Herbert Read

Anarquía y orden

Ensayos sobre política

1938

    Prefacio

    Introducción. Revolución y razón

    La filosofía del anarquismo

      Capítulo I

      Capítulo II

      Capítulo III

      Capítulo IV

      Capítulo V

    Poesía y anarquismo

      Capítulo I: Sin programa

      Capítulo II: Poetas y políticos

      Capítulo III: Por qué los ingleses carecemos de gusto

      Capítulo IV: Comunismo esencial

      Capítulo V: La necesidad del anarquismo

      Capítulo VI: El requisito previo de la paz

      Capítulo VII: La importancia de vivir

    La paradoja del anarquismo

    Existencialismo, marxismo y anarquismo

    Cadenas de libertad

      Sobre la justicia

      Sobre la virtud

      La naturaleza de la crisis

      Ética del poder

      La ética del bienestar

      El desamparo del artista

Prefacio

Este volumen reúne los ensayos en que he tratado específicamente el tema del anarquismo. No existe, sin embargo, una separación tajante entre lo que he escrito sobre problemas sociales en general (The Politics of the Unpolitical), o sobre los aspectos sociales del arte (Art and Society y The Grass Roots of Art), o sobre los de la educación (Education Through Art y Education for Peace). La misma filosofía reaparece en mis trabajos de crítica literaria y en mis poesías.

El primer ensayo se publica por primera vez. El resto ha sido sometido a una expurgación, en ocasiones drástica; pero aunque he eliminado aquí y allá una frase temeraria o ambigua, no he intentado dar un aire de cautela a la impetuosa voz juvenil. En verdad, echo de menos ahora aquellos arrebatos juveniles.

Poesía y anarquismo fue publicado en 1938 por los señores Faber an Faber, en un volumen, pero ya contenía escritos de épocas anteriores. La filosofía del anarquismo se publicó por primera vez por la Freedom Press en 1940; Existencialismo, marxismo y anarquismo por la misma impresora en 1949. La paradoja del anarquismo apareció en A Coat of Many Colours (Routledge, 1945), y Cadenas de libertad contiene aforismos y párrafos de escritos ocasionales publicados en gran número de periódicos, cuya enumeración sería tediosa.

H. R.

Introducción. Revolución y razón

“La gran misión de la Utopía es hacer lugar a lo posible en cuanto se opone a una aquiescencia pasiva de la presente situación real de las cosas. Es pensamiento simbólico que supera la natural inercia del hombre y lo dota de una nueva facultad, la facultad de adaptar constantemente su universo humano”. Ernst Cassirer, An Essay on Man.

Hace muchos años asistí a cierta comida de etiqueta en la que me encontré sentado junto a una dama conocida en el ambiente político y miembro del partido Conservador. Era una señora resuelta, que me preguntó al punto cuál era mi filiación política, y al responderle yo: “Soy anarquista”, exclamó: “¡Qué absurdo!” y no volvió a dirigirme la palabra durante toda la velada. No me sentí ultrajado por esta actitud y reflexioné que después de todo la expresión “política de lo absurdo” era una definición cabal de mis creencias.

Años después rememoré aquella frase al leer Le Mythe de Sisyphe de Albert Camus, pues éste —que comienza con una reflexión acerca del suicidio y razona por qué, no hallando justificación filosófica para vivir en este mundo, puede sin embargo reprimir el impulso de quitarse la vida— llega a la conclusión de que por absurda que sea la existencia, él abriga sin embargo una fe animal en su continuidad. Camus sugiere una filosofía de lo absurdo, y su obra siguiente, que leí con firme simpatía y creciente admiración, ha constituido una afirmación del “absurdismo” tanto en política y ética como en metafísica.[1]

El absurdismo en religión se remonta a Tertuliano; en rigor podría deducirse que todas las religiones, en cuanto se fundan en el sentido de lo numinoso, son absurdas, carentes de raíces en la experiencia normal, cerradas a las vías normales de percepción y resistentes a los modos normales de expresión. La mentalidad científica descarta la religión porque es absurda; con lo cual no puede deshacerse de los fenómenos siempre presentes de la experiencia religiosa. Pero en general podemos decir que el hombre de ciencia acomoda ahora la religión dentro de una visión amplia del mundo, lo cual no significa que la ciencia le haya encontrado justificación, y por cierto que la religión no se muestra agradecida a ningún apoyo que reciba del hombre de ciencia: la aceptación científica de la religión como un estado mental válido es más bien, como lo ha demostrado Martín Buber,[2] una forma moderna del gnosticismo.

Del mismo modo, la ciencia moderna ha llegado a un acuerdo con el anarquismo, lo ha situado como un tipo de pensamiento político, que debe ser catalogado y concretado como los demás. Uno de los más grandes sociólogos modernos, Karl Mannheim, lo definió como “la forma más pura y genuina” de la posición de los quiliastas,[3] que consiste en la espera, evidentemente absurda, del advenimiento de un reinado milenario sobre la tierra. Es tarea del filósofo anarquista, no probar la inminencia de una edad dorada, sino justificar el valor de la creencia en su posibilidad.

Podría tal filósofo comenzar por una demostración de la absurdidad equivalente de lo que por lo general se opone al anarquismo: el planteamiento fragmentario, la política realista. Ésta (que raramente se eleva del nivel del oportunismo a la condición de creencias) es el procedimiento recomendado cotidianamente por los políticos profesionales, los funcionarios civiles, los diplomáticos, los estadistas, los periodistas, y complacientemente aceptado por el común de los ciudadanos. Abarca el mantenimiento por la fuerza armada de un “equilibrio de fuerzas” (en el mundo y dentro del Estado); la tolerancia o sostenimiento de un sistema monetario de concepción medieval en su origen y hoy de bárbara ineficacia, que divide al mundo en cánones de valor mutuamente antagónicos; que considera al dinero como cosa en sí misma más que como medio de cambio carente de valor; que crea mediante la usura y la renta deudas de volumen incalculable, que directa o indirectamente esclavizan a toda la humanidad, y que perpetúa en general sistemas de educación, convenciones sociales e instituciones del trabajo que destruyen toda vitalidad y felicidad. En otras palabras, la política realista perpetúa las condiciones contra las cuales los hombres sensatos deben rebelarse a menudo.

Comúnmente se considera la democracia parlamentaria como la principal conquista de esta política en los tiempos modernos. Es un sistema de gobierno que da el poder absoluto (los “frenos” que de tanto en tanto se idean, son apartados en cuanto surge alguna tentativa de aplicarlos) a la mayoría del pueblo. Dado que tal mayoría, como lo revelará inmediatamente cualquier test de la inteligencia, es inevitablemente ignorante, será simple casualidad que eleve al poder a delegados de una inteligencia más que mediana. La inteligencia, en tal sistema, es siempre sospechosa, y aunque como lo señala Bagehot, queda mucho que decir en cuanto al reino de la estupidez, la situación es aún evidentemente absurda.

La expansión de la política autoritaria se debe a una comprensión de esta absurdidad: es un intento de reemplazar el dominio de una mayoría ignorante por el de una élite inteligente; pero por desdicha, el único juez de la inteligencia de la élite es ésta misma.

Una élite como la concebida por Platón para su República, compuesta por filósofos políticos de elevada preparación, sería una proposición racional; las élites modernas, que tienden a reclutarse entre diversos tipos de psicópatas,[4] ilustran de manera decisiva sobre el absurdo de las políticas realistas. El anhelo de ser útil a los semejantes carece prácticamente de toda eficacia frente a la psicopática voluntad de poder.

En todo esto advertimos la presencia de una contradicción, inherente quizás al esquema de la vida; de una tensión que es quizás una necesidad psicológica y por consiguiente biológica: la contradicción entre vida mental y el proceso vital. La mente, aun cuando se nutre del cuerpo, tiene existencia propia; es un parásito que hila su propia trama lógica, su propia estructura pensante. El proceso biológico —en todos sus aspectos fisiológicos y económicos— es una actividad totalmente distinta y conduce a estructuras no lógicas sino pragmáticas; esto es, que se justifican y conservan sólo si tienen eficacia. Llegan los idealistas políticos y tratan de que la estructura social encuadre dentro de la estructura lógica por ellos concebida, con consecuencias siempre dolorosas e inestables. Tras un intervalo de confusión, la estructura social recobra su forma original: sólo ha cambiado la nomenclatura de las partes. “La sociedad, como dijo Tolstoi, se asemeja a un cristal. Puede triturárselo, comprimírselo, disolverlo, pero en la primera ocasión se rehará bajo la misma forma. La constitución de un cristal sólo puede cambiar cuando ocurran en él modificaciones químicas”.[5]

Ya hemos de considerar la posibilidad de que se produzcan cambios químicos en el cristal social; pero por el momento deseo destacar la distinta naturaleza de los procesos del pensar y el vivir. (El fanático podría definirse como aquel que no ve diferencia entre ambos procesos, que trata de ajustar exactamente el esquema de la vida al arquetipo del pensamiento). El pensar es, naturalmente, impulsado por el impacto del ambiente sobre los sentidos, o por presiones o incitaciones provenientes del subconsciente; pero para merecer tal nombre, debe observar ciertas reglas de coherencia o lógica. Es una estructura arquitectónica, y debe presentar una fachada que posea estabilidad, simetría y orden. Pero estas cualidades tienen coherencia en sí mismas y existen únicamente dentro de la estructura. Aquí no se pide utilidad; el pensamiento es un castillo en el aire, sin función necesaria. Es la soberbia mansión de los deleites del Kubla Kan; surge por “decreto” arbitrario y su finalidad es despertar nuestra admiración.

Vivir es fundamentalmente un instinto; la sórdida escaramuza animal por la comida y la guarida, el apareamiento, la ayuda mutua contra las adversidades; actividad biológica complicada, en que la tradición y la costumbre desempeñan un papel decisivo. A la mente pura sólo pueden parecerle monstruosas y absurdas las feas actividades del comer, digerir, excretar, copular. Bien es cierto que podemos idealizar estos procesos, o algunos de ellos, y la comida y el galanteo se han convertido así en artes refinadas, elaborados “juegos”.[6] Pero sólo sobre la base de añejas tradiciones y hábitos sociales que no son lógicos ni consecuentes: ¿qué podría ser más absurdo que un cocktail party o el galanteo de una película hollywoodense? El fanático político denunciará tales costumbres como aspectos de un orden social degenerado, pero su nuevo orden social, si logra establecerlo, pronto generará costumbres igualmente absurdas y aun menos elegantes.

No me valgo de la casuística para defender una actitud de complacencia o compromiso. El orden social existente es atrozmente injusto, y si no nos rebelamos contra él, somos moralmente insensibles o criminalmente egoístas. Pero si todo lo que nuestra rebelión alcanza es simplemente una reconstrucción del cristal social según otro eje, nuestra acción ha sido vana: no ha habido cambio químico esencial. Debemos por ello distinguir, como lo hago en uno de estos ensayos,[7] entre revolución e insurrección, o como lo hace Albert Camus, entre revolución y rebelión. Las revoluciones, como a menudo se ha señalado, nada cambian; o más bien, sustituyen simplemente a un conjunto de amos por otros; los grupos sociales adquieren nuevos nombres, pero conservan la primitiva desigualdad de su situación.

La rebelión o insurrección, por otra parte, guiadas por el instinto más bien que por la razón, apasionadas y espontáneas más bien que frías y calculadas, actúan como la terapéutica del shock en el cuerpo de la sociedad, y hay una posibilidad de que modifiquen la composición química del cristal social. Dicho de otro modo, pueden modificar la naturaleza humana en el sentido de crear una nueva moral o valores metafísicos nuevos. La rebelión, dice Camus, “es la repulsa a ser tratado como un objeto y reducido a simples términos históricos. Es la afirmación de una naturaleza común a todos los hombres, que se sustrae al mundo del poder”. Se sustrae al mundo del poder: éste es el quid, pues es siempre el poder el que cristaliza en una estructura injusta.

Aquí debemos detenernos para destacar este imperativo moral. No hay escapatoria a la “insania de la historia”, a menos que una sociedad pueda renunciar al poder y a las acciones deliberadas que nacen del deseo de ejercerlo. La estructura del poder es la forma que adopta la inhibición de la capacidad creadora; el ejercicio del poder es la negación de la espontaneidad. La voluntad de poder, complejo emocional que se presenta en los individuos, entra directamente en conflicto con la voluntad de mutualidad, la cual, como lo demostró Kropotkin, es un instinto social. La voluntad de poder es una fuerza excéntrica y disgregadora; la unidad que impondría es totalitaria. La mutualidad es la unidad misma, y creadora. Cuando los hombres se rebelan contra la tiranía están afirmando, no su individualidad, sino la unidad de su naturaleza humana, su deseo de crear una unidad fundada sobre sus ideales comunes (de verdad o de belleza). El esclavo no es un hombre desposeído (muchos de los esclavos griegos y romanos eran acaudalados), sino un hombre carente de cualidades, un hombre sin ideales por los cuales esté dispuesto a morir.

Tener y profesar ideales puede muy bien ser un absurdo; los ideales no son hechos naturales, ni se revelan hoy a los hombres por medios sobrenaturales. En la naturaleza puede descubrirse un ideal de belleza; pero la naturaleza es una limitación que ha conducido muchas veces en la historia del arte al academismo, a la decadencia... y a una necesaria rebelión. El espíritu puede captar ideales más allá del orden natural, y para expresarlos necesitamos símbolos que no se encuentran ya hechos en la naturaleza, que requieren el esfuerzo de la creación original, la “energía formativa” de que acostumbraban hablar Goethe y Schiller.

Entre el proceso artístico y el social existe un paralelismo. Ambos dependen de una energía creadora innata, la una en la mente del artista, la otra en el cuerpo político. Ambas buscan dar forma al sentimiento, simbolizar el sentimiento con una forma adecuada. Los símbolos que el artista inventa son tan multiformes como los sentimientos que mueven al hombre; pero los símbolos que inventa una sociedad se limitan a la expresión de los sentimientos colectivos: de unidad, de comunidad, de aspiración a la vida digna; y otros más profundos, de sacrificio y justicia. La capacidad de expresar estos sentimientos, de crear formas simbólicas, dependen siempre, en el artista y en la sociedad, de cierto estado de libertad, de la falta de inhibición, de represión, de miedo. Los psicólogos modernos han logrado describir este proceso en el individuo con notable minucia (es el proceso conocido con el nombre de “individualidad” o “integración”); pero aún carecemos de psicólogos sociales que analicen este proceso con relación al grupo,[8] particularmente al grupo político o sociedad. Hemos llegado, sin embargo, a una clara diferenciación entre dos tipos de sociedad, la una “abierta” o libertaria, la otra “cerrada” o totalitaria. El doctor K. R. Popper ha hecho el análisis clásico de esta distinción en un libro que ha venido ejerciendo saludable influencia desde su publicación en 1945.[9]

El principal propósito de Popper fue el de prevenirnos contra los peligros del historicismo, esa presuntuosa escuela de ciencia política que sostiene haber descubierto leyes históricas que la ponen en condiciones de profetizar el curso futuro de los acontecimientos. Popper descubre los orígenes de esta herejía ya en Platón (o aun en Heráclito), pero sus exponentes máximos son Hegel y Marx. Si uno cree, como estos filósofos, que de los registros incompletos de los sucesos pretéritos puede deducirse una ley histórica, será “lógico” desear aplicar esta ley al presente y al futuro. Pero una ley debe siempre ser sancionada por la fuerza, y así estos profetas se vuelven autoritarios, dispuestos a hacer observar su “ley” por la acción del poder.

A este concepto de evolución totalitaria, el doctor Popper opone lo que él denomina los “métodos científicos graduales”. Hemos oído a menudo hablar del “gradualismo” en política, y la Sociedad Fabiana fue fundada con la intención de introducir tal método en el socialismo. Empero, el doctor Popper no es socialista; es un físico y lógico, y ansía simplemente “seguridad y libertad” en medio de las cuales proseguir sus estudios científicos. Si a algún “ismo” pertenece es al humanismo, y habla de la “faena de llevar nuestra cruz, la cruz de la humanidad, la razón, la responsabilidad”. El doctor Popper emplea un símbolo cristiano, y cree con los cristianos que “nuestro sueño celestial no puede realizarse en la tierra”. “Para quienes han probado del árbol de la ciencia, el paraíso está perdido”. Estos símbolos han influido quizás excesivamente en los métodos científicos del autor; han instilado en él algo que es esencialmente desesperanza, nihilismo. Abandonada toda esperanza de una sociedad perfecta, así sea remota, baja la mirada al suelo y contempla con satisfacción los métodos fragmentarios del topo. Hace su cuevita y forma un montículo para demostrar que “hay un trabajo en marcha”. Pero las vastas tierras que se extienden en torno a él, donde debería estar germinando el trigo para las multitudes hambrientas, corren el riesgo de ser destruidas por inminentes tormentas que él no advierte.

No deseo criticar el rumbo general del argumento del doctor Popper; yo también anhelo una sociedad abierta y no cerrada; yo también me llamo a mí mismo humanista. Creo que como hombre de ciencia no interpreta bien la imaginación poética de Platón; aunque en su propio campo, el científico, y particularmente en su crítica del método marxista, parece ser incontrovertible. Pero no es un idealista y de ahí que no sea optimista.

Es cosa admitida que los idealistas son vagos, y por ello a los hombres de ciencia se les hace difícil aceptarlos. Pero no deben ser necesariamente irreales o ineficaces. Aun si los consideramos como espejismos, debemos recordar que los espejismos infunden energía y orientan al hombre perdido en el desierto. Los ideales, sin embargo, no necesitan permanecer en estado de espejismos; puede dárseles a un mismo tiempo concreción y vitalización.

Esta concreción y vitalización de los ideas es una de las principales tareas de actividad estética del hombre. Sólo en la medida en que un ideal cobra concreción, se hace inteligible para la razón y objeto de crítica racional. Un ideal debe ser “percibido” en forma artística o poética antes de hacerse suficientemente real para el debate y la aplicación. Pienso que es en este respecto donde el doctor Popper fracasa en su apreciación del método platónico, que no es solemnemente científico sino poéticamente sofístico. Platón juega un juego, el antiquísimo juego de “supongamos que somos...”. La esencia del juego consiste en suponer con convicción y con lógica. Platón jugó este juego dos veces con la sociedad ideal como tema: una en La República y otra, mucho más tarde, en Las Leyes. Ambos juegos difieren mucho entre sí. Puede decirse que Las Leyes es un juego más acabado, que se acerca más que La República a los criterios políticos realistas de su autor. Es no autoriza a decir que Platón supuso jamás seriamente que las sociedades ideales cerradas de La República y Las Leyes constituían la clase de sociedad en la que él habría deseado vivir o que vivieran otros. Lo que ocurrió a Platón cuando tuvo oportunidad de intervenir en política no es muy claro; pero evidentemente no tuvo éxito con el establecimiento de su “república” en Sicilia. Plutarco nos refiere que al llegar a Siracusa, Platón comenzó a enseñar geometría, método gradual de reforma que subyugaría el doctor Popper. Sin duda confiaba en convertir al joven tirano Dion en un rey filósofo; pero no se hacía ilusiones sobre las dificultades de semejante tarea. Los ideales son peligrosos, especialmente cuando se les confiere una forma convincentemente concreta; pero son necesarios y debe dárseles concreción imaginativamente, a fin de insuflar vitalidad en el cuerpo social, que tan fácilmente sucumben a la apatía o la indiferencia. La república ideal de Platón no es la mía, y muchas de sus características me repelen, como le repelen al doctor Popper. Pero el juego de Platón fue también jugado por otros que lo siguieron: Agustín, Tomás Moro, Campanella, Francisco Bacon, Rabelais, Winstanley y Morris.[10] Esta tradición utópica, como podemos llamarla, ha inspirado la filosofía política, proporcionando una tendencia subterránea poética que ha mantenido a esta ciencia intelectualmente viva. Aun los realistas, cínicos como Hobbes y Maquiavelo, son utopistas por reacción. La Revolución Inglesa fue inspirada por el utopismo de escritores como Winstanley; la Francesa, por el de Rousseau, y la Rusa, por el Carlos Marx. En cada caso el hecho de que el ideal utópico se trocara en una realidad totalitaria se debió a la falta de otro ideal, el de medida, de moderación.[11]

Debe admitirse que, abandonado a sí mismo a imaginar un estado ideal de existencia, el espíritu humano revela una penosa tendencia hacia el autoritarismo. Este no es, como podría argüir el doctor Popper, un resultado de irresponsabilidad, sino precisamente de esa facultad racionalizadota que él tanto admira. Existe en el espíritu humano, particularmente en el del hombre de ciencia, un prurito de orden, de simetría, de formalidad, que aporta buenos resultados en las categorías puramente mentales, a él debemos los adelantos del método lógico y científico. Pero la vida no es ordenada, y no puede hacerse que lo sea en tanto es vida: es siempre espontánea en sus manifestaciones, impredecible en su ciega marcha hacia la luz. Muchos utopistas lo olvidan o ignoran, y como consecuencia su comunidad ideal no puede ser nunca real, o no ha de volverse nunca real. Tengo lo convicción de que Platón lo advirtió: los guardias sobre los cuales reposa la estructura de su república son tipos sobrehumanos idealizados, tan alejados de una realidad realizable como el superhombre de Nietzsche. La República es un cuento de hadas lleno de bellas fantasías y enderezado a enseñar una moraleja (que moral y belleza son idénticas). Sólo en la utopía de Las leyes comienza Platón a proyectar una sociedad con una peligrosa sugestión de realizabilidad. Pero en la medida en que es más realizable, es más “abierta”. Hay una dorada tolerancia en la atmósfera cretense, y el consejo nocturno de astrónomos matemáticos, árbitros supremos de esta sociedad ideal, se encontraría como en su casa en la abadía de Thélème. Ha de adquirirse, sin embargo, que todavía alienta allí el espíritu totalitario, como en la mayoría de las utopías del Renacimiento y la Ilustración, pues el totalitarismo no es otra cosa que la imposición de una estructura racional a la orgánica libertad vital, y es más peculiar al espíritu científico que al poético. Únicamente en aquellos escritores que conservan el sentido de la libertad orgánica —Rabelais, Diderot, Morris— la utopía es en algún sentido libertaria. No es más extraña coincidencia que ésas sean las únicas utopías alentadoras. Así que nos acercamos a la era del socialismo científico, las utopías se vuelven cada vez más tristes y deprimentes. “Pocas utopías hay del siglo XIX, escribe Marie Louise Berneri,[12] que puedan leerse hoy sin una sensación de total aburrimiento, salvo que logren divertirnos con la manifiesta ufanía con que sus autores se juzgan los salvadores de la humanidad. Las utopías renacentistas poseen muchos rasgos desagradables, si bien las anima una amplitud de visión que inspira respeto; las del siglo XVII presentan muchas ideas extravagantes, aunque revelan investigación, espíritus insatisfechos con los que uno simpatiza; pero aunque de muchas maneras estamos familiarizados con las del siglo XIX, éstas nos resultan, no obstante, más extrañas que las del pasado remoto. Pese a que las inspiraron sin duda los móviles más elevados, no se puede evitar “un sentimiento de amargura hacia el siglo XIX”, como le ocurre al anciano de News from Nowhere, amargura aun hacia el amor que esos escritores utopistas prodigan a la humanidad, pues se asemejan a esas madres excesivamente amantes y solícitas, que matarían a sus hijos a fuerza de atención y cariño antes que dejarlos disfrutar de un momento de libertad”.

Las utopías más terribles lo son las científicas del socialismo marxista y el monopolio capitalista. Con los mismos instrumentos pensantes que han perfeccionado la ciencia y la técnica, avanzan ahora sobre las fuentes espontáneas de la vida. Creen que proyectan lo que únicamente puede germinar; que legislan para las formas del crecimiento y que moldean en dogmas intangibles las delicadas gracias del espíritu. Tales utopías científicas de seguro que fracasarán, pues las fuentes de la vida, cuando son amenazadas, marchan subterráneamente, para emerger en otro desierto. Pero el proceso es largo y doloroso, y la humanidad debe sufrir entre tanto en la carne a causa de la realización de un proyecto trazado sobre el papel.

Si la puesta en práctica de un proyecto racional trazado sobre el papel conduce a la muerte de la sociedad (proceso que he descrito simbólicamente en The Green Child), no significa que la mentalidad utopista sea necesariamente perjudicial; por el contrario, el utopismo, como dijo Anatole France, es el principio de todo progreso. Es la poetización de todas las cosas prácticas, la idealización de las actividades cotidianas; no es un proceso racional, es un proceso imaginativo. La Utopía se marchita en cuento intentamos llevarla a cabo; pero es necesaria, es hasta una necesidad biológica, un antídoto al letargo de la sociedad. La sociedad existe para trascenderse a sí misma, y la fuerza progresiva de su evolución es la imaginación poética, el instinto teleológico que avanza con el principio orgánico de toda evolución, para tomar posesión de nuevas formas de vida, de nuevos campos de conciencia.

La libertad es la política ideal, según la concibe la poesía; las libertades[13] constituyen un ideal político y se expresan en la organización social. Las libertades son definitivas, y desde la Carla Magna en adelante (en el mundo moderno) se les ha dado realidad legal. La libertad es un concepto más vago, pero no menos real: es personal y psicológico, y el estado en que el espíritu humano alcanza espontaneidad y capacidad de creación. Los estatutos de las libertades garantizan la libertad, pero dentro de esta garantía la libertad obra inconscientemente. Es la reacción del espíritu a las restricciones de la materia; el intento de superar las condiciones materiales. Siempre implícita en esta concepción positiva de la libertad, se halla, como lo ha sostenido también Camus, una rebelión contra la realidad; una afirmación de la razón humana, de la percepción humana de la belleza y el orden en medio de la absurdidad de nuestra existencia real.

Afirmamos nuestra superioridad sobre la mera existencia porque nos atrevemos a crear; y por creación no significamos construcción. La construcción es la hábil manipulación de elementos dados; la creación es la expansión de la conciencia, la conquista de nuevas zonas de comprensión. La creatividad es la ampliación sensible de la realidad; es la percepción de lo nunca percibido hasta entonces; la invención de conceptos nuevos y la elaboración de nuestro concepto del universo (la progresiva conciliación de lo singular con lo universal, según definió Hegel este proceso). Porque la libertad carece de sentido sin unidad, sin mutualidad. Soy libre hallándome en medio del Sahara, pero mi libertad es inútil, porque no puedo comunicar mi conciencia de ella a otros, y continuar así el “hilo metamórfico”. La conciencia es social, fenómeno colectivo. La raza humana evoluciona en virtud de su colectividad, como un rebaño. Pero el rebaño genera en sí mismo puntos más agudos de conciencia, que son los espíritus de los individuos; estos individuos envían a la comunidad sus actos creadores de percepción. Se produce un gradual, muy gradual cambio de conciencia en todo el cuerpo.[14]

Todo esto fue por primera vez comprendido y brillantemente expuesto por Juan Bautista Vico. La historia no es obra del destino ni de la casualidad ni de ninguna “ley” inevitable, sino de una necesidad que no es determinación, y de una libertad que no es azar. Citaremos la síntesis de Croce sobre la filosofía de la historia de Vico:

“La historia real se compone de acciones, no de fantasías ni ilusiones; pero las acciones son obra de los individuos, no por cierto de sus sueños, sino de la inspiración del genio, la divina locura de la verdad, el sagrado entusiasmo del héroe. El Destino, la Casualidad, la Fortuna, Dios, son todas explicaciones que tienen el mismo defecto: aíslan al individuo de su producto, y en vez de eliminar el elemento caprichoso, la voluntad individual en la historia, como sostienen que lo hacen, lo refuerzan y acrecientan inmensamente...

“La idea que trasciende y corrige por igual los puntos de vista individualistas y supraindividualistas es la de que la historia es racional. La historia la hacen los individuos; pero la individualidad no es más que la concreción de lo universal, y cada acción individual, simplemente por serlo, es supraindividual. Ni lo individual ni lo universal existen como cosa concreta; la cosa real es el curso único de la historia, cuyos aspectos abstractos son la individualidad sin universalidad y la universalidad sin individualidad. Este curso uno de la historia es coherente en todas sus muchas determinaciones, como una obra de arte que es al mismo tiempo única y múltiple, en la cual cada palabra es inseparable del resto, cada matiz de color se relaciona con todos los demás, cada línea va encadenada a todas las otras. Sólo con este modo de ver puede comprenderse la historia. De otra manera permanecerá ininteligible, como una hilera de palabras sin significado o las acciones incoherentes de un loco”.[15]

La existencia, considerada como la vida limitada del individuo, es absurda; adquiere racionalidad en cuento historia, en cuanto captación imaginativa de la totalidad en la mente poética. El doctor Popper argüiría sin duda que es simplemente historicismo disfrazado, y el filósofo que en seguida cito confirmará sus sospechas:

“La unidad no es un hecho —dice Karl Jaspers—, sino una meta. La unidad de la historia es quizás producida por la capacidad de los hombres de comprenderse unos a otros en la idea de lo Uno, en la verdad una, en el mundo del espíritu, en el cual todas las cosas se hallan significativamente relacionadas unas con otras y se pertenecen en conjunto, por extrañas que sean unas a otras al principio”.[16]

¿La “meta” de la historia? Jaspers nos da a elegir entre cuatro, pero “el impulso lleva hacia la más lúcida conciencia”, incluida la conciencia de la libertad. Sin esta conciencia, volviéndose cada vez más lúcida, el hombre se hunde en la apatía y la marea de la historia pasa del flujo al reflujo.

La consideración fundamental en cualquier filosofía política debería ser, por lo tanto, la de la preservación de la libertad individual, con el fin de que la conciencia se vuelva cada vez más lúcida. Esta libertad, sostengo yo, sólo puede ser preservada en las comunidades pequeñas, libres del ejercicio del poder central e impersonal, comunidades que se desarrollen por la ayuda mutua y con completo respeto por la personalidad. En qué medida los métodos modernos de producción y organización social frustran y eliminan a dichas comunidades, no necesita mencionarse aquí. Lo cierto es que nos encontramos en un punto del desenvolvimiento humano en que ha sobrevenido un reflujo histórico, y sólo puede evitarse un retorno a la barbarie si se vuelve a condiciones que favorezcan el desarrollo de la lucidez de conciencia en el individuo; no en el individuo excepcional únicamente, pues éste es simplemente una voz en el desierto salvo que haya la misma conciencia, en algún grado, en cada artesano. En este sentido, más de un esclavo ateniense era tan “lúcidamente consciente” como Platón.

El único camino para mantener el flujo de la historia es recobrar una visión del futuro y un ánimo de rebelión contra el presente. El inconveniente de los métodos graduales de la ciencia reside en que son miopes; no se inspiran en un sentido de dirección, en una visión de horizontes. Estos horizontes los descubre la inspiración del genio, la divina locura del poeta, el sagrado entusiasmo del héroe; y muestran al sol en su revolucionario esplendor. La rebelión, se dirá, encierra violencia; pero ésta es una concepción anticuada, insuficiente de la rebelión. La forma más efectiva de rebelión en este violento mundo en que vivimos es la no violencia. Gandhi inspiró transitoriamente a sus seguidores la práctica de esta forma de rebelión, pero estamos aún lejos de haber logrado una plena comprensión de sus potencialidades.

La rebelión es más efectiva cuando es impremeditada y espontánea, acto de rebeldía contra la injusticia del poder. Sólo puede abogarse por la rebelión de esta índole cuando surja la ocasión para ello. Un ánimo general de rebelión, como la que propugno aquí, se dirige contra la totalidad de una civilización absurda, contra su ethos, su moral, su economía, su estructura política. No encuentra necesariamente expresión en actos aislados, y tales actos, al provocar fuerzas reaccionarias, pueden en realidad retardar la revolución general. Lo que se necesita es producir una revolución en los hábitos morales y mentales. “Modifiquen primero sus costumbres; luego modificaran sus leyes”, decía Balzac. Esta es una exhortación un poco más precisa que la usual que nos induce a modificar nuestro corazón. Los hábitos son concretos y a menudo desafiantes. El incremento del hábito de “vivir en pecado” trajo la modificación de las leyes del matrimonio y el divorcio, quizás no como un ejemplo edificante a los ojos de cierta gente, pero con todo, como demostración efectiva del punto de vista balzaciano. El doctor Popper habría puntualizado sin duda que el proceso fue gradual, pero inspirado por móviles que él juzgaría irracionales. Se podrían dar centenares de ejemplos de cómo los hábitos han transformado fortuitamente las leyes. Si los hábitos nuevos fueran inspirados por ideales, el cambio consiguiente de las leyes sería históricamente coherente. Habría ocurrido una rebelión.

Nuestro idealismo debe centrarse siempre imaginativamente en el concepto de libertad. “Donde la licencia es otorgada por la suerte —escribió Santayana en su última gran obra—, el amor a la vida y a la libertad es normal y noble. La psiquis puede entonces recorrer su ciclo vital con feliz celo; y el espíritu, desde cada cima moral puede elegir y modelar una inspirada visión del mundo”. Pero Santayana prosigue advirtiéndonos que en la economía de la naturaleza no existe lo que se llama derecho. “La existencia es un no ganado don y una condición impuesta. El privilegio de la mayor o menor libertad se reparte entre los individuos y las naciones temporaria y disparejamente, no por una justicia o leyes ideales, sino por la tensión generatriz de un automatismo universal. La Voluntad Prístina penetra este movimiento; original y central en cada punto, en cada átomo o célula; y la influencia de todos estos impulsos en su medio físico, determina espontáneamente la medida en que cada cual puede desplegar su libertad vital”.[17]

La libertad es, por ello, un ideal que nunca debe rendirse, mientras nuestros impulsos se mantengan vivos. Pero no es una vaga energía que anima a la sociedad; la libertad, dice Santayana, “no es una fuente, sino una confluencia o armonía”.[18] Es una conciliación o integración de los impulsos; una armonización de fuerzas casuales y aun conflictivas. El autoritario actúa como si un orden semejante pudiera realizarse únicamente por la fuerza, por imposición sobre un material recalcitrante. El libertario cree que puede producirse por la razón, por el establecimiento, por el cultivo de los hábitos adecuados. El autoritario cree en la disciplina como medio; el libertario en la disciplina como fin, como estado espiritual. El autoritario dicta instrucciones; el libertario estimula la autoeducación. Uno tolera la ANARQUÍA subjetiva por debajo de la lisa superficie de su regla; el otro no necesita regla porque ha alcanzado una armonía sujetiva reflejada en la integridad personal y en la unidad social.

Al espíritu occidental tal armonía subjetiva no le ha parecido jamás posible, y por esta razón debemos recurrir al Oriente en procura de una doctrina tradicional, y de ilustraciones prácticas de su eficacia. Se dirá que la historia china no es particularmente armoniosa: guerras e invasiones, marchas y contramarchas, usurpaciones y revoluciones son tan frecuentes como en la historia de cualquiera otra parte del globo. Y sin embargo la civilización china ha sido y es todavía la más estable de la historia universal, y la China no tiene épica que celebre la violencia. Si buscamos una explicación a esta estabilidad encontramos que es, como Lin Yutang ha dicho, “en parte constitucional y en parte cultural”.

“Entre las fuerzas culturales que contribuyen a la estabilidad racial debe tenerse en cuenta ante todo el sistema familiar chino, tan bien definido y organizado que hacía imposible que un hombre se olvida de dónde procedía su linaje... Otra fuerza cultural que favorecía la estabilidad social era la total ausencia de clases establecidas, y la oportunidad abierta a todos de elevarse en la escala social mediante el sistema imperial de exámenes. Mientras el sistema familiar explicaba si supervivencia por la fecundidad, el sistema de exámenes imperial efectuaba una selección cualitativa, y permitía al talento reproducirse y propagarse... Lo que parece aún más importante es el hecho de que la clase gobernante no sólo procedía del campo sino que también a él volvía. Este ideal rural en el arte, la filosofía y la vida, tan profundamente arraigado en la conciencia general china, debe tenerse en cuenta en gran medida para explicar la salud racial de hoy... el ideal rural de vida es parte del sistema social que hace de la familia la unidad, y parte del sistema político-cultural que hace de la aldea la unidad... Este ideal familiar de industria, frugalidad y sencillez de vida persistió y se le reconoció como la herencia moral más sana de la nación. Algo del sistema familiar se adhirió al molde rural de la vida y no pudo ser separado de él. Sencillez fue una palabra ilustre entre los griegos, y sencillez, shunp’o, era una palabra ilustre entre los chinos. Era como si el hombre conociera los beneficios de la civilización y al mismo tiempo sus peligros; conocía la felicidad de los goces de la vida, pero también, consciente de su efímera naturaleza, temeroso de los celos de los dioses, estaba dispuesto a tomar los goces más sencillos pero más duraderos”.[19]

El mundo occidental no se ha mostrado muy dispuesto a recoger la enseñanza oriental; el tráfico espiritual, se da por sentado, debe tomar la dirección contraria. Pero este tráfico está actualmente desorganizado, y si volvemos la vista a nuestros propios grandes maestros, los griegos, los cristianos primitivos, los sabios modernos como Ruskin, Tolstoi, Giono, Simone Weil, descubriremos que la sabiduría occidental no está en pugna en ningún aspecto esencial con la oriental. El único problema es el eterno problema de la comunicación, de la educación. Este problema ha sido tratado con gran profundidad por Simone Weil en The Need for Roots. La última parte de este libro (la tercera) está consagrada en su totalidad a The Growing of Roots, y es muy extensa para dar aquí una síntesis. Pero la definición que da Simone Weil de la educación puede citarse como indicio de la amplitud del problema. Después de haber destacado que la educación, ya esté dirigida a niños o a adultos, ya a individuos o a un pueblo entero, ya a uno mismo, “consiste en la creación de móviles”... pues jamás se lleva a cabo ninguna creación si faltan los móviles que suministren el volumen de energía indispensable para su ejecución”, procede a clasificar los medios educativos como sigue:

  1. Miedo y esperanza, obtenidos mediante amenazas y promesas.

  2. Sugestión.

  3. La expresión, ya oficial, ya bajo sanción oficial, de algunos de los pensamientos que, antes de ser públicamente difundidos, se hallaban en el ánimo del pueblo, o en el ánimo de ciertos elementos activos de la nación.

  4. El ejemplo.

  5. Las modalidades mismas de acción, y las de las organizaciones creadas con propósitos de acción.

La autora descarta los dos primeros métodos por toscos e indignos. Su exposición de los tres restantes está en gran manera regida por la naturaleza específica de la labor que afronta en el libro citado, que era la de preparar al pueblo francés para el día de la liberación de la tiranía hitlerista. Su obra es un memorándum dirigido a las autoridades francesas con asiento en Londres; de aquí el empleo de ciertas frases como “con autorización oficial”. En efecto, los tres modos educativos que recomienda son muy personales. Del tercero, por ejemplo, dice que “sus fundamentos se hallan en la recóndita estructura de la naturaleza humana”. Reconoce que en circunstancias normales “toda acción colectiva... en la naturaleza de las cosas... sofoca los recursos ocultos en las profundidades de cada espíritu... El odio al Estado, que ha existido en forma latente, secreta pero poderosísima en Francia desde los días de Carlos VI, hace imposible que las palabras emanadas directamente de un gobierno sean recibidas por cada francés como la voz de un amigo”. En circunstancias normales:

“Una verdad sólo puede presentarse al espíritu de un ser humano particular. ¿Cómo la comunicará éste? Si intenta exponerla, no será escuchado, porque los demás nunca han oído esa verdad particular, no la reconocerán como tal; no se darán cuenta de que lo que aquél dice es verdad; no prestarán atención suficiente que les permita comprender que es así, pues no habrán recibido ningún aliciente que los impulse a realizar el esfuerzo de concentración necesario.

“Pero la amistad, la administración, la simpatía o cualquiera otra suerte de sentimiento benevolente los predispondrá naturalmente a prestar cierta atención. Un hombre que tenga algo nuevo que decir —porque en lo referente a perogrulladas no es necesario esfuerzo alguno de la atención— sólo puede ser escuchado, para comenzar, por quienes lo aman.

“De este modo, la transición de verdades entre los hombres depende por entero de la disposición de sus sentimientos; y esto mismo es aplicable a no importa qué clase de verdad”.[20]

Simone Weil no se muestra mucho más precisa en este respecto que en su descripción de los métodos efectivos de educación. Lo que en rigor expresa —y es cosa que ha sido declarada más eficazmente por Martin Buber— es que la comunicación de cualquier verdad, de cualquier “lección”, depende de que exista una situación de mutualidad entre maestro y discípulo; toda comunicación efectiva es un diálogo y se basa en el respecto y el amor recíproco. Esta situación se crea, en cualquier relación particular, por ejemplo y la confianza. No es suficiente “ser un ejemplo”. Una existencia aislada y presuntamente superior, alejada de los hábitos corrientes y el trato social, no es una relación favorable para la transmisión de la verdad. Dudo que Simón el Estilita lograra muchas conversiones aislado sobre una columna; y vivir como un anacoreta, salvo con fines de autopurificación, es un ejemplo embrutecedor. Se debería tratar, como lo hizo Eric Gill, de crear “una célula de bien vivir”; la concepción china de la familia corresponde a una célula de esta índole. Pero aun en esta modesta forma de dar ejemplo, se puede ser demasiado autoconsciente. Usar ropas “racionales”, comer alimentos “racionales”, establecer escuelas “racionales”... Estos bien intencionados métodos ejemplares a menudo tienden a alzar entre la persona ejemplar y los demás, una barrera compuesta de reserva y suspicacia, que hace imposible la comunicación de cualquier verdad. Hay, por supuesto, grados de compromiso que también son imposibles porque exigen la participación en acciones malas; la participación en la guerra es, a mi juicio, una de ellas. Pero el amor perfecto exige no sólo que cenemos con publicanos y pecadores, sino además que no los ofendamos con nuestra inefable superioridad.

Queda entonces lo que Simone Weil llama, con expresión un tanto oscura, “las modalidades de la acción”. Creo que en el transcurso de mi vida hemos sufrido una desilusión decisiva en ese sentido; una vez más hemos experimentado la verdad de que la revolución llevada a cabo por la fuerza deja en manos de la fuerza el dominio de la situación que sobreviene. Debemos abandonar la retórica de la rebelión, si no cambiamos en nada nuestro ánimo o nuestra inteligencia. Nuestros ideales deben ser tan osados como siempre, y nuestra estrategia realista; pero el realismo revolucionario, para un anarquista de la era de la bomba atómica, es pacífico: la bomba es ahora el símbolo, no de la ANARQUÍA, sino del poder totalitario. Sólo el beso que, en la parábola de Dostoievski, el Prisionero dio al Gran Inquisidor, logrará que las manos que la sostienen la abandonen.

La filosofía del anarquismo

Ts’ui Chu decía a Lao Tsé: “Dices que no debe haber gobierno. Pero si no hay gobierno, ¿cómo habría de perfeccionarse el corazón del hombre?”

“La última cosa que debes hacer —contestó Lao Tsé— es entrometerte con el corazón del hombre. El corazón del hombre es como un resorte que si lo oprimes, saltará más alto... Puede ser ardiente como el fuego más impetuoso y frío como el hielo más duro. Tan veloz es, que en el espacio de un cabeceo puede ir dos veces hasta el fin del mundo y regresar. En reposo es tranquilo como el lecho de un estanque; en la acción, misterioso como el Cielo. Tal es el corazón del hombre, como un corcel que no se puede sujetar”.

—Chuang Tsé (Trad. de Waley).

La libertad, la moral y la dignidad humana del hombre consisten precisamente en esto, en que hace el bien, no porque le es ordenado, sino porque lo concibe, lo quiere y lo ama.

Bakunin.

Una sociedad perfecta es aquella que rechaza toda propiedad privada. Este fue el primitivo bienestar que el pecado de nuestros primeros padres destruyó.

— San Basilio.

Si los porotos y el mijo abundaran como el fuego y el agua, no existiría entre la gente tal cosa como un hombre malo.

— Mencio.

La actitud política característica en nuestros días no es de fe positiva, sino de desesperanza.

Nadie cree seriamente en las filosofías sociales del pasado inmediato. Pocos, y su número va disminuyendo, creen todavía que el marxismo, como sistema económico, ofrece una alternativa consecuente al capitalismo; y el socialismo ha triunfado, a la verdad, en un solo país. Pero la abyección de la esclavitud humana no ha variado; el hombre se halla todavía encadenado en todas partes. El móvil de su actividad sigue siendo económico, y este móvil económico conduce inevitablemente a las desigualdades sociales de las que había esperado escapar. Frente a este doble fracaso, del capitalismo y el socialismo, la desesperación de las masas ha tomado la forma del fascismo, movimiento revolucionario que abriga el designio de establecer una organización pragmática del poder dentro del caos general. En esta confusión política la mayoría se siente perdida, y si no abandona a la desesperanza, recurre al mundo privado de la oración. Mas hay quienes continúan creyendo que puede construirse un mundo nuevo con sólo que abandonemos los conceptos económicos sobre los cuales se funda tanto el socialismo como el capitalismo. Para erigir este mundo nuevo debemos dar preferencia a los valores de la libertad y la igualdad por sobre todos los demás, por sobre los valores de la riqueza personal, el poder técnico y el nacionalismo. En épocas pretéritas este punto de vista fue sostenido por los más egregios videntes; pero sus seguidores constituyeron una minoría numéricamente insignificante, especialmente en la esfera política, donde su doctrina ha sido llamada “anarquismo”. Puede ser un error táctico ensayar y mantener la verdad eterna bajo un nombre ambiguo, pues el significado literal de la palabra: “carencia de gobernante”, no es necesariamente “carencia de orden”, significado a menudo adscrito libremente a ella. El sentido de la continuidad histórica y la búsqueda de la rectitud filosófica no pueden, sin embargo ser comprometidos. Cualesquiera vagas o románticas asociaciones que el término haya adquirido son contingentes. La doctrina se mantiene absoluta y pura. Hay millares si no millones de personas que sostienen inconscientemente estas ideas, y que aceptarían la doctrina si les fuera expuesta claramente. Una doctrina debe ser conocida por un nombre común. Yo no conozco mejor nombre que el de anarquismo. En este ensayo trataré de establecer los principios fundamentales de la filosofía política designada con él.

Capítulo I

Comencemos haciendo una pregunta muy sencilla: ¿Cuál es la medida del progreso humano? No hay necesidad de discutir si tal progreso existe o no, pues hasta para arribar a una conclusión negativa debemos tener una medida.

En la revolución humana ha habido siempre cierto grado de coherencia social. Los más remotos anales de nuestra especie muestran organizaciones en grupo: la horda primitiva, las tribus nómades, las poblaciones sedentarias, las comunidades, las ciudades, las naciones. A medida que estos grupos progresaban en número, riqueza e inteligencia, se subdividían en agrupaciones especializadas: clases sociales, sectas religiosas, asociaciones eruditas y gremios profesionales y obreros. Esta complicación o articulación de la sociedad, ¿es en sí misma un síntoma de progreso? No creo yo que pueda definirse como tal, en cuanto que es solamente un camino cuantitativo. Pero si implica una división de los hombres de acuerdo con sus facultades innatas, de modo que el hombre fuerte realice una faena que demanda gran fuerza y el hombre ingenioso se aplique a labores que exigen habilidad o sensibilidad, es obvio que el conjunto de la comunidad se halla en mejores condiciones para sobrellevar la lucha por una vida cualitativamente mejor.

Estos grupos dentro de una sociedad deben distinguirse según que, como un ejército o en una orquesta, actúen como un cuerpo único; o que se hallen unidos simplemente para defender sus intereses comunes y por lo demás actúen como individuos separados. En un caso, un agregado de unidades impersonales para formar un cuerpo con un propósito único; en el otro, una suspensión de las actividades individuales con el fin de prestarse ayuda mutua.

El primer tipo de grupo —el ejército, por ejemplo— es históricamente el más primitivo. Es cierto que las agrupaciones secretas de hechiceros aparecen en escena muy temprano; pero pertenecen en realidad al primer tipo, actúan como grupo más bien que como individuos separados. El segundo tipo de agrupación —la organización de individuos para la promoción activa de sus intereses comunes— se presenta relativamente tarde en el desenvolvimiento social. Lo que yo quiero destacar es que, en las formas más primitivas de la sociedad, el individuo es tan sólo una unidad; en formas más perfeccionadas, es una personalidad independiente.

Esto me conduce a mi medida del progreso. El progreso se mide por el grado de diferenciación dentro de una sociedad. Si el individuo es una unidad en una masa colectiva, su vida será limitada, opaca y mecánica. Si es en sí mismo una unidad, con espacio y potencialidad para la acción aislada, se hallará quizás más sujeto al accidente o el azar, pero puede al menos expansionarse y manifestarse, desarrollar —en el único verdadero sentido de la palabra— la conciencia de la fuerza, la vitalidad y la alegría.

Todo esto parecerá muy elemental, pero constituye una distinción fundamental que divide aún a los hombres en dos campos. Se podría pensar que el deseo natural de todo hombre es el de desenvolverse como personalidad independiente; pero no parece ser cierto. A causa de una predisposición económica o psicológica, muchos hallan seguridad en el número, la felicidad en el anonimato y la dignidad en la rutina. No piden nada mejor que ser ovejas de un pastor, soldados de un capitán, esclavos bajo un mayoral. Los pocos que enriquezcan su personalidad se convertirán en los pastores, los capitanes y los caudillos de esos voluntarios seguidores.

Hombres tan serviles existen por millones; mas yo pregunto nuevamente: ¿Cuál es nuestra medida del progreso? Y respondo nuevamente que sólo en la medida en que el esclavo es emancipado y la personalidad diferenciada, podemos hablar de progreso. El esclavo puede ser dichoso, pero la dicha no basta. Un perro o un gato pueden ser dichosos, pero no por ello concluimos que estos animales son superiores al ser humano, aunque Walt Whitman, en un bien conocido poema, los exalta para nuestra emulación. El progreso se mide por la riqueza e intensidad de la experiencia, por una más amplia y profunda comprensión del significado y perspectiva de la existencia humana.

Tal es, en rigor, el criterio consciente e inconsciente de todos los historiadores y filósofos. El mérito de una civilización o cultura no se valúa en los términos de su riqueza material o de su poderío militar, sino por la calidad y obras de sus individuos representativos, sus filósofos, sus poetas, sus artistas.

Podemos, en consecuencia, enunciar nuestra definición del progreso con algo más de precisión. El progreso, podríamos decir, es el gradual establecimiento de una diferenciación cualitativa de los individuos en una sociedad.[21] En la larga historia de la humanidad, el grupo debe ser considerado como un expediente, un instrumento auxiliar de la evolución. Es un medio para la seguridad y el bienestar económico; esencial para el establecimiento de una civilización. Pero el paso siguiente, mediante el cual se imprime a una civilización su cualidad o cultura, sólo se alcanza por un proceso de división celular, en cuyo curso el individuo se diferencia, se hace distinto e independiente del grupo paterno. Cuanto más progresa una sociedad, más nítidamente se recorta el individuo como antítesis del grupo.

En ciertos períodos de la historia universal, una sociedad ha adquirido conciencia de sus personalidades: quizás sería más verdadero decir que ha establecido condiciones sociales y económicas que permiten el libre desenvolvimiento de la personalidad. La magna edad de la civilización griega es la edad de las grandes figuras de la poesía, el arte, la oratoria; y pese a la institución del esclavismo puede definirse, con relación a las precedentes, como una era de liberación política. Pero más próximo a nuestra época tenemos el llamado Renacimiento, inspirado por aquella civilización helénica, y más compenetrado todavía del valor del libre desenvolvimiento individual. El Renacimiento europeo es una época de confusión política; mas a pesar de las tiranías y la opresión, no hay duda que comparado con el período anterior,[22] fue también una era de liberación. El individuo volvió nuevamente por sus fueros, y se cultivaron y apreciaron las artes como nunca hasta entonces lo habían sido. Pero, cosa más significativa aún, se despertó la conciencia de que el valor de una civilización depende de la libertad y variedad de los individuos que la componen. Por primera vez la personalidad se cultiva deliberadamente como tal; y desde entonces hasta nuestros días no ha sido posible separar las conquistas de una civilización de las conquistas de los individuos que la forman. Aun en las ciencias tendemos ahora a pensar, acerca del avance del conocimiento, en términos particulares y personales; de la física, por ejemplo, como una sucesión de individuos que se extiende entre Galileo y Einstein.

Capítulo II

No me cabe la menor duda de que esta forma de individuación representa una etapa más elevada en la evolución de la humanidad. Puede ser que nos hallemos solamente en el comienzo de tal fase; unas pocas centurias son un lapso muy breve en la historia de un proceso biológico. Credos, castas y todas las formas de agrupación intelectual y emocional, pertenecen al pasado. La unidad futura es el individuo, un mundo en sí mismo, que se contiene a sí mismo y a sí mismo se crea, que da y recibe libremente, pero que es en esencia espíritu libre.

Fue Nietzsche el primero que nos llamó la atención sobre el significado del individuo como un término en el proceso evolutivo, en esa parte del proceso evolutivo que todavía tiene que llevarse a cabo. No obstante, existe en los escritos de este autor una confusión que hay que evitar. Evitarla es posible debido principalmente a los descubrimientos científicos realizados desde la época de Nietzsche, de modo que éste puede hasta cierto punto ser disculpado. Me refiero a los descubrimientos del psicoanálisis. Freud ha demostrado con toda claridad una cosa: que sólo olvidamos nuestra infancia enterrándola en el inconsciente, y que los problemas de este difícil período encuentran solución en forma disfrazada en la vida adulta. No deseo introducir el lenguaje técnico del psicoanálisis en esta exposición, pero se ha demostrado que la irracional devoción que un grupo profesa a su conductor es simplemente una transferencia de una relación emocional que ha sido disuelta o reprimida en el círculo familiar. Cuando denominamos a un rey “padre de su pueblo”, esta metáfora es la definición cabal de un simbolismo inconsciente. Más aún, transferimos a este caudillo nominal toda suerte de imaginarias virtudes que nosotros desearíamos poseer. Es el proceso opuesto al del “chivo emisario”, recipiente de nuestra culpa secreta.

Nietzsche, como los admiradores de los dictadores contemporáneos, no se dio cuenta cabal de esta diferencia, y se inclina a exaltar como superhombre a una figura que simplemente está agigantada por los deseos inconscientes del grupo. El verdadero superhombre es el hombre que se mantiene apartado del grupo, hecho que Nietzsche reconoció en otras ocasiones. Cuando un hombre ha cobrado conciencia no sólo de su Eigentum,[23] de su propio íntimo círculo de deseos y potencialidades (en cuya etapa es un egoísta), sino también de las leyes que gobiernan sus reacciones hacia el grupo de que es miembro, se halla en camino de convertirse en ese nuevo tipo de ser humano que Nietzsche llamó superhombre.

El individuo y el grupo: he ahí la relación de la cual brotan todas las complejidades de nuestra existencia y la necesidad de desenmarañarlas y simplificarlas. La conciencia y todos esos instintos de mutualidad y simpatía que se codifican en la moral, nacen de esta relación. La moral, como se ha señalado con frecuencia, antecede a la religión, y hasta existe en forma rudimentaria entre los animales. Siguen la religión y la política, como intentos de determinar la conducta natural del grupo, y finalmente tenemos el proceso histórico que tan bien conocemos, en que un individuo o una clase hacen presa de las instituciones religiosas y políticas y las vuelven contra el grupo a cuyo beneficio estaban destinadas. El hombre encuentra sus instintos, ya deformados al ser determinados, ahora completamente inhibidos. La vida orgánica del grupo, autorreguladora como la de todas las entidades orgánicas, es atesada en la rígida armazón de un código. Deja de ser vida en cualquier sentido genuino, y sólo actúa como convención, conformidad y disciplina.

Aquí debemos hacer una distinción entre la disciplina impuesta sobre la vida, y la ley inherente a la vida. Mis propias tempranas experiencias en la guerra me llevaron a poner en duda el valor de la disciplina, aun en la esfera en que con tanta frecuencia se le considera el ingrediente esencial para el éxito. No era la disciplina, sino dos cualidades que llamaré iniciativa y libre asociación, las que demostraron ser esenciales en el esfuerzo de la acción. Estas cualidades se desarrollan individualmente, y tienden a ser destruidas por la rutina mecánica del cuartel. En cuanto a la obediencia inconsciente que se supone inculcan la disciplina y el adiestramiento, se quiebra tan fácilmente como una cáscara de huevo frente a las ametralladoras y los explosivos de alta potencia.

La ley inherente a la vida es de muy otra especie. Debemos admitir “la singular circunstancia”, como la denominó Nietzsche, “de que todo cuanto participa de la naturaleza de la libertad, la elegancia, la intrepidez, la danza y la certeza magistral, existente o que haya existido, sea en el pensamiento, en el gobierno, o en el discurso y la persuasión, en arte así como en la conducta, se ha desarrollado únicamente por la tiranía de tan arbitraria ley; y con toda seriedad, no es del todo improbable que precisamente esto sea la “naturaleza” y lo “natural” (Más allá del bien y del mal, párr. 188). Que la “naturaleza” está penetrada de parte a parte por la “ley”, es cosa que se hace más patente cada adelanto de la ciencia; y sólo cabe criticar a Nietzsche por llamar “arbitraria” a esta ley. Lo arbitrario no es la ley natural, cualquiera sea la esfera en que exista, sino la interpretación humana de ella. Lo que hace falta es descubrir las verdaderas leyes naturales y conducir nuestra vida conforme a ellas.

La ley más general de la naturaleza es la equidad, principio de equilibrio y simetría que guía el nacimiento de las formas según las líneas de la mayor eficacia estructural. Es la ley que da a la hoja y al árbol, al cuerpo humano y al universo, una forma armoniosa y funcional, que es al mismo tiempo belleza objetiva. Pero cuando empleamos la expresión: la ley de la equidad, resulta una curiosa paradoja: Si consultamos la definición que da el diccionario de equidad, hallamos que es el “recurso a principios de justicia para corregir o completar la ley”. Como ocurre a menudo, los términos que usamos nos traicionan: debemos confesar, al usar este vocablo, que el derecho consuetudinario y el derecho positivo que el Estado impone no es necesariamente la ley natural o justa; que existen principios de justicia superiores a esas leyes elaboradas por el hombre, principios de igualdad y rectitud inherentes al orden natural del universo.

El principio de equidad se puso de manifiesto por vez primera en la jurisprudencia romana y se derivó por analogía del significado físico de la palabra. En un estudio clásico sobre el tema, en su libro Ancient Law, sir Henry Maine señala que la aequitas romana implica en realidad el principio de distribución igual o proporcionada. “La igual división de los números o magnitudes físicas está sin duda estrechamente entrelazada con nuestra percepción de la justicia; pocas asociaciones como ésta arraigan en la mente tan firmemente o son tan difíciles de desalojar de ella por los pensadores más profundos”. “El rasgo del jus gentium que se presentaba a la comprensión del romano en el vocablo equidad, era precisamente la característica primera y más vivamente captada del estado hipotético de la naturaleza. Naturaleza significaba orden simétrico, primero en el mundo físico y luego en el moral, y la más primitiva noción de orden implicaba sin duda líneas rectas, hasta superficies, y distancias limitadas”. Pongo de relieve el origen del término porque es preciso distinguir entre las leyes naturales (que para evitar confusiones debemos llamar más bien leyes del universo físico) y aquella teoría del estado prístino de la naturaleza fue la base del igualitarismo sentimental de Rousseau. Fue este último concepto el que, como lo recalca Maine secamente, “contribuyó poderosísimamente a producir los más groseros desengaños en que fue fértil la primera Revolución Francesa”. La teoría sigue siendo la de los jurisconsultos romanos, pero ha sido, por así decirlo, trastornada. “El romano había concebido que, por la cuidadosa observación de las instituciones existentes, podían escogerse partes de ellas que exhibieran ya, o se pudiera por una juiciosa purificación lograr que exhibieran, los vestigios de ese reino de la naturaleza cuya realidad él aseveraba débilmente. Rousseau creía que de una inasistida consideración del estado natural, podía desarrollarse un orden social perfecto, totalmente independiente de las circunstancias reales del mundo y completamente distinto de él. La gran diferencia entre ambos puntos de vista consiste en que el uno condena amarga y ampliamente el presente por su desemejanza con el pasado ideal; mientras que el otro, suponiendo que el presente es tan necesario como el pasado, no se inclina a censurarlo o desdeñarlo”.

No voy a sostener que el anarquismo tenga alguna relación directa con la jurisprudencia romana; pero sí sostengo que se funda en la ley natural más bien que en el estado natural. Está basado en analogías derivadas de la simplicidad y armonía de las leyes físicas universales, más bien que en cualesquiera presunciones sobre la natural bondad de la naturaleza humana; y aquí es precisamente donde comienza a divergir fundamentalmente del socialismo democrático, que se remonta a Rousseau, verdadero fundador del socialismo estatal.[24] Aunque éste aspire a dar a cada uno según sus necesidades, o como hoy en Rusia, conforme a sus méritos, la noción abstracta de equidad es en rigor completamente ajena a su pensamiento. El socialismo moderno tiende a establecer un vasto sistema de derecho positivo contra el cual ya no exista una instancia de equidad. El objeto del anarquismo, por otro lado, es extender el principio de equidad hasta que reemplace totalmente al derecho positivo.

Esta distinción ya fue perfectamente clara para Bakunin, como lo demostrará la siguiente cita:

“Cuando hablamos de justicia, no nos referimos al contenido de los códigos y edictos de la jurisprudencia romana, fundada en su mayor parte en actos de violencia, consagrada por el tiempo y la bendición de alguna Iglesia, pagana o cristiana, y como tal aceptada como principio absoluto del cual puede deducirse el resto bastante lógicamente; nos referimos más bien a esa justicia basada tan sólo en la conciencia de la humanidad, que está presente en la conciencia de cada uno de nosotros, aun en la de los niños, y que se traduce llanamente por igualdad (ecuación).

“Esta justicia que es universal, pero que, merced al abuso de la fuerza y a las influencias religiosas, jamás se ha impuesto aún, en el mundo político ni en el jurídico ni en el económico, este sentido universal de la justicia debe convertirse en base del mundo nuevo. ¡Sin él no habrá libertad, ni república, ni prosperidad, ni paz!” (O’Euvres, I (1912), pp. 54-5).

Capítulo III

Indudablemente un sistema equitativo, no menos que un sistema legal, implica una maquinaria para la determinación y administración de sus principios. No concibo una sociedad que no incorpore algún método de arbitraje. Pero así como el juez en equidad se supone que recurre a los principios universales de la razón e ignora el derecho positivo cuando éste se halla en pugna con aquéllos, así el árbitro de una comunidad anarquista recurrirá a esos mismos principios, tal como los determina la filosofía o el sentido común, y lo hará desembarazado de todos los prejuicios legales y económicos que la actual organización social impone.

Se dirá que apelo a entidades místicas, a nociones idealistas que todos los buenos materialistas rechazan; no lo niego. Lo que sí niego es que pueda erigirse una sociedad duradera sin tal carácter místico. Semejante declaración chocará al socialismo marxista que, pese a las advertencias de Marx, es generalmente un materialista ingenuo. La teoría de Marx —como pienso que él hubiera sido el primero en admitirlo— no es una teoría universal. No se ocupaba de todos los hechos de la vida, o se ocupó de algunos de ellos en forma muy superficial. Marx rechazó de plano los métodos ahistóricos de los metafísicos alemanes, que trataban de que los hechos se ajustaran a una teoría preconcebida. Y rechazó asimismo, con igual firmeza, el materialismo mecanicista del siglo XVIII, fundándose en que, si bien podía explicar la naturaleza existente de las cosas, pasaba por alto el proceso total del desarrollo histórico, el universo como crecimiento orgánico. La mayoría de los marxistas olvidan la primera tesis sobre Feuerbach, que dice: “El principal defecto del materialismo hasta aquí existente —incluso el de Feuerbach—, es que el objeto, la realidad, la sensibilidad, es concebida sólo bajo la forma del objeto pero no como una actividad humana sensible, como práctica, subjetivamente”. Naturalmente, al llegar a la interpretación de la historia de la religión, Marx la habría considerado como un producto social; pero con esto se hallaría muy lejos de considerarla como una ilusión. En rigor, el testimonio histórico debe tender a la dirección totalmente opuesta, y compelernos a reconocer en la religión una necesidad social. Jamás ha existido una civilización sin su correspondiente religión, y la aparición del racionalismo y del escepticismo es siempre síntoma de decadencia.

Existe indudablemente un fondo general de razón al cual todas las civilizaciones aportan su contribución y que encierra una actitud de relativo desapego a la religión particular de la época. Pero reconocer la evolución histórica de un fenómeno como la religión, no es explicarlo. Es mucho más a propósito darle una justificación científica, darla a conocer como una “actividad humana sensible” necesaria, y por tanto recelar de cualquier filosofía social que la excluya arbitrariamente de la organización que propone para la sociedad.

Ya está probado, después de veinte años de socialismo en Rusia, que si no se suministra a la sociedad una nueva religión, revertirá gradualmente hacia la antigua. El comunismo posee, naturalmente, sus aspectos religiosos, y aparte de la paulatina readmisión de la Iglesia Ortodoxa,[25] la deificación de Lenin (tumba sagrada, estatuas, formación de una leyenda, todos los elementos se encuentran allí) constituye un intento deliberado de crear una salida para las emociones religiosas. Más deliberados intentos para crear el equipo de un nuevo credo hicieron los nazis en Alemania, donde la necesidad de una religión de cualquier especie nunca fue oficialmente negada. En Italia, Mussolini fue por mucho demasiado astuto para hacer otra cosa que entrar en tratos con la Iglesia Católica, y en la mente de muchos comunistas italianos existe una profunda y frustratoria ambigüedad. Lejos de mofarnos de estos aspectos irracionales del comunismo y el fascismo, más bien criticaríamos a estos credos políticos por la falta de un contenido sensible y estético genuino, por la pobreza de su ritual, y sobre todo por su errónea idea sobre la función de la poesía y la imaginación en la vida de la comunidad.

Es posible que de las ruinas de nuestra civilización capitalista surja una religión nueva, así como el Cristianismo surgió de las ruinas de la civilización romana. En el curso de su historia las civilizaciones repiten monótonamente ciertos modelos de creencia, elaboran mitos paralelos. El socialismo, según lo conciben los materialistas pseudohistoricistas, no es tal religión y jamás lo será. Y aunque desde este punto de vista deba concederse que el fascismo ha demostrado —la primera comprensión defensiva de la suerte que espera al orden social existente— que su superestructura ideológica no posee mucho interés permanente. Pues una religión no es nunca una creación sintética; no se pueden seleccionar las leyendas y los santos del pasado mítico y combinarlos con alguna especie de sistema político o racial para componer un credo cómodo. El profeta, como el poema, nace. Pero aunque nos sea dado un profeta nos hallamos muy lejos del establecimiento de una religión. Cinco centurias se necesitaron para erigir la religión cristiana sobre el mensaje de Cristo. Este mensaje hubo de ser moldeado, ampliado, y en medida considerable deformado, hasta concordar con lo que Jung ha llamado los arquetipos del inconsciente colectivo, complejos factores psicológicos que dan cohesión a una sociedad. La religión puede muy bien convertirse en sus postreras etapas en el opio de los pueblos; pero en tanto conserva su vitalidad es la única fuerza capaz de mantener unido a un pueblo, de suministrarle una autoridad natural a la cual recurrir cuando sus intereses personales entran en conflicto.

Llamo religión a una autoridad natural, pero en general se le concibe como una autoridad sobrenatural. Es natural con relación a la morfología de la sociedad; sobrenatural con relación a la del universo físico. Pero en otro aspecto se halla en oposición a la autoridad artificial del Estado. El Estado adquiere su autoridad suprema sólo cuando la religión comienza a declinar, y la gran lucha entre la Iglesia y el Estado, cuando como en la Europa moderna concluye tan decisivamente a favor del segundo, es desde el punto de vista orgánica de una sociedad, finalmente fatal. El socialismo moderno está encontrando en todas partes su derrota por haber sido incapaz de advertir esta verdad y haberse vinculado en cambio con la mano muerta del Estado. El aliado natural del socialismo era la Iglesia, aunque indiscutiblemente, en las condiciones históricas del siglo XIX, se hacía difícil advertirlo. La Iglesia estaba tan corrompida, hasta tal punto dependía de las clases gobernantes, que únicamente unos escasos espíritus exquisitos podían atender a las realidades a través de las apariencias, y concebir el socialismo en los términos de una nueva religión, o más simplemente, como una nueva reforma del cristianismo.

Es dudoso que, en las actuales circunstancias, sea aún posible hallar un camino que conduzca de la vieja religión a una nueva. Una nueva religión sólo puede alzarse con la base de una sociedad nueva, y paso a paso con ésta; tal vez en Rusia, tal vez en España, quizás en los Estados Unidos; imposible decir dónde, porque el germen de una sociedad semejante no se ha manifestado en ninguna parte todavía, y su completa formación yace profundamente oculta en el futuro.

No soy un restaurador de la religión; no tengo religión que recomendar ni en que creer. Simplemente afirmo, fundado en los testimonios de la historia de las civilizaciones, que la religión es un elemento necesario en cualquier sociedad orgánica.[26] Y tan cabal conciencia tengo del lento proceso del desenvolvimiento espiritual, que no me hallo con ánimo para buscar una nueva religión ni abrigo esperanzas de encontrarla. Aventuraré tan sólo una observación. Tanto en su origen como en su desarrollo hasta su apogeo, la religión está estrechamente vinculada al arte. Ambos son, en rigor, si no modos alternativos de expresión, modos íntimamente asociados. Aparte de la naturaleza esencialmente estética del ritual religioso; aparte también de la dependencia que tiene la religión del arte para la expresión visual de sus conceptos subjetivos, existe además una identidad de las formas más elevadas de la expresión poética y la mística. La poesía, en sus momentos más intensos y de mayor pujanza creadora, penetra hasta el mismo nivel en el inconsciente que el misticismo. Ciertos escritores, que se cuentan entre los más excelsos: San Francisco, Dante, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Blake, alcanzan igual jerarquía como poetas que como místicos. Por esta razón puede ocurrir que los orígenes de una religión nueva se encuentren si no en el misticismo, al menos en el arte más bien que en cualquier restauración moralistas.[27]

¿Qué tiene que ver todo esto con el anarquismo? Sencillamente, que el socialismo de tradición marxista, esto es, el socialismo de Estado, se ha alejado tanto de las sanciones religiosas y ha sido conducido a tan lastimosos subterfugios en su búsqueda de sustitutos para la religión, que por contraste el anarquismo, que no carece de tensión mística, es en sí mismo una religión. Es decir, no es desatinado suponer que del anarquismo pueda surgir una nueva religión. Durante la guerra civil española a muchos observadores les impresionó el religioso ardor de los anarquistas. En ese país de renacimiento en potencia, el anarquismo ha inspirado no sólo héroes sino hasta santos, una nueva raza de hombres cuya vida está consagrada, en la imaginación sensible y en la práctica, a la creación de un nuevo tipo de sociedad humana.

Capítulo IV

Estas son las rimbombantes palabras de un visionario, se diría, y no los acentos prácticos del socialismo “constructivo”. Pero el escepticismo del llamado hombre práctico destruye la única fuerza que puede dar existencia a una comunidad socialista. Siempre se profetizó, en los años de preguerra, que el socialismo de Estado era un ideal visionario, de imposible realización. Aparte de la circunstancia de que todos los países industriales del mundo han ido avanzando rápidamente hacia el socialismo de Estado durante el último cuarto de siglo, el ejemplo de Rusia revela cuán posible es una organización central de la producción y distribución, siempre que se cuente con visionarios bastante despiadados, y en este caso creo que esta especie particular de organización social pueda perdurar, simplemente porque, como ya lo he puntualizado, no es orgánica. Pero si puede establecerse tan arbitraria (o si se prefiere el término, tan lógica) forma de organización social, así sea por cortos años, cuánto más probable no es que pueda implantarse y perdurar una sociedad que no contradiga las leyes del progreso orgánico. Un comienzo se estaba realizando en España, pese a la guerra civil y a todas las restricciones que esa situación imponía. La industria textil en Alcoy, la maderera en Cuenca, el sistema de transportes en Barcelona, son algunos ejemplos de las muchas organizaciones colectivas anarquistas que funcionaron con toda eficacia durante más de dos años.[28] Ha sido demostrado más allá de toda posibilidad de negación, que cualesquiera sean los méritos o deméritos del sistema anarco-sindicalista, éste puede triunfar y efectivamente triunfa. Una vez que predomine en la vida económica toda del país, funcionará mejor y proporcionará un nivel de vida mucho más elevado que el logrado dentro de cualquier otra forma anterior de organización social.

No abrigo la intención de repetir en detalle las proposiciones sindicalistas para la organización de la producción y distribución. El principio general es claro: cada industria se constituye dentro de una federación de organizaciones colectivas que se gobiernan a sí mismas; el control de cada industria queda enteramente en manos de los trabajadores de ella, y estos organismos colectivos administran el conjunto de la vida económica del país. Por supuesto que habrá algo así como un parlamento industrial para regular las relaciones mutuas entre las diversas organizaciones colectivas y decidir sobre cuestiones generales de los procedimientos a adoptar; pero este parlamento no será en modo alguno un cuerpo administrativo o ejecutivo. Constituirá una especie de servicio diplomático industrial, regulará las relaciones y preservará la paz; más no poseerá poderes legislativos ni una situación privilegiada. De este modo desaparecerá el antagonismo entre el productor y el consumidor, tan característico de la economía capitalista, y el fluir recíproco de la ayuda mutua hará caer en desuso las estructuras de una economía competitiva.

Indudablemente que se presentará toda clase de dificultades prácticas; pero este sistema es la sencillez misma frente al monstruo del control estatal centralizado, el cual pone tan inhumana distancia entre el trabajador y el administrador, que da cabida a millares de dificultades. Por otra parte, si el móvil de la asociación y la ayuda mutua es el bienestar de la comunidad, este fin se asegura más eficazmente mediante una economía descentralizada sobre una base local o regional. Habrá complejidades (tales como las que implicará el intercambio de excedentes); pero serán resueltas por métodos que asegurarán el máximo beneficio para toda la comunidad. No existirá otro método; pero este móvil dará origen al espíritu emprendedor necesario.

El otro problema práctico que resta considerar en esta etapa, es el de lo que llamaré la interpretación de la equidad más bien que la administración de la justicia. Es obvio que la gran masa de los procedimientos civil y criminal desaparecerá al desaparecer el móvil del lucro; en los que perduren —actos desnaturalizados de adquisitividad, de ira, de falta de sobriedad—, entenderán en gran parte las organizaciones colectivas, así como los antiguos tribunales feudales entendían en todos los delitos contra la paz de la parroquia. Si es verdad que ciertas tendencias peligrosas perdurarán, deberán ser reprimidas. “Reprimidas” es el lugar común que acude a la mente en seguida, pero recuerda los métodos represivos de la vieja moral. El vocablo más de moda sería “sublimadas”, y con él queremos decir que hay que idear vías de escape inofensivas para las energías emocionales que, cuando se reprimen, se vuelven dañinas y antisociales. Los instintos agresivos, por ejemplo, se liberan en juegos competitivos de diverso género; la nación más deportista es aún hoy la menos agresiva.

Pero la cuestión reside, para el anarquismo, en una suposición general que hace completamente superfluas las minuciosas especulaciones de esta índole. Esta suposición es la de que la sociedad, tal como debe ser, es un ser orgánico; no meramente análoga a un ser orgánico, sino una estructura efectivamente viva, con apetitos y digestiones, instintos y pasiones, inteligencia y razón. Exactamente como un individuo puede, por un apropiado equilibrio puede vivir natural y libremente, exenta de la enfermedad del crimen. El crimen es un síntoma de enfermedad social, de pobreza, desigualdad y restricción.[29] Libera al cuerpo social de estas enfermedades y liberaras a la sociedad del crimen. Quien no lo crea, no como se cree en un ideal o una fantasía, sino como es una realidad biológica, no podrá ser anarquista. Pero quien sí crea en ello, debe lógicamente llegar al anarquismo. La única alternativa es ser nihilista y autoritarista, es decir, una persona con tan poca fe en el orden natural, que intentará componer el mundo de acuerdo con algún sistema artificial de su propia creación.

Capítulo V

Poco es lo que he dicho sobre la organización reala de una comunidad anarquista, en parte porque nada tengo que añadir a lo ya expuesto por Kropotkin y los sindicalistas contemporáneos como Dubreuil;[30] y en parte porque es un error erigir constituciones a priori. La faena principal es la de establecer los principios: de equidad, de libertad individual, de control de los trabajadores. La comunidad apunta, pues, al establecimiento de estos principios desde el punto de arranque de las necesidades locales y las circunstancias locales. Es quizás inevitable que deban establecerse por métodos revolucionarios. Pero a este respecto quisiera hacer recordar la distinción de Max Stirner entre revolución e insurrección. La revolución “consiste en un derrocamiento de las condiciones, de la condición establecida o status, el Estado o sociedad, y es por consiguiente un acto político o social”. La insurrección “tiene como inevitable consecuencia una transformación de las circunstancias, pero no arranca de ella sino del descontento de los hombres consigo mismos; no es un levantamiento en armas, sino un levantarse los hombres, un despertar, sin cuidarse de los ordenamientos que surjan de él”.[31] Stirner llevó más lejos la distinción, pero lo que yo quiero destacar es que existe un mundo de diferencia entre un movimiento que apunta a un cambio de las instituciones políticas, cual lo es la noción socialista burguesa (fabiana) de la revolución; y un movimiento que apunta a desembarazarse por completo de dichas instituciones políticas. Una insurrección, por lo tanto, se dirige contra el Estado como tal, y esta meta determinará nuestras tácticas. Sería evidente error creer el tipo de maquinaria del que, al concluir felizmente una revolución, tomarían posesión los cabecillas de ésta, que entonces asumirían las funciones de gobierno. Sería saltar de la sartén para caer en las brasas, razón por la cual el fracaso del Gobierno español, lamentable porque deja el poder del Estado en manos aún más implacables, ha de contemplarse con cierta indiferencia; pues en el proceso de la defensa de su existencia, el Gobierno español creó bajo la forma de un ejército permanente y una policía secreta, todos los instrumentos de la opresión, y había escasas perspectivas de que estos instrumentos fueran desechados por el grupo determinado de hombres que habría ocupado el poder si la guerra hubiera concluido con una victoria del Gobierno.

El arma natural de las clases trabajadoras es la huelga, y si se me dijera que la huelga ha sido intentada y ha fracasado, replicaría que como fuerza estratégica se halla en su infancia. Este poder supremo que está en manos de las clases trabajadoras, no se ha utilizado nunca con inteligencia y valentía; se le ha concebido en los estrechos términos de la guerra de clases, de gremios contra patrones. Como lo demostró la huelga general de 1926 con una lógica que los mismos huelguistas hubieron de admitir, envuelve a un tercer partido: la comunidad. Es sencillamente estúpido que un grupo de trabajadores —aun los organizados como grupo nacional— insten a que se haga una distinción entre ellos y la comunidad. Los auténticos protagonistas de esta lucha son la comunidad y el Estado; la comunidad como cuerpo orgánico e inclusivo y el Estado como representante de una minoría tiránica. La huelga, como arma, deberá siempre dirigirse contra el Estado, estrategia que ha sido facilitada por haber adoptado éste, en diversas industrias, las funciones y prácticas del capitalista. La huelga general del futuro debe organizarse como una huelga de la comunidad contra el Estado. El resultado no será dudoso. El Estado es exactamente tan vulnerable como un ser humano, y puede ser muerto con sólo cortarle una arteria. Pero el conocimiento debe ser catastrófico. La tiranía, sea de una persona, sea de una clase, nunca podrá ser destruida de otro modo. Fue el Gran Insurgente quien dijo: “Sean prudentes como la serpiente”.

Una insurrección es necesaria por la sencilla razón de que, llegada la ocasión, aun el hombre de buena voluntad, si ejerce el poder, no sacrificará sus ventajas personales al bien general. En el rapaz tipo de capitalismo que impera en Europa y Norteamérica, tales ventajas personales son el resultado de un ejercicio de baja astucia difícilmente compatible con un sentido de la justicia; o se basan en una insensible especulación financiera que ni conoce ni se cuida de los elementos humanos que se hallan envueltos en el movimiento abstracto de los precios del mercado. Durante los últimos cincuenta años ha sido obvio para cualquier espíritu inquieto, que el sistema capitalista ha alcanzado una etapa de su desenvolvimiento en la que sólo puede extender sus mercados tras una doctrina de fuego de altos explosivos. Pero ni siquiera el comprenderlo así —el comprender que el capitalismo implica un sacrificio humano que supera la voracidad de Moloch— ha persuadido a nuestros gobernantes a humanizar la economía social de las naciones. En ninguna parte, ni siquiera en Rusia, han abandonado los valores económicos sobre los cuales toda sociedad, desde la Edad Media, ha tratado vanamente de asentarse. Lo único que se ha demostrado, repetidamente, es que con respecto a los valores espirituales no puede haber compromiso. Las medidas a medias han fracasado y ahora nos anonada la inevitable catástrofe. Que esta catástrofe sea el paroxismo final de un sistema predestinado a la muerte, que dejará al mundo más sombrío y desesperanzado que nunca; o que sea el preludio de una insurrección espontánea y universal, dependerá de que tomemos rápidamente conciencia del destino que se cierne sobre nosotros. Fe en la bondad fundamental del hombre; humildad en presencia de la ley natural; razón y ayuda mutua, son las condiciones que nos salvarán. Pero ellas deben ser unificadas y vitalizadas por una pasión insurreccional, llama en que todas las virtudes se templan y clarifican, y llevadas hasta su fuerza más efectiva.

Poesía y anarquismo

Los primeros filósofos, los observadores primeros de la vida y la naturaleza, fueron los mejores; y creo que sólo los hindúes y los naturalistas griegos, junto con Spinoza, han acertado en cuanto al tema fundamental, la relación del hombre y su espíritu con el universo.

—Santayana.

Gobernando con amor es posible permanecer desconocido.

—Lao-Tsé.

Yo les digo que preferiría ser un porquerizo en los llanos de Amager y ser comprendido por los cerdos, que ser poeta y no ser comprendido por los hombres.

—Kierkegaard.

Capítulo I: Sin programa

Pronunciarse por una doctrina tan remota como el anarquismo en este punto de la historia, será considerado por algunos críticos como señal de bancarrota intelectual; por otros, como una especie de traición, una deserción del frente democrático en el momento más agudo de su crisis; por otros aún, sencillamente como una tontería poética. Para mí no es sólo un retorno a Proudhon, a Tolstoi y a Kropotkin, que fueron los predilectos de mi juventud, sino una madura comprensión de su verdad esencial, y además de la necesidad, o probidad, de limitarse intelectualmente a las cosas fundamentales.

Estoy así expuesto a la acusación de haber vacilado en mi lealtad a la verdad. Como atenuante sólo puedo aducir que si de tiempo en tiempo he contemporizado con otras medidas de acción política —y nunca he sido un político activo, sino simplemente un intelectual simpatizante— es porque creí que tales medidas constituían etapas del camino hacia la meta final, y las únicas inmediatas prácticas. Desde 1917 en adelante y mientras pude conservar la ilusión, el comunismo tal como fue establecido en Rusia me pareció prometer la libertad social de mis ideales. En tanto Lenin y Stalin prometieron una definitiva “desaparición gradual del Estado”, estuve dispuesto a acallar mis dudas y mantener mi fe. Pero transcurridos cinco, diez, quince y luego veinte años, con la libertad individual retrocediendo en cada etapa, se hizo inevitable una ruptura. Y fue demorada tanto tiempo, sólo porque ningún otro país de la tierra ofrecía más favorable perspectiva de justicia social. Luego, durante, unos pocos expectantes meses, fue posible cifrar la esperanza en España, donde el anarquismo, tan largamente oculto y oprimido, surgió como una fuerza predominante en el socialismo constructivo. Por ahora, las fuerzas de la reacción han establecido una penosa dictadura, pero es imposible creer que la conciencia de un pueblo moderno, una vez despertado al sentimiento de sus derechos humanos, soporte para siempre esa tiranía. La lucha en España constituyó la primera fase de la lucha mundial contra el fascismo, y la derrota de Hitler y Mussolini acarreará finalmente el derrocamiento de su aliado Franco. El anarquismo volverá entonces a manifestar sus posibilidades en España y a justificar una renovación de nuestra fe en la humildad humana y en la gracia individual. La voluntad de poder que durante tanto tiempo ha deformado la estructura social europea, y que hasta se ha enseñoreado del espíritu de los socialistas, ha sido rechazada por quienes pretenden que son los representantes de las fuerzas vitales de una nación. Por esta razón no veo por qué intelectuales como yo, que no somos políticos empeñados en un sistema inmediato, no hemos de declararnos abiertamente por la única doctrina política compatible con nuestro amor por la justicia y nuestra necesidad de libertad.

Hablo de doctrina, pero nada hay que yo evite tan instintivamente como un sistema estático de ideas. Comprendo que forma, molde y orden son aspectos esenciales de la existencia, pero en sí mismos atributos de la muerte. Para producir vida, para afirmar el progreso, para crear interés y vivacidad, es necesario romper la forma, retorcer el molde, cambiar la naturaleza de nuestra civilización. Para crear es necesario destruir, y el agente de la destrucción en la sociedad es el poeta. Yo creo que el poeta es necesariamente anarquista, y que debe oponerse a todas las concepciones organizadas del Estado, no sólo a las que heredamos del pasado, sino también a las que se imponen a la humanidad en nombre del futuro. En este sentido no hago distinción entre fascismo y marxismo.

Este pasaje es una confesión personal de fe. No es un programa, ni un pronunciamiento de partido. No abrigo ningún designio deliberado acerca de la humanidad. He arribado a una ecuación personal: Yo sé quién soy;[32] mis ideas re refieren a mí mismo; están condicionadas por mi origen, mi ambiente y mi situación económica. Mi felicidad consiste en que he descubierto la ecuación entre la realidad de mi ser y la dirección de mis pensamientos.

A despecho de mis pretensiones intelectuales, soy, por nacimiento y tradición, un campesino. Sigo siendo esencialmente un campesino. Desprecio esta impura época industrial; no sólo la plutocracia a la cual ha elevado al poder, sino también al proletariado industrial al que ha alejado de la tierra y condenado a proliferar en chozas míseras. El tipo de comunidad por el cual siento una simpatía natural es la agrícola, incluidos los auténticos restos de una aristocracia terrateniente. Esto quizás explica mi temprana inclinación por Bakunin, Kropotkin y Tolstoi, que también pertenecieron a la tierra, aristócratas y campesinos. Un hombre cultivando la tierra es el hecho económico elemental; y como poeta sólo me interesan los hechos elementales.

En el fondo, mi actitud es una protesta contra el destino que ha hecho de mí un poeta en una era industrial. Porque es casi imposible ser poeta en una era industrial. En nuestra lengua sólo ha habido dos auténticos grandes poetas desde el establecimiento de la edad industrial: Whitman y Lawrence. Y son grandes en sus protestas, raramente en sus expresiones positivas de júbilo. Whitman, en verdad, sólo a medias cayó en la trampa; nacido en un país nuevo y salvaje, ello implica por qué es tanto más positivo que Lawrence.

No obstante, comprendo que el industrialismo debe soportarse; el poeta debe tener intestinos que digieran su férreo alimento. No soy un nostálgico del medioevo, y siempre he atacado la reacción sentimental de Morris y sus discípulos. He aceptado el industrialismo, he tratado de darle sus verdaderos principios estéticos, y todo porque deseaba terminar con él, llegar al otro lado de él, a un mundo de energía eléctrica y abundancia mecánica en que el hombre pudiera regresar a la tierra, no como labriego sino como señor. El éter nos dará la fuerza que los antiguos hacendados extraían de los siervos; no habrá necesidad de esclavizar una sola alma humana. Pero estaremos en contacto con la tierra; nuestras plantas hollarán tierra y no cemento, y nos alimentaremos con el producto de nuestros campos y no con la pulpa en lata de las fábricas.

No me concierne a mí la practicabilidad de un programa. Sólo me interesa establecer la verdad y resistir todas las formas del mundo arbitrario y la coerción. Me empeñaré en vivir como individuo, en desenvolver mi individualidad; y si es necesario estaré aislado en una prisión antes que sometido a las indignidades de la guerra y el colectivismo. Es la única protesta que un individuo puede alzar contra la estupidez de la masa del mundo moderno. Puede hacerlo —si cuenta con medios— desde la segura distancia de una Tebaida de Nuevo México; pero si es pobre habrá de constituir una torturada figura romántica sobre los montones de cenizas de su propio país ultrajado.

En la atmósfera parroquial de Inglaterra, profesar la creencia anarquista es suicidarse políticamente. Pero existe más de una manera de suicidarse, de escapar a la insoportable injusticia de la vida. Una de ellas es la mortal y efectiva de Mayakovsky. Me referiré a ella en el próximo capítulo. Otra es la de Tebaida, la adoptada por los intelectuales cristianos en una crisis similar de la historia del mundo y en nuestra propia época por un artista como Gauguin. Gauguin no es quizá un pintor muy descollante, pero sí un pionero de este particular modo de huída. Era el tipo de artista que, comprendiendo la necesidad de la imaginación y estimado como ninguno sus virtudes, partió con plena conciencia en su busca. Aspiraba por sobre todo a crear las condiciones materiales en que aquélla funcionaría. Abandonó su ocupación burguesa y su matrimonio burgués, y trató de evitar las más elementales actividades prácticas y económicas. “Mi decisión está tomada; deseo partir pronto para Tahití, una islilla de Oceanía donde la vida material no exige dinero. Una época terrible se está preparando en Europa para la próxima generación: el reinado del Oro. Todo está podrido, tanto los hombres como las artes. Aquí está uno incesantemente perturbado. Allá, al menos, a los tahitianos, bajo un cielo estival y en un suelo maravillosamente fértil, les basta extender la mano para tener alimento. Por consecuencia, nunca trabajan. La vida, para el tahitiano, consiste en cantar y amar, de modo que una vez que mi vida material esté bien organizada, podré entregarme por entero a pintar, libre de celos artísticos y sin necesidad de negocios dudosos”. Gauguin fue a Tahití, pero padeció un amargo desengaño, a descubrir que ni siquiera en los Mares del Sur se escapa del “reino del Oro”; sencillamente se encuentra uno allí en las avanzadas de ese reino, y ha de luchar solo con sus más viles exponentes. En suma, sólo se puede huir de la civilización renunciando enteramente a ella mediante el abandono de la lucha por la belleza, la fama y la riqueza, valores burgueses todos ellos a los cuales Gauguin permanecía aún patéticamente adicto. Su amigo, el poeta Rimbaud, sí aceptó la única alternativa inmediata: la renuncia total, ni simplemente a la civilización, sino a todas las tentativas de crear un mundo imaginativo.

La civilización ha marchado de mal en peor desde los tiempos de Gauguin, y hay muchos artistas jóvenes hoy cuyo único deseo es huir a alguna tierra fértil bajo un cielo estival, donde puedan consagrarse enteramente a su arte libres del frenesí de un mundo insano. Mas no hay escapatoria; aparte de la dificultad práctica de encontrar un refugio seguro en este mundo, la verdad es que el hombre moderno no puede jamás escapar de sí mismo. Lleva consigo su torcida psicología no menos inevitablemente que sus enfermedades físicas. Pero la peor enfermedad es la que él ha creado con la materia de su propio aislamiento: fantasías incontenidas, símbolos personales, fetiches privados. Pues si bien es cierto que la fuente de todo arte es irracional y automática —que no puede crearse un mundo artístico tomando el pensamiento—, también es cierto que el artista sólo adquiere significado propio como miembro de una sociedad. La obra de arte, mediante procesos que hasta ahora no hemos logrado comprender, es un producto de la relación que existe entre un individuo y una sociedad, y no es posible un arte egregio a menos que se tengan como actividades correspondientes y contemporáneas la libertad espontánea del individuo y la coherencia pasiva de una sociedad. Huir de la sociedad (si tal fuera posible) es huir del único suelo bastante fértil para nutrir el arte.

La huída de Gauguin y la de Mayakovsky son así los únicos métodos alternativos del suicidio. Sólo queda el camino que yo he elegido: limitar las creencias a los principios esenciales, arrojar cuanto sea temporal y oportunista, y luego permanecer donde se está y sufrir si hay que hacerlo.

Capítulo II: Poetas y políticos

El 14 de abril de 1930, Vladimir Mayakovsky, reconocido por entonces como el más grande poeta de la Rusia moderna, se suicidó. No es el único poeta ruso moderno que se haya quitado la vida: Yessenin y Bagritsky hicieron lo mismo, y no eran poetas de poca consideración. Pero Mayakovsky era en todos sentidos excepcional; personificaba la inspiración del movimiento revolucionario en la literatura rusa, hombre de gran inteligencia y de verbo inspirado. Las circunstancias que lo condujeron a la muerte son oscuras, pero dejó un trozo de papel en el que había escrito este poema:



Como se dice comúnmente
“el incidente ha concluido”.
La barca del amor
se estrelló contra las costumbres.
Estoy en paz con la vida.
No hay necesidad de detallar
mutuos pesares
desdichas
culpas.
Buena suerte y adiós.[33]

No hace falta detallar. No hace falta pormenorizar las circunstancias que llevaron a la muerte al poeta. Evidentemente, se trataba de un asunto amoroso, pero para nuestro asombro también aquí esta barca del amor se estrelló contra las mores, las convenciones sociales. Mayakovsky era en un sentido especialísimo el poeta de la Revolución: él celebró su triunfo y sus sucesivos progresos en versos que tenían todo el empuje y la vitalidad del acontecimiento. Pero debió perecer por su propia mano como cualquier desdichado subjetivista introvertido del capitalismo burgués. La Revolución no ha creado, evidentemente, una atmósfera de confianza intelectual y libertad moral.

Podemos comprender y extraer valor y resolución de la muerte de García Lorca, fusilado por los fascistas en Granada en 1936. En general, un odio franco hacia los poetas es preferible a la dura indiferencia de nuestros propios gobernantes. En Inglaterra los poetas no son mirados como individuos “peligrosos”, sino sencillamente como sujetos a quienes puede ignorarse. Déseles un empleo en una oficina, y si no trabajan, déjeseles morir de hambre...

Lo mismo ocurre en Inglaterra que en Rusia, en Norteamérica que en Alemania: de un modo u otro la poesía es asfixiada. Es la suerte de la poesía en nuestra civilización y la muerte de Mayakovsky prueba tan sólo que en este aspecto la nueva civilización de Rusia no es más que la misma civilización disfrazada. No son los poetas los únicos artistas que padecen: compositores, pintores, escultores, están en la misma barca del amor estrellada contra las mores del Estado totalitario. Guerra y revolución no han logrado nada para la cultura, pues no han logrado nada para la libertad. Pero ésta es una manera demasiado vaga y grandilocuente de expresar la sencilla verdad: lo que en realidad quiero decir es que las civilizaciones doctrinarias impuestas en el mundo —capitalista, fascista y marxista— excluyen, por su misma estructura y principios, los valores en los cuales y por los cuales vive el poeta.

El capitalismo no desafía en principio a la poesía, simplemente la trata con ignorancia, indiferencia e inconsciente crueldad. Pero en Rusia, Italia, Alemania, como todavía en España, no había ignorancia ni indiferencia, y la crueldad era una deliberada persecución que conducía a la ejecución o al suicidio. Tanto el fascismo como el marxismo[34] son plenamente conscientes del poder del poeta, y porque el poeta es poderoso, desean emplearlo para sus finalidades políticas propias. La concepción del Estado totalitario implica la subordinación de todos sus elementos a un control central, y no menos entre esos elementos los valores estéticos de la poesía y las artes en general.

Esta actividad hacia el arte se remonta a Hegel, en el que se inspiran el marxismo y el fascismo. En su preocupación por establecer la hegemonía del espíritu o la Idea, Hegel halló necesario relegar el arte, como un producto de la sensación, a una etapa histórica pretérita del desenvolvimiento humano. Consideraba el arte como un modo primitivo de pensamiento o representación que gradualmente fue siendo reemplazado por el intelecto o razón; y en consecuencia, en nuestra actual etapa de desarrollo, debemos desecharlo como un juguete que se abandona.

Hegel fue cabalmente justo en su estimación del arte; en lo que erró fue en pensar que se podía hacer caso omiso de él. Víctima de los conceptos evolucionistas de su época, los aplicó a la mente humana, donde no cabe aplicarlos. El intelecto no se desarrolla perfeccionando o eliminando las sensaciones o instintos primarios, sino reprimiéndolos; éstos permanecen sumergidos pero clamantes, y si algo es más necesario hoy que en la edad de piedra, es el arte. En la edad de piedra era un ejercicio espontáneo de facultades innatas, como lo es todavía en los niños y los salvajes. Pero para el hombre civilizado el arte se ha convertido en algo mucho más serio: la liberación (generalmente sustitutiva) de las represiones, la compensación a la abstracción intelectual. No quiero decir que ésta sea la única función del arte; constituye también una manera necesaria de conocer ciertos aspectos de la realidad.

Cuando Marx dio vuelta a Hegel de arriba abajo, o de adentro afuera, aceptó este esquema evolucionista, este relegamiento del arte a la infancia de la humanidad. Su dialéctica del materialismo es una inversión de la dialéctica hegeliana del espíritu; pero puesto que el arte había sido ya eliminado del dominio del espíritu, quedó fuera de la negación de dicho dominio. Es cierto que puede encontrarse en las obras de Marx y Engels ciertas vagas (y hasta desasosegadas) referencias al arte; es una de las superestructuras ideológicas que hay que explicar mediante el análisis económico de la sociedad. Pero no hay allí el reconocimiento del arte como un factor fundamental de la experiencia humana, como modo de conocimiento o como medio para captar el significado o la cualidad de la vida.

De modo semejante, aquel desenvolvimiento del pensamiento hegeliano que ha aceptado y afirmado su jerarquía del espíritu y ha puesto en práctica su noción de un Estado supremo autoritario, ese desenvolvimiento, repito, ha reducido necesariamente al arte a un papel subordinado y servil. El fascismo ha hecho algo más y quizás peor que esto: ha insistido en una interpretación puramente racional y funcional del arte. El arte se convierte, no en un modo de expresar la vida de la imaginación, sino en un medio de ilustrar los conceptos de la inteligencia.

En este punto el marxismo y el fascismo, hijos pródigo el uno y sumiso el otro de Hegel, vuelven a encontrarse, e inevitablemente se reconciliarán. No existe la menor diferencia, en la intención, en el control y en el producto final, entre el arte de la Rusia marxista y el de la Alemania fascista. Verdad que al uno se le apremia a celebrar los progresos del socialismo y al otro los ideales del nacionalismo; pero el método necesario es el mismo: un realismo retórico, carente de invención, deficiente en cuanto a imaginación, que renuncia a lo sutil y realza lo obvio.

No he de repetir aquí los conocidos argumentos contra el realismo socialista en cuanto tal. Sus productos son tan pobres con relación a los modelos conocidos en la historia del arte, que tales argumentos huelgan. Mas importa señalar la posible vinculación entre el arte y la libertad individual.

Si consideramos los grandes artistas y poetas del mundo —y la cuestión de su grandeza relativa no cuenta aquí; lo que voy a decir vale para cualquier poeta o pintor que haya sobrevivido a la prueba del tiempo—, podemos observar en ellos cierta evolución. En verdad, rastrear esta evolución en un poeta como Shakespeare, en un pintor como Ticiano o en un compositor como Beethoven, es en parte explicar la perdurable fascinación de su obra. Podemos vincular tal evolución con ciertos incidentes de su existencia y ciertas circunstancias de su época, que no dejan de tener su influencia. Pero el proceso esencial es el de una semilla que cae en tierra fértil, germina, se desarrolla y a su debido tiempo alcanza la madurez. Ahora bien, así como la flor y el fruto están implícitos en una semilla, así el genio de un poeta o un pintor está contenido en el individuo. El suelo debe ser favorable, la planta debe ser nutrida; los vientos y los malos tratos ocasionales la dañarán. Pero el crecimiento es único, la configuración única, el fruto único. Todas las manzanas son muy parecidas, pero no hay dos exactamente iguales. Mas no es éste el asunto: un genio es el árbol que ha producido el fruto desconocido, las manzanas de oro de las Hespérides. Pero Mayakovsky era un árbol del cual se esperaba que un año produjera ciruelas de un tamaño y apariencia uniformes; pocos años después, manzanas; finalmente, pepinos. ¡No es maravilla que sucumbiera bajo tan antinatural esfuerzo!

En la Rusia soviética a cualquier obra de arte que no es simple, convencional y conformista se le declara “deformación izquierdista”; toda individualidad es motejada de “individualismo pequeño-burgués”. El artista debe apuntar a un blanco y sólo a él: a abastecer al público de lo que éste necesita. Aquellos motes variaban en Italia y Alemania, pero conducían al mismo efecto. El público es la masa indiferenciada del Estado colectivista, y lo que este público desea es lo que ha deseado siempre a través de la historia: tonadas sentimentales, versos para coplas de ciego, damiselas bonitas en la envoltura de los chocolatines: todo eso que los alemanes califican con la expresiva palabra Kitsch.[35]

El marxista protestará diciendo que prejuzgamos el resultado de un experimento. Las artes deben retornar a una base popular y desde ella, por un proceso educativo, alcanzar un nivel universal como el mundo jamás ha conocido. Tal cosa es perfectamente concebible: un arte tan realista y lírico como, por ejemplo, el de Shakespeare, pero liberado de todas esas idiosincrasias personales y oscuridades que desfiguran la clásica perfección de su drama; o un arte tan clásicamente perfecto como el de Racine, pero más humano y más íntimo; la perspectiva de Balzac aliada a la técnica de Flaubert. No podemos suponer que la tradición individualista que ha producido estos grandes artistas ha alcanzado la cima más elevada posible del genio humano. Pero ¿hay en la historia de alguna de las artes algún indicio de que tales obras superlativas serán producidas por la acción de un plan preestablecido? ¿Existe prueba alguna que indique que la forma y alcance de una obra de arte pueden predeterminarse? ¿Hay alguna evidencia de que el arte en sus más altas manifestaciones interesa a alguien más que a una minoría relativamente restringida? Aun si admitimos que el nivel general de la educación puede elevarse hasta el punto de que no haya excusa para la ignorancia, ¿no se sentirá impulsado el genio del artista, por este mismo hecho, a buscar niveles aún más altos de expresión?

El artista, en la URSS, está clasificado como un trabajador. Ello es para bien, pues su exclusividad social nada tiene que ver con la calidad de su trabajo, y puede resultar resueltamente perjudicial. Pero que el artista sea tratado como cualquiera otra clase de productor, y compelido a entregar una producción determinada en un lapso determinado, revela una fundamental incomprensión de lo que es la facultad de la creación artística. Bajo tal compulsión, la vena de la creación o inspiración pronto se agota. Esto debería ser obvio. Lo que no es tan obvio es que las leyes de la oferta y la demanda son en arte muy distintas de las económicas. Es sabido que a cierto nivel el arte se convierte en entretenimiento, y que en ese nivel se trata de proporcionar un artículo popular de una especie determinada. Pero mientras vamos a un entretenimiento para escapar de nosotros mismos, para olvidar por una hora o dos nuestra rutina diaria, para huir de la vida, hacia la obra de arte nos volvemos con muy otra disposición de ánimo. Para decirlo cruda, pero enérgicamente, esperamos sentirnos elevados. El poeta, el pintor o el compositor, si es algo más que un productor de diversiones, es un hombre que nos conmueve con alguna gozosa o trágica interpretación del significado de la vida; que profetiza el destino humano o celebra la belleza y significación de nuestro ambiente natural; que crea en nosotros la maravilla o el terror de lo desconocido. Tales cosas sólo puede hacerlas un hombre que posea una sensibilidad y penetración superiores, y que por virtud de sus dones especiales se mantiene alejado de la masa, no por desdén, sino simplemente porque sólo puede ejercer sus facultades a cierta distancia y en la soledad. Los momentos de la creación son silenciosos y mágicos, un arrobamiento o ensoñación en que el artista comulga con fuerzas que se hallan más allá del nivel habitual del pensamiento y la emoción. Esto es lo que no pueden comprender el hombre de acción, el político y el fanático. Ellos amedrentan y azuzan al artista y lo arrastran al torbellino de las actividades prácticas, donde únicamente puede producir mecánicamente conforme a un molde preestablecido. En tales condiciones no puede florecer el arte, sino tan sólo una seca e ineficaz apariencia de él. Constreñido a producir en tales condiciones, el artista más sensible caerá en la desesperación. In extremis, se suicidará como Mayakovsky.

Capítulo III: Por qué los ingleses carecemos de gusto

El título de este capítulo es deliberado, y exacto. No digo que los ingleses tengamos mal gusto —esto quizás podría afirmarse de otras naciones—, sino simplemente que no ejercitamos esas cualidades de sensibilidad y selección que constituyen el buen gusto. Nuestra condición es neutra: una enorme indiferencia por las cuestiones artísticas. Es cierto que poseemos magníficos museos, sin rival en el mundo entero; pero si investigamos su origen, encontraremos que se fundaron para “fomentar las manifacturas”. Es verdad que hemos producido grandes artistas como Gainsborough, Constable y Turner; pero descubrimos, cuando estudiamos su vida, que fueron mirados como seres socialmente inferiores, y tratados con desdén. Se honra a un artista ocasionalmente, pero es siempre a un artista oficial, al Presidente de la Academia Real, al pintor de los retratos oficiales del Rey, al diseñador de nuestras casillas telefónicas. Desde sus comienzos mismos, nuestra Academia se ha opuesto al talento original, y nunca más obstinadamente que hoy, en que podemos afirmar sin temor a contradecirnos que entre sus miembros no se incluye a un solo artista de reputación internacional. Cuando no se trata de un arte que pueda utilizarse para “fomentar la manufactura”, como es el caso de la música, el Estado no lo reconoce en absoluto.[36]

Un observador superficial sacaría la conclusión de que nuestra falta de gusto es un defecto racial. Nosotros mismos estamos dispuestos a confesar que no somos una nación artística (¡gracias a Dios!). Pero esta explicación, la más fácil, es la menos verdadera. Ahí tenemos la palmaria contradicción de nuestro pasado: nuestras catedrales góticas y nuestras artes menores medievales. Puede sostenerse con toda razón que Inglaterra fue en el siglo XII la nación más artística de toda Europa. Aun en la música, en la que hemos sido mucho tiempo completamente impotentes, fuimos una vez supremos (desde la época de John Dunstable, en el siglo XV, hasta la de Purcell, en el XVII). Y aunque el abismo entre las artes plásticas (entre las cuales podemos incluir, a los fines de esta exposición, a la música) y el arte de la poesía es tan grande que no hay lógica alguna que nos permita salvarlo, todavía nuestra poesía es prueba suficiente de una orgánica sensibilidad, de una naturaleza artística que nos es inherente. Debemos, por lo tanto, desechar, el factor racial por ajeno a la cuestión, y considerar primero el factor histórico.

Sin embargo, antes de abandonar la cuestión racial, vale la pena observar que la raza inglesa no es una unidad simple; además de varias subdivisiones, está la amplia distinción entre los elementos celtas y germánicos. Acerca de estas dos razas podemos hacer ciertas generalizaciones basadas en nuestro conocimiento de su historia. Sabemos, por ejemplo, que el arte celta fue, a lo largo de los siglos de su existencia individual, un arte abstracto, lleno de vitalidad y ritmo, pro que evitaba la representación de las formas naturales. En el sentido moderno, era un arte no figurativo. Sabemos también que los pueblos germánicos no eran dados a la expresión plástica; sus modos de pensamiento eran conceptuales, y su arte típico es por consecuencia verbal. Si en la historia subsiguiente de una nación que combina dichas dos razas divergentes, encontramos una alternancia de las artes plásticas y verbales, bien puede ello deberse a la supremacía de uno u otro de esos elementos raciales constitutivos.

En realidad, estos elementos raciales, como es natural, se ven eclipsados por otros factores, principalmente económicos. El movimiento que en Inglaterra puso fin a nuestros modos expresivos plásticos, fue en parte económico y en parte religioso; el aspecto religioso se conoce con el nombre de puritanismo, y el económico con el de capitalismo, y hoy se conviene generalmente en que ambos aspectos obraron uno sobre el otro. El puritanismo proporcionó al capitalismo una atmósfera moral dentro de la cual pudiera desenvolverse sin las restricciones de la conciencia y las normas de la Iglesia. Si el motivo económico da vida a los valores morales, o los valores morales favorecen los impulsos latentes hacia la adquisición del poder individual, es un problema en la dialéctica de la historia que no debemos investigar ahora.

Decir que Inglaterra en los últimos cuatrocientos años ha mostrado la más mínima prueba de gusto artístico, es por lo tanto lo mismo que decir que durante ese lapso Inglaterra ha sido el estado capitalista más altamente desarrollado. Pero tan simple explicación materialista no bastará para explicar los hechos, pues en otras épocas, y en otros países, las bellas artes han sido utilizadas para evidenciar la riqueza y poder material. No así en Inglaterra. A lo sumo, el industrial afortunado contratará a un artista para que pinte su retrato y los de los miembros de su familia; en ocasiones la condescendencia se extenderá hasta abarcar a su caballo de carrera favorito o un toro premiado. Pero la idea de adquirir obras de arte por ellas mismas, o para el goce estético del propietario, se limitaba a unos pocos miembros de la aristocracia.

Para dar una explicación de esta diferencia entre Inglaterra y otros países capitalistas, debemos pasar de la economía social a la psicología social. En este mismo período, el inglés ha desarrollado ciertas características, de las cuales se ha mostrado conscientemente orgulloso, que pueden resumirse en las expresiones common sense y sense of humour. Ambas expresiones guardan estrecha relación, y denotan cierto ideal de normalidad al que todo inglés aspira y al que apunta toda su crianza y ecuación. Su sentido del humor consiste en su percepción de cualquier desviación de lo normal. El gentleman es la apoteosis de lo normal. El sentido común es el juicio corriente, la opinión aceptada, las convenciones reconocidas, los hábitos perfeccionados. En su casa y en sus ropas, en su alimentación y en sus mujeres, el inglés de la era capitalista-puritana se empeña por alcanzar lo normal. La definición de un caballero bien vestido es “aquel cuya vestimenta uno no recuerda”; un hombre que en cada detalle, desde el color del traje hasta la cantidad de botones de sus mangas, es tan normal que pasa inadvertido, invisible. Así como las ropas de un gentleman deben distinguirse por su falta de diferenciación, igual debe ocurrir con cuanto posea. Poseer obras de arte sería una rareza; frecuentar artistas, sería más rareza, pues para el inglés el artista es esencialmente raro, anormal.

Pero la cuestión es más profunda. Los psicólogos han comenzado a sospechar que esta normalidad que tanto valoramos no es sino la más vulgar neurosis; que la normalidad es en sí misma una neurosis, un retraimiento de la realidad de la vida, una máscara nerviosa. Todo en la vida inglesa acude en apoyo de este punto de vista; el hombre normal es nervioso, su risa es una manifestación de nerviosidad. Pues la risa inglesa (o, la llamaría yo con más precisión, la risa capitalista) no es una risa corporal, no es la belly laughter[37] de Chaucer y Rabelais; es una risa mental, ocasionada por un disturbio inconsciente de los instintos reprimidos. De la misma represión social del instinto (y, como es natural, es el instinto sexual el que está mayormente en cuestión) provienen nuestras demás características: nuestra así llamada hipocresía, que no es pura hipocresía, precisamente porque es inconsciente; nuestra gazmoñería; nuestra frialdad amorosa; nuestra falta de ingenio (es significativo que nuestros más agudos escritores de Irlanda, la parte menos protestante y menos capitalista del reino).

De la misma fuente proviene la preponderante indiferencia hacia las artes plásticas. Pues el ideal de normalidad solo no la explica; sería igualmente normal si todos se interesaran por las artes plásticas. Pero no hay jamás ocasión para ello, pues las mimas fuerzas de represión que determinan la neurosis de normalidad, se hallan en la raíz de una anestesia plástica que se da en los individuos que padecen de dicha neurosis.

La demostración completa de esta correspondencia debe dejarse a los psicoanalistas. Empíricamente observamos que las sociedades menos reprimidas —las menos adictas a la normalidad en la conducta— son también los pueblos más conscientes plásticamente, los griegos, por ejemplo. Pero la prueba más convincente se hallará en la esfera de la psicología individual; porque aunque la neurosis es determinada por la presión social, los defectos se extienden más allá de las actividades sociales y gobiernan al individuo en sus modos puramente personales de expresión. La expresión plástica es la modalidad expresiva más objetiva; significa dar expresión material fija a un impulso personal. El temor de violar los límites de la normalidad tenderá a inhibir tal modalidad expresiva. Será mucho más inocuo expresar el impulso individual en el material relativamente transitorio y fluido de la música y la poesía. Por alguna oscura razón el otro gran sector puritano europeo expresó sus anhelos principalmente con la música; el inglés principalmente con palabras, con la poesía. Pero la gran diferencia de esta poesía, comparada con la de otros países modernos, consiste en que es poesía pura. Su mayor belleza reside en su sonido; ella también es una especie de música, lo más alejada posible de los visual y lo plástico.

Algunos observadores extranjeros, perplejos ante esta total falta de sentido plástico en el inglés, han intentado hallarlo en los lugares más impensados. Hace pocos años un arquitecto danés hizo una exposición de las verdaderas y no reconocidas artes inglesas. La “obra maestra” era el fútbol inglés; había allí botas inglesas y raquetas de tenis inglesas; maletas y sillas de montar, y probablemente un water-closet. Sostuvo que en estos objetos mostramos un sentido supremo de la forma, de la forma abstracta. Era una idea encantadora, pero no halagó al inglés, que rió con su risa nerviosa. Para él fue acrobacia, una buena broma. “Nunca se sabe —se decían uno a otro— qué se traen entre manos estos extranjeros”.

Así se preserva la neurosis de normalidad; es invencible. Su última manifestación la ilustra el término highbrow,[38] que en años recientes ha llegado a ser la injuria máxima. Porque el hombre normal reconoce en su medio, no solamente a individuos excéntricos a quienes puede desdeñarse como artistas, sino también a otros más excéntricos que utilizan un medio no plástico, las palabras, y que en poemas, artículos, libros y discursos se rebelan contra el ideal de la normalidad; individuos que defienden al artista y sus obras; que rehúsan aceptar el sistema económico de aquél, su ideal del gentleman, su enseñanza pública, sus equipo todo de normalidad. Esos peligrosos excéntricos deben ser estigmatizados, ridiculizados, convertidos en materia de chismes, en objeto de risa, de mofa...

Y así se inventó la palabra highbrow, que se convirtió en un rótulo eficaz. Basta poner este mote a un hombre para condenarlo ante los ojos del público, para hacer invendibles sus libros y su vida imposible. Pues en su chapucera modalidad bovina, el hombre normal, la pobre víctima del capitalismo, reconoce en el highbrow un perturbador de la paz; si no de la paz de la sociedad, al menos de la paz de su ánimo. “La paz del ánimo” es otra frase reveladora; es la orgullosa posesión de todo inglés normal.

Quienes deseen estudiar nuestra neurosis nacional deben hacerlo aquí mismo, pero es muy dudoso que un extranjero pueda siquiera apreciar sus ramificaciones en nuestra sociedad. Una guía útil de sus aspectos más evidentes es el famoso periódico del humor nacional, Punch. En él todas las semanas se caracteriza caricaturescamente al highbrow, se exalta al hombre normal, y se oculta la existencia del sexo. Hasta los pobres son agraviados, y su ignorancia expuesta al regocijo de la mente educada en la escuela pública. Cualquier diario revelará los aspectos más agresivos de nuestra normalidad; una pobreza absoluta de ideas, una total ausencia de intereses intelectuales. Pero sólo en el home[39] inglés, el castillo del inglés, como orgullosamente lo llama, se manifiesta todo el horror de la neurosis. El capitalismo ha desplegado en todo el mundo su red de corrupción espiritual, su adecenamiento del gusto, su imposición de valores materiales. Mas en Inglaterra los instintos naturales se han venido deformando desde hace tanto tiempo, que ya no funcionan. La sensibilidad ha muerto, y el único criterio es la convención; la aceptación de un canon impuesto por los industriales, cuyo único criterio es el lucro.

La conclusión es inevitable, cualquiera sea el lado hacia el que nos volvamos. Somos víctimas de un proceso histórico, y nuestra falta de gusto es simplemente falta de libertad social. Con el progreso del individualismo comenzó el avance del capitalismo; el bien público, la riqueza general fueron subordinados al bien privado, a la riqueza privada. La religión y la moral se adaptaron al nuevo orden económico, lo que equivale a decir que los valores espirituales se divorciaron de los valores mundanos. Tal es el aspecto general del cambio. Pero el individuo sufre; ya no es una célula en el seno espiritual y económico de la comunidad, y desarrolla una nueva especie de conciencia: el mecanismo protector de un espíritu expuesto a la crítica. Se crea esta cáscara de normalidad, de cubierta dura y opaca que no deja pasar la luz, en cuyo interior los sentidos se agitan como gusanos ciegos.

De ahí que la causa de las artes sea la causa de la revolución. Todas las razones —históricas, económicas y psicológicas— señalan el hecho de que el arte es saludable sólo en una sociedad de tipo comunal donde, dentro de una conciencia orgánica, funcionan libre y armoniosamente todas las modalidades de la vida, todos los sentidos y todas las facultades. En Inglaterra hemos soportado la forma más grave de explotación capitalista; y lo hemos pagado, no sólo con el horror y la miseria físicos, con espantosos desiertos de cenizas y humo, con ciudades enteras de barrios bajos y ríos de inmundicias; lo hemos pagado también con la muerte del espíritu. No tenemos gusto porque no tenemos libertad; no tenemos libertad porque no tenemos fe en nuestra humanidad común.[40]

Capítulo IV: Comunismo esencial

Cuando un artista, un poeta, un filósofo —lo que a menudo denominamos intelectual se aventura a participar en las controversias políticas de su tiempo, lo hace siempre con cierto riesgo. No porque estos asuntos se hallen por debajo de su consideración, pues envuelven, en último término, los problemas mismos de arte y ética que en particular le atañen. Pero la aplicación inmediata de principios generales es raramente posible en política, que está regida por la oportunidad y conveniencia, modos de conducta que el intelectual no puede decorosamente aceptar. No obstante, en cuanto su alojamiento intelectual, que es sencillamente el método científico, conduce a conclusiones definidas, en tal medida declarará su posición política.

El poeta se halla en una situación más embarazosa que la mayoría de los artistas. Es una criatura movida por intuiciones y simpatías, y por su misma naturaleza evade la precisión y las actitudes doctrinarias. Fiador como es del proceso cambiante de la realidad, no puede suscribir las providencias estáticas de un sistema. Tiene dos tareas principales: reflejar el mundo tal como es, e imaginarlo como debería ser. En el sentido de Shelley es un legislador, pero la Cámara de los Poetas está aún más inhabilitada que la Cámara de los Lores. Privado de derechos civiles por su falta de resistencia en cualquier distrito electoral determinado, errando sin fe por la tierra de nadie de su imaginación, el poeta no puede, sin renunciar a su función esencial, acogerse a reposo en los fríos conciliábulos de un partido político. No es su arrogancia lo que lo mantiene alejado; es en rigor su humildad, su devoción a la compleja totalidad humana; en el sentido preciso del término, su magnanimidad.

Causas especiales han intensificado la indecisión de mi propia generación. No deseo exagerar los efectos de la guerra; en mi caso particular advierto claramente que la experiencia bélica no fue la causa inmediata de la desilusión y la inactividad políticas. Pero sería completamente absurdo descontar los efectos psicológicos de tal experiencia, en la medida en que fue la experiencia directa de la muerte y la destrucción. Se recordará cómo Dostoievski se encerró una fría mañana de 1849 a enfrentar la muerte, y cómo a último momento fue salvado. Constituyó ésta una experiencia que sus críticos han estimado muy importante para su posterior desenvolvimiento. Pero aquélla fue una experiencia soportada decenas o centenares de veces por los intelectuales en la guerra, y no sólo por intelectuales, naturalmente, sino por ellos junto con otros menos propensos a registrar sus reacciones psicológicas. A despecho de esas experiencias, recuerdo que cuando sobrevino la paz en 1918, yo personalmente mantenía aún el juvenil idealismo que abrigaba en 1914. La desilusión llegó con la paz —con la lenta farsa de las negociaciones del Tratado, con la indiferencia que los que estaban en el poder sentían por la opinión de los hombres que habían luchado, con la vasta difusión de un falso sentimiento e hipocresía. Habíamos luchado por la Paz, por un mundo decente; y nos encontrábamos con que habíamos ganado trofeos de odio y codicia, de pasión nacional y beneficio comercial, de reacción política y cercenamiento social; ni una sola voz, ni un solo partido, ni siquiera la Iglesia cristiana se declararon abiertamente por un mundo de justicia económica, libre de los pecados que nos habían conducido a los horrores de una guerra mundial.

Sólo en Rusia hubo una diferencia, un reiterarse de la rebatiña, un luchador por alguna especie de nuevo orden. Pero desde las honduras de la ignorancia y la desesperanza impuestas, parecía imposible creer en la realidad y permanencia de aquella revolución; imposible apreciar toda su significación.

Surgió entonces para mí la dificultad de hallar un papel activo inmediato en política para el intelectual. La única guía que encontré en este dilema personal fue el filósofo y crítico francés Julien Benda. Este agudísimo y sutil espíritu me había atraído en un comienzo por un ataque a Bergson, en un momento en que éste era mi gran entusiasmo. No era justo con Bergson, pero quebró mi adhesión a él, y mi mente quedó plenamente preparada para el estéril intelectualismo de las siguientes obras de Benda. Esta expresión es quizás demasiado fuerte, pues la tesis fundamental de Benda, en un libro como La Trahison des Clercs, es inexpugnable. Yo compartí su deseo de ocupar una posición destacada; simplemente, de que me dejaran proseguir con mi tarea de poeta, de intelectual, se clerc.[41] Desdichadamente, como admitía Benda en su libro, las modernas condiciones económicas permiten apenas al “clérigo” llenar su función; y así “el verdadero mal que debemos deplorar en nuestra época no es quizás la traición de los “clérigos”, sino su desaparición; la imposibilidad de llevar, en las actuales condiciones, vida de “clérigo”.

Trotzky ha dicho que a través de la historia el espíritu va cojeando tras la realidad. Dicho de otro modo, el intelectual no puede evitar las condiciones económicas de su época; no puede ignorarlas, pues ellas no lo ignorarán a él. De un modo u otro, debe avenirse a las circunstancias. Pero para definir la naturaleza exacta del dilema, es preciso una metáfora más elaborada que la de Trotzky. La realidad es múltiple: es un campo magnético con líneas de fuerza que atraviesan todos los puntos del compás de la sensibilidad humana.

El hecho fundamental es la organización material de la vida; hasta este punto un intelectual puede aceptar la dialéctica marxista. Pero aunque admiro las excelencias de este método de razonamiento, sería mejor para mí abandonar toda pretensión de generalidad y encarar el asunto como intelectual, como persona que tiene preferencias definidas en arte y por lo tanto en la vida. El marxista preferiría llamar a estas preferencias prejuicios burgueses, pero es ahí precisamente donde ambos diferimos. El arte es una disciplina, “una disciplina simbólica”, como la ha definido atinadamente Wyndham Lewis. Ahora bien, una disciplina se practica siempre con el propósito de encauzar una fuerza dentro de una vía definida. La disciplina artística conduce nuestra sensibilidad, nuestra energía creadora, nuestras intuiciones, a modelos formales, a formas simbólicas, a fábulas alegóricas, a mitos dramáticos, a obras (literalmente construcciones) de arte. Pero la disciplina, y el orden que ella da, no existe por sí misma: no es un fin, sino un medio. No es siquiera una forma general o universal que pueda imponerse a una multitud de fenómenos. Es, más bien, un sentido individual del ritmo o la armonía. Hay metros, pero no metro; formas, pero no forma. Sólo por la variación el artista alcanza la belleza. La disciplina artística no es, en consecuencia, estática; es constantemente cambiante, es esencialmente revolucionaria.

Lo que más directamente me repelió, probablemente, en los socialistas de entre las dos guerras, fue su incapacidad para comprender la significación del enfoque del artista. A mí me parecía elemental que la creencia en Marx debía traer aparejada la creencia, digamos en Cézanne; y que el desarrollo del arte desde Cézanne interesaría al espíritu acabadamente revolucionario tanto como el desarrollo de la teoría socialista desde Proudhon. Yo deseaba discutir, no sólo a Sorel y a Lenin, sino también a Picasso y a Joyce. Pero nadie veía la relación existente entre unos y otros. Cada uno aislado en su línea propia negaba la importancia de la fuerza que animaba a las demás líneas. Nadie advertía que era una misma fuerza la que estaba transformando toda la realidad, haciendo posible dar una diferente interpretación de la realidad. A mí me parecía justamente tan importante destruir los ideales burgueses establecidos en literatura, pintura y arquitectura, como los ideales burgueses establecidos en la economía.

En el prefacio a un libro sobre los principios del arte moderno[42] bajo la sombra, entonces opresiva, de la contrarrevolución alemana, intenté disociar el arte revolucionario y la política revolucionaria. Es completamente cierto, como yo declaraba, que la mayoría de los artistas modernos no son “ni judíos ni comunistas, ni racistas o políticos de ninguna especie. Son simplemente artistas, y si algo son, cuanto más modernos son en espíritu en cuanto artistas, más desinteresados y aislados se vuelven”. Esto no puede negarse; y mi declaración siguiente es igualmente cierta: que la modernidad del arte moderno es el resultado de progresos dentro de la técnica y la ciencia del arte. “Los grandes artistas que han determinado el curso del arte moderno —escribía yo—, Constable, Turner, Cézanne, Matisse, Picasso, han estado y están singularmente despojados de ideologías de cualquier clase. Viven en su visión y en su pintura, y siguen el curso inevitable dictado por su sensibilidad”. Estas declaraciones, repito, son bastante ciertas, y en su contexto al menos retóricamente justificadas. Pero en otro contexto —el estrecho de las condiciones generales de la necesidad histórica— mis afirmaciones ignoraban la tesis fundamental (y fundamentalmente verdadera) de la dialéctica marxista: la tesis expresada con mi imagen del imán de cuatro contactos.

Que la dialéctica marxista, aplicada al arte, no es en modo alguno clara en su funcionamiento, lo demuestran los mismos críticos marxistas. Por otra parte tenemos, por ejemplo, la interpretación de Carl Einstein del movimiento cubista en general de Braque en particular, como un resultado inevitable de la transición en la sociedad de los valores individuales a los colectivos.[43] Las imágenes de la realidad característica de la sociedad capitalista deben desecharse y en lugar de ellas el artista moderno debe crear las de una nueva concepción de la realidad. El cubismo en su primera fase es el primer paso en le proceso destructivo; empero su elemento tectónico —lo que retiene de la estructura formal y la medida geométrica— es un residuo de viejos prejuicios, una última salvaguardia contra lo desconocido; todavía muestra un vestigio del clásico temor al éxtasis. Pero en su última obra un artista como Braque supera esas limitaciones, y pasa a un mundo alucinante. Lo consciente o el raciocinio queda completamente destruido o desalojado, y el pintor expresa una realidad visionaria, despojada de cualesquiera asociaciones mundanas (burguesas). El criterio estético es superado por la fuerza de la invención creadora; la pintura se convierte en un “psicodrama”. Y por la fuerza del mismo argumento cesa, presumiblemente, ¡de ser una obra de arte! De este modo, el método dialéctico en la crítica artística nos deja con un arte que no es tanto arte como un instrumento de desracionalización, y nos vemos obligados a inquirir cómo tal arte puede llegar a convertirse en la expresión sintética de una cultura proletaria. Mr. Einstein sostendría que un arte proletario es por el momento imposible, y por lo tanto la cuestión no se suscita. La importancia del arte contemporáneo es puramente negativa; apunta a una disolución de las nociones convencionales de la realidad; allana el camino para el arte colectivo del futuro.

El examen que otro crítico marxista, Max Raphael, hace de otro pintor moderno, Picasso, conduce a una conclusión distinta.[44] Picaso es un caso más complicado que Braque; pero en lo que a su análisis descriptivo del más típico de los artistas modernos se refiere, el Picasso de Raphael no se diferencia mucho del Braque de Einstein. La diferencia reside en la interpretación de los hechos. Porque mientras Einstein ve en Braque un precursor del futuro arte proletario, Raphael encuentra en Picasso simplemente la última fase de un arte burgués decadente, a lo más una sustitución de la intuición metafísica por el sensualismo impresionista; pero definidamente dentro de la tradición europea y definidamente reaccionario. Su recurso al arte negro, al arte clásico, a la “superrealidad”, son otras tantas huidas de la razón, de las implicaciones de una visión racional de la vida. Su arte no es un simple eclecticismo, sino una nueva forma del arte burgués reaccionario. La serie negroide, antigua, medieval, todas fases del desenvolvimiento de Picasso, expresan, en primer término, su temor a la tradición, y luego sus precipitadas vueltas a su seno. Conforme a este punto de vista, el polifacético desenvolvimiento de Picasso sólo despliega tantos fútiles esfuerzos para resolver el problema que dejó pendiente el siglo XIX, la creación de un arte fundado en la realidad económica, en las fuerzas sociales emergentes de la época moderna. Lo que equivale a decir nada menos que Picasso ha permanecido completamente inconsciente de la lucha de clases, suposición no confirmada por su actitud hacia la guerra en España.

Trotzky nos advierte en alguna parte de la necesidad, la difícil necesidad de distinguir entre el verdadero y el falso revolucionario. Esta distinción es tan necesaria en el arte moderno como en la moderna política. En la tradición pictórica moderna —desde que la pintura se rebeló contra la artificialidad y la chatura de la tradición académica del siglo XVIII— existe una cantidad de artistas individuales cuyas realizaciones han erigido, paso a paso, una nueva concepción de la realidad, totalmente opuesta a los cánones burgueses de la época. Constable inició un movimiento que abraza a Courbet, Daumier, Van Gogh, Cézanne y Seurat. La perspectiva de este aspecto de Cézanne es más difícil de advertir, pero yo colocaría en esta tradición a un artista tan coherente y congruente como Juan Gris, y por ahora la tradición se halla en las milagrosas manos de Picasso. Contra esta tradición, abasteciendo a un público enteramente distinto (un público burgués, en suma), tenemos no sólo el arte trivial de las academias, sino varios aspectos del diletantismo (neoclasicismo, seudo romanticismo, impresionismo), todos los cuales poco tienen que ver con el arte del futuro. La tradición principal, la única revolucionaria en su esencia, en su visión fundamental de la vida, es la que debe integrarse con la revolución social.

El problema, tal como lo pone de manifiesto una consideración de estos hechos, está claramente vinculado a la relación del individuo con la sociedad. El artista es siempre un individualista, en cierto sentido. Pero este sentido es diferente en diferentes épocas. No es el mismo en el siglo XII que en el siglo XIX. Hay, en efecto, una importante distinción que hacer entre individualidad e individualismo, entre la singular facultad del individuo como artista y lo que Gorki llama “la ANARQUÍA instintiva del individuo”, cuya significación última es la base de la objeción platónica al poeta. No estoy seguro de que esta distinción no se resuelva, al cabo, en el contraste general entre clasicismo y romanticismo, pero no deseo verme tentado en esta oportunidad por tan peligrosa analogía. Mi objeto inmediato es sugerir que la más importante tradición del arte moderno es una actitud coherente hacia la realidad, esa realidad que, para citar a Gorki una vez más, “la inagotable e inteligente voluntad del hombre crea”.

Trotzky, que ha tratado estas cuestiones más inteligentemente que la mayoría de los críticos modernos, posee una clara definición de la individualidad del artista. “La verdad es —escribe en Literature and Revolution[45] que aun si la individualidad es única, ello no significa que no puede analizarse. La individualidad es una amalgama de elementos tribales, nacionales, de clase, de época e institucionales, y en verdad, en la singularidad de esta amalgama, en las proporciones de esta mezcla psicoquímica es como se expresa la individualidad. Una de las más importantes tareas de la crítica es analizar la individualidad del artista (esto es, su arte) en sus elementos componentes, y mostrar sus correlaciones. De esta manera, la crítica acerca el artista al lector, quien posee también, en mayor o menor grado, un “alma única”, “artísticamente” inexpresada, “no escogida”, pero que no por ello representa menos una unión de los mismos elementos que el alma del poeta. Así puede verse que lo que sirve como puente entre alma y alma ni es lo singular, sino lo común. Sólo a través de lo común se conoce lo singular; lo común es determinado en el hombre por las más profundas y persistentes condiciones que componen su “alma”, por las condiciones sociales de educación, existencia, trabajo y compañía”.

Quisiera que el lector comparara este pasaje con la declaración de Gorki sobre el mismo asunto, en una carta que ya he citado:[46]

“El individualismo brota del terreno de la “propiedad privada”. Los hombres han creado, generación tras generación, organizaciones colectivas, y el individuo se ha mantenido siempre alejado, por una razón u otra, escapando de lo colectivo y al mismo tiempo de la realidad donde lo nuevo está constantemente en formación. El individuo ha estando creando su propio dios, único, místico e incomprensible, erigido con el solo propósito de justificar su derecho a la independencia y el poder. Aquí el misticismo se hace indispensable, porque el derecho del individuo al gobierno absoluto, a la “autocracia”, no puede explicarse por la razón. El individualismo dota a su dios de las cualidades de omnipotencia, sabiduría infinita e inteligencia absoluta, cualidades que el hombre desearía poseer pero que sólo pueden desarrollarse a través de la realidad creada por el trabajo colectivo. Esta realidad va siempre a la zaga del espíritu humano, pues el espíritu que la crea se halla en lento pero constante perfeccionamiento. Si no ocurriera así, la realidad, como es natural, satisfaría al hombre, y la satisfacción es un estado pasivo. La realidad es creada por la inagotable e inteligente voluntad del hombre, y su progreso no será detenido jamás”.

Debo pedir disculpas por estas largas citas; pero este asunto de la relación del individuo con la sociedad colectiva de la que es miembro, constituye el problema fundamental, tanto en arte como en política. Es el problema fundamental también en religión, porque ¿qué es la Reforma sino la afirmación de la voluntad autocrática del individuo contra el gobierno colectivo de la Iglesia? En el terreno filosófico es el punto en disputa entre el escolasticismo y el cartesianismo, entre el materialismo y el idealismo. Pero antes de pasar al problema general, quisiera señalar una curiosa contradicción entre las afirmaciones citadas, de Trotzky y Gorki, algo más serio que su incongruente empleo (o el de sus traductores) de las palabras “individualidad” e “individualismo”. Ya he citado el áspero resumen de Trotzky de su punto de vista: “a lo largo de la historia, el espíritu va cojeando tras la realidad”. “La realidad, dice Gorki en la frase que he puesto en bastardilla, siempre va a la zaga del espíritu humano”. Presumiblemente estas dos afirmaciones pueden conciliarse mediante el método dialéctico, pues la dialéctica, según lo declara Lenin,[47] es “el estudio de cómo pueden ser y son... idénticos los opuestos”.

Dialéctica aparte, en un sentido tanto Gorki como Trotzky pueden estar acertados. La relación entre espíritu y realidad, entre el individuo y la comunidad, no es de precedencia; es más acción y reacción, un proceso de marcha contra la corriente. La corriente de la realidad es fuerte, perturba el espíritu; pero el espíritu rodea esta fuerza contraria, y asciende y llega más lejos por acción de la oposición misma. Y lo mismo ocurre con el individuo y la comunidad. La total libertad significa inevitable decadencia. El espíritu debe sentir una oposición, ser enfrentado con duras realidades, para tener poder explosivo.

Por esta razón pienso que debemos mirar el recelo la palabra “liberal”, y preferir quizás el título de “realista”. Definiría al realista como al hombre que ha aprendido a desconfiar de cualquier término al que no pueda adscribir un significado perfectamente definido. Recela particularmente de las frases ideológicas, slogans, y símbolos bajo los cuales se desenvuelven las actividades políticas hoy día. Conserva un amargo recuerdo de frases como “Una guerra para terminar con la guerra”, y “Asegurar el mundo para la democracia”. Como realista veo con fuerte suspicacia palabras tales como «democracia», «raza», «nación», «imperio», «proletariado», «partido», «unidad», «decencia», «moral», «tradición», «deber», etc. Prefiero las palabras «razón», «inteligencia», «orden», «justicia», «acción» y «objetivo», palabras igualmente abstractas, pero que representan hábitos mentales más ordenados. El término “liberalismo” será naturalmente sospechoso; pero tiene relación con la palabra “libertad”, y en nombre de ésta se ha realizado la mayor parte de lo que más valoro en la vida y la literatura. ¿Qué decir, pues, respecto de este vocablo?

Admito que representa una idea a la cual me adhiero apasionadamente; al mismo tiempo es una palabra que miro con desencanto. Se que significa cosas distintas para distintos hombres y muchas de sus interpretaciones carecen de valor. En suma, sé que las implicaciones idealistas del término carecen de realidad. La libertad se refiere siempre al dominio humano sobre las fuerzas naturales, y el grado de ayuda mutua que se le hace necesario para ejercer este dominio. Por esto, frente a los problemas materiales de la existencia, el ideal de la ANARQUÍA se convierte en la organización práctica de la sociedad conocida con el nombre de anarco-sindicalismo. El gobierno, es decir, el dominio del individuo en el interés de la comunidad, es inevitable si dos o más hombres se unen con un propósito común; el gobierno es la corporización de este propósito. Pero el gobierno, en este sentido, se halla muy lejos de la concepción del Estado autónomo. Cuando el Estado se divorcia de sus funciones inmediatas y se convierte en una entidad que reclama el dominio de la vida y el destino de sus súbditos, deja de existir la libertad.

Lo que podría llamarse la tiranía de los hechos —la necesidad actual bajo la cual nos hallamos la mayoría de nosotros de luchar por la existencia, por el alimento y el techo, y otras no menos esenciales necesidades de la vida— es una tiranía tan dura, que debemos estar preparados a considerar una restricción de la libertad en otras direcciones si en este respecto se promete alguna liberación. Pero no es menos esencial comprender que esta tiranía se debe en gran medida a la ineficacia de nuestro actual sistema económico, y que la libertad, ahora y siempre, depende de una organización racional de la producción y la distribución.

En cuanto concierne al planeamiento de la vida económica, a la estructuración de un modo racional de vida en una comunidad social, no puede haber la menor duda acerca de la libertad absoluta. Pues en tanto que vivimos en una comunidad, en todos los asuntos prácticos el mayor bien del mayor número es también el mayor bien del individuo. En cuanto individuos debemos estar prontos a ceder todos los derechos materiales, a depositar todos nuestros bienes en el fondo común. Aun si poseemos riquezas, podemos hacerlo con la conciencia satisfecha, pues las posesiones materiales fueron siempre una amenaza para la libertad individual. Por ello debemos admitir, hasta cierto punto, que el contrato social implica una estructura económica legítima, como una máquina eficiente diseñada para facilitar el complejo asunto de vivir juntos en una comunidad. Pero en realidad, el alcance de este concepto racional y práctico —un concepto que no necesita más que ser racional, práctico y estrictamente funcional— se extiende y combina con varias ideologías distintas: en Rusia con la ideología marxista del materialismo dialéctico; en Italia con la del nacionalismo; en Alemania con la aún más peligrosa de raza. En nombre de estas ideologías, se sacrifica la libertad intelectual de los individuos. Y esto es demasiado. Ya aceptamos “el opuesto idéntico” de Trotzky o Gorki, ya consideremos que el individuo es determinado por la comunidad o la comunidad determinada por el individuo, el sacrifico es, en cualquier caso, intolerable.

No me erijo en defensor de la libertad intelectual, libertad para seguir las inclinaciones individuales del pensamiento y publicarlas para ilustración o distracción de nuestros semejantes, con un ánimo de vago idealismo. La ideología política de la libertad es el liberalismo o laissez faire, doctrina la más apropiada para un capitalismo rapaz. Pero la doctrina pura de la libertad, el libertarismo, será una doctrina viva mientras subsista nuestra civilización, pues de nuestra libertad depende la vida de nuestra civilización. Y depende en la forma más práctica y demostrable. La prueba debe ser naturalmente histórica; y de la historia, en todos sus aspectos, surge la incontrovertible ley que Mill expresó con estas palabras: “La iniciación de toda cosa sabia o noble viene y debe venir del individuo, en un principio generalmente de algún individuo”. O dicho negativamente: “El despotismo de la costumbre es por doquiera el estorbo permanente al progreso humano, por mantenerse en constante antagonismo con aquella disposición a apuntar a algo mejor que lo acostumbrado, que se llama, según las circunstancias, espíritu de libertad, o de progreso o mejoramiento”. No soy tan afecto a Mill a la palabra “progreso”; no es un concepto muy verdadero aplicado a los últimos cinco mil años de la historia, y es insensato para la raza humana abandonarse a lo que no es más que procedimiento a corto plazo. Pero me adhiero al hecho de la vitalidad; pues de la vitalidad de una civilización depende, sencillamente, la voluntad de vivir, al menos para un intelectual. Sé que algunos de mis contemporáneos sacrificarían complacientemente esta voluntad; pero ésta es una forma de traición en la que no deseo participar. En la historia, las aguas estancadas, sean las de la costumbre o las del despotismo, no toleran la vida; la vida depende de la agitación promovida por unos pocos individuos excéntricos. Por causa de esta vida, de esta vitalidad, una comunidad debe correr ciertos riesgos, admitir una pizca de herejía. Si quiere vivir, ha de vivir peligrosamente.

A primera vista parecería que países como Alemania, Italia y Rusia satisfacen esta exigencia. Malamente podríamos quejarnos de que haya estancamiento de ellos; y los efectos del estancamiento intelectual demandan algunos años para patentizarse. Los problemas económicos, en esos países, han sido confundidos por el oportunismo político. Pero hay un punto en disputa, y sólo uno, que surge cuando se dejan a un lado todas las consideraciones temporales y tácticas: el que hay entre capitalismo y comunismo. Aun el fascismo, si hemos de creer a sus exponentes teóricos, es socialista, y su meta el control de los medios de producción y distribución para beneficio general de la comunidad, y por ello, la restricción de todas las formas de monopolio y poder individual. La doctrina esencial de todos los partidos reformadores es el comunismo; sólo difieren por la sinceridad con que profesan el ideal, y por los medios de que se valen para llevarlo a la práctica. Algunos encuentran más atrayentes los medios que los fines.

Pero debo explicar qué significa este comunismo esencial, pues poco tiene que ver con los partidos comunistas existentes. En el famoso Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, la teoría del comunismo fue resumida en una frase: abolición de la propiedad privada. Nada hay, se ve en seguida, de ideológico, de místico en tal doctrina. Pero podríamos criticarla por ser meramente negativa en la expresión. Una expresión más positiva de ese propósito sería: suministro de bienes iguales y suficientes para todos, o simplemente abolición de la pobreza. La doctrina es fundamentalmente simple y práctica, y puede dársele sanción económica, si se considera demasiado idealista dársele ética.

La dificultad está en convenir en una definición de los términos y en la aplicación práctica de la teoría. Aquí, creo, es donde nos engañan los políticos. Todos por igual rehúsan hacer un análisis realista de los factores que están en juego. Hablan de capitalismo, pero no distinguen entre capital financiero y capital industrial, entre activos líquidos y activos fijos, entre banco y fábrica. Hablan del proletariado o clase obrera, sin comprender que éstas son sólo tres frases ideológicas vacías. Hay un proletariado en Rusia (o lo había), pero si tenemos alguna imaginación, algún conocimiento acerca de las diferencias entre ambos países, debemos reconocer que el vocablo “proletariado” no tiene aplicación realista para nosotros; para nosotros es un término mítico. En Rusia el proletariado era una realidad social; es posiblemente una realidad en Japón y China y quizás sean legítimas nuestras esperanzas de que en estos países se produzca una revolución comunista conforme al plan ruso. Pero en nuestro país, y en los países industriales adelantados de todo el mundo, el proletariado se vuelve cada vez más insignificante. Constituye los “diez negritos” de nuestro sistema económico: uno por uno eliminados por la deshumanizadora máquina. Parte de él ingresa en las clases técnicas, algunos en la pequeña burguesía, otros en esa clase que va en aumento, los permanentemente desocupados. Un progreso inmenso de la energía e inventos han transformado completamente, desde los tiempos de Marx, la situación económica, hasta tal punto transformada, que, francamente, ya no es necesaria una revolución de la índole que aquel profeta soñaba, y no será jamás deseada por ningún proletariado consciente de este país. Naturalmente, la abolición de la pobreza y el consiguiente establecimiento de una sociedad sin clases, no se realizará sin lucha. Algunos deberán ser despojados de su poder autocrático y de sus beneficios ilegítimos. Pero ahora que el verdadero rumbo del capitalismo se ha patentizado en la paradoja mundial de la “pobreza en medio de la abundancia”, el verdadero mal se ha manifestado; y contra este mal, el monopolio del dinero debe unirse, no a una sola clase, sino a todo el resto de la comunidad.

Ningún hombre en plena posesión de sus facultades puede contemplar con satisfacción los contrastes existentes. Nadie puede comparar la disparidad entre pobres y ricos, entre poder adquisitivo y capacidad productiva, entre plan y realización, entre caos y orden, entre fealdad y belleza, entre todo el pecado y crueldad del sistema imperante y cualquier código decente de existencia social (cristiano, o moral, o científico), nadie puede advertir esas disparidades y permanecer indiferente. Nuestra civilización es un escándalo y hasta que se le rehaga todas nuestras actividades intelectuales son vanas. Como poetas y pintores seremos ineficaces hasta que podamos construir sobre la base de una comunidad unificada. Repito que no sobreentiendo ningún factor místico; simplemente deseo señalar la obvia verdad de que no es posible representar ante un auditorio en medio de un alboroto, por mucha atención que aquél preste.


El problema, a grandes rasgos, es bastante sencillo. Por una parte, tenemos a la humanidad, necesitada para su subsistencia y placer, de cierta cantidad de bienes; por otra, la misma humanidad, equipada con ciertas herramientas, máquinas y fábricas, explotando los recursos naturales de la tierra. Todas las razones nos asisten para creer que con la potencia mecánica moderna y los modernos métodos de producción hay o podría haber suficientes bienes para satisfacer todas las exigencias razonables. Sólo se necesita organizar un sistema eficiente de distribución e intercambio. ¿Por qué no se hace?

La única respuesta es que el ineficaz sistema imperante beneficia a una pequeña minoría que ha acumulado poder suficiente para mantenerlo contra cualquier oposición. Este poder adopta varias formas: dinero, tradición, inercia, control de la información; pero esencialmente consiste en el poder de mantener a los demás en la ignorancia. Si se pudiera sacudir la supersticiosa credulidad de las masas; si pudieran ponerse al descubierto los fantásticos dogmas de los economistas; si el más simple trabajador y campesino pudiera apreciar el problema en toda su sencillez y realidad, el sistema económico actual no duraría un día más. Se necesitaría más de un día para crear un nuevo sistema económico; pero sería mejor comenzar con una revolución, como en España, que atravesar la lenta agonía del llamado “período de transición”. Un período de transición es simplemente un expediente burocrático para posponer lo inevitable.

Lo inevitable es la sociedad sin clases, la sociedad sin burocracia, sin ejercicio, sin ninguna clase o profesión cerradas, sin componentes inútiles. Debe haber una jerarquía del talento, una división del trabajo; pero únicamente dentro del grupo funcional, de la organización colectiva. Si han de recompensarse la responsabilidad y la eficiencia, es delicado problema que queda para le futuro; lo cierto es que no debería recompensarse con dinero de ninguna especie o medios de cambio que puedan investir a un hombre de poder para exigir los servicios de otro fuera de las organizaciones colectivas. Los medios de cambio deberían ser rescatables sólo en bienes, y tener un período limitado de validez. La acumulación de dinero y toda forma de usura deberían considerarse vicios antinaturales, tendencias que deben prevenirse por el psicólogo en la infancia. El único fin del trabajo debería ser el disfrute inmediato; y por tanto no debería subordinarse al goce de la vida, considerarse como un intervalo necesario al ocio del día. Pero esta distinción entre trabajo y ocio nace de nuestra mentalidad sometida a esclavitud; el goce de la vida es la actividad vital, la realización indiferenciada de funciones mentales y manuales: cosas que se crean y cosas que se hacen en respuesta a un impulso o deseo natural.

La frase “sociedad sin clases” sin duda despierta el terror en cualquier persona reflexiva. Despierta inmediatamente la imagen de una mediocridad opaca; sin patrones ni sirvientes, sin Rolls Royces ni sulkies; todo convertido en una escala uniforme de individuos autosuficientes, que viven en casas iguales y viajan en Fords iguales por interminables carreteras iguales. Admito que una sociedad en la que cada individuo tenga el derecho inalienable a un dividendo vital creará, por la abolición de la pobreza, algún problema a los snobs de Mayfair y Kensington, y aun a los de cualquier villa suburbana. Pero aunque, finalmente, los productos del trabajo de la comunidad sean más o menos igualmente distribuidos, el reparto de esta riqueza no producirá la uniformidad de la vida, simplemente porque no existirá uniformidad de deseos. La uniformidad es una pesadilla ininteligente; en una sociedad humana libre no habrá uniformidad. La uniformidad sólo puede ser creada por la tiranía de un régimen totalitario.

La única clase de nivelación que debemos temer realmente es la nivelación intelectual. Pero debemos tener en cuenta, nuevamente, los hechos, es decir, la naturaleza humana. La sociedad que deseo y quiero y planeo es una sociedad de ocio, una sociedad que dé completa oportunidad para la educación y perfeccionamiento espiritual. Para diferenciarse, el espíritu sólo requiere tiempo y espacio. Las peores condiciones de la uniformidad intelectual y la estupidez crean las condiciones de la pobreza y la falta de ocio. El hombre corriente, en nuestro injusto sistema actual, ve detenida su educación antes de que su mente se haya abierto por completo. Desde los catorce años se ve atado a una noria que gira incesantemente; no tiene tiempo ni oportunidad para alimentar sus sentidos huérfanos de desarrollo, se ve precisado a aferrarse a los periódicos y la radio, y por lo tanto a tirar de la noria con más rapidez.

En la sociedad sin clases, todos los individuos tendrán al menos la oportunidad de dilatar su espíritu en ancho y profundidad, y la cultura será una vez más el producto de las circunstancias económicas, como lo fue en la antigua Grecia, en China, en la Europa medieval, y en verdad en todas las grandes épocas de la civilización. Si estas mismas circunstancias conducirán a una vida religiosa intensificada, lo abandono a la meditación de otros; pero presentaré a los interesados en este aspecto del asunto el siguiente dilema: si la religión es un consuelo o compensación a las insuficiencias de este valle de lágrimas (el “romanticismo del pesimismo”, como lo llama Benda), sufrirá detrimento con la abolición de la pobreza; si, por otra parte, la religión es la vida contemplativa, el fruto de la pura meditación, del gozo espiritual, no podrá sino prosperar en una sociedad libre de la pobreza, el orgullo y la envidia.

Capítulo V: La necesidad del anarquismo

Nada se gana disimulando el hecho de que la historia rusa posrevolucionaria ha creado entre los socialistas si no un estado de confesada desilusión, de todos modos cierto grado de secreta perplejidad. Comenzó con los grandes procesos por traición de Moscú; pues cualesquiera fueran los aciertos y errores de los susodichos partidos, quedábamos ante el ineludible problema: o bien los acusados eran culpables, en cuyo caso su traición revelaba una falta de unidad en la Unión Soviética, y hasta una amplia revuelta contra el sistema de Stalin; o bien eran inocentes, en cuyo caso Stalin se alzaba como un siniestro dictador de ningún modo diferente de Hitler o Mussolini. Entre tanto, varias otras tendencias existentes en Rusia, que habíamos perdonado en tanto pudiéramos adscribirlas, al esfuerzo de la producción económica intensiva, se estabilizaron y hasta cierto punto se codificaron en la nueva constitución. A estas tendencias me referiré ahora con más detenimiento. Pero no sólo en Rusia ocurrieron sucesos inquietantes. Hemos sido testigos de acaecimientos muy significativos en España. Vimos allá el estallido de una rebelión fascista contra un gobierno democrático socialista, y la aparición, en defensa de este gobierno, no de cualquier partido marxista definido conforme al modelo ruso, sino de un grupo heterogéneo de partidos de izquierda que no se lanzaban unos al cuello de los otros por el peligro que los amenazaba a todos por igual. Inclusive los federalistas y anarquistas, partidos españoles izquierdistas, se oponían abrumadoramente a un estado totalitario cortado por el molde del ruso. Aun si, en el curso de la imperecedera lucha contra el fascismo, debido a que manejaban la ayuda rusa, llamada democrática, los comunistas hubieran logrado el dominio temporario de la máquina gubernamental, podemos estar seguros de que el fin de la guerra civil habría sido el final de aquella ventaja. Las exigencias de autonomía provincial, de autonomía sindicalista, de abolición de la burocracia y del ejército permanente brotan de los más profundos instintos del pueblo español.

Los diarios de este país y los principales publicistas políticos que los sirven, mostraron en aquel momento escasa comprensión de la situación española. A la sola mención del anarquismo, la prensa burguesa evocaba una figura barbuda tocada con un sombrero de ala ancha y llevando en su bolsillo una bomba de fabricación casera, y es capaz, al parecer, de acreditar a España dos millones de tales melodramáticos personajes. En cuanto a nuestros periodistas socialistas, o bien supusieron que el anarquismo fue enterrado cuando Marx derrotó a Bakunin en el Congreso de La Haya en 1872, y no escribirán ni actuarán conforme a ninguna otra presunción; o bien, sabiendo que en Italia y España el anarquismo nunca ha muerto, han disfrazado el punto en debate, simulando que el anarquismo era simplemente una enfermedad infantil del temperamento latino, que no había que considerar seriamente. Observarán el final de la guerra española con cierta inquietud, porque ¿qué ocurriría si, después de todo, el anarquismo se convirtiera en una potencia en un país europeo? ¿Qué ocurriría si en el occidente de Europa naciera una forma de socialismo que representara una alternativa de la forma de socialismo ya vigente en el oriente? En la actualidad, muchos aceptan el régimen staliniano y la Tercera Internacional porque, cualesquiera sena sus errores y defectos, es el único sistema comunista establecido en el mundo. ¿Qué ocurriría si en España se estableciera otro sistema que proclamara ser una especie más esencial de comunismo?

No podemos anticipar los sucesos, pero sí al menos preparar nuestro espíritu para recibirlos desprejuiciadamente. Mi único objeto ahora es contraponer algunos de los aspectos de transición del comunismo en Rusia a algunas de las aspiraciones del anarquismo en España.

Comencé hablando de un estado general de desilusión o duda entre los socialistas, pero ya he manifestado que mis propios recelos despertaron con el suicidio de Mayakovsky, ocurrido en 1930. Sé que la mayoría de los comunistas, aun aquellos que se proclaman colegas poetas, han explicado este suicidio para su propia satisfacción; en vista de la magnitud del experimento ruso, quizás se esperaba cierto pisoteo sobre los tiernos retoños de la poesía. Pero si se hubiera tratado simplemente de un caso de chapucería, podría haberse contemplado con cierta clemencia. Pronto se observó, sin embargo, que la “liquidación” de poetas como Mayakovsky iba a justificarse en el terreno estético. Se les acusaba de formalismo, individualismo y subjetivismo, y a todos los poetas verdaderamente comunistas se les exigía suscribir una doctrina de realismo, naturalismo y objetividad. Se invocaba el poder político para poner en vigor un programa estético; periodistas contemporizadores como Radek y Bujarin fueron obligados a relacionar este programa estético con el verdadero evangelio del materialismo dialéctico, ejercicio escolástico que ellos llevaron a cabo con minuciosidad medieval.

La caída de Radek y Bujarin no puso fin a la persecución de poetas y artistas. Pasternak, el poeta más importante de Rusia desde la muerte de Mayakovsky, ha sido llevado a prisión, y su actual suerte es incierta; y Shostakovich, uno de los pocos compositores modernos de reputación europea, se halla continuamente en desgracia. No se trata aquí de la complicidad de los artistas en ninguna maniobra política; su único pecado es el “formalismo”, con lo cual se quiere significar su incapacidad para degradar su arte hasta el nivel de la sensibilidad de las masas.

Se objetará que estos incidentes son relativamente pequeños frente a las realizaciones —militares, industriales y educativas— de la Unión Soviética. Pero esto es adoptar un punto de vista miope acerca de lo que significa erigir una civilización y una cultura. Cuando Stalin y sus obras yazgan pisoteados en el polvo por nuevas generaciones humanas, la poesía de Pasternak y la música de Shostakovich seguirán siendo tan reales como en el día en que surgieron en la mente de sus creadores.

Esto debería aclarar suficientemente mi actitud fundamental. No deseo “posar” de político. No soy un ignorante en materia de política económica ni de filosofía política, pero no estoy promoviendo una doctrina política. Carece de todo sentido acusarme de trotzkismo, por ejemplo. Profeso gran admiración por Trotzky como escritor y dialéctico; pero no me tomo el menor interés por sus aspiraciones políticas y sus intrigas, pues no poseo garantías de si un doctrinario como él tendría ventaja sobre un doctrinario como Stalin. Fundamentalmente repudio totalmente el principio de la conducción y la dictadura por el que uno se inclinaba y el otro se inclina.[48]

El principio esencial del anarquismo es el de que la humanidad ha alcanzado una etapa de desarrollo en la cual es posible abolir la antigua relación de ama a servidor (capitalista-proletario) y sustituirla por una relación de cooperación igualitaria. Este principio se funda, no sólo en base ética, sino también económica; no es simplemente un sentimiento de justicia, sino también un sistema de producción económica. El anarquismo ético de Bakunin ha sido completado con el anarquismo económico de los sindicalistas franceses. Puede que existan aún anarquistas éticos de tipo tolstoiano convencidos de que debemos invertir totalmente la dirección de nuestro desenvolvimiento técnico y volver a la artesanía y la mano de obra individual. Pero el anarquista más realista de nuestros días no desea sacrificar el inmenso poder sobre la naturaleza logrado por los modernos métodos de producción. Y en verdad ha comprendido que el mayor perfeccionamiento posible de esos métodos de producción promete el mayor grado de libertad individual que hasta aquí haya conseguido la humanidad.

Marx y Engels representaron siempre al comunismo, en su etapa final, como una asociación libre de cooperadores, exenta del control de cualquier gobierno o burocracia central. Engels dice que el Estado “va agonizando poco a poco” en uno de los pasajes claves en la formulación del marxismo:

“El proletariado se apodera del poder estatal y transforma los medios de producción en propiedad del Estado. Pero al hacerlo se pone fin a sí mismo como proletariado, pone fin a todas las diferencias y antagonismos de clase, pone fin asimismo al Estado en cuanto tal... Tan pronto como no queda ninguna clase social sometida a sujeción; tan pronto como, junto con la dominación de clase y la lucha por la existencia individual fundada en la primitiva ANARQUÍA de la producción, y los choques y excesos nacidos de aquéllas son también abolidos, nada queda que deba ser reprimido, y deja de ser necesaria la fuerza especial represiva, el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta como representante efectivo de toda la sociedad —la confiscación de los medios de producción en nombre de ella— es al mismo tiempo su último acto independiente en cuanto Estado. La ingerencia del poder estatal en las relaciones sociales se hace superflua en una esfera tras otra, hasta que acaba por desaparecer por sí misma. El gobierno sobre las personas es reemplazado por la administración de las cosas y la dirección de los procesos de la producción. El Estado no es “abolido”, sino que va agonizando poco a poco”.

Como si tuviera conciencia de que esta teoría de Engels debía considerarse nada más que como una brillante paradoja, Lenin mismo escribió un tratado especial, El Estado y la Revolución, que concluyó entre las revoluciones de marzo y octubre de 1917, con el expreso fin de justificar a aquél. Verdad que también le interesa aclarar que una revolución es una condición previa y necesaria para esta desaparición gradual del Estado; el proletariado debe apoderarse del poder estatal antes de poder establecer las condiciones para su paulatina disolución. Pero no es éste el punto de discusión. Lo que debemos advertir es la muy explícita afirmación de Lenin sobre la naturaleza no gubernamental de la fase final del comunismo. Digámoslo con sus propias palabras:

“Desde el momento en que todos los miembros de la sociedad, o sólo una abrumadora mayoría, hayan aprendido cómo gobernar ellos mismos el Estado, hayan tomado en sus manos este asunto, hayan “establecido” el control sobre la insignificante minoría capitalista y contra la clase medio con tendencias capitalistas y los trabajadores completamente desmoralizados por el capitalismo, desde ese momento comienza a desaparecer la necesidad de gobierno, cualquiera sea. Cuanto más cabal es la democracia, más próximo se halla el momento en que sea innecesario. Cuanto más democrático el “Estado” compuesto de trabajadores armados, que “ya no es un Estado en el sentido propio de la palabra”, más rápidamente comienza todo Estado a agonizar.

“Mientras el Estado, exista, no habrá libertad; cuando haya libertad, no habrá Estado”.

Habida cuenta de tan explícitas declaraciones, no les es posible a los actuales gobernantes de Rusia hacer otra cosa que anunciar su propia próxima desaparición. Stalin mismo, en su discurso al 16º Congreso de la URSS, manifestó:

“Estamos por la desaparición gradual del Estado... La fórmula marxista consiste en mantener el desarrollo del poder estatal con el fin de preparar las condiciones para la desaparición gradual del Estado”.

¿O hay equivocación en esta declaración? Estamos por la desaparición gradual del Estado... Sí, pero primero debemos desarrollar el Estado hasta dimensiones insólitas a fin de preparar las condiciones para esta desaparición. Como la rana de la fábula, el Estado debe hincharse hasta reventar. Por cierto que desde la revolución de 1917 la máquina estatal ha ido aumentando año tras año en volumen e importancia, y la esperanza de que finalmente desaparezca, que debe de haber reemplazado a la esperanza del Paraíso en el corazón de todos los verdaderos rusos, se hace cada día más remota. Pues en el proceso mismo del desarrollo del poder estatal han nacido nuevas clases que lo usurpan y lo emplean para oprimir sin limitaciones al pueblo.

En Rusia esta dirección decisiva se tomó —no apelando a los primeros principios, ni con abierta conciencia de la significación del hecho— cuando se restableció el pago por pieza. Este paso se justificó, como todas las desviaciones de la verdadera doctrina comunista, en nombre de la necesidad económica. Se hizo evidente que el sistema socialista sólo podía implantarse en Rusia aumentando el índice de la producción industrial. En un estado socialista no es posible elevar el nivel del bienestar individual, por uniformemente que se repartan los bienes comunes, a menos que se aumente el volumen total de la producción.[49] Ahora bien, sea porque la actual maquinaria de producción es en Rusia inadecuada, sea porque la aptitud natural del ruso para la producción es inferior al coeficiente general, el hecho es que la productividad laboral rusa ha sido y se mantiene aún inferior a la de países capitalistas como Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos. Muchas explicaciones se brindan, pero la más significativa y que Stalin no ha dejado de dar, es la de que el hombre no producirá en la medida cabal de sus posibilidades a menos que con ello obtenga alguna ventaja sobre sus semejantes. Este argumento —me permitiré decir que no es más que eso—, si se le acepta, socava la doctrina del comunismo. Pues, ¿qué ocurre, si es verdad, con la más sagrada de todas las fórmulas marxistas: de cada uno conforme a su capacidad, a cada uno conforme a sus necesidades? Esta frase significa, si es que significa algo, que cada miembro de la comunidad trabajará de acuerdo con su voluntad e inclinación individual —su capacidad física y psíquica— y que no se empleará la compulsión para hacerlo trabajar más allá de su capacidad. La necesidad, como manifiesta Lenin, de observar las simples y fundamentales reglas de la convivencia cotidiana, se habrá convertido en un hábito.

¿Tendremos entonces que admitir que en Rusia en particular y en general en el mundo entero debe abandonarse esta sagrada fórmula? ¿Debemos llegar a la humillante conclusión de que sin compulsión los hombres no trabajarán lo suficiente para satisfacer las exigencias de la comunidad? ¿Debemos suponer que con el amplio incremento de los medios y métodos de producción —granjas colectivas, tractores, standardización, racionalización, energía eléctrica—, que con todos estos dones el hombre civilizado no es mejor que el salvaje, que hasta en las inmensidades árticas trabaja conforme a su capacidad y recibe conforme a sus necesidades?

Tal conclusión es imposible. Más bien debemos convenir en que algo anda muy mal en Rusia. La suposición más caritativa es la de que el país se halla aún en una situación tan atrasada en lo económico, que debe recurrir a métodos de explotación de las clases obreras que hasta en los países capitalistas van desapareciendo rápidamente. La dura suposición es la de que se ha introducido tal método de explotación para subvencionar un sistema apenas disimulado de capitalismo estatal, con la burocracia como clase dominante. Trotzky y otros críticos del régimen stalinista ya le han hecho este cargo, y señalan otras pruebas secundarias. Es por cierto difícil, suponiendo otra cosa, justificar medidas tales como la rehabilitación del rublo, las nuevas leyes protectoras de la propiedad privada, la restauración de los títulos y condecoraciones militares, el establecimiento de colegios militares separados y escuelas especiales para los hijos de las clases privilegiadas.

Pero no tengo la intención de pormenorizar los defectos del actual régimen ruso; algunos son transitorios y otros pueden contraponerse a los múltiples beneficios que el comunismo ha proporcionado al pueblo ruso. Pero aun si el sistema funcionara perfectamente, estaría en total contradicción con los principios del anarquismo. Porque en el sistema comunista tal como se ha desarrollado en Rusia, es esencial el concepto de la conducción, concepto que, nótese bien, comparte con el fascismo. Puede ser, naturalmente, que hombres predestinados tales como Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, sean producto de los acontecimientos históricos, que su estatura, por así decirlo, sea agigantada por condiciones económicas especiales. Pero como quiera que fuera, los comunistas tanto como los fascistas jamás dudan de la necesidad, ni siquiera de la conveniencia de tales conductores, y se les exalta como creadores y espíritus dominantes de los movimientos políticos a cuya cabeza marchan.

Freud ha demostrado cuán importante parte desempeña el conductor en la psicología del grupo. “Las misteriosas y coercitivas características de las formaciones de grupo, que se manifiestan en sus sugestivos fenómeno, pueden derivarse del hecho de originarse en la horda primitiva. El cabecilla del grupo es aún el temido padre primitivo; el grupo todavía anhela ser gobernado por la fuerza ilimitada, abriga una intensa pasión por la autoridad; según la frase de Le Bon, siente sed de obediencia”. En cuanto al conductor, “era, en los albores de la historia de la humanidad, el Superhombre que Nietzsche sólo esperaba del futuro. Aún hoy en los miembros de un grupo persiste la necesidad de la ilusión de que son igual y justamente amados por su jefe; pero el jefe no necesita el amor de ningún otro, puede ser de una naturaleza señorial, absolutamente parcialista, pero lleno de confianza en sí mismo e independiente”.[50]

Yo definiría al anarquista como el hombre que, en su virilidad, osa resistir la autoridad del padre; que ya no se satisface siendo gobernado por una ciega e inconsciente identificación del jefe y el padre y por los instintos inhibidos, que son lo único que posibilita tal identificación. Freud, que en este respecto no hace más que adoptar las ideas de Otto Rank, ve el origen del mito heroico en ese anhelo de independencia. “Fue entonces, quizás, cuando algún individuo, por imperio de su anhelo, puede haberse sentido movido a liberarse del grupo y tomar el papel del padre. El que esto hizo fue el primer poeta épico; y el paso lo dio en su imaginación. Este poeta encubrió la verdad con mentiras acordes con sus anhelos. Él inventó el mito heroico. El héroe fue un hombre que dio muerte al padre, el padre que todavía aparecía en el mito como un monstruo totémico. Así como el padre había sido el primer ideal del hijo, en el héroe que aspira al lugar del padre el poeta creó el primer ego ideal”. Pero el paso siguiente que ahora da el anarquista es el de pasar del mito y la imaginación a la realidad y la acción. Ha llegado a la mayoría de edad; reniega del padre; vive de acuerdo con su ideal de ego: ha adquirido conciencia de su individualidad.

Lo distantes que se hallan los comunistas de dar este paso adelante en el desenvolvimiento humano lo revelan, no sólo los acontecimientos históricos en Rusia, sino también sus teorías y declaraciones. No es preciso repetir las numerosas exaltaciones de la conducción que aparecen con monótona regularidad en la prensa comunista; pero es interesante advertir la deliberada adopción de este principio por un comunista que al mismo tiempo es psicoanalista; me refiero a Mr. R. Osborn y su libro Marx and Freud. Mr. Osborn expone la teoría freudiana de la conducción y luego, sin poner en duda una sola vez la necesidad del grupo en particular que exige un conductor, supone que esta necesidad es universal y que el Partido Comunista haría muy bien en adoptar una estrategia fundada en la comprensión de este hecho.”La primera necesidad —dice— parecería ser la de cristalizar la conducción en la forma de un conductor, alguien a quien pueda llamarse así y que despierte las actitudes emocionales requeridas. En otras palabras, debemos idealizar, para las masas, algún individuo a quien acudirán en procura de apoyo, a quien amarán y obedecerán”. Presenta a Lenin y a Stalin como admirables ejemplos de tales individuos y concluye que “es una medida psicológicamente sana mantener a tales seres ante los ojos de las masas como incentivo y guía para la superación de las dificultades en el camino del progreso social”. Declara que el problema debe manipularse “con la manera consciente que utiliza todo cuanto la psicología moderna ofrece acerca de las características subjetivas en juego... Si Hitler y Mussolini, por una publicidad deliberada y métodos de propaganda, pueden presentarse como salvadores del pueblo, también pueden hacerlo los jefes comunistas”.

No comentaré la actitud ligeramente desdeñosa hacia las “masas” que encierra esta táctica. La dictadura del proletariado es una cosa, una frase bien sonante que evoca un cuadro de individuos políticamente conscientes que actúan racional y objetivamente; pero ¿qué tiene en común con este otro cuadro de una horda muda que adora y obedece ciegamente a un equivalente moderno y científicamente aderezado del tirano primitivo? Seguramente es tocar los abismos de la desesperanza política concluir que no hay escapatoria posible de este molde psíquico peculiar. Sabemos que la masa del pueblo está psíquicamente dispuesta a aceptar un conductor o dictador. Somos todos niños que deseamos poner nuestro destino en las manos de un padre, y descubrimos demasiado tarde que este padre es tiránico. Si nos rebelamos, ¿lo haremos simplemente con el propósito de poner otro padre en lugar de destruirlo? ¿No es, más bien, tiempo de que maduremos, de que nos volvamos individualmente conscientes de nuestra virilidad, de que hagamos valer nuestra mutua independencia?

Si pasamos ahora del pueblo al conductor, nos vemos forzados a reconocer el hecho complementario de que el poder corrompe. No importa que en un comienzo el conductor fuera un hombre animado de buenas intenciones, como Stalin o Mussolini, o un vulgar demagogo como Hitler; sólo un raro superhombre, como pudo haberlo sido Lenin, tan esencialmente humilde por naturaleza, es incorruptible. No es necesario extenderse respecto de esta verdad; es un lugar común de la historia y ha sido incorporado a las enseñanzas éticas de todas las grandes religiones.

En la mitología griega esta corrupción de los tiranos se consideraba como una especie particular de pecado (hybris), y sobre ella recaía inevitablemente el condigno castigo.

El miedo obsesivo del padre, que es la base psíquica de la tiranía, constituye al mismo tiempo la debilidad de que el tirano se aprovecha. Todos conocemos el espectáculo del matón aguijoneado a sádicos excesos por la docilidad misma de la víctima. El tirano o dictador procede exactamente en la misma forma. No es psíquicamente creíble que pudiera actuar de otra manera. La única alternativa al principio de la conducción es el de la cooperación o ayuda mutua; no ya la relación de padre a hijo que ha persistido desde los mismos tiempos primitivos, sino la relación de fraternidad; en términos políticos, la libre asociación de productores trabajando para el bien común. Esta es la doctrina esencial del anarquismo, y lejos de haber sido desacreditada por la economía marxista o los progresos de la Unión Soviética, ha recibido dondequiera abrumadora confirmación en los sucesos de los últimos veinte años, hasta el punto de que podemos proclamar hoy que la realización de este principio de fraternidad es la única esperanza de la civilización.

No sostengo que debemos volver a Bakunin, en cuyos escritos se explayan nobles sentimientos y cuya vida fue inmensamente heroica; pero no tiene mensaje práctico para la época. Kropotkin, figura igualmente noble y heroica, es más práctico, pero sus planes han sido también superados por el inmenso progreso de los métodos modernos de producción. Desde los tiempos de Kropotkin el anarquismo ha avanzado hasta acondicionarse a las circunstancias modernas, y en cuanto sistema práctico se le conoce como sindicalismo; donde el anarquismo llega a ser una fuerza política de consideración, como en España, se halla combinado con el sindicalismo. El vocablo anarcosindicalismo es inadecuado, pero define el tipo de doctrina anarquista de nuestros días.

El estallido de huelgas “no oficiales”, contra la autoridad de los gremios y contra el Estado como empleador, es ahora una característica de nuestro tiempo. Tales sucesos tienen carácter descentralizador —son revueltas contra la centralización y el control burocrático— y como tales esencialmente anarquistas, pues el anarquista se opone no solamente a la tiranía personal de un conductor como Stalin, sino aún más a la impersonal tiranía de la máquina burocrática.

¿Qué tiene de malo la burocracia? En las vastas y extremadamente complejas condiciones de la civilización moderna, ¿no es la burocracia necesaria sencillamente para mantener la unidad de esa civilización, para regular las relaciones, administrar justicia y otras funciones similares?

En la actualidad, naturalmente, en una sociedad de ricos y pobres nada es más necesario. Si es preciso proteger una injusta distribución de los bienes, un sistema de contribuciones y especulación, un sistema monetario monopolista; si hay que prevenir las reclamaciones de otros países contra las propias conquistas territoriales mal habidas, contra los propios mercados cerrados, contra las propias rutas comerciales; si como consecuencia de esas desigualdades económicas hay que mantener la pompa y el protocolo, las jerarquías y los órdenes, entonces se necesita una burocracia.

Tal burocracia se compone de las fuerzas armadas, las policiales y el servicio civil. Éstos son cuerpos ampliamente autónomos, teóricamente subordinados a un Parlamento democráticamente elegido; pero el ejército, la marina y la aeronáutica se hallan bajo el dominio de oficiales especialmente adiestrados que desde la escuela en adelante se forman en una estrecha tradición de casta, y que siempre, al tratar con el Parlamento, pueden dominarlo por su conocimiento técnico superior, el secreto profesional y el bluff estratégico. En cuanto a la burocracia propiamente dicha, el servicio civil, cualquiera que tenga alguna experiencia acerca de su funcionamiento interno sabe hasta qué punto domina al Gabinete, y mediante el Gabinete, al Parlamento. Estamos en realidad gobernados por su oscuro gabinete secreto, impuesto por las cabezas del Tesoro, de Relaciones Exteriores, del Interior, de los Departamentos del Servicio y el Secretario Permanente del Gabinete. Por debajo de este selecto club de ex wykehamists[51] tenemos un cuerpo de esclavos voluntarios y eficientes, con aspecto de insectos, con sus pantalones rayados, sus chaquetas negras, sus cuellos altos y su corbata de lazo. Todos esos meritorios servidores del Estado se hallan completamente ajenos a todo contacto con la vida normal de la nación; ignoran los métodos y condiciones de la producción industrial, no tienen conciencia de la rutina y atmósfera de la vida proletaria, ni de ningún aspecto real de la vida.

Cada país tiene la burocracia que se merece. La nuestra, educada en la escuela pública y la universidad, es diligente, falta de imaginación, insensible, estúpida y honrada. En otros países no tiene tradiciones tan caballerescas; es perezosa, vil y corrompida, una burocracia nada tiene que ver con el pueblo; es un cuerpo parásito, y se mantiene por medio de las contribuciones y la exacción. Una vez establecida (como lo ha estado durante medio siglo en Inglaterra y lo está nuevamente en Rusia), hará todo lo posible por consolidar su posición y mantener su poder. Aun si se anulan todas las demás clases y distinciones y se conserva la burocracia, se está todavía lejos de la sociedad sin clases, pues aquélla es el núcleo de una clase cuyos intereses son totalmente contrarios al pueblo al que se presume sirve.

Como ejemplo del poder y egoísta interés de la burocracia, considérese el destino de la Liga de las Naciones. Es corriente suponer que la Liga fracasó primero a causa del Japón y luego de Italia, y que Francia e Inglaterra rehusaron imponer su autoridad en esas ocasiones de prueba porque no se encontraban suficientemente armadas para la lucha. Tal puede haber sido la catástrofe verdadera, pero el terreno había ido siendo minado lentamente. La Liga de las Naciones fue destruida por una Liga rival, la de los diplomáticos. Los embajadores y secretarios de todo el mundo vieron en la Liga de las Naciones una organización rival, que la perfeccionarse reduciría sus cargos a oficinas postales y reemplazaría sus diversas jurisdicciones por una autoridad central única. De este modo, en cada ocasión que pudieron, los funcionarios permanentes de cada ministerio de relaciones exteriores europeos hicieron cuanto estuvo en su poder para frustrar las actividades de la Liga. ¡Y tuvieron un enorme éxito!

Debemos preguntarnos, entonces, ¿cómo puede abolirse la burocracia en una sociedad comunista? Si no podemos responder esta pregunta, debemos admitir que nuestro ideal de sociedad sin clases jamás se verá realizado.

El sindicalista —el anarquista en su actividad práctica más bien que teorética— propone liquidar primero la burocracia por una entrega federal. Con ello destruye el concepto idealista del Estado, esa entidad nacionalista y agresiva que casi ha arruinado la civilización occidental. Después destruye el monopolio monetario y la supersticiosa estructura del patrón oro, y lo sustituye por un medio de cambio basado en la capacidad productiva del país: tantas unidades de cambio por tantas unidades de producción. Entrega luego a los sindicatos todas las demás funciones administrativas: la fijación de precios, el transporte, el cuidado de la salud y la educación. ¡De este modo el Estado comienza a agonizar! Verdad es que subsistirán problemas locales que afecten los intereses inmediatos de los individuos, problemas de sanidad, por ejemplo; los sindicatos elegirán un consejo local para que los trate, compuesto por trabajadores. En un plano superior habrá problemas de cooperación e intercambio entre los diversos sindicatos productores y distribuidores, los cuales serán considerados por un consejo central de delegados, pero éstos siempre serán trabajadores. Hasta que el anarquismo se instaure por completo, habrá problemas de política exterior y defensa, que serán tratados por delegados obreros también, pero no por funcionarios profesionales, ni burócratas, ni políticos, ni dictadores. En todos lados habrá células de obreros que trabajarán conforme a su capacidad y recibirán conforme a sus necesidades.

Comprendo que nada hay de original en este esbozo de una comunidad anarquista; posee todos los elementos del comunismo esencial que imaginaron Marx y Engels; y tiene mucho en común con el socialismo de las guildas y el socialismo cristiano. No importa mucho el nombre que demos a nuestro ideal fundamental. Yo lo llamo anarquismo porque esta palabra pone de relieve, como ninguna otra, la doctrina medular: la abolición del Estado y la creación de una comunidad cooperativa. Pero contra todas estas formas de socialismo, desafiando la posibilidad de su ideal esencial, se alza el grito de que jamás podrá establecerse a causa de la natural depravación humana. Aun si pudiera establecerse una comunidad sin gobierno, se dice, alguna tribu o nación rapaz caería sobre ella y se la anexaría.

A esta objeción debemos replicar que el anarquismo implica naturalmente pacifismo. Por ello propondría evitar por el momento este debate. No eludo la cuestión, sino que la trataré con más extensión en el próximo capítulo.

Las objeciones que suscita el estado socialista (el cual se denomina a sí mismo comunista) se fundan en razones de practicabilidad. La vida moderna, arguyen, se ha complicado hasta tal punto, que no puede simplificarse sin ocasionar gran sufrimiento y una caótica desorganización. Aparte de que no puede concebirse desorganización o sufrimiento mayores que los provocados por la colectivización de la agricultura en Rusia, la respuesta a este cargo debe ser la de que, precisamente, es el cargo esgrimido contra todo intento de reforma del sistema social. Cuando los comunistas objetan a los anarquistas acerca de la impracticabilidad, irrealidad, idealismo, etc., repiten simplemente, con un intervalo de treinta o cuarenta años, los argumentos empleados contra ellos por los reaccionarios del pasado.

Lo que importa en política —lo que importa en historia— es la claridad de visión, la fuerza de la razón. Nada, en el lento curso de la civilización, se ha conquistado nunca por otros medios. Un hombre se ha puesto a contemplar la existencia; ha discernido sus elementos clara y distintamente; ha comprendido de qué modo esos elementos pueden reordenarse para lograr un mejor efecto, para un mayor bienestar. De esta manera —completamente realista— ha nacido una visión, y el hombre que la ha tenido la ha presentado a sus amigos y vecinos, que se han inspirado entonces en ella. Y así se ha formado un grupo, una secta, se ha despertado el entusiasmo, y la visión se ha realizado a su debido tiempo. Este es el único modo como se produce el progreso, el único modo como se construye una civilización. Cuando ya no existen hombres que tienen tales visiones, el progreso cesa y la civilización decae. Tal es la ley esencial de la historia, de la cual la teoría del materialismo dialéctico no es más que un corolario.

Se comprenderá que nada en esta concepción del anarquismo impide el surgimiento de una aristocracia del intelecto. El anarquismo no es en este respecto una doctrina igualitaria, como tampoco lo es el comunismo. La diferencia reside en que el anarquismo no otorgará poderes especiales a tal élite. El poder corrompe hasta el intelecto, y la aristocracia más el poder no es ya una aristocracia, sino una oligarquía. El vidente, el visionario, el poeta serán respetados y honrados como nunca hasta entonces lo fueron en la historia de la humanidad; pero se evitará la pavorosa confusión entre hombre de imaginación y hombre de acción. La imaginación hace a un hombre incapaz de determinada acción; determinada acción inhibe a la imaginación; tal es la dialéctica de la personalidad humana.

El anarquismo es un ideal racional, común a Marx, Bakunin y Lenin. Este ideal se ha perdido de vista en el socialismo colectivo de la Rusia contemporánea, por lo que se hace necesario reiterarlo bajo su nombre más inflexible. El socialismo es dinámico; es un movimiento de la sociedad es una dirección definida y esta dirección es lo que más importa. En nuestra concepción del socialismo, ¿avanzamos hacia la centralización, la concentración, la despersonalización, o hacia la individualización, la independencia y la libertad? Me parece que no cabe duda sobre cuál es la dirección más conveniente; y temo que en este momento estemos marchando en todo el mundo en la dirección equivocada.

Se ha dicho a menudo, por los defensores del fascismo y el estado totalitario, que la democracia ha fracasado porque el electorado se ha mostrado indigno de la responsabilidad que este sistema de gobierno le confiere. En épocas de elección actúa ya llevado por la ignorancia y el capricho, ya hasta rehúsa en absoluto actuar. Esta observación se basa en ciertos hechos reales, pero la deducción es errónea. En el transcurso de mi vida he advertido un gran debilitamiento de la conciencia política. La política no ocupa el espacio que acostumbraba en la prensa, y la actividad parlamentaria no se sigue con interés. En su mayoría, pese a que su suerte puede depender del resultado de su voto, los electores se muestran aburridos y apáticos. Aun con el funcionamiento de toda la maquinaria de las organizaciones partidarias, las campañas de publicidad, las recorridas de puerta en puerta solicitando votos, los mítines al aire libre, etc., es difícil atraer a las urnas a más del 50 por ciento del electorado. Sin estos estímulos artificiales, es dudoso que más de un 30 por ciento ejerciera el derecho de votar.

La razón de esta apatía no es estrictamente política. Quizás se trate de un caso en que la democracia carece de eficacia, pero no puede culparse a un vehículo por no avanzar si se le ha recargado. La degeneración de la conciencia política en los estados democráticos modernos no es una degeneración moral; se debe al proceso de centralización y colectivización que se está produciendo independientemente y a despecho del sistema político particular de que se supone disfrutamos. Hubo un tiempo en que la relación entre el ciudadano y su representante en el Parlamento era directa y humana; en que la relación entre el parlamento y el gobierno era directa y humana; pero todo eso ha pasado. Hemos sido víctimas de un proceso de deshumanización de nuestra vida política. Los partidos se han convertido en obedientes regimientos de mercenarios; los delegados han sido reemplazados por comisiones; el funcionario pagado, el burócrata omnipresente se interponen entre el ciudadano y su parlamento. La mayoría de los departamentos de la vida nacional son controlados por vastas y eficientes máquinas burocráticas que continuarán funcionando en gran medida en toda independencia, es decir, con prescindencia del control político.

El derecho político universal ha sido un fracaso, debemos confesarlo. Sólo una minoría del pueblo es políticamente consciente, y en cuanto al resto, una prensa inescrupulosa explota su ignorancia y apatía. Pero no confundamos el derecho político universal, que es un sistema electivo, con la democracia, que constituye un principio de organización social. El derecho político universal no es más esencial a la democracia que el derecho divino a la monarquía. Es un mito, una delegación de poder completamente ilusoria. Justicia, igualdad y libertad son los verdaderos principios de la democracia y es posible —como lo han demostrado ampliamente los acaecimientos de Italia y Alemania— que el derecho político universal no pueda en ningún sentido garantizar estos principios, y sí, en realidad, imponer la ficción del consentimiento donde no exista verdadera libertad de elección.

Quien vaya a una aldea y proponga introducir la energía eléctrica; o en una ciudad el ensanche de una calle; o aumente el precio del pan o reduzca las horas de autorización de los despachos de bebidas, toca los intereses inmediatos del ciudadano. Propóngase estos problemas al votante, y correrá a las urnas sin ninguna coacción ni propaganda.

En resumen, la política real es la política local. Si podemos hacer política local, la haremos real. Por esta razón, el voto universal debería restringirse a la unidad local de gobierno, y este gobierno local debería controlar todos los intereses inmediatos del ciudadano. En caso de que así no fuera, debería controlarlos la rama local del sindicato o soviet al cual perteneciera el ciudadano. Sus intereses mediatos —problemas de cooperación, intercomunicaciones y relaciones exteriores— deberían ser tratados por consejos de delegados elegidos por los consejos locales y los sindicatos. Únicamente de esta manera tendremos alguna vez una democracia de articulación vital y fuerza eficiente.

Es importante, sin embargo, establecer un requisito sin el cual cualquier sistema democrático fracasará. Todo delegado deberá ser siempre ad hoc. Una vez que un delegado se separe de su función productiva natural, una vez que se convierta en un delegado profesional, surgirán nuevamente los antiguos trastornos. Ha nacido el parásito burocrático; interviene el aciago principio de la conducción; la codicia de poder comienza a corroer a las personas elegidas; la soberanía las consume.

El político profesional es una figura anómala, y algún día deberá sometérsele a un análisis crítico acabado. Otra cosa es el economista profesional; éste es un experto en un ramo del saber y deberá estar capacitado para llenar una necesidad específica de la comunidad. El hombre de la localidad que goza la reputación —terrateniente o industrial activo que admite ser elegido para el parlamento por un sentido de responsabilidad y deber— es también justificable. Pero existe ese otro tipo de político que no posee tal condición funcional: el hombre que adopta deliberadamente la política como una carrera. Incidentalmente puede ser abogado, secretario de un gremio o periodista; pero se ocupa de política por lo que puede obtener de ella. Su propósito es escalar posiciones y llegar al poder, y lo impulsan la ambición personal y la megalomanía. Debido a las preocupaciones de las demás especies de representantes parlamentarios, este profesional político tiene demasiadas probabilidades de éxito. Él en particular entraña un peligro en la sociedad socialista, porque con que la desaparición del hombre desinteresado, amante del ocio, llega a ser el tipo predominante de político. Incontrolado por parte de los tipos rivales, monopoliza todas las posiciones del poder y luego, embriagado con el ejercicio de este poder, se vuelve contra los rivales de su propia categoría, extermina brutalmente a los que amenazan suplantarlo y somete a estricta obediencia a todos los que prometen ponerse a su servicio. Tal es el proceso por el cual los dictadores surgen y se establecen; tal el procedimiento por el que se establecieron Mussolini, Stalin y Hitler. Es un proceso que el estado social democrático fomenta inconsciente e inevitablemente. La única salvaguardia contra él se halla en la eliminación del político profesional como tal y el retorno a una base funcional de representación. En una sociedad comunista debe establecerse el axioma de que el poder nunca ha de delegarse en un individuo en cuanto tal, para que la ejerza arbitrariamente. El poder debería ser una abstracción, una gracia conferida a un cargo, ejercido impersonalmente. Un delegado o representante elegido nunca debería confundir su autoridad con su individualidad; tal es la antigua distinción que la Iglesia hizo entre la divina gracia y el vaso humano.

En general sugeriría yo que, en muchos aspectos, el socialismo parlamentario, que es la expresión final de una doctrina subjetiva e individualista del poder que comenzó su curso fatal en el Renacimiento, debe retornar a los conceptos de gracia, libertad y función que se ciñen más a la filosofía escolástica cristiana que a la moderna. Siempre me he inclinado a ver en el comunismo una reafirmación de ciertas doctrinas metafísicas que Europa poseía en la Edad Media y perdió luego en la creciente marea del humanismo, el liberalismo y el idealismo. No creo que podamos volver a las fórmulas religiosas medievales, y por ello no creo que pueda salvarnos un resurgimiento del catolicismo; en la teoría anarquista la Iglesia organizada constituye, tanto como el Estado, un anatema. Pero es perentorio que admitamos una vez más el universalismo de la verdad y sometamos nuestra vida a la norma de la razón. Este universalismo y esta razón, como sostienen los filósofos católicos, son aspectos del realismo.[52] Sólo puede haber una clase de verdad, pues sólo existe la realidad singular de nuestra experiencia, y arribamos a la verdadera naturaleza de esta experiencia por el proceso de razonamiento. Los comunistas hablan de materialismo dialéctico; pero sería mejor decir realismo dialéctico. La negación del idealismo de Hegel es el realismo; el realismo de Aristóteles, de Alberto y de Aquino; el realismo de la ciencia moderna, que hace hincapié en la universalidad de la ley y el plan.

Cuando seguimos a la razón, en el sentido medieval, escuchamos la voz de Dios; descubrimos el orden divino, que es el reino de los cielos. Por lo demás sólo existen los prejuicios subjetivos de los individuos, y estos prejuicios hinchados hasta alcanzar las dimensiones del nacionalismo, el misticismo, la megalomanía y el fascismo. Por encima de todas esas enfermedades del espíritu se alza un racionalismo realista que establece un orden universal del pensamiento, que es un orden necesario del pensamiento porque es el orden del mundo real; y a causa de ser necesario y real, no es impuesto por el hombre, sino natural, y cada hombre al descubrir este orden descubre su libertad.

El anarquismo moderno es una refirmación de esta libertad natural, de esta comunión directa con la verdad universal. El anarquismo rechaza el sistema de gobierno creado por el hombre, que es instrumento de la tiranía individual y de clase; busca recobrar el sistema de la naturaleza, del hombre que vive de conformidad con la universal verdad de la realidad. Niega la norma de los reyes y las castas, las Iglesias y los parlamentos, para afirmar la regla de la razón, que es la regla de Dios.

La regla de la razón —vivir conforme a las leyes naturales— es también la liberación de la imaginación. Tenemos dos posibilidades: descubrir la verdad y crear la belleza. Cometemos un profundo error si confundimos estas dos actividades, tratando de descubrir la belleza y crear la verdad. Si intentamos crear la verdad, podremos conseguirlo únicamente imponiendo a nuestros semejantes un sistema arbitrario e idealista que no tiene relación con la realidad; y si intentamos descubrir la belleza, la buscamos donde no puede hallarse, en la razón, la lógica, la experiencia. La verdad se halla en la realidad, en el mundo visible y tangible de la sensación; la belleza se encuentra en la irrealidad, en el mundo sutil e inconsciente de la imaginación. Si confundimos estos dos mundos de la realidad y la imaginación, alimentamos no sólo el orgullo nacional y el fanatismo religioso, sino igualmente filosofías falsas y el arte muerto de las academias. Debemos someter el espíritu a la verdad universal, pero nuestra imaginación se halla libre para soñar; es tan libre como el sueño; es el sueño.

Contrapeso el anarquismo con el surrealismo, la razón con el romanticismo, el entendimiento con la imaginación, la función con la libertad. Felicidad, paz, contento, son todos uno y se deben a la perfección de este equilibrio.

Podemos hablar de estas cosas con términos dialécticos —términos de contradicción, negación y síntesis—; el significado es el mismo. La infelicidad del mundo la ocasionan los hombres que se inclinan tanto en una dirección que trastornan este equilibrio, destruyen esta síntesis. La delicadeza y sutileza mismas del equilibrio son su esencia; pues el gozo sólo se ha prometido a aquellos que luchan por lograrlo, y que, habiéndolo logrado, lo mantienen en un exquisito equilibrio.

Capítulo VI: El requisito previo de la paz

El criterio con que abordo este problema debe ser, una vez más, personal. Puede que haya una cuestión ética abstracta y que la solución tienda inequívocamente a favor de la paz universal. Puede que haya una cuestión biológica concreta y que la solución tienda inequívocamente a favor de las guerras periódicas. Dudo mucho que todas las respuestas a todas las cuestiones que pueden plantearse a este respecto, sean unánimes. No sólo se encierra aquí un conflicto de valores, sino además una desesperanzada confusión de móviles. Algunas de las personas más agresivas y egotistas que conozco son pacifistas activas; algunos de los hombres más apacibles y sensibles que haya conocido, eran soldados profesionales. Ellos también odiaban la guerra; pero la aceptaban.

Yo no acepto la guerra. La considero un ultraje a la vida de la razón; cruel, insensata, sus efectos son completamente aciagos. De sus consecuencias económicas y sociales no me propongo hablar; seguramente es palpable para todos cuantos hayan vivido en la época de posguerra, que han sido desastrosas. Creo recordar que Mr. Douglas Jerrold, uno de nuestros más hábiles apologistas bélicos, sostuvo cierta vez que la primera gran contienda mundial había valido la pena pues logró la occidentalización de Turquía; pero a la mayoría de nosotros se nos hace duro creer que la abolición del harén y el fez mereciera el sacrificio de doce millones de vidas.

A mi juicio, los argumentos más persuasivos en favor de la guerra no son en modo alguno lógicos, sino que radican en ciertos oscuros móviles psicológicos. No quiero decir que los argumentos sean convincentes en virtud de su oscuridad (no se trata de un estado desconocido de la cuestión); lo que quiero decir es que ciertas racionalizaciones de la guerra perduran porque son la expresión de una energía emocional que de otro modo debería ser reprimida. Cuando estas racionalizaciones toman una forma definida y elaborada, el proceso de sublimación es bastante obvio para cualquiera que posea preparación psicológica. Pero mayor dificultad entraña explicar una actitud bastante más general hacia la guerra y la paz, que no es oposición activa o defensa, sino incertidumbre o apatía. Habrá doscientos mil pacifistas; militaristas activos existen algunos centenares; pero la masa del pueblo es morbosamente indiferente a la suerte que la amenaza, y así permanece en medio de una misma guerra.

Mi propio caso, de duda más bien que de apatía, es quizás bastante típico. Pertenezco a la generación que combatió en la guerra de 1914-18 y abominé de ella desde el minuto mismo en que se desencadenó hasta su fin. Cuando estalló, permanecí completamente inmutable ante el general entusiasmo por la cauda de los aliados, y en ningún caso pude exaltarme con la contienda. Me parecía sólo una detención insensata de la gran lucha por la justicia social. Me anonadaba que mi pensamiento fuera apartado de los que yo consideraba problemas reales de la vida, y ardí de furia impotente al hallarme con que todo mi tiempo y mis actividades corporales se hallaban envueltos en aquella locura. Pero como le aconteció a la mayoría en 1914 (pues yo había leído La gran ilusión) no creía que la guerra pudiera durar muchas semanas, y tras un lapso de adiestramiento y de campamento, confié en poder volver a mis libros.

La guerra, empero, no concluyó tan pronto. Continuó, y yo con ella. Se me dio un despacho y me destinaron a un batallón de infantería; a su debido tiempo fui a Francia y tuve la experiencia usual para un oficial de infantería en el frente. No ocultaré el hecho de que esta experiencia me enriqueció en algunos aspectos. Descubrí que poseía tanta valentía y resistencia como la mayoría de los hombres, y éste era un valioso descubrimiento. Pero por otra parte fue una experiencia de irresistible horror, y al dejar el ejército, en 1919, era como nunca un pacifista convencido, un pacifista que podía hablar de los horrores de la guerra con la autoridad de la experiencia.

¿Qué había que hacer? como escribir iba a ser la ocupación de mi vida, comprendí que debía ante todo escribir sobre aquella experiencia, decir acerca de ella la verdad con serenidad y objetividad. Pero descubrí, con gran sorpresa, que nadie deseaba saber la verdad sobre la guerra. La gente estaba hastiada del asunto y deseaba encontrar un refugio espiritual en las actividades de tiempo de paz, o bien quería exaltar nuestra así llamada victoria. Publiqué, de mi propio peculio, algunos poemas realistas bajo el título de Naked Warriors, pero aunque fueron bien recibidos por la crítica, no se vendieron más de 300 o 400 ejemplares. Compuse luego un relato de la retirada de marzo de 1918 y aunque (o quizás por eso mismo) lo hice con la mayor objetividad posible y completamente exento de propaganda de cualquier clase, no encontré editor; no apareció hasta cinco años más tarde. Todo esto era muy desalentador, y aunque ya había escrito una o dos descripciones más episodios de guerra, comprendí que este método no era eficaz y que, en suma, cuanto más efectivamente se representaba la guerra como literatura, más atractiva se le hacía. Es evidente que sus horrores fascinan a la gente (hasta a las mujeres), y a veces parece que si se desea prevenirla, es mejor proceder como si jamás hubiera existido.

La confianza en sí mismo, que es uno de los valores positivos logrados por la personalidad en la guerra, puede posiblemente obtenerse en el curso de una vida activa en tiempo de paz, pero no creo que tan rápidamente como en la guerra. Ni por un instante sostengo la idea de que vale la pena el sacrificio de la vida exigido por la guerra moderna. Pero los efectos de ella en el individuo son más profundos. Yo sólo puedo señalar algunas de las más oscuras manifestaciones de su influencia. Por ejemplo, aguzó mi sensibilidad de tal manera, que sé instintivamente quiénes, entre aquellos con los que trabo relación, son cobardes; no simplemente quiénes fueron cobardes en la guerra, sino quiénes lo serían en cualquier situación de peligro. No es éste un muy confortante conocimiento acerca de los semejantes, y por cierto no fortalece la propia complacencia social, pues en la actual distribución económica es verdad que a menudo el cobarde se alza a las posiciones de autoridad y poder. Pero es razonable creer que a la larga la valentía se añade a la suma total de la felicidad humana, y si la guerra afina nuestra sensibilidad hacia este elemento de la vida, nace en nosotros el deseo de cultivarlo.

Esta peculiar sensibilidad no puede desenvolverse sino en las condiciones de un prolongado peligro común. Puede haber en tiempo de paz ocasiones, como una catástrofe en una mina de carbón, que despierten estas cualidades; pero sólo afectan a una pequeña minoría de la población. No estoy seguro de que esto mismo no sea cierto respecto de otra cualidad que la guerra intensifica en grado notable: la camaradería. Los pacifistas mismos tienen tal conciencia del desarrollo de esta virtud durante la guerra, que proponen el establecimiento de toda clase de actividades de grupo para inculcarla en las condiciones de la paz; sin embargo, tienden en cierta medida a imitar la organización y adiestramiento de la máquina militar.[53]

La camaradería es un sentimiento de grupo, y aparte de sus asociaciones sentimentales, podemos suponer que su valor, como la valentía, es de naturaleza biológica. Es el leve ademán de defensa del hombre frente al frío confort del mundo material. Pero cualquiera sea el número de estas virtudes biológicas que podamos descubrir durante la guerra, su valor se mide, evidentemente, en proporción al mal que ocasionan las mismas circunstancias. Toda la valentía y toda la camaradería nos serán de poco provecho si en definitiva nuestros valientes son exterminados y nuestra civilización destruida. Debemos preguntarnos si las virtudes que emergen de la guerra moderna son biológicamente más valiosas que los vicios correspondientes. “Es extraño pensar que la guerra —escribió Shaftesbury en sus Characteristics—, que entre todas las cosas aparece como la más salvaje, sea la pasión de los espíritus más heroicos. Pero es en la guerra cuando más estrechamente se anuda el vínculo de la camaradería; es en la guerra cuando más se presta ayuda mutua, más se corre el peligro común y más se ejercita la común afección. Porque el heroísmo y la filantropía son casi una y la misma cosa. Sin embargo, por una pequeña desviación de la afección, el amante de la humanidad se convierte en saqueador; el héroe y libertador en opresor y destructor”.

La investigación revelará que la razón biológica de la guerra descansa en cierta apoteosis de la “Vida” o la “Naturaleza” que no tiene sanción razonable. Es un gran error en filosofía (a mi modo de ver) adscribir existencia independiente y prevaleciente autoridad a las creaciones de la mente o la imaginación. El proceso de la evolución, hasta el grado en que los hombres de ciencia han podido reconstruirlo, parece no haber sido en modo alguno cierto y determinado en su curso; y aunque por la adquisición de la conciencia la raza humana ha podido alimentar la ilusión de lograr el dominio de su destino, el asunto mismo que estamos discutiendo muestra cuán ineficaz ha sido ese dominio. El único propósito cierto de la vida es el proceso de vivir; sólo la sensibilidad individual comprende este proceso; y puesto que la guerra destruye la vida individual, parecería ser biológicamente indefendible, salvo cuando el único medio de conservar una vida sea quitar la vida a otro. Pero aunque las causas económicas de la guerra son bien evidentes, pocos de sus panegiristas echan mano a este argumento. Es demasiado obvio que con los modernos métodos de producción pueden llenarse, potencialmente, las necesidades de todos. ¿Qué resta entonces del argumento biológico?

Vale la pena recordar el trabajo de un escritor francés cuya influencia, aunque no se reconoce a menudo, se halla aún viva entre los pocos que defienden abiertamente la guerra. René Quinton, fallecido en 1925, fue un biólogo francés que tuvo distinguida participación en la primera guerra mundial. Cuando ésta estalló, él ya frisaba en los cuarenta y ocho años, y aunque era oficial de reserva, no obligado a prestar servicio activo, se presentó como voluntario y sirvió en la artillería. Fue herido ocho veces, recibió altas condecoraciones belgas, británicas y norteamericanas así como la Cruz de Guerra francesa, y fue designado sucesivamente oficial y comendador de la Legión de Honor francesa. Después de la guerra reanudó su labor científica y sólo en 1924 comenzó a reunir las máximas posteriormente publicadas en forma de libro, que no alcanzó a ver por sorprenderlo antes la muerte.

Mr. Douglas Jerrold compuso una larga introducción a la versión inglesa de la obra de Quinton,[54] presentando sus máximas como una filosofía coherente de la guerra, filosofía que desde entonces desarrolló en sus propios escritos. Las máximas constituyen un género literario muy elusivo, y el que las escribe se halla siempre más interesado en la verdad de sus observaciones particulares que en la congruencia que guardan unas con otras. Muchas de estas máximas son observaciones directas de la experiencia y nos llegan instantáneamente con su agudeza. Por ejemplo, esta distinción entre el valiente y el héroe: “El hombre valiente da su vida cuando se le pide; el héroe la ofrece”. “El héroe es un místico y quizás sólo otro héroe lo comprenda”. “La valentía proviene de un cálculo exacto de probabilidades”. “El valor es una cualidad más bien intelectual que moral”. “En la línea de fuego no hay disciplina; hay un consenso mutuo. La disciplina comienza detrás de la línea”. En estas máximas habla el soldado, pero en la mayoría de ellas se expresa el antiguo biólogo. Mr. Jerrold comenta: “La clave de la tesis de Quinton es la doctrina de que el fin de la vida, para el macho, está más allá de la vida, y que hasta que este instinto de servir a la raza, o más ampliamente, al propósito universal que está detrás de la vida, sea el dominante, el hombre no será verdaderamente masculino, no estará realmente maduro. El pacifismo y el maltusianismo por igual son considerados como definidamente antinaturales, como un intento de desafiar, con resultados finalmente desastrosos, los instintos biológicos fundamentales de la hembra y el macho”. Y continúa: “Una idea por la cual el hombre no está dispuesto a morir, ni es una idea suficientemente dinámica para estimular el instinto de servir, y del estímulo de este instinto, de su predominio sobre cualquier otro, como mera necesidad biológica, depende la salud de la raza. Pues sólo sirviendo puede el macho alcanzar dignidad moral, sin la cual la raza degenera y finalmente decae”.

La falacia en que se basa esta doctrina deriva de los biólogos románticos de la última centuria; es una versión de la patética falacia que toma la forma de personificación de una fuerza imaginaria llamada Naturaleza. “Es intención de la Naturaleza —declara la primera máxima de Quinton— que el hombre muera en flor”. “La Naturaleza crea especies, no individuos”, dice la segunda. Y así sucesivamente, a través de todo el libro, encontramos esta inconsciente presunción, que si el lector no tiene el cuidado de aceptarla, la filosofía de la guerra fundada en ella se derrumba.

Hasta aquí me he referido a los pacifistas en general, pero en realidad existen dos escuelas de pensamiento entre los que se oponen a la guerra. Una es humanitaria, vindica la dignidad y santidad de la vida, y considera la guerra como una reliquia bárbara; el objeto de la vida, puede suponerse, es más y mejor vida. Estos son los pacifistas propiamente dichos, y su doctrina se apoya prácticamente en el mismo supuesto que la de Quinton: una concepción del hombre como parte de una fuerza-vida dotada de finalidad. La otra doctrina, que Mr. Jerrold confunde con ésta, está despojada de este sesgo sentimental. “La vida” puede o no tener finalidad, cosa que cae fuera de la cuestión. Pero la “vida” no puede reducirse a un concepto único. Hay distintas clases de vida; mineral, vegetal, animal y humana. La vida humana se distingue por la posesión de facultades exclusivas que comúnmente llamamos razón. En la jerarquía vital, la razón encierra una diferencia, no sólo de grado, sino también de clase; de modo que ninguna proposición que sea verdadera para la vida del instinto es necesariamente para la vida de la razón. Pero la razón, si no tiene prejuicios, puede admitir la inseguridad de su posesión, y eternamente la desafían las inextirpables pasiones que heredamos con nuestra estructura animal. Por ello debe defenderse, y en esta defensa debe estar dispuesta a sacrificar la vida. Sólo aquellos que inconscientemente prefieren la muerte (y llaman a su preferencia “no adhesión”) se muestran renuentes al sacrificio de la vida. El que se opone racionalmente a la guerra, prosigue, no es el pacifista, porque cree que existen ideales por los cuales, en última instancia, debe emprender la guerra. Pero como parte de su lucha contra sus propios instintos, luchará contra el instinto de lucha. Sabe que este instinto es una señal de decadencia, porque las guerras significan ruina económica, debilidad racial y pobreza intelectual. Mr. Jerrold parece aceptar la teoría de la historia de Spengler, y sin duda se necesita tal fatalismo para justificar la guerra. Mucho más razonable, sin embargo, es suponer que las civilizaciones han perecido por exceso de guerras más bien que por falta de ellas. Este es el punto de vista que Santayana expone en su libro Reason in Society:

“La sanguinaria guerra, extranjera y civil, ocasionó el mayor retroceso sufrido jamás por la vida de la razón: exterminó las aristocracias griega e italiana. En vez de descender de héroes, las naciones modernas descienden de esclavos, y no sólo su cuerpo lo revela. Tras una larga paz, si las condiciones de la vida son propicias, observamos que las energías de un pueblo rompen sus vallas; se vuelven agresivas con la fuerza que han acumulado en su remoto e irreprimido desarrollo. Es la raza intacta, robustecida en su lucha con la naturaleza (en la cual sobreviven los mejores, mientras que en la guerra a menudo son los mejores quienes perecen), que desciende victoriosa a la arena de las naciones y vence a los ejércitos disciplinados al primer golpe, se convierte en la aristocracia militar de la era siguiente, por último la minan y diezman el lujo y la batalla y se sumerge al fin en el innoble conglomerado que se debate abajo. Quizás entonces en alguna otra tierra virgen se encuentra otra nueva humanidad, capaz de la victoria, porque la guerra no la ha desangrado. Llamar guerra al suelo que nutre el valor y la virtud, es como llamar desenfreno al suelo en que florece el amor”.

Esta concepción de la guerra coincide con los datos de la historia y no se funda en ninguna fantasiosa apoteosis de la vida-fuerza. Asimismo recalca el hecho de que no es necesario ser militar para ser masculino. Todas las virtudes necesarias para la preservación de una civilización se desenvuelven naturalmente en el proceso de su construcción. Más valor exige preservar una civilización que destruirla. La vida de la razón es suficiente salvaguardia contra la decadencia.

Otra curiosa confusión nace de la errónea interpretación que da Mr. Jerrold a la posición racional pacifista. Dice, en efecto, que el racionalista no puede creer en valor absoluto alguno, pues el único modo de creer en ellos es establecerlos por la fuerza. Mas la razón alcanza su fin por la persuasión. La fuerza es necesaria sólo para establecer valores irracionales. Si la palabra “absoluto” tiene en este respecto algún significado, es el de implicar una cualidad universal, por lo que es inconcebible que una nación deba luchar contra otra por el establecimiento de valores universales. Si éstos existen, serán evidentes para todo hombre sensato; y si es necesario establecerlos por la fuerza, serán sostenidos por hombres sensatos, sean cuales sean su raza y su país. Una guerra en este sentido es una cruzada, y una cruzada es la única especie de guerra que un hombre sensato podría aprobar.

Tanto el fascismo como el marxismo sostienen que son cruzadas en este sentido, pero el hecho de que estas doctrinas proclamen su universalidad y sin embargo se opongan una a otra demuestran que ambas no pueden fundarse en la razón. Una de ellas o ambas carecen de validez como cruzada. Es casi inconcebible que una verdad sea tan universalmente aceptada por los hombres sensatos que justifiquen que se emprenda una cruzada para imponerla. La guerra es siempre en la práctica un intento de engañar el proceso del razonar, que es lento y difícil. La lucha y la razón son diferentes medios que conducen al mismo fin, y si suponemos que la vida de la razón es un valor absoluto y la guerra simplemente un medio sancionado por los valores que trata de establecer, y no un valor absoluto en sí misma, debemos convenir con Santayana en que la única guerra racional es la conducente a concluir con las guerras. La única cruzada válida es la destinada a establecer la paz universal.

A primera vista, esta conclusión parecería justificar a quienes arguyen que para asegurar la paz debemos prepararnos para la guerra, que la paz sólo puede garantizarse con la fuerza de las armas. Tal posición ignora, como lo han puntualizado a menudo los pacifistas, los positivos males de un estado de mentalidad bélica. No puede uno sentarse sobre una santabárbara fumando tranquilamente una pipa. Tarde o temprano una chispa la encenderá. Si la paz sólo puede ser garantizada por la fuerza, esta fuerza debe ser supranacional. Pero cuando hayamos alcanzado una organización política y económica del mundo que permita la creación de una fuerza semejante, habremos llegado a un estado de civilización que hará innecesaria esa fuerza.

Dejaré a un lado estos manidos e irrefutables argumentos para considerar un aspecto más difícil del problema. Hace un tiempo la Liga de las Naciones patrocinó la publicación de un estudio de este asunto realizado por dos de los más grandes hombres de ciencia de nuestra época, Alberto Einstein y Sigmundo Freud.[55] Einstein propone el punto de vista que acabamos de considerar; comprende que la solución práctica del problema de la guerra es sólo superficialmente simple. “La búsqueda de la seguridad internacional implica el incondicional sometimiento por parte de cada nación, en cierta medida, de su libertad de acción, su soberanía, digamos, y está más allá de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad”. Pero “el mal éxito, pese a su evidente sinceridad, de todos los esfuerzos realizados durante la última década para alcanzar esta meta, no nos permite dudar de que actúan fuertes factores psicológicos que paralizan esos esfuerzos”. Por ello Einstein pide a Freud aporte la luz de “su profundo conocimiento de la vida instintiva del hombre” para dominar el problema.

Einstein hace sus preguntas con sencillez y modestia; la respuesta de Freud es, preciso es confesarlo, un tanto presuntuosa y evasiva. Supone la existencia en el hombre de dos tendencias innatas opuestas, la voluntad de crear y la voluntad de destruir, amor y odio, polos de atracción y repulsión que hacen marchar la totalidad del mundo vital, y quizás del mundo físico. Pero no vislumbra un modo inocuo o simple para controlar el instinto destructivo; y más bien se ve conducido a la conclusión de que este instinto se presenta en todo ser viviente, luchando por lograr su ruina y reducir la vida a su estado primitivo de materia inerte. Por esta razón podemos muy bien llamarlo el “instinto de la muerte”. Este instinto deviene destructivo cuando dirige su acción al exterior, contra objetos externos. Pero a veces se dirige hacia dentro, y Freud encuentra el origen de una cantidad de fenómenos normales y patológicos en esta introversión del instinto destructivo. Evidentemente, sostiene, cuando esta tendencia interior actúa en muy amplia escala, surge un estado positivamente morboso, en que la diversión del impulso destructivo hacia el mundo externo ha de tener benéficos efectos en el individuo. Y ésta es la justificación biológica de los impulsos agresivos en la humanidad. Lo que es mucho más difícil explicar, declara Freud, es por qué habríamos de resistir estas malignas pero naturales propensiones.

Aquí Freud abandona la cuestión momentáneamente, y la retoma Mr. Edward Glover, psicoanalista inglés, que comienza por citar un pasaje de esta carta de Freud, y su breve libro,[56] que reviste excepcional importancia, es una tentativa de rastrear las complejidades psicológicas que encierra el problema de la guerra y la paz. Su tesis, en suma, es la de que existe una identidad fundamental entre algunos de los impulsos que promueven la paz y los que dan nacimiento a la guerra, y que no será posible ninguna propaganda efectiva de paz hasta que comprendamos este hecho. Cuando el instinto destructivo es reprimido en el hombre (generalmente se le frustra en la infancia), estamos expuestos a tener reacciones psicológicas de dos especies: sadistas, cuando el impulso erótico; masoquista cuando hasta cierto grado el impulso destructivo se vuelve hacia dentro contra el yo. Aplicada al problema de la guerra y la paz, la tesis del doctor Glover es, en resumen, la siguiente: “El psicoanalista alega que la concentración de la propaganda por la paz en argumentos éticos o económicos, en medidas inhibitorias, pactos, tratados de desarme o limitaciones, con descuido de las motivaciones inconscientes, es en un sentido muy real un sistema reaccionario. Sostiene que las manifestaciones de la paz y la guerra son esencialmente productos finales, los resultados obtenidos por el paso de las mismas energías psíquicas por diferentes sistemas mentales. O para decirlo de otro modo, que las actividades de la paz y la guerra son ambas soluciones de la tensión mental, y la diferencia aparente y real se debe a los diferentes mecanismos defensivos empleados. Declara que la energía motriz pertenece en ambos casos al grupo destructivo de los instintos, en particular a esa variedad que, fundida con algunos componentes del amor, se conoce como sadismo. Y para ilustrar su afirmación, señala que el pacifista fanático puede, en ciertas circunstancias, ser un peligro para la paz. También señala, sin embargo, que añadido a esta forma activa del impulso destructivo, se introduce un elemento de confusión por la forma pasiva, es decir el masoquismo, en la cual los impulsos destructivos se fusionan con componentes pasivos del amor. Estos impulsos destructivos pasivos operan más silenciosamente que los componentes sadistas activos; pero igualmente contribuyen en grado considerable a una disposición inconsciente a tolerar o hasta recibir con agrado situaciones bélicas. Y lo hacen no simplemente paralizando el funcionamiento de los impulsos de autopreservación, sino porque la aceptación del sufrimiento, además de constituir una forma primaria de satisfacción, representa un método primitivo de sobreponerse a la “culpa inconsciente”.

Esta tesis ha arrojado gran descrédito sobre los actuales métodos de la propaganda pacifista; además, explica por qué algunos de nosotros, que somos pacifistas por la razón, nunca hemos sido capaces de serlo en la práctica. Hemos caído en la cuenta de que la mayoría de nuestros correligionarios pacifistas son incitados, no por motivos racionales, sino por una oscura perversión del instinto que debería ser reconocido y dominado racionalmente.

El doctor Glover no tiene alternativa que proponer, y admite que no hay acuerdo entre los psicólogos; que en efecto, no existe actualmente remedio científico para el mal de la guerra. Él se limita a su diagnóstico y reclama una indagación más realista. En cuanto psicoanalista cree que los instintos que llevan a la guerra se mantienen ocultos en la infancia; en el mismo período quedan echados los cimientos de las reacciones pacifistas. El remedio se halla, presumiblemente, en las manos que mecen las cunas del mundo entero. Pero ¿cómo infundir las debidas virtudes en esas manos? El doctor Glover no lo sabe. El doctor Freud no lo sabe. Nadie lo sabe, y entretanto la guerra amenaza la existencia misma de nuestra civilización.

La teoría freudiana del instinto destructivo es, naturalmente, sólo una hipótesis; pero aceptar lisa y llanamente la noción psicológica general de un instinto que predispone a la masa de la humanidad a las actividades bélicas, es admitir la inutilidad de todos nuestros métodos pacifistas actuales. Armarse para la paz, aun en el terreno internacional, es asegurar abundancia de armas a disposición de esos instintos para cuando éstos ya no puedan ser reprimidos. Darse por satisfechos con el procedimiento de la no resistencia (Gregg, De Ligt, Aldous Huxley y la Peace Pledge Union) es suponer la inexistencia de lo patente. Resulta particularmente significativo que Mr. Huxley, que no es un inocente en psicología, ignore tan enteramente el problema psicológico. Es cierto que repara en la teoría del doctor J. D. Unwin, según la cual la emergencia de la guerra puede ser correlativa de una creciente continencia sexual por parte de una clase gobernante recién surgida; y admite sin reservas lo que desde mi punto de vista es un síntoma inmediato de la psicología de guerra: la aparición de conductores conscientes de sí mismos y preocupados por ideas de dominio personal y supervivencia después de la muerte. Pero su actitud general está regida por su doctrina de no adhesión, que es en sí misma un producto típico del instinto de la muerte.

¿Qué hemos de hacer entonces? Podemos emprender el plan de investigaciones delineado por el doctor Glover, pero su éxito hay que darlo por dudoso, y en todo caso demanda un período de experimentación y adiestramiento educativo medido en centurias. Por otra parte, dicho plan puede llevarse a efecto sólo en condiciones totalmente incompatibles con los actuales sistemas de gobierno y estructuras económicas. Implica, de hecho, entregar el poder supremo en cada país, al equivalente moderno del rey filósofo: el experto en psicología. Yo creo que la mayoría de las naciones perecería antes que hacer tal cosa.

El único enfoque realista, por ser el único que promete cambios inmediatos y de largo alcance en la estructura de la sociedad, es el revolucionario. Es fácil demostrar que el imperialismo económico depende en tal grado del apoyo de la fuerza armada, que sólo el capitalista más lleno de prejuicios puede simular que ignora su importancia como factor en el estímulo de los instintos belicosos latentes. Pero el capitalista es perfectamente lógico (y por una vez cuenta con el apoyo del psicólogo) cuando destaca que la historia del arte militar es más larga que la del capitalismo, y que el establecimiento del socialismo en Rusia, por ejemplo, no ha ido en modo alguno acompañado por una declinación del espíritu marcial. Puede alegarse que el militarismo en la URSS es puramente defensivo; pero no por ello es menos militarismo, y existen pocos países donde el pacifista goce de menos libertad para predicar su doctrina de no resistencia. En tanto el nacionalismo persista como sentimiento, y el colectivismo se disfrace de socialismo, las unidades socialistas no serán sino unidades militaristas magnificadas e intensificadas.

La guerra aumenta en intensidad y efectividad a medida que la sociedad desarrolla su organización centralizada. La cúspide de la intensificación de los horrores de la guerra es un resultado directo de la democratización del Estado. Mientras el ejército constituyó una unidad profesional, la función especializada de un número limitado de hombres, la guerra fue una pugna, relativamente inocua, por el poder. Pero tan pronto la defensa de la patria (o de los “derechos” políticos) se convirtió en el deber de todo hombre, el arte de la guerra tuvo libertad para extenderse hasta dondequiera que esa patria alcanzara, y de atacar toda forma de vida y bienes vinculados con ella.

Las bases económicas de la paz nunca se hallarán a salvo mientras existan unidades colectivas tales como las naciones. En tanto sea posible unir a los hombres en nombre de la abstracción, la guerra existirá; pues la posibilidad de unir a la humanidad entera bajo la misma abstracción es demasiada remota para tenerla en cuenta, y en tanto exista más de una abstracción con fuerzas colectivas organizadas tras ellas existirá la posibilidad de la guerra.

Los únicos pueblos pacíficos son ciertas tribus llamadas salvajes que viven bajo un sistema de posesión comunal de la tierra en suelos de abundancia, comunidades en las que la acumulación de capital y del poder que éste proporciona no tiene objeto y por lo tanto no existe, y donde no hay posibilidad de que un hombre explote el trabajo de otro. Estas condiciones crean, no sólo las posibilidades económicas y sociales de la paz, sino también, lo que es mucho más importante, las posibilidades psicológicas. Tales comunidades son en el sentido preciso de la palabra, comunidades anarquistas.

No hay problema al cual, durante los últimos treinta años, haya prestado yo mayor consideración que este de la guerra y la paz; ha sido una obsesión de mi generación. Ninguno como éste conduce tan inevitablemente al anarquismo. La paz es ANARQUÍA. El gobierno es fuerza; la fuerza es represión y la represión conduce a la reacción o a una psicosis del poder que a su vez envuelve al individuo en la destrucción y a las naciones en la guerra. La guerra existirá mientras exista el Estado. Sólo una sociedad anarquista puede brindar las condiciones económicas, éticas y psicológicas en las cuales es posible el surgimiento de una mentalidad pacifista. Luchamos porque estamos cargados de cadenas, porque vivimos en una situación de esclavitud económica y de inhibición moral. Mientras esas cadenas no se rompan, el deseo de crear no obtendrá el triunfo final sobre el deseo de destruir. Debemos estar en paz con nosotros mismos antes de que podamos estar en paz unos con otros.

Capítulo VII: La importancia de vivir

Un filósofo chino moderno, Lin Yutang, ha escrito con este título un valioso libro. Es un libro que expresa, como ninguno que yo conozca, la visión de la vida con la que más simpatizo. No es enteramente mi filosofía, pues es oriental y posee muchas pequeñas peculiaridades incidentales que no comparto. Es también una filosofía respaldada por una tradición de muchos siglos de meditación, y tiene por tanto una sazón y madurez a las que no puedo aspirar. La traición del mundo occidental es completamente distinta, y quien se rebele contra ella, como lo hago yo, ha de permanecer necesariamente aislado.

Hasta tal punto estoy imbuido del espíritu de tolerancia —ésta es un aspecto esencial del anarquismo tal como yo no lo concibo— que la religión en cuanto tal no me parece que quepa en la discusión de los asuntos públicos. Sólo cuando la religión es organizada y asume poderes dictatoriales sobre la vida y conducta de cada uno, me resiento de ello de la misma manera que del gobierno del Estado. Es una intolerable intromisión en mi libertad.

No puedo concebir la religión como otra cosa que la expresión de las emociones individuales. Echo la mirada en torno y veo que hay quienes “profesan” la religión y otros no. Me examino a mí mismo y hallo que no siento esa necesidad religiosa. Recuerdo haber experimentado ese sentimiento en mi juventud, pero pasó dejándome más sereno y más feliz. Mi única conclusión es la de que este sentimiento es el producto de ciertas tensiones emocionales del individuo; y estoy enteramente dispuesto a admitir que a quienes las sienten les asiste el derecho de tener las compensaciones emotivas o imaginativas que necesitan. Pero es excesiva fantasía admitir que tengan algún derecho a imponer su particular compensación a quienes no la necesitan.

La religión, empero, preciso es decirlo, es mucho más que esta fantasía subjetiva; es, pongamos por caso, un sistema ético o una explicación del universo.

La ética es la ciencia de la buena conducta; como tal encierra una teoría, o al menos un sentido, de los valores. Pero no alcanzo a comprender cómo este sentido pueda ser impuesto desde arriba o desde afuera. El sentido del bien y del mal es subjetivo; si no siento lo que es bueno o lo que es malo, no puedo actuar bien o mal, excepto por compulsión. Conocer un código de lo bueno y lo malo es conocer la concepción que otro posee sobre ello. La verdad, la justicia, la bondad, la belleza, son los universales del filósofo, y yo he presupuesto más de una vez la realidad de su existencia. Pero cuando tratamos de definir el modo de su existencia, nos vemos ya reducidos a afirmaciones dogmáticas y a la evidencia de los místicos, ya forzados a admitir que existen únicamente casos particulares de verdad, justicia y belleza. Mas, admitir que la verdad, por ejemplo, es tan sólo la suma de las verdades particulares en un momento una ciénaga de relativismo. Esa verdad única e inevitable existe efectivamente y es la premisa de toda ciencia y filosofía. Empero, ¿n es posible que la única verdad sea la ley y estructura del universo, en cuanto podemos observarlo nosotros, y que todas las demás verdades sean analogías derivadas de aspectos de este orden físico? La justicia, por ejemplo, conforme a este supuesto, es una analogía de las cantidades iguales; la belleza es una analogía de la simetría y el equilibrio; la bondad es desarrollo perfecto. Con los pitagóricos podemos una vez más afirmar que la naturaleza de todas las cosas es el número. Esto daría el más alto valor a la razón, que es la facultad por medio de la cual descubrimos las leyes del universo e intentamos relacionarlas con alguna concepción general de su organización. Tal facultad, podemos concluir, es perfectamente capaz de velar por nuestra moral.

El origen de la conciencia y el conocimiento del bien y del mal pueden explicarse dentro de los límites de la psicología individual. Lo que no cae dentro de la esfera del sentido subjetivo del bien y del mal —ciertos aspectos más amplios de la justicia social, por ejemplo— es invariablemente una proyección de este sentido subjetivo en el cuerpo análogo de la humanidad. Yo creo que en el curso de la historia hemos adquirido sentimientos de piedad y mutualidad que nos obligan a subordinar nuestros impulsos puramente egoístas al bien general. Estos sentimientos son a menudo más patentes en comunidades simples e incivilizadas, y aparecen deformados o reprimidos en las altamente complejas.

En cuanto a nuestro conocimiento del mundo externo, en la medida en que tenemos certeza sobre la objetividad de tal conocimiento, observo que revela cierta armonía estructural en el universo que reviste la mayor significación, y que podemos, si hemos de utilizar un símbolo, identificar con Dios. No podemos aún nunca podremos, probablemente, aprehender el sistema del universo en su totalidad y en sus más remotas ramificaciones. Debemos confesar nuestra ignorancia y las limitaciones de nuestras facultades. Pero el grado de conocimiento del universo que alcancemos, es la garantía de nuestra libertad de acción. Sólo en un contorno familiar podemos actuar libremente.

Nos sentimos tentados de identificar nuestras emociones estéticas con nuestra conciencia de la armonía estructural del universo; pero un examen más atento de las creaciones estéticas de la humanidad nos muestra que sus formas tienden a apartarse en cierta medida de los modelos estructurales que resultan de los procesos físicos. La emoción que experimentamos cuando percibimos la forma de un cristal o la del sistema solar no es la misma que experimentamos al leer la poesía de Shakespeare o escuchar la música de Beethoven. Esta última es más bien el vértigo que sentimos al osar desviarnos de los moldes inherentes al universo. El arte es así una aventura en lo desconocido y esencialmente subjetivo, cosa que no ha sido siempre percibida con claridad, con lo que ha surgido una confusión entre la imitación de la armonía universal (la “belleza” de la filosofía clásica) y la creación de nuevos modelos de realidad (que constituye el arte propiamente dicho).

Kierkegaard observa que tendemos a sentir el universo ya estética, ya éticamente; suponía que estas actitudes mutuamente excluyentes sólo podían conciliarse en una síntesis, que es la religión. Pero a mi juicio esto es imponer una tensión totalmente innecesaria al espíritu del individuo. Lo ético y lo estético no son más que dos aspectos de la realidad única, dos métodos para tender una relación con la realidad. Puede que el tercer camino de Kierkergaard exista, pero encierra tan intenso grado de subjetividad que sólo una minoría de místicos puede cultivarlo.

Desde cualquier punto de vista que enfoquemos la vida, es así una aventura individual. Penetramos en el mundo como el más sensible instrumento del mundo, y al punto nos vemos sujetos a millares de sensaciones, algunas de ellas placenteras, y aunque pronto descubrimos que el camino de menor resistencia no es necesario o finalmente el que nos provoca mayor agrado, emprendemos la ordenación de nuestra vida de modo que contenga la máxima intensidad de placer. Nos volvemos expertos conocedores de las variedades del placer, de la integración de las sensaciones, y vamos creando paulatinamente una jerarquía de valores que constituyen nuestra cultura. Si esta jerarquía está bien construida, nuestra cultura sobrevive; si es demasiado egoísta o peligrosa para nuestra salud, perece.

Las catástrofes naturales, hambres, enfermedades, inundaciones, tormentas, eclipses —éstos, antes de que los hombres pudieran explicarlos racionalmente—, inspiraban terror. La lucha por el alimento despertaba rivalidad y odio. El conductor era el hombre que triunfaba sobre todos sus rivales, y explotaba no sólo su fuerza, sino además el terror latente en sus semejantes. La codicia por el poder y el temor a la muerte son los pecados originales. Ellos solos bastan para explicar la represión de los instintos naturales y la creación de las sombrías fantasías de donde dimana toda la tristeza del mundo. Cuando vencemos el temor a la muerte y renunciamos a todo deseo a ejercer dominio sobre el más pequeño de nuestros semejantes, podemos vivir en paz y dicha. Y éste es el objetivo final: ni creer, ni sufrir, ni renunciar: sino aceptar, gozar y comprender la ANARQUÍA de la vida en medio del orden del vivir.

La paradoja del anarquismo

“La más alta perfección de la sociedad se encuentra en la unión del orden y la anarquía”.

—Proudhon.

Ha sido moda, especialmente entre los marxistas ortodoxos, tener en menos cualquier teoría política que no se justificara en la acción, y este hincapié hecho en la acción ha conducido a menudo a una confusión entre los medios y los fines, en que con harta frecuencia aquéllos eclipsaban a éstos, y los sustituían. La dictadura del proletariado, por ejemplo, que en un comienzo se presentaba como un medio hacia la sociedad sin clases, se estabilizó en Rusia como soberanía de una nueva clase.

El anarquismo no confunde medios y fines, teoría y práctica. En cuanto teoría sólo confía en la razón, y poco importa que la concepción de la sociedad a la cual arriba parezca utópica y hasta quimérica, porque lo que se establece por el recto razonar no puede someterse a la conveniencia. Nuestra actividad práctica puede ser una gradual aproximación al ideal o una súbita realización revolucionaria de este ideal; pero no debe ser nunca un compromiso. Proudhon fue acusado a menudo de ser anarquista en teoría y sólo reformista en la práctica: en realidad fue siempre un anarquista que rehusó entregarse a los azares de la dictadura. No jugó el juego de la política porque sabía que la economía era la realidad fundamental. Y así hoy se concibe que un cambio en el control del crédito financiero o un nuevo sistema de posesión de la tierra nos aproximaría más al anarquismo que una revolución política que simplemente traspasara el poder del Estado a las manos de una nueva pandilla de bandidos ambiciosos.

Anarquismo significa literalmente sociedad sin arkhos, es decir, sin gobernante. No significa sociedad sin ley ni, por lo tanto, sociedad sin orden. El anarquista acepta el contrato social, pero lo interpreta de una manera particular, que él cree que es la manera más justificada por la razón.

El contrato social, como lo expuso Rousseau, implica que cada individuo en la sociedad renuncia a su independencia por el bien común, con la presunción de que únicamente de este modo puede ser garantizada la libertad individual. La libertad es garantizada por la ley, y la ley, para emplear la frase de Rousseau, es la expresión de la voluntad general.

Hasta aquí nos hallamos en terreno común, no sólo con Rousseau sino con toda la traición democrática que ha sido erigida sobre la piedra fundamental colocada por aquél. Donde el anarquista diverge de él, y de ese aspecto de la tradición democrática que ha hallado su expresión en el socialismo parlamentario, es en su interpretación del modo como la voluntad general debería ser formulada y puesta en vigor.

Rousseau mismo no fue congruente en este asunto. Estaba plenamente convencido de que debía existir alguna forma de Estado como expresión de la voluntad general, y que el poder conferido al Estado por el consenso general debía ser absoluto. E igualmente estaba convencido de que el individuo debe retener su libertad, y de que todo el progreso y la civilización dependían del goce individual de la libertad. Comprendió que como hecho histórico el Estado y el individuo habían desembocado siempre en un conflicto, y para solucionar este dilema echó mano de su teoría de la educación. Si cada ciudadano pudiera ser educado de manera que lo hiciera apto para apreciar la belleza y armonía de las leyes internas de la naturaleza, sería tan incapaz de establecer una tiranía como de soportarla. La sociedad en que viviera sería automáticamente una sociedad natural, una sociedad de libre consenso en que la ley y la libertad no serían sino dos aspectos de la misma realidad. Pero tal sistema educativo implica la existencia de una autoridad preexistente que lo establezca y esta autoridad debe ser absoluta.

El sistema de gobierno recomendado por Rousseau en El contrato social es una aristocracia electiva más que una verdadera democracia, y para fiscalizar a esta aristocracia imagina un Estado tan pequeño que cada individuo de él pudiera vigilar y criticar al gobierno. Probablemente tenía en le mente como unidad ideal algo así como la ciudad-estado griega, y ciertamente no previó los vastos complejos de millones de individuos que constituyen la mayoría de los Estados modernos, y podemos estar completamente seguros de que habría sido el primero en adquirir que en tales condiciones sus sistema de fiscalización de la autoridad no hubiera tenido eficacia.

Pero su teoría del Estado, que tan profunda influencia ha ejercido en el desarrollo del socialismo moderno, se ha considerado aplicable a estos vastos conglomerados, y así se convierte en una justificación del autoritarismo más absoluto. Este peligro fue reconocido ya en 1815 por Benjamín Constant, que definió El contrato social como “le plus terrible auxiliaire de tous les genres de despotisme”.[57]

Si lo que Rousseau llamaba forma aristocrática de gobierno es más o menos idéntico a la moderna democracia, lo que llamaba democracia es más o menos idéntico a la moderna teoría del anarquismo, y resulta interesante observar por qué rechaza la democracia. Lo hace por dos razones; en primer término, porque la ve imposible de llevar a cabo. Un pueblo no puede estar continuamente reunido para gobernarse; debe delegar la autoridad por simple conveniencia, y una vez delegada la autoridad ya no tiene democracia.

La segunda razón es un ejemplo típico de su inconsciencia: si existe un pueblo de dioses, dice, podría gobernarse democráticamente; pero un gobierno tan perfecto de inapropiado para los hombres.

Mas si la razón establece la democracia como forma perfecta de gobierno, no cabe en quien ha proclamado su fe en la perfectibilidad del hombre restringirla a los dioses. Lo que es bueno para los dioses, tanto mejor será para los hombres, en cuanto ideal. Si el ideal existe, debemos reconocerlo y luchar como sea por alcanzarlo.

La cuestión fundamental en toda esta sofistiquería es ignorada por Rousseau: es la irrealidad de la noción de la voluntad general. Hay probablemente un solo punto acerca del que los hombres manifiestan voluntad general o unánime: la defensa de su libertad física. Por lo demás, se dividen conforme a su temperamento, y si bien éstos son limitados en número, son suficientemente diversos y de tal modo mutuamente opuestos, que en cualquier área geográfica determinada darán origen a grupos incompatibles.

En este sentido, dice Rousseau y muchos otros filósofos, es imposible una democracia.

Pero se ven forzados a esta conclusión porque se adhieren obstinadamente a los límites arbitrarios del Estado moderno, límites establecidos por ríos, mares, montañas y tratados militares, y no por la razón.

Supongamos que desconociéramos esos límites, o que los aboliéramos. Las realidades son, después de todo, los seres humanos con ciertos deseos, con ciertas necesidades esenciales. Estos seres humanos se asociaránespontáneamente en grupos, según sus necesidades y simpatías, con fines de ayuda mutua; organizarán voluntariamente una economía que asegure la satisfacción de sus necesidades. Este es el principio de la ayuda mutua ha sido explicado y abonado con muchos testimonios históricos y científicos por Kropotkin. De este principio hace el anarquista el cimiento de su orden social, y sobre él cree que puede erigir esa forma de sociedad democrática que Rousseau sentía reservada para los dioses.

No es necesario repetir aquí la prueba empírica que fundamenta tal creencia: el gran libro de Kropotkin es una obra cuya sabiduría reconocen los sociólogos de todas las escuelas. La dificultad no estriba en justificar un principio que se apoya en un sólido testimonio psicológico y empírico, sino en aplicar este principio a la situación social imperante.

Esto hacemos a modo de ensayo tomando las organizaciones voluntarias ya existentes y observando en qué medida son susceptibles de convertirse en unidades de una sociedad democrática. Tales organizaciones son los gremios, sindicatos, agrupaciones profesionales, academias, etc., todos estos grupos que cristalizan en torno a una función humana. Consideramos entonces las funciones que cumple ahora el Estado y que son necesarias para nuestro bienestar, y nos preguntamos hasta qué punto pueden confiarse esas funciones a dichas organizaciones voluntarias. Llegamos a la conclusión de que no hay funciones esenciales que no pueden ser transferidas de esta manera. Es cierto que sostener una guerra y cobrar arrendamientos no constituyen la expresión de un impulso hacia la ayuda mutua; pero no se necesita prestarles mucha consideración para advertir que desaparecerían naturalmente si la autoridad central del Estado fuera abolida.

El error de todos los pensadores políticos desde Aristóteles hasta Rousseau se ha debido a su empleo del concepto abstracto hombre. Los sistemas por ellos formulados suponen la sustancial uniformidad de esta criatura de su imaginación, y lo que en verdad proponen son formas diversas de autoridad para imponer la uniformidad en el hombre.

Pero el anarquista reconoce la singularidad de la persona, y sólo da cabida a la organización en la medida en que la persona busca simpatía y ayuda mutua entre sus semejantes. Por ello, el anarquista reemplaza en realidad el contrato social por el contrato funcional, y la autoridad del contrato sólo se extiende al cumplimiento de una función específica.

El unitario o totalitario político concibe la sociedad como un cuerpo compelido a la uniformidad. El anarquista la concibe como un equilibrio o armonía de grupos, y los más de nosotros pertenecemos a uno o más de esos grupos. La única dificultad reside en su armoniosa interrelación.

Pero, ¿es tan difícil lograrla? Verdad que los gremios disputan a veces entre sí; pero examinemos estas disputas y descubriremos que, o bien dimanan de causas externas a su función (tales como sus diferentes concepciones del lugar que les corresponde en una sociedad no funcional, esto es, capitalista) o de rivalidades personales, que son un reflejo de la lucha por la supervivencia en un mundo capitalista. Tales diferencias en cuanto a la meta no tienen relación con el principio de la organización voluntaria, que en rigor las excluye. En general, los gremios pueden avenirse entre sí bastante bien, aun en una sociedad capitalista, pese a todas las incitaciones de ésta a la rivalidad y la agresividad.

Si dejando nuestra época nos volvemos hacia la Edad Media, por ejemplo, observamos que la organización funcional de la sociedad, si bien imperfectamente realizada, probó ser absolutamente posible, y el nacimiento del capitalismo lo único que hizo fue frustrar su gradual perfeccionamiento. Otros períodos y otras formas de sociedad confirmaron plenamente, como lo demostró Kropotkin, la posibilidad de establecer relaciones armoniosas entre los grupos funcionales.

Admitido, por así decirlo, que de esta manera pueden traspasarse todas las funciones económicas del Estado, ¿qué ocurre con las demás: la administración del derecho criminal, las relaciones con países extranjeros que no se hallen en el mismo nivel de perfeccionamiento social; la educación, etc?

Para esta pregunta el anarquista tiene dos respuestas. En primer lugar arguye que la mayoría de esas actividades no funcionales son incidentales a un Estado no funcional; que el crimen, por ejemplo, es en gran manera una reacción a la institución de la propiedad privada, y que las relaciones exteriores son mayormente económicas por su origen y motivación. Pero se conviene en que hay cuestiones, como ciertos aspectos del derecho consuetudinario, la educación infantil, la moral pública, que se hallan fuera de la jurisdicción de las organizaciones funcionales. Estas, argumenta, son cuestiones de sentido común, resueltas por referencia a la innata buena voluntad de la comunidad. Pero la comunidad, a este propósito, no necesita ser necesariamente algo tan impersonal y tan grandioso como lo es el Estado; en realidad, será eficaz en proporción inversa a su magnitud. La comunidad más efectiva es la más pequeña, la familia. Más allá de la familia está la parroquia, la asociación local de hombres que habitan en moradas contiguas. Estas asociaciones locales pueden formar sus tribunales y éstos se bastan para administrar el derecho consuetudinario basado en el sentido común. Los tribunales feudales de la Edad Media, por ejemplo, entendían en todos los crímenes y delitos menores, salvo los cometidos contra las entidades artificiales del Estado y la Iglesia.

En este sentido el anarquismo implica una descentralización universal de la autoridad, y una universal simplificación de la vida. Entidades inhumanas como la ciudad moderna desaparecerán. Pero el anarquismo no significa necesariamente una vuelta a la artesanía manual y las obras sanitarias al aire libre; no renuncia a la energía eléctrica, los transportes aéreos, la división del trabajo, la eficiencia industrial. Cuando los grupos funcionales trabajen todos para su beneficio mutuo, y no para provecho de otros o para producir armamentos destructivos, la medida de la eficiencia la dará la apetencia de plenitud vital. Las entidades colectivas anarquistas en España proporcionaron durante su breve existencia una convincente demostración de su tendencia progresista.

Una reflexión más, de naturaleza más limitada y apremiante. En un notable libro, The Crisis of Civilization, Alfred Cobban ha señalado que los desastres sobrevenidos al mundo occidental son consecuencia directa de la adopción, por los alemanes, de la teoría de la soberanía nacional o popular, en lugar de la teoría de la ley natural desarrollada por el movimiento racional del pensamiento del siglo XVIII, conocido con el nombre de Ilustración. El pensamiento alemán, escribe Cobban, “sustituye los derechos naturales por los derechos históricos, y la razón, como base de la ley y el gobierno, por la voluntad de la nación o el Volk[58]... El resultado último de la teoría de la voluntad popular fue así la sustitución de la ética por la historia. Esta tendencia se halló presente en el pensamiento contemporáneo de todos los países, y sólo alcanzó completo triunfo en Alemania. El rasgo distintivo del pensamiento alemán moderno es la disolución de la ética en el Volkgeist;[59] su conclusión práctica es que el Estado es la fuente de toda moral, y que el individuo debe aceptar las leyes y acciones de su propio Estado como poseedoras de validez ética última”.

No repetiré el detallado testimonio de Mr. Cobban, que es un historiador profesional, ofrece en apoyo de su aserto; pero su verdad es bien obvia. “La soberanía, ya adopte el disfraz democrático, nacionalista o socialista, ya alguna amalgama de los tres, es la religión política del día”. Se sigue que si hemos de librar para siempre a Europa de la amenaza que contra la paz representa Alemania, debemos en primer lugar destruir la concepción alemana de soberanía. En tanto subsista esta concepción como religión nacional, habrá un continuo resurgimiento de los instrumentos de tal sistema: poder armado y agresión arbitraria.

Alemania puede, naturalmente, ser desarmada, pero ya hemos ensayado una vez este remedio, y sólo concedió a Europa un corto respiro. Las reparaciones también demostraron ser una ilusión capitalista, y no aportaron bien alguno, menos que nada a los recipientes. ¿Reconstruir una república democrática, miembro una vez más de una reconstituida Liga de las Naciones o de la Federación Europea? Nada en la historia de Alemania da pie a ningún realista para suponer que ésta jugaría tan fino juego político. En tanto subsista su actual estructura social, Alemania buscará las ventajas económicas y políticas que cree son su derecho y su destino.

Sólo un camino existe para prevenir el resurgimiento del poder alemán, y es el camino del anarquismo. Es preciso destruir el Estado alemán en cuanto tal. El pueblo alemán está constituido por elementos tan diversos como cualquier otro pueblo, pero en su gran mayoría (incluso los trabajadores) son apoyados en su fanática creencia por el Estado más centralizado de Europa; y la más fanática de estas creencias es la creencia en la soberanía de este Estado. Es difícil para quien no se halle familiarizado con el pensamiento alemán o siquiera con el carácter corriente del pueblo alemán, comprender la virtud y fuerza filosófica de esa creencia, que es común a todos los partidos, desde los militaristas de derecho hasta los comunistas de izquierda. Alemania, en su amenazante y neurótico frenesí, está obsesionada por esa irracional adoración del Estado, y sólo se le puede inmunizar y volver inofensiva mediante la destrucción sistemática de esta concepción. Esto puede hacerse por etapas, primero por la restauración de la independencia de las provincias cuya unión hizo posible el Estado alemán, y luego por la devolución, dentro de esas provincias por separado, de todo el poder económico a los gremios y otras organizaciones voluntarias. Por supuesto, seguirán otras medidas, como la abolición de los bancos nacionales y la moneda nacional. Se introducirían así los principios del anarquismo en un país europeo, y la demostración de su pacífica y civilizadora influencia tendría tal eficacia, que otros países se apresurarían a tomar voluntariamente el mismo camino. La fuerza habría abolido a la fuerza y la vida individual se explayaría en la libertad y la belleza.

Hubo un gran alemán, alarmado ya por las tendencias que entonces iban adquiriendo forma, como reacción inmediata de la Revolución Francesa, que advirtió a sus compatriotas contra el monstruo que estaban creando. “Es así —escribía Schiller— como la vida individual concreta se extingue, para que el todo abstracto prosiga su miserable vida, y el Estado continúa por siempre siendo un extraño para sus ciudadanos, porque el sentimiento no lo halla en ninguna parte. Las autoridades gobernantes se ven forzadas a clasificar, y por ende a simplificar, la multiplicidad de los ciudadanos, y a conocer a la humanidad sólo en forma representativa y de segunda mano. En consecuencia, concluyen por perder enteramente de vista a la humanidad, y por confundirla con una simple creación artificial del entendimiento, mientras por su parte las clases sometidas no pueden dejar de recibir fríamente las leyes dirigidas en tan escasa medida a ellas como a su personalidad. Al cabo la sociedad, hastiada de llevar una carga que el Estado tan poco se preocupa por aligerar, se desbarata y disuelve, destino que aguarda de tiempo atrás a la mayoría de los Estados europeos. Se han disuelto en lo que puede llamarse un estado de naturaleza moral, en que la autoridad pública es sólo una función más, odiada y burlada por los que la consideran necesaria, respetada sólo por quienes pueden pasarse sin ella”.[60] En estas proféticas palabras de Schiller denunciaba el antagonismo entre la libertad orgánica y las organizaciones mecánicas, que ha sido ignorado en el desenvolvimiento político de la Europa moderna con los resultados que todos observamos en torno.

El anarquismo es la protesta decisiva y más premiosa contra este destino: una llamada de regreso a los únicos principios que pueden garantizar la armonía del ser del hombre y la evolución creadora de su genio.

Existencialismo, marxismo y anarquismo

Los orígenes del movimiento existencialista se remontan generalmente hasta Kierkegaard, cuyos principales trabajos filosóficos aparecieron entre 1838 y 1855. Como fueron escritos en danés, no tuvieron inmediata difusión general. Entre 1873 y el fin de siglo XIX se publicaron en Alemania varias selecciones realizadas por Bärthold; pero la primera traducción alemana completa de sus obras sólo apareció entre 1909 y 1923, y la angloamericana comenzó apenas en 1936. Sea como sea, no se justifica erigir a Kierkegaard en fundador del existencialismo. Es cierto que imprimió al movimiento cierta peculiaridad específicamente cristiana, pero sus ideas fundamentales se hallaban ya contenidas en la filosofía de Schelling, y habría que recordar que, por mucho que haya criticado a Schelling, fue no obstante en un comienzo influido profundamente por este gran filósofo alemán, y en 1841 realizó un viaje especial a Alemania, para tributarle su admiración.

Incidentalmente, bastante antes que Kierkegaard, nuestro propio Coleridge leyó las primeras obras de Schelling, y en sus trabajos menos conocidos hallamos una buena proporción de pensamiento existencialista. Como lo he señalado en otra parte,[61] todos los conceptos fundamentales del existencialismo moderno: el Angst, el abismo, la inmediatez, la prioridad de la existencia sobre la esencia han de hallarse en Coleridge, y muchos de ellos los tomó éste sin duda de Schelling.

Es necesario para mi presente propósito dar una definición general de la actitud existencialista en filosofía; pero no soy un filósofo profesional y no me propongo emplear la terminología técnica con la cual se revisten a menudo hechos o ideas por completo obvios. Parecería que el filósofo que se llama a sí mismo existencialista comienza con un agudo ataque de autoconciencia, de interioridad, como él prefiere llamarla. Súbitamente adquiere conciencia de su individualidad separada, solitaria, y la contrapone, no sólo al resto de la especie humana, sino al conjunto de los sucesos del universo, tales como han sido revelados por la investigación científica. Helo ahí, una pizca insignificante y finita de protoplasmas arrojadas sobre la extensión infinita del universo. Es verdad que los físicos modernos pueden haber probado con éxito que el universo también es finito; pero con esto sólo se empeoran las cosas, pues entonces el universo se contrae y empequeñece y se enfrenta con el aún más misterioso concepto de la nada. La nada no es simplemente algo infinito; es algo humanamente inconcebible. Heidegger ha consagrado uno de sus más inquietantes ensayos a una tentativa de definir, no lo indefinible, sino la negación del Ser, el No-Ser, o la Nada.

Y ahí tenemos al hombrecillo, con la boca abierta ante el abismo, y sintiéndose —porque conserva aún una infinita capacidad de sensación— no sólo pequeñísimo, sino aterrorizado. Este sentimiento es el Angst original, el miedo o angustia, y quien no sienta el Angst no puede ser existencialista. Yo insinuaré que no es preciso sentir necesariamente Angst; pero los existencialistas lo sienten y su filosofía arranca de este hecho.

Existen dos reacciones fundamentales contra el Angst: podemos decir que la comprensión de la insignificancia del hombre en el universo puede ser enfrentada por una especie de desesperado desafío. Puedo ser insignificante y mi vida una pasión inútil; pero puedo al menos hacerle “pito catalán” al espectáculo universal, y demostrar mi independencia espiritual, mi conciencia. Evidentemente la vida carece de sentido; pero supongamos que lo tiene. Esta presunción dará al individuo, de todos modos, un sentido de responsabilidad: puede probar que es una ley en sí mismo y hasta concertar un acuerdo con sus semejantes acerca de ciertas líneas de conducta, que, en esta situación, todos ellos adoptarán. Es libre de hacerlo, y su responsabilidad llega entonces a ser un sentido de responsabilidad. Esta es la doctrina de Sartre, pero no aclara bien qué ocurriría si no pudiera persuadir a sus semejantes a realizar ese acuerdo acerca de ciertas líneas de conducta o ciertos valores. Creo que diría que nuestra condición humana asegura en alguna medida un acuerdo de esta índole; que siendo lo que somos, cuando nuestra situación existencial se aclara, nos vemos obligados a actuar libremente de algún modo. Nuestra necesidad se convierte en nuestra libertad. Pero no estoy seguro de que ésta sería su respuesta, pues los personajes de sus novelas y obras teatrales tienden a actuar absurdamente o conforme a sus disposiciones psicológicas, y no se advierte en ellos responsabilidad para con ningún ideal de progreso social.

Este aspecto del existencialismo me parece que tiene mucho en común con la filosofía del “como si” de Vaihinger. No podemos estar seguros de que somos libres, o de que somos responsables de nuestro propio destino, pero nos conducimos “como si” lo fuéramos. Y por una natural extensión, el existencialismo establece cierta relación con el pragmatismo: es significativo que muchos de los entusiasmos literarios de Sartre sean norteamericanos, y América es la patria del pragmatismo. Pero desde el punto de vista de Sartre, el pragmatismo, de cualquier clase que sea, es demasiado superficial: se basa en los procedimientos cotidianos, una especie de balance entre el éxito y el fracaso, mientras que el existencialista debe tener siempre presente la aterradora naturaleza de nuestra condición humana. Hasta este punto, quizás, el existencialismo representa un progreso en cuanto a rectitud filosófica.

Más profundamente aún, el existencialista objeta al pragmatismo y otras filosofías prácticas semejantes (incluyendo como pronto veremos, el marxismo) en cuanto son materialistas. Cualquier forma de materialismo, al hacer depender los valores humanos de las condiciones económicas o sociales, priva al hombre de su libertad. La libertad es el poder de alzarse por sobre el ambiente material. “La posibilidad de apartarse de una situación con el fin de adoptar un punto de vista con relación a ella (dice Sartre) es precisamente lo que llamamos libertad. Ninguna especie de materialismo explicará jamás esta trascendencia de una situación, seguida por un volverse hacia ella. Una cadena de causas y efectos puede bien impulsarse a una acción o actitud que sea ella misma un efecto y modifique el estado del mundo; pero no puede hacer que me vuelva hacia mi situación para aprehenderla en su totalidad”.[62]

Este volverse hacia una situación es el acto metafísico: nada hay en nuestro contorno que nos impulse a adoptar una actitud metafísica. Es aquél un proceso de elevarnos por encima de nuestro contorno, de contemplar las cosas, de contemplar toda la naturaleza desde un punto de vista externo a ella. El marxista puede protestar diciendo que todo ello es pura charla, que no hay posibilidad de que nos elevemos por sobre la naturaleza tirando de los cordones de nuestros propios zapatos. Pero éste es el punto esencial de toda la cuestión. El existencialista, me parece a mí, está obligado a afirmar que la humanidad ha desarrollado una facultad especial, la conciencia o autoconocimiento intelectual, que lo capacita para llevar a cabo aquella treta. En este asunto me inclino a ponerme de parte del existencialista. Las formas más elevadas de conciencia animal están relacionadas con este impulso a apartarse: apartarse del rebaño, de la sociedad, de cualquier situación incluso la situación del hombre frente al universo. Puede decirse con razón que precisamente tal facultad de aislamiento es la causa de nuestra enfermedad social, nuestra desunión y agresividad; pero también hay que admitir que los principales adelantos del pensamiento científico se deben igualmente al desenvolvimiento y empleo de dicha facultad.

Pero el aislamiento encierra un peligro que el existencialista advierte plenamente; es el peligro del idealismo. En el aislamiento elaboramos una filosofía, una utopía social que no coincide con las condiciones en las cuales vivimos en cierto momento. Por ello el existencialista dice que el hombre, una vez que ha experimentado su sentido de separación o libertad, debe reincorporarse al contexto social con la intención de modificar esas condiciones. De aquí la doctrina del compromiso. Citemos nuevamente a Sartre: “El hombre revolucionario debe ser un contingente, injustificable pero libre, enteramente inmerso en la sociedad que lo oprime, pero capaz de trascender esa sociedad por su esfuerzo por modificarla. El idealismo lo embauca porque lo ata con derechos y valores ya dados, y le oculta su poder de descubrir caminos propios. Pero también lo engaña el materialismo, privándolo de su libertad. La filosofía revolucionaria debe ser una filosofía de trascendencia”.[63]

Antes de examinar esta doctrina desde el punto de vista del marxismo y el anarquismo, detengámonos un momento para considerar la otra reacción típica contra el Angst, la reacción religiosa, pues es una actitud idealista a la cual Sartre hace también objeciones. No estoy seguro de que pueda yo hacer justicia a esta posición, pero según la forma que adopta en el pensamiento de Schelling, Coleridge y Kierkegaard (y antes aún, en San Agustín), parece reducirse a esto: Nuestra posición es la existencial; el hombre enfrentado con el abismo de la nada. Tal cosa no tiene sentido. ¿Por qué estoy yo aquí? ¿Por qué toda esta compleja estructura, de la que formo parte, una parte consciente de sí misma? Es un total absurdo, pero una sencilla hipótesis le dará sentido: la existencia previa de Dios, un creador trascendente, responsable de la fantasmagoría toda de la existencia, responsable de mí también, y de mi conciencia. ¡Cuán lógico se vuelve todo! Aquí y allá asomarán algunas dificultades —los problemas del mal y el dolor, por ejemplo— pero con un poco de ingenio las venceremos pronto. No podemos esperar siquiera que un ómnibus celestial funcione sin un poco de fricción. Y así tenemos, enormemente elaborado, el existencialismo místico cristiano de Kierkegaard y Gabriel Marcel. No sugiero que éste sea el punto de vista del cristiano medio ni del teísta medio de cualquier especie. Éstos generalmente se apoyan en la revelación, las Sagradas Escrituras y la iluminación del éxtasis; pero en la medida en que el punto de vista religioso compite en el terreno filosófico, es independiente de estas instancias especiales y se apoya en el argumento lógico. Es otra filosofía del “como si”, y podría denominarse filosofía del “sólo así”, sólo así tiene sentido nuestra existencia.

El sentido, en tal caso, es idéntico a lo que estos filósofos llaman “esencia”, y Sartre, si no Heidegger antes que él, ha declarado que la tesis fundamental del existencialismo es la de que la existencia precede a la esencia. El profesor Ayer ha atacado esta proposición en el plano lógico,[64] y es en verdad difícil darle un significado preciso. Como término filosófico, la “esencia” tiene una historia que confunde. Corrientemente significa lo que podemos afirmar acerca de algo, aparte del mero hecho de su existencia (esto es, subsistencia); las posibilidades inherentes a una cosa: la “Idea” platónica. Santayana, que emplea el término en un sentido algo peculiar, pero con todo valioso dentro de lo que un materialista declarado puede admitir, define la diferencia entre existencia y esencia como la que hay entre lo que es siempre idéntico a sí mismo e inmutable, y lo que, por el contrario, es fluyente e indefinible. Esto concuerda con la noción sartriana de contingencia: es esencia lo que admite posibilidad de cambio en el mundo. Santayana explica esta relación con una fabulilla: “El Devenir, pudiéramos decir, en la esforzada lucha por generar no sabía qué, engendró a la Diferencia; y ésta, una vez nacida, dejó atónito a su progenitor multiplicándose en un gran enjambre de Diferencias, hasta desplegar todas las Diferencias posibles, es decir, hasta desplegar el reino todo de la esencia. Hasta entonces el Devenir, que era una demoniazo robusto, activo y osado, se había creído el dueño del campo; pero ahora, con lo penoso que le resultaba el ver verdades por todas partes, comenzó a sospechar que vivía y andaba en medio de la ignorancia, incapaz de mantener las limitaciones de un momento ni de escapar a las limitaciones del siguiente, como un derviche danzarín que debe alzar un pie y en seguida el otro de las brasas ardientes”.[65]

Dicho va de paso, Santayana aclara más que cualquier otro filósofo que yo conozca, el hecho de que su identidad misma, su no existencia, es lo que hace que la esencia esté interiormente vinculada con la existencia, que no sea una mera extensión o parte de lo que existe. No creo que el profesor Ayer haya interpretado este punto de vista, pero no me gustaría debatirlo con él, porque no es el mío ni le atribuyo particular importancia, pero explica por qué Sartre puede establecer una noción como la de la libertad sin entregarse a esa especie de idealismo que encierra todo un sistema de valores absolutos. No creo que tuviera mucha importancia para la filosofía de Sartre si sustituimos la palabra libertad por fluencia. Lo que captamos de la naturaleza de las cosas está sujeto a constante cambio, y el cambio no es tanto inmanente a la cosa misma —en el fondo— como a nuestra conciencia o aprehensión de estas esencias. Conforme a este punto de vista, las esencias no cambian ni subsisten en el espacio o el tiempo; simplemente están cuando las percibimos. Pertenecen al objeto, pero pueden existir sin la presencia material de éste, como la mueca del gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas.

El terror de Rousseau fue considerar la libertad como una esencia, como un valor eternamente subsistente en el hombre. El hombre no ha “nacido libre” en este sentido. Ha nacido como un simple manojo de carne y huesos, con la libertad como una de las probabilidades de su existencia: sobre él cae la responsabilidad de crear las condiciones de la libertad.

Todo esto parecerá de un interés meramente teorético; pero, por el contrario, ésta es la mayor contribución del existencialismo a la filosofía, al eliminar todos los sistemas idealistas, todas las teorías de la vida o el ser que subordinan al hombre a una idea, a una abstracción, cualquiera sea; al eliminar todos los sistemas materialistas que subordinan al hombre al funcionamiento de las leyes físicas y económicas; al afirmar que el hombre —no el hombre en abstracto, sino la persona humana, tú y yo— es la realidad y que todo lo demás: libertad, amor, razón, Dios, es una contingencia dependiente de la voluntad del individuo. En este respecto el existencialismo tiene mucho en común con el egoísmo de Max Stirner. Un existencialista como Sartre difiere de Stirner en que está dispuesto a comprometer el ego en ciertos fines superegoístas o idealistas. Tiene menos en común con el materialismo dialéctico que le exige subordinar su libertad personal a la necesidad política; menos todavía con el catolicismo, que le exige sujetar su libertad personal a Dios. El existencialismo busca alianza con un humanismo militante que por medios políticos y culturales garantice, de algún modo no especificado, su libertad personal.

Permítaseme confesar a esta altura del tema que hallo aceptables algunos de los principios fundamentales del existencialismo sartriano. Creo, por ejemplo, que toda filosofía debe arrancar de la subjetividad. Existen ciertas bases concretas de experiencia, los llamados hechos científicos, a los que podemos adscribir una realidad existencial; pero aunque la filosofía pueda utilizarlos como punto de partida, no implican en sí mismos la aceptación de una filosofía en particular. Si la implicaran, nos hallaríamos con que todos los hombres de ciencia profesan la misma filosofía, cosa que está muy lejos de ser cierta. La filosofía comienza cuando apartándonos de los hechos existenciales nos sumergimos en el reino de las esencias. En este dominio, valiéndonos de nuestras facultades subjetivas —intuición, sensibilidad estética, el poder esemplástico (como lo llamó Coleridge) de incluir lo mucho en lo uno—, con todos estos inciertos medios personales comenzamos a elaborar una filosofía. Seremos todavía guiados por la razón práctica, el método científico y la lógica; pero éstos son los métodos y no la sustancia de nuestro discurso (hecho frecuentemente olvidado por los positivistas lógicos). Por virtud de esta actividad subjetiva, reducimos las esencias irracionales a una suerte de orden, el orden de un mito o cuento de hadas cuidadosamente elaborado (como en la religión) o el orden de una utopía coherente (como en el idealismo político).[66]

El racionalista y el materialista alegarán que pretendemos sencillamente reducir todo a los términos de nuestro idealismo romántico; pero podemos salirles al paso y probar que su estructura filosófica, pese a la jerga seudocientífica en que está expresada, no es en modo alguno diferente. Es una estructura de la razón, e idealista por cuanto depende de la fe; fe en que mañana será lo mismo que hoy; fe en que los seres humanos se comportarán de una manera que él puede calcular de antemano; fe en la razón misma, que es, después de todo, el único medio por el cual el hombre de ciencia se toma el pelo a sí mismo diciéndose que entiende la existencia. El método científico puede ser una cosa, y productora de verdades averiguadas aisladamente entre las cuales sólo haya una relativa discontinuidad, un caos de hechos atomizados; o puede ser algo completamente distinto y avanzar hacia algún ideal de armonía, totalidad y orden. Pero tal armonía (el ideal de un Marx no menos que el de un Platón) es una percepción subjetiva. El comunista no se diferencia a este respecto del monárquico o del anarquista; somos todos idealistas, y no veo cómo podríamos ser otra cosa en tanto creamos que el hombre es lo que hace de sí mismo. Hay diferencia entre los que creen que un ideal particular debe predeterminar la existencia del hombre (ésta es la línea comunista) y los que creen (como los existencialistas y los anarquistas) que la personalidad del hombre, esto es, su subjetividad, es la realidad existente y que el ideal es una esencia hacia la cual el hombre se proyecta y espera realizar en el futuro, no por un planeamiento racional, sino por el desarrollo subjetivo interior. La esencia sólo puede captarse desde la particular etapa de la existencia que tú y yo hemos alcanzado en un momento particular cualquiera. De ahí la insensatez de los llamados “planes para el futuro”; el futuro trazará sus propios planes, y éstos no serán necesariamente azules.[67]

Para la mayoría todo esto encierra un sentido de inseguridad, como si navegara por mares extraños sin carta y hasta sin brújula. Pero aquí se cifra, como lo ha señalado Sartre, toda la cuestión, y cita a Dostoievski: “Si Dios no existiera, todo seria permisible”. “En realidad —admite Sartre— todo es permisible si Dios no existe, y en consecuencia el hombre se halla a la deriva pues no puede encontrar, ni dentro ni fuera de sí mismo, nada a que adherirse. En un comienzo carece de excusas. Si en efecto la existencia precede a la esencia, no es posible explicarse las cosas en términos de una naturaleza humana dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es la libertad. De otra parte, si Dios no existe no encontramos a mano valores o fórmulas que justifiquen nuestra conducta. Asó, ni frente a nosotros ni detrás de nosotros hallamos, en el reino de los valores, justificación o excusa. Estamos solos, sin excusa”.[68] Que es lo que Sartre quiere significar cuando dice que el hombre está condenado a ser libre. Según mi metáfora, está condenado a ir a la deriva, y ha de inventar los instrumentos por medio de los cuales pueda darse un rumbo; inventados esos instrumentos, ha de zarpar en un viaje de descubrimiento. No tiene idea del lugar a donde llegará, donde desembarcará. Su vida, su existencia, es el viaje; su realidad es el hecho de que avanza en una dirección que él mismo ha determinado libremente.

Por el momento dejaré a un lado el problema del acuerdo; ya que después de todo, no podemos navegar por un océano en botes aislados; somos pasajeros de buques que transportan a muchas otras personas, y debemos conciliar nuestra libertad de movimiento con la de ellas. Estaremos en mejores condiciones para examinar este problema cuando hayamos confrontado el existencialismo y el marxismo.

Los marxistas han adoptado ya una posición de inflexible oposición al existencialismo. En vista de la vinculación de los escritores existencialistas franceses con el movimiento de resistencia durante la ocupación, es un poco difícil seguir la práctica acostumbrada y rotular al existencialismo de filosofía del fascismo; de modo que parece haberse convenido en condenado como trotzkismo. Sería imposible concebir alguien menos existencialista que Trotzky e igualmente difícil comprender cómo un existencialista sea trotzkista: es simple, por supuesto, un término denigratorio cómodo. Pero el análisis del existencialismo efectuado por George Lukacs, a quien considero el crítico marxista más inteligente de nuestra época, es más serio de lo que tal táctica sugeriría.[69] Por supuesto, resulta relativamente simple establecer una conexión entre el imperialismo fascista y la filosofía de Heidegger (esta conexión fue histórica y real durante el régimen nazi). Pero tal relación podría haber sido fortuita; es difícil para un filósofo resistir a los halagos que un Estado totalitario parece dispuesto a brindarle. Para nuestro propósito filosófico debemos buscar alguna relación más fundamental, y ella reside sin duda en el nihilismo que constituye la enfermedad filosófica de nuestro tiempo. Ahora bien, el nihilismo es sencillamente ese estado de desesperanza que ya he descrito, una desesperanza que agobia al hombre cuando dirige su mirada al abismo de la nada y comprende su propia insignificancia. Es un estado del cual puede reaccionarse de varios modos; es posible, naturalmente, afirmar su realidad fundamental, seguir siendo nihilista y rehusar creer en otra cosa que en los propios intereses egoístas. Se puede reaccionar como lo hizo Dostoievski, y convertirse en un cristianos pesimista; o como lo hicieron los nazis y convertirse en un poder político “realista”. Heidegger (y Sartre a su turno) reacciona en forma mucho más metafísica: construye una complicada “salida para caso de incendio”, un aparato salvavidas por medio del cual huir del nihilismo, aunque sin negar que éste sigue siendo la naturaleza fundamental de la realidad. Pues bien, esto es precisamente lo que el marxismo no puede aceptar. Para empezar, ¿qué es el nihilismo pesimista sino un reflejo de la bancarrota del sistema capitalista? El nihilismo no posee realidad; la Nada sobre la cual escriben Heidegger y Sartre es un estado subjetivo, espiritual. Lukacs lo denomina fetiche típico de la psicología burguesa, mito creado por una sociedad condenada a muerte. Su existencia sólo es posible por un abandono de la razón, y ésta es una tendencia característica de la filosofía moderna, que abarca no sólo a Heidegger y Sartre, sino además a Dilthey y Bergon.

El marxista es en verdad más existencialista que los mismos existencialistas. En teoría (pero no siempre en la práctica) no admite la existencia de las esencias. Sólo hay una realidad, y ésta es la histórica, temporal. El hombre es un animal que se ha desarrollado en la época histórica y en cierta etapa de su evolución ha desenvuelto la facultad de la conciencia; pero nada misterioso se encierra en ella, y su naturaleza y alcance cambiarán sin duda nuevamente en el futuro. “El hombre —dice Lukacs— se ha creado a sí mismo por medio de su obra. Cuando por fin el hombre concluya su prehistoria y establezca el socialismo en una forma cabal y definitiva, entonces asistiremos a una fundamental transformación de la naturaleza humana... Creándose a sí mismo históricamente, transformándose históricamente, el hombre está naturalmente (également) unido al mundo por ciertos factores constantes (el trabajo y ciertas relaciones fijas que surgen de él). Pero ello no da vigencia en modo alguno a un compromiso entre tal objetivo dialéctico de la historia y la ontología atemporal de la subjetividad. No hay compromiso posible entre ambas expresiones; es necesario elegir. Ni hay tampoco compromiso posible entre la concepción existencialista de la libertad, y la unidad histórica y dialéctica de la libertad y la necesidad establecida por el marxismo”.[70]

Lukacs parece sobre todo interesado en negar la posibilidad de un tercer camino en filosofía y política. Existe el idealismo y existe el materialismo dialéctico; quien no sea materialista dialéctico, es alguna especie de idealista; si es materialista dialéctico, debe ser marxista. Yo creo que esto es jugar con las palabras. Hay una oposición fundamental entre el materialismo puramente mecanicista y todas las formas del idealismo; Lukacs, empero, como la mayoría de los marxistas modernos, pone gran cuidado en desvincularse de la escuela mecanicista. Pero tan pronto el materialismo se hace dialéctico, se asocia con contradicciones, y las contradicciones de la materia son las esencias. No se puede ser dialéctico en el pensamiento o cualquier otra cosa, a menos que se afirme un mundo de la esencia frente al mundo de la materia. Mas tan pronto se admite el mundo de las esencias, se confiere sustancial existencia de un estado de subjetividad, porque sólo en un estado de subjetividad adquirimos conciencia de las esencias. Si el hombre se hubiera creado a sí mismo simplemente por obra de su trabajo, habría permanecido en el mundo de la sensación y el instinto, como la hormiga. El desarrollo de la conciencia, que coincido con los marxistas en considerarlos como un suceso existencial, histórico, significa que los factores subjetivos, las esencias, entran en el proceso dialéctico; y sólo este hecho puede explicar la evolución del hombre hasta alcanzar sus actual estatura moral e intelectual. Y, por supuesto, es absolutamente ridículo limitar los factores evolucionistas al trabajo. La lucha por la existencia, especialmente en condiciones climáticas desfavorables, ha sido siempre una tarea penosa. Pero las facultades más elevadas del hombre, tales como la conciencia ética, se desenvolvieron en las zonas templadas —Egipto y la cuenca del Mediterráneo— y fue el juego más bien que el trabajo lo que permitió al hombre desenvolver dichas facultades, todo lo que abarcamos con el vocablo “cultura”. Quien dude de lo que afirmamos deberá leer el Homo ludens de Huizinga.[71] No hay aspecto de la cultura —lengua, guerra, ciencia, arte, filosofía, ni siquiera la religión— en cuyo desarrollo no haya entrado el juego como factor creador. El juego es libertad, desinterés, y sólo por virtud de la actividad libre y desinteresada ha creado el hombre sus valores culturales. Quizás es esta teoría que reduce todo a trabajo y destierra el juego, lo que ha hecho del marxista un hombre tan opaco.

El animal mientras juega —los animales efectivamente juegan y el hombre es tan sólo un animal que ha aprendido a jugar en forma más complicada— tiene escasa conciencia del Angst, del abismo de la nada del existencialista. El existencialista y el marxista replicarán que únicamente un personaje tan vil como Nerón toca el violín mientras Roma arde; pero teniendo en cuenta la corrupción de Roma en esa época, quizás algo podría argüirse a favor del juguetón desinterés de Nerón. Nerón, no obstante, se halla fuera de la cuestión, que es la de la pertinencia del Angst. Para los marxistas el Angst, el naufragio, la nada, es simplemente un mito más, como el del fin del mundo o el del juicio final. El punto de vista que yo ahora quiero destacar y recomendar como el único verdadero, admite los hechos sobre los que el existencialista funda su Angst, pero extrae de ellos una conclusión distinta. No hay nombre generalmente aceptado para ese otro sujeto que se halla al lado del existencialista en el borde del abismo, pero guarda cierta semejanza con Aristóteles. Éste inspecciona el escenario, la pizca de protoplasma que es el hombre, el universo, finito o infinito, en que se encuentra, y si cree que es finito, la pavorosa sima de la nada que hay más allá. Experimenta sentimientos de profundo interés, excitación, arrobamiento. Contempla el Fuego y el Aire, la Tierra y el Agua, cualidades elementales que dan nacimiento a toda suerte de oposiciones —caliente-frío, seco-mojado, pesado-liviano, duro-blando, viscoso-friable, áspero-suave, grosero-fino—, contempla estos mundos de combinación, interacción y producción y la vida que bulle en ellos, y queda arrobado. Su mayor admiración la despierta el verse él, el hombre, en la cumbre de esta compleja estructura, como coronamiento de su perfección, y el único consciente de la coherencia del Todo.

Recomiendo como antídoto contra existencialistas, la lectura no sólo de Aristóteles, sino también de Lucrecio, en especial la de aquellos pasajes en que interrumpe su descripción de la naturaleza de las cosas para cantar loas a Epicuro, padre de su filosofía, descubridor de la verdad, que derribó las paredes del mundo de modo que pudiéramos contemplar por el hueco el movimiento de las cosas: “La morada de Aqueronte no se verá en parte alguna, ni es tampoco la tierra una valla que impida divisar todas las cosas que pasan debajo, a través del hueco que se abre a nuestros pies. Ante estas cosas, por decirlo así, se apodera de mí un placer casi divino y un estremecimiento de pavor, al pensar que por tu poder la naturaleza se muestra tan clara, manifiesta y en toda su desnudez”. Lo que Lucrecio llamaba “el temor de Aqueronte... que empaña todas las cosas con la negrura de la muerte y no permite el placer puro y sin mezcla” es nuestro familiar espectro del Angst, y el gran poema de Lucrecio fue escrito para disipar el Angst. “Pues a menudo antes de ahora —dice— han traicionado los hombres a su patria y sus amados padres, buscando huir de los dominios de Aqueronte. Porque así como los niños tiemblan y temen a todo en la enceguecedora oscuridad, así a veces tenemos a la luz cosas que hay tan poca razón en temer como las que a los niños hacen estremecer en la oscuridad, e imaginamos que van a pasar. Este terror, pues, esta tiniebla espiritual, debe sin falta ser disipada, no por los rayos del sol y los dardos del día, sino por la visión exterior y la ley interior de la naturaleza”.[72]

Aristóteles y Lucrecio no son excepciones; hay en toda la historia de la filosofía una tradición que, partiendo del mismo pleno mirar a la naturaleza que los existencialistas fingen, se funda en la reacción totalmente contraria, de curiosidad antes que de desastre.

No puede afirmarse que esta reacción positiva (o resonancia, como la llama Woltereck)[73] sea más injustificada, menos profunda que la negativa del existencialista. Se trata de lo que Santayana llamó la “fe animal”, “fuerza ateorética que, arrancando de los datos de la experiencia, construye, garantiza y amplia el mundo del hombre”, o como él mismo expresa, “la vida de la razón”.[74]

Fe animal, fe en la naturaleza... no creo que el marxista guste de esta palabra; teme verse comprometido con un dios. Estoy de acuerdo en que será mejor evitar la palabra Dios, como Santayana también lo ha dicho: “Si llamando a la naturaleza Dios, o palabra de Dios, o lenguaje con que Dios nos habla, nada se dice salvo que la naturaleza es maravillosa, insondable, viva, el curso de nuestro ser, la sanción de la moral, la dispensadora de la felicidad y la desdicha, no hay objeción que hacer a tales términos alternativos cuando brotan de labios de los poetas; pero creo que el filósofo debería evitar las ambigüedades que a menudo encierra un vocablo excesivamente poético. La voz naturaleza es bastante poética; sugiere suficientemente la función generatriz y dominante, la inacabable vitalidad y el cambiante orden del mundo en que vivo”.[75]

La filosofía que trato dar a conocer, basada en una reacción positiva ante la experiencia cósmica —bien podría llamarse humanismo—, constituye una afirmación de la significación del humano destino. Humanismo es un término que ha adoptado Sartre y que ni un marxista tan inflexible como Lukacs desdeña, pues llama a la teoría leninista del conocimiento, humanismo militante (un humanisme combatif); pero restringe la acepción del vocablo señalando que tal noción es inseparable de la acción práctica y el trabajo. Esto me lleca a la posición anarquista, que sólo ahora, al cabo de esta larga disquisición, puede revelarse en toda su lógica claridad. Como el marxista —o mejor digamos el leninista— el anarquista rechaza la filosofía nihilista del existencialista. No experimenta aquel Angst, aquel temible sentimiento de naufragio en los confines del universo, del que el existencialista reacciona con desesperada energía. Coincide con el marxista en que éste es solamente un mito moderno. Reduce sus pretensiones metafísicas y explota el mundo de la naturaleza, y descubre también que coincide con el leninista en que la vida es un proceso dialéctico, que tiene por fin la conquista de lo que Lukacs denomina “la totalité humaine”,[76] lo que presumiblemente significa un mundo dominado por los valores humanos. Pero en tanto el leninista concibe esta conquista en términos de una lucha conscientemente dirigida —acción práctica y trabajo—, el anarquista la comprende en términos de ayuda mutua, de simbiosis. El marxismo se funda en la economía; el anarquismo en la biología. El marxismo todavía se adhiere a un darwinismo anticuado y considera la historia y la política como ilustraciones de una lucha por la existencia entre clases sociales. El anarquismo no niega la importancia de dichas fuerzas económicas, pero insiste en que hay algo aún más importante: la conciencia de una solidaridad humana dominante. “Es —dice Kropotkin— el inconsciente reconocimiento de la fuerza que cada hombre se apropia en la práctica de la ayuda mutua; de la estrecha dependencia entre la felicidad de cada uno y la felicidad de todos, y del sentido de justicia, o equidad, que lleva al individuo a considerar los derechos de todo otro individuo como iguales a los suyos propios. Sobre este ancho y necesario cimiento se desarrollan los aún más altos sentimientos morales”.[77]

No hay necesidad de repetir aquí los argumentos que, tomándolos de la biología, la antropología y la historia social, aporta Kropotkin en apoyo de su tesis. Hasta el existencialista Sartre reconoce que la libertad que desea para sí mismo implica que debe desear la libertad para los demás. Hasta el marxista habla de solidaridad humana, cuyo único obstáculo es el capitalismo. Pero la biología no basta; somos animales autoconscientes, animales conscientes de “ser”, y necesitamos una ciencia de esta conciencia: es la llamada ontología.

Hay, por decirlo así, una ciencia de la existencia que llamamos biología; hay una de la esencia que denominamos ontología. La finalidad de estas dos ciencias es la de determinar la naturaleza del proceso vital y el lugar que ocupa la existencia humana en ese proceso total. Hay quienes dicen que tal propósito no puede lograrse con los instrumentos de la razón; que hay un Fundamento del Ser sólo accesible a la intuición suprarracional, no comprensible en términos de pensamiento racional. Algunos consideran que este fundamento del ser es trascendente, y que interviene más o menos activamente en el desenvolvimiento de la existencia, particularmente en el desarrollo del destino humano; otros lo consideran simplemente como una cantidad desconocida; otros aún, los materialistas de entre nosotros, lo niegan por completo.

El punto de vista que yo he adoptado no es dual; no reconozco dos órdenes de realidad, sean ellos conocidos o desconocidos, ni es tampoco materialista en el sentido marxista. Creo, conforme a las palabras de Woltereck, que “una corriente de acontecimientos abraza cuanto puede de algún modo ser experimentado como real; acontecimientos materiales o no materiales, abióticos, orgánicos, psíquicos, conscientes o inconscientes... La vida psíquica o espiritual del hombre es también parte de esta corriente única de acontecimientos que llamamos “Naturaleza”, aunque bajo nombres especiales y con contenidos especiales: ciencia, técnica, civilización, política, historia y arte. El organismo “hombre” produce estas cosas, en último análisis no diversamente de cómo el pájaro emite su canto y construye su nido, y el árbol produce sus flores y frutos. También el despertar de la conciencia, el actuar consciente y el pensar consciente, son procesos naturales exactamente como lo son las reacciones, los actos instintivos y los afectos en el reino animal”. El biólogo no establece distinción entre los acontecimientos físicos (Naturaleza) y los no físicos (Espíritu); no hay más que una corriente única, un fluir único de acontecimientos con una, por decirlo así, superficie visible (material) y un fondo (inmaterial), y esta distinción entre superficie visible y fondo fluido es, para mí, la misma que Santayana hace entre existencia material y esencia fluida. También afirma Santayana que la esencia no es una extensión o poción de lo que existe, sino que se halla íntimamente entretejida con la existencia; queriendo decir, creo yo, que existe esta flexible separación entre lo interior y lo exterior, pero sin fundirse a través de la separación.

Hay siempre una separación entre el gas que llena un globo aerostático y la atmósfera exterior; no pueden mezclarse, pero se hallan íntimamente relacionados como presiones, gravedades específicas, y reaccionan en mutua correspondencia. La esencia y la existencia están, de esta manera, entretejidas a través de toda la evolución de la vida.

Lo que importa recalcar en todo esto es la presencia, a través del proceso único de la vida, de la libertad. La presencia de este elemento está indicada por el proceso de la evolución, que es un proceso ascendente, “que conduce desde los estados físicos elementales de las nebulosas cósmicas a una diferenciación abiótica, luego a la vida simple y crecientemente diferenciada, y finalmente a los hechos espirituales, la creatividad y la libertad espirituales”.[78] Ha existido a través de todo el proceso de la evolución una capacidad de traslación a nuevos planos de existencia, a la creación de novedad. La libertad no es una esencia solamente asequible a la sensibilidad humana; actúa germinativamente en todas las cosas vivas en forma de espontaneidad y autoplasticidad.

“Esta libertad «biológica» y lo que ella deviene (nuevamente cito a Woltereck) posee una significación óntica completamente distinta de la compulsión «existencial» de la libre decisión. Esta última balda nuestro sentido de la vitalidad y por consecuencia el progreso de la vida humana. La libertad de los acontecimientos espontáneos nacida del centro óntico, y la libertad para moldear las cosas de tal o cual manera, realza nuestro sentido de la vitalidad y confiere intensidad a la vida. El gozo de crear cosas de valor, la autoconquista (liberando al yo del egoísmo y sus instintos), alzándose sobre el mundo, y finalmente la creación espontánea de formas nuevas, ideas nuevas en la mente de los individuos... todo esto es el resultado posible de la libertad positiva del hombre”.

La libertad, dice el marxista, es el conocimiento de la necesidad. La libertad, dice Engels, “consiste en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza externa, fundado en el conocimiento de la necesidad natural; es por ello, necesariamente, un producto del desarrollo histórico”. Lo único equivocado en esta definición es su demasiada estrechez. El polluelo que a picotazos rompe el cascarón no tiene conocimiento de la necesidad natural; sólo un instinto espontáneo para actuar de una manera que le procurará la libertad. Es ésta una distinción importante, por se la que sustenta las filosofías marxista y anarquista. Desde el punto de vista anarquista no es suficiente el dominio de nosotros mismos y de la naturaleza externa; debemos dar cabida a los desenvolvimientos espontáneos. Tales oportunidades se producen solamente en una sociedad abierta; no pueden desarrollarse en una sociedad cerrada como la que los marxistas han establecido en Rusia. También debe observarse en Marx y Engels una confusión esencial entre libertad y libertades: a lo que ellos se refieren al hablar de libertad es a la libertad política, las relaciones del hombre con su ámbito económico; la libertad es la relación del hombre con el proceso total de la vida.

Temo que estas observaciones parezcan poco atinentes a los problemas prácticos de la vida; pero ésta es una suposición peligrosa. El marxismo como política militante hoy en todo el mundo tiene sus orígenes en tales distinciones filosóficas, y todavía se mantiene inconmovible sobre dicha base filosófica. No podemos enfrentar al marxismo y confiar en superarlo a menos que poseamos una filosofía de igual fuerza. No creo que ninguno de los sistemas filosóficos idealistas predominantes sirva a nuestro propósito; los marxistas han demostrado poseer armas bastante poderosas para demoler esta clase de estructuras. Ahora demuestran que en su opinión el existencialismo no constituye un peligro para su posición filosófica. Yo creo que es posible otra actitud filosófica, y que ella preserva el concepto de la libertad sin el cual la vida se vuelve brutal. Es una filosofía materialista, pero también idealista; una filosofía que combina la existencia y la esencia en contrafuego dialéctico.

Finalmente se me preguntará si existe necesariamente alguna conexión entre esta filosofía y el anarquismo. Responderé que a mi juicio el anarquismo es la única teoría política que combina una posición esencialmente revolucionaria y contingente con una filosofía de la libertad. Es la única doctrina libertaria militante que queda en el mundo, y de su difusión depende la evolución progresiva de la conciencia humana y de la humanidad.

Cadenas de libertad

1

Bajo este título he reunido algunas notas dispersas —ideas, críticas, citas— que pueden servir como ensayo de prolegómeno a una filosofía de la libertad. Durante muchos años he dejado tales pensamientos deslizarse sin registrarlos, y aunque me han sido útiles para mi propósito, enriqueciendo mi espíritu y fortaleciendo mis convicciones, son como los peldaños de una escalera que he apartado de un puntapié.

No procedo conforme a plan alguno. La forma es la de un libro de memorias, un cahier,[79] y aunque no fecho mis anotaciones, siguen aproximadamente el curso de mis lecturas o se inspiran en sucesos ocurridos.

2

Al comienzo figuran unas pocas definiciones o axiomas que debo consignar como guía para quienes me sigan, o como advertencia para los que pudieran sentirse extraviados por mí. Está la palabra libertad, tan a menudo y tan volublemente empleada por toda persona o partido interesado. La “libertad” de prensa, la “libertad” de asociación, la “libertad” de comercio, son todos usos de la palabra que a mí me parecen equivocados, porque la libertad es un concepto abstracto, un vocablo filosófico. A lo que aquéllos se refieren con su “libertad” es en realidad a una condición negativa: a la ausencia de control, a la prerrogativa de una conducta no autorizada (es significativo también que haya alcanzado a la palabra “licencia” una completa ambigüedad o equívoco). La libertad, en este sentido, significa siempre libertad respecto a algo, a alguna especie de restricción. Pero la libertad en el sentido en que yo usaré el vocablo es una condición positiva, específicamente la libertad para crear, libertad para llegar a ser lo que uno es. La palabra encierra un sentido de obligación. La libertad no es un estado de reposo, de menor esfuerzo; es un estado de acción, de proyección, de autorrealización. En el curso de estas notas veré alguna vez si la libertad es esencialmente personal, egoísta, individualista, o si implica un marco social. Hablamos de la rueda “libre” de una bicicleta, pero esta libertad no tiene sentido salvo en relación con el complejo funcionamiento de la máquina como un todo y su empleo por un ser humano.

3

Un hombre es libre; se le han dado sus libertades.

La libertad es un atributo personal; las libertades constituyen derechos civiles. Esta distinción se ve sutilmente ilustrada en los siguientes empleos. La jurisdicción[80] de una ciudad es la superficie determinada del terreno dentro de la que se extiende la autoridad municipal.

Los fueros[81] de una ciudad constituyen una cualidad (privilegio) conferida a una persona.

Existen innúmeros matices diferenciales entre ambas palabras, y el hecho de que en inglés poseamos dos, y se hayan desarrollado diferentes significados para ellas, reviste profunda significación. Quien no sienta tal diferencia no posee realmente libertad, por mucho que goce de sus libertades.

Y ¿qué diremos de las naciones que no tienen dos palabras para distinguir estos matices? Actualmente se está produciendo en Francia un largo y oscuro debate sobre el significado del término liberté.[82] Los existencialistas han inventado “una nueva doctrina de la libertad”. Yo, como inglés, nada nuevo veo en ella; Sartre y sus discípulos tratan simplemente de distinguir un estado del ser que nosotros llamaríamos freedom; pero como los franceses sólo tienen una palabra, liberté, hay que darle una definición especial, un matiz más. Los franceses se enorgullecen de la “claridad” de su lengua; pero sus filósofos y psicólogos se ven siempre en aprietos sencillamente porque carecen de palabras alternativas para distinguir conceptos estrechamente emparentados. Esta pobreza de vocabulario, que siempre se ha evidenciado en su poesía, aflige a su filosofía con limitaciones similares. ¡Cómo pugnan un Pascal y un Bergson contra estas limitaciones!

(Es sabido que la poesía y la filosofía algo ganan con esta pugna, no clarté[83] sino netteté[84]; y el ingenio que ello exige fuerza las imágenes de Pascal y Bergson. Desde Platón, son éstos los más poéticos de todos los filósofos).

4

Los alemanes poseen la palabra Freiheit,[85] pero no tienen ninguna correspondiente a liberty. Conscientes, sin embargo, de la diferencia, han aclimatado en cierta medida la francesa liberté. Una vez más es significativo que posean una palabra nativa para designar el atributo personal, pero ninguna para los derechos civiles. Hitler proclamó a menudo que no había puesto impedimentos a la libertad del pueblo; no quería decir con ello que no abrigara la intención de quitarle sus libertades.[86]

5

Las libertades son concretas, existenciales.

La libertad es abstracta, esencial.

La doctrina de la libertad de Sartre: “Une liberté qui u’est pas limitée que par elle-même[87]; en una palabra freedom.

(Significación del sufijo abstracto: Freedom, Freiheit, etc. La filosofía existencialista, que es de origen alemán, traduce con la confusión al francés, debido a que el francés no puede manejar los afijos y sufijos abstractos con la prodigiosa facilidad de un Husserl o un Heidegger).

6

“Las libertades no constituyen un valor sino el fundamente del valor”. W. H. Auden, Introducción a American Scene de Henry James (Scribner, New York, 1946). Afirmación perfecta; pero la libertad es un valor y en rigor, el máximo entre ellos.

7

El problema del “libre” albedrío, que inquieta ahora a los existencialistas como una vez a los escolásticos y a los calvinistas, se complica también para el francés por la pobreza de vocabulario. El hombre, dice Sartre, es un producto de su libre albedrío; es lo que es por virtud de una “libre elección”. Nosotros diríamos que el hombre es libre de llegar a ser lo que es, y ésta no parece una afirmación complicada. Pero si nos viéramos forzados a decir que el hombre se halla “en libertad”[88] de llegar a ser lo que es, la afirmación parecería absurda, porque omite el elemento activante de la voluntad. Como quiera que empleemos el término libertades, nos vemos siempre obligados a utilizar una frase que sugiera relación, ya entre hombre y hombre, ya entre el hombre y la sociedad; siempre se halla implícita una situación concreta. Pero tal “concretización” no surge del uso de la palabra “libre”.[89] Si un hombre es “libre”, lo es existencial y esencialmente. El famoso slogan de Sartre: “La existencia precede a la esencia”, carece de sentido en el estado de libertad; en la libertad, la existencia es esencia y la esencia, existencia.

Heidegger dice: “Das Wesen der Wahrheit ist die Freiheit”. El francés traduce: “L’ésence de la verité est la liberté”. Yo diría: “La esencia de la verdad es la libertad”, empleando la palabra freedom y no liberty.

Leo en un artículo escrito en francés: “Si je suis libre de renoncer a ma liberté, il faut bien qu’il ait un cas au moins où cette liberté est effectivement exercée”, y yo comienzo instintivamente a traducir: “Si soy libre para renunciar a mi libertad, parecería que existe un caso al menos en que esta (aquí vacilo)... libertad sea efectivamente ejercida”. Pero esto reduce a disparate el pensamiento del escritor francés. En verdad, el artículo en su totalidad, “Remarques sur une nouvelle doctrine de la liberté”, de Aimé Patri (Deucalion, núm. 1, 1946), rebosa de seudoclaridad que se convierte en ambigüedad cuando tratamos de verterlo al ingles.

8

Pregunta: En la historia del existencialismo, ¿dónde encaja Max Stirner? Tengo la impresión de que su nombre nunca se menciona en las descripciones populares del existencialismo. Sartre puede no haberlo leído jamás, pero ¿Husserl? Los existencialistas mencionan a menudo la influencia nietzscheana en Husserl, y a Stirner se le reconoce como uno de los precursores de Nietzsche. Yo sospecho sin embargo una vinculación más directa. Stirner es uno de los filósofos más existencialistas del pasado, y páginas enteras de The Ego and His Own suenan como anticipos de Sartre. Buber le reconoce su puesto en la evolución de la filosofía existencialista.

9

Una filosofía de la libertad; una doctrina de las libertades.

10

Una noción etimológica final: Free deriva del inglés antiguo fréon, amar (raíz sánscrita pri, amar) y por esto se relaciona con friend.[90] Liberty proviene de la frase legal latina empleada para definir la emancipación del vínculo amo-esclavo. Pregunta: ¿Relacionada con los platillos de la libra?[91] En todo caso, a través de su historia se encuentra su referencia a un fondo legalista. Pero evidentemente en francés el vocablo ha adquirido todos los armónicos emocionales que nosotros atribuimos a freedom. Cf. el poema de Eluard.

11

La definición que da Acton de la libertad,[92] pone de relieve su base contractual: “Por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre será protegido al hacer lo que cree que es su deber, contra la influencia de la autoridad y las mayorías, la costumbre y la opinión”. “La libertad... no es un medio para un fin político más alto... Un espíritu generoso prefiere que su país sea pobre, débil e insignificante pero libre, más bien que poderoso, próspero y esclavizado. Es mejor ser ciudadano de una humilde comunidad de naciones de Los Alpes que súbdito de la soberbia autocracia que ensombrece a media Asia y Europa”. (Letters of Lord Acton to Mary, daughter of the Rt. Hon. W. E. Gladstone. Ed. Herbert Paul (London, 1904), p. 1vii.)

12

Compárese con Tocqueville: “La libertad[93] puede concebirse por quienes disfrutan de ella bajo dos formas diversas: como el ejercicio de un derecho universal, o como el goce de un privilegio. En la Edad Media, aquellos que poseían cualquier libertad de acción, a saber, la aristocracia feudal, se representaban a sí mismos su libertad bajo este último aspecto. La deseaban, no por ser algo a lo que todos tuvieran derecho, sino porque cada uno juzgaba que poseía, en su propia persona, un peculiar derecho a ella. Y de este modo ha sido entendida casi siempre en las sociedades aristocráticas, donde las condiciones son muy desiguales y donde el espíritu humano, una vez que ha contraído la sed de los privilegios, concluye por clasificar entre éstos todos los bienes de este mundo.

“Esta noción de la libertad como un derecho personal del individuo que así la concibe, o a lo sumo de la clase a la que pertenece, puede subsistir en una nación donde la libertad general no existe. Y hasta ocurre en ocasiones que, en cierto reducido número de personas, el amor por la libertad es más fuerte con relación a la deficiencia de las seguridades necesarias para la libertad de todos. La excepción es más preciosa en proporción a su rareza.

“Esta noción aristocrática de la libertad despierta, entre quienes se han empapado de ella, una idea exaltada de su valor individual y un amor apasionado por la independencia; ella imprime extraordinaria energía y ardor a la persecución de sus propios intereses y pasiones. Acariciada por los individuos, los ha conducido con frecuencia a las más extraordinarias acciones; adoptada por un pueblo entero, ha dado nacimiento a las naciones más activas que hayan existido.

“Los romanos creían que sólo ellos eran capaces de gozar de independencia; y pensaban que su derecho a ser libres derivaba mucho menos de la naturaleza que de Roma.

“Conforme a la noción moderna, democrática y, nos aventuraríamos a decir, la única justa, de la libertad, todo hombre, que se presume ha recibido de la naturaleza la inteligencia necesaria para su propia orientación general, tiene derechos inherentes a vivir libre del dominio de sus semejantes en todo lo que sólo a él mismo concierne, y de disponer a voluntad de su destino.

“Desde el momento que esta noción de la libertad ha penetrado y arraigado profundamente en el espíritu de un pueblo, el poder absoluto y arbitrario no es más que una usurpación o un accidente; porque, si nadie se halla bajo ninguna obligación moral de someterse a otro, se sigue que el soberano podrá emanar legítimamente sólo de la unión de las voluntades del conjunto. Desde entonces la obediencia pasiva pierde su carácter de moralidad, y deja de ser un término medio entre las virtudes denodadas y viriles del ciudadano y la condescendencia del esclavo.

“A medida que los rasgos se nivelan, esta noción de la libertad tiende naturalmente a predominar”. (Memoir, Letters and Remains (London, 1861), vol. I, pp. 255-4).


Esta distinción entre libertades aristocráticas como privilegio y las libertades democráticas como derecho universal, permanece dentro del reino de la política. La igualdad de riqueza, el derecho a elegir representante, etc., todos los instrumentos del Estado democrático, dejan intacto el problema de la libertad. El pueblo más esclavizado espiritualmente que hay hoy en el mundo lo constituyen los ciudadanos uniformes de la república democrática como Norteamérica. Han conservado sus libertades, pero han perdido su libertad esencial. Hablan orgullosamente del patrón norteamericano de conducta; la excentricidad es de mal gusto. El asunto se vuelve aún pero en la U.R.S.S., donde el concepto de libertad en el sentido que damos nosotros a esta palabra, no parece existir. Estamos demasiado prontos a suponer que los conceptos son universales, que las “ideas” existen por algún principio de origen espontáneo en todas las mentes. Pero treinta años de “enseñanza colectiva” pueden desarraigar una idea, destruir un concepto. Los rusos conocen la diferencia entre una prisión y una fábrica, entre objetos racionados y objetos superfluos; tienen lo que se puede llamar “la libertad de elección”. Pero la libertad como estado del ser, como un clima espiritual, se halla más allá de su actual comprensión.

Podrían compararse los cambios históricos del concepto de la libertad con los del concepto del amor, tal como los estudian Denis de Rougemont (en Passion and Society) y C. S. Lewis (en The Allegory of Love). No es que un platónico hubiera menospreciado el apasionado amor heterosexual que surgió en Europa como reacción al cristianismo (tal es la tesis de Rougemont), sino que habría sido incapaz de concebir una emoción semejante. De igual modo, los jóvenes ciudadanos de la URSS parecen incapaces de concebir la noción de la libertad.

13

En las obras de Martin Buber, el filósofo judío, se encuentra una profunda comprensión de la naturaleza de la libertad. Pero también en ellas, como en las de Heidegger y Sartre, es extremadamente difícil desentrañar las ambigüedades que provienen del empleo de un solo vocablo, en el caso de Buber, el vocablo “libertad”. Ya he citado (párr. 4) un pasaje de Buber que revela que tiene conciencia de una diferencia inmanente de significado. Pero cuando procede a hacer la distinción entre “libertad” y “compulsión”, nos parece que pierde de vista los dos significados de la primera. Hay tendencia, dice Buber, a mirar la libertad (en el sentido de libertades) como el polo opuesto de la compulsión. Mas “en el polo opuesto de la compulsión se encuentra, no la libertad, sino la comunión. La compulsión es una realidad negativa, la comunión la realidad positiva; la libertad es una posibilidad, posibilidad recuperada. En el polo opuesto del ser compelido por el destino, la naturaleza o el hombre, no se alza el ser libre del destino, la naturaleza o los hombres, sino el comulgar y concordar con ellos. Es verdad que para esto, primero hay que llegar a ser independiente; pero esta independencia es un puente, no una morada. La libertad es la aguja oscilante, el fructífero cero”.

¿Ha retenido el lector de este pasaje la diferencia entre libertad y libertades? Buber utiliza tres términos: compulsión, libertad, comunión. Si nosotros empleamos nuestro cuarto término, libertades, el superparadójico elemento de la afirmación de Buber desaparece. Si obramos por “compulsión”, no nos encontramos “en posesión de nuestras libertades” para comulgar unos con otros. En estos términos, la afirmación se vuelve, no una paradoja, sino una perogrullada. Pero “llegar a ser libre” como Buber sostiene acertadamente, es algo totalmente distinto: “La vida vivida en libertad es responsabilidad personal o una patética farsa”. En la comunión somos responsables unos por los otros, y (aunque esto es añadir una glosa a Buber) la idea de justicia en su totalidad surge de esa responsabilidad personal.

Buber declara: “Amo la libertad, pero no creo en ella”, y agrega que no debemos convertir la libertad en un teorema o problema. Aquí está usando claramente libertad en nuestro sentido de libertades; y en esto coincido con él. Mas es obvio que Buber cree en la libertad moral, “en la libertad de decisión del alma”, y ha hecho de la libertad en este sentido el rasgo predominante de su filosofía.

14

El aspecto social de la comunión es la comunidad, y “la comuna” es la unidad social que preserva la libertad de la persona. Sin embargo, aquí Buber ha hecho nuevamente una distinción de la mayor importancia para nuestra filosofía: la distinción entre “comunidad” y “colectividad”.

“La colectividad no es un vínculo sino una atadura: individuos atados en un conjunto, armados y equipados en común, y entre hombre y hombre no más vida que la indispensable para inflamar el paso de la marcha. Pero la comunidad, la comunidad en proceso de expansión (que es todo lo que hemos conocido hasta ahora), es el estar, no ya lado a lado sino una con otra una multitud de personas... La comunidad está donde ocurre la comunidad. La colectividad se basa en una atrofia organizada de la existencia personal; la comunidad en su acrecentamiento y confirmación de la vida por unos hacia los otros. El moderno celo por la colectividad es un huir de la prueba de la comunidad y de la consagración de la persona, un huir del diálogo vital que exige poner en juego el yo, que es el corazón del mundo”.

Cuanta luz arroja esto, no sólo sobre el desarrollo del colectivismo en Rusia, sino sobre el desarrollo igualmente fatal de las muchas comunidades cooperativas del pasado. ¿Por qué fracasaron tantas de ellas? En general se está de acuerdo en que las causas del fracaso fueron económicas. La falta de plan, la falta de experiencia contribuyen, como lo señala Infield en su revisión histórica de las comunidades cooperativas,[94] al proceso de disolución. Pero la causa fundamental es psicológica, expresada en “las querellas entre los colonos, así como entre ellos y la administración”. Es significativo que las cooperativas con mayores éxitos y supervivencia sean las comunidades religiosas, como la de los huteristas. Y han sobrevivido por espacio de siglos, no sólo a causa de su superior destreza para la agricultura o su ingenio para la concepción de planes, sino simplemente porque sus miembros han estado unos con otros, en verdadera comunión. Cuando los huteristas presentaron una petición al Presidente Wilson, en 1918, señalaron como principios fundamentales de su fe, en el concerniente a la vida práctica, “la comunidad de bienes y la no resistencia”. “Nuestra vida comunal se asienta en el principio de “lo mío es tuyo” o, en otras palabras, en el amor fraternal y el humilde auxilio cristiano conforme a los Hechos, II, 44, 45: “Y todos los que creían estaban juntos, y tenían todas las cosas comunes y vendían las posesiones y las haciendas, y las repartían a todos, como cada uno había menester”.

Entre las “ventajas” de la comunidad huterita, Infield señala los siguientes factores psicológicos: seguridad permanente; liberación de preocupaciones económicas individuales; elevadísima “satisfacción en el trabajo, orgullo por los esfuerzos personales libres de apremios; ausencia de competencia, y en cambio, amistosa cooperación con vistas al interés común. Se mantiene la salud mental y emocional por la ausencia de disputas, crímenes y suicidios. Un sentimiento de seguridad fomenta la confianza en sí mismo, la rectitud y la dignidad”. El “sentimiento del nosotros” se halla vigorosamente desarrollado, pues los modelos de conducta, de una antigüedad secular, exigen a cada miembro la participación activa en el esfuerzo común, y en la asamblea general se adoptan importantes decisiones por voto directo. La colonia se restringe en cuanto al tamaño, manteniendo así todas las relaciones en un nivel de intimidad de cara a cara. Desde los días escolares, el niño aprende a adecuarse a la comunidad. Los adultos se readaptan fácilmente a las condiciones cambiantes, pues pueden elegir entre numerosas clases de trabajos”.

Este pasaje podía haberse escrito teniendo presente la filosofía de Buber, y merecería elaborarse en relación con ella; pero por el momento sólo me interesa destacar que, fundándonos en su estudio de la comunidad huterita y otro similar de las colonias cooperativas no religiosas de Palestina, podemos extraer con toda claridad la conclusión de “que para el éxito de la cooperación comprensiva es importante que se halle en su centro algún impulso emocional comparable con el móvil religioso”.

15

Debemos recordar que en cierto sentido toda metafísica es un retraimiento de la realidad. Está muy lejos del propósito de estas notas elaborar una filosofía de la libertad que sea una compensación por la falta de libertades. La filosofía de la libertad es una filosofía activista —la filosofía de los que crean, ya como artistas, ya como cooperadores, ya como personalidades. En la filosofía existencialista hay un elemento de compensación: forman en sus filas demasiados comunistas desilusionados para inspirar confianza en su desinterés. La metafísica es el opio del individuo aislado; una comunidad busca, no tanto una religión, cuanto lo concreto de un ritual.

La dialéctica hegeliana, el marxismo en sus aspectos ideológicos, todo este opio metafísico fue fabricado por gente sin experiencia viva de comunión: es filosofía de autoritarios y exiliados.

16

La bancarrota del materialismo histórico como filosofía social tiene su paralelo en la bancarrota del positivismo lógico como filosofía general. Ambos movimientos son, naturalmente, expresiones íntimamente relacionadas del Zeitgeist;[95] ambos provienen de supuestos carentes de garantía sobre la naturaleza de la razón. El marxista deduce todos los fenómenos sociales de cálculos económicos (cifras); el positivista lógico probaría todo por procesos matemáticos. Al final (lo hemos alcanzado ahora) ambos se encuentran en una situación de árida logomaquia sin paralelo en la historia del pensamiento. Son esclavos de sus fórmulas, duros, intolerantes, sádicos. La pobreza del materialismo histórico y el positivismo lógico se explica por su negación de los modos instintivos del pensamiento, de las intuiciones suprarracionales, de la naturaleza estética de la percepción; en una palabra, por su renuncia a la libertad existencial. Son como babosas con una sola antena, que girara ya hacia dentro hasta un punto negativo (positivistas lógicos) o hacia fuera, hacia ilimitadas afirmaciones del lugar común (materialistas históricos).

La sabiduría, según sostengo casi desde que adquirí conciencia intelectual, es la aguja que alcanza el punto de reposo entre la razón y el romanticismo (palabra ésta que abarca el instinto, la intuición, la imaginación y fantasía). Buber (ver párr. 13) emplea esta metáfora para describir la libertad, pero con el pensamiento puesto en las oscilaciones de la aguja: la sabiduría es la dirección en que ella apunta.

17

“La igualdad —escribió Nietzsche— como una aproximación real a la semejanza, cuya expresión es la teoría de la igualdad de derechos, pertenece esencialmente a la decadencia. El abismo entre hombre y hombre, entre clase y clase, la multiplicidad de los tipos, la voluntad de afirmación del yo, de resaltar por contraste, lo que yo llamo el pathos de la distancia, pertenece a todo período vigoroso”.

Hay, por supuesto, una ineludible verdad en esta crítica: la igualdad, en la teoría y la práctica democrática, se ha identificado con excesiva frecuencia con un sistema de nivelación. La natural diversidad de las necesidades, méritos, facultades, ha permanecido ignorada, y los hombres se han visto constreñidos dentro de moldes comunes, de rutinas fijas, de modelos corrientes de todas clases. No sólo su cuerpo, sino su mente y su sensibilidad han sido convocados a conscripción por el Estado, y ello en nombre del a justicia democrática. Esta tendencia democrática, como Nietzsche lo advirtió, choca con la naturaleza esencial de la libertad, y él no veía cómo se conciliaría con la igualdad en el Estado democrático. Tampoco lo veo yo. La libertad, empero, es otro concepto que Nietzsche tenía que volver a definir, y cuanto más lo analizaba más claramente advertía que no es algo que se posee como un don natural o por contrato social: es algo que se conquista por una disciplina del espíritu. La libertad es la voluntad de ser responsable por sí mismo.

18

La libertad puede definirse lógica, psicológica y hasta metafísicamente; pero la igualdad sólo puede serlo en un sentido sociológico. Aun si recaemos en la equívoca fórmula de los cristianos y decimos que todos somos iguales ante los ojos de Dios, definimos todavía una relación social con referencia a un punto externo a la sociedad: construimos un triángulo con base social. Pero la base del triángulo en el nivel: y en política el cristiano debe ser, inevitablemente, un nivelador.

19

Consideremos un poco más de cerca este equívoco; en Kierkegaard, por ejemplo: “El prójimo es tu ideal. Tu prójimo no es el amado por quien sientes una apasionada parcialidad, ni el amigo por quien sientes una apasionada parcialidad. Y si eres un hombre educado, tu prójimo no es aquel que es educado, y a quien eres igual en ecuación, pues con tu prójimo tienes igualdad humana ante Dios. Ni es tu prójimo aquel que es más distinguido que tú, es decir, no es tu prójimo justamente porque es más distinguido que tú, pues amarlo por ser más distinguido que tú, puede fácilmente convertirse en parcialidad, y por lo tanto en egoísmo. Ni es tu prójimo aquel que es inferior a ti; es decir, en cuanto que es más humilde que tú no es tu prójimo, pues amar a uno porque es inferior a ti puede convertirse fácilmente en la condescendencia de la parcialidad, y por lo tanto en egoísmo. No, amar a tu prójimo es cuestión de igualdad. Es alentador en tu relación con un hombre distinguido, que en él debas amar a tu prójimo; es humildad con relación al inferior, que no tengas que amar en él al inferior, sino que debas amar a tu prójimo; es una gracia salvadora si lo haces, pues debes hacerlo. Todo hombre es el prójimo; porque no es tu prójimo por la diferencia o por la igualdad contigo, como en tu diferencia con relación a los demás hombres. Es tu prójimo por igualdad contigo ante Dios, pero todo hombre incondicionalmente posee esta igualdad, y la posee incondicionalmente”. (Works of Love, II B, trad. de D. F. y L. M. Swenson (Oxford, 1946)).

20

Este argumento parece implicar un doble tratamiento por parte de Dios. La igualdad ante Dios evidentemente no garantiza la igualdad con el prójimo, y la noción, que sostienen Nietzsche y Burckhardt, de que el movimiento democrático es herencia del movimiento cristiano, se funda por ello en una falsa interpretación del segundo mandamiento de Cristo. Para Kierkegaard, como para Nietzsche, las “diferencias” son ingénitas. “Así como el cristiano no vive o no puede vivir sin cuerpo físico, tampoco puede vivir fuera de las diferencias de la vida terrena a la cual todo individuo pertenece por nacimiento, condición, circunstancias, educación, etc. ...Estas diferencias deben persistir tanto como persita la existencia corporal, para poner a prueba a todo hombre que venga al mundo”. Innerlichkeit,[96] ya sea de molde kierkegaardiano, ya de molde yogui californiano, ofrece una acabada escapatoria a la responsabilidad social.

21

En una sociedad donde la preservación de la comunidad sea la primera consideración, el amor al prójimo, como Nietzsche lo señaló, es cuestión secundaria. “Así por ejemplo, en los mejores tiempos de Roma, un acto de piedad no se consideraba bueno ni malo, moral ni amoral; si acaso era encomiado, se mezclaba con la alabanza cierto menosprecio; y en el mejor caso se le comparaba al instante con otro que favoreciera al bienestar de la comunidad, a la res publica”. (Más allá del bien y del mal, párr. 201).

22

Nietzsche no establece distingos entre una sociedad totalitaria (que se halla unida por lazos externos) y una sociedad comunal cuya cohesión obedece a su moral interna, a la ayuda mutua instintiva. La posibilidad de un instinto tal como la ayuda mutua es extraña a su falso darwinismo. Concibe la evolución como la lucha ciega por la existencia, la manifestación de una universal “voluntad de poder”. Evidentemente, si la evolución no es otra cosa que esta lucha, debemos temer a nuestro prójimo más que amarlo, y en verdad Nietzsche no tenía reparo en señalar que el temor es la madre de la moral burguesa. “Los instintos más elevados e impetuosos, cuando estallan apasionadamente y llevan al individuo más arriba y más allá del común y bajo nivel de la conciencia gregaria, destruyen la confianza de la comunidad en sí misma; esta fe que es, diríamos, su columna vertebral, se quiebra entonces, y aquellos instintos son infamados y denigrados. El espíritu independiente, la voluntad de aislamiento, y aun la razón poderosa, se consideran peligrosos; todo lo que eleva al individuo sobre el rebaño y es fuente de temor para el prójimo, es llamado mal; la disposición tolerante, modesta, que de adapta e iguala a los demás, la mediocridad de los deseos, es lo que alcanza distinción moral y honor”. (Loc. cit.)

23

Es inútil fingir que aquí no hay dilema. La expansión de la democracia y del socialismo igualitario ha conducido a la preponderancia y predominio de los hombres mediocres en la vida pública. Nuestra actual Cámara de los Comunes desciende por debajo de la mediocridad al cero absoluto de la vulgaridad y la ineptitud. Podría llamársele la Casa de la Vulgaridad.[97] Digo esto recordando lo que declaraba Bagehot en defensa de la estupidez colocada en los sitiales elevados. Pero el político moderno no es estúpido; es una figura grotesca que parece escapada de un circo y posee la siniestra cualidad del payaso. No es justo ver en este tipo humano un producto final del movimiento que produjo a San Agustín, Pascal y Kierkegaard.

24

Es obvio que Kierkegaard y Nietzsche podrían ser conciliados, pues ambos creen en una relación interna con los valores trascendentales, en la cual el individuo se abstrae de la situación social. Y difieren profundamente en la manera como interpretan esta relación; pero ambos eran personalistas y no, en el sentido literal de la palabra, socialistas. No carece de significación el que algunos de los mejores comentaristas de Nietzsche sean cristianos (Figgis, Maulnier, Thibon, Copleston, etc.).

25

Igualdad es palabra muy ambigua. Puede empleársela por lo menos en tres acepciones distintas: económicas, funcional e intelectual, y cuatro si añadimos la espiritual (y yo creo que deberíamos añadirla, con el sentido dado por Bagehot en el pasaje que citaré en el párrafo siguiente). No podemos legislar para la igualdad espiritual e intelectual, aunque podríamos incrementar la proporción en que estas cualidades existen en una comunidad, mediante el apareamiento controlado. La desigualdad de las funciones es inevitable en cualquier comunidad, salvo las nómades más primitivas, pero la función no confiere necesariamente una posición diferencial; así entre los huteritas los ancianos no gozan de privilegios especiales, si bien el predicador, que es la cabeza de la comunidad, puede tener derecho al mayor grado de reclusión que exijan sus funciones. La desigualdad intelectual o funcional no puede evitarse, y se hace viciosa sólo cuando se une a la desigualdad económica. Este es el punto neurálgico del problema, la encrucijada donde el socialismo en general toma el camino equivocado. Pues lo esencial no consiste en igualar los ingresos —ideal del socialista democrático medio— sino en abolirlos y poseer las cosas en común. Este principio constituyó el fundamento de las primitivas comunidades cristianas: “Y de la multitud de los que habían creído era un solo corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo algo de lo que poseían, mas todas las cosas les eran comunes”... Ni había entre ellos ningún necesitado; porque los que poseían heredades o casas, vendiéndolas, tenían el precio de lo que vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y era repartido a cada uno como tenía la necesidad”.

Importa subrayar la radical naturaleza de esta distinción entre igual partición y comunidad de posesión. Es la distinción entre el falso y el verdadero comunismo, entre la concepción totalitaria del Estado como un rebaño al que se domina, y la concepción libertaria de la sociedad como una fraternidad. Una vez que esta concepción ha sido plenamente realizada, desaparecen las ambigüedades de la doctrina de la igualdad; el concepto de igualdad se disuelve en el concepto de comunidad.

Se dirá, por supuesto, que tal concepción de fraternidad es sobrehumana y que nunca podrá llevarse a la práctica en este mundo. Sin embargo, las primeras colonias huteritas se fundaron en 1526, y a despecho de cuatro siglos de persecución y migración forzosa, aún existen. En rigor, podríamos decir que han demostrado ser las formas más estables de organización ideadas por el hombre. Ningún otro sistema social —por cierto que no nuestros sistemas democráticos— puede jactarse como éste de tener una existencia estable y autosuficiente, exenta de extravíos. Pero es una concepción que debe ser realizada plenamente: no hay grados en el vivir comunal.

26

En el ensayo publicado en “The First Edinburgh Reviewers”, escribió Bagehot: “Un intelecto claro, preciso y discernidor rehuye al punto lo simbólico, lo ilimitado, lo indefinido. Por desdicha el misticismo es legítimo. El intelecto humano lleva en sí, instintivamente, por así decirlo, cierta especie de verdades que ejercen poderosa influencia sobre el carácter y el corazón, pero apenas susceptibles de un enunciado riguroso, difíciles de encerrar en los límites de una definición acabada. Su curso es oscuro; la mente parece más bien haberlas visto que verlas, perseguirlas que aprehenderlas de modo definido. Comúnmente encierran un elemento infinito que, naturalmente, no puede formularse con precisión, o algún otro primer principio —una tendencia original— de nuestra constitución intelectual, que es imposible no sentir, y que sin embargo es difícil desentrañar en conceptos y palabras. A esta última especie pertenece lo que ha dado en llamarse la religión de la naturaleza o más exactamente, quizás, la religión de la imaginación”.

27

Ni dieu ni maître,[98] clama el socialista doctrinario. El espíritu que rechaza la noción de jerarquía social tiende al mismo tiempo a rechazar la de la jerarquía espiritual, y de ahí a negar no sólo la existencia de Dios, sino hasta una religión de la imaginación. Esto puede excusarse en un materialista marxista intransigente, pero lo arduo está en descubrir dónde hace hincapié lógico el cristiano demócrata. Puede concebirse un anarquista cristiano, como Eric Gill, o un cristiano realista como T. S. Eliot: uno procede de San Pedro, el otro de San Pablo. El demócrata cristiano, no obstante, se encuentra entre aquellos “que diezman la menta, la ruda y la hortaliza, mas el juicio y el amor de Dios pasan de largo”; que “aman las primeras sillas en las sinagogas y las salutaciones en las plazas”; que “son como sepulturas que no lo parecen y los hombres que andan encima no lo saben”.

28

La igualdad en la usanza democrática es partitiva, y negación de la fraternidad, de la comunión, del verdadero comunismo. El Estado democrático es una cosa dividida (si bien igualmente) contra sí misma. Es imposible dividir lo que se tiene en común.

La igualdad es una medida materialista, un equilibrio de pesos. La naturaleza soba de simetría, pero no de igualdad; en ella las partes iguales van siempre unidas.

29

Los sociólogos van comenzando lentamente a distinguir entre dos tipos de cooperación; uno que llaman segmentario o parcial, y otro comprensivo o integral. “En la cooperación segmentaria, los miembros se asocian para satisfacer intereses semejantes. Este es el tipo de cooperación que se halla en las cooperativas de consumidores, productores, de compra y venta y fabricación, organizadas todas ellas para alcanzar fines económicos específicos. La cooperación comprensiva se funda en intereses comunes... y es la que se practica en una comunidad cuando todos los intereses, esenciales a la vida se satisfacen de un modo cooperativo” (H. F. Infield, Co-operative Living in Palestine (Kegan Paul, London, 1946), p. 3).

30

No debe asustarnos el empleo de la palabra “fraternidad” (en lugar de los términos seudocientíficos como “cooperación integral”), por la sola razón de sus conexiones sentimentales. Ella expresa la base física (en la sensación) necesaria de la relación en el vivir cooperativo. La fraternidad es un vínculo existencial concreto; los vocablos que pueden sustituirla son conceptuales y evasivos. Trigant Burrow tiene algo que decir, difícil pero oportuno, sobre el tema: “El sentido orgánico, originalmente total, de integridad, coordinación y adecuación, o la rectitud básica común y firme a través de todos los organismos de la especie, ha sido trasladada a una simple imagen de integridad o rectitud. Este cambio se ha acompañado por un fenómeno de la conducta por el cual el individuo aislado, separado, ha sido revestido de una seudoautoridad o “derecho” de propietario. El derecho es su derecho, su posesión privada. Inevitablemente, este énfasis del símbolo o apariencia exterior del derecho ha conducido a conflictos y desorden en el individuo, que tienen su reacción-contrapartida en meras representaciones periféricas, simbólicas, de unidad, armonía e integridad en la comunidad social.

“En estas condiciones no es sorprendente que exista en las relaciones interindividuales el baturrillo social de los equívocos, los sentimientos e impresiones contradictorios, el amor en la forma de mera posesión, los celos, la mezquina competencia, los afectos de propietario y las aversiones igualmente de propietario. No es sorprendente que existan los constantes incentivos hacia la tiranía en un momento, en otro momento hacia la servidumbre, en toda irritación y desafecto que no sólo observamos sino que sentimos subjetivamente, tanto los individuos como las naciones. Con este fracaso fundamental de la función en el organismo principal, se aclara el porqué de tan monstruosas deformidades del sentimiento y el pensamiento existentes en nuestros varios dogmas y credos políticos y sociales; se aclara por qué, en nuestros programas de socialismo y amplia fraternidad, se embosca una secreta afirmación del yo que en ningún sentido difiere de la autoafirmación que caracteriza al más vocinglero de los regímenes monárquicos y oligárquicos. Y no sorprende tampoco observar en la comunidad, como resultado de esta disociación primera, diseminarse y florecer rápidamente principios de comunismo que, aunque dinámicamente activos, pertenecen a un sistema de conducta puramente verbal y simbólico, y en los que el análisis descubre una intolerancia tan violenta hacia una base fisiológica del sentimiento y la armonía de la comunidad, como la que puede hallarse en los más entusiastas defensores de los sistemas capitalistas imperantes”. (The Biology of Human Conflict (Mac Millan, New York, 1937), pp. 93-4).

31

En este mismo contexto Burrow hace una aguda crítica de Kropotkin. Tras señalar que la primera parte de Mutal Aid “proporciona excelente información acerca del primero de la coherencia orgánica que une e impulsa a los individuos de una especie animal a constituir un conjunto integral orgánico”, expone la opinión de que la segunda parte del libro “decae notoriamente en su artificial esfuerzo por emparentar este principio biológico de la unidad evidenciado en los animales, con las expresiones por completo sentimentales y autoconscientes de “unidad” que caracterizan a las comunidades civilizadas del hombre. En el esfuerzo del autor por asociar nuestras sistematizadísimas sociedades benéficas o los servicios de socorros a la comunidad del trabajador social con las manifestaciones de este principio biológico de la ayuda mutua, su tesis se halla grandemente viciada”. (Op. cit., p. 64).

Convengo en que muchos ejemplos de “ayuda mutua entre nosotros” que Kropotkin suministra en los dos últimos capítulos, lo son de simpatía parcial más que la unidad biológica, pero de todos modos estaba en el rumbo correcto, como lo habría descubierto el doctor Burrow a poco que hubiera proseguido sus indagaciones en el “poco conocido trabajo” de dicho autor. Por ejemplo, en su Ethics deja bien en claro que la ayuda mutua, principio biológico de la unidad, precede y condiciona todas las demás etapas de la organización del grupo; que sin esta integridad básica, organísmica, conceptos como justicia y moralidad son superestructuras inútiles. Por ejemplo: “La ayuda mutua, la justicia, la moralidad, son así los pasos consecutivos de una serie ascendente, que se nos revela por el estudio del mundo animal y del hombre. Constituyen una necesidad orgánica que lleva en sí misma su propia justificación, confirmada por la totalidad de la evolución del reino animal, comenzando con sus primerísimas etapas (en los organismos más primitivos en forma de colonias), y elevándose gradualmente hasta nuestras comunidades humanas civilizadas. Para decirlo metafóricamente, es una ley universal de evolución orgánica, y es así como el sentido de la ayuda mutua, la justicia y la moral enraízan en el espíritu humano con toda la potencia del instinto ingénito, siendo el primero, el instinto de la ayuda recíproca, evidentemente el más poderoso, en tanto que el tercero, que se desarrolla más tardíamente que los otros, es un sentimiento inestable y el menos imperativo de los tres”.

32

“No es correcto decir que toda la Naturaleza se rige exclusivamente por la fuerza determinista de la necesidad. Sin duda nos vemos forzados a concebir el curso de los acontecimientos en general como un proceso causalmente determinado; pero la investigación ontológica de la vida mostrará que hasta en la conducta de los organismos simples hay un germen de libertad (espontaneidad y autoplasticidad), que posteriormente se desarrolla en el hombre en forma de genuina libertad”.

Aquí, en la Ontologie des Lebendigen de Woltereck se halla la base científica para nuestra filosofía. Woltereck fue un hombre de ciencia, uno de los más distinguidos biólogos de su tiempo (1877-1942), plenamente compenetrado de las implicaciones metafísicas de su análisis empírico de los procesos vitales. Su obra constituye la primera alternativa aceptable al existencialismo.

33

“Pertenece a la esencia del hombre vivir en medio de varias tensiones polares, entre lo “elevado” y lo “inferior”, entre el espíritu y el instinto, el júbilo y el temor, el éxtasis y la trivialidad. La tensión polar se halla también enlazada con el óptimamente muy significativo hecho de la libertad. En el libre albedrío concebido como “compulsión a la decisión personal” subsiste en parte... el “terror existencial” del hombre, y en la libertad de decisión subsiste ciertamente la culpa y el paralizante sentido de culpa.

“Esto se contrapesa, como quiera que sea, por un aspecto totalmente distinto del hecho de la libertad. Se nos ha dicho sin que convengamos en tal división, que el “espíritu” subjetivo a causa de su libertad se aparta de la Naturaleza, de la cual se piensa que está colmada exclusivamente de necesidad, causalidad y descuidadas repeticiones. A esto oponemos el placer, y más adelante lo demostraremos, de que aun cuando la libertad sólo se desenvuelve en el espíritu del hombre, se encuentra en acción germinativamente en todas las cosas vivas bajo la forma de espontaneidad y autoplasticidad” (Woltereck, trad. de R. C. Hull).

34

A esta confiada pretensión debemos oponer la advertencia bergsoniana: “Nuestra libertad, en los movimientos por los cuales se afirma, crea hábitos nacientes que la asfixian si no logra renovarse por un esfuerzo constante: el automatismo la acecha. El pensamiento más vivaz se hiela en la fórmula que lo expresa. La palabra se revuelve contra la idea. La letra mata el espíritu”.

Mas en el párrafo siguiente, Bergson retorna al hecho esencial: las manifestaciones particulares de la vida son relativamente estables “y simulan tan bien la inmovilidad, que las tratamos como a cosas más que como a progresos, olvidando que la permanencia misma de su forma no sólo el esbozo de su movimiento. Por momentos, sin embargo, en una visión fugaz, el invisible hálito que las sostiene se materializa ante nuestros ojos. Tenemos esta súbita iluminación ante ciertas formas del amor maternal, tan conspicuo y en la mayoría de los animales tan conmovedor, observable hasta en la solicitud de la planta por su simiente. Este amor, en el que algunos han visto el gran ministerio de la vida, puede posiblemente entregarnos el secreto de ella. Él nos muestra a cada generación inclinándose sobre la generación que seguirá, y nos permite vislumbrar que el ser vivo es sobre todo un lugar de paso, y que la esencia de la vida se halla en el movimiento que la transmite”. (Creative Evolution, trad. de Arthur Mitchell (London, 1914), pp. 134-5).

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Doquiera (en la naturaleza) encontramos lo que Bergson llama “la irremediable diferencia de ritmo”. Este hecho biológico tiene sus implicaciones sociales o políticas. Las desigualdades “naturales” son parte del esquema vital. ¿En qué grado deberán reflejarse en las instituciones humanas?

He sostenido en otro lugar que la igualdad es una mística; nunca ha existido en la realidad, y es difícil concebir como en la práctica pueda conciliarse con las diferentes dotes de destreza, fuerza, salud y temperamento. Estas diferentes dotes conducen a diferenciaciones funcionales en la economía de la sociedad, y conducen a ellas por libre elección tanto como por necesidad económica.

Parecería, por tanto, haber una doble exigencia: igualdad y desigualdad. Gustavo Thibon encuentra un paralelo en la melodía. “Cada nota de una melodía ocupa un lugar diferente en la escala, y los distintos factores contribuyentes (incluso los mismos silencios) son desiguales; a no ser por esta desigualdad, no habría melodía. Pero tampoco habría melodía si se anulara esa profunda especie de igualdad entre los distintos factores, que resulta de su comunión, o fusión, en la unidad del conjunto: todo lo que se tendría sería un caos sonoro.

“Es doble existencia, igualdad y desigualdad, ha de hallarse a través de toda la escala de la sociedad humana. Es de la mayor importancia el sustituir la profunda idea de armonía por la idea bidimensional de igualdad. La única igualdad auténtica y deseable entre los hombres no reside en su naturaleza ni en su función; pues sólo puede ser una igualdad por convergencia. Reposa sobre la comunión, y la comunión pasa por alto las diferencias... En toda armonía, la desigualdad se corrige y completa por la interdependencia”. (What Ails Mankind? Trad. de Willard Hill (New York, 1947), p. 57).

Pero permítasenos sustituir a la noción pasiva de “interdependencia” la activa de “ayuda mutua”. Thibon trata de dibujar un contraste entre un malsano “igualitarismo ateo” que “empareja las diferencias humanas a ras del suelo”, y un saludable igualitarismo cristiano basado en la superación y no en la extinción de esas diferencias: “las retrotrae a su común origen y las empuja hasta su común fin, en eterno amor. Y es así como se lleva a cabo, en la unidad de ese amor, la síntesis entre la igualdad y la desigualdad”. Pero ésta es la mística de la igualdad que jamás ha tenido existencia en los hechos. Puestos en trance de practicar, no la igualdad, sino la armonía, los cristianos nada tienen que ofrecernos a modo de ejemplo; se hallan divididos en mil sectas antagónicas, y su historia está escrita con la sangre de los mártires (pues el hereje de una secta es el mártir de la otra).

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Compárese las nociones de “unidad” y “armonía”.

Unidad es el nombre adecuado para un escorzo de nuestra visión retrospectiva; hasta las líneas paralelas parecen unirse si las prolongamos suficientemente desde nuestro punto de vista.

La cuestión de la armonía social deberá discutirse en sus méritos prácticos o inmediatos, o como un problema abstracto, pero no utilizarse como argumento para la recuperación o resurgimiento de un ideal fenecido.

No puede caber duda de que los valores culturales han surgido siempre en condiciones de porfía, rivalidad o emulación, tanto en el individuo como en la comunidad, sintiendo intensamente; aprehendiendo intensamente: “comprendiendo” intensamente; la forma pugnando por imponerse al contenido: lo material sometido al espíritu; “un caos puliéndose hasta alcanzar la compatibilidad” (Coleridge); tal es la naturaleza esencial del proceso cultural. No hay razón para suponer que la cultura es favorecida por la unidad; y todas las razones para suponer que la estimulan las diferencias y desigualdades. Pero importa distinguir entre las diferencias biológicas o “naturales”, y las económicas o sociales, que son artificiales y sostenidas por el poder.

La dirección verdadera en la cultura es teleológica, como lo sostuvo Woltereck. La cultura se vincula estrechamente con el proceso de la evolución. La conciencia es una creación “cultural”.

Este proceso se ve retardado por la guerra y la tiranía; y fomentado por la ayuda mutua.

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En cierto sentido podemos estar de parabienes por el rompimiento del molde de la historia europea. El Estado y todos sus engranajes; los bancos y sus asfixiantes valores circulantes, el mercado monetario internacional, el sistema tarifario y la artificial distribución de las industrias que se amparan tras él, los sistemas nacionalizados de la educación secular, del servicio militar, de los impuestos y las amortizaciones, todo ello puede perecer. El “mercado negro” posee muchos rasgos repugnantes, pero al menos representa cierta vitalidad humana: la determinación de escapar a la artificial sujeción del Estado. Desde el punto de vista cultural, envidio un tanto esta vitalidad. Lo que necesitamos es un “mercado negro” de la cultura, la determinación de eludir las instituciones académicas en bancarrota, los valores fijos y los productos adocenados del arte y la literatura corrientes; no comerciar nuestras mercancías espirituales por los reconocidos conductos de la Iglesia, el Estado o la Prensa; sino, más bien, pasarlos por “abajo del mostrador”.

¡Pero permítaseme apresurarme a restablecer el equilibrio de tan nihilista afirmación! Creo, por cierto, que un derrumbe del gobierno central, una vuelta a la autonomía local es una mejor condición de vida y ofrece perspectiva a un renacimiento cultural, que cualquier tentativa demasiado consciente de preservar las instituciones existentes. Pero no niego la necesidad de las instituciones si queremos elevar una nueva cultura por encima del nivel primitivo. Mi opinión es que debemos comenzar desde cierta base de salud y sencillez social que pudiera, en alguna perspectiva histórica, llamarse homérica. Empleo este término en su sentido concreto. Cuando Vico revaloró a Homero y colocó su mérito poético por encima del de Virgilio, nos estaba recordando las realidades culturales. Esto ocurrió hace más de dos centurias, y su voz fue desoída, hasta que, recientemente, volvimos a escucharla.

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“Pese a la corta embriaguez en la época del Renacimiento por el descubrimiento de la literatura griega, no ha habido, en el curso de veinte siglos, un renacer del genio griego. Algo de él se vislumbró en Villon, en Shakespeare, Cervantes, Molière y —apenas una vez— en Racine. En La escuela de las mujeres y en Fedra el vaso del sufrimiento humano es apurado hasta las heces, con el amor por contexto. Extraño siglo, en verdad, que adoptó el punto de vista opuesto al del período épico; que sólo conocería el sufrimiento humano en el contexto del amor, mientras insistía en cubrir de gloria los efectos de la fuerza en la guerra y la política. A la lista de escritores dada más arriba podrían añadirse unos pocos nombres más. Pero nada que los pueblos de Europa hayan producido vale lo que por el primer poema conocido aparecido entre ellos. Quizás redescubrirán todavía el genio épico, cuando aprendan que no hay escapatoria al destino, cuando aprendan a no admirar la fuerza, a no odiar al enemigo, a no escarnecer al infortunado”.[99]

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Como dice Simone Weil en otro pasaje de este ensayo, “el espíritu de la Ilíada transmitido a los Evangelios por mediación de los poetas trágicos, nunca salió de los límites de la civilización griega; una vez destruida Grecia, no quedaron de sus espíritu más que pálidos reflejos”. Pero el espejo está roto, las obras de fortificación destruidas; y yo arriesgo la conjetura de que este espíritu reaparecerá donde menos esperemos un resurgimiento de la cultura, entre las ruinas de ese país que ha producido, en Hölderlin, el más helénico de los poetas modernos. Mas, por supuesto, es ésta una opinión especulativa para la cual no he hallado apoyo ni en Alemania.

En algún momento de su sinuosa historia, la cristiandad perdió el sentido trágico de la vida que ilustran los Evangelios. A mí mismo me ha sido difícil rastrar alguna conexión esencial entre los Evangelios y la Iglesia cristiana tal como la conocemos, como la hemos conocido en la historia europea. Hay apologistas cristianos (Mr. Middleton Murry y el profesor Hodges, por ejemplo) que coinciden conmigo, y reclaman una nueva esencia, una revitalización. No me parece, sin embargo, que hablen con bastante franqueza. Ellos dan a entender que la Iglesia puede, de algún modo milagroso, reformarse a sí misma y al mismo tiempo convertirse en un agente del renacimiento social y cultural. Pero deben saber que la religión en el sentido elemental, como la poesía en el sentido elemental, sólo pueden surgir de cierto modo de vida, de una economía y estructura social específicas. Y todo está corrompido y podrido hoy en Europa. Únicamente donde la destrucción sea bastante completa, la comunicación se halle, por consecuencia, en un nivel primitivo, pueden, no sólo el humanismo cristiano sino el complejo todo de la civilización occidental, “morir para vivir”.

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Las primeras instituciones esenciales deben ser las educativas. Por “instituciones educativas” no entiendo necesariamente “las escuelas”, y por cierto de ninguna manera los mataderos de la sensibilidad que toman ese nombre hoy día. La meta de la educación debería alcanzar “la mayor lucidez, pureza y sencillez”. Tal cosa es más probable que pueda lograrse en el taller y el campo de juegos que en la academia y la escuela de humanidades; en el contexto del trabajo, en el contexto del juego, del trabajo-juego.

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El mundo moderno ha resistido obstinadamente a los grandes maestros: Platón, Schiller, Pestalozzi, Herbart; atado a ideas educacionales divisivas, competitivas, vocacionales, nunca contempla por un momento la posibilidad de que la educación pueda enderezarse hacia ideales de fraternidad, ayuda mutua, expresión creadora. El objetivo del ideal educativo moderno puede resumirse en una palabra: “inteligencia”; el objetivo del ideal educativo opuesto puede resumirse en otra: “sabiduría”. Hasta que el mundo reconozca la incompatibilidad de estos dos propósitos y acepte los cambios revolucionarios que serían necesarios para la sabiduría sustituyera a la inteligencia, será vana toda esperanza de solución de la crisis.

Por sabiduría no entendemos, sin embargo, solemnidad. La vida del hombre, al decir de Platón, es cosa que no merece ser tomada demasiado en serio, y ahí es donde yerran nuestros amigos los comunistas.

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La educación griega, o la concepción que Platón tenía de ella, se enderezaba a inculcar en el espíritu humano cuatro virtudes cardinales: valor, pureza, justicia y sabiduría. No me parece a mí que nuestra educación moderna aliente el desarrollo de ninguna de ellas, y poco hace por aquella, característicamente cristiana, que debemos añadir a las cuatro griegas: la caridad. Mas ¿cómo hemos de empezar a construir una nueva Europa sobre las ruinas de la antigua mientras no tengamos una firme concepción de la virtud, ni dirijamos todos nuestros esfuerzos hacia la inculcación de ella en el espíritu de nuestros hijos? Éste, sugeriría yo, es un problema mucho más urgente, mucho más real, que cualquier intento de salvar “la cultura tradicional europea” o aun el humanitarismo cristiano pueden conciliarse en cierta concepción común de la virtud, que es pragmática; nunca en visión alguna de Dios, que es trascendental. Podrían, como lo recomienda Platón, confraternizar en el sacrificio, el canto y la danza, y compartir la gracia del Cielo.

Sobre la justicia

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En su antigua personificación (popular hasta en la iconografía cristiana), la Justicia es ciega, y se le representa sosteniendo una espada y una balanza de platillos; manteniéndose imparcial entre las demandas en conflicto, nada ve, pero lo pesa todo.

Este concepto supone que las reclamaciones en conflicto surgen sólo entre personas. El símbolo no se ajusta a las complejidades de la civilización moderna, donde, con la mayor frecuencia, la persona está en pugna con el Estado. Entra entonces en la idea de Justicia, hasta el punto de reemplazarla, la Retribución, originariamente castigo infligido por un dios vengativo, en cuyo lugar reina ahora soberano el Estado. La balanza ya no es apropiada, y todo lo que subsiste de los símbolos de la justicia es la espada; y la espada pende, en efecto, sobre la cabeza del juez en el tribunal central de lo criminal. Pese a ello, en su evolución, la jurisprudencia europea ha adquirido conciencia de esta anomalía y hemos creado, especialmente aquí, en Inglaterra, no simples conceptos aislados de la ley, que llamamos por una parte derecho consuetudinario, y el civil o público por otra, sino también la preciadísima independencia del poder judicial. Esta independencia puede, en la actualidad, ser más nominal que real, pero de todos modos entraña un reconocimiento de los distintos valores.

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La mayoría de la gente pasa por la vida sin haber tenido jamás contacto inmediato con el sistema judicial. La mayor parte de aquellos que han tenido una experiencia directa de su funcionamiento, sólo la deben a delitos menores que no tocan a cuestiones de principio. Para los más, salvo que estemos directamente implicados, por el conocimiento que tenemos de él, el sistema legal podría funcionar en otro planeta. Un caso ha de ser sórdido, sexual o sadista para que la Prensa popular lo estime digno de publicidad. Actuar en un jurado es una introducción en tal sistema que a pocos de nosotros nos toca en suerte, y al parecer la intervención en uno asegura la exención casi para el resto de la vida. Menos personas todavía, a menos que estén implicadas, asisten a los tribunales como observadores desinteresados, y nada hacen los ujieres y otros funcionarios para alentar la concurrencia del público. En rigor, a juzgar por mi propia experiencia, existe el deliberado propósito de mantener al público alejado de los tribunales.

La independencia de la magistratura se simboliza de varias maneras. Por medio de pelucas y togas, los participantes se deshumanizan hasta un grado pasmoso. Si por casualidad en el curso del alegato, un fogoso y agitado abogado alza su peluca para enjugarse la frente, se da a conocer un individuo enteramente distinto. Es como si una tortuga se viera liberada repentinamente de su caparazón. El asunto en su totalidad es de naturaleza crustácea: una costra de costumbre y formalismo contra el cual la vida, plástica y palpitante, acomete en un esfuerzo por alcanzar la luz.

En tal sistema los valores humanos se tienen en poca estima; en su inacabable variedad, han de pasar por un cedazo de estructura predeterminada. Si son demasiado amplios y de superficie desigual, quedan prendidos en las mallas.

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Con el sistema por jurados se intenta dar cabida a los valores humanos; es una válvula de seguridad para las fuerzas emocionales. Para los racionalistas y los proyectistas, es una anomalía intolerable y debería abolirse. Pero antes de hacerlo, sería conveniente recordar las razones de Henry Fielding adujo en su favor.[100] Un jurado puede ser estúpido, parcial, sentimental; pero su principal efecto es el de mitigar la justicia con la misericordia. En la única oportunidad en que me desempeñé como miembro de un jurado, me chocaron las consideraciones puramente sentimentales que movían a mis compañeros. Quise asistir, juzgar partiendo de la prueba (tal como había procedido el juez); pero era el único disidente, y fui arrollado. El malandrín salió en libertad, y al cabo de los años me he alegrado de mi derrota, pues ahora comprendo que los valores que influyeron sobre el jurado (atracción juvenil, fuerza de la personalidad, benevolencia para con las debilidades humanas) fueron superiores a la letra y la lógica de la ley. Sólo un jurado tiene derecho a afirmar estos valores, pues un sistema legal que los tomara en cuenta sería la negación de tal sistema, que debe ser rígido. Es sabiduría peculiar a Inglaterra crear un sistema tan exacto como la balanza simbólica, y al mismo tiempo echar un poco de arena en sus rodamientos.

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Cuando la justicia media entre personas, la independencia e integridad de la maquinaria judicial procura un juicio basado en el derecho natural. El derecho consuetudinario es en esencia el sentir común de lo que es recto y justo, como entre los miembros de una comunidad. Los valores (es decir, esos sentimientos comunes de que hablamos) pueden variar con más celeridad que las leyes que los expresan; pero ello es culpa de la comunidad, que no se asegura rápidamente de que sus leyes expresen su voluntad. En el terreno de la moral y en el de los derechos de la propiedad, la ley tiende a expresar la voluntad de la masa conservadora, la mera inercia de los que no se ven afectados y de los indiferentes. Las leyes contra la perversión sexual, por ejemplo, son duras e injustas, porque no reconocen hechos naturales científicamente establecidos. Puesto que la mayoría no es homosexual, se le hace difícil legislar para una minoría fisiológica o psicológicamente distinta.

Estas son complejidades inevitables de cualquier grupo social, y pueden eliminarse por el análisis paciente y la publicidad. El verdadero peligro en nuestra maquinaria judicial sobreviene cuando en una causa las partes son un individuo y el Estado. Entonces la ley, que en el otro caso se fundaba en un sentido de los valores (derechos naturales) varía súbitamente y se convierte en un código de edictos implacables. El derecho positivo puede necesitar clarificación e interpretación, pero en la intención es absoluto; es un potro de tormento en el cual los individuos, en toda su variedad, se verán tendidos.

Obsérvese la conducción de un juicio público. El procedimiento y la atmósfera del tribunal han cambiado. El acusado ocupa el banquillo, no ya para ser juzgado como hombre que puede haber perjudicado a otro miembro de la comunidad, sino como individuo que, quizás inconscientemente, ha violado alguna norma o reglamentación. Su intención o móvil no pesa lo que una pluma en la simbólica balanza de la justicia. Los hechos, sólo ellos, desvían el fiel. Se pliegan las togas y se rizan las pelucas sólo para urdir un argumento lógico o exegético. El hombre sentado en el banquillo se encuentra indefenso, y el empeño de su abogado consiste a menudo en mantenerlo alejado de la tribuna de los testigos, por temor de que la verdad complique el juego. No es que desee engañar al juez o al jurado, no; es que la partida debe juzgarse conforme a las reglas, con piezas blancas de un lado y negras del otro. Una pieza verde, un fragmento extraño de vida o emoción, está fuera de lugar en el tablero escaqueado.

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Tómese un caso sencillo, que casualmente es verídico y reciente. En la situación de emergencia surgida al comienzo de la última guerra, el Parlamento aprobó aceleradamente ciertas disposiciones de defensa, que entraron así a constituir parte de la ley. Tales disposiciones se consideraron necesarias en aquel momento y en las angustiosas circunstancias de la guerra y la invasión inminente. Pero una vez en vigor, aquellas normas redactadas quizás con precipitación y por cierto mal estudiadas, habían de aplicarse al pie de la letra, como un edicto riguroso. Una de ellas consideraba delito el intentar disuadir de sus deberes a cualesquiera miembros de las fuerzas armadas. En otras palabras, en una situación de emergencia nacional, no está permitido persuadir a soldados o marinos a que deserten de su puesto.

Todos sabemos cuál era la intención de semejante disposición, pero ahí está, con la designación 39A, en un código impreso, para ser aplicada por el poder judicial.

Un grupo de hombres y mujeres cree que la guerra es un mal que debe eliminarse de nuestra civilización si no queremos perecer todos. Comprenden que la guerra no puede abolirse por una ley del Parlamento, ni siquiera por un acuerdo internacional. Es una enfermedad de la civilización, profundamente arraigada, producto de la frustración y la neurosis de la masa. La curación es drástica; es revolucionaria. Sin embargo, a fin de que el mundo se salve para sus hijos, a fin de que haya una decorosa oportunidad de avanzar hacia la actividad pacífica y creadora, este grupo de hombres y mujeres aboga por un riguroso cambia de nuestra sociedad; según la fórmula periodística, “predicaban la revolución”. La predicaban abiertamente, a todo transeúnte, en todas las esquinas y en los diarios y folletos que podían imprimir. Algunas de estas publicaciones llegan a manos de miembros de las fuerzas armadas, en realidad en su mayor parte a miembros del cuerpo no combatiente, que no lleva armas. La persona no posee secreto en las fuerzas armadas; se halla sujeta a periódicas investigaciones o inspecciones, y así se descubren algunos de esos folletos. Se levanta una palanca, la máquina entra en funcionamiento y a su debido tiempo deposita a aquel grupo de hombres y mujeres en el banquillo de los acusados del Tribunal Central en lo Criminal.

Todos ellos son ciudadanos hábiles y diligentes; no tiene importancia. En sus actividades diarias realizan acciones buenas y útiles —cuidan enfermos, construyen caminos y ferrocarriles—; todo ello parece de importancia. Existe un código y en él una cláusula, la 39A. Dicha cláusula establece claramente que nadie (en ningún momento, durante la existencia legal de la misma) puede predicar ninguna doctrina que pueda mover a un miembro de las fuerzas armadas de S. M. a pasar dos veces sobre su deber de morir. No es necesario que eso ocurra; todo lo que el Estado necesita probar es que ha tenido lugar la acción que pudiera provocar tal caso de mala disposición hacia sus deberes.

Fuera de los móviles e intenciones, fuera de todo sentimiento humano y toda esperanza idealista. Nos hallamos ante el estrado de la justicia y va a enfrentarse a un hombre con un código. Nada cuenta qué clase de hombre sea, Mesías o un ladrón; en este momento una pieza de convicción, un manojo de hechos averiguados, y éstos serán los que se enfrenten al código inflexible. Así fue Cristo a la Cruz y los mártires a la pira; así fueron embarcados millones de hombres como ganado en camiones y enviados a Siberia o Polonia. Es siempre el mismo esquema: los valores humanos contra los edictos de la autoridad, del Estado. Y una vez que la máquina echa a andar, es difícil detenerla; todos los ingenieros y técnicos rechazan la responsabilidad. Se hallan muy ocupados aceitando su ruedita y se enorgullecen de su buen funcionamiento; la horrible molienda que lleva el molino no les atañe, literalmente no les atañe.

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En el Tribunal Central de lo Criminal de Londres ha concluido la vista. Los jueces cambian de lugar. Los presos abandonan el banquillo. Otro reo lo ocupa; un negro que ha de ser juzgado por homicidio. Todo cabe en una jornada de trabajo: ladrones y mesías; asesinos y prostitutas; desfalcadores y aborticidas. Un cínico la describiría como la sociedad al descubierto, la caldera donde hierven todos los impulsos, malos y buenos, del hombre. Pero aquí presenciamos más bien un vasto intento de ponerle la tapadera, y esas siniestras figuras de vestiduras negras y carmesíes son otras tantas brujas presidiéndolo. Tal es en rigor la exacta y triste verdad. Aquí, en esta inmensa caldera centralizada “los funcionarios de la Corona” tratan, brutalmente si es preciso, de reprimir a esa horrible masa pululante de pecadores, y apenas tienen una oscura conciencia de que la escena es tan horrorosa precisamente porque está tan concentrada; de que si la contorsionada masa fuera dispersada y gozara de luz y espacio suficiente, sería reanimada, corregida por las fuerzas del amor humano y la gracia divina, que operan donde se hallan reunidos dos o tres, pero no una muchedumbre. La justicia, como todo, padece con la concentración y la asfixia.

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Esta concentración corresponde con la estructura social en su totalidad —ambas tienen un desarrollo paralelo—; pero adquiere su peculiar cualidad de la independencia misma del poder judicial, que es su rasgo redentor. La profesión legal constituye una sociedad cerrada, una corporación firmemente protegida y claramente diferenciada dentro de la gran sociedad nacional, e investida de rangos y dignidades, hábitos y precedentes, atuendos y rituales. Como resultado, surge en su seno un sentimiento de solidaridad y mutuo entendimiento que hace de su función social un juego extremadamente hábil que sólo los idóneos pueden jugar. En todo caso, como ocurre entre los abogados de la parte actora y de la defensa, no se trata nunca más que de una guerra artificial. Si uno de ellos revela su emoción, se ve al punto aislado, puesto en la picota, petrificado, y se convierte en una ficha más del juego. El juez sentado en lo alto, oficia como árbitro en este certamen de ingenios; el acusado, cuya inocencia o libertad es la prenda, queda a menudo reducido a la insignificancia: él no tiene importancia, lo real es la cuestión de derecho.

El juez es independiente; el fiscal de la Corona que acusa y el abogado defensor son los que juegan la partida, conforme a las complicadas reglas. Pero son ellos y sus correligionarios quienes hacen las reglas para la clase de mundo que conocen: un mundo de propiedad y finanzas, de universidades y de clubs, de cenas y cacerías del zorro. Conforme a su experiencia, fijan las reglas con nobleza, con honestas intenciones. Desean ser justos con la clase trabajadora, con el negro, con la mujer perdida; pero es difícil legislar para un mundo que se conoce indirectamente. Un abogado brillante puede ser capaz de proyectarse en el espíritu de su cliente, en un arranque de empatía más que de simpatía; pero por excepción, y aun entonces no lo abarco totalmente. Hay alturas y profundidades en la experiencia, que se hallan más allá de la concepción del abogado corriente de alta clase media; mundos de exaltación espiritual y de autosacrificio; de pobreza y sufrimiento; de autodegradación y desesperación. Ante exponentes de tal experiencia, el juez y el abogado corrientes no pueden hacer otra cosa que seguir el ejemplo de Pilatos y lavarse las manos.

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En los bajos fondos hay justicia; léase un libro como Street Corner Society y véase cómo están organizados, cómo funcionan. Los hombres son naturalmente justos cuando forman grupos espontáneos, para jugar, para explorar, hasta para robar. ¡Cuán hermosa es la justicia que surge en un bote lleno de marineros náufragos! Hay justicia en los campamentos de prisioneros y en toda comunidad de esclavos. El hombre en sociedad es naturalmente justo, porque la sociedad, si es auténtica, es un lazo de consideración mutua. Es el hombre reducido a ser una unidad, una cifra, el que deja de tener el sentido de justicia. Es anónimo, independiente, indiferente; no experimenta siquiera la emoción cohesiva de una manada de lobos. Está solo, y frente a él se halla el Estado: complejo de leyes, normas y reglas que no tienen realidad para ese individuo-cifra, en cuya formación él no ha participado, cuyo significado no puede alcanzar. “No matarás” es un mandamiento comprensible para cualquier hombre; se trata de un crimen contra otro hombre y un pecado contra Dios. Pero “no hablarás de paz y fraternidad” es un mandamiento que ningún hombre entiende a menos que tenga el corazón depravado. Es un mandamiento que no puede admitirse entre una persona y otra, sino sólo entre el Estado y sus conciudadanos anónimos.

Sobre la virtud

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Ciertas discusiones de actualidad, en particular la principal de ellas, relativa al poder político, han demostrado que existe poca esperanza de que haya estabilidad social o felicidad individual en el mundo, salvo que se descubra y acepte algún módulo universal de conducta. Varios sistemas éticos compiten entre sí, pero no puede esperarse que el mundo en general, o la masa, haga una estimación crítica de ellos y convenga en aceptar el mejor. Un módulo ético o código moral será sólo aceptado ampliamente por el mundo bajo la tensión emocional. No creo que de lo que digo se deduzca que la tensión emotiva deba ser específicamente religiosa, en el sentido de que tomaría la forma de revelación divina o sanción sobrenatural. Pero existen en la humanidad muchas fuerzas poderosas, que actúan en conjunto y podrían adoptar, en ciertas condiciones, una tendencia éticamente buena o “virtuosa”. La guerra misma, nuestro problema ético mayor, es un problema de psicología colectiva. Por mucha fuerza lógica que asignemos a las explicaciones materialistas o económicas acerca de los orígenes de la guerra, montañas de tales hechos históricos no pueden explicar la aceptación de las reales monstruosidades de la guerra o la indiferencia hacia las mismas. No son las causas de las guerras las que exigen una explicación más satisfactoria, sino su conducción. Hay quienes consideran que la carnicería desencadenada con apretar un botón, y que en pocos minutos despacha a más inocentes que Herodes en toda su existencia, es en cierto modo “más humana” que el encuentro cara a cara con las espadas o las bayonetas. Esto revela a qué profundidades han sido relegados los aspectos morales de la guerra, precisamente por esa especie de “convenio colectivo” a que me estoy refiriendo. Si la humanidad acepta —o ignora; esto es, acepta inconscientemente— los horrores de la guerra moderna, ello se debe a razones emocionales de índole colectiva.

Estos mecanismos inconscientes han sido estudiados por los psicólogos y se concuerda cada vez más sobre lo que se conoce como la hipótesis de la frustración agresiva, que trata de explicar todas las formas de conducta agresiva, incluso la guerra, en términos de una frustración previa. La frustración es, por supuesto, en primer lugar un proceso individual; pero cuando cierto número de individuos son frustrados por las mismas fuerzas, su agresividad adopta la misma forma y se une para desembocar en la lucha de clases y la guerra imperialista.

La ética es materia erizada de problemas filosóficos, y lejos de mi intención está el embarcarme en una discusión de ellos aquí. Voy a suponer: 1) que “bien” y otros términos-valores poseen únicamente un significado emocional; y 2) que este hecho mismo sugiere la posibilidad de establecer una norma moral universal por medios prácticos. Si la bondad puede convertirse en objeto de sentimiento o sensación, el deber u obligación podrá convertirse en un hábito. Nada hay de original en esta conclusión; sería simplemente un retorno a la enseñanza práctica de los griegos.

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Ciertos conceptos en torno de los cuales se erigieron las sociedades del mundo antiguo y el medioevo y de los cuales tomaron ellas su fuerza y estabilidad, fueron envileciéndose poco a poco después del Renacimiento, y en la actualidad han perdido su significado prístino. Ya he tratado de la justicia; pero la virtud es el más importante de ellos. No es ésta todavía del todo una palabra muerta; a menudo oímos decir que la virtud constituye su propia recompensa; todavía hacemos de la necesidad virtud, y una mujer virtuosa es expresión que tiene un significado muy concreto, y puede extendérsele un certificado médico. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la areté griega o la virtus latina? Hasta la palabra latina de la que deriva la nuestra, representa una particularización del concepto griego; la palabra raíz vir encierra la idea de masculinidad o virilidad que no se halla en la griega areté. Lo que se nos hace difícil comprender, después de pasar siglos moralizando, es que originalmente la virtud no era un concepto abstracto; era más bien, como Tao, un modo de vida, una modalidad de la conducta, una actividad más bien que una característica o condición. Tal cualidad sólo podría percibirse en hechos; no podía generalizarse ni codificarse. Probablemente nuestra mayor aproximación a su significado esté en la palabra gracia, que según el Shorter Oxford English Dictionary, significa ahora en general el “encanto propio de la elegancia de las proporciones; o (en particular) facilidad y refinamiento del movimiento, acción o expresión”. Disraeli, según la misma autoridad, la definió como “belleza en acción”, y ésta se aproxima al significado de la areté griega.

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Pero ya en la filosofía griega se encontró que la virtud era un concepto demasiado definido. El análisis la dividió en dos especies distintas: la virtud moral y la intelectual, y lo que yo he de exponer en esta nota es sencillamente un comentario sobre esta distinción, que creo es de fundamental importancia. A mi juicio, la pérdida de esta distinción es la que ha ocasionado nuestra actual confusión moral.

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La diferencia entre los aspectos moral e intelectual de la virtud reside en que, mientras el último puede ser materia de general acuerdo (que podría llamarse ciencia del vivir), la virtud moral se expresa a través del temperamento o disposición del individuo. La virtud intelectual es un sistema de creencias y costumbres aceptadas, y un hombre puede ser virtuoso en este sentido sin comprometer su conducta personal. Pero la virtud moral es la función interna del conjunto fisiológico y nervioso del hombre y abarca la acción positiva y hasta el esfuerzo creador. Puesto que de un hombre de virtud moral deficiente no puede esperarse que aprecie valores sociales o colectivos, abrazan la subordinación o sublimación de los valores individuales), se sigue que la virtud moral, como enseñaron los griegos, debería tener una prioridad fundamental en la educación. Para aclarar más la distinción, podríamos decir que mientras la virtud intelectual se alcanza por la búsqueda de la verdad, la virtud moral implica la posesión de la bondad.

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Si no hemos perdido todavía del todo el sentido de esta distinción entre virtud moral e intelectual, es al menos cierto que la primera ha abandonado su exigencia de prioridad. Cómo ha ocurrido es cosa interesantísima, y no le he encontrado yo ninguna respuesta muy satisfactoria en mis limitadas lecturas históricas. El proceso de división se produjo durante el Renacimiento. En la Edad Media, como en la antigüedad, la educación había sido integral; ambas virtudes habían sido indisputable función, bien de la Iglesia, bien del Estado. Pero en cierto momento, durante el primer Renacimiento, al comienzo mismo de nuestro moderno sistema educativo, esta función se dividió, entregándose la educación moral a la Iglesia y abandonándose la intelectual a la empresa privada o al Estado. Fue una división fatal, como lo habría previsto cualquier filósofo griego. Ahora podemos contemplar el triste resultado de este cisma, pues como la Iglesia fue perdiendo gradualmente su poder y autoridad sobre los hombres, la educación moral que le había sido confiada fue primero descuidada y luego considerablemente abandonada, hasta alcanzar la paradójica situación de nuestra época, en que ya no se le consideraba necesaria, excepto por una minoría religiosa.

El problema reside ahora en cómo y por qué agentes y medios podemos restablecer la enseñanza de la virtud moral. Dejo a un lado, por no ser inmediatamente realista, la posibilidad de que la Iglesia imponga una vez más el homenaje universal de que se le encomiende la responsabilidad exclusiva de un sistema educativo integral, y sugiero que retornemos a Platón y Aristóteles, quienes ofrecen una solución que sólo atiende a consideraciones prácticas.

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La solución griega recurre a la ley natural. Pero importa comprender que en este respecto los griegos eran físicos más bien que lo que nosotros biólogos. Es posible al científico moderno acudir a la naturaleza en procura de un código ético y encontrar algo que en el espíritu griego no se hallaba en modo alguno. Una vez aceptada la teoría de la evolución, y más particularmente la hipótesis de la selección natural, le pareció obvio a un filósofo como Herbert Spencer que allí se hallaba la base científica para una ciencia de la ética. El bien fue identificado con cuanto guardara consonancia con la tendencia inmanente a la vida a evolucionar hacia formas “más elevadas”; la ética se convertía en una afirmación del proceso evolutivo. Esta es en sustancia todavía la teoría de la ética enunciada por un hombre de ciencia contemporáneo, el doctor Waddington.[101]

Para Platón y Aristóteles la naturaleza no era tan intencional y teleológica. Convengo con Mr. Alfred Cobban, a quien me referiré ahora nuevamente, en que los griegos no concebían la naturaleza como una estructura fija, inmutable; que la concebían en términos de vida más bien que de ley. Pero cuando dice que “podían concebir la ley natural por analogía con la ley biológica más bien que con la ley positiva, o las leyes matemáticas o las de las ciencias físicas”, sólo coincido a medias con su afirmación. Me parece a mí que el acento, en Platón y en Aristóteles en todo caso, está más bien que en las biológicas. (Para esto supongo, quizás temerariamente, que los griegos habían advertido una esencial diferencia entre las dos leyes de la termodinámica y el principio de la selección natural). Para Platón y Aristóteles la naturaleza era fija en la medida en que exhibía su estructura física, y en su dinamismo, cierta armonía, una inevitabilidad rítmica, una norma estética de las proporciones. El arte de la vida consistía en descubrir esas armonías y ritmos, y acordar el cuerpo y el espíritu a su molde. El hombre que lo lograra sería no sólo gracioso en sus acciones y conducta, sino también de alma noble. Todo el fin de la teoría platónica de la educación era el de idear métodos por cuyo medio pudiera descubrirse e imitarse la armonía de la naturaleza. De aquí la enorme importancia que asignaba a la educación estética; a la música, la danza y todas aquellas artes concretas y plásticas que abarcan el cultivo de la gracia corporal y la destreza muscular.

La educación que necesitamos es fundamentalmente la de la virtud moral, prevista como una preparación para la educación de la virtud intelectual. No sugiero que deberían establecerse ciertas escuelas separadas destinadas a inculcar la virtud moral y otras a inculcar la intelectual, lo que conduciría a perpetuar el cisma posrenacentista. La educación debe ser integral, pues sólo un sistema educativo integral puede lograr la necesaria integración de la personalidad en el sentido que da Jung a la frase. Un sistema educativo único proveerá a ambos aspectos de la virtud, pero reconocerá, por razones ya expuestas, la prioridad genética de la virtud moral, y no intentará inculcar la virtud intelectual hasta que el espíritu del niño esté preparado para recibirla.

Que esta preparación es en gran medida física chocará a quienes están habituados a la concepción de la virtud propia de la escuela dominical; pero estoy seguro de que los griegos eran prudentes en este aspecto. El hombre, como señaló Aristóteles, es esencialmente un animal que forma hábitos; y si el nombre de Aristóteles no aporta convicción al científico moderno, sustituyámoslo por el de Pavlov, pues la teoría de moda, de los reflejos condicionados, no es sino otra manera de expresar el mismo hecho. Lo que se propone en esta teoría de la educación, es que los reflejos fisiológicos del niño sean condicionados a modelos sonoros armoniosos, a formas y colores armoniosos, hasta que la armonía penetre a formas y de apodere enteramente de la disposición del niño; y se propone que busquemos esa armonía donde existe en forma inmutable: en la morfología del mundo natural.

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Examinemos ahora una o dos consecuencias de esta teoría. Podemos advertir en primer lugar, que implica un retorno a los principios de la ley natural y de los derechos naturales que la Ilustración del siglo XVIII aspiraba a establecer sobre la base del pensamiento griego, y que fueron entonces abandonados en favor de la teoría de la soberanía popular, con tristes consecuencias para nuestra civilización. Este proceso histórico ha sido brillantemente ilustrado en un libro que no ha tenido la admiración que merece: The Crisis of Civilization, de Alfred Cobban (Cape, 1941). No pasaré aquí revista a todos los aspectos del desastre histórico que Mr. Cobban estudia, pero para nuestro contexto inmediato deberá notarse que, según él, “el resultado último de la teoría de la soberanía popular fue... la sustitución de la ética por la historia. Esta tendencia se presenta en el pensamiento contemporáneo de todos los países, pero sólo en Alemania ha alcanzado completo triunfo. La nota distintiva del pensamiento alemán moderno es la disolución de la ética en el Volkgeist;[102] su conclusión práctica, la de que el Estado es la fuente de toda moralidad, y el individuo debe aceptar las leyes y acciones de su propio Estado como poseedoras de la validez ética última”. (Incidentalmente, yo pensaría que esta tendencia ha logrado un triunfo aún más completo en Rusia). La asociación de este principio con el nacionalismo es desastrosa, pero más desasosiega verlo asociado a movimientos que normalmente se opondrían a cualquier forma de nacionalismo. Mas, como declara Mr. Cobban, la soberanía es la religión política del día. “Ha conquistado una confianza absoluta e ilimitada, cualquiera sea el partido o país, y los regímenes aparentemente más disímiles se han erigido sobre esa base. Muchos de sus más fervientes sostenedores ignoran qué es lo que sostienen, pues aquellos que más impetuosamente denuncian el principio de la soberanía nacional, haciendo escarnio de su inconsistencia, adhieren a los derechos soberanos de la voluntad popular; y los más acerbos críticos de la soberanía popular cuando ella significa socialismo, la sostendrán hasta la muerte en la forma del nacionalismo”.

Bajo la influencia de esta doctrina, todas las formas del socialismo democrático tienden a desviarse inevitablemente hacia el totalitarismo. El socialista moderno o reformador es generalmente un intelectual, a menudo nacionalista y manifiestamente virtuoso; funda sus acciones en ideales de justicia, igualdad, el mayor bien para el mayor número, etc., que apoya con plena conciencia. Su perspectiva racional puede colorearse de simpatía emocional hacia el pobre y el oprimido, y puede verse animada por la envidia y la codicia del poder. Pero, sea democrático o staliniano, raramente posee sentido alguno de la virtud moral; la asocia con la religión sobrenatural que ha desdeñado, o con las convicciones morales de las clases gobernantes a las que confía en derrocar. El socialista ¡ay! es generalmente un filisteo, y si alguna vez cobra conciencia de esta circunstancia, racionalizará incapacidad e intentará desechar la virtud moral como a tanto formalismo en arte o absolutismo en ética. El singular fracaso de los regímenes socialistas en el establecimiento de un estilo propio en arquitectura, poesía o cualquiera de las artes, es un indicio de la pobreza de su vida emocional y de la falacia de sus argumentos al respecto.

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No pido al socialista que acepte valores trascendentales, ni nada más místico que la estructura física del universo y los procesos naturales de su propia mente. Pero sí le pido que discipline sus emociones, eduque su sensibilidad (o la de sus hijos, pues para él es probablemente demasiado tarde), y que reconozca que las acciones que poseen gracia son más conducentes a la eficiencia y felicidad de la sociedad que las que no la poseen. El modelo se halla en la naturaleza. El placer es la reacción de nuestros sentidos a la percepción de tales modelos. Por la reiterada percepción e imitación de éstos, los sentidos se saturan de gracia, las emociones se atemperan, el espíritu se capacita espontáneamente para distinguir el bien del mal. Este, en todo caso, es el estado o condición de la virtud moral que los griegos miraban como el fundamento de la felicidad, y la felicidad era el estado al que, según pensaban, una sociedad debía aspirar.

La naturaleza de la crisis

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En general, los filósofos convienen en que bajo el proceso de la vida y la evolución, subyace el conflicto; la naturaleza de la existencia, como algunos de ellos dicen, es dialéctica. Avanzando desde tan generalísima descripción de nuestro universo, fácil ha sido introducir en este orden natural de las cosas el anomalísimo fenómeno de la guerra. Según se dice, esta institución, que hoy amenaza destruir la raza humana, es una ineludible consecuencia de la “lucha por la existencia”. Aun filósofos humanistas como William James, cuando se enfrentan con este problema, no tratan de rebatir tal afirmación; buscan un sustituto, un “equivalente moral” para la guerra. Lo más notable es que tienden a buscarlo en el mismo nivel físico o materialista, y nos inducen a creer que la dedicación y la exploración de los polos canalizará esas energías naturales por vías relativamente inocuas.

Yo señalaría que esta solución del problema bélico se basa en una confusión entre dos clases de guerra: una totalmente antinatural, que puede desterrarse sin daño alguno para la continuidad vital de la raza humana; y aquella otra que no necesita en modo alguno ser sublimada. Si se reconociera alguna vez la distinción entre estas dos especies de guerra, la primera de ellas cesaría, porque se estimaría que es anticuada y confunde las fuentes de la guerra real.

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Jacob Burckhardt, en un pasaje de Reflections on History,[103] deplora el hecho de que, mientras las guerras modernas son aspectos de una gran crisis general, carecen individualmente de la significación y efecto de las crisis auténticas. Con palabras que hoy parecen singularmente inexactas, señala que “pese a ellas, la vida civil continúa su rutina”. Escribiendo en 1871, lamenta que las guerras sean demasiado breves para tener algún valor como crisis; simplemente transmiten la crisis principal al futuro. Sólo cuando se consiente que esta crisis final nos arrastre, de modo que todas las fuerzas de la desesperación entren en juego, puede esperarse una regeneración de la vida; sólo con el triunfo de esas fuerzas será suplantado el antiguo orden por uno nuevo realmente vital.

A nosotros los que hoy, 70 u 80 años después, estamos sufriendo el impacto de esas fuerzas, quizás nos confortarán un poco las palabras de Burkhardt, pero únicamente si tratamos aún de distinguir la crisis general de sus aspectos particulares, cosa no tan fácil de hacer como en 1871. Entonces “guerra” y “crisis” se oponían una a otra como conceptos completamente distintos. Ahora la guerra y la crisis son simultáneas, y se necesita un considerable esfuerzo para discernir que no son también homogéneas. La guerra moderna no está exenta de cierta duplicidad de carácter, ambigüedad reflejada en la propaganda, que, por ambas partes, tiende a invocar los mismos valores espirituales.

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Las guerras modernas se libran en dos planos, que podríamos llamar el “local” y el “universal”. En ambos, consciente o inconscientemente, es posible participar, o bien no participar. La guerra local es la verdadera guerra, la que se sostiene en un momento determinado, en el Mediterráneo, en Rusia, en China o en África; la que rompe súbitamente desde el cielo, sobre una pacífica aldea, un activo puerto, una populosa ciudad industrial, sobre Ámsterdam, Bristol o Tokio. Comparativamente pocos de nosotros estamos empeñados en esta guerra; millones de hombres, pero comparativamente pocos. Está también la guerra del trabajo forzado y la investigación especializada; de vigilancia y custodia, especie de guerra en la que la mayoría de nosotros estamos en algún grado envueltos, así vivamos en un país de los llamados neutrales. Pero ésta es todavía la guerra local, fija en el espacio y el tiempo, de duración histórica definida.

La misma guerra es también universal, o más bien parte de la guerra universal, fase del desarrollo de un proceso histórico más indefinido. Pero no porque esta guerra universal sea más indefinida es menos real, y los que estamos predestinados a tomar parte en ella no podemos eludir nuestra responsabilidad, como lo demostró Tolstoi en aquellos capítulos de La guerra y la paz que saltan la mayoría de los lectores de tan profundo obra. De todas maneras, podemos entrar y salir de esta guerra universal. Así como en un sentido físico entramos y salimos de la línea del frente o de una zona bombardeada en la guerra local, de la universal podemos desentendernos mentalmente.

En ambas partes en conflicto, nos vemos alentados a desentendernos de la guerra universal, porque ésta no se libra con las armas mortales tan efectivas en la guerra local. Luchando en la guerra universal no parece que contribuyéramos en nada a la guerra local. Las armas no serán de doble propósito; aun si empleamos armas verbales en la guerra local, no podremos arrebatarlas del arsenal de la guerra universal, pues las palabras allí almacenadas no poseen las puntas del odio y exageración que exige la guerra local. En medio de ésta, la guerra universal se libra por ello en silencio, en la imaginación; y como toda actividad verdaderamente imaginativa, es intermitente. No obstante prosigue, aun en medio del estrépito de la guerra loca.

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La guerra universal es la que se produce entre las fuerzas del cambio y el estado de inercia. Los historiadores universales como Burckhardt y Spengler, reconociendo la inevitabilidad de esta lucha, se han inclinado a otorgarle la condición de una ley natural; y desde la época de Darwin, aunque no con total asentimiento del mundo científico, esta pugna entre los hombres ha sido considerada como un asunto de “la lucha por la existencia”. Si la historia y el destino humanos han de explicarse en términos puramente materialistas, poco queda que decir contra este criterio sobre la guerra universal. Pero aunque los conductores políticos se inspiran en tales motivos, y a menudo convocan a sus partidarios a luchar por el Lebensraum,[104] o por un nivel de vida más elevado, en la realidad estos motivos nunca han inspirado a una gran mayoría de la población. Cabe la duda sobre si los móviles agresivos han sido a menudo positivos, en el sentido de un cálculo de lucro. Abandonados a sí mismos, los hombres harán a veces por aventura, y algunos por profesión; pero aun cuando traspasan sus propios límites, lo hacen generalmente para contener algún peligro que los amenaza o un temor que los obsede. Pues la mayor parte de los combatientes no ejercen su libre albedrío: son presa de fuerzas anónimas, esas fuerzas históricas de las que hablaba Tolstoi.

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En sus más vastos aspectos, la crisis que está experimentando el mundo es evolutiva. No conozco mejor descripción de su verdadera naturaleza que la de un filósofo hindú contemporáneo, Sri Aurobindo: “En nuestros días la humanidad está pasando por una crisis evolutiva en la que se oculta una elección de su destino, pues se ha llegado a una etapa en que el espíritu humano ha alcanzado en ciertas direcciones un enorme desarrollo, mientras en otras permanece detenido y azorado y no logra descubrir su camino. La mente siempre activa y la voluntad vital del hombre han creado una estructura de la vida externa, de una vastedad y complejidad ingobernables, para el servicio de sus exigencias e impulsos espirituales, vitales, físicos; una compleja maquinaria política, social, administrativa, económica, cultural, un instrumento colectivo organizado por su satisfacción intelectual, sensorial, estética y material. El hombre ha creado un sistema de civilización que ha llegado a ser demasiado grande para su limitada capacidad mental y su comprensión y su aún más limitada capacidad espiritual y moral para utilizar un sirviente demasiado peligroso de su desatinado yo y los apetitos de éste. Pues no ha aflorado todavía a la superficie de su conciencia un espíritu vidente superior, un alma intuitiva de conocimiento que pueda hacer de esta plenitud vital básica una condición para la libre eclosión de algo que la exceda... Al mismo tiempo, la ciencia ha puesto a su disposición muchas potencias de la Fuerza universal y ha hecho de la vida de la humanidad materialmente una; pero quien emplea esta Fuerza universal es un pequeño ego humano individual o comunal, que nada tiene de universal en la luz de su conocimiento o sus movimientos, ni un sentido interno o poder que cree en esta reunión física del mundo humano, una auténtica unidad vital, mental y espiritual”.[105]

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Los verdaderos síntomas de esta crisis evolutiva se revelan en la forma de la más grande transformación sociológica que haya ocurrido desde que el sistema feudal cedió lugar al sistema mercantil o capitalista. Ahora, a su vez, el sistema capitalista se está desintegrando. Su disolución puede demorarse una década o dos, en algunas partes del mundo quizás un siglo, poco más o menos. Es decir, podemos prolongar de alguna manera, y siempre por medio de las guerras locales, períodos de transición. Esto hacemos porque no nos representamos aún claramente la meta hacia la cual nos dirigimos; porque disentimos, no en cuanto a la necesidad de avanzar, sino más bien respecto de la velocidad que debemos llevar. Algunos quisieran meditar más tiempo sobre tan remotas metas. El mundo avanza hacia una mayor integración (merced a la estrecha unión de los veloces sistemas de comunicación), hacia una mayor estabilidad de la producción (debido al control internacional de los mercados retraídos y el gradual agotamiento del alcance de las invenciones que hacen posible la mecanización industrial). Como consecuencia de estas fuerzas inevitables, podemos afirmar también que el mundo marcha hacia una total comunización de los medios de producción y distribución. Lo que discutimos todavía es simplemente la forma de esta comunización o, más precisamente, la distribución del poder dentro de las comunas constitutivas (organizaciones colectivas industriales, cárteles o cualquier forma que este sistema adopte).

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Existen grupos que han heredado del pasado un sistema de poder; naturalmente, desean preservar su situación futura. Otros hay en quienes ha sido delegado: gobernantes, hombres de ciencia, empresarios, los cuales desean asumir la totalidad de los poderes que hasta aquí han ejercido por delegación. Más allá, se encuentran los desposeídos que aspiran al poder. Todas estas fuerzas se hallan en actividad, perturbando la paz del mundo porque se apoderan del dominio de las fuerzas armadas nacionales, y en nombre de una nación, tratan de establecer el poder de una clase.

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En el mundo moderno, el concepto de nación ha sido tan fuerte, que aquellos intereses que en realidad cruzan de nación a nación y borran sus fronteras no han podido establecer su identidad individual. Todo intento de unir a los trabajadores de todo el mundo, a los cristianos, y aun a los hombres de negocios de todo el mundo, los banqueros y los fabricantes de armamentos, han fracasado ante las barreras de una ideología nacionalista armada y siempre irracional. Esta ideología ha triunfado sobre los intereses egoístas de los grupos sociales no menos que sobre los móviles desinteresados de los hombres de buena voluntad.

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Las guerras entre naciones son siempre “locales”, en el sentido ya definido; pero la crisis de que son síntoma es universal. La paradoja de la situación actual consiste en que los móviles universales determinan guerras que se emprenden localmente, entre entidades geográficas. Las causas de las guerras modernas son sociales y económicas; pero estas causas comunes se visten con los uniformes militares de diversas naciones, y la guerra es conducida en medio de una confusión tan completa como el juego de la gallina ciega.

Algún día podremos abandonar nuestros uniformes; entonces las “fuerzas plenas de la desesperación” entrarán en juego. La guerra se sostendrá entonces abiertamente, no entre grupos de naciones, sino sencillamente entre los protagonistas del viejo y el nuevo orden. Pudiera ser que en sus primeras etapas esta guerra se libre también con armas morales, y será entonces la más amarga y sangrienta de todas las guerras. Pero quizás hombres que habrán arrojado sus disfraces nacionales reconocerán por primera vez en la historia su humanidad común. Ya en la última guerra se agitaron las más profundas emociones, no a causa de las operaciones puramente bélicas, sino por el bombardeo de ciudades abiertas, por la matanza de mujeres y niños, por la esclavización de razas enteras; en suma, por el impacto social de la guerra. Un vínculo de simpatía, más poderoso que cualquier lazo nacionalista, se forjó entre los aturdidos y diezmados habitantes de Rótterdam y Hull, Colonia y Coventry, Sebastopol y Sanit Nazaire. Desde entonces los políticos y expertos de la guerra tratan de proyectar un mundo nuevo, pero no han triunfado hasta ahora porque no han reunido en un fondo común las emociones y aspiraciones de esas gentes perplejas y doloridas.

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Existe en este momento histórico una experiencia común de ayuda mutua en torno de la cual podemos construir una comunidad mundial. Y si hoy es ésta una concepción muy amplia, ahí está la tradición europea que no ha sido eclipsada por la historia reciente. Inglaterra no se ha alejado nunca de su tradición, ni en la Edad Media, ni en el Renacimiento y la Ilustración, ni en la época moderna. Desde los albores del siglo XIX, cuando los ingleses, alemanes, franceses y rusos encallaron en el movimiento romántico se vieron tan intextricablemente entrelazados, que hasta el moderno renacimiento poético que comienza con Baudelaire y Rimbaud (franceses), y continúa con Apollinaire (griego), Yeats (irlandés, Valéry (también francés), Rilke (checo de habla alemana), Eliot (anglo-norteamericano), Lorca (español) y Pasternak (ruso) no hay costa cultural separada de alguna significación. Hasta el francés es inimaginable sin Constable y Turner; y más recientes tendencias del arte moderno son de inspiración hispánica (Picasso, Miró); Inglaterra, Alemania, Italia, Francia, Noruega, Rusia, España, todas las naciones europeas han contribuido a una cultura europea común.

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Frente a la unidad e integridad de esta expansión cultural, las guerras nacionalistas son anacronismos fútiles, que llenan a todos los espíritus sensatos de ira y desesperación. Pero la guerra secreta y universal de que he hablado mueve a esos mismos espíritus hacia el partidismo; comprenden que una cultura auténtica demanda, no la petrificación en formas sociales muertas, sino cambios dinámicos; y que el impacto de este cambio debe experimentarlo la humanidad en su unicidad espiritual, más bien que en las artificiales categorías de la división en naciones. El artista, sobre todo, no se ha sentido nunca inspirado por estas categorías artificiales; siente y expresa las fuerzas humanas y sociales de su tiempo, sencillamente porque son reales y están próximas a él. El gran arte de la época clásica se nutrió en el orgullo cívico, y no en el poder militar; el gran arte medieval fue fomentado por pequeñas comunidades unidas, para gloria del Dios universal; el gran arte renacentista tuvo también origen cívico, creado a veces para la gloria de Dios, otras en celebración de la virtud intelectual; todas estas artes, en cada era, ocuparon el lugar de la guerra. Guerra interrumpida, y guerra entretejida en la tela de la actividad creadora humana, pero siempre como un hilo suelto.

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La tradición común es creadora, exige respeto por los valores personales y la preservación de la vida humana; pero demanda continua emulación en las relaciones sociales. Fue un error de los historiadores filosóficos como Nietzsche y Burckhardt distinguir entre contienda dialéctica (que es siempre universal, aun cuando es más local) y contienda moral (que es local aun cuando, como en nuestro tiempo, es más universal), distinción que los condujo a aceptar la inevitabilidad de la guerra. Ahora debemos trabajar por un mundo cuya articulación orgánica estimule la intensificación de la guerra dialéctica, pero destierre para siempre las guerras mortales. Las energías que se manifiestan en el progreso biológico y cultural tendrán siempre un aspecto militante. Toda esperanza de la futura unidad de nuestra civilización se apoya en el reconocimiento de esta guerra inevitable que se sostiene con armas dialécticas y más impetuosas cuanto más íntimamente, más bien que en cualquier supuesta sublimación de la guerra mortal.

Ética del poder

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Se encontrará que aquellos que defienden el ejercicio del poder suponen que éste es una suerte de energía abstracta, equivalente a la energía del mundo físico. Por ellos están dispuestos a delegar el derecho de ejercerlo en una persona en particular o un grupo de personas, en la presunción de que éste es sencillamente un modo efectivo, y quizá el único efectivo, de que las cosas se hagan. Mi opinión difiere mucho de ésta. Creo que el poder no es una energía abstracta cuando se confía a las personas, sino una esencia corrosiva; que ocasiona siempre más mal que bien, y que existe otro método de alcanzar el bien que debería preferirse al uso del poder.

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Desde el punto de vista ético el problema del poder es fundamental, y así lo han reconocido todos los grandes maestros de la ética. No me extenderé en la condenación del uso del poder que hallamos en la primitiva filosofía oriental —en Lao Tsé y Chuan Tsé— y en algunos filósofos griegos, porque estas doctrinas están incorporadas en el evangelio de Cristo, el cual se encuentra mucho más cerca de nuestro corazón y nuestro entendimiento. Lo que Jesús dijo al respecto no es, a mi parecer, en manera alguna ambiguo. Su ética del poder no sólo se halla expresada negativamente en una de las bienaventuranzas (“benditos sean los humildes, porque ellos heredarán la tierra”), sino que está más hermoso, más dramáticamente ilustrada en un momento decisivo de la tentación en el desierto. Cuando el demonio condujo a Cristo a lo alto de una montaña y le mostró “todos los reinos del mundo y su gloria” y le propuso que Se prosternarse y lo adorara, la inspirada conciencia de Cristo resistió la tentación; rechazó el ejercicio de la soberanía mundana por la consecuencia de su reino moral.

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Sé que los cristianos han hallado cómo evadir esta lección del Maestro, y recuerdo en particular una audición radiofónica de Reinhold Niebuhr de años atrás. Niebuhr, profesor de teología cristiana, sostenía que la organización del poder se basa del orden y la paz, y yo, que no pretendo ser teólogo ni cristiano, me sentí profundamente disgustado por lo que me pareció una traición al mensaje esencial de Cristo. No se trata simplemente de que Reinhold Niebuhr y muchos de sus correligionarios niegan la enseñanza de Cristo a este respecto, sino que huyen a la vista de la evidencia histórica. El orden y la paz no los ha establecido ni establecerá jamás el poder, por la sencilla razón de que el poder corrompe siempre a la autoridad —papa, rey, dictador o mayoría parlamentaria— que lo ejerce. El aforismo de lord Acton ha sido repetido últimamente con cierta excesiva frecuencia, generalmente por personas que no tienen cabal noción de su contexto. Lo cito aquí nuevamente, para darlo completo y en su contexto. Acton fue no sólo un gran historiador —uno de los más grandes de los tiempos modernos— sino además un sincerísimo y firme cristiano. La frase famosa aparece en una carta que escribió al obispo Creighton acerca de la History of the Papacy, de este último, cuyo análisis crítico había publicado Acton en un periódico editado por el obispo. Acton había hallado en la historia de éste lo que llamó “una disposición de indulgencia y reverencia retrospectiva hacia la acción de la autoridad”, y sostuvo que los historiadores “erigen la moral como único criterio imparcial de hombres y cosas, y el único en que puede hacerse coincidir a los espíritus honestos”. En su carta fue más explícito. Decía en ella: “No puedo aceptar la norma que usted establece, según la cual debemos juzgar al Papa y al Rey distintos de los demás hombres, con la presunción favorable de que no cometen injusticias. Si alguna presunción cabe es la opuesta, contra los mantenedores del poder, que se acrecienta conforme se acrecienta el poder. La responsabilidad histórica tiene que compensar la falta de responsabilidad legal. El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre malos hombres, aun cuando ejerzan influencia y no autoridad, más aún cuando se sobreañade la tendencia o la certeza de la corrupción por la autoridad. No hay peor herejía que la de que el cargo santifica al que lo ejerce”.

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Si podemos aceptar el testimonio histórico como lo estableció Acton —y creo que nadie puede cuestionar su inigualable enseñanza e integridad científica—, el poder como medio de lograr fines morales queda condenado, sin posibilidad ninguna de duda o remisión. Y Acton no está sólo en su condenación del poder. Unos veinte años antes que escribiera el artículo cuyos pasajes acabo de citar, otro gran historiador, Jacob Burckhardt, dictando un curso de conferencias en Basle, titulado “Introducción al estudio de la historia”, condenó en una de ellas el poder con palabras que anticipaban las de Acton. “El poder —dijo Burkhardt— es malo por naturaleza, quienquiera sea el que lo esgrime. No es estabilidad, sino codicia, e ipso facto insaciable; por ello infeliz en sí mismo y destinado a hacer desdichados a los demás”.

Burckhardt y Acton no limitan sus afirmaciones, sino que deducen una ley universal de la evidencia histórica: el poder es malo, el poder corrompe, siempre y absolutamente. Ahora bien, una ley universal como ésta debe descansar en alguna debilidad humana inmanente, y yo creo que podemos decir que el testimonio histórico está plenamente corroborado por las probabilidades psicológicas. El instinto agresivo, la voluntad de afirmar el yo frente a los demás, frente a la sociedad, si no nace con nosotros, se desarrolla sin duda en los primeros días de la infancia.

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La frustración de este instinto por los códigos sociales de la conducta, por los conceptos tradicionales del bien y el mal, tiende a desviar a la personalidad de la lealtad a la familia, al clan, al cuerpo social. Pero normalmente nos avergonzaría confesar tales instintos, y ese sentimiento de desviación es relegado a la inconsciencia, sólo para reaparecer en momentos de lucha social o guerra internacional, cuando la agresividad es aprobada por la sociedad. Mas este instinto agresivo, base de la voluntad de poder, puede, si se confiesa francamente su existencia, ser transformado. No creo que ningún psicólogo sostenga que puede ser exorcizado o que debería serlo; pero puede canalizársele por vías creadoras en lugar de las destructivas; puede desplegarse contra las fuerzas hostiles de la naturaleza, para dominar la enfermedad o reconstruir nuestro contorno social, en todas las artes de la paz; puede convertirse en la esencia misma del mutuo amor, de la caridad, la comunión. Cuando existe cohesividad social, la moral adopta diferente aspecto: no es ya un freno para los impulsos agresivos, sino una energía transformada que mantiene la integridad social.

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Un código moral no sólo es posible sino aceptable en tanto que somos miembros unos de otros, en tanto que poseemos personalidad colectiva, cohesión espiritual. Si estamos divididos, ya sea en amos y esclavos, ya en clases altas y bajas, ya en gobernantes y gobernados, esta integridad social deja de existir. Rige entonces una ley para el rico y otra para el pobre, una para los pudientes y otra para los desposeídos, y una vez más se monta en la historia el funesto escenario de la tiranía o la opresión. No creo que esta situación se alteraría otorgando el poder a los hombres de ciencia: un hombre de ciencia corrompido es mucho más peligroso que un político corrompido.

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He admitido que la voluntad de poder es un factor biológico. Constituye una faceta de la lucha por la sobrevivencia. Pero no hay razón alguna por la que este factor biológico deba erigirse en principio moral. Nada absoluto hay en él; y existen pruebas que indican la existencia de otro y muy diverso factor biológico. Éste nos autoriza a creer que la integridad social que buscamos ya ha tenido esporádicas apariciones en el proceso de evolución. A este factor lo llamamos ayuda mutua.

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Una filosofía del poder puede basarse en lo que se denomina realismo político, con lo cual se alude al oportunismo cínico de filósofos como Maquiavelo o Hobbes. Pero es la filosofía del absolutismo, la tiranía y la dictadura totalitaria; filosofía que no necesito demoler porque no se encontrará nadie que la defienda. Existe en cambio una más sutil filosofía del poder, o más bien de la “voluntad de poder”, que fue desarrollada por Nietzsche y que pretende ser más oportunismo, que pretende ser una filosofía con base científica. Pero se funda, evidentemente, en una errónea interpretación de Darwin, y Darwin mismo sostuvo que su concepción de la lucha por la existencia, de la supervivencia de los más aptos, debía tomarse en lo que él llamó “sentido amplio y metafórico, incluyendo la dependencia de un ser de otro”.

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En El origen del hombre, Darwin puntualizó cómo en innumerables sociedades animales desaparece la lucha por los medios de existencia entre individuos separados; cómo la lucha se reemplaza por la cooperación, y cómo esta sustitución —este reemplazo de la lucha por la cooperación— desarrolla las facultades intelectuales y morales que aseguran a la especie las mejores condiciones para la supervivencia. Pero este importante aspecto de la teoría darvinista ha sido generalmente descuidado, e iba a ser el príncipe Kropotkin quien exploraría las incidencias biológicas, sociológicas y éticas de ese factor en la evolución, cosa que hizo en su gran libro Mutual Aid, escrito hace unos cincuenta años. No puedo resumir la masa de hechos que Kropotkin aduce en apoyo de su tesis —de esta fase de la evolución biológica y social—, pero su libro es estrictamente científico; Kropotkin posee un avenamiento científico acabado, y se mantiene fiel a los hechos. Pero también extrae las conclusiones obvias. Por ejemplo, del estudio de la vida interna de la ciudad medieval y de las ciudades de la Grecia antigua, concluye que “la combinación de la ayuda mutua, tal como se practicó en la guilda y el clan griego, con la amplia iniciativa que se dejaba al individuo y al grupo por medio del principio federativo, dio a la humanidad los dos períodos más grandes de su historia: los de la antigua ciudad griega y la ciudad medieval; en tanto que la ruina de estas instituciones durante los períodos estatales de la historia que siguieron, corresponde en ambos casos a una rápida decadencia”. Pero lo que más me interesa aquí son las conclusiones éticas que extrajo de su estudio de la ayuda mutua; transcribo nuevamente sus palabras:

“El amor, la piedad y el autosacrificio desempeñan ciertamente gran papel en el desarrollo progresivo de nuestros sentimientos morales. Pero la sociedad humana no se basa sobre el amor ni sobre la piedad; lo que lleva al individuo a considerar los derechos de todo otro individuo iguales a los propios es la conciencia —el reconocimiento inconsciente de la fuerza que cada hombre se apropia en la práctica de la ayuda mutua; de la estrecha dependencia que guarda la felicidad de cada uno con la felicidad de todos; y del sentido de la justicia, la equidad—. Sobre este ancho y necesario cimiento se desarrollan los aún más altos sentimientos morales”.

Muchos están dispuestos a admitir la verdad de estas observaciones de Kropotkin, y acogerán de buen grado una sociedad fundada, no en el poder, sino en la ayuda mutua; pero no alcanzan a ver cómo podría llevarse a cabo. El poder es un hecho efectivo; un hecho horrible, tanto en política como en el comercio. Decimos que el comercio sigue a la bandera (con lo que entendemos los fusiles bajo la bandera), y existe toda clase de elementos indeseables —no sólo dictadores y agitadores, sino criminales y pistoleros— que las fuerzas armadas del Estado deben reprimir. No aprobamos el poder como principio moral, dicen aquellas personas, pero es necesario como sanción última de la legalidad.

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En oposición a este punto de vista sólo se puede repetir que el poder corrompe, y que el mal que su empleo ocasiona es siempre mayor que el mal que reprimiría. ¿Puede alguien, contemplando la situación del mundo hoy día, sostener sensatamente que el ejercicio del poder ha asegurado algún bien permanente, algún sentido de estabilidad o tranquilidad social? El poder se alzó frente al poder en la primera guerra mundial, y por medio del poder se destruyó una tiranía; pero de los campos de batalla europeos brotó un militar de nuevos males que amenazaron nuestra paz, hasta que el poder fue invocado nuevamente para sofocarlos. Otra vez fue eliminada una tiranía, pero nuevos males se multiplicaron al despertar la guerra, y hoy nuestra situación es infinitamente peor en comparación con cualquier época de que guarde memoria la humanidad. El poder ha suprimido esta o aquel mal, pero no ha alcanzado al mal que se halla en el corazón de las cosas: no ha procurado nada positivo, nada creador, nada que contribuya al bienestar de la humanidad. ¿No debemos entonces concluir, con toda cordura y humildad, que el poder no vence al mal? ¿No debemos volvernos más bien hacia aquel otro principio que está incorporado al mandamiento que dice: No resistir al mal? La doctrina de la no resistencia al mal puede ser difícil de comprender y practicar, pero su eficacia ha quedado demostrada reiteradamente en el curso de la historia.

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Las diversas campañas emprendidas por Gandhi en Sudáfrica y la India han sido la prominente aplicación de este principio. Déjense a un lado los aspectos políticos de esta campaña por la independencia de la India; considérese sólo su táctica, y debemos admitir que la concepción total del poder: poder imperial, poder militar, poder económico, fue derrotada por un hombre vestido con un taparrabos, que predicaba un evangelio de humildad, de no resistencia.

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No pretendo que la alternativa del poder sea fácil; exige, por el contrario, inmenso sacrificio y una disciplina angélica. Pero ese mismo sacrificio y disciplina crearán la atmósfera ética que rechace el impulso al ejercicio del poder. En lugar de una multitud de individuos inquietos, que tratan cada uno por su lado de lograr alguna ventaja sobre sus semejantes, nos convertimos en parte de algo más grande que la individualidad, más amplio que una secta piadosa o una secta exclusiva; nos convertimos unos en parte de los otros; en una comunidad cooperativa en el trabajo y en el juego; en una hermandad indivisible en la aspiración.

La ética del bienestar

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Los samoanos, según Margaret Mead,[106] constituyen un raro fenómeno cultural, una comunidad social integrada, feliz. “El ajuste sexual del samoano adulto, puede decirse que es el más apacible del mundo. Pasión y responsabilidad se mezclan en tal forma que los niños son queridos, ciudadanos y educados en grandes familias estables que no cuentan para su seguridad con el endeble y tenue lazo entre dos padres. La personalidad adulta es bastante estable para resistir las extraordinarias pasiones del mundo exterior y conservar su serenidad y seguridad”. Mas ¡ay! “el precio que pagan por su apacible, uniforme y satisfactorio sistema es la imposibilidad de hacer uso de ciertos dones especiales, de una inteligencia excepcional, de una intensidad regular. No hay lugar en Samoa para el hombre o la mujer capaces de una gran pasión, de un sentimiento estético complejo, de una devoción religiosa profunda”. Cierto es que poseen religión —el congregacionalismo inglés—; pero han remodelado algunos de sus principios más severos. “¿Por qué arrepentirse tan amargamente —dice el predicador samoano— cuando Dios está justamente esperando perdonarnos siempre?”

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El ejemplo de Samoa contradice algunas de las más preciadas nociones del filósofo de la historia, pues demuestra que es perfectamente posible poseer todas las virtudes sociales sin coerción de una religión sobrenatural. Lo peor que pueda decirse de los samoanos es que chismorrean demasiado, pero no que constituyen una raza en decadencia, pues son físicamente muy sanos y presentan el promedio mundial más alto de crecimiento demográfico. Pero no tienen complejos ni emociones intensas; ¡no producen santos, no héroes, ni genios torturados, ni Kierkegaards ni Dostoyevskys, ni Ibsens, ni Kafkas!

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Samoa, se dirá, no aporta ninguna prueba valiosa para la civilización occidental; su clima es muy diferente y posee una no ortodoxa economía de abundancia. Podemos pensar así en la Europa occidental, enfrentados como estamos por los males que acompañan a una economía de escasez. Allende el Atlántico, empero, existe otra civilización, dinámica, expansiva, que busca un fundamento para su civilización, un principio de unidad social. ¿Existe alguna razón especial por la que debe aceptar la autoridad sobrenatural de la Iglesia, en otras palabras, someterse a un sistema de inhibiciones y represiones que procure un orden moral y un grado más elevado de cultura, a costa de la felicidad personal? El filósofo de la historia quizás proteste, si es cristiano, y sostenga que no hay garantía de felicidad en la aplicación de las técnicas samoanas a las comunidades industriales modernas. Pero el antropólogo sustituye las técnicas samoanas por las técnicas psicoanalíticas, y el cúmulo de pruebas reunidas por los antropólogos en apoyo de las principales hipótesis freudianas es realmente impresionante. Bastan para convencer a Margaret Mead “de que un mayor conocimiento puede en verdad liberar a los hombres; que se puede ceñir más estrechamente la propia cultura a la imagen de todos los corazones humanos, no obstante sus diferencias, sin manipulación, sin el poder mortífero, sin pérdida de la inocencia, que nos quita espontaneidad”. Finalmente cree que “buen número de norteamericanos tienen un compromiso con la importancia de la libertad que dimana del conocimiento y la inteligencia más que de la coerción, la autoridad establecida o revelación final”. De mis propias observaciones del pueblo norteamericano extraigo la creencia de que ello es verdad, lo que explica el desdén por la cultura característico del ciudadano norteamericano típico. Éste preferiría ser un samoano que un poeta o un místico, y su elección se funda en el conocimiento y la comprensión de las alternativas.

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Sospecho que la crítica valedera de esta filosofía social no es teológica sino teleológica. La humanidad no ha pasado por el rigor, la pasión y la tragedia en procura de provecho inmediato, sino porque ese sufrimiento ha desarrollado sus facultades de concepción y comprensión, en suma, su conciencia. Christopher Dawson, cuya filosofía social es bien distinta de la de Margaret Mead, hace una afirmación análoga a la mía. “Toda la importancia de estos siglos... no ha de hallarse en el orden externo que crearon o intentaron crear, sino en el cambio interior que efectuaron en el alma del hombre occidental, cambio que nunca se borrará enteramente, salvo por la total negación o destrucción del hombre occidental mismo”.[107] No es, sin embargo, explícito acerca de la índole de este “cambio íntimo”. En libros anteriores, particularmente en The Age of Gods, demostró cómo se vinculan los grandes períodos de la cultura universal con los cambios de la visión humana de la Realidad. Estos cambios son pasos fundamentales en la evolución humana; de no haber ocurrido seríamos aún monos antropoides. Según la religión cristiana, el hombre ha de sufrir para conquistar el reino de los cielos; en un sentido muy similar y muy físico, el hombre debe sufrir para conquistar el enriquecimiento de su sensibilidad, el refinamiento de la conciencia, la inteligencia misma. Es el sistema nervioso el que sufre profundamente y goza intensamente.

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Para volver a las cuestiones con que comenzaron estas notas: las libertades constituyen uno de los valores conscientes de una civilización. Se conciben y cultivan, se definen y se protegen, y pueden asimismo ser derogadas. Negadas y desnaturalizadas.

Pero la libertad es la creación inconsciente de una cultura. No se puede abstraer ni definir, ni puede cultivarse o protegerse. Es un pulso, un aliento vital del que apenas nos damos cuenta hasta que cesa; y se abate cuando el cuerpo está enfermo o sujeto a restricciones.

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Libertad y libertades, cultura y civilización; estas dos palabras nos capacitan para distinguir entre dos categorías del ser; entre los crecimientos, que son orgánicos, y las organizaciones, que son artificiales. Si desde este punto de vista contemplamos la sociedad humana, podemos distinguir ciertos desarrollos biológicos determinados por las necesidades del hombre, cuyo requisito es la ayuda mutua. El carácter general de ese desarrollo social se denota quizás con mayor propiedad con la palabra comunidad.

Pero estos desarrollos sociales difieren de las segregaciones de los seres humanos en clases determinadas, no por las necesidades biológicas, sino por la necesidad política. Esas clases son económicas o militares, y su finalidad crear zonas de poder absoluto. A estas zonas se les da el nombre de naciones, o más concretamente, de estados.

Si tenemos presentes estas distinciones entre
libertad y libertades
cultura y civilización
comunidad y estado,

distinciones todas relacionadas con la fundamental entre crecimiento biológico y organización intelectual, nos hallaremos en mejores condiciones para examinar nuestra exigencia de autonomía para el arte, de libertad para el artista.

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El arte, en su más recóndita naturaleza, es biológico. Es una expresión de los instintos espontáneos y aunque el intelecto puede elaborarlo de una manera secundaria, su vitalidad depende de su libertad para contribuir a los procesos evolutivos de la vida.

Cuando hablamos de la autonomía del arte, no nos referimos a una situación de independencia, de aislamiento; nos referimos a la libertad para funcionar orgánicamente; hablamos exactamente de la misma situación a que aluden frases como “la libertad de los miembros”, la “libertad de respirar”. Nos referimos a la libertad para llenar una función orgánica dentro del complejo cuerpo de una comunidad biológicamente determinada.

Tal libertad implica responsabilidad, pero no obligación; integración, no sujeción.

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Pongamos punto final a las distinciones lógicas y etimológicas. Sin embargo, nuestras confusiones, nuestras disputas, nuestras guerras nacen de esta incapacidad para captar distinciones lógicas de esta índole, y esta incapacidad no se limita a un solo lado de la cortina de hierro. La calculada estupidez del tratamiento que da el autoritario al artista, corre parejas con la torpe insensibilidad del tratamiento que le da el democrático.

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Los democráticos concuerdan acerca de la estupidez del intento autoritario “de transformar el arte en un instrumento del poder estatal y regimentar al artista”, para citar una formulación típica del cargo. Debatir tal aspecto de la cuestión sería sencillamente predicar para los convencidos. A aquellas personas y estados partidarios de la regimentación del artista, basta dirigirles una pregunta: ¿Dónde, pues, se halla su arte?

Pero detengámonos en la vida en el ojo propio. Después de todo, ¿Dónde está nuestro arte? ¿Picasso? ¿Braque, Corbusier, Kokoschka, Moore, Gropius...? Podemos tomar una docena o una centena de nombres, mezclarlos en una ensaladera, aderezarlos con aceite y vinagre, ¿y creen que tendremos así una cultura? Una cultura no se expresa por las realizaciones aisladas de unos pocos individuos; una cultura es una unidad de expresión, visible en el cultivo de un campo, en el trazado de una ciudad, en rituales y ceremonias, en las costumbres y monumentos, en el color y la alegría. Una cultura de esta índole, con su séquito de artes, no existe hoy en ninguna parte del mundo. Desde el punto de vista cultural, somos unos desposeídos o vivimos saqueando el pasado. Andamos a ciegas, tambaleantes, en una nueva era de oscuridad, de olvido público, de mera utilidad y fealdad.

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La declinación comenzó hace mucho, con el nacimiento del capitalismo. Concedo a los marxistas cuanto tienen que decir acerca del descenso de la cultura con el capitalismo. A la relación que el capitalista establece con el artista le damos el nombre de mecenazgo. Ahora, en nuestra inocencia democrática, creemos que salvaremos el arte substituyendo el mecenazgo privado por el del Estado. Es engaño e ignorancia. Fuera de que el frío monstruo del Estado no puede jamás reemplazar el contacto humano entre las personas, el mecenazgo es cosa equivocada, social, psicológica y moralmente. No salvaguardamos “la autonomía de la imaginación creadora” sometiéndola al dictado de un protector individual, y menos aún subordinándola a las deliberaciones de una comisión. Por tales medios podemos salvar de la desesperación a un artista individual, pero, como lo he repetido hasta el hartazgo, una cultura no es una colección de artistas individuales, sino un producto orgánico.

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La relación del mecenazgo debe sustituirse mediante un proceso natural del cuerpo de la comunidad, por una relación de incorporación. El artista debe convertirse nuevamente en miembro del cuerpo comunal. Sólo en condición de tal correrá por sus venas sangre de la comunidad y consagrará su vida a expresar su espíritu.

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No creo que podamos resolver este problema en forma directa, por la acción fragmentaria; no podemos crear una cultura reflexionando acerca de la cultura. La cultura es la expresión espontánea de una comunidad integrada. Si se me pregunta qué es una comunidad integrada, sólo puedo responder que no me es posible señalar la existencia de ninguna en el mundo actual, pues el mundo está repartido entre dos civilizaciones incompletas. Ni abrigo mucha esperanza de que surja una comunidad semejante, salvo en Palestina. Es quizás significativo que las comunidades integrales del pasado —Atenas, Etruria, las comunidades cristianas medievales, Venecia en su gloria republicana— no fueron nunca amplias. Eran pequeñas y democráticas, y si en ocasiones descuidaron las libertades civiles, respetaron siempre la integridad del artesano y le otorgaron una posición, por su función, dentro del cuerpo de la comunidad. No protegieron a sus artistas; ni siquiera tenían conciencia de la existencia del artista como una especie separada y peculiarmente dependiente de hombre. Sólo tenían conciencia de la existencia de la comunidad viva, de sus miembros diferenciados conforme a su particular aptitud, y de todos contribuyendo a la grandeza común.

El desamparo del artista

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En el mundo moderno predominan dos criterios distintos acerca del artista en la sociedad. Uno, el marxista, es definido y a menudo claramente expresado. El artista es el exponente de la ideología de su época, y en una sociedad que surge, como la socialista naciente en Rusia, tiene el deber inmediato de contribuir al establecimiento del nuevo orden: es un propagandista, y aun siendo su labor de índole práctica, tal la de un arquitecto, su deber es expresar en su actividad creadora los ideales que inspiran a sus conductores políticos y que consolidan al pueblo como unidad política.

El otro criterio dominante no es en modo alguno tan preciso en su formulación; emplea palabras tales como “libertad” y “libertades” y puede demostrar, apelando a la historia del arte, que las fuentes del arte son tan sutiles e imponderables que cualquier obstrucción consciente de su funcionamiento acarreará probablemente la frustración y la esterilidad. Aun la protección del estado, que las democracias se ven incitadas a practicar a la falta de un mecenazgo privado extinto, no parece inspirar ningún movimiento artístico vital, y cuando se le dirige oficialmente desemboca en un academismo unánime.

Dejando a un lado tan inútiles intentos de patrocinio, la actitud democrática hacia las artes es la del laissez-faire. Reconoce que el artista es un miembro útil de la comunidad (fomenta la profesión mediante la creación y mantenimiento de escuelas de arte); pero no se aventura a definir el papel del arte en la sociedad, ni ejerce control directo alguno sobre la actividad del artista. En rigor, hace de esta negligencia una virtud, charlando mucho acerca de la libertad del artista. Esta libertad es en realidad desamparo. Como consecuencia de los progresos económicos de los dos últimos siglos, y de los adelantos intelectuales que se remontan en la historia del mucho más lejos, el artista ha ido siendo paulatinamente excluido de la vida normal de la comunidad, en particular del sistema dominante de producción.

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No es necesario idealizar la antigua Grecia o la Edad Media; el artista de esas épocas compartía una suerte común que a menudo no era superior a la del esclavo, pero era la suerte común: no se establecía diferente, ya por la índole del talento, ya por el reconocimiento debido a sus respectivas obras, entre el artista y el artesano o cualquier otro ciudadano empeñado en una actividad productiva que implicara la producción de cosas. Existían varias especies de artesanos y diferentes aptitudes adecuadas a cada artesanía. Se reconocían y recompensaban las gradaciones de la destreza, y en este sentido había una diferencia entre Praxíteles y un albañil, entre Matthew Paris y cualquier iluminador competente. Había jerarquías en cada condición de la vida, pero éstas no se señalaban como “privadas” o “profesionales”; había libre circulación de productores y el entretejimiento de sus actividades contribuía a una estructura integrada de la sociedad.

Los marxistas tienen seguramente razón al relacionar el aniquilamiento de esta estructura con el avance del capitalismo —capitalismo es el término económico; el filosófico es individualismo—. No se trataba simplemente de que las nuevas clases comerciales, seguras en su posesión de una fortuna personal, deseaban dar prestigio a su situación, mediante encargos personales al artista; el artista mismo deseaba convertirse en un comerciante independiente, vendiendo sus obras en un mercado abierto, libre de las humillaciones del mecenazgo eclesiástico. El cambio de actitud, el estímulo de los instintos adquisitivo y posesivo, era casi general, y no debe tratarse al artista en un sentido único, como víctima del capitalismo; él fue simplemente uno de los primeros en sucumbir a la naciente ideología del lucro.

Pero fue asimismo uno de los primeros en padecer los efectos de la industrialización y la producción en masa, a que condujo inevitablemente el progreso del capitalismo financiero. De todos los procesos productivos, el arte es el único que no puede admitir la subdivisión del trabajo. Cierto es que el trabajo que implica un arte práctico como la arquitectura puede someterse a la subdivisión, y siempre fue en alguna medida subdividido; pero se ha reconocido que el gran edificio es uno de los que más claramente expresan una visión personal, que domina todos los elementos particulares. También es cierto que algunos de los grandes maestros de la pintura, como Rubens, delegaron parte de su obra en sus ayudantes, pero igualmente con resultados dudosos (cosa que constituye la preocupación de los críticos modernos). Los valores estéticos, los valores que constituyen la naturaleza misma del arte, están determinados por la sensibilidad individual, y ninguna fábrica podría haber producido los dramas de Shakespeare o los cuadros de Rembrandt, hecho bastante evidente, pero a menudo ignorado en la doctrina marxista.

Mientras el artista pudo sostenerse como capitalista (rigurosamente “limitado”) y en una sociedad de explotadores, pudo florecer un arte individualista, que ha sido un arte magnífico; las obras escultóricas, pictóricas y arquitectónicas producidas desde el Renacimiento no se pueden desdeñar colocándoles el rótulo de “capitalistas”. Pero es absurdo suponer que exista un nexo inevitable entre arte y capitalismo. El arte es una actividad del espíritu humano absoluta y absolutamente independiente, y busca, no un apoyo extraño, del capital o del Estado, sino simplemente un clima en el cual florecer. Este “clima” es siempre comunal: hasta aquí los marxistas aciertan. Un clima es totalmente envolvente, penetrante y generalmente invisible; los que en él viven se adaptan a él y sólo advierten sus extravagancias más extremas.

Un clima social es una emanación de mutualidad; existe cuando un pueblo vive en un espacio geográfico circunscrito, arraigado en un suelo dado, empeñado en una empresa común, cual es la creación de una “vida”, un buen sistema de vida. El clima social en tal sociedad es templado y productivo cuando todas las unidades, inspiradas por un propósito común, practican la ayuda mutua. No estoy hablando de la ayuda mutua en ningún sentido idealista, sino más bien en el sentido biológico. La ayuda mutua existió en la sociedad feudal; en la Florencia del siglo XV y aun en la Holanda del siglo XVII. Existió en esas comunidades imperfectas porque había una integración de propósito social, y aunque había mucho espacio para ejercer la tiranía personal, el artista, no obstante, pertenecía a la comunidad. Podía morir de hambre, podía ser mal interpretado y desdeñado; pero en ese caso se sentía sencillamente desafortunado. El artista moderno, por su parte, no tiene “fortuna” que perder, porque no tiene participación en la riqueza común. Es un descastado, un implemento rústico al que la sociedad moderna no le encuentra utilización.

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En su desamparo, el artista de un Estado democrático puede intentar cortejar al público, si bien éste ya no le pertenece, ni él al público. Si es marxista (y muchos artistas, seducidos por la aparente reintegración del arte en la URSS, han adoptado la ideología marxista, sin verdadera comprensión de su base teorética), intentará, en cuanto artista, pintar para un público popular, sin caer en la cuenta de que el populacho de un Estado industrial moderno está desespiritualizado y es grosero y totalmente indiferente al arte. Intentará despertar su interés pintando violentas escenas de la revolución o del movimiento de la resistencia, retratos de héroes revolucionarios o historias de hechos contemporáneos. Al hacerlo, se degrada doblemente: en primer lugar, porque parte de la idea o concepto y luego intenta ilustrarla o simbolizarla, mientras que el arte auténtico parte de la visión concreta inmediata y el concepto debe ser desentrañado de la visión por el espectador. En segundo lugar, actúa con menor o mayor hipocresía, pues sólo en raras ocasiones comparte los sentimientos de su público proletario; no pinta como éste siente, sino más bien expresa los que supone son los sentimientos de sus “camaradas” (aliados políticos con los cuales no se une socialmente, pues no existe lenguaje común: ellos hablan el lenguaje y poseen los hábitos de un proletariado industrializado; él habla todavía y tiene los hábitos de un humanista preindustrial).

No hay escapatoria a este dilema porque el proletariado es el producto de un sistema de producción en masa (intensificado en los países llamados comunistas) que no necesita del artista; para éste no hay lugar en la correa de conducción. El esfuerzo de ciertos artistas por adaptarse al sistema industrial moderno, denominándose a sí mismos “asesores técnicos”, no ha tenido influjo apreciable en la situación cultural: la mediación de estos “muchachos dudosos” en la industria inspira intenso desagrado a la masa general de obreros y técnicos especializados.

En la sociedad industrial moderna no hay lugar para el artista; sólo puede continuar existiendo en ella como un diletante parásito o un propagandista. En ningún caso es “integrado”. Como diletante puede todavía (si logra arreglárselas para mantenerse económicamente, y en este sentido se ve reducido a ser un parásito) dar expresión a una visión personal, a una poesía subjetiva (que esto es en esencia el arte de un Picasso o un Klee), y esta visión personal puede penetrar hasta cierto nivel de inconsciente colectivo. El público de Picasso es mucho más vasto que los pocos mecenas que pueden comprar sus cuadros; es un “hombre de la época” y posee cierto valor representativo, así sea tan sólo como “chivo emisario” de nuestra culpa colectiva. Pero permanece al margen de la sociedad, como una voz que clama en el desierto, una voz apocalíptica que más bien profetiza la perdición que anuncia un espléndido mundo nuevo.

El artista moderno seguirá siendo este paria abandonado mientras se vea excluido de la participación directa en los procesos de la producción económica. No puede ser introducido en estos procesos por ningún acto consciente de un estadista o un plan, por la sencilla razón de que no puede haber conciliación entre la sensibilidad humana y la producción en masa. Todos los esfuerzos de los regímenes autoritarios por encontrar lugar para el artista en el sistema industrial moderno han tenido como único efecto convertirlo en una especie de payaso, un bufón cuyo papel es el de divertir al trabajador industrial en su tiempo libre (decorando su cantina, etcétera) o despejar su espíritu de problemas inquietantes; el arte considerado como un jarabe sedativo para stajanovistas exasperados. Todos los esfuerzos del Estado por dar ubicación al artista —y no hay diferencia porque se trate del Estado comunista ruso, el fascista alemán o italiano, o el de New Deal norteamericano—, han creado sencillamente cierta especie de academismo inanimado que no satisface los anhelos y aspiraciones de la población en general. Hollywood tiene una idea más acertada de lo que el público desea realmente.

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Sin duda es ésta una conclusión pesimista; más aún, es una conclusión trágica, pues el artista moderno merece mejor suerte. En su nivel individualista ha dado más muestras de sensibilidad y potencialidad creadora que cualquier generación de artistas, a contar de la Edad Media. Sus conocimientos técnicos y su conciencia de la labor artística, para no mencionar su comprensión de sus propios procesos creativos, superan por mucho a cualquiera otra época anterior. Su arte sobrevivirá, si no por otra razón, siquiera como un índice de la potencialidad del arte. El artista moderno posee una agudeza de percepción y una sensibilidad de la forma, perfeccionada por un siglo de intensa experiencia profesional. Podríamos afirmar que posee el equipo para darnos un nuevo y más espléndido Renacimiento. Pero Uns trägt kein Volk!, como dijo Klee en el final de su gran manifiesto sobre la posición del artista moderno. ¡No tenemos pueblo! No somos parte de un pueblo, no nos sentimos en nuestra patria en el mundo moderno, y no por culpa nuestra. Fuerzas que no podemos dominar han creado una inmensa máquina que desconoce el arte, impulsada por fuerzas humanas, y en este sistema no hay lugar para mi sensibilidad, para mi visión creadora. Esta es la sensación que experimenta el artista acerca de su misión en la sociedad moderna, y decir que no es el artista moderno el que siente así, sino solamente el artista burgués, es ignorar la esterilidad creadora de cualquier otra especie de artista contemporáneo.

Inútil es pedir al artista que se reforme; el arte no es la creación consciente de una élite; no puede determinarse deliberadamente por la enseñanza académica ni por decretos culturales de los gobernantes. Es el subproducto de una compleja tradición, en la que entran por igual los “misterios” técnicos de un arte, como la acción recíproca organizada de todos las artes, de todas las potencias que promueven el progreso de una comunidad vital. Esperar que en la sociedad moderna florezca un arte popular, es esperar que el acero produzca rosas. No habrá un estilo integral tal como el que prevaleció en todas las civilizaciones hasta el siglo XVIII, mientras no superemos la mecanización y redescubramos el secreto del vivir orgánico.

El artista moderno, sumido en el desamparo, en el aislamiento frente a los errores económicos de la época, manteniendo su actitud de resentida independencia, es un trágico sobreviviente de un estilo de vida orgánico. Es el único sobreviviente activo del naufragio de la tradición humanista; y es, merced a esa nota distintiva, el pionero de una nueva tradición humanista.

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Una cita final de Gustave Thibon:

“... no hay iniquidad social mayor que forzar a las masas a la santidad.

“Colocados como estamos en el núcleo de una bancarrota del hábito moral, tal como nunca se ha conocido hasta ahora en la historia, incumbe al pensador guardarse más que nunca de las construcciones ideales, los sistemas universales y la embriaguez de las palabras e ilusiones. Se ha cultivado largo tiempo el eretismo moral; lo que ahora necesitamos sobre todo es una moralidad motriz, propulsora. Tras nuestros muchos y harto prolongados y estériles excesos intelectuales y afectivos, es hora de enseñar a la gente a poner el ideal que acaricia su espíritu y el sentimiento que encierra en su corazón, en sus manos y sus dedos. Es cuestión de encarnar la verdad humana humilde y pacientemente; de dar a la verdad humana cuerpo y realidad en la vida de cada uno y de todos. El más noble de los ideales cobra significación sólo en la medida en que produce este simple y modesto esfuerzo de carne y sangre. Los profundos cimientos primordiales de la naturaleza humana han sido conmovidos; el hombre tiene que reedificar desde el ras del suelo. Y no basta con predicar a todos y nadie desde lo alto del edificio tambaleante: debemos bajar de él y reparar los cimientos amenazados piedra por piedra” (Op. cit., pp. 134-5).

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Y a modo de viñeta entrelazada con estas notas dispersas, una frase de muy distinta fuente, el diario de César, tal como lo imaginó Thornton Wilder:

“De cerca, decimos que las cosas son buenas y malas; pero lo que aprovecha al mundo es su intensidad”.

[1] Es posible que en el “quijotismo” de Unamuno se halle expresa la misma actitud hacia todos esos temas; pero no estoy tan familiarizado con sus ideas para arriesgarme a establecer la comparación.

[2] En The Eclipse of God (Gollancz, London, 1953).

[3] Ideology and Utopie (Routledge, London, 1936), p. 202. Me escribía Karl Mannheim acerca de la primera aparición de la “Filosofía del anarquismo”, y me decía: “Siempre creí que el punto decisivo en historia lo constituye la ruptura entre bakuninismo y marxismo, y usted no sólo ha refirmado la causa supratemporánea del primero, sino que además lo ha revitalizado, dándole una nueva significación. Aunque no creo que los principios del anarquismo en su forma ahistórica tengan eficacia en una sociedad de técnicas sociales nuevas, porque me parece imposible el planteamiento sin un monto de centralización relativamente grande, es todavía misión de esa filosofía enseñar constantemente a la humanidad que los esquemas de organización son múltiples, y que los que son orgánicos no deben ni necesitan ser supeditados a una organización rígida. Las fuerzas naturales de autorregulación en pequeños grupos producen más sabiduría que cualquier pensamiento abstracto, y así la perspectiva para ellas dentro del plan es aún más importante de lo que podemos conjeturar”.

[4] Para una demostración de esta tendencia, ver Dr. Alex Comfort: Authority and Deliquency in the Modern State: a Criminological Approach to the Problem of Power (Routledge an Kegan Paul, London, 1950).

[5] Diaries. Trad. de Rose Strunsky (Knopf, New York, 1917).

[6] Cf. J. F. Huizinga: Homo Ludens (Routledge and Kegan Paul, London, 1949) para una detallada demostración del elemento “juego” en casi todas nuestras instituciones sociales.

[7] Cf. más adelante.

[8] Hay excepciones, tales como las de Trigant Burrow y Erich Fromm.

[9] The Open Society and Its Enemies, 2 vols. (Routledge, London). En 1952 se publicó una segunda edición revisada.

[10] Y muchos otros. Para una exposición general de los escritos utópicos desde Platón, ver Marie Louise Berneri, Journey Though Utopia (Routledge and Kegan Paul, London, 1950).

[11] Cf. Camus: L’Homme révolté, trad. The Rebel (Hamilton, London, 1953), passim. Mi sentido personal de “medida” es más bien estético que moral.

[12] Berneri, op. cit., pp. 218-9.

[13] En este y muchos otros pasajes de esta obra, el autor enfrenta los términos ingleses freedom y liberty, cuya diferencia señala con abundancia de razonamientos y definiciones. Como en nuestro idioma (y otros, según lo indica el autor en el texto) sólo poseemos una palabra para traducirlas, libertad, dejamos ésta para la primera y adoptamos para la segunda libertades, conforme a la definición de liberty del Webster’s New International Dictionary, que podemos resumir así: Suma de los derechos civiles, individuales y políticos del ciudadano (a elegir y ser elegido; a entrar y salir del territorio de su país, a comerciar, a navegar; a expresar y difundir sus ideas; a la inviolabilidad de la propiedad privada, etc.). (N. del T.)

[14] Muchos anarquistas son inconscientemente autoritarias, pues se aferran lógicamente a la noción de uniformidad (puede que la llamen igualdad), sin darse cuenta de que la especie humana, como cualquiera otra especie natural, desarrolla variaciones individuales. La uniformidad debe ser impuesta, y sólo serlo por un poder centralizado, es decir, el Estado.

[15] The Philosophy of Giambattista Vico, por Benedetto Croce. Trad. de R. G. Collingwood (Howard Latimer, London, 1913).

[16] The Origin and Goal of History, Trad. de Michel Bullock (Routledge and Kegan Paul, London, 1953), p. 256.

[17] Dominations and Powers (Scribners, New York, 1951), pp. 63-4.

[18] Ibid., p. 237.

[19] My Country and My People (Heinemann, London, 1936), pp. 32-7.

[20] The Need for Roots, Trad. de Arthur Wills (Routledge and Kegan Paul, London, 1952), p. 198.

[21] Merece señalarse que ésta es la medida del progreso de Platón en La República, II, ff. 369.

[22] Estilísticamente ya no es posible considerar al Renacimiento como una época que comienza arbitrariamente alrededor del 1400. El Giotto y Massaccio pueden muy bien ser tenidos por la culminación del arte gótico, no menos que como los precursores del arte renacentista. Hubo realmente un continuo proceso de crecimiento, que comenzó en forma imperceptible cuando la nueva fuerza del cristianismo penetró las formas muertas del postrero arte romano, que alcanzó madurez en el estilo gótico de los siglos XII y XIII, y que luego cobró riqueza y complejidad al hacerse más personal e individual durante el siglo XIV y los dos siguientes. Desde el punto de vista estético, las primeras y últimas fases de este proceso (gótico y renacimiento) no pueden juzgarse de un modo absoluto: lo que el uno gana en la unidad cooperativa, lo pierde en variedad, y viceversa.

[23] Individualidad; en alemán en el original. (N. del T.)

[24] Rudolf Rocker lo demuestra claramente en Nationalism and Culture (New York, 1937).

[25] Para una noticia sobre las relaciones entre el gobierno soviético y la Iglesia, ver A. Ciliga, The Russian Enigma (Routledge, London, 1940), pp. 160-5.

[26] Para una explicación sociológica de este hecho, ver Egrégores de Pierre Mabile (Jean Flory, París, 1938).

[27] Puede no estar desprovisto de significación el que los tipos más auténticos del arte moderno —las pinturas de Picasso o la escultura de Henry Moore— logren crear símbolos cuyos paralelos más cercanos deben descubrirse en los accesorios mágicos de las religiones primitivas. Cf. mi ensayo “The Dynamics of Art”, en el Eranos Jahrbuch, XXI (Rhein Verlag, Zurich, 1953); y Le Mythe de l’éternel retour, de Mircea Eliade (Gallimard, París, 1949).

[28] Ver Social Reconstruction in Spain, de Gastón Leval. También After the Revolution, de D.A. de Santillán.

[29] Por restricción entiendo la limitación general de la madurez emocional debida a las convenciones sociales y las pequeñas tiranías familiares. Para una demostración científica de los órdenes sociales del crimen, ver What We Put in Prison, del médico G. W. Pailthorpe (London, 1932), y el informe oficial del mismo autor en The Psychology of Deliquency (H. M. Stationery Office). Hay un trabajo anterior sobre el asunto, desde el punto de vista del anarquismo, de Edward Carpenter: Prisons, Police and Punishment. Cf. también, de Alex Comfort: Authority and Deliquency in the Modern State (Routledge and Kegan Paul, London, 1950).

[30] Ver À chacun sa chance, de Hyacinthe Dubreul (Grassel, París, 1935).

[31] Cf. más adelante, y Albert Camus: L’Homme révolté (París, 1952), trad. inglesa The Rebel (Hamish Hamilton, London, 1953).

[32] En castellano en el original. (N. del T.)

[33] Trad. de Max Eastman: Artists in Uniform (Allen and Unwin, 1934).

[34] Utilizo siempre el término “marxismo” para designar la concepción centralizada totalitaria del comunismo, a diferencia de los tipos descentralizados que llamo “anarquismo”.

[35] Cursilería; en alemán en el original. (N. del T.)

[36] Después de escrito este capítulo, dio comienzo a sus actividades de Arts Council of Great Britain, cuya misión es el fomento directo de las artes. Con los limitados fondos que tiene a su disposición, poco más puede hacer que asegurar la existencia de ciertas instituciones (como el Covent Garden Opera House), que de otro modo habrían desaparecido en el esfuerzo económico del período de posguerra.

[37] Intraducible; “reír con todo el cuerpo”, decimos nosotros. (N. del T.)

[38] Intraducible; es nuestro “pedante”. (N. del T.)

[39] Hogar.

[40] He tratado más explícitamente el tema de este capítulo en un folleto posterior: To Hell Culture (Kegan Paul, 1941), reimpreso en The Politics of the Unpolitical (Routledge, 1945).

[41] Erudito, intelectual; en francés en el original. (N. del T.)

[42] Art New (Faber and Faber, 1933).

[43] Georges Braque (Zwemmer, London, 1934).

[44] Proudhon, Marx, Picasso: trois études sur la sociologie de L’art (Editions Excelsior, París, 1933).

[45] Trad. de Rose Strunsky (Allen and Unwin, London, 1925).

[46] “Reply to an Intellectual”, en On Guard for the Soviet Union. Trad. inglesa (Martin Laurence, London, 1933), p. 90.

[47] Citado por Max Eastman en Artists in Uniform, p. 189.

[48] Este trabajo fue escrito antes de la muerte del aludido Stalin. (N. del T.)

[49] Teóricamente existe la alternativa de mantener el volumen de la producción y disminuir la población, pero esto también exige incrementar el índice de la producción.

[50] Sigm. Freud: Group Psychology and the Analysis of the Ego. Trad. ing. (1922), pp. 99-100, 93 y passim.

[51] Alumno de cierto colegio inglés. (N. del T.)

[52] El ensayo del profesor Etienne Gilson sobre “Medieval Universalism and Its Present Value”, en Independence, Convergence and Borrowing in Institutions, Thought and Art (Harvard University Press, 1937), contiene una brillante refirmación de la doctrina católica. He aquí algunas frases que nos dan la esencia de sus conclusiones: “... la libertad mental consiste en una total liberación de nuestros prejuicios personales y en nuestra completa sumisión a la realidad... O somos libres de las cosas y esclavos de nuestra mente, o libres de nuestra mente porque estamos sometidos a las cosas. El realismo fue siempre y sigue siendo la fuente de nuestra libertad personal. Añadamos que, por esta misma razón, sigue siendo la única garantía de nuestra libertad social... Nuestra única esperanza reside por lo tanto en una amplia resurrección de los principios helénico y medieval, según los cuales la verdad, la moralidad, la justicia social y la belleza son necesarias y universales por derecho propio. Si los filósofos, hombres de ciencia y artistas se decidieran a enseñar este principio y, de ser preciso, a predicarlo en todo momento, se sabría nuevamente que hay un orden espiritual de realidades con el derecho absoluto de juzgar hasta al Estado, y eventualmente liberarnos de su opresión... En la convicción de que nada hay en el mundo superior a la verdad universal reside la raíz de la libertad intelectual y social”.

[53] Véase Training for Peace: a Programme for Peaceworkers, por Richard B. Gregg.

[54] Soldier’s Testament (Eyre and Spottiswoode, 1930).

[55] War, Sadism and Pacifism (Allen and Unwin, 1933). En 1947 se publicó una nueva edición, aumentada.

[56] War, Sadism and Pacifism (Allen and Unwin, 1933).

[57] El auxiliar más terrible de todo género de despotismos. (N. del T.)

[58] Pueblo: en alemán en el original. (N. del T.)

[59] Espíritu del pueblo: en alemán en el original. (N. del T.)

[60] La educación estética del hombre, carta VI.

[61] Coleridge as Critic (Faber, 1949), pp. 29-30.

[62] Traducción de Partisan Review.

[63] Traducción de Partisan Review.

[64] Horizon, julio y agosto de 1945. Rationalist Annual, 1949.

[65] “Apologia pro mente sua”, The Philosophy of Santayana. Ed. Paul Arthur Schilpp (North Western University, Evanston, 1940), p. 526.

[66] Los marxistas alardean de que su Utopía es científica; pero es tan idealista como cualquiera otra proyección de nuestras facultades constructivas en un futuro impredecible; y por las cotidianas modificaciones de sus planes, admiten en realidad lo idealista que deben haber sido sus concepciones originales.

[67] Referencia al color del papel en que se hacen las copias heliográficas. (N. del T.)

[68] L’existentialisme est un humanisme (1946), pp. 36-7.

[69] Existentialisme ou marxisme? (Nagel, Paris, 1948).

[70] Op. cit., p. 203.

[71] Routledge and Kegan Paul, London, 1949.

[72] Trad. de Cyril Bailey (Oxford, 1910).

[73] Ontologie des Lebendigen (Stuttgart, 1940). La traducción de pasajes de este libro, que se transcriben, ha sido suministrada gentilmente por Mr. R. F. Hull.

[74] Antonio Banfi: “Crisis of Contemporary Philosophy”, The Philosophy of George Santayana (Evanston, 1940), p. 482.

[75] Scepticism and Animal Faith (1923), pp. 237-8.

[76] La totalidad humana: en francés en el original. (N. del T.)

[77] Mutual Aid, Introduction.

[78] Woltereck, op. cit.

[79] En francés en el original: cuaderno de notas. (N. del T.)

[80] Corresponde a la palabra inglesa liberty. (N. del T.)

[81] En inglés corresponde a freedom. (N. del T.)

[82] En francés en el original: libertad. (N. del T.)

[83] En francés en el original: claridad. (N. del T.)

[84] En francés en el original: precisión. (N. del T.)

[85] Corresponde en inglés a freedom. (N. del T.)

[86] Un pasaje de una traducción reciente de la obra de Martin Buber: Between Man and Man, demuestra la impropiedad de la palabra única del alemán Freiheit: “Está en la naturaleza de la libertad proporcionar el lugar, pero no el cimiento sobre el cual se alza la verdadera vida. esto es verdad tanto respecto de la libertad “moral” interior, como de la libertad exterior (que consiste en no verse trabado o limitado). Así como la libertad superior, la libertad de decisión del alma, significa quizás nuestros más elevados momentos, pero no una fracción de nuestra sustancia, la libertad inferir, la libertad de desenvolvimiento, significa nuestra capacidad para el crecimiento, pero no el crecimiento mismo”. Trad. de Ronald Gregor Smith (Kegan Paul, London, 1947). Esta necesidad de distinguir entre libertad superior e inferior, entre libertad moral y libertad exterior, se expresa con nuestras palabras freedom y liberty.

[87] “Una libertad limitada sólo por ella misma”; en francés en el original. (N. del T.)

[88] En el sentido de liberty. (N. del T.)

[89] Free en inglés. (N. del T.)

[90] Amigo, en inglés. (N. del T.)

[91] Balanza de platillos, en latín. (N. del T.)

[92] Con el sentido de liberty. (N. del T.)

[93] Con el sentido de liberty. (N. del T.)

[94] Co-operative Comunism at Work (Kegan Paul, London, 1947).

[95] Espíritu de la época: en alemán en le original. (N. del T.)

[96] Intimidad: en alemán en el original. (N. del T.)

[97] Juego de palabras: en inglés common quiere decir vulgar, y commonness vulgaridad. (N. del T.)

[98] “Ni dios ni amo”: en francés en el original. (N. del T.)

[99] Simone Weil: “The Iliad, or, The Poem of Force”, Politics (New York, nov. 1945). Este ensayo póstumo constituye, a mi ver, uno de los más notables trabajos críticos aparecidos en nuestros tiempos. Fue publicado originalmente en Cabiers du Sud (Marseille, diciembre 1940 y enero 1941).

[100] “A charge delivered to the Grand Jury”, Westminster, 1794.

[101] “En el mundo considerado en su totalidad, el verdadero bien no puede ser otro que el que ha sido efectivo, a saber, el ejemplificado en el curso de la evolución... Y la naturaleza de la contribución científica también está clara; es la revelación de la naturaleza del carácter y dirección del proceso evolutivo como un todo, y la elucidación de las consecuencias, con relación a esa dirección, de los varios cursos de la acción humana”. C. H. Waddington, Nature (6 sept. 1941).

[102] Espíritu nacional, nacionalismo: en alemán en el original. (N. del T.)

[103] Weltgeschichiliche Betrachtung. Trad. inglesa: Reflections on History, London (Allen and Unwin), 1943.

[104] Espacio vital: en alemán en el original. (N. del T.)

[105] The Life Divine (Arya Publishing House, Calcuta, 2ª ed., 1944), vol. II, parte II, pp. 925-6.

[106] Male and Female: a Study of the Sexes in a Changing World (Gollancz, London, 1950).

[107] Religion in the Rise of Western Culture (Sheed and Ward, London, 1950).


Recuperado el 5 de mayo de 2015 desde kclibertaria.comyr.com
Título original en inglés Anarchy and order. Traducción: A. Sage. Edición digital: KCL.