Título: La palabra como arma
Autor/a: Emma Goldman
Fecha: 1911
Fuente: Recuperado el 10 de julio de 2016 desde epublibre.org
Notas: Traducción original de Alexis Rodríguez Mendoza con adaptaciones. Corrección: Eduardo Bisso. Texto perteneciente a la colección “Utopía libertaria” de Libros de Anarres.

Prólogo: Emma Goldman[1]

Iturbe, Lola, La mujer en la guerra civil,

Tierra de Fuego, Tenerife, 2006

Dada la personalidad excepcional de Emma Goldman estoy obligada a relatar los hechos más sobresalientes de su vida, siquiera sea brevemente, para subrayar la importancia que tuvo su visita a España y su posición ante la guerra revolucionaria desencadenada.

Emma Goldman nació el 27 de junio de 1869 en Kowno (Lituania). Esta región había pertenecido a Rusia desde el año 1795. Su padre se llamaba Abraham y su madre Taube Bienovitch. Abraham Goldman era israelita y, queriendo que sus hijos tuvieran una buena educación, envió a Emma a los ocho años a una escuela de la ciudad de Koenigsburg (Prusia Occidental), reputada como una de las mejores. En esta ciudad sus tíos, en cuya casa habitaba, la retiraron de la escuela y Emma se convirtió en la sirvienta de aquel tío que se gastaba los fondos que el padre enviaba para la educación de la niña, que mostraba ya mucha inteligencia e interés por los estudios. Regresó a su casa, pero como el negocio de su padre había sufrido un revés, Emma hubo de entrar a trabajar en San Petersburgo a la edad de trece años.

En esa época —como ahora— los judíos eran muy perseguidos, lo que la obligó a expatriarse a los Estados Unidos con su hermana Helena. Embarcaron en Hamburgo y llegaron a Rochester. Emma, que tenía 20 años, entró a trabajar en una fábrica. Al poco de llegar se casó con un ruso de Odesa, Jacobo Kresner; fracasó el matrimonio y se separaron. Emma ya empezaba a conocer las injusticias de la sociedad capitalista. En Rusia había sido testigo de los horrores de los pogroms. En América observaba la pasión que existía por el dinero y la explotación de los trabajadores.

Los hechos de Haymarket en Chicago, conocidos históricamente por el Primero de Mayo, acabaron por decidir el temperamento fogoso de Emma. Los obreros de la factoría Mac Cormick se congregaron en el parque de Haymarket el 4 de mayo de 1886 para protestar de los bajos salarios. Parece ser que el alcalde de Chicago asistía a aquella manifestación, en principio pacífica. Cuando se marchó el alcalde un capitán, apellidado Ward, dio la orden de disparar violentamente a la multitud allí reunida. Hubo resistencia y enfrentamiento y estalló una bomba que provocó varias víctimas entre la policía. Nadie pudo averiguar quién fue el autor de este atentado, pero, entre otros, cinco anarquistas comparecieron ante el tribunal del Estado de Illinois y fueron condenados y ejecutados el 11 de noviembre de 1887.

Emma, que ya habitaba en Nueva York, conoció en un café de Suffolh Street a Johan Most y a Alexander Berkman. Trabajó en una fábrica de corsés y más tarde en la confección de vestidos. Sus actividades sociales y su trabajo en la fábrica no le impidieron estudiar durante las horas que tenía libres. Su rica inteligencia asimilaba conocimientos y pronto se convirtió en una mujer culta. Most la ánimo y la decidió a tomar parte en actos públicos, pronunciando, a partir de entonces, innumerables discursos en muchas ciudades de los Estados Unidos y del Canadá, llegando a ser una buena oradora.

Emma Goldman se enteró de las torturas y de los terribles sufrimientos de los rusos desterrados en Siberia. Pensó trasladarse a Rusia y luchar contra el zarismo, pero para ello se necesitaban fondos que no poseían ni ella ni Alexander Berkman, al cual ya estaba unida. Para ganar dinero pusieron un comercio que no dio ningún resultado. También en Nueva York aprendieron el oficio de impresores, para poder imprimir ellos mismos hojas y folletos destinados a la propaganda.

A raíz del atentado contra Henry Clay Frich, presidente de la Compañía Carnegie, en represalia por su conducta miserable con los obreros de las fábricas, Emma escribió: «Frich es el símbolo del poder y la riqueza, el símbolo de las injusticias y crímenes que comete la clase capitalista». Alexander Berkman atentó contra él y lo hirió gravemente. Emma quiso acompañar a Berkman a Homestead, donde debía realizarse el atentado. Ella, que amaba tanto a Berkman, no podía dejarlo solo en el peligro y en la acción. Su temperamento leal, franco, apasionado y consecuente le impedía dejarlo abandonado en aquellas horas de prueba. Pero carecían absolutamente de recursos para emprender el viaje. Entonces tomó una resolución que podríamos llamar desesperada. Pero por ser un asunto tan delicado copiemos lo que ella ha dejado escrito: «El 17 de junio de 1892, un sábado por la noche, bajé a la 14 Street y me puse a pasear como había visto que hacían las pobres chicas que hacían tan triste oficio». No obstante, fue incapaz de realizar hasta el fin la experiencia, y con gran dolor tuvo que dejar marchar solo a Alexander Berkman, que fue apresado después del atentado y condenado a 22 años de trabajos forzados en la Penitenciaría de Pennsylvania. Como no estaban casados legalmente, Emma hizo varios intentos infructuosos para visitarlo, haciéndose pasar por su hermana. Después de la detención de Berkman, el domicilio de Emma la Roja, como era conocida, fue registrado por la policía que la tenía sometida a una severa vigilancia. Las autoridades consideraban a aquella apasionada propagandista del anarquismo como muy peligrosa para el orden social y político. Tenían sus motivos. Emma no cesaba de recorrer ciudades a través de toda la América, tomando parte en mítines de agitación social, en huelgas y conflictos obreros y dando conferencias de carácter cultural.

Fue detenida en Filadelfia y estuvo presa en la cárcel de Blackwell Island durante un año. En la prisión Emma colaboró con los médicos de la enfermería para asistir y curar a los detenidos. Fue liberada en agosto de 1895. Volvió a Europa, a Viena, donde estudió para enfermera y obtuvo el título. Se trasladó a Londres, donde conoció a Luisa Michel. Sobre ella escribió: «Los ojos, llenos de luz y de juventud, y la dulce sonrisa de Luisa, conquistaron mi corazón».

Fue también perseguida y acusada del atentado al presidente de los Estados Unidos, MacKinley, en 1909, por lo cual fue detenida durante algunas semanas. Por su leyenda de revolucionaria se le ausentó la clientela de enfermera y tuvo que volver a la costura para ganarse la vida.

Hizo una extensa campaña en favor de las víctimas de Montjuich, así como en favor de León Crogolsz, acusado de ser el autor del atentado contra el presidente MacKinley.

Hacia 1905, ella y Alexander Berkman publicaron la revista Mother Earth (Madre Tierra). Berkman había sido puesto en libertad después de haber cumplido 14 años de prisión en la cárcel de Pittsburgh. No obstante no cesó su campaña, unas veces defendiendo a los mineros de Colorado, otras a los de Wheatfield, California. En 1907 asiste al Congreso de Ámsterdam representando a organizaciones de los Estados Unidos.

Al declararse la guerra de 1914, volvió a ser detenida, acusada de haber realizado una campaña por el control de los nacimientos. Formó parte de la Liga contra el reclutamiento de hombres para la guerra. Fue acusada de antipatriota y de recibir fondos de los alemanes. La calumnia intentaba manchar a aquella mujer que era toda bondad y entusiasmo por las ideas pacifistas y libertarias.

El 18 de mayo de 1917 se celebró una gran reunión pacifista en el Casino de Harlem River. En la sala se reunieron unas 10.000 personas. Algunos soldados, con uniformes flamantes, interrumpieron el acto. Uno de ellos pidió la palabra. El auditorio se dispuso a expulsar a los perturbadores. Veamos la explicación que da Emma sobre el particular:

«Elevando la voz, rogué a los asistentes que dejasen hablar a aquel joven y continué: “Nosotros estamos reunidos aquí para protestar contra la tiranía del más fuerte y para reivindicar el derecho de pensar y obrar según nuestra conciencia, y debemos reconocer al adversario ese derecho y escucharlo con la calma, el respeto y la atención que exigimos para con nosotros. Este joven tiene fe en la justicia de su causa, esto no debemos dudarlo, tanto como nosotros tenemos fe en la nuestra, ya que él va a exponer su vida por defenderla. Por consiguiente, propongo en homenaje a su sinceridad, que escuchemos todos en pie y en silencio todo lo que quiera decirnos”. El joven, que probablemente no se había encontrado jamás ante un auditorio, tenía el semblante aterrorizado y comenzó a balbucear con una voz temblorosa y opaca, que era apenas audible, algo así como “dinero alemán, traidores”, etc. Se enredó más en su discurso y terminó diciendo: “¡Al diablo con ellos, vámonos de aquí!”. Toda la banda abandonó el local, agitando banderitas, acompañados por las risas y aplausos de los asistentes».

El año 1916 Tom Mooney lanzó una bomba contra un desfile de patriotas militaristas. Emma y Berkman, que en unión de Eleonor Fitzgerald publicaban el periódico The Blast (La Explosión), en California, defendieron desde sus páginas a Mooney. La campaña contra la guerra le costó la detención en julio de 1917. A Emma se la acusó no solamente de pacifismo, sino del origen turbio de los fondos que para ello empleaba. En el acto del tribunal se presentó un ciudadano pacifista americano que declaró y demostró ser el financiero de esa campaña. No obstante, Berkman y Emma fueron condenados a dos años de prisión cada uno, condena que cumplieron; Berkman en Atlanta (Georgia) y Emma en Jefferson (Missouri).

Emma salió de la cárcel en septiembre de 1919. Tuvo que cumplir un mes más de detención para caucionar la multa de 10.000 dólares a que también había sido condenada. Los Servicios de Emigración limitaron la libertad de poder circular por el territorio americano a los dos y para levantar esa prohibición debieron pagar otra cantidad de 15.000 dólares, que fueron reunidos en suscripción por sus compañeros. Ninguno de los dos había logrado obtener la nacionalización americana y corrían siempre el peligro de ser expulsados, como ocurrió. Emma y Berkman fueron convocados por las autoridades a presentarse en Ellis Island, punto de reunión de los deportados, y el 20 de diciembre de 1919 salieron de Norteamérica en dirección a Europa a bordo del vapor Buford. La travesía duró 28 días, y un día de enero llegó al puerto finlandés de Hango. Un tren, guardado por la policía, los condujo a la frontera. Un representante del gobierno ruso salió a recibirlos a Teryoki.

Emma Goldman era una fuerza de la naturaleza, dotada de una moral que ninguna persecución, pena o fatiga, lograban alterar su entusiasmo y su fe. Ni la cárcel, ni su vida errante, dando conferencias de una a otra ciudad con el trabajo intelectual que tenía que realizar para prepararlas; ni el escribir sus frecuentes colaboraciones en revistas, periódicos y folletos y, al mismo tiempo, sin dejar de trabajar, de enfermera o cosiendo, pudieron abatir su acendrado amor a los ideales de emancipación social. Todo lo soportaba con energía.

Su llegada a Rusia la conmovió profundamente, y en el entusiasmo de los primeros momentos escribió:

«Rusia soviética. ¡Suelo sagrado, nación mágica! Tú apareces como el símbolo de las esperanzas del mundo. Tú sola estás destinada a redimir la raza humana. ¡Vengo a servirte, Matushka (Madre) querida! ¡Acógeme en tu seno! ¡Déjame ocupar un puesto sobre tu campo de batalla, lleno de heroísmo, y consumir por ti todas las energías de mi alma!».

Su decepción al poco tiempo fue terrible. Así, no tardó en escribir:

«Reconozco lealmente el error que cometí creyendo que Lenin y su partido eran los verdaderos campeones de la Revolución. No quise hacer propaganda contra los dirigentes de la situación en el momento en que se veían obligados a luchar contra las fuerzas del exterior, pero yo vivía torturada al ver la dirección dictatorial que tomaba la revolución».

La insurrección de Kronstadt en 1921 y el movimiento makhnovista en Ucrania la decidieron a protestar públicamente, y con la firma de ella y de Alexander Berckman dirigieron un escrito al Comité de Defensa de los Trabajadores de San Petersburgo, presidido por Zinovief, en el que decían entre otras cosas: «Callarse en estos momentos es imposible, y hasta criminal... Combatir a los revolucionarios de Kronstadt, es provocar la contrarrevolución en el país...». Y proponían al gobierno bolchevique la creación de una delegación compuesta de cinco miembros: tres del gobierno y dos anarquistas, para apaciguar la revuelta.

La existencia se les hizo imposible en Rusia. Salir de ella era muy difícil. Angélica Balabanova, la militante de tanto prestigio, tuvo que intervenir cerca de Lenin para que dejaran salir de Rusia a Emma y a Alexander. Cuando lograron marcharse de Rusia, Emma se llevó consigo escondido el manuscrito que Pedro Archinov había escrito furtivamente Historia del Movimiento Makhnovista, 1918-1921. Por este libro, que se publicó en Francia y otros países, conoció el mundo las luchas de los ejércitos y revolucionarios de Ucrania contra la tiranía bolchevique, al mismo tiempo que contra las fuerzas reaccionarias de Petlura, Denikin y Wrangel.

Durante su estancia en Rusia se había relacionado con Máximo Gorki, con María Spiridinova y con Pedro y Sofía Kropotkin. El 7 de febrero de 1921 moría en Dimitrov el gran revolucionario Pedro Kropotkin. Emma fue su administradora cuando se constituyó el Comité Pro-Memoria de Kropotkin, y Alexander Berkman actuó de secretario. Cuando hubieron de abandonar Rusia, los sustituyó a los dos Vera Figner.

Emma y Alexander estuvieron en Suecia, Alemania y Francia.

A principios de 1934 Emma y Alexander se instalaron en Francia, en Saint Tropez, habitando una casa modesta, pero situada en un lugar muy hermoso, rodeada de árboles frutales y viñas. Los comunistas proclamaron en toda su prensa que Emma vivía en La Rivière, en un palacio que los potentados de Wall Street habían construido para ella. En esta casita recibió la visita de sus viejos amigos Rudolf Rocker y su compañera Milly. Rocker explica en su libro Revolución y regresión la vida tan activa que llevaba aquella mujer. Escribió allí sus Memorias, que se publicaron en Nueva York aquel mismo año; colaboraba en varios periódicos y revistas. Era, además, excelente ama de casa, limpia, ordenada y buena cocinera. También Alexander Berkman iba de vez en cuando a visitarla. Entonces estaba unido a otra mujer y tenía una hija a la que había puesto el nombre de Emma. Berkman estaba ya muy enfermo y acabó poniendo fin voluntariamente a su vida. Emma tenía entonces 67 años y no se consoló nunca de la pérdida del que había sido el compañero de su vida y de sus ideas.

Emma, de Saint Tropez marchó a Londres, y pudo entrar en Canadá. Al poco tiempo estallaba la guerra revolucionaria española. La resistencia que opuso el pueblo español al fascismo, a la vanguardia de la cual estaban las organizaciones obreras, reavivaron sus esperanzas de un posible triunfo de la libertad en España. Y a España se fue con el ánimo de ser útil a sus compañeros españoles. Estuvo dos veces, visitando sindicatos, colectividades y frentes de guerra.

La conocí en Seo de Urgel el año 1938. Había ido a visitar a los compañeros combatientes del Décimo Cuerpo de Ejército. Era entonces una mujer en los umbrales de la vejez. Conociendo la obra inmensa que aquella mujer había realizado por el anarquismo en diversas partes del mundo, la observé con admiración y cariño. Tenía un rostro que era todo energía y, al mismo tiempo, lleno de amargura. Su sonrisa era triste. Su mirada penetrante, escrutadora, buscando la verdad de su interlocutor. Entre el español y el francés pudimos entendernos algo. Recuerdo una graciosa anécdota: la casa donde estaba establecido el Comisariado del Décimo Cuerpo de Ejército tenía una pequeña huerta, y mi compañero, Juanel, mientras yo atendía a nuestra querida visitante, se puso a cavar el huerto. Emma estaba encantada al ver la destreza de Juanel cavando. Entonces yo le expliqué como pude que había sido campesino en su juventud y que seguramente el trabajo de cavar aquel huerto había sido el más útil que había hecho durante la guerra. Emma celebró mucho mi ocurrencia, riendo de buena gana. Entre otros, acompañaban a Emma Martín Gudel, Proudhon Carbó, Montserrat, Alfonso Miguel, Pedro Herrera, Gregorio Jover, los tres últimos ya fallecidos.

La experiencia del fracaso de la Revolución Rusa la tenía siempre preocupada, temiendo que en España se repitiera el dominio de la dictadura de un partido. Y escribía a Rudolf Rocker:

«... No puede ser bienvenida para Stalin una revolución social victoriosa en España, por razones que tú sabes... Este pensamiento no me deja reposar ni siquiera en sueños, pues yo sé que los embusteros del Kremlin son capaces de cualquier bribonada mientras puedan hervir su sopa».

«Sobre la entrada de la C. N. T. en el gobierno, te escribí ya en mi última carta: es una dura prueba originada en especial por la situación peligrosa del Frente de Aragón. Se ha saboteado ese frente, sin duda a incitación de los rusos, sin conciencia, aunque todos saben que si Franco lograse romperlo estaría decidida la guerra en favor de los fascistas. Si la entrada de nuestros compañeros en el gobierno puede lograr un cambio, es algo que hay que esperar para verlo. Estoy poco familiarizada con las situaciones internas para permitirme un juicio propio y solamente espero que no se haya hecho un mal cálculo».

Y dice Rocker sobre esa posición:

«Emma advirtió el falso juego de la política española de Stalin desde el comienzo, pues su experiencia le había mostrado que de aquella parte se podía esperar todo, menos lo bueno. Pero reconoció también la situación difícil de los compañeros españoles y sabía que en ese estado tan extraordinario, en donde cada jornada exigía nuevas medidas que surgían del cambio constante de las condiciones, no era dable decidir siempre lo que en un momento dado era justamente lo mejor. Si entonces algunos críticos de las propias filas en el extranjero intentaron acusar a los camaradas españoles como traidores a sus principios, porque bajo la presión de circunstancias de mucho peso habían entrado en el gobierno, Emma no participó nunca de esa posición negativa, aunque se la exhortó directamente. Su profunda comprensión y su buen sentido la previnieron contra ello. A pesar de todos los temores, no se le habría ocurrido nunca acusar de traición a hombres que luchaban por su causa hasta el amargo fin con resolución tan heroica. Ella conservó para los compañeros españoles su fidelidad hasta el postrer aliento. Así escribió después de la caída de Barcelona al último secretario de la C. N. T., cuando este, junto con otros camaradas, se había salvado felizmente en Francia, una larga carta, de la que me envió una copia y de la que tomo el pasaje que sigue, porque es singularmente característico de la posición de Emma»:

«“Las acciones que se llevan a cabo con propósito honrado, no se pueden condenar nunca, ni siquiera cuando después se demuestra que fueron un error, porque nadie en tal situación puede prever. Pero ante todo el sentimiento humano natural debería prohibir a todos echar sal en las heridas sangrantes de hombres que solo pudieron salvar la vida de una catástrofe tan terrible”».

Y sigue Rocker:

«De todas las cartas que recibí de Emma, se desprende claramente con qué ímpetu cruel la golpeó la gran derrota de España».

Después de su paso por España, Emma Goldman fue a Toronto para desarrollar una campaña en favor de los refugiados españoles. Conversando con un compañero en la casa de este, le sobrevino de una manera fulminante una hemorragia cerebral, que le produjo la pérdida del habla. Y a las pocas horas se repitió el ataque que dejó sin vida a aquella valerosa e inteligente mujer. Era el 13 de mayo de 1940.

«Fue enterrada en Chicago, en el cementerio alemán, llamado Waldheim, en el cual están enterrados los mártires de Chicago y Voltairine de Cleyre».

I. Anarquismo: lo que realmente significa

Anarchism and other essays,

Mother Earth Publishing Association, 1911


Anarquía

Siempre despreciada, maldecida, nunca comprendida
eres el terror espantoso de nuestra era. «Naufragio de todo orden», grita la multitud»,
«Eres tú y la guerra y el infinito coraje del asesinato».
Oh, deja que lloren. Para esos que nunca han buscado
la verdad que yace detrás de la palabra,
para ellos la definición correcta de la palabra no les fue dada.
Continuarán ciegos entre los ciegos.
Pero tú, oh palabra, tan clara, tan fuerte, tan pura,
tú dices todo lo que yo, por meta he tomado.
¡Te entrego al futuro! Tú estarás segura
cuando uno, al final, por sí mismo, despierte.
¿Vendrá con los rayos solares? ¿En la emoción de la tempestad?
No puedo decirlo, ¡pero la Tierra la podrá ver!
¡Soy un anarquista! Por lo que no
gobernaré, y ¡tampoco seré gobernado!

John Henry Mackay

La historia del desarrollo y crecimiento humano es, al mismo tiempo, la historia de la terrible lucha de cada nueva idea anunciando la llegada de un muy brillante amanecer. En su tenaz mantenimiento de la tradición, lo Viejo con sus medios más crueles y repugnantes pretende detener el advenimiento de lo Nuevo, cualesquiera sean la forma y el período en que este se manifieste. No hace falta que retrotraigamos nuestros pasos hacia un pasado distante para darnos cuenta de la inmensidad de la oposición, las dificultades y adversidades puestas en el camino de cada idea progresista. La rueca, la empulgueras[2] y el látigo se mantienen entre nosotros; al igual que el traje del presidiario y la ira social, todos conspirando en contra del espíritu que serenamente está en marcha.

Para rebatir, aunque sea escuetamente, todo lo que se está diciendo y haciendo en contra del anarquismo, requeriría escribir todo un libro.

Por lo tanto, solo abordaré dos de las principales objeciones. Haciéndolo así, podré aclarar lo que verdaderamente significa anarquismo.

El extraño fenómeno del rechazo al anarquismo es que ilumina la relación entre la denominada inteligencia e ignorancia. Y aún esto no es tan extraño cuando consideramos la relatividad de las cosas. La masa ignorante tiene a su favor que no pretende aparecer como sabia o tolerante. Actuando, como siempre lo hace, por mero impulso, su razonamiento es como el de los niños. ¿Por qué?, Porque sí. Aun así, la oposición del no educado hacia el anarquismo merece la misma consideración que la del hombre inteligente.

Por tanto, ¿cuáles son sus objeciones? Primero, que el anarquismo es impracticable, aunque un bello ideal. Segundo, que el anarquismo conlleva violencia y destrucción, y por tanto, debe ser repudiado como vil y peligroso. Tanto el hombre inteligente como la masa ignorante realizan sus juicios, no a partir de un conocimiento del mismo, sino a partir de habladurías o de falsas interpretaciones.

Un proyecto práctico, dice Oscar Wilde, es aquel que ya existe o un proyecto que podría llevarse a cabo bajo las condiciones existentes; sin embargo, son exactamente las condiciones existentes las que uno rechaza, y cualquier proyecto que acepte estas condiciones será erróneo y una locura. El verdadero criterio de lo práctico, por tanto, no es si puede permanecer intacto al final lo erróneo o irracional; hasta cierto punto, consiste en averiguar si el proyecto tiene la vitalidad suficiente como para dejar atrás las aguas estancadas de lo viejo, y levantar, al igual que mantener, una nueva vida. A la luz de esta concepción, el anarquismo es de hecho práctico. Mucho más que cualquier otra idea, posibilita acabar con lo equívoco e irracional; más que cualquier otra idea, levanta y sostiene una nueva vida.

Los sentimientos del hombre ignorante son mantenidos en el oscurantismo mediante las historias más sangrientas sobre el anarquismo. Nada es demasiado ofensivo para ser empleado en contra de esta filosofía y sus defensores. Por lo tanto, el anarquismo representa para el no letrado lo que el proverbial hombre malo para un niño: un monstruo negro empeñado en engullirse todo; en pocas palabras, la destrucción y la violencia.

¡Destrucción y violencia! ¿Cómo va a saber el hombre ordinario que el elemento más violento en la sociedad es la ignorancia; que su poder de destrucción es justamente lo que el anarquismo está combatiendo? Tampoco está al tanto de que el anarquismo, cuyas raíces, como fuera, son parte de las fuerzas naturales, destruyendo, no el tejido saludable, sino los crecimientos parasitarios que se nutren de la esencia vital de la sociedad. Simplemente está limpiando el suelo de hierbajos y arbustos para que, con el tiempo, dé un fruto saludable.

Alguien ha dicho que se requiere menos esfuerzo mental para condenar que lo que se requiere para pensar. La generalizada indolencia mental, tan presente en la actual sociedad, nos demuestra que esto es cierto. En vez de llegar al fondo de cualquier idea dada, para examinar sus orígenes y significado, la mayoría de las personas la condenarán en su conjunto o dependerán de algunos prejuicios o definiciones superficiales de los aspectos no esenciales.

El anarquismo anima al hombre a pensar, a investigar, a analizar cada proposición; pero para no abrumar al lector medio, comenzaré con una definición y posteriormente la desarrollaré.

Anarquismo: La filosofía de un nuevo orden social basado en la libertad sin restricciones de leyes artificiales; la teoría es que todas las formas de gobierno descansan en la violencia y, por tanto, son erróneos y peligrosos, e igualmente innecesarios.

El nuevo orden social se apoya, por supuesto, sobre las bases materialistas de la vida; aunque todos los anarquistas están de acuerdo en que el principal mal en la actualidad es el económico, mantienen que la solución a esa maldad solo puede alcanzarse si consideramos cada fase de la vida, tanto individual como colectiva; las fases internas tanto como las externas.

Una revisión a fondo de la historia del desarrollo humano nos descubrirá dos elementos en encarnizado enfrentamiento; elementos que solo actualmente comienzan a ser comprendidos, no como extraños uno del otro, sino estrechamente relacionados y en verdadera armonía, si son situados en el ambiente apropiado: los instintos individuales y sociales. El individuo y la sociedad han sostenido una persistente y sangrienta batalla a lo largo de los siglos, cada uno luchando por la supremacía, ya que cada uno estaba cegado por el valor e importancia del otro. Los instintos individuales y sociales; uno, el más potente factor para la iniciativa individual, para el crecimiento, la aspiración y autorrealización; el otro, igualmente un potente factor para el apoyo mutuo y el bienestar social.

No nos hallamos muy lejos de explicar la tormenta desatada dentro del individuo, y entre este y su entorno. El ser humano[3] primitivo, incapacitado para comprender su ser, y mucho menos la unidad de toda la vida, se sentía absolutamente dependiente de las ciegas y ocultas fuerzas, siempre dispuestas a burlarse y ridiculizarlo. A partir de esta actitud, surgieron los conceptos religiosos del ser humano como una mera partícula de polvo, dependiente de poderes supremos en lo alto, quienes solo pueden ser aplacados mediante la completa sumisión. Todas las primigenias sagas descansan en esta idea, la cual sigue siendo el leitmotiv de las narraciones bíblicas que tratan de la relación entre el hombre y Dios, el Estado, la sociedad. Una y otra vez, el mismo motivo, el hombre no es nada, los poderes supremos lo son todo. Por tanto, Jehová solo tolerará al hombre a condición de su completa sumisión. El Estado, la sociedad y las leyes morales repiten la misma cantinela: El hombre puede tener todas las glorias de la Tierra, pero no podrá tener conciencia de sí mismo.

El anarquismo es la única filosofía que brinda al ser humano la conciencia de sí mismo; la cual mantiene que Dios, el Estado y la sociedad no existen, que sus promesas son nulas y están vacías, en tanto solo pueden ser alcanzadas plenamente a través de la subordinación del hombre. El anarquismo es, por tanto, el maestro de la unidad de la vida; no solo en la naturaleza, sino en el hombre. No existe conflicto entre los instintos individuales y sociales, no más de los que existen entre el corazón y los pulmones: uno es el recipiente de la esencia de la preciosa vida, el otro el recipiente del elemento que mantiene la esencia pura y fuerte. El individuo es el corazón de la sociedad, conservando la esencia de la vida social; la sociedad es el pulmón, el cual distribuye el elemento que mantiene la esencia de la vida —esto es, el individuo— pura y fuerte.

«La única cosa valiosa en el mundo», dice Emerson, «es el alma activa; la cual todo ser humano tiene dentro de sí. El alma activa ve la verdad absoluta y proclama la verdad y la crea». En otras palabras, el instinto individual es la cosa de mayor valor en el mundo. Esta es la verdadera alma que ve y crea la verdadera vida, a partir de la cual surgirá una mayor verdad, el alma social renacida.

El anarquismo es el gran libertador del hombre de los fantasmas que lo ha mantenido cautivo; es el árbitro y pacificador de las dos fuerzas para una armonía individual y social. Para alcanzar esta unidad, el anarquismo ha declarado la guerra a las influencias perniciosas, las cuales desde siempre han impedido la combinación armoniosa de los instintos individuales y sociales, del individuo y la sociedad.

La religión, el dominio de la conducta humana, representa el baluarte de la esclavitud humana y todos los horrores que supone. ¡Religión! Cómo domina el pensamiento humano, cómo humilla y degrada su alma. Dios es todo, el hombre es nada, dice la religión. Pero, a partir de esa nada, Dios ha creado un reino tan despótico, tan tiránico, tan cruel, tan terriblemente riguroso que nada que no sea la tristeza, las lágrimas y sangre han gobernado el mundo desde que llegaron los dioses. El anarquismo suscita al ser humano a rebelarse contra ese monstruo negro. Rompe tus cadenas mentales, dice el anarquismo al hombre, hasta que no pienses y juzgues por ti mismo no te librarás del dominio de la oscuridad, el mayor obstáculo a todo progreso.

La propiedad, el dominio de las necesidades humanas, la negación del derecho a satisfacer sus necesidades. El tiempo surgió cuando la propiedad reclamó su derecho divino, cuando se dirigió al hombre con la misma monserga, igual que la religión: «¡Sacrifícate! ¡Abjura! ¡Sométete!». El espíritu del anarquismo ha elevado al hombre de su posición postrada. Ahora se mantiene de pie, con su cara mirando hacia la luz. Ha aprendido a ver la insaciable, devoradora y devastadora naturaleza de la propiedad, y se prepara para dar el golpe de muerte al monstruo.

«La propiedad es un robo», decía el gran anarquista francés Proudhon. Sí, pero sin riesgo y peligro para el ladrón. Monopolizando los esfuerzos acumulados del hombre, la propiedad le ha robado su patrimonio, convirtiéndolo en un indigente y en un paria. La propiedad no tiene incluso ni la tan gastada excusa de que el hombre no puede crear lo suficiente como para satisfacer sus necesidades. El más simple estudiante de economía sabe que la productividad del trabajo en las últimas décadas excede, de lejos, la normal demanda. Pero ¿qué son demandas normales para una institución anormal? La única demanda que la propiedad reconoce es su propio apetito glotón por mayores riquezas, ya que riqueza significa poder; el poder para someter, para aplastar, para explotar, el poder de esclavizar, de ultrajar, de degradar. Norteamérica particularmente es jactanciosa de su gran poder, de su enorme riqueza nacional. Pobre Norteamérica, ¿de qué vale toda sus riquezas si los individuos que componen la nación son miserablemente pobres, si viven en la vileza, en la suciedad, en el crimen, sin esperanzas ni alegrías, deambulando, los sin techo, un mugriento ejército de víctimas humanas?

Generalmente se acepta que, a menos que las ganancias de cualquier negocio excedan a los costos, la bancarrota es inevitable. Pero aquellos comprometidos en el negocio de producir riquezas no han aprendido ni esta simple lección. Cada año, el coste de producción en vidas humanas cada vez es mayor (50.000 asesinados, 100.000 heridos en el último año en Norteamérica); las ganancias para las masas, quienes han ayudado a crear las riquezas, cada vez son menores. Aún Norteamérica continúa ciega frente a la inevitable bancarrota de nuestras empresas productivas. Pero este no es su único crimen. Aún más fatal es el crimen de convertir al productor en una mera pieza de una máquina, con menos capacidad de decisión que sus amos de hierro y acero. A los hombres se les roba no solo el producto de su labor, sino la fuerza de la libre iniciativa, de la originalidad y el interés o deseo por las cosas que él realiza.

La verdadera riqueza consiste en objetos de utilidad y belleza, en cosas que ayuden a crear cuerpos fuertes, bellos y espacios que inspiren a vivir en ellos. Pero si el hombre está condenado a ovillar algodón en una canilla, o cavar el carbón, o construir caminos durante treinta años de su vida, no se puede hablar de riqueza. Lo que entregan al mundo son solo objetos grises y repugnantes, reflejo de su existencia aburrida y repugnante, demasiado débil para vivir, demasiado cobarde como para morir. Es extraño decirlo, pero hay personas que alaban estos métodos de mala muerte de centralizar la producción como el más orgulloso logro de nuestra época. Se equivocan plenamente al no darse cuenta que si continuamos con esta sumisión a la máquina, nuestra esclavitud será más plena que nuestro servilismo al rey. No quieren saber que la centralización no es solo el toque de difuntos de la libertad, sino igualmente de la salud y la belleza, del arte y la ciencia, todas ellas imposibles en una atmósfera cronometrada, mecánica.

El anarquismo no solo repudia tales métodos de producción: su objetivo es la más libre posible expresión de todas las fuerzas latentes del individuo. Oscar Wilde definía una personalidad perfecta como «una que se ha desarrollado bajo perfectas condiciones, que no ha sido dañada, mutilada o en peligro». Una personalidad perfecta, por tanto, solo es posible en un estado social donde el hombre sea libre para elegir el modo de trabajo, las condiciones de trabajo y la libertad para trabajar. Una sociedad para la cual la fabricación de una mesa, la edificación de una casa o labrar la tierra, sea lo que la pintura para el artista o el descubrimiento para el científico; el resultado de la inspiración, de un intenso anhelo y un profundo interés en el trabajo como una fuerza creativa. Siendo ese el ideal del anarquismo, la organización económica debe consistir en una asociación voluntaria de producción y distribución, gradualmente desarrolladas dentro de un comunismo libertario, el mejor medio de producir con el menor gasto de energía humana. El anarquismo, sin embargo, igualmente reconoce el derecho del individuo, o un grupo de individuos, para fijar en cualquier momento otras formas de trabajo, en armonía con sus gustos y deseos.

En tanto tal muestra libre de energía humana solo es posible bajo una completa libertad individual y social, el anarquismo dirige sus fuerzas contra el tercer y mayor enemigo de toda igualdad social; concretamente, el Estado, la autoridad organizada o la ley estatutaria, la dominación de la conducta humana.

De igual modo a como la religión ha encadenado la mente humana, y la propiedad o el monopolio de los objetos, ha sumido y suprimido las necesidades humanas, el Estado ha esclavizado su espíritu, dictando cada fase de la conducta. «Todo gobierno, en esencia», dice Emerson, «es tiranía». Sin importar que se gobierne por derecho divino o por mayoría. En cualquier caso, su objetivo es la absoluta subordinación del individuo.

En referencia al gobierno estadounidense, el gran anarquista norteamericano David Thoreau decía: «Gobierno, qué es si no una tradición, aunque sea reciente, tiene la tentación de transmitirse a sí mismo intacto a la posteridad, aunque en cada instancia pierda su integridad; no tiene la vitalidad y fuerza de un simple hombre vivo. La ley nunca ha hecho al hombre más justo; y por medio del respeto a la misma, incluso los mejor predispuestos diariamente se convierten en agentes de la injusticia».

De hecho, el elemento central del gobierno es la injusticia. Con la arrogancia y la autosuficiencia de un rey que no se equivoca, los gobiernos ordenan, juzgan, condenan y castigan las más insignificantes ofensas, mientras se mantiene por medio de la mayor de las ofensas: la aniquilación de la libertad individual. Por lo tanto, Ouida está en lo cierto cuando mantiene que «El Estado solo busca inculcar aquellas cualidades en su público mediante las cuales sus demandas sean obedecidas, y sus arcas llenas. Su mayor logro ha sido la reducción de la humanidad al funcionamiento de un reloj. En esta atmósfera, todas esas tenues y más delicadas libertades, que requieren un cuidado y una expansión espaciosa, inevitablemente se secan y fallecen. El Estado requiere una maquinaria cobradora de impuesto que no tenga obstáculos, un fisco el cual nunca tenga déficit, y un público monótono, obediente, descolorido, apocopado, moviéndose humildemente como un rebaño de ovejas a lo largo de un camino entre dos muros».

Pero hasta un rebaño de ovejas podría hacer frente a los embustes del Estado, si no fuera por los métodos corruptores, tiránicos y opresivos empleados para alcanzar sus objetivos. Por eso Bakunin repudia al Estado como sinónimo de la claudicación de la libertad del individuo o las pequeñas minorías; la destrucción de las relaciones sociales, la restricción o incluso la completa negación, de la propia vida, para su engrandecimiento. El Estado, altar de la libertad política y, como el altar religioso, se mantiene con el propósito del sacrificio humano.

De hecho, no hay casi ningún pensador moderno que no esté de acuerdo con que el gobierno es la autoridad organizada, o el Estado es necesario solo para mantener o proteger la propiedad y el monopolio. Se han mostrado solo eficaces para esa función.

Incluso George Bernard Shaw, quien todavía cree en el milagro de un Estado bajo el fabianismo, no ha podido dejar de admitir que «en estos momentos es una inmensa maquinaria para robar y esclavizar a los pobres mediante la fuerza bruta». Siendo así, es muy difícil entender por qué el desconcertante intelectual desea mantener el Estado después de que la pobreza deje de existir.

Desafortunadamente, todavía existe un amplio número de personas que continúan manteniendo la fatal creencia de que el gobierno descansa en leyes naturales, que mantiene el orden social y la armonía, que disminuye el crimen y que evita que el vago esquilme a sus semejantes. Por lo tanto, debo examinar estos planteamientos.

Una ley natural es un factor en el ser humano, el cual se impone a sí mismo, libre y espontáneamente, sin ninguna fuerza externa, en armonía con los requisitos de la naturaleza. Por ejemplo, las exigencias de una nutrición, una gratificación sexual, de la luz, el aire y el ejercicio, son una ley natural. Pero su expresión no necesita de la maquinaria gubernamental, no necesita de la porra, de la pistola, de las esposas o de la prisión. Para obedecer tales leyes, si podemos denominarlo como obediencia, solo se necesita de la espontaneidad y libre oportunidad. Que los gobiernos no se mantienen por medio de tales factores armoniosos lo demuestra las terribles muestras de violencia, fuerza y coerción que todos los gobiernos emplean con el objetivo de subsistir. Por tanto, Blackstone tiene razón cuando dice: «Las leyes humanas no son válidas, ya que son contrarias a las leyes de la naturaleza».

A no ser el orden de Varsovia tras la matanza de miles de personas, es muy difícil atribuir a los gobiernos cualquier capacidad para el orden o la armonía social. El orden derivado de la sumisión y mantenido por medio del terror no es una garantía de seguridad, aunque sea el único «orden» que los gobiernos han mantenido siempre. La verdadera armonía social surge naturalmente de la solidaridad de intereses. En una sociedad en donde aquellos que siempre trabajan nunca tienen nada, mientras aquellos que nunca han trabajado disfrutan de todo, no existe la solidaridad de intereses; por lo tanto, la armonía social solo es un mito. La única manera en que la autoridad organizada hace frente a esta grave situación es ampliando todavía más los privilegios para aquellos que ya monopolizan la tierra, y esclavizando aún más a las masas desheredadas. De esta manera, todo el arsenal del gobierno —leyes, policía, soldados, juzgados, parlamentos y prisiones— está rotundamente al servicio de la «armonización» de los elementos más antagónicos de la sociedad.

La más absurda apología de la autoridad y la ley es que sirven para reducir el crimen. Aparte del hecho de que el Estado es en sí mismo el mayor criminal, rompiendo cualquier ley escrita y natural, robando a través de los impuestos, asesinando a través de la guerra y pena capital, se ha visto incapacitado para hacer frente al crimen. Ha fracasado plenamente en destruir o incluso minimizar el terrible azote de su propia creación.

El crimen no es otra cosa que energía mal dirigida. En tanto cada institución actual, económica, política, social y moral, conspire para conducir las energías humanas por canales erróneos; en tanto la mayoría de las personas esté fuera de lugar, haciendo las cosas que ellos odian, viviendo una vida que aborrecen, el crimen será inevitable, y todas las leyes de los códigos legales solo pueden incrementar, y nunca acabar, con el crimen. ¿Qué hace la sociedad, en su actual forma, para conocer los procesos de desesperación, de pobreza, de horrores, de la terrible lucha que mantiene el alma humana en su camino hacia el crimen y la degradación? Quien conozca este terrible proceso no puede dejar de reconocer la verdad de estas palabras de Kropotkin:

«Aquellos que mantendrán el balance entre los beneficios atribuidos a la ley y el castigo, y los efectos degradantes de este último sobre la humanidad; aquellos que estimarán el torrente de depravación vertida en la sociedad humana por el soplón, potenciado incluso por el juez y pagado por ello con moneda cantante y sonante por los gobiernos, bajo el pretexto de que ayuda a desenmascarar el crimen; aquellos que entrarán entre los muros de las prisiones y verán allí en lo que se han convertido los seres humanos cuando se les priva de la libertad, cuando están sometidos a la vigilancia de brutales guardianes, con burdas y crueles palabras, con miles de punzantes y desgarradoras humillaciones, estarán de acuerdo con nosotros que todo el aparato de prisiones y castigos es una abominación que debe concluir».

La disuasiva influencia de la ley sobre el hombre perezoso es demasiado absurda como para merecer alguna consideración. Con que la sociedad fuera liberada de los derroches y gastos de mantener a la clase ociosa e igualmente los grandes gastos de la parafernalia de la protección que requiere esta clase ociosa, la mesa social podría contener abundancia para todos, incluidos incluso los ocasionales individuos ociosos.

Por otro lado, es correcto considerar que la vagancia es producto, o de los privilegios especiales o de las anormalidades físicas y mentales. Nuestro presente insano sistema de producción potencia ambos, y lo que es más sorprendente es que las personas quieran trabajar, incluso ahora. El anarquismo aspira liberar al trabajo de sus aspectos agotadores y deprimentes, de sus tristezas y coacciones. Su aspiración es hacer del trabajo un instrumento de disfrute, de energía, de color y de verdadera armonía, para que aun el más pobre de los hombres, pueda hallar en el trabajo tanto alegría como esperanza.

Para lograr tal modelo de vida, el gobierno, con sus injustas, arbitrarias y represivas medidas, debe ser eliminado. Lo más que ha hecho ha sido imponer un solo modo de vida para todos, sin tener en cuenta las variaciones y necesidades individuales y sociales. Para destruir el gobierno y sus códigos legales, el anarquismo propone rescatar el amor propio y la independencia del individuo de toda represión e invasión de la autoridad. Solo en libertad puede el ser humano alcanzar su verdadera altura. Solo en libertad podrá aprender a pensar y moverse, y dar lo mejor de sí mismo. Solo en libertad podrá liberar las verdaderas fuerzas de los lazos sociales que vinculan a los seres humanos entre sí, y que son la verdadera base de una normal vida social.

Pero ¿qué pasa con la naturaleza humana?, ¿puede cambiarse?, y si no, ¿podrá sobrevivir bajo el anarquismo?

Pobre naturaleza humana, ¡qué horribles crímenes se han cometido en su nombre! Cada tonto, desde el rey hasta el policía, desde el cabeza hueca hasta el aficionado sin visión de la ciencia, presumen de hablar con autoridad sobre la naturaleza humana. Cuanto mayor sea el charlatán, más definitiva será su insistencia en la maldad y debilidad de la naturaleza humana. Pero ¿cómo puede nadie hablar hoy en día, con todas las almas en prisión, con cada corazón encadenado, herido y mutilado, de esta manera?

John Burroughs ha indicado que estudios experimentales sobre animales en cautiverio son absolutamente inútiles. Su carácter, sus hábitos, sus apetitos sufren una completa transformación cuando son arrancados de su territorio en el campo y el bosque. Con la naturaleza humana enjaulada en un estrecho espacio, golpeada diariamente hasta la sumisión, ¿cómo podemos hablar de sus potencialidades?

La libertad, el desarrollo, la oportunidad y, sobre todo, la paz y la tranquilidad, son los únicos que pueden enseñarnos los verdaderos factores dominantes de la naturaleza humana y todas sus maravillosas posibilidades.

El anarquismo, por tanto, verdaderamente representa la liberación de la mente humana de la dominación de la religión; la liberación del cuerpo humano de la dominación de la propiedad; la liberación de las trabas y restricciones del gobierno. El anarquismo representa un orden social basado en la libre agrupación de individuos con el objetivo de producir verdadera riqueza social; un orden que garantizará a cada ser humano el libre acceso a la tierra y el pleno goce de las necesidades de la vida, de acuerdo con los individuales deseos, gustos e inclinaciones.

Esta no es una idea estrambótica o una aberración mental. Es la conclusión a que han llegado multitud de hombres y mujeres inteligentes a lo largo del mundo; una conclusión a resultas de las observaciones detalladas y esmeradas de las tendencias de la sociedad moderna: la libertad individual y la igualdad económica, las fuerzas combinadas para el nacimiento de lo que es hermoso y verdadero en el hombre.

En cuanto a los métodos, el anarquismo no es, como algunos pueden suponer, una teoría sobre el futuro que se logrará a través de la divina inspiración. Es una fuerza viva en los hechos de nuestra existencia, constantemente creando nuevas condiciones. Los métodos del anarquismo, por lo tanto, no suponen un programa irrefutable que debe ser llevado a cabo bajo cualquier circunstancia. Los métodos deben surgir a partir de las necesidades económicas de cada lugar y clima, y de los requisitos intelectuales y temperamentales del individuo. El carácter sereno y calmado de Tolstoi necesitará diferentes métodos para la reconstrucción social que la personalidad intensa y desbordante de un Miguel Bakunin o un Pedro Kropotkin. Igualmente debe estar claro que las necesidades económicas y políticas de Rusia dictarán medidas más drásticas que en Inglaterra o Estados Unidos. El anarquismo no defiende la instrucción militar y la uniformidad; pero sí defiende, sin embargo, el espíritu revolucionario, en cualquier forma, contra cualquier cosa que impida el crecimiento humano. Todos los anarquistas están de acuerdo en ello, de igual modo en que están de acuerdo en su oposición a las maquinaciones políticas como medio para alcanzar el gran cambio social.

«Toda votación», dice Thoreau, «es una especie de juego, como las damas o el backgammon, jugando con lo correcto y lo erróneo; su obligación nunca excede su conveniencia. Incluso votando lo correcto no está haciendo nada por ello. Un hombre sabio no dejará lo correcto a merced de la casualidad, ni deseará que prevalezca a través del poder de la mayoría». Un examen minucioso de la maquinaria política y sus consecuencias confirmaría la lógica de Thoreau.

¿Qué nos demuestra la historia del parlamentarismo? Nada, salvo el fracaso y la derrota de hasta la más simple reforma para mejorar la presión económica y social que sufren las personas. Leyes han sido aprobadas y promulgadas para la mejora y protección del trabajo. Así, el año pasado se demostró que Illinois, con las más rígidas leyes para proteger a los mineros, ha sufrido el mayor desastre de la minería. En los Estados en donde imperan leyes sobre el trabajo infantil, la explotación de los menores es altísima, y aunque entre nosotros los trabajadores disfrutan de plena capacidad política, el capitalismo ha alcanzado su cumbre de descaro.

Incluso si los trabajadores pudiesen tener sus propios representantes, por lo cual claman nuestros buenos políticos socialistas, ¿qué oportunidad habrá para su honestidad y buena fe? Debe tenerse en mente los procesos políticos para darse cuenta que el camino de las buenas intenciones está lleno de escollos: prebendismo, intrigas, favores, mentiras, fullerías; de hecho, embustes de todo tipo, mediante los cuales el aspirante político puede alcanzar el éxito. Añadido a esto, está la completa desmoralización del carácter y convicción, hasta que no quede nada que pudiera hacernos esperar algo de tales ruinas humanas. Una y otra vez, las personas han sido tan estúpidas para confiar, creer y apoyar hasta su último penique a los aspirantes políticos, solo para hallarse a sí mismos traicionados y engañados.

Se puede mantener que el ser humano íntegro no se corromperá con la miseria de la vorágine política. Tal vez no; pero tales personas se encontrarán absolutamente desamparadas como para ejercer la más mínima influencia en nombre de los trabajadores, como de hecho ha quedado demostrado en numerosas ocasiones. El Estado es el amo económico de sus sirvientes. Los buenos hombres, si los hubiera, o permanecen fieles a sus creencias políticas, perdiendo sus apoyos económicos, o se aferran a sus amos económicos, siendo incapaces de hacer el más mínimo bien. El campo político no deja alternativa, uno debe ser o un zopenco o un canalla.

La superstición política todavía influye sobre los corazones y mentes de las masas, aunque los verdaderos amantes de la libertad no tendrán nada que ver con ello. Al contrario, creerán, con Stirner, que el hombre tendrá tanta la libertad como ellos quieran tomar. El anarquismo, por tanto, defiende la acción directa, el rechazo abierto y la resistencia frente a las leyes y las restricciones económicas, sociales y morales. Aunque el rechazo y la resistencia sean ilegales. En ello descansa la salvación del ser humano. Todo lo ilegal necesita de la integridad, de la independencia y el coraje. En pocas palabras, buscamos la libertad, los espíritus independientes, los «hombres que son hombres, y que tienen la fortaleza para no dejarse manipular».

El propio sufragio universal debe su existencia a la acción directa. Si no llega a ser por el espíritu de rebelión, de desafío, por parte de los padres revolucionarios norteamericanos, sus descendientes todavía vestirían la chaqueta real. Si no llega a ser por la acción directa, John Brown y sus camaradas, Norteamérica todavía estaría comerciando con la carne de las personas de color. Lo cierto es que el negocio de la carne blanca todavía está vigente; pero esta, igualmente, será abolida por la acción directa. El sindicalismo, la palestra económica del gladiador moderno, debe su propia existencia a la acción directa. Sin embargo, recientemente, la ley y el gobierno han intentado acabar con el movimiento sindicalista, condenando a los partidarios del derecho del hombre a organizarse, a la cárcel como conspiradores. Si hubieran intentado hacer valer su causa a través del ruego, de las súplicas y el compromiso, los sindicatos tendrían una insignificante presencia. En Francia, en España, en Italia, en Rusia, hasta en Inglaterra (ejemplo de la creciente rebelión de las centrales obreras), la acción directa, revolucionaria y económica, ha adquirido una fuerza tan poderosa en la batalla por la libertad industrial que ha conllevado que todo el mundo se percate de la tremenda importancia del poder del trabajo. La huelga general, la suprema expresión de la concientización económica de los obreros, era nimia en Norteamérica hasta hace muy poco. En la actualidad, toda gran huelga, con el objetivo de lograr el triunfo, debe tener en cuenta la importancia de la protesta general solidaria.

La acción directa, que ha demostrado su efectividad en los aspectos económicos, es igualmente potente en el entorno del individuo. Hay cientos de fuerzas que invaden los límites del ser, y solo la persistente resistencia frente a ellas finalmente lo libertará. La acción directa contra la autoridad en el taller, la acción directa contra la autoridad de la ley, la acción directa contra la invasora y entrometida autoridad de nuestros códigos morales, es el lógico y coherente método del anarquismo.

¿Nos llevará esta a una revolución? Por supuesto, lo hará. Ningún verdadero cambio social ha tenido lugar sin una revolución. Las personas, o no están familiarizadas con su historia, o todavía no han aprendido que la revolución es el pensamiento convertido en acción.

El anarquismo, el gran fermento del pensamiento, actualmente está imbricado en cada uno de los aspectos de los logros humanos. La ciencia, el arte, la literatura, el teatro, el esfuerzo por la mejora económica, de hecho, cada oposición individual y social al desorden existente en las cosas, es iluminada por la luz espiritual del anarquismo. Es la filosofía de la soberanía del individuo. Es la teoría de la armonía social. Es el gran resurgimiento de la verdadera vida que se está reconstruyendo en el mundo, y que nos conducirá hasta el Amanecer.

II. Individuo, sociedad y estado

Free Society Forum, 1940

Las mentes de los hombres están confusas, cada fundamento de nuestra civilización parece estar tambaleándose. Las personas están perdiendo su fe en las instituciones existentes y los más inteligentes están comprendiendo que el capitalismo industrial está fracasando en cada uno de los propósitos que se supone que defiende.

El mundo ha perdido el tino. El parlamentarismo y la democracia están en declive. La salvación se busca en el fascismo y otras formas de gobiernos «fuertes».

El enfrentamiento entre ideas opuestas, que está teniendo lugar en el mundo, implica problemas sociales que demandan una urgente solución. El bienestar del individuo y el destino de la sociedad humana dependen de la correcta respuesta dada a estas cuestiones. La crisis, el desempleo, la guerra, el desarme, las relaciones internacionales, etc., están entre esos problemas.

El Estado, el gobierno con sus funciones y poderes, es el tema de interés de todo pensador. Los desarrollos políticos en todos los países civilizados han colocado estas cuestiones en cada hogar. ¿Tendremos un gobierno fuerte? ¿Es la democracia y el parlamentarismo el gobierno preferido, o es el fascismo de un tipo o de otro, la dictadura —monárquica, burguesa o proletaria— la solución de todos los males y dificultades que asedian a la actual sociedad?

En otros términos, ¿podremos curar los males de la democracia por medio de más democracia, o cortaremos el nudo gordiano del gobierno popular con la espada de la dictadura? Mi respuesta es que ni una ni otra. Estoy en contra de la dictadura y el fascismo, como de igual modo me opongo a los regímenes parlamentarios y de las denominadas democracias políticas.

El nazismo correctamente ha sido denominado como un ataque a la civilización. Esta caracterización se aplica con igual fuerza a cada forma de dictadura; de hecho, a cualquier modo de autoridad represiva y coercitiva. Pero ¿qué es la civilización en estricto sentido? Todo progreso es, en esencia, una ampliación de las libertades del individuo con la correspondiente reducción de la autoridad ejercida sobre él por fuerzas externas. Esto es tan cierto en el reino físico como en las esferas políticas y económicas. En el mundo físico, el hombre ha progresado hasta el grado de dominar las fuerzas de la naturaleza y hacerlas útiles para el mismo. El hombre primitivo dio el primer paso en el camino del progreso en el momento en que produjo el primer fuego y así triunfó sobre las oscuridades, cuando encadenó el viento o encauzó el agua.

¿Cuál es el papel que la autoridad o el gobierno jugó en el esfuerzo humano por mejorar, en los inventos y en los descubrimientos? Ninguno, o al menos, ninguno que fuera útil. Siempre ha sido el individuo quien ha logrado cada milagro en esta esfera, normalmente a pesar de las prohibiciones, persecuciones e interferencias de la autoridad, humana y divina.

De igual modo, en la esfera política, el camino del progreso se ha basado en un distanciamiento cada vez más de la autoridad del jefe tribal o del clan, del príncipe y rey, del gobierno, del Estado. Económicamente, el progreso ha significado un mayor bienestar de cada vez más personas. Culturalmente, ha supuesto la consecuencia de todos los otros logros: mayor independencia política, mental y física.

Considerado desde este ángulo, el problema de las relaciones humanas con el Estado asume una significación completamente diferente. No es cuestión de si la dictadura es preferible a la democracia, o si el fascismo italiano es superior al hitlerismo. Una cuestión más amplia y vital se plantea: ¿el gobierno político, el Estado, es beneficioso para la humanidad?, y ¿cómo afecta al individuo el modelo social?

El individuo es la verdadera realidad de la vida. Un universo en sí mismo no existe para el Estado, ni para esa abstracción denominada «sociedad», o para la «nación», que solo es una reunión de individuos. El hombre, el individuo, siempre ha sido, y necesariamente es, la única fuente y fuerza motora de la evolución y el progreso. La civilización ha sido una continua lucha de individuos o grupos de individuos en contra del Estado e, incluso, en contra de la «sociedad», esto es, en contra de la mayoría dominada e hipnotizada por el Estado y el culto al Estado. Las más grandes batallas del ser humano han sido emprendidas contra los obstáculos impuestos al hombre y los impedimentos artificiales impuestos para paralizar su crecimiento y desarrollo. El pensamiento humano siempre ha sido falseado por la tradición, la costumbre y una pervertida falsa educación, en interés de aquellos que mantienen el poder y disfrutan de privilegios; en otras palabras, por el Estado y la clase gobernante. Este conflicto constante ha sido la historia de la humanidad.

El individualismo puede describirse como la conciencia del individuo acerca de lo que él es y cómo vive. Es inherente a todo ser humano y es la clave del crecimiento. El Estado y las instituciones sociales vienen y van, pero el individualismo permanece y persiste. Es expresión de toda esencia de la individualidad; el sentido de la dignidad e independencia es el suelo en donde germina. La individualidad no es un elemento impersonal y mecánico que el Estado trata como un «individuo». El individuo no es meramente el resultado de la herencia y el entorno, de la causa y efecto. Es eso y mucho más, algo más. El hombre vivo no puede ser definido; es el origen de toda la vida y valores; no es una parte de esto o de aquello; es el todo, un todo individual, creciente, cambiante, siempre un todo constante.

La individualidad no debe ser confundida con las diversas formas y conceptos del individualismo; y mucho menos con el «individualismo a ultranza» el cual solo es intento enmascarado para reprimir y frustrar al individuo y su individualidad. El denominado individualismo es el laissez faire social y económico: la explotación de las masas por las clases altas mediante la superchería legal, la degradación espiritual y el adoctrinamiento sistemático de los espíritus serviles, a través del proceso conocido como «educación». Este corrupto y perverso «individualismo» es la camisa de fuerza de la individualidad. Ha convertido la existencia en una carrera degradante por las apariencias, por las posesiones, por el prestigio social y la supremacía. Su máxima sabiduría es «Que al último se lo lleve el diablo».

Este «individualismo a ultranza» inevitablemente ha conllevado la mayor esclavitud moderna, las más extremas distinciones de clases, conduciendo a millones de personas hasta la miseria. El «individualismo a ultranza» simplemente ha supuesto el pleno «individualismo» para los amos, mientras que el pueblo está regimentado dentro de la casta de los esclavos para servir a un puñado de egoístas «superhombres». Norteamérica es tal vez el mejor ejemplo de este tipo de individualismo, en cuyo nombre se defienden la tiranía política y la opresión social, los cuales se consideran como virtudes; mientras cada aspiración e intento de un hombre por alcanzar la libertad y oportunidad social para vivir es denunciado como «antiamericano» y satanizado en nombre de ese mismo individualismo.

Hubo un tiempo cuando el Estado era desconocido. En su condición natural, el hombre existía sin Estado o gobierno organizado. Las personas vivían como familias en pequeñas comunidades; araban la tierra y practicaban las artes y artesanías. El individuo, y posteriormente la familia, era la unidad de la vida social en donde cada uno era libre e igual a su vecino. La sociedad humana no era entonces un Estado sino una asociación; una asociación voluntaria para la mutua protección y beneficios. Los miembros más viejos y con más experiencia eran los guías y consejeros del pueblo. Ayudaban a gestionar los problemas vitales, y no a dirigir y dominar al individuo.

El gobierno político y el Estado se desarrollaron muy posteriormente, surgiendo del deseo de los más fuertes para beneficiarse de los más débiles, de unos pocos sobre los demás. El Estado, eclesiástico y secular, servía para dar una apariencia de legalidad y corrección de las maldades hechas por unos pocos a los demás. Esta apariencia de corrección era necesaria para un más fácil gobierno de las personas, ya que ningún gobierno puede existir sin el consenso de las personas, consenso abierto, tácito o asumido. El constitucionalismo y la democracia son las formas modernas de este consenso; el consenso se inocula y adoctrina a través de la denominada «educación», en el hogar, en la iglesia y en cada fase de la vida.

Este consenso es la creencia en la autoridad, necesario para el Estado. En su base se encuentra la doctrina de que el hombre es tan malvado, tan vicioso, tan incompetente como para reconocer lo que es bueno para él. Sobre esta, se levanta todo gobierno y opresión. Dios y el Estado existen y son apoyados por este dogma.

El Estado no es nada más que un nombre. Es una abstracción. Como otros conceptos similares —nación, raza, humanidad— no tiene una realidad orgánica. El considerar al Estado como un organismo solo demuestra una tendencia enfermiza a convertir las palabras en fetiches.

El Estado es el término para la maquinaria legislativa y administrativa en donde algunos realizan sus tejemanejes. No hay nada sagrado, santo o misterioso en torno de ello. El Estado no tiene más conciencia o misión moral que una compañía comercial que explota una mina de carbón o gestiona un ferrocarril.

El Estado no tiene más existencia que los dioses o los diablos. Son igualmente el reflejo y la creación del hombre, para el hombre, el individuo es la única realidad. El Estado es solo la sombra del hombre, la sombra de su ininteligibilidad, de su ignorancia y sus miedos.

La vida empieza y termina en el ser humano, el individuo. Sin él no existe raza, ni humanidad, ni Estado. No, ni incluso la «sociedad» es posible sin el ser humano. Es el individuo quien vive, respira y sufre. Su desarrollo, su crecimiento, ha sido una continua lucha contra los fetiches de su propia creación, y en concreto contra el «Estado».

En los primeros momentos, las autoridades religiosas moldearon la vida política a imagen de la Iglesia. La autoridad del Estado, el «derecho» de los gobernantes, procede del cielo; el poder, como las creencias, era divino. Los filósofos han escrito gruesos volúmenes para demostrar la santidad del Estado; algunos incluso lo han revestido con la infalibilidad y los atributos divinos. Algunos han mantenido la insensata noción de que el Estado es un «superhombre», la suprema realidad, «lo absoluto».

El cuestionar se condenó como una blasfemia. La servidumbre era la más alta virtud. Mediante tales preceptos y adiestramientos, ciertas cosas llegaron a ser consideradas como manifiestas, como sagrada su verdad, debido a su constante y persistente reiteración.

Todo progreso se ha encaminado esencialmente hacia el desenmascarar la «divinidad» y «misterio», la presunta santidad, la eterna «verdad»; ha sido la gradual eliminación de lo abstracto y la sustitución en su lugar de lo real, lo concreto. En resumen, de los hechos frente a la fantasía, del saber frente a la ignorancia, de la luz frente a la oscuridad.

Esta lenta y ardua liberación del individuo no fue alcanzada con la ayuda del Estado. Al contrario, fue en un continuo conflicto, una lucha a vida o muerte con el Estado, para conquistar el más pequeño vestigio de independencia y libertad. Ha costado a la humanidad mucho tiempo y sangre defender esos pequeños logros frente a los reyes, zares y gobiernos.

La gran figura heroica de este largo Gólgota ha sido el Ser Humano. Siempre ha sido el individuo, a menudo solo e individualmente, en otras ocasiones juntos y cooperando con otros de su tipo, quien ha luchado y derramado sangre en la vieja batalla contra la represión y la opresión, contra los poderes que lo esclavizan y lo degradan.

Más aún, y lo que es más significativo: fue el hombre, el individuo, cuya alma se rebeló primero contra las injusticias y la degradación; fue el individuo quien primero concibió la idea de resistencia frente a las condiciones bajo las que buscaba algo de calor. En resumen, siempre ha sido el individuo quien ha sido el progenitor del pensamiento liberador así como de su puesta en práctica.

Esto se refiere no solo a la lucha política, sino a todos los aspectos de la vida humana y sus luchas, en todas las épocas y lugar. Siempre ha sido el individuo, el hombre de fuerte pensamiento y deseo de libertad, quien ha pavimentado el camino de cada avance humano, de cada paso hacia delante a favor de un mundo más libre y mejor; en ciencia, en filosofía y en el arte, así como en la industria, cuyos genios han rozado la cima, concibiendo los «imposibles», visualizando su realización e imbuyendo a otros con su entusiasmo para trabajar y lograrlo. Hablando socialmente, siempre han sido los profetas, los videntes, los idealistas, quienes han soñado un mundo más de acuerdo con los deseos de sus corazones y quienes han servido, como la luz del faro en el camino, para alcanzar logros mayores.

El Estado, todo gobierno, independiente de su forma, carácter o color, sea absoluto o constitucional, monárquico o republicano, fascista, nazi o bolchevique es, por propia naturaleza, conservador, estático e intolerante al cambio, rechazándolo. Cualquier cambio experimentado siempre ha sido el resultado de la presión ejercida sobre él, fuerte presión para obligar a los poderes gobernantes a asumirlo pacíficamente o de otra forma, generalmente «de otra forma», esto es, a través de la revolución. Es más, el conservadurismo inherente del gobierno, de la autoridad de cualquier tipo, inevitablemente se transforma en reacción. Por dos razones: primero, porque está en la naturaleza del gobierno no solo retener el poder que posee, sino igualmente ampliarlo y perpetuarlo, nacional como internacionalmente. Cuanto más fuerte es la autoridad, mayor es el Estado y su poder, y menos puede tolerar a una autoridad similar o poder político a su vera. La psicología del gobierno exige que esta influencia y prestigio crezca constantemente, tanto dentro como fuera, y explotará cualquier oportunidad para incrementarlo. Esta tendencia está motivada por los intereses financieros y económicos que están detrás del gobierno, a los cuales representa y se sirven de él. La fundamental raison d’être[4] de cualquier gobierno que, a propósito, ante lo cual antiguamente los historiadores de manera intencionada cerraron sus ojos, se ha hecho tan obvio en la actualidad que incluso los estudiosos no lo pueden ignorar.

El otro factor, que obliga a los gobiernos a ser cada vez más conservadores y reaccionarios, es su inherente desconfianza frente al individuo y el temor a la individualidad. Nuestro contexto político y social no puede permitirse el lujo de tolerar al individuo y su constante demanda de innovación. Por lo tanto, para su «autodefensa», el Estado reprime, persigue, castiga e incluso priva al individuo de su vida. Es ayudado en esta labor por diversas instituciones creadas para preservar el orden existente. Recurre a cualquier forma de violencia y fuerza, y sus tentativas son apoyadas por la «indignación moral» de la mayoría frente al herético, el disidente social y el rebelde político; la mayoría durante siglos ha sido instruida en el culto al Estado, adiestrada en la disciplina y la obediencia y dominada por el temor a la autoridad en el hogar, la escuela, la iglesia y la prensa.

El más fuerte baluarte de la autoridad es la uniformidad; la menor divergencia frente a ella, es el mayor crimen. La generalización de la mecanización de la vida moderna ha multiplicado por mil la uniformidad. Está presente en cualquier lugar, en los hábitos, en los gustos, en el vestir, en el pensamiento y en las ideas. La mayor estupidez concentrada es la «opinión pública». Pocos tienen el coraje de enfrentarse a ella. Quien se niega a someterse rápidamente es etiquetado como «raro» o «diferente» y desacreditado como un elemento perturbado en el confortable estancamiento de la vida moderna.

Tal vez más que la autoridad constituida, sea la uniformidad social y la igualdad lo que más atormenta al individuo. Su misma «singularidad», «separación» y «diferenciación» lo convierte en un extraño, no solo en su lugar de nacimiento sino incluso en su propio hogar. En ocasiones, más que los propios extranjeros quienes generalmente aceptan lo establecido.

En el verdadero sentido, el terruño de uno, con sus tradiciones, las primeras impresiones, reminiscencia y otras cosas añoradas, no es suficiente como para hacer a los seres humanos susceptibles de sentirse en el hogar. Una cierta atmósfera de «pertenencia», la conciencia de ser «uno» con las personas y el medio, es más esencial para que uno se sienta en casa. Esto se basa en una buena relación con nuestra familia, el más pequeño círculo local, así como el aspecto más amplio de la vida y actividad, comúnmente denominado como nuestro país. El individuo cuya visión abarque todo el mundo a menudo no suele sentirse en ningún lugar tan desprotegido y tan desvinculado a su entorno como en su tierra natal.

En los tiempos anteriores a la guerra, el individuo podía al menos escapar al aburrimiento nacional y familiar. El mundo entero estaba abierto a sus anhelos y sus demandas. Actualmente, el mundo se ha convertido en una prisión y la vida continuamente confinada solitariamente. Especialmente esto es cierto con el advenimiento de las dictaduras, tanto de derechas como de izquierdas.

Friedrich Nietzsche denominó al Estado como un frío monstruo. ¿Cómo habría llamado a la bestia horrorosa en su forma de dictadura moderna? No es que el gobierno alguna vez hubiera permitido muchas oportunidades al individuo; pero los adalides de la ideología del nuevo Estado incluso no llegan ni a conceder esto. «El individuo no es nada», declaran, «es la colectividad lo que cuenta». Nada más que la completa rendición del individuo podrá satisfacer el insaciable apetito de la nueva deidad.

Aunque parezca extraño, los más ruidosos defensores de este nuevo credo los encontraremos entre la intelectualidad británica y norteamericana. Ahora están entusiasmados con la «dictadura del proletariado». Solo en teoría, está claro. En la práctica, prefieren todavía las pocas libertades de sus respectivos países. Han acudido a Rusia en cortas visitas o como mercaderes de la «revolución», aunque se sienten más seguros y cómodos en su casa.

Tal vez no solo sea falta de coraje lo que mantiene a estos buenos británicos y norteamericanos en sus tierras nativas antes que en el venidero milenio.[5] De manera subconsciente, tal vez se pueda apreciar un sentimiento que demuestra que la individualidad sigue siendo el hecho más fundamental de toda asociación humana, reprimido y perseguido aunque nunca derrotado, y a la larga, vencedor.

El «genio humano», que es lo mismo pero con otro nombre, que la personalidad y la individualidad, ha abierto un camino a través de todas las cavernas dogmáticas, a través de las gruesas paredes de la tradición y la costumbre, desafiando todos los tabúes, dejando la autoridad en la nada, haciendo frente a las injurias y al patíbulo; en última instancia, para ser bendecido como profeta y mártir por las generaciones venideras. Pero si no fuera por el «genio humano», que es la cualidad inherente y persistente de la individualidad, seguiríamos vagando por los primitivos bosques.

Peter Kropotkin ha demostrado qué maravillosos resultados se han alcanzado por medio de esta única fuerza de la individualidad cuando ha sido fortalecida por medio de la cooperación con otras individualidades. La teoría unilateral e inadecuada de Darwin de la lucha por la existencia recibió su complementación biológica y sociológica por parte del gran científico y pensador anarquista. En su profundo trabajo, El apoyo mutuo, Kropotkin demuestra que en el reino animal, de igual forma que en la sociedad humana, la cooperación —como oposición a los conflictos y enfrentamientos intestinos— ha trabajado por la supervivencia y evolución de las especies. Ha demostrado que solo el apoyo mutuo y la voluntaria cooperación —y no el omnipotente y devastador Estado— pueden crear las bases para la libertad individual y una vida en asociación.

En la actualidad, el individuo es la marioneta de los zelotes de la dictadura y de los igualmente obsesionados zelotes del «individualismo a ultranza». La excusa de los primeros es que buscan un nuevo objetivo. Los últimos, nunca han pretendido nada nuevo. De hecho, el «individualismo a ultranza» no ha aprendido nada ni ha olvidado nada. Bajo su guía, la burda lucha por la existencia física todavía está vigente. Aunque pueda parecer extraño, y absolutamente absurdo, la lucha por la supervivencia física campa a sus anchas aunque su necesidad ha desaparecido completamente. De hecho, la lucha continúa aparentemente, ya que no es necesaria. ¿La denominada sobreproducción no lo prueba? ¿No es la crisis económica mundial una elocuente demostración de que la lucha por la existencia es mantenida por la ceguera del «individualismo a ultranza» a riesgo de su propia destrucción?

Una de las dementes características de esta lucha es la completa negación de la relación del productor con las cosas que él produce. El trabajador medio no tiene un estrecho vínculo con la industria en donde está empleado, y es un extraño a los procesos de producción en los cuales es una parte mecánica. Como otro engranaje de la máquina, es reemplazable en cualquier momento por otro similar despersonalizado ser humano.

El proletario intelectual, aunque tontamente se concibe como un agente libre, no está mucho mejor. Él, igualmente, tiene pocas opciones o autoorientación, en sus particulares materias de la misma manera que sus hermanos que trabajan con sus manos. Las consideraciones materiales y el deseo de un mayor prestigio social suelen ser los factores decisivos en la vocación de un intelectual. Junto a esto, está la tendencia a seguir los pasos de la tradición familiar, convertirse en doctores, legisladores, profesores, ingenieros, etc. Seguir la corriente requiere menos esfuerzo y personalidad. En consecuencia, casi todos estamos fuera de lugar en el presente esquema de las cosas. Las masas siguen trabajando cansinamente, en parte porque sus sentidos han sido embotados por la mortal rutina del trabajo, y porque deben ganarse la vida. Esto es pertinente con mayor fuerza aún a la estructura política actual. No existe espacio en este contexto para la libre elección, para el pensamiento y actividad independiente. Solo hay lugar para votar y para los contribuyentes títeres.

Los intereses del Estado y los del individuo difieren fundamentalmente y son antagónicos. El Estado y las instituciones políticas y económicas que soporta, pueden existir solo modelando al individuo según sus propios propósitos; adiestrándolo para que respete «la ley y el orden»; enseñándole obediencia, sumisión y fe incondicional en la sabiduría y justicia del gobierno; y, sobre todo, leal servicio y completo autosacrificio cuando lo manda el Estado, como en la guerra. El Estado se impone a sí mismo y sus intereses por encima, incluso, de las reivindicaciones de la religión y de Dios. Castiga los escrúpulos religiosos o de conciencia de la individualidad, ya que no existe individualidad sin libertad, y libertad es la mayor amenaza de la autoridad.

La lucha del individuo contra estas tremendas desigualdades es lo más difícil —también, en ocasiones, peligroso para la vida y el propio cuerpo— ya que no es la verdad o la falsedad lo que sirve como criterio de la oposición que tendrá que hacer frente. No es la validez o utilidad de su pensamiento o actividad lo que despierta contra él las fuerzas del Estado y de la «opinión pública». La persecución del innovador y del que protesta generalmente está inspirada por el temor de una parte de la autoridad constituida al sentir su incapacidad cuestionada y su poder minado.

La verdadera liberación del hombre, individual y colectiva, reposa en su emancipación de la autoridad y de la creencia en ella. Toda la evolución humana ha sido una lucha en esa dirección y con ese objetivo. No son los inventos y mecanismos los que constituyen el desarrollo. La habilidad de viajar a una velocidad de cien millas por hora no es una evidencia de un ser civilizado. La verdadera civilización será medida por el individuo, la unidad de toda vida social; por su individualidad y hasta qué punto es libre para desarrollarse y expandirse sin el estorbo de la invasora y coercitiva autoridad.

Socialmente hablando, el criterio de la civilización y la cultura es el grado de libertad y oportunidad económica que disfruta el individuo; de unidad social e internacional, y de cooperación sin restricciones por leyes hechas por el hombre y demás obstáculos artificiales; por la ausencia de castas privilegiadas y por la realidad de la libertad y dignidad humanas; en pocas palabras, por la verdadera emancipación del individuo.

El absolutismo político se ha abolido porque los hombres han comprendido con el paso del tiempo que el poder absoluto es dañino y destructivo. Lo mismo es cierto con todo poder, ya sea el poder de los privilegios, del dinero, del sacerdote, del político o de la denominada democracia. En sus consecuencias sobre la individualidad, importa poco cuál es el carácter particular de la coacción, ya sea negra como el fascismo, amarilla como el nazismo o con pretensión de roja como el bolchevismo. Es el poder lo que corrompe y degrada tanto al amo como al esclavo, y da lo mismo si el poder es ejercido por un autócrata, por un parlamento o por los soviets. Más pernicioso que el poder de un dictador es el de una clase; lo más terrible: la tiranía de la mayoría.

El largo devenir de la historia ha enseñado al hombre que la división y los conflictos internos significa la muerte, y que la unidad y la cooperación lo hace avanzar en su causa, multiplica sus fuerzas y amplía su bienestar. El sentido del gobierno siempre ha operado en contra de la aplicación social de esta lección vital, salvo cuando sirve al Estado y los ayuda en sus particulares intereses. Este es el antiprogresivo y antisocial sentido del Estado y de sus castas privilegiadas que están detrás de él, el cual ha sido responsable de la amarga lucha entre los hombres. El individuo y los amplios grupos de individuos han comenzado a ver debajo del orden establecido de las cosas. No por mucho tiempo seguirán cegados como en el pasado, por el deslumbre y el oropel de la idea del Estado, y por las «bendiciones» del «individualismo a ultranza». El hombre está extendiendo su mano para alcanzar las más amplias relaciones humanas que solo la libertad puede otorgar. La verdadera libertad no es un mero trozo de papel denominado «constitución», «derecho legal» o «ley». No es una abstracción derivada de la irrealidad llamada «el Estado». No es el aspecto negativo de ser liberado de algo, ya que con tal libertad uno puede morirse de hambre. La libertad real, la libertad verdadera, es positiva: es la libertad a algo; es la libertad de ser, de hacer; en resumen, es la libertad de la real y activa oportunidad.

Este tipo de libertad no es obsequio: es el derecho natural del hombre, de cada ser humano. No puede otorgarse; no puede ser encadenada por medio de ninguna ley o gobierno. Su necesidad, su anhelo, es inherente al individuo. La desobediencia a cualquier forma de coerción es su instintiva expresión. La rebelión y la revolución son el intento más o menos consciente de alcanzarla. Estas manifestaciones, individual y social, son las expresiones fundamentales de los valores humanos. Debido a que esos valores deben ser alimentados, la comunidad debe comprender que su mayor y más duradero recurso es la unidad, el individuo.

En la religión, como en la política, las personas hablan de abstracciones y creen que se trata de realidades. Sin embargo, cuando van a lo real y concreto, la mayoría de las personas parecen perder su fogosidad. Tal vez puede ser porque la realidad únicamente puede ser demasiado práctica, demasiado fría, como para entusiasmar al alma humana. Solo puede encender el entusiasmo las cosas no triviales, excepcionales. En otros términos, el Ideal es la chispa que prende la imaginación y el corazón de los hombres. Se necesita cierto ideal para despertar al hombre de la inercia y rutina de su existencia, y convertir al sumiso esclavo en una figura heroica.

La discrepancia vendrá, por supuesto, del objetor marxista quien es más marxista que el propio Marx. Para ellos, el hombre es un mero títere en manos de ese omnipotente metafísico llamado determinismo económico o, más vulgarmente, la lucha de clases. La voluntad humana, individual o colectiva, su vida psíquica y orientación mental no cuenta para nada para nuestro marxista y no afecta a su concepción de la historia.

Ningún estudioso inteligente puede negar la importancia de los factores económicos en el crecimiento social y desarrollo de la humanidad. Pero solo un estrecho y deliberado dogmatismo puede persistir en mantener ciego al importante papel jugado por una idea concebida por la imaginación y las aspiraciones del individuo.

Sería vano e improductivo intentar determinar un factor como contrario a otro en la experiencia humana. Ningún factor en solitario, en el complejo individuo o en la conducta social, puede ser designado como el factor decisivo. Sabemos muy poco, y nunca se sabrá lo suficiente, de la psicología humana como para sopesar y medir los valores relativos de este o de ese otro factor como determinantes de la conducta del hombre. Dar lugar a tales dogmas en su connotación social no es más que fanatismo; tal vez, incluso, tiene su utilidad, pues sus diversos intentos solo probarán la persistencia de la conducta humana, refutando a los marxistas.

Afortunadamente, algunos marxistas han comenzado a ver que no todo es correcto en el credo marxista. Después de todo, Marx era un humano —demasiado humano— y, por tanto, de ninguna manera infalible. La aplicación práctica del determinismo económico en Rusia ha ayudado a aclarar las mentes de los más inteligentes marxistas. Esto puede apreciarse en la evaluación de los principios marxistas entre las filas socialistas, e incluso comunistas, en algunos países europeos. Poco a poco han apreciado que sus teorías habían pasado por alto el elemento humano, den Menschen, como lo expresó un periódico socialista. Aunque es importante el factor económico, no es suficiente. La renovación de la humanidad necesita de la inspiración y de la vivificadora fuerza de un ideal.

Tal ideal yo lo hallo en el anarquismo. Está claro, no estoy hablando de las mentiras populares vertidas por los adoradores del Estado y de la autoridad. Me refiero a la filosofía de un nuevo orden social basado en la liberación de las energías del individuo y en la libre asociación de los individuos liberados.

De todas las teorías sociales, el anarquismo es la única que proclama firmemente que la sociedad existe para el hombre, y no el hombre para la sociedad. El único legítimo propósito de la sociedad es servir a las necesidades e incrementar las aspiraciones del individuo. Solo haciendo esto, está justificada su existencia y puede ser una ayuda para el progreso y la cultura.

Los partidos políticos y los hombres que luchan salvajemente por el poder me menospreciarán como a alguien completamente desconectada de nuestro tiempo. Tranquilamente asumo la acusación. Me reconforta la seguridad que su histeria no tiene un carácter perdurable. Sus hosannas son cantos momentáneos.

El hombre anhela la liberación frente a toda autoridad, y el poder nunca será más suave, a pesar de sus cantos altisonantes. La búsqueda de la libertad de cualquier grillete es eterna; debe y seguirá siéndolo.

III. Prisiones: el crimen social y su fracaso

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

En 1849 Feodor Dostoyevsky escribió en la pared de su celda la siguiente historia, El Sacerdote y el Diablo:

«¡Hola, obeso padre!», le dijo el diablo al sacerdote. «¿Qué mentiras le contaste a esas pobres y engañadas personas? ¿Qué torturas del infierno le describiste? ¿No sabes que ya están sufriendo las torturas infernales en sus vidas terrenales? ¿No sabes que tú y las autoridades estatales son mis representantes en la Tierra? Eres tú quien los hace sufrir las torturas infernales con que los amenaza. ¿No lo sabía? ¡Bien, ven entonces conmigo!».

El diablo tomó al sacerdote por el cuello, lo alzó en el aire y lo llevó a una factoría, a una fundición. Vio a los trabajadores corriendo y apresurados de aquí para allá, moviéndose penosamente bajo el calor abrasador. Muy pronto, el aire espeso, pesado y el calor fue demasiado para el sacerdote. Con lágrimas en sus ojos, suplicó al diablo: «¡Déjame ir! ¡Déjame abandonar este infierno!».

«Oh, mi querido amigo, debo mostrarte muchos otros lugares». El diablo lo tomó de nuevo y lo arrastró hacia una granja. Allí pudo ver a los jornaleros trillando el grano. El polvo y el calor eran insoportables. El capataz llevaba un látigo y cruelmente golpeaba a cualquiera que se cayera al suelo a consecuencia del duro trabajo o por el hambre.

Posteriormente, lleva al sacerdote hasta unas chozas donde estos mismos jornaleros viven con sus familias, sucios agujeros, fríos, llenos de humo, insalubres. El diablo sonríe a carcajada. Indica la pobreza y las penalidades que campean en este lugar.

«¿Bien, no es suficiente?», preguntó. Y parecía que incluso él, el diablo, sentía pena por estas personas. El pío servidor de Dios apenas podía sobrellevarlo. Alzando sus manos, rogó: «¡Sácame de aquí! ¡Sí, sí, este es el infierno en la Tierra!».

«Bien, entonces ya ves. Y todavía les prometes otro infierno. ¡Los atormentas, los torturas mentalmente con la muerte cuando ellos solo están vivos físicamente! ¡Vamos! Te mostraré otro infierno, uno más, el peor».

Lo llevó a una prisión y le mostró un calabozo, con su aire viciado y sus muchas siluetas humanas, carentes de vitalidad y energía, arrojadas en el suelo, cubiertas de bichos que devoraban sus pobres, desnudos y enflaquecidos cuerpos.

«¡Quítate tus vestidos de seda!», le dijo el diablo al sacerdote. «¡Ponte en tus tobillos las pesadas cadenas como las que llevan estos desafortunados; échate en el frío y sucio suelo; y háblales sobre el infierno que todavía les aguarda!».

«¡No, no!», respondió el sacerdote. «¡No puedo imaginar algo más terrible que esto! ¡Te lo suplico, déjame marchar!».

«Sí, este es el infierno. No podrás encontrar otro infierno peor que este. ¿No lo conocías? ¿No sabías de estos hombres y mujeres a quienes asustabas con la imagen del infierno? ¿No sabías que estaban en el verdadero infierno aquí, antes de que murieran?».

* * *

Esto fue escrito hace cincuenta años en la triste Rusia, en la pared de una de las más horribles prisiones. ¿Aún hay quien puede negar que lo mismo se aplica, con igual fuerza, a los tiempos presentes, incluso en las prisiones norteamericanas?

Con todas nuestras alardeadas reformas, nuestros grandes cambios sociales y nuestros descubrimientos trascendentales, los seres humanos continúan siendo enviados a unos lugares peores que el infierno, en donde son ultrajados, degradados y torturados, ya que la sociedad debe ser «protegida» de los fantasmas que ella misma ha creado.

La prisión, ¿una protección social?, ¿qué mente monstruosa concibió tal idea? Es como decir que la salud se promueve mediante una epidemia. Después de ocho meses en una prisión británica, Oscar Wilde dio al mundo su obra maestra, The Ballad of Reading Goal:

Los hechos más viles, como las venenosas malas hierbas,
bien florecen en el aire de la prisión;
es lo único bueno en el hombre
que se consume y marchita allí.

La pálida Angustia vigila la pesada puerta,
y el Carcelero es la Desesperación.

La sociedad continúa perpetuando ese aire ponzoñoso, no percatándose que de ahí solo saldrá más veneno.

Actualmente, gastamos $3.500.000 por día, $1.000.095.000 al año, para mantener las instituciones penitenciarias, y esto en un país democrático; una suma que es tan grande como los ingresos combinados del trigo, evaluado en $750.000.000 y del carbón, estimado en $350.000.000. El profesor Bushnell, de Washington D. C., ha estimado que el coste de las prisiones supera anualmente los $6.000.000.000 y el doctor G. Frank Lydston, un eminente escritor norteamericano sobre delincuencia, ha dado unos $5.000.000.000 anualmente como una cantidad razonable. ¡Tales desembolsos inauditos con el objetivo de mantener un vasto ejército de seres humanos enjaulados como bestias salvajes![6]

Aun así, el delito está creciendo. Sabemos que en Norteamérica hay cuatro veces y medio más crímenes por cada millón de personas en la actualidad que hace veinte años.

El más horrible aspecto es que nuestro delito nacional es el asesinato, no el robo, la malversación o la violación, como en el Sur. Londres es cinco veces más grande que Chicago, aunque hay ciento ochenta muertos anualmente en esta última ciudad, mientras solo veinte en Londres. Aunque Chicago no es la primera ciudad en cuanto a los delitos, solo es la séptima, encabezada por las cuatro ciudades del sur, junto a San Francisco y Los Ángeles. A la vista de tales terribles datos, parece ridículo hablar que la protección de la sociedad deriva de sus prisiones.

La mente media es lenta en aceptar una verdad, pero cuando la más minuciosa y centralizada institución, mantenida mediante un excesivo gasto nacional, ha demostrado su completo fracaso social, incluso los más torpes deben comenzar a cuestionarse su derecho a existir. Perdemos el tiempo cuando nos contentamos con nuestra estructura social solo porque lo «manda el derecho divino» o por la majestad de la ley.

La mayoría de las investigaciones sobre las prisiones, las perturbaciones y la educación en los últimos años han demostrado de manera clara que los hombres han aprendido a buscar en lo más profundo de la sociedad, sacando a la luz las causas de la terrible discrepancia entre la vida social y la individual.

¿Por qué, entonces, son las prisiones un crimen social y un fracaso? Para responder a esta cuestión de vital importancia debemos revisar la naturaleza y causa del delito, los métodos empleados para hacerles frente, y los efectos que estos métodos producen al liberar a la sociedad del azote y horror de los crímenes.

Primero, sobre la naturaleza del delito:

Havelock Ellis clasifica a los delincuentes en cuatro categorías: el político, el pasional, el demente y el ocasional. Sostiene que el delincuente político es la víctima de un intento de un gobierno más o menos despótico que busca preservar su propio estatus. No es necesariamente culpable de un delito antisocial; simplemente trata de volcar cierto orden político que en sí mismo puede ser antisocial. Esta verdad es aceptada en todo el mundo, salvo en Norteamérica, donde todavía prevalece la estúpida noción de que en una democracia no existe lugar para un delincuente político. Sin embargo, John Brown fue un criminal político; lo mismo que los anarquistas de Chicago o cada huelguista. En consecuencia, según Havelock Ellis, el delincuente político de nuestro tiempo o terruño puede ser un héroe, un mártir, un santo de otra época. Lombroso denominaba a los delincuentes políticos como los verdaderos precursores del movimiento progresista de la humanidad.

«El criminal por pasión generalmente es un hombre bien nacido y una vida honesta, quien bajo la presión de un gran e inmerecido mal, se toma la justicia por sí mismo».[7]

El señor Hugh C. Weir, en The Menace of the Police, cita el caso de Jim Flaherty, como un criminal pasional, quien, en vez de ser salvado por la sociedad, es transformado en un borracho y en un delincuente reincidente, con la ruina y la pobreza golpeando a su familia como resultado.

Un tipo más patético es Archie, la víctima en la novela de Brand Whitlock, The Turn of de Balance; el gran escritor expone cómo se hace un criminal. Archie, más que Flaherty, fue conducido hacia el crimen y la muerte por la cruel inhumanidad de su entorno, y por la escasamente escrupulosa maquinaria legal. Archie y Flaherty son solo dos ejemplos entre miles, demostrando que los aspectos legales del crimen y los métodos para atajarlo ayudan a crear la enfermedad que está socavando completamente nuestra vida social.

«El demente criminal en verdad no puede ser considerado más criminal que un niño, en tanto su mentalidad es similar a la de un infante o un animal».[8]

La ley actualmente lo reconoce, pero solo en raros casos de una flagrante naturaleza, o cuando la riqueza del culpable le permite el lujo de la locura criminal. Se ha puesto de moda ser una víctima de la paranoia. Pero de manera general, la «soberanía de la justicia» todavía continúa castigando al demente criminal con toda la severidad de su poder. Así, el señor Ellis cita las estadísticas del doctor Ricter que demuestran que, en Alemania, ciento seis locos de ciento cuarenta y cuatro dementes criminales fueron condenados a severos castigos.

El delincuente ocasional «representa con diferencia el grupo más amplio de la población de nuestras prisiones, en tanto es la mayor amenaza al bienestar social». ¿Cuál es la causa que empuja a un vasto ejército de la familia humana a cometer un crimen, que prefiere la horrorosa vida tras las paredes de la prisión a la vida en el exterior? Ciertamente, la causa debe ser de fuerza mayor, que conduce a sus víctimas a un callejón sin salida, ya que hasta el más depravado ser humano ama la libertad.

Esta terrorífica fuerza está condicionada en nuestro cruel ordenamiento social y económico. Esto no significa que niegue los factores biológicos, fisiológicos o psicológicos en la realización de un crimen; pero casi no existen criminólogos competentes que no acepten que las influencias sociales y económicas son las más relevantes, los gérmenes venenosos del crimen. Aceptando incluso que existen tendencias criminales innatas, no es menos cierto que estas tendencias se ven enriquecidas por nuestro medio social.

Existe una profunda relación, mantiene Havelock Ellis, entre los crímenes entre las personas y el precio del alcohol, entre los crímenes contra la propiedad y el precio del trigo. Cita a Quetelet y Lacassagne; el primero considera a la sociedad como planificadora del crimen, y a los criminales como instrumentos que lo llevan a cabo; el último ha encontrado que «el medio social es el medio de cultivo de la criminalidad; que el criminal es un microbio, un elemento que solo es importante cuando encuentra el medio que provoca su fermentación; cada sociedad tiene los delincuentes que se merece».[9]

En un período industrial muy «próspero» es imposible que el trabajador gane lo suficiente como para mantener su salud y su vigor. Y como la propiedad es, en el mejor de los casos, una condición imaginaria, miles de personas son constantemente enviadas al paro. Desde el Este al Oeste, desde el Sur al Norte, este vasto ejército de vagabundos anda en busca de trabajo o comida, y todo lo que encuentran son las casas de acogida o los barrios bajos. Aquellos quienes una chispa de amor propio prefieren el desafío directo, prefieren el crimen a la demacrada y degradada situación de la pobreza.

Edgard Carpenter estima que las cinco sextas partes de los crímenes procesables consisten en alguna violación del derecho de propiedad; aunque ese es un porcentaje muy bajo. Una investigación completa demostraría que nueve de cada diez crímenes podrían vincularse, directa o indirectamente, con nuestras injusticias económicas y sociales, por nuestro implacable sistema de explotación y robo. No hay ningún criminal tan estúpido como para no reconocer este terrible hecho, aunque no lo pueda explicar.

Una colección de filosofía criminalista, la cual ha sido recopilada por Havelock Ellis, Lombroso y otros eminentes hombres, demuestra que el sentir del criminal es tan profundo que solo es la sociedad quien lo conduce hacia el crimen. Un ladrón milanés le comentó a Lombroso: «Yo no robo, solo tomo del rico lo superfluo; además, ¿no roban los abogados y los mercaderes?». Un asesino escribió: «Sabiendo que las tres cuartas partes de las virtudes sociales son vicios cobardes, pensé que un asalto directo a un hombre rico tendría que ser menos innoble que la cauta combinación de fraudes». Otro escribió: «Estoy prisionero por robar media docena de huevos. Los ministros, que roban millones, son honrados. ¡Pobre Italia!». Un convicto educado, comentó al señor Davitt: «Las leyes de la sociedad están estructuradas con el objetivo de asegurar la riqueza del mundo para el poder y la especulación, privando a la porción mayor de la humanidad de sus derechos y oportunidades. ¿Por qué ellos pueden castigarme por tomar, por medios similares a los de aquellos que han tomado más de lo que les correspondía?». El mismo hombre añadió: «La religión roba el alma de su independencia; el patriotismo es un estúpido culto del mundo en donde el bienestar y la paz de sus habitantes son sacrificados por aquellos que se benefician de él, mientras las leyes de la tierra, refrenando los naturales deseos, mantienen una guerra contra el espíritu manifiesto de la ley de nuestros seres. Comparado con esto», concluye, «robar es una actividad honorable».[10]

Ciertamente, hay más verdad en este planteamiento filosófico que en todos los libros de leyes y de moralidad de la sociedad.

Si los factores económicos, políticos, morales y físicos son los microbios del crimen, ¿qué hace la sociedad para enfrentarse a la situación?

Los métodos para enfrentarse al crimen, sin duda, han sufrido diversos cambios, aunque fundamentalmente, en un sentido teórico. En la práctica, la sociedad sigue teniendo el primitivo motivo para hacer frente al ofensor, esto es, la venganza. También ha adoptado la perspectiva teológica, es decir, el castigo; en cambio, los métodos legales y «civilizados» se basan en la disuasión o el terror y la reforma. En la actualidad podemos apreciar cómo los cuatro modos han fracasado completamente, y que no nos encontramos más cerca de la solución hoy que en las épocas más oscuras.

El impulso natural del hombre primitivo de devolver el golpe, de vengarse del mal, está fuera de lugar. En cambio, el hombre civilizado, despojado de todo valor y atrevimiento, ha delegado a una maquinaria organizada el deber de reprimir los errores, en la estúpida creencia de que el Estado está justificado para hacer lo que él ya no tiene ni la madurez ni la coherencia para llevar a cabo. El «imperio de la ley» es un producto del raciocinio; no se queda en los instintos primitivos. Su misión es de una naturaleza «superior». En verdad, sigue los pasos de la confusa teología, la cual proclama el castigo como un medio de purificación, o la expiación indirecta del pecado. No obstante, legal y socialmente, los códigos judiciales emplean el castigo, no solo como una aplicación de dolor frente al ofensor, sino igualmente por sus terroríficos efectos sobre los demás.

Sin embargo, ¿cuál es la verdadera base de castigo? La noción de la libre decisión, la idea de que el hombre es en todo momento un agente libre para el bien y el mal; si elige esto último, se le debe hacer pagar su precio. Aunque esta teoría desde hace mucho tiempo ha sido desacreditada y arrojada a la basura, continúa siendo aplicada diariamente por toda la maquinaria gubernamental, convirtiéndolo en el más cruel y brutal atormentador de la vida humana. La única razón para su continuidad es la aún más cruel noción de que cuanto mayor sea el terror generado por el castigo, mayor es su efecto preventivo.

La sociedad emplea los métodos más drásticos al hacer frente a los infractores sociales. ¿Por qué no los disuaden? Aunque en Norteamérica, un hombre se supone que es inocente hasta que no se demuestra su culpabilidad, los instrumentos legales, la policía, mantienen un reino del terror, llevando a cabo arrestos indiscriminados, golpeando, apaleando e intimidando a las personas, empleando los métodos bárbaros del «tercer grado», manteniendo a sus desafortunadas víctimas en el sucio aire de las comisarías y el aún más sucio lenguaje de sus guardianes. Aun así, los crímenes se multiplican rápidamente y la sociedad está pagando sus costes. Por otro lado, es un secreto a voces que, cuando el desafortunado ciudadano recibe la plena «clemencia» de la ley, y que por motivos de seguridad es recluido en el peor de los infiernos, su verdadero calvario comienza. Se le usurpan sus derechos como ser humano, degradado a un mero autómata sin decisión o sentimiento, dependiendo completamente de la misericordia de sus brutales guardianes, diariamente sufriendo un proceso de deshumanización, lo cual, comparado con la salvaje venganza, parecería un juego de niños.

No existe ni una sola institución penal o reformatorio en los Estados Unidos en donde los hombres no sean torturados «para hacerlos mejores», mediante los puños americanos, las porras, las camisas de fuerza, las curas de agua, el «pájaro zumbador» (un artilugio eléctrico que se pasa por todo el cuerpo), el aislamiento, el aislamiento y una dieta de inanición. En estas instituciones se rompe su voluntad, su alma es degradada y su espíritu dominado por la letal monotonía y la rutina de la vida del preso. En Ohio, Illinois, Pennsylvania, Missouri y en el Sur, estos horrores han sido tan flagrantes que han llegado al mundo exterior, aunque en la mayoría de las otras prisiones los mismos métodos cristianos se mantienen. Rara vez, los muros de la prisión permiten que los alaridos de las agonizantes víctimas puedan escaparse; las paredes de la prisión son gruesas y apagan los sonidos. La sociedad podría abolir todas las prisiones a la vez, con la mayor inmunidad, en vez de esperar que la protejan estas cámaras de los horrores del siglo XX.

Año tras año, las puertas de las infernales prisiones devuelven al mundo unos seres demacrados, deformados, sin voluntad, los náufragos de la humanidad, con la marca de Caín en sus frentes, sus esperanzas masacradas, todas sus inclinaciones naturales frustradas. Recibiendo solo el hambre y la crueldad, estas víctimas rápidamente recaen en el crimen como única posibilidad de existencia. No suele ser una cosa inusual encontrarse con hombres y mujeres quienes han pasado la mitad de sus vidas —incluso casi toda su existencia— en la prisión. Conozco una mujer en Blackwell’s Island, quien había entrado y salido treinta y ocho veces; y a través de un amigo tuve conocimiento de un chico joven de diecisiete años, que había sido criado y cuidado en la penitenciaría de Pittsburg; nunca había conocido lo que significaba la libertad. Desde el reformatorio a la penitenciaría había sido el devenir de la vida del chico, hasta que, roto su cuerpo, murió víctima de la venganza social. Estas experiencias personales están apoyadas por los datos generalizados que demuestran de manera aplastante la profunda inutilidad de las prisiones como medios de disuasión o reforma.

Las personas bienintencionadas están trabajando en la actualidad en una nueva salida para la cuestión presidiaria, recuperándolo, volviendo a dar la posibilidad al prisionero para que se convierta en un ser humano. Aunque sea encomiable, me temo que es imposible esperar buenos resultados de echar buen vino en una botella mohosa. Nada más que una completa reconstrucción de la sociedad liberará a la humanidad del cáncer del crimen. Aún si el romo filo de nuestra conciencia social estuviera afilado, la institución penal podría recibir una nueva capa de barniz. Pero el primer paso que hay que dar es la renovación de la conciencia social, la cual se halla en unas condiciones muy ruinosas. Es lamentable que sea necesario que se tenga que reiterar el hecho de que el crimen es una cuestión de grados, que todos tenemos el germen del crimen en nosotros, más o menos, conforme a nuestros pensamientos, a nuestro medio físico y social; y que el individuo criminal solo es un reflejo de las tendencias de conjunto.

Con el despertar de la conciencia social, el individuo medio aprendería a rechazar el «honor» de ser el sabueso de la ley. Podría dejar de perseguir, despreciar y desconfiar del delincuente social, dándole una oportunidad para vivir y respirar entre sus compañeros. Las instituciones, por supuesto, son más difíciles de cambiar. Son frías, impenetrables y crueles; aun así, con la conciencia social motivada, podría ser posible liberar a las víctimas de la prisión de la brutalidad de los funcionarios penitenciarios, guardias y carceleros. La opinión pública es un arma poderosa; los carceleros de las víctimas humanas, incluso, le tienen miedo. Se les puede enseñar un poco de humanidad, sobre todo si se dan cuenta que sus trabajos dependen de ello.

Pero el más importante paso es exigir para los prisioneros el derecho a trabajar mientras están en la prisión, con una recompensa monetaria que los capacite para ahorrar un poco para el día en que sea liberados, para comenzar una nueva vida.

Es muy ridículo esperar mucho de la presente sociedad cuando consideramos que los trabajadores, los propios esclavos salariales, deben ser convictos laborales. No entraré a tratar la crueldad de esta objeción, aunque meramente trataremos de su impracticabilidad. Para empezar, la oposición mantenida por las organizaciones obreras ha sido dirigida contra molinos de vientos. Los prisioneros siempre serán trabajadores; solo el Estado ha sido su explotador, así como el patrón individual ha sido el ladrón del trabajo organizado. Los Estados, o han puesto a los convictos a trabajar para el gobierno, o han cedido el trabajo del convicto a individuos privados. Veintinueve Estados siguen este último modelo. El gobierno federal y diecisiete Estados lo han descartado, como las principales naciones europeas, en tanto sobreexplotan terriblemente y abusan de los prisioneros, y por generar un interminable soborno.

«Rhode Island, el Estado controlado por Aldrich, ofrece quizás el peor ejemplo. Bajo un contrato de cinco años, firmado el 7 de julio de 1906, y con la opción el contratista privado de renovarlo por otros cinco años más, el trabajo de los presos de la Rhode Island Penitentiary y de la Providence County Jail es vendido a la Reliance-Sterling Mfg. C. a razón de la nimiedad de 25 centavos al día por cada hombre. Esta compañía, en verdad, es un gigantesco Trust del Trabajo Convicto, ya que igualmente arrienda el trabajo de los convictos de las penitenciarías de Connecticut, Michigan, Indiana, Nebraska y Dakota del Sur, y de los reformatorios de New Jersey, Indiana, Illinois y Wisconsin, once establecimientos en total».

«La enormidad de los sobornos en los contratos de Rhode Island puede estimarse a partir del hecho de que esta misma compañía paga 62 ½ centavos al día en Nebraska por la labor de los convictos, y que Tennessee, por ejemplo, obtiene $1,10 al día por el trabajo de un convicto en la Gray-Dudley Hardware C.; Missouri obtiene 70 centavos por día de la Star Overall Mfg. Co.; West Virginia, 65 centavos al día de la Krft Mfg. Co., y Maryland 55 centavos al día de la Oppenheim, Oberndorf & Co., fabricantes de camisetas. Esta amplia diferencia en los precios señala los enormes sobornos. Por ejemplo, la Reliance-Sterling Mfg. Co. fabrica camisetas, el costo del trabajo libre no es menos de $1,20 por una docena, mientras paga en Rhode Island 30 centavos la docena. Además, el Estado no impone ninguna tributación a este Trust por la utilización de sus grandes factorías, ni por la energía, la calefacción, la luz o incluso los desagües; exactamente, ningún impuesto. ¡Qué sobornos!».[11]

Se estima en más de doce millones de dólares el valor de las camisetas de obreros y pantalones producidos anualmente en este país por el trabajo de los presidiarios. Es una industria de mujeres, y la primera reflexión que nos supone es que una inmensa cantidad de trabajo femenino libre es desplazado. La segunda consideración es que los hombres convictos, quienes deberían aprender oficios que le den una oportunidad de ser económicamente independientes tras su liberación, son mantenidos en estos trabajos en los cuales no tendrán ninguna posibilidad de conseguir ni un solo dólar. Esto es aún más serio cuando tenemos en cuenta que mucho de este trabajo se realiza en reformatorios, los mismos que, tan cacareadamente se sostiene, forman a sus internos para que se conviertan en ciudadanos de provecho.

La tercera, y más importante consideración, es que los enormes beneficios así extraídos del trabajo de los convictos es un constante incentivo para los contratistas para exigir de sus infelices víctimas labores más allá de sus fuerzas, y para castigarlos cruelmente cuando su trabajo no satisfacen las excesivas exigencias.

Existen otros datos sobre la condenación de los convictos a labores con las cuales no podrán esperar ganarse la vida tras su liberación. Por ejemplo, Indiana es un Estado que ha hecho grandes alardes sobre su situación pionera en las modernas mejoras penales. Así, de acuerdo con el informe redactado en 1808, por las escuelas de capacitación de sus «reformatorios», 135 estaban vinculados con la manufactura de cadenas, 207 en camisas y 255 en fundiciones; un total de 597 en tres ocupaciones. Aunque en estos denominados reformatorios, existían 59 oficios entre los internados, 39 de los cuales estaban vinculados con las actividades agrarias. Indiana, como otros Estados, manifiesta que está formando a los internados en sus reformatorios en oficios con los cuales podrán ser capaces de ganarse la vida cuando sean liberados. En realidad, los ponen a trabajar haciendo cadenas, camisas y escobas, esto último para beneficio de la Louisville Nancy Grocery Co. La fabricación de escobas es un negocio completamente monopolizado por los ciegos, la realización de camisas por las mujeres, y solo hay una fábrica de cadenas en el Estado, y en esta, un convicto liberado no puede esperar conseguir trabajo. Toda la cuestión es una cruel farsa.

Por tanto, si los Estados pueden ser instrumentalizados para robar a sus desvalidas víctimas con tales tremendos beneficios, ¿no va siendo hora de que las organizaciones obreras detengan sus infundados alaridos e insistan en una decente remuneración para el convicto, como las organizaciones obreras exigen para ellas mismas? Por esta vía, los trabajadores pueden acabar con el germen que hace a los prisioneros unos enemigos de los intereses del trabajo. He afirmado anteriormente que miles de convictos incompetentes y sin formación, sin medios de subsistencia, son devueltos a la sociedad anualmente. Estos hombres y mujeres deben subsistir, ya que incluso un exconvicto tiene necesidades. La vida en la prisión los ha hecho, por tanto, seres antisociales, las intransigentes puertas cerradas que se encontrarán cuando sean liberados no parece que disminuyan sus resentimientos. El inevitable resultado es que formarán un núcleo favorable de donde obtener esquiroles, rompehuelgas, detectives y policías, predispuestos a llevar a cabo las órdenes de sus amos. De esta manera, las organizaciones obreras, por su estúpida oposición al trabajo en las prisiones, traiciona sus propios fines. Están ayudando a crear los humos venenosos que ahogan cada intento de mejora económica. Si los trabajadores quisieran evitar estos efectos, deberían insistir en el derecho del convicto a trabajar, considerándolo como un hermano, incorporándolo a sus organizaciones y con su ayuda encaminarlo contra el sistema que a ambos aplasta.

Por último, pero no menos importante, está la comprensión de la barbaridad y de la inadecuación de la cadena perpetua. Aquellos que creen en el cambio, y seriamente tienen ese propósito, están llegando rápidamente a la conclusión de que el hombre debe tener la oportunidad para enmendarse. ¿Y cómo lo va a hacer con diez, quince o veinte años de encarcelamiento frente a él? La esperanza de la libertad y de una oportunidad es el único incentivo para vivir, especialmente en la vida de los presos. La sociedad, que ha pecado tanto contra él, ha de dejarle eso por lo menos. No soy tan optimista para creer que esto ocurra, o que algún cambio real en esa dirección tenga lugar, mientras las condiciones que engendran tanto al prisionero como al carcelero no sean abolidas para siempre.

¡Fuera de su boca una roja, una rosa roja!

¡Fuera de su corazón una blanca!

Para quien pueda decirme mediante que extraño camino

Cristo trae su voluntad a la luz

En tanto el árido bastón que porta el peregrino

Florece a la vista del gran Papa.

IV. Patriotismo, una amenaza para la libertad

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

¿Qué es el patriotismo? ¿Es amar el lugar donde uno nace, el lugar de los recuerdos y esperanzas, de los sueños y aspiraciones de la infancia? ¿Es el lugar donde, en la candidez infantil, mirábamos las fugaces nubes y sorprendidos de por qué nosotros, igualmente, no podíamos correr tan rápidamente? ¿El lugar donde contábamos los millones de relucientes estrellas, acongojados por el terror de que cada uno «debía ser un ojo», que nos traspasaba hasta lo más profundo de nuestras pequeñas almas? ¿Es el lugar donde podíamos oír la melodía de los pájaros, y soñar con tener alas para volar, como ellos, a tierras distantes? ¿O el lugar en donde nos sentábamos en las rodillas de nuestras madres, ensimismados por maravillosos cuentos de grandes hechos y conquistas? En pocas palabras, ¿es el amor por el terruño, cada pulgada que representa los más queridos y preciosos recuerdos de una feliz, alegre y juguetona niñez?

Si ese fuera el patriotismo, muy pocos norteamericanos en la actualidad podrían ser llamados patriotas, en tanto el lugar de sus juegos se ha convertido en la factoría, molinos y minas, mientras que el sonido ensordecedor de la maquinaria ha reemplazado a la melodía de los pájaros. Ni podremos escuchar los cuentos de grandes hechos, ya que las historias que nuestras madres cuentan ahora no son más que de dolor, lágrimas y pesar.

Entonces, ¿qué es el patriotismo? «El patriotismo, señor, es el último recurso de los sinvergüenzas», decía el doctor Jonson. León Tolstoi, el gran antipatriota de nuestros tiempos, define el patriotismo como el principio que permite justificar la formación de asesinos en masa; un negocio que requiere mejor equipamiento para el ejercicio del hombre-asesino que el necesario para fabricar tales necesidades de la vida como zapatos, abrigos y casas; un negocio que garantiza mayores beneficios y mayor gloria que el del trabajador medio.

Gustave Hervé, otro gran antipatriota, justamente denomina al patriotismo como una superstición, más injuriosa, brutal e inhumana que la religión. La superstición de la religión da lugar a la incapacidad humana de explicar los fenómenos naturales. Esto es, cuando el hombre primitivo oía el trueno o veía el relámpago, no podía explicarlos y por tanto, concluía que detrás de ellos debía existir una fuerza mayor que él. De igual modo veía una fuerza sobrenatural en la lluvia y en los diversos otros cambios de la naturaleza. El patriotismo, por otro lado, es una superstición artificial creada y mantenida a través de una red de mentiras y falsedades; una superstición que roba a los hombres su amor propio y dignidad e incrementa su arrogancia y presunción.

De hecho, la presunción, la arrogancia y el egoísmo son las esencias del patriotismo. Permítanme demostrarlo. El patriotismo asume que nuestro globo está dividido en pequeñas parcelas, cada una rodeada por una reja de hierro. Aquellos que han tenido la fortuna de nacer en alguna parcela en particular, se consideran a sí mismos mejores, más nobles, más grandes, más inteligentes que los seres que habitan en cualquier otra parcela. Por consiguiente, es el deber de cada uno de los que viven en dicha parcela el luchar, matar y morir en el intento de imponer su superioridad frente a los demás. Los habitantes de las otras parcelas razonan de igual manera, por supuesto, con el resultado de que, desde la más tierna infancia, las mentes de los niños están emponzoñadas con espeluznantes historias sobre los alemanes, los franceses, los italianos, los rusos, etc. Cuando el niño ha alcanzado la pubertad, está completamente saturado por la creencia de que él ha sido escogido por el Señor para defender su país contra el ataque o invasión de cualquier extranjero. Por esta causa, clamamos por el mayor ejército y armada, más barcos de guerra y munición. Es por esta causa que Norteamérica dentro de muy poco tiempo habrá gastado cuatrocientos millones de dólares. Piense en ello: cuatrocientos millones de dólares tomados de lo producido por las personas. Pero sin duda, no son los ricos los que contribuyen al patriotismo. Ellos son cosmopolitas, cómodamente en casa en cualquier lugar. En Norteamérica conocemos perfectamente esto. ¿No son nuestros ricos norteamericanos, franceses en Francia, alemanes en Alemania o ingleses en Inglaterra? ¿Y no derrochan con cosmopolita gracia fortunas acuñadas en las fábricas norteamericanas por niños y esclavos algodoneros? Sí, el suyo es un patriotismo que hará posible que envíen mensajes de condolencia a déspotas como el zar de Rusia, cuando le ocurre cualquier desgracia, como el presidente Roosevelt hizo en nombre de su pueblo, cuando Sergius fue castigado por los revolucionarios rusos.

Es un patriotismo que ayudará al consumado asesino, Díaz, a destruir miles de vidas en México, o que incluso ayudará a arrestar a los revolucionarios mejicanos en suelo norteamericano y mantenerlos encarcelados en las prisiones norteamericanas, sin la más mínima causa o razón.

Por tanto, el patriotismo no es para aquellos que representan la riqueza y el poder. Solo es bueno para el pueblo. Nos trae a la memoria una de las afirmaciones inteligentes de Federico el Grande, el querido amigo de Voltaire, quien decía: «La religión es un fraude, pero debe ser mantenida para las masas».

Ese patriotismo es más bien una institución costosa, y nadie lo dudará tras considerar las siguientes estadísticas. El incremento progresivo de los gastos para los principales ejércitos y armadas del mundo durante el último cuarto de siglo es un hecho de tal gravedad como para llamar la atención a los estudiosos inteligentes de los problemas económicos. Resumiremos los datos dividiendo el tiempo entre 1881 a 1905 en períodos quinquenales, y señalando los desembolsos de las diversas grandes naciones en el ejército y la armada en el primero y último quinquenio. Del primero al último período los gastos de Gran Bretaña aumentaron de $2.101.848.936 a $4.143.226.885, los de Francia de $3.324.500.000 hasta $3.455.109.900, los de Alemania de $725.000.200 hasta $2.700.375.600, los de los Estados Unidos de $1.275.500.750 hasta $2.650.900.450, los de Rusia de $1.900.975.500 hasta $5.250.445.100, los de Italia de $1.600.975.750 hasta $1.755.500.100 y los de Japón de $182.900.500 hasta $700.925.475.

Los gastos militares de cada una de las naciones mencionadas ha aumentado en cada uno de los quinquenios revisados. Durante todo el intervalo de 1881 hasta 1905, Gran Bretaña los ha cuadruplicado, los Estados Unidos los ha triplicado, Rusia los ha doblado, Alemania los ha incrementado en un 35%, Francia en torno del 15% y Japón cerca del 500%. Si comparamos los gastos militares de estas naciones con todos los gastos a lo largo de los últimos veinticinco años, incluyendo 1905, las proporciones son las siguientes:

En Gran Bretaña del 20% al 37%; en los Estados Unidos del 15% al 23%, en Francia del 16% al 18%; en Italia del 12% al 15%; en Japón del 12% al 14%. Por otro lado, es interesante señalar que la proporción en Alemania disminuyó de cerca del 58% al 25%; este retroceso es producto, sin duda, del fuerte incremento de los gastos imperiales en otros aspectos, aunque los gastos militares para el período 1901-05 han sido mucho más altos que en cualquier otro quinquenio precedente. Las estadísticas demuestran que los países en donde los gastos militares son mayores, en proporción al total del presupuesto nacional, son, en este orden, Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón, Francia e Italia.

Los costes de las grandes armadas se demuestran igualmente impresionantes. Durante los veinticinco años que concluyen en 1905, los gastos navales se incrementaron aproximadamente como sigue: Gran Bretaña, 300%; Francia, 60%; Alemania, 600%; Estados Unidos, 525%; Rusia, 300%; Italia, 250%; y Japón, 700%. Con la excepción de Gran Bretaña, los Estados Unidos han gastado más en los aspectos navales que cualquier otra nación, y estos gastos también suponen una proporción muy superior a todos los desembolsos nacionales que cualquier otro poder. En el período de 1881-05, los gastos de la armada de Estados Unidos fue de $6,20 de cada $100 destinados a gastos nacionales; la cantidad asciende hasta $6,60 en el siguiente período de cinco años, hasta $8,10 en el siguiente, a $11,70 y $16,40 para 1901-05. Moralmente es cierto que los desembolsos para el actual período de cinco años supondrá un incremento mayor.

El costo creciente del militarismo puede ser ilustrado aún más computándolo frente a los impuestos per capita de la población. Desde el primero hasta el último quinquenio, tomado como base de las comparaciones, han crecido como sigue: en Gran Bretaña, de 18,47% hasta 52,50%; en Francia, de 19,66% hasta 23,62%; en Rusia, de $6,14 a $8,37; en Italia, de $9,59 hasta $11,24 y en Japón de 86 centavos hasta $3,11.

Son muy apreciables las conexiones de estas estimaciones aproximadas del coste per capita con la carga económica del militarismo. La conclusión inevitable a partir de los datos disponibles es que el aumento de los gastos en el ejército y la armada rápidamente superan el crecimiento de la población en cada país considerado en los presentes cálculos. En otros términos, el continuo incremento de las demandas del militarismo amenaza a cada una de esas naciones con un agotamiento progresivo, tanto de los hombres como de los recursos.

Los terribles derroches que el patriotismo conlleva deberían ser suficientes para curar al hombre, incluso de inteligencia media, de esta enfermedad. Sin embargo, el patriotismo todavía exige más. Las personas son instadas a ser patrióticas y para ese lujo deben pagar, no solo manteniendo a sus «defensores», sino incluso mediante el sacrificio de sus propios hijos. El patriotismo exige una obediencia a la bandera, que significa obediencia y predisposición a matar a tu padre, madre, hermano o hermana.

La respuesta usual es que necesitamos mantener un ejército para proteger el país de las invasiones extranjeras. Cada hombre y mujer inteligente sabe, sin embargo, que este es un mito mantenido para asustar y coaccionar a los tontos. Los gobiernos del mundo, conociendo los intereses de los demás, no se invaden unos a otros. Han aprendido que pueden obtener mucho más mediante el arbitraje internacional de las disputas que mediante la guerra y la conquista. De hecho, como mantiene Carlyle: «La guerra es una riña entre dos ladrones demasiado cobardes para mantener sus propias batallas; por tanto, reclutan chicos de un pueblo y de otro, les ponen uniformes, los equipan con armas y los sueltan unos contra otros como bestias salvajes».

No es necesario tener mucha inteligencia para hallar detrás de cada guerra las mismas causas. Tomemos nuestra propia guerra hispano-norteamericana, supuestamente un gran y patriótico evento en la historia de los Estados Unidos. ¡Cómo nuestros corazones ardían de indignación contra los atroces españoles! En verdad, nuestra indignación no estalló espontáneamente. Fue nutrida por meses de agitación periodística, y mucho después de que el Carnicero Weyler hubiera asesinado a muchos nobles cubanos y ultrajado a muchas mujeres cubanas. Así, y hay que decirlo en justicia para la nación norteamericana, aumentó la indignación y el deseo de luchar, y se luchó valientemente. Pero cuando el humo se disipó, y los muertos fueron enterrados, y el coste de la guerra supuso para las personas un incremento del precio de los bienes y las rentas, es decir, cuando se pasó la borrachera de nuestra juerga patriótica, de pronto nos percatamos que la causa de la guerra hispano-norteamericana fue la cuestión del precio del azúcar; o, para ser más explícitos, que las vidas, sangre y dinero de los norteamericanos se habían empleado para proteger los intereses de los capitalistas norteamericanos, quienes se veían amenazados por el gobierno español. Que esto no es una exageración, sino que está basado absolutamente en hechos y estadísticas, está perfectamente probado en la actitud del gobierno norteamericano con los trabajadores cubanos. Cuando Cuba fue firmemente aferrada por los Estados Unidos, se exigió a los mismos soldados enviados a liberar Cuba que dispararan contra los obreros cubanos durante las grandes huelgas de los cigarreros, las cuales tuvieron lugar poco después de la guerra.

Pero nosotros no estamos solos al emprender guerras por tales causas. La cortina comienza a ser alzada sobre los motivos de la terrible confrontación ruso-japonesa, la cual costó mucha sangre y lágrimas. Y hemos visto que detrás del feroz Moloch de la guerra, se encuentra el feroz dios del comercialismo. Kuropatkin, el ministro de Guerra ruso durante la guerra ruso-japonesa, ha revelado el verdadero secreto que existía detrás de ella. El Zar y su Gran Duque habían invertido dinero en las concesiones coreanas; la guerra fue forzada por el único objetivo de aumentar rápidamente las grandes fortunas.

La afirmación de que el levantamiento de un ejército y una armada es la mayor seguridad para la paz tiene tanta lógica como afirmar que el más pacífico ciudadano es aquel que está fuertemente armado. La experiencia cotidiana demuestra plenamente que el individuo armado está invariablemente ansioso por probar su fuerza. Lo mismo es, históricamente cierto, con los gobiernos. Los países verdaderamente pacíficos no malgastan vidas y energías en preparar la guerra, con el resultado de que la paz se puede mantener.

Sin embargo, el clamor por un incremento del ejército y la armada no es debido a un peligro extranjero. Se debe al miedo del creciente descontento de las masas y por el espíritu internacional entre los obreros. Es para hacer frente a los enemigos internos por lo que los poderosos de diversos países se están preparando; un enemigo que, una vez despierta su conciencia, se mostrará más peligroso que cualquier invasor extranjero.

Los poderes que por centurias han mantenido esclavizadas a las masas han realizado un completo estudio de su psicología. Saben que las personas, a la larga, son como niños cuya desesperación, dolor y lágrimas pueden convertirse en alegría con un pequeño juguete. Y que el más espléndido juguete si es arropado de colores llamativos atraerá a millones de personas con cabezas de niños.

Un ejército y una armada representan los juguetes del pueblo. Para hacerlos más atractivos y aceptable, cientos o miles de dólares se están gastando para mostrar estos juguetes. Este era el objetivo del gobierno norteamericano avituallando una flota y enviándola a lo largo de la costa del Pacífico, de tal manera que cada ciudadano norteamericano se sintiera ufano y orgulloso de los Estados Unidos. La ciudad de San Francisco gastó cien mil dólares para entretener a la flota; Los Ángeles, sesenta mil; Seattle y Tacoma, sobre cien mil. ¿Para entretener a la flota? Para dar de cenar y agasajar a unos pocos oficiales superiores, mientras los «chicos bravos» han tenido que amotinarse para conseguir la suficiente comida. Sí, doscientos sesenta mil dólares fueron gastados en fuegos artificiales, teatro, fiestas y juergas, al tiempo que hombres, mujeres y niños a lo largo y ancho del país pasan hambre en las calles; cuando miles de desempleados están predispuestos a vender su trabajo a cualquier precio.

¡Doscientos sesenta mil dólares! ¿Qué no podría haberse conseguido con tal enorme suma? Pero en lugar de pan y alojamiento, los niños de estas ciudades fueron llevados a ver la flota, que sería, como uno de los periódicos decía, «un recuerdo duradero para el niño».

Una cosa maravillosa para recordar, ¿no es así? Los instrumentos para civilizadas matanzas. Si la mente de un niño es envenenada con tales recuerdos, ¿qué esperanza queda para la verdadera realización de la hermandad humana?

Nosotros, los norteamericanos, decimos ser personas amantes de la paz. Odiamos el derramamiento de sangre; nos oponemos a la violencia. Sin embargo, nos dan espasmos de alegría ante la posibilidad de arrojar bombas de dinamita por medio de máquinas voladoras sobre ciudadanos desvalidos. Estamos predispuestos para colgar, electrocutar o linchar a cualquiera, que, por necesidades económicas, arriesgue su propia vida atentando contra alguno de los magnates industriales. Incluso nuestros corazones están henchidos de orgullo al pensar que Norteamérica se está convirtiendo en la nación más poderosa de la Tierra, y que con el tiempo plantará su bota de hierro sobre el cuello de todas las demás naciones.

Tal es la lógica del patriotismo.

Considerando los malignos resultados que el patriotismo está conllevando para el ciudadano medio, esto no es nada comparado con los insultos e injurias que el patriotismo acumula sobre los propios soldados, la pobre y engañada víctima de la superstición y la ignorancia. Él, el salvador de su país, el protector de su nación, ¿qué es lo que el patriotismo le reserva? Una vida de servil sumisión, vicio y perversión, durante la paz; una vida de peligro, amenaza y muerte, durante la guerra.

Durante una reciente gira de conferencias en San Francisco, visité el presidio, la parcela más bonita con vistas a la bahía y el Golden Gate Park. Su propósito parece haber sido como parque de recreo para los niños, como jardín y para la música, un descanso para el agotado. En cambio, se ha convertido en feo, apagado y gris por los barracones, barracones en donde los ricos no permitirían dormir ni a sus perros. En estas miserables casuchas, los soldados se agrupan como un rebaño; aquí malgastan sus días juveniles, puliendo sus botas y los botones de latón de sus oficiales superiores. Aquí, igualmente, he apreciado la distinción de clases: los fornidos hijos de una libre república son colocados en filas como convictos, saludando cada uno de sus enmascarados lugartenientes. La igualdad norteamericana, ¡degradando la hombría y elevando al uniforme!

La vida cuartelera suele propiciar tendencias de perversión sexual. Poco a poco produce entre sus filas resultados similares a las condiciones militares europeas. Havelock Ellis, el destacado escritor sobre la psicología sexual, ha llevado a cabo un meticuloso estudio sobre la cuestión. «Algunos cuarteles son grandes centros de prostitución masculina... El número de soldados que se prostituyen a sí mismos es mayor de lo que esperaríamos. No es una exageración decir que en ciertos regimientos la presunción es a favor de la venalidad de la mayoría de los hombres... En las tardes de verano en Hyde Park y el barrio de Albert Gate están repletos de guardias y otros que recorren el comercio viviente, y con muy poco disimulo, con uniforme o no... ¡En la mayoría de los casos, los beneficios suponen un confortable añadido al dinero de Tommy Atkins!».

Hasta qué punto esta perversión está corroyendo al ejército y a la armada puede ser perfectamente juzgado a partir del hecho de la existencia de casas especiales para este tipo de prostitución. La práctica no se limita a Inglaterra; la misma es universal. «Los soldados no son menos codiciados en Francia que en Inglaterra o en Alemania, y casas especiales para la prostitución militar existen tanto en París como en los pueblos de las guarniciones».

Si el señor Havelock Ellis hubiera incluido Norteamérica en sus investigaciones sobre la perversión sexual, hubiera encontrado que las mismas condiciones prevalecen en nuestros ejércitos y armada como en aquellos otros países. El crecimiento del ejército inevitablemente conlleva la propagación de la perversión sexual; los cuarteles son las incubadoras.

Junto a los efectos sexuales de la vida cuartelera, la misma tiende igualmente a incapacitar al soldado para un trabajo útil tras dejar el ejército. Hombres con experiencia en un oficio no suelen entrar en el ejército o la armada, pero incluso ellos, tras la experiencia militar, se encuentran totalmente incapacitados para sus primitivas ocupaciones. Habiendo adquirido los hábitos de la ociosidad y haber probado la excitación y la aventura, ninguna actividad pacífica los puede contentar. Licenciados del ejército, no pueden retornar a un oficio útil. Aunque usualmente son la chusma social, prisioneros liberados y similares, a quienes la lucha por subsistir o su propia inclinación los lleva a filas. Estos, con su experiencia militar, vuelven a sus antiguas vidas de crímenes, más brutalizados y degradados que antes. Es bien conocido el hecho de que en nuestras prisiones existe un buen número de exsoldados; mientras, por otro lado, el ejército y la armada están ampliamente formados por exconvictos.

De todas las consecuencias negativas que acabamos de describir, ninguno parece tan perjudicial para la integridad humana como lo que ha producido el espíritu patriótico en el caso del soldado raso William Buwalda. Debido a su tonta creencia de que uno puede ser un soldado y ejercer sus derechos como hombre al mismo tiempo, las autoridades militares lo castigaron severamente. Lo cierto es que él había servido a su país durante quince años, durante los cuales su expediente se mantuvo impecable. De acuerdo con el general Funston, quien redujo la sentencia de Buwalda a tres años, «el primer deber de un oficial o un hombre alistado es una obediencia incuestionable y una lealtad al gobierno, y da lo mismo si se está de acuerdo o no con tal gobierno». De esta manera, Funston descubre el verdadero carácter de la obediencia. De acuerdo con él, el entrar en el ejército supone abrogar los principios de la declaración de Independencia.

¡Qué extraño desarrollo del patriotismo que transforma a un ser pensante en una máquina fiel!

Para justificar esta más que ultrajante sentencia de Buwalda, el general Funston le dice al pueblo norteamericano que la acción del soldado fue «un serio crimen igual que la traición». Pero ¿en qué consistió realmente este «terrible crimen»? Simplemente en esto: William Buwalda fue una de las mil quinientas personas que asistieron a un mitin público en San Francisco; y, oh, horror, estrechó la mano a la conferenciante, Emma Goldman. Un crimen terrible, de hecho, el cual el general lo denomina como «una gran ofensa militar, infinitamente peor que la deserción».

¿Puede existir una mayor prueba contra el patriotismo que marcar con hierro a un hombre como criminal, arrojarlo en una prisión y robarle los beneficios de quince años de servicio fiel?

Buwalda dio a su país los mejores años de su vida y su propia madurez. Pero todo eso no significaba nada. El patriotismo es inexorable y, como todos los monstruos insaciables, exige o todo o nada. No admite que un soldado es al mismo tiempo un ser humano, quien tiene derecho a sus propios sentimientos y opiniones, sus propias inclinaciones e ideas. No, el patriotismo no lo puede admitir. Esta es la lección que Buwalda tuvo que aprender; aprender a un precio muy alto pero no inútil. Cuando volvió a ser libre, perdió su categoría en el ejército, pero recobró su autoestima. Después de todo, por eso merece la pena pasar tres años en la cárcel.

Un escritor sobre las condiciones militares de Norteamérica, en un artículo reciente, hizo un comentario sobre el poder del militar sobre los civiles en Alemania. Dijo, entre otras cosas, que si nuestra república no tuviera más significado que el de garantizar a todos los ciudadanos la igualdad de derechos, no tendría sentido su existencia. Estoy convencida que el escritor no estuvo en Colorado durante el patriótico régimen del general Bell. Él probablemente habría cambiado su pensamiento si hubiera visto cómo, en nombre del patriotismo y de la república, los hombres eran tirados dentro de corrales, arrastrados, conducidos a través de la frontera y sujetos a todo tipo de humillaciones. No es que el incidente de Colorado sea el único en el creciente poder militar en los Estados Unidos. Es raro la huelga en donde las tropas y milicias no lleguen en rescate de aquellos en el poder, y donde no actúen tan arrogante y brutalmente como los hombres que llevan el uniforme del káiser. Así, igualmente, tenemos la Dick military law. ¿Se había olvidado el escritor de esto?

La gran desgracia es que la mayoría de nuestros escritores ignoran absolutamente los actuales eventos, o que, carentes de honestidad, no hablarán de estas cuestiones. Y por ello, ha ocurrido que la Dick military law fue aprobada apresuradamente en el Congreso sin casi discutirse y con escasa publicidad; una ley que da al presidente el poder de convertir a un ciudadano pacífico en un asesino sanguinario, supuestamente para la defensa del país, en realidad para la protección de los intereses de aquel partido particular cuyo portavoz pasa a ser el presidente.

Nuestro escritor mantiene que el militarismo nunca podrá convertirse como tal en un poder en Norteamérica como ocurre en el extranjero, en tanto es voluntario entre nosotros, mientras que impuesto en el Viejo Mundo. Dos hechos muy importantes, sin embargo, el caballero se olvidó de considerar. El primero, que la conscripción ha creado en Europa un profundo odio frente al militarismo entre todas las clases sociales. Miles de jóvenes reclutas se alistan en su contra y, una vez en el ejército, emplearán cualquier medio posible para desertar. El segundo, que es el rasgo compulsivo del militarismo lo que ha creado un tremendo movimiento antimilitarista, temiéndolo las potencias europeas más que otra cosa. Después de todo, el mayor baluarte del capitalismo es el militarismo. Desde el mismo momento en que este último sea minado, el capitalismo se tambaleará. Es cierto, no tenemos conscripción; esto es, los hombres no suelen ser forzados a alistarse en el ejército, pero hemos desarrollado una fuerza mucho más exigente y rígida: la necesidad. ¿No es un hecho que durante las depresiones industriales exista un fuerte incremento en el número de alistamientos? El oficio de militar puede que no sea el más lucrativo u honorable, pero es mucho mejor que vagabundear por el país en busca de trabajo, de pie en las colas del pan o durmiendo en los albergues municipales. Después de todo, significa trece dólares al mes, tres comidas al día y un lugar en donde dormir. Incluso la necesidad no es un factor lo suficientemente fuerte como para llevar al ejército a una persona de carácter y hombría. No nos extraña que nuestras autoridades militares se quejen del «pobre material» que se alista en el ejército y en la armada. Esta afirmación es una señal muy alentadora. Demuestra que todavía hay bastantes con un espíritu de independencia y amantes de la libertad entre el americano medio, que prefiere arriesgarse al hambre antes que ponerse el uniforme.

Los hombres y mujeres pensantes de todo el mundo han comenzado a percatarse que el patriotismo es demasiado intolerante y limitado como concepto para hacer frente a las necesidades de nuestro tiempo. La centralización del poder ha conllevado un sentimiento de solidaridad entre las naciones oprimidas del mundo; una solidaridad la cual representa una mayor armonía de intereses entre los trabajadores de Norteamérica y sus hermanos en el extranjero que entre el minero norteamericano y su compatriota explotador; una solidaridad que no teme a las invasiones extranjeras, ya que está llegando el momento en que todos los obreros dirán a sus amos, «Vete y haz tu propia matanza. Nosotros lo hemos hecho ya bastantes veces por ustedes».

Esta solidaridad está despertando las conciencias incluso de los soldados, los cuales, igualmente, son carne de la carne de la gran familia humana. Una solidaridad que se ha mostrado infalible más de una vez en las pasadas luchas, la cual fue el ímpetu que indujo a los soldados parisinos, durante le Comuna de 1871, a negarse a obedecer cuando se les ordenó disparar contra sus hermanos; es la que dio coraje a los hombres que se amotinaron en los buques de guerra en los últimos tiempos. Supondrá en el futuro el levantamiento de todos los oprimidos y pisoteados en contra de sus explotadores internacionales.

El proletariado de Europa ha comprendido el gran potencial de la solidaridad y, como consecuencia, ha iniciado una guerra contra el patriotismo y su sangriento espectro, el militarismo. Miles de hombres llenan las prisiones de Francia, Alemania, Rusia y los países escandinavos, ya que se atrevieron a desafiar la antigua superstición. No es este un movimiento limitado a la clase obrera; cuenta con representantes en todas las categorías, siendo sus principales exponentes prominentes hombres y mujeres de las artes, las ciencias y las letras.

Norteamérica deberá seguir la tendencia. El espíritu del militarismo ya ha penetrado en todos los aspectos de la vida. De hecho, estoy convencida de que el militarismo está siendo más peligroso aquí que en cualquier otro lugar, ya que debido a los muchos sobornos, el capitalismo mantiene a aquellos que están deseando la destrucción.

El primer paso ya ha sido dado en las escuelas. Evidentemente, el gobierno se atiene a las concepciones jesuíticas, «Dame la mente de un niño y yo moldearé al hombre». Los niños están formándose en las tácticas militares, la gloria de las conquistas militares son exaltadas en los planes de estudios y las mentes de los jóvenes pervertidas para satisfacer al gobierno. Además, se apela a la juventud del país para que se aliste en el ejército y en la armada mediante carteles brillantes. «¡Una gran oportunidad para ver mundo!», gritan los vendedores ambulantes gubernamentales. Así, los inocentes muchachos son moralmente shanghaied[12] en el patriotismo, y el Moloch militar avanza a zancadas conquistando la nación.

Los trabajadores norteamericanos han sufrido tanto en manos de los soldados, tanto estatales como federales, que está plenamente justificada su aversión y rechazo de los parásitos uniformados. Sin embargo, la mera denuncia no resolverá este gran problema. Lo que hace falta es una propaganda educativa entre los soldados: literatura antipatriótica que los pueda iluminar sobre los verdaderos horrores de sus oficios, y que pudieran despertar su conciencia sobre la verdadera relación con los hombres de cuyo trabajo depende su propia existencia. Esto es precisamente lo que las autoridades más temen. En la actualidad, es alta traición que un soldado lea un panfleto radical. Pero, entonces, desde tiempo inmemorial, ¿no ha señalado la autoridad cada avance progresista como traición? Aquellos, sin embargo, quienes verdaderamente se esfuerzan por la reconstrucción social, bien pueden hacer frente a todo eso; para ellos, probablemente, sea incluso más importante llevar la verdad a los cuarteles que a las factorías. Cuando hayamos socavado la mentira patriótica, habremos despejado el camino para esa gran construcción en donde todas las nacionalidades se unirán en una hermandad universal, una verdadera sociedad libre.

V. La hipocresía del puritanismo

Anarchism and other essays,

Mother Earth Publishing Association, 1911

Hablando del puritanismo en relación con el arte norteamericano, Mr. Gutzon Borglum afirmaba:

El puritanismo nos ha hecho tan egocéntricos e hipócritas por tanto tiempo, que la sinceridad y la veneración por lo que es natural en nuestros impulsos han sido limpiamente extirpadas de nosotros, con el resultado de que ya no puede haber ninguna verdad ni individualidad en nuestro arte.

Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo la vida en sí misma imposible. Más que el arte, más que la estética, la vida representa la belleza en miles de variables; es, en realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. El puritanismo, por otro lado, descansa en una concepción de vida fija e inamovible; se basa en la idea calvinista, por la cual la existencia es una maldición, impuesta al ser humano por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, el ser humano ha de penar constantemente, debe repudiar cada impulso natural y sano, dándole la espalda a la alegría y a la belleza.

El puritanismo impuso su reino de terror en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda manifestación de arte y cultura. Fue el espíritu del puritanismo el que le robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la religión. Fue la misma estrechez espiritual que alejó a Byron de su tierra natal, porque el gran genio se rebeló frente a la monotonía, la vulgaridad y la pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas de las mujeres más libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del matrimonio: Mary Wollstonecraft y, posteriormente, George Elliot. Y más recientemente también exigió otra víctima: la vida de Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo nunca ha cesado de ser el más pernicioso factor en los dominios de John Bull, actuando como censor de las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su aprobación solo en la monotonía de la respetable clase media.

Y es por eso que el depurado patriotismo británico ha señalado a Norteamérica como un país de puritanismo provincialista. Es una gran verdad que nuestra vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra debemos el haber transplantado este espíritu al suelo americano. Nos fue legado por nuestros padres fundadores. Huyendo de la persecución y la opresión, los afamados peregrinos del Mayflower establecieron en el Nuevo Mundo el reino de la tiranía y crimen puritano. La historia de Nueva Inglaterra, y especialmente la de Massachusetts, está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses favoritos para la purificación de los norteamericanos.

Boston, la ciudad de la cultura, ha pasado a la historia de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó incluso con Salem, en su cruel persecución de las opiniones religiosas no autorizadas. En el ahora famoso Common, una mujer medio desnuda, con un bebé en sus brazos, fue azotada públicamente por el supuesto delito de abusar de la libertad de palabra; y en el mismo lugar Mary Dyer, otra mujer cuáquera, fue ahorcada en 1659. De hecho, Boston ha sido el escenario de más de un horrible crimen cometido por el puritanismo. En Salem, en el verano de 1692, se mató a ochenta personas por brujería. No estuvo sola Massachusetts en la expulsión del diablo mediante el fuego y el azufre. Como bien dijo Canning: Los padres peregrinos infectaron el Nuevo Mundo para enderezar los entuertos del Viejo. Los horrores de esa época han encontrado su máxima expresión en el clásico norteamericano, La letra escarlata.

El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza, pero sigue manteniendo una influencia cada vez más perniciosa en la mentalidad y sentimientos de los norteamericanos. No otra cosa puede explicar el poder de un Comstock. Como los Torquemada de los días anteriores a la Guerra de Secesión, Anthony Comstock es el autócrata de la moral de los norteamericanos; dicta los cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre supera en desvergüenza a la infame Tercera División de la policía secreta rusa. ¿Cómo puede tolerar el público semejante ultraje a sus libertades? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aún los más avanzados liberales no han podido emanciparse a sí mismos. Los cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men’s and Women’s Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el Prohibition Party, con Anthony Comstock como su santo y patrón, son los sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.

Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta vitalidad en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples manifestaciones trataron de ahondar en los problemas sociales y sexuales de nuestro tiempo, ejerciendo una severa crítica acerca de todas nuestras indudables fallas. Como con un bisturí de cirujano, la carcasa del puritanismo es diseccionada, intentando despejar el camino para la liberación humana del peso muerto del pasado. Pero con el puritanismo vigilando la vida norteamericana, ninguna verdad ni sinceridad es posible. No hay nada más que la sordidez y la mediocridad para dirigir la conducta humana, coartando la expresión natural y sofocando nuestros mejores impulsos. El puritanismo en este siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plymouth Rock. Repudia, como algo vil y pecaminoso, nuestros más profundos sentimientos; pero ignorando absolutamente las funciones de las emociones humanas, el puritanismo en sí es el creador de los más horribles vicios.

Toda la historia del ascetismo demuestra esta verdad irrebatible. La Iglesia, así como el puritanismo, ha combatido la carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana actitud ha comenzado a ser reconocida por los modernos pensadores y educadores. Han comprendido que «la desnudez posee un valor higiénico sí como una importancia espiritual, más allá de sus influencias en tranquilizar la natural curiosidad de los jóvenes o actuando como preventivo de las emociones mórbidas. Es una inspiración para los adultos quienes crecieron sin satisfacer cualquier curiosidad juvenil. La visión de la fundamental y eterna forma humana, la cosa más cercana a nosotros en todo el mundo, con su vigor, su belleza y su gracia, es uno de los principales tónicos de la vida».[13] Pero el espíritu del puritanismo ha pervertido la mente humana que ha perdido su capacidad para apreciar la belleza del desnudo, obligándonos a ocultar la forma natural con el pretexto de la castidad. Y la propia castidad no es más que una imposición artificial a la naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza frente al cuerpo humano. La idea moderna de la castidad, en especial respecto de las mujeres, su principal víctima, es una sensual exageración de nuestros impulsos naturales. «La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima», y de ahí que los cristianos y puristas siempre procuran cubrir al «Salvaje» con trapos, y en consecuencia convertirlo en puro y casto.

El puritanismo, con su perversión del significado y función del cuerpo humano, particularmente con respecto a la mujer, la ha condenado al celibato o a la procreación indiscriminada de una especie enferma, o a la prostitución. La enormidad de este crimen contra la humanidad se nos muestra cuando tomamos en cuenta sus resultados. A la mujer soltera se le impone una absoluta continencia sexual, bajo la amenaza de ser considerada inmoral o una perdida, con la consecuencia de producir neurastenia, impotencia, depresión y una gran variedad de trastornos nerviosos que conllevarán la disminución de la capacidad de trabajo, la limitación de la alegría por vivir, el insomnio y una preocupación por los deseos y fantasías sexuales. El arbitrario y nocivo precepto de la total continencia probablemente explica igualmente las desigualdades mentales de los sexos. Así lo cree Freud, que la inferioridad intelectual de muchas mujeres se debe a la inhibición que se les ha impuesto con el fin de la represión sexual. Habiendo así suprimido los deseos sexuales naturales de la mujer soltera, el puritanismo, por otro lado, bendice a su hermana casada con una fecundidad prolífica en el matrimonio. De hecho, no solo la bendice, sino fuerza a la mujer, sexualmente obsesionada por la represión previa, a tener hijos, sin tener en cuenta su delicada condición física o incapacidad económica para mantener a una familia amplia. Los métodos preventivos, incluso los más seguros determinados científicamente, están completamente prohibidos e, incluso, la simple mención de los mismos, se considera como un crimen.

Gracias a esta tiranía del puritanismo, la mayoría de las mujeres se encuentran en el extremo de sus capacidades físicas. Enfermas y agotadas, se encuentran incapacitadas de ofrecer a sus hijos incluso los más elementales cuidados. Lo cual, unido a la presión económica, obliga a muchas mujeres a correr cualquier riesgo, independiente de su peligro, antes de continuar dando a luz. El hábito de provocar los abortos está alcanzando tales proporciones en Norteamérica que cuesta creerlo. De acuerdo con recientes investigaciones sobre la cuestión, diecisiete abortos son realizados cada cien embarazos. Este alarmante porcentaje solo representa los casos conocidos por los médicos. Teniendo en cuenta el secreto con que necesariamente se tienen que practicar, y las consecuencias de la ineficacia y negligencia profesional, el puritanismo continuamente supone miles de víctimas por su propia estupidez e hipocresía.

La prostitución, aunque se la persiga, se la encarcele y se la encadene, es simplemente el gran triunfo del puritanismo. Es su niña mimada, a pesar de toda la hipócrita mojigatería. La prostituta es el furor de nuestro siglo, barriendo a lo largo de los países «civilizados» como un huracán, y dejando un rastro de enfermedades y desastres. Como único remedio, el puritanismo plantea frente a esta hija descarriada una gran represión y una más despiadada persecución. La última atrocidad está representada por la Ley Page, que ha impuesto en el estado de New York el terrible fracaso y crimen de Europa, esto es, el registro e identificación de las desafortunadas víctimas del puritanismo. De igual estúpida manera, el puritanismo busca ocultar el terrible azote que él mismo ha creado, las enfermedades venéreas. Lo más desalentador es este espíritu obtuso de cerrazón mental que ha emponzoñado a los denominados liberales, y los ha cegado para que se unan a la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo: la prostitución y sus consecuencias. En su cobarde miopía, el puritanismo rehúsa ver que el verdadero método de prevención es afirmar abiertamente que «las enfermedades venéreas no son una cuestión misteriosa o terrible, el castigo del pecado de la carne, una especie de marca vergonzosa del diablo producto de la maldición puritana, sino una enfermedad común que puede ser tratada y curada». Mediante sus métodos oscurantistas, de enmascaramiento y ocultación, el puritanismo ha creado las condiciones favorables para que crezcan y se expandan estas enfermedades. Su intolerancia ha quedado demostrada notablemente de nuevo por la insensata actitud frente al gran descubrimiento del profesor Ehrlich, velando hipócritamente esta importante cura para la sífilis con la vaga alusión a un remedio para «cierto veneno».

La ilimitada capacidad del puritanismo para hacer el mal se basa en su atrincheramiento tras el Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a las personas frente a la «inmoralidad», se ha infiltrado en la maquinaria gubernamental dándole el carácter de guardián moral de la censura legal de nuestros planteamientos, sentimientos e incluso de nuestras conductas.

El arte, la literatura, el teatro, la privacidad del correo, de hecho, nuestros más íntimos gustos, están a merced de este inexorable tirano. Anthony Comstock, o cualquier otro policía ignorante, ha recibido el poder de profanar el genio, echar por tierra y mutilar la sublime creación de la naturaleza: el cuerpo humano. Los libros que versan sobre las cuestiones más vitales de nuestra vida, y buscan echar luz sobre los peligrosamente ocultados problemas, son legalmente tratados como ataques criminales, y sus infortunados autores arrojados en la cárcel o llevados a la desesperación y la muerte.

Ni en los dominios del zar se ultrajan tan frecuentemente las libertades personales como ocurre en Norteamérica, el baluarte de los eunucos puritanos. Aquí, el único día dejado para el descanso de las masas, el domingo, se ha convertido en odioso y completamente antipático. Todos los escritores sobre las primitivas costumbres y las antiguas civilizaciones están de acuerdo en que el Sabbath era un día de festividades, libre de cuidados y obligaciones, un día de general regocijo y diversión. En todos los países europeos esta tradición sigue aportando algún alivio frente a la monotonía y estupidez de nuestra era cristiana. Todas las salas de conciertos, museos y parques están repletos con hombres, mujeres y niños, particularmente de obreros con sus familias, vivaces y alegres, olvidando la rutina y las convenciones de su existencia cotidiana. Es en este día cuando las masas demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, con el trabajo despojado de su carácter lucrativo y su objetivo diletante.

El puritanismo ha robado a las personas incluso ese único día. Naturalmente, solo los obreros se ven afectados: nuestros millonarios tienen sus hogares lujosos y suntuosos clubes. Los pobres, sin embargo, están condenados a la monotonía y al aburrimiento del domingo norteamericano. La sociabilidad y la diversión de la vida en la calle de Europa, aquí ha sido sustituida por la penumbra de la iglesia, del sofocante y malsano salón, o la brutalizada atmósfera de los fondos de las cantinas. En los Estados en donde está vigente la Ley Seca, las personas añoran incluso estos últimos, a no ser que puedan invertir sus magras ganancias en adquirir grandes cantidades de bebidas adulteradas. Como todo el mundo bien sabe, la Ley Seca no es más que una farsa. Esta, como otras iniciativas del puritanismo, solo ha supuesto una mayor profundización del «mal» en el sistema humano. En ningún otro sitio se hallan más borrachos que en nuestras ciudades prohibicionistas. Pero mientras se puedan emplear caramelos perfumados para enmascarar el fétido aliento de la hipocresía, el puritanismo triunfa. Claramente, la Ley Seca se opone al alcohol por razones de salud y economía, pero el propio espíritu de la Ley Seca, siendo en sí mismo anormal, solo tiene éxito dando lugar a una vida anormal.

Todos los estímulos que excitan la imaginación y despiertan los espíritus son tan necesarios para nuestra vida como el aire. Estimulan el cuerpo, intensifican nuestros planteamientos de compañerismo humano. Sin estímulos, de una u otra forma, el trabajo creativo es imposible, ni tampoco el espíritu de bondad y generosidad. El hecho de que algunos grandes genios veían su reflejo en una copa demasiado frecuentemente, eso no justifica al puritanismo en su intento de amordazar el conjunto de emociones humanas. Un Byron y un Poe estimularon de tal manera la humanidad que ningún puritano podría hacerlo nunca. Los primeros han dado a la vida sentido y color; los últimos han convertido la roja sangre en agua, la belleza en vulgaridad, la variedad en uniformidad y decadencia. El puritanismo, en cualquier expresión, es un germen venenoso. En la superficie puede parecer fuerte y vigoroso; sin embargo, el veneno trabaja persistentemente, hasta que toda la estructura es derribada. Todo espíritu libre estará de acuerdo con Hippolyte Taine, en que «El puritanismo es la muerte de la cultura, la filosofía, el humor y la buena camaradería; sus características son la vulgaridad, la monotonía y la oscuridad».

VI. La tragedia de la emancipación de la mujer

Mother Earth, Vol. I, marzo 1906

Comenzaré admitiendo que, sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las diferencias fundamentales entre los varios grupos humanos, de las distinciones de clase y raza, dejando de lado todas las separaciones artificiales entre los derechos masculinos y femeninos, mantengo que existe un punto donde estas diferenciaciones coinciden y se desarrollan en un todo perfecto.

Esto no supone que proponga un tratado de paz. El antagonismo social generalizado que caracteriza toda la vida pública en la actualidad, originado a través de las fuerzas opuestas y los intereses contrarios, estallará en mil pedazos cuando la reorganización de nuestra vida social, reorganización basada en los principios de la justicia económica, sea una realidad.

La paz o la armonía entre los sexos y los individuos no depende necesariamente de una superficial igualación entre los seres humanos; ni tampoco supone la eliminación de los rasgos y peculiaridades individuales. El problema al cual tenemos que hacer frente actualmente, y que en un futuro cercano se resolverá, es cómo ser una misma al tiempo que una unidad con los demás, sentirse unida profundamente con todos los seres humanos y aun así mantener nuestras propias cualidades características. Me parece que será la base sobre la cual la masa y el individuo, la verdadera democracia y la verdadera individualidad, el hombre y la mujer, pueden unirse sin antagonismos y resistencia. La proclama no puede ser «Perdonar a los demás»; más bien sería «Entendámonos los unos con los otros». La afirmación reiteradamente citada de Madame de Staël, «Entenderlo significa perdonarlo», particularmente nunca me ha atraído; me huele a confesionario. El perdonar a nuestros semejantes expresa una idea farisaica de superioridad. Es suficiente con entender a nuestros semejantes. La aceptación de este principio representa un aspecto fundamental de mi punto de vista sobre la emancipación de la mujer y sus efectos sobre el sexo.

Su emancipación hará posible que la mujer sea un ser humano en el verdadero sentido. Todo dentro de ella que reclama reafirmarse y actuar podrá llegar a su máxima expresión; todas las barreras artificiales serán destruidas, y el camino hacia la máxima libertad será limpiado de cualquier rastro de siglos de sumisión y esclavitud.

Este es el sentido original del movimiento por la emancipación de la mujer. Pero los resultados que se han alcanzado han aislado a la mujer y le han usurpado el manantial en donde brotaba esa felicidad esencial para ella. La simple emancipación externa ha hecho de la mujer moderna un ser artificial, que recuerda uno de esos productos de la jardinería francesa con sus árboles arabescos, arbustos, pirámides, redondeles y guirnaldas; cualquier cosa, salvo las formas que serían producto de sus propias cualidades internas. Tales plantas artificiales del sexo femenino se pueden hallar en gran cantidad, especialmente en la denominada esfera intelectual de nuestra vida.

¡Libertad e igualdad para la mujer! Qué esperanzas y aspiraciones despertaron esas palabras cuando se pronunciaron por primera vez por algunas de las más nobles y valientes almas de aquellos días. El sol, con toda su luz y gloria, emergía para un nuevo mundo; en este mundo, la mujer sería libre para dirigir su propio destino, un ideal ciertamente digno de un gran entusiasmo, coraje, perseverancia y esfuerzo sin fin de una tremenda hueste de hombres y mujeres precursores, quienes se lo jugaron todo frente a un mundo de prejuicio e ignorancia.

Mi esperanza se encamina igualmente hacia ese objetivo, aunque mantengo que la emancipación de la mujer, como se interpreta y se pone en práctica en la actualidad, ha fracasado en conseguir este gran fin. Ahora, la mujer debe hacer frente a la necesidad de emanciparse a sí misma de la emancipación, si realmente desea ser libre. Esto puede sonar paradójico, pero es, sin embargo, la pura verdad.

¿Qué ha conseguido con su emancipación? Igualdad de sufragio en algunos Estados. ¿Esto ha purificado nuestra vida política, como algunos bienintencionados defensores predecían? Ciertamente no. Por cierto, es tiempo de que las personas sensatas, con criterio, dejen de hablar sobre la corrupción política como en un internado. La corrupción política no tiene nada que ver con la moral, o la relajación moral, de las diversas personalidades políticas. Sus causas es en conjunto una sola. La política es reflejo del mundo industrial y de los negocios, cuyos lemas son: «Tomar es mucho mejor que dar»; «comprar barato y vender caro»; «una mano sucia lava la otra». No existe ninguna esperanza de que la mujer, con su derecho a votar, pueda purificar la política.

La emancipación ha supuesto la igualdad económica de la mujer con el hombre; esto es, ella puede elegir su propia profesión y oficio; pero como su formación física en el pasado y en el presente no la ha equipado con la necesaria fuerza como para competir con el hombre, a menudo se ve obligada a consumir todas sus energías, agotando su vitalidad y tensando cada uno de sus nervios con el objetivo de alcanzar un valor en el mercado. Muy pocas alcanzan el éxito, ya que las profesoras, doctoras, abogadas, arquitectas e ingenieras nunca reciben la misma confianza que sus colegas masculinos, ni reciben igual remuneración. Y aquellas que alcanzan esta tentadora igualdad, generalmente lo hacen a expensas de su bienestar físico y psíquico. Para la gran masa de muchachas y mujeres trabajadoras, ¿cuánta independencia alcanzan si la carencia y ausencia de libertad en el hogar es sustituida por la carencia y ausencia de libertad en la factoría, en el taller, en los almacenes o en la oficina? Además, está la carga que deben soportar muchas mujeres que se encargan de su «hogar, dulce hogar» —frío, aburrido, poco atractivo— tras un duro día de trabajo. ¡Gloriosa independencia! No nos sorprende que cientos de muchachas estén anhelantes de aceptar la primera oferta de matrimonio, hartas y cansadas de su «independencia» detrás del mostrador, de las máquinas de coser o de escribir. Se hallan tan predispuestas a casarse como las chicas de la clase media, quienes ansían liberarse del yugo de la supremacía de sus padres. La denominada independencia que solo conlleva ganar la simple subsistencia no es tan atractiva ni tan ideal, como para que se pueda esperar que la mujer lo sacrifique todo por ella. Nuestra tan alabada independencia es, después de todo, solo un lento proceso de embotar y atrofiar la naturaleza femenina, su instinto amoroso y maternal.

Sin embargo, la situación de la muchacha trabajadora es mucho más natural y humana que la de sus hermanas, en apariencia más afortunadas, en las profesiones con más cultura como las profesoras, médicas, abogadas, ingenieras, etc., quienes tienen que mantener una apariencia digna y apropiada, mientras que interiormente están vacías y muertas.

La limitación de la actual concepción de la independencia y emancipación femenina; el pavor del amor por un hombre que no sea de su misma categoría social; el miedo a que ese amor le robe su libertad e independencia; el horror a que el amor o la alegría de la maternidad la incapacite para el pleno ejercicio de su profesión, todos estos factores unidos hacen de la emancipada mujer moderna una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes pesares purificadores y sus profundas y fascinantes alegrías, pasa sin tocar o conmover su alma.

La emancipación, como es entendida por la mayoría de sus defensores y partidarios, es de alcance tan reducido como para permitir un amor sin límites y el éxtasis contenido en la profunda emoción de la verdadera mujer, de la novia, de la madre, en libertad.

La tragedia de la autosuficiente, o económicamente libre mujer, no es que no supone muchas experiencias, sino muy pocas. Cierto es, ha superado a sus hermanas de pasadas generaciones en conocimientos sobre el mundo y la naturaleza humana; es por eso que siente profundamente la carencia de la esencia de la vida, la única que puede enriquecer el alma humana, y sin la cual la mayoría de las mujeres se convierten en meros autómatas profesionales.

Que se llegaría a tal estado de la cuestión fue previsto por aquellos que comprendieron que, en el dominio de la ética, todavía se mantenían muchas decadentes ruinas de la época de la indiscutible superioridad del hombre; ruinas que todavía se consideraban útiles. Y, lo que es más importante, un buen número de las mujeres emancipadas eran incapaces de continuar sin ellas. Cada movimiento que se basa en la destrucción de las instituciones existentes y reemplazarlas por otras más avanzadas, más perfectas, tiene a sus seguidores, quienes en teoría mantienen los planteamientos más radicales, pero quienes, sin embargo, en su vida cotidiana, son como los típicos filisteos, fingiendo respetabilidad y clamando por la buena opinión de sus oponentes. Están, por ejemplo, los socialistas e incluso los anarquistas, quienes mantienen la idea de que la propiedad es un robo, al tiempo que se indignan si alguien les debe el valor de media docena de alfileres.

Los mismos filisteos se pueden encontrar en el movimiento de emancipación femenina. Periodistas de prensa amarilla y literatos de medio pelo han pintado un cuadro de las mujeres emancipadas como para que se le erizara el pelo del buen ciudadano y de su embrutecida compañera. Cada miembro del movimiento de derechos femeninos ha sido caracterizado como una George Sand en su absoluta carencia de moralidad. Nada era sagrado para ella. No tenía respeto por la relación ideal entre un hombre y una mujer. En pocas palabras, la emancipación defendía simplemente una vida imprudente de lujuria y pecado; sin reparar en la sociedad, la religión y la moralidad. Las propagandistas de los derechos femeninos se indignaron profundamente ante tal tergiversación, y carentes de humor, dedicaron todas sus energías en demostrar que ellas no eran tan malas como se las pintaba, sino todo lo contrario. Por supuesto, en tanto la mujer fuera esclava de un hombre, no podía ser ni buena ni pura, pero ahora que ella era libre e independiente, debía demostrar lo buena que era y que su influencia tendría un efecto purificador en todas las instituciones sociales. Cierto es que el movimiento por los derechos de la mujer ha roto muchas viejas cadenas, pero igualmente ha forjado otras nuevas. El gran movimiento de la verdadera emancipación todavía no ha hallado al tipo de mujer que mirará de frente a la libertad. Su limitado y puritano planteamiento destierra al hombre, como elemento perturbador y de carácter incierto, de su vida emocional. El hombre no debía ser tolerado bajo ninguna circunstancia, salvo tal vez como procreador de un niño, en tanto no se puede tener un niño sin un padre. Afortunadamente, el más rígido puritanismo nunca será lo suficientemente fuerte como para matar el innato instinto de la maternidad. Sin embargo, la libertad femenina está estrechamente vinculada con la libertad masculina, y muchas de las denominadas hermanas emancipadas parecen pasar por alto el hecho de que un niño nacido en libertad necesita del amor y la devoción de todos los seres humanos que se hallan a su alrededor, tanto del hombre como de la mujer. Desafortunadamente, es esta limitada concepción de las relaciones humanas la que ha dado lugar a la gran tragedia entre los hombres y mujeres modernos.

Hace unos quince años apareció un trabajo cuya autora es la brillante noruega Laura Marholm, bajo el título Woman, a Character Study. Fue la primera en llamar la atención sobre el vacío y limitación de la actual concepción de la emancipación femenina, y sus trágicos efectos sobre la vida interior de la mujer. En su trabajo, Laura Marholm hablaba del destino de diversas mujeres con talento de fama internacional: el genio de Eleonora Duse; la gran matemática y escritora Sonya Kovalevskaia; la artista y poeta innata Marie Beshkirtzeff, quien murió muy joven. A través de la descripción de la vida de estas mujeres de tales mentalidades extraordinarias, deja una marcada estela de anhelos insatisfechos por una vida plena, equilibrada, completa y bella, y el malestar y soledad producto de estas carencias. A través de estos magistrales esquemas psicológicos solo se puede apreciar que cuanto mayor sea el desarrollo mental de la mujer, esta tiene menos posibilidades de hallar un compañero con quien congeniar que vea en ella, no solo el sexo, sino igualmente al ser humano, la amiga, la camarada y la fuerte individualidad, quien no puede ni debe perder ni un solo rasgo de su carácter.

La mayoría de los hombres, con su autosuficiencia, su aire ridículo de superioridad como tutor frente a la sexualidad femenina, es una imposibilidad para la mujer como ha sido descrito en Character Study de Laura Marholm. Igualmente imposible para ella es un hombre que no vea más que su mentalidad y su genio, y quien fracase en despertar su naturaleza femenina.

Un rico intelecto y un alma sensible suelen ser considerados atributos necesarios para una profunda y bella personalidad. En el caso de la mujer moderna, estos atributos sirven como obstáculos para la completa reafirmación de su ser. Durante más de cien años, la vieja forma de matrimonio, basado en la Biblia, «hasta que la muerte los separe», ha sido denunciado como una institución que mantiene la soberanía del hombre sobre la mujer, de su completa sumisión a sus caprichos y órdenes, y la absoluta dependencia de su nombre y manutención. Una y otra vez ha sido demostrado de manera concluyente que la antigua relación matrimonial restringe a las mujeres a un papel de sirviente del hombre y portadora de sus hijos. Y, no obstante, todavía encontraremos a muchas mujeres emancipadas quienes prefieren el matrimonio, con todas sus deficiencias, a las limitaciones de una vida soltera: restringida e insoportable debido a las cadenas de la moral y los prejuicios sociales que pone trabas y ciñe su naturaleza.

La explicación de tales contradicciones por parte de muchas mujeres liberadas descansan en el hecho de que ellas nunca entendieron realmente el significado de la emancipación. Pensaban que todo lo que necesitaban era la independencia de los tiranos exteriores; los tiranos internos, mucho más peligrosos para su vivir y desarrollo —los convencionalismos éticos y sociales— se los dejó de lado; y ahora están muy bien desarrollados. Perviven perfectamente en las cabezas y los corazones de las más activas defensoras de la emancipación femenina, como estaban en las cabezas y corazones de sus abuelas.

Estos tiranos interiores, ya sean en forma de opinión pública o lo que dirá nuestra madre, hermano, tío o cualquier otro pariente; lo que dirá la señora Grundy, el señor Comstock, el patrón, o el Consejo Educativo; todos esos entrometidos, detectives morales, carceleros del espíritu humano, ¿qué dirán? Hasta que la mujer no aprenda a enfrentarse a todos ellos, para mantenerse firmemente en su sitio, defendiendo su libertad sin restricciones, escuchando la voz de su propia naturaleza, ya sea que la llame al gran tesoro de la vida, amando a un hombre, o sus más gloriosos privilegios, el derecho de dar a luz a un hijo, no podrá llamarse a sí misma emancipada. ¿Cuántas mujeres emancipadas han sido lo suficientemente valerosas como para reconocer que la voz del amor las llamaba, golpeándolas locamente en su satisfecho pecho, exigiendo ser oído?

El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty, intenta describir a la ideal y perfecta mujer emancipada. Este ideal está personificado en una joven muchacha, un doctora. Ella habla con mucha inteligencia y cordura de cómo debe alimentarse a un bebé; es muy bondadosa, y reparte medicinas gratuitamente a las madres pobres. Habla con un muchacho joven de sus conocimientos sobre las condiciones sanitarias del futuro, y cómo diversos bacilos y gérmenes serían exterminados mediante el uso de suelos y muros de piedra, eliminando alfombras y tapices. Por supuesto, viste muy sencilla y práctica, generalmente de negro. El joven, que en su primer encuentro se sintió intimidado por los conocimientos de su emancipada amiga, poco a poco aprende a comprenderla, y a reconocer un buen día que la ama. Ellos son jóvenes, y ella es bondadosa y bella, y aunque a veces se vestía de manera sobria, su apariencia es suavizada por unos cuellos y puños inmaculados. Una esperaría que le confesara su amor, pero él no es de los que cometen absurdos románticos. La poesía y el entusiasmo del amor lo hacen ruborizar frente a la belleza pura de la dama. Él silencia la voz de su naturaleza, y se mantiene correcto. Ella, igualmente, en ocasiones es meticulosa, racional, correcta. Me temo que si formaran una pareja, el joven hubiera corrido el riesgo de helarse hasta morir. Debo confesar que no puedo hallar nada bello en esta nueva belleza, que es tan fría como las paredes y suelos de piedra que añora. Antes prefiero las canciones de amor de la época romántica, a Don Juan y Madame Venus, la fuga por una escala y una cuerda una noche a la luz de la luna, acompañada por las maldiciones del padre y los sollozos de su madre, y los chismorreos morales de sus vecinos, que la corrección y decencia medida con mesura. Si el amor no sabe dar y tomar sin restricciones, no será amor sino una transacción que acabará en desastre por lo más mínimo.

Los grandes defectos de la emancipación en la actualidad residen en su artificial rigidez y en su limitada respetabilidad, lo que produce un vacío en el alma de la mujer que no le permite beber en la fuente de la vida. En una ocasión remarqué que parecía existir una profunda relación entre la madre y la anfitriona de viejo cuño, siempre atenta por la felicidad de sus pequeños y el confort de aquellos que ama, y la verdadera nueva mujer, que entre esta última y la mayoría de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación, simple y llanamente me han declarado como una pagana, perfecta únicamente para la hoguera. Su ciego fanatismo no les permite ver que mi comparación entre la vieja y la nueva mujer simplemente fue para demostrar que un buen número de nuestras abuelas tenían más sangre en sus venas, más humor e inteligencia, y ciertamente un alto grado de naturalidad, de bondad y sencillez que la mayoría de nuestras mujeres profesionales emancipadas que llenan las facultades, las aulas y las diversas oficinas. Esto no significa un deseo de volver al pasado, ni condenar a la mujer a su antigua posición, la cocina y la guardería.

La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro más radiante y claro. No necesitamos el libre desarrollo de viejas tradiciones y hábitos. El movimiento por la emancipación de la mujer no ha hecho más que dar el primer paso en esa dirección. Es de esperar que reúna sus fuerzas para dar el siguiente. El derecho de voto o la equiparación de los derechos civiles pueden ser buenas exigencias, pero la verdadera emancipación no surgirá de las urnas de votación ni de los juzgados. Surgirá del alma de la mujer. La historia nos enseña que cada clase oprimida alcanza su verdadera liberación frente a sus amos a través de su propia lucha. Es necesario que la mujer aprenda esta lección, que se percate que su libertad será tan amplia como su capacidad le permita obtener. Es, por tanto, mucho más importante para ella empezar por su regeneración interna, liberarse del peso de los prejuicios, tradiciones y costumbres. La exigencia de la igualdad de derechos en cada aspecto de la vida es justa y razonable; pero, después de todo, el más vital derecho es el derecho a amar y ser amada. De hecho, si la parcial emancipación quiere llegar a ser una completa y verdadera emancipación de la mujer, debe dejar de lado las ridículas nociones de que ser amada, estar comprometida y ser madre, es sinónimo con estar esclavizada o subordinada. Se deberá dejar de lado la absurda noción del dualismo de los sexos o que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.

La insignificancia separa; la amplitud une. Seamos grandes y generosas. No descuidemos las cuestiones vitales debido a inmensidad de nimiedades que nos enfrentan. Una verdadera concepción de la relación entre los sexos no debe admitir los conceptos de conquistador y conquistado; debe suponer solo esta gran cuestión: darnos sin límite con el objetivo de hallarnos más ricos, más profundos, mejores. Solo esto podrá llenar el vacío y transformar la tragedia de la emancipación de la mujer en una dicha, en una alegría ilimitada.

VII. Matrimonio y amor

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

La noción más difundida acerca del matrimonio y del amor es que son sinónimos; que sus motivaciones son las mismas, y que satisfacen idénticas necesidades humanas. Como muchas de estas nociones, su origen no se encuentra en los hechos, sino en la superstición.

El matrimonio y el amor no tienen nada en común; están tan alejados el uno del otro como los polos; en realidad, son antagónicos. No hay duda que algunos matrimonios han sido el resultado del amor. Pero no, sin embargo, porque el amor solo pueda afirmarse con el matrimonio; más bien es debido a que pocas personas pueden completamente superar una convención. Actualmente hay muchos hombres y mujeres para quienes el matrimonio no es más que una farsa, pero que se someten a la opinión pública. De todos modos, si bien es cierto que algunos matrimonios están basados en el amor, y que es igualmente cierto que en algunos casos el amor se mantiene en la vida matrimonial, afirmo que ello ocurre a pesar del matrimonio, no gracias a él.

Por otro lado, es absolutamente falso que el amor derive del matrimonio. En muy raras ocasiones podemos escuchar el caso milagroso de una pareja que se ha enamorado después de casarse, pero si observamos detenidamente podremos descubrir que simplemente es una adaptación a lo inevitable. Ciertamente, el acostumbrarse el uno al otro está muy lejos de la espontaneidad, de la intensidad y la belleza del amor, sin lo cual, la intimidad matrimonial degrada tanto al hombre como a la mujer.

En primer lugar, el matrimonio es un acuerdo económico, un pacto de seguridad. Difiere del seguro de vida ordinario en que compromete más y es más riguroso. Los beneficios son insignificantemente pequeños comparados con las inversiones. Si uno se hace un seguro, lo paga en dólares y centavos, y siempre tiene la libertad de rescindir los pagos. Sin embargo, si la compensación de una mujer es un marido, ella lo paga con su nombre, su intimidad, su propio respeto, toda su vida, «hasta que la muerte los separe». Además, el seguro del matrimonio la condena a una larga vida de dependencia, de parasitismo, de completa inutilidad, tanto individual como social. El hombre, igualmente, paga su tributo, pero como se mueve en un ámbito más amplio, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer.

Sentirá sus cadenas más en un sentido económico. De aquí que el lema de Dante sobre la puerta del Infierno, se aplique con igual vigor al matrimonio: «Oh vosotros los que entráis, abandonan toda la esperanza».

Solo los muy estúpidos podrán negar que el matrimonio sea un fracaso. Basta con echar un vistazo a las estadísticas de divorcio para darse cuenta realmente cuán frustrante es el fracaso del matrimonio. Tampoco sirve el estereotipado argumento filisteo de que la relajación de las leyes de divorcio y la creciente disoluta actitud de la mujer justifican este hecho: primero, uno de cada doce matrimonios acaban en divorcio; segundo, desde 1870 los divorcios se han incrementado de 28 a 73 por cada cien mil habitantes; tercero, el adulterio, desde 1867, como causa del divorcio, se ha incrementado en un 270,8%; cuarto, los abandonos del hogar se han incrementado en un 369,8%.

Junto a estas destacadas cifras, existe una gran cantidad de material, tanto dramático como literario, que intenta elucidar la cuestión. Robert Herrick, en Together; Pinero, en Mid-Channel; Eugene Walter, en Paid in Full, y muchos otros escritores discuten la esterilidad, la monotonía, la sordidez, la ineficacia del matrimonio como factor de armonía y comprensión.

El atento investigador social no puede contentarse con esta excusa superficial común para este fenómeno. Deberá profundizar en la vida misma de los sexos para saber por qué el matrimonio ha resultado tan desastroso.

Edward Carpenter afirma que detrás de todo matrimonio se halla el medio en que se han desarrollado ambos sexos; un medio tan diferente para cada uno que el hombre y la mujer se sienten extraños entre ellos. Distanciados por un insuperable muro de superstición, costumbre y hábito, el matrimonio no tiene la capacidad de desarrollar el conocimiento y el respeto mutuo, sin el cual cada unión está condenada al fracaso.

Henrik Ibsen, que aborrece de todas las farsas sociales, fue probablemente el primero en percatarse de esta gran verdad. Nora abandona a su marido no —como un crítico estúpido afirmó— porque estaba cansada de sus responsabilidades o sintiera la necesidad de sus derechos como mujer, sino porque ha llegado a la conclusión de que durante ocho años ha vivido con un extraño y además le ha dado un hijo. ¿Puede existir algo más humillante, más degradante que toda una vida pasada junto a un extraño? La mujer no necesita saber nada sobre el hombre salvo sus ingresos. Y en cuanto a la mujer, ¿qué se necesita saber de ella salvo que tenga un aspecto físico agradable? No hemos comentado todavía el mito teológico sobre que la mujer no tiene alma, que es un mero apéndice del hombre, hecha a partir de su costilla solo para conveniencia del caballero que era tan fuerte que tenía miedo de su propia sombra.

Tal vez la pobre calidad del material de donde procede la mujer es la única responsable de su inferioridad. Y en todo caso, si la mujer no tiene alma, ¿qué hay que saber acerca de ella? Por otro lado, cuanto menor sea su alma, mejor cumplirá su misión como esposa, mucho más sencilla será absorbida por su marido. Esta aceptación esclavizante de la superioridad del hombre ha sido la que ha salvaguardado la institución marital, aparentemente intacta durante mucho tiempo. Ahora, cuando la mujer comienza a tomar conciencia de su propio ser, ahora que está tomando conciencia como alguien independiente de la gracia de su amo, la sagrada institución del matrimonio poco a poco comienza a socavarse, y no bastan las sentimentales lamentaciones para sostenerla.

Casi desde la infancia, a las jóvenes se les dice que el matrimonio es su último objetivo; por tanto, su formación y educación deben ser dirigidas hacia este fin. Como la bestia muda que se engorda para su sacrificio, se las prepara para ello. Sin embargo, lo que es extraño, se les permite saber menos sobre su función como esposa y madre que al humilde artesano sobre su oficio. Es indecente y sucio para una respetable chica saber cualquier cosa sobre la vida marital. Oh, por la inconsistencia de la respetabilidad, es necesaria la promesa matrimonial para convertir algo muy sucio en el más puro y sagrado acuerdo que nadie se atreve a cuestionar o criticar. Esta es exactamente la actitud del defensor típico del matrimonio. La futura esposa y madre debe ser mantenida en la completa ignorancia acerca de su única ventaja en el terreno competitivo: el sexo. Así, inicia una relación de por vida con un hombre solo para sentirse impresionada, repelida, ultrajada sin medida por el más natural y saludable instinto, el sexo. Se puede afirmar que un amplio porcentaje de desdicha, miseria, angustia y sufrimientos físicos del matrimonio es producto de la criminal ignorancia en las cuestiones sexuales que ha sido ensalzada como una gran virtud. No exagero cuando digo que más de un hogar ha sido roto por este lamentable hecho.

Empero, si una mujer es libre y lo suficientemente madura como para aprender los misterios del sexo sin la aprobación del Estado o la Iglesia, se verá condenada como totalmente indigna para convertirse en la esposa de un «buen» hombre; su bondad consiste en una cabeza vacía y con mucho dinero. ¿Puede haber algo más atroz que una mujer adulta, saludable, vitalista y apasionada, deba negar sus demandas naturales, deba domeñar su más intenso deseo, socavando su salud y quebrantando su espíritu, deba atrofiar su visión, abstenerse de la profunda y gloriosa experiencia sexual hasta que un «buen» hombre se avenga a tomarla y convertirla en su esposa? Esto es precisamente lo que significa el matrimonio. ¿Cómo no podría tal acuerdo acabar sino en un fracaso? Este es uno, aunque el no menos importante, de los factores que diferencian matrimonio del amor.

La nuestra es una época práctica. Los tiempos en que Romeo y Julieta se arriesgaban a la cólera de sus padres por amor, en que Gretchen se exponía a las habladurías de sus convecinos por amor, ya han pasado. Si, en rara ocasión, los jóvenes se permiten el lujo de un romance, ya se encargarán los mayores de instruirlos y atosigarlos hasta que se conviertan en «sensatos».

La lección moral que se inculca a la muchacha no es si el hombre se enamora de ella, sino más bien es: «¿cuánto gana?». El más importante y único Dios de la vida práctica norteamericana: ¿puede el hombre ganarse la vida? ¿Puede mantener a su esposa? Esta es la única cosa que justifica el matrimonio. Poco a poco esta idea satura cualquier pensamiento de la muchacha; no sueña con la luz de la luna y los besos, ni las risas y lágrimas; sueña con salir de compras y las rebajas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los elementos inherentes de la institución marital. El Estado y la Iglesia solo aceptan estos ideales, simplemente porque son los que necesita el Estado y la Iglesia para controlar a los hombres y las mujeres.

Sin duda, hay personas que continúan considerando al amor por encima de los dólares y centavos. Esto es verdad, particularmente en las clases sociales cuyas necesidades les han forzado a ser autosuficientes. Los grandes cambios en la situación de la mujer, provocados por ese poderoso factor, es ciertamente descomunal si tenemos en cuenta que ha pasado muy poco tiempo desde que se incorporó al ámbito industrial. Seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres quienes tienen los mismos derechos que los hombres a ser explotados, a ser robadas y a declararse en huelga, incluso, a morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones de asalariadas en todos los campos de la vida, desde los más altos trabajos intelectuales a los más difíciles trabajos manuales en las minas y en los tendidos ferroviarios; sí, incluso detectives y policías. Seguramente, la emancipación es completa.

Pero, a pesar de todo, es muy reducido el número de mujeres de ese ejército de asalariadas que conciben el trabajo como una cuestión permanente, tal como lo hacen los hombres. No importa cuán viejo sea este, se le ha enseñado a ser independiente y autosuficiente. Oh, ya sé que nadie es realmente independiente en nuestro sistema económico; incluso el más pobre espécimen humano odia ser un parásito; por lo menos, que se lo considere como tal. La mujer considera su situación de trabajadora como transitoria, que dejará de lado con el primer postor. Por eso es infinitamente más difícil organizar a la mujer que a los hombres. «¿Por qué me he de afiliar a un sindicato? Me voy a casar y tendré un hogar». ¿No se le enseñó desde la infancia a considerar esta cuestión como su objetivo final? Pronto aprende que el hogar, aunque no sea tan prisión como la fábrica, tiene puertas y barrotes más sólidos. Tiene un guardián tan alerta que nada puede escapársele. La cuestión más trágica, sin embargo, es que el hogar no la libera de la esclavitud salarial; solo aumenta su carga.

Según las últimas estadísticas expuestas por un comité «sobre trabajo y salario, y densidad de población», el 10% de las trabajadoras asalariadas en la ciudad de New York, tras casarse, deben seguir trabajando en las labores peor pagadas del mundo. Añada a este terrible aspecto la penuria del trabajo doméstico, y ¿qué nos queda de la protección y gloria del hogar? En realidad, ni siquiera una muchacha de clase media casada puede hablar de su hogar, en tanto es el hombre quien crea ese espacio. No importa lo bruto o cariñoso que sea su marido. Lo que pretendo demostrar es que el matrimonio garantiza a la mujer un hogar solo gracias a su esposo. Ella se mueve en la casa de él, año tras año, hasta que los aspectos de su vida y de sus relaciones se vuelvan tan superficiales, restringidas y monótonas como todo lo que la rodea. Poco nos debe sorprender si se convierte en gruñona, mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que provoca que el hombre no esté en su casa. Ella no puede irse, aunque lo quisiera; no tiene ningún lugar a donde ir. Por otro lado, un corto período de la vida marital, de completa sumisión de todas sus facultades, incapacita absolutamente a la mujer media para relacionarse con el mundo exterior. Se vuelve descuidada en su apariencia, torpe en sus movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en sus juicios, pesada y aburrida, con la mayoría de los hombres empezando a odiarla y a despreciarla. Atmósfera maravillosamente inspiradora para soportar una vida, ¿no es cierto?

Pero, y los niños, ¿cómo pueden ser protegidos si no es en el matrimonio? Después de todo, ¿esta no es la más importante función? ¡Esa es la farsa, la hipocresía! El matrimonio protege a los niños, aunque miles de chicos son indigentes y están sin hogar. El matrimonio protege a los niños, aunque los orfanatos, asilos y reformatorios están a rebosar, la Society for the Prevention of Cruelty to Children no cesa de rescatar a las pequeñas víctimas de sus «cariñosos» padres, para colocarlos bajo mejor cuidados, la Ferry Society. ¡Oh, vaya burla!

El matrimonio podrá tener la capacidad de «llevar al caballo a la fuente», pero ¿le ha permitido beber alguna vez? La ley podrá arrestar al padre, y vestirlo con la ropa de convicto; pero ¿esto remediará el hambre del niño? Si el padre no trabaja u oculta su identidad, ¿qué puede hacer por ellos el matrimonio? Se invoca a la ley para llevar al hombre delante de la «justicia», para colocarlo a buen recaudo tras puertas cerradas; su trabajo, sin embargo, no beneficiará al niño, sino al Estado. El niño solo recibirá el frustrante recuerdo de su padre vestido a rayas.

En cuanto a la protección de la mujer, ahí reside la maldición del matrimonio. No es que realmente la proteja, sino que la simple idea es repugnante, es una atrocidad y un insulto a la vida, tan degradante de la dignidad humana, que basta por sí sola para condenar esta institución parasitaria.

Es similar a otra institución paternal, el capitalismo. Priva al hombre de su derecho natural, atrofia su desarrollo, envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la dependencia, para después, las instituciones caritativas consumir el último vestigio de amor propio del hombre.

La institución del matrimonio convierte a la mujer en parásita y absolutamente dependiente; la incapacita para la lucha de la vida, aniquilando su conciencia social, paralizando su imaginación, para después imponer su cortés protección, la cual es en realidad una trampa, una parodia del carácter humano.

Si la maternidad es la más alta realización de la naturaleza humana, ¿qué otra protección necesita si no es amor y libertad? Sin embargo, el matrimonio corrompe, ultraja y degrada su realización. ¿No se dice a la mujer, «Solo cuando me sigas tendrás una vida plena»? ¿Esto no es condenarla a la parálisis, esto no es degradarla y deshonrarla si rechaza comprar su derecho a la maternidad, vendiéndose a sí misma? ¿No es el matrimonio la sanción de la maternidad, incluso si fuera concebida por el odio, bajo la coacción? Es más, si la maternidad es una elección libre, producto del amor, del éxtasis, de la desenfrenada pasión, entonces, ¿no coloca una corona de espinas sobre la cabeza del inocente y lo marca a sangre con el abominable epíteto de bastardo? Aunque el matrimonio tuviera todas las virtudes que se le atribuyen, sus crímenes contra la maternidad lo excluirían para siempre del reino del amor.

El amor, el más fuerte y profundo elemento en toda vida, el precursor de la esperanza, de la alegría, del éxtasis; el amor, que desafía todas las leyes, todas los convencionalismos; el amor, el más libre, el más poderoso forjador del destino humano; ¿cómo es posible que esa irresistible fuerza pueda ser sinónimo de matrimonio, esa pobre y mezquina mala hierba concebida por el Estado y la Iglesia?

¿Amor libre? ¡Como si el amor pudiera no ser libre! El hombre ha podido comprar cerebros, pero ni todos los millones del mundo han podido comprar el amor. El hombre ha podido someter los cuerpos, pero ni todo el poder en la Tierra ha sido capaz de someter al amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero ni con todos sus ejércitos ha podido conquistar el amor. El hombre ha podido encadenar y poner grilletes en el espíritu, pero se ha visto absolutamente indefenso frente al amor. En lo alto de su trono, con todo el esplendor y boato que su oro puede alcanzar, el ser humano se siente pobre y desolado si pasa delante de él el amor. Pero si permanece, hasta la más pobre choza radiará calor, vitalidad y color. El amor tiene el poder mágico de convertir al mendigo en un rey. Sí, el amor es libre; no puede desarrollarse en otra atmósfera. En libertad, se entrega sin reservas, abundantemente, completamente. Ni todas las leyes de los códigos legales, ni todos los juzgados en el universo, pueden arrancarlo del suelo, una vez que ha echado raíces. Si, sin embargo, el suelo es estéril, ¿cómo puede el matrimonio hacer que fructifique? Es como el último forcejeo desesperado de la vida frente a la muerte.

El amor no necesita protección; él mismo es su protección. En tanto la vida sea creada por amor, ningún niño será abandonado, hambriento o famélico por falta de afecto. Sé que esto es cierto. Conozco mujeres que han sido madres en libertad con hombres que ellas amaban. Pocos chiquillos dentro del matrimonio reciben los cuidados, la protección y la dedicación que la libre maternidad es capaz de prodigar.

Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de la libre maternidad, que les ha de robar a sus presas. ¿Quién lucharía en las guerras? ¿Quién crearía las riquezas? ¿Quién sería policía, carcelero, si la mujer se negara a procrear hijos indiscriminadamente? ¡La especie, la especie![14] gritan el rey, el presidente, el capitalista, el cura. La especie debe ser preservada, aunque la mujer sea degradada a una mera máquina, y la institución matrimonial es nuestra única válvula de seguridad frente al pernicioso despertar sexual de la mujer. Pero son en vanos estos desesperados esfuerzos por mantener este estado de dominación. Son en vano, igualmente, los edictos de la Iglesia, los dementes ataques de los gobernantes, es en vano el uso de la ley. La mujer no quiere tomar parte por más tiempo en la producción de una especie enferma, débil, decrépita, de desgraciados seres humanos, que no tienen ni la fuerza ni el coraje moral para librarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. En cambio, desea pocos y mejores hijos, engendrados y criados con amor y a través de la libre elección; no por compulsión, como impone el matrimonio. Nuestros pseudomoralistas tienen todavía que aprender el profundo sentido de responsabilidad frente a un niño, que el amor en libertad ha despertado en el pecho de una mujer. Antes preferirá renunciar para siempre a la gloria de la maternidad que traer una vida en una atmósfera en donde solo se respirara destrucción y muerte. Y si se queda embarazada, espera dar a su hijo lo más profundo y mejor que pueda de su ser. Crecer con su hijo es su lema; sabe que esta es la única manera en que puede ayudar a crear una verdadera masculinidad y una auténtica feminidad.

Ibsen tuvo que tener una visión de la madre libre, cuando, con maestría, describió a la señora Alving. Era la madre ideal, ya que pudo superar el matrimonio y todos sus horrores, porque pudo romper sus cadenas, y dejó que su espíritu libre renaciera en forma de una personalidad regenerada y fuerte. Era demasiado tarde para rescatar la alegría de su vida, su Oswald, pero no para darse cuenta que el amor en libertad es la única condición de una vida bella. Aquellas que, como la señora Alving, han pagado con sangre y lágrimas su despertar espiritual, repudian el matrimonio como una imposición, como superficial, una completa burla. Saben que, ya sea que el amor dure un instante o toda una eternidad, es la única base creativa, inspiradora y elevada para una nueva especie, para un nuevo mundo.

En nuestro insignificante estado actual, el amor es de hecho un extraño para la mayoría de las personas. Incomprendido y evitado, raramente echará raíces; o si lo hace, rápidamente marchitará y morirá. Su delicada fibra no puede soportar la tensión y la presión del agobio cotidiano. Su alma es demasiado compleja como para adaptarse a la viscosa trama de nuestra estructura social. Llora, gime y sufre con aquellos que lo necesitan, pero no son capaces de alzarse hasta la cumbre del amor.

Algún día, algunos hombres y mujeres se alzarán, alcanzarán la cima de la montaña, se sentirán grandes, fuertes y libres, predispuestos a recibir, para compartir y calentarse con los dorados rayos del amor. ¡Qué fantasía! ¡Qué imaginación! ¡Qué genio poético puede prever, ya sea aproximadamente, la potencialidad de tal fuerza en la vida de los hombres y las mujeres! Si el mundo es capaz de dar a luz un verdadero compañerismo e identidad, el amor, no el matrimonio, será su progenitor.

VIII. Tráfico de mujeres

Mother Earth, Vol. IV, enero 1910

Nuestros reformistas han hecho, de repente, un gran descubrimiento: la trata de blancas. Los periódicos están repletos de estas «condiciones inauditas», y los legisladores están planeando una nueva serie de leyes para hacer frente a este horror.

Es significativo que cada vez que los pensamientos del público deben ser desviados de alguna gran injusticia social, comienza una cruzada contra la indecencia, las apuestas, los bares, etc. Y, ¿cuál es el resultado de tales cruzadas? Las apuestas se han incrementado, los bares están haciendo un negocio floreciente a través de sus puertas traseras, la prostitución está tan extendida como siempre, y el sistema de proxenetas y soplones se incrementa.

¿Cómo puede ser que una institución, conocida incluso por los niños, puede ser descubierta tan súbitamente? ¿Cómo es que este mal, conocido por todos los sociólogos, se ha convertido justo ahora en un tema tan importante?

Asumir que la reciente investigación sobre la trata de blancas (una, hay que decirlo, muy superficial investigación) ha descubierto algo nuevo, es, cuanto menos, muy estúpido. La prostitución ha sido, y es, un mal muy extendido, aunque la humanidad no le ha prestado atención, perfectamente indiferente al sufrimiento y dolor de las víctimas de la prostitución. Como indiferente, de hecho, ha permanecido la humanidad frente a nuestro sistema industrial o la prostitución económica.

Solo cuando el dolor humano es transformado en un juguete de colores brillantes atraerá la atención de un pueblo infantil, al menos por un tiempo. Las personas son como un niño muy voluptuoso que debe tener un nuevo juguete cada día. El lamento «honesto» frente a la trata de blanca es tal juguete. Sirve para divertir a las personas durante un rato, y ayudará a crear unos cuantos pingües puestos políticos más, parásitos que acechan el mundo como son los inspectores, investigadores, detectives y demás.

¿Cuál es la verdadera causa de este comercio de mujeres, no solo con mujeres blancas, sino amarillas y negras igualmente? La explotación, por supuesto; el despiadado Moloch del capitalismo que se ceba en el trabajo mal pagado, conduciendo a miles de mujeres y muchachas hacia la prostitución. Estas muchachas piensan, como la señora Warren: «¿Por qué malgastar la vida trabajando por unos pocos centavos a la semana en unos fregaderos, dieciocho horas al día?».

Naturalmente, nuestros reformadores no dicen nada acerca de esta causa. La conocen muy bien pero no se les paga para que digan nada sobre ella. Es mucho más rentable actuar como fariseos, fingir una moralidad escandalizada, que ir al fondo de las cosas.

Sin embargo, existe una encomiable excepción entre los jóvenes escritores: Reginald Wright Kauffman, cuyo trabajo The House of Bondage es el primer intento serio de tratar este mal social no desde un punto de vista del sentimental fariseo. Un periodista con amplia experiencia, el señor Kauffman ha demostrado que nuestro sistema industrial no deja otra alternativa a la mayoría de las mujeres que la prostitución. Las mujeres retratadas en The House of Bondage pertenecen a la clase trabajadora. Si el autor hubiera retratado la vida de las mujeres en otras esferas, se hubiera encontrado con un panorama similar.

En ningún lugar la mujer es tratada de acuerdo con el mérito de su trabajo, sino más bien por su sexo. Por tanto, es casi inevitable que deba pagar por su derecho a existir, por su situación, con favores sexuales. Así, es simplemente una cuestión de grado el que se venda a un hombre, dentro o fuera del matrimonio, o a muchos hombres. Lo admitan o no nuestros reformadores, la inferioridad económica y social de la mujer es la responsable de la prostitución.

En la actualidad, nuestras buenas personas han quedado impresionadas al descubrir que, en la ciudad de New York, solo una de cada diez mujeres trabajan en una fábrica, que el salario medio recibido por las mujeres es seis dólares a la semana por entre cuarenta y ocho y sesenta horas de trabajo, y que la mayoría de las mujeres asalariadas tienen que hacer frente a muchos meses sin trabajo, lo que reduce el salario a cerca de 280 dólares al año. Frente a estos horrores económicos, ¿es de extrañar que la prostitución y la trata de blancas se haya convertido en elementos dominantes?

Para que los anteriores datos no sean considerados como una exageración, sería conveniente examinar lo que han dicho algunas autoridades sobre la prostitución:

«La causa de que prolifere la depravación femenina se puede hallar en los diversos gráficos, que muestran la descripción del empleo buscado y los salarios recibidos por las mujeres antes de su caída, siendo una cuestión para los economistas políticos el decidir hasta dónde las simples consideraciones económicas pueden ser una excusa, por parte de los patronos, para reducir sus tasas de remuneración, y si el ahorro de un pequeño porcentaje del salario no es más que un contrapeso por los enormes niveles de tributación impuestos a la ciudadanía de manera general para sufragar los gastos generados por un sistema viciado, el cual es resultado directo, en muchos casos, de la insuficiente compensación del trabajo honesto».[15]

Nuestros actuales reformistas harían bien en leer el libro de la doctora Sanger. Ahí encontrarían que, en más de 2.000 casos de los analizados, solo unas pocas provenían de las clases medias, de condiciones de vida ordenadas u hogares agradables. De lejos, la inmensa mayoría eran muchachas trabajadoras; algunas conducidas a la prostitución por pura necesidad, otras por una cruel y miserable vida en el hogar, otras, de nuevo, por su frustrada y traumatizada naturaleza física (sobre las cuales hablaré posteriormente). Igualmente, los mantenedores de la pureza y la perfecta moralidad deberían aprender que en más de dos mil casos, 490 estaban casadas, mujeres que vivían con sus maridos. Evidentemente, no existían muchas garantías para su «seguridad y pureza» en la santidad del matrimonio.[16]

El doctor Alfred Blaschko, en Prostitution in the Nineteenth Century, es incluso más tajante en la caracterización de las condiciones económicas como uno de los factores fundamentales de la prostitución.

«Aunque la prostitución ha existido en todas las épocas, será en el siglo XIX cuando se transforme en una gigantesca institución social. El desarrollo de la industria con una inmensa masa de personas en el mercado competitivo, el crecimiento y congestión de las grandes ciudades, la inseguridad y la incertidumbre frente al empleo, ha dado a la prostitución un impulso nunca soñado en cualquier otro período en la historia de la humanidad».

Y otra vez Havelock Ellis, aunque en absoluto se centra en las causas económicas, se halla obligado a admitir que esta es la causa principal directa o indirectamente. Así, encuentra que un amplio porcentaje de prostitutas son reclutadas entre las sirvientas, a pesar de que estas tienen menos preocupaciones y mayor seguridad. Por otro lado, el señor Ellis no niega que la rutina diaria, el trabajo pesado, la monotonía de las tareas de las sirvientas, y en concreto el hecho de que no pueda participar de la compañía y la alegría de un hogar, es un factor no menos importante que la fuerza a buscar el descanso y el olvido en las alegrías y el fulgor de la prostitución. En otras palabras, la sirvienta, tratada como una esclava, sin tener nunca el derecho de ser ella misma, y sometida a los caprichos de su señora, solo puede hallar una salida, al igual que las obreras o las dependientas, en la prostitución.

El aspecto más divertido de la cuestión, ahora que se ha hecho público, es la indignación de nuestras «buenas y respetables personas», especialmente de varios caballeros cristianos, a quienes siempre hallaremos al frente de las huestes de cada cruzada. ¿Será que ignoran absolutamente la historia de la religión, y en concreto de la religión cristiana? O, ¿es que esperan ocultar a la presente generación el papel jugado en el pasado por la Iglesia en relación con la prostitución? Sea cual fuere sus razones, deberían ser los últimos en rasgarse las vestiduras frente a las desafortunadas víctimas de hoy, en tanto que es sabido por todos los estudiantes inteligentes, que la prostitución tiene un origen religioso, mantenida y potenciada durante muchos siglos, no como una vergüenza sino como una virtud, alabada como tal por los propios dioses.

«Al parecer, se cree que el origen de la prostitución se puede hallar ante todo en unas costumbres religiosas; la religión, la gran protectora de la tradición social, preservaba en una forma transformada, una primitiva libertad que se apartaba de la vida social en general. El ejemplo típico lo registró Heródoto, en el siglo V antes de Cristo, en el Templo de Mylitta, la Venus de Babilonia, en donde cada mujer, una vez en su vida, acudía y se entregaba al primer extranjero, quien tiraba una moneda en su regazo, para adorar a los dioses. Costumbres muy similares existían en otras partes del Asia occidental, en el norte de África, en Chipre y en otras islas del Mediterráneo oriental e, igualmente, en Grecia, en donde el templo de Afrodita, en la fortaleza de Corintio, poseía más de mil hieródulas, consagradas al culto de los dioses».

«La teoría de que la prostitución religiosa se desarrolló, de manera general, a partir de la creencia de que la actividad generadora de los seres humanos poseía una misteriosa y sagrada influencia en la potenciación de la fertilidad de la naturaleza, es mantenida por los escritores autorizados sobre esta cuestión. Poco a poco, sin embargo, y cuando la prostitución se convirtió en una institución organizada bajo la influencia de los sacerdotes, la prostitución religiosa dio lugar a aspectos utilitarios, ayudando a incrementar las rentas públicas».

«El desarrollo de la cristiandad en un poder político produjo muy pequeños cambios en su práctica. Los líderes de la Iglesia toleraron la prostitución. Burdeles bajo protección municipal se pueden hallar en el siglo XIII. Constituían una especie de servicio público, siendo considerados los directores de los mismos como servidores públicos».[17]

A lo dicho, habría que añadir lo siguiente del trabajo de la doctora Sanger:

«El papa Clemente II promulgó una bula por la cual la prostitución debía ser tolerada si pagaba una cierta cantidad de sus ingresos a la Iglesia».

«El papa Sixto IV fue más práctico; de un solo burdel, el cual él mismo había construido, recibía unos ingresos de 20.000 ducados».

En los tiempos modernos, la Iglesia ha sido algo más prudente en esta cuestión. Al menos, no demanda abiertamente tributo a las prostitutas. Ha encontrado que es mucho más rentable dedicarse a los bienes raíces, como la Trinity Church, por ejemplo, que alquila las tumbas a unos precios exorbitantes a aquellas que han vivido en la prostitución.

Mucho más se podría decir, aunque por razones de espacio no podemos hablar de la prostitución en Egipto, Grecia, Roma y durante la Edad Media. Las condiciones en este último período son particularmente interesantes, ya que la prostitución se organizó en gremios, presididos por la reina del burdel. Estos gremios empleaban las huelgas como medio para imponer sus condiciones y mantener los precios. Ciertamente, este era un método mucho más práctico que algunos de los empleados por los modernos esclavos asalariados.

Sería parcial y extremadamente superficial mantener que el factor económico es la única causa de la prostitución. Existen otros no menos importantes y vitales, los cuales, igualmente, son conocidos por nuestros reformadores, aunque temen tratarlos incluso más que a esa institución que consume la vida de los hombres y las mujeres. Me refiero a la cuestión sexual, cuya simple mención provoca a la mayoría de las personas espasmos morales.

Se admite el hecho de que la mujer es criada como un objeto sexual; y, no obstante, se la mantiene en la absoluta ignorancia del significado e importancia del sexo. Cualquier referencia al mismo es reprimida, y las personas que intentan echar luz en estas terribles oscuridades son perseguidas y arrojadas en la cárcel. En tanto sea realidad que la muchacha no sepa cómo cuidarse a sí misma, ni conozca la función de la parte más importante de su vida, no nos podemos sorprender si se convierte en una presa fácil de la prostitución o cualquier otra forma de relación que la degrada hasta la posición de un objeto de mera satisfacción sexual.

No hay duda que esta ignorancia frustra y mutila toda la vida y naturaleza de la muchacha. Desde hace tiempo hemos aceptado como un hecho evidente que el niño debe seguir sus instintos; es decir, que el niño debe, tan pronto como su naturaleza sexual se reafirme en él, satisfacer este instinto; pero nuestros moralistas se escandalizan con solo pensar que la chica pueda reafirmar su naturaleza. Para los moralistas, la prostitución no consiste tanto en el hecho de que la mujer venda su cuerpo, sino, antes bien, que lo venda fuera del matrimonio. Que esto no es una simple elucubración lo prueba el hecho de que el matrimonio por consideraciones económicas es perfectamente legítimo, santificado por la ley y la opinión pública, mientras que cualquier otra unión es condenada y repudiada. Así, una prostituta, por definición, no es más que «cualquier persona para quien las relaciones sexuales se subordinan al lucro».[18]

«Son prostitutas aquellas mujeres que venden sus cuerpos para el ejercicio del acto sexual y hacen de ello su profesión».[19]

De hecho, Banger va más allá; mantiene que el acto de la prostitución es «intrínsecamente igual al hecho de que un hombre o una mujer negocien un matrimonio por razones económicas».

Por supuesto, el matrimonio es el objetivo de cualquier chica, y aunque miles de ellas no puedan casarse, nuestras estúpidas costumbres sociales las condenan o al celibato o a la prostitución. La naturaleza humana se reafirma a pesar de todas las leyes, no existiendo ninguna razón plausible para que la naturaleza deba adaptarse a una pervertida concepción de la moralidad.

La sociedad considera la experiencia sexual de un hombre como un atributo del desarrollo de su personalidad, mientras que la experiencia similar en la vida de una mujer es considerada como una terrible calamidad, la pérdida del honor y de todo lo que se considera como bueno y noble en el ser humano. Esta doble moralidad ha jugado un gran papel en la creación y perpetuación de la prostitución. Supone el mantener a una joven en la más absoluta ignorancia sobre las cuestiones sexuales, por una presunta «inocencia», lo cual, unido a una desquiciada y reprimida naturaleza sexual, propician una situación que nuestros puritanos están ansiosos de evitar o prevenir.

La gratificación sexual no lleva por fuerza a la prostitución; es la persecución cruel, despiadada, criminal de aquellos que se atreven a desviarse de la senda trazada, la que es responsable de la prostitución.

Las chicas, desde pequeñas, trabajan en habitaciones atestadas y sofocantes, diez o doce horas al día frente a una máquina que las mantiene en un estado sexual de sobrexcitación. Muchas de estas chicas no cuentan con un hogar o lugar confortable; así, la calle o algunos lugares de diversión barata son los únicos medios para olvidar su rutina diaria. Esto las lleva de manera natural a una estrecha proximidad con el otro sexo. Es difícil decir cuál de los dos factores conduce a la sobrexcitada muchacha al clímax, aunque es ciertamente la cosa más natural que un clímax tenga lugar. Este es el primer paso hacia la prostitución. Y la responsabilidad no es de la chica. Al contrario, es la total ausencia de sociedad, nuestra falta de comprensión, nuestras carencias de apreciación del desarrollo de la vida; especialmente, es la falta criminal de nuestros moralistas, que condenan a una chica por toda una eternidad, por desviarse de la «senda de la virtud»; esto es, porque su primera experiencia sexual ha tenido lugar sin la sanción de la Iglesia.

La muchacha se siente como una completa marginada, con las puertas del hogar y de la sociedad cerradas en su cara. Toda su formación y tradición es tal que la muchacha se siente a sí misma como depravada y perdida, y por tanto, la tierra desaparece bajo sus pies o no tiene en donde apoyarse para evitar ser arrastrada. De esta manera, la sociedad crea las víctimas de las cuales pretende después deshacerse. El más mezquino, el más depravado y el más decrépito hombre aún se considera a sí mismo demasiado bueno como para tomar como su esposa a la mujer por cuya belleza estaba dispuesto a pagar, aunque pudiera salvarla de una vida de horrores. Ni puede recurrir a su propia hermana por ayuda. En su estupidez, esta última se considera demasiado pura y casta, sin percatarse de que su posición es, en muchos aspectos, aún más deplorable que su hermana de la calle.

«La esposa que se casa por dinero, comparada con la prostituta», mantiene Havelock Ellis, «es la verdadera lacra. Su salario es menor, dando mucho más a cambio en trabajo y atenciones, y está absolutamente atada a su dueño. La prostituta nunca ha renegado del derecho a su propia persona, conserva su libertad y derechos personales, ni se ve obligada a someterse al abrazo de un hombre».

La mujer engreída no puede comprender la defensa realizada por Lecky de que «aunque ella puede ser el tipo supremo de vicio, es igualmente la más eficiente guardiana de la virtud. Si no llega a ser por ella, los hogares felices estarían corrompidos, abundando las prácticas antinaturales e injuriantes».

Los moralistas están predispuestos a sacrificar a la mitad de la humanidad por el bien de alguna miserable institución que no están dispuestos a perder. De hecho, la prostitución es menos una salvaguarda para la pureza del hogar que las rígidas leyes lo son frente a la prostitución. El cincuenta por ciento de los hombres casados son clientes de los burdeles. Es a través de estos virtuosos personajes que la mujer casada, incluso los niños, son infectados con enfermedades venéreas. Ni aun así, la sociedad tiene ni una palabra de condenación contra el hombre, mientras ninguna ley es lo suficientemente monstruosa contra la infeliz víctima. Ella no solo es víctima de aquellos que la usan, sino está absolutamente a merced de los golpes de cada policía y miserable detective, de los oficiales en las comisarías, de las autoridades de cada prisión.

En un libro reciente de una mujer que había sido durante doce años madame de una «casa», podemos encontrar las siguientes estadísticas: «Las autoridades me obligaban a pagar cada mes multas entre 14,70 y 29,70 dólares, las chicas debían pagar entre 5,70 y 9,70 dólares a la policía». Considerando que la escritora practicaba su negocio en una pequeña ciudad y que las cantidades expuestas no incluyen sobornos y multas extras, uno puede realmente ver los tremendos ingresos de los departamentos policiales provenientes del dinero ensangrentado de sus víctimas, a quienes nunca protegerán. ¡Pobres de aquellas que se nieguen a pagar su cuota! Las acorralarán como bestias, «ya sea solamente para causar una impresión favorable entre los buenos habitantes de la ciudad, o si los poderosos necesitan, por otro lado, dinero extra. Para las mentes pervertidas que creen que una mujer caída es incapaz de tener emociones humanas, les es imposible concebir nuestro dolor, la deshonra, las lágrimas, el orgullo herido cada vez que éramos detenidas».

¿No es extraño que una mujer que ha regentado una «casa» sea capaz de sentir de esta manera? Pero es más extraño que un mundo de buenos cristianos pueda desangrar y esquilmar a tales mujeres, y no entregarles nada a cambio salvo injurias y persecución. ¡Oh, la caridad del mundo cristiano!

Mucha mayor presión recae sobre las esclavas blancas traídas hasta Norteamérica. ¿Cómo puede Norteamérica ser virtuosa si Europa no la ayuda a ello? No negaré que este puede ser el caso en algunas circunstancias, y es más, no negaré que hay emisarios en Alemania y en otros países que llevan engatusadas a las esclavas económicas hasta Norteamérica; sin embargo, niego absolutamente que las prostitutas sea reclutadas de manera destacable en Europa. Es cierto que la mayoría de las prostitutas de la ciudad de New York son extranjeras, aunque esto es porque la mayoría de la población lo es. Si nos trasladamos a otras ciudades norteamericanas, a Chicago o al medio Oeste, encontraremos que el número de prostitutas extranjeras es, de lejos, una minoría.

Igualmente exagerada es la creencia de que la mayoría de las chicas de la calle en esta ciudad estaban vinculadas con este negocio antes de su llegada a los Estados Unidos. La mayoría de las chicas hablan un excelente inglés, están americanizadas en hábitos y apariencia, una cosa absolutamente imposible si no hubieran vivido en este país durante muchos años. Esto es, ellas fueron conducidas a la prostitución por las condiciones norteamericanas, por la pésima costumbre estadounidense de mostrar excesivas galas y ropas, las cuales, obviamente, requieren dinero, dinero que no puede ser ganado en los talleres y fábricas.

En otras palabras, no hay razones para creer que grupos de hombres se arriesguen y gasten el dinero obteniendo productos extranjeros, cuando las condiciones norteamericanas están saturando el mercado con miles de chicas. Por otro lado, existen suficientes pruebas que demuestran que la exportación de chicas norteamericanas con el objetivo de la prostitución es un factor nada desdeñable.

Así, Clifford G. Roe, exasistente del fiscal del Estado de Cook County, Illinois, ha hecho la acusación de que chicas de New England han sido embarcadas hacia Panamá para su expreso empleo por los hombres que trabajan para el Tío Sam. El señor Roe añade que «parece existir un ferrocarril subterráneo entre Boston y Washington en donde viajan muchas chicas». ¿No es significativo que este ferrocarril las lleve hasta los mismos pies de las autoridades federales? Que el señor Roe ha hablado más de lo que desearían en ciertas dependencias, lo demuestra el hecho de que haya perdido su cargo. No es práctico para los hombres de la administración narrar cuentos de escuelas.

La excusa dada para las condiciones en Panamá es que no hay burdeles en la zona del Canal. Esta es la usual vía de escape para un mundo hipócrita que es incapaz de hacer frente a la verdad. Ni en la zona del Canal, ni en los límites de la ciudad, por lo tanto, la prostitución no existe.

Junto al señor Roe, está James Bronson Reynolds, quien ha realizado un meditado estudio de la trata de blancas en Asia. Como leal ciudadano norteamericano y amigo del futuro Napoleón de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, él sería el último en desear desacreditar las virtudes de su país. No obstante, hemos sido informados por él que en Hong Kong, Shanghai y Yokohama es donde se localizan los establos de Augias[20] del vicio norteamericano. Las prostitutas norteamericanas se han generalizado tanto que, en Oriente, «chica norteamericana» es sinónimo de prostituta. El señor Reynolds recuerda a sus conciudadanos que, mientras los norteamericanos en China se encuentran bajo la protección de nuestros representantes consulares, los chinos en Norteamérica no cuentan con ninguna protección. Cualquiera que conozca la brutal y bárbara persecución de chinos y japoneses llevada a cabo en la costa del Pacífico, estará de acuerdo con el señor Reynolds.

En vista de todos los hechos anteriores, es completamente absurdo señalar a Europa como la ciénaga de donde proceden todos los males sociales de Norteamérica. Como absurdo es proclamar el mito de que los judíos constituyen el más amplio contingente de víctimas voluntarias. Estoy segura de que nadie me acusará de tendencias nacionalistas. Me alegra decir que estoy libre de ellas, como de muchos otros prejuicios. Pero, en cambio, el que me ofenda la afirmación de que las prostitutas judías sean importadas no es por ninguna simpatía judaica, sino por los hechos inherentes en la vida de los judíos. Nadie, salvo los más simples, pueden decir que las chicas judías emigran hacia tierras extrañas, solo porque tienen algún compromiso o relación que las lleva hasta allí. Las chicas judías no son aventureras. Hasta épocas recientes nunca dejaban el hogar, no yendo más allá del siguiente pueblo o ciudad, salvo que fueran a visitar a algún pariente. ¿Es por tanto creíble que las chicas judías dejen a sus padres o familias, viajen a lo largo de miles de millas a tierras extrañas, por la influencia y promesas de extrañas fuerzas? Acérquense a cualquiera de los muchos barcos y vean por sí mismos si estas chicas no llegan con sus padres, hermanos, tíos u otros parientes. Pueden existir excepciones, por supuesto, pero declarar que numerosas chicas judías son importadas para la prostitución, o para cualquier otro propósito, es simplemente no conocer la psicología judía.

Aquellos que permanecen sentados en sus casas de cristal se equivocan al tirase piedras sobre su propio tejado; además, la casa de cristal norteamericana es demasiado frágil, y se romperá fácilmente, y en su interior no hay nada más que un espectáculo de conveniencia.

El vincular el incremento de la prostitución a la importación, al crecimiento del sistema de proxenetas o causas similares, es sumamente superficial. Ya he hecho referencia a lo primero. En cuanto al sistema de rufianes, aberrante como es, no debemos ignorar el hecho de que es esencialmente una fase de la moderna prostitución, una fase acentuada por la represión y el soborno, consecuencia de las esporádicas cruzadas contra el mal social.

El proxeneta, sin duda, es un pobre espécimen de la familia humana, pero ¿por qué es más despreciable que el policía que arranca hasta el último centavo de las prostitutas, para después encerrarlas en la comisaría? ¿Por qué el rufián es más criminal, o una mayor amenaza para la sociedad, que los propietarios de los almacenes y fábricas, quienes engordan con el sudor de sus víctimas, solo para arrojarlas después a la calle? No quiero justificar a los rufianes, pero no veo por qué ellos deben ser perseguidos despiadadamente mientras los verdaderos responsables de todas las injusticias sociales disfrutan de inmunidad y respeto. Es bueno recordar que no es el rufián quien hace a la prostituta. Son nuestras farsas e hipocresías las que crean a ambos, tanto a la prostituta como al rufián.

Hasta 1894, muy poco se sabía en Norteamérica sobre los proxenetas. Entonces, sufrimos el ataque de una epidemia de virtud. El vicio debía ser abolido, el país purificado a toda costa. El cáncer social fue, por tanto, eliminado exteriormente aunque hundía sus raíces profundamente en el cuerpo. Las madames, de igual modo que sus desafortunadas víctimas, quedaron bajo la tierna misericordia de la policía. Esto conllevó, inevitablemente, a exorbitantes chantajes y la cárcel.

Mientras entonces estaban comparativamente protegidas en los burdeles, donde representaban un cierto valor económico, en la actualidad las chicas se encuentran en las calles, absolutamente a merced de la codicia de la policía. Desesperadas, necesitadas de protección y anhelando afecto; estas chicas, de manera natural, fueron presa fácil de los proxenetas, ellos mismos el resultado de nuestra era comercial. Así, el sistema de proxenetas fue una consecuencia directa de la persecución policial, de los sobornos y de los intentos por suprimir la prostitución. Sería una completa estupidez confundir esta fase del mal social con sus causas.

La represión y el trato bárbaro solo pueden servir para amargar y, además, degradar, a las desafortunadas víctimas de la ignorancia y la estupidez. Esto último ha alcanzado su máxima expresión en la propuesta de ley que pretende transformar cualquier trato con las prostitutas en un crimen, castigando a cualquiera que dé albergue a una prostituta con cinco años de cárcel y una multa de 10.000 dólares. Tal actitud solo expresa la falta de comprensión de las verdaderas causas de la prostitución, como un factor social, rememorando el espíritu puritano de los días de la Letra Escarlata.

No existe ni un solo escritor moderno sobre el tema quien no haga referencia a la inutilidad de los métodos legislativos en relación con este problema. Así, el doctor Blaschko halló que la represión gubernamental y las cruzadas morales no habían logrado nada salvo llevar este mal hacia canales secretos, multiplicando su peligrosidad para la sociedad. Havelock Ellis, el más inteligente y humano de los estudiosos de la prostitución, ha demostrado con multitud de datos que, cuanto más severos son los métodos de persecución, peor se vuelven las condiciones de la prostitución. Entre otros datos, hemos sabido que en Francia, «en 1560, Carlos IX había abolido los burdeles a través de un edicto, aunque el número de prostitutas solo se incrementaba, mientras numerosos nuevos burdeles surgían bajo insospechados disfraces, y eran más peligrosos. A pesar de toda la legislación, o a causa de ella, no ha existido un país en donde la prostitución haya jugado un papel más relevante».[21]

Solo una opinión pública educada, libre del acoso legal y moral de la prostitución, puede ayudar a mejorar sus presentes condiciones. Cerrar los ojos e ignorar el mal como un factor social de la vida moderna, solo puede agravarlo. Debemos superar nuestras estúpidas nociones de «yo soy mejor que tú» y aprender a reconocer en la prostituta un producto de las condiciones sociales. Tal toma de conciencia permitirá desterrar la actitud de hipocresía, y asegurará una mayor comprensión y un trato más humano. Para erradicar completamente la prostitución, nada se logrará mientras no se reevalúen todos los valores aceptados, y en concreto los morales, junto a la abolición de la esclavitud industrial.

IX. El sufragio femenino

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

Alardeamos de la era de los adelantos, de la ciencia y del progreso. ¿No es extraño, entonces, que todavía creamos en la adoración de los fetiches? En verdad, nuestros fetiches tienen una forma y sustancia diferente, pero en su capacidad de influencia sobre la mente humana siguen siendo tan dañinos como los del pasado.

Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal. Aquellos que todavía no lo han alcanzado, libran sangrientas revoluciones para obtenerlo, y aquellos otros que ya disfrutan de su reinado, ofrecen grandes sacrificios en el altar de este omnipotente dios. ¡Ay de los herejes que osen cuestionar su divinidad!

Las mujeres, aún más que los hombres, son adoradoras de los fetiches y, aunque sus ídolos pueden cambiar, seguirán de rodillas, alzando sus manos, negándose a ver el hecho de que su dios tiene los pies de barro. Así, la mujer ha sido la gran defensora de todas las deidades desde tiempo inmemorial. Así, igualmente, ha pagado el precio que solo los dioses pueden exigir: su libertad, la sangre de su corazón, la vida misma.

La memorable máxima de Nietzsche, «Cuando vayas con una mujer, lleva contigo un látigo», es considerada muy brutal, aunque Nietzsche expresaba en esta frase la actitud de la mujer frente a sus dioses.

La religión, en concreto la religión cristiana, ha condenado a la mujer a vivir como una inferior, una esclava. Ha frustrado su naturaleza y encadenado su alma, a pesar de que la religión cristiana no cuenta con mayor defensor, y devoto, que la mujer. De hecho, se puede afirmar que la religión hubiera dejado de ser un factor en las vidas de las personas si no hubiese llegado a ser por el apoyo que recibe de la mujer, siempre sacrificándose en el altar de unos dioses que han encadenado su espíritu y esclavizado su cuerpo.

La guerra, ese insaciable monstruo, despoja a la mujer de todo lo más querido y lo más precioso. Le arranca sus hermanos, sus amantes, sus hijos y a cambio recibe una vida de soledad y desesperación. Y aun así, la gran defensora y adoradora de la guerra es la mujer. Ella es la que infunde el amor a la conquista y el poder en sus hijos; ella es quien susurra las glorias de la guerra en los oídos de sus pequeños, y quien acuna a su bebé con las melodías de trompetas y el ruido de las armas. Es la mujer, igualmente, quien corona al victorioso al volver del campo de batalla. Sí, es la mujer quien paga el precio más alto frente a este monstruo insaciable, la guerra.

También está el hogar. ¡Qué terrible fetiche! ¡Cómo absorbe toda la energía vital de la mujer esta prisión moderna con barrotes de oro! Su aspecto reluciente deslumbra a la mujer a pesar del precio que debe pagar como esposa, madre y ama de casa. Aun así, la mujer se aferra tenazmente al hogar, al poder que la mantiene cautiva.

Se podría decir que, ya que la mujer reconoce el terrible tributo que está obligada a pagar a la Iglesia, al Estado y al hogar, desea el sufragio para liberarse. Quizá sea cierto para unas pocas; la mayoría de las sufragistas repudian profundamente tal blasfemia. Por el contrario, siempre insisten que con el sufragio las mujeres serán mejores amas de casas y cristianas, la más leal ciudadana del Estado. De esta manera, el sufragio solo es un medio de fortalecer la omnipotencia de todos los dioses a los cuales la mujer ha servido desde tiempo inmemorial.

¿Por qué sorprenderse, entonces, cuando la más devota, la más fanática, se postra ante el nuevo ídolo, el sufragio femenino? Como siempre, soporta la persecución, el encarcelamiento, la tortura y todas las formas de condenación, con una sonrisa en su cara. Como siempre, incluso, las más preclaras, esperan un milagro de la deidad del siglo XX: el sufragio. La vida, la felicidad, la alegría, la libertad, la independencia, todo esto y mucho más, emanará del sufragio. En su ciega devoción, la mujer no parece ver lo que las personas inteligentes percibieron hace cincuenta años: que el sufragio es el mal, que solo sirve para esclavizar a las personas, que lo único que ha hecho es cerrarle los ojos para que no puedan ver con qué astucia han sido sometidos.

La demanda femenina a favor de la igualdad en el sufragio se basa fundamentalmente en el principio de que la mujer debe tener iguales derechos en todos los aspectos de la sociedad. Nadie podría, posiblemente, negar esto, si el sufragio fuera un derecho. ¡Qué ignorancia la de la mente humana, la cual ve un derecho en una imposición! O, ¿no es acaso la mayor brutal imposición que un grupo de personas hagan las leyes que otro grupo, mediante coerción, se vea forzado a obedecerlas? Sin embargo, la mujer clama por esta «oportunidad de oro» que ha supuesto tanta miseria para el mundo, y que ha usurpado al hombre su integridad e independencia; una imposición que ha corrompido a las personas, y los ha convertido en fácil presa en manos de políticos sin escrúpulos.

¡El pobre, estúpido y libre ciudadano norteamericano! Libre para morirse de hambre, libre para vagar por los caminos de este gran país, disfruta del sufragio universal y, con este derecho, se ha forjado las cadenas en sus extremidades. La recompensa que ha recibido son estrictas leyes laborales, prohibiendo el derecho al boicot, al piquete, de hecho, a cualquier cosa, salvo el derecho a que se le robe los frutos de su trabajo. Y a pesar de todas estas consecuencias desastrosas del fetiche del siglo XX, nada han aprendido las mujeres. Al contrario, se nos asegura que la mujer purificará la política.

No es necesario que diga que no me opongo al sufragio femenino con el argumento convencional de que no está capacitada para ello. No encuentro ninguna razón ni física, ni psicológica, ni mental por la cual la mujer no pueda tener la igualdad de derecho a votar que el hombre. Pero esto no me ciega hasta llegar a aceptar la absurda afirmación de que la mujer conseguirá aquello en donde el hombre ha fracasado. Aunque ella no empeorará las cosas, ciertamente, tampoco las mejorará. Por tanto, asumir que ella tendrá éxito en purificar algo que no es susceptible de purificarse, es adjudicarle poderes sobrenaturales. En tanto la mayor desgracia de la mujer ha sido que fuera vista o como un ángel o como un demonio, su verdadera salvación reside en colocarla en la tierra; ante todo, en ser considerada como humana, y por tanto, sujeta como todos los humanos a los mayores disparates y errores. ¿Debemos, por tanto, creer que dos errores darán lugar a un acierto? ¿Debemos asumir que el veneno actualmente inherente a la política se reducirá, si la mujer pudiera participar en la arena política? Ni las más ardientes sufragistas podrían mantener tal locura.

En realidad, los más avanzados estudiosos del sufragio universal han llegado a la conclusión que todos los actuales sistemas de poder político son absurdos, y que son completamente inadecuados para satisfacer las acuciantes necesidades vitales. Este punto de vista es igualmente confirmado por alguien que es en sí misma una ardiente creyente en el sufragio femenino, la doctora Helen L. Summer. En su destacado trabajo, Equal Suffrage, sostiene: «En Colorado, he observado que la igualdad de voto ha servido para demostrar de la manera más impactante la esencial podredumbre y carácter degradante del actual sistema». Por supuesto, la doctora Summer tenía en mente un sistema particular de votación, aunque lo mismo se puede aplicar con igual fuerza a toda la maquinaria del sistema representativo. Sobre tales bases, es difícil entender cómo la mujer, como factor político, podría beneficiarse tanto a sí misma como al resto de la humanidad.

Pero dicen nuestras devotas sufragistas, miren los países y Estados en donde el sufragio femenino está vigente. Véase lo que las mujeres han conseguido; en Australia, Nueva Zelanda, Finlandia, los países escandinavos, y en nuestros propios Estados, Idaho, Colorado, Wyoming y Utah. La distancia parece crear espejismos, o, para decirlo con un refrán polaco, «es mejor en donde no estamos». Sí, una podría asumir que estos países y Estados son diferentes a otros países o Estados; que tienen la mayor libertad, la mayor igualdad social y económica, una mejor apreciación de la vida humana, un mayor conocimiento de la gran lucha social, con todas las cuestiones vitales que afectan a la especie humana.

Las mujeres de Australia y Nueva Zelanda pueden votar, y ayudar a hacer las leyes. ¿Son mejores las condiciones laborales allí que las que existen en Inglaterra, donde las sufragistas mantienen una lucha heroica? ¿Existe allí una maternidad más responsable o los niños son más alegres y libres que en Inglaterra? ¿Allí las mujeres han dejado de ser consideradas como meros objetos sexuales? ¿Se han emancipado de la puritana doble moral para los hombres y las mujeres? Seguramente no, pero la mujer común vinculada con las campañas políticas contestaría a estas cuestiones afirmativamente. Si esto es así, me parece ridículo señalar a Australia y Nueva Zelanda como la Meca de lo alcanzado con la igualdad de sufragio.

Por otro lado, es un hecho que aquellos que conocen las verdaderas condiciones políticas en Australia saben que los políticos han amordazado a los trabajadores con leyes laborales tan restrictivas que convierten cualquier huelga no aprobada por un comité de arbitraje en un delito similar al de traición.

Ni por un momento he querido decir que el sufragio femenino es responsable de este estado de las cosas. Solo quiero decir que no existe razón para señalar a Australia como el paraíso obrero de las conquistas femeninas, en tanto la influencia de la mujer no ha sido capaz de liberar a los trabajadores de la servidumbre del caciquismo político.

Finlandia ha otorgado a la mujer la igualdad de voto; y hasta incluso el derecho de sentarse en el Parlamento. ¿Esto ha ayudado a desarrollar un mayor heroísmo, un entusiasmo mayor que el de las mujeres rusas? Finlandia, igual que Rusia, padece bajo el terrible látigo de un zar sanguinario. ¿Dónde están las finlandesas Perovskaias, Spiridonovas, Fingers, Breshkovskaias? ¿Dónde están las innumerables jóvenes finlandesas que marchen a Siberia alegremente por defender su causa? Finlandia necesita tristemente a heroicas libertadoras. ¿Por qué las urnas no las han creado? El único vengador finlandés fue un hombre, no una mujer, y empleó un arma más efectiva que la urna.

Con respecto a nuestros Estados en donde las mujeres votan, y los cuales constantemente han sido señalados como ejemplos maravillosos, ¿qué se ha conseguido allí a través de las urnas que la mujer no disfrute plenamente en otros Estados, o que no pudieran conseguir a través de luchas enérgicas al margen de las urnas?

Es cierto, en los Estados sufragistas se garantiza a las mujeres la igualdad de derecho a la propiedad; pero ¿qué supone este derecho para la masa de mujeres sin propiedades, los miles de asalariados que carecen de todo? Que la igualdad de voto no afecta, ni puede afectar, a sus condiciones lo admite incluso la doctora Summer, quien ciertamente se encuentra en situación de saberlo. Como ardiente sufragista, siendo enviada a Colorado por la Collegiate Equal Seffrage League of New York State para recopilar material a favor de las sufragistas, sería la última en decir cualquier cosa negativa; sin embargo, nos ha informado que «la igualdad de sufragio apenas ha afectado a las condiciones económicas de las mujeres. Que las mujeres no reciben igual salario por igual trabajo, y que, aunque las maestras en Colorado disfruten del derecho del voto con el school suffrage desde 1876, se les paga menos que en California». Por otro lado, la señorita Summer no da una respuesta al hecho de que aunque las mujeres tienen el school suffrage desde hace treinta y cuatro años, y la igualdad de sufragio desde 1894, el censo de Denver hace pocos meses revelaba el hecho de quince mil niños abandonados en edad escolar. Y todo eso a pesar de que exista mayoría de mujeres en el departamento de educación, y que igualmente las mujeres en Colorado hayan aprobado las «más restrictivas leyes para la protección de los niños y los animales». Las mujeres en Colorado «se han interesado vivamente en las instituciones estatales para el cuidado de los niños dependientes, deficientes y delincuentes». ¡Qué terrible acusación contra los cuidados e interés femenino si solo en una ciudad hay quince mil niños desatendidos! ¿Qué queda de la gloria del sufragio femenino si fracasa estrepitosamente en la más importante cuestión social: el niño? Y, ¿dónde está el sentido superior de justicia que la mujer llevaría al campo político? ¿Dónde estaban en 1903, cuando los propietarios mineros sostuvieron una guerra contra la Western Miners Union; cuando el general Bell estableció un reino de terror, arrancado a los hombres de sus lechos por la noche, secuestrándolos hasta la frontera del Estado, arrojándolos a los corrales de los toros, afirmando «al infierno con la Constitución, la porra es la Constitución»? ¿Dónde estaban las mujeres políticas entonces, y por qué no ejercieron el poder de sus votos? Aunque sí lo hicieron. Ayudaron a derrocar al hombre más justo y liberal, el gobernador Waite. Este último se vio obligado a ceder el puesto al títere de los poderosos mineros, el gobernador Peabody, el enemigo de los trabajadores, el Zar de Colorado. «Ciertamente, el sufragio masculino no lo hubiera hecho peor». Seguramente. Entonces, ¿dónde están las ventajas del sufragio femenino para la mujer y la sociedad? La tan repetida afirmación de que la mujer purificaría la política no es más que un mito. No lo sostienen las personas que conocen las condiciones políticas de Idaho, Colorado, Wyoming y Utah.

La mujer, esencialmente puritana, es de manera natural fanática e implacable en sus esfuerzos por convertir a los demás en tan buenos como ella cree que deben ser. Así, en Idaho, ha privado de la ciudadanía a sus hermanas de la calle, y ha declarado a todas las mujeres de «carácter lascivo» sin derecho a votar. «Lascivo» no debe ser interpretado, por supuesto, como prostitución dentro del matrimonio. No hace falta que diga que la prostitución ilegal y las apuestas están prohibidas. En este sentido, la ley pertenece al género femenino: siempre prohíbe. En eso todas las leyes son maravillosas. No van más allá, pero sus mismas tendencias abren todas las compuertas del infierno. La prostitución y las apuestas nunca habían sido un negocio floreciente hasta que la ley las prohibiera.

En Colorado, el puritanismo de la mujer se ha expresado en su forma más drástica. «Los hombres sin una vida claramente intachable, y aquellos vinculados con los salones, han sido expulsados de la política desde que las mujeres tienen el voto».[22] ¿Pudo el hermano Comstock hacer más? ¿Pudieron todos los Padres Puritanos hacer más? Me pregunto cuántas mujeres se percatan de la gravedad de esta supuesta proeza. Me cuestiono si entienden que, en vez de mejorar su situación, hace de ellas unas espías políticos, despreciables entrometidas en los asuntos personales de la gente, no por el bien de la causa, sino porque, como dijo una mujer de Colorado, «quieren entrar en las casas en donde nunca han estado, y enterarse de todo lo que puedan, sea político o cualquier otra cuestión».[23] Sí, y dentro del alma humana y en sus más recónditos escondrijos y rincones, pues nada satisface más los deseos de la mayoría de las mujeres que el escándalo. ¿Y cuándo habían podido disfrutar de tales oportunidades como ahora con la política?

«Los hombres sin una vida claramente intachable, y los hombres vinculados con los salones». Ciertamente, a los recolectores del voto femenino no se los puede acusar de demasiado sentido de la proporción. Reconociendo incluso que estas entrometidas puedan decidir quiénes tienen una vida intachable como para participar en esta atmósfera sumamente limpia, la política, ¿debemos inferir que los propietarios de salones pertenecen a la misma categoría? Solo es la hipocresía e intolerancia norteamericana, manifiesta en la base de la Ley Seca, la cual permite la difusión de las bebidas alcohólicas entre los hombres y mujeres de las clases ricas, mientras que mantiene la vigilancia sobre los únicos lugares dejados para los hombres pobres. Solo por esta razón, la actitud estrecha y purista de la mujer frente a la vida la convierte en el mayor peligro para la libertad en cualquier lugar en donde tenga el poder político. El hombre ha superado desde hace tiempo las supersticiones que todavía asume la mujer. En el campo de la competencia económica, el hombre se ha visto obligado a desplegar su eficacia, juicio, habilidad y competencia. Por tanto, no ha tenido ni tiempo ni inclinación para medir la moralidad de cada uno con la vara de medir puritana. Tampoco en sus actividades políticas se conduce ciegamente. Sabe que la cantidad y no la calidad es el combustible necesario para que siga moliendo el molino político, y, a menos que sea un reformista sentimental o un viejo fósil, sabe que la política nunca podrá ser otra cosa que una ciénaga.

Las mujeres plenamente versadas con los procesos políticos conocen la naturaleza de la bestia, aunque en su autosuficiencia y egoísmo las hace creerse que con unas caricias, la bestia se convertirá en tan tierna como una ovejita, dulce y pura. ¡Como si las mujeres no hubieran vendido sus votos, como si las mujeres políticas no pudieran ser compradas! Si sus cuerpos pueden ser comprados mediante recompensas materiales, ¿por qué no su voto? Esto está ocurriendo en Colorado y en otros Estados, cosa que no niegan ni aquellos que están a favor del sufragio femenino.

Como he dicho anteriormente, la limitada perspectiva femenina de las cuestiones humanas no es el único argumento contra la superioridad política de las mujeres frente a los hombres. Existen otros. Su larga vida como parásitos económicos ha difuminado su sentido de lo que significa igualdad. Claman por la igualdad de derechos con los hombres, aunque hemos aprendido que «pocas mujeres se preocupan de difundir su ideal en los distritos indeseables».[24] ¡Qué poco significa la igualdad para ellas en comparación con las mujeres rusas, que hacen frente al propio infierno por su ideal!

La mujer exige los mismos derechos que los hombres, pero se indigna si su presencia no los lleva a morir por ella: él fuma, no se quita el sombrero y no se levanta de un salto de su asiento como un lacayo. Estas pueden ser cuestiones triviales, pero son, no obstante, la clave de la naturaleza de las sufragistas norteamericanas. Con seguridad, sus hermanas inglesas han superado estas nociones estúpidas. Han demostrado hallarse a la misma altura que sus grandes exigencias, en su carácter y capacidad de resistencia. ¡Todo el honor al heroísmo y solidez de las sufragistas inglesas! Gracias a sus métodos enérgicos y agresivos, han supuesto una inspiración para algunas de nuestras vacías y débiles damas. Pero, después de todo, las sufragistas, asimismo, todavía fallan en su apreciación de la verdadera igualdad. ¿De qué otra manera puede una tener en cuenta ese tremendo, verdaderamente gigantesco esfuerzo realizado por esas valientes luchadoras para lograr una mísera pequeña ley que solo beneficiará a un puñado de damas propietarias, con absoluto olvido de las inmensas masas de mujeres trabajadoras? Evidentemente, como políticas deben ser oportunistas, debiendo tomar medias medidas si no pueden alcanzar totalmente su objetivo. Pero como mujeres inteligentes y liberales, deben darse cuenta que si la urna es un arma, las necesidades de los desheredados son superiores que las de las clases económicamente superiores, y que esta última ya goza de demasiado poder en virtud de su superioridad económica.

La brillante líder de las sufragistas inglesas, la señora Emmeline Pankhurst, ha admitido, durante su gira de conferencias por Estados Unidos, que no puede haber igualdad política entre los superiores y los inferiores. Si es así, ¿cómo las trabajadoras inglesas, actualmente inferiores económicamente de las damas beneficiadas por la Ley Shackleton,[25] son capaces de actuar con sus superiores políticamente, para aprobar una ley? No es probable que la clase de Annie Keeney, por muy dedicada, devota y mártir que sea, se sienta obligada a portar en sus espaldas a sus jefas políticas, de la misma manera que portan a sus amos económicos. Pero tendrían que hacerlo, si fuera establecido el sufragio universal para las mujeres y los hombres en Inglaterra. No importa lo que hagan los trabajadores, están obligados a pagar, siempre. Incluso, aquellos que creen en el poder de los votos, muestran escaso sentido de la justicia cuando no se comprometen plenamente con aquellos a quienes, según dicen, deberían servir plenamente.

El movimiento sufragista norteamericano ha sido, hasta muy recientemente, una cuestión de salón, absolutamente desvinculado de las necesidades económicas de las personas. Así, Susan B. Anthony, sin duda un tipo excepcional de mujer, no era solo indiferente sino que incluso se enfrentó al trabajador; no titubeo en manifestar su antagonismo cuando, en 1869, aconsejó a las mujeres ocupar el lugar de los impresores de New York en huelga.[26] Desconozco si su actitud cambió antes de su muerte.

Hay, por supuesto, algunas sufragistas que están afiliadas junto a las obreras, por ejemplo, en la Women’s Trade Union League; sin embargo son una pequeña minoría, y sus actividades son esencialmente económicas. El resto ven el trabajo como un mandato de la Providencia. ¿Qué sería de los ricos sin los pobres? ¿Qué sería de esas ociosas y parásitas damas, que despilfarran más en una semana que sus víctimas ganan en un año, si no llega a ser de los ocho millones de asalariados? ¿Igualdad?, ¿quién oyó alguna vez palabra semejante?

Pocos países han producido tal prepotencia y esnobismo como Norteamérica. Particularmente, esto es cierto respecto de la mujer norteamericana de clase media. No solo se considera igual al hombre, sino su superior, especialmente en su pureza, bondad y moralidad. Poco nos extraña que las sufragistas estadounidenses mantengan que su voto está dotado de un poder milagroso. En su exaltada vanidad, son incapaces de ver lo esclavizadas que están en realidad, no tanto por los hombres, sino por sus propias estúpidas nociones y tradiciones. El sufragio no puede paliar este hecho tan triste; solo lo puede acentuar, como de hecho lo hace.

Una de las más grandes líderes feministas de Norteamérica defiende que la mujer no solo tiene derecho a la igualdad de salario, sino que además tiene el derecho legal al salario de su marido. Si este fracasa en mantenerla, debe ponérsele el traje de preso y sus ingresos en la prisión deben ser entregados a su esposa. ¿Existe otro brillante exponente de la causa que defiende que el voto de la mujer abolirá el mal social, contra el cual los esfuerzos colectivos de la mayoría de las mentes más ilustradas del mundo han luchado en vano? Es de lamentar que el supuesto creador del universo nos haya ya brindado tan maravilloso orden de las cosas, pues de lo contrario, el sufragio femenino seguramente hubiera capacitado a la mujer para superarlo plenamente.

Nada hay más peligroso como la disección del fetiche. Si hemos superado el tiempo en que tal herejía era castigada con la hoguera, todavía no hemos superado el mezquino espíritu de condenación de aquellos que se atreven a disentir frente a las ideas establecidas. Por tanto, seré probablemente acusada como enemiga de la mujer. Pero eso no puede detenerme de mirar las cuestiones directamente. Repito lo que he dicho al comienzo: no creo que la mujer pueda empeorar la política; pero tampoco creo que pueda mejorarla. Y si no puede corregir los errores de los hombres, ¿para qué contribuir a ellos?

La historia puede ser una recopilación de mentiras; no obstante, contiene algunas verdades, y estas son las únicas guías que tenemos para el futuro. La historia de las actividades políticas de los hombres demuestra que no han otorgado nada que no pudieran conseguir de manera más directa, menos costosa y de manera más perdurable. En realidad, cada palmo de tierra que ha conquistado ha sido a través de una constante lucha, una lucha sin fin por autoafirmarse y no a través del sufragio. No hay ninguna razón entonces para asumir que la mujer, en su lucha por emanciparse, ha sido o será ayudada por las urnas.

En Rusia, el más oscuro de todos los países, con su absoluto despotismo, la mujer se ha convertido en un igual al hombre, no a través de las urnas, sino por lo que ha sido y ha hecho. No solo ha conquistado para sí misma el derecho a aprender y elegir, sino que se ha ganado la estima del hombre, su respeto, su camaradería; y aún más que esto: se ha ganado la admiración y el respeto de todo el mundo. Y esto, igualmente, no a través de las urnas, sino por su maravilloso heroísmo, su fortaleza, su habilidad, su fuerza de voluntad y su perseverancia en su lucha por la libertad. ¿Dónde están las mujeres en cualquier país o Estado sufragista que puedan reclamar para sí una victoria similar? Cuando consideramos lo conseguido por la mujer en Norteamérica, también hallamos que algo más profundo y más poderoso que el sufragio la ha ayudado en su marcha hacia la emancipación.

Hace justamente sesenta y dos años, un puñado de mujeres en la Convención Seneca Falls plantearon unas cuantas demandas para su derecho a una educación igualitaria con los hombres, y el acceso a las diversas profesiones, oficios, etc. ¡Qué maravilloso logro! ¡Qué extraordinario triunfo! ¿Quiénes, solo los más ignorantes, pueden atreverse a hablar de la mujer como una mera esclava doméstica? ¿Quién se atreve a sugerir que esta o aquella profesión no es apta para la mujer? Durante más de setenta años, la mujer ha modelado un nuevo ambiente y una nueva forma de vida para ella misma. Se ha convertido en una potencia mundial en cada aspecto del pensamiento y actividad humana. Y todo ello sin el sufragio, sin el derecho a redactar las leyes, sin el «privilegio» de ser juez, carcelera o verdugo.

Sí, podré ser considerada como enemiga de la mujer; pero si la puedo ayudar a ver la luz, no lo lamentaré. La desgracia de la mujer no es que sea incapaz de hacer el trabajo del hombre, sino que malgasta sus fuerzas vitales intentando superarlo, a pesar de la tradición de siglos que la ha dejado físicamente incapacitada para seguir sus pasos. Sé que algunas han tenido éxito, pero ¡a qué precio!, ¡a qué terrible precio! Lo importante no es el tipo de trabajo realizado por la mujer, sino más bien la calidad del trabajo al cual puede acceder. No puede suministrar al sufragio o a las votaciones una nueva calidad, ni puede recibir nada de ello que aumente su propia capacidad. El desarrollo de la mujer, su libertad, su independencia, debe provenir de ella misma. Primero, a través de su reafirmación como persona, y no como objeto sexual. Segundo, mediante el rechazo de cualquier derecho que se pretenda imponer sobre su cuerpo; rechazando el tener hijos a no ser que los desee; rechazando ser una sierva de Dios, del Estado, de la sociedad, del marido, de la familia, etc., haciendo su vida más simple, aunque profunda y rica. Esto es, tratando de aprender el significado y el sentido de la vida en todas sus complejidades, liberándose del temor a la opinión pública y la condena pública. Solo eso, y no el voto, hará libre a la mujer, convirtiéndola en una fuerza hasta ahora desconocida en el mundo, una fuerza para el verdadero amor, la paz, la armonía; una fuerza como el fuego divino, creadora de vida; generadora de un hombre y una mujer libre.

X. Las minorías frente a las mayorías

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

Si fuera a realizar un resumen de las tendencias de nuestro tiempo, diría simplemente: cantidad. La multitud, el espíritu de masa, domina por doquier, destruyendo la calidad. Toda nuestra vida —producción, política y educación— descansa en la cantidad, en los números. El obrero, que en un tiempo se enorgullecía de la minuciosidad y calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por estúpidos y torpes autómatas, quienes realizan ingentes cantidades de objetos, sin valor en sí mismos y generalmente perjudiciales para el resto de la humanidad. De esta manera, estos objetos, en vez de suponer una vida confortable y pacífica, conllevan simplemente una mayor carga para el ser humano.

En política, no cuenta otra cosa que la cantidad. En proporción a su incremento, sin embargo, los principios, los ideales, la justicia y la honradez son completamente anegados por el aluvión de números. En la lucha por la supremacía de los diversos partidos políticos intentando superarse unos a otros en juego sucio, en fraude, en astucias y en turbias maquinaciones, tienen la certidumbre de que quien tenga éxito, es seguro que será aclamado por la mayoría como el triunfador. Este es el único dios, el éxito. Y a qué precio, a qué terrible costo para el individuo, sin duda. No debemos ir muy lejos para encontrar pruebas que confirman este lamentable hecho.

Nunca hasta ahora la corrupción, la completa podredumbre de nuestro gobierno, fue tan evidente; jamás el pueblo norteamericano tuvo que hacer frente al carácter traidor de ese cuerpo político que ha proclamado durante años ser absolutamente intachable, como el soporte fundamental de nuestras instituciones, los verdaderos protectores de los derechos y libertades de las personas.

Incluso, cuando los crímenes de estos partidos son tan descarados que incluso un ciego podría verlos, solo necesitan reunir a sus secuaces y su supremacía está asegurada. Así, las víctimas, embaucadas, traicionadas, ultrajadas cientos de veces, deciden, no en contra sino a favor del vencedor. Desconcertados, algunos se preguntan cómo puede la mayoría traicionar las tradiciones de libertad norteamericana; dónde se encuentra su criterio, su capacidad de raciocinio. Justamente es esto, la mayoría no puede razonar; no puede juzgar. Carentes absolutamente de originalidad y coraje moral, la mayoría siempre deja sus destinos en manos de otros. Incapaces de asumir responsabilidades, siguen a sus líderes incluso hacia la destrucción. El doctor Stockman tenía razón: «El mayor enemigo de la verdad y de la justicia entre nosotros son las mayorías compactas, la maldita mayoría compacta». Sin ambiciones o iniciativas, la masa compacta odia sobre todo a la innovación. Siempre se ha opuesto, condenado e incluso acosado al innovador, al pionero de una nueva verdad.

La proclama más repetida de nuestro tiempo es, entre todos los políticos, los socialistas incluidos, que la nuestra es una época de individualismo, de minorías. Solo aquellos que no miran bajo la superficie podrían aceptar este punto de vista. ¿No han acumulado unos pocos las riquezas del mundo? ¿No son ellos los dueños, los reyes absolutos de la situación? Su éxito, sin embargo, no es gracias al individualismo, sino a la inercia, a la cobardía, a la profunda sumisión de las masas. Estas últimas solo quieren ser dominadas, ser dirigidas, ser obligadas. En torno del individualismo, no ha existido una época en la historia de la humanidad donde tuviera menos posibilidades para expresarse, menos oportunidades para reafirmarse de manera normal, sana.

El educador individual imbuido con la honestidad de la determinación, el artista o el escritor de ideas originales, el científico o el explorador independiente, los no acomodados, pioneros del cambio social, diariamente son empujados contra la pared por hombres cuya habilidad para aprender y crear se ha deteriorado con el tiempo.

Educadores del tipo de Ferrer no son tolerados en ningún lugar, mientras que los dietistas de alimentos predigeridos, como los profesores Eliot y Butler, son los exitosos perpetuadores de una era de ceros a la izquierda, de autómatas. En el mundo literario y teatral, los Humphrey Wards y los Clyde Fitches son los ídolos de las masas, mientras muy pocos conocen o aprecian la belleza y el genio de un Emerson, Thoreau, Whitman; un Ibsen, un Hauptmann, un Butler Yeats o un Stephen Phillips. Ellos son como estrellas solitarias, más allá del horizonte de las multitudes.

Editores, empresarios teatrales y críticos no se preguntan sobre la calidad inherente en el arte creativo, sino si tendrá buenas ventas o si satisfará el paladar de las personas. ¡Ay, este paladar es como un vertedero; engullirá cualquier cosa que no requiera la masticación mental! Como consecuencia, lo mediocre, lo ordinario, lo vulgar representa la principal producción literaria.

¿Es necesario que diga que en el arte nos enfrentamos con los mismos penosos hechos? Uno solo tiene que inspeccionar nuestros parques y vías públicas para darse cuenta de lo horroroso y vulgar del arte manufacturado. Ciertamente, solo un gusto mayoritario podría tolerar tales atrocidades en el arte. Falso en su concepción y bárbaro en su ejecución, las estatuas que infectan las ciudades norteamericanas tienen tanta relación con el verdadero arte como la tendría un tótem con Miguel Ángel. Y sin embargo, este es el único arte con éxito. El verdadero genio artístico, que no se amolda a las opiniones aceptadas, quien ejercita la originalidad y se esfuerza por ser fiel a la vida, llevan una oscura y desdichada existencia. Su trabajo tal vez algún día será del agrado de la turba, pero no antes de que su corazón quede exhausto; no antes de que el explorador haya cesado y una muchedumbre sin ideales y una turba sin visión haya hecho de la muerte la herencia del maestro.

Se afirma que los actuales artistas no crean porque, lo mismo que Prometeo, se hallan encadenados a la piedra de la necesidad económica. Esto, sin embargo, ha sido cierto en las artes en todas las épocas. Miguel Ángel dependía de su santo patrón, no menos que el escultor o el pintor en la actualidad, salvo que el entendido en arte en aquellos días se encontraba muy lejos de las exasperantes multitudes actuales. Se sentían honrados con que se les permitiera rendir culto en el sepulcro de su maestro.

El mecenas artístico de nuestro tiempo solo conoce un criterio, un valor, el dólar. No les preocupa la calidad de una gran obra, sino la cantidad de dólares que supondrá su venta. De esta manera, el financiero de Mirbeau en Les Affaires sont les Affaires, decía indicando algunas borrosas composiciones en colores: «Mira qué grande es; costó 50.000 francos». Igual que nuestros advenedizos. Las fabulosas cantidades pagadas por sus grandes descubrimientos artísticos deben compensar la pobreza de sus gustos.

El pecado más imperdonable en la sociedad es la independencia intelectual. Que esto debe quedar terriblemente patente en un país cuyo símbolo es la democracia, es muy significativo del tremendo poder de la mayoría.

Wendell Phillips afirmó hace cincuenta años: «En nuestro país de absoluta y democrática igualdad, la opinión pública no solo es omnipotente, sino omnipresente. No existe refugio frente a esta tiranía, no existe escondrijo donde no nos alcance, y el resultado es que si usted toma la vieja linterna griega y busca entre cien personas, no encontrará a un solo norteamericano que no tenga, o quien, por lo menos, no imagina que tiene, algo que ganar o perder en su ambición, en su vida social o en sus negocios, frente a la buena opinión y los votos de aquellos que lo rodean. Y la consecuencia es que, en vez de ser una masa de individuos, expresando valientemente cada uno sus propias creencias, como una nación se compara con otras naciones, somos una masa de cobardes. Más que cualquier otro pueblo, tememos a los demás». Evidentemente, no hemos ido muy lejos de las condiciones a las cuales tenía que hacer frente Wendell Phillips.

Ahora como entonces, la opinión pública es el tirano omnipresente; hoy como ayer, la mayoría representa a una masa de cobardes, prestos a aceptar a aquel que refleje su propia pobreza espiritual y mental. Esto explica el crecimiento inaudito de un hombre como Roosevelt. Él encarna los peores elementos de la psicología de la muchedumbre. Como político, sabe que a la mayoría poco le importan los ideales o la integridad. Lo que quieren es la apariencia. No importa que sea un espectáculo canino, un combate de boxeo, el linchamiento de un negro, el acorralamiento de algún pequeño criminal, el espectáculo del matrimonio de una solterona adinerada o la proeza acrobática de un expresidente. A las más horrorosas contorsiones mentales, el mayor de los regocijos y aplausos de las masas. Así, Roosevelt, el más pobre en ideales y de espíritu vulgar, continúa siendo el hombre del momento.

Por otro lado, los hombres que sobresalen frente a tales pigmeos políticos, los hombres educados, con cultura, con capacidad, son condenados al silencio como afeminados. Es absurdo defender que la nuestra es una era de individualismo. La nuestra es simplemente la patética reiteración de un fenómeno histórico: cada intento de progreso, de ilustración, de libertad científica, religiosa, política y económica, emanan de la minoría y no de las masas. Hoy, como siempre, las minorías son incomprendidas, acosadas, encarceladas, torturadas y asesinadas.

El principio de la hermandad expuesto por el agitador de Nazaret preservaba el germen de la vida, de la verdad y de la justicia, en tanto fue la guía de unos pocos. Desde el momento en que la mayoría se apropió de él, este gran principio se convirtió en la doctrina y el precursor de sangre y fuego, propagando por doquiera sufrimiento y desastre. El ataque a la omnipotencia de Roma, dirigido por las colosales figuras de Huss, Calvino y Lutero, fue como un rayo de luz en medio de las oscuridades de la noche. Pero tan pronto como Lutero y Calvino se transformaron en políticos y comenzaron a servir a los pequeños potentados, a los nobles y a las muchedumbres, comprometieron las grandes posibilidades de la Reforma. Conquistaron el éxito y a las masas, aunque esas masas habían demostrado ser tan crueles y sanguinarias en la persecución del pensamiento y la razón como los era el monstruo católico. ¡Ay de los heréticos, de las minorías, de quienes no se pliegan a sus dictados! Tras un celo infinito, paciencia y sacrificio, la mente humana finalmente está libre del fantasma religioso; la minoría ha continuado buscando nuevas conquistas, y la mayoría se ha ido rezagando, estorbadas por las verdades que con el paso del tiempo devinieron en falsedades.

Políticamente, la especie humana todavía podría estar en la más absoluta esclavitud, si no llega a ser por los John Ball, los Wat Tyler, los Tell, las innumerables inmensas individualidades quienes disputaron centímetro a centímetro frente al poder de reyes y tiranos. Aunque sin estos pioneros individuales, el mundo nunca se hubiera estremecido en sus pilares por esta tremenda ola, la Revolución Francesa. Los grandes eventos generalmente están precedidos por hechos aparentemente minúsculos. Así, la elocuencia y el ardor de Camille Desmoulins parecía la trompeta frente a Jericó, arrasando el emblema de la tortura, del abuso, del horror: la Bastilla.

Siempre, en cualquier época, las minorías han sido las portadoras de las grandes ideas, de los esfuerzos libertadores, que por cierto no es para las masas, un peso muerto que no las deja moverse. La verosimilitud de esta situación se confirma en Rusia con mayor fuerza que en otro cualquier lugar. Miles de vidas han sido sacrificadas por ese régimen sanguinario, y todavía el monstruo en el trono no ha quedado satisfecho. ¿Cómo tales cosas son posibles cuando las ideas, la cultura, la literatura, cuando las emociones más profundas y delicadas se encuentran sometidas bajo un yugo de hierro? La mayoría, que compacta e inmóvil, adormece a las masas, al campesinado ruso, después de siglos de lucha, de sacrificios, de miseria inenarrable, todavía cree que la cuerda con que se ahorca «a un hombre con las manos blancas»[27] trae suerte.

En las luchas norteamericanas por la libertad, la mayoría no ha sido más que un escollo. Hasta estos momentos, los planteamientos de Jefferson, de Patrick Henry, de Thomas Paine, son negados y malvendidos por sus herederos. Las masas no quieren nada de ellos. La grandeza y el coraje que se idolatra en Lincoln ha hecho olvidar a los hombres que crearon el trasfondo del contexto de esa época. Los verdaderos santos patronos de los hombres de color estaban representados en un puñado de luchadores en Boston, Lloyd Garrison, Wendell Phillips, Thoreau, Margaret Fuller y Theodore Parker, cuyo coraje y firmeza culminó en ese gigante oscuro, John Brown. Su celo incansable, su elocuencia y perseverancia minaron la fortaleza de los señores del Sur. Lincoln y sus secuaces solo se incorporaron cuando la abolición se había convertido en una cuestión práctica, reconocida como tal por todo el mundo.

Hace aproximadamente cincuenta años, una idea, como un meteoro, hizo su aparición en el horizonte social del mundo, una idea de tan amplio alcance, tan revolucionaria, tan global como para propagar el terror en los corazones de los tiranos de cualquier lugar. Por otro lado, esta idea es el presagio de la alegría, del consuelo, de la esperanza para millones de personas. Los pioneros conocían de las dificultades que hallarían en su camino, sabían de la oposición, de la persecución, de las privaciones que tenían que hacer frente, pero orgullosos y sin temor iniciaron su marcha avanzando, siempre avanzando. Actualmente, esta idea se ha convertido en una proclama popular. Hoy en día casi todo el mundo es socialista: los hombres ricos, tanto como sus pobres víctimas; los defensores de la ley y la autoridad, tanto como sus desafortunados acusados; los librepensadores, tanto como los perpetuadores de las falsedades religiosas; la dama a la moda, tanto como las chicas con camisetas. ¿Por qué no? Ahora que la verdad de hace cincuenta años se ha convertido en mentira, ahora que ha sido podada de toda su imaginación juvenil, y se le ha hurtado su vigor, su fortaleza, su ideal revolucionario, ¿por qué no? Ahora que ya no es una bella visión, sino un «esquema práctico, factible», vinculada con la decisión de la mayoría, ¿por qué no? El astuto político incluso canta alabanzas a las masas: la pobre mayoría, la ultrajada, la injuriada, la inmensa mayoría, si con ello lo siguen.

¿Quién no ha oído esta letanía anteriormente? ¿Quién no conoce este estribillo reiterativo de todos los políticos? Que a las masas se les chupa la sangre, se las roba y explota, lo sé tanto yo como los cazadores de votos. Pero insisto que no son el puñado de parásitos, sino la masa en sí misma la responsable de este horrible estado de la cuestión. Se aferran a sus amos, aman el látigo y son los primeros en gritar ¡crucifixión!, en el instante en que una voz de protesta se alza contra la sacrosanta autoridad del capitalista o cualquier otra decadente institución. Así, por cuánto tiempo existiría la autoridad y la propiedad privada si la predispuesta masa no se convirtiera en soldados, en policías, en carceleros y en verdugos. Los demagogos socialistas saben tan bien como yo que mantienen el mito de las virtudes de la mayoría, ya que como medio de vida buscan perpetuarse en el poder. ¿Y cómo lo pueden adquirir sin las masas? Sí, la autoridad, la coerción y la dependencia son atributos de las masas, pero nunca la libertad o el libre desarrollo del individuo, nunca el nacimiento de una sociedad libre.

Como me siento entre los oprimidos, los desheredados de la tierra; como conozco la vergüenza, el horror, la indignidad que supone la vida de las personas, por ello repudio a la mayoría como fuerza creativa de algo bueno. ¡Oh, no, no! Porque conozco muy bien que una masa compacta nunca se ha alzado por la justicia o la igualdad. Ha reprimido la voz humana, ha subyugado el espíritu humano, y ha encadenado el cuerpo humano. En tanto masa, su objetivo siempre ha sido convertir la vida en uniforme, gris y monótona como un desierto. En tanto masa, siempre será la aniquiladora de la individualidad, de la libre iniciativa, de la originalidad. Creo, por tanto, con Emerson, que «las masas son toscas, patéticas, perniciosas en sus exigencias e influencias, y no necesitan ser aduladas sino educadas. Espero no concederle nada, sino perforarla, dividirla y separarla, extrayendo las individualidades de ella. ¡Masas! La calamidad son las masas. No deseo para nada a las masas, sino solo a los hombres honestos y a las encantadoras, dulces y consumadas mujeres».

En otras palabras, la viviente y la verdad vital del bienestar social y económico convertido en realidad solo a través del celo, coraje y no acomodaticia determinación de las inteligentes minorías, y no a través de las masas.

XI. Los aspectos sociales del control de natalidad

Mother Earth, Vol. XI, abril 1916

Se ha sugerido que para crear un genio, la naturaleza emplea todos sus recursos y necesita cien años para tan difícil tarea. Si eso es cierto, la naturaleza emplea incluso más tiempo para forjar una gran idea. Después de todo, en crear un genio la naturaleza se concentra en una sola persona, mientras que una idea debe convertirse en una herencia para la especie[28] y, por tanto, debe ser más difícil de moldear.

Hace justamente ciento cincuenta años desde que un gran hombre concibió una gran idea, Robert Thomas Malthus, el padre del control de natalidad. El que la especie humana haya necesitado tanto tiempo para comprender la importancia de esta idea es una prueba más de la lentitud de la mente humana. No es posible realizar un examen detallado de los méritos de los planteamientos de Malthus, esto es, que la tierra no es tan fértil o tan rica como para cubrir las necesidades de una excesiva población. Ciertamente, si echáramos un vistazo a las trincheras y campos de batalla de Europa encontraríamos que en parte sus premisas son correctas. Pero yo estoy segura de que si Malthus hubiera vivido en la actualidad, estaría de acuerdo con todos los estudiosos de la sociedad y revolucionarios que afirman que si las masas de personas continúan siendo pobres, mientras los ricos cada vez son más ricos, no es porque la tierra carezca de fertilidad y riquezas como para cubrir las necesidades de una excesiva población, sino porque la tierra está monopolizada en unas pocas manos, excluyendo a los demás.

El capitalismo, que estaba en pañales en tiempos de Malthus, desde entonces ha crecido convirtiéndose en un enorme monstruo insaciable. Brama a través de sus silbatos y sus máquinas. «Denme sus hijos, retorceré sus huesos, extraeré la savia de su sangre, les robaré su rubor», ya que el capitalismo tiene un apetito insaciable.

Y por medio de su maquinaria destructiva, el militarismo, el capitalismo proclama, «Denme sus hijos, los uniformaré y disciplinaré hasta que toda humanidad desaparezca de ellos; hasta que se conviertan en autómatas dispuestos para disparar y asesinar al mandato de sus amos». El capitalismo no puede actuar sin el militarismo, y en tanto las masas de personas surtan el material para ser destruido en las trincheras y en los campos de batalla, el capitalismo tendrá una gran vigencia.

En los denominados buenos tiempos, el capitalismo engullirá a las masas de personas para regurgitarlas en los tiempos de «depresión industrial». Esta masa humana superflua, la cual incrementa el número de desempleados y que representa una gran amenaza en los tiempos modernos, es denominada por nuestros economistas políticos burgueses, el margen obrero. Mantienen que bajo ninguna circunstancia el margen obrero debe disminuir, ya que la sagrada institución conocida como civilización capitalista se socavaría. Y por tanto, los economistas políticos, junto con todos los padrinos del régimen capitalista, están a favor de una amplia y excesiva población y, por ende, se oponen al control de natalidad.

A pesar de todo, la teoría de Malthus contiene mucho más de veracidad que de ficción. En su forma moderna, no se basa en la especulación sino en otros factores que se relacionan y se vinculan con los tremendos cambios sociales que están teniendo lugar en todos lados.

Primero, está el aspecto científico; la opinión de una parte de los más eminentes científicos quienes nos dicen que una vitalidad agotada por el trabajo excesivo y la inanición no puede engendrar una descendencia saludable. Junto con los argumentos científicos, nos encontramos con el terrible hecho, el cual es incluso reconocido por las personas más retrógradas, de que una reproducción indiscriminada y constante de una parte de las masas agotadas por el trabajo y exánimes ha dado lugar a un incremento de niños deficientes, lisiados y desafortunados. Es tan alarmante este hecho, que ha llevado a los reformadores sociales a plantear la necesidad de crear un banco de datos en donde las causas y efectos del incremento de niños lisiados, sordos, mudos y ciegos puedan determinarse. Sabiendo como sabemos que los reformadores aceptan la verdad cuando ya es clara hasta para el más tonto de la sociedad, no será necesario discutir mucho más sobre los resultados de la reproducción indiscriminada.

Segundo, se encuentra el despertar mental de las mujeres, que juegan un gran papel en el control de natalidad. Durante siglos, han soportado su carga. Han llevado a cabo su obligación de manera más concienzuda que la de un soldado en el campo de batalla. Después de todo, la preocupación del soldado es preservar su vida. Para eso son pagados por el Estado, elogiados por los charlatanes y defendidos por la histeria pública. Sin embargo, aunque la función de la mujer es dar la vida, ni el Estado, ni los políticos, ni la opinión pública han hecho nunca la más mínima prestación a cambio de la vida que la mujer ha dado.

Durante siglos, ha permanecido de rodillas ante el altar del deber impuesto por Dios, el capitalismo, el Estado y la moralidad. Actualmente, está despertando de su multisecular sueño. Se ha liberado de las pesadillas del pasado; ha mirado hacia la luz y ha proclamado con clara voz que ya no será parte del crimen de traer desgraciados niños al mundo solo para ser convertidos en polvo por la rueda del capitalismo y para ser hechos trizas en las trincheras y campos de batalla. ¿Y quién puede decirles que no? Después de todo, es la mujer quien arriesga su salud y sacrifica su juventud en la reproducción de la especie. Ciertamente, debe tener la capacidad de decidir cuántos niños debe traer al mundo, si los tiene con el hombre que ama y porque quiere al hijo, o si debe nacer del odio y el desprecio.

Además, los médicos serios reconocen que la constante reproducción de la mujer trae como consecuencia lo que los legos llaman «problemas femeninos»: unas condiciones lucrativas para los médicos inescrupulosos. Pero ¿qué posible razón tiene la mujer para agotar su organismo en un infinito engendrar hijos?

Precisamente, es por este motivo que la mujer debe tener los conocimientos que le permitan recuperarse durante un período de tres a cinco años entre cada embarazo, que solo le proporcionaría un bienestar físico y mental, y la oportunidad de dar los mejores cuidados a los niños que ya tuviera.

Pero no solo las mujeres han sido quienes han empezado a comprender la importancia del control de natalidad. Los hombres, igualmente, especialmente los trabajadores, han aprendido a ver en las grandes familias una cruz que llevarán a cuestas, impuesta deliberadamente por las fuerzas reaccionarias de la sociedad, ya que una gran familia paraliza el cerebro y entumece los músculos de las masas de trabajadores. Nada ata más a los obreros al lugar de trabajo que una prole de mocosos, y esto es exactamente lo que los opositores al control de natalidad quieren. Lamentablemente, como el salario de un hombre con una gran familia es muy escaso, no puede arriesgarse lo más mínimo, continuando en su trabajo, transigiendo y acobardándose ante su amo, solo para obtener apenas lo suficiente para alimentar sus numerosas pequeñas bocas. Sin atreverse a afiliarse a una organización revolucionaria; sin atreverse a ponerse en huelga; sin atreverse a dar su opinión. Las masas obreras han despertado a la necesidad del control de natalidad como un medio para liberarse del terrible yugo e incluso, como un medio más para poder hacer algo por aquellos que ya existen, evitando traer más niños al mundo.

Por último, pero no menos importante, un cambio en la relación de los sexos, aunque no adoptada por muchas personas, se está dejando sentir entre una minoría considerable. En el pasado, y todavía en la actualidad de manera generalizada entre los hombres, la mujer continúa siendo un mero objeto, un medio para un fin; en gran parte un medio físico para un fin. Pero existen hombres quienes quieren más que eso de las mujeres: han comenzado a percatarse que si cada varón se emancipara de las supersticiones del pasado nada se cambiaría en la estructura social en tanto la mujer no ocupe su lugar junto a él en la gran lucha social. Lento pero seguro, estos hombres han aprendido que si la mujer consume su organismo en embarazos eternos, en los partos y en lavar pañales, poco tiempo tendrá para nada más. Pocas tienen el tiempo para las cuestiones que absorben y excitan a los padres de sus hijos. Producto del agotamiento físico y del estrés nervioso, ellas se convierten en un obstáculo en el devenir del hombre y, en ocasiones, en su más profundo enemigo. Es, por tanto, por su propia protección y también por su necesidad de compañía y amistad de la mujer que ama, numerosos hombres quieren que esta se libere de la terrible imposición de la constante reproducción y, en consecuencia, están a favor del control de natalidad.

Desde cualquier ángulo que se considere, entonces, la cuestión del control de natalidad es el problema principal de los tiempos modernos y, como tal, no puede hacerse retroceder mediante la persecución, el encarcelamiento o la conspiración del silencio.

Aquellos que se oponen al Movimiento de Control de Natalidad aseguran que lo hacen en nombre de la maternidad. Todos los charlatanes políticos hablan sin medida de las maravillas de la maternidad, aunque tras un examen minucioso hallamos que la maternidad ha dedicado durante siglos, ciega y estúpidamente su descendencia a Moloch. Además, en tanto las madres estén obligadas a trabajar durante muchas horas con el objeto de ayudar a mantener a las criaturas que a regañadientes han traído al mundo, hablar de la maternidad no es más que una hipocresía. El diez por ciento de las mujeres casadas en la ciudad de New York tienen que ayudar a ganarse la vida. La mayoría, reciben el muy lucrativo salario de $280 al año. ¿Cómo se atreve nadie a hablar de las bellezas de la maternidad ante tal crimen?

Pero incluso las madres mejor pagadas, ¿qué pasa con ellas? No hace mucho, nuestro viejo y manido Consejo de Educación afirmó que las profesoras que fueran madres no debían continuar enseñando. Aunque estos anticuados señores fueron obligados por la opinión pública a que reconsideraran su decisión, es completamente cierto que si la profesora típica se convirtiera en madre cada año, pronto perdería su puesto. Esto es lo que pasa con las madres casadas; ¿qué ocurre con las madres solteras? ¿O es que alguien duda de que haya miles de madres solteras? Ellas abarrotan nuestros talleres, fábricas e industrias en todos los lugares, no por elección propia sino por la necesidad económica. En su gris y monótona existencia, el único atractivo es probablemente la atracción sexual, la cual, sin los métodos de prevención, invariablemente lleva al aborto. Miles de mujeres son sacrificadas como consecuencia de los abortos, ya que son realizados por matasanos y parteras ignorantes, en secreto y con prisas. Aun así, los poetas y los políticos cantan a la maternidad. El mayor delito perpetrado jamás contra la mujer.

Nuestros moralistas lo saben, aunque persisten en defender la indiscriminada crianza de hijos. Nos cuentan que limitar la descendencia es completamente una tendencia moderna, ya que la mujer moderna ha dejado de lado su moralidad y deseos para esquivar sus responsabilidades. En respuesta a esto, es necesario puntualizar que la tendencia a limitar la descendencia es tan vieja como la propia especie humana. Contamos con la autoridad, para esta cuestión, del eminente médico alemán doctor Theilhaber, quien ha recopilado datos históricos que prueban que esta tendencia estaba extendida entre los hebreos, los egipcios, los persas y muchas tribus de los indios norteamericanos. El temor a la descendencia era tan grande que las mujeres emplearon los métodos más horripilantes para evitar traer un hijo no deseado al mundo. El doctor Theilhaber ha enumerado cincuenta y siete métodos. Este dato es de gran importancia, ya que disipa la superstición de que la mujer quiere ser madre de una gran familia.

No, no es porque la mujer se haya escabullido de su responsabilidad, sino porque sabe mucho sobre esto último como para exigir saber cómo prevenir la concepción. Nunca en la historia del mundo la mujer ha tenido una conciencia de especie como la tiene en la actualidad. Nunca hasta ahora ha podido ver al hijo, no solo su hijo, sino todos los hijos, como la unidad de la sociedad, el canal a través del cual el hombre y la mujer pervivirán; el mayor factor en la construcción de un nuevo mundo. Es por este motivo que el control de natalidad reposa sobre unas bases sólidas.

Nos dicen que, en tanto la ley en el código legal convierte el debate de los medios preservativos en un crimen, estos medios preventivos no pueden ser debatidos. Como respuesta, me gustaría decir que no es el Movimiento de Control de Natalidad sino la ley, la cual tendrá que desaparecer. Después de todo, para eso son las leyes, para ser hechas y deshechas. ¿Cómo pueden exigir que la vida se someta a ellas? ¿Solo porque algún fanático ignorante en su propia limitación mental y de corazón tuvo éxito en pasar una ley en los tiempos en que los hombres y mujeres eran esclavos de las supersticiones religiosas y morales, debemos estar atados a ella por el resto de nuestras vidas? Comprendo por qué los jueces y carceleros están vinculados con ella. Es su medio de vida; su función en la sociedad. Pero incluso los jueces en ocasiones progresan. Llamo la atención sobre la decisión tomada en medio del problema del control de la natalidad por el juez Gatens, de Portland, Oregon. «Me parece que el problema para nuestra gente en la actualidad es que existe demasiada mojigatería. La ignorancia y la mojigatería siempre han sido una soga al cuello para el progreso. Todos sabemos que hay cosas erróneas en la sociedad; que estamos sufriendo muchos males pero no tenemos el valor para alzarnos y admitirlo, y cuando alguna persona nos llama la atención sobre algo que ya conocemos, fingimos modestia y nos sentimos ultrajados». Este es, en concreto, el problema que tienen la mayoría de nuestros legisladores y la mayoría de los que se oponen al control de natalidad.

Voy a ser juzgada en una Sesión Especial el 5 de abril. No sé cual será su resultado, y es más, no me preocupa. El temor a la cárcel por una de las ideas más extendidas entre los radicales norteamericanos es lo que ha hecho al movimiento tan tenue y débil. Yo no tengo tal miedo. Mi tradición revolucionaria es que aquellos que no están dispuestos a ir a la prisión por sus ideas nunca han tenido en demasiada estima sus planteamientos. Además, hay lugares peores que la cárcel. Pero, ya sea si tengo que pagar por mis actividades sobre el control de natalidad o quedo libre, una cosa es cierta, el Movimiento de Control de Natalidad no podrá detenerse ni yo cejaré de llevar a cabo la difusión del control de natalidad. Si me he abstenido de debatir sobre los métodos, no es porque tema un segundo arresto, sino porque por primera vez en la historia de Norteamérica, la cuestión del control de natalidad, a través del juicio oral, será bien definida, y como deseo resolverlo según sus propios méritos, no deseo dar a las autoridades una oportunidad para disimularlo con otras cuestiones. Sin embargo, me gustaría puntualizar la absoluta estupidez de la ley. Tengo en mis manos el testimonio de los detectives, el cual, de acuerdo con su declaración, es una trascripción exacta de lo que hablé desde la palestra. Es tal la ignorancia de estos hombres que no han trascrito ni un simple concepto correctamente. Está perfectamente dentro de la ley que los detectives den su testimonio, pero no está dentro de la ley que yo pueda leer el documento por el cual se me juzga. ¿Pueden culparme si yo soy anarquista y no respeto las leyes? Igualmente, desearía señalar la profunda estupidez de los tribunales norteamericanos. Supuestamente, la justicia emana de ahí. Supuestamente, no existe ningún procedimiento secreto y arbitrario bajo una democracia, aunque el otro día, cuando los detectives hicieron su declaración, la realizaron susurrando, cerca del juez, como si estuvieran en un confesionario en una iglesia católica, y bajo ninguna circunstancia a las mujeres presentes se les permitió oír algo de lo que se decía. ¡Toda una farsa! Y todavía pretenden que los respetemos, que los obedezcamos, que nos sometamos.

No sé cuántos de ustedes están dispuestos a hacerlo, pero yo no lo estoy. Estoy de pie como una de las defensoras de un movimiento mundial, un movimiento que busca liberar a la mujer del terrible yugo y esclavitud del embarazo forzoso; un movimiento que reclama el derecho de cada niño a un buen nacimiento; un movimiento que ayudará al obrero a liberarse de su eterna dependencia; un movimiento que introducirá en el mundo un nuevo tipo de maternidad. Considero este movimiento tan importante y vital como para desafiar cualquier ley de los códigos legales. Creo que no aclarará solo el libre debate sobre los contraceptivos, sino la libertad de expresión en la Vida, el Arte y el Trabajo, en el derecho de la ciencia médica a experimentar con los contraceptivos como lo hace con los tratamientos de la tuberculosis y cualquier otra enfermedad.

Puede que me arresten, me procesen y me metan en la cárcel, pero nunca me callaré; nunca asentiré o me someteré a la autoridad, nunca haré las paces con un sistema que degrada a la mujer a una mera incubadora y que se ceba con sus inocentes víctimas. Aquí y ahora declaro la guerra a este sistema y no descansaré hasta que sea liberado el camino para una libre maternidad y una saludable, alegre y feliz niñez.

XII. Francisco Ferrer y la escuela moderna

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

Se considera que la experiencia es la mejor escuela de la vida. De hecho, el hombre o la mujer que no aprende alguna lección vital en esa escuela es considerado como un zopenco. Aun pareciendo extraño que digamos que las instituciones organizadas continúan perpetuando errores, ellas, sin embargo, no aprenden nada de la experiencia, a la que se someten como si fuera algo irremediable.

Vivía y trabajaba en Barcelona un hombre llamado Francisco Ferrer. Era un maestro de niños, conocido y amado por su pueblo. Fuera de España solo una culta minoría conocía la obra de Francisco Ferrer. Para el mundo en general, este maestro no existía.

El primero de septiembre de 1909, el gobierno español —a requerimiento de la Iglesia Católica— arrestó a Francisco Ferrer. El trece de octubre, después de un simulado juicio, fue llevado al foso de la prisión de Montjuich, colocado contra el horrible muro, testigo de infinitos gemidos, y fusilado. Instantáneamente, Ferrer, el oscuro maestro, se convirtió en una figura universal, provocando la indignación y cólera en todo el mundo civilizado contra el asesinato sin sentido.

La muerte de Francisco Ferrer no fue el primer crimen cometido por el gobierno español y la Iglesia Católica. La historia de estas instituciones es un dilatado río de sangre y fuego. No solo no aprendieron nada de la experiencia sino que ni siquiera se percataron que el más débil ser, lapidado por la Iglesia y el Estado, crece y crece hasta tomar los contornos de poderoso gigante que libertará algún día a la humanidad de su peligroso poder.

Francisco Ferrer nació en 1859, de humildes padres. Estos eran católicos, y, por supuesto, quisieron educar a su hijo en la misma fe. No sabían que el muchacho se convertiría en el precursor de una gran verdad y que su mente rehusaría marchar por el viejo sendero. A temprana edad, Ferrer comenzó a cuestionar la fe de sus padres. Quería saber cómo es que el Dios que le hablaba de bondad y de amor podía turbar el sueño del inocente niño con espantos y pavores de torturas, de sufrimientos, de infierno. Despierto y de mente vivaz e investigadora, no tuvo que andar mucho para descubrir el horror de ese monstruo negro, la Iglesia Católica. No haría ya buenas migas con ella.

Francisco Ferrer no fue solamente un incrédulo, un buscador de la verdad, sino también un rebelde. Su espíritu estallaba en justa indignación frente al férreo régimen de su país, y cuando un puñado de rebeldes, dirigidos por el valiente patriota general Villacampa, bajo el estandarte del ideal republicano, se rebeló contra ese régimen, nadie fue combatiente más ardoroso que el joven Francisco Ferrer. ¡El ideal republicano! Espero que nadie lo confundirá con el republicanismo de este país.[29] Fuera como fuere, a pesar de la objeción que yo, como anarquista, pueda hacer a los republicanos de los países latinos, sé que se elevaron mucho más alto que el corrompido y reaccionario partido que, en Norteamérica, está destruyendo todo vestigio de libertad y de justicia. Basta solo con pensar en los Mazzini, en los Garibaldi y en otros, para descubrir que sus esfuerzos fueron dirigidos, no simplemente hacia la destrucción del despotismo, sino particularmente contra la Iglesia Católica, la que desde su aparición ha sido la enemiga de todo progreso y liberalismo.

En Norteamérica tenemos justamente el reverso. El republicanismo brega por derechos autoritarios, por el imperialismo, por el soborno, por el aniquilamiento de toda apariencia de libertad. Su ideal es la empalagosa y diletante respetabilidad de un Mc Kinley y la brutal arrogancia de un Roosevelt.

Los rebeldes republicanos españoles fueron sometidos. Se necesita más que un envalentonado esfuerzo para fracturar la losa de los tiempos, para cortar la cabeza de esa monstruosa hidra, la Iglesia Católica y el trono español. Arrestos, persecuciones y maltratos siguieron a la heroica tentativa de este pequeño grupo. Aquellos que pudieron escapar de la policía, buscaron la seguridad en tierras extranjeras. Francisco Ferrer se encontraba entre estos últimos. Fue a Francia.

¡Cómo debió expandirse su alma en el nuevo país! Francia, la cuna de la libertad, de las ideas, de la acción. París, siempre joven, el intenso París, con su palpitante vida, tras la oscuridad de su propio país atrasado, ¡cuánto debió inspirarle! ¡Qué oportunidades, qué de maravillosas oportunidades para un joven idealista!

Francisco Ferrer no perdió el tiempo. Como un famélico, se sumergió en diversos movimientos liberales, se encontró con personas de todo tipo, aprendió, absorbió y creció. Al mismo tiempo, vio en funcionamiento la Escuela Moderna, la cual jugaría un papel importante y a la vez fatal en su vida.

La Escuela Moderna en Francia había sido fundada mucho antes de la época de Ferrer. Su creadora, aunque a menor escala, fue la cariñosa Louise Michel. Ya fuera consciente o inconscientemente, nuestra gran Louise sentía desde hacía tiempo que el futuro estaba en manos de las jóvenes generaciones; así, si el niño no era rescatado de esa institución que trituraba la mente y el alma, la escuela burguesa, los males sociales seguirían vigentes. Tal vez ella pensara, con Ibsen, que la atmósfera se encontraba saturada de fantasmas, que los adultos tenían muchas supersticiones que superar. Tan pronto como se dejaba atrás las mortales garras de un espectro, he aquí que se hallaban esclavizados por otros noventa y nueve espectros. De este modo, solo unos pocos podían alcanzar la cima de la plena regeneración.

El niño, sin embargo, no tiene tradiciones que superar. Su mente no se encuentra embotada por ese conjunto de ideas, su corazón no se ha helado con las distinciones de clases y castas. El niño es para el maestro lo que la arcilla para el escultor. Que el mundo reciba una obra de arte o una miserable imitación, depende en gran parte de la capacidad creativa del maestro.

Louise Michel se hallaba suficientemente capacitada para interpretar la insaciable alma del niño. ¿No era ella misma de naturaleza infantil, dulce y tierna, generosa y pura? El alma de Louise se estremecía ante cada injusticia social. Se hallaba invariablemente en primera línea allá en donde el pueblo de París se rebelara frente a cualquier desmán. Y como ella estaba hecha para sufrir encarcelamiento por su gran devoción hacia los oprimidos, la pequeña escuela de Montmartre pronto tuvo que cerrar. Pero su semilla estaba sembrada y a partir de ella fructificó en muchas ciudades de Francia.

El intento más importante de una Escuela Moderna fue la de ese gran anciano, aunque de espíritu juvenil, Paul Robin. Junto a unos cuantos amigos, estableció una gran escuela en Cempuis, un bello lugar cerca de París. Paul Robin buscaba unos ideales más allá de las simples ideas modernas en la educación. Quería demostrar mediante hechos que la concepción burguesa de la herencia era solo un pretexto para exonerar a la sociedad de sus terribles crímenes contra los jóvenes. Los males que el niño debe sufrir por los pecados de sus padres, el planteamiento que debe continuar en la pobreza y la mugre, que debe crecer como un borracho o un criminal, solo porque sus padres no le dejaron otra herencia, era demasiado ridícula para un espíritu tan sensible como el de Paul Robin. Creía que, sea como fuere el papel jugado por la herencia, existían otros factores de igual importancia, si no mayor, que puede y debería erradicar o minimizar la presunta primera causa. Un adecuado medio económico y social, el aire y la libertad de la naturaleza, los ejercicios saludables, el amor y la simpatía y, sobre todo, un profundo conocimiento de las necesidades del niño, todo esto podría destruir el cruel, injusto y criminal estigma impuesto sobre los inocentes jóvenes.

Paul Robin no seleccionaba a sus niños; no acudía a los supuestos mejores padres; tomaba su material en cualquier sitio que lo hallara. De la calle, de las casuchas, de los orfanatos y las inclusas, de los reformatorios, de todos esos sombríos y terribles lugares donde una benevolente sociedad oculta a sus víctimas con el objetivo de apaciguar sus conciencias culpables. Recogió a todos los sucios, inmundos y temblorosos pequeños vagabundos que su establecimiento podía albergar y los trajo a Cempuis. Allí, rodeados por su propio orgullo natural, libres y sin restricciones, bien alimentados, limpios, queridos profusamente y comprendidos, las pequeñas plantas humanas comenzaban a crecer, a florecer, a desarrollarse más allá incluso de lo que esperaban su amigo y profesor, Paul Robin.

Los niños crecieron y se desarrollaron independientes, como varones y mujeres amantes de la libertad. ¡Qué gran peligro para las instituciones que hacen pobres con el objetivo de perpetuar la pobreza! Cempuis fue cerrado por el gobierno francés bajo la acusación de coeducar, lo que estaba prohibido en Francia. Sin embargo, Cempuis estuvo en funcionamiento el tiempo suficiente como para demostrar a todos los educadores avanzados sus tremendas posibilidades, y para servir como un empuje para los métodos modernos pedagógicos, los cuales lenta pero inevitablemente socavan el actual sistema.

Cempuis fue acompañado de un gran número de otros intentos pedagógicos, entre ellos el de Madelaine Vernet, una talentosa escritora y poeta, autora de l’Amour Libre, y Sebastián Faure, con su La Ruche,[30] la cual visité mientras estaba en París en 1907.

Pocos años antes, el camarada Faure había comprado un terreno en donde levantó La Ruche. En un tiempo comparativamente corto, logró transformar el antiguo agreste e inculto campo en una parcela floreciente, teniendo toda la apariencia de una granja bien mantenida. Un extenso patio cuadrado, limitado por tres construcciones, y un amplio camino que conduce a los jardines y huertos, es lo primero que ve el visitante. El jardín, cuidado como solo un francés sabe hacer, suministra una gran variedad de vegetales para La Ruche.

Sebastián Faure es de la opinión de que si el niño está sujeto a influencias contradictorias, su desarrollo sufre las consecuencias. Solo cuando las necesidades materiales, la higiene del hogar y el ambiente intelectual son armoniosos, puede el niño crecer como un ser saludable y libre.

Refiriéndose a su escuela, Sebastián Faure ha dicho lo siguiente:

«Cuento con veinticuatro niños de ambos sexos, la mayoría huérfanos o aquellos cuyos padres son tan pobres como para poder pagar. Ellos son vestidos, hospedados y educados a mi costa. Hasta los doce años recibirán una educación elemental. Entre la edad de los doce a los quince —continuando con sus estudios— se les enseña un oficio, en relación con sus disposiciones individuales y habilidades. Tras esto, ellos son libres de dejar La Ruche comenzando sus vidas en el mundo exterior, con la seguridad de que en cualquier momento pueden volver a La Ruche, en donde serán bienvenidos y recibidos con los brazos abiertos como hacen los padres con sus hijos amados. Así, si ellos desean trabajar en nuestro establecimiento, lo pueden hacer bajo las siguientes condiciones: un tercio de lo producido para cubrir los gastos de su mantenimiento, otra tercera parte que se añade a los fondos generales puesto aparte para acoger a nuevos niños, y el último tercio destinado para gasto personal de los niños, como ellos o ellas crean convenientes».

«La salud de los niños que están actualmente a mi cuidado es excelente. Aire puro, alimentos nutritivos, ejercicios físicos en el exterior, largas caminatas, observación de reglas higiénicas, breve e interesante método de instrucción, y, sobre todo, nuestra cariñosa comprensión y cuidados de los chicos, han producido admirables resultados físicos y mentales».

«Sería injusto mantener que nuestros pupilos hayan logrado hechos maravillosos; pero, si consideramos que ellos forman parte de la media, sin haber tenido anteriores posibilidades, los resultados son de hecho muy gratificantes. Lo cuestión más importante que han alcanzado, un rasgo raro en los niños de las escuelas ordinarias, es el amor a los estudios, el deseo de conocer, de ser informados. Han aprendido un nuevo método de trabajo, uno que vivifica la memoria y estimula la imaginación. Hemos realizado un esfuerzo particular para despertar el interés del niño por lo que lo rodea, con el objetivo de que se percate de la importancia de la observación, de la investigación y la reflexión, de tal forma que, cuando el niño alcance la madurez, no sea sordo y ciego a las cosas que lo rodean. Nuestros niños nunca aceptan nada con una creencia ciega, sin preguntar el porqué y el motivo; ni se sienten satisfechos hasta que sus preguntas son contestadas minuciosamente. De esta manera, sus mentes están libres de las dudas y temores consecuencia de respuestas incompletas o falsas; esto último es lo que debilita el crecimiento del niño y crea una carencia de confianza en sí mismo y en los que lo rodea».

«Es sorprendente lo francos, atentos y afectuosos que son nuestros pequeños entre sí. La armonía entre ellos mismos y los adultos de La Ruche es altamente alentadora. Sentiríamos que hemos fracasado si los niños nos temieran u honraran simplemente porque somos sus mayores. No dejamos nada sin hacer para lograr su confianza y amor; logrando esto, la comprensión reemplazará a la obligación; la confidencia, al temor; y el afecto, a la severidad».

«Nadie ha logrado comprender todavía la abundancia de simpatía, de bondad y generosidad oculta en el alma del niño. El esfuerzo de todo verdadero educador debe encaminarse a liberar ese tesoro estimulando los impulsos infantiles, e inspirando sus mejores y más nobles tendencias. ¿Qué mayor recompensa puede haber para aquel cuya vida laboral es velar por el crecimiento de las plantas humanas, que ver cómo va desplegando sus pétalos, y observar cómo se desarrolla en una verdadera individualidad? Mis camaradas en La Ruche no buscan mayor recompensa, y es por ellos y sus esfuerzos, más que por los míos, que nuestro jardín humano promete producir bellos frutos».[31]

Con respecto a las cuestiones históricas y los predominantes viejos métodos de instrucción, Sebastián Faure decía:

«Explicamos a nuestros niños que la verdad todavía no ha sido escrita, la historia de aquellos que han muerto, sin ser reconocidos, en el esfuerzo de ayudar a la humanidad para alcanzar los más grandes logros».[32]

Francisco Ferrer no pudo escapar a esta gran ola de las propuestas de la Escuela Moderna. Apreció sus posibilidades, no solo teóricamente, sino en su aplicación práctica a las necesidades cotidianas. Tuvo que pensar que en España, más que en cualquier otro país, se necesitaba precisamente de tales escuelas, si se quería liberarla del doble yugo del cura y el soldado.

Cuando consideramos que todo el sistema educativo en España está en manos de la Iglesia Católica, y recordamos igualmente el principio católico de que «Inculcar el catolicismo en la mente de un niño antes de sus nueve años es destruirla para siempre para cualquier otra idea», podremos entender la tremenda tarea de Ferrer para traer la nueva luz a su pueblo. El destino pronto lo ayudó a realizar su gran sueño.

Mademoiselle Meunier, una alumna de Francisco Ferrer, y una dama adinerada, comenzó a interesarse en el proyecto de la Escuela Moderna. Cuando murió, dejó a Ferrer algunas valiosas propiedades y doce mil francos anuales de renta para la Escuela.

Se ha afirmado que las almas superiores solo conciben ideas superiores. Si es así, los despreciables métodos de la Iglesia Católica para vilipendiar el carácter de Ferrer, con el fin de justificar su propio aciago crimen, puede fácilmente ser explicado. De ahí que se difundiera en los periódicos católicos norteamericanos que Ferrer había hecho uso de su intimidad con mademoiselle Meunier para acceder a su dinero.

Personalmente, mantengo que la intimidad, de cualquier naturaleza, entre un hombre y una mujer, es asunto solo de ellos. No dedicaría ni una sola palabra a este asunto, si no fuera una de las muchas viles mentiras que han circulado sobre Ferrer. Por supuesto, aquellos quienes saben de la pureza de los sacerdotes católicos comprenderán la insinuación. ¿Los sacerdotes católicos han visto alguna vez a la mujer más allá de un objeto sexual? Los datos históricos en relación con los hallazgos en los claustros y monasterios confirmarían lo dicho. ¿Cómo, por tanto, pueden ellos entender la cooperación de un hombre y una mujer, si no es bajo unas premisas sexuales?

De hecho, mademoiselle Meunier era considerablemente mucho más mayor que Ferrer. Habiendo desperdiciado su niñez y su adolescencia con un padre miserable y una sumisa madre, apreció fácilmente la necesidad del amor y del juego en la vida del niño. Debió ver que Francisco Ferrer era un maestro, no una institución, maquinaria o un productor de diplomas, sino dotado con un don.

Con conocimientos, con experiencia, con los medios necesarios y, sobre todo, imbuido con el sublime fuego de su misión, nuestro camarada regresó a España, comenzando el trabajo de su vida. El nueve de septiembre de 1901, la primera Escuela Moderna fue abierta. Fue acogida con entusiasmo por la gente de Barcelona, que se comprometió a sustentarla. En una corta conferencia en la apertura de la Escuela, Ferrer presentó su programa a sus amigos:

«No soy un orador, ni un propagandista ni un luchador. Soy un maestro; amo a los niños sobre todas las cosas. Pienso que los entiendo. Quiero hacer mi contribución a la causa de la libertad dando lugar a una joven generación que esté dispuesta a comenzar una nueva era».

Fue puesto en sobreaviso por sus amigos para que se cuidara en su oposición con la Iglesia Católica. Sabían hasta dónde estaba dispuesta a llegar para deshacerse de un enemigo. Ferrer también lo sabía. Pero, como Brand, creía en el todo o nada. Él no erigiría la Escuela Moderna sobre las mismas viejas mentiras. Sería franco, honesto y abierto con los niños.

Francisco Ferrer quedó marcado. Desde el día de la apertura de la Escuela, fue vigilado. El edificio de la escuela fue acechado; su pequeña casa en Mangat fue acechada. Se le seguía cada movimiento, incluso cuando acudía a Francia o Inglaterra para conferenciar con sus colegas. Fue un hombre marcado, y solo era cuestión de tiempo que el acechante enemigo apretara el nudo corredizo.

Casi lo logró en 1906, cuando Ferrer fue implicado en el atentado contra la vida de Alfonso. Las pruebas que lo exoneraban eran tan claras incluso para los cuervos negros[33] que tuvieron que dejarlo ir, no por buenos, precisamente. Ellos esperaban. Oh, ellos pueden esperar, cuando se han propuesto atrapar a una víctima.

Y el momento llegó al fin, durante el levantamiento antimilitarista en España de julio de 1909. En vano buscaríamos en los anales de la historia revolucionaria para hallar una protesta tan extraordinaria contra el militarismo. Habiendo sido sojuzgado por los militares durante siglos, el pueblo español no estaba dispuesto a soportar por más tiempo este yugo. Se negó a participar en una matanza sin sentido. No encontraban razones para ayudar a un gobierno despótico a dominar y oprimir a un pequeño pueblo que luchaba por su independencia, como eran los bravos rifeños. No, no sostendrían las armas contra ellos.

Durante mil ochocientos años, la Iglesia Católica había sermoneado sobre la paz. Pero cuando el pueblo estaba dispuesto a hacer este sermón una realidad, la misma alentó a las autoridades para que lo forzara a empuñar las armas. De esta manera, la dinastía hispana siguió los criminales métodos de la dinastía rusa, siendo el pueblo forzado a ir al campo de batalla.

Entonces, y no antes, llegó al límite de su aguante. Entonces, y no antes, los obreros españoles se enfrentaron contra sus amos, contra aquellos que, como sanguijuelas, habían chupado su energía, su sangre vital. Sí, atacaron las iglesias y a los curas, pero si estos últimos tuvieran miles de vidas, nunca podrían pagar por las terribles atrocidades y crímenes cometidos contra el pueblo español.

Francisco Ferrer fue arrestado el primero de septiembre de 1909. Hasta el 1 de octubre, sus amigos y camaradas no supieron qué le había ocurrido. Ese día se recibió una carta en L’Humanité en donde se podía apreciar la ridiculez de todo el proceso. Y al día siguiente, su compañera, Soledad Villafranca, recibió la siguiente carta:

«No hay motivo para atormentarse; sabes que soy absolutamente inocente. Hoy estoy particularmente esperanzado y alegre. Es la primera vez que puedo escribirte y la primera que, desde mi arresto, puedo solazarme con los rayos del sol que entran a raudales por la ventanuca de mi celda. Tú también debes estar alegre».

Es conmovedor que Ferrer todavía creyera, el 4 de octubre, que no sería condenado a muerte. Incluso es más asombroso que sus amigos y camaradas, una vez más, cometieran el terrible error de creer al enemigo con un sentido de justicia. Una y otra vez, ellos habían confiado en los poderes judiciales, solo para ver cómo sus hermanos eran asesinados frente a sus propios ojos. No se prepararon para liberar a Ferrer, incluso ni una protesta de importancia, nada. «Para qué, es imposible que condenen a Ferrer, él es inocente». Pero cualquier cosa es posible con la Iglesia Católica. ¿No es ella una consumada secuaz, cuyos juicios a sus enemigos son la peor burla a la justicia?

El 4 de octubre Ferrer envió la siguiente carta a L’Humanité:

«Prisión Celular, 4 de octubre de 1909».

«Queridos amigos míos. No obstante la más absoluta inocencia, el fiscal exige la pena de muerte, basado en denuncias de la policía, que me presenta como el jefe de los anarquistas de todo el mundo, dirigiendo los sindicatos obreros de Francia y culpable de conspiraciones e insurrecciones en todas partes, declarando que mis viajes a Londres y París no fueron emprendidos con otro objeto».

«Con tales infames calumnias están tratando de asesinarme».

«El mensajero está pronto para partir y no tengo tiempo para extenderme. Todas las evidencias presentadas al juez instructor por la policía no son más que un tejido de mentiras e insinuaciones calumniosas. Pero ninguna prueba en contra mía ha logrado éxito».

«Ferrer».

El 13 de octubre de 1909, el corazón de Ferrer, tan valiente, tan firme, tan leal, fue acallado. ¡Míseros idiotas! Apenas el último latido de ese corazón se había apagado, miles de corazones comenzaron a latir en el mundo civilizado, hasta que se transformaron en un terrible trueno, arrojando sus maldiciones contra los instigadores de este negro crimen. ¡Asesinos de negra vestimenta y porte piadoso, obstáculos de la justicia!

¿Había participado Francisco Ferrer en el levantamiento antimilitarista? De acuerdo con la primera acusación, aparecida en un periódico católico de Madrid, firmada por el obispo y todos sus prelados en Barcelona, no era acusado ni de haber participado. La acusación era, en realidad, considerar a Francisco Ferrer culpable de haber organizado escuelas ateas, y haber distribuido literatura atea. Pero en el siglo XX, los hombres no pueden ser quemados solo por sus creencias ateas. Algo más se debía inventar y, he aquí, el cargo de instigación a la rebelión.

Por mucho que se investigó en las fuentes ciertas, ni una simple prueba se halló que conectara a Ferrer con el levantamiento. Por ello, ninguna prueba se buscó ni fueron aceptadas por las autoridades. Existían setenta y dos testigos, es cierto, pero sus testimonios solo se presentaron sobre papel. Nunca fueron confrontados con Ferrer, o él con ellos.

¿Es posible psicológicamente que Ferrer pudiera haber participado? No lo creo, y aquí están mis razones. Francisco Ferrer no fue más que un gran maestro, aunque también fue un maravilloso organizador. En 8 años, entre 1901 y 1909, había organizado en España un centenar de escuelas. Vinculado con su propio trabajo escolar, Ferrer había montado una moderna imprenta, organizando un grupo de traductores, y editó 150.000 copias de trabajos de ciencia y sociología moderna, sin olvidar el amplio número de libros de textos racionalistas. Seguramente nadie, salvo el más metódico y eficiente organizador, podría haber alcanzado tal proeza.

Por otro lado, está absolutamente demostrado que el levantamiento antimilitarista no estaba organizado; que él mismo surgió de repente incluso para el propio pueblo, de manera similar a las grandes olas revolucionarias de ocasiones anteriores. El pueblo de Barcelona, de hecho, tuvo la ciudad bajo su control durante cuatro días y, de acuerdo con las declaraciones de los turistas, nunca había prevalecido un orden y paz mayor. Por supuesto, el pueblo estaba tan escasamente preparado que, cuando llegó el momento, no sabía qué hacer. En este aspecto, era como el pueblo de París durante la Comuna de 1871. Ellos, igualmente, no estaban preparados. Aunque estaban hambrientos, protegieron los almacenes repletos hasta rebosar de provisiones. Colocaron centinelas para proteger el Banco de Francia, en donde la burguesía guardaba el dinero robado. Los trabajadores de Barcelona, igualmente, cuidaron del botín de sus amos.

¡Qué patética es la estupidez de los miserables! ¡Cuán terriblemente trágica! Pero, no obstante, ¿sus grilletes se han incrustado tan profundamente en sus carnes que no pueden, incluso si quisieran, romperlos? El temor a la autoridad, a la ley, a la propiedad privada, cien veces marcado a fuego en su alma, ¿cómo podría librarse de él sin prepararse, de manera inesperada?

¿Puede alguien suponer por un momento que un hombre como Ferrer podría vincularse con tal espontánea y desorganizada tentativa? ¿No sabría que la misma tendría como resultado un fracaso, un desastroso fracaso para el pueblo? ¿Y no sería más razonable pensar que si él hubiera tomado parte, él, el experimentado emprendedor, hubiera organizado meticulosamente el levantamiento? Si todas las demás pruebas no valieran, este único factor podría ser suficiente para exonerar a Francisco Ferrer. Aunque existen otras igualmente convincentes.

El mismo día del levantamiento, el veinticinco de julio, Ferrer había convocado a una conferencia a los profesores y miembros de la Liga de la Educación Racionalista. Había que tratar el trabajo de ese otoño, y en concreto la publicación del gran libro de Eliseo Reclus, El Hombre y la Tierra, y La Gran Revolución Francesa de Pedro Kropotkin. ¿Es del todo concebible, plausible, que Ferrer, teniendo conocimiento de la rebelión, formando parte de ella, pudiera con sangre fría invitar a sus amigos y colegas a Barcelona el día en que sabía que sus vidas podrían estar en peligro? Seguramente, solo la mente criminal y viciosa de un jesuita podría dar crédito a tal homicidio deliberado.

Francisco Ferrer tenía delimitada la labor de su vida; tenía todo que perder y nada que ganar, salvo la ruina y el desastre, si hubiera ayudado a la rebelión. No es que dudara del carácter justo de la rabia del pueblo; pero su trabajo, sus esperanzas, su propia naturaleza estaba encaminada hacia otros objetivos.

En vano son los esfuerzos de la Iglesia Católica, de sus mentiras, sus falsedades, sus calumnias. En la removida conciencia de la humanidad, la misma está condenada por haber reiterado una vez más los terribles crímenes del pasado.

Francisco Ferrer fue acusado de enseñar a los niños las más espeluznantes ideas, el odiar a Dios, por ejemplo. ¡Horror! Francisco Ferrer no creía en la existencia de Dios. ¿Por qué enseñar a los niños algo que no existe? ¿No es más razonable que condujera a los niños al exterior, que les mostrara el esplendor del atardecer, el brillo de un cielo estrellado, la impresionante maravilla de las montañas y los mares; que les explicara de manera simple y directa las leyes del crecimiento, del desarrollo, de la interrelación de toda la vida? Haciéndolo así, imposibilitaba para siempre que las semillas ponzoñosas de la Iglesia Católica germinaran en la mente de los niños.

Se ha mantenido que Ferrer preparaba a los niños para destruir a los ricos. Cuentos de fantasmas de viejas amas de llave. ¿No sería más razonable que los preparara para socorrer a los pobres; que les enseñara que la humillación, la degradación, la terrible pobreza, es un vicio antes que una virtud? ¿No es este el mejor y más efectivo medio para clarificar la absoluta inutilidad y perjuicio del parasitismo?

Por último, aunque no por ello menos importante, Ferrer fue acusado por socavar el ejército al inculcarles ideas antibelicistas. ¿Realmente? Él creía, siguiendo a Tolstoi, que la guerra es una matanza legalizada, que perpetúa los odios y la prepotencia, que corroe el corazón de las naciones y las convierte en maniáticas delirantes.

Sin embargo, tenemos las propias palabras de Ferrer que explican sus propios planteamientos sobre la pedagogía moderna:

«Quisiera llamar la atención de mis lectores sobre esta idea: todo el valor de la educación descansa en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en la ciencia no hay demostración posible salvo por los hechos, así, por lo tanto, no existe una verdadera educación si la misma no está exenta de cualquier dogmatismo, que deje al propio niño dirigir sus propios esfuerzos y que solo se limite a secundar los esfuerzos de estos. Pero, no hay nada más sencillo que alterar estos objetivos, y nada más difícil que respetarlo. La educación siempre es imponer, vulnerar, restringir; el verdadero educador es aquel que mejor puede proteger al niño frente a sus propias ideas, a las ideas del profesor y sus antojos; aquel que mejor recurre a las propias energías del niño».

«Estamos convencidos que la educación del futuro será de carácter plenamente espontánea; ciertamente, todavía no podemos apreciarla, pero la evolución de los métodos se encaminan en la dirección de una mayor comprensión del fenómeno de la vida, y el hecho de que todos los avances hacia la perfección significan la superación de lo establecido, todo ello indica que estamos en lo cierto cuando confiamos en la liberación del niño a través de la ciencia».

«No tememos decir que queremos unos hombres capaces de evolucionar incesantemente, capaces de destruir y renovar su entorno sin cesar, de renovarse a sí mismos también; hombres, cuya independencia intelectual sea su mayor fortaleza, que no los amarre a nada, siempre predispuestos a aceptar lo que sea mejor, felices por el triunfo de las nuevas ideas, que aspiren a vivir infinidad de vidas en una sola vida. La sociedad teme tales hombres; por tanto, no debemos esperar que pueda querer una educación capaz de hacer estos hombres».

«Seguiremos con gran atención la labor de los científicos que estudian a los niños, y buscaremos con ilusión la aplicación de sus experiencias a la educación que queremos desarrollar, en el sentido de una plena liberación del individuo. Pero ¿cómo alcanzaremos nuestro objetivo? Solo poniéndonos mano a la obra favoreciendo la fundación de nuevas escuelas, las cuales deben ser dirigidas tanto como sea posible, por medio de este espíritu de libertad, que presentimos dominará toda la educación en el porvenir».

«Se ha hecho un ensayo, el cual, actualmente, ha dado resultados excelentes. Podemos destruir todo lo que en la actual escuela responde a la organización de la represión, el entorno artificial con que se separa al niño de la naturaleza y la vida, la disciplina intelectual y moral utilizada para imponerles las ideas preconcebidas, las creencias que pervierten y anulan la inclinación natural. Sin miedo a engañarnos, podemos devolver al niño a un ambiente que le motive, un medio natural en el cual pueda entrar en contacto con todo aquello que él ama, y en el cual la impronta de la vida reemplazará al quisquilloso aprendizaje en los libros. Si no logramos más que esto, ya habremos predispuesto en gran parte la emancipación del niño».

«En tales condiciones, estaremos en posición de aplicar libremente los conocimientos de la ciencia y trabajar más provechosamente».

«Perfectamente sabíamos que no habíamos logrado realizar todas nuestras esperanzas, que en ocasiones nos veríamos forzados, por carencia de conocimientos, a emplear métodos indeseados; pero una certidumbre nos mantenía en nuestro empeño, concretamente, que incluso sin alcanzar nuestros objetivos completamente habíamos logrado hacer más y mejor en nuestra todavía imperfecta labor que lo que habían logrado las actuales escuelas. Me gusta la libre espontaneidad del niño que no sabe nada, mejor que el amplio conocimiento y la deformidad intelectual de un niño que ha sido sometido por nuestra actual educación».[34]

Si Ferrer hubiera organizado realmente los disturbios, luchado en las barricadas, arrojado cientos de bombas, no hubiera sido tan peligroso para la Iglesia Católica y el despotismo, como su oposición a la disciplina y la restricción. Disciplina y restricción, ¿no se hallan tras todos los males del mundo? Esclavitud, sumisión, pobreza, todas las miserias, todas las injusticias son la consecuencia de la disciplina y la restricción. Efectivamente, Ferrer era peligroso. Así, tenía que morir, el 13 de octubre de 1909, en los fosos de Montjuich. Ahora, ¿quién se atrevería a decir que su muerte fue en vano? Frente al inusitado surgimiento de la indignación universal: Italia, renombrando calles en memoria de Francisco Ferrer; Bélgica, inaugurando un movimiento para erigir un monumento; Francia, haciendo un llamamiento a sus más ilustres hombres para que continúen la herencia del mártir; Inglaterra, siendo la primera en editar una biografía; todos los países unidos para perpetuar la gran labor de Francisco Ferrer; Norteamérica, incluso, siempre retrasada en las ideas progresistas, dando lugar a la Francisco Ferrer Association, cuyos objetivos iniciales son publicar una biografía completa de Ferrer y organizar las Escuelas Modernas a lo largo de todo el país; frente a esta ola revolucionaria internacional, ¿quién puede decir que Ferrer murió en vano?

Esa muerte en Montjuich, ¡qué maravilla, qué dramática fue!, ¡cómo estremeció las almas humanas! Orgulloso y firme, la mirada interior hacia la luz, Francisco Ferrer no necesitó de falsos sacerdotes que le dieran ánimos, ni recriminó a un fantasma por abandonarlo. La conciencia de saber que sus ejecutores representaban a una era moribunda y que él era la verdad naciente, lo mantuvo en los últimos momentos heroicos.

Una era moribunda y una verdad naciente

El vivo entierra al muerto.

XIII. La importancia social de la escuela moderna

Conferencia inédita hacia 1911 conservada en

la New York Public Library

Para comprender plenamente la importancia social de la Escuela Moderna, necesitamos entender primero la escuela tal y como funciona actualmente, y posteriormente la idea que subyace en el movimiento educativo moderno.

¿Cómo, por tanto, es la escuela de hoy en día, independientemente de que sea pública, privada o eclesiástica?

Es para los niños lo que la prisión para los convictos o los cuarteles para los soldados, un lugar donde todo es empleado para romper la voluntad del niño, y a partir de ahí machacarlo, moldearlo y formarlo en un ser absolutamente extraño a sí mismo.

No quiero decir que este proceso sea llevado a cabo conscientemente; es solo una parte de un sistema que solo puede mantenerse a través de la absoluta disciplina y uniformidad; ahí radica el mayor crimen de la actual sociedad.

Naturalmente, el método para romper la voluntad del hombre debe iniciarse a una edad muy temprana, esto es, con los niños, ya que en esos momentos, la mente humana es mucho más flexible; de la misma manera que los acróbatas y contorsionistas, para lograr el control sobre sus músculos, comienzan la instrucción y los ejercicios cuando sus músculos todavía son flexibles.

La misma noción de que el conocimiento solo se puede obtener en la escuela a través de ejercicios sistemáticos, y que el período escolar es el único en el cual el conocimiento puede ser adquirido, es en sí misma tan absurda como para condenar nuestro sistema educativo como arbitrario e inútil.

Suponiendo que alguien pueda sugerir que los mejores resultados para el individuo y la sociedad solo pueden derivar de una alimentación obligatoria, ¿no podría el más ignorante rebelarse contra tal estúpido proceder? Y eso que el estómago tiene una mayor adaptabilidad a diversas situaciones que el cerebro. A pesar de ello, encontramos muy natural alimentar obligatoriamente al cerebro.

De hecho, realmente nos consideramos superiores a otras naciones, ya que hemos desarrollado un tubo cerebral compulsivo, a través del cual, durante cierto número de horas cada día, y durante muchos años, podemos introducir por la fuerza en la mente de los niños una gran cantidad de nutrientes mentales.

Emerson afirmaba hace seis años: «Somos estudiantes de palabras; estamos encerrados en escuelas y universidades entre diez y quince años, y salimos con una maleta de vientos, un recuerdo de palabras y sin saber nada». Desde que estas sabias palabras fueron escritas, Norteamérica ha alcanzado un sistema escolar omnipotente, y aún nos tenemos que enfrentar con el hecho de una completa impotencia en los resultados.

El gran daño realizado por nuestro sistema educativo no es tanto que los maestros no enseñen nada a sabiendas, que ayude a perpetuar a las clases privilegiadas, que participe, por tanto, en el procedimiento criminal de robar y explotar a las masas; el daño reside en su jactanciosa afirmación de que representa la verdadera educación, esclavizando de ese modo a las masas a un gran consenso mucho más que lo que pudiera conseguir un gobernante absoluto.

Casi todo el mundo en Norteamérica, liberales y radicales incluidos, creen que la Escuela Moderna de los países europeos es una gran idea, aunque la misma es innecesaria para nosotros. «Mira nuestras posibilidades», proclaman.

Aunque, de hecho, los métodos educativos modernos son más necesarios en Norteamérica que en España o en otro país, ya que en ninguna parte existe tan escaso respeto por la libertad personal y la originalidad de pensamiento. La uniformidad y la imitación es nuestro lema. Desde el mismo momento del nacimiento hasta el final de la vida, este lema se impone a cada niño como la única vía hacia el éxito. No existe ningún maestro o educador en Norteamérica que pudiera mantener su cargo si se atreviera a mostrar la menor tendencia que rompa con la uniformidad y la imitación. En New York, una profesora de instituto, Henrietta Rodman, en sus clases de literatura, explicó a sus chicas la relación entre George Eliot con Lewes.[35] Una de sus alumnas, educada en un hogar católico, y máxima expresión de la disciplina y la uniformidad, narró a su madre el incidente escolar. Esta última informó de ello a su sacerdote, y el sacerdote vio que la señora Rodman tenía que informar al Consejo Escolar. Recuérdese que en Norteamérica, el Estado y la Iglesia son instituciones separadas, aunque el Consejo Escolar llamó a la señora Rodman a capítulo y le dejó bien claro que si volvía a permitirse tales libertades otra vez, sería destituida de su puesto.

En Newark, New Jersey, el señor Stewart, un profesor de instituto muy eficiente, presidió la Ferrer Memorial Meeting, insultando de ese modo a los católicos de la ciudad, quienes rápidamente presentaron una protesta al Consejo Escolar. El señor Stewart fue juzgado y obligado a disculparse si quería mantener su puesto. De hecho, nuestras aulas, desde las escuelas públicas hasta la universidad, tanto los profesores como los alumnos están encorsetados, simplemente porque un corsé mental es la gran garantía para una masa apagada, descolorida, inerte, moviéndose como un rebaño de ovejas entre dos altas paredes.

Pienso que ya va siendo hora de que todas las personas avanzadas tengan claro en este punto que nuestro actual sistema de dependencia económica y política se mantiene no tanto en la riqueza y los tribunales sino por una masa de humanos inertes, manipulada y pisoteada en una absoluta uniformidad, y que la actual escuela representa el medio más eficiente para alcanzar tal fin. No pienso que esté exagerando, ni que sea la única que mantenga esta postura; citaré un artículo en Mother Earth de septiembre de 1910 del doctor Hailman, un brillante maestro con cerca de veinticinco años de experiencia, que decía:

«Nuestras escuelas han fracasado porque se basan en la coacción y la represión. Los niños son arbitrariamente dirigidos en qué, cuándo y cómo hacer las cosas. La iniciativa y la originalidad, la autoexpresión y la individualidad son prohibidas... Se considera posible e importante que todos deben interesarse por las mismas cosas, en el mismo orden y al mismo tiempo. El culto al ídolo de la uniformidad continúa franca y tranquilamente. Y para estar doblemente seguros que no existan heterodoxas interferencias, los inspectores escolares determinan cada paso y la manera y modo de darlos, lo que perturba la iniciativa o la originalidad y lo que queda no puede ser considerado como un profesor. Todavía podemos escuchar en demasía sobre orden, métodos, sistema, disciplina, en el sentido superado hace mucho tiempo; y esto significa represión antes que la liberación de la vida».

Bajo estas circunstancias, los maestros son simplemente herramientas, autómatas que perpetúan una maquinaria que genera autómatas. Ellos persisten en imponer sus conocimientos a los alumnos, ignorando o reprimiendo sus instintivos anhelos de manipulación y belleza, y los arrastran o conducen a un mal denominado curso lógico, a unos apocopados ejercicios. Sustituyen sus incentivos internos naturales, que no temen a las dificultades y no se amilanan ante el esfuerzo, por incentivos externos compulsivos y artificiales, los cuales generalmente se basan en el temor o la codicia antisocial o rivalidad, atrofiando el desarrollo de la alegría del trabajo por sí mismo; son hostiles al quehacer con sentido, apagando el ardor de la iniciativa creativa y el fervor del servicio social, y sustituyendo estos motivos permanentes por el capricho pasajero, perecedero.

No se ha dicho que el niño queda mal desarrollado, que su mente queda embotada, y que su mismo ser queda pervertido, haciéndolo de esta manera incapaz para ocupar su lugar en la lucha social como un elemento independiente. De hecho, no hay nada más odiado en todo el mundo actual que los elementos independientes en cualquier circunstancia.

La Escuela Moderna repudia completamente este pernicioso y verdaderamente criminal sistema educativo. Se ha afirmado que no existen más vínculos entre la coacción y la educación que entre la tiranía y la libertad; ambos están tan distanciados entre sí como los polos. El principio subyacente de la Escuela Moderna es el siguiente: la educación es un proceso de sacar y no de introducir; se basa en la posibilidad de que el niño sea libre para que se desarrolle espontáneamente, dirigiendo sus propios esfuerzos y eligiendo las ramas del conocimiento que desee estudiar. Por tanto, el maestro, en lugar de oponerse o mostrar autoritariamente sus propias opiniones, predilecciones o creencias, debe ser un instrumento sensible que responda a las necesidades de los niños sea como sea que se manifiesten; un cauce a través del cual el niño pueda acceder a los conocimientos acumulados del mundo, cuando se muestre predispuesto a recibirlos y asimilarlos. Los hechos científicos y demostrables deben ser presentados en la Escuela Moderna como hechos, aunque ninguna interpretación teórica —social, política o religiosa— debe ser presentada como cierta o intelectualmente superior, que impida el derecho a la crítica o a la divergencia.

La Escuela Moderna, por tanto, debe ser libertaria. A cada alumno se le debe dejar buscar su propia verdad. El principal fin de la escuela es la promoción de un desarrollo armonioso de todas las facultades latentes en el niño. No debe existir coerción en la Escuela Moderna, ni ningún tipo de reglas o regulaciones. El maestro deberá suscitar, a través de su propio entusiasmo y la nobleza de carácter, el latente entusiasmo y la nobleza de sus alumnos, aunque sobrepasará la libertad de su función en cuanto intente forzar al niño en cualquier sentido. Disciplinar a un niño, inevitablemente, es formar una norma moral falsa, en tanto el niño es, de esta manera, conducido a suponer que el castigo es algo que se le ha impuesto desde el exterior, por una persona más poderosa, en lugar de ser una reacción natural e ineludible y una consecuencia de sus propios actos.

El propósito social de la Escuela Moderna es el de desarrollar al individuo a través del conocimiento y el libre juego de sus rasgos característicos, para que pueda convertirse en un ser social, porque ha aprendido a conocerse a sí mismo, a conocer sus relaciones con sus compañeros y a realizarse en un compromiso armonioso con la sociedad.

Naturalmente, la Escuela Moderna no tiene el propósito de arrinconar todo lo que los educadores han aprendido a través de sus errores en el pasado. No obstante, aunque se acepte la experiencia del pasado, debe utilizar en todo momento los métodos y materiales que tiendan a promocionar la autoexpresión del niño. Como ejemplo: la manera en que se enseña a redactar en la actualidad, raramente permite al niño emplear su propio criterio y libre iniciativa. El propósito de la Escuela Moderna es enseñar a redactar a través de temas originales sobre cuestiones elegidas por los alumnos a partir de sus propias experiencias vitales; duros relatos serán sugeridos por la imaginación o actual experiencia de los alumnos.

Este nuevo método conlleva inmediatamente amplias posibilidades. Los niños son extremadamente impresionables, y muy vívidos; al mismo tiempo, como todavía no han sido golpeados por la uniformidad, sus experiencias contendrán inevitablemente mucha mayor originalidad, y más belleza, que la del maestro; igualmente, es razonable asumir que el niño está profundamente interesado en las cuestiones que conciernen a su propia vida. ¿No debe, por tanto, la redacción basarse en la experiencia y la imaginación del alumno que proporciona mayor cantidad de material para el conocimiento y desarrollo que de lo que puede derivarse del método reiterativo actual que no es más que, en el mejor de los casos, imitativo?

Todo aquel que está versado en el presente método de educación sabe que la enseñanza de la historia es lo que Carlyle ha denominado como una «recopilación de mentiras». Un rey aquí, un presidente allá y unos cuantos héroes que son adorados tras su muerte, es el material que suele constituir la historia. La Escuela Moderna, al enseñar historia, debe mostrar al niño un panorama de períodos dramáticos e incidentes, que ilustren los principales movimientos y épocas del desarrollo humano. Se debe, por consiguiente, ayudar a desarrollar una comprensión en el niño de las luchas de las pasadas generaciones a favor del progreso y la libertad, y, por tanto, desarrollar el respeto por cada verdad que conduzca a la emancipación de la raza humana. El principio subyacente de la Escuela Moderna es hacer imposible el simple enseñante: el enseñante, cegado por su ínfima especialidad, le da a la vida un sentido de servir; la reducción mental de los adoradores de la uniformidad; los pequeños reaccionarios que sollozan por «más ortografía y aritmética y menos vida»; los apóstoles autosuficientes de la consolación, que en su culto de lo que han sido, no ven lo que es; los estúpidos partidarios de las épocas decadentes que hacen la guerra al fresco vigor que está brotando del suelo; todos estos son el objetivo de la Escuela Moderna para reemplazarlos por la vida, el verdadero intérprete de la educación.

Amanecerá un nuevo día cuando la escuela sirva a la vida en todas sus fases y reverentemente alce al niño hasta su lugar apropiado en una vida comunitaria de benéfica eficacia social, cuya consigna no sea la uniformidad y la disciplina, sino la libertad, el desarrollo, el bien común y la alegría para todos y cada uno.


Educación sexual

Un sistema educativo que se niega a ver en el joven el desarrollo y crecimiento de una personalidad, una mente independiente y lo saludable de un desarrollo corporal libre, ciertamente no admitirá la necesidad de reconocer las fases de la sexualidad en el niño. Los niños y los adolescentes tienen sus propios sueños, sus vagos presentimientos del impulso sexual. Los sentidos se abren poco a poco como los pétalos de un capullo, la cercanía de la madurez sexual realza las sensibilidades e intensifica las emociones. Nuevas visiones, fantásticos cuadros, aventuras coloristas se siguen unas a otras en una veloz procesión ante el despertar sexual del niño. Es aceptado por todos los psicólogos sexuales que la adolescencia es el más sensible y susceptible período para las más fantasiosas y poéticas inusuales impresiones. El fulgor de la juventud —¡ay, de duración tan breve!— se encuentra estrechamente vinculado con el despertar del erotismo. Es el período en que las ideas y los ideales, los propósitos y las motivaciones, comienzan a formarse en el pecho del ser humano; todo lo feo y desagradable de la vida todavía permanece cubierto por un velo fantástico, ya que la época que marca el cambio de niño a joven es, de hecho, la más exquisitamente poética y mágica fase en toda la existencia del ser humano.

Los puritanos y los moralistas no dejan nada sin hacer para echar a perder y manchar este mágico período. El niño no debe reconocer su propia personalidad, y mucho menos ser consciente de su propia fuerza sexual. Los puritanos levantan un alto muro alrededor de este gran factor humano; ni un rayo de luz se permite penetrar a través de la conspiración del silencio. El mantener al niño en la ignorancia en todas las cuestiones del sexo es considerado por los educadores como una especie de deber moral. Las manifestaciones sexuales son tratadas como si condujeran al crimen, a pesar de que los puritanos y los moralistas, más que nadie por experiencia personal, saben que el sexo es un factor fundamental. No obstante, ellos continúan desterrando todo aquello que pudiera aliviar la atormentada mente y alma del niño, que pudiera liberarlo del temor y la ansiedad.

Los mismos educadores igualmente saben de los terribles y siniestros resultados de la ignorancia en las cuestiones sexuales. Es más, no tienen ni la comprensión ni la humanidad suficiente como para derribar los muros que los puritanos han elevado en torno del sexo. Ellos son como los padres que, habiendo sido maltratados en la infancia, ahora maltratan y torturan a sus hijos para vengarse de su propia niñez. En su juventud, a los padres y a los educadores les fue inculcado que el sexo es rastrero, sucio y aborrecible. Por consiguiente, proceden directamente a inculcar las mismas cosas en sus niños.

Ciertamente, se requiere un juicio independiente y un gran coraje para liberarse a sí mismos de esas impresiones. Los animales bípedos llamados padres carecen de ambos. Por tanto, hacen pagar a sus hijos del ultraje perpetrados por sus padres, que solo demuestra que serán necesarios siglos de ilustración para deshacer el daño creado por las tradiciones y los hábitos. De acuerdo con estas tradiciones, la inocencia se ha convertido en sinónimo de ignorancia; de hecho, la ignorancia es considerada la virtud más grande, y representa el triunfo del puritanismo. Pero en realidad, estas tradiciones representan el crimen del puritanismo, y ha generado un irreparable sufrimiento interno y externo en el niño y el joven.

Es esencial que comprendamos de una vez por todas que el hombre es mucho más una criatura sexual que una criatura moral. Lo primero es inherente, lo demás, son añadiduras. Siempre que la deprimente moral entre en conflicto con el impulso sexual, este último inevitablemente se impondrá. Pero ¿cómo? En secreto, mintiendo y con trampas, con miedo y estresante ansiedad. En verdad os digo, no en la tendencia sexual descansa la obscenidad, sino en las mentes y corazones de los fariseos: ellos contaminan al inocente, a las delicadas manifestaciones en la vida del niño. Hemos podido observar a grupos de niños juntos, hablando a susurros, contándose unos a otros la leyenda de la cigüeña. Han escuchado, por casualidad, algo, saben que es una cosa terrible, prohibida por un doloroso castigo por hablar abiertamente sobre ello, y en el momento en que algún pequeñuelo es sorprendido espiando a alguno de sus mayores, sale volando como un criminal atrapado en el acto. Cuánta vergüenza podrían sentir si su conversación fuera oída por casualidad y cuán terrible sería si fueran clasificados entre los malos y los malvados.

Estos serán los niños que con el tiempo serán conducidos hacia el arroyo debido a que sus padres y profesores consideraron que cualquier discusión inteligente sobre el sexo era completamente imposible e inmoral. Estos pequeños buscarán su ilustración en otros lugares, y aunque su repertorio de ciencias naturales solo sea cierto en parte, incluso será más saludable que la falsa virtud de los adultos que han marcado los síntomas sexuales en la niñez como un crimen y un vicio.

En sus estudios, el joven suele descubrir la gloria del amor. Aprende que el amor es la verdadera base de la religión, del deber, de la virtud y de otras diversas cosas maravillosas. Por otro lado, se hace aparecer al amor como una caricatura detestable debido al componente sexual. El criar, por tanto, a ambos sexos en la verdad y la simplicidad podría ayudar muchísimo a aminorar esta confusión. Si en la niñez, tanto el hombre como la mujer son enseñados en la bella camaradería, podría neutralizarse la condición de sobrexcitación de ambos y podría ayudar a la emancipación de las mujeres mucho más que todas las leyes de los códigos legales y su derecho al voto.

La mayoría de los moralistas y muchos pedagogos todavía aceptan la anticuada noción de que el hombre y la mujer pertenecen a dos especies distintas, caminando en direcciones opuestas, y por tanto, deben ser mantenidos separados. El amor, el cual podría ser el impulso para la mezcla armoniosa de los dos seres, en la actualidad los mantiene separados como consecuencia de la flagelación moral del joven que los lleva a la crispación, el hambre del abrazo sexual insalubre. Este tipo de satisfacción invariablemente deja tras de sí un mal sabor de boca y una mala conciencia.

Los defensores del puritanismo, de la moralidad, del actual sistema educativo, solo han tenido éxito haciendo la vida más reducida, pobre, y más desdeñable; y, ¿qué persona preclara puede tolerar tales ultrajes? Es, por lo tanto, una necesidad humana el exterminar este sistema y a todos aquellos que están comprometidos con la denominada educación. La mejor educación del niño es dejarlo solo y atraerlo a través de la comprensión y la simpatía.

XIV. ¿Valió la pena vivir mi vida?

Harper’s Monthly Magazine,

Vol. CLXX, diciembre, 1934


Es extraño lo que el tiempo produce en las causas políticas. Hace una generación, a muchos norteamericanos conservadores les parecía que las opiniones que expresaba Emma Goldman fueran a difundirse por todo el mundo. Actualmente, ella lucha casi sola en lo que parece ser una causa perdida; los radicales contemporáneos mayoritariamente están en su contra; más que eso, su devoción por la libertad y su aborrecimiento de la injerencia gubernamental la podrían situar de manera errónea en el mismo campo del espectro político que los caballeros de la Liberty League, en sus posiciones más extremas. Sin embargo, en este escrito, el cual puede ser considerado como su testamento y última voluntad, ella mantiene en alto sus armas. No hace falta decir que sus opiniones no son las nuestras. Las ofrecemos como una muestra de una valiente consistencia, de un resistente individualismo inalterado por la oposición o por la avanzada edad.

Los Editores[36]

I

Hasta dónde una filosofía personal es una cuestión de temperamento y cuánto es consecuencia de la experiencia, he ahí la cuestión. Naturalmente, llegaremos a unas conclusiones teniendo en cuenta nuestras experiencias; a través de la aplicación de este proceso razonamos los hechos observados en el devenir de nuestras vidas. El niño es propenso a fantasear. Al mismo tiempo, ve la vida de manera más cierta en algunos aspectos que sus mayores, cuando estos toman conciencia de su entorno. Todavía no han sido absorbidos por las costumbres y los prejuicios que enmascaran gran parte de lo que pensamos. Cada niño responde de manera diferente a su entorno. Algunos se convierten en rebeldes, negándose a ser deslumbrados por las supersticiones sociales. Se indignan por todas las injusticias perpetradas sobre ellos o a los demás. Crecen incluso más sensibles al sufrimiento que los rodea y las restricciones que suponen cada convención y tabú que les son impuestas.

Evidentemente, pertenezco a esta primera categoría. Desde los primeros recuerdos de mi juventud en Rusia, me he rebelado contra la ortodoxia en cualquiera de sus formas. Nunca he podido soportar ser testigo de la recriminación, así que me indignaba con la brutalidad de los oficiales ejercida sobre los campesinos de mi pueblo. Lloraba amargas lágrimas cuando un joven era reclutado en el ejército y alejado de su casa y hogar. Me ofendía el tratamiento dado a nuestros siervos, quienes hacían el trabajo más duro y, a pesar de ello, tenían que dormir en miserables cuartos y contentarse con las sobras de nuestras mesas. Me indigné cuando descubrí que el amor entre dos personas jóvenes de origen judío y gentil era considerado como el mayor crimen, y el nacimiento de un bebé ilegítimo, la más depravada inmoralidad.

Cuando arribé a América, tenía las mismas esperanzas que la mayoría de los inmigrantes europeos y las mismas desilusiones, aunque esto último me afectaba más intensa y profundamente. El inmigrante sin dinero y sin contactos no puede abrigar la ilusión consoladora de que Norteamérica es un benevolente tío quien asume una tierna e imparcial custodia de sus sobrinos y sobrinas. Pronto aprendí que, en una república, existen un sinnúmero de formas a través de las cuales los vivos, los taimados, los ricos pueden apoderarse del poder y mantenerlo. Vi a la mayoría trabajar por escasos salarios que los mantenían al borde de las necesidades, para unos pocos quienes conseguían enormes beneficios. Vi los juzgados, los parlamentos, la prensa y las escuelas —en verdad, todas las formas de educación y protección— empleados de manera efectiva como un instrumento para proteger a una minoría, mientras a las masas se les negaba cualquier derecho. Descubrí que los políticos sabían cómo enredar cualquier cuestión, cómo controlar la opinión pública y manipular las votaciones a su propio favor y el de sus aliados financieros e industriales. Esta es la imagen de la democracia que rápidamente descubrí a mi llegada a los Estados Unidos. Lo cierto es que se han producido escasos cambios desde entonces.

Esta situación, que era el pan de cada día, fue lo que me dio fuerzas para romper con las farsas, siendo reforzada vívida y claramente por un hecho que tuvo lugar a poco de mi llegada a Norteamérica. Fue el denominado Disturbios de Haymarket, el cual tuvo como consecuencia un juicio y la condena de ocho hombres, entre los cuales había cinco anarquistas. Sus crímenes eran un amor sin límites hacia sus prójimos y su determinación para emancipar a las masas de oprimidos y desheredados. De ninguna forma el Estado de Illinois consiguió probar sus vínculos con la bomba que fue arrojada en un mitin al aire libre en la Haymarket Square de Chicago. Fue su anarquismo lo que conllevó su condena y ejecución el 11 de noviembre de 1887. Este crimen judicial dejó una marca indeleble en mi mente y corazón, y me condujo a informarme por mí misma sobre el ideal por el cual estos hombres habían muerto tan heroicamente. Me dediqué a su causa.

Se requiere algo más que la experiencia personal para alcanzar una filosofía o punto de vista frente a cualquier hecho específico. Es la calidad de nuestra respuesta frente al hecho y nuestra capacidad para interiorizar las vidas de los demás lo que nos ayuda a hacer sus vidas y experiencias como propias. En mi caso, mis convicciones derivaron y se desarrollaron a partir de los sucesos en la vida de los otros, tanto como a partir de mi propia experiencia. El ver someter a los demás por medio de la autoridad y la represión, económica y política, va más allá de cualquier cosa que yo pueda soportar.

Se me ha preguntado en muchas ocasiones por qué he mantenido tal antagonismo sin compromisos con el gobierno y de qué manera he sido oprimida por este. En mi opinión, cualquier individuo es oprimido por el gobierno. Imponiendo impuestos sobre la producción. Creando aranceles, los cuales impiden el libre intercambio. Incluso, defendiendo el status quo y el comportamiento y creencias tradicionales. Entrando en nuestras vidas privadas y en las relaciones personales más íntimas, fomentando las supersticiones, el puritanismo y la distorsión para imponer sus ignorantes prejuicios y servidumbre moral sobre los espíritus libres, sensibles e imaginativos. El gobierno logra esto a través de sus leyes de divorcio, su dictadura moral y a través de miles de nimias persecuciones de aquellos que son lo suficientemente honestos como para no llevar la máscara de la respetabilidad moral. Además, el gobierno protege al fuerte a expensas del débil, facilitando juzgados y leyes que el rico puede menospreciar y el pobre debe obedecer. Permite al rico depredador hacer guerras que les proporcionen mercados extranjeros para sus productos, con la prosperidad para los gobernantes y la muerte generalizada para los gobernados. Sin embargo, no solo es el gobierno, en el sentido del Estado, quien es dañino para cualquier valor o cualidad individual. Es todo el complejo de la autoridad y la dominación institucional el que estrangula la vida. Es la superstición, el mito, el fingimiento, la evasiva y la servidumbre que respalda la autoridad y la dominación institucional. Es la reverencia frente a estas instituciones inculcada en la escuela, la iglesia y el hogar con el fin de que el hombre crea y obedezca sin protestar. Tal proceso de reprimir y distorsionar las personalidades de los individuos y de toda la comunidad puede haber sido parte de la evolución histórica; pero debe ser combatido enérgicamente por cada mente honesta e independiente en esta época que pretende ser de progreso.

A menudo se ha sugerido que la Constitución de los Estados Unidos es suficiente garantía para la libertad de sus ciudadanos. Es obvio que, no obstante, la libertad que pretende garantizar es muy limitada. No me llama la atención lo apropiado de su salvaguarda. Las naciones del mundo, con cientos de leyes internacionales detrás de ellas, nunca han titubeado en tomar parte en la destrucción en masa bajo la solemne promesa de mantener la paz; y los documentos legales en Norteamérica no han impedido a los Estados Unidos hacer lo mismo. Aquellos que tienen la autoridad siempre abusarán de su poder. Y los ejemplos en contra son tan raros como una rosa que crece en un iceberg. La Constitución, al contrario de jugar un papel liberador para el pueblo norteamericano, ha conllevado la usurpación de su capacidad para confiar en sus propias fuerzas o pensar por sí mismo. Los norteamericanos son fácilmente engañados por la santidad de la ley y la autoridad. De hecho, el modelo de vida se ha vuelto rutinario y ha sido estandarizado y mecanizado como la comida enlatada y el sermón de los domingos. La inmensa mayoría se traga fácilmente la información de las agencias de prensa y de los fabricantes de ideas y creencias. Se desarrolla bajo los conocimientos otorgados por las radios y revistas baratas de las corporaciones, cuyo filantrópico fin es vender a Norteamérica. Acepta los patrones de conducta y arte, al mismo tiempo que los anuncios de goma de mascar, pasta de dientes o ceras para los zapatos. Incluso las canciones son realizadas como los botones o los neumáticos de los coches, todo hecho con el mismo molde.

II

No he perdido todavía la esperanza en relación con el modo de vida norteamericano. Al contrario, siento que la frescura del modelo norteamericano y las energías intelectuales y emocionales todavía sin explotar en el país nos brindan muchas esperanzas para el futuro. La guerra ha dejado a su estela una generación desorientada. La demencia y la brutalidad que tuvieron que ver, la innecesaria crueldad y derroche que casi destruye el mundo, les hizo dudar de los valores que les habían dejado sus mayores. Algunos, sin saber nada del pasado del mundo, intentaron crear nuevas formas de vida y de arte a partir de la nada. Otros, experimentaron con la decadencia y la desesperación. Muchos de ellos, incluso en su rebeldía, eran patéticos. Fueron conducidos hacia la sumisión y la inutilidad debido a que carecían de un ideal, obstaculizados por su sentido de pecado y el peso de las ideas muertas en las cuales no podían seguir creyendo.

En los últimos tiempos, se ha desarrollado un nuevo espíritu, manifestado en una juventud que está creciendo en la depresión. Este espíritu es más resuelto aunque todavía confuso. Quiere crear un nuevo mundo, pero no está claro cómo quiere hacerlo. Por esta causa, la joven generación busca salvadores. Tiende a creer en dictadores y aclama a cada nuevo aspirante para este honor como a un mesías. Quieren modos preconcebidos de salvación en donde una minoría sabia dirija la sociedad en una dirección única hacia la utopía. Todavía no se han percatado que deben salvarse a sí mismos. La nueva generación todavía no ha aprendido que los problemas a los que tiene que hacer frente solo pueden ser resueltos por ellos mismos y que esta solución tiene que tener como base la libertad social y económica, vinculada con la lucha de las masas por el derecho al banquete de la vida.

Como ya he planteado, mi objeción a la autoridad en cualquiera de sus formas deriva de una visión social más amplia, antes que a partir de lo que yo hubiera podido haber sufrido. El gobierno, por supuesto, ha interferido en mi plena expresión, como les ha ocurrido a tantos otros. Ciertamente, los poderes no se han olvidado de mí. Las redadas en mis conferencias durante los treinta y cinco años de actividad en los Estados Unidos fueron un hecho común, acompañadas de innumerables arrestos y tres condenas de cárcel. Esto fue seguido por la revocación de mi ciudadanía y mi deportación. La mano de la autoridad ha interferido en mi vida desde siempre. Si he podido expresarme, fue a pesar de todos los obstáculos y dificultades puestos en mi sendero y no a causa de ellos. En esto no estaba sola. El mundo entero ha dado figuras heroicas para la humanidad, quienes frente a la persecución y las injurias, han vivido y luchado por su derecho y el derecho de la humanidad a expresarse libremente y sin ataduras. Norteamérica se ha distinguido por haber contribuido con un amplio contingente de oriundos que no se han quedado a la zaga. Walt Whitman, Henry David Thoreau, Voltairine de Cleyre, una de las grandes anarquistas norteamericanas; Moses Harman, el pionero de la emancipación femenina de las ataduras sexuales; Horace Traubel, el melodioso cantante de la libertad, y una amplia gama de otras almas valerosas que se han expresado de acuerdo con su visión del nuevo orden social, basado en la libertad frente a cualquier forma de coerción. Cierto es que el precio que tuvieron que pagar fue alto. Fueron privados de la mayor parte de las facilidades que la sociedad brinda a los capacitados y con talento, pero denegadas cuando no se es servil. A pesar del precio pagado, sus vidas fueron mucho más ricas que las de los comunes. Yo, igualmente, me he sentido enriquecer sin medidas. Pero eso es consecuencia de mi descubrimiento del anarquismo, que más que otra cosa, ha reforzado mi convicción de que la autoridad atrofia el desarrollo humano, mientras que la plena libertad lo garantiza.

Considero al anarquismo como la más bella y práctica filosofía que ha sido pensada para la expresión individual y la relación establecida entre el individuo y la sociedad. Es más, estoy segura que el anarquismo es demasiado vital y cercano a la naturaleza humana como para desaparecer. Estoy convencida que la dictadura, ya sea de derechas o de izquierdas, nunca puede funcionar, que nunca ha funcionado y que el tiempo lo probará de nuevo, como lo demostró en el pasado. Cuando el fracaso de la moderna dictadura y las filosofías autoritarias sea más evidente y la comprensión del fracaso más generalizado, el anarquismo quedará justificado. Considerado desde este punto de vista, el fortalecimiento de las ideas anarquistas en un futuro próximo es muy probable. Cuando esto ocurra y sea efectivo, creo que la humanidad abandonará el laberinto en el que hasta ahora ha permanecido y transitará por el sendero de la vida sensata y la regeneración a través de la libertad.

Muchos niegan la posibilidad de tal regeneración sobre la base de que la naturaleza humana no puede cambiarse. Aquellos que insisten en que la naturaleza humana ha permanecido inmutable no han aprendido nada. Ciertamente, ellos no tienen ni la más remota idea de los fabulosos progresos que se han producido en la sociología y la psicología, demostrando más allá de cualquier sombra de duda que la naturaleza humana es plástica y puede ser modificada. La naturaleza humana no es, de ninguna manera, una cantidad fija. Al contrario, es fluida y reacciona frente a las nuevas condiciones. Así, por ejemplo, si el denominado instinto de autopreservación fuera tan esencial como se supone que es, las guerras haría tiempo que hubieran sido eliminadas, como todas aquellas actividades peligrosas y dañinas.

Me gustaría puntualizar que no serán necesarios grandes cambios como de manera generalizada se supone, para que un nuevo orden social, como el concebido por los anarquistas, triunfe. Presiento que las actuales condiciones serán suficientes si se elimina la artificial opresión, la desigualdad, y las fuerzas armadas y la violencia que la apoyan.

En contra de esta postura, se plantea que si la naturaleza humana no pudiera modificarse, ¿hubiera surgido el deseo de libertad en el ser humano? El amor a la libertad es un rasgo universal, y ninguna tiranía ha conseguido hasta el momento erradicarlo. Algunos de los actuales dictadores pueden demostrarlo y, de hecho, lo ejemplifican con cada instrumento de crueldad que crean. Incluso si pudieran desarrollar sus proyectos durante mucho tiempo, cosa harto difícil de concebir, tendrían que hacer frente a otras dificultades. En primer lugar las personas, a quienes los dictadores están intentando manipular, tendrían que ser aisladas de toda tradición histórica que pudieran indicarles los beneficios de la libertad. Igualmente, deberían ser aisladas del contacto con otras personas de las cuales pudieran asumir pensamientos libertarios. Sin embargo, es un hecho que la persona tiene conciencia de sí misma, como un ser diferente de los demás, que da lugar al deseo de actuar libremente. El deseo de libertad y autoexpresión es un rasgo fundamental y dominante.

Como suele ser usual cuando las personas intentan deshacerse de aquellos hechos desagradables, me he encontrado con la afirmación de que el hombre común no quiere la libertad; que el amor hacia ella solo existe en unos pocos; que los norteamericanos, de hecho, simplemente no la tienen en cuenta. Que los norteamericanos no han perdido plenamente su deseo de libertad queda demostrado por su resistencia frente a la última Ley Prohibicionista, que fue tan efectiva que incluso los políticos, finalmente, hicieron caso a la demanda popular y derogaron la enmienda.

Si las masas norteamericanas hubieran actuado tan resueltas frente a otras cuestiones fundamentales, se hubieran logrado muchísimas más cosas. Es cierto, sin embargo, que el pueblo norteamericano comienza a estar preparado para las ideas más avanzadas. Esto es consecuencia de la evolución histórica del país. El surgimiento del capitalismo y de un país poderoso es, después de todo, algo reciente en los Estados Unidos. Muchos todavía creen estúpidamente que se debe retornar a la tradición de los pioneros, cuando el triunfo era más fácil, las oportunidades eran más abundantes que ahora, y la situación económica del individuo no era estática y carente de esperanzas.

Es cierto, no obstante, que el estadounidense medio todavía cree en estas tradiciones, convencido aún de que la prosperidad volverá. Pero, aunque un número de personas carezcan de personalidad y de capacidad para pensar independientemente, no puedo admitir que por esta razón la sociedad deba tener una guardería especial que los regenere. Insisto que la libertad, la verdadera libertad, una más libre y flexible sociedad, es el único medio para el desarrollo de las mejores potencialidades de la persona.

Admitiré que algunas personas adquieren gran talla en su rebelión frente a las condiciones existentes. Soy plenamente consciente del hecho de que mi propio desarrollo se produjo en gran parte durante mi rebelión. Pero considero absurdo plantear a partir de este hecho que los males sociales deben tener lugar para que se produzca la rebelión frente a ellos. Tal argumento es una reiteración de la vieja idea religiosa de la purificación. En primer lugar, carece de imaginación como para pensar que una persona que muestra cualidades por encima de lo común las adquirió de una sola manera. Una persona que, bajo este sistema, se ha desarrollado entre las líneas de la rebelión, podría, en una situación social diferente, haberse desarrollado como un artista, un científico o en cualquier otra capacidad creativa e intelectual.

III

No puedo afirmar que el triunfo de mis ideas pueda eliminar todos los posibles problemas en la vida del ser humano para siempre. Lo que creo es que eliminando los actuales obstáculos artificiales al progreso, despejaría el terreno para nuevos logros y placeres vitales. La naturaleza y nuestros propios complejos nos aportarán suficiente dolor y luchas. Entonces, ¿por qué mantener que el innecesario sufrimiento que nos impone nuestra actual estructura social, sobre la base mítica de que nuestros caracteres serán, por lo tanto, reforzados, cuando los corazones destrozados y las vidas aplastadas alrededor nuestro diariamente desmienten tal afirmación?

La mayor parte de las preocupaciones sobre el debilitamiento del carácter humano bajo la libertad proceden de las personas prósperas. Es muy difícil convencer a una persona hambrienta que saciar su hambre arruinará su carácter. En cuanto al desarrollo individual en la sociedad que espero con ansiedad, creo que es de esperar que con la libertad y la abundancia, la reprimida iniciativa individual quedará liberada. La curiosidad humana y el interés por el mundo, es de esperar que desarrollen a los individuos en todos los aspectos posibles.

Por supuesto, aquellos que están imbuidos en el presente, les será imposible percatarse que el beneficio personal puede ser reemplazado por otra fuerza que pueda motivar a las personas a dar lo mejor de cada uno. Es cierto que la motivación de la especulación y el beneficio personal son unos factores fundamentales en nuestro actual sistema. Tienen que serlo. Incluso los ricos se sienten inseguros; esto es, quieren proteger lo que tienen y apuntalarlo. La especulación y el beneficio personal, como motivaciones, sin embargo, están vinculados con otras motivaciones fundamentales. Cuando alguien se provee de ropa y refugio, si es del tipo de persona emprendedora, continuará trabajando para lograr un estatus que le dé prestigio ante sus compañeros. Bajo unas condiciones de vidas diferentes y más justas, estas motivaciones básicas podrían ser empleadas para otras cuestiones, y la motivación del beneficio personal, que solo es su manifestación exterior, desaparecerá. Incluso en la actualidad, el científico, el inventor, el poeta y el artista no está motivado fundamentalmente por la especulación o el beneficio. La necesidad de crear es la primera y más pujante fuerza en sus vidas. La ausencia de esta necesidad entre las masas obreras no es algo sorprendente, ya que sus trabajos son mortalmente rutinarios. Sin ningún vínculo con sus vidas o necesidades, su labor es realizada en el más atroz contexto, para beneficio de aquellos que tienen el poder de decidir sobre la vida de las masas. ¿Por qué, entonces, deberían tener la necesidad de dar de sí mismos más allá de lo necesario para mantener sus miserables existencias?

En el arte, en la ciencia, en la literatura y en los diversos aspectos de la vida que se mantienen al margen de nuestra existencia cotidiana somos propensos a investigar, a experimentar y a innovar. Así, tan grande es nuestra reverencia frente a la autoridad que un irracional temor surge entre la mayoría de las personas cuando se les sugiere que experimenten. Seguramente, existen mayores razones para experimentar en el campo social que en el científico. Por lo tanto, es de esperar que la humanidad, o una parte de ella, tenga la posibilidad, en un futuro no muy distante, de vivir y desarrollarse bajo los principios de la libertad que corresponden a los primeros estadios de una sociedad anarquista. La creencia en la libertad supone que los seres humanos pueden cooperar entre sí. Incluso, sorprendentemente, lo hacen de manera generalizada en la actualidad ya que si no, la sociedad sería imposible. Si se eliminan aquellos aspectos mediante los cuales los seres humanos pueden atacarse los unos a los otros, tales como la propiedad privada, y si la creencia en la autoridad puede eliminarse, la cooperación será espontánea e inevitable, y el individuo encontrará en el contribuir al enriquecimiento del bienestar social su máxima vocación.

El anarquismo solo da importancia a la persona, a sus posibilidades y necesidades en una sociedad libre. En vez de decirle que debe arrodillarse y rezar frente a las instituciones, vivir y morir por conceptos abstractos, quebrar su corazón y atrofiar su vida por tabúes, el anarquismo insiste en que el centro de gravedad de la sociedad es la persona, la cual debe pensar por sí misma, actuar en libertad y vivir plenamente. El objetivo del anarquismo es que cada individuo sea capaz de hacerlo. Para que pueda desarrollarse libre y plenamente, la persona debe ser liberada de la interferencia y la opresión de los demás. La libertad es, por lo tanto, la piedra angular de la filosofía anarquista. Por supuesto, esto no tiene nada en común con el tan cacareado «individualismo a ultranza». Tal individualismo depredador es realmente flojo, no rudo.[37] Al más mínimo problema, este individualismo acude a refugiarse al amparo del Estado y gimotea por su protección mediante el ejército, la marina o cualquier otro medio represor que tiene a su mano. Su «individualismo a ultranza» simplemente es una de las máscaras que la clase gobernante tiene para llevar a cabo sus desenfrenados negocios y su extorsión política.

A pesar de la actual tendencia hacia la represión, los Estados totalitarios o las dictaduras de izquierda, mis ideas se han mantenido firmes. De hecho, han sido reforzadas por mi experiencia personal y los propios eventos mundiales a lo largo de los años. No he encontrado razones para cambiar, pues no creo que la tendencia hacia las dictaduras pueda alguna vez dar solución a nuestros problemas sociales. Como en el pasado, insisto que la libertad es la base del progreso y esencial en cada aspecto de la vida. Lo podemos considerar como una especie de ley de la evolución social. Confío en el individuo y en la capacidad de las personas libres para llevar a cabo un trabajo en común.

Es un hecho que el movimiento anarquista, por el cual me he desvivido durante tanto tiempo, hasta cierto punto ha caído en desuso y ha quedado eclipsado por la filosofía autoritaria y coercitiva, lo cual me llega a preocupar pero no me desespera. Me parece un detalle de especial significación que muchos países se nieguen a acoger a los anarquistas. Todos los gobiernos aceptan el planteamiento de que los partidos, tanto de derechas como de izquierdas, pueden proponer cambios sociales, en tanto acepten la idea del gobierno y la autoridad. Los anarquistas son los únicos que han roto con ambos conceptos y defienden una rebelión sin componendas. A largo plazo se debe considerar, por tanto, al anarquismo, como el elemento más letal frente a los actuales regímenes, en contraste con todas las otras teorías sociales que en la actualidad claman por el poder.

Considerándolo desde este punto de vista, pienso que mi vida y mi labor han sido exitosas. Lo que se considera generalmente como éxito, adquirir riquezas, el acceso al poder o el prestigio social, me parece el más deprimente fracaso. Me niego a aceptar lo que se suele decir de una persona que ha logrado una «posición», es decir que ya ha concluido, que su desarrollo concluye en ese punto. Siempre he luchado por mantenerme en un estado de cambio continuo, persistiendo en el crecimiento, y no anquilosarme en una posición de autosatisfacción. Si pudiera volver a vivir mi vida, como cualquiera, solo cambiaría pequeños detalles. Pero ninguna de mis principales acciones y actitudes las cambiaría. En verdad, trabajaría por el anarquismo con similar devoción y confianza en su triunfo final.

XV. En qué creo

New York World, 19 de julio de 1908

En qué creo ha sido el objetivo en numerosas ocasiones de los gacetilleros. Tales historias espeluznantes e incoherentes se han lanzado sobre mí, que no me extraña que a cada ser humano común le dé un vuelco el corazón cada vez que se menciona el nombre de Emma Goldman. Es una lástima que no vivamos en los tiempos cuando las brujas eran quemadas en la hoguera y torturadas para expulsar el espíritu maligno de sus cuerpos. Para ellos, de hecho, Emma Goldman es una bruja. Es verdad que no se come a los niños, pero ella ha hecho cosas más terribles. Fabrica bombas y juega con la vida de los dirigentes del Estado. ¡Uhhh!

Tales son las impresiones que el público tiene sobre mí y mis ideas. Por ello es muy de agradecer que el World haya dado la oportunidad a sus lectores para que sepan realmente cuáles son mis creencias.

El estudioso de la historia del pensamiento progresista es perfectamente consciente de que cada idea, en sus primeros estadios, ha sido despreciada y que los defensores de tales planteamientos han sido calumniados y perseguidos. No hace falta ir dos mil años atrás, al tiempo en el cual los que creían en lo que predicaba Jesús eran arrojados a la arena o encerrados en calabozos, para percatarse cómo las grandes creencias o los más fervientes creyentes son incomprendidos. La historia del progreso está escrita con la sangre de los hombres y mujeres que se han atrevido a vincularse con causas impopulares, como, por ejemplo, los derechos de los negros a controlar su propio ser, o las mujeres de su propio pensamiento. Si, por tanto, desde tiempos inmemoriales, lo nuevo ha tenido que hacer frente al rechazo y la condena, ¿por qué mis creencias deberían estar exentas de su corona de espinas?

En qué creo es algo más bien cambiante antes que algo irreversible. Lo definitivo es para los dioses y los gobiernos, no para la inteligencia humana. Aunque puede ser cierto que el modelo de libertad de Herbert Spencer es el más brillante sobre esta cuestión, como base política de la sociedad, la vida es algo más que fórmulas. La batalla por la libertad, como muy bien ha indicado Ibsen, es la lucha por, y no solo para, alcanzar la libertad que libere lo más poderoso, fundamental y destacable del carácter humano.

El anarquismo no es solo un proceso que marche por «caminos sombríos», sino que vivifica todo lo que es positivo y constructivo en el desarrollo orgánico. Es la manifiesta protesta del tipo más militante. Absolutamente inflexible, insistiendo e impregnando las fuerzas que hacen frente al más terco ataque y que resiste a las críticas de aquellos que en verdad constituyen las últimas voces de una época decadente.

Los anarquistas no son simples espectadores en el teatro del avance social; al contrario, tienen unos conceptos muy positivos con respecto a los objetivos y los métodos.

Como debo expresarme lo más claro posible en el menor espacio, permítaseme que adopte el típico esquema para desarrollar en qué creo.

I. Respecto de la propiedad

La «propiedad» significa el dominio sobre los objetos y la negación a los demás de usar tales objetos. En tanto la producción no sea igual a la demanda, la propiedad institucional pudo tener alguna raison d’être.[38] Pero solo hace falta consultar a los economistas para saber que la productividad del trabajo en las últimas décadas se ha incrementado extraordinariamente, excediendo a la normal demanda cientos de veces, convirtiendo a la propiedad no solo en una traba para el bienestar de los seres humanos, sino en un obstáculo, una barrera mortal, para todo progreso. Es el dominio privado de los bienes lo que condena a millones de personas a ser nada, muertos vivientes sin originalidad o capacidad de iniciativa, maquinarias vivientes, que acumulan montañas de riquezas para otros, recibiendo a cambio una vida gris, aburrida y miserable. Creo que no puede existir una legítima riqueza, una riqueza social, en tanto se base en las vidas humanas, la vida de jóvenes y viejos, en la vida de los que están por venir.

Se afirma, por parte de los pensadores radicales, que la causa fundamental de este terrible estado de la cuestión es: 1.º) que la mayoría de los hombres deben vender su labor, 2.º) que su predisposición y opinión está subordinada a la voluntad de su amo.

El anarquismo es la única filosofía que puede, y debe, acabar con esta situación humillante y degradante. Se diferencia de las otras teorías en que se centra en el desarrollo del ser humano, su bienestar físico, sus cualidades latentes e innata disposición que deben determinar el tipo y condiciones de su trabajo. De igual modo, deben ser sus condiciones físicas y mentales, y las necesidades de su alma, lo que determine lo que cada uno deba recibir. Para hacer esto realidad, solo es posible, creo, en una sociedad basada en la voluntaria cooperación de los grupos productivos, comunidades y sociedades que libremente se federarán juntas, que finalmente desarrollarán el comunismo libertario, actuando por la solidaridad de intereses. No puede existir libertad, en el amplio sentido de la palabra, ni desarrollo armonioso, en tanto las consideraciones mercenarias y comerciales jueguen un papel fundamental en la determinación de la conducta personal.

II. Respecto del gobierno

Creo que el gobierno, la autoridad organizada o el Estado, solo son necesarios para mantener o proteger la propiedad y los monopolios. Está suficientemente demostrado esta única función. Por no potenciar la libertad individual, el bienestar humano y la armonía social, lo que debería constituir el verdadero orden, los gobiernos han sido condenados por todos los grandes pensadores del mundo.

Por lo tanto, creo, con mis compañeros anarquistas, que las regulaciones estatutarias, las promulgaciones legales, las disposiciones constitucionales, son invasoras. Nunca han inducido a un hombre a hacer algo que él no quisiera hacer por la capacidad de su intelecto o temperamento, ni evitó nada que el hombre no haya sido capaz de hacer por las mismas causas. La pictórica descripción de Mollet, The man with the hoe,[39] la obra maestra sobre la minería de Meunier que ha ayudado a valorizar este trabajo frente a su anterior degradante consideración; las descripciones de Gorki del submundo, los análisis psicológicos de Ibsen de la vida humana, nunca podrían haber sido inducidas por el gobierno como no potencia el espíritu que impele al hombre a salvar a un niño que se ahoga o a una mujer herida de un edificio en llamas, las regulaciones legales o las porras de los policías. Creo, de hecho, que todo lo bueno y bello de la acción y expresión del ser humano tiene lugar a pesar del gobierno y no a causa de él.

Los anarquistas están, por lo tanto, justificados cuando asumen que el anarquismo, que la falta de gobierno, potenciará la más grande y amplia oportunidad para un desarrollo humano sin cortapisas, la piedra angular del verdadero progreso y armonía social.

En relación con el argumento estereotipado de que el gobierno reprime el crimen y los vicios, incluso no es creíble ni para los propios legisladores. Este país gasta millones de dólares para mantener a los criminales tras los barrotes de las prisiones, a pesar de que el crimen no ha parado de incrementarse. Seguramente, ¡este estado de las cosas no es consecuencia de la carencia de leyes! El noventa por ciento de todos los crímenes son delitos contra la propiedad, que tienen su causa en nuestras injusticias económicas. En tanto y en cuanto continúen existiendo estas injusticias, podremos convertir cada farola en una horca sin que se aprecie el más mínimo efecto sobre los delitos cometidos entre nosotros.

Los delitos, que son consecuencia de la herencia, nunca podrán ser evitados mediante la ley. Ciertamente, en la actualidad sabemos que tales delitos pueden ser tratados de manera más efectiva solo mediante los mejores métodos modernos de la medicina que están a nuestro alcance, y, sobre todo, mediante un profundo sentimiento de hermandad, generosidad y comprensión.

III. Respecto del militarismo

No debería tratar este aspecto de manera independiente, en tanto tiene más que ver con la parafernalia del gobierno, si no fuera porque aquellos que más vigorosamente se oponen a mis creencias, al representar en última instancia el poder, son los apologistas del militarismo.

De hecho, son los anarquistas los únicos verdaderos defensores de la paz, las únicas personas que claman para frenar la creciente tendencia del militarismo, que está transformando rápidamente este, tradicionalmente país de la libertad, en una potencia imperialista y despótica.

El espíritu militarista es el más despiadado, cruel y brutal que existe. Promociona una institución mediante la cual no necesita ni siquiera fingir una justificación. El soldado, como ha indicado Tolstoi, es un asesino de seres humanos. No mata por amor, como podría hacer el salvaje, o por pasión, como ocurre con los homicidas. Es una herramienta mecánica, de sangre fría, que obedece a sus superiores militares. Está predispuesto a rebanar una garganta o echar a pique un navío al dictado de sus oficiales, sin saber el porqué o, tal vez, solo importándole cómo. Me confirma esta afirmación nada menos que una lumbrera militar como el general Funston. Cito el último artículo del New York Evening Post del 30 de junio, que trata el caso del soldado William Buwalda que ha provocado una conmoción a lo largo de todo el Noroeste.[40] «La primera obligación de un oficial o un recluta», decía nuestro noble guerrero, «es una incuestionable obediencia y lealtad frente al gobierno al cual ha jurado fidelidad; no existe diferencias ya sea que él apruebe o no tal gobierno».

¿Cómo podemos armonizar el principio de una «ciega obediencia» con el principio de «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»? El mortal poder del militarismo no ha quedado tan eficazmente demostrado hasta el momento como con la reciente condena por un consejo de guerra de William Buwalda, de San Francisco, Compañía A, Ingenieros, a 5 años en una prisión militar. Estamos ante un hombre que contaba con 15 años de servicios de manera continuada. «Su carácter y conducta eran intachables», nos dijo el general Funston quien, en consideración a ello, redujo la condena de Buwalda a 3 años. De esta manera, un hombre fue expulsado inmediatamente del ejército, con deshonores, robándole la posibilidad de recibir una pensión y enviado a prisión. ¿Cuál fue su crimen? ¡Solo oír en la Norteamérica de las libertades! William Buwalda acudió a una conferencia pública, y tras la charla, estrechó la mano de la oradora. El general Funston, en su carta al Post, de la cual he hecho referencia anteriormente, afirmaba que la acción de Buwalda fue una «gran ofensa militar, infinitamente mayor que la deserción». En otras declaraciones públicas que realizó el general en Portland, Oregon, afirmó que «El delito de Buwalda fue muy serio, igual que la traición».

Es cierto que la conferencia estaba organizada por los anarquistas. Si hubieran convocado el acto los socialistas,[41] nos comentaba el general Funston, no hubiera existido objeción alguna a la presencia de Buwalda. De hecho, el general decía, «No tendría ni la más mínima duda en asistir a una conferencia socialista». Pero ¿puede existir algo más «desleal» que asistir a una conferencia anarquista con Emma Goldman como oradora?

Por este terrible delito, un hombre, un ciudadano de origen norteamericano, que había dado a este país los mejores 15 años de su vida, y cuyo carácter y conducta durante ese tiempo había sido intachable, actualmente languidece en prisión, con deshonor y hurtado su modo de vida.

¿Puede haber algo más destructivo para el verdadero genio de la libertad que el espíritu que hizo posible la condena de Buwalda, el espíritu de la ciega obediencia? ¿Es por esto por lo que los norteamericanos han sacrificado en los últimos años 400 millones de dólares y su vitalidad?

Creo que el militarismo, una armada y ejército permanente en cualquier país, es indicativo de la pérdida de la libertad y de la destrucción de todo lo mejor y lo más puro de la nación. El clamor creciente a favor de más navíos de guerra y el aumento del ejército bajo la excusa de que nos garantizará la paz es tan absurdo como el argumento de que el hombre más pacífico es aquel que está perfectamente armado.

La misma carencia de consistencia es mostrada por esos defensores de la paz que se oponen al anarquismo, ya que supuestamente potencia la violencia, mientras ellos mismos están encantados con la posibilidad de que la nación estadounidense esté pronto preparada para arrojar bombas sobre indefensos enemigos por medio de máquinas voladoras.

Creo que el militarismo cesará cuando los amantes de la libertad a lo largo del mundo digan a sus amos: «Vayan y asesinen ustedes mismos. Nos hemos sacrificado nosotros y nuestros seres queridos ya lo suficiente luchando en sus batallas. A cambio, ustedes nos han parasitado y robado en tiempos de paz y nos han tratado brutalmente en tiempos de guerra. Nos han separado de nuestros hermanos y han convertido en un matadero el mundo. No, no seguiremos asesinando o luchando por un país que ustedes nos han robado».

Creo, con todo mi corazón, que la fraternidad humana y la solidaridad despejarán el horizonte frente a esta sangrienta carrera de guerra y destrucción.

IV. Respecto de la libertad de expresión y de prensa

El caso Buwalda es solo un aspecto más de la cuestión más amplia de la libertad de expresión, de prensa y el derecho a la libre reunión.

Muchas buenas personas piensan que los principios de la libre expresión o de prensa pueden ser ejercidos correctamente y con seguridad dentro de los límites de las garantías constitucionales. Esto solo es una excusa, me parece, para potenciar la apatía e indiferencia frente al violento ataque contra la libertad de expresión y de prensa que hemos sufrido en este país en los últimos meses.

Creo que la libertad de expresión y prensa viene a significar que yo pueda decir y escribir lo que me plazca. Este derecho, cuando queda regulado por los principios constitucionales, los decretos legislativos, la decisión del todopoderoso Director General de Correos o las cachiporras de los policías, se convierte en una farsa. Soy consciente que se me advertirá de las consecuencias de eliminar las cadenas a la expresión y prensa. Creo, sin embargo, que el remedio frente a las consecuencias que resulten de un ejercicio sin límites de expresión es permitir una mayor libertad de expresión.

Las cortapisas mentales nunca han podido poner freno a la marea del progreso, en tanto que las explosiones sociales prematuras solo han tenido lugar tras una oleada de represiones. ¿Aprenderán alguna vez nuestros gobernadores que países como Inglaterra, Holanda, Noruega, Suecia y Dinamarca, con una amplia libertad de expresión, han quedado liberados de las consecuencias? Sin embargo, Rusia, España, Italia, Francia y, desafortunadamente, Norteamérica, han añadido estas consecuencias a los factores políticos más urgentes. El nuestro se supone que es un país gobernado por las mayorías, y aunque ningún policía está investido con el poder de la mayoría, puede romper una conferencia, echar al conferenciante del estrado y expulsar a golpes a la audiencia fuera del local, siguiendo el modelo ruso. El Director General de Correos, que no es un funcionario electo, tiene el poder de secuestrar publicaciones y confiscar el correo. Frente a su decisión, no existe más capacidad de apelación que en la Rusia zarista. Ciertamente, creo que necesitamos una nueva Declaración de Independencia. ¿No existe un moderno Jefferson o Adams?

V. Respecto de la iglesia

En una reciente convención política de lo que fue una vez una idea revolucionaria, se aprobó que la religión y la consecución del voto no tienen nada que ver el uno con el otro. ¿Por qué deben serlo? En tanto el ser humano está predispuesto a delegar el cuidado de su alma al diablo, podría, con la misma coherencia, delegar en los políticos el cuidado de sus derechos. Que la religión es un asunto privado ha sido establecido por los Bis-Marxian Socialists[42] de Alemania. Nuestros marxistas norteamericanos, carentes de vida y originalidad, deberían acudir a Alemania en busca de su sabiduría. Este conocimiento ha servido como un moderador fundamental para conducir a millones de personas dentro de la perfectamente disciplinada armada del socialismo. Podrían hacer lo mismo aquí. ¡Por Dios! No ofendan la respetabilidad, no ofendan los sentimientos religiosos de las personas.

La religión es una superstición que fue creada por la incapacidad de la mente del ser humano para dar respuesta a los fenómenos naturales. La Iglesia es una institución organizada que siempre ha sido un impedimento para el progreso.

El clericalismo organizado ha despojado a la religión de su candidez y su primitivismo. Ha convertido la religión en una pesadilla que oprime el alma humana y mantiene su mente esclavizada. «El dominio de la oscuridad», como el último verdadero cristiano, Lev Tolstoi, ha denominado a la Iglesia, ha sido el enemigo del desarrollo humano y el libre pensamiento, y como tal, no tiene lugar en la vida de unas personas verdaderamente libres.

VI. Respecto del matrimonio y del amor

Creo que estas son las cuestiones, probablemente, más tabúes en este país. Es casi imposible hablar sobre ello sin escandalizar la preciada decencia de mucha gente. No nos extraña que prevalezca tanta ignorancia en relación con estas cuestiones. Solo un debate abierto, franco e inteligente podrá purificar el aire del histerismo, de tonterías sentimentales que amortajan estos aspectos vitales, vitales para el bienestar tanto individual como social.

Matrimonio y amor no son sinónimos; al contrario, son antagonistas. Soy consciente del hecho de que algunos matrimonios son producto del amor, pero las estrechas y materialistas limitaciones del matrimonio, como tal, rápidamente aplastan la tierna flor del afecto.

El matrimonio es una institución que posibilita al Estado y a la Iglesia unos ingentes réditos y unos medios para fisgonear en esa fase de la vida que las personas inteligentes, desde siempre, consideran de su propia incumbencia, sus asuntos más sagrados. El amor, que es el factor más poderoso de las relaciones humanas, desde tiempos inmemoriales ha desafiado todas las leyes hechas por los humanos y ha roto los barrotes de los convencionalismos de la Iglesia y la moralidad. El matrimonio suele ser simplemente un acuerdo económico, que asegura a la mujer una póliza de seguro de por vida y al hombre una perpetuadora de su clase o una bonita muñeca. Es decir, el matrimonio, o su preparación para el mismo, predispone a la mujer a una vida como parásita, una sirvienta dependiente e indefensa, mientras que otorga al hombre el derecho a detentar una hipoteca sobre una vida humana.

¿Cómo pueden tales cuestiones tener algo que ver con el amor, el cual renunciaría a todas las riquezas económicas y poder para vivir su propio mundo sin ataduras? Pero esta no es la época del romanticismo, de Romeo y Julieta, de Fausto y Margarita, del éxtasis a la luz de la Luna, de las flores y las melodías. La nuestra es una época práctica. Nuestra primera consideración son los ingresos. Cosa terrible si hemos alcanzado la era en que, se supone, se verificarán los más altos vuelos del alma.

Pero si dos personas adoran el templo del amor, ¿qué debemos hacer con el becerro de oro, el matrimonio? «Este es la única salvaguarda para la mujer, para los niños, para la familia, para el Estado». Pero no es la salvaguarda para el amor; y sin amor, no puede existir ningún verdadero hogar. Sin amor, no debería nacer ningún niño; sin amor, ninguna verdadera mujer puede vincularse con un hombre. El temor de que el amor no sea elemento suficiente para salvaguardar a los niños está caduco. Creo que cuando la mujer firme su propia emancipación, su primera declaración de independencia consistirá en admirar y amar al hombre por las cualidades de su corazón y mente, y no por las cantidades existentes en su bolsillo. La segunda declaración sería que ella tuviera el derecho a seguir ese amor sin impedimentos ni obstáculos externos. La tercera, y la más importante declaración, será el absoluto derecho a la libre maternidad.

Así, una madre y un padre igualmente libres serán la base de la seguridad para el niño. Tienen la fuerza, la solidez y la armonía para crear la atmósfera necesaria en donde la planta humana puede germinar en una exquisita flor.

VII. Respecto de los actos de violencia

Ahora debo señalizar mis creencias sobre lo que más malentendidos ha provocado en las mentes del público norteamericano. «Bien, vamos, ¿ahora no propagas la violencia, el asesinato de la realeza y de los presidentes?». ¿Quién ha dicho eso? ¿Alguien me lo ha escuchado decir? ¿Alguien lo ha visto impreso en nuestros escritos? No, aunque los periódicos lo dicen, todo el mundo lo dice; en consecuencia debe ser así. ¡Oh, qué precisión y lógica la de mi querido público!

Creo que el anarquismo es la única filosofía de paz, la única teoría de las relaciones sociales que valora la vida humana por encima de todo lo demás. Sé que algunos anarquistas han cometido actos de violencia, pero fueron las terribles desigualdades económicas y las grandes injusticias políticas las que les llevaron hacia tales actos, no el anarquismo. Cada institución en la actualidad se basa en la violencia; nuestro medio social está saturado de ella. En tanto exista tal estado de las cosas, tendremos las mismas posibilidades de parar las cataratas del Niágara que de acabar con la violencia. Ya he dicho que los países con mayor libertad de expresión han tenido pocos o ningún acto de violencia. ¿Cuál es la consecuencia? Simplemente que ningún acto violento cometido por los anarquistas ha sido en beneficio, enriquecimiento o provecho personal, antes bien, han sido una protesta consciente contra alguna medida represiva, arbitraria o tiránica tomada desde el poder.

El presidente Carnot, de Francia, fue asesinado por Caserio en respuesta a la negativa de Carnot a conmutar la pena de muerte de Vaillant, por cuya vida había intercedido todo el mundo literario, científico y humanitario de Francia.

Bresci acudió a Italia con sus propios fondos, ganado en las hilaturas de seda de Paterson, para conducir ante la justicia al rey Humberto por su orden de disparar a indefensas mujeres y niños durante un disturbio por pan. Angiolillo ejecutó al primer ministro Cánovas por la resurrección de la inquisición española en la prisión de Montjuich. Alexander Berkman atentó contra la vida de Henry C. Frick durante la huelga de Homestead únicamente por su intensa simpatía por los once huelguistas asesinados por Pinkertons[43] y por las viudas y los huérfanos, desahuciadas por Frick de sus miserables hogares que eran propiedad del señor Carnegie.

Cada uno de estos hombres dieron a conocer sus razones al mundo a través de mítines y declaraciones escritas, mostrando las causas que los condujeron a sus actos, demostrando que las insoportables presiones económicas y políticas, el sufrimiento y la desesperación de sus compañeros, mujeres y niños, provocaron sus actos, y no la filosofía del anarquismo. Se mostraron abiertos, francos y dispuestos a asumir las consecuencias, preparados para entregar sus propias vidas.

Consecuente con la verdadera naturaleza de nuestros males sociales, no puedo condenar a aquellos que, sin haber cometido ningún mal, están sufriendo el extendido mal social.

No creo que estos actos puedan conllevar, y no han tenido esta intención, una reconstrucción social. Esta solo puede ser hecha a través, primero, de un amplio y generalizado aprendizaje del lugar ocupado por el ser humano en la sociedad y su apropiada relación con sus hermanos; y, segundo, a través del ejemplo. Quiero decir, por ejemplo, vivir la verdadera vida una vez sea reconocida, y no simplemente teorizar sobre los elementos de la vida. Finalmente, y como arma más poderosa, la protesta económica consciente, meditada, organizada, de las masas a través de la acción directa y la huelga general.

El argumento generalizado de que los anarquistas se oponen a cualquier organización, y por tanto defienden el caos, es completamente infundado. Es verdad, no confiamos en los aspectos obligatorios y arbitrarios de la organización que obliga a personas con intereses y criterios diferentes a formar un conjunto, unificándolos a través de la coerción. Una organización como consecuencia de la mezcla natural de intereses comunes, creada a través de la unión voluntaria, no solo no es contraria a los anarquistas sino que creen en ella como la única base posible para la vida social.

Esta es la armonía para un crecimiento orgánico que produce variedad de colores y que da lugar al conjunto diverso que admiramos en las flores. Análogamente, podríamos organizar la actividad de seres humanos libres dotados de un espíritu de solidaridad que llevará a la perfección social armónica, que es el anarquismo. De hecho, solo el anarquismo puede dar lugar a una verdadera organización no autoritaria, en tanto suprime los existentes antagonismos entre individuos y clases sociales.

[1] Para completar esta biografía he consultado Revolución y regresión, de R. Rocker. Edit. Americalee. Buenos Aires. Cinq femmes contra le monde, de M. Goldmith. Gallimard, París.

[2] Instrumento de tortura que servía para machacar los dedos del torturado. (N. de E.)

[3] En ocasiones hemos preferido traducir el término man por ser humano pues ese es el sentido en el texto. (N. de E.)

[4] En francés en el original. Razón de ser. (N. de E.)

[5] La expresión milenio venidero debe entenderse dentro de la tradición milenarista de salvación venidera.

[6] Datos tomados de las publicaciones del National Committee on Prison Labor.

[12] Término de difícil traducción, pues vendría a significar narcotizar o emborrachar a alguien para embarcarlo como marinero. (N. de E.)

[13] Emma Goldman emplea el término inglés race (raza). Sin embargo, sería más correcto y de acuerdo con su propio pensamiento, traducirlo por especie, debido al carácter peyorativo que tiene la palabra raza en la actualidad. (N. de E.)

[15] Doctora Sanger, The History of Prostitution.

[16] Es significativo que el libro de la doctora Sanger haya sido excluido por el servicio postal. Evidentemente, las autoridades no están ansiosas de que el público esté informado sobre las verdaderas causas de la prostitución.

[17] Havelock, Ellis, Sex and Society

[18] Guyot, La Prostitution.

[19] Banger, Criminalité et Condition Economique.

[20] Los establos de Augias hace referencia a una de las doce pruebas de Hércules, que consistió en limpiar un establo en donde se acumulaba el estiércol y la paja desde generaciones; para lograr su objetivo, Hércules desvió el curso de los ríos Alfeo y Peneo, barriendo con sus aguas la basura acumulada.

[21] Doctora Helen A. Summer.

[25] El señor Shackleton fue una líder laborista. Es evidente, por lo tanto, que introdujo la ley excluyendo a sus propios electores. El Parlamento inglés da cabida a muchos de estos Judas.

[26] Manera popular rusa de denominar a los intelectuales.

[28] Emma Goldman emplea el término inglés race cuya traducción al castellano es el de raza; sin embargo, teniendo en cuenta el sentido en que empleaba la propia Goldman el término y para evitar interpretaciones racistas que con el tiempo ha adquirido este término, hemos preferido traducirlo por especie humana o población. (N. de T.)

[29] Se refiere a Norteamérica. (N. de E.)

[30] La Colmena en castellano. (N. de E.)

[31] En castellano en el original. Cuervos negros: curas.

[34] George Eliot vivió durante muchos años con George Henry Lewes, lo que les valió el ostracismo por tal relación. (N. de E.)

[36] Del Harper’s Monthly Magazine.

[37] Emma Goldman hace un juego de palabras pues utiliza el término de «rugged individualism», que hemos traducido por individualismo a ultranza, en donde rugged significaría tosco, rudo o fuerte. De ahí que haga esa comparación, empleando el término de flabby (flojo, soso, fofo) como antónimo de rugged. (N. de T.)

[38] En francés en el original. (N. de E.)

[39] El hombre con el azadón. (N. de E.)

[40] William Buwalda era un soldado del ejército quien, por estrechar la mano de Emma Goldman tras una conferencia que dio sobre el patriotismo en San Francisco en 1908, fue arrestado, juzgado en consejo de guerra, expulsado con deshonores y condenado a 5 años de trabajos forzosos en Alcatraz. El general que presidía el tribunal consideró su acción como un delito por «dar la mano a una peligrosa mujer anarquista». Buwalda, un soldado con 15 años de servicios, condecorado en una ocasión por su «fiel servicio», no sabía nada sobre el anarquismo en esos momentos, aunque acudió a la conferencia de Goldman por curiosidad. Diez meses después de su sentencia, fue indultado por el presidente Theodore Roosevelt. Una vez liberado, devolvió su medalla al ejército con una carta en donde comentaba que él «no volvería a llevar tales baratijas... Dénsela a alguien que la pueda apreciar mucho más que yo». A partir de ese momento, se vinculó con el movimiento anarquista. (N. de E.)

[41] En Estados Unidos, el Partido Socialista representa al ala ortodoxa comunista.(N. de E.)

[42] El término Bis-Marxian Socialists (también denominado como Bismarckian socialism) hace referencia a las tendencias nacionalistas dentro del movimiento socialista y comunista, verdadera traición al inicial espíritu internacional del socialismo, que a la larga daría lugar al Partido Nacional Socialista alemán.

[43] Agencia de detectives de infausto recuerdo para el movimiento obrero norteamericano. Actuaba como fuerza de choque de los propietarios cada vez que se declaraba una huelga. (N. de E.)