Título: Albores del anarquismo
Autor/a: George Woodcock
Tema: Historia
Fuente: Recuperado el 15 de junio de 2013 desde kclibertaria.comyr.com
Notas: Publicado originalmente en el primer tomo de la “Colección Historia del Anarquismo”, de ediciones Tierra y Libertad.

      Capítulo I

      Capítulo II

Capítulo I

Los historiadores anarquistas (particularmente Kropotkin, Nettlau y Rocker) han querido encontrar antecedentes a sus propias convicciones entre una gran variedad de escritores y filósofos del pasado. Lao Tzé, Zenón, La Boetie, Fenelón y Diderot figuran entre los predilectos en este sentido. Y Rebelais, por su parte en el delicioso y caballeresco libro en el que describe la Abadía de Théleme, admite el valor del lema libertario “haz lo que quieras”.

Movimientos religiosos enteros, tales como los de los anabaptistas, los husistas, los doukhobors y los esenios han sido injertados con ramas del ancestral árbol del anarquismo; y el tolstoiano francés Lechartier no ha sido el único en afirmar que el verdadero fundador del anarquismo fue Jesucristo y... “la primera sociedad anarquista fue la de los apóstoles”.

Yo creo que la búsqueda de los antecesores del anarquismo se obstaculiza por cierta confusión existente entre algunas actitudes que radican en el núcleo mismo del anarquismo a la par que en otros credos (fe en la honradez esencial del hombre, deseo de libertad individual, rebeldía ante la dominación) que se identifican corrientemente con el anarquismo considerado como movimiento, que aparece en cierta época de la historia, con teorías específicas y métodos y objetivos propios. El núcleo que constituye esas actitudes puede encontrarse retrocediendo en la historia por lo menos, hasta los antiguos griegos. Pero el anarquismo como tendencia desarrollada, articulada y claramente identificable, aparece solamente en la era moderna de las revoluciones conscientes sociales y políticas. El anarquismo, de hecho, es una doctrina político-social con un específico objetivo encaminado a cambiar la sociedad, pasando de una forma de administración autoritaria a una administración libertaria. Esto significa que no puede aceptarse lógicamente como anarquismo cualquier filosofía moral que pretenda un automejoramiento individual, aunque sus defensores (como algunos de los estoicos) puedan aconsejar para el bien propio el abstenerse de ejercer la autoridad. Ni se puede reconocer como anarquista un movimiento, en principio religioso, que establezca una comunidad de bienes y una igualdad de derechos como normas de vida, pero con el fin de salvar las almas en el otro mundo. Es verdad que el anarquismo tiene una fuerza moral e incluso un elemento casi religioso, pero solamente la combinación de este elemento con una clara visión social da al movimiento anarquista su especial carácter y su dinamismo peculiar.

La combinación de la moral y la visión social en términos de una crítica radical de la sociedad comienza a surgir, de una forma perceptiblemente anárquica, aproximadamente después del colapso de la Edad Media y la quiebra concurrente de la cristiandad medieval y el orden social del feudalismo. Esta doble quiebra había de conducir, por una parte, al surgimiento del nacionalismo y del moderno Estado centralizado, pero, por la otra, al nacimiento de un impulso revolucionario que desde el principio empezó a desarrollar en su seno las corrientes autoritarias y libertarias cuya división maduró durante el siglo diez y nueve en el conflicto entre el comunismo marxista y el anarquismo.

Al mismo tiempo que la gran disolución de la sociedad medieval tomó aspectos eclesiásticos, sociales y políticos que son difíciles de esclarecer, los movimientos insurgentes retuvieron también, por lo menos hasta el fin del siglo diez y siete, algo de ese triple aspecto. La critica extrema de la vida, social y política de la sociedad durante el Renacimiento y la Reforma no fue impulsada y divulgada sólo por los ateos y los agnósticos de aquel tiempo, que habían de encontrarse generalmente entre las clases cultas superiores, sino más bien por los fundamentalmente disidentes religiosos, que criticaban lo mismo a la Iglesia que al sistema de autoridad y propiedad privada de la época, basándose en una interpretación literal de la Biblia. En muchas de sus demandas iba implícito el deseo de un retorno a la justicia natural del Jardín del Edén. Cuando el malaventurado sacerdote Juan Ball recitaba en su tiempo la famosa copla:

Cuando Adán cavaba y Eva hilarla.

¿Quién era entonces el noble?

Era sintomático el ansia demostrada por una perdida sencillez cuyo eco, tres siglos más tarde, se percibía en los panfletos que Gerard Winstannley y los Diggers hacían circular durante la “Comonwealth”.

Las demandas de los campesinos que se rebelaron en Inglaterra durante el siglo catorce y los que se rebelaron en Alemania en los primeros años del siglo diez y siete, no eran en sí mismas revolucionarias. Los descontentos querían que terminaran ciertas imposiciones de la clerecía y los señores, la destrucción total de la servidumbre, oprobiosa institución ya moribunda, y solamente algunos dirigentes fueron .más allá de estas simples de mandas reformistas. Una confianza en el sistema feudal, curiosamente cándida, por lo menos en algunos aspectos, se demuestra por la fe que los campesinos ingleses pusieron en la palabra del rey aun después del asesinato de Wat Tyleren 1381. Hay un curioso paralelo entre la actitud de aquellos campesinos y la de los incautos rusos que marcharon tras el padre Gapone hacia el Palacio de Invierno en el año 1905 con la esperanza trágicamente ingenua de encontrar, no el plomo que les esperaba, sino la compasión comprensiva del Zar, aquel simbólico Padre de su mundo semifeudal.

Pero entre los dirigentes de las dos revueltas, la inglesa y la alemana, ya aparecen los primeros signos de la crítica de una sociedad dividida en clases y unos anhelos cuya finalidad seria el anarquismo. El fragmento del discurso de Juan Ball que Froissart ha conservado (casi todos conocemos las opiniones de aquel hombre fascinante cuya tempestuosa presencia emerge casi sola de la oscuridad medieval) ataca tanto la propiedad privada como la autoridad y advierte el eslabón inquebrantable que les une, cuyas complicaciones habrían de señalar en un desarrollo teórico admirable los socialistas del siglo XIX.

“Las cosas no pueden ir bien en Inglaterra ni irán nunca hasta que todos los bienes sean poseídos en común y no haya siervos ni señores y todos seamos iguales. ¿Por qué razón ellos, a quienes llamamos señores, obtienen lo mejor de nosotros? ¿Porque lo merecen? ¿Porque nos tienen esclavos? Si todos descendemos de un padre y una madre, Adán y Eva, ¿cómo pueden sostener o probar que ellos son dueños más legítimos que nosotros? ¡Excepto acaso porque ellos nos hacen trabajar y producir a nosotros para gastarlo ellos! Ellos visten de armiño, pieles y terciopelo y nosotros de basto lino. Ellos tienen vinos, especias y buen pan, mientras que nosotros sólo conseguimos pan de centeno, residuos, paja yagua. Ellos tienen magníficas residencias y nosotros las fatigas del trabajo y debemos afrontar la lluvia y el viento en los campos. Y es de nosotros, de nuestro trabajo de donde obtienen los medios para mantener su pompa. Y aún nos llaman siervos y están siempre listos para batirnos si no cumplimos sus órdenes”.

Ball denuncia la propiedad privada y pide la igualdad, pero no parece rechazar completamente el gobierno como tal. Durante mucho tiempo observamos aspiraciones a un comunismo igualitario nacido dentro de lo que es aún el armazón autoritario.

En el primer bosquejo literario de una sociedad igualitaria ideal, la Utopía, de Tomás Moro (1513), esta sociedad es gobernada por una autoridad complicadamente elegida e impone a sus componentes reglas de conducta extraordinariamente estrictas. Y aunque se han hecho esfuerzos por descubrir elementos libertarios en la revuelta de los campesinos alemanes conducida por Tomás Munzer, y en la comuna de los anabaptistas de Munster, la práctica de esos movimientos parece desconocer en cada caso actitudes francamente antiautoritarias sugeridas por las declaraciones de sus dirigentes. Munster combatió la autoridad, pero no hizo sugerencias concretas referentes a una sociedad que pudiera prescindir de ella; y cuando intentó establecer su comuna ideal en Mulhausen, nada apareció evidentemente que pueda considerarse como una sociedad anarquista. Engels resumió la situación muy claramente en La guerra de los campesinos en Alemania: “En realidad Mulhausen permaneció como una ciudad imperial republicana con una constitución un tanto democrática, con un senado elegido por sufragio universal y bajo «control» de un fórum y proveyendo de alimentos a los pobres de manera inmediata. El cambio social, que tanto aterrorizó a las contemporáneas clases medias protestantes, en realidad nunca fue más allá de un intento prematuro débil e inconsciente de establecer una sociedad burguesa de la última época”.

En cuanto a los anabaptistas, sus denuncias de una autoridad terrenal fueron contradichas por sus teocráticas inclinaciones, y en verdad que hubo poca tendencia genuinamente libertaria en el intento de imponer colectivamente el comunismo de Munster, o en la expulsión de la ciudad de aquellos que se negaron a convertirse en anabaptistas o en la puritana iconoclastía que condujo a destruir los manuscritos y los instrumentos musicales. Un pequeño grupo de santos anabaptistas parece que ejerció una autoridad un tanto despiadada durante la mayor parte del tiempo de la historia tormentosa de la comuna de Munster, y, al final, Juan de Leyden llegó a ser, no sólo el jefe espiritual sino también el regente temporal de la ciudad, proclamándose Rey de la Tierra, destinado a anunciar la Quinta Monarquía que prepararía la Segunda Vuelta de Cristo.

Analizarlos desde un punto de vista anarquista, la falta que mayormente se nota en estos movimientos es su cadencia de sentimiento de individualismo igualitario. Desprenderse de la medieval tendencia de ver al hombre como un miembro de una comunidad ordenada por Dios presentó un lento proceso, agudizado extremadamente entre el trabajador de la tierra y las clases artesanas (tomados como modelo comunal de la guilda y la vida rural); en las cuales se basaron principalmente las revueltas de los campesinos y el movimiento anabaptista.

Los historiógrafos anarquistas, casi sin excepción, caen aquí en el error de creer que las comunidades primitivas o medievales basadas en la ayuda mutua y toscamente igualitarias por naturaleza, son necesariamente individualistas; cuando lo contrario es, desde luego, lo más frecuente, dado que se inclinan hacia un modelo tradicional en el cual domina el conformismo y, excepcionalmente, algún rencor.

De hecho, en la Europa, medieval, la tendencia individualista emerge primero entre las clases cultas de las ciudades italianas durante el “Quattrocento”. Aparece como un culto a la personalidad, lo cual no tiene nada que ver con las ideas de reforma social, y en este aspecto más bien conduce al orgullo despótico que al deseo de las diversas realizaciones realmente sociales de los sabios humanistas. Pero, no obstante, ello crea un nuevo interés hacia el hombre, considerado antes corno individuo que como mero miembro de un orden social determinado. Y ese sentimiento comienza a impregnar la literatura del sur de Europa desde Dante, y la propia Inglaterra desde Chauce, hasta que conduce al desarrollo de formas literarias individualistas tales como el drama isabelino, la biografía y la autobiografía y, eventualmente, la novela, todas ellas basadas en un firme y profundo interés en la naturaleza sicológica y emocional del hombre que se mantiene libre.

Paralelamente a esta tendencia secular, las últimas fases de la Reforma culminan en una especie de radicalismo religioso que va más allá de las sectas milenarias, tales como las de los anabaptistas, en la cual, particularmente entre los cuáqueros, se desarrolla un aspecto completamente personalista de la religión, rechazando toda forma organizada y basándose ella misma en la idea de “la luz interior” o, como también dijo Jorge Fox, en la de “Dios en cada hombre”, lo que nos lleva muy cerca de algunas ideas anarquistas de justicia y de razón inmanente. Todas estas tendencias contribuyeron a formar el mundo intelectual del siglo XVII y lo impulsó hacia una consideración profunda de la naturaleza de la libertad. Y es durante la guerra civil de Inglaterra, el primero de los tres grandes movimientos revolucionarios, donde se forma el mundo en el cual el anarquismo emerge eventualmente como doctrina completa y los impulsos reconocidamente libertarios aparecen en la historia de Europa.

Los hombres que lucharon en la guerra civil fueron, mucho más de lo que generalmente se cree en ambos lados, los herederos del individualismo del Renacimiento. El ejemplo de mayor magnificencia del variante barroco del culto a la personalidad es, seguramente, el “Satán” de Milton. En otro sentido, el mismo nombre “Independientes” sugiere la marea ascendente hacia el énfasis de la consciencia personal como directriz de predilección moral y religiosa; y aquí, de nuevo, con laAeropagítica, Milton saca una conclusión que es más libertaría que liberal. Los cambios económicos y sociales, el auge del capitalismo incipiente y la consolidación de la nobleza terrateniente se orientan en la misma dirección y se combinan para producir un extremo estado de tensión política que conduce, por medio de una rebelión, a la primera dictadura revolucionaria moderna (La de Cromwell, prototipo del Estado totalitario) a la vez que a su contradicción.

El mismo individualismo que condujo a las clases medias a las luchas políticas y militares para la creación de una oligarquía de clase, disfrazada con ropajes democráticos, produjo entre las capas inferiores inglesas la aparición de los dos movimientos radicales. El mayor de ellos fue el de los “niveladores”, antecesores a los “cartistas” y los impulsadores del sufragio universal. Aunque algunos de ellos, como Walwyn, sugirieron la propiedad en común, su demanda, en general, era más bien por la igualdad política que por la igualdad económica, y por una constitución democrática que acabara con los privilegios arrogados a sí mismos por los altos oficiales del Nuevo Ejército Modelo. En curiosa anticipación de la invectiva francesa revolucionaria, un panfletero cromweliano estigmatizaba a los “niveladores” como los “guardias quizás del anarquismo”.[1] Pero no fueron los niveladores quienes representaron realmente el ala anarquista del movimiento revolucionario inglés en el siglo XVII. Más bien fue el diminuto y efímero grupo por cuya peculiar forma de protesta social se ganó el nombre de “diggers”.[2] Los “diggers” fueron en su mayor parte gente pobre, víctimas del declive económico que causó la guerra civil en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XVII, y sus demandas, cuando se desenmarañan de la apocalíptica fraseología de la época, fueron esencialmente económicas y sociales. Sentían que habían sido robados por aquellos que continuaban ricos; robados no solamente de sus derechos políticos sino más aún del derecho elemental a los medios de subsistencia. Su protesta era un grito de hambre, y sus dirigentes,Gerard Winstanley, el principal panfletero de los “diggers”, y Guillermo Everard, sufrieron ambos las calamidades de los tiempos, Winstanley fue un antiguo mercero de Lancashire que se estableció en el comercio de ropas y se arruinó por la crisis económica. “Fui vapuleado por el Estado y el Comercio y forzado a vivir en el campo mediante el favor de los amigos”, dice él mismo. Everard fue un viejo soldado de la guerra civil expulsado del ejército por distribuir propaganda de los “niveladores”.

Los “diggers” empezaron a teorizar en... 1648 y entraron en acción en 1649. El primer panfleto de Winstanley, La verdad levantando la cabeza sobre los escándalos, estableció la base filosófica del movimiento como racionalista. Dios, según Winstanley, no es otra cosa que el “espíritu incomprensible, la Razón”. ¿Dónde reside la razón? se pregunta él, y contesta: “Reside en el fondo de toda criatura de acuerdo a la naturaleza y modo de ser de la criatura misma, pero supremamente en el hombre. Por lo tanto, el hombre es una criatura racional...”. Y añade, anticipándose a Tolstoi: “Esto es el reino de Dios dentro del hombre”. De esta concepción casi panteísta de Dios como razón inmanente, se desprende una teoría de conducta que sugiere, como las teorías de los anarquistas de los últimos tiempos, que si el hombre actúa de acuerdo con su propia naturaleza racional cumplirá con su deber como ente social. “Que la razón gobierne al hombre y éste no se atreverá a abusar de sus congéneres, sino que se conducirá con ellos como se conduciría para consigo mismo. Porque la razón le dice: «Si tu vecino está hambriento y desnudo hoy, aliméntale y vístele; mañana puedes encontrarte tú en la situación en que él se encuentra hoy y, entonces, él estará dispuesto a ayudarte a ti»”. Literalmente, esto es casi cristianismo, pero se acerca mucho al concepto kropotkiniano sobre la ayuda mutua, y en su más importante y radical panfleto, La nueva ley de rectitud, Winstanley se destaca con una serie de conceptos que refuerzan nuestra opinión sobre la esencia anarquista de su pensamiento.

Equiparando a Cristo con la “libertad universal”, empieza a comprobar la naturaleza corruptora de la autoridad, y aquí es interesante ver cuán profundo y ampliamente demoledor es su ataque, porque, contrariamente a la mayor parte de sus conciudadanos, crítica, no solamente el poder político, sino también el poder económico del amo sobre el criado, el poder familiar del padre sobre el hijo y del esposo sobre la mujer: “Todo el que tiene una autoridad en sus manos tiraniza a los otros; muchos maridos, padres, patronos, magistrados, viven como señores opresores de la carne de aquellos que están bajo su férula, sin querer saber que sus esposas, hijos, sirvientes, súbditos, son criaturas de su misma sangre y tienen el mismo privilegio de participar con ellos en las bendiciones de la libertad”.

Pero el “igual privilegio a participar en las bendiciones de la libertad” no es un privilegio abstracto; su conquista va ligada a los ataques al derecho de propiedad. Y aquí Winstanley es muy enfático demostrando el lazo indestructible que une el poder político y el poder económico. “Y que digan todos los hombres lo que quieran —arguye—, mientras ejerzan el mando y llamen suya la tierra usurpando esta propiedad “tuya” y “mía” el pueblo llano no tendrá nunca libertad, ni la tierra estará nunca libre de calamidades, lamentos y opresiones. Por esta razón el Creador de todas las cosas es provocado continuamente”.

Si la crítica que hace Winstanley de la Sociedad según la ve él en este punto crucial de su evolución ideológica termina por una repulsa anarquista de la autoridad y de la propiedad, es interesante ver cómo en la clara visión que tiene de la sociedad igualitaria que quiere crear, son expuestos anticipadamente, uno por uno, los aspectos ideales que vislumbraron dos siglos más tarde los anarquistas.

“Cuando esta ley de equidad se despierte en cada hombre y mujer —dice—, cuando nadie se atribuya el derecho de decir a ninguna criatura «esto es tuyo y esto es mío; éste es mi trabajo y éste el tuyo», sino que cada cual y todos pongan sus manos en el cultivo de la tierra y crianza del ganado, entonces los dones de la tierra serán comunes para todos. Cuando un hombre tenga necesidad de grano para el ganado, que lo tome del primer granero que encuentre. Que no haya compra ni venta, ferias ni mercados, sino que toda la tierra sea un tesoro común para todos los hombres, porque la tierra es del señor... Cuando el hombre ha comido, ha bebido y está vestido, se siente satisfecho. Todos pondrán alegremente manos a la obra para producir y hacer estas cosas necesarias para todos y cada uno ayudará al otro. No habrá señores imperando sobre los que no lo sean. Cada cual será señor de sí mismo, sujeto a la ley de rectitud, razón y equidad, que laten y rigen en él, que es el Señor”.

“El trabajo será hecho en común y todos participarán igualmente de sus productos. No más gobernantes. Vivirá cada uno en paz con los otros de acuerdo a la disposición de su propia conciencia. El comercio será abolido y en su lugar se establecerá un sistema de almacenes abiertos a todo el mundo”.

Todo lo que se lee es un bosquejo primitivo de la sociedad comunista anarquista de Kropotkin, y se reconoce su semejanza cuando encontramos que Winstanley, anticipándose en toda la línea a los pensadores anarquistas, condena el castigo y sostiene que el delito tiene su origen en la desigualdad económica, “porque, seguramente —exclama—, esta propiedad particular mía y tuya ha producido toda la miseria en el pueblo. Porque, primero, muchos se ven obligados a robar a los otros, luego han hecho leyes para castigar a los que robaron. Empiezan creando condiciones de vida que tienden al pueblo a hacer daño, a robar, y después le castigan. Juzguen todos si esto no es injusto y nocivo”.

Winstanley insiste en que el único medio de terminar con la injusticia social es que el pueblo mismo actúe, y se expresa con apolíptico fervor sobre el papel que ha de desempeñar el pobre en regenerar al mundo. “El pobre está levantando hasta él, del polvo de los siglos, un pueblo; es decir, lo está redimiendo del oprobio y del desprecio con que fue tratado hasta ahora por los privilegiados de la tierra... Por todo esto, ante todo debe imperar la Ley de Rectitud”.

El pueblo debe actuar, sostiene Winstanley, incautándose de la tierra y laborándola, lo cual representa la principal fuente de riqueza. No cree necesario apoderarse por la fuerza de los latifundios de los ricos. Los pobres pueden fecundizar las tierras yermas —que él estima ocupan dos tercios del país—, y trabajarlas en común. Por la experiencia conocerán los hombres las virtudes de la vida comunal y la tierra llegará a ser un “tesoro común” que tendrá por consecuencia la plena libertad de todos los hombres. Lo que Winstanley predica aquí es nada menos que una forma de no-violencia que los modernos libertarios llamamos “propaganda por el hecho”.

Las mejores páginas de La nueva ley de la rectitud se elevan al nivel del fervor profético. “Y cuando el Señor me muestre —dice Winstanley— el lugar y la manera de abonar y trabajar las tierras comunes, seguiré adelante y declararé, uniendo la acción a la palabra, que como el pan con el sudor de mi frente sin recibir ningún salario ni dárselo yo a nadie, cuidando la tierra, tan libremente mía como de los otros”.

El señor no se demoró. “La nueva ley de la rectitud" apareció en enero de 1649, y el 1º de abril,Winstanley y sus compañeros más cercanos iniciaron su campaña de acción directa marchando a Montaña de San Jorge, cerca de Walton-on-Thomas, donde empezaron a roturar la tierra yerma y a sembrarla de trigo, chirivías, zanahorias y alubias. Sumaban un total de treinta a cuarenta hombres, y Winstanley invitó a los labradores locales a que se les unieran, profetizando que en muy breve tiempo su número llegaría a cinco mil. Pero parece que los “diggers” lograron pocas simpatías entre los vecinos pobres y sí una gran hostilidad entre la clerecía y los terratenientes locales, Fueron combatirlos por rufianes a sueldo y mutilados por los magistrados: su ganado fue dispersado, los semilleros arrancados y las humildes barracas donde intentaron vivir fueron quemadas y arrasadas. Fueron llevados a comparecer ante el general Fairfax, quien fracaso en el intento de intimidarlos. Se enviaron tropas de soldados a investigarles, pero fueron retiradas más tarde, posiblemente porque algunos de ellos demostraron evidente interés por las doctrinas de los “diggers”. Durante todos estos meses difíciles Winstanley y sus partidarios eludieron el ser llevados hasta la violencia, que aborrecían. Sus panfletos aparecieron uno tras otro durante 1649, llenos de quejas correctamente expuestas contra un mundo que se negaba a reconocerlos, y enviaron apóstoles a las comarcas vecinas, con algún éxito, evidentemente, toda vez que algunos grupos de indigentes intentaron ocupar en varios lugares las tierras no cultivadas del Home Counties y hasta más lejos, a través del campo, como en Gloucestershire. Pero la resistencia de los “diggers” no era suficiente contra la implacable campaña de persecuciones. En marzo de 1650 abandonaron Montaña de San Jorge y, después de un fracasado intento de establecerse en un terreno comunal del cual fueron expulsados, por una turba dirigida por el vicario local, abandonaron definitivamente su intento de ganar a Inglaterra para el comunismo agrario por el poder del ejemplo. Las otras colonias parece que tuvieron una vida aún más corta y los “diggers”, como movimiento, desaparecieron de la escena revolucionaria hacia el verano de 1650.

El movimiento “digger” no dejó herencia ninguna en los movimientos sociales y políticos posteriores, si se exceptúa a los “Cuáqueros”, donde algunos militantes “diggers” se refugiaron. Sólo hasta el siglo XIX se reconoció la importancia que tuvo Winstanley como precursor de las ideologías sociales modernas. Por el vigor de sus ideas comunistas, algunos marxistas, como Eduardo Bernstein, han tratado de presentarlo como antecesor del marxismo, pero no hay nada en Winstanley ni en el paraíso campesino soñado y descrito por él en “La nueva ley de la rectitud” que pueda calificarse de marxista. Su comunismo es completamente libertario, y, asilado y sin ninguna influencia, como fue el esfuerzo de Winstanley y sus compañeros por seguir practicando sus principios cultivando Montaña San Jorge, éste se cimenta en el principio genuina y tradicionalmente libertario de la acción directa.

Capítulo II

Parece que no ha habido incidente o movimiento en la Revolución Francesa o en la Americana que presente un esboza tan profético del futuro pensamiento anarquista como el que los “diggers” crearon en 1648 y 1649.

Durante el siglo XIX, Estados Unidos y Francia fueron ricos en variedades de teorías y acciones anarquistas, pero las manifestaciones del pensamiento libertario que aparecieron durante las grandes revoluciones del siglo XVIII fueron inconsistentes e incompletas.

Algunos escritores han visto atisbos anarquistas en la democracia la de Thomas Jefferson, pero mientras él y algunos de sus seguidores, como Joel Barlow e incluso Aaron Burr, admiraron el libro de Godwin Investigación acerca de la justicia política, hay bien poca evidencia en los escritos de .Jefferson de que aceptara completamente los puntos de vista expuestos por Godwin y de que fuera nunca algo más que un oponente al excesivo gobierno. Cuando hizo su famosa afirmación de que “el mejor gobierno es el que gobierna menos” no rechazaba completamente la autoridad. Al contrario, pensó que la autoridad podría ser menos nociva si el pueblo participaba en las funciones de esa misma autoridad. “Los pueblos deben participar en la influencia sobre el gobierno”, sostiene. “Si cada individuo componente de la masa popular participa en la autoridad básica, el gobierno se sentirá seguro; porque la corrupción de la masa total agotará las fuentes de riqueza particulares”.

De pasajes como éstos se deduce claramente que Jefferson, quien difícilmente pudo prever que los modernos métodos de publicidad serían mucho más corruptores que cualquier otro procedimiento de soborno conocido en la historia, pugnaba por una sociedad a base del sufragio universal en la cual el pueblo sería el propio gobernante en tanto cuanto fuera posible lo que es una concepción tan opuesta a las ideas anarquistas como cualquier otra concepción autoritaria. Y aunque él hablaba también de “una pequeña rebelión de vez en cuando” como “una buena cosa tan necesaria para el mundo político como las tormentas lo son para el mundo físico”, evidentemente que él veía estas “pequeñas rebeliones” más como un correctivo político que como una fuerza revolucionaria, como lo demuestra al decir: “Eso impide la degeneración del gobierno y mantiene una atención constante a los negocios públicos”.

Evidentemente, toda la carrera de Jefferson como presidente expansionista, como noble poseedor de esclavos en Virginia, como jefe político fiel a los compromisos, refuerzan el sentido autoritario de sus escritos y rechazan toda pretensión de adjudicarle un sitio en el panteón de los precursores del anarquismo.

Una pretensión mucho más fundamentada sería el adjudicar un puesto en la tradición libertaria a Tomás Paine, cuya vida le convirtió en un símbolo de los ideales comunes que ligaron los movimientos revolucionarios ingleses, franceses y americanos de finales del siglo XVIII. La extrema desconfianza de Paine en todas las formas de gobierno debió influenciar indudablemente a Godwin, con quien asoció sus actividades durante los años cruciales de 1789 a 1792, y las discusiones habidas entre ambos sobre los males del gobierno y las citas subsecuentes formaron el meollo del material de Justicia Política, que fue la primera gran critica anarquista del orden social imperante.Paine fue uno de aquellos que pensaron que el gobierno es una necesidad muy desagradable que soportamos por la corrupción de la inocencia original del hombre. En el preciso momento de estallar la guerra americana de independencia, en el histórico panfleto titulado Sentido Común, hizo una distinción entre sociedad y gobierno que lo acercó mucho al punto de vista establecido últimamente por Godwin:

“Algunos escritores han confundido de tal forma a la sociedad con el gobierno que han llegado a identificarlos completamente; y lo cierto es que no solamente son diferentes, sino que tienen distinto origen. La sociedad existe por nuestras necesidades, y el gobierno por nuestra perversidad; la primera favorece positivamente nuestra felicidad, uniendo nuestros afectos, el últimonegativamente, restringiendo nuestros defectos. Una anima nuestras relaciones mutuas, el otro crea distinciones. Aquélla nos protege; éste nos castiga”.

“La sociedad es una bendición en cualquier estado, pero el gobierno, aún en su mejor estado, no es sino un mal necesario; en su peor estado es un mal intolerable; porque cuando sufrimos o estamos expuestos (por causa del gobierno) a las mismas miserias que podemos esperar en un país sin gobierno, nuestra calamidad se nos hace mayor pensando que nosotros mismos proveeremos los medios para que se nos haga sufrir. El gobierno, como el vestido, es la señal de la inocencia perdida; los palacios de los reyes están construidos sobre las glorietas del paraíso”.

En Paine, la desconfianza en el gobierno fue persistente; probablemente que esas desconfianzas aumentaron por las dificultades que encontró incluso con gobiernos revolucionarios, dedicó a su personal honradez. Diez y seis años más tarde, en “Los derechos del hombre”, opone a las reivindicaciones del gobierno la influencia benéfica de los impulsos instintivos naturales y sociales que sirvieron más tarde a Kropotkin para escribir su Apoyo Mutuo.

“Gran parte de aquel orden que reina en el género humano —arguye— no es efecto del gobierno. Tiene su origen en los principios propios de la sociedad y en la constitución natural del hombre. Existió con anterioridad al gobierno y existiría si fuera abolida la formalidad del gobierno. La dependencia mutua y el interés recíproco que el hombre tiene sobre el hombre y cada una de las partes de la comunidad civilizada sobre las demás crea la gran cadena que las conecta y las mantiene firmemente unidas. El terrateniente, el labrador, el manufacturero, el mercader, el comerciante y toda ocupación prosperan por la ayuda que cada una recibe de la otra y del conjunto. El interés común regula sus empresas y forma sus leyes y reglamentos; y las leyes que el uso común establece tienen una influencia mucho mayor que las leyes establecidas por el gobierno”.

En la misma obra, como lo hiciera Godwin en la suya, habla del gobierno como una rémora a la “natural propensión a la sociedad”; y siempre con palabras que nos recuerdan la introducción deInvestigación acerca de la justicia política afirma que “cuanto más perfecta es una civilización, menos propicia es para tener un gobierno, porque cuanto más se debilita o se inhibe éste, aquella regula sus propios asuntos y se gobierna a sí misma”. Aquí tenemos el mismo punto de vista que ya hemos visto que caracteriza al anarquista típico: insiste en lo pernicioso de la situación con un presente dominado por el gobierno, mira con nostalgia hacia atrás añorando la edad de oro del paraíso perdido de primitiva inocencia y se adelanta a profetizar un futuro cuya sencillez civilizada reconstruirá la edad de oro de la libertad. En temperamento e ideales, Paine se acercó mucho a los anarquistas. Solamente su falta de optimismo en un futuro inmediato y previsible le impidió ser uno de ellos.

La falta de expresiones originales del anarquismo en la revolución americana es debida quizá a la ausencia de divisiones internas que separaran a los “diggers” de los graneles en la revolución inglesa. Durante la guerra de la independencia tales divisiones fueron enmascaradas en gran parte por la urgencia de liberarse de la opresión interior, y sólo se hicieron evidentes durante el siglo XIX.

De otro modo ocurrió en la Revolución Francesa, donde el choque entre las corrientes autoritarias y libertarias fue violento. Por aquel tiempo estaba fuera de lugar el encuentro entre los socialistas libertarios y los autoritarios que aconteció en el siglo XIX. Los antecesores de las dos fracciones fueron derrotados en las luchas separadas que sostuvieron contra la autoridad establecida por las triunfantes facciones burguesas; primero, los “enragés” acaudillados por Jaime Roux fueron aplastados por los jacobinos, aunque no fueran completamente eliminados; luego Babeuf y sus compañeros en la conspiración de “los iguales” a quienes los marxistas llaman con toda justeza sus precursores, fueron destruidos por el Directorio de 1797. Hasta la gran contienda entre los bakuninistas y los marxistas, que escindió a la Internacional casi ochenta años después, los descendientes ideológicos de Jaime Roux y Graco Babeuf no habrían de encontrarse finalmente para este interminable combate en que se hallan enfrascados los socialistas libertarios —anarquistas— y los socialistas autoritarios —marxistas—.

Kropotkin dedicó uno de sus más eruditos libros, La Gran Revolución, a una interpretación de los movimientos populares que jugaron una parte en los tormentosos años de 1789 al fin del dominio jacobino en el 9 de 1793. Su inclinación anarquista le llevó a destacar con vigor enorme los elementos libertarios que actuaron durante ese período, pero ello le proporcionó también la oportunidad de ver estereoscópicamente los acontecimientos de la Revolución, apercibiéndose de los altos relieves de las causas económicas y sociales más bien que por los bajos y casi nulos relieves de una mera lucha entre las personalidades y los partidos políticos.

Evidentemente que podemos seguir a Kropotkin cuando ve en la Revolución la emergencia de un número considerable de ideas y tendencias que habían de cristalizarse eventualmente alrededor del núcleo del anarquismo del siglo XIX. Condorcet, uno de los grandes sembradores de ideas de la época, que creyó en el progreso indefinido del hombre hacia una libertad sin clasificaciones, había lanzado (desde donde se ocultaba de los verdugos jacobinos) la idea de la mutualidad, que fue una de las columnas riel anarquismo de Proudhon. Condorcet concibió la idea de una gran ayuda mutua entre los trabajadores que les salvaría de los peligros encarnados en las crisis económicas, durante las cuales, sin esa ayuda mutua, se verían forzados a vender trabajo a precios de hambre.

La otra columna del proudhonismo el federalismo, fue motivo de muchas discusiones e incluso de experimentos durante la Revolución Los girondinos la concebían como un expediente político. Mientras que los comuneros de París de 1871 veían en la república federal un medio de salvar a París de una Francia reaccionaria, los girondinos imaginaban que se podía salvar a Francia del dominio de un París jacobino. Un federalismo más genuino y práctico que el que surgió de entre las varias instituciones revolucionarias semi espontáneas de aquel tiempo; primero en los “distritos” o “secciones” en que había sido dividida la capital con propósitos electorales y en la cual se alzó la Comuna de París, y más tarde en la red de “Sociedades Populares” y “Fraternidad”, así como en los Comités Revolucionarios, que tendían a ocupar los puestos de las secciones cuando se convertían en órganos políticos y dominados por los jacobinos.

En relación con esto Kropotkin cita un párrafo de las “Actas de la Comuna”, de Sigismundo Lacroix, describiendo la marcha hacia la independencia en forma unificada, lo cual fue evidente en la primitiva organización de la Comuna.

“El estado de ánimo de los distritos... se explica por sí mismo por un fuerte sentimiento de unidad comunal y por una tendencia no menos fuerte hacia un autogobierno. París no quiso ser una federación de sesenta repúblicas cortadas al azar cada una de ellas en su propio territorio: la Comuna es una unidad compuesta de sus distritos unidos... Pero al lado de este principio aceptado sin discusión otro principio fue puesto en evidencia: que la Comuna debe legislar y administrarse a sí misma directamente tanto como le sea posible. El gobierno por representación debe quedar reducido al mínimum; todo lo que la Comuna puede hacer directamente debe ser hecho por ella, sin ningún intermediario, sin ninguna delegación, si no puede ser hecho por los delegados reducidos al papel de comisionados especiales, actuando bajo la fiscalización incesante de aquellos que les encomendaron la comisión... El derecho final de legislar y administrar para la Comuna pertenece a los distritos, a los ciudadanos reunidos en la asamblea general de los distritos”.

En tal organización Kropotkin ve una previa expresión de “los principios anarquistas”, y de aquí concluye que estos principios “tuvieron su origen, no en especulaciones teóricas, sino en loshechos de la Gran Revolución Francesa”. “Pero aquí, de nuevo, su ansiedad por probar los orígenes populares del anarquismo le hace caer en la exageración. Lo que él omite es el hecho de que “el derecho de legislar” aún existe, aún cuando haya sido puesto al nivel de las asambleas generales; el pueblo gobierna. Por eso debemos considerar a la comuna de los años revolucionarios como un intento de democracia directa más bien que como una manifestación anarquista. Esta discrepancia está apoyada por el hecho de que los hombres a quienes la Comuna lanzó como dirigentes (hombres como Hebert, Chaumette y Pache) eran simplemente revolucionarios, que aceptaban el Estado, apoyaron el terror y propugnaron tácticas que no tenían nada de libertarias ni los distinguían esencialmente de Dantón y Robespierre, los rivales que, eventualmente, les destruyeron. La comuna no fue anarquista en ningún sentido real, pero sí fue efectivamente federalista, y aquí se anticipó a Proudhon al desarrollar un tanto esquemáticamente la especie de armazón en el cual él pensó que podría desenvolverse una sociedad anarquista.

Pero tenemos que mirar más allá del mutualismo de Condorcet y el federalismo de la Comuna para encontrar los elementos realmente anarquistas en la Revolución Francesa, Kropotkin se preocupó tanto de seguir las huellas de las manifestaciones populares que se descuidó injustamente de las individualidades que demostraron una actitud más genuinamente anarquista sobre los acontecimientos de su tiempo. En la Gran Revolución Francesa dedicó escasa atención a .Jaime Roux, Juan Varlet y los otros “enragés”, y en el esbozo de prehistoria anarquista que aparece en La ciencia moderna y el anarquismo ni siquiera los menciona. Sin embargo, si hay verdaderos antecesores del anarquismo en la Revolución Francesa es entre estos valerosos intransigentes donde debemos encontrarlos, por muy fracasados e históricamente oscuros que hayan sido.

El movimiento de los “enragés” apareció durante el año 1793 y corrió como un torbellino intermitente a través del año del terror. Como el movimiento de los “diggers” durante la guerra civil inglesa, surgió en el momento del retroceso económico; en su mayor parte fue una respuesta a las penalidades de los pobres pueblos de París y de Lyon, aunque fue también una reacción contra las distinciones sociales y económicas que caracterizaron el endurecimiento del poder que iba adquiriendo la ascendente clase media.

Los “enragés” no eran un partido según el moderno sentido de la palabra. No tenían organización ni convinieron en una táctica común. Eran un grupo suelto de revolucionarios mentalmente afines que cooperaban entre sí de la manera más rudimentaria, pero que estaban, no obstante, de acuerdo en rechazar la concepción jacobina del Estado autoritario y que abogaban porque el pueblo actuara directamente a la vez que veían en las prácticas de la distribución igualitaria de la riqueza una mejor forma de terminar con el sufrimiento de los pobres que con los procedimientos de acción política propiamente dicha. La acusación que lanzaron los jacobinos contra Roux de que dijo que “debe ser proscrita toda clase de gobierno” es cierta, ya que en eso estaban completamente de acuerdo todos los “enragés”.

Jaime Roux, el más celebrado de todos ellos fue uno de los sacerdotes que actuaron en la Revolución; era un clérigo de la comarca a quien ya antes de 1790 se le había acusado de incitar a los campesinos de su distrito a quemar y saquear los castillos de los terratenientes que intentaban hacer prevalecer sus derechos feudales. “La tierra pertenece por igual a todos” se decía que dijo a sus feligreses. Continuó siendo sacerdote aún después de la Revolución, en la cual creyó ver un reflejo del espíritu puro del cristianismo. Una vez definió su misión como la de “hacer a todos los hombres iguales entre sí, como lo son en toda la eternidad ante Dios”. Pero es difícil creer que un hombre del temperamento y la actitud de Roux permaneciera siendo un ortodoxo católico romano, y es muy probable que su idea de Dios fuese muy semejante a la que tenía Winstanley.

La sinceridad de Roux fue la causa de que fuera tan pobre como el más estricto de los ascetas cristianos, y su compasión por los trabajadores del barrio de Granvilliers de París, donde vivía, parece haber sido una de las causas de su radicalismo extremo. Había, además, un rasgo de duro fanatismo en su carácter que le llevó a cometer, por lo menos, una acción que lamentablemente manchó su memoria. Mientras Tomás Paine intercedió por la vida de Luis XVI, Roux era uno de los encargados de atestiguar la ejecución del rey. Antes de dejar la prisión, Luis, viendo que Roux era un sacerdote, le preguntó si podía confiarle su testamento, Roux replicó fríamente: “Yo estoy aquí solamente para llevarte al patíbulo”. Y, sin embargo, el hombre que miró con satisfacción la ejecución del rey como viva manifestación de la autoridad, tenía que protestar más tarde desde su propia celda de la prisión contra las brutalidades que el Terror inflingía a hombres y mujeres cuyo único crimen consistía en el rango a que pertenecían por su nacimiento.

Desde el principio Roux fue activo en la vida revolucionaria de París. Frecuentó el club de los cordeleros, y en mayo de 1792 ocultó a Marat en su propia casa, una acción que no le sirvió para librarse más tarde de los ataques del propio autodenominado “amigo del pueblo”. Fracasó como candidato a la Convención y eventualmente llegó a ser miembro del Consejo General de la Comuna.

Pero no fue hasta fines de 1792 cuando Roux empezó a mostrar el extremismo de las opiniones que desarrolló mientras trabajaba entre los zapateros y carpinteros de Gravilliers, que fueron sus más próximos asociados. El fracaso de la Revolución en satisfacer las demandas que él le había hecho durante su primer año pesaba mucho en su mente, y pronunció un discurso por entonces en el cual expresó por primera vez sus tendencias anarquistas declarando que “el despotismo senatorial es tan terrible como el cetro de los reyes, porque condena al pueblo sin que él se de cuenta de ello, le hace víctima de brutalidades y le subyuga con leyes que ellos mismos se suponen que han hecho”. Durante las turbulentas semanas que siguieron, cuando los peticionarios aparecieron en el foro de la Convención en demanda del “control” de precios y el pobre pueblo de Gravilliers se amotinó contra los tenderos. Roux los defendió y hasta jugó un papel importante en la incitación de la revuelta.

Fue durante marzo de 1793 cuando Roux, cuya notoriedad iba en aumento, se le unió un joven orador revolucionario, Juan Varlet. Como Roux, Varlet era un hombre culto. Venía de buena familia, había estudiado en el colegio de Harcourt, y al surgir la Revolución tenía una modesta renta privada así como también un puesto en el servicio civil. La Revolución lo llenó de entusiasmo desinteresado, de esa especie de entusiasmo que puede tornarse en amargura cuando se frustran las esperanzas. Llegó a ser un orador popular; entonces, en marzo de 1793, se destacó iniciando los primeros ataques a los girondinos. Pero de la misma manera como detrás de la agitación sobre los precios que promovía Roux quedaba la idea de una posesión común de la propiedad, así, tras los ataques de Varlet al grupo más conservador de la Convención quedaba una condenación general a la idea de gobierno por representación. En cada caso los jacobinos, comprobando el clamor popular de las demandas de los “enragés”, se aprovecharían de ellos para utilizarlos para sus propios propósitos políticos.

Aunque no hay evidencia de que Varlet y Roux hubieran colaborado previamente (efectivamente, hay algunas razones para creer que estos dos populares agitadores se recelaban mutuamente), en junio de 1793 se reunieron con el fin de promover una nueva agitación contra el costo de la vida, y Roux pronunció una serie de discursos en los cuales no solamente denunció la estructura de clase que la revolución permitió sobrevivir (“¿Qué es la libertad cuando una clase de hombres mata de hambre a otra clase?”), sino que sugirió también que la ley protege la explotación, la cual “prospera a su sombra”. Porque no confiaba en los legisladores, pidió que la condena de los agiotistas se escribiese en la constitución de tal modo que no pudieran anularla los gobiernos con su intromisión.

La agitación de los “enragés” continuó a todo lo largo del año 1793. Se unieron a ellos Teófilo Leclerc, de Lyon, y la belleza y culta actriz Claire de Lacombe con su organización de mujeres, la “Sociedad de Republicanas Revolucionarias”. Al mismo tiempo la hostilidad de los jacobinos se estrechaba en torno a ellos, particularmente cuando sus voces se alzaban contra el Terror organizarlo por el Estado. Los discursos de los “enragés” y sus efímeros periódicos “El Publicista”, de Roux y “El Amigo del Pueblo”, le parecían a Robespierre tan antigubernamentales como nos parecen a nosotros hoy y no tuvo intención de tolerar indefinidamente una tal propaganda. Roux y Varlet fueron detenidos; la “Sociedad de Republicanas Revolucionarias” fue suprimida, a pesar de una tumultuosa manifestación de seis mil mujeres. Roux fue llevado ante el tribunal revolucionario, y, convencido de que su muerte era inevitable, se burló de la guillotina suicidándose penosamente. “No me quejo del tribunal —dijo antes de morir—; ha actuado de acuerdo con la ley. Pero yo he actuado de acuerdo con mi libertad”. Morir colocando la libertad por sobre la ley fue la muerte de un anarquista.

Aún fue reservado a Varlet, que sobrevivió al Terror, establecer explícitamente las conclusiones anarquistas deducidas del movimiento de los “enragés” sobrevivientes. Varlet fue testigo de la subsecuente tiranía del Directorio, y lleno de ira publicó lo que debe considerarse como el como el primer manifiesto anarquista aparecido en la Europa continental. Su propio título era “Explosión” y en la portada lleva un gravado mostrando nubes de humo y llamas despedidas de una estructura clásica que estaba ardiendo, y sobre el grabado este epitafio: “Perezca el gobierno revolucionario antes que un principio”.

Enjuiciando los años de la revolución, Varlet declara que “el despotismo ha pasado de los palacios de los reyes al círculo del comité. No es el manto real ni el cetro, ni la corona por lo que se hacen odiar los reyes, sino por la ambición y la tiranía. En mi país solamente ha habido un cambio en los hábitos”. “¿Por qué razón —pregunta Varlet— un gobierno revolucionario habla de convertirse de este modo en una tiranía como el poder de un rey? En parte —replicaba— porque la intoxicación del poder hace desear a los hombres tenerlo siempre en las manos. Pero en esta cuestión hay algo más que la simple debilidad de los hombres, hay una contradicción dentro de la misma institución del gobierno. ¡Qué monstruosidad, qué pieza maestra de maquiavelismo es de hecho este gobierno revolucionario! Para cualquier ser razonable, gobierno y revolución son incompatibles, a menos, en último caso, que el pueblo quiera constituir los órganos del poder en insurrección contra ellos mismos, lo cual es demasiado absurdo para creerlo”.

Aquí, al final justamente de su movimiento, el último de los “enragés” aclara sus implicaciones. Es instructivo observar cuán tardíamente estos primeros libertarios franceses llegaron a rechazar abiertamente el gobierno. Aún comparándolos con Winstanley, es notable su falta de un programa definido o filosofía. Pero es que su tiempo fue breve (algunos tumultuosos meses de acción) y trabajaron demasiado cerca del centro de la revolución que ellos mismos ayudaron a desencadenar, para que sus ideas cristalizaran con precisión en tal período. Winstanley fue capaz de estar al margen de los acontecimientos y formular sus teorías tanto como sus conocimientos se lo permitieron, y entonces proceder a la acción con una filosofía que le inspirarían sus hechos.

A fin de cuentas, la Revolución Francesa no fue tan improductiva de pensamiento anarquista como puede parecer por esta relación. En el mismo año que Juan Varlet publicaba su “Exposición” Guillermo Godwin publicaba en Inglaterra el primer gran tratado de los males de gobierno —y también la primera amplia declaración de los principios del anarquismo— Investigación acerca de la justicia política. Y es dudoso que Investigación acerca de la justicia política hubiera sido concebida si la Revolución Francesa no hubiera ocurrido cuando ocurrió.

[1] Se refiere a la guardia suiza del Papa de Roma.

[2] Cavadores. Palabra popular de sentido figurado; se aplica a quienes extraen algo útil con mucho esfuerzo.