puede atacar a su camarada sin que este último llame al papá y la mamá: cuando se ha refugiado detrás de unas faldas, a mí, al niño malcriado, se me regaña y «se me prohíbe discutir». Un Yo es un enemigo en carne y hueso; ¡traten, en cambio, de atacar y de derribar a la humanidad, una abstracción, una «majestad», un fantasma! Pero no hay majestad, no hay santidad que pueda decirme: no irás más allá; nada puede impedirme tomar aquello de lo que puedo hacerme dueño. El límite a mi poder es solo aquello que yo no pueda vencer y en cuanto mi poder es limitado, no soy más que un Yo limitado; limitado, no por el poder exterior, sino porque me falta aún poder propio, por mi propia impotencia. Pero, «¡la guardia muere pero no se rinde!»[134] ¡Denme tan sólo un adversario vivo! Yo mediré mis fuerzas con cualquier adversario al que con la mirada pueda ver y medir, que de valor él mismo lleno, de valor me inflama... etc.[135] Es cierto que con el tiempo se han abolido muchos privilegios, pero teniendo en cuenta siempre al bien público únicamente, o al Estado, o al bien del Estado, pero nunca mirando a mi propio bien. El vasallaje, por ejemplo, fue abolido con el único fin de reforzar el poder de un señor único, del señor del pueblo, el poder monárquico; la servidumbre así monopolizada se hizo más abrumadora. Los privilegios han caído sólo en favor de un monarca, ya se lo llame Príncipe o se lo llame Ley. En Francia, en verdad, los ciudadanos ya no son siervos del Rey, pero en cambio ahora son siervos de la ley (la Carta). La subordinación persiste; sólo que, habiendo reconocido el Estado cristiano que el hombre no puede servir a dos señores a la vez (a su señor feudal y al Príncipe, por ejemplo), todos los privilegios se han dado a uno solo: él puede de nuevo colocar a uno sobre otro y crear «altas posiciones». ¿Pero qué me importa el bien público? Por lo mismo que es el bien público, no es mi bien, sino el grado supremo de la abnegación. Yo puedo tener el estómago vacío, mientras que el bien público está en un festín. La verdadera locura de los liberales políticos es oponer el Pueblo al gobierno y hablar de derechos del Pueblo. Ellos quieren que el Pueblo sea mayor de edad, etc. ¡Como si una palabra pudiera ser mayor de edad! Sólo el individuo puede ser mayor de edad. Igualmente, toda la cuestión de la libertad de la prensa no tiene ya pies ni cabeza, si se pretende hacer de esa libertad un «derecho del Pueblo»: es simplemente un derecho o, para decirlo mejor, una consecuencia de la fuerza del individuo. Si es el Pueblo el que tiene la libertad de prensa, yo, que formo parte de ese Pueblo, no disfruto de ella: una libertad del Pueblo no es mi libertad, y si la libertad de prensa es una libertad del Pueblo, será necesariamente acompañada de una ley sobre la prensa dirigida contra mí. Lo que sobre todo se debe hacer valer bien en presencia de las tendencias liberales actuales, es que: La libertad del Pueblo no es mi libertad. Admitamos esas categorías, libertad del Pueblo y derecho del Pueblo, pero, por ejemplo, el derecho «del Pueblo» de que cualquiera pueda portar armas. ¿No es ese un derecho del que uno puede ser privado? Si fuese mi propio derecho, yo no podría perderlo; pero ese derecho no me pertenece, pertenece al Pueblo; por lo tanto puede serme arrebatado. Por causa de la libertad del pueblo yo puedo ser enviado a prisión, y puedo, como consecuencia de una condena, ser privado del derecho de llevar armas. El liberalismo aparece como la última tentativa para instaurar la libertad del Pueblo, la libertad de la comunidad, de la «Sociedad», de la generalidad, de la Humanidad. Yo veo en él el sueño de una humanidad mayor de edad, de un pueblo mayor de edad, de una comunidad, de una «Sociedad» mayores de edad. Un pueblo no puede ser libre sino a expensas del individuo, porque su libertad no le corresponde más que a él y no es la liberación del individuo: cuando más libre es el pueblo, más atado está el individuo. Fue en la época de su mayor libertad cuando el pueblo griego estableció el ostracismo, desterró a los ateos e hizo beber la cicuta al más honesto de sus pensadores. ¡Cuánto se ha alabado en Sócrates el escrúpulo que le hizo rechazar el consejo de fugarse de su calabozo! Fue de su parte pura locura dar a los atenienses el derecho de condenarlo. Así, ha sido tratado sólo como lo merecía; ¿por qué se dejó arrastrar por los atenienses a empeñar la lucha en el terreno en que ellos se habían colocado? ¿Por qué no romper con ellos? Si hubiera sabido, si hubiera podido saber lo que él era, no hubiera reconocido a tales jueces ninguna autoridad ni ningún derecho. Si fue débil, fue precisamente por no huir, guardando la ilusión de que tenía todavía algo de común con los atenienses, e imaginándose no ser más que un miembro, un simple miembro de aquel pueblo. El era más bien aquel mismo pueblo en persona y sólo él podía ser su juez. No había juez por encima de él: ¿no había él pronunciado, por otra parte, su sentencia? El se había juzgado digno del Pritáneo. Tendría que haberse atenido a esto, y ya que no había pronunciado contra sí mismo ninguna sentencia de muerte, hubiera debido fugarse despreciando la sentencia de los atenienses. Pero se subordinó y aceptó al pueblo por juez. Se sentía pequeño ante la majestad del pueblo. Inclinarse, como si hubiera sido ante un «derecho», ante la fuerza que no hubiera debido reconocer sino sucumbiendo a ella, era virtuoso, era traicionarse a si mismo. La leyenda atribuye los mismos escrúpulos a Cristo que, se dice, no quiso servirse de su poder sobre las legiones celestes.[136] Lutero fue más prudente; hizo bien en exigir que le entregasen un salvoconducto en buena forma, antes de aventurarse en la dieta de Worms; y Sócrates tendría que haber sabido que los atenienses no eran más que sus enemigos y que sólo él era su propio juez. La ilusión de una «justicia», de una «legalidad», etcétera, hubiera debido disiparse ante esta consideración: que toda relación es una relación de fuerza, una lucha de poder a poder.[137] La libertad griega pereció miserablemente en medio de los embrollos y de las intrigas; ¿Por qué? Porque el resto de los griegos estaba todavía más lejos de las conclusiones que ni siquiera Sócrates — su héroe del pensamiento — había podido alcanzar. ¿Qué es la argucia, sino el arte de explotar en provecho propio lo existente sin destruirlo? Entre esas gentes de argucia, contamos a los teólogos que «comentan e interpretan» la palabra de Dios. ¿De dónde colgarían sus glosas si la palabra divina no fuera un texto «presente» y reputado inmutable? Lo mismo sucede, por otra parte, con los liberales que no se acercan al «presente» más que para criticarlo e interpretarlo; todos ellos no son más que falsificadores, exactamente como los que falsifican el derecho. Sócrates se había inclinado ante el derecho y ante la ley, y los griegos continuaron admitiendo la autoridad del derecho y de la ley; pero sólo cuando les convenía, y por eso usaron la intriga y falsearon el derecho. Con Alcibíades, ese genial intrigante, comienza el período de la decadencia ateniense; el espartano Lisandro, y muchos otros, atestiguan que la intriga se había esparcido como una lepra por toda la Grecia. Los Estados griegos se derrumbaron, poniendo en libertad a los individuos, a consecuencia de que el derecho griego, sobre el cual reposaban, fue, en esos mismos Estados, minado y quebrantado por los egoístas. El pueblo griego cayó porque a los individuos les preocupaba menos este pueblo que ellos mismos. Estados, Constituciones, Iglesias, etc., se han desvanecido siempre que el individuo ha levantado la cabeza, porque el individuo es el enemigo irreconciliable de todo lo que tiende a sumergir su voluntad bajo una voluntad general, de todo lazo, es decir, de toda cadena. ¡Sin embargo, todavía hoy hay quién se imagina que el hombre no puede vivir sin tener «lazos sagrados». ¡El hombre, ese enemigo mortal de todo lazo! La historia de los pueblos nos demuestra que el hombre lucha infatigablemente contra toda cadena, cualquiera que ésta sea; y sin embargo, la gente cierra los ojos ante la evidencia, y se sueña todavía y se cree haber encontrado algo nuevo y sólido cuando se impone al hombre lo que se llama una «constitución liberal»: una hermosa cadena constitucional. Las cintas decorativas y todos los vínculos de confianza y de amor que unen a los súbditos de un Estado con la conformidad de él, acaban, en verdad, por enseñar un poco la trama aunque la gente no haya progresado mucho. Todo lo sagrado es un lazo, una cadena. Todo lo sagrado es y tiene que ser tergiversado por falsarios; así se encuentran en nuestra época una multitud de ellos en todas las esferas. Preparan la ruptura con el derecho, la supresión del derecho. ¡Pobres atenienses, a quienes se acusa de argucia y de sofística! ¡Pobre Alcibíades, al que se acusa de intriga! Eso es, justamente, lo mejor que ustedes tenían, ése era su primer paso hacia la libertad. Sus Esquilo, Herodoto y demás, sólo querían la libertad del pueblo griego. Ustedes, en cambio, vislumbraron por vez primera algo de su libertad. Todo pueblo oprime a quienes elevan por encima de su majestad; por el ostracismo amenaza al ciudadano demasiado poderoso, por la inquisición al hereje, y por la... Inquisición al traidor al Estado. Dado que el pueblo no se preocupa más que de mantenerse y de afirmarse, reclama de cada uno una abnegación patriótica. El individuo en sí le es indiferente, una nada, y el pueblo no debe hacer, ni aun permitir, que el individuo lleve a cabo lo que sólo él es capaz de cumplir, surealización. Todo pueblo, todo Estado, es injusto con los egoístas. Mientras permanezca en pie una sola institución que el individuo no pueda aniquilar, la individualidad y la autonomía del Yo estarán todavía muy lejos. ¿Cómo hablar de libertad, mientras deba, por ejemplo, ligarme por juramento a una Constitución, a una Carta, a una ley, mientras deba jurar pertenecer en cuerpo y alma a mi pueblo? ¿Cómo ser Yo mismo si mis facultades no pueden desarrollarse, sino en la medida que no turben la armonía de la Sociedad? (Weitling). La caída de los pueblos y de la humanidad, será la señal de Mi elevación. ¡Escucha! En el momento mismo en que escribo estas líneas, las campanas se han puesto a sonar; llevan a lo lejos un alegre mensaje: mañana se celebran los 1000 años de existencia de nuestra querida Alemania.[138] ¡Qué suenen las campanas, las campanas de los funerales! Su voz es tan solemne y tan grave, que parece que sus lenguas de bronce son movidas por un presentimiento y que escoltan a un muerto. El pueblo alemán y los pueblos alemanes, tienen tras sí diez siglos de historia; ¡qué larga vida! ¡Que desciendan entonces a la tumba para no levantarse jamás, y que sean libres los que han tenido encadenados por tanto tiempo! ¡El pueblo ha muerto, viva Yo! ¡Oh tú, mí torturado pueblo alemán! ¿Cuál ha sido tu sufrimiento? Era la tortura de un pensamiento que no puede engendrar un cuerpo, el tormento de un Espíritu errante que se desvanece cuando canta el gallo, y que aspira, sin embargo, a su salvación y a su realización. ¡En Mí también has vivido largo tiempo, querido pensamiento, querido fantasma! Ya creía haber encontrado la palabra mágica que te redimiría, ya creía haber descubierto carne y hueso para vestir al Espíritu errante; y de pronto oigo el doblar de las campanas que te conducen al reposo eterno y así vuela la última esperanza y el último amor se extingue. Yo me despido de la desierta mansión de los muertos, y atravieso la puerta, de aquel... que vive. Porque sólo los vivos tienen razón ¡Adiós, entonces, ensueño de tantos millones de hombres; adiós, tú, que durante mil años has tiranizado a tus hijos! Mañana se te depositará en tierra; pronto tus hermanas, las naciones, te seguirán. Cuando todas hayan partido detrás tuyo la humanidad será enterrada, y sobre su tumba, Yo, mi único Señor al fin... Yo, su heredero, reiré. La palabra Gesellscbaft (sociedad) tiene por etimología la palabra Sal (sala). Cuando en una sala hay varias personas reunidas, esas personas están en sociedad. Ellas están en sociedad; constituyen, cuando más, una sociedad de salón. En cuanto a las verdaderas relaciones sociales, son independientes de la sociedad; pueden existir o no existir, sin que la naturaleza de lo que se llama sociedad sea alterada. Las relaciones implican reciprocidad, son el comercio (commeráum) de los individuos. La sociedad no es más que la ocupación en común de una sala; las estatuas, en una sala de museo, están en sociedad, están agrupadas. La gente acostumbra a decir que «tenemos» este salón en común, cuando en realidad es el salón el que nos «tiene» a nosotros. Siendo tal la significación natural de la palabra sociedad, se sigue de aquí que la sociedad no es obra tuya o mía, sino de un tercero; ese tercero es el que hace de nosotros compañeros y quien es el verdadero fundador, el creador de la sociedad. Lo mismo ocurre en una sociedad o comunidad de prisioneros (los que padecen una misma prisión). El tercer elemento que encontramos aquí es ya más complejo que lo era el anterior, el simple local, la sala. La prisión no designa simplemente un lugar, sino un espacio en expresa relación con sus habitantes: sin los prisioneros sería un simple edificio. ¿Quién hace que todos los que la habitan parezcan semejantes? La prisión. ¿Quién determinará la manera de vivir de la sociedad de prisioneros? La prisión. Pero ¿quién determina sus relaciones? ¿Es también la prisión? Evidentemente, si entran en relaciones, no puede ser más que como prisioneros, es decir, en cuanto lo permiten los reglamentos de la prisión; pero únicamente ellos crean esas relaciones, es el Yo quien se pone en relación con el Tú; no sólo esas relaciones no pueden ser la obra de la prisión, sino que ésta debe velar para oponerse a toda relación egoísta, puramente personal (las únicas que pueden establecerse realmente entre un Yo y un Tú). La prisión acepta que hagamos un trabajo en común, nos mira complacida manejar juntos una máquina o tomar parte en cualquier tarea. Pero si Yo olvidara que soy un prisionero y me relacionase contigo, igualmente olvidado de tu suerte, se podría ver que eso pone a la prisión en peligro: no solamente no puede crear ella semejantes relaciones, sino que no puede siquiera tolerarlas. Y he ahí por qué la Cámara francesa, pensándolo santa y moralmente, ha adoptado el sistema de la prisión celular[139]; las demás, no menos virtuosamente intencionadas, harán lo mismo para poner un obstáculo a las «relaciones desmoralizadoras». A partir de que el encarcelamiento es asunto hecho, es sagrado y no está permitido atacarlo. La menor tentativa en ese sentido es punible, como lo es toda rebelión contra alguna de las sacrosantidades a las que el hombre debe entregarse atado de pies y manos. La prisión, como la sala, crea una sociedad, una cooperación, una comunidad (comunidad de trabajo, por ejemplo), pero no unas relaciones, una reciprocidad, ni una asociación. Por el contrario, toda asociación entre individuos nacida a la sombra de la prisión, lleva en sí el germen peligroso de un complot, y esta semilla de rebelión puede, si las circunstancias son favorables, germinar y dar sus frutos. A la prisión no se va voluntariamente, y es igualmente poco común permanecer en ella por propia voluntad; más bien se alimenta en ella un deseo egoísta de libertad. Es de presumir, pues, que todas las relaciones entre prisioneros serán hostiles a la sociedad realizada por la prisión, y no tenderán a nada menos que a disolver esa sociedad que resulta del cautiverio común. Dirijámonos, pues, a otras sociedades, a sociedades donde parece que permanecemos con gusto y con pleno agrado, sin querer comprometer su existencia con nuestras maniobras egoístas. Como comunidad que cumple estas condiciones, se presenta en primer lugar la familia. Padres, esposos, hijos, hermanos y hermanas, forman un todo o constituyen una familia cuyas alianzas vienen poco a poco a engrosar sus filas. La familia sólo es realmente una comunidad cuando todos sus miembros observan la ley, la piedad o el amor familiar. Un hijo a quien padre, madre, hermanos y hermanas se les han hecho indiferentes, ha sido hijo, pero no manifestándose en cualidad de hijo activamente, su relación tiene tan poca importancia como la unión, desde hace mucho tiempo destruida, de la madre y el hijo por el cordón umbilical. Esta última unión ha existido en otro tiempo y es un hecho que no es posible deshacer en virtud del cual queda uno irrevocablemente hijo de una madre y hermano de sus otros hijos; pero una dependencia permanente no puede resultar más que de la permanencia de la piedad filial, del espíritu de familia. Los individuos no son miembros de una familia en toda la acepción de la palabra, más que imponiéndose el deber de conservarla. Lejos de poner en cuestión sus fundamentos, ellos deben ser sus conservadores. Hay para todo miembro de la familia una cosa inamovible y sagrada: es la familia, o más exactamente, la piedad. La familia debe subsistir; esa es, para aquel de sus miembros que no se ha dejado invadir por ningún egoísmo antifamiliar, la verdad fundamental y a la que no puede desflorar ninguna duda. En una palabra, si la familia es sagrada, ninguno de sus miembros puede separarse de la misma sin cometer un crimen. Jamás podrá perseguir un interés contrario al de la familia; por ejemplo, le está prohibido casarse mal. Quien deshonra a su familia, es causante de su vergüenza, etc. El individuo cuyo instinto egoísta no es lo bastante fuerte, se somete: concierta el matrimonio que satisface las pretensiones de su familia, escoge una carrera en armonía con su posición, etc., en suma, hace honor a su familia. Si, por el contrario, la sangre egoísta hierve con bastante ardor en sus venas, prefiere convertirse en el criminal de su familia y sustraerse a sus leyes. ¿Qué quiero más, el bien de la familia o mí bien? Hay innumerables casos en que los dos pueden marchar amistosamente juntos, lo que es útil a mi familia, puede ser para mí una fuente de beneficios, o viceversa. En esos casos será difícil decidir si yo persigo el bien común o mi propio bien y tal vez hasta me enorgullezca de mi desinterés. Pero puede llegar un día en que se levante ante mí una temible alternativa: ¡o esto o aquello! ¡Hay que escoger, y por mi elección, tal vez deshonre mi árbol genealógico, y ofenda a padre, madre, hermanos y hermanas, a todos mis parientes! ¿Qué hacer? Aquí es donde se mostrará al desnudo el fondo de mi corazón, y va a saberse si he puesto alguna vez la piedad por encima del egoísmo; el egoísmo no puede ya disimularse bajo el velo del desinterés. Un deseo se enciende en mí alma, y creciendo de hora en hora, se convierte en pasión. El más fugitivo pensamiento, contrario al espíritu de familia, a la piedad, lleva ya en sí el germen de un crimen contra la familia; ¿pero quién advierte eso y quién podría en el primer momento percibirlo claramente? Es la historia de la Julieta de Romeo y Julieta: una pasión desencadenada, que acaba por no poder dominarse, derriba todo el edificio de la piedad y el respeto filiales. Me dirán que es puramente en su interés por lo que la familia rechaza de su seno a esos egoístas que obedecen a sus pasiones más que a la piedad. Este mismo argumento han invocado los protestantes con mucho éxito contra los católicos, y en lo que les concierne están bien convencidos de que así han pasado las cosas. Pero esa es una escapatoria de personas que sienten la necesidad de disculparse y nada más. Los católicos que se interesaban en la unidad de la Iglesia, han rechazado a esos heréticos porque éstos no se interesaban lo suficiente en la unidad como para sacrificar sus convicciones. Unos han defendido enérgicamente la unidad, porque el lazo, la Iglesia católica (o en otros términos, la Iglesia única y universal) era para ellos sagrado; los otros, por el contrario, han echado a un lado el lazo. Lo mismo ocurre con los que se liberan de la piedad; no es la familia la que los excluye de su seno, se excluyen ellos mismos, poniendo su pasión o su voluntad individual por encima del lazo familiar. Pero puede suceder que se encienda el deseo en un corazón menos apasionado y menos voluntarioso que el de Julieta. Entonces la que se somete, se sacrifica a la paz de la familia. Se podría decir que todavía entonces es el egoísmo el que la hace actuar, porque toma esta decisión creyendo que la unión de la familia le reportará más satisfacciones que el cumplimiento de su deseo. Es posible; ¿pero cómo creerlo si queda una señal cierta del sacrificio del egoísmo a la piedad? ¿Cómo creerlo, si el deseo contrario a la paz de la familia queda, una vez consumado el sacrificio, como recuerdo y testigo de un «sacrificio» hecho a un lazo sagrado y, la que se somete, tiene conciencia de no haber realizado su voluntad propia sino de haberse inclinado humildemente ante un poder superior?— ¡Sumisa y sacrificada porque la superstición de la piedad ha ejercido sobre ella su imperio! Allí el egoísmo había vencido; aquí la piedad es victoriosa y el corazón egoísta sangra; allá el egoísmo era fuerte; aquí ha sido débil. Pero los débiles, eso lo sabemos desde hace largo tiempo, son los desinteresados. La familia cuida de ellos y rodea a esos débiles miembros de sus cuidados porque le pertenecen y porque no se pertenecen ni piensan en sí mismos. De esta debilidad, Hegel, por ejemplo, hace el elogio, cuando pide que el matrimonio de los hijos esté subordinado a la elección de los padres. Siendo la familia una comunidad sagrada a la que el individuo debe obediencia, la función de juez le pertenece por completo. El Cabanis, de Wílibald Alexis, por ejemplo, nos describe un «tribunal de familia». El padre, en nombre del «consejo de familia», envía al ejército a su hijo insumiso, y lo expulsa de la familia, con el fin de purificar mediante ese acto de rigor a la familia mancillada. En el derecho chino encontramos el desarrollo más coherente de la «responsabilidad familiar», puesto que hace expiar a todos la falta de uno de sus miembros. En nuestros días, sin embargo, el brazo de la autoridad familiar rara vez se extiende lo suficientemente lejos como para poder castigar eficazmente al rebelde (e inclusive el Estado, en la mayor parte de los casos, protege contra la desheredación). El criminal contra la familia no tiene más que refugiarse en el seno del Estado para hacerse libre, lo mismo que el criminal contra el Estado que, huyendo a América, encuentra asilo contra las leyes de su país. El hijo desnaturalizado, oprobio de su familia, está al abrigo de todo castigo, porque el Estado protector le quita a la vindicta familiar toda santidad y la profana declarando que no es más que «venganza». El Estado se opone al castigo, al ejercicio de un derecho sagrado de la familia, porque siendo la santidad de .la familia, en la jerarquía, inferior a su propia santidad, ésta palidece y pierde todo prestigio desde que entra en lucha con esa santidad superior. Cuando no hay conflicto entre los dos, el Estado deja todo su valor a la autoridad sagrada, aunque menos sagrada, de la familia; pero, en el caso contrario, llega hasta a ordenar el crimen contra la familia: por ejemplo, exigiéndole al hijo que rehúse prestar obediencia a sus padres, si éstos quieren arrastrarlo a pecar contra el Estado. Supongamos que el egoísta haya roto los lazos familiares y encontrado en el Estado un protector contra el Espíritu de familia gravemente ofendido. ¿A qué llega? A formar parte de una nueva sociedad en la que su egoísmo va a encontrar los mismos lazos, las mismas redes que aquellos que acaba de evitar. El Estado también es una sociedad y no una asociación: es la extensión de la familia (padre del pueblo, madre del pueblo, hijos del pueblo). Lo que se llama Estado es un tejido, un entrelazamiento de dependencias y adhesiones; es una solidaridad, un «pertenecer juntos» cuyo efecto consiste en que todos aquellos entre los cuales se establece esa coordinación se concilian entre sí y dependen los unos de los otros: el Estado es el orden, el régimen de esa dependencia mutua. Aunque el Rey, cuya autoridad recae sobre todos quienes tengan el menor empleo público, hasta incluso sobre el sirviente del verdugo, llegara a desaparecer, no por eso se mantendría menos el orden frente al desorden de la bestialidad gracias a todos aquellos en quienes vela el sentido del orden. Si triunfara el desorden, el Estado se extinguiría. Sin embargo, ¿es capaz de conquistarnos esa buena inteligencia, esa adhesión recíproca, esa dependencia mutua, ese pensamiento amoroso? Según esto, el Estado sería el amor realizado; vivir en el Estado sería ser para otro y vivir para otro. Pero el Espíritu del orden, ¿no aniquila la individualidad? ¿No se encontrará que todo está lo mejor posible con tal que se llegue por la fuerza a hacer reinar el orden, es decir, a diseminar y a acorralar juiciosamente al rebaño de modo que ninguno pise a su vecino al andar? Todo está dispuesto en el mejor orden y éste se llama Estado. Nuestras sociedades y nuestros Estados existen sin que nosotros los hagamos, pueden aliarse sin que haya alianza alguna entre nosotros; están predestinados y tienen una existencia propia, independiente; frente a nosotros, los egoístas, son el estado de cosas existente e indisoluble. Todas las luchas de hoy van dirigidas contra el estado de cosas reinante. Pero se desconoce su verdadero objetivo: parecería, de prestar atención a nuestros reformadores, que se trata simplemente de sustituir el orden que existe en la actualidad por otro orden mejor. Es más bien al orden mismo, es decir, a todo Estado (status), cualquiera que éste sea, al que se debería declarar la guerra y no a un Estado determinado, a la forma actual del Estado. El objetivo por alcanzar no es otro Estado (el Estado popular, por ejemplo), sino la alianza, la unión, la armonía siempre inestable y cambiante de todo lo que es y no es más que a condición de cambiar sin cesar.[140] Un Estado existe independientemente de mi actividad; yo nazco en él, crezco en él, tengo para con él deberes y le debo fe y homenaje. El me acoge bajo sus alas tutelares y Yo vivo de su gracia. Así, la existencia independiente del Estado es el fundamento de mi dependencia; su vida como organismo exige que Yo carezca de libertad y, según su naturaleza, me aplica las tijeras de la civilización. Me da una educación y una instrucción adecuadas a El y no a Mí, y me enseña, por ejemplo, a respetar las leyes, a cuidarme de atentar a la propiedad del Estado (es decir, a la propiedad privada), a venerar una Alteza divina o terrestre, etc.; en una palabra, me enseña a ser irreprochable, sacrificando mi individualidad sobre el altar de la santidad (santo o sagrado en todo lo que se puede imaginar: propiedad, vida de otros, etc.). Tal es la especie de cultura que el Estado es capaz de darme: me adiestra para ser un buen instrumento, un miembro útil a la Sociedad. Es lo que debe hacer todo Estado, ya sea democrático, absoluto o constitucional. Y lo hará en tanto que no nos hayamos deshecho de la idea errónea de que él es un Yo, y como tal, una persona, moral, mística o política. De esa piel de león del Yo, debo Yo, que soy un verdadero Yo, despojar al vanidoso devorador de cardos. ¡A qué impostura no he sido sometido Yo desde que el mundo es mundo! Fueron primero el sol, la luna y las estrellas, los gatos y los cocodrilos, los que tuvieron el honor de pasar por Yo; fueron después Jehová, Alá, Nuestro Padre, los que usurparon mi título; luego las familias, las tribus, los pueblos y hasta la humanidad; vinieron finalmente el Estado y la Iglesia, siempre con la misma pretensión de ser Yo. Y Yo los contemplaba apaciblemente. ¿Qué me puede extrañar, entonces, que siempre se presentara un Yo real haya afirmado en mi cara que no era para mí un Tú, sino buenamente mi propio yo? Si lo hizo el Hijo del Hombre por excelencia, ¿qué le impediría hacer otro tanto a un hijo del hombre? Viendo así a mi Yo, siempre por encima y fuera de mí, no he llegado nunca a ser realmente Yo mismo. Yo no he creído nunca en Mí, no he creído en mi actualidad, y no he sabido jamás verme sino en el porvenir. El niño cree que será verdaderamente él, cuando llegue a ser otro, cuando sea grande; el hombre piensa que sólo más allá de esta vida podrá ser verdaderamente algo; y para poner un ejemplo más cercano a nosotros; los mejores, ¿no pretenden todavía hoy que antes de ser realmente un Yo, se debe ser un «ciudadano libre», un «ciudadano del Estado», un «hombre libre» o un «verdadero hombre», haberse incorporado de antemano al Estado, a su Pueblo, a la Humanidad y muchas cosas más? Ellos tampoco conciben otra verdad ni otra realidad para el Yo que a la aceptación de un Yo ajeno al que uno se sacrifica. ¿Y qué es ese Yo? Un Yo que no es ni un Yo ni un Tú; un Yo imaginario, un fantasma. En tanto que en la Edad Media, la Iglesia admitía perfectamente que varios Estados viviesen uno al lado de otro bajo sus alas, cuando vino la Reforma y más particularmente la guerra de treinta años, correspondió a los Estados enseñar la tolerancia y permitir a diversas Iglesias (confesiones) vivir reunidas bajo una misma corona. Pero todos los Estados son religiosos; todos son «Estados cristianos» y se hacen un deber el someter a los independientes y a los egoístas al yugo de lo sobrenatural, es decir, de cristianizarlos. Todas las instituciones del Estado cristiano tienden a la cristianización del pueblo. El objeto de todo el aparato judicial es forzar a las personas a la justicia: el de la escuela es imponerles la cultura intelectual, etc.; en suma, el objeto del Estado es invariable: proteger al que obra cristianamente contra el que no obra cristianamente. La Iglesia misma vino a ser en manos del Estado un instrumento de fuerza y él exigió de cada cual una religión determinada. «La enseñanza y la educación pertenecen al Estado», decía últimamente Dupin hablando del clero.[141] Todo lo que toca al principio de la moralidad es asunto de Estado. De ahí las perpetuas intromisiones del Estado chino en los asuntos de familia; en China, uno no es nada si no es ante todo un buen hijo de sus padres. Entre nosotros también los asuntos de familia son fundamentalmente asuntos de Estado; sólo que la ingerencia del Estado es menos visible, porque confía en la familia y no la somete a una vigilancia demasiado estrecha. La tiene ligada por el matrimonio, cuyos lazos sólo él puede desatar. El Estado me pide cuenta de mis principios y me impone varios; eso podría inducirme a preguntar: «¿Qué le importan mis principios? — Mucho, porque él es el principio supremo. Es una opinión generalizada que toda la cuestión del divorcio y del derecho matrimonial en general gira sobre la separación que hay que hacer entre los derechos de la Iglesia y los derechos del Estado. El problema es más bien este: dado que el hombre debe ser gobernado por algo sagrado, ¿será la Fe o la Ley moral (moralidad)? La dominación del Estado no difiere de la de la Iglesia; la una se apoya sobre la piedad, la otra sobre la moralidad. Se habla de la tolerancia y se alaba, como una característica de los Estados civilizados, la libertad de expresarse que allí tienen las tendencias más opuestas, etc. Es verdad que mientras algunos lanzan a su policía en persecución de los fumadores en pipa, otros son lo bastante fuertes como para no dejarse conmover por los mitines más turbulentos. Pero debe observarse que para todo Estado, el juego recíproco de las individualidades, los altos y bajos de su vida cotidiana son, en cierto modo, una parte abandonada al azar, una parte que tiene, sí, que abandonar a esas mismas individualidades, por no poder canalizarla útilmente. Ciertos Estados hacen como el fariseo que se tragaba los camellos y hacía remilgos ante una mosca, en tanto que otros son más tolerantes; en estos últimos, los individuos son aparentemente más libres. Pero libre, realmente libre, no lo soy en ningún Estado. Su famosa tolerancia, que no se ejerce más que en favor de lo que es inofensivo y carente de peligro, no es más que su indiferencia ante las cosas insignificantes; un despotismo más imponente, más augusto y más orgulloso. Cierto Estado ha manifestado durante algún tiempo veleidades de elevarse por encima de las disputas literarias permitiendo a todos entregarse a ellas a su gusto. Inglaterra lleva la cabeza demasiado alta para oír el rumor de la multitud y oler el humo del tabaco. Pero, ¡ay de la literatura que ataca el Estado mismo!, ¡ay de las revueltas populares que ponen al Estado en peligro! En el Estado a que hacíamos alusión se sueña con una ciencia libre, y en Inglaterra, con una vida popular libre. El Estado deja jugar libremente todo lo posible a los individuos, con tal que no tomen su juego en serio y no pierdan de vista al Estado. No pueden establecerse de hombre a hombre relaciones que no sean turbadas por la vigilancia e intervención superior. Yo no puedo hacer todo aquello de lo que soy capaz, sino sólo aquello que el Estado me permite hacer; no puedo hacer valer ni mis pensamientos, ni mi trabajo, ni, en general, nada de lo que es Mío. El Estado no persigue más que un fin: limitar, encadenar, sujetar al individuo, subordinarlo a una generalidad cualquiera. No puede subsistir sino a condición de que el individuo no sea para sí mismo todo en todo; implica la limitación del Yo, mi mutilación y mi esclavitud. Jamás el Estado se propone estimular la libre actividad del individuo, la única actividad que alienta es la que se refiere al fin que él mismo persigue. El Estado no es capaz de producir nada colectivo. No se puede decir que un tejido es la obra colectiva de las diferentes partes de una máquina, es más bien la obra de toda la máquina, considerada como una unidad; lo mismo ocurre con todo lo que sale de la máquina del Estado, porque el Estado es el resorte que pone en movimiento los rodajes de los espíritus individuales, ninguno de los cuales sigue su propio impulso. El Estado trata de ahogar toda actividad libre considerando un deber estrangularla mediante su censura, su vigilancia y su policía, porque debe conservarse a sí mismo. El Estado quiere hacer del hombre alguna cosa, quiere modelarlo; así el hombre (que viviendo en un Estado no es más que un hombre ficticio), en cuanto quiere ser él mismo, se convierte en el adversario del Estado y no es nada. No es nada significa que el Estado no lo utiliza, no le concede ningún empleo, ninguna comisión, etc. Edgar Bauer[142], en sus Liberalen Bestrebungen[143], sueña con un gobierno que, surgido del pueblo, no pueda nunca encontrarse en oposición con él. Es verdad que él mismo retira (pág. 69) la palabra gobierno. En una República no puede haber gobierno, no hay lugar más que para un Poder Ejecutivo. Pura y simple emanación del pueblo, ese poder no podría oponerse ni a un poder independiente, ni a principios y funcionarios suyos; no tendría otro fundamento, y su autoridad y sus principios no tendrían otra fuente que el pueblo, única y suprema potencia del Estado. La noción de gobierno es incompatible con la del Estado democrático. Pero eso viene a ser lo mismo. Todo lo que emana, procede o se deriva de una cosa, se hace independiente, y, como el niño salido del seno de la madre, se pone inmediatamente en oposición con ella. El Gobierno, sin ese carácter de independencia y de oposición, no sería absolutamente nada. En el Estado libre no hay gobierno, etc. (pág. 94). Esto quiere simplemente decir que el pueblo, cuando es soberano, no se deja gobernar por un poder superior. Pero ¿sucede de otro modo en la Monarquía absoluta? ¿Existe un gobierno superior al soberano? Ya se llame el soberano príncipe o pueblo, jamás puede haber un gobierno por encima de él. Pero en todo Estado absoluto, republicano o libre, habrá siempre un gobierno por encima de Mí, y Yo no estaré mejor en uno que en otro. La República no es más que una Monarquía absoluta, porque poco importa que el soberano se llame príncipe o pueblo: uno y otro son majestades.[144] El régimen constitucional demuestra precisamente que nadie quiere ni puede resignarse a no ser más que un instrumento. Los ministros dominan a un señor, el Príncipe, y los diputados a su señor, el Pueblo. El príncipe debe someterse a la voluntad de los ministros y el pueblo debe dejarse llevar de la mano a donde le plazca a las Cámaras. El constitucionalismo va más lejos que la República, puesto que en él, el Estado se concibe en su disolución. E. Bauer niega (pág. 56) que en el Estado Constitucional, el pueblo sea una «personalidad». ¿Y en la República? En el Estado constitucional, el pueblo es un partido, y un partido es ciertamente una «persona», si se quiere hablar de una persona moral o «política» (pág. 76). El hecho es que una persona moral, ya se la bautice como partido popular, pueblo o aun «el señor». No es en modo alguno una persona sino un fantasma. Mas adelante, E. Bauer añade (pág. 69): «La tutela es la característica de todo Gobierno». En verdad, lo es más todavía la de un pueblo y la de un «Estado democrático»; es el carácter esencial de toda arquía. Un Estado democrático que «resume en sí todo poder», que es «señor absoluto», no puede dejarme llegar a ser mayor de edad y usar de mis fuerzas. Y qué niñería no querer ya dar a los funcionarios, elegidos por el pueblo el nombre de «servidores» y de «instrumentos», bajo pretexto de que son ¡«los ejecutores de la voluntad libre y razonable que el pueblo expresa en sus leyes!» (Pág. 73.) «No puede ponerse unidad en el Estado», dice además (pág. 74), «sino subordinando todas las administraciones a las intenciones del Gobierno». Pero también su Estado democrático debe tener «unidad». ¿Cómo podría existir sin la subordinación? La subordinación a la voluntad del pueblo. «En un Estado constitucional, todo el edificio gubernamental reposa en definitiva sobre el Regente y depende de su sentimiento» (pág. 130). ¿Cómo podría ser de otro modo en un «Estado democrático»? ¿No estaría yo allí igualmente regido por el sentimiento popular? ¿Y constituiría para mi una gran diferencia depender de los sentimientos de un príncipe o depender de los sentimientos del pueblo, de lo que se llama la «opinión pública»? Si, como E. Bauer lo dice con razón, dependencia equivale a «relación religiosa», el pueblo quedará siendo para Mí, en un Estado democrático, un poder superior, una «majestad» (la «majestad» es propiamente la esencia del Dios y del príncipe), con la que estaré en una relación religiosa. — Y el pueblo soberano, sería irresponsable, como lo es el Regente constitucional. Todos los esfuerzos de E. Bauer vienen a terminar en un cambio de señor. En lugar de querer liberar al pueblo, hubiera debido ocuparse de la única libertad realizable, la suya. En el Estado constitucional, el absolutismo ha acabado por entrar en lucha consigo mismo, porque ha conducido a un antagonismo: el Gobierno quiere ser absoluto y el pueblo quiere ser absoluto. Esos dos absolutos se destruirán uno a otro. E. Bauer se indigna de que el Rey constitucional lo sea por nacimiento, es decir, por el azar. Pero cuando el pueblo llegue a ser la única potencia en el Estado (pág. 132), ¿no lo tendríamos por señor debido a un azar semejante? ¿Qué es, pues, el pueblo? El pueblo no ha sido nunca más que el cuerpo del Gobierno: es como si fueran varios cuerpos bajo un mismo sombrero (corona de príncipe), o varios cuerpos bajo una misma Constitución. Y la Constitución es el príncipe. Príncipes y pueblos no pueden subsistir sino en tanto que no se identifican. Cuando varios pueblos están reunidos bajo una misma Constitución, como se ha visto, por ejemplo, en la antigua Monarquía persa, y se ve todavía hoy, esos «pueblos» se cuentan sólo como «provincias». Frente a Mí, en todo caso, el pueblo no es más que una potencia fortuita; es una fuerza de la Naturaleza, un enemigo que debo vencer. ¿Qué se debe entender por un pueblo «organizado’?» (pág. 132). Un pueblo «que no tiene ya Gobierno» y que se gobierna él mismo. Esto es, un pueblo en el cual ningún Yo sobrepasa el nivel general; un pueblo organizado por el ostracismo. El ostracismo, el destierro de los «Yo», hace del pueblo su propio gobernante. Si hablan de un pueblo, deben también hablar de un príncipe, porque para ser, para vivir y para hacer historia, el pueblo debe, como todo lo que obra, tener una cabeza, un «jefe». Weitling plantea esto en La triarquía europea. Es lo que Proudhon expresa diciendo: «Una sociedad, por decirlo así, acéfala, no puede vivir».[145] Se invoca a cada instante hoy la vox populi: la «Opinión pública» debe gobernar a los príncipes. Es muy cierto que vox populi es al mismo tiempo Vox Dei; ¿mas para qué la una y la otra? ¿Y la vox principis no es también vox Dei? Pueden recordarse aquí a los «nacionalistas». Querer hacer de los treinta y ocho Estados de Alemania una nación, es tan absurdo como la empresa de reunir en un solo enjambre treinta y ocho enjambres de abejas conducidos por sus treinta y ocho reinas. Todas son abejas, pero no es en cuanto abejas como se acompañan unas a otras y pueden unirse: están simplemente como abejas súbditas, ligadas a sus soberanas, las reinas. Abejas y pueblos están sin voluntad, y el instinto de sus reinas los conduce. Recordando a las abejas la cualidad de abejas, esto es, aquello que tienen en común, se haría exactamente lo mismo que tan ruidosamente se hace hoy cuando se recuerda a los alemanes su alemanidad. Porque la alemanidad es en ésto igual a la abejidad: en que aunque lleve en sí la necesidad de los enfrentamientos y las separaciones, la realización de los mismos implicaría su desaparición. Me refiero a la separación entre hombre y hombre. De la cualidad de alemanes participan los diversos pueblos y diversas tribus, es decir, diversas colmenas de abejas; pero el individuo que tiene la propiedad de ser un alemán, es todavía tan completamente impotente como la abeja aislada. Y, sin embargo, sólo los individuos pueden aliarse; todas las alianzas y todas las ligas entre pueblos, son y quedarán siendo ensambladuras mecánicas, porque los que están así unidos (desde el momento en que se considere que son los pueblos los que se unen) no tienen voluntad. Sólo cuando la última separación se haya efectuado, cesará la separación misma para transformarse en alianza.[146] Los nacionalistas se esfuerzan en hacer una unidad abstracta y sin vida de todo lo que es abeja. Los individualistas — los dueños de sí — lucharán por la unidad personalmente querida que nace de la asociación. Es la marca de todas las tendencias reaccionarias querer instaurar algo general, abstracto, un concepto vacío y sin vida, en tanto que los votos de los egoístas tienden a libertar a los individuos llenos de vida y de vigor de la carga de las generalidades abstractas. Los reaccionarios querrían hacer que brotase de la tierra un pueblo, una nación; los egoístas no se miran más que a ellos mismos. En el fondo, las dos tendencias actualmente a la orden del día, la tendencia particularista al restablecimiento de los derechos provinciales y de las antiguas distinciones de razas (Francos, Bávaros, Lusacia, etc.), y la tendencia unitaria al restablecimiento de la unidad nacional, tienen igual origen e igual significación. Pero los alemanes no estarán unidos, es decir, no se unirán, hasta el día en que hayan olvidado su abejidad, y echado por tierra todas sus colmenas, o, en otros términos, hasta el día en que no sean más que alemanes; entonces solamente podrían formar una «asociación alemana». No es ni a su nacionalidad, ni al vientre de su madre donde deben volver para conseguir un renacimiento; ¡que cada cual vuelva a si mismo! ¿No es un espectáculo sentimental prodigiosamente ridículo, el de un alemán que estrecha la mano a su vecino con santa emoción, porque «también es un alemán»? ¡Vean lo que adelanta con eso! Pero no se rían, eso pasara por muy conmovedor, en tanto que se sueñe aún con la «fraternidad», mientras se tenga una «disposición hacia la familia». Nuestros nacionalistas, que pretenden fabricar una gran familia alemana, son incapaces de librarse de la superstición, de la «piedad», de la «fraternidad», del «amor filial», y de todos los floreos sentimentales que componen el repertorio del espíritu de familia. Bastaría, sin embargo, a dichos nacionalistas el comprender bien lo que ellos mismos quieren, para no entregarse ya a los abrazos de los teutómanos de novela, porque la coalición con la mira de resultados y de intereses materiales que predican a los alemanes, no es más que una asociación voluntaria, activa y espontánea. Carrière, inspirado, declama: «Los ferrocarriles son, a los de vista más aguda, el camino hacia una vida de los pueblos tal que hasta ahora no ha sido vista».[147] Completamente acertado, será una vida de los pueblos como nunca se ha visto, porque no es una vida de los pueblos. Así Carrière se combate a sí mismo (p. 10): «La pura humanidad o condición humana no puede ser mejor representada que por personas realizando completamente su misión». Y es porque esta condición de ser de los pueblos es apenas una representación. «La diluida generalidad es inferior que la forma completa por sí misma, que es de por sí un todo, y vive como un miembro viviente de la verdadera generalidad, la organizada». Los pueblos son esta «diluida generalidad», y sólo el hombre es la «forma completa por sí misma». La impersonalidad de lo que se llama pueblo y nación, se percibe claramente en lo que sigue: que un pueblo que quiere hacer todo lo posible para hacer valer su Yo, coloca a su cabeza a un jefe sin voluntad. No puede escapar de este dilema: o bien ser avasallado por un príncipe que no se realice más que a sí mismo y su placer individual — y en este caso no reconocerá en ese «señor absoluto» su propia voluntad, la voluntad popular — o bien izar sobre el trono a un príncipe de palo que no muestre ninguna voluntad personal — y en este caso tendrá un Príncipe sin voluntad, que se podría, sin ningún inconveniente, reemplazar por un mecanismo de relojería bien aceitado. De estas consideraciones resulta, claro como la luz, que el yo del pueblo es una potencia impersonal, «espiritual» — la ley. El yo del pueblo es, por consiguiente, un fantasma y no un yo. Yo no soy un Yo, sino porque soy Yo quien me hago, es decir, porque Yo no soy la obra de otro, sino propiamente mi obra. ¿Y qué es el yo del pueblo? Un azar se lo da, las circunstancias le imponen tal o cual señor hereditario, o le procuraran el jefe que elige; no es su producto el producto del pueblo «soberano», como Yo soy mi producto. Figúrate que se te quiera persuadir de que tú no eres tú, sino que tú eres Hans o Kunz. Eso le sucede al pueblo y no puede ser de otro modo, porque el pueblo no tiene un yo más que el que tienen los once planetas reunidos, aunque graviten alrededor de un centro común. La expresión de Bailly es representativa de la sumisión de esclavo que la gente manifiesta, tanto frente a la soberanía del pueblo, como frente a los príncipes: «Yo no tengo», dice él, «ninguna otra razón, una vez que la razón general se ha expresado. Mi primera ley fue la voluntad de la nación: en cuanto se realizó, yo no supe nada fuera de su voluntad soberana».[148] El no tendrá «otra razón», sin embargo esta «otra razón» es la única que realiza todo. Del mismo modo Mirabeau afirma: «Ningún poder sobre la tierra tiene el derecho de decirle a los representantes de la nación: ¡es mi voluntad!» Durante largo tiempo el hombre ha pasado por ser un ciudadano del cielo. Se querría hacer de él hoy, como en tiempo de los griegos, un zoon politicón, un ciudadano del Estado, un hombre público El griego fue enterrado bajo las ruinas de su Estado, y el ciudadano celeste caerá con su cielo. Pero no pretendemos que la nación, la nacionalidad o el pueblo, nos arrastren en su caída, no queremos ser meros hombres políticos. Desde la revolución se intenta hacer la felicidad del pueblo; ¡y para hacer al pueblo feliz, grande, etc., se nos hace desgraciados! La felicidad del pueblo es mi desgracia. Se puede juzgar el vacío que cubren con su énfasis los discursos de los liberales políticos, hojeando la obra de Nauwerk, «Üeber die Theilnahme am Staate».[149] El autor se queja de la indiferencia y de la apatía que impiden a las gentes ser ciudadanos con toda la acepción de la palabra, y se expresa como si no fuera posible ser hombre sino a condición de tomar parte activa en la vida del Estado; es decir, a condición de representar un papel político. En eso es lógico, porque si se considera al Estado como el depositario y el guardián de toda «humanidad», no podemos tener nada de humano si no participamos en él. ¿Pero en qué toca eso al egoísta? En nada, porque el egoísta es él mismo, el guardián de su humanidad y la única cosa que pide al Estado es que no le quite el sol. Solamente si el Estado llega a tocar su propiedad, sale el egoísta de su indiferencia. ¿Si los negocios del Estado no alcanzan al sabio encerrado en su gabinete, debe él inquietarse por ellos, porque esa solicitud es «el más sagrado de los deberes»?. En tanto que el Estado no se inmiscuya en sus estudios favoritos, ¿qué necesidad tiene de dejarse distraer de ellos? Que se inquieten por la marcha del Estado aquellos que están personalmente interesados en verlo permanecer como está o cambiarlo. No es la idea de un deber sagrado que cumplir lo que impulsa ni impulsará nunca a nadie a consagrar sus desvelos al Estado, como no es «por deber» por lo que uno se hace discípulo de la ciencia, artista, etc.; sólo el egoísmo puede conducir a ello y lo será en cuanto las cosas se pongan mucho peores. Demuestren a las personas que su egoísmo exige que se hagan cargo de las tareas del Estado, y no tendrán necesidad de exhortarlas durante mucho tiempo; pero si apelan a su patriotismo, etc., predicarán por mucho tiempo ese «acto de servicio» a corazones sordos. El hecho es que nunca los egoístas participarán, como ustedes lo entienden, de la vida del Estado. Encuentro en la página 16 de Nauwerk una frase impregnada del más puro liberalismo: «El hombre no cumple su misión sino en cuanto se sepa y se sienta miembro de la humanidad y obre como tal. El individuo no puede realizar la idea de humanidad si no se mantiene a sí mismo dentro de los márgenes de la humanidad, si no toma de ella sus poderes, al igual que Anteo». Y más adelante: «Tales como las concibe el teólogo, las relaciones del hombre con la res publica se reducen a un puro asunto privado, lo que equivale a negarlas y destruirlas». ¿Y la religión, tal como la concibe el político, qué viene a ser? Un «asunto privado». Si en lugar de hablarles del «deber sagrado», del «destino del hombre», de la «vocación de ser perfectamente humanos» y de otros mandamientos de la misma especie, se demostrara a las personas cuanto se perjudican dejando al Estado ser como es; entonces se les hablaría fuera de los recursos oratorios, en el mismo lenguaje en el que se les habla en los momentos críticos, cuando uno quiere alcanzar su objetivo. Pero en vez de eso, nuestro teologófobo exclama: «¡Si hubo alguna vez un tiempo en que el Estado necesitó contar con todos los suyos, es, en verdad, el nuestro. El hombre que piensa reconoce en la cooperación teórica y práctica al Estado un deber y uno de los deberes más sagrados que puede incumbirle». Luego examina más de cerca la «necesidad categórica que hay para cada cual de interesarse por el Estado». Es un político, y lo seguirá siendo por toda la eternidad, aquel que mete el Estado en su cabeza, en su corazón, o en ambos a la vez; el poseído del Estado o el creyente en el Estado. «El Estado es la condición indispensable del desarrollo integral de la humanidad». Ciertamente, lo fue tanto tiempo como nos propusimos desarrollar la humanidad; pero ahora que queremos desarrollarnos a nosotros mismos, no puede sernos ya más que un estorbo. ¿Puede proponerse todavía hoy reformar y mejorar el Estado y el pueblo? Tanto como a la nobleza, el clero, la iglesia, etc.; se puede superar, destruir, abolir el Estado, pero no reformarlo. No es reformándolo como se convierte un absurdo en una cosa sensata; más vale desecharlo inmediatamente. Lo que queda por hacer, entonces, no versa sobre el Estado (la forma del Estado, etc.), sino sobre Mí. Todas las cuestiones relativas al poder soberano, a la constitución, etc., caen de nuevo así en el abismo del que no habrían debido salir, en su nada. Yo, esta nada, haré brotar de mí mismo mis creaciones. Al capítulo de la Sociedad pertenece el del partido, cuyas alabanzas se han cantado en estos últimos tiempos. Hay partidos en el Estado. ¡Mi partido! ¡Quién no tomaría partido! Pero el individuo es único, y no es miembro de un partido. Libremente se une, y después se separa libremente. Un partido no es otra cosa que un Estado dentro del Estado, y la paz debe reinar tanto en ese pequeño «estado» de abejas como en el grande. Aun aquellos que proclaman con más energía que es precisa la existencia de una oposición en el Estado, son los primeros en indignarse contra la discordia de los partidos, lo que prueba que ellos tampoco quieren algo distinto de un Estado. Contra el individuo y no contra el Estado se rompen todos los partidos. Hoy nada se oye con más frecuencia que la exhortación de fidelidad a su partido; los hombres de partido no desprecian a nada tanto como a un renegado. Se debe marchar a ojos cerrados tras el partido, aprobar y adoptar sin reservas todos sus principios. En verdad, en este caso el mal no es tan grande como en ciertas sociedades que ligan a sus miembros por leyes o estatutos fijos e inmutables (por ejemplo, las órdenes religiosas, la Compañía de Jesús, etc.). Pero el partido cesa de ser una asociación desde el momento en que quiere hacer obligatorios ciertos principios y ponerlos por encima de toda discusión y de toda crítica: es precisamente ese momento el que marca el nacimiento del partido. El partido del absolutismo no puede tolerar en ninguno de sus miembros la menor duda sobre la verdad del principio absolutista. Esa duda les sería posible si fueran lo bastante egoístas como para querer ser todavía alguna cosa fuera de su partido, es decir, para querer ser imparciales. No pueden ser imparciales más que como egoístas y no como hombres de partido. Si eres protestante y perteneces al partido del protestantismo, no puedes hacer más que mantener a tu partido en el buen camino; en rigor podrías purificarlo, pero no rechazarlo. ¿Eres cristiano, estás alistado en el partido cristiano? No puedes salir de él en cuanto miembro de ese partido; si transgredes su disciplina, será sólo cuando tu egoísmo, es decir, tu imparcialidad, te impulse a ello. Por más esfuerzos que hayan hecho los cristianos e inclusive Hegel y los comunistas, para fortificar su partido, han quedado en esto: el cristianismo contiene la verdad eterna, por consiguiente basta extraerla, demostrarla y completarla. En suma, el partido es contrario a la imparcialidad y esta última es una manifestación del egoísmo. ¿Qué me importa, por otro lado, el partido? Yo encontraré siempre bastantes compañeros que se unan a Mí sin prestar juramento a mi bandera. Si alguno pasa de un partido a otro se le llama inmediatamente tránsfuga, desertor, renegado, apóstata, etc. La moral, en efecto, exige que cada uno se adhiera firmemente a su partido; hacerle traición es mancharse con el crimen de infidelidad; pero la individualidad no conoce ni abnegación ni fidelidad de precepto; permite todo, incluyendo la apostasía, la deserción y demás. Los morales mismos se dejan dirigir inconscientemente por el principio egoísta cuando tienen que juzgar a alguien que abandona su partido para unirse al de ellos, más aún, no tienen ningún escrúpulo en ir a reclutar partidarios en el campo opuesto. Sólo que deberían tener conciencia de una cosa, y es que es necesario actuar de una manera inmoral para obrar de una manera personal, lo que equivale a decir que uno debe saber romper su propia fe y hasta su juramento si quiere determinarse a sí mismo en lugar de dejarse determinar por consideraciones morales. Un apóstata aparece siempre bajo colores dudosos a los ojos de las personas de moralidad severa; no le concederán fácilmente su confianza, porque está manchado por una traición, es decir, por una inmoralidad. Ese sentimiento es casi general entre las personas de cultura inferior. Los más ilustrados están en este punto — como sobre todos — inciertos y turbados; la confusión de sus ideas no les permite tomar claramente conciencia de la contradicción a que los conduce necesariamente el principio de moralidad. No se atreven a acusar francamente al apóstata de inmoralidad, porque ellos mismos predican, en suma, la apostasía, el paso de una religión a otra, etc.; pero, por otra parte, no se atreven a abandonar su punto de apoyo en la moralidad. ¡Sin embargo, ésta era una excelente ocasión para escapar de la moralidad! ¿Son los Individuos o los Únicos un partido? ¡¿Cómo podrían ser únicos si perteneciesen a un partido? ¿No se puede, entonces, ser de ningún partido? Entendámonos. Yo formalizo con ustedes una alianza al entrar en sus círculos y su partido, una alianza, que durará tanto tiempo como vuestro partido y Yo persigamos el mismo objetivo. Pero si hoy me uno todavía a su programa, mañana quizá ya no podré hacerlo y seré infiel. El partido no tiene para Mí nada que me ligue, nada obligatorio, y Yo no lo respeto; si deja de agradarme, me vuelvo contra él. Los miembros de todo partido que atienda a su existencia y a su conservación, tienen tanta menos libertad, o más exactamente, tanta menos personalidad, y carecen tanto más de egoísmo, cuando más completamente se someten a todas las exigencias de ese partido. La independencia del partido implica la dependencia de sus miembros. Un partido, cualquiera que sea, no puede jamás dejar de tener una profesión de fe, porque sus miembros deben creer en su principio y no ponerlo en duda sin discutirlo: debe ser para ellos un axioma cierto e indudable. En otros términos: se debe pertenecer en cuerpo y alma a un partido o, de lo contrario, no se es verdaderamente un hombre de partido, sino más o menos egoísta. Si albergas la menor duda acerca del cristianismo, ya no serás un verdadero cristiano. Tú, que habrás tenido la gran impiedad de examinar el dogma y de arrastrar el cristianismo ante el tribunal de tu egoísmo, te habrás hecho culpable para con el cristianismo, que es un asunto de partido (asunto de partido, porque no es el asunto, por ejemplo, de los judíos, que son de otro partido). Pero tanto mejor para ti si un pecado no te espanta; tu audaz impiedad va a ayudarte a alcanzar la individualidad. Así, pues, un egoísta, ¿no podrá nunca abrazar un partido, no podrá nunca tener un partido? ¡Pues sí; puede, con tal que no se deje atrapar y encadenar por el partido! El mejor Estado es evidentemente el que contiene los ciudadanos más fieles a la ley. A medida que el noble sentimiento de la legalidad languidece y se extingue, el Estado, que es un sistema de moralidad y la vida moral misma, ve bajar sus fuerzas y decrecer sus bienes. Con los buenos ciudadanos desaparece el buen Estado; zozobra en la anarquía. «¡Respeto a la ley!» tal es el cimiento que mantiene de pie todo el edificio de un Estado. «La ley es sagrada; el que la viola es un criminal». Sin el crimen no hay Estado: el mundo moral — y eso es el Estado — está lleno de bribones, de engañadores, de embusteros, de ladrones, etc. Siendo el Estado la «soberanía de la ley» y su jerarquía, el egoísta, en todos los casos en que su interés se oponga al del Estado, no puede conseguir sus fines más que por el crimen. El Estado no puede dejar de exigir que sus leyes sean tenidas por sagradas. Así, el individuo es hoy frente al Estado exactamente lo que era en tiempos pasados frente a la Iglesia: un profano (un bárbaro, un hombre en estado natural, un «egoísta», etc.). Ante el individuo, el Estado se ciñe de una aureola de santidad. Hace, por ejemplo, una ley sobre el duelo. Dos hombres que se ponen de acuerdo en arriesgar sus vidas, a fin de arreglar un asunto (cualquiera que sea), no pueden ejecutar su convenio, porque el Estado no lo quiere; se expondrían a diligencias judiciales y a un castigo. ¿Dónde quedó el libre arbitrio? Completamente distinto es lo que ocurre donde, como en América del Norte, la sociedad decide hacer sufrir a los duelistas ciertas consecuencias desagradables de su acto, y les retira, por ejemplo, el crédito del que habían gozado anteriormente. Rehusar su crédito es un asunto de cada cual, y si le place a una sociedad retirárselo a alguien por una u otra causa, el que sufre las consecuencias no puede quejarse de un ataque a su libertad; la sociedad no ha hecho mas que usar de la suya. No se trata ya aquí de una expiación, ni del castigo de un crimen. En América del Norte el duelo no es un crimen, es un acto contra el cual la sociedad toma medidas de prudencia y se preserva. El Estado, por el contrario, califica el duelo de crimen, es decir, de una violación de su ley sagrada; haciendo de él un asunto criminal. La sociedad de la que hablábamos deja al individuo perfectamente libre de exponerse a las consecuencias funestas o desagradables que le acarree su manera de obrar, y deja plena y entera su libertad de querer; el Estado hace precisamente lo contrario: niega toda legitimidad a la voluntad del individuo y no reconoce como legítima más que su propia voluntad, la ley del Estado. Resulta de esto que el que comete trasgresión de los mandamientos del Estado, puede ser considerado como violador de los mandamientos de Dios, opinión, por otra parte, que la Iglesia ha sostenido. Dios es la santidad en sí y por sí, y los mandamientos de la Iglesia, como los del Estado, son las órdenes que esa santidad da al mundo por mediación de sus sacerdotes o de sus señores de derecho divino. La Iglesia tenía los pecados mortales, el Estado tiene los crímenes que acarrean la muerte; ella tenía sus heréticos, él tiene sus traidores; ella tenia penitencias, él tiene penalidades; ella tenia a los inquisidores, él tiene a los agentes del fisco; en suma, ¡para la una el pecado, para el otro el crimen; allá, el pecador; aquí, el criminal; allá, la inquisición, y aquí, también la inquisición! ¿No caerá la santidad del Estado como ha caído la santidad de la Iglesia? El temor de sus leyes, el respeto de su majestad, la miseria y la humillación de sus súbditos, todo eso, ¿va a durar? ¿No llegará un día en que acabe eso de prosternarse ante la imagen del santo? ¡Qué locura exigir que el poder del Estado luche con armas iguales con el individuo, y, como se ha dicho a propósito de la libertad de prensa, parta con su adversario el viento y el sol! Para que el Estado, esa idea, tenga un poder real, debe ser una potencia superior al individuo. El Estado es «sagrado» y no puede presentar un flanco vulnerable a los «ataques impíos» de los individuos. Si el Estado es sagrado, hace falta una censura. Los liberales políticos admiten las premisas y niegan la consecuencia. Sin embargo, conceden al Estado las medidas de represión, porque, sin dudarlo, están de acuerdo en que el Estado es más que el individuo, y que su venganza, que él llama pena o castigo, es legítima. La palabra pena no tiene sentido más que si se designa la penitencia infligida al profanador de una cosa sagrada. El que tiene algo por sagrado, merece evidentemente que le sea infligida una pena desde que lo ataca. Un hombre que respeta una vida humana porque esa vida para él es sagrada y a quien la idea de atentar contra ella le causa horror, es un hombre religioso. Weitling imputa al «desorden social» todos los crímenes que se cometen, y espera que habiendo desaparecido sus móviles (el dinero, por ejemplo) bajo el régimen comunista los crímenes se harán imposibles. Pero su buena naturaleza lo confunde, porque la sociedad organizada, tal como él la entiende, será también sagrada e inviolable. No faltarán algunos que, con la boca llena de profesiones de fe comunistas, trabajarán subterráneamente para su ruina. En resumen, Weitling está obligado a atenerse a los «medios curativos» que oponer a las enfermedades y a las debilidades inseparables de la naturaleza humana; pero la palabra «curativo», ¿no indica ya que se considera a los individuos como «destinados a cierta cura» y que se les van a aplicar los remedios que «reclama» su naturaleza de hombres?[150] El remedio y la cura no son más que la otra faz del castigo y de la enmienda: la terapéutica del cuerpo hace pareja con la dietética del alma. Si esta ve en una acción un pecado contra el derecho, aquella ve un pecado del hombre contra sí mismo, el desarreglo de su salud. ¿No valdría más considerar simplemente lo que esa acción tiene de favorable o de desfavorable para mí, y ver si es amiga o enemiga? Yo la trataría entonces como mi propiedad, es decir, la conservaría o la destruiría de acuerdo a mi conveniencia. Ni «crimen» ni «enfermedad» son nombres que se apliquen desde una concepción egoísta a las cosas que designan; son juicios formados, no por mi, sino por otro, en base a una ofensa al derecho en general o a la salud, ya sea la salud del individuo (del enfermo) o de la generalidad (de la Sociedad). No se tiene ningún miramiento para el «crimen», mientras que a la enfermedad se la trata con dulzura, compasión, etc. El castigo es la consecuencia del crimen. Si lo sagrado desaparece, arrastrando al crimen consigo, el castigo debe desaparecer igualmente, porque él tampoco tiene significación sino con referencia a lo sagrado. Se han abolido las penas eclesiásticas. ¿Por qué? — Porque la forma en que uno se conduce con el «santo Dios» es asunto de cada cual. Así como han caído las penas eclesiásticas, deben caer todas las penas. Si el pecado contra su Dios es un asunto personal de cada uno, igual ocurre con el pecado contra cualquier sacralidad, sea la que sea. Según la doctrina de nuestro derecho penal, que se esfuerzan en vano en hacer menos anacrónica, se castiga a los hombres por tal o cual «inhumanidad»; y se demuestra así por el absurdo de sus consecuencias, la necedad de esas teorías que hacen ahorcar a los ladrones pequeños y dejan escapar a los grandes. Para un atentado contra la propiedad se tiene el presidio, y para los crímenes contra el pensamiento, para la opresión de los «derechos naturales del hombre» no hay más que «ideas» y peticiones.[151] El Código penal sólo existe gracias a lo sagrado, y desaparecerá por sí mismo cuando se renuncie al castigo. En todas partes, actualmente, quieren crear un nuevo Código penal, sin que se experimente el menor escrúpulo acerca de las penalidades por dictar. Sin embargo, es justamente la pena la que debe desaparecer dejando el puesto a la satisfacción; satisfacción, una vez más, no del derecho ni de la justicia, sino la nuestra. Si alguno nos hace lo que no queremos que se nos haga, destruimos su poder y hacemos prevalecer el nuestro: nos damos satisfacción respecto a él, sin hacer la locura de querer dar satisfacción al derecho (al fantasma). Es el hombre el que debe defenderse contra el hombre, y no es lo sagrado, como tampoco es Dios, quien se defiende contra el hombre, aunque en tiempos pasados, y a veces también en nuestros días, se haya visto a todos los «servidores de Dios» prestarle ayuda para castigar al impío, como la prestan hoy a lo sagrado. De esa consagración a lo sagrado resulta que, sin tener en ello interés vital y personal, se entregan los malhechores a las garras de la policía v de los tribunales, se dan medios a las autoridades constituidas para que «administren lo mejor posible el dominio de lo sagrado», y se permanece neutral. El pueblo incita rabiosamente a la policía contra todo lo que le parece inmoral, o a menudo simplemente inconveniente; y esa rabia de moralidad que posee el pueblo, es para la policía una protección mucho más segura que la que puede asegurarle el Gobierno. Es por el crimen como el egoísta se ha afirmado siempre y ha derribado con su mano sacrilega a los santos ídolos de sus pedestales. Romper con lo sagrado, o mejor aún, romper lo sagrado, puede hacerse general. ¿Acaso la revolución no es un crimen, un crimen potente, orgulloso, sin respeto, sin vergüenza, sin conciencia?; ¿no se ve que retumba, como un trueno en el horizonte, y que el cielo, henchido de presentimientos, se obscurece y calla? El que se resiste a gastar sus fuerzas por sociedades tan restringidas como la familia, el partido o la nación, aún aspira siempre a una sociedad de sentido más elevado. Cuando descubre a la «Sociedad humana», a la «Humanidad», cree haber encontrado el objeto verdaderamente digno de su culto, por el que considerará un honor sacrificarse: a partir de ese momento, «su vida y sus servicios pertenecen a la Humanidad». El Pueblo es el cuerpo, el Estado es el espíritu de esa persona soberana que me ha oprimido hasta ahora. Se ha querido transfigurar al Pueblo y al Estado ensanchándolos hasta ver en ellos respectivamente la «humanidad» y la «razón universal». Pero ese magníficat no conduce más que a hacer la servidumbre más pesada. Filántropos y humanitarios son señores tan absolutos como lo son los políticos y los diplomáticos. Los críticos contemporáneos declaman contra la Religión porque, cuando se coloca a Dios, a lo divino, a lo moral, etc., por fuera del hombre, se hace de ellos algo objetivo. Ellos, por .el contrario, prefieren dejar esos asuntos en el hombre, pero no por eso los dejan de situar en el terreno religioso, e imponen, también ellos, una «vocación al hombre», queriendo que lo divino, lo humano, etc., la moralidad, libertad, humanidad, etc., sean su esencia. La política, como la religión, pretendieron encargarse de la «educación» del hombre y conducirlo a la realización de su «esencia» y de su «destino»; en una palabra, hacer de él alguna cosa, es decir, hacer de él un verdadero hombre. La una entiende por eso un «verdadero creyente», la otra un «verdadero ciudadano» o un «verdadero súbdito». En suma, ya se la llame divina o humana a mi vocación, viene a ser lo mismo. Religión y política colocan al hombre en el terreno del deber. Debe llegar a ser esto o aquello, debe ser así y no de otro modo. Con ese postulado, con ese mandato, cada cual se eleva, no sólo por encima de los demás, sino también por encima de sí mismo. Nuestros críticos dicen: «tú debes ser completamente hombre, debes ser un hombre libre». Ellos también están en vías de proclamar una nueva Religión y de erigir un nuevo ideal absoluto, un ideal que será la libertad. Los hombres deben ser libres. No habría que extrañarse de ver aparecer misioneros de la fe que como los que el Cristianismo, convencido de que todos los hombres estaban destinados a hacerse cristianos, enviaba a la conquista del mundo pagano. Y lo mismo que hasta el presente la fe se ha constituido en Iglesia y la moralidad en Estado, la libertad podrá seguir su ejemplo y constituirse en una nueva confesión que practicase a su vez la «propaganda». No hay evidentemente ninguna razón de oponerse a un ensayo de asociación, cualquiera que este sea; pero hace falta oponerse tanto más enérgicamente a toda resurrección de la antigua cura de almas, de la tutela o, lo que es lo mismo, del principio que quiere que se haga de nosotros alguna cosa, ya sea cristianos y súbditos o liberados y hombres. Se puede, si, con Feuerbach y otros, decir que la Religión ha despojado al hombre de lo humano, y que ha transportado ese humano a un más allá tan lejano, que lo hace inaccesible y que adquiera una existencia propia tomando la forma de una persona, de un «Dios». Pero no está ahí todo el error de la Religión. Se podría muy bien dejar de creer en la personalidad de la parte de humanidad que le fue arrebatada al hombre, se podría incluso transformar al dios en divino y permanecer, no obstante, religioso. Porque ser religioso es no estar completamente satisfecho del hombre presente, es imaginar una «perfección» que debe ser alcanzada y figurarse al hombre «tendiendo a perfeccionarse».[152] («Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto».)[153] Ser religioso es fijarse un ideal, un absoluto. La perfección es el «supremo bien», el finís bonorum, y el ideal de cada uno es el hombre perfecto, el verdadero hombre, el hombre libre, etc. Los esfuerzos de la época actual tienden a instaurar, como modelo ideal, al «hombre libre». Si se consiguiese, este nuevo ideal tendría por consecuencia la aparición de una nueva religión, de nuevas aspiraciones, nuevos tormentos, de una nueva devoción, una nueva divinidad y, también, de nuevos remordimientos. El ideal de la «libertad absoluta» ha hecho divagar, como lo hace todo absoluto. Según Hess, por ejemplo, esa libertad absoluta seria «realizable en la sociedad humana absoluta»[154]; y un poco después, el mismo autor llama a esa realización una «vocación» y define la libertad como «una moralidad»: es preciso inaugurar el reinado de la «Justicia» (id est: igualdad) y de la «moralidad» (id. est: libertad). Ridículo es aquel que, en tanto que los miembros de su tribu, de su familia, de su nación, etc., sufren y perecen, se limita a jactarse vanidosamente de los grandes hechos de sus compañeros; sin embargo no es menos ciego el que cifra toda su gloria en ser «hombre». Ni este ni aquel parásito vanidoso fundan el sentimiento de su valía en una exclusividad, sino en una conexión, en el lazo que los une a los demás: lazo de la sangre, lazo de la nacionalidad o lazo de la humanidad. Los «nacionalistas» de hoy han reavivado la discusión entre los que piensan que en las venas no tienen más que una sangre puramente humana y no estar ligados más que por lazos puramente humanos, y los que se jactan de poseer una sangre especial y estar ligados por lazos especiales. Si consideramos el orgullo como la conciencia de un valor (un valor que puede ser exagerado, pero poco importa), comprobamos una diferencia enorme entre el orgullo de «pertenecer» a una nación, es decir, ser la propiedad de esa nación, y el orgullo de llamar a una nacionalidad su propiedad. Mi nacionalidad es uno de mis predicados, una de mis propiedades, en tanto que la nación es mi propietaria y mi señora. Si tú posees fuerza física, podrás emplearla cuando lo creas necesario, lo que te podrá dar la satisfacción de conocer tu propia valía y eso es lo que llamamos orgullo. Pero si es tu vigoroso cuerpo el que te posee, te impulsará en todas partes y en los momentos menos oportunos a que exhibas su vigor: no podrás estrechar la mano a nadie sin aplastársela. Cuando uno consigue convencerse de que es más que el miembro de una familia, el hijo de una raza, el individuo de un pueblo, etc., llega finalmente a decir: Uno es más que todo eso, por que es hombre, o también: el Hombre es más que el judío, el alemán, etc. «¡Que cada cuál sea, pues, entera y únicamente hombre!» Pero valdría más decir: «Si somos más que lo que pueden expresar todos los nombres que se nos den, queremos ser más que hombres, por la misma razón que ustedes quieren ser más que judíos y ustedes más que alemanes». Los nacionalistas tienen razón: no se puede renegar de la propia nacionalidad; pero los humanistas tienen también razón: uno no se debe uno encerrar en los estrechos límites de su nacionalidad. A la individualidad corresponde resolver esta contradicción: la nacionalidad es mi propiedad, pero yo no soy completamente absorbido por ésta; la humanidad también es mi propiedad, pero Yo solo soy quien, por mi unicidad, doy al hombre su existencia. La Historia busca al hombre; ¡pero el hombre eres tú, soy yo, somos nosotros! Después de haberlo tomado por un ser misterioso, una divinidad, y haberlo buscado en el Dios primero, después en el Hombre (la humanidad, el género humano), lo he encontrado al fin en el individuo limitado y pasajero, en el Único. Yo soy poseedor de la humanidad, Yo soy la humanidad y Yo no hago nada por el bien de la otra humanidad. Tú, que siendo una humanidad única, te elevas con el propósito de vivir para otra que la que tú mismo eres, estás loco. Las relaciones del Yo con el mundo humano que hemos examinado hasta aquí, se prestan a tales desarrollos y nos abren tan ricas perspectivas, que en otras circunstancias nunca nos podríamos extender demasiado en ellas. Pero no nos proponemos por el momento más que indicarlo a grandes rasgos, y nos vemos obligados a interrumpirnos para pasar al examen de otros dos aspectos de la cuestión. Yo no estoy solo en relación con los hombres en cuanto representantes de la idea de «Hombre», o en cuanto hijos del Hombre (¿por qué no decir «hijos del Hombre», puesto que se dice «hijos de Dios»?); estoy, aparte de eso, en relación con lo que tienen del Hombre y llaman su propiedad. En otros términos: estoy en relaciones, no sólo con lo que son como hombres, sino también con su haber humano. Después de haber tratado del mundo de los hombres, debo, pues, para llenar el cuadro que me he trazado, pasar al examen del mundo de las sensaciones y de las ideas, y decir algunas palabras de lo que los hombres llaman su propiedad: los bienes, tanto materiales como espirituales. En tanto que la noción de Hombre se desarrollaba y se adquiría de ella una mayor comprensión, tuvimos que respetarla bajo las diversas formas personales de que se la revistió; del último y más elevado de sus avatares salió, en fin, el mandamiento de «respetar en cada uno al Hombre». Pero si yo respeto al Hombre, mi respeto debe extenderse igualmente a todo lo que es humano, a todo lo que pertenece al Hombre. Los hombres tienen una propiedad; delante de esta propiedad Yo debo inclinarme: es sagrada. Su propiedad consiste en un haber, en parte exterior y en parte interior. Su haber exterior comprende cosas, y su haber interior está formado de pensamientos, de convicciones, de nobles sentimientos, etc. Pero yo no estoy obligado nunca a respetar más que su haber humano, no tengo que cuidarme del que no es humano, porque los hombres no pueden tener realmente como propio más que lo que es propio del Hombre. Entre los bienes interiores se puede citar, por ejemplo, a la religión; siendo la religión libre, es decir, propia del Hombre, no me es permitido tocarla; otro de esos bienes interiores es el honor; siendo libre, es para mí inviolable (difamación, caricaturas, etc.). La religión y el honor son «propiedades espirituales». Como propiedad material, viene en primer lugar la persona: mi persona es mi propiedad, de ahí resulta la libertad de la persona; pero entendámoslo bien, sólo la persona humana es libre; a la otra, la prisión la aguarda. Tu vida es tu propiedad, pero sólo es sagrada para los hombres si no es la vida de un no-hombre. El hombre no tiene títulos sobre los bienes materiales cuya posesión no puede justificar por su humanidad, y podemos tomarlos; de ahí que exista la competencia por ellos bajo todas las formas posibles. Aquellos de los bienes espirituales que no puede reivindicar como hombre, están igualmente a nuestra disposición, sometidos a la libertad de la discusión, a la libertad de la ciencia y a la de la crítica. Pero los bienes consagrados son inviolables. ¿Quién los consagra y los garantiza? A primera vista, es el Estado, la sociedad: pero más propiamente es el Hombre o la «Idea». La idea de una propiedad sagrada implica la idea de que esa propiedad es verdaderamente humana, o más bien que su poseedor no la tiene sino en virtud de su cualidad de hombre y no a título de no-hombre. En el dominio espiritual, el hombre es legítimo poseedor de su fe, por ejemplo, y de su honor, de su conciencia, de su sentimiento, de lo conveniente y de lo vergonzoso, etc. Los actos atentatorios al honor (palabras, escritos) son punibles, igualmente los que atacan al fundamento de la religión, a la fe política; en suma, toda lesión de aquello a que el Hombre «tiene derecho». El liberalismo crítico no se ha pronunciado todavía en cuanto a la cuestión de saber hasta qué punto podría admitir que los bienes son sagrados; piensa sí, ser el adversario de toda santidad; pero como lucha contra el egoísmo, tiene que trazarle límites y no puede tolerar que el no-hombre los franquee en perjuicio del hombre. Su repulsión teórica por la «masa» debería, si llegase al poder, traducirse por medidas de repulsión practica. Los representantes de los diferentes matices del liberalismo están en desacuerdo sobre la extensión que hay que dar a la idea de «Hombre» y sobre todo lo que debe sacar de ella el hombre individual; es decir, sobre la definición del Hombre y de lo humano: el hombre político, el hombre moral y el hombre «humano» han reivindicado sucesivamente, y cada vez de un modo más categórico, el titulo de Hombre. El que define mejor lo que es el «Hombre», es también el que sabe mejor lo que debe tener «el Hombre». Ese concepto no lo percibe el Estado más que en su acepción política; la sociedad, por otra parte, no comprende mas que su alcance social; sólo, se dice, la humanidad, lo abraza por entero; «la historia de la humanidad es la de su desarrollo». Descubran al hombre y conocerán por el hecho mismo lo que es propio del hombre, la propiedad del hombre o lo humano. Pero aunque el hombre individual pretenda todos los derechos del mundo, aunque invoque en su apoyo la autoridad o el título del «hombre», ¿qué me importan a Mí su derecho y sus pretensiones? Si su derecho le viene del hombre, y no de mí, entonces a mis ojos no tiene ningún derecho. Su vida, por ejemplo, no me importa sino en cuanto tiene un valor para Mí. Yo no respeto más a su pretendido «derecho de propiedad» (su derecho sobre los bienes materiales), que respeto su derecho sobre el «santuario de su alma» (su derecho a guardar intactos sus bienes espirituales, sus ídolos y sus dioses). Sus bienes; tanto materiales como espirituales, me pertenecen; y yo dispongo de ellos, en la medida de mis fuerzas, como su propietario. La «cuestión de la propiedad» excede en significado a los términos en que se la plantea; no considerando más que a lo que se llama nuestras posesiones, es demasiado estrecha y no es susceptible de ninguna solución; la decisión se encuentra en «aquel por el cual tenemos todo». La propiedad depende del propietario, La Revolución dirigió sus ataques contra todo lo que viene de la «gracia de Dios», y, entre otros, contra el derecho divino, que fue reemplazado por el derecho humano. A lo que el «favor divino» nos dispensa, se opuso lo que se deriva de la «esencia del Hombre». Las relaciones entre los hombres, habiendo dejado de estar fundadas sobre el dogma religioso que manda «amaos los unos a los otros por el amor de Dios», tuvieron que ser edificadas sobre la base humana de «amaos los unos a los otros por el amor del hombre». Igualmente, en lo que concierne a las relaciones de los hombres con las cosas de este mundo, la doctrina revolucionaria no pudo hacer otra cosa que proclamar que el mundo, hasta entonces organizado según la orden de Dios, pertenecería en adelante al «Hombre». El mundo pertenece al «Hombre» y debe ser respetado por mí como propiedad del «Hombre». ¡La propiedad es lo Mío! Propiedad, en el sentido burgués de la palabra, significa propiedad sagrada, así es que yo debo respetar tu propiedad. «¡Respeto a la propiedad!» Así, los políticos verían con gusto a cada cual poseer su parcela de propiedad, y esa tendencia ha llevado en ciertas regiones a un desmenuzamiento increíble. Cada cual debe tener su hueso en el que encuentre alguna cosa que roer. El egoísta ve la cuestión desde un punto de vista muy distinto. Yo no retrocedo con espanto religioso ante tu propiedad o la de ustedes; por el contrario, yo siempre la considero como mi propiedad, propiedad a la que no tengo que «respetar». ¡Traten, pues, de la misma manera a lo que llaman mi propiedad! Colocándonos todos bajo ese punto de vista, nos será más fácil entendernos. Con el fin de cada uno sea libre dueño de su tierra, los liberales políticos se toman a pecho la abolición, en la medida de lo posible, de todas los servidumbres. ¡Poco importa que el campo sea pequeño, con tal que cada cual tenga el suyo; que sea una propiedad, y una propiedad respetada! Cuantos más propietarios haya, más rico será el Estado en «hombres libres» y en «buenos patriotas». El liberalismo político, como toda religiosidad, cuenta con el respeto, con la humanidad, con la caridad. Así es perpetuamente engañado. Porque, en la práctica, las personas no respetan nada. Todos los días se ven grandes propietarios redondear sus dominios acaparando las propiedades vecinas más pequeñas y se ven todos los días pequeños propietarios desposeídos obligados a volver a hacerse mercenarios o arrendatarios sobre el trozo de tierra que les ha sido legalmente arrancado. La competencia cubre con su pabellón el dolo y no es el respeto a la propiedad el que puede oponerse a ese bandidaje. Si, por el contrario, los «pequeños propietarios» se hubieran dicho que la gran propiedad también les pertenece, no se habrían apartado respetuosamente por sí mismos y no se les expulsaría. La propiedad tal como la comprenden los liberales burgueses, merece las invectivas de los comunistas y de Proudhon: es insostenible e inexistente, puesto que el ciudadano propietario no posee en realidad nada y es en todas partes un desterrado. Lejos de que el mundo pueda pertenecerle, el miserable rincón en que va viviendo no es siquiera de él. Proudhon no quiere oír hablar de propietarios, sino de poseedores o de usufructuarios.[155] ¿Qué quiere decir? Quiere que ninguno pueda apropiarse del suelo, sino que tenga su uso; pero aunque no se le concediese más que la centésima parte del producto que saca del fruto de su trabajo, esta fracción al menos sería su propiedad y podría disponer de ella a su criterio. El que no tiene más que el uso del campo, no es evidentemente propietario de ese campo; lo es menos aún aquel que tiene, según quiere Proudhon, que resignar de su producción todo lo que no le sea estrictamente necesario; sólo es propietario del tanto que le resta. Proudhon no reniega, pues, más que tal o cual tipo de propiedad y no de la propiedad en sí. Si queremos apropiarnos del suelo en vez de dejar su provecho a los propietarios territoriales, unámonos, asociémonos con ese objeto y formemos una sociedad que se hará su propietaria. Si lo conseguimos, los que son hoy propietarios dejaran de serlo. E igualmente así como los hayamos podido despojar de la tierra y del suelo, podremos también expulsarlos de muchas otras propiedades para hacer de ellas la nuestra, la propiedad de los conquistadores. Los «conquistadores» formarían una sociedad que uno puede imaginarse creciendo y extendiéndose progresivamente hasta el punto de acabar por abarcar a la humanidad entera. Pero esta misma humanidad no es más que un pensamiento (un fantasma) y no tiene realidad más que en los individuos. Y esos individuos tomados en masa no harán un uso menos arbitrario de la tierra y del suelo de lo que lo hacia el individuo aislado, el llamado «propietario». Así, pues, la propiedad no deja de subsistir y no deja siquiera de ser «exclusiva», por el hecho de que la humanidad, esa vasta sociedad, expropie al individuo (al que arrienda o da quizás en feudo una parcela), lo mismo que expropia a todo lo que no es humanidad (ella no reconoce, por ejemplo, ningún derecho de propiedad a los animales). Eso viene a ser, pues, exactamente lo mismo. Aquello en lo que todos quieren tener parte le será retirado al mismo individuo que quiere tenerlo para él solo y para ser erigido en bien común. En cuanto bien común, cada uno tiene su parte, y esta parte es su propiedad. Así es como según nuestro antiguo derecho de sucesión, una casa que pertenece a cinco herederos es su bien común, indiviso, en tanto que sólo un quinto de la renta es la propiedad de cada cual. Proudhon hubiera podido ahorrarnos su enfático lenguaje si hubiera dicho: «Hay ciertas cosas que no son propiedad más que de algunos, pero que pretendemos poseer y a las que, en lo sucesivo, daremos caza. Tomémoslas, puesto que es tomándolas como uno se hace su propietario, y puesto que lo que nos ha faltado hasta el presente no ha pasado a manos de los propietarios actuales más que por la ocupación, ¡asociémonos para cometer ese robo!» Pero, en lugar de esto, trata de hacernos aceptar la idea de que la Sociedad es el poseedor primitivo y el único propietario de derechos imprescriptibles; en relación a ella el que se llama propietario es culpable de robo («la propiedad es el robo»); si la Sociedad despoja al que hoy es propietario de lo que retiene como perteneciente a él, no le está robando, simplemente vuelve a entrar en posesión de su bien, haciendo uso de su derecho imprescriptible. He ahí adonde se llega cuando se hace del fantasma de la Sociedad una persona moral. Por el contrario, lo que el hombre puede alcanzar es lo que le pertenece: a mí es a quien pertenece el mundo. ¿Y qué otra cosa dicen cuando proclaman que «el mundo pertenece a todos»? Todos es Yo, Yo y además Yo. Pero ustedes hacen de «Todos» un fantasma que se vuelve sagrado, de tal forma que «todos» viene a ser el temible señor del individuo. Y a su lado se levanta entonces el espectro del «Derecho». Proudhon y los comunistas combaten el egoísmo. Así, sus doctrinas son la continuación y la consecuencia del principio cristiano, del principio de amor, del sacrificio, de la abnegación a una generalidad absoluta, a un «extraño»’. En lo que concierne a su propiedad, por ejemplo, no hacen más que completar y consagrar doctrinalmente lo que existe de hecho desde hace largo tiempo: la incapacidad del individuo para ser propietario. Cuando la ley declara que ad reges potestas omnium pertínet, ad singular propnetas; omnia rex imperio possidet, singuli dominio, quiere decir que el Rey es propietario, porque él solo puede usar y disponer de «todos» y tiene sobre todo potestas e imperium. Los comunistas han hecho la cosa más clara, dotando de ese imperium a la «Sociedad de todos». Por lo tanto, al ser enemigos del egoísmo, son cristianos, o, de un modo más general, hombres religiosos, visionarios, subordinados y vasallos de una generalidad, de una abstracción cualquiera (Dios, la Sociedad, etc.). Proudhon se aproxima aún más a los cristianos concediendo a Dios lo que le niega a los hombres: lo llama el propietario de la tierra (p. 90). Demuestra con esto que no puede librarse de la idea de que debe existir en alguna parte un propietario; concluye, en definitiva, en aceptar a un propietario, sólo que lo coloca en el más allá. El propietario no es ni Dios, ni el Hombre (la «Sociedad humana»): es el individuo. Proudhon (como Weitling) cree hacer la peor injuria a la propiedad calificándola de robo. Sin querer remover esta cuestión embarazosa, preguntamos simplemente: ¿hay una objeción bien fundada que hacer al robo? ¿La idea de robo puede subsistir, si no se deja subsistir la idea de la propiedad? ¿Cómo se podría robar si no hubiese propiedad? Lo que no pertenece a nadie no puede ser robado: el que saca agua del mar no roba. Por consiguiente, la propiedad no es un robo; sólo por ella resulta el robo posible. Weitling, que considera todo como la «propiedad de todos», tiene que llegar necesariamente a la misma conclusión que Proudhon: si alguna cosa pertenece a todos, el individuo que se la apropia es un ladrón. La propiedad privada existe por la gracia del Derecho. El Derecho es su única garantía, porque poseer un objeto no es ser necesariamente su propietario; lo que Yo poseo no se convierte en mi propiedad más que por la sanción del Derecho; y ésta no es un hecho (un fait), como piensa Proudhon, sino una ficción, una idea. Una idea, he ahí lo que es la propiedad que engendra el Derecho, la propiedad legítima, garantizada. Es el Derecho y no Yo lo que hace de lo que poseo mi propiedad. No obstante, se designa bajo el nombre de propiedad al poder ilimitado que Yo tengo sobre las cosas (objetos, animales u hombres) de las que puedo usar y abusar a mi agrado; el Derecho romano define la propiedad jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratio patitur, un derecho exclusivo e ilimitado. Pero la propiedad tiene por condición el poder, lo que está en mi poder es mío. En tanto que mantengo mi situación de poseedor de un objeto, sigo siendo su propietario; no lo seré si se me escapa, sea cualquiera la fuerza que me lo arrebate (el hecho, por ejemplo, de que Yo reconozca que otro tiene derecho a él). Propiedad y posesión vienen, pues, a ser lo mismo. No es un derecho exterior a mi poder el que me hace legítimo propietario, sino mi poder mismo y sólo él; si lo pierdo, el objeto se me escapa. Desde el día en que los romanos perdieron la fuerza de oponerse a los germanos, Roma, y los despojos del mundo que diez siglos de omnipotencia habían acumulado dentro de sus murallas, pertenecieron a los vencedores, y hubiera sido ridículo pretender que los romanos permanecieran siendo, no obstante, sus legítimos propietarios. Toda cosa es la propiedad de quien sabe tomarla y guardarla para sí, y quedará siendo de él, mientras que no le sea arrebatada; así, la libertad pertenece al que la toma. El poder decide la propiedad; y el Estado (ya sea el Estado de los burgueses, de los indigentes, o lisa y llanamente, el de los hombres), siendo el único poderoso, es también el único propietario; Yo, el Único, no tengo nada; no soy más que un colono en las tierras del Estado, soy un vasallo, y por consiguiente un siervo. Bajo la dominación del Estado, ninguna propiedad es Mía.[156] Yo quiero aumentar mi valor, quiero elevar el precio de todas las propiedades de las que está hecha mi individualidad, ¿y habría de despreciar la propiedad? ¡Jamás! Del mismo modo que nunca he sido apreciado porque siempre se ponían por encima de Mí al pueblo, a la humanidad y a otras cien abstracciones, tampoco se ha reconocido plenamente hasta hoy el valor de la propiedad. La propiedad no era más que la propiedad de un fantasma, del pueblo, por ejemplo: mi existencia toda entera pertenecía a la patria; Yo y, como consecuencia, todo lo que llamaba mío, pertenecía a la patria, al pueblo, al Estado. Se pide a los Estados que pongan fin al pauperismo. Tanto valdría pedirles que se cortasen la cabeza y la pusieran a sus pies, porque en tanto que el Estado es un Yo, el Yo individual debe reducirse a ser un pobre diablo, un no-Yo. El interés del Estado es enriquecerse él mismo; poco le importa que Peter sea rico y Paul pobre; lo mismo le daría que fuese Paul el rico y Peter el pobre, mira al uno enriquecerse y al otro empobrecerse sin conmoverse por su juego de báscula. Como individuos, todos son realmente iguales ante su faz. Y en eso tiene razón: pobre y rico no son nada para él, al igual que «somos todos pobres pecadores ante Dios». Por otra parte, el Estado tiene un interés muy grande en que esos mismos individuos que hacen de él su Yo, compartan sus riquezas: él los hace participar de su propiedad. La propiedad, de la que hace un cebo y una recompensa para los individuos, le sirve para amansarlos; pero sigue siendo su propiedad, y nadie puede disfrutar de ella sino lleva en su corazón el yo del Estado, como miembro leal de la sociedad que es; en caso contrario, la propiedad es confiscada o se funde en procesos ruinosos. La propiedad es y sigue siendo, pues, la propiedad del Estado, sin ser nunca la propiedad del Yo. Decir que el Estado no arrebata arbitrariamente al individuo lo que el individuo tiene del Estado, equivale simplemente a decir que el Estado se roba a sí mismo. El que admite dentro de sí el yo del Estado, es decir, un buen ciudadano o un buen súbdito, goza de su feudo con toda seguridad, pero goza de él como yo del Estado, y no como Yo propio, como individuo. Es lo que expresa el Código cuando define la propiedad, lo que Yo llamo mío por Dios o por el Derecho, pero Dios y el Derecho lo hacen mío sólo si el Estado no se opone. En casos de expropiación, de requisa de armas, etcétera, o también, por ejemplo, cuando el fisco recoge una sucesión cuyos derechohabientes no se han presentado en los plazos legales, el principio, habitualmente velado, salta a la vista de todos; el pueblo, el Estado, es el único propietario; el individuo no es más que un arrendatario. Lo que quiero decir es esto: el Estado no puede proponerse que un individuo sea propietario en su propio interés, no puede querer que yo sea rico, ni siquiera que Yo posea tan sólo alguna holgura; en cuanto soy Yo, el Estado no puede reconocerme nada, permitirme nada, concederme nada. El Estado no puede abolir el pauperismo, porque la indigencia es mi indigencia. Quién no es nada más que lo que hacen de él las circunstancias o la voluntad de un tercero (el Estado), posee solamente lo que ese tercero le concede, y eso es perfectamente justo. Y ese tercero no le dará más de lo que merece, es decir, el salario de sus servicios. No es él quien se hace valer y quien saca de sí mismo el mejor partido posible, es el Estado. La economía política trata preferentemente esta cuestión. Sin embargo, esta cuestión traspasa el dominio de la política y excede en mucho el horizonte del Estado, que no conoce otra propiedad que la suya y que no puede repartir ninguna otra. El Estado no puede hacer otra cosa que someter la posesión de la propiedad a sus condiciones, como lo hace con todo; por ejemplo, con el matrimonio cuya validez depende de su sanción. Pero una propiedad no es mi propiedad más que si es Mía sin condiciones; sólo si estoy incondicionado puedo ser propietario, unirme a la mujer que amo y dedicarme libremente a una actividad. El Estado no se preocupa ni de Mí, ni de lo Mío, no se preocupa más que de sí y de lo suyo; si tengo un valor a sus ojos, sólo es como su hijo, el hijo del país, etc., como Yo mismo, no soy nada para él. Mi vida, sus altibajos, mi fortuna o mi ruina, no son para el Estado más que una contingencia, un accidente. Pero si Yo y lo Mío no somos para él más que un accidente, ¿qué prueba eso sino que él es incapaz de comprenderme? Yo excedo a su comprensión, o en otros términos, su inteligencia es demasiado corta para comprenderme. Lo que explica, por otra parte, que no pueden hacer nada por Mí. El pauperismo es un corolario de mí desvalorización, de mi impotencia para hacerme valer. Así, Estado y pauperismo son dos fenómenos inseparables. El Estado no admite que Yo me aproveche de Mí mismo, y no existe más que a condición de que Yo carezca de valor; siempre tiende a sacar provecho de mí, es decir, explotarme, despojarme, o hacerme servir para alguna cosa, quiere que Yo sea su criatura aunque no sea más que para cuidar de una prole (proletariado). El pauperismo no podrá ser superado hasta el día en que mi valor no dependa más que de Mí, lo fije Yo mismo y Yo mismo establezca su precio. Si quiero verme en alza, es cosa Mía alzarme y levantarme. Haga lo que haga, ya fabrique harina o algodón, o extraiga con gran esfuerzo el carbón y el hierro de la tierra, ése es mi trabajo y Yo mismo quiero extraer de él todo el provecho posible. Quejarme no serviría de nada, mi trabajo no será pagado en lo que vale; el comprador no me escuchará y el Estado hará igualmente oídos sordos hasta el momento en que crea necesario apaciguarme para prevenir la explosión de mi terrible poder. Pero esas medidas de aplacamiento que usa a modo de válvula de seguridad son todo lo que yo puedo esperar de él; si se me ocurre reclamar más, el Estado se volverá contra Mí y me hará sentir sus uñas y sus garras, porque es el Rey de los animales, el león y el águila. Si el precio que él fija a mi trabajo y a mis mercancías no me satisface, y si intento fijar Yo mismo el valor correspondiente a mis productos, es decir, me las compongo para que Yo sea pagado por mis esfuerzos, chocaré con un desahucio absoluto en el consumidor. Si este conflicto se resolviera por un acuerdo entre las dos partes, el Estado no encontraría en ello nada que objetar, porque le importa poco cómo los particulares se arreglan entre sí mientras no le causen ningún perjuicio. Sólo se juzga ofendido y puesto en peligro cuando al no llegar a un acuerdo, los antagonistas se van a las manos. Son esas relaciones inmediatas de hombre a hombre lo que el Estado no puede tolerar y debe interponerse como mediador, tiene que intervenir. El Estado, asumiendo ese papel de intercesor, ha venido a ser lo que era Jesucristo, lo que eran la Iglesia y los Santos, un mediador. Separa a los hombres y se interpone entre ellos como Espíritu. Los obreros que reclaman un aumento de salario son tratados como criminales desde el momento en que intentan arrancárselo a la fuerza al patrón. ¿Qué deben hacer? Si no usan su fuerza se volverán con las manos vacías; pero usar la fuerza, recurrir a la compulsión, es hacerse valer a uno mismo, sacar libre y realmente de su propiedad lo que vale, y esto no puede ser tolerado por el Estado. ¿Qué hacer, entonces, se preguntan los trabajadores? ¡Esto es lo que tienen que hacer: contar sólo con ellos mismos y no tener en cuenta al Estado! Eso en cuanto a mis brazos; lo mismo ocurre en cuanto al trabajo de mi cerebro. El Estado me permite sacar provecho de todos mis pensamientos y utilizarlos en mi relación con los hombres (ya extraigo de ellos un precio por el solo hecho de que, por ejemplo, me hacen ganar el aprecio o la admiración de los oyentes); el me lo permite, pero con la condición de que mis pensamientos sean sus pensamientos. Si alimento, por el contrario, pensamientos que él no puede aprobar, es decir, hacer suyos, me prohíbe formalmente realizar su valor, cambiarlos y relacionarme con ellos. Mis pensamientos son libres sólo cuando el Estado lo permite, es decir, cuando son pensamientos del Estado. El no me deja filosofar con libertad, si no me muestro filósofo de Estado; pero no puedo filosofar contra el Estado, aunque gustosamente me permita remediar sus imperfecciones, enderezarlo. De la misma manera en que yo no puedo considerar a mi Yo como legítimo si no lleva la estampilla del Estado y puede exhibir los certificados y pasaportes que este último le ha concedido graciosamente, de igual modo no estoy autorizado a hacer valer lo Mío más que si lo tengo por lo suyo, por un feudo dependiente del Estado. Mis caminos deben ser sus caminos, de lo contrario me tapa la boca. Nada es más temible para el Estado que el valor del Yo; no hay nada de lo que deba separarme más cuidadosamente, que de toda ocasión de valorarme Yo mismo. Yo soy el adversario irreconciliable del Estado, que no puede escapar a las astas del dilema: él o Yo. Así no trata solamente de paralizar el Yo, sino además, de alquilar lo Mío. No hay en el Estado ninguna propiedad, es decir, ninguna propiedad del individuo: no hay más que propiedades del Estado. Lo que Yo tengo, no lo tengo más que por el Estado; lo que soy, no lo soy sino por él. Mi propiedad privada es la que el Estado me concede de su propiedad y en la medida que la limita (la priva) a otros de sus miembros, es una propiedad del Estado. Pero por más que haga el Estado, Yo siento cada vez más claramente que me queda un poder considerable; tengo un poder sobre Mí mismo, es decir, sobre todo lo que no es, ni puede ser más que Mío y que no existe sino porque es Mío. ¿Qué hacer cuando mi camino ya no es el suyo, cuando mis pensamientos no son ya los suyos? Pasar de largo y no contar más que conmigo mismo y sobre Mí mismo. Mi propiedad real, aquella de la que puedo disponer a mi agrado, con la que puedo traficar a mi gusto, son mis pensamientos, a los que no hace falta una sanción y que me importa poco ver legitimar por una designación, una autorización o una gracia. Siendo Míos, son mis criaturas y Yo puedo abandonarlos por otros; si los cedo a cambio de otros, esos otros vienen a ser, a su vez, mi propiedad. ¿Qué es, pues, mi propiedad? Lo que está en mi poder y nada más. ¿A qué estoy legítimamente autorizado? A todo aquello que puedo. Yo me doy el derecho de propiedad sobre un objeto por el solo hecho de apoderarme de él, o en otros términos, me hago propietario de derecho cada vez que me hago propietario por la fuerza; al darme el poder, me doy el título. Mientras no puedan arrebatarme mi poder sobre una cosa, esa cosa sigue siendo mi propiedad. ¡Pues bien, sea! ¡Que la fuerza decida acerca de la propiedad y Yo esperaré todo de mi fuerza! El poder ajeno, el poder que yo dejo a otro ha hecho de mí un siervo[157]; ¡que mi propio poder haga de mí un proletario! Que vuelva yo, ignorante como era de la fuerza de mi poder, a entrar en posesión del poder que he abandonado a los demás. A mis ojos, mi propiedad se extiende hasta donde se extiende mi brazo; Yo reivindicaré como mío todo lo que soy capaz de conquistar y extenderé mi propiedad hasta donde llegue mi derecho, es decir, mi poder. Los que han de decidir son el egoísmo y el interés personal, no el principio de amor, ni las razones sentimentales como la caridad, la indulgencia y la benevolencia. Ni siquiera la equidad y la justicia (porque la justicia también es un fenómeno de amor, un producto del amor); el amor no conoce más que el sacrificio y exige la abnegación. ¿Sacrificar alguna cosa? ¿Privarse de alguna cosa? El egoísta ni lo piensa; dice simplemente: ¡preciso aquello de lo que tengo necesidad y lo tendré![158] Todas las tentativas de someter la propiedad a leyes racionales tienen su fuente en el amor y conducen a un borrascoso océano de reglamentaciones y de coerción. El socialismo y el comunismo tampoco constituyen una excepción. Cada cual debe estar provisto de medios de existencia suficientes y poco importa que estos medios los encuentre, según la idea socialista, en una propiedad personal, o que, con los comunistas, los obtenga de la comunidad de bienes. Los individuos no conocerán más que la dependencia. El tribunal arbitral que se encargue de repartir equitativamente los bienes no me concederá más que la parte que haya medido su espíritu de equidad, su benévolo cuidado de las necesidades de todos. Yo, el individuo, no veo que la riqueza de la colectividad sea un obstáculo menor que la riqueza de los demás individuos, porque ni una ni otra me pertenecen. Ya estén los bienes en manos de la comunidad que me concede una parte, o en manos de los particulares, resulta siempre para mí la misma coerción, puesto que en ningún caso puedo disponer de ellos. Más aún, aboliendo la propiedad personal, el comunismo se constituye en un nuevo Estado, un status, un orden de cosas destinado a paralizar la libertad de mis movimientos, un poder soberano superior a Mí. El comunismo se opone con razón a la opresión de los individuos propietarios, de los que Yo soy víctima, pero el poder que da a la comunidad es más tiránico aún. El egoísmo sigue otro camino para la supresión de la miseria de la plebe. No dice: espera a que una autoridad cualquiera, encargada de repartir los bienes en nombre de la comunidad, te dé en su equitatividad (porque en los Estados de lo que se trata siempre es de un don que recibe cada uno según sus méritos, es decir, sus servicios); Por el contrario dice: pon tu mano sobre aquello que necesitas y tómalo. Es la declaración de guerra de todos contra todos. Sólo Yo soy juez de lo que quiero tener. En verdad, esa sabiduría no es nueva, pues los «que se buscan a sí mismos» siempre lo han hecho. Poco importa que la cosa no sea nueva si sólo desde hoy se tiene conciencia de ella; y esa conciencia no puede pretender una gran antigüedad (a menos que se la haga remontar a las leyes de Egipto y de Esparta). Para probar que está poco extendida bastarían las objeciones y el desprecio con los que se habla del egoísta. Lo que es preciso saber, es lo siguiente: que el acto de poner la mano sobre un objeto no es despreciable, sino la manifestación del egoísta consciente y consecuente consigo mismo. Sólo escaparé del «tejido» del amor cuando no espere que los individuos ni la comunidad me den lo que yo mismo puedo darme. La plebe no dejará de ser plebe hasta el día en que se apodere de lo que necesita y es plebe porque, por temor al castigo, no se atreve a tomarlo. Apoderarse de algo es un pecado, tomarlo es un crimen; he ahí el dogma, y ese dogma por sí mismo basta para crear la plebe; pero si la plebe continúa siendo lo que es, ¿de quién será culpa? En primer término de ella misma, por admitir ese dogma, y sólo en segundo lugar de quienes por egoísmo (para devolverles su injuria favorita), quieren que ese dogma sea respetado. En pocas palabras, la falta de conciencia de la «nueva sabiduría», la vieja conciencia del pecado, es la única sobre la que cae la culpa. Si los hombres llegaran a perder el respeto por la propiedad, cada individuo tendría una propiedad, así como todos los esclavos se hacen hombres libres desde que dejan de respetar a su amo como tal. Entonces podrían concluirse alianzas entre individuos, asociaciones egoístas, que tendrían por efecto multiplicar los medios de acción de cada cual afirmando sus propiedades, constantemente amenazadas. Según los comunistas, la comunidad debe ser la propietaria. Por el contrario, Yo soy el propietario, y no hago más que acordar con otros acerca de mi propiedad. Si la comunidad va contra mis intereses, Yo me sublevo contra ella y me defiendo. Soy propietario, pero la propiedad no es sagrada. ¿No seré; pues, meramente poseedor? ¡Eh, no! Hasta hoy, no se era poseedor, no se tenía una parcela sino porque se dejaba a otros la propiedad de una parcela. Pero en adelante todo me pertenece; soy propietario de todo lo que necesito y de lo que puedo apoderarme. Si el socialista dice: la Sociedad me da lo que me hace falta, el egoísta responde: Yo tomo lo que necesito. Si los comunistas actúan como indigentes, el egoísta obra como propietario. Todas las tentativas basadas en el principio del amor que tienen por objeto el alivio de las clases miserables fracasarán. La plebe sólo puede ser ayudada por el egoísmo: esta ayuda debe prestársela a sí misma, y eso es lo que hará. La plebe es un poder, siempre que no se deje domar por el miedo. Las gentes perderían todo respeto de no haberles enseñado a tener miedo, decía el espantapájaros del Gato con Botas. Por consiguiente, la propiedad no puede ni debe abolirse; de lo que se trata es de arrebatársela a los fantasmas para convertirla en mi propiedad. Entonces se desvanecerá esa ilusión de que Yo no pueda tomar todo cuanto necesite. ¡Pero de cuántas cosas tiene necesidad el hombre Quién tiene necesidad de mucho y sabe como conseguirlo, siempre se ha servido a si mismo. Así Napoleón ha tomado Europa y los franceses Argel. Lo que convendría es que el populacho al que paraliza el respeto, aprenda, por fin, a procurarse lo que le hace falta. Si para ustedes va demasiado lejos y se juzgan ofendidos, ¡pues bien!, defiéndanse; no deben hacerle regalos benévolamente. Cuando el populacho se conozca, o más bien, cuando se reconozca como populacho, rechazarán esos regalos de la misma manera que rehusarán sus limosnas. Pero es perfectamente ridículo que ustedes declaren pecador y criminal a quien ya no pretende vivir de sus favores y quiere salir adelante por si mismo. Esos dones lo engañan y le hacen perder la paciencia. Defiendan su propiedad y serán fuertes; pero si quieren guardar la facultad de dar y gozar de privilegios políticos en relación a las limosnas que otorgan (impuesto de los pobres), tengan en cuenta que eso durará tanto como lo toleren los que las aceptan.[159] La cuestión de la propiedad no es, creo haberlo mostrado, tan sencilla de resolver como se lo imaginan los socialistas e incluso los comunistas. No será resuelta más que por la guerra de todos contra todos. Los pobres no llegarán a ser libres y propietarios más que cuando se subleven. Les den lo que les den, querrán siempre más, porque no quieren nada menos que la supresión de todo don. Se preguntarán: pero ¿qué pasará cuando hayan cobrado ánimos quienes carecen de fortuna? ¿Cómo se realizará la nivelación? Tanto valdría pedirme que sacara el horóscopo de un niño. ¿Qué es lo que hará un esclavo cuando rompa sus cadenas? ... Aguarden y lo sabrán. En el panfleto de Kaiser[160], que carece de forma y de sustancia, se espera que el Estado se haga cargo de esta nivelación. ¡Siempre el Estado! ¡El papá! Así como la Iglesia fue proclamada y respetada como la «madre» de los creyentes, así el Estado viene a ser el Padre que todo lo provee. El principio de la competencia está estrechamente ligado al principio de la ciudadanía. ¿Es otra cosa que la igualdad? Y la igualdad, ¿no es precisamente un producto de esa Revolución que hizo la burguesía o la clase media? Nada impide a nadie rivalizar con todos los demás miembros del Estado (excepto el Príncipe, porque representa al Estado), cada cual puede tratar de elevarse al rango de los demás e incluso superarlo, hasta arruinarlos, despojarlos y arrancarles hasta los últimos jirones de su fortuna. Eso prueba con toda evidencia que ante el tribunal del Estado cada uno no tiene el valor más que de un simple individuo y no debe contar con ningún favoritismo. Supérense unos a otros cuanto quieran y cuanto puedan, yo, el Estado, no tengo nada que ver en eso. Son libres de competir entre ustedes, son competidores y esa es su posición social. Pero ante mí, el Estado, no son más que simples individuos.[161] La igualdad que se ha establecido teóricamente como principio entre todos los hombres, encuentra su aplicación y su realización práctica en la competencia, porque la igualdad no es más que la libre competencia. Todos son, frente al Estado, simples particulares y en la Sociedad, es decir, en la relación de unos con otros, competidores. Yo no tengo que ser más que un simple individuo para poder competir con cualquier otro hombre, excepto con el Príncipe y con su familia. Esta libertad era en tiempos pasados imposible, ya que no se gozaba de la libertad de hacerse valer más que en la corporación y por la corporación. Bajo el sistema de las corporaciones y del feudalismo, el Estado concedía privilegios, en tanto que bajo el régimen de la competencia y del liberalismo se limita a otorgar licencias (título dado a un candidato, estableciendo que una profesión cualquiera le está abierta) a quien las solicite. Pero, ahora que el Estado ha dejado librada la cuestión a los solicitantes, entrará en conflicto con todos, puesto que todos y cada uno tienen el derecho de pedir una licencia. Será «atormentado», y se vendrá abajo con esta tormenta. Pero la libre competencia, ¿es realmente libre? ¿Es siquiera verdaderamente una competencia, es decir, un concurso entre las personas? Es lo que pretende ser, puesto que funda su derecho precisamente en ese título. En efecto, se origina del hecho que las personas han sido liberadas de toda dominación personal. ¿Puede decirse que la competencia es libre cuando el Estado, soberano por el principio de la burguesía, se las ingenia para restringirla de mil maneras? Vean a un rico fabricante que hace grandes negocios y al que yo querría hacerle la competencia. Hazla — dice el Estado —; por mi parte, no veo nada que se oponga a que la hagas como persona. ¡Sí, pero me haría falta un lugar para mi instalación, me haría falta dinero! Esto es grave, pero si no tienes dinero, no puedes pensar en competir. Y no cabe que Tú tomes nada de nadie, porque yo protejo a la propiedad y a sus privilegios. La libre competencia no es libre porque me faltan los medios para competir, las cosas necesarias para la competencia. Contra mi persona, nada se tiene que objetar; pero como yo no tengo las cosas, es preciso que mi persona renuncie. ¿Y quién está en posesión de los medios, quién tiene esas cosas necesarias? ¿Es quizá tal o cual fabricante? ¡No; porque en ese caso, yo podría apropiármelas! El único propietario es el Estado; el fabricante no es propietario; lo que posee lo tiene sólo a titulo de concesión, de depósito. ¡Vamos, sea! Si no puedo nada contra el fabricante, voy a competir con ese profesor de Derecho que es un necio; y yo, que sé cien veces más que él, haré desertar a su auditorio. ¿Has hecho tus estudios, amigo mío, y te has recibido? No; pero... ¿para qué? Poseo ampliamente los conocimientos necesarios. Lo siento; pero aquí la competencia no es libre. Contra tu persona nada hay que decir, pero la cosa esencial te falta: el diploma de doctor. ¡Y ese diploma, yo, el Estado, lo exijo! Pídemelo primero muy cortésmente y luego veremos lo que hay que hacer. He aquí a qué se reduce la libertad de la competencia. Es preciso que el Estado, mi Señor, me califique antes como apto para competir. Pero además, ¿son en realidad las personas quienes compiten? ¡No, una vez más son las cosas! El dinero, en primer lugar, etc. En la lucha habrá siempre vencidos (así el poeta mediocre deberá ceder la palma, etc.). Pero lo que importa distinguir es si los medios que faltan al competidor desgraciado son personales o materiales y pueden adquirirse mediante la capacidad personal, o si únicamente pueden obtenerse por un favor, como simples dones: por ejemplo si el pobre ha de dejar su riqueza al rico, es decir, regalársela. En suma, si es necesario que Yo aguarde la autorización del Estado para obtener los medios o para utilizarlos (por ejemplo, cuando se trata de un diploma), esos medios son una gracia del Estado.[162] Tal es, en el fondo, el sentido de la libre competencia. El Estado considera a todos los hombres como sus hijos iguales; cada uno es libre de hacer todo lo que pueda para merecer los bienes y los favores que el Estado dispensa. Así todos se lanzan en persecución de la fortuna, de los bienes (dinero, empleo, títulos, etc.), en una palabra, de las cosas. En el sentido burgués, todo hombre posee, cada cual es propietario. ¿Cómo explicar, pues, que la mayor parte de los hombres no tengan prácticamente nada? Ello se debe a que la mayor parte son plenamente dichosos con ser propietarios, aunque no sea más que de algunos harapos, son como los niños se regocijan con su primer pantalón o con la primera moneda que se les ha dado. Examinemos con detalle esta cuestión. El liberalismo declaró que la esencia del hombre no era la propiedad, sino el ser propietario. Aplicándola sólo al Hombre y no al individuo, la extensión de esta propiedad que sólo interesa al individuo, fue menospreciada. De aquí que el egoísmo del individuo, con las manos libres respecto a esta extensión, se lanzara infatigable a la competencia. El egoísmo feliz debía causar recelos a quien estaba menos favorecido; este último, apoyándose siempre sobre el principio de humanidad, planteó la cuestión del cociente de reparto de los bienes sociales y la resolvió así: El hombre debe tener tanto como necesita. Pero ¿podría contentarse con eso mi egoísmo? Las necesidades del Hombre no son, en modo alguno, una medida aplicable a Mí, y a mis necesidades, porque Yo puedo necesitar más o menos. No, Yo debo tener tanto como cuanto sea capaz de apropiarme. Pero la competencia sufre de una desfavorable circunstancia: que los medios para competir no están al alcance de todos, porque no provienen de la personalidad, sino de circunstancias completamente accidentales. Los más están desprovistos de medios, y por lo tanto, desprovistos de bienes. Así, los socialistas aspiran a una sociedad que proporcione estos instrumentos a todos los hombres. No reconocemos, dicen, tus riquezas (haber), como tu riqueza (poder). Tú tendrás que crearte otra riqueza y proveerte de otros medios de acción que serán tu fuerza de trabajo. El hombre es hombre como poseedor de un haber, por eso respetamos provisionalmente a ese poseedor que llamábamos propietario. Pero tú posees las cosas en tanto no sean arrebatadas de tu propiedad. Quien posee es rico, pero sólo en tanto los demás no lo sean. Y como tu mercancía constituye tu riqueza pero sólo mientras seas capaz de mantenerla en tu posesión, es decir, por tanto tiempo como nosotros no tengamos poder sobre ella; te convendrá tratar de conseguirte otros medios de acción, porque hoy, por nuestro poder, superamos tu pretendida riqueza. Mucho se ha conquistado al poder, cuando se logró ser considerado como poseedor. La servidumbre ha desaparecido y el hombre que hasta entonces debía la prestación personal a su señor y era aproximadamente la propiedad de este último, viene a ser, a su vez, un señor. Pero en adelante no es suficiente con que poseas. Tu haber no será reconocido, pero tu trabajar y tu trabajo aumentarán de valor. Tú no vales a nuestros ojos sino en la medida en que pones en acción las cosas, del mismo modo que en otro tiempo valías por tu posesión. Tu trabajo es tu riqueza. De ahora en más, sólo serás dueño o poseedor de lo tú produzcas, no de lo heredado. Mientras tanto, como no existe posesión cuyo origen no sea la herencia, como todas las monedas que forman tu haber tienen la efigie de la herencia y no la efigie del trabajo, es preciso que todo sea refundido en el crisol común. Pero ¿es cierto que, como lo piensan los comunistas, mi riqueza no consiste más que en mi trabajo? ¿No consiste más bien en todo aquello de que pueda apoderarme? La misma Sociedad de los trabajadores está obligada a estar de acuerdo en esto, ya que ayuda a los enfermos, a los niños, en una palabra, a los que no pueden trabajar. Ellos — los que no pueden trabajar — son todavía capaces, por ejemplo, de lograr que la Sociedad se encargue de conservarles la vida. Y si son capaces es porque poseen un poder sobre ustedes. A quien no ejerciera absolutamente ningún poder sobre ustedes, no le reconocerían nada; podría morirse. Por lo tanto, ¡tu riqueza consiste en todo aquello de lo que puedas apoderarte! Si eres capaz de dar placer a millares de hombres, esos millares de hombres te pagarán, porque está en tu poder dejar de agradarles y ellos deben comprar tu actividad. Pero si no eres capaz de interesar a nadie, ya puedes morirte de hambre. ¿Yo, que soy capaz de mucho, no debo tener ventaja sobre los que pueden menos? Henos aquí sentados a la mesa ante la abundancia, ¿voy a abstenerme de servirme lo mejor que pueda y a aguardar a lo que me toque en un reparto igualitario? Contra la competencia se levanta el principio de la sociedad de los indigentes: el principio del reparto igualitario. El individuo no soporta ser considerado más que como una fracción, una parte alícuota de la sociedad, porque es más que eso; su unicidad se rebela contra esa concepción que lo disminuye y lo rebaja. Por eso no admite que los demás le adjudiquen su parte. No aguarda su riqueza más que de sí mismo, y dice: lo que yo soy capaz de obtener es mi riqueza. ¿Acaso el niño no posee riqueza en su sonrisa, en sus gestos, en su voz, o en el solo hecho de existir? ¿Son capaces de resistir a su deseo? Así, madre, ¿no le ofreces tu seno, y tú, padre, no te privas de muchas cosas para que no le falte nada? El los obliga y por eso mismo posee lo que ustedes llaman propio. Si yo tengo afición a tu persona, tu existencia tiene ya un valor para mí; si no tengo necesidad más que de una de tus facultades, es tu complacencia o tu asistencia la que tiene un precio a mis ojos; y yo la compro. ¿No estimas en mí más que el dinero? Era el caso de los ciudadanos alemanes vendidos por dinero y expedidos a América, cuya odisea cuenta la historia. ¿Se dirá que el vendedor debía hacer mayor caso de ellos, que se dejaron vender? El prefería el dinero contante a aquella mercancía viviente que no había sabido hacerse preciosa a sus ojos. Si no reconocía en ellos un valor mayor es que en definitiva su mercancía no valía gran cosa. La práctica egoísta consiste en no considerar a los demás ni como propietarios, ni como indigentes o trabajadores, sino que ustedes vean en ellos a una parte de sus riquezas, como objetos que les pueden servir. Siendo así, no pagarán nada al que posee (al propietario), no pagarán nada al que trabaja, le darán sólo a aquel que necesiten. ¿Tenemos necesidad de un Rey?, dicen los americanos del norte. Y responden: no daríamos un céntimo ni por él ni por su trabajo. Cuando se dice que la competencia lo pone todo al alcance de todos, se expresa uno de modo inexacto; es más preciso decir que, gracias a ella, todo está a la venta. Poniendo todo a la disposición de todos, lo entrega a su apreciación y pide un precio.[163] Pero a los que pretenden comprar, frecuentemente les falta el medio de hacerse compradores: no tienen dinero. Con dinero se puede obtener todo lo que está a la venta, pero justamente es el dinero lo que falta. ¿Dónde tomar el dinero, esa propiedad móvil o circulante? Entérate de que tienes tanto dinero como poder tengas, porque tú cuentas tanto como te hagas contar.[164] Uno no paga con dinero, del que se puede estar escaso, sino con su capacidad, con su poder, pues no se es propietario más que de aquello sobre lo que se extiende su poder. Weitling ha imaginado un nuevo instrumento de cambio, el trabajo. Pero el verdadero instrumento de pago aún es, como siempre, nuestra capacidad. Tú pagas con lo que tienes en tu poder. ¡Piensa, pues, en aumentar tu riqueza! Acordando en esto, llegamos inmediatamente a la máxima: A cada uno según sus medios. Pero ¿quién me dará según mis medios? ¿La sociedad? Entonces tendría que someterme a su apreciación. No, Yo tomaré según mis medios. ¡Todo pertenece a todos! Esta proposición procede también de una teoría fútil. A cada cual pertenece solamente lo que cada cual puede. Cuando Yo digo: el mundo es para Mí, ésa es también una frase vacía de sentido, a menos que Yo simplemente quiera dar a entender que no respeto ninguna propiedad ajena. Pero sólo es mío lo que Yo tengo en mí poder, lo que depende de mi fuerza. No se es digno de tener lo que se deja arrebatar por debilidad; no se es digno porque no se es capaz de guardarlo. Se hace un gran escándalo con la injusticia secular de los ricos con los pobres. ¡Como si fuera culpa de los ricos que existan pobres, y no fueran también los pobres culpables de que haya ricos! ¿Qué diferencia hay entre ellos sino la que separa la potencia de la impotencia y a los capaces de los incapaces? ¿Qué crimen han cometido los ricos? ¡Son duros! Pero, ¿quién ha mantenido a los pobres, quién ha atendido su subsistencia cuando ya no podían trabajar, quién ha esparcido con profusión las limosnas, esas limosnas cuyo nombre mismo significa compasión? Los ricos, ¿no fueron siempre compasivos? ¿No fueron siempre caritativos? Y los impuestos para los pobres, los hospicios, los establecimientos de beneficencia de toda especie, ¿de dónde vienen? Pero todo eso no les basta. Los ricos deberían, ¿no es eso? repartir con los pobres. En una palabra deberían suprimir la miseria. Sin contar con que no hay ninguno de ustedes que aceptara repartir, y que ése sería un loco, pregúntense: ¿Por qué los ricos habrían de despojarse y sacrificarse cuando a los pobres esta acción les sería mucho más provechosa? Tú, que percibes unos billetes al día, eres rico al lado de millares de hombres que viven con diez monedas; ¿tu interés es repartir con ellos, o es más bien el suyo? La competencia está menos ligada a la intención de hacer las cosas lo mejor posible que a hacerlas lo más lucrativamente posible, con el menor gasto y el mayor beneficio que se pueda obtener. Así, no se estudia más que para crearse una posición (Brotstudium)[165], se aprenden las reverencias y las buenas maneras, se procura adquirir la rutina y el conocimiento de los negocios, se trabaja por la forma. Y si aparentemente se trata de cumplir bien las funciones propias, no se tiende en realidad más que a hacer un buen negocio. Se trabaja en una profesión cualquiera, según se dice, por amor del oficio, pero en realidad por amor del beneficio. Si alguien se hace censor no es porque el oficio sea atractivo, sino porque la posición no es desagradable, y se puede ascender posteriormente. No faltará quien quiera administrar, hacer justicia, etc., con toda conciencia, pero que teme ser trasladado o separado: ante todo, es preciso vivir. Toda esa práctica es, en suma, una lucha por esta querida vida, una serie de esfuerzos interrumpidos para ascender gradualmente a un mayor o menor bienestar. Y todas sus penas y todos sus cuidados no producen a la mayor parte de los hombres más que una vida amarga, una amarga indigencia. ¡Tanto esfuerzo por tan poca cosa! Una infatigable ansia de botín no nos deja respirar y detenernos en un gozo apacible. No conocemos la alegría de poseer. La organización del trabajo no se refiere sino a aquellos trabajos que otros pueden hacer en nuestro lugar, por ejemplo, el del carnicero, el del labrador, etc., pero hay trabajos que siguen siendo de la incumbencia del egoísmo, puesto que nadie puede ejecutar por ustedes el cuadro que pintan, producir sus composiciones musicales, etc., nadie puede hacer la obra de Rafael. Estos últimos trabajos son los de un Único, son las obras que solamente este Único puede llevar a cabo mientras que los primeros son trabajos banales que podrían llamarse humanos, puesto que en ellos, la individualidad carece de importancia y se pueden enseñar más o menos a todos los hombres. Como la Sociedad no puede tomar en consideración más que los trabajos que presentan una utilidad general, los trabajos humanos, su cuidado no puede extenderse a la obra del Único; su intervención en este caso podría ser incluso perjudicial. El Único podrá, sí, ascender socialmente por su trabajo, pero la Sociedad no puede elevar al Único. Por consiguiente, siempre es de desear que lleguemos a un acuerdo acerca de los trabajos humanos, a fin de que ya no absorban todo nuestro tiempo y nuestros esfuerzos como lo hacían bajo el régimen de la competencia. Desde ese punto de vista, el comunismo está llamado a dar sus frutos. Aquello que todo el mundo es capaz de hacer o de lo que puede hacerse capaz de hacer, estaba antes del advenimiento de la burguesía en poder de algunos y negado a todos los demás: era el tiempo del privilegio. La burguesía consideró justo permitir a todos el acceso a lo que parecía corresponder a cualquiera que fuera hombre. Sin embargo, lo que permitía a todos, no se lo daba realmente a nadie; solamente dejaba a cada cual libre de conseguirlo a través de su capacidad humana. Todas las miradas se dirigieron entonces hacia esos bienes humanos, que a partir de ese momento se ofrecían a cualquiera, y el resultado fue esa tendencia que se oye deplorar a cada instante y a la que se le da el nombre de materialismo. El comunismo trata de frenarlo divulgando la creencia de que los bienes humanos[166] no exigen tanto trabajo y que, en una organización juiciosa, pueden obtenerse sin el gran gasto de tiempo y de energías al parecer imprescindibles hasta el presente. Pero ¿para quién hay que ganar tiempo? ¿Por qué tiene el hombre necesidad de más tiempo que el preciso para reanimar sus fuerzas, agotadas por el trabajo? Aquí el comunismo calla. ¿Por qué? ¡Pues bien, para gozar de sí mismos como Únicos, después de haber hecho su parte como hombres! En la primera alegría de verse autorizado a alargar la mano hacia todo lo que es humano, no se pensó ya en desear otra cosa y todos se lanzaron por los caminos de la competencia en persecución de lo humano, como si su posesión fuera el objeto de todos nuestros desvelos. Pero después de una carrera desenfrenada se advierte al fin que la riqueza no da la felicidad. Y trata uno de obtener lo necesario con menos gasto y de no consagrarle más que el tiempo y los trabajos indispensables. La riqueza se encuentra despreciada y la pobreza satisfecha, la indigencia irresponsable se convierte en el ideal seductor. ¿Es necesario que ciertas funciones humanas para las que todo el mundo se cree apto, estén mejor remuneradas que las demás y que para alcanzarlas se entreguen todas las fuerzas y toda la energía? La frase empleada con tanta frecuencia: ¡Ah, si yo fuese ministro, si yo fuese el..., esto no ocurriría, expresa la convicción de que uno se siente capaz de representar el papel de uno de esos dignos personajes ; entonces uno percibe que para este tipo de tareas no es necesario ser único, sino apenas poseer una cultura que es, sino para todos, al menos accesible a muchos, puesto que para ello sólo se necesita ser un hombre común. Si asumimos que, así como el orden pertenece a la esencia del Estado, la subordinación también se encuentra en su naturaleza, entonces vemos que sus subordinados, o aquellos que reciben trato preferencial, gozan de bienes y de privilegios desmesurados en comparación de los que ocupan los grados inferiores de la escala social. Sin embargo, estos últimos, inspirados primero por la doctrina socialista, y más tarde, sin duda, también por un sentimiento egoísta, se atreven a preguntar: Señores privilegiados ¿qué es lo que hace la seguridad de su propiedad? y se responden ellos mismos: ¡Su propiedad está segura, porque nos abstenemos de atacarla! ¿Y qué nos dan en recompensa? No tienen para la gente común más que golpes y desprecio, la vigilancia de la policía y un catecismo con un principio fundamental: ¡Respeta lo que no es tuyo, lo que pertenece a otro! ¡Respeta a los demás, y en particular a tus superiores! A eso respondemos: ¿quieren nuestro respeto? Sea, pero cómprenlo al precio que pedimos por él. Queremos, sí, dejarles su propiedad, pero mediante una compensación suficiente. Realmente, que es lo que hace el general en tiempo de paz para compensar los muchos miles que recibe anualmente ¿Qué compensación recibimos de ustedes por comer papas, mientras los miramos como tranquilamente engullen ostras? Cómprennos tan sólo esas ostras, igual que nosotros tenemos que comprarles las patatas, y podrán continuar comiéndolas en paz. ¿Se imaginan quizá que las ostras no son tan nuestras como suyas? Gritarían ¡violencia! si nos vieran llenar nuestro plato con ellas y consumirlas en lugar suyo, y tendrían razón. Sin violencia, no las tendremos, del mismo modo que ustedes sólo las tienen porque hacen violencia sobre nosotros. Pero quédense con las ostras y pasemos a una propiedad que nos toca más de cerca, al trabajo, puesto que la primera es sólo posesión. Nosotros padecemos doce horas al día con el sudor en nuestra frente y nos dan por eso unas pocas monedas. ¡Pues bien! Háganse pagar su trabajo al mismo precio. ¡Eso no los satisface! ¿Se imaginan acaso que nuestro trabajo está regiamente pagado con esas monedas, en tanto que el suyo vale un sueldo de varios miles de billetes? Pero si no tasaran el suyo a tan alto precio, y si nos dejasen sacar mejor partido del nuestro, ¿quién les dice que no seríamos capaces de producir cosas más importantes que todo lo que han hecho hasta aquí con sus millares de billetes? Si no recibieran más que un salario como el nuestro, se volverían pronto más trabajadores para ganar más. Por nuestra parte, proyectamos también trabajos que nos pagarán mejor que lo que es nuestro salario habitual. De acuerdo, entonces, con tal que se entienda que nadie hará ni recibirá regalos. Y hasta podremos sostener con nuestro propio dinero a los achacosos, los enfermos y los ancianos, para que la miseria no nos los arrebate. Si queremos que vivan, debemos comprar la satisfacción de ese deseo. Y digo comprarla; no pienso de ningún modo en una miserable limosna. Su vida es también su propiedad, incluso para quienes no pueden trabajar; y si queremos (no importa por qué razón) que no nos priven de esa vida que les pertenece, no hay otro medio de obtener ese resultado que comprándolo. ¡Sólo que nada de regalos! Guárdense los suyos y no los esperen ya de nosotros. Hace siglos que les damos limosnas con una buena voluntad estúpida; hace siglos que derrochamos el óbolo del pobre y damos al señor lo que no es del señor. Se acabó: desaten los cordones de su bolsa, porque desde ahora el precio de nuestra mercancía está en un alza enorme. No les sacaremos nada, absolutamente nada, pero pagarán mejor por lo que quieran tener. Tú, ¿cuál es tu fortuna? — Tengo una hacienda de mil fanegas. — Pues bien, Yo soy tu encargado de labranza, y de ahora en adelante no trabajaré ya tu campo más que al precio que yo fije al día. — Entonces tomaré otro. — No lo encontrarás, porque nosotros los trabajadores del campo no trabajamos ya más que con esas condiciones, y si se presenta uno que pida menos, ¡qué tenga cuidado de nosotros! Aquí está la criada que pide otro tanto, y no la encontrarás ya por menos de este precio. — ¡Pero entonces estoy arruinado! — ¡Poco a poco! Te quedará siempre tanto como a nosotros; si fuera de otro modo, nosotros rebajaríamos lo suficiente para que pudieses vivir como nosotros. — ¡Pero yo estoy acostumbrado a vivir mejor! — Trata de reducir tus gastos. ¿Hemos de ajustarnos nosotros para que tú puedas vivir bien? El rico dirige siempre al pobre estas palabras: — ¿Tengo algo que ver con tu miseria? Intenta salir del paso como puedas: es asunto tuyo y no mío. — Que sea así; velaremos por ello y no dejaremos ya a los ricos acaparar en su provecho los medios de los que de nosotros mismos tenemos que sacar partido. — Sin embargo, ustedes, como personas sin instrucción, no tienen tantas necesidades como nosotros. — No importa eso; tomaremos alguna cosa más para ponernos en condiciones de obtener la instrucción que podamos necesitar. — Y si despojan así a los ricos, ¿quién sostendrá entonces el arte y la ciencia? — ¡Le tocará al público hacerlo! Formaremos un club, que así se reúnen bonitas sumas. Por otra parte, sabemos cómo ustedes, los ricos, alientan las artes; compran sólo libros insulsos o santas vírgenes de la más lamentable vulgaridad, cuando no el par de piernas de una bailarina. — ¡Ah, maldita igualdad! — No, mi buen señor, no se trata aquí de igualdad. Queremos sencillamente que se nos cuente por lo que valemos; si valen más que nosotros, eso no importa, se los contará por más. Lo que queremos es tener un valor, y deseamos mostrarnos dignos del precio que se pague. ¿Es capaz el Estado de despertar en el asalariado tan animosa confianza y un sentimiento tan vivo de su Yo? ¿Puede hacer el Estado que el hombre tenga conciencia de su valor? ¿Osaría proponerse tal objeto? ¿Puede querer que el individuo conozca su valor y obtenga de él el mejor partido? La cuestión es doble. Veamos lo que el Estado es capaz de realizar en ese sentido. Ya que se necesitaría la unanimidad de los empleados de labranza, sólo influiría esta unanimidad mientras que, una ley del Estado, sería eliminada por la competencia y en secreto. Pero ¿puede tolerarlo el Estado? Al Estado le es imposible tolerar que la gente sufra otra coerción que la suya; no puede, entonces, admitir que los obreros coligados se hagan justicia contra los que quieran ajustarse a pagar un precio demasiado bajo por su trabajo. Supongamos, sin embargo, que el Estado haya dictado una ley con la que los obreros estén perfectamente de acuerdo; ¿podría consentirlo el Estado en tal caso? En ese caso aislado, sí; pero ese caso aislado es más que eso, es un caso de principio; de lo que se trata aquí es de la valoración del Yo por sí mismo y, por consiguiente, de su afirmación contra el Estado. Hasta ahí, los comunistas estaban de acuerdo con nosotros. Pero la valoración del Yo por sí mismo está necesariamente en contraposición, no sólo con el Estado, sino también con la sociedad: ella está por encima de la comuna y del comunismo, por egoísmo. El comunismo convierte el principio de la burguesía de que todo hombre es poseedor (propietario), en una verdad indiscutible, una realidad que pone fin a la preocupación de adquirir, haciendo que cada cual tenga aquello que necesita. Es la potencia de trabajo de cada cual lo que forma su riqueza, y si no hace uso de ella, la culpa es suya. Ninguna competencia estéril subsiste (lo que ocurría demasiado a menudo hasta hoy), ya que todo esfuerzo de trabajo tiene por efecto el procurarle lo necesario a quien lo efectúa. Cada uno es poseedor de modo seguro y sin preocupaciones. Y lo es precisamente porque no busca ya su riqueza en una mercancía, sino en su potencia de trabajo. Por el trabajo, puedo llegar por ejemplo, a desempeñar funciones de presidente o de ministro; esos empleos no exigen más que una instrucción media, es decir, son accesibles a todo el mundo, o una habilidad de la que todo el mundo es capaz. Pero si es verdad que esas funciones pueden ser ejercidas por todo hombre, cualquiera que sea, no es, sin embargo, más que la fuerza única del individuo, exclusivamente propia del individuo, la que les da en cierto modo una vida y una significación. Si cumple sus funciones no sólo como un hombre ordinario, sino que gasta en ellas todo el tesoro de su unicidad, no quedará pagado por el hecho de percibir el sueldo propio del empleado o del ministro. Si los ha satisfecho plenamente y quieren continuar beneficiándose, no sólo de su trabajo de funcionario sino, además, de su precioso poder individual, no le pagarán sólo como un hombre que no hace más que la tarea humana, sino, además, como un productor único. Ustedes háganse pagar igual su propio trabajo. No se puede aplicar a la obra de mi unicidad una tasa general como a lo que yo hago en cuanto hombre. Sólo respecto a esta última cualidad puede determinarse una tasa. Fijen entonces una tasa general para los trabajos humanos, pero, para ganarla, no sacrifiquen su unicidad. Las necesidades humanas o generales pueden ser satisfechas por la Sociedad; pero a ti te toca buscar la satisfacción de tus necesidades únicas. La Sociedad no puede conseguirte una amistad o el servicio de un amigo, ni siquiera asegurarte los buenos oficios de un individuo. Y sin embargo, tendrás a cada instante necesidad de servicios de este género; en las circunstancias más insignificantes te hará falta alguien que te asista. No cuentes para eso con la Sociedad; pero haz de modo que tengas con qué comprar la satisfacción de tus deseos. ¿Los egoístas deben conservar el dinero? La antigua moneda lleva la marca de la posesión hereditaria; si ya no se dejan pagar con ese dinero, todo su poder se arruinará. Supriman la herencia, y el sello del magistrado quedará anulado. En el presente, todo es herencia, ya esté el heredero en su posesión o no. Si todo eso les pertenece ¿por qué dejarlo poner bajo sellos, por qué respetarlos? Pero, ¿para qué crear un nuevo dinero? ¿Aniquilarán acaso la mercancía porque le quiten el sello de la herencia? Pues bien, la moneda es una mercancía, un medio fundamental y un valor, ya que impide la anquilosis de la riqueza, la mantiene en circulación y opera su cambio. Si conocen un mejor instrumento de cambio, adóptenlo, lo acepto, pero aún seguirá siendo dinero bajo una nueva forma. No es el dinero el que a ustedes les hace mal, sino lo impotentes que son para obtenerlo. Pongan en juego todos sus medios, hagan valer todos sus esfuerzos y no les faltará el dinero: será dinero propio, una moneda acuñada por ustedes. Pero no es trabajar a lo que yo llamo poner en juego todos sus medios. Los que se contentan con buscar trabajo, con tener la voluntad de trabajar bien, están condenados fatalmente, y por su culpa, a convertirse en obreros en paro. Del dinero depende la buena y la mala suerte. Si en el período burgués se convierte en un poder, es porque se lo corteja como a una muchacha, pero nadie se casa con él. Todo el romance y la caballerosidad de cortejar al objeto de deseo, vuelven a la vida con la competencia. El dinero, objeto de deseo, es realizado por los «caballeros de la industria».[167] Quien es favorecido por la suerte se lleva consigo a la novia. El indigente tiene suerte; introduce a la joven en sus dominios, la Sociedad, y le quita su virginidad. En su casa ya no es la doncella, sino la mujer, y con su virginidad desaparece su nombre de familia: la joven doncella se apellidaba Dinero, y hoy se llama Trabajo, porque Trabajo es el apellido del marido. Está bajo la tutela del marido. Para acabar con esta comparación, la criatura del Trabajo y del Dinero, es de nuevo una muchacha y virgen, es decir, Dinero, pero con una filiación cierta: ha nacido del Trabajo, su padre. Las facciones del rostro, su efigie proceden de otro cuño. Finalmente, volvamos, una vez más, a la competencia. La competencia existe porque nadie se apropia de su casa y se entiende con los demás a través de ella. El pan, por ejemplo, es un objeto de primera necesidad. Nada sería más natural que ponerse de acuerdo para establecer una panadería pública. En vez de eso, se abandona ese indispensable suministro a panaderos que se hacen competencia. Y así se hace con la carne a los carniceros, el vino a los taberneros, etc. Abolir el régimen de la competencia no quiere decir favorecer el régimen de la corporación. He aquí la diferencia: en la corporación, hacer el pan, etcétera, es un asunto de los agremiados; bajo la competencia, lo sería de quienes desean competir; en la asociación, lo es de quienes tienen necesidad de pan, por consiguiente, mi causa, la de ustedes, no es la causa de los agremiados ni de los panaderos con licencia, sino la de los asociados. Si Yo no me preocupo de mi causa, es preciso que me conforme con lo que los demás quieran darme. Tener pan es mi causa, mi deseo y mi afán, no puedo prescindir de él y, sin embargo, uno se entrega a los panaderos, sin otra esperanza que la de obtener de su discordia, de sus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su competencia, una ventaja con la que no se podía contar con los miembros de las corporaciones, que estaban entera y exclusivamente en posesión del monopolio de la panadería. Aquello de lo que cada cual tiene necesidad, cada cual debería también tomar parte en producirlo o en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la propiedad de los miembros de determinada corporación o de algún patrón con patente. Reconsideremos de nuevo la cuestión. El mundo pertenece a sus hijos, los hijos de los hombres. Ya no es más el mundo de Dios, sino el mundo de los hombres. El hombre puede considerar suyo todo de lo que puede apoderarse; sólo que el verdadero Hombre, el Estado, la Sociedad Humana, o la Humanidad velarán para que nadie se apropie más de lo que pueda apropiarse en cuanto hombre, es decir, de una manera humana. La apropiación no humana no está autorizada por el Hombre: es criminal, mientras que la apropiación humana es justa y se hace por un camino legal. Así es como se habla desde la Revolución. Pero mi propiedad no es una cosa, puesto que las cosas tienen una existencia independiente de Mí; sólo mi poder es mío. Este árbol no es mío; lo que es mío, es mi poder sobre él, el uso que Yo hago de él. Pero ¿cómo se pervierte la expresión de mi poder sobre las cosas? Se dice, Yo tengo un derecho sobre este árbol, o bien, es mi legítima propiedad. Si lo he adquirido, es por la fuerza. Se olvida que la propiedad sólo dura mientras el poder permanece activo; o más exactamente, se olvida que el poder no existe por sí mismo, sino por la fuerza del Yo, y no existe más que en Mí, el poderoso. Se exalta el poder, como se exaltan otras de mis propiedades (la humanidad, la majestad, etc.) al ser para sí (Fürsichseiend), como si tuvieran existencia, de manera tal que sigue existiendo aun cuando haya dejado de ser mi poder. Así, transformado en fantasma, el poder es el derecho. Ese poder inmortalizado no se extingue ni siquiera con mi muerte, es transmisible (hereditario). Así pues, en realidad las cosas pertenecen al derecho, no a Mí. Por otro lado, todo eso no es más que una apariencia. El poder del individuo no se hace permanente ni se convierte en derecho, a no ser que su poder se sume el poder de otros individuos. La ilusión consiste en creer que ya no pueden despojar de su poder a aquellos a quienes se lo hayan otorgado. Aquí reaparece el mismo fenómeno del divorcio del poder y del Yo; Yo no puedo recobrar del poseedor la parte del poder que le viene de Mí. Uno le ha dado plenos poderes, se ha desprendido del poder, ha renunciado al poder de tomar una mejor opción. El propietario puede renunciar a su poder y a su derecho sobre una cosa donándola, disipándola, etc. ¿Y nosotros no podríamos igualmente abandonar el poder que le hemos prestado? El hombre legítimo, el hombre justo, no desea hacer suyo lo que no es de él de derecho, o aquello a lo que no tiene derecho; no reivindica más que su propiedad legítima. ¿Quién, pues, será juez y fijará los límites de su derecho? En última instancia, debe ser el Hombre, porque de él se tienen los derechos del hombre. Por consiguiente se puede decir con Terencio, pero en un sentido más amplio que «bumani nihil a me alienum puto», es decir, lo humano es mi propiedad.[168] De cualquier manera que uno se arregle, en ese terreno se tendrá inevitablemente un juez, y en nuestro tiempo los diversos jueces que uno se había dado, han acabado por encarnarse en dos personas mortalmente enemigas: el Dios y el Hombre. Los unos se declaran por el derecho divino, los otros por el derecho humano o los derechos del hombre. Pero está claro que en ninguno de los dos casos el individuo mismo crea su derecho. ¡Encuéntrenme hoy una sola acción que no ofenda un derecho! A cada instante los derechos del hombre son pisoteados por unos, en tanto que otros no pueden abrir la boca sin blasfemar contra el derecho divino. Den una limosna y ultrajarán un derecho del hombre, puesto que la relación de mendigo a bienhechor no es humana; expresen una duda y pecarán contra un derecho divino. Coman alegremente un pan seco y la resignación será una ofensa a los derechos del hombre; cómanlo con descontento y sus murmullos serán un insulto al derecho divino. No hay uno de ustedes que no cometa a cada instante un crimen; todos sus discursos son crímenes y toda traba a su libertad de razonar no es menos criminal. Todos ustedes son criminales. Aunque son criminales porque se mantienen todos en el terreno del derecho, es decir, porque no saben que lo son ni están satisfechos por ello. La propiedad inviolable o sagrada ha nacido en ese mismo terreno; es un concepto del derecho. El perro que ve un hueso en poder de otro, no renuncia a él a no ser se sienta demasiado débil. Pero el hombre respeta el derecho del otro a su hueso. Esto se considera humano, y lo anterior como brutal o egoísta. Y por todas partes, como en este caso, lo que es humano es ver en todo alguna cosa espiritual (aquí, el derecho), es decir, hacer de cualquier cosa un fantasma, al que se puede, sí, expulsar cuando se manifiesta, pero al que no se puede matar. Humano es no considerar lo particular como particular, sino como algo general. Yo ya no debo a la naturaleza como tal ningún respeto; sé que en relación a ella tengo todos los derechos. Pero estoy obligado a respetar en el árbol de un jardín cualquiera su cualidad de objeto ajeno (ellos dicen, desde un punto de vista parcial: respetar la propiedad), y no se me permite tocarlo. Y eso no podrá cambiar hasta cuando Yo no vea en el hecho de dejar ese árbol a otra persona, algo diferente al hecho de dejarle, por ejemplo, mi bastón, es decir, cuando Yo haya cesado de considerar ese árbol como algo ajeno «a priori», o sea, como algo sagrado. Yo, por el contrario, no considero un crimen el derribarlo si eso me satisface; continúa siendo mi propiedad por más grande que sea el tiempo durante el cual lo he abandonado a otros: era y sigue siendo mío. Yo no veo la cualidad de objeto ajeno en la riqueza del banquero más que la que veía Napoleón en las provincias de los reyes. No tenemos ningún escrúpulo en intentar su conquista y tampoco el lograrlo utilizando todos los medios a nuestro alcance. Nosotros rechazamos el espíritu de lo ajeno ante el que, hasta ahora, nos habíamos espantado. ¡Pero es indispensable para eso que Yo no pretenda nada en calidad de Hombre, sino sólo en calidad de Yo, de ese Yo que soy! No pretenderé por consiguiente, nada humano, sino sólo lo que es mío, o en otros términos, nada de lo que me corresponde en cuanto hombre, sino lo que Yo quiera y porque Yo lo quiero. Una cosa no será la justa y legítima propiedad de otro sino cuando sea justo para ti que sea la propiedad de ese otro. Desde el momento en que ya no te convenga que sea así, la legitimidad desaparecerá a tus ojos y ya no te quedará más que reírte del derecho absoluto del propietario. Aparte de la propiedad en sentido restringido, y de la que hemos hablado hasta ahora, hay otra a la que se nos impone venerar y contra la cual nos está todavía mucho menos permitido «pecar». Esa propiedad esta constituida por los bienes espirituales y el «santuario de la conciencia». No está permitido burlarse de lo que un hombre tiene por sagrado. Por falso que sea el objeto de su fe y por deseoso que uno esté de apartarlo de él para traerlo «muy dulcemente y por su bien» al culto de una sacralidad más auténtica, al menos su fe, por discutible que sea su objeto, es sagrada y siempre debe ser respetada; por absurdo que sea el ídolo, la facultad de veneración del que lo tiene por sagrado, es sagrada en sí misma y uno debe inclinarse ante ella. En tiempos más bárbaros que los nuestros se tenía la costumbre de exigir de cada cual una determinada fe y una devoción a un determinado objeto sagrado. Pero extendiéndose la «libertad de conciencia» cada vez más, el «Dios celoso» y «Señor único» se ha transformado poco a poco en lo que se designa con el nombre más vago de «Ser Supremo»; la tolerancia humana se declara satisfecha con el hecho de que cada cual reverencie un «objeto sagrado», sea el que sea. Reducido a su expresión más humana, ese objeto sagrado es «el Hombre mismo» y «lo humano». Porque es una ilusión creer que lo humano es enteramente nuestro y enteramente exento de ese tinte de sobrenatural que se une a lo divino, e imaginarse que decir el Hombre es decir Yo o decir Tú. Y es ese error el que puede conducir a la orgullosa ilusión de que uno no ve ya en ninguna parte nada «sagrado», de que por todas partes nos sentimos como en nuestra casa y libres de la obsesión de la santidad, del estremecimiento del terror sagrado. Pero el alborozo de «haber encontrado al fin al Hombre» ha impedido oír el grito de dolor del egoísmo; y el «fantasma» que se ha vuelto tan intimo, pasa por ser nuestro verdadero Yo. Pero «lo Sagrado se llama Humano», dice Goethe, y lo humano no es más que lo sagrado en su más alta potencia. El egoísta se expresa exactamente a la inversa. Justamente, te encuentro ridículo porque tienes alguna cosa por sagrada; y aun admitiendo que yo quiera respetar todo en ti, es precisamente tu santuario interior el que yo no respetaría. A esas maneras de ver tan opuestas corresponden, naturalmente, conductas diferentes para con los bienes espirituales: el egoísta los ataca; el religioso (es decir, el que por encima de él coloca su «esencia») debe, para ser consecuente, defenderlos. ¿Qué bienes espirituales hay que defender y cuáles deben dejarse sin protección? No depende enteramente de la idea que uno se forma del «Ser Supremo»: el que teme a Dios, por ejemplo, tiene más que defender que el que teme al Hombre, que el liberal. Cuando se nos ofende en nuestros bienes espirituales, no es ya como cuando se nos lastimaba en nuestros bienes materiales: aquí la ofensa es espiritual, el pecado cometido contra los bienes espirituales consiste en profanarlos directamente, en tanto que no se hacía más que apartar o alejar los bienes materiales. Aquí los bienes sufren una depreciación, una decadencia: no son simplemente sustraídos, su carácter sagrado es puesto directamente en juego. Se designa con el nombre de «impiedad» o de «sacrilegio» a todas las infracciones que pueden ser cometidas contra los bienes espirituales, es decir, contra los que tenemos por sagrados; y la burla, el insulto, el desprecio, el escepticismo, etc., no son más que matices diferentes de la impiedad criminal. Sin ocuparnos de las múltiples formas en que el sacrilegio puede cometerse, solamente recordaremos aquí a lo que pone en peligro la santidad por medio de una prensa demasiado libre. En tanto que se exija todavía respeto para el menor ser espiritual, la palabra y la prensa tendrán que estar encadenadas en nombre de ese ser; porque el egoísta podría «ofenderlo» por sus manifestaciones y esa ofensa, a menos que se prefiera recurrir a la censura, tiene que ser reprimida con ayuda de «penalidades convenientes». ¡A cuántas personas oímos todos los días reclamar a grandes gritos por la libertad de la prensa! Ahora, ¿de qué puede ser liberada la prensa? ¡Sin duda, de una dependencia, de una sujeción, de un avasallamiento! Pero es un asunto de cada cual liberarse de todo eso; se puede afirmar con certeza que sí han sacudido el yugo de los viejos hábitos de domesticidad, lo que escriben y publican les pertenecerá como propio, en vez de haber sido concebido y formulado en servicio de un poder cualquiera; pero, ¿qué puede decir o imprimir un fiel cristiano que sea más independiente de la creencia cristiana que lo es él mismo? Si hay cosas que yo no puedo o no me atrevo a escribir, el primer culpable no puede ser otro que yo mismo. Y aunque esto parezca alejarse del asunto, he aquí, sin embargo, la explicación. Con una ley sobre la prensa, yo trazo o permito que se trace alrededor de mis publicaciones un límite más allá del cual comienzan el delito y la represión. Soy yo mismo quien restrinjo mi libertad. Para que la prensa fuese libre, sería indispensable que no pudiera serle impuesta ninguna presión en nombre de una ley. Y para llegar a eso, sería preciso que yo mismo me hubiera liberado de la obediencia a la ley. En verdad, la absoluta libertad de prensa es, como toda libertad absoluta, una quimera. La prensa puede estar libre de muchas cosas, pero nunca estará más libre de lo que Yo mismo lo esté. Liberémonos de todo lo que es sagrado, no tengamos ni fe ni ley y nuestros discursos tampoco las tendrán. Nosotros no podemos librar a nuestros escritos de toda presión más de lo que nosotros mismos podemos estar liberados de todo. Pero podemos hacerlos tan libres como nosotros lo seamos. Se necesita para eso que sean nuestra propiedad, en lugar de estar, como han estado hasta aquí, al servicio de un fantasma. La gente todavía no sabe que es lo que significan sus pedidos por la libertad de prensa. A primera vista, lo que quieren es que el Estado libere a la prensa. Pero lo que se pretende en realidad, es que ésta no tenga que contar con el Estado. Lo primero es una petición que se dirige al Estado; lo segundo, una rebelión contra el Estado. La petición de un derecho, incluso en el caso de la firme reivindicación del derecho a la libertad de prensa, supone que el Estado es el dispensador, del que no se puede esperar más que un don, una concesión, un otorgamiento. Pudiera suceder que un Estado actúe tan insensatamente que concediese lo pedido; pero seguramente los que recibieran el beneficio no sabrían servirse de él, ya que estarían considerando al Estado como equivalente a una verdad; se cuidarían de ofender a esa «cosa sagrada» y reclamarían que se aplicaran a quien se lo permitiese las severidades de una ley penal sobre prensa. En una palabra, es imposible que la prensa sea libre de aquello que yo mismo no soy libre. ¿Lo que digo me va a hacer pasar acaso por un adversario de la libertad de la prensa? ¡Todo lo contrario! Yo sólo afirmo que, en tanto que no se quiera más que eso, no se la obtendrá nunca, es decir, en tanto que se ponga la mira solamente en una libertad irrestricta. Mendiguen cuanto quieran ese permiso; lo van a esperar eternamente, porque no hay nadie en el mundo que pueda otorgarlo. En tanto que ustedes quieran ver «legitimar, autorizar, justificar» por un permiso (es decir, por la libertad de prensa), el uso que hacen de la prensa, vivirán entre vanas esperanzas y recriminaciones. «¡Absurdo! Tú que alimentas pensamientos como los que se ven en tu libro, no llegarás a darles publicidad más que gracias a una feliz casualidad o a fuerza de simulaciones. ¿Y aún así eres tú quien quiere oponerse a que se hostigue y se importune al Estado hasta que conceda al fin la libertad de imprimir?» Pudiera suceder que un autor con quien se empleara ese lenguaje respondiera del siguiente modo: — ¡Reflexionen bien en lo que dicen! ¿Qué hago yo para conseguir la libertad de prensa para mi libro? ¿Acaso pido un permiso? ¿No se me ve, por el contrario, sin preocuparme por la legalidad, esperar una ocasión favorable y atraparla sin ninguna consideración para el Estado y sus deseos? «Si, yo engaño — ya que es necesario pronunciar la palabra terrible — yo engaño al Estado». «Y ustedes, sin que ni siquiera se den cuenta, hacen lo mismo. Desde sus tribunas ustedes lo persuaden de que debe hacer el sacrificio de su santidad y de su invulnerabilidad, que debe exponerse a los ataques de los que escriben, sin por eso tener peligros que temer. ¡Pues bien! Ustedes lo engañan; porque terminará su existencia en cuanto haya perdido su inviolabilidad. Es verdad que a ustedes les podría, sí, conceder la libertad de escribir, como lo ha hecho Inglaterra. Ustedes son los devotos del Estado, son incapaces de escribir contra él, aunque puedan ver abusos que reformar y «defectos que enmendar». ¿Pero cómo? ¿Los adversarios del Estado se aprovecharán de la libertad de la palabra para despacharse contra la Iglesia, el Estado, las costumbres, y para asaltar lo «sacrosanto» con implacables argumentos? Ustedes serían entonces los primeros en temblar y en llamar a la vida a las leyes de Septiembre.[169] Se arrepentirían demasiado tarde de haberse dedicado a adular y enceguecer al Estado o al Gobierno. Pero mi conducta no prueba más que dos cosas. Primero, ésta: que la libertad de la prensa es siempre inseparable de «circunstancias favorables»; y no puede, por consiguiente, ser nunca una libertad absoluta; pero, en segundo lugar, también ésta: que quien quiera gozar de ella, debe buscar, y, en caso de necesidad, crear la ocasión favorable, haciendo prevalecer contra el Estado su propio interés y poniéndose a sí y a su voluntad por encima del Estado y de todo «poder superior». «No es en el Estado sino contra el Estado como la libertad de prensa puede ser conquistada. Y si esa libertad reina alguna vez, no será a consecuencia de una súplica, sino que será obtenida por obra de una revolución. Toda petición, toda proposición de libertad de prensa, es ya consciente o inconscientemente, una rebelión; sólo la impotencia filistea no quiere ni puede confesárselo, a la espera de que, con gran terror suyo, el resultado no se lo haya mostrado de una manera clara y evidente. La libertad de prensa, obtenida a fuerza de ruegos, tiene al principio un aire amistoso y benévolo; está bien lejos de sus intenciones dejar que surja alguna vez la licencia de prensa; pero poco a poco su corazón se endurece, y llega insensiblemente a concluir que, en definitiva, una libertad no es una libertad, en tanto que está al servicio del Estado, de la moral o de la ley. Una libertad de la coacción de la censura no llega a ser una libertad de la coacción de la ley. La prensa, una vez embargada por el deseo de libertad, quiere hacerse cada vez más libre, hasta que al fin el escritor se dice: Puesto que no soy enteramente libre más que cuando no tengo ninguna restricción que hacerme, mis escritos no son libres más que cuando son míos, cuando no me pueden ser dictados por ningún poder o autoridad, por ninguna fe, por ningún respeto; ¡Lo que la prensa debe ser no es ser libre — eso es demasiado poco — lo que debe es ser mía! La individualidad, la propiedad de la prensa; eso es lo que yo quiero asegurarme. Una libertad de prensa no es más que un permiso de imprimir que me entrega el Estado, y el Estado no permitirá nunca, ni puede nunca libremente permitir, que yo emplee la prensa en aniquilarlo. Para evitar lo que el término «libertad de prensa» ha podido dejar hasta aquí de vago en nuestras palabras, expresémonos más bien de la siguiente manera: La libertad de prensa que reivindican tanto los liberales es, sin duda alguna, posible en el Estado; de hecho, únicamente es posible en el Estado, puesto que es un permiso y que, por consiguiente, ese imprimatur[170] debe ser concedido por alguien que, en el presente caso, es el Estado. Pero en cuanto permiso, está limitado por ese Estado mismo, que naturalmente no está obligado a tolerar más de lo que es compatible con su conservación y su prosperidad. El Estado traza un límite a la libertad de prensa, que es la ley de su existencia y de su extensión. Un Estado puede ser más tolerante que otro, pero en eso sólo hay una diferencia cuantitativa. Sin embargo, es esta diferencia la que se toman tan a pecho los políticos liberales: en Alemania, por ejemplo, no piden más que «una tolerancia más amplia, más extensa, para la palabra libre». La libertad de prensa que se solicita es una libertad que debe pertenecer al Pueblo, y en tanto que el Pueblo (el Estado) no la posee, yo no puedo hacer de ella ningún uso. Pero si uno se coloca en el punto de vista de la propiedad de la prensa, las cosas se presentan desde un aspecto diferente. Aunque mi Pueblo esté privado de la libertad de prensa, yo me procuro por astucia o por violencia el medio de imprimir; no pido el permiso de imprimir más que a mi y a mi fuerza. Si la prensa me pertenece, la autorización del Estado para usar de ella me hace falta tanto como la que necesito para sonarme la nariz. Y la prensa es mi propiedad a partir del momento en que, para mí, ya no hay nada por encima mío, porque desde entonces ya no hay Estado, no hay Iglesia, no hay Pueblo, no hay Sociedad; pues todos ellos deben su existencia sólo a mi desprecio de mí mismo, y todos se desvanecen desde que éste desprecio desaparece; ellos no existen, sino a condición de estar por encima mío; no son más que potencias. — ¡A menos que uno pueda imaginar un Estado del que los súbditos no hicieran ningún caso! Eso seria un sueño, una completa ilusión, tal como lo es la «unidad alemana». La Prensa es mía desde que yo me pertenezco, desde que soy mi propietario. El mundo es del egoísta, porque el egoísta no pertenece a ningún poder del mundo. Siendo esto así, puede suceder muy bien que la prensa, aunque mía, sea todavía muy poco libre, como es el caso en este momento. Pero el mundo es grande, y uno debe ayudarse a sí mismo lo mejor que pueda. Si yo consintiera en renunciar a la propiedad de mi prensa, llegaría fácilmente a hacer imprimir por todas partes todo lo que mi pluma produce. Pero como quiero afirmar mi propiedad, es preciso que me enfrente con mis enemigos. — ¿No aceptarías su permiso si te lo concediesen? — Sí, ciertamente, y con placer; porque su permiso me probaría que yo los he cegado y que los llevo al abismo. No es su permiso lo que quiero, sino su ceguera y su derrota. Si solicito ese permiso no es porque espere, como los políticos liberales, que ellos y yo podamos vivir juntos y en paz, y hasta sostenernos, ayudarnos recíprocamente. No. Si lo solicito es para hacerme de un arma contra ellos, es para hacer desaparecer a los mismos que lo han concedido. Obro conscientemente como enemigo, tomo mis ventajas y me aprovecho de su imprevisión. La prensa es mía solamente si la uso sin reconocer absolutamente ningún juez fuera de mi mismo; es decir, sólo si ya yo no soy determinado ni por la religión, ni por la moral, ni por el respeto a las leyes del Estado, etc., sino sólo por mí y por mi egoísmo. ¿Qué tienen que replicar al que les da una respuesta tan insolente? Pero tal vez la cuestión estaría mejor planteada de la siguiente forma: ¿De quién es la prensa? ¿Del pueblo (el Estado) o mía? Los políticos se proponen simplemente sustraer a la prensa de las empresas personales y arbitrarias de los gobernantes; no reflexionan que para estar verdaderamente abierta a todo el mundo, debiera ser libre de las leyes, es decir independiente de la voluntad del pueblo (de la voluntad del Estado). Ellos quieren hacer de la prensa un «asunto público». Una vez convertida en la propiedad del pueblo, la prensa está aún bien lejos de ser mi propiedad; su libertad conserva, relativamente a mí, el sentido de una autorización. Al pueblo le corresponde juzgar mis ideas; a él debo dar cuenta de ellas; para con él soy responsable. Y los jurados, cuando se atacan sus ideas fijas, tienen duros el corazón y la cabeza, exactamente como los tienen los más feroces déspotas y los esclavos ellos que emplean. E. Bauer, en sus Reivindicaciones liberales[171], sostiene que la libertad de prensa es imposible en los Estados absolutos o constitucionales, mientras que en el «Estado libre» encuentra su lugar. «En éstos — dice — el individuo tiene el derecho de expresar todo lo que piensa, y este derecho no se le discute, porque no es ya solamente un individuo aislado, sino un miembro solidario de un todo real e inteligente». No es, pues, el individuo, sino el miembro, el que goza de la libertad de prensa. Pero si para gozar de la libertad de prensa se necesita que el individuo haya probado su fidelidad a la comunidad, que es el pueblo, esa libertad no le pertenece en virtud de su propia energía: es una libertad del pueblo, una libertad que no le es otorgada a él, individuo, sino a su cualidad de socio y en base a su fidelidad. Al contrario, sólo como individuo puede cada cual ser libre de expresar su pensamiento. Pero no tiene el «derecho» a ello y esa libertad no es «su derecho sagrado»; sólo tiene el poder, poder que basta, por otra parte, para ponerlo en posesión. Para poseer libertad de prensa, yo no tengo necesidad de concesión, no tengo necesidad del consentimiento del pueblo, no tengo necesidad de tener de él el derecho ni a ser «autorizado». Sucede con la libertad de prensa como con cualquier otra libertad, debo tomarla yo mismo; el pueblo, aunque «sólo juez», no puede dármela. Puede resignarse a la libertad de la que yo me apodero, o puede ponerse en guardia y defenderse contra ella; pero dármela, concedérmela, otorgármela, le resulta imposible. Yo la utilizo a pesar del pueblo, por mi sola cualidad de individuo, es decir, lucho por ella contra el pueblo, mi enemigo; sólo la obtengo si la conquisto realmente, si la tomo. Y si la tomo, es porque es mi propiedad. Sander, al que combate E. Bauer (p. 99), considera a la libertad de prensa como un «derecho y una libertad de los ciudadanos de un Estado». ¿Pero que otra cosa hace Edgar Bauer? Para él, es un derecho del «ciudadano libre». Se ha exigido la libertad de prensa como «derecho común a todos los hombres». A eso se ha objetado que todos los hombres no saben hacer buen uso de ella, puesto que no son todos verdaderamente hombres. Al Hombre, como tal, jamás un Gobierno se la ha rehusado. Sólo que el Hombre no escribe por la sencilla razón de que es un fantasma. Esta libertad los gobiernos solamente la han rehusado a determinados individuos para concedérsela a otros individuos, por ejemplo, a sus miembros. Luego, si se la quiere obtener para todo el mundo, debe precisamente afirmarse que pertenece al individuo, a mí, y no al Hombre o al individuo en cuanto Hombre. En todo caso, lo que no es hombre (el animal, por ejemplo) no puede hacer uso de ella. El gobierno francés, por ejemplo, no discute que la libertad de prensa sea un derecho del Hombre. Exige solamente del individuo una fianza que establezca que es verdaderamente Hombre; porque no es al individuo, es al Hombre, a quien se la concede. ¡Justamente con el pretexto de que eso no es humano se me ha quitado lo que es mío! Y se me ha dejado lo que es del Hombre. La libertad de prensa no puede producir más que una prensa responsable. Una prensa irresponsable sólo puede nacer de la propiedad de la prensa. Las relaciones de los hombres entre si están regidas, para todos los que viven religiosamente, por una ley formal (que puede ser culpablemente olvidada por momentos, pero cuyo valor absoluto no se puede negar jamás. Es la ley del amor, ley con la cual, aún aquellos que parecen combatir su principio y que odian su nombre, no han sabido todavía romper, porque a ellos también les queda amor; su amor es hasta más profundo y más depurado: aman al «Hombre y a la Humanidad». Si tratamos de formular el sentido de esa ley, diremos, poco más o menos, lo siguiente: Cada hombre debe tener alguna cosa a la que la valore más que a sí mismo. ¡Tu debes olvidar tu «interés privado» si es que se trata de la dicha de los demás, del bien de la Patria o de la Sociedad, del bien público, del bien de la humanidad, de la buena causa, etc.! Patria, Humanidad, Sociedad, etc., deben ser para ti más que tú mismo, y tu «interés privado» debe borrarse ante su interés; ¡porque no se debe ser un egoísta! El amor es un mandamiento religioso de un gran alcance; no se limita al amor de Dios y de los hombres, sino que preside a todas nuestras relaciones. Hagamos, pensemos y queramos cualquier cosa; siempre el amor debe constituir el fondo de nuestras acciones, de nuestros pensamientos y de nuestros deseos. Nos está, eso sí, permitido juzgar; pero no debemos juzgar más que con amor. Se puede ciertamente criticar a la Biblia, y hasta de una manera profunda; pero el crítico debe, ante todo, amarla y ver en ella el libro santo. ¿Esto es distinto que afirmar que la crítica no debe ser total sino que, como cosa sagrada, la Biblia no puede ser molestada? Lo mismo ocurre con nuestra crítica de los hombres: el amor debe quedar siendo su tónica invariable. Ciertamente, los juicios inspirados por el odio no son de ningún modo «nuestros» juicios, sino juicios del odio que nos domina, «juicios rencorosos». Pero, ¿los juicios inspirados por el amor son realmente nuestros? Por el contrario, son los juicios del amor que nos domina, no son nuestros, y, por lo tanto, tampoco son juicios reales. Quien arde en amor por la justicia, exclama: ¡fiat justitia, pereat mundus! y puede preguntarse y examinar qué es, propiamente hablando, la justicia, qué es lo que exige y en qué consiste; pero no puede preguntarse si la justicia es «algo». Es bien cierto que «Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él».[172] El Dios permanece en él, él no puede deshacerse del mismo y volverse sin Dios, y él mismo mora en Dios, permanece confinado en el amor de Dios y no puede volverse sin amor. «¡Dios es el Amor!» Todos los siglos y todas las generaciones reconocen en esta palabra el fundamento del Cristianismo. Pero ese Dios que es amor es un Dios molesto: no puede dejar al mundo en reposo, quiere infundirle la santidad. «Dios se ha hecho hombre para hacer a los hombres divinos» (San Atanasio). Su mano se encuentra por todas partes y nada sucede más que por El. En todo se revelan sus «designios excelentes», sus «miras y sus decretos impenetrables». La razón, que es él mismo, debe también desarrollarse y realizarse en el mundo entero. Su providencia paternal no nos deja la menor iniciativa; no podemos hacer nada sensato sin que se diga: es Dios quien lo ha hecho; ni atraernos una desgracia sin oír decir: Dios así lo ha querido. No tenemos nada que no nos venga de él, todo nos es «dado» por él. Pero lo que hace Dios, también lo hace el hombre. Dios quiere dar al mundo la beatitud, el hombre quiere darle la felicidad y hacer a todos los hombres felices. Por eso todo hombre quisiera despertar en los otros hombres la razón que crea tener en patrimonio; todo debe ser totalmente razonable. Dios combate al diablo, el filósofo combate a la sinrazón y a lo irracional. Dios no deja a ningún ser seguir la vía que le es propia, y el Hombre no quiere permitirnos más que una conducta humana. Pero aquel que esta penetrado del amor sagrado (religioso, moral, humano), solamente tiene amor para el fantasma, para el «verdadero Hombre», y persigue al individuo, al hombre real, tan despiadadamente y con la misma frialdad que sí procediera jurídicamente contra un monstruo. Encuentra loable y necesario mostrarse inexorable, porque el amor del fantasma o de la generalidad abstracta le ordena odiar a todo lo que no sea fantasma, es decir, a todo lo egoísta o lo individual. Tal es el sentido de esa famosa manifestación del amor que se llama «Justicia». El acusado no tiene ningún miramiento que esperar, ni ningún alma compasiva arrojará un velo sobre su triste desnudez. Sin emoción, el juez austero arranca al pobre condenado sus últimos jirones de excusa; sin piedad, el carcelero lo arrastra a su sombría prisión, y habiendo expiado su pena, no tiene que esperar reconciliación. Cuando se le permita volver, deshonrado, entre los hombres, sus buenos, sus leales hermanos en cristianismo, le escupirán al rostro con desprecio. Nada de gracia tampoco para el criminal «que ha merecido la muerte». Se lo conduce al cadalso y la ley moral sacia, entre las aclamaciones de la multitud, su sublime necesidad de venganza. Porque sólo uno de los dos puede vivir, la ley moral o el criminal: donde los criminales quedan impunes sucumbe la ley moral, y donde ésta reina aquellos deben caer. Su antagonismo es imperecedero.[173] La era cristiana es la era de la misericordia, del amor, del cuidado por dar a los hombres lo que les pertenece y de guiarlos hacia el cumplimiento de su vocación humana (divina). Así todas las relaciones humanas tienen por base esta consideración: tal y tal cosa constituyen la esencia del hombre y, por consiguiente, le trazan el destino al que está llamado, ya sea por Dios, ya sea (según las ideas de hoy) por su cualidad de Hombre (su raza). De ahí el celo que ponen en convertir a los demás. Aunque los comunistas y los humanistas esperen del hombre más que los cristianos, su punto de vista continúa siendo el mismo. Al hombre debe pertenecerle todo lo que es humano. Si a los piadosos les bastaba con que el hombre tuviese en herencia lo que es de Dios, los humanistas exigen que nada sea rehusado de lo que es del hombre. En cuanto a lo que es del egoísta, unos y otros lo rechazan enérgicamente. Eso es perfectamente natural; porque lo que es obra del egoísmo no puede ser otorgado ni concedido (en feudo): es preciso que uno mismo lo obtenga. El resto, el amor me lo concedía; esto, sólo Yo puedo dármelo. Hasta el presente, las relaciones se basaban en el amor, las consideraciones y los servicios recíprocos. Si uno debía santificarse, es decir, entronizar en sí al Ser Supremo y hacer de él una verdad y una realidad, también debía ayudar a los demás a realizar su esencia y su destino; en ambos casos uno, para contribuir a su realización, esta obligado con la esencia del hombre. Sólo que uno no debe hacer nada, ni de sí mismo, ni de los demás. No debe nada ni a su propia esencia, ni a la de los demás. Todas las relaciones que reposan sobre una esencia son relaciones con un fantasma y no con una realidad. Mis relaciones con el Ser Supremo no son relaciones conmigo; y mis relaciones con la esencia del Hombre no son relaciones con los hombres. Del amor, tal como es natural sentirlo al hombre, la civilización ha hecho un mandamiento. Pero en cuanto mandato, el amor pertenece al Hombre como tal y no a Mí: es mi esencia, esa esencia que se tiene por tal esencia y no es mi propiedad. Es el Hombre, es decir, la humanidad, quien me lo impone; el amor es obligatorio, amar es mi deber. Así, en lugar de tener su fuente realmente en mí, la tiene en el hombre en general, del que es una propiedad, un atributo particular: El Hombre, es decir, cada hombre, debe amar: amar es el deber y la vocación de cada hombre, etc. Es preciso, por consiguiente, que yo reivindique el amor para mí y lo sustraiga al poder del «Hombre». Se ha llegado hasta a otorgarme como una concesión cuyo propietario es el hombre, lo que primitivamente era mío, pero de modo accidental, instintivo. Amando he llegado a ser un vasallo, me he convertido en el siervo de la Humanidad, un simple representante de esa especie; cuando Yo actúo no como Yo, sino como Hombre, obro como un ejemplar de la especie humana, es decir, humanamente. Toda nuestra civilización es un sistema feudal en el que la propiedad le pertenece al Hombre o a la Humanidad y en el que nada pertenece al Yo. Despojando al individuo de todo para atribuirlo todo al Hombre, se ha fundado una enorme feudalidad. Finalmente, el individuo aparece sólo como radicalmente malo. ¿Acaso no he de interesarme activamente por la persona de otro? Lejos de eso, yo puedo sacrificar con alegría por él innumerables placeres e imponerme privaciones sin límite para aumentar los suyos, y puedo, por él, poner en peligro lo que sin él me sería muy querido: mi vida, mi prosperidad, mi libertad. En efecto, para Mí es un placer y una felicidad el espectáculo de su felicidad y de su placer. Pero no me sacrifico a él, permanezco egoísta y gozo con el goce de él. Sacrificándole todo lo que, si no fuera por mi amor para él, yo me reservaría, hago una cosa muy sencilla y hasta más común en la vida de lo que parece, lo que prueba únicamente que una determinada pasión es más fuerte en Mí que todas las demás. El cristianismo también enseña a sacrificar todas las demás pasiones a una. Pero sacrificar unas pasiones a otra no es sacrificarme Yo mismo, Yo no sacrifico nada a aquello por lo cual soy verdaderamente Yo; no sacrifico lo que, propiamente hablando, constituye mi valor, mi individualidad. Pudiera ser que esa enojosa eventualidad, se produjese; ocurre esto en el amor como en cualquier otra pasión, desde el momento en que la obedezco ciegamente; si el ambicioso, al que su pasión arrastra, es sordo a las advertencias que un instante de sangre fría despierta en él, es porque ha dejado que esa pasión tome las proporciones de una tiranía a la que ya no tiene el poder de sustraerse. Ha abdicado ante ella porque no sabe ya apartarse de ella y, por consiguiente, liberarse. Está poseído. Yo también amo a los hombres, no sólo a algunos, sino a cada uno de ellos. Pero los amo con la conciencia de mi egoísmo; los amo porque el amor me hace dichoso; amo porque me es natural y agradable amar. No reconozco la obligación de amar. Tengo un sentimiento común con todo ser sensible; lo que lo aflige me aflige, y lo que lo alivia me alivia; Yo podría matarlo, no puedo martirizarlo. Por el contrario, el noble y virtuoso filisteo que es el príncipe Rodolfo de Los Misterios de Parts[174], se las ingenia para martirizar a los malvados, porque lo exasperan. Mi simpatía prueba simplemente que el sentimiento de los que sienten es también el Mío, que es mi propiedad; en tanto que el proceder despiadado del hombre de bien (por ejemplo la manera en que trata al notario Ferrand), recuerda la insensibilidad de aquel bandido que, según la medida de su cama, cortaba o extendía a la fuerza las piernas de sus prisioneros.[175] La cama de Rodolfo, a cuya medida corta a los hombres, es la noción del bien. El sentimiento del derecho, de la virtud, etc., lo vuelve duro e intolerante. Rodolfo no siente como el notario; siente, por el contrario, que el malvado tiene lo que ha merecido. Eso no es ningún sentimiento compartido. Ustedes aman al Hombre y eso les sirve de razón para torturar al individuo, al egoísta; el amor al Hombre es la tortura de los hombres. Cuando Yo veo sufrir a alguien que amo, sufro junto con él y no tengo reposo hasta no haber intentado todo posible para consolarlo y distraerlo. Cuando lo veo alegre, me alegro de su alegría. Esto no quiere decir que lo que despierta en mí esos sentimientos sea el mismo objeto que el que produce su pena o su alegría; esto es evidente cuando se trata del dolor corporal que yo no siento como él; si su muela es lo que le hace daño, lo que me hace daño a mí es su sufrimiento. Yo no puedo soportar esas arrugas de dolor sobre la frente amada, y, por consiguiente, es por mi interés, que las borro con un beso. Si yo no amase a esta persona, podrías fruncir el entrecejo tanto como quisiera, sin conmoverme; Yo lo único que quiero es disipar mi pesar. ¿Hay ahora alguien o algo que yo no ame, y que tenga el derecho de ser amado por mí? ¿Qué está primero, mi amor o su derecho? Los parientes, los amigos, el pueblo, la patria, la ciudad natal, etc., en fin, en general mis semejantes (mis hermanos), pretenden tener derecho a mi amor y lo reclaman imperiosamente. Lo consideran como su propiedad, y a Mí, si no respeto esa propiedad, me consideran como un ladrón porque les quito lo que les pertenece. Yo debo amar. Pero si el amor es un mandamiento y una ley, es preciso que se me forme y se me instruya para respetarla y que se me castigue si llego a infringirla. Se ejercerá, pues, sobre mí para llevarme a amar, la más enérgica «influencia moral» posible. Está fuera de duda que se puede excitar e inducir a los hombres tanto al amor como a las demás pasiones, al odio, por ejemplo. El odio se transmite de generación en generación; se puede odiar tan solo porque los antepasados de unos eran güelfos y los de otros gibelinos. Pero el amor no es un mandato. Como todos mis demás sentimientos, es mi propiedad. Consigan, es decir, compren mi propiedad y yo se las la cederé. Yo no tengo que amar una religión, una patria, una familia, etc., que no saben conquistar mi amor; vendo mi ternura al precio que me place fijarla. El amor egoísta es bien diferente al amor desinteresado, místico o romántico. Se puede amar una multitud de cosas; se puede amar no sólo al hombre, sino en general a todo «objeto» cualquiera que sea (el vino, su patria, etc.) El amor se vuelve ciego y furioso cuando, haciéndose necesidad, se escapa a mi poder (amar con locura); se hace romántico cuando se junta a él una idea de deber, es decir, cuando el objeto del amor se convierte para mí en sagrado y cuando me siento ligado a él por el deber, la conciencia, el juramento. En los dos casos, el amor ya no me pertenece, soy yo quien le pertenezco. Si el amor es una posesión no lo es en cuanto es mi sentimiento (en esta cualidad, al contrario, yo quedo dueño de él como de mi propiedad), sino porque su objeto me es extraño. El amor religioso, en efecto, reposa sobre el mandamiento de amar en el objeto amado una cosa «sagrada»; por que existen para el amor desinteresado objetos dignos de amor de una manera absoluta, objetos por los cuales mi corazón tiene el deber de latir; tales son, por ejemplo, los demás hombres, o también un esposo, los padres, etc. El amor sagrado se une a lo que hay de sagrado en el objeto amado y así se esfuerza en hacer que lo que ama se acerque todo lo posible a la santidad y se haga, por ejemplo, un Hombre. Lo que yo amo es mi deber amarlo, no es a consecuencia o en razón de mi amor como se hace el objeto de este último; es en sí mismo y por si mismo digno de amor. No soy «Yo» quien hago de él un objeto de amor, el ya lo era; porque es irrelevante que lo haya elegido (como puede ser una novia o una esposa), puesto que de todos modos adquiere, en tanto es la persona elegida, un «derecho propio sobre mi amor», y yo, por lo tanto, estoy obligado a amarlo para siempre. No es, pues, el objeto de «mi» amor sino del amor en general: es un objeto que debe ser amado. El amor le corresponde, se le debe, es «su derecho», y yo estoy obligado a amarlo. Mí amor, es decir, el amor que yo le tributo, es en realidad un amor que le pertenece, una contribución que yo le pago. Todo amor al que se adhiere la menor mancha de obligación es un amor desinteresado; y en toda la extensión de esta mancha el amor se convierte en servidumbre. Cualquiera que se crea «en deuda» con el objeto de su amor, ama de una manera romántica o religiosa. El amor familiar, por ejemplo, tal como se le concibe comúnmente bajo el nombre de «piedad», es un amor religioso; igualmente el amor a la patria que se predica bajo el nombre de «patriotismo». Todo lo que tenemos de amor romántico se mueve en el mismo círculo: es por todas partes y siempre la mentira, o más bien la ilusión de un «amor desinteresado»; es un interés que ponemos en el objeto por amor de ese objeto y no por amor de nosotros y de nosotros solos. El amor religioso o romántico se distingue del amor físico, por una diferencia en el objeto, pero no por la dependencia en nuestras relaciones con él. Desde este último punto de vista, tanto el uno como el otro son posesión y servidumbre. En cuanto al objeto, en un caso es profano, en el otro es sagrado. El objeto ejerce sobre mí, en los dos casos, la misma dominación, sólo que en uno es sensible y en el otro espiritual (imaginario). Mi amor sólo es mi propiedad si consiste únicamente en un interés personal y egoísta y si, por consiguiente, el objeto de mi amor es realmente mi objeto o mi propiedad. Ahora, yo no debo nada a mi propiedad y no tengo deberes para con ella, lo mismo que no tengo, por ejemplo, deberes para con mis ojos. Si tengo con ellos el mayor de los cuidados, es algo que hago por Mí. El amor no ha faltado en la antigüedad más que en los siglos del cristianismo; el dios del amor ha nacido largo tiempo antes que el Dios de Amor. Pero estaba reservado a los modernos conocer la esclavitud del misticismo. Si el amor es servidumbre, es porque su objeto me es ajeno, o porque yo soy impotente contra su alienidad y su superioridad. Para el egoísta nada está bastante elevado para que crea tener el deber de humillarse, nada es lo bastante independiente como para que haga de eso el principio de su vida, nada es lo bastante sagrado como para que se sacrifique por ello. El amor del egoísta tiene su fuente en el interés personal, corre por el cauce del interés personal y tiene su desembocadura en el interés personal. Se podrán preguntar: ¿Es eso todavía amor? Si conocen una palabra mejor, adelante con ella, y que el dulce nombre del amor se extinga junto con un mundo que ya no existe. Por mi parte, no encuentro por el momento otro en nuestra lengua cristiana, y por lo tanto me atengo a la vieja palabra: yo amo el objeto que es mío, amo mi propiedad. No consiento entregarme al amor salvo que sea uno más de mis sentimientos; pero si es preciso que sea una fuerza superior a mí, una potencia divina — como afirma Feuerbach —, una pasión a la que tengo el deber de no sustraerme, una obligación moral y religiosa, yo lo desprecio. Como sentimiento, es mío; como principio al que debo dedicar y «consagrar» mi alma, es soberano y divino, así como el odio es diabólico: lo uno no vale más que lo otro. En una palabra, el amor egoísta, es decir, mi amor, no es ni sagrado, ni profano, ni divino, ni diabólico. «Un amor al que limita la fe es un amor falso. La única limitación que no es contradictoria con la esencia del amor es la que el amor se impone a si mismo por la razón, la inteligencia. El amor que rechaza el rigor y la ley de la inteligencia es teóricamente un amor falso, prácticamente un amor funesto».[176] Eso es lo que dice Feuerbach; los creyentes dicen, por el contrario «El amor es esencialmente del dominio de la fe». Aquél se levanta con violencia contra el amor sin razón, éstos contra el amor sin fin. Para Feuerbach como para el devoto, el amor es cuanto más un splendidum vitíum. ¿No están los dos obligados a dejar subsistir el amor, aun manchado de sinrazón o de impiedad? No se atreven a decir: el amor irracional o impío es un absurdo, no es amor, como no se atreverían a decir que las lágrimas no razonables o impías no son lágrimas. Pero, si el amor, aun fuera de la razón o de la fe, debe ser considerado como amor, inclusive cuando se lo deba mirar como indigno del hombre; todo lo que se puede concluir es que lo esencial no es el amor, sino lo razón o la fe, y que el que está sin razón o sin fe puede, si, amar, pero que un amor sólo tiene valor cuando es el de un hombre razonable o el de un creyente. Feuerbach es víctima de una ilusión cuando dice que el amor toma de la razón «su propia limitación»; el creyente tendría el mismo derecho a decir que esta «limitación propia» es la fe. El amor no razonable no es ni «falso» ni «funesto»; sino que cumple su rol como amor. Es necesario que para con el mundo, y particularmente para con los hombres, yo adopte un determinado sentimiento, y que desde el principio me encuentre con ellos con amor. Reconozco que al proceder así doy muestras de más arbitrariedad y de mayor autonomía que si dejara al mundo asaltarme con los sentimientos más diversos, y que si me dejara envolver por la red inextricable de las impresiones que el azar me trae. En efecto, yo abordo a los hombres y las cosas con un sentimiento formado de antemano, con un partido tomado y una opinión preconcebida. Yo me he trazado previamente mi conducta para con ellos y, hagan lo que hagan, no sentiré ni pensaré respecto a ellos más que como he resuelto hacerlo. El principio del amor me asegura contra la dominación del mundo, porque, suceda lo que suceda, amo. La fealdad, por ejemplo, puede inspirarme repulsión, pero como he resuelto amar, supero esa impresión desagradable, como supero cualquier otra antipatía. Pero el sentimiento al que yo me he determinado y condenado a priori es, en realidad, un sentimiento estrecho, porque resulta de una predestinación de la que no me es posible liberarme. Siendo preconcebido, es una preocupación. No soy yo quien me expreso ya en mis relaciones con el mundo, es mi amor el que se expresa. De manera tal que, si el mundo no me domina, soy en cambio dominado tanto más fatalmente por el espíritu de amor. He vencido al mundo, para terminar siendo el esclavo de ese espíritu. Si antes dije: Yo amo al mundo, puedo añadir ahora con igual exactitud: Yo no lo amo, porque Yo lo aniquilo así como me aniquilo a mi mismo; Yo lo disuelvo. Me limito a experimentar por los hombres un sólo e invariable sentimiento; dar libre curso a todos aquellos sentimientos de los que soy capaz. ¿Por qué no declararlo crudamente? ¡Sí, yo «utilizo» al mundo y a los hombres! Así puedo quedar abierto a toda clase de impresiones, sin que ninguna de ellas me arranque a mí mismo. Puedo amar, amar con toda mi alma y dejar arder en mi corazón el fuego devorador de la pasión, tomando, sin embargo, al ser amado sólo como alimento de mi pasión, un alimento que la aviva sin saciarla jamás. Todos los cuidados con los que yo lo rodeo, no se dirigen más que al objeto de mi amor, sólo a aquel de quien mi amor tiene necesidad, al bienamado. ¡Cuán indiferente me sería, de no existir mi amor! Es mi amor el que mantengo con él, no me sirve más que para eso: Yo gozo de él indiscutiblemente. Escojamos otro ejemplo muy actual: Yo veo a los hombres sumergidos en las tinieblas de la superstición, hostigados por un enjambre de fantasmas. Si intento, en la medida de mis fuerzas, proyectar la luz del día sobre esas apariciones de la noche, ¿ustedes creen acaso que obedece a mi amor a los hombres? De ninguna manera. Escribo porque quiero dar existencia en el mundo a ideas que son mis ideas. Si previese que esas ideas van a arrebatarles la paz y el reposo, si en esas ideas que siembro viese los gérmenes de ideas sangrientas y la causa de la futura ruina de muchas generaciones, no por eso las divulgaría menos. Hagan de ellas lo que quieran, hagan lo que puedan, eso es asunto de ustedes y por eso no me preocupo. Tal vez no les traigan más que pesares, combates y muerte, y quizá tan sólo unos pocos podrán sacarles algún provecho. Si yo me tomase a pecho el futuro bienestar de ustedes, imitaría a la Iglesia que prohíbe a los legos la lectura de la Biblia, o a los gobiernos cristianos, que tienen por un deber sagrado el de defender al hombre del pueblo contra los malos libros. No sólo no es por amor a ustedes por lo que expreso lo que pienso, sino que ni siquiera es por amor a la verdad. No: *Canto cual canta el ave* *que en el follaje habita;* *el canto mismo que mi voz produce* *es mi salario, y es salario real*.[177] ¿Canto? ¡Canto porque soy un cantor! Si para eso me sirvo de ustedes, es porque me pueden servir de oídos. Donde me encuentro con el mundo (y lo encuentro en todos lados), lo consumo para aplacar el hambre de mi egoísmo: Tú no eres para mí más que un alimento; de igual modo, tú también me consumes y me haces servir para tu uso. No hay entre nosotros más que una relación: la de la utilidad, la del provecho, la del interés. No nos debemos nada uno al otro, porque lo que aparentemente pueda deberte, lo debo, como mucho, a mí mismo. Si para hacerte sonreír me acerco a ti con cara alegre, es porque tengo interés en tu sonrisa y porque mi rostro está al servicio de mi deseo. A otras mil personas a quienes Yo no deseo hacerles sonreír, no les sonreiré. Uno debe ser educado hacia el amor que se encuentra en la «esencia del hombre», o bien, en el período moral o eclesiástico, que se encuentra en el mandamiento. El modo en el que la influencia moral, el principal ingrediente de nuestra educación, intenta regular las relaciones entre los hombres, será analizado aquí desde la perspectiva del egoísmo. Los que nos educan ponen un cuidado muy particular en quitarnos desde muy temprano el hábito de la mentira y en inculcarnos el principio de que se debe siempre decir la verdad. Si esta regla se fundara sobre el egoísmo, todo el mundo se compenetraría de ella fácilmente; se comprendería sin esfuerzo que el mentiroso pierde voluntariamente la confianza que desea inspirar a los demás, y se sentiría cuan justo es decir que al mentiroso no se le cree aun cuando diga la verdad. Pero cada cual sentiría al mismo tiempo deber la verdad sólo a aquel a quien él mismo autoriza para oír esta verdad. Supongan que un espía ronda por el campo enemigo con un disfraz, y que se le pregunte quién es. Los que hacen la pregunta están evidentemente en el derecho de saber de él la verdad; aun así les dirá todo lo que se le ocurra inventar, pero no lo que es cierto. Y, sin embargo, la ley moral dice: «No mentirás», La moral da, pues, a los que me interrogan el derecho de esperar de mí la verdad, pero Yo no se lo doy; no reconozco otro derecho que el que concedo yo mismo. Otro ejemplo: La policía penetra en una Asamblea revolucionaria y pregunta su nombre al orador. Todo el mundo sabe que la policía tiene el derecho de hacerlo; sólo que ese derecho no proviene del revolucionario, que es su enemigo: él le da un nombre falso y le miente. Pero la policía no es tan ingenua que confíe en la veracidad de sus enemigos, al contrario, no cree nada sin prueba, e intenta, en cuanto le es posible, «establecer la identidad» del individuo a quien ha interrogado. El Estado mismo obra siempre desconfiando de los individuos, porque reconoce en su egoísmo a su enemigo natural; le hace falta siempre la prueba, y quien no puede suministrar esa prueba se hace el objeto de investigaciones inquisitoriales, de una búsqueda de información. El Estado no le cree al individuo, ni tiene confianza en él; vive con él en base a la «desconfianza mutua»; no se fía de mí, sino cuando se ha convencido de la verdad de mis aserciones, y para eso a menudo no tiene otro medio que el juramento. Ese medio prueba que el Estado descree de nuestro amor a la verdad, de nuestra sinceridad, y que sólo se fía de nuestro interés, de nuestro egoísmo. Cuenta con que no querremos malquistarnos con Dios por un perjurio. Imagínense en el presente a un revolucionario francés de 1778 que, entre amigos, ha dejado escapar la frase hecha célebre: «¡El mundo no tendrá paz hasta que se haya ahorcado el último de los reyes con las tripas del último de los sacerdotes!» El Rey posee aún todo su poder. El azar ha propalado el dicho, pero no se puede, sin embargo, citar ningún testigo. Se quiere obtener una confesión del acusado. ¿Debe o no debe confesar? Si niega, miente y queda impune; si confiesa, es sincero y se le corta la cabeza. ¿Pone la verdad por encima de todo? ¡Entonces sea, que muera! Habría que ser un poeta muy miserable, para recoger esa muerte como un asunto de tragedia porque ¿qué interés hay en ver cómo muere un hombre por cobardía? Si nuestro hombre tuviera el valor de no ser esclavo de la verdad y de la sinceridad, diría más o menos esto: ¿Qué necesidad tienen los jueces de saber lo que yo he dicho a mis amigos? Si yo hubiera tenido la intención de que se enteraran, se lo habría dicho como lo he dicho a mis amigos; pero no me agrada que lo sepan. Pretenden imponerse a mi confianza sin que yo se la haya otorgado, sin que haya querido hacer de ellos mis confidentes; quieren conocer lo que yo quiero ocultar. Acérquense, pues, los que creen que su voluntad romperá la mía; acérquense, jueces y verdugos, y muestren sus habilidades. Pueden torturarme, pueden amenazarme con el infierno y con la condenación eterna; me quebrantarán, quizá, hasta el punto de hacerme prestar un juramento falso, pero no me arrancarán la verdad, porque yo quiero engañarlos, porque no les he dado ninguna autoridad, ningún derecho sobre mi sinceridad. Y a pesar de las amenazas del Dios «que es la verdad misma», a pesar de la amargura de la mentira, tendré el valor de mentir. Aun cuando estuviera disgustado de la vida y nada me pareciese más deseable que el hacha del verdugo, no tendrían la alegría de encontrar en mí un esclavo de la verdad ni de hacerme traicionar mi voluntad por sus astucias de inquisidores. Si pronunciando las palabras de las que se me acusa me he hecho culpable de alta traición, aclaremos que yo no me dirigía a ustedes y ustedes habrían debido ignorarlas; mi voluntad es inmutable, y el horror de la mentira no me espantará. Si Segismundo es un triste señor, no es porque haya violado su palabra de príncipe[178]; pero si ha quebrantado su palabra, es porque es un sinvergüenza. Hubiera podido mantener su palabra, y no por eso hubiera dejado de ser un vulgar sinvergüenza, un lacayo de la clerecía. Lutero, impulsado por una fuerza superior, fue infiel a sus votos monásticos y lo fue por el amor de Dios. Los dos violaron sus juramentos porque estaban poseídos: Segismundo, porque quería mostrarse el discípulo fiel de la verdad divina, es decir, de la verdadera fe, de la fe católica; Lutero, para prestar testimonio realmente, con todo su corazón y toda su alma, en favor del Evangelio; los dos fueron perjuros, por no mentir a la «verdad superior». El primero fue absuelto por los sacerdotes, el segundo lo fue por sí mismo. ¿En qué pensaban los dos sino en lo que expresan estas palabras del apóstol: «No has mentido a los hombres sino a Dios»[179]? Ellos mentían a los hombres, violaban su juramento a los ojos del mundo para no mentir a Dios y para servirlo. Nos muestran así cómo se debe usar de la verdad respecto de los hombres. ¡En honor de Dios y por amor de Dios, un perjurio, una mentira, una palabra de príncipe violada! ¿Y si cambiando dos palabras a la frase escribiéramos: un perjurio y una mentira por amor de mí mismo? ¿No sería hacernos abogados de toda especie de bajezas y de infamias? Tal vez; pero, ¿qué otra cosa se hace diciendo «por amor de Dios»? ¡El amor de Dios! ¿Qué infamia no se ha cometido por amor de Dios? ¿Cuántos cadalsos han sido inundados de sangre por el amor de Dios? ¿Cuantos autos de fe se han hecho por el amor de Dios? ¡El amor de Dios! ¿Y por quién ha sido embrutecida la inteligencia humana? ¿Por quién, todavía hoy, desde la más tierna infancia se encadena el espíritu con la educación religiosa? ¿No han sido rotos «por amor de Dios» votos sagrados? ¿Y, no es siempre por amor de Dios, que los misioneros y sacerdotes recorren todos los días el mundo para llevar judíos, paganos, protestantes, católicos, etc., a hacer traición a la fe de sus padres? ¿Habría un gran mal en que todo eso se hiciera por amor de mí mismo? ¿Qué significa, pues, por amor de mi mismo? Desde luego da eso la idea de una «especulación innoble». El que especula con el objetivo de obtener una «ganancia sórdida», lo hace, en efecto, por amor de sí (puesto que, en suma, no hay nada que no se haga por amor de sí, por ejemplo, todo lo que se hace «por la mayor gloria de Dios»); pero ese sí mismo para el cual se busca la ganancia, es el esclavo de la ganancia, no se eleva por encima de la ganancia, pertenece a la ganancia, al saco de dinero, y no se pertenece, no es su señor. Un hombre al que gobierna la pasión de la avaricia, ¿no obedece a las órdenes de esa amante? Si alguna vez, ocasionalmente, se deja llevar por una generosa debilidad, ¿eso no es sencillamente una excepción, exactamente como cuando los fieles creyentes a quienes llega a faltar la dirección de su Señor caen en las emboscadas del «diablo»? Por lo tanto un avaro no es su poseedor, es un esclavo y no puede hacer nada por amor de si, sin hacerlo al mismo tiempo por amor de su señor, exactamente como el que le teme a Dios. El perjurio de Francisco I para con el Emperador Carlos V es célebre.[180] No fue algún tiempo después, reflexionando maduramente en la promesa hecha, sino que inmediatamente, en el instante en que prestaba juramento cuando Francisco se retractó mentalmente, al mismo tiempo que a través de un «protesto» redactado secretamente frente a sus consejeros. El perjurio fue premeditado. Francisco estaba completamente dispuesto a comprar su libertad, pero el precio que le exigía Carlos le parecía demasiado elevado y no razonable. Admito que Carlos fuese victima de su avaricia al procurar obtener por su prisionero la mayor suma posible; pero no fue menos miserable de parte del rey el querer recobrar su libertad al precio de un rescate más pequeño que el que estaba convenido; la continuación de su historia, en la que ostenta un segundo perjurio, demuestra, por otra parte, hasta que punto estaba poseído por un espíritu de traficante, lo que hacia de él un bajo estafador. ¿Qué responder a los que le reprochan ese falso juramento? Desde luego, sin duda, repetiremos que, sí se deshonró, no fue tanto por su perjurio como por su avaricia y que no es un perjurio el que lo hizo despreciable, sino que por ser un personaje despreciable se hizo culpable de aquél. Sin embargo, considerado en si mismo, el perjurio de Francisco debe ser juzgado de otro modo. ¿Se podría decir que Francisco no respondió a la confianza que Carlos le manifestaba al devolverle la libertad? Si Carlos hubiera tenido realmente confianza en él, solamente le habría dicho el precio que le parecía valer el ponerlo en libertad, y luego le hubiera abierto la puerta de su prisión y esperado que Francisco le enviase el rescate convenido. Pero esa confianza, Carlos no la tenía, no confiaba más que en la debilidad y de la credulidad de Francisco, las cuales creía que no le permitirían faltar a su juramento. Francisco no se comportó de acuerdo a este cálculo demasiado crédulo. Carlos, creyendo encontrar una garantía en el juramento de su enemigo, lo liberó de toda obligación. El había supuesto en el rey de Francia bobería, estrechez de conciencia, y ponía su confianza, no en Francisco, sino en la bobería, es decir, la escrupulosidad de Francisco. No le abría las rejas de su prisión de Madrid más que para cerrar sobre él las rejas más seguras de la conciencia, esa prisión en que la religión encierra al espíritu humano. Lo enviaba a Francia atado con lazos invisibles; ¿es extraño que Francisco haya procurado escaparse y romper esos lazos? Nadie hubiera hallado mal que se evadiese de Madrid, ya que estaba en poder de un enemigo, pero todo buen cristiano le hubiera arrojado una piedra por haber querido librarse de los lazos de Dios. (El Papa sólo lo desligó más tarde de su juramento.) Es vergonzoso traicionar una confianza que hemos querido ganar libremente; pero no es una vergüenza para el egoísmo, hacer víctima del fracaso de su astucia y desconfianza a un hombre que quiere tenernos en su poder mediante un juramento. ¿Has querido ligarme? Aprende, pues, que se como romper tus lazos. ¿Soy Yo quien he dado al que tiene confianza el derecho de fiarse de mí? Toda la cuestión está ahí. Si un hombre que persigue a mi amigo me pregunta en qué dirección ha huido, lo pondré, ciertamente, sobre una pista falsa. (Kant) ¿Por qué viene a dirigirse justamente a mí, al amigo de quien persigue? Antes que ser un falso amigo, antes que traicionar a mi amigo y a la amistad, le mentiré al enemigo. Yo podría, es cierto, responder con animosa rectitud, que no quiero hablar (así es como Fichte resuelve la cuestión). De esa manera mi amor de la verdad quedaría a salvo, pero no habría hecho nada por mi amigo; porque si no despisto al enemigo, el azar puede ponerlo en el buen camino y mi amor de la verdad habrá, entregado a mi amigo, quitándome el valor de la mentira.[181] Aquel para quien la verdad es un ídolo, una cosa sagrada, debe humillarse ante ella, no puede desafiar sus exigencias y resistir valerosamente; en suma, debe renunciar al heroísmo de la mentira. Porque la mentira no necesita menos valor que la verdad, y un valor del que están desprovistos la mayor parte de los jóvenes: ellos prefieren confesar la verdad y subir por ella al cadalso, que conservar, teniendo el valor de mentir, la esperanza de arruinar el poder del enemigo. Para ellos la verdad es «sagrada», y lo que es sagrado exige siempre un culto ciego, hecho de sumisión y de sacrificio. Si les falta audacia, si no se burlan de lo sacrosanto, eso mismo los domestica y los avasalla. Que se cebe el anzuelo con un grano de verdad: se lanzarán sobre él enceguecidos, y ya estarán los locos atrapados. ¿No quieren mentir? Pues bien; ¡háganse degollar sobre el altar de la verdad, y sean mártires! ¿Mártires en provecho de quién? ¿De ustedes mismos, de su individualidad? No; de su ídolo, de la verdad. Ustedes no conocen más que dos especies de servicios, dos especies de servidores: los servidores de la verdad y los servidores de la mentira. ¡Sirvan, pues, a la verdad, y que Dios los bendiga! Hay otros servidores de la verdad, que la sirven con «medida» y que hacen, por ejemplo, una distinción entre la mentira simple y la mentira bajo juramento. Y, sin embargo, todo el capítulo del juramento se confunde con el de la mentira, porque un juramento no es más que una enunciación fuertemente afirmada. ¿Acaso se creen con derecho a mentir porque no agregan un juramento? Los que lo piensen bien deben condenar y reprobar la mentira tan severamente como al juramento falso. Se ha conservado en la moral un viejo asunto de controversia, que se tiene la costumbre de tratar con el título de «mentira oficiosa». Cualquiera que la admita está obligado, para ser consecuente, a admitir el «juramento oficioso». Sí mi mentira se encuentra justificada, porque es una mentira de necesidad, ¿por qué sería yo tan pusilánime que privase a esa mentira justificada del apoyo de la más fuerte afirmación? Haga lo que haga, ¿por qué no hacerlo enteramente y sin restricción (reservatio mentalis)? Y si me pongo a mentir, ¿por qué no hacerlo completamente con todo conocimiento de causa y con todas mis fuerzas? Siendo espía, me vería obligado a confirmar bajo juramento todas las falsas declaraciones que hiciera al enemigo. Resuelto a mentirle, ¿tendría que sentir que de pronto se debilitan mi resolución y mi valor, si se me exige un juramento? En tal caso, habría sido de antemano corrompido e incapaz para engañar o de hacer de espía, ya que suministraría voluntariamente al enemigo el medio para desenmascararme. El Estado mismo teme la mentira y el juramento «oficioso»; por eso no admite que el acusado jure. Pero ustedes no justifican el temor del Estado. Mienten, pero no prestan juramentos falsos. Si, por ejemplo, hubieran hecho a alguien un favor que él debe ignorar pero que llega a intuirlo y les hace de frente la pregunta, lo negarán; si insiste, dirán: «¡No, de veras que no!» Pero, si fuese preciso llegar al juramento, retrocederían, porque el temor de lo sagrado los detiene siempre a mitad del camino. Contra lo sagrado no tienen voluntad propia. Mienten con medida, así como son libres «con medida», religiosos «con medida» (véase la insípida controversia actual de la Universidad contra la Iglesia a propósito de las «intrusiones del clero»), monárquicos «con medida» (les hace falta un monarca ligado por una Constitución, una ley fundamental del Estado). Que sea todo lindamente templado, bien tibio y bien dulce. Una mitad para Dios, la otra para el Diablo. Se había convenido entre los estudiantes de una universidad, que toda palabra de honor que exigiera de ellos el juez universitario seria nula y no prestada. No veían, en efecto, en esa exigencia más que un lazo, imposible de evitar si no se quitaba toda significación a una palabra dada en esas condiciones. En la misma Universidad, aquel que faltaba a su palabra de honor para con un condiscípulo era infame, y el que habla dado su palabra de honor al juez universitario podía irse a reír con los mismos condiscípulos a expensas del juez engañado, que imaginaba que un juramento tiene el mismo valor entre amigos y entre enemigos. No era tanto la teoría como la necesidad práctica la que había enseñado a esos estudiantes a obrar así; sin esa estratagema, habrían sido forzados inevitablemente a traicionar y denunciar a sus amigos. Pero si el medio se justificaba prácticamente, también tiene su justificación teórica. Una palabra de honor — o un juramento — me comprometen solamente con aquel a quien yo mismo doy el derecho de recibirla. Si estoy obligado a jurar decir la verdad, no estaré dando mas que una palabra forzada; es decir, hostil, la palabra de un enemigo; no tienen el derecho de confiar en ella, porque el enemigo no les concede ese derecho. Por otra parte, ni los mismos tribunales del Estado reconocen la inviolabilidad del juramento. Si yo hubiese jurado a un hombre contra el que la justicia conduce una causa, no revelar nada de cargo contra él, el Tribunal, sin tener en cuenta el juramento que me liga, no dejaría de exigir mi testimonio. Y, en caso de negativa, me haría encerrar hasta que yo decida a hacerme perjuro. El Tribunal me «releva de mi juramento». ¡Qué generosidad! Sólo que, si en el mundo hay un poder que pueda relevarme del juramento, soy ciertamente yo, soy yo el que tengo el derecho a hacerlo. Como curiosidad, y para recordar toda clase de juramentos usuales, es justo aquí hacer lugar al que el Emperador Pablo[182] hizo prestar a los prisioneros polacos (Kosciuszko, Potocki, Niemcewicz, etc.), cuando les devolvió la libertad; «Juramos, no sólo fidelidad y obediencia al emperador, sino que prometemos verter nuestra sangre por su gloria. Nos comprometemos a denunciar todo lo amenazador para su persona o su imperio que pudiera llegar a nuestro conocimiento; declaramos, en fin, que en cualquier punto del mundo que nos encontremos, una sola palabra del emperador bastará para que lo dejemos todo y acudamos a su llamamiento». Hay un dominio en que parece que el principio del amor ha sido desde hace largo tiempo desbordado por el egoísmo, y en el que parece no faltar más que una cosa: la conciencia del buen derecho de la victoria. Este dominio es el de la especulación en sus dos formas: pensamiento y agio. Uno se abandona audazmente a su pensamiento, sin preguntarse que consecuencias puede tener y otro se entrega a toda clase de operaciones financieras, a pesar de que tal vez pueda haber muchos que sufran por sus especulaciones. Pero aunque uno se haya despojado del último resto de religiosidad, de romanticismo o de «humanidad», si una catástrofe acaba por producirse, la conciencia religiosa se despierta y se hace, al menos, profesión de humanidad. El especulador ávido deja caer algunos centavos en el cepillo de los pobres y «hace el bien»; el pensador temerario se consuela pensando que trabaja por el progreso del género humano, que la humanidad encontrará el bien bajo las ruinas que él ha dejado, o también, diciéndose que está «al servicio del Ideal». La Humanidad, el Ideal, son para él ese algo de lo que está obligado a decir: «eso» está por encima mío. Se ha pensado y se ha traficado hasta hoy por el amor de Dios. Los que, durante seis días, han pisoteado todo mirando sólo a sus intereses egoístas, ofrecen, el séptimo día, un sacrificio al Señor. Aquellos cuyo pensamiento inexorable ha hecho fracasar mil «buenas causas», lo hacían para servir a otra «buena causa», y están obligados a pensar, no sólo en si mismos, sino en «otro» que debe beneficiarse por su satisfacción personal: el Pueblo, la Humanidad, etc. Pero ese otro es un ser que está por encima de ellos, un ser superior, un Ser Supremo y por eso puedo decir que trabajan «por el amor de Dios». Yo puedo, por consiguiente, decir también que el principio de todas sus acciones es el Amor. Sin embargo, no se trata de un amor voluntario, propiedad de ellos, sino de un amor obligatorio, perteneciente al Ser Supremo (es decir, a Dios, que es el amor mismo); en suma, no se trata del amor egoísta, sino del amor religioso, un amor que nace de la ilusión de que están obligados a pagar un tributo al Amor, es decir que no les esta permitido ser «egoístas». Nuestro deseo de librar al mundo de los lazos que traban su libertad no tiene su fuente en nuestro amor por él, por el «mundo», sino en nuestro amor por nosotros; no siendo ni por profesión, ni por «amor»; los libertadores del mundo queremos simplemente quitar su posesión a otros y hacerlo nuestro: no conviene que quede sometido a Dios (la Iglesia) y a la ley (el Estado), sino que llegue a ser nuestra propiedad. Cuando el mundo es nuestro, no ejerce ya su poder contra nosotros, sino para nosotros. Mi egoísmo está interesado en liberar al mundo, a fin que llegue a ser mi propiedad. El estado primitivo del hombre no es el aislamiento o la soledad, sino la sociedad. Desde el comienzo de nuestra existencia nos encontramos estrechamente unidos a nuestra madre, ya que aún antes de respirar participamos de su vida. Cuando después abrimos los ojos a la luz es para reposar aún sobre el seno de un ser humano que nos mecerá en sus rodillas, que guiará nuestros primeros pasos y nos encadenará a su persona por los mil lazos del amor. La sociedad es nuestro estado natural. Por eso la unión que al principio ha sido tan íntima se relaja poco a poco, a medida que nos conocemos, y la disolución de la sociedad primitiva se hace cada vez más manifiesta. Si la madre quiere una vez más tener para sí sola el hijo que ha llevado en su seno, necesita sacarlo de la calle y de la sociedad de sus amigos. El niño, en cambio, prefiere las relaciones que ha anudado con sus semejantes a la sociedad en la que no ha entrado voluntariamente y en la que no ha hecho más que nacer. Pero la unión o la asociación son la disolución de la sociedad. Es decir, que una asociación puede degenerar en sociedad, como un pensamiento puede degenerar en una idea fija; en el pensamiento esto ocurre cuando se extingue la energía pensante (la actividad) del pensar mismo, (esa perpetua retracción de todos los pensamientos que tienden a tomar demasiada consistencia). Cuando una asociación se ha cristalizado en sociedad, cesa de ser una asociación (porque la asociación requiere que la acción de asociarse sea permanente), sólo consiste en el hecho de estar asociados y no es más que inmovilidad, fijación; como asociación está muerta, es el cadáver de la asociación, es decir, que es sociedad, comunidad. El partido proporciona un ejemplo análogo de esta cristalización. Que una sociedad, el Estado, por ejemplo, restrinja mi libertad, no me preocupa. Yo bien sé que debo esperar ver mi libertad limitada por toda clase de potencias, por todo lo que sea más fuerte que Yo, hasta por cada uno de mis vecinos; aun cuando yo fuese el autócrata de todas las R...[183] no gozaría de la libertad absoluta. Pero no me dejaré arrebatar mi individualidad. Y precisamente es a la individualidad a la que la sociedad ataca, ella es la que debe sucumbir bajo sus golpes. Una sociedad a la que me adhiero me quita, sí, ciertas libertades, pero en cambio me asegura otras. Importa igualmente bien poco que Yo mismo me prive, por ejemplo, por un contrato de tal o cual libertad. Por el contrario, defenderé celosamente mi individualidad. Toda comunidad tiende, más o menos según sus fuerzas, a convertirse en una autoridad para sus miembros y a imponerles límites. Ella les pide y debe pedirles cierto espíritu de obediencia, exige que sus miembros se le sometan, que sean sus súbditos. Una comunidad sólo existe por la sujeción. Eso no quiere decir que no pueda admitir ciertos proyectos de mejoramiento y aceptar consejos y críticas encaminados hacia su beneficio; pero la crítica debe mostrarse benévola, no puede ser insolente ni irreverente; en otros términos, se necesita dejar intacta y mantener sagrada la esencia de la sociedad. La sociedad no pretende que sus miembros se eleven y se coloquen por encima de ella; quiere que permanezcan dentro de los límites de la legalidad; es decir, que no se permitan más de lo que les permiten la sociedad y sus leyes. Hay una gran distancia entre una sociedad que no limita más que mi libertad y una sociedad que limita mi individualidad. La primera es una unión, un acuerdo, una asociación. Pero lo que amenaza la individualidad es un poder para sí mismo y por encima de mí, una potencia que me resulta inaccesible, que si bien, Yo puedo admirar, honrar, respetar y adorar, no puedo ni dominar ni aprovechar, porque ante ella me resigno y abdico. La sociedad está fundada sobre mi resignación, mi abnegación y mi cobardía, a la que llaman humildad. Mi humildad hace su grandeza, mi sumisión su soberanía. Pero, con respecto a la libertad, no hay diferencia esencial entre el Estado y la asociación. Así como el Estado no es compatible con una libertad ilimitada, la asociación no puede nacer y subsistir si no restringe algunas formas de libertad. No se puede evitar de ningún modo cierta limitación de la libertad, porque es imposible liberarse de todo: no se puede volar como un pájaro, ya que no es posible desembarazarse del propio peso; uno, aunque quiera, no puede vivir bajo el agua como un pez, porque tiene la necesidad de aire, es ésa una necesidad de la que no cabe liberarse y así sucesivamente. La religión, y en particular el cristianismo, han torturado al hombre exigiéndole que realice lo antinatural, y ese impulso religioso extravagante llegó a elevar a rango de ideal a la libertad en sí, a la libertad absoluta, lo que era ostentar en plena luz el absurdo de los votos imposibles. Con todo, la asociación proporciona mayor libertad y podría considerarse como una nueva libertad; uno escapa, en efecto, a la violencia inseparable de la vida en el Estado o la sociedad; sin embargo, no faltarán las restricciones a la libertad y los obstáculos a la voluntad. Porque el objeto de la asociación no es precisamente la libertad, que sacrifica a la individualidad, sino esta individualidad misma. Relativamente a ésta, entre el Estado y la asociación, la diferencia es grande. El Estado es el enemigo, el asesino de la individualidad; la asociación es su hija y su auxiliar; el primero es un Espíritu, que quiere ser adorado como Espíritu y como verdad, la segunda es mi obra, ha nacido de Mí. El Estado es el señor de mi Espíritu, quiere que crea en él y me impone un credo, el credo de la legalidad. El ejerce sobre Mí una influencia moral, reina sobre mi Espíritu, proscribe mi Yo para colocarse en su lugar como si fuese mi verdadero Yo. En suma, es el verdadero Hombre, el Espíritu, el fantasma. La asociación, por el contrario, es mi obra, mi criatura: no es sagrada ni es una potencia espiritual superior a mi espíritu.[184] Yo no quiero ser esclavo de mis máximas, sino exponerlas constantemente a mi crítica, sin ninguna garantía. Yo no les concedo ningún derecho de ciudadanía en Mí; pero aún menos pretendo comprometer mi porvenir en la asociación y venderle mi alma, como se dice cuando se trata del diablo y como realmente es el caso cuando se trata del Estado o de una autoridad espiritual. Yo soy y sigo siendo para mí más que el Estado, más que la Iglesia, más que Dios, etc., y por consiguiente, también infinitamente más que la asociación. La sociedad que el comunismo quiere fundar parece, a primera vista, acercarse mucho a la asociación tal como yo la entiendo. El objeto que se propone es el bien de todos, y cuando se dice de todos, debe entenderse — Weitling no se cansa de repetirlo — de absolutamente todos, de todos sin excepción. Pero ¿cuál será ese bien? ¿Hay un solo y mismo bien con una sola y misma cosa? Si así es, se trata del verdadero bien. Y henos aquí precisamente en el punto en que comienza la tiranía de la religión. El cristianismo dice: No se detengan en las vanidades de este mundo, busquen su verdadero bien: háganse cristianos piadosos. Ser cristiano, he ahí el verdadero bien. Es el verdadero bien de todos, porque es el bien del Hombre como tal (del fantasma). Pero el bien de todos, ¿es, necesariamente, mi bien y tú bien? Pero si Tú y Yo no consideramos este bien como el nuestro, ¿tratarán de proporcionarnos el bien que cada uno de nosotros quiere? Al contrario, si Tú prefieres las delicias de la pereza, el goce sin trabajo, y la sociedad, que vela por el bien de todos, decretando que el bien verdadero es éste o aquél otro — por ejemplo, el goce adquirido honradamente con el trabajo — no te ofrecerá precisamente aquello que Tú consideras tu bien. El comunismo, que se hace el campeón del bien de todos los hombres, aniquila precisamente el bienestar de los que han vivido hasta el presente de sus rentas y que probablemente se encuentran mejor con eso que con las horas de trabajo estrictamente reguladas que les promete Weitling. El mismo Weitling afirma que el bienestar de algunos millares de hombres no puede ponerse en parangón con el bienestar de varios millones y exhorta a los primeros a renunciar a sus ventajas particulares por el amor del bien general. No, no exijan de la gente que sacrifiquen la menor parte de lo que tienen a la comunidad; ésa es una manera cristiana de presentar las cosas y con la cual no se llega a nada. Al contrario, exhórtenlos a no dejarse arrancar por nadie lo que tienen, comprométanlos a asegurarse su posesión de modo que sea duradera; y así serán mucho mejor comprendidos. Ellos llegarán por sí mismos a la conclusión de que el mejor medio de cuidar sus bienes es aliarse con otros con ese objetivo; es decir: sacrificar una parte de su libertad, no por el interés de todos, sino por su propio interés. ¿Cómo se puede estar tentado todavía de apelar al espíritu de sacrificio y al amor desinteresado de los hombres? Es demasiado conocido que esos bellos sentimientos, después de una gestación de varios millares de años, no han producido más que la presente miseria. ¿Por qué obstinarse todavía en aguardar de la abnegación la venida de mejores tiempos? ¿Por qué no poner más bien la esperanza en la usurpación? Ya no vendrá la salvación de los mansos y de los misericordiosos, ni tampoco de los que dan y de los que aman, sino únicamente de los que tomen, de los que se apropien y de los que sepan decir: esto es para Mí. El comunismo, y consciente o inconscientemente, el humanismo que escarnece al egoísmo, siguen contando todavía con el amor. Cuando la comunidad ha llegado a ser una necesidad para el hombre, cuando él siente que lo ayuda a realizar sus deseos, no tarda en imponerle sus leyes, las leyes de la sociedad, tomando rango de principio. El principio de los hombres llega así a reinar soberanamente sobre ellos; viene a ser su ser supremo, su Dios, y como tal, su legislador. El comunismo lleva este principio hasta sus más rigurosas consecuencias, y el cristianismo es la religión de la sociedad porque, como Feuerbach lo dice exactamente aunque no quiera decir eso, el amor es la esencia del Hombre; es decir, la esencia de la sociedad o la esencia del Hombre social (comunista). Toda religión es un culto de la sociedad, del principio que rige al hombre social (al hombre cultivado); así, ningún dios es nunca el Dios exclusivo de un Yo; un dios siempre es el Dios de una sociedad o de una comunidad, de una familia (Lar, Penates[185]), de un pueblo (dioses nacionales) o de todos los hombres. (El es el padre de todos los hombres.) Que no se espere llegar a destruir de arriba abajo a la religión, mientras que no se haya desechado previamente la sociedad y todo lo que implica su principio. Pero el comunismo es precisamente la culminación de ese principio, puesto que todo debe ser común a fin de que reine la igualdad. Una vez conquistada esta igualdad, la libertad tampoco faltará, pero ¿la libertad de quién? ¡De la Sociedad! La Sociedad será entonces el gran absoluto, y los hombres existirán sólo los unos para los otros. ¡Será la apoteosis del Estado... del amor! Pero Yo prefiero recurrir al egoísmo de los hombres que a sus servicios de amor, a su misericordia, a su caridad, etc. El egoísmo exige la reciprocidad (Tú a Mí, como Yo a Ti); él no hace nada por nada y si ofrece sus servicios es para que los compren. Pero ¿cómo obtener el servicio del amor? El azar quizá pueda hacer que yo me encuentre con un buen corazón. Y yo, ya sea por mi miserable apariencia, ya sea por mi angustia, mi miseria, o por mi sufrimiento, sólo puedo obtener su caridad mendigando sus servicios. — ¿Y qué puedo Yo ofrecerle a cambio de su asistencia? ¡Nada! Es necesario que Yo la reciba como un regalo. El amor no se paga, o, digámoslo mejor, el amor puede, sí, pagarse, pero sólo con amor (un servicio vale otro). ¡Qué miseria, qué mendicidad recibir de año en año, sin dar nunca nada a cambio, los dones que nos hace, por ejemplo, el pobre trabajador! Quien se beneficia de esta forma, ¿qué puede hacer por el otro a cambio de esos céntimos que acumulados forman, sin embargo, toda su fortuna? El trabajador sería más afortunado si el que engorda con sus laboriosos beneficios no existiera, ni sus leyes, ni sus instituciones que él además paga. ¡Y a pesar de todo, el pobre diablo ama todavía a su señor! No, la comunidad como objetivo de la historia, hasta el presente es imposible. Deshagámonos cuanto antes de toda ilusión hipócrita acerca de esto, y reconozcamos que si como Hombres somos iguales, tampoco somos iguales puesto que no somos Hombres. No somos iguales, sino en el pensamiento; lo que hay de igual en Nosotros, es en el Nosotros como pensamiento, y no como somos en realidad y en persona. Yo soy Yo y Tú eres Yo, pero Yo no soy ese Yo pensado; no es por él por lo que todos somos iguales, porque él no es más que mi pensamiento. Yo soy Hombre y Tú eres Hombre, pero el Hombre no es más que una idea, una generalidad abstracta. Ni Yo ni Tú podemos ser expresados; somos indecibles, porque solo las ideas pueden ser expresadas y fijarse en una palabra.[186] Dejemos, pues, de aspirar a la comunidad; aspiremos más bien a la particularidad. No busquemos la colectividad más amplia, la sociedad humana, no busquemos en los demás más que medios y órganos que poner en acción con nuestra propiedad. En el árbol y en el animal no vemos a nuestros semejantes, y la hipótesis, según la cual los demás serían nuestros semejantes, resulta de una hipocresía. Nadie es mi semejante, pero, semejante como todos los demás seres, el hombre es para Mí una propiedad. En vano se me dice que Yo debo ser hombre con el prójimo (Bruno Bauer, La cuestión judía, p. 60) y que debo respetar a mi prójimo. Nadie es para Mí un objeto de respeto; mi prójimo, como todos los demás seres, es un objeto por el cual tengo o no tengo simpatía, un objeto que me interesa o que no me interesa, al que puedo o no puedo utilizar. Si me puede ser útil, acepto entenderme con él, en asociarme con él para que ese acuerdo aumente mi fuerza, para que nuestras potencias reunidas produzcan más de lo que una de ellas podría hacerlo aisladamente. Pero Yo no veo en esa unión nada más que la multiplicación de mi fuerza, y no la conservo sino en tanto que es mi fuerza multiplicada. En ese sentido es una asociación. La asociación no se mantiene por un lazo natural, ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad natural ni una sociedad moral. No es ni la unidad de la sangre, ni la unidad de la creencia (es decir, de Espíritu) lo que la engendra. En una unión natural — como una familia, una tribu, una nación o hasta la humanidad — los individuos no tienen más que el valor de ser un ejemplar de un mismo género o de una misma especie; es decir, en una sociedad moral, como una comunidad religiosa o una iglesia, el individuo no representa más que un miembro animado del Espíritu común; tanto en uno como en otro caso, lo que Tú eres como Único debe pasar a segundo término y borrarse. No es más que en la asociación donde la unicidad de ustedes puede afirmarse, porque la asociación no los posee, pero en cambio ustedes la poseen y se sirven de ella. En la asociación y sólo en la asociación, la propiedad toma su verdadero valor y es realmente propiedad, puesto que en ella, yo no debo a nadie lo que es Mío. Los comunistas no hacen más que proseguir consecuentemente un estado de cosas que dura desde que comenzó la evolución religiosa y la del Estado, es decir, la falta de propiedad, el feudalismo. El Estado se esfuerza en disciplinar las apetencias de los individuos; en otros términos, trata de dirigirlas exclusivamente a sí y satisfacerlas con lo que sólo él puede ofrecer. El Estado no quiere saciar el apetito por la voluntad del apetito mismo; él deshonra dando el nombre de egoísta al que manifiesta deseos por fuera de su regla, y el hombre egoísta es su enemigo. Lo es porque el Estado, incapaz de comprender al egoísta, no puede entenderse con él. Como el Estado (y no podría ser de otro modo) no se ocupa más que de sí mismo, no se informa de mis necesidades y no se preocupa de mí más que para corromperme y falsearme, es decir, para hacer de Mí otro Yo, un buen ciudadano. El Estado utiliza una serie de medidas para mejorar las costumbres. ¿Y con qué medio se atrae a los individuos? A través de sí mismo, es decir, de lo que es del Estado, a través de la propiedad del Estado. Se ocupa incansablemente en hacer participar a todo el mundo de sus bienes, en hacer que todo el mundo se aproveche de las ventajas de la instrucción; los pone en condiciones de llegar por las vías de la industria a la propiedad, es decir, a la enfeudación. Señor generoso, no exige de ustedes, a cambio de esa investidura, más que el legítimo homenaje de un reconocimiento perpetuo. En la asociación, Tú tienes todo tu poder, toda tu riqueza, y te haces valer en ella. En la sociedad, Tú y tu actividad son utilizados. En la primera, Tú vives como egoísta; en la segunda vives como Hombre, es decir, religiosamente; trabajas en la viña del Señor. Tú debes a la sociedad todo lo que tienes, a ella le debes lealtad y estás atormentado por deberes sociales; en la asociación, no eres deudor de nada, ella te sirve y Tú la abandonas sin escrúpulos cuando ya no te ofrece ventajas. Si la sociedad es más que Tú, la harás pasar delante de ti y te harás su servidor; la asociación es tu instrumento, tu arma; ella agudiza y multiplica tu fuerza natural. La asociación no existe más que para ti y por ti; la sociedad, por el contrario, te reclama como su bien y puede existir sin ti: la sociedad se sirve de ti y Tú te sirves de la asociación. Probablemente se objetará que el acuerdo que hemos concluido puede hacerse molesto y limitar nuestra libertad; se dirá que, en definitiva, también acordamos con que cada uno tenga que sacrificar una parte de su libertad en interés de la comunidad. Pero de ninguna manera es a la comunidad a quien se hará ese sacrificio, lo mismo que no es por amor a la comunidad o a cualquier otro por lo que Yo he hecho un contrato; si me asocio es por mi propio interés, y si sacrificara alguna cosa sería también en interés mío, por puro egoísmo. Por otra parte, en materia de sacrificio no renuncio más que a lo que se escapa a mi poder; es decir, no sacrifico absolutamente nada. Volviendo a la propiedad, el señor es el propietario. Y ahora escoge: ¿quieres ser el señor o quieres que la sociedad sea la señora? ¡De ello dependerá que Tú seas un propietario o un indigente! El egoísmo hace al propietario, la sociedad hace al indigente. Indigencia o ausencia de propiedad, tal es el sentido del feudalismo, del régimen de vasallaje, que, desde el pasado siglo no ha hecho más que cambiar de señor, poniendo al Hombre en lugar de Dios y haciendo un feudo del Hombre. Hemos mostrado anteriormente que la indigencia del comunismo es llevada, por el principio humanitario, a la indigencia absoluta, a la más indigente de las indigencias; pero hemos mostrado también que sólo por esta vía la indigencia puede conducir a la individualidad. El antiguo régimen feudal ha sido tan completamente aniquilado por la Revolución, que toda reacción, por más habilidad que despliegue en galvanizar el cadáver del pasado, está en adelante condenada a abortar miserablemente, porque lo que está muerto, muerto está. Pero en la historia del cristianismo, la resurrección también debía mostrarse como una verdad y así lo ha hecho en un mundo nuevo: el feudalismo ha resucitado con un cuerpo transfigurado, un feudalismo nuevo bajo la alta soberanía del Hombre. El cristianismo no ha sido aniquilado, y sus fieles tenían razón en creer que los asaltos que ha sufrido hasta el presente, fueron sólo tentativas de purificarlo y fortalecerlo. En realidad, el cristianismo no ha hecho sino transfigurarse, y el cristianismo descubierto es el «cristianismo humano». Vivimos todavía en plena era cristiana, y quienes más se irritan por eso son precisamente los que más contribuyen a conservarlo. Cuanto más humano es el feudalismo, más nos agrada: no reconocemos ya el carácter del feudalismo en lo que, llenos de confianza, tomamos por nuestra propiedad; y creemos haber encontrado lo que es nuestro cuando descubrimos lo que pertenece al Hombre. Si el liberalismo quiere darme lo que es mío, no es porque vea en ello lo mío, sino lo humano. ¡Como si, bajo ese disfraz, me fuera posible alcanzarlo! Inclusive los derechos del Hombre, ese producto de la Revolución tan elogiado, deben entenderse en este sentido: el Hombre que está en Mí me da derecho a tal y cual cosa: en cuanto individuo, es decir, tal como soy, no tengo ningún derecho; los derechos son el patrimonio del Hombre, y él es quien me autoriza y me justifica. Como Hombre, puedo tener un derecho, pero Yo soy más que Hombre, Yo soy un hombre particular, y este derecho me puede ser negado a Mí, el particular. Pero si ustedes saben estimar la riqueza que les pertenece, si tienen sus talentos adecuadamente valorados, si no permiten que se los fuerce a venderlos por debajo de su valor, si no se dejan convencer de que su mercancía no es preciosa, si no se hacen a ustedes mismos ridículos por un «precio irrisorio», sino que imitan al valiente que dice: «Yo vendería cara mi vida» (mi propiedad), el enemigo no podrá obtenerla a bajo costo, entonces habrán reconocido como verdadero lo contrario del Comunismo, y no se les podrá ya decir: «¡Renuncien a su propiedad!» En cambio, ustedes responderán: «queremos aprovecharla». En el frontispicio de nuestro siglo no se lee ya la máxima délfica: «¡Conócete a ti mismo!» sino esta otra: «¡Explótate a ti mismo!» Proudhon dice que la propiedad es «el robo». Pero lo propiedad de otro (sólo hablo de ese) no existe más que por el hecho de una renuncia, de un abandono, como una consecuencia de mi humildad; es un regalo. ¿Qué significan entonces todos esos gestos sentimentales? ¿Por qué apelar a la compasión como un pobre robado cuando uno no es más que un imbécil y un cobarde dispensador de regalos? Y ¿por qué echar siempre la culpa a los demás y acusarlos de robarnos, cuando somos nosotros mismos los que estamos en falta no robándolos? Si hay ricos, la culpa es de los pobres. En general, nadie se indigna ni protesta contra su propia propiedad; no se irrita más que contra la de otro. No es en realidad a la propiedad a la que se ataca, sino a la propiedad ajena; lo que se combate es, para emplear una palabra que forme contraste con propiedad, la alienidad. Y ¿cómo se hace? En vez de transformar lo alienurn en proprium y apropiarse del bien extraño, se adoptan aires de imparcialidad y de desprendimiento, pidiendo, en cambio, que toda propiedad sea abandonada a un tercero (por ejemplo, a la sociedad humana). Se reivindica el bien ajeno no en nombre de uno mismo, sino en nombre de un tercero. ¡Entonces, toda huella de «egoísmo» desaparece y todo se hace de la manera más pura, de la manera más humana! Una radical inhabilidad del individuo para ser propietario, una radical indigencia, tal es la «esencia del Cristianismo» y de toda religiosidad (piedad, moralidad, humanidad); ese es el principio que, velado en otro tiempo, encabeza el alegre mensaje de la «religión nueva». Es la evolución de ese nuevo Evangelio lo que tenemos ante la vista en la lucha que se traba actualmente contra la propiedad y que debe conducir al hombre a la victoria; la victoria de la humanidad es el triunfo del Cristianismo. Y ese Cristianismo, que acaba tan sólo de ser descubierto, es el feudalismo perfecto, la servidumbre universal, la perfecta indigencia. ¿Es, pues, a una nueva «revolución» a la que llama ese nuevo feudalismo? Revolución e insurrección no son sinónimos. La primera consiste en una transformación del orden establecido, del status del Estado o de la Sociedad; no tiene, pues, más que un alcance político o social. La segunda conduce inevitablemente a la transformación de las instituciones establecidas. Pero no surge con este propósito, sino por el descontento de los hombres. No es un motín, sino el alzamiento de los individuos, una sublevación que prescinde de las instituciones que pueda engendrar. La revolución tiende a organizaciones nuevas, la insurrección conduce a no dejarnos organizar, sino a organizamos por nosotros mismos, y no cifra sus esperanzas en las organizaciones futuras. Es una lucha contra lo que está establecido en el sentido de que, cuando triunfa, lo establecido se derrumba por sí solo. Es mi esfuerzo para desprenderme del presente que me oprime. Cuando lo he logrado, ese presente muere y, naturalmente, se descompone. En suma, no siendo mi objetivo derribar lo establecido, sino elevarme por encima, mis intenciones y mis actos no tienen nada de político, ni de social; son egoístas porque no tienen otro objetivo que Yo y mi individualidad. La revolución ordena organizarse; la insurrección reivindica la sublevación o el levantamiento. El problema que preocupaba a los cerebros revolucionarios era la elección de una constitución; toda la historia política de la Revolución está llena de luchas y cuestiones constitucionales; igualmente, los genios del socialismo se han mostrado asombrosamente fecundos en instituciones sociales (falansterios, etc.). Pero una insurrección ansia liberarse de toda constitución.[187] Mientras que, para lograr mayor claridad, pienso en una comparación, el fundamento del cristianismo se me hace evidente. En el campo liberal se reprocha a los primeros cristianos haber predicado la obediencia a las leyes paganas existentes, haber prescripto reconocer la autoridad pagana y haber ordenado francamente dar al César lo que es del César. ¡Qué agitación, sin embargo, en aquel momento contra la dominación, cuan sediciosos se mostraban los judíos y hasta los mismos romanos para con el poder que regía el mundo; en una palabra, cuan generalizado era el «descontento político»! Pero los cristianos no quisieron notarlo ni asociarse a las «tendencias liberales de la época». Las pasiones políticas estaban entonces de tal modo sobrexcitadas que, como se ve en los Evangelios, no se creyó poder acusar con más éxito al fundador del Cristianismo que imputándole «maquinaciones políticas»; los mismos Evangelios nos enseñan, no obstante, que nadie se interesaba menos que él en los manejos políticos corrientes. ¿Por qué, pues, no fue un revolucionario o un demagogo como los judíos querían hacerlo creer? ¿Por qué no fue un liberal? Porque no esperaba la salvación de la reforma de las instituciones y todo lo gubernamental y administrativo le era completamente indiferente. No era un revolucionario, como lo fue, por ejemplo, César, sino un insurrecto; no trataba de derribar a un gobierno, sino de elevarse él mismo. Así se atenía a su máxima: «Sed prudentes como las serpientes», la de que «dad al César lo que pertenece al César» no era más que la aplicación a un caso especial. En efecto, no hacía una campaña liberal o política contra la autoridad establecida, pero quería, sin inquietarse ni dejarse turbar por esa autoridad, seguir su propia vía. Pero sin ser un sedicioso, un demagogo o un revolucionario, no dejó de ser, como cada uno de los cristianos primitivos, un insurrecto, elevándose por encima de todo lo que el Gobierno y sus adversarios tenían por augusto, libertándose de todos los lazos que trababan a unos y otros y destruyendo al mismo tiempo las fuentes de la vida del mundo pagano entero, incapaz ya, por lo demás, de mantener en su brillo el sistema establecido. Precisamente porque no pretendía el derrumbamiento del orden establecido, fue su más mortal enemigo y su verdadero destructor. Porque él lo tapió en su tumba, y tranquilo, sin una mirada para los vencidos, elevó su templo, sin prestar oído a los gritos de dolor de los que había enterrado bajo sus ruinas. Y ahora, ¿lo que sucedió con el mundo pagano sucederá con el mundo cristiano? Una revolución no alcanzará ciertamente su objetivo, si antes no se ha realizado una insurrección. ¿A qué tienden mis relaciones con el mundo? Yo quiero gozar de él; para eso es preciso que sea mi propiedad, y quiero, pues, conquistarlo. Yo no quiero la libertad de los hombres, no quiero la igualdad de los hombres, no quiero más que mi poder sobre los hombres, que sean mi propiedad, gozarlos. Y si ellos se oponen a esto, ¿qué hacer? El derecho de vida y muerte que se han reservado la Iglesia y el Estado, también me pertenece. Estigmaticen, si quieren, a la viuda de oficial que, durante la retirada de Rusia, habiendo perdido una pierna por bala de cañón, se quitó su liga, estranguló con ella a su hijito, y luego se desangró al lado del cadáver. ¡Quién sabe los servicios que hubiera prestado ese niño al mundo de haber vivido! ¡Y la madre lo mató, porque quería morir contenta y tranquila! Esa historia conmueve quizá todavía nuestro sentimentalismo, pero no saben extraer de ella nada más. Sea. En cuanto a mí, quiero mostrar con ese ejemplo que es mi satisfacción la que decide mis relaciones con los hombres, y que no hay acceso de humildad que no pueda hacerme renunciar al poder de vida y de muerte. En cuanto a los deberes sociales en general, no corresponde a un tercero fijar mi posición frente a los demás, no es, por consiguiente, ni Dios, ni la Humanidad, quienes pueden determinar las relaciones entre mí y los hombres; soy Yo el que tomo posición. Eso equivale a decir más claramente: Yo no tengo deberes con los demás, como no tengo deberes conmigo (por ejemplo, el deber de la conservación, opuesto al suicidio), a menos que yo me desdoble (separando mi alma inmortal de mi existencia terrestre, etc.). Yo ya no me humillo ante ningún poder. Yo considero que cualquier poder no es mayor que el Mío, y que debo abatirlo en cuanto amenace oponerse a Mí, o hacerse superior a Mí. Todo poder no puede ser considerado sino como uno de mis medios para llegar a sus fines. A todos los poderes que fueron mis señores, los rebajo, pues, al papel de mis servidores. Los ídolos no existen más que por Mí; basta que deje de crearlos, para que desaparezcan: solamente hay poderes superiores porque yo los levanto y me pongo debajo de ellos. He aquí, pues, en qué consisten mis relaciones con el mundo. Yo no hago ya nada por él, ni por el amor de Dios, no hago ya nada por el amor del Hombre, sino por mi propio amor. Así, tan sólo el mundo puede satisfacerme, mientras quienes lo consideran desde el punto de vista religioso (en el cual, nótenlo bien, incluyo el punto de vista moral y humano), el mundo sigue siendo un piadoso deseo (pium desiderium), es decir, un más allá, una inaccesibilidad. Tales son la felicidad universal, el mundo moral, en el que reinarían el amor universal, la paz eterna, la extinción del egoísmo, etc. ¡Nada en este mundo es perfecto! Ante estas tristes palabras, los buenos se apartan del propio mundo y se refugian en el oratorio o en el orgulloso santuario de su conciencia. Pero nosotros permanecemos en este mundo imperfecto: tal como es, sabemos utilizarlo para nuestro disfrute. Mis relaciones con el mundo consisten en que yo disfruto de él y lo utilizo para mi goce. «Mis relaciones» son esta utilización del mundo, y pertenecen a mi disfrute de mí mismo. *** III. Mi goce de mí Estamos en la transformación de una época. El mundo no ha pensado hasta el presente más que en conquistar la vida, su único cuidado ha sido vivir. Ya sea que toda actividad esté encaminada hacia las cosas de aquí abajo o que se oriente hacia el más allá, hacia la vida temporal o hacia la eterna, ya se aspire al «pan cotidiano» («el pan nuestro de cada día dánosle hoy»)[188], o al «pan sagrado» («el verdadero pan del cielo», «el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo», «el pan de vida»)[189], ya sea que uno se preocupe de la «querida vida» o de la «vida eterna», el fin de todo esfuerzo, el objeto de todas las inquietudes no cambia; tanto en uno, como en otro caso, lo que siempre se busca es la vida. ¿Demuestran las tendencias modernas otra preocupación? Se quiere que las necesidades de la vida no sean ya un tormento para nadie, y se enseña, por otra parte, que el hombre debe ocuparse de este mundo y vivir su vida real, sin inútiles preocupaciones por el más allá. Tomemos la cuestión desde otro punto de vista: aquel cuya única inquietud es vivir, no puede pensar en gozar de la vida. En tanto que su vida esté en cuestión, en tanto que tenga que temblar por conservarla, no puede consagrar todas sus fuerzas a servirse de ella, es decir, a gozarla. ¿Pero cómo gozar de ella? Usándola, así como se quema la vela que ilumina, así usa uno de la vida y de sí mismo, consumiéndola y consumiéndose. Gozar de la vida es devorarla y destruirla. Pues bien, ¿qué hacemos? Buscamos el goce de la vida. ¿Y qué es lo que hacía el mundo religioso? Buscaba la vida. ¿En qué consiste la «verdadera vida», la «vida bienaventurada», etc.? ¿Cómo llegar a ella? ¿Qué debe hacer el hombre, y qué es lo que debe ser para ser un verdadero viviente? ¿Qué deberes le impone esta vocación? Estas preguntas y otras semejantes, indican que los que las hacen están todavía buscándose, buscando su verdadero sentido, el sentido que su vida debe tener para ser verdadera. «¡Lo que soy no es más que un poco de sombra y de espuma; lo que seré, será mi verdadero yo!». Perseguir ese yo, prepararlo, realizarlo, tal es la pesada tarea de los mortales; ellos no mueren más que para resucitar, no viven más que para morir y para encontrar la verdadera vida. Solamente cuando estoy seguro de mí y cuando ya no me estoy buscando, soy verdaderamente mi propiedad. Entonces me poseo y por eso me empleo y gozo de mí. Pero, por el contrario, en tanto que crea que tengo que descubrir todavía mi verdadero yo, en tanto que piense que debo hacer de forma tal que el que vive en mi no sea Yo, sino el cristiano o cualquier otro yo espiritual, es decir, cualquier fantasma tal como el Hombre, la esencia del Hombre, etcétera, me estará siempre prohibido gozar de mi mismo. Hay un abismo entre estas dos concepciones: según la antigua, yo soy mi fin; según la nueva, yo soy mi punto de partida; según una, yo me busco; según la otra, yo me poseo y hago de mí lo que haría de cualquier otra de mis propiedades, gozo de mí según mi agrado. Ya no tiemblo por mi vida, sino que la «derrocho». La cuestión, en adelante, no es ya saber cómo conquistar la vida, sino cómo gastarla y gozar de ella; no se trata ya de hacer florecer en mí el verdadero yo, sino de hacer mi vendimia y consumir mi vida. ¿Qué es el ideal, sino el Yo siempre buscado y nunca alcanzado? ¿Ustedes se buscan? Eso es porque aún no se poseen. ¿Ustedes se preguntan por lo que deben ser? ¡Entonces no lo son! Sus vidas no son más que largas y apasionadas esperas: durante siglos se ha vivido en laesperanza. Pero vivir es algo bien distinto en el disfrute de sí. ¿Mis palabras se dirigen sólo a los llamados piadosos? De ningún modo; mis palabras se aplican a todos los que pertenecen a esta época que se extingue y aun a sus alegres vividores. Para ellos también existe un domingo después de los días de trabajo, y los bullicios de la vida son seguidos del ensueño de un mundo mejor, de una dicha universal, en una palabra, de un Ideal. ¡Pero, me dirán, al menos los filósofos deben oponerse a los devotos! ¿Ellos? ¿Alguna vez han pensado en otra cosa que no haya sido en el ideal y acaso han tenido en cuenta a algo que no fuese el yo absoluto? Por todas partes espera, aspiraciones; por todas partes lejanas quimeras, largas esperanzas y nada más. En mi opinión: románticos. Para triunfar sobre la aspiración a la vida, el goce de la vida debe vencerla bajo la doble forma, que introduce Schiller en «El ideal y la vida»[190]: aplastando tanto la angustia espiritual como la temporal y exterminando a la vez la sed del ideal y el hambre del pan cotidiano. El que tiene que usar su vida en conservarla, no puede gozar de ella, y el que busca la vida no la tiene, y tampoco puede gozar de ella: los dos son pobres, pero «¡bienaventurados los pobres!». Los hambrientos de la «verdadera vida» no tienen ya ningún poder sobre su vida presente, porque la deben consagrar a la conquista de la verdadera vida y sacrificarla al cumplimiento de esta tarea y de este deber. Aún cuando los devotos que esperan la vida en el otro mundo, y que ven este como una mera preparación, como el pago de su vida terrena, la cual ponen al servicio de la esperada vida celestial, parecen bien distintos; se cometería un gran error si se afirmara que los más racionalistas e ilustrados son menos sacrificados. La «vida verdadera» tiene un sentido mucho mas extenso que aquel que el término «celestial» puede llegar a expresar. Y entonces, para llegar inmediatamente a la concepción liberal de la vida, la vida «humana» o «verdaderamente humana» ¿no es la vida verdadera? ¿Hay qué tomarse tanto trabajo para conseguir esa vida humana, o el primero que llega la vive desde el momento en que comienza a respirar? Para cada uno ¿ella es el presente, lo que tiene y lo que es en la actualidad?, ¿o debe tender a ella como si fuera una vida futura a la que no poseerá sino después de haberse «lavado la mancha del egoísmo?» En ese sentido, la vida no sería más que la conquista de la vida, no se viviría más que para hacer vivir en sí la esencia del Hombre y por el amor de esa esencia. Sólo tendría uno su vida para crear una «verdadera vida» purificada de todo egoísmo. Y he ahí por qué uno vacila en emplearla en la medida de sus deseos: ella ya tiene su objeto, y no se la puede desviar de él. En suma, se tiene una vocación, un deber; con su vida uno tiene algo que realizar, algo que cumplir; ese «algo», respecto a lo que la vida no es más que un medio y un instrumento, tiene más importancia que ella misma; un algo al que le debemos la vida. Se tiene un dios que reclama víctimas vivientes. Los sacrificios humanos no han desaparecido, simplemente fueron perdiendo su brutalidad con el paso del tiempo; a cada instante, los criminales son ofrecidos en holocausto a la Justicia, y nosotros, «pobres pecadores», nos inmolamos a nosotros mismos en el altar de la «esencia humana», del «Hombre», de la «Humanidad», de los ídolos, de los dioses, cualquiera que sea el nombre que se les dé. Pero, porque le debemos nuestra vida a algo o a alguien, es que — y éste es el siguiente punto — no tenemos derecho a quitárnosla. Las tendencias conservadoras del Cristianismo no permiten al cristiano pensar en la muerte de otro modo que no sea despojada del aguijón que la hace dolorosa, lo que les permite continuar con su vida y preservarse perfectamente. El cristiano — archi-judío[191] —, desde el momento en que puede contar con que se lo indemnizará en el cielo, acepta todo lo que le pueda ocurrir y toma sus males con paciencia. No le está permitido matarse; sólo puede preservarse y trabajar en «prepararse su puesto para más tarde». Lo que toma con total seriedad es la perpetuidad, el triunfo sobre la muerte: «Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte»[192], «...nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio».[193] «Inmortalidad», estabilidad. El hombre moral quiere el bien, lo justo, etc.; si utiliza los medios que conducen a estos fines, no por eso esos medios son los suyos, sino que son los del bien, de lo justo, etc. Los medios nunca son inmorales, porque el fin que permiten alcanzar es bueno: el fin justifica los medios; esta máxima, aunque considerada como «jesuítica» es «moral» de pies a cabeza. El hombre moral es el servidor de un fin o de una idea, él se hace el instrumento de la idea de bien, así como el hombre piadoso está orgulloso de ser el obrero, el instrumento de Dios. Los mandamientos de la moral ordenan como bueno aguardar la hora de la muerte; darse a sí mismo la muerte es inmoral y malo: el suicidio no tiene ningún perdón que esperar del tribunal de la moralidad. El hombre religioso lo condenaba porque «no eres tú quien te has dado la vida, ha sido Dios y sólo Dios puede quitártela». Como si Dios, aún aceptando la perspectiva cristiana, no me la estuviera quitando igualmente ya se trate del suicidio, de una teja floja o de una bala hostil, puesto que él ha hecho nacer en mi la resolución de darme muerte). El hombre moral, por su parte, lo condena: «porque yo debo mi vida a la patria», etc., «porque tal vez de mi vida hubiera podido resultar todavía algún bien». Si yo me mato, el bien pierde conmigo, naturalmente, un instrumento, así como el Señor cuenta con un obrero menos en su viña si yo muero. Si yo fui inmoral, el Bien se aprovechará de mi mejoramiento: si fui impío, Dios se regocijará de mi constricción. El suicidio es tan criminal para con Dios como para con la virtud. Tú que te quitas la vida, olvidas a Dios, si eres religioso, y olvidas el deber, si eres moral. La muerte de Emilia Galotti[194] ¿es justificable bajo el punto de vista de la moralidad? Sacrificar la vida por estar tan impregnada de castidad, ese bien moral, es ciertamente moral; pero, en cambio, no tener bastante confianza en si misma para osar afrontar los lazos de la carne, es inmoral. El conflicto trágico que forma el fondo de todo drama moral, reposa, generalmente, sobre una antinomia de esta clase; hay que pensar y sentir moralmente para ser capaz de interesarse en esos conflictos. Todo lo que se puede decir en nombre de la moral y de la piedad a propósito del suicidio, se puede igualmente decir si se habla en nombre de la humanidad, ya que igualmente uno es responsable de su vida ante el Hombre, ante la humanidad, ante el género humano. La conservación de mi vida es asunto mío solamente cuando no me reconozco obligación para con nadie. «¡Un salto desde lo alto de ese puente me hace libre!». Pero si le debemos al Ser que tenemos que hacer vivir en nosotros, cualquiera que sea, conservar la vida de la que somos depositarios, no es menos nuestro deber, aparte de eso, no emplear esa vida a nuestro gusto, sino regularla según ese Ser y conformarla a él. Todo mi pensar, todo mi sentir, todo mi querer, todos mis actos, todos mis esfuerzos le pertenecen a él. La idea que tenemos de ese Ser determina lo que es lo adecuado para él. Pero esa idea, ¿de cuántas maneras se ha concebido?; y ese Ser, ¿bajo cuántas formas se nos ha representado? El mahometano cree que el Ser Supremo exige de él una cosa, y el cristiano cree que reclama otra muy distinta; ¡con cuantos aspectos diferentes se les debe presentar la vida! Pero al menos todos están de acuerdo en creer que corresponde al Ser Supremo juzgar sus vidas. No me detendré más tiempo en los devotos que tienen en Dios un guía y en su palabra un hilo conductor, no los he citado más que para memoria; pertenecen a una fauna extinguida y, como restos petrificados, pueden descansar inmóviles en sus lugares. Hoy ya no son los piadosos, sino los liberales los que hablan alto, y la misma piedad ya no puede evitar enrojecer un poco sus pálidas mejillas con el colorete liberal. Los liberales no honran en Dios a su guía ni suspenden su vida del hilo conductor de la Palabra divina; se guían por el Hombre, y a lo que aspiran ya no es a una vida «divina», sino a una vida «humana». El Ser Supremo del liberal es «el Hombre»; el Hombre es su mentor y la humanidad es su catecismo. Dios es espíritu, pero el hombre es «el espíritu perfecto», el resultado final de la conquista del espíritu, a la que se dedicaron «sondeando las profundidades de la divinidad», es decir, las profundidades del espíritu. Cada uno de tus rasgos debe ser humano; tú mismo debes ser humano de pies a cabeza, en tu interior como hacia afuera; porque la humanidad es tu llamado. ¡Llamado — destino — tarea! Lo que uno puede llegar a ser, es lo que uno llega a ser. El disfavor de las circunstancias podrá, privándolo de los largos, pero indispensables estudios preliminares, impedir al que nació poeta ser el primero de su tiempo y no permitirle producir obras maestras; pero hará versos, ya sea un peón de campo o tenga la suerte de vivir en la corte de Weimar. El músico hará música, aunque, por falta de instrumento, tuviera que soplar en una caña. Una cabeza filosófica meditará grandes problemas, ya adorne los hombros de un filósofo de Universidad o de un filósofo de aldea. En fin, el imbécil, que puede ser al mismo tiempo un malintencionado (las dos cosas van muy bien juntas; cualquiera que haya frecuentado los colegios, si pasa revista a sus antiguos condiscípulos, encontrará en su memoria varios ejemplos), el imbécil, digo, permanecerá siempre imbécil, ya se le haya enseñado y ejercitado para ser jefe de oficina o para limpiar las botas de dicho jefe. Los cerebros obtusos forman, indiscutiblemente, la clase humana más numerosa. Pero ¿por qué no habría en la especie humana las mismas diferencias que es imposible desconocer en cualquier especie animal? En todas ellas se encuentran seres más o menos bien dotados. Pocos humanos, sin embargo, son lo bastante obtusos como para que no se les pueda inspirar algunas ideas. Así, por lo común, se considera a todos los hombres como capaces de tener religión. Son, en cierta medida, susceptibles de ser enseñados sobre otras ideas, y se les puede, por ejemplo, dar alguna comprensión musical y hasta un barniz de filosofía. Aquí el sacerdocio se liga a la religión, a la moralidad, a la cultura, a la ciencia, etc., y los comunistas, por ejemplo, quieren, con su «escuela popular», hacer todo accesible a todos. Vulgarmente se sostiene que la «gran masa» no podría quedarse sin religión; los comunistas extienden esa afirmación y dicen que no sólo la «gran masa», sino que todos están llamados a todo. No basta haber instruido a las masas en la religión, al presente hay que atiborrarlas de «todo lo que es humano». Y el adiestramiento se hace cada día más universal y más extenso. ¡Pobres seres, que podrían ser tan felices si no se los obligase a saltar al ritmo de maestros y amaestradores, aprendiendo trucos que nunca van a utilizar! ¿No acaba de sublevarlos el ver que se los toma siempre por otra cosa de la que quieren parecer? ¡No! Repiten mecánicamente la lección que se les ha dictado. «¿A qué estoy llamado? ¿Cuál es mi deber?» Y basta que hagan la pregunta para que inmediatamente la respuesta surja ante ustedes: ustedes mismos se ordenan lo que deben hacer, ustedes mismos se trazan una vocación o se dan las órdenes y se imponen la vocación que el espíritu ha prescripto de antemano. Con relación a la voluntad, eso puede enunciarse así: Yo quiero hacer lo que debo. Un hombre no es «llamado» a nada; no tiene más «deber» y «vocación» que lo tienen una planta o un animal. La flor que se abre no obedece a una «vocación», pero se esfuerza en gozar del mundo y consumirlo en cuanto puede; es decir, saca tantos jugos de la tierra, tanto aire del éter y tanta luz del sol como puede absorber y contener. El ave no vive para llenar una vocación, pero emplea sus fuerzas lo mejor posible; caza insectos y canta a su gusto. Las fuerzas de la flor y del ave son débiles, comparadas con las de un hombre, y el hombre que apresta sus fuerzas para conquistar el mundo, lo domina mucho más poderosamente que la flor y el ave. El no tiene vocación o misión que cumplir, pero tiene sus fuerzas, y estas fuerzas se despliegan, se manifiestan dónde están porque, para ellas, ser es manifestarse y no pueden permanecer inactivas más que lo puede permanecer inactiva la vida que, si «se detuviera» un segundo, ya no seria vida. Se podría, pues, gritar al hombre: ¡emplea tu fuerza! Pero ese imperativo implicaría todavía una idea de deber, allí donde no hay ni sombra de esa idea. Y por otra parte, ¿por qué ese consejo? Cada cual lo sigue y actúa desplegando a cada instante lo que tiene de poder, sin por eso ver un deber en la acción. De un vencido se dice que hubiera debido desplegar todas sus fuerzas; pero se olvida que si, en el momento de sucumbir hubiera tenido el poder de desplegar sus fuerzas (corporales, por ejemplo), lo hubiese hecho; quizás sólo haya tenido un minuto de desaliento, pero fue, en suma, un minuto de impotencia. Las fuerzas pueden evidentemente aguzarse y multiplicarse, particularmente por las bravatas del enemigo o por exhortaciones amigas, pero allí donde quedaron sin efecto, se puede estar seguro de que faltaban. Se pueden hacer saltar chispas de una piedra, pero sin el choque no hay chispa; igualmente el hombre también tiene necesidad de choque. Dado que las fuerzas se muestran siempre por sí mismas activas, la orden de ponerlas en acción sería superflua y carente de sentido. La vocación — y el deber — del hombre no es el empleo de sus fuerzas, sino un hecho perpetuamente real y actual. Fuerza no es más que una palabra más sencilla para decir «manifestación de fuerza». Esa rosa es, desde que existe, una verdadera rosa, y ese ruiseñor es y ha sido siempre, un verdadero ruiseñor; al igual que Yo: no es sólo cuando cumplo mi misión y acepto mi destino cuando soy un «verdadero hombre»; lo soy, lo he sido siempre y no dejaré de serlo. Mi primer vagido fue la señal de vida de un «verdadero hombre»: los combates de mi vida son las manifestaciones de una fuerza «verdaderamente humana», y mi último suspiro será el último esfuerzo «del Hombre». El verdadero hombre no está en el porvenir, no es un objeto, un ideal al que se aspira, sino que está aquí, en el presente, existe en realidad; cualquiera que yo sea, en cualquier cosa que yo sea, alegre o sufriendo, niño o anciano, en la confianza o en la duda, en el sueno o la vigilia, soy Yo. Yo soy el verdadero hombre. Pero si soy el Hombre, si he encontrado realmente en Mí a aquel de quien la humanidad religiosa hacía un objeto lejano, todo lo que es «verdaderamente humano» es por eso mismo mi propiedad. Todo lo que se atribuía a la idea de humanidad me pertenece. Por ejemplo, a la libertad de comercio, que la Humanidad aún no ha podido alcanzar — y que, como en un sueño, se posterga hacia el futuro dorado de la humanidad —, Yo me la apropio anticipadamente, y la desarrollo, por el momento, bajo la forma del contrabando. Por cierto que debe haber pocos contrabandistas con suficiente entendimiento para darse cuenta de esto, pero el instinto egoísta reemplaza su conciencia de sí. Más arriba mostré lo mismo respecto de la libertad de prensa. Todo es mío, así que recobraré todo lo que se me quiera sustraer; pero ante todo, me recobro si una servidumbre cualquiera me ha hecho escapar de mí mismo. Pero eso tampoco es mi vocación, es mi conducta natural. En suma, existe una gran diferencia entre tomarme por punto de partida o por punto de llegada. Si soy mi fin, no me poseo, soy todavía extraño a mí, soy mi esencia, mi «verdadera naturaleza íntima», y esta «esencia verdadera» tomará como un fantasma mil nombres y mil formas diversas para burlarse de mí. Si no soy yo, es otro (Dios, el verdadero Hombre, el verdadero devoto, el hombre razonable, el hombre libre, etcétera), el que es yo, el que es mi yo. Todavía bien lejos de mí, hago de mí dos partes, de las que una, la que no es alcanzada y tengo que realizar, es la verdadera. La otra, la no verdadera, es decir, la no espiritual, debe ser sacrificada; lo que hay de verdadero en mí, es decir, el espíritu, debe ser todo el hombre. Eso se traduce así: «El espíritu es lo esencial en el hombre» o «el hombre es Hombre solamente por el espíritu». Uno se precipita ávidamente para atrapar el espíritu, como si simultáneamente fuera a atraparse a si mismo, y en esta persecución desatinada del yo, se pierde de vista el yo que uno es. En la búsqueda de un yo que no se alcanza jamás, se desdeña la regla de los sabios que aconsejan tomar a los hombres como son; se prefiere tomarlos como deberían ser, y en consecuencia, uno galopa sin tregua sobre la pista de su «yo tal como debería ser» y «se esfuerza en volver a todos los hombres igualmente justos, estimables, morales o razonables».[195] Sí. Si los hombres, como debieran ser, fueran, si todos los hombres fueran razonables, si se amasen los unos a los otros como «hermanos», ¡la vida seria un paraíso![196] Ahora bien, los hombres, como debieran ser, es lo que son. ¿Qué deben ser? ¡Lo que puedan ser y nada mas! ¿Yqué pueden ser? Nada más que lo que pueden, es decir, lo que les permita ser el poder o la fuerza que tengan. Pero eso, lo son realmente, ya que lo que no son, no son capaces de serlo; porque ser capaz de hacer o de ser, quiere decir hacer o ser realmente. Uno no es capaz de ser lo que no es; uno no es capaz de hacer lo que no hace. ¿Ese hombre a quien ciega una catarata, podría ver? Ciertamente, bastaría con que fuese operado con éxito. Pero, por el momento, no puede ver, porque no ve. Posibilidad y realidad son inseparables. No se puede hacer lo que no se hace, como no se hace lo que no se puede hacer. La singularidad de esta proposición desaparece si uno quiere reflexionar sobre el significado de las palabras «es posible que... etc.», estas no significan en el fondo casi nunca otra cosa que «yo puedo imaginar que... etc.» Por ejemplo: «Es posible que todos los hombres vivan razonablemente», quiere decir: «Yo puedo imaginar que... etc.» Mi pensamiento no puede hacer, y por consiguiente, no hace que los hombres vivan razonablemente; esa es una cosa que no depende de mí, sino de ellos; la razón de todos los hombres para mi es sólo pensable, no me es más que inteligible; pero como tal, es de hecho una realidad; sí esa realidad toma el nombre de posibilidad, sólo es en relación a lo que yo no puedo hacer, es decir, a la razón de otras personas. Si fuera posible que eso dependiese de ti, todos los hombres podrían ser razonables, porque tú no ves en ello ningún inconveniente, y aún por lejos que se extienda tu pensamiento, quizá no descubres nada que se oponga a eso; resulta que ningún obstáculo se opone a la cosa en tu pensamiento; ella es pensable. Pero los hombres no son todos razonables; es pues, probable, que no puedan serlo. Cuando algo que uno creía muy posible, que uno se imaginaba que no presentaba ninguna dificultad, etc., no es o no sucede, uno puede estar seguro de que ha chocado con un obstáculo y es imposible. Nuestra época tiene su arte, su ciencia, etc.; su arte puede ser execrable; pero ¿podemos en ese caso decir: merecíamos tener uno mejor y «hubiésemos podido» tener uno mejor si lo hubiéramos querido? Tenemos justamente tanto arte como el que podemos tener; nuestro arte actual es actualmente el único posible, y por eso es nuestro arte real. Reduzcan aún más el sentido de la palabra «posible» hasta que no signifique finalmente más que «futuro», y será todavía el equivalente de «real». Cuando se dice, por ejemplo, es posible que el sol salga mañana, eso no significa nada más que, con relación a hoy, mañana es el porvenir real; porque no hay apenas necesidad de expresar que un porvenir es realmente «por venir», solamente si aún no ha aparecido. ¡Qué dicen! ¿Que ésta es una disección microscópica de una palabra? ¡Ah! si no fuese que detrás de ella se mantiene emboscado el error que más consecuencias ha tenido desde hace siglos, si esa pequeña palabra «posible» no fuese en el cerebro de los hombres el rincón en donde se dan cita todos los fantasmas que la hechizan, no nos hubiéramos ocupado de ella. El pensamiento, ya lo hemos mostrado antes, reina sobre el mundo poseído. Volvamos a la posibilidad, que es uno de sus lugartenientes. Posible, decíamos, no es nada más que pensable, inteligible, e innumerables victimas han sido sacrificadas a ese terrible inteligible. Es pensableque los hombres puedan ser razonables; es pensable que puedan reconocer a Cristo, pensable que puedan ser inspirados por el bien y ser morales; es pensable que puedan refugiarse en el seno de la Iglesia, que puedan no hacer nada, no pensar nada y no decir nada que ponga al Estado en peligro; pensable es todavía que puedan ser súbditos obedientes. Pero vean hasta dónde va a llevarnos eso. Siendo todo eso pensable, es posible y, siendo posible, los hombres deben serlo o deben hacerlo, es su vocación. Y, en fin, no se debe ver nada en los hombres más que su vocación; debe mirárseles como si estuvieran llamados a alguna cosa y tenerlos, no por «lo que son», sino por «lo que deben ser». ¿Y la consecuencia siguiente? El Hombre no es el individuo; Hombre es un pensamiento, un ideal. El individuo no es al Hombre lo que la infancia es a la edad madura, sino lo que un punto hecho con tiza es al punto pensado por el matemático, lo que una criatura finita es al Creador infinito, o, en términos más modernos, lo que el ejemplar es a la especie. De aquí el culto de la Humanidad «eterna», «inmortal», a cuya gloria (in majorem humanitatis gloriam) el individuo debe estar dispuesto a sacrificarlo todo, convencido de que sería para él un «honor eterno» haber hecho algo por el «espíritu de la humanidad». Resulta de aquí que son los que piensan los que gobiernan el mundo en tanto que perdura la época de los sacerdotes y de los pedagogos; lo que piensan es posible, y lo que es posible debe ser realizado. Ellos piensan en un ideal humano que, provisionalmente, no tiene realidad más que en su pensamiento, pero piensan en la posibilidad de realizar después ese ideal, y es indiscutible que esa realización es real... mente pensable: es una idea. Puede ser que un Krummacher piense que tú y yo somos aún capaces de hacernos buenos cristianos; pero si se le ocurriese «trabajarnos» en ese sentido, pronto le haríamos sentir que nuestra cristianización, aunque pensable, es, sin embargo, imposible, y si se obstinase en asesinarnos con sus pensamientos y su «buena doctrina» de que nada tenemos que hacer, no tardaría en descubrir que no necesitamos, para nada, convertirnos en aquello en lo que nosotros no queremos convertirnos. Y el razonamiento que resumíamos hace poco, aunque dejando atrás a devotos y gazmoños, prosigue su avance. «¡Si todos los hombres fuesen razonables, si todos practicasen la justicia, si todos tomaran por guía la caridad, etc.!» Razón, justicia, caridad se les presentan como la vocación del hombre, como el objetivo al que deben tender sus esfuerzos. ¿Y qué significa ser razonable? ¿Es razonarse uno mismo, comprenderse? No; la Razón es un gran libro repleto de artículos legales, todos asestados contra el egoísmo. La historia ha sido hasta el presente nada más que la historia del hombre espiritual. Después de la edad de los sentidos ha comenzado la historia propiamente dicha, es decir, la edad de la inteligencia, la de lo espiritual, la de lo suprasensible, la de lo ideal, la del no-sentido. El hombre se pone entonces a querer ser algo. ¿Ser qué? Bueno, bello, verdadero, o, más exactamente, moral, piadoso, noble, etc. Quiere hacer de sí mismo un «verdadero hombre»: el Hombre es su objeto, su imperativo, su deber, su destino, su vocación, su ideal; el Hombre es para él un futuro, un más allá. Y si llega a ser lo que sueña, no puede ser más que gracias a algo, que se llamará veracidad, bondad, moralidad, etc. Desde entonces mira torcido a cualquiera que no rinda homenaje al mismo «algo», que no siga la misma moral y que no tenga la misma ley: persigue a los «disidentes, a los heréticos, a las sectas», etc. El carnero no se esfuerza en llegar a ser un «verdadero carnero», ni el perro un «verdadero perro»; ningún animal toma su ser por un deber, es decir, por una idea que tenga el deber de realizar. El ser se realiza por lo mismo que vive su vida, es decir, que se usa y que se destruye. No pide hacerse algo distinto de lo que es. No es que yo quiera aconsejarles que se parezcan a los animales. Por otra parte no podría exhortarlos a convertirse en animales, porque sería proponerles de nuevo una tarea, un ideal («deberías aprender de la laboriosidad de la abeja»); eso equivaldría a desearle a los animales que llegasen a ser hombres. La naturaleza de ustedes es, de una vez por todas, humana; ustedes son naturalezas humanas, es decir, hombres; y justamente porque lo son, no tienen ya necesidad de llegar a serlo. Ciertos animales también pueden ser «adiestrados», y un animal adiestrado ejecuta toda clase de ejercicios que para él no son naturales. Pero si bien el adiestramiento hace al perro más útil o más agradable para nosotros, él propio perro no saca del mismo adiestramiento ningún provecho; El perro sabio, no tiene más valor para sí mismo que un perro común y silvestre. Uno se esfuerza, y no es nueva la moda, en hacer de los hombres seres morales, razonables, piadosos, humanos, etc., es decir, se esfuerza en adiestrarlos. Pero esas tentativas se rompen contra la incoercible individualidad del egoísta. Aquellos a quienes se ha sometido a esa disciplina, no alcanzan jamás su ideal, ellos profesan sólo de palabra las sublimes doctrinas y se limitan a hacer profesiones de fe; en la práctica todos deben confesar que son «pecadores», y que quedan muy por debajo de su ideal; son «hombres débiles», y se consuelan teniendo conciencia de la «debilidad humana». Otra cosa muy distinta ocurre si no persigues un ideal como tu «destino», sino que te consumes, como el tiempo lo consume todo. La disolución no es tu «destino», porque es el presente. Es perfectamente cierto que la cultura y la religiosidad de los hombres los han liberado, pero los han librado de un señor para someterlos a otro. La religión me ha enseñado a refrenar mis deseos; los artificios que la ciencia pone a mi servicio, me permiten vencer la resistencia del mundo, y ya no reconozco siquiera a ningún hombre como mi señor: «yo no soy el servidor de nadie». Sólo que vale más obedecer a Dios que a los hombres. Cuanto más liberado estoy de los impulsos irrazonables del instinto, más dócilmente obedezco a la señora Razón. Yo he ganado la «libertad espiritual», la «libertad del espíritu», y me he hecho por eso mismo esclavo del espíritu. El espíritu me manda, la razón me guía; ellos me conducen y me gobiernan, y los «razonables», los «servidores del espíritu», son sus ministros. Pero si yo no soy carne, menos aún soy espíritu. La libertad del espíritu es mi servidumbre, porque yo soy más que sólo carne o espíritu. La cultura me ha hecho poderoso, de eso ya no hay ninguna duda. Ella me ha dado su poder sobre todo lo que es fuerza, tanto sobre los impulsos de mi naturaleza, como sobre los asaltos y las violencias del mundo exterior. Yo sé que nada me obliga a dejarme dominar por mis deseos, mis apetitos y mis pasiones, y la cultura me ha dado la fuerza de vencerlos: yo soy su señor. De igual modo, gracias a las ciencias y a las artes, soy el señor del mundo rebelde; la tierra y la mar están bajo mis órdenes, y hasta las estrellas deben rendirme cuentas. El espíritu es quien me ha dado ese imperio. Pero en relación al espíritu mismo no puedo nada. Si bien la religión (cultura) me ha enseñado el medio de llegar a ser «el vencedor del mundo», no me ha enseñado a vencer a Dios, porque Dios «es el espíritu». Ese espíritu sobre el cual no tengo ningún poder, puede tomar las formas más diversas, puede llamarse Dios o llamarse espíritu del pueblo, Estado, Familia, Razón, o también Libertad, Humanidad, Hombre. Yo acepto con reconocimiento lo que los siglos de cultura me han permitido adquirir; no quiero rechazar o abandonar nada. Yo no he vivido en vano. Ellos me han permitido descubrir que yo tengo un poder sobre mi naturaleza, y que no estoy forzado a ser esclavo de mis apetitos, y ese es un resultado apreciable que no debo dejar perder. Ellos me han permitido descubrir que yo puedo, gracias a los medios que me suministra la cultura, domar al mundo, y ese descubrimiento fue pagado demasiado caro para que yo puedo olvidarlo. Pero yo quiero más aún. Uno se pregunta lo que puede llegar a ser el hombre, lo que puede alcanzar, y qué bienes puede adquirir, y en torno de aquel de los bienes que se juzgó mayor se construye una vocación. ¡Cómo si todo fuera posible para ! Cuando se ve a alguien consumido por un deseo, una pasión, etc. (por ejemplo, el espíritu de lucro, los celos, etc.), se lo desea librar de esa obsesión y ayudarlo a «vencerse». «¡Nosotros queremos hacer de él un hombre!» Sería muy bello, si otra obsesión no tomase inmediatamente el lugar que acaba da desocupar la antigua. En cuanto está exorcizada la codicia, se arroja a la victima en los brazos de la piedad, de la humanidad o de algún otro principio, y se le suministra de nuevo un punto de apoyo moral fijo. Este cambio de un punto de apoyo inferior por un punto de apoyo elevado, se expresa diciendo: No se debe considerar lo pasajero, sino lo imperecedero; no lo temporal, sino lo eterno, lo absoluto, lo divino, lo puro humano, etc. lo espiritual. La gente advirtió bien pronto que no es irrelevante sobre qué ponían su corazón, o en qué se ocupaban; reconocieron la importancia del objeto. Un objeto elevado por encima de la particularidad de las cosas, es la «esencia» de las cosas; su esencia, en efecto, es solamente lo que hay de pensable en ellas, y no existe más que para el hombre pensador. No dirijas, pues, tus sentidos sobre la cosa, dirige tus pensamientos sobre la esencia. «Bienaventurados los que, no viendo, creen»; o dicho de otro modo: bienaventurados los que piensan, porque solo ellos creen y tienen relación con lo invisible. Incluso, de un objeto de pensamiento que se creyó durante siglos un criterio esencial, termina por convertirse en un «ya no vale ya la pena de hablar de eso». Se hizo esta diferencia, pero jamás se dejó de conceder al objeto una importancia en sí y un valor absoluto; como si lo esencial no fuese para el niño su juguete, y para el turco el Corán. En tanto que lo importante para mí no soy únicamente Yo, poco importa el objeto que tengo por «esencial»; sólo la pequeñez o la grandeza de mi crimen contra él, tiene valor. La profundidad de mi adhesión y de mi abnegación atestiguan mi servidumbre, y la profundidad de mi pecado da la medida de mi individualidad. Pero, si se quiere poder dormir, se debe saber, finalmente, «arrojar todo del pensamiento». No debemos ocuparnos de nada de aquello en que nosotros no nos ocupamos: el ambicioso no puede deshacerse de sus proyectos de ambición, y el que teme a Dios no puede apartar su pensamiento de Dios; manía y obsesión son gemelas. Realizar su esencia de vivir de acuerdo a su noción es lo que el creyente en Dios llama ser piadoso, y lo que un creyente en el Hombre llama «vivir humanamente»; El hombre sensual o el pecador sólo puede proponerse este objetivo mientras aún tenga la posibilidad de elegir — elección temible —, entre la alegría de los sentidos y la paz del alma, o sea en tanto sea un pobre «pecador». El cristiano no es nada más que un hombre sensual que, conociendo la santidad y estando concierne de violarla, se ve a si mismo como un pobre pecador. La sensualidad, concebida como «iniquidad», forma el fondo de la conciencia cristiana y forma al cristiano mismo. Nuestros modernos no hablan ya «del pecado» y de la «iniquidad», sino «del egoísmo», «del amor de si», «del interés personal», etc.; entre sus manos, el diablo ha cambiado de piel y ha venido a ser el «inhumano» o el «egoísta»; ¿pero eso les impide ser cristianos? ¿Acaso el viejo dualismo del bien y del mal no queda en pie? ¿No sigue quedando por encima de nosotros un juez: el Hombre? ¿No sigue existiendo la vocación? Y, al «hacer de sí un hombre» ¿cómo lo llamas? Ya lo sé; ya no se dice vocación, sino «tarea» o «deber», y ese cambio de nombre es muy justo, porque el Hombre no es como Dios, una persona que puede «llamar» (vocare). Pero, dejando el nombre aparte, ¿no viene a ser exactamente lo mismo? Cada uno de nosotros esta en relación con los objetos, y se conduce con ellos de distinto modo. Tomemos como ejemplo la Biblia, un libro con el que millones de hombres han estado en relación desde hace cerca de veinte siglos. ¿Qué ha sido para cada uno de ellos? Lo cada uno haya querido hacer de ella, y nada más. Ella no es nada para el que no hace nada de ella; para el que la usa como un amuleto, tiene únicamente el valor y la significación de un sortilegio; para el niño que juega con ella es un juguete, etc. Pero el Cristianismo pretende que la Biblia debe ser la misma cosa para todos; es decir, que para todos sean los «Libros Santos» o la «Santa Escritura». Eso equivale a pretender que el punto de vista del Cristianismo debe ser el mismo que el de los demás hombres, y que nadie puede tener con el objeto en cuestión relaciones diferentes a las que tiene el cristiano. La relación pierde así todo valor individual; una determinada opinión sustituye a la mía, se hace definitiva y se implanta como la verdadera y la «sola verdadera». Con lo que la libertad de hacer con la Biblia lo que se me antoje, toda la libertad de obrar en general se ve trabada, siendo reemplazada por la violencia de una manera de ver y de juzgar obligatoria. El que expresa el concepto de que la Biblia es un largo error de la humanidad, está expresando un concepto criminal. En realidad, el niño que la hace pedazos o que juega con ella, y el Inca Atahualpa que aplica a ella el oído y la arroja con un gesto de desdén porque permanece muda, emiten sobre la Biblia un juicio tan legítimo como el del sacerdote, que aprecia en ella la «palabra de Dios», o que la crítica, que la trata como un monumento de la civilización hebrea. Porque nosotros manejamos las cosas según nuestro agrado y nuestro capricho; usamos de ellas como queremos, o, más exactamente, como podemos. ¿De dónde proviene el que los sacerdotes pongan el grito en el cielo cuando ven a Hegel y a los teólogos especulativos extraer de la Biblia pensamientos especulativos? De que ellos mismos tratan esos textos a su gusto y «hacen de ellos un uso arbitrario». Pero, como todos nosotros nos comportamos arbitrariamente en nuestro trato con los objetos, esto es, hacemos con ellos lo que nos place (nada place más al filósofo que encontrar una «idea» en todo, así como al hombre piadoso le gusta hacerse amigo de Dios en todas las cosas, etc., por ejemplo a través de la veneración de la Biblia); así es que no encontramos en ninguna parte una tiranía tan pesada, tantas violencias terribles y opresión estúpida como en el dominio de nuestra propia arbitrariedad. Pero si actuamos como queremos, haciendo esto o aquello de los objetos sagrados, ¿cómo podríamos reprocharle a la clerecía que también ella proceda como le gusta, y echarle en cara el que nos juzgue a su manera, es decir, como dignos de la hoguera o de algún otro castigo, como el de la censura, por ejemplo? De acuerdo a lo que un hombre es, son las cosas a sus ojos; «el mundo te ve con los mismos ojos que tú lo contemplas». De aquí surge, inmediatamente, este sabio consejo: debes mirarlo sólo con ojos «justos e imparciales». ¡Cómo si un niño no mirase a la Biblia con justicia e imparcialidad cuando hace de ella un juguete! Feuerbach, entre otros, nos da ese prudente consejo. Ver las cosas justamente, es, sencillamente, hacer de ellas lo que se quiere (por cosas, entiendo aquí todos los objetos en general: Dios, nuestros compañeros en humanidad, una querida, un libro, un animal, etc.); lo que debe ponerse en primera línea no son las cosas y su aspecto, sino Yo y mi voluntad. Se quiere extraer pensamientos de las cosas, se quiere descubrir razón en el mundo, y allí se quiere encontrar santidad: el resultado es que todo eso se encuentra: «¡Buscad y encontraréis!» Lo que yo quiero buscar soy yo quien lo determino. Si quiero buscar en la Biblia material edificante, lo encontraré; si quiero leerla y examinarla a fondo, resultará para mí en un conocimiento y una crítica profundas, según mis fuerzas. Escojo lo que responde a mis intenciones, y por el hecho mismo de que escojo, pruebo mí arbitrariedad. De esto nace la consideración de que todo juicio que formo sobre un objeto es la obra, la creación de mi voluntad, estoy por eso de nuevo advertido de no perderme en la criatura, que es mi juicio, sino quedar siendo el creador que juzga y que siempre crea de nuevo. Todos los predicados de los objetos son mis afirmaciones, mis juicios, mis criaturas. Si quieren apartarse de mí y llegar a ser alguna cosa por sí mismos o imponérseme en lo más pequeño; no tengo nada más urgente que hacer que volverlos a su nada, es decir a Mi, su creador. Dios, Jesucristo, la Moralidad, el Bien, etc., son de esas criaturas, de las que no debo sólo permitirme decir que son verdades, sino que también debo permitirme decir exactamente que son ilusiones. Si yo, en un momento dado, he querido y decretado su existencia, es preciso que igualmente pueda, en otro momento, querer y decretar su no existencia. Yo no puedo dejarlos crecer por encima de mí. No puedo tener la debilidad de dejarlos hacerse algo «absoluto», lo que los sustraería a mí poder y me privaría de decidir soberanamente su suerte. Caería así bajo el yugo del principio de estabilidad, del principio vital por excelencia de la religión, que toma muy seriamente el crear «santuarios inviolables», «verdades eternas», en una palabra crear «objetos sacrosantos», despojando a cada uno de lo que le es propio. El objeto nos convierte en poseídos; esta influencia la ejerce tanto cuando se presenta a nosotros bajo una forma sagrada como bajo una forma no sagrada, y tanto como objeto suprasensible como objeto sensible. Al objeto, cualquiera que sea, nosotros respondemos con un deseo. La avaricia y el deseo de entrar al «Paraíso» se encuentran en el mismo nivel Cuando los ilustrados querían ganar a los hombres para el mundo sensible, Levater[197] predicaba el apetito de lo invisible. Un partido quiere conmover, el otro mover. Cada cual se forma de los objetos una idea particular: Dios, Jesucristo, el mundo, etc., han sido y serán concebidos de las maneras más diversas. Cada cual en eso es heterodoxo, y han sido necesarias guerras sangrientas, para que puntos de vista opuestos sobre un mismo objeto no acabasen por ser juzgados como herejías que merecían la muerte. Los heterodoxos se toleran. Pero, ¿por qué limitarme a pensar de otro modo acerca de una cosa, por qué no llevar la heterodoxia a sus últimos límites y no pensar ya nada de esa cosa, suprimirla de mi pensamiento? Eso sería el fin de toda interpretación, porque nada tendría ya que interpretar. ¿Por qué decir «Dios no es Brahma, no es Jehová, no es Alá, pero es Dios», y no decir «Dios no es más que una ilusión»? ¿Por qué se me infama cuando soy un «negador de Dios»? Porque se pone a la criatura por encima del Creador, («...dando culto a la criatura antes que al Creador»)[198], y se tiene la necesidad de que un objeto reine, para que el sujeto sirva humildemente. Yo debo encerrarme bajo lo absoluto, es mi deber. Con el reino de los pensamientos, el cristianismo ha llegado a su plenitud; el pensamiento es esa interioridad en la que se extinguen todas las luces del mundo, en la que toda existencia se hace inexistente y en la que el hombre interior (el cerebro, el corazón) viene a ser Todo en Todo. Ese reino de los pensamientos espera su libertad; espera, como la Esfinge, que Edipo resuelva el enigma y le permita entrar en la muerte. Yo soy su destructor, porque en mi reino, en el reino del creador, ya no pueden formarse reinos propios y Estados dentro del Estado: es una creación de mi creativa ausencia de pensamientos. El mundo cristiano, el cristianismo y la religión en general, sólo perecerán con la muerte del pensamiento; cuando desaparezcan los pensamientos, los creyentes dejarán de existir. Para el pensante, pensar es una labor sublime, una actividad sagrada y reposa en una fe sólida, la fe en la verdad. Primero, la oración fue una actividad santa: luego ese santo recogimiento se convirtió en un «pensar» racional y razonador que, sin embargo, conservó también como base la inquebrantable fe de la verdad sagrada y no siendo más que una máquina maravillosa que el Espíritu de la verdad dispuso para su servicio. El pensamiento libre y la ciencia libre me ocupan (porque no soy Yo quien soy libre y quien me ocupo, sino el pensamiento) del cielo y de lo celeste o divino; mejor dicho en realidad, del mundo y de lo mundano, con la reserva de que este mundo ha venido a ser otro: el mundo ha sufrido sencillamente una mudanza, una enajenación, y Yo me ocupo de su esencia, lo que constituye otra enajenación. Quien piensa es ciego a las cosas que lo rodean, e inepto para apropiarse de ellas; no come, ni bebe, ni goza, porque comer y beber jamás es pensar. Descuida todo, su vida, su conservación, etc., por pensar. Lo olvida, como lo olvida quien reza. Así, el vigoroso hijo de la Naturaleza lo ve como un cerebro desarreglado, como un loco, aun cuando lo tenga por un santo; así, los antiguos tenían a los frenéticos por sagrados. El pensamiento libre es un frenesí, una locura, puesto que es un puro movimiento de la interioridad, del hombre meramente interior que domina el resto del hombre, el mongol. El chamán y el filósofo luchan contra los aparecidos, los demonios, los espíritus, los dioses. Radicalmente diferente del pensamiento libre es el pensamiento que me es propio, el pensamiento que no me domina, sino al que Yo domino, del tengo sus riendas y al que lanzo o retengo a mi agrado. Este pensamiento propio difiere tanto del pensamiento libre, como difiere la sensualidad que Yo tengo en mi poder, y que satisfago si me place y como me place, de la sensualidad libre y sin bridas, a la cual sucumbo. Feuerbach, en sus «Principios de la Filosofía del futuro» (Grundsätzen der Philosophie der Zukunft), vuelve siempre al Ser. A pesar de toda su hostilidad contra Hegel y la filosofía de lo absoluto, se hunde hasta el cuello en la abstracción, porque el Ser es una abstracción, del mismo modo que «El Yo». Solamente Yo no soy puramente una abstracción, Yo soy Todo en Todo, por consiguiente soy hasta abstracción y nada, soy todo y nada. Yo no soy un simple pensamiento, pero estoy lleno, entre otras cosas, de pensamientos; soy un mundo de pensamientos. Hegel condena todo lo que me es propio, mi hacienda y mi consejo privados. El pensamiento absoluto es aquel que pierde de vista que se trata de mi pensamiento, el que Yo pienso y que sólo existe por Mí. En cuanto soy Yo, devoro lo que es mío, soy su dueño; el pensamiento no es más que mi opinión, opinión que puedo cambiar a cada momento, es decir, aniquilarla, retornarla a Mí y consumirla. Feuerbach quiere demoler el pensamiento absoluto de Hegel con el Ser insuperado. Pero el Ser no es menos superado por Mí que el pensamiento: aquél es mí Yo soy, como éste es mí Yo pienso. Con esto, Feuerbach sólo demuestra la tesis, en sí trivial, de que Yo tengo necesidad de los sentidos o que no puedo prescindir de esos órganos. Por supuesto que no puedo pensar si no soy un ser sensible, sólo que, tanto para el pensamiento como para la sensación, tanto para lo abstracto como para lo concreto, tengo ante todo necesidad de Mí, y cuando hablo de Mí, entiendo ese Yo perfectamente determinado que soy Yo, el Único. Si Yo no fuera Fulano, si no fuera Hegel, por ejemplo, no contemplaría el mundo como lo contemplo, no encontraría el sistema filosófico que, siendo Hegel, encuentro, etc. Tendría sentidos como cualquiera los tiene, pero no los emplearía como lo hago. Feuerbach le reprocha a Hegel abusar de la lengua[199] desviando una multitud de palabras de la acepción natural que les atribuye la conciencia; él mismo comete, sin embargo, la misma falta cuando da a la palabra «sensible» (sinnlich) un sentido tan eminente como inusitado. Así declara, p. 69, que «lo sensible no es lo profano, lo irreflexivo, lo patente, lo que se percibe a primera vista». Pero si lo sensible es lo sagrado, lo reflexivo, lo escondido, si es lo que no se comprende más que a fuerza de reflexión, no es lo que acostumbramos a llamar lo sensible. Lo sensible no es más que lo que existe para los sentidos; pero aquello de lo que sólo pueden gozar los que gozan más allá de los sentidos y superan al goce o a la concepción sensibles, tienen cuando menos a los sentidos por intermediarios, por vehículos; es decir, que los sentidos son la condición de su obtención, pero de algo que ya no es nada sensible. Lo sensible, cualquiera que sea, cesa de ser sensible al penetrar en mí, aunque pueda de nuevo tener efectos sensibles tales como, por ejemplo, excitar mis pasiones y hacer hervir mi sangre. Feuerbach rehabilita los sentidos lo que está muy bien; pero no sabe más que disfrazar el materialismo de su «filosofía nueva» con los harapos que hasta el presente eran propiedad de la «filosofía de lo absoluto». Así como las personas ya no creen que se pueda vivir de lo «espiritual», sin pan, tampoco se dejarán ya persuadir de que basta ser sensible para serlo todo, espiritual, inteligente, etc. El Ser no justifica nada. Lo pensado es tanto como lo no pensado; la piedra de la calle es y mi representación de ella también es; la piedra y su representación ocupan simplemente espacios diferentes, estando una en el aire y otra en mi cabeza, en Mí: porque Yo soy un espacio, al igual que la calle. Los miembros de una corporación o los privilegiados no toleran ninguna libertad de pensar, es decir, ningún pensamiento que no venga del dispensador de todo bien, ya se lo llame Dios, Papa, Iglesia o no importa quién. Si alguno de ellos alimenta pensamientos ilegítimos, debe decirlos al oído de su Confesor y dejarse imponer por él penitencias y mortificaciones hasta que en esos libres pensamientos el látigo de la esclavitud se haga intolerable. El espíritu de cuerpo, por otra parte, ha recurrido incluso a otros procedimientos a fin de que los pensamientos libres no salgan del todo a la luz; en primer lugar, se recurre a una educación apropiada. Quien se ha impregnado convenientemente de los principios de la moral no queda jamás libre de pensamientos morales; el robo, el perjurio, el engaño, etc. siguen siendo para él ideas fijas contra las cuales ninguna libertad de pensamiento puede protegerlo. Tiene los pensamientos que le vienen de lo alto y se atiene a ellos. No sucede lo mismo con los Concesionarios o Autorizados. Según ellos, cada uno debe ser libre de tener y de formarse los pensamientos que quiera. Si tiene la patente, la concesión de una facultad de pensar, no le hace falta un privilegio especial. Como todos los hombres están dotados de razón, cada cual es libre de que se le ocurra cualquier pensamiento y de amontonar según el grado de sus capacidades naturales una riqueza más o menos grande de sus pensamientos. Y se los exhorta a respetar todas las opiniones y todas las convicciones, se afirma que toda convicción es legítima, que se debe mostrar tolerancia con las opiniones de los demás, etc. Pero vuestros pensamientos no son mis pensamientos y vuestros caminos no son mis caminos, o más bien, es lo contrario lo que quiero decir: Vuestros pensamientos son mis pensamientos, de los que yo hago lo que quiero y lo que puedo, y los derribo despiadadamente: son mi propiedad, a la que, si me agrada, Yo aniquilo. No espero la autorización de ustedes para henchir de aire o deshacer las bolas de jabón de sus pensamientos. Poco me importa que también llamen suyos a esos pensamientos; no por eso dejarán de seguir siendo míos. Mi actitud respecto a ellos es asunto mío y no un permiso que me arrogo. Puede agradarme dejarlos con sus pensamientos y me callaré. ¿Creen acaso que los pensamientos son como pájaros y revolotean tan libremente que cada cual no tenga más que atrapar uno para poder prevalerse después de él contra Mí, como si fuera de su propiedad? No. Todo lo que vuela es mío. ¿Creen tener sus pensamientos para ustedes y no tener que responder de ellos ante nadie, o, como dicen, no tener que dar cuenta de ellos más que a Dios? Nada de eso; sus pensamientos, grandes o pequeños, me pertenecen y los utilizo a mi antojo. El pensamiento no me es propio más que cuando no tengo escrúpulos de ponerlo en peligro de muerte y no tengo que temer su pérdida como si fuera una pérdida para mí, una caducidad. El pensamiento solamente es mío cuando soy Yo quien lo subyugo y él no puede nunca uncirme a su yugo, fanatizarme ni hacer de mí el instrumento de su realización. Entonces, la libertad de pensar existe cuando Yo puedo tener todos los pensamientos posibles; pero los pensamientos llegan a ser mí propiedad sólo perdiendo el poder de hacerse mis amos. En tanto que el pensamiento es libre, son los pensamientos (las ideas) los que reinan; pero si llego a hacer de estos últimos mi propiedad, se comportan como mis criaturas. Si la jerarquía no estuviera tan profundamente arraigada en el corazón del hombre, hasta el punto que lo desanima a buscar pensamientos libres, es decir, quizás desagradables a Dios, la libertad de pensamiento sería una expresión tan carente de sentido como lo es, por ejemplo, la libertad de digerir. Las personas que pertenecen a una confesión, son del parecer que el pensamiento me es dado; según los librepensadores, soy Yo el que busco el pensamiento. Para los primeros, la verdad está ya descubierta y existe; Yo sólo tengo que acusar recibo de ella al donante que me hace la gracia de concedérmela; para los segundos, la verdad está por buscar, es un objeto colocado en el futuro y hacia el que debo tender. Tanto para unos como para los otros, la verdad (el pensamiento verdadero) está fuera de Mí y me esfuerzo en obtenerla, ya sea como un presente (la gracia), ya sea como una ganancia (mérito personal). Luego: Io. La verdad es un privilegio. 2o. No, el camino que conduce a ella está disponible para todos; ni la Biblia, ni el Santo Padre, ni la Iglesia están en posesión de la verdad, pero se la puede poseer a través de la especulación. Unos y otros, como se ve, carecen de propiedad en materia de verdad. No pueden retenerla más que a título de feudo (porque el Santo Padre, por ejemplo, no es un individuo en cuanto Único, es un tal Sixto, un tal Clemente, etc. y en cuanto Sixto o Clemente no posee la verdad. Si es su depositario, es como Santo Padre, es decir, como Espíritu), o tenerla por ideal. Si es un feudo, está reservada a un pequeño número (privilegiados); si es un ideal, es para todos (autorizados). La libertad de pensar tiene, pues, el sentido siguiente: todos erramos en la oscuridad por los caminos del error, pero cada cual puede acercarse a la verdad por esas sendas, y entonces está en el camino recto (todos los caminos llevan a Roma, al fin del mundo, etc.). La libertad de pensar implica, por consiguiente, que la verdad del pensamiento no me es propia, porque si lo fuera, ¿cómo se me querría excluir de ella? El pensar ha venido a ser enteramente libre, y ha codificado una multitud de verdades a las que Yo debo someterme. Intenta completarse por un sistema y elevarse a la altura de una constitución absoluta. En el Estado, por ejemplo, persigue la idea hasta que haya instaurado el Estado racional; y en el hombre (la antropología) hasta que haya descubierto al Hombre. Quien piensa sólo difiere del creyente en que cree más que este último, el cual piensa, en cambio, mucho menos en su fe (artículos de fe). Quien piensa recurre a mil dogmas allí donde el creyente se contenta con algunos; pero los relaciona y considera esta relación como la medida de su valor. Y si alguno de éstos no se ajusta al presupuesto, entonces es desechado. Los aforismos queridos a los pensadores son equivalentes a los que gustan a los creyentes: en lugar de «si eso viene de Dios, no lo destruirán», dicen: «si eso viene de la Verdad, es verdadero»; en vez de «¡rindan homenaje a Dios!», «¡rindan homenaje a la Verdad!». Pero a Mí poco me importa quién sea el vencedor, Dios o la Verdad; lo que quiero es vencer Yo. ¿Cómo se puede imaginar una libertad ilimitada en el Estado o en la sociedad? El Estado puede, sí, proteger a uno contra otro, pero no puede dejarse poner a sí mismo en peligro por una libertad ilimitada, por la llamada licencia desenfrenada. El Estado, al proclamar la libertad de la enseñanza, proclama simplemente que cualquiera que enseñe como lo quiere el Estado, o más exactamente, como lo quiere el poder del Estado, está en su derecho. La competencia está igualmente sometida a ese «como lo quiere el Estado»; si el clero, por ejemplo, no quiere lo mismo que el Estado, se excluye él mismo de la competencia (véase lo que ha pasado en Francia). Los límites que necesariamente pone el Estado a toda competencia, se llaman vigilancia y alta dirección del Estado. Por el hecho mismo de mantener la libertad de la enseñanza en los límites convenientes, el Estado consigue su objeto en la libertad de pensar, porque las personas por, lo general, no piensan más allá que lo que sus maestros han pensado. Presten atención a lo que dice el Ministro Guizot[200]: «La gran dificultad de nuestro tiempo es la dirección del gobierno de los espíritus... ustedes lo saben bien y el clero mismo lo sabe, ese gran templo espiritual no puede bastar hoy para tan gran destino. Es de la Universidad que debe esperarse este gran servicio, y no fallará en prestarlo. Nosotros, el gobierno, tenemos el deber de apoyarla en eso. La Carta quiere la libertad de pensamiento y de conciencia». El catolicismo llama al candidato al foro de la Iglesia y el protestantismo al del cristianismo bíblico. El progreso realizado sería aun bastante pequeño si se citase ante el tribunal de la Razón, como lo quiere A. Ruge[201]; que la autoridad sagrada sea la Iglesia, la Biblia o la Razón (a la que ya apelaban, por otra parte, Lutero y Huss), no implica ninguna diferencia esencial. La «cuestión de nuestro tiempo» no será soluble en tanto que se la plantee así: ¿Es legítima cualquier generalidad o sólo la individualidad? ¿Es la generalidad (Estado, Leyes, Costumbres, Moralidad, etcétera), o la individualidad la que autoriza? El problema se resuelve únicamente cuando uno ya no se preocupa de una autorización ni se hace ya simplemente la guerra a los privilegios. Una libertad de enseñanza racional que no reconozca más que la «conciencia de la razón»[202] no nos conduce a nuestra meta; tenemos mayor necesidad de una libertad de enseñanza egoísta, que se pliegue a toda individualidad, por la que Yo pueda hacerme comprensible, y explayarme sin que nada me lo impida. Que Yo me haga inteligible, la razón es sólo eso, aún si me comporto de modo irracional; si me hago comprender y si me comprendo Yo mismo, los demás gozarán de Mí como Yo gozo, y me consumirán como Yo me consumo. ¿Qué se ganaría con ver hoy al Yo razonable libre, como lo fue en otro tiempo el Yo creyente, el Yo legal, el Yo moral, etc.? Esa libertad, ¿es mi libertad? Si Yo soy libre en tanto Yo razonable, entonces es lo razonable o la razón lo que es libre en mí, y esa libertad de la razón o libertad del pensamiento ha sido siempre el ideal del mundo cristiano. Se quería liberar el pensamiento — y como hemos dicho, la creencia también es pensar y el pensar es creencia. Los pensadores y los creyentes, así como también los racionales, serían libres, para los demás, la libertad sería imposible. Pero la libertad de los que piensan es la libertad de los hijos de Dios, es la más despiadada jerarquía o dominación del pensamiento, porque Yo soy sometido al pensamiento. Si los pensamientos son libres, Yo estoy dominado por ellos, no tengo sobre ellos ningún poder y soy su esclavo. Pero Yo quiero gozar del pensamiento, quiero estar lleno de pensamientos y sin embargo, liberado de los pensamientos, Yo me quiero libre de pensamientos, en lugar de ser libre de pensar. Para hacerme comprender y para comunicarme con los demás, Yo no puedo utilizar más que medios humanos, medios de los que dispongo porque, como ellos, soy hombre. Y en realidad, en cuanto hombre, Yo no tengo más que pensamientos, mientras que en cuanto Yo, carezco, además, de pensamientos. Si uno no se puede apartar de un pensamiento, no se es nada más que hombre, un esclavo del lenguaje, esa producción de los hombres, ese tesoro de pensamientos humanos. La lengua o la palabra ejercen sobre nosotros la más espantosa tiranía, porque conducen contra nosotros todo un ejército de ideas obsesivas. Si uno se observa a sí mismo en el acto de reflexionar, en este preciso instante, descubrirá que sólo progresa abandonando todo pensamiento y discurso. No es sólo durante tu sueño cuando careces de pensamiento y de palabras; careces de ellos en las más profundas meditaciones e incluso es justamente entonces cuando más careces de ellos. Y no es más que por esa ausencia de pensamientos, por esa libertad de pensar desconocida o libertad frente al pensar, por lo que Tú te perteneces. Sólo gracias a ella llegarás a usar del lenguaje como de tu propiedad. Si el pensar no es mi pensar, no es más que el devanar de una madeja de pensamientos, es entonces una tarea de esclavo, de esclavo de las palabras. El origen de mi pensar no es mi pensamiento, soy Yo; también soy Yo igualmente su objeto y todo su curso no es más que el curso de mi goce y de Mí. El origen del pensar absoluto o libre es, por el contrario, el pensar libre mismo, y se deforma, remontando este origen a la abstracción más externa (por ejemplo, el Ser). Cuando se tiene el cabo de esta abstracción o de este pensamiento inicial, no queda más que tirar del hilo para que toda la madeja se devane. El pensar absoluto es asunto del Espíritu humano; y éste es un Espíritu santo. Así, ese pensar es asunto de los sacerdotes; sólo ellos tienen su inteligencia y tienen el sentido de los intereses supremos de la humanidad, del Espíritu. Las verdades son para el creyente una cosa hecha. Para el librepensador son una cosa que aún tiene que hacerse. Por desembarazado que esté el pensar absoluto de toda credulidad, su escepticismo tiene límites y le queda la fe en la Verdad, en el Espíritu, en la Idea y en su victoria final; no peca contra el Espíritu Santo. Pero todo pensar que no peca contra el Espíritu Santo no es más que una fe en los espíritus y en los fantasmas. Yo no puedo deshacerme más del pensamiento que de la sensación, ni de la actividad del espíritu que de la actividad de los sentidos. Lo mismo que el sentir es nuestra visión de las cosas, el pensar es nuestra visión de las esencias (pensamientos). Las esencias existen en todo lo que es sensible, y particularmente en el verbo. El poder de las palabras sucede al poder de las cosas; primero, se está obligado por los azotes, más tarde, por la convicción. El poder de las cosas sobrepasa nuestro valor, nuestro ingenio; contra el poder de una convicción, y por tanto de una palabra, los potros y el patíbulo pierden su superioridad y su fuerza. Los hombres de convicciones son sacerdotes que resisten a los lazos de Satán. El Cristianismo ha quitado a las cosas de este mundo su irresistibilidad dejándonos libres de su dependencia. Yo hago lo mismo respecto de las verdades y de su poder, me elevo por encima de ellas, soy supraverdadero como soy suprasensible. Las verdades me son tan indiferentes, tan banales, como las cosas; no me atraen ni me entusiasman. No hay una verdad, ya sea el derecho, la libertad, la humanidad, etc., que tenga una existencia independiente de mí y ante la cual yo me incline. Son palabras y nada más que palabras, como para el cristiano las cosas no son más que «vanidades». En las palabras y en las verdades (cada palabra es una verdad y, como Hegel sostiene, no es posible decir una mentira) no hay salvación para mi, ni más ni menos que no hay salvación para los cristianos en las cosas y en las vanidades. Lo mismo que las riquezas de este mundo, las verdades no pueden hacerme feliz. El tentador ya no es Satán, es el Espíritu, y este no seduce por medio de las riquezas de este mundo, sino por sus pensamientos, por el «resplandor de la idea». Después de los bienes de este mundo, todos los bienes también deben ser despreciados. Las verdades son frases, expresiones, palabras (logos); unidas las unas a las otras, enhebradas de extremo a extremo y ordenadas en líneas, esas palabras forman la lógica, la ciencia, la filosofía. Yo empleo las verdades y las palabras para pensar y para hablar, como empleo los alimentos para comer; sin ellas y sin ellos no puedo pensar, ni hablar, ni comer. Las verdades son los pensamientos de los hombres traducidos en palabras y por ello no existen más que para el espíritu o el pensar. Son producciones de los hombres y de las criaturas humanas; si se hace de ellas revelaciones divinas, se me hacen extrañas y aunque sean mis propias criaturas, se alejan de Mí inmediatamente después del acto de la creación. El hombre cristiano es el que tiene fe en el pensamiento, el que cree en la soberanía de los pensamientos y quiere hacer reinar ciertos pensamientos que él llama principios. Muchos hay, es cierto, que hacen sufrir a los pensamientos una prueba previa, y no eligen ninguno por señor sin crítica, pero recuerdan con ello al perro que olfatea a las personas para reconocer a su dueño; se dirigen siempre a los pensamientos dominantes. El cristiano puede reformar y trastornar indefinidamente las ideas que dominan desde hace siglos, puede hasta destruirlas, pero será siempre para tender hacia un nuevo principio o un nuevo señor; siempre erigirá una verdad más elevada o más profunda, siempre fundará un culto, siempre proclamará un espíritu llamado a la soberanía y establecerá una ley para todos. En tanto quede una sola verdad a la que el hombre deba consagrar su vida y sus fuerzas porque es hombre, el Yo estará avasallado por una regla, por una dominación, por una ley, etc., será siervo. El hombre, la humanidad, la libertad, pertenecen a ese género de verdades. Se puede decir, por el contrario: si quieres continuar ocupándote en pensamientos, sólo de ti depende; debes saber únicamente que si quieres conseguir algo considerable, hay una multitud de problemas difíciles a resolver, y si no los superas, no llegarás lejos. Para ti, ocuparte en pensamientos no es un deber o una vocación; si, no obstante, quieres ocuparte de ellos, harás bien en aprovechar las fuerzas gastadas por los demás para mover esos pesados objetos. Así, pues, quien quiere pensar, se impone por ello mismo, consciente o inconscientemente, una tarea; pero nada le obliga a aceptar esta tarea. Se puede decir: Tú no vas bastante lejos, tu curiosidad es limitada y tímida, no vas al fondo de las cosas; en suma, no te haces completamente su dueño; pero, por otra parte, por lejos que hayas llegado, estarás siempre al final de la tarea; ninguna vocación te llama a ir más lejos y eres libre de hacer lo que quieras o lo que puedas. Ocurre con el pensamiento como con cualquier otra tarea: puedes abandonarlo cuando te venga en gana. Igualmente, cuando no puedes ya creer una cosa, no tienes que esforzarte en creerla y en continuar ocupándote de ella como de un santo artículo de fe, a la manera de los teólogos o de los filósofos; audazmente puedes desviar de ella tu interés, y darle la despedida. Los espíritus sacerdotales seguramente considerarán ese desinterés como pereza de espíritu, irreflexión, apatía, etc., no te preocupes por esas necedades. Nada, ningún interés supremo de la humanidad, ninguna causa sagrada vale que Tú la sirvas y te ocupes de ella por amor de ella; no le busques otro valor que en lo que vale para Ti. Recuerda por tu conducta la palabra bíblica: «Sed como niños»; los niños no tienen intereses sagrados ni tienen ninguna idea de una buena causa. El pensar no puede cesar así como no puede acabar el sentir. Pero el poder de los pensamientos y de las ideas, la dominación de las teorías y de los principios, el imperio del Espíritu, en una palabra, la jerarquía, durará tanto tiempo como los sacerdotes tengan la palabra, los sacerdotes, es decir, los teólogos, los filósofos, los hombres de Estado, los filisteos, los liberales, los maestros de escuela, los criados, los padres, los hijos, los esposos, Proudhon[203], George Sand, Bluntschli, etc., etc. La jerarquía durará tanto como se crea en los principios; tanto como se piense en ellos y aunque se los critique; porque la crítica, incluso la más corrosiva, la que arruina todos los principios admitidos, aún cree en definitiva en un principio. Cada cual critica, pero el criterio difiere. Se busca el verdadero criterio. Ese criterio es la hipótesis primera. El crítico parte de un axioma, de una verdad, de una creencia; ésta no es una creación del crítico, sino del dogmático; de ordinario, sencillamente se toma tal cual es a la cultura del tiempo; así, por ejemplo, la libertad, la humanidad, etcétera. No es el crítico quien ha descubierto al Hombre; el Hombre ha sido sólidamente establecido como verdad por el dogmático, y el crítico, que puede, por otra parte, ser la misma persona, cree en esa verdad, en ese artículo de fe. En esta fe y poseído por esta fe, el critica. El secreto de la crítica es una verdad; tal es el arcano de su fuerza. Pero Yo distingo entre la crítica servil y la crítica propia o egoísta. Si critico partiendo de la hipótesis de un Ser supremo, mi crítica sirve a ese ser y se ejerce en su favor; si estoy poseído de la fe de un Estado libre, yo critico todo lo que se refiere a ella desde el punto de vista de su concordancia, de su conveniencia, para el Estado libre, porque Yo amo ese Estado; si soy un crítico piadoso, todo se dividirá para mí en dos clases: lo divino y lo diabólico; la naturaleza entera está hecha a mis ojos de huellas de Dios o de huellas del diablo (de ahí los lugares llamados Don de Dios (Gottesgabe); Montaña de Dios (Gottesberg); Silla del Diablo (*Teufelskanzel*), etc.), los hombres se dividirán en fieles e infieles, etc.; si el crítico cree en el Hombre, empezará por colocarlo todo bajo las rúbricas Hombres y no Hombres, etc. La crítica ha seguido siendo hasta el presente una obra del amor, porque la hemos ejercido en todo tiempo por amor de uno o de otro ser. Toda crítica oficiosa es un producto del amor, una posesión, y obedece al precepto del Nuevo Testamento: «Probadlo todo y retened lo que es bueno».[204] Lo «bueno» es la piedra de toque, el criterio. Lo bueno, bajo mil nombres y mil formas diferentes, ha sido siempre la hipótesis, el punto de apoyo dogmático de la crítica, la idea fija. El crítico presume ingenuamente la verdad al ponerse a la obra, y la busca, convencido de que está todavía por encontrar. Quiere descubrir la verdad, y tiene en ella ese bien del que hablábamos. La hipótesis, la suposición, no es más que el hecho de sentar un pensamiento o de pensar cierta cosa, previamente a cualquier otra: partiendo de lo pensado, se pensará después todo lo demás, es decir, se mediará y se criticará según lo pensado. En otros términos: esto equivale a decir que el pensar debe empezar con algo ya pensado. Si el pensamiento «comenzara», en lugar de «ser comenzado», si el pensamiento fuera un sujeto, una personalidad activa por sí misma, entonces, ciertamente, no sería necesario abandonar el principio según el cual el pensamiento debe comenzar con sí mismo. Pero es precisamente la personificación del espíritu lo que produce todos esos errores. Los hegelianos se expresan siempre como si el pensar pensase y obrase; hacen de él el Espíritu que piensa, esto es, el pensar personificado, el pensar hecho fantasma. El liberalismo crítico, por su parte, les dirá: la crítica hace esto o aquello, o bien: la conciencia juzga de tal o cual manera. Pero si ustedes consideran activa a la crítica, mi pensamiento debe ser su antecedente. El pensar y la crítica, para ser por sí mismos activos, tendrían que ser la hipótesis misma de su actividad, puesto que no pueden ser actividad sin ser. Y el pensar, en cuanto supuesto, es un pensamiento fijo, un dogma; resulta de esto que el pensar y la crítica no pueden surgir más que de un dogma, es decir, de un pensamiento, de una idea fija, de una hipótesis. Con ello volvemos a lo que hemos dicho ya anteriormente, de que el Cristianismo consiste en el desarrollo de un mundo de pensamientos, o que es la verdadera libertad de pensamiento, el pensamiento libre, el libre Espíritu. La verdadera crítica, que yo he llamado servil, es igual y por la misma razón la libre crítica, porque no es mi propiedad. Muy distinto es cuando lo tuyo no se convierte en algo para sí, no se personifica, no se hace un espíritu independiente de Ti. Tu pensar no tiene por hipótesis el pensar, sino a tí mismo. Así, pues, ¿te has supuesto Tú? Sí, pero no es a Mí a quien me supongo, es a mí pensar. Mi Yo es anterior a mi pensar. Se sigue de aquí que ningún pensamiento precede a mí pensar, o que mí pensar no tiene hipótesis. Porque si Yo soy un supuesto con relación a mi pensar, este supuesto no es la obra del pensar, no es un sub-pensamiento, sino que es la posición misma del pensar y su poseedor; ello prueba simplemente que el pensar no es más que una propiedad, es decir, que no existe ni pensar en sí, ni espíritu pensante. Esta inversión de la manera habitual de considerar las cosas, podría parecer un juego de manos con abstracciones, tan vano, que aquellas mismas contra las cuales va dirigido, no arriesgarían nada en prestarse a ese inofensivo cambio, pero las consecuencias prácticas que de ello se derivan son graves. La conclusión que extraigo de ello es que el Hombre no es la medida de todo, sino que Yo soy esa medida. El crítico servil mira a otro ser distinto a él mismo, a una idea a la que quiere servir; así no hace más que sacrificar falsos ídolos a su Dios. Lo que hace por el amor de ese ser, no es más que una obra de amor. Pero Yo, cuando critico, no miro solamente a mi objeto; obtengo, aparte de eso, un placer, me divierto según mi gusto, según me conviene. Mastico la cosa o me limito a olería. La diferencia entre estas dos actitudes se vuelve todavía más evidente si advertimos que el crítico servil, en cuanto lo guía el amor, supone que esta sirviendo a la cosa (la causa) misma. No se quiere abandonar la «Verdad», sino buscarla. ¿No es ella el «ser supremo»? A la «verdadera crítica» no le quedará ya más que arrojarse al agua si llegase a perder la fe en la verdad. Y, sin embargo, la verdad no es más que un pensamiento; pero no es «un» pensamiento nada más, es el pensamiento que se cierne por encima de todos los pensamientos, es el pensamiento irrecusable, es el Pensamiento mismo, el que santifica a todos los demás, la consagración de los pensamientos, el Pensamiento «absoluto», el Pensamiento «sagrado». La verdad se mantiene firme cuando todos los dioses se van, porque se han derribado a los dioses y finalmente a Dios sólo para servirla y por amor a ella. «La Verdad» continúa resplandeciendo cuando el mundo de los dioses vuelve a entrar en la sombra, porque ella es el alma inmortal de este mundo perecedero de dioses: ella es la divinidad misma. Yo quiero responder a la pregunta de Pilato: «¿Qué es la Verdad?» La verdad es el pensamiento libre, la idea libre, el espíritu libre; la verdad es lo que es libre con relación a ti, lo que no es tuyo y no está en tu poder. Pero la verdad es también lo que no tiene existencia por sí mismo, lo que es impersonal, irreal, incorporal; la verdad no puede manifestarse como tú te manifiestas, no puede moverse, ni cambiar, ni desarrollarse; la verdad aguarda y recibe todo de ti y no sería si no fuera por ti, porque no existe más que en tu cabeza. Tú concedes que la verdad es un pensamiento, pero también dices que no todo pensamiento es verdadero; tú dices, para expresarme como tú, que no todo pensamiento es verdadera y realmente un pensamiento. ¿Y en qué reconoces al verdadero pensamiento? ¡En tu impotencia, es decir, en que no tienes ninguna acción sobre él! Cuando te vence, te entusiasma y te arrebata, lo tienes por verdadero. Su dominación sobre ti, es para ti la prueba de su verdad; cuando te violenta y estás poseído por él, estás contento; has encontrado tu dueño y señor. Cuando buscabas la verdad, ¿qué reclamaba tu corazón? Un dueño. Tú no tendías hacia tu poder, sino hacia algo poderoso a lo que pudieses adorar («adorad al Señor por nuestro Dios»). La verdad, mi querido Pilato, es el Señor, y todos los que buscan la verdad, buscan y glorifican al Señor. ¿Dónde está el Señor? ¿Dónde, sino en tu cabeza? El no es más que un espíritu, y por todas partes donde crees descubrirlo, no adviertes más que un fantasma; el Señor no es más que un pensamiento, y sólo el tormento, la angustia del cristiano quiso hacer lo invisible visible y dar un cuerpo al espíritu, que engendraron ese fantasma, y la espantosa miseria que es la creencia en los espectros. En tanto que crees en la verdad, no crees en ti, y eres un siervo, un hombre religioso. Tú sólo eres la verdad, o más bien, eres más que la verdad; porque sin ti, ella no es nada. Sin duda, tú también inquieres la verdad, tú también «criticas»; pero no inquieres por una «verdad superior», es decir, mas elevada que ti y no criticas según el criterio de tal verdad. Te diriges a los pensamientos y a las representaciones como a los fenómenos del mundo exterior, con el fin de conformarlos a tu gusto, de hacértelos agradables y de apropiártelos; tú no quieres más que hacerte dueño de ellos y convertirte en su poseedor; quieres orientarte y sentirte en tu casa, y los encuentras verdaderos o los ves desde su verdadero aspecto cuando ya no se te pueden escapar, cuando no les queda nada no percibido, nada no comprendido, o gozas de ellos y son tu propiedad. Si se hacen sirvientes menos solícitos, si se sustraen de nuevo a tu imperio, esa será la señal de su falsedad, es decir, de tu impotencia. Tu impotencia es su poder, tu humillación es su elevación. Su verdad eres tú, es la nada que tú eres para ellos y en la que se disuelven; tu verdad es su nulidad. Sólo cuando son mi propiedad esos espíritus, las verdades, llegan al reposo; para que sean reales, se necesita que, habiéndoseles quitado su existencia miserable, lleguen a ser mi propiedad y que no se diga ya: la verdad crece, gobierna, triunfa, etc. Jamás la verdad ha triunfado, siempre ha sido el instrumento de mi victoria, como la espada («la espada de la verdad»). La verdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra, un material que yo puedo emplear. Toda verdad es para si misma un cadáver; si vive, es sólo como vive mi pulmón, es decir, según la medida de mi propia vitalidad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña: ¿son buen grano, son cizaña?; sólo yo puedo decidirlo. Los objetos no son para mí más que los materiales que pongo en acción. Donde quiera que poso mi mano atrapo una verdad, a la que transformo a mi gusto. La verdad es cierta para mí, y no tengo ninguna necesidad de desearla. No me propongo ponerme al servicio de la verdad; no es más que un alimento para mi cerebro pensante, como lo son las papas para mi estómago que digiere, o el amigo para mi corazón sociable. Mientras tenga la satisfacción y la fuerza de pensar, toda verdad no me sirve más que para modelarla cuanto me sea posible. La verdad es para mí lo que la mundanidad es para los cristianos: vana y frívola. No por eso existe menos, como continúan existiendo las cosas del mundo aunque el cristiano haya mostrado su nada; pero es vana, porque su valor no está en sí misma sino en Mí. Por sí, carece de valor. La verdad es una criatura. Así como ustedes con su actividad crean innumerables obras, si han cambiado el aspecto de la tierra y edificado por todas partes monumentos humanos; de igual modo, gracias a su pensamiento, ustedes pueden descubrir innumerables verdades, algo de lo que nos alegramos de todo corazón. Pero yo no consentiré nunca en hacerme el esclavo de sus nuevas máquinas, únicamente ayudaré a ponerlas en marcha para mi beneficio. Del mismo modo, entonces, usaré sus verdades sin dejar que ellas me usen en su propio beneficio. Todas las verdades inferiores a mí son bien venidas; pero aquellas verdades que se ponen por encima de mí, aquellas verdades por las cuales debería guiarme, las desconozco. No hay verdad por encima de mí, porque por encima mío no hay nada. ¡Ni mí esencia, ni la esencia del Hombre están por encima de Mí! ¡Sí, de Mí, de esta gota en el mar, de este ser insignificante! Ustedes creen tener una audacia extraordinaria cuando afirman que no hay una verdad absoluta, puesto que dicen que cada época tiene su verdad y que sólo pertenece a ella. ¿Conceden entonces que cada época tuvo su verdad?; pues con eso mismo crean propiamente una verdad absoluta, una verdad que no falta en ninguna época, porque cada una, cualquiera que sea su verdad, tiene una. ¿Basta decir que se ha pensado en todo tiempo y que se han tenido, por consiguiente, diferentes pensamientos y verdades en cada época que en la época precedente? No; se debe decir que cada época tuvo su verdad de fe, y de hecho, no se ha visto ninguna que no reconociese una verdad suprema ante la que no se inclinase como ante la soberana majestad. La verdad de una época es una idea fija; cuando llega un día en que se encuentra otra verdad, no se la descubre sino porque se buscaba una; no se hacía más que reformar su locura y vestirla de nuevo. Porque se quería estar inspirado por una idea, porque se procuraba estar dominado, poseído por un pensamiento. El postrer vástago de esta dinastía es nuestra esencia o el Hombre. Para toda crítica libre, el criterio era un pensamiento; para la crítica propia, egoísta, el criterio soy Yo. Yo el indecible, y por consiguiente, el impensable (porque lo pensado puede siempre expresarse, puesto que palabra y pensamiento coinciden). Es verdadero lo que es mío; es falso aquello que Yo no poseo; es verdadera, por ejemplo, la asociación, son falsos el Estado y la sociedad. La crítica libre y verdadera trabaja por la dominación lógica de un pensamiento, de una idea, de un Espíritu; la crítica propia no trabaja más que por mi deleite. Así se aproxima — y no querríamos ahorrarle esta vergüenza — a la crítica animal del instinto. Sucede conmigo como con el animal; criticando, no veo en mis asuntos más que a Mí y no a ellos. Yo soy el criterio de la Verdad, pero no soy una idea; soy más que una idea, porque excedo de toda fórmula. Mi crítica, frente a mí, no es libre ni es servil a una idea, me es propia. La verdadera crítica o crítica humana no descubre en lo que examina más que la conveniencia de y para el Hombre, el verdadero Hombre; por tu crítica propia, compruebas si el objeto te conviene o no te conviene. La crítica libre se ocupa en ideas; así que siempre es teorética. Cualquiera que sea su rabia contra las ideas, no se desembaraza, sin embargo, de ellas. Se bate contra los fantasmas, pero no puede hacerlo más que teniéndolos por fantasmas. Las ideas a las que ataca no desaparecen enteramente: el soplo del alba no las pone en fuga. El crítico puede, es verdad, llegar a la ataraxia para con las ideas, pero no estará nunca en paz con ellas; es decir, que no comprenderá jamás que no hay nada superior al hombre corporal, ni a su humanidad, ni a la libertad, etc. El se atiene siempre a una «vocación» del hombre, a la «humanidad». Si esta idea de la humanidad queda siempre irrealizada, es precisamente porque queda y debe quedar siendo «idea». Pero si yo concibo, al contrario, la idea como mi idea, entonces se encuentra por el hecho mismo realizada, puesto que yo soy su realidad: su realidad viene de que soy Yo, lo corporal, quien la tiene. Se dice que en la historia universal es donde se realiza la idea de la libertad. Esta idea es, por el contrario, real desde que un hombre la piensa, y es real en la medida en que es idea; es decir, por cuanto yo la pienso o la tengo. No es la idea de libertad la que se desarrolla, sino que son los hombres los que se desarrollan, y que, al desarrollarse, desarrollan también, naturalmente, su pensar. En resumen, el crítico no es todavía propietario, porque combate aún en las ideas a extranjeras poderosas, exactamente como el cristiano no es propietario de sus «malos deseos» por el tiempo que le dedica a defenderse de ellos: para aquel que condena el vicio, el vicio existe. La crítica permanece atascada en la «libertad del entendimiento», en la libertad del espíritu; y el espíritu gana verdaderamente su libertad cuando se llena de la pura, de la verdadera idea; tal es la libertad de pensar, que no puede existir sin pensamientos. La crítica no ha hecho más que combatir una idea con otra; por ejemplo, la del privilegio con la de la humanidad, o la del egoísmo con la del desinterés. En suma, el comienzo del Cristianismo reaparece en su finalización bajo la forma de la crítica, porque tanto aquí como allá el «egoísmo» es el enemigo. No soy Yo, el único, sino la idea, lo general, lo que yo debo hacer valer. La guerra del clero contra el «egoísmo» y de los espirituales contra los mundanos, forma todo el contenido de la historia cristiana. En la crítica contemporánea, esta guerra no hace más que universalizarse y el fanatismo se completa. Es preciso, si, que viva y que exhale su rabia antes de desaparecer. ¿Qué me importa que lo que yo pienso y lo que yo hago sea cristiano, qué sea humano o inhumano, liberal o no liberal? Desde el momento en que eso lleva al fin que yo persigo, desde el momento en que eso me satisface, está bien. Cúbranlo con todos los adjetivos que les agrade, para mí es todo igual. Puede suceder que yo también rompa con los pensamientos que he tenido no hace más que un instante, y puede ser que cambie bruscamente mi manera de proceder; pero no es porque esos pensamientos o esas acciones no sean acordes con el Cristianismo, no es porque ataquen a los eternos derechos del Hombre o sean un bofetada a la idea de la Humanidad, no; es porque no están ya conformes conmigo, es porque ya no obtengo de ellos un goce pleno y porque dudo de mi pensamiento de hace poco o ya no me place actuar como antes lo hacía. Del mismo modo que el mundo al convertirse en mi propiedad, ha venido a ser un material del que Yo hago lo que quiero, el Espíritu, al hacerse mi propiedad, ha de rebajarse a un material ante el que ya no siento el terror de lo sagrado. En adelante no me estremeceré de horror ante ningún pensamiento por temerario o diabólico que parezca, porque, por poco importuno o desagradable que se vuelva para Mí, su fin está en mí poder; y en adelante ya no me detendré temblando ante una acción porque esté impregnada por el espíritu de impiedad, de inmoralidad o de injusticia. No me detendré, como San Bonifacio no se abstuvo por escrúpulo religioso de derribar las encinas sagradas de los paganos. Como las cosas del mundo se han hecho vanas, inevitablemente vanos deben hacerse los pensamientos del Espíritu. Ningún pensamiento es sagrado, porque ningún pensamiento es una devoción; ningún sentimiento es sagrado (no hay sentimiento sagrado de la amistad, del santo amor maternal, etc.), ninguna fe es sagrada. Pensamientos, sentimientos, creencias, son alienables, y son mi propiedad, propiedad irrevocable que yo mismo destruyo, así como yo la genero. El Cristiano puede verse despojado de todas las cosas u objetos, puede perder a las personas más amadas, esos objetos de su amor, sin desesperar por eso de sí mismo; es decir, en el sentido cristiano de su espíritu, de su alma. El propietario puede rechazar lejos de sí todos los pensamientos que eran queridos a su espíritu y encendían su celo; él volverá a ganar mil veces otro tanto; porque él, su creador, subsiste. Inconsciente e involuntariamente, todos tendemos a la individualidad; sería difícil encontrar uno solo entre nosotros que no haya abandonado ningún sentimiento sagrado y roto con algún santo pensamiento o alguna santa creencia: pero no encontraríamos a nadie que no pudiera liberarse aún de uno u otro de sus pensamientos sagrados. Cada vez que atacamos una convicción, partimos de la opinión de que somos capaces de arrojar, por decirlo así, al adversario de las trincheras de su pensamiento. Pero lo que Yo hago inconscientemente, no lo hago más que a medias; así, después de cada victoria sobre una creencia, vuelvo a ser el prisionero (el poseído) de una nueva creencia, que me vuelve a tomar por entero a su servicio. Ella hace de mí un fanático de la razón cuando he cesado de entusiasmarme por la Biblia, o un fanático de la idea de Humanidad cuando dejo de luchar por el Cristianismo. Propietario de mis pensamientos, protegeré, sin duda, mi propiedad bajo mi escudo, exactamente como propietario de las cosas, a nadie dejo quitármelas; pero sonriendo acogeré el término del combate, sonriendo depondré mi escudo sobre el cadáver de mis pensamientos y de mi fe, y sonriendo, vencido triunfaré. Esto es lo gracioso de la cuestión. Cualquiera que tenga «sentimientos sublimes» puede descargar su humor en la insignificancia de los hombres; pero para poder jugar con todos los «grandes pensamientos, los pensamientos sublimes, las nobles inspiraciones y la sagrada fe», requiere que uno se asuma como el dueño de todos ellos. A la sentencia cristiana «todos somos pecadores», yo opongo ésta: «¡Todos somos perfectos!» Porque a cada instante somos todo lo que podemos ser y nunca nada nos obliga a ser más. Como no arrastramos con nosotros ninguna falta, ningún defecto, el pecado no tiene sentido. ¡Muéstrenme algún pecador en un mundo en el que nadie tiene ya que satisfacer nada superior a sí! Si Yo no quiero más que satisfacerme, no satisfaciéndome no peco, puesto que no ofendo en mí mismo ninguna santidad; al contrario, si debo ser piadoso, tengo que satisfacer a Dios; si debo obrar humanamente, tengo que satisfacer a la esencia del Hombre, a la idea de humanidad, etc. A quien el religioso llama pecador, el humanista lo llama egoísta. Pero si, una vez más, no tengo que contentar a nadie: ¿qué es, pues, el Egoísta, ese diablo a la nueva moda que se ha creado el Humanista? El Egoísta, ante el cual los humanistas se santiguan con espanto, no es más que un fantasma, como el diablo; no es más que un espantajo y una fantasmagoría de su cerebro. Si no estuviesen hechizados ingenuamente por la vieja antítesis del bien y del mal, a la que han dado respectivamente los nombres de humano y de egoísta para rejuvenecerla, no habrían cocinado al pecador encanecido en la caldera del egoísmo, y no le habrían zurcido una pieza nueva a un vestido viejo. Pero, como consideran su deber el ser Hombres, no podían hacer otra cosa: ¡se han liberado del bueno, el bien se ha ido! ¡Todos somos perfectos y no hay sobre la tierra un solo hombre que sea un pecador! Como hay locos que se imaginan ser Dios padre, Dios hijo o el hombre de la luna, hormiguean los insensatos que se creen pecadores. Los primeros no son el hombre de la luna y ellos no son pecadores. Su pecado es quimérico. Pero, se objeta insidiosamente, ¿su demencia o su posesión es, al menos, su pecado? Su posesión no es más que lo que han podido producir y el resultado de su desarrollo, exactamente como la fe de Lutero en la Biblia era todo lo que había podido producir. Su desarrollo conduce al primero a una casa de locos y al segundo al Panteón o al Walhalla. ¡No existe ningún pecador, ni ningún egoísmo pecaminoso! ¡Aléjense de mí con su «filantropía»! Arrástrate, filántropo, en las «cuevas del vicio», adéntrate en la muchedumbre de la gran ciudad: ¿no encontrarás, en todos lados, pecado, pecado, pecado y de nuevo pecado? ¿No te quejarás de la corrupta humanidad, no te lamentarás del monstruoso egoísmo? ¿Podrás estar frente a un hombre rico sin encontrarlo impiadoso y egoísta? Quizás ya te encuentres en el punto en que te reconoces ateo, pero te mantienes fiel a la sentencia cristiana según la cual es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un hombre rico deje de ser un no-humano. ¿A cuántos de los que ves no los arrojarías con las masas egoístas? ¿Qué es, entonces, lo que ha encontrado tu filantropía (amor por el hombre)? ¡Nada más que hombres odiosos, imposibles de ser amados! ¿Y de dónde provienen todos ellos? ¡De tí, de tu filantropía! Tú tienes al pecador adentro de la cabeza, por eso lo encontraste, por eso lo «pusiste» en todos lados. No llames a los hombres pecadores y no lo serán: Tú sólo eres el creador de los pecados; Tú que te imaginas amar a los hombres, eres quien los arrojas en el fango del crimen; Tú eres quien los hace viciosos o virtuosos, humanos o inhumanos, y Tú eres quien los salpicas con la baba de tu posesión; porque Tú no amas a los hombres, sino al Hombre. Yo te lo digo: no has visto jamás pecadores, sólo los has soñado. Mi goce de mí se vuelve amargo porque creo deber servir a otro, porque me creo deberes para con él y me creo llamado al sacrificio, a la abnegación, al entusiasmo. Pues bien, si no sirvo ya a ninguna Idea, a ningún Ser superior, se sobreentiende que tampoco serviré ya a ningún hombre, salvo — y en todo caso — a Mí. Y así no es sólo por el hecho o por el ser, sino incluso por la conciencia por lo que soy el Único. Te corresponde más que lo divino, que lo humano, etcétera; te corresponde lo que es tuyo. Considérate más poderoso que todo aquello por lo que se te hace pasar y serás más poderoso; considérate más y serás más. No estás simplemente destinado a todo lo divino y autorizado a todo lo humano, sino que eres poseedor de lo tuyo, es decir, de todo lo que puedes apropiarte con tu fuerza. Se ha creído siempre que se debía darme un destino exterior a Mí y así se llegó finalmente a exhortarme a ser humano y a obrar humanamente, porque Yo=Hombre. Ese es el círculo mágico cristiano. El Yo de Fichte es igualmente un ser exterior y extraño a Mí, porque ese Yo es cada uno y tiene sólo derechos, de suerte que es «el Yo» y no yo. Pero Yo, no soy un Yo junto a otros Yo; soy el solo Yo, soy Único. Y mis necesidades, mis acciones, todo en Mí, es único. Por el solo hecho de ser ese Yo único, hago de todo mi propiedad, poniéndome a la obra y desarrollándome. No es como Hombre como me desarrollo y no desarrollo al Hombre: soy Yo quien Me desarrollo. Este es el sentido del Único. ** III. El Único La época precristiana y la cristiana han perseguido fines opuestos. La primera quiso idealizar lo real, y la segunda realizar lo ideal; una buscó al Espíritu Santo, la segunda busca al cuerpo glorificado. Así, la primera conduce a la insensibilidad respecto a lo real, al desprecio del Mundo, mientras que la segunda finalizará con la ruina de lo ideal y el desprecio del Espíritu. Los miembros de la oposición real — ideal son incompatibles y lo uno no puede nunca devenir en lo otro: si lo ideal se hiciese real, ya no sería lo ideal, y si lo real se hiciese ideal sería lo ideal y no sería lo real. La contradicción entre ambos términos no puede resolverse a menos que algo los aniquile. Sólo en este algo, en este tercer término, desaparece la contradicción. De lo contrario, ideal y real no se encuentran jamás. La idea no puede ser realizada y seguir siendo idea, es preciso que perezca como idea, lo mismo sucede con lo real que deviene ideal. Ante nosotros se presentan los antiguos partidarios de la idea, y los modernos partidarios de la realidad. Ni unos ni otros llegaron a deshacerse de esta oposición; los antiguos se limitaron a desear al Espíritu, y desde el día en que pareció que este deseo estaba satisfecho y que el Espíritu parecía llegar, los modernos comenzaron a aspirar a la secularización de ese espíritu, que deberá permanecer eternamente como un deseo piadoso. El deseo piadoso de los antiguos era la santidad, el de los modernos es la corporalidad. Pero lo mismo que la antigüedad debía sucumbir el día en que sus deseos se realizaran (porque no existía más que por ellos), así también es imposible alcanzar la corporeidad sin salir del Cristianismo. A la corriente de santificación o de purificación que atraviesa el mundo antiguo (abluciones, etc.) le sigue la corriente de encarnación a través del mundo cristiano: Dios se precipita en este mundo, se hace carne y quiere rescatar el mundo, es decir, llenarlo de él; como Dios es la Idea o el Espíritu, se termina por introducir la Idea en todo, en el mundo, demostrando que la Idea, la razón está en todo, como, por ejemplo, lo hace Hegel. A lo que los estoicos del paganismo alababan como Sabio, corresponde en la cultura actual al Hombre; uno y otro son dos seres sin carne. El sabio irreal, ese santo incorporal de los estoicos, ha devenido en persona real y santo corporal en el Dios encarnado; el hombre irreal, el Yo incorpóreo llegará a ser real en el Yo corporal que Yo soy. Al Cristianismo está ligada la cuestión de la existencia de Dios; esta cuestión, sin cesar repetida y debatida, prueba que el deseo de la existencia, de la corporalidad, de la personalidad, de la realidad, era un asunto de constante preocupación, porque nunca se llegaba a una solución satisfactoria. Por fin declinó la cuestión de la existencia de Dios, pero sólo para levantarse inmediatamente bajo una nueva forma, en la doctrina de la existencia de lo divino (Feuerbach). Pero lo divino tampoco tiene existencia, y su último refugio, que es el que lo puramente humano puede ser realizado, pronto no tendrá ya asilo que ofrecerle. Ninguna idea tiene existencia, porque ninguna es susceptible de corporizarse. La controversia escolástica del realismo y del nominalismo no tuvo otro objeto. En suma, ese problema atravesó de un extremo a otro la historia cristiana y no pudo encontrar en ella su solución. El mundo cristiano se esfuerza en realizar las Ideas en todas las circunstancias de la vida individual y en todas las instituciones y en las leyes de la Iglesia y del Estado; pero esas Ideas resisten siempre a sus tentativas y siempre les queda alguna cosa que no es posible corporizar (o lo que es igual, es irrealizable); cualquiera que sea el empeño que uno ponga en dotarlas de un cuerpo, esas ideas permanecen siempre sin realidad tangible. El realizador de ideas se inquieta poco por las realidades, si esas realidades se encarnan en una idea; así, examina sin descanso si en lo realizado habita su núcleo, la Idea; al experimentar lo real, experimenta al mismo tiempo la Idea y comprueba si es realizable tal como él la piensa, o bien si la ha comprendido incorrectamente y por tanto es irrealizable. En cuanto existencias, la familia, el Estado, etc., ya no le interesan al cristiano; los cristianos no deben, como los antiguos, sacrificarse por esas cosas divinas, sino interesarse por ellas como realización del Espíritu. La familia real ha venido a ser indiferente, y una familia ideal (verdaderamente real) debe brotar de ella; familia santa, familia bendita de Dios, o en el estilo liberal, familia racional. Para los antiguos, la familia, la patria, el Estado, etc. tienen una actualidad divina; para los modernos, en cambio, aguardan la divinización y son, bajo su forma existente, inacabados terrenales y deben ser liberados, es decir, deben ser realizados verdaderamente En otros términos, la familia, etc. no son lo existente y lo real, sino lo divino, la Idea; la cuestión está en saber si tal familia podrá llegar a ser real por obra de lo verdadero real, de la Idea. El individuo no tiene por deber servir a la familia como una divinidad, sino servir a lo divino y elevar hasta él la familia aún no divina; es decir, someterlo todo a la Idea, enarbolar por todas partes la bandera de la idea, y llevar la Idea a una actividad que sea realmente real y eficaz. Si bien el Cristianismo y la antigüedad tienen que ver con lo divino, llegan siempre a él por las vías más opuestas. Al fin del paganismo, lo divino se hace extramundano; al fin del cristianismo, intramundano. La antigüedad no consiguió ponerlo completamente fuera del mundo y cuando el cristianismo completa esa tarea, lo divino tiende a reintegrarse con el mundo y quiere «redimirlo». Pero, en el seno del Cristianismo, lo divino como intramundano no se transforma ni puede transformarse en lo mundano mismo, porque lo malo, lo irracional, lo fortuito, lo egoísta, son lo mundano, en el mal sentido de la palabra, y están y permanecen cerrados a lo divino. El Cristianismo comienza con la encarnación de Dios que se hace hombre y prosigue toda su obra de conversión y de redención, con el fin de llevar a Dios a florecer en todos los hombres y en todo lo humano y de penetrarlo todo del Espíritu. El se atiene a preparar una sede para el Espíritu. Si se llegó finalmente a poner la atención sobre el Hombre o la humanidad, fue de nuevo la idea lo que se eternizó. ¡El Hombre no muere! Se pensó haber encontrado la realidad de la idea: el Hombre que es el Yo de la historia; es él, ese ideal, el que se desarrolla, es decir, se realiza. El es verdaderamente real y corporal, porque la historia es su cuerpo, del que los individuos no son más que los miembros. Cristo es el Yo de la historia del mundo, hasta de la que precede a su aparición sobre la Tierra; para la filosofía moderna, en cambio, ese Yo es el Hombre. La imagen de Cristo ha venido a ser la imagen del Hombre, y el Hombre como tal, el Hombre, es el centro de la historia. Con el Hombre reaparece el comienzo imaginario, porque el Hombre es tan imaginario como el Cristo. El Hombre, Yo de la historia del mundo, cierra el ciclo del pensamiento cristiano. El círculo mágico del cristianismo se quebraría si cesara el conflicto entre la existencia y la vocación, entre Yo tal como soy y Yo tal como debo ser; el cristianismo no consiste más que en la aspiración de la Idea a la corporalidad, y expira si desaparece la separación entre ambos. El Cristianismo sólo subsiste si la Idea persiste como Idea (y el Hombre y la Humanidad son solamente Ideas sin cuerpo). La idea devenida corporal, el Espíritu encadenado o perfecto, flotan ante los ojos del cristiano y representan en su imaginación el último día o el objetivo de la historia, pero para él no son su presente. El individuo sólo puede tomar parte en la edificación del reino de Dios, o bien, en su forma moderna, en el desarrollo de la historia y de la humanidad, y esta participación es la que da un valor cristiano, o, en forma moderna, humano; para lo demás no es más que un puñado de ceniza y pasto de los gusanos. Que el individuo sea para sí una historia universal, y que el resto de la historia no sea más que su propiedad va más allá del Cristianismo. Para éste, la historia es superior, porque es la historia de Cristo o del Hombre; para el egoísta, sólo su historia tiene un valor, porque no quiere desarrollar otra cosa que no sea a él mismo y no quiere desarrollar el plan de Dios, o los designios de la Providencia, o la libertad, etc. El no se considera un instrumento de la Idea o un recipiente de Dios, no reconoce ninguna vocación, no se imagina destinado a contribuir al desarrollo de la humanidad, y no cree en el deber de aportar su óbolo para este desarrollo; vive su vida sin preocuparse de que la humanidad obtenga de ella pérdida o provecho. Si no nos llevara a confundirnos con la idea de que un estado de naturaleza debe ser alabado, podríamos recordar la historia de los tres gitanos de Lenau.[205] — ¡Y qué! ¿Acaso yo estoy en el mundo para realizar ideas, para realizar con mi civismo la Idea del Estado, o para dar por mi matrimonio una existencia como esposo y padre a la Idea de familia? ¿Qué quiere de mí esa vocación? Yo no vivo para realizar una vocación, al igual que la flor no nace y exhala perfume por sea su deber hacerlo.[206] El ideal Hombre está realizado cuando la concepción cristiana se transforma en lo siguiente: Yo, este único, soy el Hombre. La cuestión conceptual: ¿Qué es el hombre? se ha convertido en la pregunta personal: ¿Quién es el hombre? El «qué es», se preguntaba por el concepto a realizar; comenzando por «el quién es» desaparece la cuestión, porque la respuesta está a la mano del que hace la pregunta: la pregunta se responde a sí misma. Se dice de Dios: Los nombres no te nombran. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de lo que se considera como mi esencia me agota, no son más que nombres. De Dios se dice, además, que es perfecto, y que no tiene ninguna vocación, que no tiene que tender hacia la perfección. También esto es cierto para Mí. Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la nada creadora de la que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi causa reposa sobre su creador efímero y perecedero que se consume a sí mismo, y Yo puedo decir: Yo he basado mi causa en Nada. *** Apéndice: Breve apunte biográfico de Stirner No es exagerado decir que el conocimiento que tenemos de este filósofo se debe a John Henry Mackay, poeta anarquista alemán, que en 1888 encontró, en «Historia de Materialismo» de Lange, una breve mención de Stirner y de su obra «El Único y su propiedad». Dicha mención le produjo tal impacto que se dedicó, desde ese momento, a entrevistar a las pocas personas que conocieron al filósofo y buceó en viejos epistolarios y periódicos, publicando sus investigaciones en Berlín, en 1898, bajo el título de Max Stirner: sein Leben und sein Werke, (Max Stirner: su vida y su obra). Stirner, cuyo verdadero nombre era Johann Caspar Schmidt, nació el 25 de octubre de 1806 en la pequeña ciudad de Bayreuth, que en esa época contaba con apenas seiscientas edificaciones, y murió el 25 de junio de 1856 en la miseria. Vástago de una modesta familia de artesanos de clase media, al poco tiempo de nacer perdió a su padre, fabricante de flautas. Creció al cuidado de su padrino, un tejedor de medias, quien llegaría a costear sus estudios de bachillerato en el famoso gimnasio de su ciudad natal. A los veinte años se trasladó a Berlín e ingresó en la universidad; aprendió filosofía con Hegel y teología con Schleiermacher. Luego de aprobar el examen pro facúltate docendi, ocupó el puesto de profesor de literatura en un liceo femenino privado, cargo que abandonó en 1844, el mismo año en que se publicó «El Único». Su biógrafo más completo, Mackay, atribuye a «motivos desconocidos» el alejamiento del que era su único medio de vida, aunque es presumible que, un escritor que arremetía con tanta furia contra las dos instituciones más importantes de su medio y época (el Estado prusiano y la religión protestante), una vez conocido su libro no habría podido retener el puesto de educador de niñas de la burguesía por mucho más tiempo. Durante un corto tiempo, sus ingresos provinieron de artículos aparecidos en Rheinische Zeitung, el periódico más liberal de la época, y de la traducción de Tratado sobre la economía práctica y política de Jean Baptiste Say y del Análisis de la esencia y causa de la riqueza nacional de Adam Smith; con estos ingresos atendía las necesidades mínimas de una vida por demás sencilla y frugal. Queriendo aumentarlos, adquirió un tambo y organizó la venta domiciliaria de leche con pequeños carros tirados por perros, como era costumbre. Con esta experiencia, además de provocar el desconcierto y las burlas de la intelectualidad de Berlín, liquidó sus pequeñas reservas y produjo su ruina definitiva, dando comienzo a la dolorosa cadena de penurias y frustraciones en que se transformó su vida. En 1847, su esposa, que no lo comprendía, lo abandonó, cansada de la penosa vida provocada por su manifiesta incapacidad para mantener el hogar. Esto lo hundió en una mayor soledad y en un amargo desaliento. En 1852, comenzó a escribir Historia de la Reacción, libro en el que se proponía recopilar algunos ensayos sobre los acontecimientos subsiguientes a la revolución de 1848, pero lo dejó inconcluso por no encontrar editor que se atreviera a publicarlo. El resto de su vida transcurrió en míseras buhardillas cuyo alquiler no podía pagar, lo que lo arrastró a la ignominia de la cárcel por deudas. Su organismo, debilitado por el hambre, no pudo resistir la infección producida por una mosca carbunclosa, lo que le provocó la muerte a los cuarenta y nueve años de edad, en el más completo olvido de sus contemporáneos. La enciclopedia de Brockhaus de 1854 lo menciona lacónicamente: «Posiblemente el verdadero nombre del autor de El Único y su Propiedad fue Johann Caspar Schmidt». No tuvo más actividad revolucionaria que sus reuniones tabernarias con el grupo de Los Libres, en Berlín, junto con Bruno Bauer, Arnold Ruge y probablemente Feuerbach, Moses Hess, Marx y Engels, y la publicación de un libro que el Ministerio del Interior alemán consideró «demasiado absurdo para ser peligroso». Sin embargo, en una época en que el colectivismo socialista y el antiindividualismo hegeliano dominaban política y filosóficamente, Stirner enarboló la divisa del individualismo a ultranza. Anarquista antes de hora, se preocupó por la educación y el derecho a la personalidad mucho antes de que se divisaran las luces de la revolución pedagógica. De su pluma es el trabajo «El falso principio de nuestra educación». Su propuesta para un hombre libre sigue conservando una polémica y extraña viveza. Profetizó lúcidamente el peligro que representaría una sociedad comunista regida por el Estado, en la que la apropiación colectiva de los medios de producción le conferirían a éste poderes mucho más exorbitantes que en la sociedad capitalista tradicional.[207] En El falso principio de nuestra educación, Stirner critica duramente a las escuelas tradicionales que, en lugar de liberar a los individuos de los prejuicios que los encadenan, se limitan a reemplazar el servilismo ante la autoridad familiar por el servilismo ante el Estado.[208] Y en El Único pone en evidencia que, en realidad, aquello que acostumbramos a llamar «derecho» en el Estado es idéntico a aquello que llamamos «crimen» en los individuos.[209] Y aunque en una carta de Engels a Marx, el primero afirma: «...De Los Libres[210], Stirner seguramente es el que tiene más talento, independencia y soltura, pero con todo cae de una abstracción idealista a una abstracción materialista y no llega a más». Y agrega: «cuándo los otros gritaban ‘¡Abajo los reyes!’ añadía Stirner ‘¡Abajo también las leyes», lo cierto es que esta crítica, que luego va a desarrollar Marx en el cuarto capítulo de la Ideología Alemana, pierde un poco el sentido si consideramos a Stirner algo así como un nietszcheano o un existencialista avant la lettre, y no pretendemos encasillarlo en las rígidas categorías del post-hegelianismo del Siglo XIX.[211] En fin, Stirner es un autor mucho más complejo de lo que nos puede parecer en una primera lectura, pues, al mismo tiempo que retoma argumentos individualistas de corte liberal[212], no se detiene, como los liberales, en la propiedad privada[213] y alienta a los trabajadores a levantarse contra el Estado.[214] Al mismo tiempo que critica el comunismo estatalista (un tema común, por otra parte, tanto en Proudhon como en Bakunin), reivindica la autogestión del trabajo[215] tal como la propone el comunismo.[216] Stirner, en suma, parece tener argumentos para todos aunque no pretenda tenerlos para nadie sino para sí mismo. Y si bien a primera vista nos puede dejar esta impresión de superficialidad que menciona Engels, lo cierto es que se trata de un desarrollo radical y coherente de la libertad, pero no entendida en abstracto — como un derecho —, sino de la libertad como auto-apropiación del yo, como un ejercicio efectivo de la voluntad; una demostración de las contradicciones tanto del liberalismo como del socialismo de estado, pero, fundamentalmente, una prueba de fuego para la conciencia de los que queremos seguir el camino de la anarquía. [1] «Al momento de redactarse el prólogo todavía no existía el proyecto Utopía Libertaria. En nombre de la FLA, el revisor extiende su agradecimiento a J.C. Pujalte y al Grupo de Estudios sobre el Anarquismo por sus sugerencias y comentarios». [2] Incluida como apéndice al final del texto. [3] Primer verso del poema de Goethe Vanitas! Vanitatum Vanitas! (N.R.) [4] Espíritu es la traducción más aceptable del término alemán Geist, que refiere a la noción de Idea o Idea Absoluta y que es tomada por Stirner de la filosofía de Hegel. En este libro es utilizada para referirse a la razón, la racionalidad, las ideas, etc. y se enfrenta tanto a la noción de mundo «material» o «natural» como a la de «Único» o «Yo» (N.R.). [5] Filósofo alemán contemporáneo de Stirner. Criticó el idealismo de Hegel, al que opuso su humanismo materialista (N.R.). [6] Filosofo alemán contemporáneo de Stirner y miembro del círculo de los «Jóvenes Hegelianos» junto a Stirner, Marx y Engels. Si bien no era egoísta, se sentía más cerca de Stirner que del resto de los hegelianos de izquierda, aunque Stirner lo criticará con dureza a lo largo de libro. (N.R.). [7] Palabra griega relacionada con la filosofía epicúrea. Es un estado anímico en el que se disciplinan las pasiones y que permite alcanzar una cierta tranquilidad de espíritu y libertad respecto de las cosas del mundo — tanto del hombre como de la naturaleza — (N.R.). [8] Lucas 11,13. [9] Hebreos 11,13. [10] Marcos 10,29. [11] Personaje desgraciado de una novela del Siglo XIX, del alemán Adalbert Von Chamisso, que vende su sombra al diablo a cambio de una bolsa de oro que nunca se acaba (N.R.). [12] Palabra griega que describe una buena situación material (N.R.). [13] Mantra védico, Stirner alude aquí al canto entonado por los hinduistas y budistas durante la meditación (N.R.). [14] 2a Corintios 5,17. [15] Título de un poema de Schiller que hace alusión, justamente, a una joven etérea, espiritual, «de otro mundo» (N.R.). [16] Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums,2 a ed. aumentada, Leipzig, 1843. [La esencia del cristianismo, ed. Claridad, Buenos Aires, 2006] [17] Op. cit, p. 402. [18] Romanos 8,9; Corintios 3,16; Job 20,22 y otros numerosos pasajes. [19] Personaje del poeta alemán Justinus Kerner (contemporáneo de Stirner), basado en Friederike Hauffe, hija de un guardabosques alemán conocida en la época por sus visiones (N.R.). [20] «Cómo tocan las campanillas los curas. Lo hacen sólo /para que la gente venga y parlotee./ No me insulten a los curas; ellos saben lo que el hombre / necesita: ser feliz parloteando todos lo días». [De los Epigramas Venecianos, de Goethe (N.R.).] [21] Stirner adelanta aquí un tema central del existencialismo del Siglo XX, la crítica a la concepción del hombre como una esencia anterior a la existencia. Ver El existencialismo es un humanismo, de J. P. Sartre (N.R.). [22] Personajes de la mitología griega que fueron obligadas a verter agua de una fuente inagotable en un barril que jamás se llenaba (N.R.). [23] F. C. Schlosser era uno de los historiadores más populares de Alemania durante la primera mitad del Siglo XIX (N.R.). [24] F. C. Schlosser, Geschichte des achtzehnten Jahrhunderts und des neunzehnten bis zum Sturz des französischen Kaiserreichs. Mit besonderer Rücksicht auf geistige Bildung [Historia de los Siglos XVIII y XIX hasta la caída de Francia. Con especial referencia a la formación intelectual], Heidelberg, 1837, T. 2, p. 519. [25] Stirner critica lo que en el Siglo XX tanto S. Freud como C. Levi-Strauss considerarán la regla fundamental de las sociedades (N.R.). [26] Pierre Joseph Proudhon, De la creation de l’Ordre dans l’Humanité ou Principes de organisation politique, Paris y Besançon, 1843, p. 38. [De la creación del orden en la humanidad o principios de organización política, Sempere y cia. Valencia, s.f. Un texto del que Proudhon unos años después de haberlo escrito, en su Filosofía del Progreso, renegará (N.R.).] [27] Ludwig Feuerbach, Vorläufige Thesen zur Reformation der Philosophie, Zurich y Winterthur, 1843, tomo 2, p. 64. [Tesis provisionales para la reforma de la filosofía/Principios de la filosofía del futuro, Hyspamerica, Buenos Aires, 1984] [28] Principales verdades de la Religión Natural (N.R.). [29] Es una obra de teatro de Lessing. Emilia Galotti, la protagonista, es acosada por un príncipe y le pide a su padre que la asesine porque no se siente capaz de resistir sus avances (N.R.). [30] Ludwig Feuerbach, op. cit., p. 402. [31] Op. cit., p. 403. [32] Op. cit., p. 403. [33] Figura retórica griega que implica la inversión del nexo causa-efecto (N.R.). [34] Op. cit., p. 406. [35] Op. cit., p. 408. [36] Poeta alemán del Siglo XVIII, se hizo famoso con DerMessias (al que alude Stirner), una obra épico-religiosa cuyos últimos cantos fueron publicados hacia 1773 (N.R). [37] Gobierno (N.R.). [38] Stirner se refiere al carácter intrínsecamente negativo (vacío) del espíritu, en tanto se constituye como la negación de la materia (N.R.). [39] Rousseau, los filántropos y otros acusaron a la cultura y a la inteligencia, pero olvidaron que esta se encuentra en todos los cristianos y no sólo en los cultos y refinados. [40] Bruno Bauer, Die Septembertage 1792 und die ersten Kämpfe der Parteien der Republik in Frankreich [Los días de septiembre de 1792 y las primeras luchas de los partidos de la república en Francia], en Denkwürdigkeiten zur Geschichte der neueren Zeit seit der französische Revolution,nach den Quellen und Original-Memoiren bearbeiten und herausgeben von Bruno und Edgar Bauer [Recuerdos de la historia reciente desde la Revolución Francesa, edición a cargo de Bruno y Edgar Bauer], Charlottenburg, 1843-1844. [41] Discurso contra Dantón, pronunciado el 31 de marzo de 1794 (N.R.). [42] Permanezca la justicia aunque desaparezca el mundo (N.R.). [43] August Becker, Die Volksphilosophie unserer Tage [La filosofía popular de nuestros días], Neumünster, 1843, p. 22. [44] Goethe, Fausto (N.R.). [45] Bruno Bauer, reseña de Theodor Kliefoth, Einleitung in die Dogmengeschichte [Introducción a la historia del Dogma], Parchim y Ludwigslust, 1839, en Anekdota, vol. II, Zürich y Winterthur, 1843, p. 152. [46] Friederich von Schiller, Die Worte des Glaubens [Palabras de la Fe], 1798 (N.R.). [47] Parodia de las palabras de Mefistófeles a Fausto en la cocina de la bruja (N.R.). [48] Juan 2,4. [49] Mateo 10, 35. [50] Por el Calvinismo (N.R.). [51] Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, p. 403. [52] Mateo, 11,27 (N.R.). [53] Lucas, 17, 6. (N.R.). [54] Marcos, 9, 23. [55] Edgard Bauer, Bailly und die ersten Tage der Französischen Revolution [Bailly y los primeros días de la Revolución Francesa], Charlottenburg, 1843, p. 89. [56] Op. cit., pp. 102-103. [57] Op. cit., p. 113. [58] Op. cit., pp. 141-142. [59] El análisis de la omnipotencia que cobra el Estado es muy similar al de P. Kropotkin en El Estado, su rol histórico (N.R.). [60] Que todos los derechos de los ciudadanos provienen — y por lo tanto dependen — del Estado es una de las paradojas que el pensamiento liberal se esfuerza por hacer a un lado. (N.R.). [61] 1 Corintios, 8, 4. [62] C. Witt (como anónimo), Preussen seit der Einsetzung Arndts bis zur Ab-setzung Bauers [Prusia desde la designación de Arndts hasta la destitución de Bauer], en Georg Herwegh Einundzwanzig Bogen aus der Schweiz [21 pliegos desde Suiza], Zurich y Winterthur, 1843, pp. 12-13. [63] Louis Blanc dice, hablando de la Restauración: «El protestantismo vino a ser el fondo de las ideas y de las costumbres». Histoire des dix ans. 1830-1840 [Historia de diez años 1830-1840], vol. 1, París, 1841, p. 138. [64] Antes de la existencia de la democracia representativa los parlamentos estaban integrados por los «estados», estos representaban a la Iglesia, la Nobleza y la Burguesía y su función política era limitar el poder del Rey. No funcionaban continuamente, sino que se los convocaba cuando era necesaria una modificación de las leyes (N.R.). [65] El mismo año en que se publicó de El Único y su propiedad y antes de adoptar la ambigua categoría de dictadura del proletariado, Marx escribía exactamente lo mismo para el periódico Vorwärts (N.R.). [66] Proudhon, por ejemplo, dice: «En la industria, cómo en la ciencia, hacer público un descubrimiento es el primero y más sagrado de ios deberes’’’’ en De la Création de l’Ordre dans l’Humanité ou Principes d’Organisation politique, Paris y Besançon, 1843, p. 414. [67] Stirner utiliza el término crítico para referirse al movimiento homónimo surgido en Alemania alrededor de 1840 en torno a Bruno Bauer. Aunque hoy nos resulte prácticamente desconocido, así como muchos de los pasajes de este libro aluden directamente a él, también es objeto de crítica en algunos escritos tempranos de Marx como La cuestión judía, La Sagrada Familia y La ideología alemana. Casi todas las referencias de Stirner son de la Allgemeneine Literatur-Zeitung y de la Judenfrage. A través de la primera (una revista) y de la segunda (probablemente el texto más conocido de Bauer a través del libro crítico de Marx que lleva el mismo nombre), buscaba la absoluta emancipación del individuo dentro de los límites de la humanidad, enfrentándose al liberalismo político y al naciente movimiento socialista (N.R.). [68] Edgar Bauer, (como anónimo), reseña Flora Tristán, Union ouvriére [Unión obrera], Paris, 1843, en Allgemeine Literatur Zeitung [Revista general de literatura], número 5, p. 18. [69] Bruno Bauer, Beraud über die Freudenmädchen [Beraud sobre las prostitutas]; reseña, de F. F. A. Béraud, Les filies publiques de Paris et la pólice qui les regit [Las mujeres públicas de Paris y la policía que las controla], Paris y Liepzig, 1839, en Allgemeine Literatur Zeitung, número 5, p. 26. [70] En este párrafo Stirner esta criticando la Cuestión Judía de Bruno Bauer, En este libro, y frente al problema de la libertad religiosa de los judíos en el estado confesional cristiano de Alemania, Bauer afirma que, si bien el estado alemán no debe tomar partido por ninguna religión, también es preciso que los judíos renuncien a la suya, en tanto ser judío (o para el caso de cualquier otro credo) implica afirmar una particularidad (un privilegio) que impediría la igualdad jurídica que se reclama. [71] Cfr. «Los modernos» en página 33. [72] Bruno Bauer (como anónimo), reseña de H. F. W. Hinreichs, Politische Vor-lesungen [Lecciones políticas], t. 2, Halle, 1843, en Allgemeine Literatur-Zei-tung, número 5, p. 24. [73] Intelecto (N.R.) [74] Ibidem. [75] Esta frase es importante para entender el sentido del egoísmo de Stirner: no se trata de acaparar a costa de los otros, sino más bien de realizar cada uno de nuestros actos — al margen de su utilidad para otros — por propia voluntad (N.R.). [76] Bruno Bauer, Judenfrage [La cuestión judía], Braunschweig, 1843, p. 66. [77] Bruno Bauer, Die gute Sache der Freiheit und meine Angelegenheit [La buena causa de la libertad y mi causa], Zurich y Winterthur, 1842, p. 62-63. [78] Bruno Bauer, Die Judenfrage, p. 60. [79] Cfr. Cita de Feuerbach, en «El Hombre», página 17 [80] Bruno Bauer (como anónimo), reseña de H. F. W. Hinreichs, Politische Vorlesungen, en Allgemeine Literatur-Zeitung, número 5, pp. 23-25. Además ver Konrad Melchior Hirzel, Korrespondenz aus Zürich [Correspondencia de Zurich], en Allgemeine Literatur-Zeitung, número 5, pp. 11-15. [81] Konrad Melchior Hirzel, op. cit. [82] Wortherfiihrer (N.R.). [83] Este es el sentido en que Stirner utiliza el término propiedad. A partir de la distinción entre inmanente (propio o interno) y trascendente (ajeno o exterior), que luego retomará Bakunin, el «único» pretende ser dueño de sí mismo en tanto tiene que obedecer ningún mandato extraño. Es propietario porque no es propiedad de nada ni de nadie (N.R.). [84] Bruno Bauer (como anónimo), Was ist jetzt der Gegenstand der Kritik? [¿Cuál es el objeto de la crítica?] , en Allgemeine Literatur-Zeitung, número 8, pp. 18-26. [85] Edgar Bauer (como anónimo), 1842, en Allgemeine Literatur-Zeitung, número 8, p. 8. [86] De pensamiento (N.R.). [87] Romanos, 6, 18. [88] Gálatas, 4, 26. [89] Pedro, 2,16, según el autor, aunque parece ser un error ya que el texto bíblico dice como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios, la frase del original alemán parece corresponder a Porque vosotros, hermanos, a la libertad fuisteis llamados, Gal. 5,13 (N.R.). [90] Santiago, 2,12. [91] El que se castiga a sí mismo (N.R.). [92] Debería decir «Cámaras Alemanas», probablemente fuera escrito de este modo debido a la censura (N.R.). [93] Esta idea va a ser retomada, entre otros, por P. Kropotkin en el artículo La ley y la autoridad (N.R.). [94] Político liberal alemán que intentaba recuperar el contacto entre el pueblo de Alemania y sus gobernantes (N.R.). [95] Romanos, 8, 14. [96] Cfr. Romanos, 8, 16. [97] «En esto se manifestaban los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios»l Juan 3, 10. [98] K. Marx, La cuestión Judía, Nuestra América, Buenos Aires, 2005, p. 48. El fragmento completo es: «En cuanto el individuo real es subsumido en la categoría abstracta de ciudadano, dejando de lado su vida individual, su trabajo individual, todas sus condiciones particulares de vida, el hombrese ha vuelto (devenido) genérico, por lo que la emancipación humana está totalmente alcanzada». (N.R.). [99] Bruno Bauer, Die Judenfrage, p. 62. [100] Es evidente que la política de los Estados ricos con respecto a la inmigración no es la misma en la actualidad que a mediados del Siglo XIX; aunque esta pretensión de hacerse ver como «sociedades humanas» (o humanistas) persiste en los tan vistosos como vacíos discursos en torno los derechos humanos. (N.R.). [101] Esta «asociación de los egoístas» [Verein von Egoisten] es lo más lejos que llega Stirner en el reconocimiento de algún tipo de organización social. Se trata, tal como la describe E. Armand en Los stirneristas (en El anarquismo individualista, lo que es, lo que puede y lo que vale, Utopia Libertaria, 2007), de la vinculación de los hombres a partir del reconocimiento de su mutua necesidad para la satisfacción de sus intereses personales. Es importante notar que Stirner escribe con el objeto de radicalizar las posturas de la izquierda hegeliana: al igual que en Bakunin (Cfr.
«Federalismo, socialismo y antiteologismo» y «Consideraciones filosóficas sobre el fantasma divino, el mundo real y el hombre» en Obras de Bakunin, Vol. III, Jucar, Madrid, 1977), se trata de desnudar los prejuicios que esclavizan a los individuos, tanto respecto de otros como de sí mismos. Por otro lado, el interés de Stirner por dar a conocer sus ideas y la importancia que otorga a la educación (Cfr,: El falso principio de nuestra educación, 1842) nos permiten hacer a un lado la interpretación generalizada según la cual el stirnerismo consiste en abusarse de los demás. Por el contrario, podríamos ver en este texto una sociedad anarquista vista desde la perspectiva de los individuos y no desde el cuerpo social (tal como lo hacen en general Proudhon, Bakunin, Kropotkin o Malatesta). (N.R.) [102] Moses Hess (como anónimo), Die europäische Triarchie [La triarquía europea], Leipzig 1841, p. 76. [103] Bruno Bauer, Judenfrage, p. 84 . [104] Probablemente sería más adecuado traducir Männlichkeit como masculinidad, pero se perdería la raíz común (vir) de «virilidad» y «virtud» (N.R.). [105] En este pasaje se puede ver con claridad como Stirner adelanta tesis del exis-tencialismo del S. XX (N.R.). [106] Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, op. cit., p. 401. [107] Este pasaje adelante directamente la tesis existencialista del hombre como ser que sólo se «determina» completamente cuando muere. [108] La aparente obsesión de Stirner con los judíos no es en realidad más que un tema de época; una discusión iniciada por Bruno Bauer en La cuestión judía y continuada por Karl Marx en «Acerca de La cuestión judía» (N.R.). [109] Marcos, 3, 29. [110] En este sentido nos referíamos antes a los «vacíos discursos en torno de los derechos humanos» (n. 100), los parlamentos son las modernas iglesias donde se santifican los «Derechos del Hombre», mientras la mayoría de los individuos de carne y hueso viven completamente privados de estos (N.R.). [111] A riesgo de sonar redundante, estos pasajes son claves para entender el sentido que da Stirner al término «propiedad». No se trata de la propiedad privada burguesa — no podría serlo puesto que ésta depende de una ley y no del individuo —, sino de la «apropiación» ejercida por el individuo a través de la autodeterminación. En un sentido similar, pero aplicado al conocimiento, resulta bastante esclarecedor el texto de Stirner El falso principio de nuestra educación (N.R.). [112] La Vossische Zeitung [Gaceta del Voss], uno de los diarios más antiguos y más respetados de Berlín; durante un tiempo se tituló La gaceta berlinesa privilegiada por el rey (N.R.). [113] Ver los primeros párrafos del texto de Kropotkin La ley y la autoridad. [114] Uno de los primeros teóricos del comunismo alemán, influyó mucho en M. Bakunin (N.R.). [115] Johann Caspar Bluntschli, Die Kommunisten in der Schweiz nach den bei Weitling Vorgefundenen Papieren. Wörtlicher Abdruck des Kommissional-berichtes an die H. Regierung des Standes Zürich [Los comunistas en Suiza según los manuscritos de Weitling. Impresión literal del informe a la comisión del gobierno en Zürich], Zürich 1843, pp. 2-3.
La referencia es a Fran^ois-Noel Babeuf (mejor conocido como Gracchus Babeuf), uno de los primeros teóricos del comunismo igualitario durante la Revolución Francesa. La referencia de Stirner probablemente sea a un texto que tuvo que ser impreso en Suiza para evitar la censura (N.R.). [116] Friederich von Schiller, *Poemas del tercer período* (N.R.). [117] El valle del asesinato (N.R.). [118] August Becker, Die Volksphilosophie unserer Tage. Neumünster, 1843, pp. 22ss. [119] Mefistófeles, en el Fausto de Goethe. [120] «¡Respeta mis pulmones, te los suplico! ¡El que quiera tener la razón y sólo tenga una lengua, seguro la mantiene!» [121] En el sentido de estatuto (N.R.). [122] O restes, 412. [123] Ver de E. de La Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria, Libros de la Araucaria, Buenos Aires, 2006 (N.R.). [124] Mateo 12, 30 [125] Bettina von Arnim (como anónimo), Dies Buch gehört dem König [Este libro pertenece al rey], Berlin, 1843, p. 376. [Bettina von Armin era una escritora alemana y propagandista socialista del Siglo XIX (N.R.)] [126] Locución romana a través de la cual el Senado autorizaba poderes extraordinarios a los cónsules de la República. En el texto de Stirner faltan las dos primeras palabras: Caveant cónsules (¡Atentos cónsules!). El punto consiste en mostrar cómo aun el más republicano de los estados (tomado como ejemplo tanto por Maquiavelo en sus Discurso sobre la primera década de Tito Livio, como por Rousseau en la última parte del Contrato Social) termina por anteponer su propia supervivencia por sobre los derechos de los ciudadanos (N.R.). [127] P. 376 [Se llamaba «demagogos» a los intelectuales que se oponían al régimen reaccionario de los estados alemanes y promovían la unificación de Alemania por medios no revolucionarios (N.R.)] [128] Op. cit., p. 374. [129] Op. cit., pp. 381-382. [130] Op. cit., p. 385. [131] Teólogo alemán del Siglo XIX (N.R.). [132] Op. át., p. 153. [133] Político alemán que durante la Gran Revolución francesa se presento a la Convención y adhirió a la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano como representante de la humanidad (N.R.). [134] Versión elegante de le mot de Cambronne [la palabra de Cambronne] — general francés a las órdenes de Napoleón — al exigirle los ingleses la rendición. Según la versión de Victor Hugo (en Los miserables) Cambronne habría dicho, en realidad, ¡Mierda! (N.R.). [135] Extraído del monólogo de Wallenstein de F. Schiller (N.R.). [136] La comparación entre las actitudes de Sócrates y Cristo vuelve a aparecer en Nietzsche (N.R.). [137] Stirner adelante un tema central en la obra de Nietzsche, la voluntad de poder. Sobre la relación entre la obra de ambos, ver R. Safranski, Nietzsche, Biografía de su Pensamiento, Tusquets, Barcelona, 2001 (N.R.). [138] En 1843 se celebraba el aniversario número 1000 del tratado de Verdún, por el cual se dividía en tres el imperio de Carlomagno. Desde el Rhin hacia el oriente se extendía lo que en ese momento era la confederación de estados que en 1870 se unificaría bajo el nombre de Alemania (N.R.). [139] Confinamiento en solitario (N.R.). [140] Aún con más claridad que en el parágrafo antes señalado (Cfr. n. 101), Stirner avanza un poco sobre la «Unión de los egoístas». El individualismo de Stirner, entonces, no es el de un eremita, sino más bien uno que rechaza todo lazo trascendente de unión (ya sea Dios, el Estado, la Voluntad General, la Nación o el Pueblo). Los individuos sólo pueden vincularse a otros individuos, de carne y hueso, y por su propia voluntad; si Stirner reniega, por ejemplo, de los sentimientos de solidaridad social es porque si rechaza el «apoyo mutuo», lo hace en la medida en que esconda las cadenas de la culpa y la responsabilidad (N.R.). [141] Andre Marie Dupin fue, en el Siglo XIX, juez y presidente de la Cámara de Diputados francesa, sobreviviendo los múltiples cambios de regímenes del período. La cita probablemente provenga de un diario en el que se comentaron algunos de sus discursos (N.R.). [142] Para lo que sigue vale lo que se afirmó en la observación final tras «El liberalismo humanitario», esto es, que fue escrito con posterioridad a la aparición del libro mencionado. [143] Edgar Bauer, Die liberalen Bestrebungen in Deutschland [Las reivindicaciones liberales en Alemania], números 1 y 2, Zürich y Winterthur, 1843. [Edgar era el hermano menor de Bruno Bauer y su aliado ideológico (N.R.)] [144] Cfr. Errico Mal atesta, En el café, cap. XV (N.R.). [145] Pierre Joseph Proudhon, De la creátion de l’Ordre dans l’Humanité ou Principes de organisation politique, Paris y Besançon, 1843, p. 485. [146] Tercera mención de Stirner sobre la Unión de los egoístas (N.R.). [147] Moriz Carrière, Der Kölner Dom als freie deutsche Kirche: Gedanken über Nationalität, Kunst und Religion [La catedral de Colonia como iglesia libre alemana: Pensamientos sobre la nacionalidad, el arte y la religión], Wiederbeginn des Baues, Stuttgart, 1843, pp. 3-4. [148] Edgard Bauer, Bailly und die ersten Tage der Französischen Revolution, Charlottenburg, 1843, p. 25. [149] Karl Nauwerck, Über die Teilnahme am Staate [Sobre la participación en el Estado], Leipzig, 1844. [150] Stirner adelanta críticas a lo que se conoce como doctrinas de resocialización en política criminal contemporánea, que eventualmente asimilan crimen con enfermedad e implican lo que M. Foucault llamaría inflación del poder médico en «Vigilar y castigar» (N.R). [151] Esta visión del sistema punitivo — que hoy hacen suya buena parte de los especialistas liberales en derecho penal — es una constante en el anarquismo, especialmente en P. Kropotkin y E. Malatesta (N.R.). [152] Bruno Bauer (como anónimo), Was ist jetzt der Gegenstand der Kritik?, en Allgemeine Literatur-Zeitung, nümero 8, p. 22. [153] Mateo 5,48. [154] Moses Hess (como anónimo), Sozialismus und Kommunismus [Socialismo y comunismo], en Einundzwanzig Bogen aus der Schweiz, Zürich y Winterthur, 1843, pp. 89-90. [155] Pierre-Joseph Proudhon, Quest-ce que la propriété? Ou Recherches sur le Principe du droit et du gouvernement, Paris, 1841, p. 83. [¿Qué es la propiedad? O investigaciones acerca del principio del derecho y del gobierno, Utopía Libertaria, 2005] [156] De hecho el Estado se define, precisamente, por poseer el monopolio de la coacción. En este sentido, todos los derechos que puedan llegar a disfrutar los ciudadanos provienen siempre, en última instancia, de la gracia del Estado, que es el «garante» de la Constitución. Se trata, por otro lado, de una característica intrínseca del Estado, cualquiera sea su orientación política y su grado de democratización: desde Hobbes hasta Rousseau, fundar un Estado consiste en alienar todos los derechos individuales en una instancia superior (que los distribuirá en mayor o menor medida dependiendo de las circunstancias políticas). Incluso los Estados más «democráticos» se reservan el recurso del «estado de sitio» (que implica la suspensión o restricción de los derechos garantizados en tiempos de paz). Además, la distinción trazada por Stirner respecto del poder y el derecho es sumamente interesante, pues permite distinguir aquellos derechos efectivamente impuestos por el Estado de aquellos que no pasan de la mera declaración. Para saber, dentro de un Estado, si un derecho existe efectivamente, no hay que leer los Códigos si no más bien ver a quiénes persiguen los jueces y la policía (N.R.). [157] La crítica a la «trascendencia» del poder del Estado es común a todo el pensamiento anarquista. Desde Proudhon hasta Mal atesta, la delegación del poder (que del mismo modo que los contractualistas, ubican en el origen del Estado) es el pasaporte seguro hacia la servidumbre. Este punto traza una divisoria entre el anarquismo y otras ideologías que se reivindican liberadoras, tales como el liberalismo o incluso el marxismo en muchas de sus versiones (N.R.). [158] Es importante no confundir a Stirner con el llamado anarco-capitalismo, puesto que éste último no esta dispuesto a renunciar ni al Estado, ni a la policía, ni a la propiedad privada (N.R). [159] En un documento de registro para Irlanda, el gobierno propuso otorgar derechos políticos a aquellos que pagaran un impuesto para la pobreza de 5 libras. Aquel que da limosna, entonces, adquiere derechos políticos, como en otros lugares es nombrado «Caballero del Cisne» [Expresión para referirse a los «caballeros andantes» que rescataban a los que se encontraban en apuros (N.R.)]. [160] Heinrich Wilhelm Kaiser , Die Persönlichkeit des Eigentums in Bezug auf den Sozialismus und Communismus im heutigen Frankreich [La personalidad de la propiedad en relación al socialismo y al comunismo en la Francia contemporánea], Bremen, 1843. [161] El ministro Stein se refirió con esta expresión al Conde de Reisach al dejarlo en manos del gobierno Bávaro, porque, según dijo: «Un Estado como el de Baviera tiene que valer más que un simple individuo». Reisach había escrito en contra de Montgelas por encargo de Stein, y era por este escrito que Montgelas pidió su caebza y Stein se la entregó. Ver Hermann Friedrich Wilhelm Hinrichs, Politische Vorlesungen. Unser Zeitalter und wie es geworden, nach seinen poli-tischen, kirchlichen und wissenschaftlichen Zustánden, mit besonderem Bezug auf Deutschland und namentlich Preussen [Lecciones políticas. Nuestra época y su gestación según su situación política, eclesiástica y científica, con especial referencia a Alemania y particularmente a Prusia] , tomo 1, Halle, 1843, p. 280. [162] En la escuela, la universidad, etc. compiten pobres y ricos. Pero esto sólo es posible a través de becas, las cuales — y esto es importante — tienen su origen en tiempos en que la libre competencia no era todavía un principio generalizado. La libre competencia no otorga becas, sino que dice: «Arréglense solos, es decir, consigan sus propios medios». Cuando el Estado entrega fondos para becas, lo hace por su propio interés, para educar «sirvientes» para sí. [163] En este pasaje aparece un juego de palabras difícil de traducir: poner a la disposición de todos es preisgeben [revelar] y simultáneamente, preis geben [poner precio] (N.R.). [164] Otro juego de palabras con Geld [dinero] y gelten [contar] (N.R.) [165] Estudiar por el pan (N.R). [166] Aquellos que presentan una utilidad general y pueden ser realizados por cualquiera, por el simple hecho de ser humano (N.R.). [167] Estafadores (N.R.). [168] Literalmente, «Nada de lo humano me es ajeno» (N.R.). [169] Stirner se refiere a una serie de medidas implementadas en Francia, en 1835, durante el reinado de Luis Felipe, que tenían el objeto de suprimir toda expresión de opiniones radicales (N.R.). [170] Autorización para editar un libro que la jerarquía eclesiástica utiliza desde el medioevo (N.R.). [171] Edgar Bauer, Die liberalen Bestrebungen in Deutschland, número 2, Zürich y Winterthur, 1843, pp. 99 y ss. [Cfr. n. 143 (N.R.)]. [172] Ia Juan, 4, 16. [173] Stirner alude a la teoría hegeliana del castigo penal, expuesta al final de la primera sección de la Filosofía del Derecho (N.R.). [174] Eugène Sue, Los misterios de Paris, Paris, 1842 (N.R.). [175] El lecho de Procusto (N.R.). [176] Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, p. 394. [177] Probablemente extraído de: J. W. Goethe, El aprendizaje de Wilhelm Meister, Berlín, 1795-96 (N.R.). [178] Stirner hace referencia al salvoconducto otorgado por Segismundo (rey de Bohemia entre 1410 y 1437) a John Hus (acusado de herejía) para que éste pueda participar del Concilio de Constanza en 1415 y contestar los cargos que se le hacían. Finalmente el rey permitió que se lo arrestara y se lo llevara a la hoguera (N.R.). [179] Hechos 5,4. [180] Francisco I, rey de Francia, fue capturado por Carlos V en 1525 y para obtener su libertad accedió a todo lo que se le exigía; pero en 1527 denunció los términos del acuerdo fundándose en que había sido extorsionado (N.R.). [181] En realidad el ejemplo de Kant es un poco más complejo. Uno de los argumentos para no mentir es, precisamente, que el azar puede poner al perseguidor en la pista de mi amigo (N.R.). [182] Stirner se refiere, en realidad, a Pablo I, el «Zar de todas las Rusias», pero lo hace de forma velada para evitar la censura (N.R.). [183] De nuevo, probablemente por motivos de censura, evita poner Rusia (N.R.). [184] Aunque Stirner retoma la idea individualista de libertad — que Bakunin criticará en Dios y el Estado —, es notable que, sin renunciar a la autosuficiencia del individuo, llegue a superar la visión puramente negativa que el liberalismo tiene de la vida en sociedad. El mecanismo es el mismo que en el resto del libro, pues el individuo se libera «apropiándose» del acto de asociarse, así como antes se había apropiado de sí mismo (N.R.). [185] Divinidades romanas que protegían a la familia (N.R.). [186] En este retorcido parágrafo se vuelven evidentes tanto el solipsismo como el anarquismo de Stirner: al renunciar a todo nivel trascendente de explicación, la perspectiva de cada «Único» no puede ser nunca subsumida en una visión más general. Aunque podamos ser catalogados como hombres y, por lo tanto, como iguales, no «somos» (en un sentido «fuerte» del verbo ser), no podemos ser «Hombres», puesto que Hombre es un concepto, una idea, un fantasma. Que cada uno pueda ser un individuo, igual a los otros, que se «apropia» del mundo, es irrelevante desde la perspectiva del «único», puesto que a cada uno (y sólo a cada uno) le corresponde liberarse. Por otra parte, ésta es una veta que marca la fuerte afinidad de Stirner con el resto de los autores anarquistas, al menos en lo que los distingue de otras ideologías «liberadoras»: no es la llegada de la «sociedad sin clases» la que liberará a los individuos, sino que serán los individuos los que liberándose podrán — si quieren — instaurar tal sociedad. De este modo resulta rechazada de plano la posibilidad de una vanguardia tal como la entiende el marxismo. Esto no implica, de todos modos, que los individuos no puedan propagar sus ideas socialistas, sino, simplemente, que su motivo no será el «amor a la humanidad», sino el interés en que la sociedad se organice de tal manera que la libertad individual (la posibilidad de decidir sobre la propia existencia) no encuentre tantos obstáculos como en el régimen capitalista (N.R.). [187] Para asegurarme contra una acción penal, advierto que estoy utilizando el término « sublevación» en su acepción etimológica, y por ende no en el sentido en que aparece prohibida en el código penal. [188] De la versión clásica del Padrenuestro (N.R.) [189] Juan, 6, 32,33, 48 (N.R.) [190] Friederich von Schiller, El ideal y la vida [Poema filosófico de 1796 (N.R.)]. [191] Stirner retoma una analogía formulada en la primer parte del libro: desde la perspectiva del único, no hay diferencia entre cristianos y judíos, puesto que, según Stirner, ambos pondrían los bienes — espirituales o materiales, lo mismo da —, por encima de sí mismos (N.R.). [192] Ia Corintios, 15, 26. [193] 2a Timoteo, 1,10. [194] Ver nota 29. [195] Johann Caspar Bluntschli, Die Kommunisten in der Schweiz nach den bei Weitling Vorgefundenen Papieren. Wörtlicher Abdruck des Kommissional-berichtes an die H. Regierung des Standes Zürich, Zürich 1843, p. 24. [196] Op. cit., p. 63. [197] Aunque es conocido como uno de los principales impulsores de la fisiognomía (teoría que pretende descubrir el carácter de una persona a través de sus rasgos), Stirner probablemente esté aludiendo a la enorme cantidad de textos místicos que publicó desde Suiza a lo largo del último cuarto del siglo xvii (N.R.). [198] Romanos 1,25. [199] Ludwig Feuerbach, Grundsätze der Philosophie der Zukunft, Zürich y Winterthur 1843, p. 47ss. [Tesis provisionales para la reforma de la filosofía / Principios de la filosofía del futuro, Hyspamerica, Buenos Aires, 1984]. [200] Cámara de Paris, 25 de Abril de 1844 [Discurso ante la Cámara, el 25 de Abril de 1844. A favor de Stirner, el mismo Guizot, una década antes de este discurso, propuso una ley que otorgaba a la Iglesia el control sobre la educación primaria en Francia. A favor de Stirner, entonces, porque se reafirma su tesis de las semejanzas entre pensamiento cristiano y liberal, en tanto ambos siguen siendo «espirituales» (N.R.)]. [201] Arnold Ruge, Bruno Bauer und die Lehrfreiheit [Bruno Bauer y la libertad de enseñanza], en Anekdota zur neuesten deutschen Philosophie und Publizistik [Anécdotas sobre la filosofía y la publicística alemanas más recientes], tomo 1, Zürich y Winterthur, 1843, p. 120. [202] Op. cit., p. 127. [203] A favor de Proudhon, éste se niega, en muchas oportunidades, a otorgarle el rango de verdad a lo que dice. Por el contrario, el esquema progresivo y de equilibrio en el que se mueve su teoría prácticamente lo obliga a afirmar el carácter fundamentalmente efímero de sus propias ideas (N.R.). [204] 1 Tes. 5,21. [205] El autor se refiere a un poema de Lenau (escritor austríaco contemporáneo de Stirner): Un viajero, angustiado por su mala suerte se encuentra con tres gitanos que están todavía peor que él. Ninguno de los gitanos parece preocuparse por su estado, uno toca la gaita, el otro fuma y el tercero duerme. Es una historia que se rebela contra la «seriedad» con que los hombres suelen tomarse la vida (N.R.). [206] Stirner se rebela contra tres «reencarnaciones» de la perspectiva cristiana: primero, la idea cristiana según la cual los hombres se realizan en el «otro mundo»; segundo, contra la idea hegeliana según la cual los individuos se realizan en el Estado: y tercero, contra la versión revolucionaria, supuestamente superadora, según la cual los individuos se realizan en la sociedad igualitaria instaurada por la Revolución. Este rechazo suele interpretarse como una negación «liberal» — y por ende «ideológica»- de toda perspectiva de cambio revolucionario. Por el contrario, me parece que lo que Stirner está rechazando es el elemento esencialista -y por ende idealista — que se mantiene en las tres «propuestas liberadoras». En este sentido, y contra lo que suele afirmarse, Stirner no hace más que formular — aunque sólo sea en teoría —, la idea anarquista de acción directa, entendida como al realización de la libertad aquí y ahora. El problema no es la sociedad comunista — incluso llega a afirmar en el texto, al referirse a la distinción entre el trabajo como «humano» y el trabajo como «único», que le parece la más ventajosa —, sino contra la «divinización» de la Revolución o de la sociedad sin clases (N.R.). [207] «Más aún, aboliendo la propiedad personal, el comunismo se constituye en un nuevo Estado, un status, un orden de cosas destinado a paralizar la libertad de mis movimientos, un poder soberano superior a Mí. El comunismo se opone con razón a la opresión de los individuos propietarios, de los que Yo soy víctima, pero el poder que da a la comunidad es más tiránico aún». Cfr. pág. 263 de esta misma edición. [208] «...el último objetivo de la educación no puede seguir siendo el saber, sino el querer nacido de ese saber. En una palabra, tender hacia un hombre personal o libre (...) Se trata de descubrirnos a nosotros mismos, de liberarnos de todo aquello que nos es extraño, abstraemos y desembarazarnos radicalmente de toda autoridad, reconquistar la ingenuidad (...) La escuela no produce hombres auténticos; más bien sucede que si algunos ha llegado a serlo ha sido a pesar de ella. Esta,...no hace de nosotros naturalezas libres». M. Stirner, El falso principio de nuestra educación.
«No es un mérito de la Escuela si salimos de ella sin ser egoístas. Todas las formas de usura y rapacidad, de ambición burocrática, de diligencia servil, de hipocresía, etc., tienen que ver tanto con el saber difundido como con la formación clásica elegante». [209] «En manos del Estado la fuerza se llama derecho, en manos del individuo recibirá el nombre de crimen. Crimen significa el empleo de la fuerza por el individuo; sólo por el crimen puede el individuo destruir el poder del Estado, cuando considera que está por encima del Estado y no el Estado por encima de él». Cfr. pág. 200 de esta misma edición. [210] Se refiere al movimiento denominado «Joven Alemania» que se reúnen en Berlín en el círculo de «Los Libres» agrupados por los hermanos Bruno y Ed-gard Baüer y al que pertenecían, entre otros: Stirner, Feuerbach, Strauss, Marx y Engels. Es de esa época, la única imagen que existe de Max, un dibujo en lápiz confeccionado por Engels. [211] Un tema interesante, pero que excede por mucho los límites de un esbozo biográfico (N.R.). [212] «El egoísmo sigue otro camino para la supresión de la miseria de la plebe. No dice: espera a que una autoridad cualquiera, encargada de repartir los bienes en nombre de la comunidad, te dé en su equitatividad (porque en los Estados de lo que se trata siempre es de un don que recibe cada uno según sus méritos, es decir, sus servicios). Dice, por el contrario: pon tu mano sobre aquello que necesitas y tómalo. Es la declaración de guerra de todos contra todos». Cfr. pág. 263 de esta misma edición.
«La cuestión de la propiedad no es, creo haberlo mostrado, tan sencilla de resolver como se lo imaginan los socialistas e incluso los comunistas. No será resuelta más que por la guerra de todos contra todos». Cfr. pág. 265 de esta misma edición. [213] «Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así me lo quitaría al darse cuenta de que carezco de títulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a su clemencia.
La burguesía se apoya únicamente en los títulos legales. El burgués sólo es lo que es, gracias a la benévola protección del Estado. Perdería todo si el poder del Estado llegara a desplomarse». Cfr. p. 119 de esta misma edición. [214] «Los obreros que reclaman un aumento de salario son tratados como criminales desde el momento en que intentan arrancárselo a la fuerza al patrón. ¿Qué deben hacer? Si no usan su fuerza se volverán con las manos vacías; pero usar la fuerza, recurrir a la compulsión, es hacerse valer a uno mismo, sacar libre y realmente de su propiedad lo que vale, y esto no puede ser tolerado por el Estado. ¿Qué hacer, entonces, se preguntan los trabajadores? ¡Esto es lo que tienen que hacer: contar sólo con ellos mismos y no tener en cuenta al Estado!» Cfr. pág. 260 en esta misma edición. [215] «Finalmente, volvamos, una vez más, a la competencia. La competencia existe porque nadie se apropia de su casa y se entiende con los demás a través de ella. El pan, por ejemplo, es un objeto de primera necesidad. Nada sería más natural que ponerse de acuerdo para establecer una panadería pública. En vez de eso, se abandona ese indispensable suministro a panaderos que se hacen competencia. Y así se hace con la carne a los carniceros, el vino a los taberneros, etc.
Abolir el régimen de la competencia no quiere decir favorecer el régimen de la corporación. He aquí la diferencia: en la corporación, hacer el pan, etcétera, es un asunto de los agremiados; bajo la competencia, lo sería de quienes desean competir; en la asociación, lo es de quienes tienen necesidad de pan, por consiguiente, mi causa, la de ustedes, no es la causa de los agremiados ni de los panaderos con licencia, sino la de los asociados.
Si Yo no me preocupo de mi causa, es preciso que me conforme con lo que los demás quieran darme. Tener pan es mi causa, mi deseo y mi afán, no puedo prescindir de él y, sin embargo, uno se entrega a los panaderos, sin otra esperanza que la de obtener de su discordia, de sus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su competencia, una ventaja con la que no se podía contar con los miembros de las corporaciones, que estaban entera y exclusivamente en posesión del monopolio de la panadería. Aquello de lo que cada cual tiene necesidad, cada cual debería también tomar parte en producirlo o en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la propiedad de los miembros de determinada corporación o de algún patrón con patente». Cfr. pág. 280 de esta misma edición. [216] Es imposible hacer en este lugar una historia — mucho menos una genealogía — del término comunismo; vale la pena, no obstante, hacer algunas aclaraciones: hacia 1840 surge el comunismo como una forma de organización social que tiende a uniformar a todos los invidiuos, similar a un cuartel y propugnada principalmente por el socialista alemán W. Weitling. Más adelante, como explica G. Leval en Conceptos económicos del socialismo libertario, el comunismo — ahora libertario — se refiere a una de las variantes posibles de organización del trabajo social, bajo la divisa de «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad». Recién en el Siglo XX el término comunismo va a referirse, por oposición al «capitalismo occidental», con los regímenes de socialismo de estado. La primera es la que Stirner critica, y lo que reivindica es la distribución de las tareas comunes (N.R.).