Sobre la revolución[1]

No hay peor sordo que el que no quiere oír. Los revolucionarios dicen que su actividad tiene por objeto la destrucción del tiránico estado actual de las cosas que oprime y deprava a los hombres. Pero, para aniquilarle hay que contar de antemano con los medios; tener cuando menos una probabilidad de que ha de lograrse dicha destrucción, y no hay el menor riesgo de que esto pueda suceder. Los gobiernos existen; desde hace mucho tiempo conocen a sus enemigos y los peligros que les amenazan, y por esta razón toman las medidas que hacen imposible la destrucción del estado de cosas por medio del cual se mantienen. Y los motivos y los medios que para esto tienen los gobiernos son los más fuertes que pueden existir: el instinto de conservación y el ejército disciplinado.

La tentativa revolucionaria de 14 de diciembre se hizo en las condiciones más favorables; era en época de un interregno, y la mayor parte de los revolucionarios pertenecían al ejército. ¡Y qué! En San Peterburgo y en Toultchine la insurrección se sofocó casi sin esfuerzos por las tropas sumisas al gobierno, luego vino el reinado de Nicolás I, inepto, brutal, que depravó a los hombres y duró cerca de treinta años. Y todas las tentativas de revolución, no palaciegas, que siguieron a aquélla, empezando por las aventuras de algunas docenas de jóvenes de ambos sexos que pensaron, armando a los campesinos rusos con una treintena de pistolas, vencer un ejército aguerrido de millones de soldados, hasta las últimas manifestaciones de los obreros que con la bandera desplegada, gritaban: ¡Abajo el despotismo! y que dispersaron fácilmente algunas docenas de polizontes y de cosacos armados de látigo, lo mismo que las explosiones y los asesinatos de 1870, precursores al 1° de marzo.[2] Todas esas tentativas terminaron, y no podían terminar de otra manera, con la pérdida de varias personas de valía y con un acrecentamiento de fuerza y brutalidad por parte del gobierno. Las cosas no han cambiado. En el lugar de Alejandro II vino Alejandro III, luego Nicolás II. En el de Bogoliepov, Glazov, en lugar de Spiagnine, Plehwe; y a cambio de Bobrikov, Obolensky.

No he concluido aún de escribir este trabajo cuando ya Plehwe no ocupa su cargo, y para sustituirle se piensa nombrar a otro aún más odioso que él, puesto que después de la muerte de Plehwe, el gobierno debe volverse más cruel. Nadie puede negar el valor de los hombres como Khaltourine,[3] Ryssakov y Mikhaikov,[4] y de los que mataron a Bobrikov y a Plehwe, quienes sacrificaron sus vidas para alcanzar un fin inaccesible. De igual manera tampoco puede dejarse de reconocer el valor y abnegación de aquellos que a costa de los mayores sacrificios empujan al pueblo a la revolución, de los que imprimen y propagan folletos revolucionarios.

Pero es imposible no ver que la actividad de esos hombres no puede guiarles más que a su pérdida y a la agravación de la situación general. Lo que hace que hombres inteligentes, morales, puedan entregarse por entero a una actividad con tanta evidencia inútil, puede explicarse únicamente porque en la actividad revolucionaria, hay una parte de lucha de excitación, de riesgo de la vida, que atrae siempre a la juventud. Es sensible ver la energía de hombres fuertes y capaces gastarse en matar animales, en recorrer grandes trayectos en bicicleta, en saltar obstáculos, en luchar, etc, y es aun más triste ver esta energía gastarse en turbar a los hombres para arrastrarles a una actividad peligrosa que destruye su vida, o, lo que aun es peor, en todo aquello que no prohíbe la ley, o, con más exactitud, según esta definición, es la prohibición igual para todos de cometer, bajo pena de castigo, los actos que atentan a lo que se reconoce ser el derecho de los individuos. He aquí por qué con arreglo a esta definición, se mira la libertad, en la mayoría de los casos, como una violación de la libertad del hombre. Por ejemplo, nuestra sociedad reconoce al gobierno el derecho de disponer del trabajo (impuestos), hasta de la persona (servicio militar) de sus ciudadanos. Se reconoce que algunos hombres tengan el derecho de la posesión exclusiva de la tierra, y sin embargo, es evidente que estos derechos, al proteger la libertad de unos, no solamente no dan libertad a los otros, sino que del modo más brutal privan a la mayoría de disponer de su trabajo y hasta de su persona.

De manera que la definición de libertad como derecho de hacer todo lo que no coarte la libertad de otro, todo lo que no está prohibido por la ley; evidentemente no corresponde al concepto que se le da a la palabra libertad. Y no puede ser de otro modo, porque una definición semejante atribuye al concepto de la libertad la cualidad de alguna cosa positiva, en tanto que la libertad es una concepción negativa. La libertad es la ausencia de trabas. El hombre es libre, solamente cuando nadie le prohíbe, bajo la amenaza de la violencia, ejecutar ciertos actos.

He aquí por qué en la sociedad donde los derechos de las personas están definidos de una manera u otra y donde se exige o prohíbe bajo pena de castigo, ciertos actos, en semejante sociedad los hombres no pueden ser libres. Pueden ser verdaderamente libres solo cuando todos por igual estén convencidos de la inutilidad, de la ilegitimidad de la violencia y obedezcan a las reglas establecidas, no por miedo a la violencia o a la amenaza, y sí, por la convicción razonable.

Pero no faltará quien me objete, que no hay una sociedad semejante, y he aquí por qué en ninguna parte puede existir la verdadera libertad; verdad es que no existe una sociedad en la que no se reconoce la necesidad de la violencia, pero esta necesidad también tiene sus diversos grados. Toda la historia de la humanidad es la sustitución cada vez mayor, de la convicción razonable a la violencia. Además la sociedad reconoce claramente la estupidez de la violencia, y se acerca cada vez más a la verdadera libertad. Esto es sencillo y debería ser claro para todos, si desde hace muchos años no se hubiese establecido entre los hombres la inercia ante la violencia y el embrollamiento voluntario de los conceptos, para sostener esta violencia que solo es ventajosa para los dominadores.

La influencia mutua por la convicción razonable, basada en las leyes de la razón comunes a todos, es propia de los hombres y de los seres razonables. Esta sumisión voluntaria de todos a las leyes de la razón y el hecho de proceder cada uno para con los demás en la misma forma con que quiere se proceda con él, son propias a la naturaleza del hombre razonable que es común a todos. Esta relación mutua de los hombres, que realiza el más elevado ideal de justicia, es la propagada por todas las religiones, y la humanidad no cesa de aproximarse.

Por esta razón es evidente que nos espera una libertad cada vez más grande, no por la introducción de nuevas formas de violencia como hacen los revolucionarios que tratan de anonadar la violencia existente con el empleo de otra violencia, y sí propagando entre los hombres la conciencia de lo ilegítimo, de la criminalidad, de la violencia y la posibilidad de ser sustituido por la convicción razonable, al mismo tiempo que cada individuo vaya empleando cada vez menos la violencia. Y para esparcir este convencimiento y el abstenerse de la violencia, cada hombre tiene un medio accesible y el más poderoso: explicarse este convencimiento a sí mismo, es decir, a esta parte pequeña del mundo que nos es sumisa, y gracias a este convencimiento, separarse de toda participación en la violencia y llevar una vida en la cual esta deba resultar inútil.

Piensa con seriedad, comprende y define el sentido de tu vida y de tu destino —la religión te lo enseñará—; trata en todo lo que te sea posible, de realizar en tu vida lo que consideres como tu destino. No tomes parte en el mal que reconoces y censuras. Vive de manera que la violencia no te sea necesaria, y te ayudarás de la manera más eficaz a adquirir la conciencia de la criminalidad, de lo inútil de la violencia, y, procediendo así, por la vía más segura podrás esperar la liberación de los hombres, ese fin que persiguen los revolucionarios convencidos.

Pero no se me permite decir lo que pienso, ni vivir como lo creo necesario.

Nadie puede obligarte a decir lo que tú no crees que es útil y ni a vivir como tú no quieras, y todos los esfuerzos de los que te contradigan no harán más que fortificar la influencia de tus palabras y de tus actos.

¿Pero esa negativa de actividad exterior, no sería un signo de debilidad, de cobardía, de egoísmo? ¿Ese apartamiento de la lucha no ayudaría al aumento del mal?

Existe una opinión semejante; está provocada por los revolucionarios. Pero esta opinión no es solo injusta, sino que revela mala fe. Que cada hombre que desee colaborar al bien general de los hombres trate de vivir sin recurrir en ningún caso a la protección de su persona y de su propiedad con la violencia, que trate de no someterse a las exigencias de las supersticiones religiosas y gubernamentales, que en ningún caso tome parte en la violencia gubernamental, sea en los tribunales, sea en las administraciones, o en cualquiera otro servicio, que no se goce, bajo ninguna forma, del dinero arrancado al pueblo a la fuerza, que no tome parte en el servicio militar, fuente de todas las violencias, y este hombre sabrá por experiencia, cuanto valor más verdadero y cuantos sacrificios son necesarios para seguir este camino que para emplear una actividad completamente revolucionaria.

La negativa de pagar los impuestos o de tomar parte en el servicio militar, se basa en la ley religiosa y moral, que los gobiernos no pueden negar, esta sola negativa, firme y atrevida, quebranta las bases sobre las que se sostienen los gobiernos, y esto será mil veces más seguro que el empleo de las huelgas por largas que sean, que los millones de folletos socialistas, que las revoluciones mejor organizadas o la matanza de políticos.

Y los gobernantes lo saben, el instinto de conservación les ha dicho en donde está el peligro principal. No tienen miedo a las tentativas violentas, pues tienen en sus manos una fuerza invencible; pero saben que son impotentes contra la convicción razonable, afirmada por el ejemplo de la vida.

La actividad espiritual es la fuerza más grande y más poderosa. Mueve al mundo. Pero para que sea la fuerza que mueva al mundo es preciso que los hombres crean en su potencia, que se sirvan de ella sin mezclar procedimientos de violencia qne destruyan su fuerza. Los hombres deben saber que todas las murallas de la violencia, aun aquellas que parecen más fuertes, no se destruyen por las conjuraciones, por los discursos parlamentarios, o las polémicas de los periódicos, y mucho menos por las revoluciones y las matanzas; se destruyen únicamente por la explicación que cada uno se hace del sentido y del objeto de su vida y la ejecución firme, valerosa, sin compromisos, en todos los casos de la vida, de las exigencias de la ley superior, interior de la vida. Seria muy de desear que los jóvenes a quienes nada liga al pasado, que quieren con sinceridad servir al bien de los hombres, comprendan que la actividad revolucionaria que les atrae, no solamente no alcanza un fin persuasivo, sino que es completamente contrario, agota sus mejores fuerzas de la vida en la que pueden servir a Dios y a los hombres; que esta actividad, con más frecuencia, produce actividad contraria, que el objeto que no se alcanza por la clara conciencia de cada individuo sobre su destino y de la dignidad humana, y, en consecuencia, por la vida firme, religiosa y moral que no admite ningún compromiso, ni de palabras ni de actos, con el mal de la violencia que se censura y se desea destruir.

Si la centésima parte de la energía gastada ahora por los revolucionarios para alcanzar fines exteriores inalcanzables hubiese sido empleada en el trabajo interior espiritual, desde hace tiempo, como la nieve al sol del estío, hubiese derretido ese mal contra el cual los revolucionarios han luchado tanto y aun luchan en vano.

Yasnaia Poliana. 22 Julio (4 Agosto 1904).

Los acontecimientos actuales en Rusia

Hace dos meses, recibí de un periódico de la América del Norte un cablegrama con una contestación pagada de cien palabras: se me preguntaba mi opinión sobre la importancia, el objeto y las consecuencias probables de la agitación de los Zemstvos. Teniendo sobre este punto una opinión muy clara y en desacuerdo con la mayoría, creo necesaria darla.

He aquí lo que contesté:

La agitación de los Zemstvos tiene por objeto la limitación del despotismo y la institución de un gobierno representativo. ¿Los instigadores de esta agitación esperan alcanzar con ella su objeto o la continúan para perturbar a la sociedad? En ambos casos el resultado probable será el aplazamiento del verdadero mejoramiento social, pues este no se obtiene más que por el perfeccionamiento religioso y moral del individuo. Mientras que la revolución política, colocando ante los individuos la ilusión perniciosa de la mejora social por el cambio de las formas exteriores, detiene, generalmente, el verdadero progreso, cosa que puede verse en todos los Estados constitucionales: Francia, Inglaterra, América.

El contenido de este telegrama apareció en el Moskovkia Viédemosti con algunas inexactitudes, y en seguida empecé a recibir y recibo aún cartas llenas de reproches por la idea que he emitido; además los periódicos americanos, ingleses y franceses me preguntan qué es lo que pienso sobre los acontecimientos que en la actualidad se desarrollan en Rusia. No quisiera responder ni a los unos ni a los otros; pero después de las matanzas de San Petersburgo, y los sentimientos de indignación, de miedo, de cólera y de odio que han provocado en la sociedad, creo es deber mío explicarme con más detalles y claridad, de lo que brevemente lo hice en las cien palabras al periódico americano.

Lo que he de decir tal vez ayudará a algunos hombres a verse libres de los sensibles sentimientos de censura, vergüenza, irritación y odio; del deseo de lucha, venganza y de conciencia de su impotencia que ahora sienten la mayoría de los rusos; tal vez esto les ayudará a reconcentrar su energía sobre esa actividad interior, moral, que solo procura el verdadero bien a los individuos lo mismo que a la sociedad, y que sin embargo, es tanto más necesario cuanto que los acontecimientos que se desarrollan son más complicados y más sensibles.

He aquí lo que pienso de los acontecimientos actuales:

Considero no solo al gobierno ruso, sino a cada gobierno, como una institución complicada, consagrado por la tradición y la costumbre para cometer impunemente la violencia, los crímenes más espantosos, las matanzas, el pillaje, la promoción del alcoholismo, el embrutecimiento, la depravación, la explotación del público por los ricos y los fuertes. Por esta razón pienso que todos los esfuerzos de los que desean mejorar la vida social, deben tender a librar a los hombres de los gobiernos, cuya inutilidad es en nuestra época cada vez más evidente. Este objeto, según mi entender, se consigue por un solo medio, el único: por el perfeccionamiento interior, religioso y moral de los individuos.

Cuanto más superiores sean los hombres bajo el punto de vista religioso y moral, serán cada vez mejores las formas sociales bajo las cuales se irán agrupando, y el gobierno tendrá que recurrir menos a los procedimientos de mal y violencia. Y por el contrario, los hombres de determinada sociedad irán resultando más inferiores, bajo el punto de vista religioso y moral, y el gobierno siendo más poderoso, será mayor el mal que cometa.

De manera que el mal causado a los hombres por el gobierno es siempre proporcional al estado moral y religioso de la sociedad, cualquiera que sea su forma.

Sin embargo, ciertas gentes, ante todo el mal cometido en la actualidad por el gobierno ruso —gobierno especialmente cruel, grosero, estúpido y embustero— piensan que todo ese mal no se produciría si el gobierno ruso estuviese organizado como debía estarlo, sobre el modelo de otros gobiernos existentes (que son las mismas instituciones, buenas para cometer impunemente sobre sus pueblos toda clase de crímenes); y para buscar remedio, esas personas emplean todos los medios que están en su mano pensando que el cambio de formas exteriores puede modificar el fondo.

Una actividad semejante me parece ineficaz, fuera de razón, irregular (es decir, que los hombres se atribuyen derechos que no tienen) e inútil.

Encuentro esta actividad ineficaz, porque la lucha por la fuerza, y, en general, por las manifestaciones exteriores (y no por la sola fuerza moral) de un grupo pequeño de personas contra un gobierno poderoso que defiende su vida y que para ello dispone de millones de hombres armados y disciplinados, y de millones de rublos, porque semejante lucha, bajo el punto de éxito posible, no es más que ridícula, y es sensible bajo el punto de vista de la suerte de esos desgraciados que dejándose arrastrar pierden su vida en esta lucha desigual.

Esta actividad me parece irrazonable, puesto que hasta en la hipótesis más probable —el triunfo de los que luchan actualmente contra el gobierno— la situación de los hombres no podría mejorarse.

El actual gobierno, que procede por la fuerza, es tal, solamente porque la sociedad que domina está compuesta de hombres moralmente muy débiles, en la que unos, guiados por la ambición, el lucro y el orgullo, sin ser molestados por la conciencia, tratan por todos los medios de acaparar y retener el poder; los otros por miedo y también por amor a la ganancia y a la ambición, o gracias al embrutecimiento, ayudan a los primeros o se someten también. De cualquier modo y bajo cualquier forma que se agrupen esos hombres, resultará siempre un gobierno semejante y asimismo violento.

Encuentro esta actividad irregular, porque los hombres, que en la actualidad luchan en Rusia contra el gobierno —los miembros liberales de los Zemstvos, los médicos, los abogados, los escritores, los estudiantes, los revolucionarios y algunos millones de obreros separados del pueblo influidos por la propaganda— por más que crean y se titulen representantes del pueblo, no tienen ningún título para ello.

Esos hombres, en nombre del pueblo, reclaman del gobierno la libertad, libertad de la prensa, libertad de conciencia, libertad de reunión, la separación de las Iglesias y del Estado, la jornada de trabajo de ocho horas, la representación nacional, etc. Y preguntad al pueblo, a los cien millones de campesinos qué piensan de esas reclamaciones, y al verdadero pueblo le costará bastante trabajo responder, porque todas esas reclamaciones, hasta la jornada de trabajo de ocho horas, para la gran masa de los campesinos no tiene ningún interés.

Los campesinos no necesitan nada de todo esto, les hace falta otra cosa. Lo que esperan y desean desde hace mucho tiempo, en lo que piensan y hablan de continuo —y de lo cual no hay ni una palabra en todas las proclamas liberales y discursos, y que apenas se ha mencionado en los programas revolucionarios y socialistas—, lo que el pueblo espera y desea, es la franquicia de la tierra del derecho de propiedad, la socialización de la tierra. Cuando el campesino gozará de la tierra, sus hijos no irán a las fábricas, y los que quieran ir establecerán por sí mismos el número de horas de trabajo y de salario.

Se dice: dad libertad y el pueblo expondrá sus reclamaciones. Esto es falso. En Inglaterra, en Francia, en América, la libertad de la prensa es absoluta, sin embargo, en los parlamentos no se habla de la socialización de la tierra, no se habla apenas en los periódicos, y la cuestión del derecho del pueblo sobre la tierra, quedará relegada al último término.

Por esta causa los liberales y los revolucionarios, que dicen interesarse y conocer las dolencias del pueblo, no tienen ningún derecho para ello; no representan al pueblo, no se representan más que a sí mismos.

También, según mi opinión, esta actividad es ineficaz, irrazonable e irregular. Además, es perjudicial, puesto que aparta a los hombres de la actividad única, —el perfeccionamiento moral del individuo— por el cual, y exclusivamente por él, pueden lograrse los fines de los hombres que luchan contra el gobierno.

Lo uno no impide lo otro, se me objetará. Pero esto no es verdad. Nadie puede hacer dos cosas a la vez. Nadie se puede perfeccionar moralmente, y al mismo tiempo tomar parte en actos políticos que arrastran a los hombres a las intrigas, las astucias, las luchas, la cólera, llegando hasta el asesinato. La libertad política no solamente no ayuda a librarnos de las violencias gubernamentales, sino, por el contrario, hace a la vez a los hombres más ineptos para la única libertad que puede redimirles.

Mientras que los hombres sean incapaces de resistir a las seducciones del miedo, del lucro, de la ambición, de la vanidad, que humillan a unos y depravan a otros, formarán siempre una sociedad compuesta de violadores, de impostores y de sus víctimas. Para que esto no suceda, cada individuo debe hacer un esfuerzo moral sobre sí mismo. Los hombres sienten esto en el fondo de su alma, pero quieren esperar de un modo cualquiera, sin hacer esfuerzos, lo que no se ha conseguido por el esfuerzo.

Explicarse, por sus propios esfuerzos, su misión para con la sociedad, establecer su relación para con los hombres, basándose sobre esa ley eterna: no hagas a los demás lo que no quieras que los demás te hagan a ti, reprimir sus malas pasiones, que nos entregan al poder de los demás hombres, no ser ni amo ni esclavo de nadie, no fingir, no mentir, ni por temor ni por lucro, no eludir las exigencias de la ley suprema de la conciencia. Todo esto exige esfuerzo.

Imaginarse, por el contrario, que la institución de determinada forma de gobierno, conducirá por una vía mística cualquiera, a todos los hombres, a la equidad y a la virtud, y para llegar a esto, sin ningún esfuerzo del pensamiento, repetir lo que dicen los hombres de un partido, moverse, discutir, mentir, fingir, insultar y batirse, todo esto se hace por sí mismo, sin que haya necesidad de esfuerzos. Los hombres que quieren que así sea, se persuaden de lo que esto es.

Y entonces, aparece una teoría con arreglo a la cual se trata de probar que los hombres pueden, sin esfuerzos, obtener los resultados del esfuerzo. Esta teoría es semejante a aquélla, con arreglo a la cual, la plegaria por su propia perfección, la fe en la redención de los pecados por la sangre de Cristo o la gracia divina transmitida por los sacramentos, pueden reemplazar al esfuerzo personal. Sobre la misma aberración psicológica está basada también esta teoría extraordinaria de mejorar la vida social por el cambio de las formas exteriores que ha producido y que producirá tantos males horribles, y que más que todo, impedirá el verdadero progreso de la humanidad.

Los hombres reconocen que tienen en su vida, algo de malo, y que hay también algo que es preciso mejorar. Pero al hombre no le es factible más que mejorar una cosa: a si mismo. Pero para mejorarse a sí mismo, es preciso ante todo, reconocer lo que no es bueno, y esto, el hombre no lo quiere hacer. Y he aquí, por qué se fija toda la atención, no sobre lo que esté siempre en nuestra facultad hacerlo, y sí sobre las condiciones exteriores que no son de nuestra incumbencia y cuyo cambio no puede mejorar la situación de los hombres, como tampoco trasegándole se mejoran las cualidades del vino. Y he aquí que empieza una actividad: 1° estéril, 2° enojosa, orgullosa (pues corregimos a los demás) perversa (se puede matar a los que sean un obstáculo al bien común) y depravada.

Reconstituyamos las formas sociales y la sociedad prosperará. ¡Eso seria hermoso si el bien de la humanidad se lograse tan fácilmente! Por desgracia, o mejor dicho, por fortuna, pues si los unos pudiesen arrebatar la vida a los otros, esto seria la mayor desgracia de los hombres y esto no es así. La vida humana se modifica no por el cambio de las formas exteriores y sí, solamente por el trabajo interior de cada individuo sobre sí mismo. Y cada esfuerzo para obrar sobre las formas exteriores o sobre las demás, no hace más que alterar, disminuir la vida de este o de aquellos que —como todos los hombres políticos, reyes, ministros, miembros del parlamento, revolucionarios de todas clases, liberales— ceden a este error pernicioso.

Los hombres que juzgan de una manera superficial, los hombres ligeros que con preferencia se emocionan con la carnicería fratricida cometida frecuentemente en San Petersburgo y con todos los acontecimientos que acompañaron a ese crimen, piensan que la causa principal de dichos acontecimientos radica en el despotismo del gobierno ruso, y que si la forma autocrática del gobierno ruso fuese reemplazada por la constitucional o republicana, semejantes acontecimientos no podrían repetirse.

Pero el mal principal (si uno se penetra con atención de toda su importancia) que sufre ahora el pueblo ruso, no está en los acontecimientos de San Petersburgo; está en la guerra afrentosa y cruel, comenzada a la ligera por una docena de hombres inmorales. Esta guerra ha matado ya a multitud de centenares de miles de rusos, y amenaza aún matar o mutilar a otros tantos; no solamente ha arruinado a los hombres de esta generación, sino, también a los de la generación futura, que abrumada por impuestos enormes, bajo la forma de deuda perderá las almas de los hombres que con ella se han depravado. Lo que ha pasado en San Petersburgo el 9 de enero no es nada comparándolo con lo que ocurre en el lugar de la guerra donde se mutilan cien veces más hombres que han perecido el 9 de enero en San Petersburgo. Y la pérdida de esos hombres en la guerra no subleva a la sociedad, como las matanzas de San Petersburgo, sino que la mayoría miran con indiferencia, otros con compasión el hecho de que se envíen allí millares de hombres para la misma insensata matanza, que no tiene objeto.

¡Este mal es horrible! Así, pues, si se habla de los males del pueblo ruso hay que hablar de la guerra; los acontecimientos de San Petersburgo no son más que una circunstancia accesoria que acompaña al profundo mal que existe, y si es necesario encontrar el medio que libre de estos males, ha de ser de tal índole, que libre al mismo tiempo de los dos.

El cambio de la forma despótica de gobierno en forma constitucional o republicana, no libraría a Rusia ni de uno ni de otro mal. Todos los Estados constitucionales, lo mismo que el Estado ruso se arman estúpidamente, y, como Rusia, cuando se les pone en la cabeza, los pocos hombres que tienen el poder envían a su pueblo a la lucha fratricida; guerra de Abisinia, del Transvaal, de España, con Cuba y Filipinas, de China, del Tibet, guerra contra los pueblos de África, todas estas guerras hechas por los gobiernos más constitucionales y más republicanos; y lo mismo, todos esos gobiernos cuando lo creen necesario reprimen con la fuerza armada las revueltas y las manifestaciones de la voluntad del pueblo cuando lo consideran como una violación de la legalidad, es decir, de lo que el gobierno, en un momento dado considera que es la ley.

Cuando en un Estado, habiendo una constitución cualquiera, el poder se mantiene por la violencia, y puede ser acaparado por algunos hombres, por medios diferentes, y cualquiera que sea la forma, siempre habría probabilidad de que ocurran los mismos acontecimientos que ahora ocurren en Rusia —la guerra y la represión de las revueltas.

De manera que la importancia de los hechos que han acaecido en San Petersburgo, no están en nada de lo que piensan los hombres ligeros, a saber, que nos han mostrado el mal proceder del gobierno despótico de Rusia, y que por consecuencia hay que tratar de sustituirle por un gobierno constitucional. La importancia de esos acontecimientos es mucho mayor; es que en sus actos el gobierno ruso es especialmente grosero; vemos con más claridad que en los actos de otros gobiernos el mal proceder y la inutilidad no de tal o cual gobierno, sino, de todos los gobiernos, es decir, de un grupo de hombres que tienen la posibilidad de someter a su voluntad a la mayoría del pueblo.

El conocimiento, la situación, y las impresiones de los rusos, de los europeos, y sobre todo de los americanos, son completamente análogas a la de dos hombres que llegaron al templo, y de uno de los cuales nos habla el evangelio de Lucas capítulo XVIII, v. 10, 11, 13. (fariseos y publicanos).

En Inglaterra, en Alemania, en Francia, en América, los malos procederes de los gobiernos están tan bien enmascarados, que los ciudadanos de estos países, en vista de los acontecimientos de Rusia, imaginan sencillamente que lo que pasa en Rusia no ocurre más que en ella, y que ellos gozan de una libertad absoluta y que no tienen necesidad de mejorar su situación, es decir que se encuentran en el estado más excesivo de esclavitud: en la esclavitud de los que no comprenden que son esclavos y están orgullosos de su situación.

Bajo este aspecto nuestra situación, la de los rusos, por una parte es más sensible (en atención de que las violencias cometidas son más groseras) y de otra parte mejor, porque a nosotros nos es fácil comprender de que se trata; y he aquí por qué cada gobierno, sostenido por la fuerza es un látigo grande e inútil; por esta razón, el deber de los rusos y de todos los hombres esclavizados por los gobiernos, está no en reemplazar una forma de gobierno por otra, sino en suprimir todo gobierno.

En resumen, mi opinión sobre los acontecimientos actuales es la siguiente: el gobierno ruso como todos los gobiernos que existen — americano, francés, japonés, inglés —es un horrible, inhumano, impotente bandido cuya actividad malhechora se manifiesta sin cesar. Por este motivo todos los hombres razonables deben con todas sus fuerzas, tratar de librarse de cualquiera forma de gobierno, como los rusos deben tratar de librarse del gobierno ruso.

Para librarse de los gobiernos no es necesario luchar contra ellos por las formas exteriores (insignificantes hasta el ridículo en atención a los medios de que disponen los gobiernos) es preciso únicamente no participar en nada, no sostenerles y entonces caerán anonadados. Y para no participar en nada de los gobiernos y no sostenerles es preciso estar libre de las debilidades que arrastran a los hombres a los lazos de los gobiernos y les hacen sus esclavos o sus cómplices.

Estar libre de estas debilidades no es posible, más que para el hombre que se ha formado un juicio sobre el Todo, es decir, sobre Dios, y que según la ley única, superior, lo que desliga de estas debilidades al hombre religioso y moral.

He aquí por qué los hombres ven y comprenden con claridad el mal proceder de los gobiernos —como actualmente, los rusos comprendemos, con claridad el mal de nuestro estúpido gobierno, cruel y embustero, que ha perdido ya centenares de miles de hombres, que arruina y deprava millones de personas, y que ahora provoca a los rusos al fratricidio— más claramente deben tratar de formar en ellos una conciencia limpia, firme, religiosa; con más escrupulosidad deben tratar de cumplir la ley divina que emana de esta conciencia y que exige de nosotros no la transformación del gobierno existente o el establecimiento de esa organización social que, según nuestras limitadas opiniones, garantizarían el bien general, pero que exige de nosotros una sola cosa; el perfeccionamiento moral, es decir, el despojarnos de todas las debilidades, de todos los vicios que hacen de nosotros esclavos de los gobiernos y los cómplices de sus crímenes.

Había terminado este artículo y me preguntaba si debía publicarlo o no, cuando recibí una carta muy importante sin firma.

Hela aquí:

Desde hace bastantes días que no puedo recobrar la calma. Cuando alguien comienza a hablarme de los obreros muertos, siento odio por ellos y sufro una especie de mal físico.

Ha habido cadáveres a montones, mujeres y niños ensangrentados conducidos en carruajes ...¿Pero es esto lo que es horrible? ¡No!, son los soldados con sus semblantes bonachones, vulgares, sin pensamiento, sin comprensión, los que en realidad son horribles. Los soldados que golpean la nieve con la suela de sus botas, esperando la hora de fusilar a alguien. Es también el público, con su aspecto ordinario, curioso, quien es horrible. Hasta las personas más buenas van por las calles para ver por sí mismas o saber por los demás, cosas espantosas, cadáveres ensangrentados, mutilados, etc. Como si se pudiese ver algo más espantoso que esos soldados que son como siempre y esas buenas personas que solo quieren una cosa: estremecimientos de horror.

No puedo definir lo que es más terrible. Es, así me lo parece, el hecho de que ellos no comprendan y que sus semblantes sean vulgares, por más que una hora después vayan a matar, y que la sangre enrojezca el suelo; lo más espantoso a mi modo de ver es el que entre los hombres no exista ningún lazo. ¡Sí, yo creo que esto es lo más terrible! Son de una misma aldea, solamente que los unos llevan capote gris y los otros gabán negro, y uno no puede comprender de ningún modo porque los grises bromean hablando del frío y miran pacíficamente a los hombres vestidos de negro que pasan delante de ellos, mientras que cada cual sabe que tiene cartuchos para diez disparos y que una o dos horas más tarde esos cartuchos se habrán gastado. Y los hombres vestidos de negro les miran como si eso debiera suceder.

Se lee en los libros, se habla sobre lo que desune a los hombres y nadie comprende cuán horrible es esto, y cuando esto se vea en todas partes, como estos días aquí, momentáneamente todo lo demás deja de existir y no quedan más que los capotes grises, los gabanes negros, las pellizas elegantes, y todos se ocuparán de una sola cosa, pero cada cual de manera diferente; nadie se admira, nadie entre ellos sabe por qué los unos tiran, por qué caen otros, por qué los demás miran.

¡De vez en cuando, no falta quien recorra la misma vía terrible en donde estaba en el orden de las cosas tirar con arreglo a la voz de mando sin hostilidad ni odio! ¡Pero estos días todo lo demás se ha suspendido momentáneamente! No queda más que esta sola y espantosa cosa. Me parece que un abismo te separa de cada hombre y que tú no puedes franquearle por dispuesto que estés a ello. ¡Este sentimiento es espantoso!

Cinco veces he cogido y he dejado esta carta, al fin me he decidido a escribirla. Tal vez porque es sensible el callarse siempre. Todos hablan de la necesidad de ayudar a los obreros y parecen compadecerse de su suerte. Pero no es la situación de los obreros lo que es horrible, no son ellos los que necesitan ayuda, y sí los que arrastran a las gentes y las compadecen, y los que al día siguiente miran los cristales rotos, los reverberos caídos, las huellas de las balas, y sin ver la sangre helada sobre la acera, caminan pisoteándola.

Sí, lo principal es que haya algo que desuna a los hombres, que no haya ningún lazo entre ellos. Lo importante está pues en separar lo que desune a los hombres y en reemplazarlo por lo que les una. Es toda forma exterior violenta de gobierno la que desune a los hombres; la única cosa que les une, es la aproximación hacia Dios la aspiración hacia Él, porque Dios está solo para todos y la aproximación de los hombres hacia Dios es una.

Que los hombres lo quieran reconocer o no, ante todos nosotros se levanta el mismo ideal de perfección, superior, y solo la aspiración hacia este ideal destruye la desunión y aproximación a los hombres.

Yasnaia Poliana, Febrero 1905.

Carta a Nicolás II

Querido hermano:

Este calificativo me parece el más conveniente porque, en esta carta, me dirijo menos al emperador y al hombre, que al hermano. Y, además, os escribo casi desde el otro mundo, encontrándome en espera de una muerte muy próxima.

No quisiera morirme, sin deciros lo que pienso de vuestra actividad presente, lo que podría ser, y el gran bien que podría reportar a millones de hombres y a vos mismo, y el gran mal que puede hacer si persiste en continuar por el camino que ahora sigue.

Una tercera parte de Rusia está sometida a una continua vigilancia policíaca; el ejército de policías conocidos y secretos aumenta sin cesar; las prisiones, los lugares de deportación y los calabozos están repletos; aparte de doscientos mil criminales de derecho común, hay un número considerable de condenados políticos entre los cuales existen ahora multitud de obreros. La censura con sus medidas represivas ha llegado hasta un grado tal que no alcanzó en los peores momentos de los años que siguieron al de 1840. Las persecuciones religiosas no fueron nunca tan frecuentes ni tan crueles como lo son ahora, y cada vez van siendo más frecuentes y más crueles.

En las ciudades y en los centros industriales se han concentrado las tropas, que armadas de fusiles se han enviado contra el pueblo. En algunos puntos ya se han producido choques y matanzas y en otros puntos se preparan, y su crueldad aun será mayor.

El resultado de toda esta actividad cruel del gobierno, es que el pueblo agricultor, los cien millones de hombres sobre los cuales está fundada la potencia de Rusia, a pesar de los gastos del Estado que crecen considerablemente, o mejor dicho gracias a este crecimiento del presupuesto, se empobrecen de año en año, de manera que el hambre ha llegado a ser el estado normal, como igualmente el descontento de todas las clases y su hostilidad para el gobierno.

Y la causa de todo esto es clara y justa hasta la evidencia. Hela aquí: vuestros auxiliares os aseguran que deteniendo todo movimiento de la vida del pueblo, garantizan la felicidad de este pueblo, al mismo tiempo que vuestra tranquilidad y seguridad. Pero es más fácil detener el curso de un río que el eterno movimiento de la humanidad hacia adelante, establecido por Dios. Es muy fácil comprender que los hombres a quienes tal estado de cosas es ventajoso y que en el fondo de su alma se dicen: ¡Después de nosotros el diluvio! os hablan así; pero es sorprendente, que vos, hombre de inteligencia y bueno podáis creerles, y que siguiendo sus abominables consejos, hagáis o dejéis hacer tanto mal por una idea tan quimérica como es el detener el eterno movimiento de la humanidad.

Vos no podéis ignorar que desde que estudiamos la vida de los pueblos, las formas económicas y sociales, lo mismo que las políticas y religiosas de esta vida, han progresado de continuo hacia adelante, de groseras y crueles que eran, se han ido dulcificando, convirtiéndose en más humanas, en más razonables. Vuestros consejeros os dicen que esto no es verdad, os dicen que la ortodoxia y la autocracia son necesarias al pueblo ruso, lo mismo ahora que antes, y que deben serlo hasta la consumación de los siglos, de manera que para bien del pueblo, cueste lo que cueste, es preciso defender esas dos formas ligadas entre si; la creencia religiosa y el estado político. Pero es una doble mentira: 1° Nadie puede sostener que la ortodoxia, que en otra época, era propia del pueblo ruso, lo pueda ser ahora; de los informes dados por el procurador general del Santo Sínodo resulta que las personas del pueblo espiritual, de inteligencia más desarrollada, a pesar de todas las desventajas, de los peligros que corren, se separan de la ortodoxia para ingresar cada vez en mayor número en otras sectas. 2° Si fuera verdad que la ortodoxia es la religión propia del pueblo ruso, no habría necesidad de defender con tanta energía esta forma de creencia, y de perseguir con tanta crueldad a los que la niegan.

En cuanto a la autocracia, sí, ha sido conveniente al pueblo ruso, cuando el pueblo miraba al Zar como un Dios terrenal e infalible, dirigiendo por sí solo los destinos del pueblo; ahora no es así, pues todos saben o llegan a saber: 1° Que un buen Rey no es más que una casualidad feliz, que los reyes pueden ser y fueron tiranos o locos, como Juan IV y Pablo. 2° Que por bueno y sabio que sea el Zar, no puede dirigir por sí mismo un pueblo de cien millones de hombres, que son los que están al lado del Zar los que dirigen al pueblo, y que se cuidan más de su propia situación que del bien del pueblo.

Se dirá: el Zar puede elegir por auxiliares hombres desinteresados y buenos. Desgraciadamente el Zar no puede hacerlo, porque no conoce más que algunas docenas de hombres que, por casualidad o por diferentes intrigas se han acercado a él y separado cuidadosamente a los que podrían reemplazarles. De manera que el Zar elige, no entre esos millares de hombres verdaderamente instruidos y honrados que aspiran a ocuparse de los negocios públicos, y si entre aquellos de quienes ha dicho Beaumarchais: El hombre mediocre y rastrero llega a serlo todo. Y si los rusos están prontos a obedecer al Zar, no pueden sin sentir ganas de rebelarse, obedecer a las personas que desprecian. Vuestra errónea creencia en el amor del pueblo por la autocracia y por su representante el Zar, os la ha podido dar el hecho, de que cuando llegáis a Moscú y a otras ciudades os sigue una multitud corriendo y gritando ¡Hurra! No creáis que esto sea expresión de afecto a vuestra persona. No, es una multitud de curiosos que corren de igual manera detrás de cada espectáculo, poco frecuente. A menudo, estas gentes que vos tomáis por representantes de los sentimientos del pueblo no son más que una multitud arrastrada e instruida por la policía.

Si vos pudierais pasearos durante el paso de un tren imperial, entre los campesinos colocados detrás del cordón de tropas, que están a lo largo de la vía y oír lo que dicen estos campesinos, los síndicos y otros funcionarios de las aldeas llevados allí por la fuerza de las aldeas inmediatas, y que con frío o lluvia, sin ninguna recompensa, y llevándose sus provisiones, esperan algunas veces durante varios días el paso del tren, entonces oiríais a los verdaderos representantes del pueblo, a los simples campesinos, y sus palabras no expresan ningún amor por la autocracia ni por su representante.

Si, hace cincuenta años, en tiempo de Nicolás I, el prestigio del poder imperial era aún muy grande, pero desde hace treinta años no ha cesado de bajar, y, en estos últimos años ha caído tan bajo en todas las clases, que nadie se oculta en censurar abiertamente, no solo las órdenes del gobierno, sino hasta las del propio Zar, y hasta de burlarse de él o de insultarle.

La autocracia es una forma de gobierno que ha muerto. Tal vez responda aún a las necesidades de algunos pueblos del África central, alejados del resto del mundo, pero no responde a las necesidades del pueblo ruso cada día más culto, gracias a la instrucción que va siendo cada vez más general. Así es que para sostener esta forma de gobierno y la ortodoxia ligada a él, es preciso, como ahora se hace, emplear todos los medios de violencia, la vigilancia policíaca más activa y severa que antes, los suplicios, las persecuciones religiosas, la prohibición de libros y de periódicos, la deformación de la educación, y en general de toda clase de actos de perversión y crueldad. Tales han sido hasta aquí los actos de vuestro reinado, empezando por vuestra contestación, que provocó la indignación general de toda la sociedad. Vuestro calificativo de sueños insensatos sobre los deseos mas legítimos del hombre que os dio a conocer la diputación de zemstvos del gobierno de Tver. Todas vuestras órdenes sobre la Finlandia, sobre los acaparamientos en China, el proyecto de conferencia de La Haya, acompañado de un aumento de tropas, la restricción de la autonomía local, el acrecentamiento de los abusos administrativos, vuestro consentimiento a las persecuciones religiosas, el consentimiento al monopolio del alcohol, es decir a la venta, por el gobierno, de un veneno que mata al pueblo, y por último vuestra obstinación a mantener la pena corporal, a pesar de todas las peticiones que os han sido hechas para demostraros la necesidad de derogar tan insensata medida, absolutamente inútil y que constituye la vergüenza del pueblo ruso; todos estos actos, vos no podéis haberlos cometido al no ser inspirado por el consejo de auxiliares poco serios, con el fin de detener la vida del pueblo y hasta con la intención de volverle al antiguo estado de cosas, ya pasado.

Por la violencia se puede oprimir al pueblo, pero no dirigirle. En nuestro tiempo el único medio de dirigir al pueblo de una manera efectiva, consiste en colocarse a la cabeza del movimiento del pueblo que buscando el bien combate el mal, de los que huyen de las tinieblas buscando la luz y de darle los mejores medios para lograr lo que anhela. Y para hallarse en condiciones de hacerlo, ante todo, hay que dar al pueblo facilidades para que exprese sus deseos y sus necesidades, y, una vez oídos, satisfacer lo que corresponda, no a las necesidades de una clase, sino a las de la mayoría del pueblo, a las de la masa del pueblo trabajador.

Y los deseos que ahora expresaría el pueblo ruso, si se le diese posibilidad de poderlo hacer, serían los siguientes:

Ante todo, el pueblo trabajador diría que desea verse libre de esas leyes exclusivistas que le colocan en la situación de un paria, no gozando de los derechos de los demás ciudadanos. Además diría que quiere la libertad de viajar, la libertad de enseñanza, de la creencia que responda a sus necesidades espirituales. Y, principalmente, el pueblo de cien millones de habitantes, diría en una sola voz, que desea gozar libremente de la tierra, es decir, la abolición del derecho de propiedad sobre la tierra.

Y la abolición de este derecho de propiedad, según mi parecer, es el problema principal y el más perentorio que el gobierno debe resolver.

En cada periodo de la vida humana, existe cierto grado de reforma que debe realizarse antes que otros, puesto que tiende a la mejoración de la vida. Cincuenta años antes, el problema más interesante y perentorio que resolver era la abolición de la esclavitud, en nuestros días es la emancipación de las clases obreras, de esa tutoría que pesa sobre ellas, de lo que se llama la cuestión obrera.

En la Europa occidental, el logro de este fin parece posible por la socialización de las fábricas. ¿Esta solución del problema es justa o no? ¿Es posible para los pueblos occidentales? Pero, para la Rusia actual esta solución no es aplicable.

En Rusia, en donde una enorme parte de la población vive de la tierra, y se halla bajo la absoluta dependencia de los grandes propietarios terratenientes, la emancipación de los trabajadores, es evidente, que no puede solucionarse por la socialización de las fábricas. Para el pueblo ruso, la liberación no puede ejecutarse más que por medio de la abolición de la propiedad de la tierra y del reconocimiento de la libre posesión de la tierra. Desde hace mucho tiempo es este el deseo más ardiente del pueblo ruso, y espera de continuo que sus gobiernos lo realicen.

Sé, que vuestros consejeros verán en estas ideas el colmo de la ligereza y la falta de sentido práctico de un hombre que no comprende toda la dificultad de lo que es gobernar, y sobre todo parecerá semejante idea de reconocer la propiedad de la tierra como una propiedad común, como el mayor de los absurdos, pero sé también que para no tener por fuerza que cometer violencias sobre el pueblo, que cada vez han de ser más crueles, no hay más que un solo medio: tomar por objeto lo que es el deseo del pueblo y, sin esperar a que la avalancha caiga de la montaña y aplaste lo que encuentre, guiarla por sí mismo, es decir, caminar delante para la realización de las mejores formas de vida. Para los rusos, este fin, no puede ser otro más que la abolición de la propiedad territorial. Solamente entonces podrá el gobierno, sin hacer concesiones indignas, ejercer de lazo de unión entre los obreros de las fábricas, y la juventud de las escuelas, y sin temer por su existencia, servir de guía a su pueblo y dirigirle de una manera real.

Vuestros consejeros os dirán que declarar libre la tierra del derecho de propiedad, es una fantasía irrealizable. Según ellos, forzar a un pueblo viviente, de cien millones de almas a dejar de vivir, a volver a meterse en la concha que desde hace tiempo es necesario romper, no es una fantasía, y sí la realidad y la obra más sabia y más práctica, Pero basta con reflexionar seriamente lo que es irrealizable y enojoso, por más que se haga, y por el contrario lo que es realizable, necesario y oportuno, por más que aún no se haya comenzado.

Yo, personalmente, pienso que en nuestra época la propiedad territorial es una injusticia, tan evidente como hace cuarenta años ya lo era la servidumbre. Pienso que su abolición colocaría al pueblo ruso en el mayor grado de independencia, de felicidad y de tranquilidad. Pienso también que esta medida destruiría por completo esa irritación socialista y revolucionaria que ahora caldea a los obreros y amenaza con mayores males al gobierno y al pueblo.

Pero puedo equivocarme y la solución del problema no puede darse, por el momento, más que por el pueblo mismo, si tiene posibilidad de expresar este deseo. De manera que en todo caso, la primera misión que incumbe al gobierno es abolir el yugo que impide al pueblo a manifestar cuáles son sus deseos y sus necesidades. No se puede hacer bien al hombre que se ha amordazado con el fin de no oir lo que desea para su bien. Solamente conociendo los deseos y las necesidades del pueblo, o de la mayoría, es como puede dirigírsele y hacerle bien.

Querido hermano, en este mundo vos no tenéis más que una vida, y la podéis gastar en vanas tentativas para detener el movimiento de la humanidad desde el mal hacia el bien, desde las tinieblas hacia la luz, movimiento establecido por Dios y que vos podéis, teniendo conocimiento de los deseos y de las necesidades del pueblo, y consagrando vuestra vida a satisfacerlas, poner remedio al mal, vivir tranquilo y gozoso, sirviendo a Dios y a los hombres.

Y, por grande que sea vuestra responsabilidad, por los últimos años de vuestro reinado durante los cuales podéis hacer mucho bien o mucho mal, aun más grande es vuestra responsabilidad ante Dios de vuestra vida en la Tierra, de la cual depende vuestra vida eterna, y que Dios os ha dado no para hacer obras perversas de todas clases o tolerarlas, sino para cumplir su voluntad. Y su voluntad es hacer el bien a los hombres y no el mal.

Reflexionad sobre esto, no ante los hombres, y sí ante Dios, y haced lo que Dios os diga, es decir, vuestra conciencia. Y no tengáis miedo a los obstáculos que podáis encontrar, si entráis en esta nueva vía de la vida. Estos obstáculos se destruirán por sí mismos, y apenas les notaréis, si solamente procedéis no por la gloria humana, y sí por vuestra alma, es decir, por Dios.

Perdonadme si, por casualidad os he ofendido o apenado con este escrito. Solo el deseo del bien del pueblo ruso y del vuestro me ha guiado.

¿He logrado mi intento? El porvenir lo dirá; porvenir que según todas las probabilidades, yo no veré. He hecho lo que creía era de mi deber.

Vuestro hermano que, sinceramente, os desea el verdadero bien.

León Tolstoi
Gaspra, 16 de enero de 1902

Importancia de negarse al servicio militar

Existe un proverbio ruso que dice: Puedes desobedecer a tu padre y a tu madre, pero obedecerás a la piel del asno, es decir, al tambor. Y este proverbio se aplica hasta en el propio sentido, a los hombres de nuestro tiempo que no han aceptado la doctrina de Cristo, o que la aceptan deformada por la Iglesia, en cuya esencia deben renegar a todo sentimiento humano y no obedecer más que al tambor. Y una sola cosa puede libertar del tambor: la profesión de la verdadera doctrina de Cristo.

A los pueblos europeos les ha parecido bien trabajar para establecer nuevas formas de vida, elaboradas desde hace largo tiempo en las conciencias, y siempre es el antiguo despotismo grosero quien guía la vida, y las nuevas concepciones de la vida no solamente no se han realizado, sino que hasta las antiguas, aquellas que la conciencia humana ha denunciado desde hace tanto tiempo, por ejemplo, la esclavitud, la explotación de los unos por los otros en provecho del lujo y de la ociosidad; los suplicios y las guerras se afirman cada dla de una manera cruel. La causa, es que no existe una definición del bien y del mal aceptada por todos los hombres, de manera que, cualquiera que sea la forma de la vida puesta en práctica, ha de ser sostenida por la violencia.

Al hombre le pareciera hermoso inventar la forma superior de la vida social, garantizando, a su parecer, la libertad y la igualdad, no podría librarse la violencia, puesto que él mismo es un violador.

He aquí por qué causa, y por grande que sea el despotismo de los gobernantes, por terribles que sean los males a que este despotismo somete a los hombres, el hombre ligado a la vida social tendrá que verse sometido siempre a él. Este hombre, o aplicará su inteligencia a justificar la violencia existente y a encontrar lo que es malo, o se consolará pensando en que muy pronto ha de hallar el medio de derribar al gobierno y de establecer otro, tan bueno, que transformará todo lo que ahora es malo. Y, en espera de que se realice este cambio, rápido o lento, de las formas existentes, cambio con el cual espera la salvación, obedecerá con servilismo a los gobiernos que existen, sean las que sean, y cualquiera que sean sus exigencias, cierto es que no aprueba el poder que, en un momento dado, emplea la violencia, pero no solamente no niega la violencia, ni los medios de emplearle, sino, que les juzga necesarios. Y, por esta causa siempre obedecerá a la violencia gubernamental existente. El hombre social es un violador, e inevitablemente ha de ser también un esclavo.

La sumisión con la cual, y sobre todo los europeos que tan orgullosos se muestran de la libertad, han aceptado una de las medidas más despóticas, más afrentosas que jamás han podido inventar los tiranos como lo es el servicio militar obligatorio, lo prueba más que nada. El servicio militar obligatorio, aceptado sin contradicción por todos los pueblos, sin revolucionarse, hasta con júbilo liberal, es una prueba resplandeciente de la imposibilidad para el hombre social para librarse de la violencia y para modificar el estado de cosas existentes.

¿Qué situación puede ser la más insensata, más sensible a la que se encuentran ahora los pueblos europeos que gastan la mayor parte de sus recursos en preparar las cosas necesarias para destruir a sus vecinos, a hombres con quienes nada les separa y con los cuales viven en la más estrecha comunión espiritual? ¿Qué puede haber de más terrible para ellos, que tener siempre pendiente el que un loco que se llama emperador diga algo que pueda serle desagradable a otro loco semejante? ¡Qué de más terrible que todos esos medios de destrucción inventados cada día: cañones, bombas, granadas, metralla, pólvora sin humo, torpederos y otros ingenios de muerte! Y sin embargo todos los hombres, como las bestias empujadas por el látigo hacia el hacha irán con docilidad allí donde se les envíe, perecerán sin sublevarse y matarán a otros hombres hasta sin preguntarse por qué lo hacen, y no solo no se arrepentirán de ello, sino que se mostrarán orgullosos de esos cintajos que se les autorizará para llevar por haber matado mucho, y levantarán monumentos al desgraciado loco, al criminal que les ha obligado a cometer actos semejantes.

Los hombres de la Europa liberal se regocijan de que esté prohibido escribir toda clase de tonterías y de pronunciar cuanto les plazca en banquetes, en mítines, en las cámaras, y se creen completamente libres, lo mismo que los bueyes que pacen en el prado del carnicero se creen libres en absoluto. Y sin embargo, tal vez nunca el despotismo del poder ha causado tantas desgracias a los hombres como ahora, ni les ha despreciado tanto como hoy. Nunca el descaro de los violadores y la cobardía de sus víctimas ha alcanzado el grado que contemplamos.

Al presentarse los jóvenes en los cuarteles, les acompañan los padres y las madres, y hasta los mismos que han prometido matar. Es evidente que no hay humillación ni vergüenza que no soporten los hombres de la actualidad. No hay cobardía ni crimen que no cometan, si esto les causa el menor placer y les libra del peligro más insignificante. Nunca la violencia del poder y la depravación de los dominados llegó a tal extremo. Ha habido siempre y hay entre los hombres en posesión de su fuerza moral algo que tienen por sagrado, que no pueden ceder a ningún precio, en nombre de lo cual están prontos a soportar privaciones, sufrimientos, hasta la muerte; algo que no cambiarían por ningún bien material. Y casi cada hombre, por poco desarrollado que esté, lo posee. Decidle a un campesino ruso que escupa a la ostia o blasfeme del altar y morirá antes que hacerlo. Está engañado, cree que las imágenes son sagradas y no tiene por tal lo que verdaderamente lo es (la vida humana) pero tiene por ley a una cosa sagrada que no cedería por nada. Hay un limite a la sumisión, hay en él un hueso que no se dobla. ¿Pero en dónde está este hueso en el civilizado que no se vende como esclavo al gobierno? ¿Cuál es la cosa sagrada que nunca abandonará? No existe; es completamente mudo y se pliega por entero. Si existiera para él alguna cosa sagrada, entonces, juzgando por todo lo que se cuenta en su sociedad con hipócrita patopeya, esa cosa debería ser la humanidad, es decir, el respeto del hombre en sus derechos, en su libertad, en su vida. ¿Y qué? El, el sabio instruido que en las escuelas superiores ha aprendido todo lo que la inteligencia humana ha elaborado antes que él, él que se coloca por encima de la multitud, él que habla de continuo de la libertad, de los derechos, de la intangibilidad de la vida humana, se le coge, se le reviste con un traje grotesco, se le manda levantarse, saludar, humillarse, ante todos los que tienen un grado más en su uniforme, prometer que matará a sus hermanos y a sus padres, y está pronto a todo esto, pregunta únicamente cuándo y cómo se le ordenará. Mañana, una vez libre, volverá de nuevo y con más ahinco a predicar los derechos de la libertad, de la intangibilidad de la vida humana, etc., etc.

¡Y ya lo veis! ¡Con tales hombres que prometen matar a sus padres, los liberales, los socialistas, los anarquistas, en general los hombres sociales piensan organizar una sociedad en donde el hombre sea libre! ¡Pero qué sociedad moral y razonable puede edificarse con semejantes hombres! Con semejantes hombres, en cualquiera combinación en que se les meta no se puede formar más que un rebaño de animales dirigidos por los gritos y los látigos de los pastores.

Un fardo pesado ha caído sobre los hombros de los hombres y les aplasta, y los hombres aplastados cada vez más, buscan la manera de librarse de él.

Saben que uniendo sus fuerzas podrían levantar el fardo y volcarle, pero no pueden ponerse de acuerdo sobre la manera de hacerlo, y cada cual se inclina cada vez más, dejando que el fardo se apoye sobre los hombros de los otros. Y el fardo les aplasta cada vez más, y todos hubiesen ya perecido, si no hubiese quién les guiara en algunos actos, no por las consideraciones de las consecuencias exteriores de los actos, y sí por el acuerdo de los ritos con la conciencia.

Esos hombres son los cristianos; en vez del fin exterior cuyo logro exige el consentimiento de todos, se consagran a un fin interior accesible sin que ningún consentimiento sea necesario. En esto está la esencia del cristianismo. Por esto, la salvación del servilismo en que se encuentran los hombres, imposible para los hombres de ideas socialistas, se ha realizado por el cristianismo; la concepción real de la vida debe ser reemplazada por la concepción cristiana de la vida.

El fin general de la vida no puede ser enteramente conocido —dice a cada uno la doctrina cristiana— se presenta ante ti únicamente como la aproximación cada vez más grande, de todos, hacia un bien infinito; la realización del reino de Dios, mientras que tú conozcas indubitablemente el objeto de la vida personal que consiste en realizar en ti la perfección más grande, el amor necesario para la realización del reino de Dios. Y este fin, tú le conocerás siempre, y es siempre asequible.

Tú puedes ignorar los mejores fines particulares exteriores; se pueden colocar obstáculos entre ellos y tú; pero nadie y nada pueden detener la aproximación hacia el perfeccionamiento interior el aumento de amor en ti y en los otros. Y que el hombre reemplace el objeto exterior, social, embustero por el solo fin verdadero, indiscutible, accesible, interior de la vida, en seguida caerán todas las cadenas que parecen imposibles de romper, y se sentirá completamente libre.

El cristiano rechaza la ley del Estado porque no tiene necesidad de ella ni para él ni para los demás, puesto que juzga la vida humana más garantizada por la ley del amor que profesa, que por la ley sostenida por la violencia.

Para el cristiano que conoce las necesidades de la ley del amor, las necesidades de la ley de la violencia, no solamente no pueden serle obligatorias, sino que se presentan ante él como errores que deben ser denunciados y destruidos.

La esencia del cristianismo es el cumplimiento de la voluntad de Dios que no puede ser posible más que con la voluntad exterior absoluta. La libertad es la condición necesaria de la vida cristiana. La profesión del cristianismo libra al hombre de todo poder exterior, y al mismo tiempo le da la posibilidad de esperar el mejoramiento de la vida que busca en vano por el cambio de las formas exteriores de la vida.

Les parece a los hombres que su situación se ha mejorado gracias a los cambios de las formas exteriores de la vida, y, sin embargo esos cambios no han sido siempre la consecuencia de una modificación de la conciencia.

Todos los cambios exteriores de las formas que no son consecuencia de una modificación de la conciencia, no solamente no mejoran la condición de los hombres, sino que con frecuencia la agravan. No son los decretos del gobierno los que han abolido las matanzas de niños, las torturas, la esclavitud, es la evolución de la conciencia humana quien ha provocado la necesidad de estos decretos; y la vida no se mejora más que en la medida en que sigue el movimiento de la conciencia, es decir, en la medida en que la ley del amor ha reemplazado en la conciencia del hombre la ley de la violencia.

Si las modificaciones de la conciencia ejercen influjo sobre las de las formas exteriores de la vida, les parece a los hombres que la recíproca debía ser verdadera, y como es más agradable y más fácil (los resultados de la actividad son evidentes) dirigir la actividad sobre los cambios exteriores, prefieren siempre emplear sus fuerzas no en modificar su conciencia y sí en cambiar las formas de vida, y por esta causa, en la mayoría de los casos se ocupan no de la esencia del asunto sino de su forma. La actividad exterior inútil, cambiadiza, que consiste en establecer y aplicar formas exteriores de vida, oculta a los hombres la actividad interior, esencial del cambio de su conciencia, que es la única que puede mejorar su vida. Y este error es el que retarda cada vez más el mejoramiento general de la vida de los hombres.

Una vida mejor no puede lograrse más que con el progreso de la conciencia humana, y por esto, todo hombre que desee mejorar la vida, debe dedicarse a mejorar su conciencia y la de los demás. Pero esto es precisamente lo que los hombres no quieren hacer, al contrario, emplean todas sus fuerzas en el cambio de las formas de vida esperando que reportarán una modificación de la conciencia.

El cristianismo, y únicamente el cristianismo, libra a los hombres de la esclavitud en que en la actualidad se hallan, y solo el cristianismo les da la posibilidad de mejorar realmente su vida personal y la vida general. Esto debía ser claro para todos; pero los hombres no lo pueden aceptar, en tanto que la vida, según las concepciones sociológicas, no sea completamente conocida, en tanto en el terreno de las costumbres, de las crueldades, de los sufrimientos de la vida social y gubernamental no sea estudiado en todos sentidos.

Con frecuencia se cita como la prueba más convincente de la insuficiencia de la doctrina de Cristo, que esta doctrina conocida desde hace diecinueve siglos no ha sido aceptada y admitida más que de un modo exterior. ¿Si es la doctrina conocida desde hace tanto tiempo, no es aun la guía de la vida de los hombres, si tantos mártires del cristianismo han sufrido en vano sin cambiar el orden de lo existente, no es una prueba evidente de que no sea la verdadera y no sea realizable?, dicen los hombres.

Hablar y pensar así es lo mismo que decir y pensar de un grano que no da inmediatamente flores y frutos, y se disloca en la tierra que es mala y estéril.

El hecho de que la doctrina de Cristo no fuese aceptada en toda su importancia desde el momento en que apareció, y no fuese admitida más que en una forma exterior, alterada, era inevitable y necesario.

Una doctrina que destruyó toda la antigua contemplación del mundo y estableció una nueva, no podía ser aceptada de golpe en toda su importancia, no podía serlo más que en un aspecto exterior y deforme. Y, al mismo tiempo, su aceptación bajo esta forma, para que los hombres incapaces de comprender la doctrina y la vía moral fuesen guiados por la misma vía a aceptarla en toda su verdad.

¿Podemos nosotros imaginarnos a los romanos y a los bárbaros aceptando la doctrina de Cristo en el sentido en que ahora la comprendemos? ¿Es que los romanos y los bárbaros podrían creer que la violencia no llevaba al aumento de la violencia, que las torturas, los suplicios, las guerras no explican y no resuelven nada, pero que embrollan y complican todo?

La enorme mayoría de los hombres de aquel tiempo no era apta para comprender la doctrina de Cristo por la vía moral. Era necesario guiarles por la vía misma, por los medios que mostraban en la práctica, que cada separación de la doctrina entrañaban un mal.

La verdad cristiana que, en otra época, más por el elevado espíritu del sentimiento profético, se convertía en verdad accesible hasta para el hombre de espíritu más sencillo, y en nuestros días, esta verdad se impone a cada cual.

La evolución de la conciencia no se hace por saltos, no es discontinua y nunca se puede encontrar el límite que separa dos periodos de la vida de la humanidad; y sin embargo, existe, como existe entre la infancia y la adolescencia, entre el invierno y la primavera, etc. Si no hay un rasgo limítrofe, hay un periodo transitorio, y es el que ahora atraviesa la humanidad europea. Todo está preparado para el paso de un periodo al otro, no falta más que el empuje que realice este cambio. Y este empuje puede darse a cada momento. La conciencia social niega desde hace tiempo las formas antiguas de la vida, está pronta a adoptar las nuevas. Todos lo saben y lo sienten igualmente. Pero la inercia del pasado, el temor en el porvenir hacen que con frecuencia lo que está preparado desde hace mucho tiempo en la conciencia de todos no pase aún a ser una realidad, a veces basta una palabra para que la conciencia se imponga, y esta fuerza importante en la vida común de la humanidad —opinión pública— transforma inmediatamente, sin lucha y sin violencia, todo el orden existente.

La situación de la humanidad europea con el funcionarismo, los impuestos, el clero, las prisiones, las guillotinas, las fortalezas, los cañones, la dinamita, parece, en efecto, horrible, pero solamente lo parece. Todo eso, todos los horrores que se cometen y los que se cometerán, no se basan más que en nuestra representación. Todo eso, no solo no debe existir, sino que debe dejar de existir, con arreglo al estado de la conciencia humana. La fuerza no está en las prisiones, en los hierros, en los cañones, en la pólvora, está en la conciencia de los hombres que aprisionan, cuelgan, manejan los cañones. Y la conciencia de esos hombres está en lucha con la contradicción más manifiesta, la más temible, se ve atraída hacia dos polos opuestos. Cristo ha dicho que ha vencido al mundo, y en efecto le venció.

El mal del mundo, a pesar de todos sus horrores no existe ya, porque ha desaparecido de la conciencia de los hombres. Y no hace falta más que un empuje pequeño para que el mal se destruya, y haga sitio a una forma nueva de la vida.

En los primeros tiempos del cristianismo, cuando el guerrero Teodoro, declaró al poder que él siendo cristiano no podla llevar armas, y fue ejecutado por este hecho, los que le condenaron le miraban con franqueza, considerándolo loco, y no solamente no se ocultó tal acto, sino que se le entregó a la reprobación general.

Pero, ahora que en Austria, en Prusia, en Suecia, en Rusia, en toda Europa, el numero de refractarios crece de una manera considerable, estos casos no parecen ahora a los potentados casos de locura; sino hechos muy peligrosos, y no solamente los gobiernos no les lanzan a la execración general, sino que les ocultan con cuidado, sabiendo que los hombres se librarán de su esclavitud, de su ignorancia, no por las revoluciones, las asociaciones obreras, los congresos de la paz, los libros, y sí por el medio más sencillo, esto es; que cada solicitado para tomar parte en la violencia sobre sus hermanos y sobre sí mismo se pregunte con asombro ¿Por qué he de hacerlo?

No son las instituciones complicadas, las asociaciones, los arbitrajes, etc., las que salvarán a la humanidad, será el simple razonamiento, cuando se haga general. Y puede y debe serlo muy pronto. La situación de los hombres de nuestra época, es semejante a la del hombre dormido atormentado por horrible pesadilla; el hombre se ve en una situación espantosa, espera un mal horrible del que ya participa; comprende que no puede suceder, pero no le es posible detenerse y el mal se aproxima cada vez más, es presa de desesperación, ha llegado hasta el fin y se hace esta pregunta: ¿pero es esto verdad? Y basta que dude de la verdad del mal para que en seguida se despierte y se disipen todas las angustias que sufría.

Está también en este signo de la violencia, de la servidumbre, de la crueldad, de la necesidad de participar con esta terrible contradicción, entre la conciencia cristiana y la vida bárbara, en la cual se encuentran los pueblos europeos. Pero cuando se despierten del sueño en que están sumidos, que se despierten para la contemplación superior de la vida revelada por el cristianismo hace mil novecientos años, que nos llamó de todas partes, y, momentáneamente, desaparecerá todo lo que es tan terrible, y como sucede al despertarse de una pesadilla, el alma, la conciencia del que la sufre, se llenará de gozo, y hasta le será difícil comprender como semejante insensatez podía haber sido un sueño.

Bastará despertarse un instante de ese aturdimiento perpetuo en el cual el gobierno trata de mantenernos, bastará contemplar lo que hacemos bajo el punto de vista de esas exigencias morales que pedimos a los niños, y hasta a los animales, prohibiéndoles que se peguen, para horrorizarlos de toda la evidencia de la contradicción en que vivimos. Se necesita solo que el hombre se despierte del hipnotismo en que vive, que mire sobriamente lo que el Estado exige de él para que, no solo se niegue a obedecer, sino que sienta un asombro y una indignación indecibles porque se atrevan a tener con él semejantes exigencias.

Y este despertar puede producirse de un momento a otro.

A los hombres políticos

The most fatal error ever happened in the world was the separation of political and ethical science. —Shelley

En mi llamada a los trabajadores, he explicado esta idea: que los trabajadores, para librarse del estado de opresión en que se hallan, deben por sí mismos cesar de vivir como viven en la actualidad en lucha contra su prójimo por alcanzar el bien personal y vivir según el principio evangélico: procede con los demás como los demás quisieras que procediesen contigo.

Este medio que he propuesto ha provocado, como esperaba, los mismos razonamientos, o mejor dicho, las mismas acusaciones por parte de los hombres de las más encontradas opiniones.

Es una utopía, no es práctico. Esperar para libertar a los hombres que sufren opresión y violencia, a que todos sean virtuosos, esto equivale a condenarse a la inacción a la vez que se reconocen los males existentes.

Y yo he querido decir en algunas palabras, el por qué opino que esta idea no es una utopía, al contrario, merece que se fije en ella la atención con preferencia a cualquier otro medio propuesto por los sabios para mejorar el orden social; he querido decírselo a los que francamente desean —no con palabras, sino con actos— servir a su prójimo.

A estos es a quienes me dirijo.

1

Las ideas de la vida social que guían la actividad de los hombres, se modifican, y, con arreglo a esas modificaciones, cambia también el orden de la vida de los hombres. Hubo un tiempo en que el ideal de la vida social era la absoluta libertad animal durante la cual los unos, según sus fuerzas, en el sentido propio y figurado, devoraban a los otros. En seguida vino el tiempo en que el ideal social era el poderío de uno solo, en que los hombres adoraban a los potentados; no solo voluntariamente, sino con entusiasmo se sometían a ellos: Egipto, Roma, Morituri te Salutant. Después los hombres tuvieron por ideal un arreglo de la vida, durante el cual el poder era admitido, no por sí mismo, sino para regular la vida de los hombres. Las tentativas de realización de semejantes ideales duraron un cierto tiempo: la monarquía universal; en seguida la Iglesia universal, puestas de acuerdo guiaron varios Estados. Acto seguido apareció el ideal de la representación nacional, en seguida el de la República, con el sufragio universal o restringido. Hoy se estima que este ideal podrá lograrse cuando la organización sea tal que los instrumentos de trabajo cesen de ser de la propiedad privada y sean un bien común a todo el pueblo.

Cualquiera que sea la diferencia que esos ideales presentan en la vida para poderse realizar suponen siempre el poder, es decir, la fuerza que obliga a los hombres a respetar las leyes establecidas. Hoy se supone la misma cosa. Se supone que la realización del bien más grande se conseguirá porque los unos (según la doctrina china, los más virtuosos; según la europea, los elegidos por el pueblo) reciban el poder, y lo establezcan y sostengan con orden, en el cual estén todos garantes de frente a frente de los demás, contra los que atenten al trabajo, a la libertad y a la vida de cada cual. No solamente los hombres que ven en el Estado una condición necesaria de la vida humana, sino también los revolucionarios y los socialistas, por más que consideren al Estado actual como objeto de ser cambiado, reconocen hasta el poder, es decir, el derecho y la posibilidad de los unos a forzar a los demás a que acepten leyes establecidas, como condición necesaria del bienestar de la sociedad.

Esto ocurrió así durante la antigüedad y continúa en nuestros días. Pero los hombres obligados por la fuerza a obedecer ciertas órdenes, no siempre las consideran como las mejores, por ello se sublevan a menudo contra sus dominadores, las derriban y reemplazan las antiguas órdenes por otras nuevas que, con arreglo a su convicción, les garanticen un bien mayor; y por su parte gozan de la autoridad menos para el bien común que para su bien personal, de manera que el nuevo poder resulta como el antiguo, y con frecuencia aun más injusto.

Igual acaecía cuando se levantaron contra el poder existente y le vencieron. Cuando la victoria quedó de parte del poder existente, entonces este, para garantizarse siguió aumentando los medios de defensa y coartó aún más la libertad de sus súbditos.

Siempre ha sucedido así, en la antigüedad y en los tiempos modernos, y lo mismo sucedió con firme evidencia en nuestro mundo europeo durante todo el siglo XIX. En la primera mitad del citado siglo las revoluciones, en su mayor parte, triunfaron, pero los poderes nuevos que vinieron a reemplazar a los antiguos —Napoleón I, Carlos X, Napoleón III— no aumentaron la libertad de los ciudadanos; en la segunda mitad, después de 1848, todas las tentativas de revolución fueron suprimidas por los gobiernos y, gracias a las revoluciones antiguas y a las tentativas nuevas, los gobiernos se defienden cada vez más, y sirviéndose de las invenciones técnicas del siglo pasado que dieron a los hombres un imperio sobre la naturaleza que antes no tenían, aumentan su poder, por más que hacia fines del pasado siglo ese poder ha crecido hasta un grado tal que la lucha del pueblo contra ellos se ha hecho imposible.

Los gobiernos han acaparado en sus manos, no solo enormes riquezas de las que han despojado a los pueblos, no solamente ejércitos disciplinados reclutados con cuidado, sino también los medios morales de acción sobre las masas: la dirección de la prensa, de la religión, y principalmente, la educación. Y estos medios están tan bien organizados y son tan poderosos que, desde 1848 no ha habido en Europa una sola tentativa feliz de revolución.

2

Este fenómeno es completamente nuevo y peculiar de nuestro tiempo. Cualquiera que fuese el poder de Nerón, Gengis-Kan, Carlomagno, estos no podían reprimir las revoluciones en sus reinos, y además se encontraban imposibilitados para guiar la actividad intelectual de sus súbditos, su instrucción, su educación, su religión. Ahora todos los medios están en poder de los gobiernos.

No es solamente el sistema Macadam sustituyendo el viejo empedrado de París quien ha hecho imposible las barricadas que se han visto levantar en esta ciudad durante la Revolución. En la última mitad del siglo XIX un Macadam semejante se encuentra en todas las ramas de la administración pública: la policía pública, el espionaje, la vanalidad de la prensa, los ferrocarriles, el telégrafo, el teléfono, las fotografías, las prisiones, las fortalezas, las inmensas riquezas, la educación de las nuevas generaciones, y principalmente el ejército, no son más que Macadams en las manos del gobierno.

Todo está tan bien organizado que los gobiernos más insignificantes, los más necios, casi por acción refleja, por instinto de salvaguardia, no toman nunca más que preparativos contra la revolución, y, siempre sin hacer ningún esfuerzo, ahogan las tímidas tentativas de rebelión que los revolucionarios suelen hacer a veces, no logrando con ello otra cosa más que aumentar el poder de los gobiernos.

El único medio con que en la actualidad se puede vencer a los gobiernos es este: que el ejército formado por hombres del pueblo, después de haber comprendido la injusticia y el perjuicio que les causa, dejen de sostenerle.

Pero, bajo este punto de vista, los gobiernos saben que su fuerza principal está en el ejército, y han organizado tan bien el reclutamiento y la disciplina, que ninguna propaganda hecha por el pueblo puede arrancar al ejército de las manos del gobierno. Ni un solo hombre perteneciente al ejército y que esté sumido bajo el hipnotismo que se llama disciplina, a despecho de toda convicción política, no puede estando en las filas, sustraerse al mando, lo mismo que no puede bajar el párpado cuando le amenazan el ojo. Y los jóvenes de veinte años, que se reclutan para el servicio, educándoles en el espíritu embustero, eclesiástico o materialista, y también patriótico, no pueden negarse a servir, lo mismo que los niños que se envían a la escuela no pueden negarse a ir. Al entrar esos jóvenes en el servicio, cualesquiera que sean sus convicciones, gracias a la hábil disciplina elaborada por los siglos, en un año, inevitablemente, serán transformados en instrumentos dóciles del poder. Si se presenta algún caso de negativa al servicio militar, muy raro, uno por cada diez mil, este caso proviene únicamente de los titulados sectarios que proceden así, con arreglo a sus ideas religiosas, a las que el gobierno no reconoce. De manera que en nuestro tiempo, en nuestro mundo europeo, si el gobierno desea conservar el poder, —y no puede dejar de desearlo puesto que la destrucción del poder seria la pérdida de los gobernantes— no puede organizarse ninguna revolución seria, y si se organizara alguna tentativa de este género, en seguida será suprimida, y no tendrá otra consecuencia más que la pérdida de bastantes personas y el aumento del poder del gobierno. Los revolucionarios, los socialistas que se guían por las tradiciones, arrastrados por la lucha convertida para algunos en profesión, no pueden verlo; pero todos los hombres que juzgan con libertad los acontecimientos históricos, no pueden dejar de notarlo.

Este fenómeno resulta completamente nuevo, y es porque la actividad de los hombres que desean cambiar el orden existente, debe conformarse con esta nueva situación del poder existente, en el mundo europeo.

3

La lucha entre el poder y el pueblo dura desde hace muchos siglos; trajo primero el cambio de un poder por otro, el de este por un tercero, etc. Desde la mitad del siglo último, en nuestro mundo europeo, el poder de los gobiernos existentes, gracias a los perfeccionamientos técnicos, se ha rodeado de tales medios de defensa que la lucha contra él por la fuerza se ha hecho imposible. Y, a medida que el poder se ha ido haciendo cada vez más fuerte, ha mostrado también cada vez más su inseguridad, la contradicción interior que excita entre el poder bienhechor y la violencia —pues esto es la esencia de todo poder— habiendo crecido la última cada vez más. Resulta evidente que el poder —que para ser bien hecho debería estar en manos de los mejores hombres— se encuentra siempre en manos de los peores, pues los mejores hombres a causa de la esencia del poder en si, que consiste en el empleo de la violencia para con los demás, no pueden desearle, y por esta razón, no le alcanzan ni le conservan nunca.

Es tan evidente esta contradicción, que parece que todos los hombres deberán verla. Sin embargo, el solemne aparato del poder, el miedo que excita, la inercia de la tradición son tan poderosos que siglos, millares de años, transcurrirán antes que los hombres comprendan su error. Solamente en los últimos tiempos se ha empezado a comprender —a pesar de toda la solemnidad de que el poder sigue rodeándose— que su esencia consiste en amenazar a los hombres con la privación de la libertad, de la vida, y a poner en práctica estas amenazas; por esta causa, los que como los reyes, los emperadores, los ministros, los jueces, y los demás que consagran toda su vida a esto, sin otro pretexto que el deseo de guardar su situación ventajosa, no solamente no son los mejores hombres, sino que son siempre los peores, y, siéndolo, no pueden ayudar al bien de los hombres con su poder, al contrario, han suscitado y suscitarán siempre una de las causas principales de los males de la humanidad. He aquí, por qué el poder que en otras épocas excitaba en el pueblo entusiasmo y adhesión, ahora entre la mayor y mejor parte de los hombres provoca no solo indiferencia, sino también muy a menudo desprecio y odio. Esta clase de hombres, siendo los más inteligentes, comprende hoy que todo el aparato solemne de que se rodea el poder, no es otra cosa más que la camisa roja y el pantalón de pana con que se viste el verdugo, para distinguirse de los demás prisioneros, puesto que él se encarga de la necesidad más inmoral y más repugnante del suplicio de los hombres.

Y el poder, conociendo la nueva forma de mirar las cosas, que cada vez se extiende más entre el pueblo, en la actualidad no se apoya más que en la potencia espiritual sobre lo sagrado, sobre la elección; pero no se sostiene más que por la violencia, pues ha perdido y sigue perdiendo la confianza del pueblo. Perdiendo esta confianza se ve forzado a recurrir cada vez más al acaparamiento de todas las manifestaciones de la vida del pueblo, y gracias a esto provoca un descontento general aún más grande.

4

El poder se ha convertido en inquebrantable, pero ya no se apoya sobre unción, la elección, la representación u otros principios espirituales; se mantiene por la fuerza, y al mismo tiempo, el pueblo cesa de creer en el poder y de respetarle, y solo se somete a el porque no puede hacer otra cosa.

Desde la mitad del siglo último, desde que el poder se hizo inquebrantable y al mismo tiempo perdió en el pueblo su justificación y su prestigio, empezó a aparecer entre los hombres una doctrina de la libertad —no esa libertad fantástica que propagan los partidarios de la violencia afirmando que el hombre está obligado bajo pena de castigo, a ejecutar las órdenes de los demás hombres, y si la sola y verdadera libertad, que consiste en que cada hombre pueda vivir y proceder según su propia razón; pagar o no los impuestos, entrar o no en el servicio, estar o no en buenas o malas relaciones con el pueblo vecino— que esta libertad sola y verdadera es incompatible con cualquier poder de los hombres sobre los demás.

Según esta doctrina, el poder no es como antes se creía, algo de divino, de augusto, ya no es una condición necesaria para la vida social, sino, simplemente una consecuencia de la violencia grosera de unos sobre otros. Que el poder esté en manos de Luis XVI o del Comité de Salvación Pública, del Directorio o del Consulado, de Napoleón o de Luis XVI, del Sultán, del Presidente, del Mikado o de los primeros ministros, en todas partes en donde existe el poder de los unos sobre los otros, no habrá libertad y sí opresión. Por esta causa el poder debe ser destruido.

¿Pero cómo destruirle? ¿Y cómo una vez destruido arreglarse para que los hombres no vuelvan al estado salvaje de grosera violencia ejercida por unos sobre otros?

Todos los anarquistas —como se llaman los propagadores de esta doctrina— están completamente de acuerdo sobre la respuesta a la primera pregunta, y dicen que el poder, para ser destruido de un modo eficaz, debe ser destruido, no por la fuerza, y si por la conciencia que tendrán los hombres de su inutilidad y de su peligro. Pero a la segunda pregunta: ¿Cómo debe establecerse la sociedad sin poder?, responden de diferentes maneras.

El inglés Godwin, que vivía a fines del siglo XVIII y en los comienzos del XIX, y el francés Proudhon que escribió a mediados del siglo último (siglo XIX), respondían a la primera pregunta que bastaba para destruir el poder, que los hombres tuvieran conciencia de que el bien general (Godwin) y la justicia(Proudhon) eran violados por el poder y que si se extendía entre el pueblo la convicción de que el bien general y la justicia pueden realizarse, pero únicamente con la ausencia del poder, este se destruiría por si mismo.

A la segunda pregunta: ¿cómo sin poder podría garantizarse el bienestar de la sociedad? Godwin y Proudhon respondían que los hombres guiados por la conciencia del bien general (Godwin) y por la justicia (Proudhon) encontrarían necesariamente las formas de la vida más razonables, más justas, y más ventajosas para todos.

Otros anarquistas, como Bakunin y Kropotkin, reconocen también como medio de destrucción del poder, la conciencia, entre las masas, del perjuicio que causa y de sus anomalías con el progreso de la humanidad; pero creen, sin embargo, posible y hasta necesaria la revolución a la que aconsejan estén los hombres preparados. A la segunda pregunta, contestan que desde que el Estado y la propiedad queden destruidos, los hombres se acomodarán con facilidad a las condiciones razonables, libres y ventajosas de la vida.

A la pregunta sobre los medios de destruir el poder, el alemán Max Stirner y el escritor americano Tucker responden casi lo mismo que los citados anteriormente. Ambos estiman que si uno comprendiese que el interés personal de cada uno es una guía suficiente y legal para los actos humanos y que el poder no hace más que impedir la manifestación de esos principios directores de la vida humana, el poder se destruiría por si solo, gracias a la no obediencia y principalmente, como ha dicho Tucker, a la no participación en la autoridad. Su respuesta a la segunda pregunta, es que los hombres, desembarazándose de la creencia supersticiosa sobre la necesidad del poder, no seguirían más que su interés personal, se agruparían entre ellos según las formas más regulares y más ventajosas para cada cual.

Todas estas doctrinas tienen completa razón sobre el punto de que si el poder debe destruirse no ha de ser por la fuerza, puesto que del poder quedaría el poder, y que no puede esperarse ese resultado más que iluminando la conciencia de los hombres, y que los hombres no deben ni obedecerle ni participar de él. Esta verdad es indiscutible. El poder no puede ser destruido más que por la conciencia razonable de los hombres. ¿Pero en qué debe consistir esta conciencia? Los anarquistas suponen que puede basarse en las condiciones relativas al bien general, en la justicia, en el progreso, y en el interés general de los hombres. Pero sin descubrir que todos esos principios no concuerdan entre sí, las mismas definiciones del bien general, de la justicia, del progreso, del interés personal son infinitamente variadas; por esto es difícil suponer que los hombres en desacuerdo y comprendiendo de una manera diferente los principios, en nombre de los cuales luchan contra el poder, puedan destruirle cuando está establecido con tanta fuerza y se defiende con tanta habilidad. Y la suposición de que las consideraciones del bien general, de la justicia, de la ley del progreso puedan ser suficientes para que los hombres se libren del poder, ya que no tienen ninguna razón para sacrificar el bien personal al bien general, por lo que resulta lógico que se agrupen en las condiciones equitativas que no coarten la libertad individual, es una suposición aún menos fundada. En cuanto a la materia utilitaria y egoísta de Max Stirner y de Tucker, que afirma que los procedimientos de cada uno según su interés personal establecerían aproximaciones equitativas entre todos, no es solamente arbitraría, sino contraría en absoluto a lo que ha pasado y aún pasa en realidad.

De manera que, reconociendo con razón el arma espiritual como único medio de la destrucción del poder, la doctrina del anarquismo, basándose en una concepción no religiosa y materialista del mundo, no posee esta arma espiritual y se limita a suposiciones, a sueños que dan la posibilidad a los defensores de la violencia —gracias a la falsedad de los medíos de realización de su doctrina— de negar sus verdaderas bases.

Y esta arma espiritual es conocida por los hombres desde hace mucho tiempo, siempre destruyó el poder y dio a los que la emplearon una libertad tan completa, que nadie se la ha podido quitar. Esta arma —y no hay otra— es la concepción religiosa de la vida en la cual el hombre considera su existencia terrestre como una manifestación parcial de su vida, ligada con la vida infinita, y juzga que la sumisión a estas leyes es más obligatoria para él que la obediencia a cualquiera de las leyes humanas.

No hay más que una concepción religiosa del mundo, uniendo a todos los hombres en la misma concepción de la vida, incompatible con la sumisión y la participación del poder, que puede destruirse y efectivamente serlo.

Y semejante concepción del mundo, puede solo dar a los hombres la posibilidad, hasta sin participar del poder, de encontrar las formas razonables y equitativas de la vida.

Y, cosa asombrosa, después de haber sido guiados por la vida misma a la convicción que el poder existente es inquebrantable y, en nuestro tiempo, no puede ser destruido más que por la fuerza, los hombres han comprendido —pero solamente entonces— esta verdad evidente hasta el ridículo, que el poder y todo el mal que hace no son más que consecuencias de su mala vida, y he aquí por qué es necesario que los hombres hagan buena vida para destruir el poder y el mal que este hace.

Los hombres han empezado a comprenderlo, y ahora es preciso que lo comprendan, que no hay más que un medio de realizar bien la vida humana; profesar y cumplir la doctrina religiosa accesible a la mayoría de los hombres. Y solamente será cuando profesen y cumplan esta doctrina religiosa como podrán alcanzar el ideal que ha nacido ahora en su conciencia y al cual aspiran.

Todas las restantes tentativas de destrucción del poder y de una buena organización de la vida de los hombres sin el poder, no será más que un gasto inútil de fuerzas, no acercando sino alejando a la humanidad del fin a que tiende.

5

He aquí lo que yo quería decir a vosotros, a los hombres sinceros, que no estáis conformes con la vida egoísta y deseáis consagrar todas vuestras fuerzas al servicio de vuestros hermanos. Si tomáis parte o deseáis tomar parte, en el arte de gobernar, y por este medio servir al pueblo, reflexionad en lo que es cada gobierno que se sostiene por el poder. Después de esto, no podéis dejar de ver que no hay ni un solo gobierno que no cometa o no se prepare a cometer determinados actos, apoyándose en la violencia, el pillaje y la matanza.

Un escritor americano poco conocido, Thoreau, en una obra ¿Por qué el hombre no debe obedecer al gobierno? refiere como él se ha negado a pagar un dolar de impuesto, dando como razón que no quería, con ese dolar, participar en las obras de un gobierno que permite la esclavitud de los negros. ¿Los ciudadanos —no hablo de Rusia, sino de países más avanzados; de la América del Norte con sus actos de Cuba, Filipinas, su conducta para con los negros y la expulsión de los chinos; Inglaterra, con el opio, y los Boers, o Francia con sus horrores de militarismo— no deben y no pueden guardar la misma actitud con su gobierno?

He aquí, por qué un hombre sincero que desee servir a los hombres, si seriamente se ha dado cuenta de lo que es cada gobierno, no puede participar de otra manera más que basándose en el principio el fin justifica los medios.

Pero una actividad semejante siempre fue perjudicial a los que la emprendieron y a quienes iba dirigida.

La cuestión es muy sencilla. Al someteros al gobierno y gozando de sus leyes, deseáis alcanzar el mayor grado de libertad posible y los mayores derechos para el pueblo. Pero la libertad y los derechos del pueblo están en razón inversa del poder del gobierno y en general de las clases dominantes. Cuanta más libertad y derechos tenga el pueblo, menos será el poder y las ventajas de los que gobiernan. Los gobiernos lo saben y teniendo el poder en las manos, admiten voluntariamente las charlatanerías liberales de todas clases, y hasta algunas medidas liberales insignificantes que justifiquen su poder, conteniendo en el acto, por la fuerza, toda tentativa liberal que no solo amenace las ventajas de los gobiernos, sino su existencia. De manera que todos los esfuerzos de servir al pueblo por el poder administrativo o el parlamento, os conducen únicamente al resultado de aumentar con vuestra actividad el poder de las clases dominantes y consciente o inconscientemente participáis de ello. Hay hombres que hasta desean servir al pueblo por medio de las instituciones existentes.

Si vosotros sois de esas personas sinceras que quieren servir al pueblo por medio de la actividad revolucionaria socialista, sin hablar de la insuficiencia de este fin, del bienestar material que nunca satisface a nadie, reflexionad sobre los medios de que disponéis para lograrlo. Esos medios son: primero, inmorales, por que contienen la mentira, el engaño, la violencia y las matanzas y; segundo, en ningún caso alcanzarán su objeto.

La fuerza y la prudencia de los gobiernos que defienden su vida, son en la actualidad tan grandes que ninguna astucia, engaño, crueldad, no solo no podrán derribarles, sino quebrantarles. Actualmente toda tentativa de revolución no reporta más que una nueva justificación de la violencia de los gobiernos y aumenta su poderío.

¿Aun admitiendo lo que es hasta imposible, que en nuestro tiempo la revolución sea coronada por el éxito, porque pensar que, en contrario a todo lo que fué siempre, el poder que destruiría el poder aumentaría la libertad de los hombres y seria más benéfico que el que hubiese sido destruido? Segundo, si en contra del buen sentido y de la experiencia, fuese posible admitir que el poder que destruya al poder diese a los hombres la libertad de establecer las condiciones de la vida que juzgan más útiles para ellos, no hay ningún motivo para pensar que los hombres que viven la vida egoísta establecerían entre ellos mejores condiciones que antes.

Que el rey de Dahomey dé la constitución, hasta la más liberal que pueda existir e incluso que también realice la nacionalización de los instrumentos de trabajo que, según los socialistas, salvará a los hombres de todos los males, alguien deberá tener el poder para vigilar que esas condiciones se cumplan, y que los instrumentos de trabajo no caigan bajo el dominio de particulares. Y como esos hombres serán dahomeyanos, con su concepción del mundo, entonces, evidentemente, bajo una forma u otra, la violencia de algunos dahomeyanos sobre los demás será la misma que si no hubiese constitución ni nacionalización de los instrumentos de trabajo. Antes de establecer el estado socialista seria necesario que los dahomeyanos perdiesen su afición a las víctimas ensangrentadas. La misma cosa es también necesaria para los europeos.

Para que los hombres puedan vivir la vida común sin oprimirse mutuamente, no son las instituciones sostenidas por la fuerza las que se necesitan, y sí un estado moral de los hombres en el cual por convicción interna, y no por fuerza procedan con los demás como quieren que los otros proceden con ellos. Y hay hombres que así lo hacen. Viven en comunidad religiosa en América del Norte, en Rusia, en el Canadá. Esos hombres viven sin leyes sostenidas por la fuerza y viven en común sin oprimirse unos a otros.

Así, la actividad razonable, propia de nuestro tiempo para los hombres de nuestra sociedad cristiana es una: la profesión y la propaganda, por las palabras y los actos, de la doctrina religiosa última y superior que conocemos: la doctrina cristiana, no la que se acomoda al orden existente de la vida, no exigiendo a los hombres más que cumplan con los ritos exteriores o se conformen con la fe o el sermón, con la salvación por la redención; y sí ese cristianismo vital cuya cualidad necesaria está no solo en la no participación en los actos del gobierno, sino en la desobediencia a sus exigencias, puesto que estas exigencias, desde las contribuciones hasta los tribunales armados son completamente contrarias al verdadero cristianismo.

Siendo esto así, es evidente que la actividad de los hombres que deseen servir a su prójimo debe dirigirse no a la institución de las formas nuevas, sino hacia el cambio y perfección de sí mismo y de los demás hombres.

Los hombres que procedan en contra de esto piensan por regla general, que las formas de la vida y las cualidades de los humanos y las ideas que tienen del mundo, pueden perfeccionarse simultáneamente. Pero al pensar eso los hombres cometen el error de costumbre y toman el efecto por la causa y la causa por el efecto o el fenómeno que le acompaña.

El cambio de las cualidades de los hombres y de su concepto del mundo entraña inevitablemente el cambio de las formas en las cuales han vivido los hombres, mientras que los cambios de las formas de la vida no solamente no ayudan al cambio de las condiciones de los hombres y de su concepción del mundo, si no impiden aún más dirigiendo sobre una vía falsa la atención y la actividad de los seres humanos. Cambiar las formas de la vida esperando por este medio cambiar las cualidades de los hombres y su concepto sobre el mundo, es lo mismo que colocar de diferentes maneras leña verde en una estufa, con la esperanza de que puesta de cierto modo arderá la leña verde. Solo la leña seca se enciende de cualquier modo que se coloque.

Este error es tan evidente que los hombres no podrían ignorarle si no hubiese una causa que les prepara a este engaño. Esta causa estriba en que el cambio de las cualidades de los hombres debe empezar por sí mismos y exige mucha lucha y trabajo, mientras que el cambio de la forma de la vida de los demás se hace con facilidad, sin trabajo interior, y tiene el aspecto de una actividad muy grave e importante.

Es en contra de este error, fuente del mayor mal, contra lo que deseo poneros en guardia, a vosotros, a los hombres que sinceramente queréis servir al prójimo con vuestra vida.

6

Pero nosotros no podemos vivir tranquilamente profesando y propagando el cristianismo, cuando vemos a nuestro alrededor hombres que sufren. Queremos servirles con actividad. Estamos prontos a dar nuestro trabajo y hasta nuestra vida para ello, dicen los hombres con una indignación más o menos sincera.

¿Pero, por qué sabéis que estáis llamados a servir a los hombres por ese medio, precisamente que os parece el más útil y el más eficaz?, respondería yo a esos contradictores. Lo que decís muestra únicamente que ya habéis decidido que no se puede servir a la humanidad por la vía cristiana y que se ha cesado de prestarle servicios fuera de la actividad política que os atrae.

Pero todos los hombres políticos piensan lo mismo y entre ellos, todos se muestran hostiles, por más que no todos puedan tener razón. Esto estaría bien si cada cual pudiese servir a los hombres en la forma que fuese de su agrado, pero esto es imposible. No hay más que un solo medio de servir a los hombres y de mejorar su situación: es el de profesar la doctrina en donde se tienda por el trabajo del espíritu a la mejoración de sí mismo. Y la perfección del verdadero cristiano, que naturalmente vive de continuo entre los hombres y no se aleja de ellos, consiste en establecer las mejores y más cordiales relaciones entre él y los demás hombres. El establecimiento de semejantes relaciones entre los hombres no puede por menos que mejorar su situación general, aunque la forma de esta mejora permanezca desconocida para el hombre.

Verdad es que sirviendo con la actividad gubernamental, parlamentaria o revolucionaria, definimos de antemano los resultados que esperamos conseguir, y con ellos podemos aprovecharnos de todas las ventajas de la vida agradable, lujosa, y adquirir una situación brillante, el aplauso de los hombres y la gloria. Y si alguna vez ocurre que los que toman parte en semejante actividad sufren, entonces sus sufrimientos son de aquellos que ante la esperanza del éxito se soportan con facilidad. En la actividad militar aún son más probables los sufrimientos y la muerte, y sin embargo, solo la eligen los hombres poco morales y egoístas.

Pero la actividad religiosa: 1° No muestra los resultados que espera, 2° exige se renuncie al éxito exterior, y no solo no da una posición brillante y gloriosa; sino que coloca a los hombres en la situación más ínfima, sometiéndoles no solo al desprecio y a la censura de los demás, sino a los sufrimientos y a la muerte.

Así es que en nuestra época de servicio militar obligatorio, la actividad religiosa, obliga a cada hombre (llamado para servir a la matanza) a soportar todos los castigos que los gobiernos imponen por negarse al servicio militar. Por esta causa es difícil la actividad religiosa, pero en cambio, solamente ella da al hombre la conciencia de la verdadera libertad, y la tranquilidad del que hace lo que debe.

Esta actividad es la única verdaderamente fértil y, excepto el fin supremo, espera pasando por los medios naturales y más sencillos, los resultados que los hombres públicos esperan conseguir por medios artificiales.

De manera que el medio de servir a los hombres no es más que uno: es decir, vivir por sí la vida honrada. Y este medio no solo no es una quimera, como piensan aquéllos que es desventajoso para ellos, sino, que son quimeras todos los demás medios, por los cuales los caudillos de las masas las arrastran a la vida falsa, alejándolas de la única vida verdadera.

7

Admitamos que esto sea así: ¿pero cuándo podrá realizarse? dicen los hombres que desean ver lo antes posible la realización de este ideal.

Es evidente que sería mucho mejor que pudiese hacerse lo antes posible, inmediatamente; pero no puede hacerse, es preciso esperar que las semillas germinen, que den hojas y en seguida se trasformen en árboles y así podríamos formar el bosque.

Se pueden plantar ramas y en poco tiempo se vería algo semejante a una selva, pero no seria más que un remedo. Como hacen los gobiernos, se puede establecer un orden semejante, pero no haría más que alejar el verdadero orden. 1° ¿Por qué engañan a los hombres mostrándoles un orden que no existe? 2° Porque semejante buen orden no se obtiene más que por el poder, y el poder deprava a los hombres, dominadores y dominados, y, en consecuencia, hace menos posible el verdadero buen orden.

Así es que las tentativas de realizar el ideal con rapidez, no solo no ayudarán a su verdadera realización, sino que la estorban.

La pregunta vuelve a quedar reducida a esta: ¿el ideal del hombre —la sociedad bien organizada sin la violencia— se realizará pronto o no? Esto depende de los que dirigen las masas y desean francamente el bien del pueblo; si comprenden pronto que nada aleja a los hombres de la realización de su ideal que lo que ahora hacen, a saber, mantener las antiguas supersticiones o la negativa de toda religión, sujetaran la actividad del pueblo al servicio del gobierno. Que los hombres que desean con sinceridad mejorar la suerte de su prójimo comprendan toda la vanidad de los medios propios de los hombres políticos y revolucionarios para establecer el bien de los hombres, que comprendan que el único medio de librar a los hombres de sus males, está en que los hombres por sí mismos dejen de vivir la vida egoísta, pagana, y empiecen a vivir la vida humana, cristiana, y no reconozcan como ahora, que sea posible y legal aprovecharse de la violencia sobre el prójimo, participando de ella para lograr su bien personal, sino, que por el contrario, siguiendo en la vida la ley fundamental suprema, procedan con los otros como los otros quieren que procedan con ellos, etc., y sucederá que la forma irrazonable, cruel de la vida en la cual vivimos ahora, se destruirá para establecerse una forma nueva, propia de la conciencia de los hombres.

¡Que se piense únicamente en la enorme y hermosa forma espiritual que se gasta ahora para servir al Estado, que ya ha vivido lo suyo y para detener la revolución; que se piense en toda la fuerza joven, ardiente, que se gasta en los fines revolucionarios, en la lucha imposible contra el Estado impulsada por los sueños socialistas completamente irrealizables! Y todo esto sirve no solo para alejar, sino para hacer imposible la realización del bien al cual aspiran todos los hombres. ¿Qué sucedería si todos los hombres que gastan sus fuerzas tan infructuosamente y con frecuencia en perjuicio del prójimo, la dirigiesen sobre este punto único, que da la posibilidad de la buena vida social, basada en el perfeccionamiento interior?

¿Cuántas veces podrían construir con materiales nuevos, sólidos, una cosa nueva, si todos los esfuerzos gastados para restaurar la vieja se empleasen resueltamente y la buena fe en la preparación de los materiales para construir la casa nueva que con seguridad en sus comienzos no podría ser tan lujosa y cómoda para ciertos privilegiados como la vieja, pero que indudablemente sería más sólida y ofrecería todas las posibilidades de la necesaria perfección no solo para un elegido, sino para todos los hombres?

De manera que todo lo que he dicho aquí se resume en esta verdad, la más sencilla indiscutible y comprensible para todos: que el reinado de la buena vida entre los hombres exige necesariamente que los hombres sean buenos.

No hay más que un solo medio de proceder sobre la buena vida de los hombres: que en sí sean buenos.

He aquí por qué la actividad de los hombres que desean ayudar al establecimiento de la buena vida no puede estar más que en la perfección interior cuyo cumplimiento lo explica el Evangelio en estas palabras: Sed perfecto como nuestro Padre en el Cielo.

[1] Este artículo sirvió de prefacio a un folleto de M. V. Tcherkov, titulado, La revolución violenta o la Liberación cristiana.

[2] 1° de marzo de 1881. Muerte de Alejandro II.

[3] Trató de hacer volar el Palacio de Invierno en 1880.

[4] Dos de los autores de la muerte de Alejandro II.