Título: Proclama de Pittsburg
Subtítulo: Proclama del Congreso de la “Asociación Internacional del Pueblo Trabajador” de 1883.
Autor/a: Johann Most
Fecha: 1890
Fuente: Recuperado el 2 de abril de 2015 desde librosdeanarres.com.ar
Notas: Tomada de la edición en inglés de Freiheit, 27 de diciembre de 1890. Texto extraido del libro “La peste, la bestia y el monstruo” de Aníbal D'Auria, a quien corresponde la traducción y la nota del texto.

¡Compañeros!

En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, leemos: “Cuando tras una larga sucesión de abusos y usurpaciones orientada invariablemente al mismo objetivo se pone en evidencia el designio de reducir a los pueblos a un despotismo absoluto, es su derecho y su deber derrocar a ese gobierno y proveerse de nuevos custodios para su futura seguridad”.

¿No es hora de prestar atención a ese consejo de Thomas Jefferson,[1] verdadero fundador de la república americana? ¿No se ha transformado ya el gobierno en opresión?

¿Es acaso nuestro gobierno otra cosa que una conspiración de las clases dominantes contra el pueblo, o sea, contra ustedes?

¡Compañeros! Escuchen lo que tenemos para decir. Lean éste, nuestro manifiesto, escrito en interés de ustedes, por el bienestar de sus esposas e hijos y orientado por el bien de la humanidad y del progreso.

Nuestra sociedad actual está fundada en la explotación de la clase desposeída por parte de la clase propietaria. Esta explotación es tal que los propietarios (capitalistas) compran la fuerza de trabajo, el cuerpo y el alma de los desposeídos, al precio del mero costo de su existencia (salarios) y toman para sí mismos, es decir, roban, la cantidad de nuevos valores (productos) que exceden ese precio, según el cual los salarios representan las necesidades del trabajador asalariado en lugar de sus ganancias.

Empujadas por su pobreza, las clases desposeídas venden su fuerza de trabajo a los propietarios; la actual producción a gran escala, impulsada por un acelerado desarrollo técnico, requiere cada vez menos trabajo humano para crear cada más productos; de este modo, entonces, crece constantemente la oferta de trabajo en proporción inversa a la disminución de su demanda. Por esta razón, los trabajadores compiten entre ellos cada vez más intensamente para venderse, provocando así la caída de sus salarios a un mínimo nivel apenas suficiente para mantener intacta su capacidad laboral.

En este modo, mientras los desposeídos, a pesar de sus tenaces esfuerzos, quedan totalmente impedidos de volverse propietarios, por otro lado, éstos se hacen más ricos día a día sin producir nada ellos mismos y extrayendo su creciente botín de la clase trabajadora.

Si por casualidad algún desposeído se hace rico, esto no es a causa de su propio trabajo sino por haber tenido la oportunidad de especular con el trabajo productivo de otros y aprovecharse del mismo.

Junto con la acumulación individual de la riqueza crecen la codicia y el poder de los propietarios. Estos recurren a cualquier medio en su mutua competencia por robar al pueblo. Por lo general, la pequeña propiedad (la clase media) se ve superada en esta lucha, en tanto que los grandes capitalistas incrementan notablemente su riqueza y se convierten en monopolistas al concentrar en sus manos ramas enteras de la producción, del comercio y de las comunicaciones. Cuando la miseria de los trabajadores llega al extremo, el aumento de la producción paralelo a la caída de los salarios obreros lleva a las conocidas “crisis comerciales o empresariales”.

Tomemos un ejemplo. Según el último censo de Estados Unidos, una vez descontado el costo de las materias primas, los intereses, las rentas, los riesgos, etc., la clase propietaria absorbe (es decir: roba) más de cinco octavas partes de los bienes producidos, quedando sólo para los productores tres octavos de los mismos. Con todos sus lujos y extravagancias, la clase propietaria no alcanza a consumir todos sus enormes “beneficios”; tampoco los productores pueden consumir más de los tres octavos de la producción que reciben. Por lo tanto, debe ocurrir necesariamente lo que se conoce como “exceso de producción”. Las terribles y escalofriantes consecuencias de ello son bien conocidas.

La masiva salida del mercado laboral incrementa el porcentaje de población desposeída, pauperizándola y llevándola al “crimen”, a la vagancia, a la prostitución, al suicidio, al hambre y a la depravación en general. Este sistema es injusto, demente y asesino. Por lo tanto, es preciso destruirlo totalmente y por cualquier medio, poniendo en ello la mayor energía de todos los que lo sufren y de todos los que no quieren sentirse culpables por no hacer nada ante tal estado de cosas.

Hay que hacer agitación para lograr organizarse, y hay que organizarse para poder rebelarse. Estas pocas palabras señalan el camino que deben seguir los trabajadores para liberarse de sus cadenas. Como la situación económica es igual en todos los países llamados “civilizados”; y como todos los gobiernos, tanto los monárquicos como los republicanos, trabajan mancomunados para oponerse a cualquier movimiento surgido de los sectores trabajadores pensantes; y por último, como la victoria final de los proletarios contra sus opresores sólo puede alcanzarse presentando lucha simultáneamente en todos los frentes de la sociedad burguesa (capitalista); entonces, por lo tanto y tal como lo expresó la Asociación Internacional del Pueblo Trabajador, la fraternidad internacional de los pueblos resulta evidentemente necesaria por sí misma.

Hay que instaurar un orden nuevo. Esto sólo podrá lograrse cuando todos los implementos de trabajo, la tierra y otros medios de producción como el capital producido por el trabajo sean socializados. Sólo con esa condición se imposibilita toda eventual explotación del hombre por el hombre. Sólo con la comunidad indivisa del capital todos podrán disfrutar plenamente los frutos del común esfuerzo. Sólo impidiendo la acumulación personal (privada) de ese capital puede lograrse que trabaje todo el que pretenda ganarse la vida.

En un orden de cosas así la producción se regularía por sí misma de acuerdo a la demanda de todo el pueblo, de modo que nadie deba trabajar más que unas pocas horas diarias y no obstante satisfaga todas sus necesidades. De esa manera el pueblo tendría tiempo y oportunidad de acceder a lo más elevado de la civilización; las diferencias intelectuales desaparecen junto con los privilegios de nacimiento. Pero la organización política de las clases capitalistas, tanto en las monarquías como en las repúblicas, constituye un obstáculo para el advenimiento de ese sistema. Estas estructuras políticas de los propietarios (llamadas Estados) no tienen más objeto que la conservación del actual desorden expoliador.

No hay ley que no se dirija contra el pueblo trabajador. Incluso en los casos que parece lo contrario, las leyes sirven para cegar al trabajador mientras que al mismo tiempo se las incumple. Aun la escuela tiene el único objetivo de dotar a los hijos de los ricos con las cualidades necesarias para conservar su dominación de clase. Los hijos de los pobres apenas reciben información básica formal, centrada en la reproducción de prejuicios, la docilidad y el servilismo; en fin, en la anulación del sentido. Finalmente la Iglesia trata de volver completamente imbéciles a las masas para que renuncien al paraíso en la Tierra en pos de un Cielo ficticio. Por su parte, la prensa capitalista se encarga de confundir los espíritus en la vida pública. Todas estas instituciones, lejos de contribuir a la educación de las masas, tienen por objeto mantener al pueblo en su ignorancia. Todas ellas están bajo control directo de las clases capitalistas que pagan sus sueldos. Por lo tanto, en su lucha contra el actual sistema los trabajadores no pueden esperar ayuda alguna de ningún partido capitalista. Deben alcanzar su propia emancipación con sus propios esfuerzos.

Así como en tiempos pasados nunca la clase privilegiada renunció por sí misma a la tiranía, tampoco se puede esperar que los capitalistas actuales renuncien a su dominio si no se los obliga a ello.

Tal vez hubo un tiempo en que pudo dudarse de ello, pero las brutalidades que la burguesía comete constantemente en todos los países cada vez que el proletariado se moviliza en procura de mejores condiciones de vida —y esto tanto en América como en Europa— ya hace rato que han disipado toda duda al respecto. Por lo tanto, se ha hecho evidente que la lucha del proletariado contra la burguesía ha de tener el sello de la violencia revolucionaria.

Ya hemos aprendido con sobrados ejemplos del pasado que es inútil todo intento de reformar este sistema monstruoso por medio del sufragio u otras vías pacíficas; y si se insiste con ellos en el futuro, necesariamente volverán a ser inútiles, por las siguientes razones:

Las instituciones políticas de nuestro tiempo son agencias de la clase propietaria; su misión es conservar los privilegios de sus amos; cualquier reforma disminuiría esos privilegios. Y no consentirán ni pueden consentir en ello porque sería como suicidarse.

Sabemos que no van a renunciar voluntariamente a sus privilegios; también sabemos que no nos harán concesiones.

Entonces, si no podemos esperar nada de la bondad de nuestros amos porque sabemos que de ellos nada bueno se puede esperar, no nos queda más que un recurso: ¡la fuerza! Nuestros antepasados no solamente nos han enseñado con palabras que contra los déspotas la fuerza queda justificada por ser el único medio disponible; también nos han dado el ejemplo memorable de ello.

Por la fuerza nuestros antepasados se liberaron de la opresión política; por la fuerza sus hijos tendrán que liberarse de la esclavitud económica. “Por lo tanto, es su derecho y es su deber”, dice Jefferson. “¡A las armas!”.

De ese modo, hemos de conseguir simple y sencillamente lo siguiente:

Primero. La destrucción de la dominación de clase existente por cualquier medio, es decir, a través de una enérgica acción revolucionaria internacional y sin tregua.

Segundo. El establecimiento de una sociedad libre basada en la cooperativización de los medios de producción.

Tercero. El libre intercambio de productos equivalentes a través de las organizaciones productivas, sin comercio ni beneficio especulativos.

Cuarto. La organización de la educación sobre una base laica, científica e igualitaria para ambos sexos.

Quinto. La igualdad de derechos para todos, sin distinción de sexo o raza.

Sexto. La regulación de todos los asuntos públicos mediante contratos libres entre comunas y asociaciones autónomas (independientes) sobre una base federalista.

Extendamos nuestras manos fraternas a todo el que esté de acuerdo con este ideal.

¡Proletario de todos los países, libérate! ¡Compañeros trabajadores, todo lo que necesitamos para alcanzar esta gran meta final es ORGANIZACIÓN Y UNIDAD!

No existe actualmente ningún obstáculo importante para esta unidad. La obra de la educación pacífica y de la conspiración revolucionaria bien pueden y deben marchar juntas.

Ha llegado la hora de la solidaridad. ¡Súmate a nuestras filas! Escucha el tambor desafiante que llama a la batalla: ¡“Obreros de todos los países, únanse. No tienen nada que perder más que sus cadenas; y tienen un mundo que ganar”!

¡Tiemblen los opresores del mundo! Más allá de su miopía, el resplandor de las armas ya anuncia el amanecer del día del Juicio!

[1] Thomas Jefferson (1743-1826) fue el principal redactor del acta de Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776. Fue un político embebido en los ideales de la Ilustración, hombre de gran erudición que llegó a ser el tercer presidente de su país.