Diego Abad de Santillán

Por qué perdimos la guerra

1940

    La guerra Española de 1936-39 —Las causas fundamentales de su desenlace — Predicando en el desierto — La fábula de Salomón

    Historia de la revolución en España —El centralismo político— Las organizaciones obreras —La primera República se entrega a la monarquía — La segunda República y su infecundidad

    El rey se fue y los generales quedaron —La dictadura frustrada de Gil Robles —La conspiración militar

    La conspiración militar incontenible —Nuestro enlace con la Generalidad —Las jornadas de i9 de julio en Barcelona.

    El comité central de milicias de Cataluña —Expediciones hacia Aragón —Calumnia, que algo queda —La colaboración política y revolucionaria

    La industria, el transporte, la tierra en manos de los trabajadores —La revolución en la economía —Las colectividades agrarias —La revolución en la cultura —Guerra y revolución.

    Cataluña y el resto de España — El gobierno central contra Cataluña — La política contra la geografía

    La diplomacia internacional ― Falsos cálculos británicos. ― Los sucesos de mayo de 1937 ― La guerra en peligro — Situación política y desastres militares

    El partido comunista en su acción nefasta —Las «tchekas» rusas en España — Nuestra escuadra

    La descomposición política de la república — Irresponsabilidad financiera — La figura de Negrín

    Lo que decíamos en agosta de 1938 al gobierno de la república sobre la dirección de la guerra —Resumen crítico-militar

    Memoria presentada en septiembre de 1938 al movimiento libertario llamando la atención sobre la dirección de la guerra y sobre las rectificaciones obligadas por la experiencia

    Las condiciones políticas y militares antes de la última ofensiva franquista en Cataluña — Documentos y consideraciones

    Conclusión

La guerra Española de 1936-39 —Las causas fundamentales de su desenlace — Predicando en el desierto — La fábula de Salomón

Es la primera vez que hemos sido vencidos en la larga lucha por el progreso económico y social de España en tanto que movimiento revolucionario moderno; para encontrar en nuestra historia otra derrota auténtica tenemos que remontarnos a los campos de batalla de Villalar en el primer tercio del siglo XVI. Como el ave Fénix de sus cenizas, así nos habíamos repuesto siempre de todos los descalabros, superando momentos terriblemente dramáticos de inquisición política y religiosa, dejando jirones de carne palpitante en las garras del enemigo. El hambre y las persecuciones, las cárceles y presidios, las torturas y los asesinatos, todo fue impotente para humillarnos, para vencernos. Los que caían en la brega eran sustituidos de inmediato por nuevos combatientes. Se sucedían las generaciones en un combate sin tregua donde lo más florido, lo más generoso e inteligente de un pueblo moría con la sonrisa en los labios, desafiando a los poderes de las tinieblas y de la esclavitud, puesta la esperanza en el triunfo de la justicia. Pero esta vez nos sentimos vencidos. ¡Vencidos! ¿Para quien, para qué clase de hombres, para que razas, para que pueblos tiene esa palabra ¡vencidos! la significación que tiene para nosotros? ¡Felices los que han muerto en el camino, porque ellos no han tenido que sufrir lo que es mil veces peor que la muerte: una verdadera derrota, definitiva para nuestra generación!

Nuestra generación ha entregado su sangre al triunfo de una gran causa y ha sido envuelta ante la posteridad en una red de complicidades que quisiéramos esclarecer para que se nos juzgue por nuestros méritos o nuestros deméritos, por nuestros aciertos o por nuestros errores, pero como a una fuerza histórica española del mismo nervio y el mismo temple de la que luchó contra la invasión romana, contra el absolutismo de la casa de Austria en las gestas inolvidables de los comuneros y de los agermanados, contra las huestes napoleónicas bajo la inspiración del invencible general No Importa, contra el borbonismo absolutista y anti-español desde Felipe V a Alfonso XIII.

Dígase lo que se quiera de nosotros. Dígase que somos pesimistas. Nos guía la ambición de ser sinceros, de expresar nuestros sentimientos, de testimoniar fielmente lo que hemos hecho y lo que hemos visto, y nos importa que se sepa que, traicionados, vencidos, engañados, hemos caído con el pueblo español en nuestra ley, sin haber arriado ni manchado nuestra bandera. A nuestro alrededor se tejía una leyenda tenebrosa. Izquierdas y derechas políticas competían en arrimar leña al fuego de todas las fantasmagorías que se nos han atribuido, más aún, si cabe, las izquierdas que las derechas. Nuestras organizaciones vivían y se desarrollaban en la clandestinidad, porque no se les consentía una existencia pública, y eso nos impedía dar la cara y responder a los calumniadores, porque habría sido tanto como delatarnos. La literatura monárquica está sembrada de supuestos descubrimientos de nuestras relaciones con los republicanos; la literatura de los republicanos habla insidiosamente de nuestras relaciones con los monárquicos. A la vieja leyenda más o menos terrorífica se añadirá la leyenda nueva y se nos querrá convertir en chivos emisarios de los desahogos de quienes se pondrán de acuerdo, a pesar de todas las diferencias aparentes, para rehacerse falsas virginidades a nuestra costa.

La vasta literatura publicada en el extranjero sobre nuestra guerra y nuestra revolución, está plagada de inexactitudes y de malevolencias, y se hace de nosotros una descripción que toca los límites de lo ridículo cuando no raya en lo infame, entre los escritores que defendían la República como entre los que defendían a Franco. Hay dignísimas excepciones, pero insuficientes. Es casi un deber, después de todos los horrores que se han divulgado sobre la actuación de los hombres de la Federación Anarquista Ibérica, antes y después de julio de 1936, para todo ciudadano del término medio, atribuirnos todos los defectos y echarnos a la espalda todas las maldades. Ha terminado la fase bélica de la tragedia de España, ha terminado la F.A.I. ¿No se ha de permitir ahora, cuando estamos vencidos, que alguien que ha tenido en esa organización revolucionaria los más altos cargos y las funciones de mayor responsabilidad, antes y después de la guerra, levante un poco el telón y diga la verdad?

No queremos defendernos, porque a pesar de todas las calumnias que hemos podido entrever en una breve ojeada a un poco de literatura en torno a nuestra guerra, no nos sentimos acusados. En muchas ocasiones sacaremos a la luz descarnadamente nuestras propias deficiencias, nuestros errores, personales o de tendencia. Pero el silencio, cuando hablan los que tienen sobrados motivos para callar, y cuando se pertenece a los escasos sobrevivientes en condiciones de hacer un poco de luz, nos parece condenable.[1]

Estas paginas quieren ser una contribución a la historia y un homenaje al pueblo español, el único valor eterno, digno y puro, que ha de resurgir a pesar de la derrota, aun cuando sea después de años y años de martirios, sin precedentes en un país donde los hay tan abundantes y tan variados, y cuando no quedemos ya en pie ninguno de los que hemos dado nuestro tributo de esfuerzo y de vida a la gran tentativa de liberación de 1936-39. De la catástrofe que hemos sufrido, sólo hemos salvado en nosotros la fe en la resurrección española, por obra del mismo espíritu y del mismo anhelo que nos ha movido a nosotros y ha movido a nuestros antepasados a través de los siglos. Los gobiernos, los despotismos, las tiranías, los regímenes políticos de privilegio pasan, pero un pueblo como el nuestro, que no ha desaparecido ya, es de una vitalidad única que le ha hecho persistir contra los embates de los que porfiaron en todos los tiempos por desviar el sentido y la dirección de su historia. En esa resurrección es muy probable que no quede ni siquiera la supervivencia de los viejos denominativos de partido y organización; otros hombres y otros nombres ocuparán en la lid el puesto que nosotros hemos dejado vacante con la derrota y harán revivir con más fuerza y más experiencia lo que ha sucumbido en nuestra generación en ríos de sangre y de terror.

Si la sublevación militar de los generales ha desembocado en una gran guerra, se debe todo ello a nuestra intervención combativa. No fue la República la que supo y la que fue capaz de defenderse contra la agresión; fuimos nosotros los que, en defensa del pueblo, hemos hecho posible el mantenimiento de la República y la organización de la guerra. Y nosotros no éramos republicanos, ni lo hemos sido nunca. Lo mismo que la guerra de la independencia, que hizo volver a los Borbones indignos al trono de España, no tenía esa restauración por objetivo, sino la recuperación del ritmo histórico de nuestro pobre país, así el aplastamiento por nosotros de la sublevación militar en vastas zonas de la Península, no tenía tampoco por finalidad la afirmación de una República que no merecía vivir, sino la defensa de un gran pueblo, que volvía por sus fueros y quería tomar en sus manos las riendas del propio destino. ¿Que la República nos ha pagado como Fernando VII pagó a los que le devolvieron el trono cobardemente entregado a Napoleón? Incluso en ese hecho vemos nuestra identificación con la causa de la verdadera España.

Si nosotros nos hubiésemos cruzado de brazos en julio de 1936, si hubiésemos obedecido las consignas del gobierno republicano, las recomendaciones idiotas de un Casares Quiroga, ministro de la guerra, habrían ido a parar nuestras cabezas al pelotón de ejecución, junto con las de los dirigentes republicanos y socialistas de todos los matices, pero la guerra no habría sido posible, porque la República no disponía de fuerzas para defenderse y la sublevación militar, clerical y monárquica había sido perfectamente andamiada en el país y en el extranjero.

Resumiremos, a través de este relato, tres de las causas fundamentales del desenlace anti-popular y anti-español de nuestra guerra, de las que se derivan las demás causas secundarias, y procuraremos desentrañar cual habría debido ser nuestra conducta práctica para evitar la tragedia en la dimensión que se ha producido.

  1. La idiocia republicana, que encarnó, desde las esferas gubernativas de Madrid, la misma incomprensión de las monarquías hamburguesas y borbónicas ante las realidades populares y ante sentimientos regionales legítimos, como el de Cataluña, contra cuya iniciativa bélica y social se cuadró todo el aparato del Estado central, hasta reducir las inmensas posibilidades de esa región y entregarla, maltrecha y amargada, al fascismo. Cataluña pudo ganar la guerra sola, en los primeros meses, con un poco de apoyo de parte del gobierno de Madrid, pero este tuvo siempre más temor a una España que escapase a las prescripciones de un pedazo de papel constitucional y ensayase nuevos rumbos económicos y políticos, que a un triunfo completo del enemigo.

  2. La política de no-intervención, propuesta y practicada por el gobierno socialista-republicano de Francia desde la primera hora, aprobada después por Inglaterra, y convertida en el mejor instrumento para sofocarnos a nosotros, mientras se proporcionaban al enemigo, abiertamente, los hombres y el material de guerra necesarios para asegurarle el triunfo. Esa farsa siniestra de la no-intervención, en la que acabó de morir, y no lo lamentamos, la Sociedad de Naciones, supo sacrificarnos despiadadamente a nosotros, pero no ha logrado evitar que Francia e Inglaterra, principales animadoras de esa burla sangrienta, tengan que pagar las consecuencias en la guerra actual, con millones de sus hijos y el sacrificio de todas sus reservas económicas y financieras.

  3. Tan funesta como la no-intervención para la llamada España leal, fue la intervención rusa, que llegó varios meses después de iniciadas las operaciones; prometió vendernos material y, no obstante cobrarlo en oro, por adelantado, llegase o no llegase la carga a nuestros puertos, puso como condición de la supuesta ayuda la sumisión completa a sus disposiciones en el orden militar, en la política interior, en la política internacional, habiendo hecho de la España republicana una especie de colonia soviética. La intervención rusa, que no solucionó ningún problema vital desde el punto de vista del material, escaso, de pésima calidad, arbitrariamente distribuido, dando preferencia irritante a sus secuaces, corrompió a la burocracia republicana, comenzando por los hombres del gobierno, asumió la dirección del ejército, y desmoralizó de tal modo al pueblo que éste perdió poco a poco todo interés en la guerra, en una guerra que se había iniciado por decisión incontrovertible de la única soberanía legítima: la soberanía popular.

Estas tres causas se pusieron de relieve ya desde los primeros tiempos de la guerra; las hemos reconocido como tales enseguida y hemos luchado por superarlas; hemos luchado por superar la incomprensión de lo catalán por parte de los hombres que detentaban el poder central; hemos clamado por una decisión digna frente a la farsa de la no intervención; hemos pedido una acción de defensa contra las usurpaciones de los rusos, sin haber logrado más que enemistades y aislamiento. Nos hemos quedado solos, mantenidos cuidadosamente al margen de toda actuación directa en la guerra, después de haber sido sus primeros puntos de apoyo; pero tenemos el orgullo de sentirnos libres de la responsabilidad personal y de organización en la catástrofe y en la política que nos llevó al desastre, y no podemos acusarnos de haber silenciado un sólo instante nuestra actitud. Cuanto ahora decimos en el extranjero, supervivientes del gran naufragio, lo hemos dicho, casi con las mismas palabras mientras era hora de aplicar remedio a los males denunciados, y no solo a través de las publicaciones, revistas, libros, folletos de partido, sino, directamente, al gobierno mismo y a sus órganos responsables.

En agosto de 1937 estaba bien clara la situación y no podíamos llamarnos ya a engaño. El gobierno Prieto-Negrin, hechura de los rusos, para responder a sus intereses comerciales y diplomáticos y no a los intereses de España, había marcado, con su política de guerra, internacional y nacional, el derrotero que nos había de llevar al sacrificio estéril de nuestro gran pueblo. No podíamos callar y escribimos un exabrupto: La guerra y la revolución en España. Notas preliminares para su historia, un pequeño volumen que ha merecido hasta los honores de los autosdafe. Se ha hecho una guerra feroz a ese libro, del cual solo algunos fragmentos aparecieron en la prensa obrera de los diversos países, y algunas ediciones no autorizadas. Se persiguió el libro, leído no obstante ampliamente, pero a nosotros no se nos ha querido pedir cuentas, a pesar de reiterar las mismas denuncias en otras publicaciones y cada vez con mayor insistencia. ¿Por qué no se nos ha procesado? Es verdad que, en cuanto al contenido de aquél grito desesperado para volver al buen camino, muy pocas rectificaciones de detalles secundarios eran posibles. Nosotros esperábamos un proceso para hablar más abiertamente todavía, pues, con todo, no olvidábamos que estábamos en guerra y que no podía ser ventajoso dar armas al enemigo; en un proceso, habríamos podido decir lo que callábamos. Se rehuyó toda medida contra nosotros, a pesar de no ejercer ningún cargo oficial y de no escatimar en nuestras apreciaciones críticas ni a los dirigentes de las propias organizaciones. Algunas voces generosas se atrevieron a pedir desde la prensa nuestra cabeza, trasunto de lo que se pedía en los conciliábulos de los cultores del moscovitismo. A eso se redujo todo.

Decíamos en algunos pasajes del prólogo a las aludidas páginas:

“Esto no es historia, no es una crónica de los sucesos de la revolución y de la guerra antifascista; es un análisis interno, una especie de examen de conciencia al llegar a uno de los recodos del camino y aprovechando un instante de sosiego. No obstante, creemos que estas páginas pueden ser una contribución a la historia y que, algunas de las reflexiones e interpretaciones que nos sugieren los acontecimientos vividos, podrán servir al movimiento de la libertad en el mundo.

“En estos instantes se agudiza la ofensiva del fascismo internacional en España y se acentúan los manejos de la diplomacia europea —inglesa, francesa y rusa, por un lado; alemana e italiana, por otro— para estrangular nuestro movimiento. Es preciso reflexionar sobre todo esto y elegir, con los ojos abiertos y el ánimo sereno, el camino que corresponde. El proletariado mundial se suicida con su pasividad ante nuestra guerra y las democracias claudicantes cavan su fosa con su irresolución y su cobardía ante la prepotencia fascista.

“No podríamos ser ya responsables, como hasta aquí, del porvenir de España, y no podríamos, tampoco, ofrecer la propia sangre con la misma generosidad que la hemos ofrecido. El juego nefasto está descubierto y el pueblo español es llevado a la catástrofe. No sabríamos asegurar si está aun en nuestras manos evitar el derrumbamiento de las ilusiones que surgieron en el mundo en torno a nuestra guerra y a nuestra revolución. Ciertamente, quedan cartas por jugar, y nuestros amigos sabrán jugarlas con decisión y a cualquier precio; pero el panorama de hoy no es el mismo de meses atrás, y si callásemos, nos haríamos cómplices del crimen que se prepara y en el cual no hemos tenido parte alguna.

“Sirvan las líneas que siguen para esclarecer, ante los amigos y los compañeros de los diversos países, algunas facetas de nuestro esfuerzo y para prevenir, a los que no ven claro en esta situación, sobre los escollos que nos cercan por todos lados. Sería concebible el silencio cuando solo se tratase de nosotros mismos en tanto que miembros de un partido o de una organización; pero está en juego el destino de España y el porvenir de la humanidad por muchos años, quizás por siglos. Y el derecho a hablar se convierte, en esas circunstancias, en un deber.

“Fue demasiada la sangre hermana vertida desde el 19 de Julio para consentir, con los brazos cruzados, que la infamia que se proyecta sea llevada a buen fin. Ha perdido nuestra guerra muchas posiciones y ha perdido la revolución casi todas las que había conquistado. Si nos resignásemos y no reaccionásemos a tiempo, volveremos a condiciones peores que las que reinaban antes de la epopeya de Julio; el que sea capaz de tolerar eso, de aceptarlo mansamente, no es digno más que de las cadenas de todas las esclavitudes.

“En medio de la traición que nos cerca por todos lados, es preciso que el pueblo español y que nuestros amigos de todo el mundo sepan cual es el destino que nos aguarda y cual es nuestra posición y nuestra actitud ante ese negro panorama”...

Escribíamos así, el 1º de septiembre, cuando se comenzaba la ofensiva de Franco sobre el Norte de España, antes de la caída de Bilbao en la esperanza de aguijonear en pro de un cambio político que nos emancipase de la tutela de Moscú, fatal para nuestra guerra, sin haber logrado más que una afirmación cada vez más ciega, más incondicional, por parte de los dirigentes de nuestro gobierno y de los llamados partidos de la solidaridad antifascista, del mito ruso.

El libro de septiembre de 1937 es el que vamos a refundir en este volumen. Entonces podía llevar por título: Por qué perderemos la guerra. En 1940 hemos de hablar retrospectivamente, y por consiguiente, el título no puede ser otro que: Por qué perdimos la guerra. No haremos más que agregarle nuevos argumentos y referirnos a aspectos que, en su primera redacción, no podíamos dar a la publicidad todavía.

Muchas veces hemos recordado, en el transcurso de la guerra española, uno de los fallos famosos de Salomón: ¿Quién no lo conoce? Dos madres se disputaban un niño como hijo. Salomón escuchó a ambas partes serenamente y propuso partir al niño en dos partes iguales y dar una a cada madre. Una consintió en el sacrificio de la criatura en disputa y la otra se apresuró a renunciar a su parte, prefiriendo que el niño viviese, aun en manos extrañas. Por este gesto reconoció Salomón a la verdadera madre y le entregó el hijo.

Nos disputábamos a España, como en otros períodos de nuestra historia. Por un lado nos encontrábamos bajo la bandera de una República a la que nada nos ligaba, y junto a hombres y a partidos que eran tan adversarios nuestros como los del otro lado de las trincheras. Lo decíamos con toda claridad, en alta voz, por escrito, en cualquier circunstancia: Para nosotros, en tanto que vanguardia social española, el resultado sería el mismo si triunfaba Negrin con su cohorte comunista o si triunfaba Franco, con sus italianos y alemanes. ¿Para qué hacemos la guerra? ¿Para qué luchamos?

Ese estado de ánimo no era ya personal, sino de grandes masas, de los mejores combatientes de la primera hora. Faltaba a la guerra todo objetivo social progresivo. ¿Es que hemos de dar la vida por unas condiciones de existencia como las que teníamos antes del 19 de julio o peores? ¿Es que no vemos que el número final del festejo de la victoria, en cualquier caso, será nuestro exterminio como individuos y como movimiento?

Por otra parte, situándonos por encima de los intereses de partido, de las aspiraciones individuales o colectivas de tendencia, quien será vencida en la guerra ha de ser España, cuya economía quedará deshecha, con unos millones menos de habitantes, muertos en la flor de la edad y del trabajo, con ruinas por doquier, con una semilla de odio en la sangre que lo envenenará todo durante muchas generaciones, en vasallaje político y económico.

Persuadidos de que la razón estaba de nuestra parte y de la bondad de la causa a que habíamos dedicado los mejores años de nuestra vida, conscientes de que solo con la solución por nosotros propuesta a los problemas de España conocería nuestro pueblo un porvenir mejor, digno de su pasado y de su espíritu, viendo como veíamos la derrota de España, por obra de ambos bandos ¿por qué no tener el valor heroico de ceder, como ha cedido la madre verdadera en el juicio salomónico?

La continuación de la guerra era para los más un acto de cobardía, no un acto de arrojo y de valor.[2] Se luchaba porque se tenía miedo a las represalias, no porque hubiera la menor duda, en los que no tenían derecho a perder la cabeza, sobre el fin desastroso de la guerra para el sector llamado republicano. Una seguridad de que los vencedores de la parte de Franco no llevarían al extremo la represión, habría hecho cesar las hostilidades mucho antes. Ahora bien, por el miedo individual de una cantidad mayor o menor de gente ¿había que sacrificar a España? El acto de más heroísmo y de más sacrificio habría consistido en ceder, aun teniendo la razón. Pero el ambiente hábilmente creado por la propaganda gubernativa y por el terror desplegado hacía que esos pensamientos no trascendieran del círculo íntimo de algunos amigos, quizás de los que más habían dado a la causa de la revolución y de la guerra.

Nuestros esfuerzos múltiples y reiterados por cambiar el gobierno, por provocar una crisis y hacer el balance de la verdadera situación, el balance económico, financiero, militar, etc. nos habían fallado siempre. La política clara que exigíamos se volvió cada vez más clandestina y unipersonal. En concreto no sabíamos nada, aunque lo intuíamos todo. La misión del gobierno cuya formación deseábamos tenía por misión infundir un poco de fe en el pueblo, poner coto a los abusos y extralimitaciones del terror, liquidar la preponderancia rusa en el ejército, examinar la situación financiera y aplicar sanciones adecuadas a los responsables máximos de los desfalcos y derroches habidos; eso en cuanto a la política interior; con relación a lo exterior queríamos presentar en forma de ultimátum a las llamadas potencias democráticas una solicitud de aclaración definitiva, sin rodeos ni tapujos, sobre su ayuda a España y sobre el crimen de la no intervención unilateral. Si Francia e Inglaterra no se comprometían a una ayuda efectiva, entonces la guerra estaba liquidada. Cabía la posibilidad de buscar salidas, pero la prosecución de la matanza y de la destrucción era un delito imperdonable, que solo podía beneficiar a los enemigos de nuestro pueblo y de su porvenir.

Y pensábamos así los únicos a quienes no se nos podía acusar de eludir los sacrificios de la lucha o de haberlos eludido.

Historia de la revolución en España —El centralismo político— Las organizaciones obreras —La primera República se entrega a la monarquía — La segunda República y su infecundidad

España vive todavía, hemos sido testigos de una de sus epopeyas de vitalidad, y por eso solo tenemos fe en su porvenir. Durante cerca de cuatro siglos se ha probado todo lo imaginable para destruir las fuentes de su existencia, y nuestra historia, a partir de la unificación nacional con los Reyes Católicos, es un martirologio de la libertad raramente interrumpido por breves períodos de resurrección, de acción popular, de reconstrucción del viejo hogar ibérico tolerante y generoso. Ninguna otra nación, ningún otro pueblo habría podido soportar, sin sucumbir, lo que ha soportado España en la lucha secular entre las dos mentalidades, las dos direcciones cardinales inconciliables de su desarrollo: la revolución y la reacción, el progreso y el oscurantismo. ¿Hay dos Españas dos razas de españoles que no caben en la Península?

Esas dos Españas no se identifican por los términos corrientes y en boga de izquierdas y derechas, liberales y conservadores; muy a menudo vemos en unas y en otras las mismas contradicciones, la misma repulsión interna, las aspiraciones más contrarias. La guerra civil española tiene raíces más hondas, y muchas veces quizás pueda señalarse más afinidad entre lo que parece a primera vista inconciliables que entre lo que se manifiesta ostensiblemente en campos antagónicos. ¿No estaremos sufriendo todavía la incompatibilidad de la sangre y de la mentalidad que ha entrado en España por los Pirineos, con lo que tenemos de africanos, en sangre y en alma? ¿No estaremos sirviendo todavía de actores inconscientes de una contienda histórica, geográfica, política y cultural de dos mundos que no se han podido fundir en una síntesis nacional? ¿No hará falta un crisol que nos funda y nos auné o un análisis que nos separe y nos defina, para llegar algún día, una vez perfectamente? Cuando la masonería se organizó en Europa, entró por los Pirineos en España y tuvo en nuestro territorio sus adeptos, su organización y hasta el reflejo de sus rivalidades internas, con su rito escocés y su rito reformado. En oposición a esas ideologías y formas importadas de organización secreta, se constituyó la Confederación de los comuneros, hijos de Padilla, organismo nacional, influenciado por la época, pero en reacción contra los exotismos de los ritos importados. Masones y comuneros pugnaban por una nueva España de justicia y de libertad, pero la incompatibilidad era insuperable. ¿Cuestión de rivalidad o fruto de esas dos Españas a que aludimos?

De las grandes corrientes del pensamiento social moderno, representadas en nuestro país, una ha permanecido ideológicamente ligada a Europa —el marxismo, el comunismo—, y la otra, la tendencia libertaria, se ha desarrollado como entidad profundamente nacional, mucho más de lo que ella misma habría querido confesarse antes del 19 de julio de 1936. La contradicción entre esas dos manifestaciones del socialismo es completa, y la fusión es tan difícilmente accesible como la de las fuerzas de la reacción y las de la revolución en tanto que tales. Si nosotros hemos propiciado un pacto de no agresión entre esas dos ramas antagónicas del socialismo, siempre hemos puesto por premisa que cada una habría de conservar sus características y su autonomía. Buen acuerdo, pero nunca una fusión. Lo mismo que hay incompatibilidad entre las fuerzas que se declaran progresivas, las hay entre las que se declaran regresivas y claman, como 1823, después de la invasión de los cien mil hijos de San Luis al mando de Angulema: ¡Vivan las cadenas y muera la nación! También en esa otra clase de españoles, que combaten por nacimiento, por educación, por el ambiente en que se han desarrollado, etc. al otro lado de las barricadas, hay reminiscencias temperamentales de la tradición ibérica que, en determinados momentos se vuelve por sus fueros y hace aparecer en nuestra historia tipos contradictorios en su conducta y en sus ideas ¡Trágico destino el nuestro en esa lucha de dos mundos, de dos herencias que luchan por sobrevivir en nuestro suelo: Europa y África, tomando por instrumentos y por banderines a liberales y a ultramontanos, a constitucionalistas y a absolutistas, a republicanos y a monárquicos, a falangistas y a fascistas! El exterminio de los vencidos temporalmente no se ha podido llevar nunca al extremo, porque entre los vencedores, más tarde o más temprano, ha vuelto a resurgir el iberismo, como un caballo de Troya, y ha debilitado lo europeo, ahora el fascismo totalitario, que no escapará tampoco a esa ley. En el mismo seno del fascismo vencedor de esta hora resurgirá lo español del bando vencido y, mientras por un lado los europeístas de la derecha y los de la izquierda se reconocerán hermanos, los que llevan otra sangre y otro espíritu, desde los polos más opuestos, sabrán identificarse para defender la causa eterna de la libertad española. De la beligerancia de esas dos Españas, de esas dos herencias históricas han brotado algunos intelectuales que han pretendido situarse equidistantes de los dos extremos, un Martínez de la Rosa, por ejemplo, con su Estatuto real, o un Manuel Azaña con la Constitución de 1931, condenados de antemano a no satisfacer ni a los unos ni a los otros y a fomentar la guerra civil que pretendían evitar con sus elucubraciones.

El arraigado interés de potencias extranjeras en no consentir una verdadera y amplia resurrección de España, por el temor a su potencia económica posible y a su posición estratégica, ha contribuido siempre a mantener nuestra decadencia, en unos casos interviniendo militarmente —la Francia de Chateaubriand—, en otros propiciando la no-intervención —la Francia de León Blum—. Quizás esta guerra europea acabe con la primacía de todas esas potencias, democráticas o totalitarias, enemigas de una España dueña de sus destinos, y, sin su intromisión en nuestras cosas internas, la influencia europeizante cese de dividirnos, volviendo a ser, si no el comienzo de África, por lo menos el puente natural de la europeo y lo africano, más ligados a lo africano que a lo europeo, como nos lo indica la historia, la etnografía y la geografía. No tenemos ningún punto de contacto con los nacionalismos, pero somos patriotas del pueblo español, y sentimos como una herida mortal toda invasión extranjera, en tanto que fuerzas militares o en tanto que ideas no digeridas por nuestro pueblo. Se llaman tradicionalistas justamente los que menos se apoyan en la tradición española, los partidarios de las monarquías importadas, Austrias o Borbones, los partidarios del catolicismo romano, y nos presentan como antiespañoles a los que reivindicamos lo más puro y más glorioso de la tradición ibérica. Si hay tradicionalistas en España, los que van a la cabeza de la tradición somos nosotros, que no vemos para nuestros viejos problemas mas que soluciones españolas, tan lejos del comunismo ruso, como del fascismo ítalo-germánico o del fofo liberalismo francés. De ahí nuestro aislamiento y nuestra hostilidad frente a partidos y organizaciones llamados de izquierda que reciben sus consignas o sus ideologías de malos plagios europeos; tan aislados y tan hostiles hemos estado ante ellos, en el fondo, como si se tratase de aquellos a quienes habíamos declarado la guerra. Unos y otros nos parecían, en tanto que partidos, tendencias, extranjeros en España.[3]

En todas las guerras civiles españolas se han formado arbitrariamente los bandos beligerantes, y se han combatido a muerte muchos que habrían debido ponerse de acuerdo sobre su calidad de españoles, sobre su moral inatacable, sobre sus aspiraciones finales idénticas. Es conmovedor el respeto y el cariño de un Zumalacarregui, carlista, hacia su adversario Mina, y se conservan en la historia testimonios de admiración hacia un general Diego León, absolutista fusilado después de un proyecto descalabrado, de parte de sus mismos adversarios, los que hubieron de condenarle. Se han mezclado, y generalmente, han dirigido las contiendas, a un lado y otro de los beligerantes, los que menos tenían que ver con la verdadera España espiritual y que habrían podido, dejando a un lado pequeños intereses particulares, marchar en perfecta armonía.

A pesar de la diferencia que nos separaba, veíamos algo de ese parentesco espiritual con José Antonio Primo de Rivera, hombre combativo, patriota, en busca de soluciones para el porvenir del país. Hizo antes de julio de 1936 diversas tentativas para entrevistarse con nosotros. Mientras toda la policía de la República no había, descubierto cuál era nuestra función en la F.A.I., lo supo Primo de Rivera, jefe de otra organización clandestina, la Falange española. No hemos querido entonces, por razones de táctica consagrada entre nosotros, ninguna clase de relaciones. Ni siquiera tuvimos la cortesía de acusar recibo a la documentación que nos hizo llegar para que conociésemos una parte de su pensamiento, asegurándonos que podía constituir base para una acción conjunta en favor de España. Estallada la guerra, cayó prisionero y fue condenado a muerte y ejecutado. Anarquistas argentinos nos pidieron que intercediésemos para que ese hombre no fuese fusilado. No estaba en manos nuestras impedirlo, a causa de las relaciones tirantes que manteníamos con el gobierno central, pero hemos pensado entonces y seguimos pensando que fue un error de parte de la República el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; españoles de esa talla, patriotas como él no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reivindican a España y sostienen lo español aun desde campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!

Había un sólo medio de convivencia de esas dos razas eventuales que pueblan nuestro territorio: la tolerancia: pero la tolerancia es, desde hace varios siglos, desde la introducción de la iglesia católica romana y la invasión de las monarquías extranjeras, un fenómeno desconocido e inaccesible al partido europeizante, de la Santa Alianza ayer, del fascismo y el comunismo hoy. La tolerancia, y la generosidad han estado mucho más en el temperamento español auténtico. Un historiador de nuestro siglo XIX han escrito: «En la reacción está vinculado entre nosotros el terror, que en otros países se ha repartido con la revolución; a la tiranía corresponde el privilegio de reacciones degradantes y atroces, indignas de toda nación que no esté sumida en la más repugnante barbarie: en España el triunfo de la libertad ha sido siempre una amnistía harto generosa».[4]

Cuando la historia deje de ser crónica clásica de los reyes y de los tiranos, es decir, de las clases privilegiadas, y se convierta en la historia del pueblo en todas sus manifestaciones y sentimientos, pocos países ofrecerán la riqueza de heroísmo y de tenacidad que ofrece el pueblo español, desde sus orígenes más remotos, en su pugna permanente por librarse de la esclavitud religiosa, de la esclavitud política y de la esclavitud social. Se podría interpretar la historia de España como una rebelión que ha comenzado con la resistencia a la invasión romana por rebeldes que iban más allá de la lucha política, como Viriato, y que no ha terminado todavía, porque las causas que la motivaban subsisten aun.[5]

Han cambiado los nombres de los partidos, los colores de las banderas, las denominaciones ideológicas; pero el parentesco racial y la esencia del esfuerzo de un Viriato, luchando contra los nobles romanos e indígenas, y un Durruti acaudillando una masa entusiasta de combatientes para libertar a Zaragoza de la opresión militar, es innegable.

Los historiadores oficiales han tenido siempre la preocupación de enmascarar la historia y de hacerla girar, como una noria, en torno a los representantes máximos del poder político, ennegreciendo y envileciendo la memoria de los que enarbolaron, contra ese poder, el pendón de la libertad. Sin embargo, la verdad se sabe abrir paso, y aunque a distancia en el tiempo, los vencidos de Villalar, por ejemplo, brillan mucho más y conmueven mas hondamente a las generaciones que les sucedieron que el recuerdo de sus vencedores. Simbolizaban la lucha de lo nativo, de lo africano, contra la invasión, entonces invasión del absolutismo monárquico, concepción desconocida en la práctica política de un pueblo que trataba de tú a sus reyes y los nombraba para que lo fueran en justicia, y si no, no, sosteniendo a través de todas las doctrinas el derecho de insurrección y el regicidio contra los tiranos.

Los héroes de la libertad, en todos los tiempos, no tuvieron escribas agradecidos y sumisos que transmitieran su memoria al porvenir y, hasta llegar al socialismo moderno —pasando por alto el hecho que algunas de sus fracciones ha odiado la revolución tanto como a la peste, según la frase del socialdemócrata Ebert— toda rebelión contra la tiranía eclesiástica, principesca, era anatematizada como crimen que solo se purgaba en la horca.

Si un día fuese posible hacer revivir el pasado real de nuestro pueblo, lo haríamos más comprendido y más admirado en el mundo. Lo que se puede relatar de nuestra generación o de las inmediatamente anteriores, no es más que una pequeña muestra de lo que puede decirse de todas las generaciones que han transcurrido desde los tiempos más lejanos.

Nada, nuevo hemos creado los españoles contemporáneos, ni los de la derecha ni los de la izquierda, ni los revolucionarios ni los reaccionarios: no hemos hecho más que seguir una trayectoria que nos habían marcado ya nuestros antepasados y que nosotros reafirmamos para que la continúen nuestros hijos.

Aunque la dominación centralista, siempre liberticida, en las luchas de los últimos cuatro siglos acabó por imponerse en España, la lucha por la libertad no ha cesado un solo momento. No hubo tregua entre las fuerzas del progreso, descentralizadoras, y las fuerzas de conservación y regresión, partidarias del centralismo. Cuando nuestro pueblo ha logrado, por cualquier circunstancia, salir a flote, llevar a los hechos sus aspiraciones y sus instintos, hemos visto restablecer la esencia del viejo iberismo africano, al cual la invasión árabe no se constituyen espontáneamente Juntas locales y provinciales con los elementos populares de más prestigio; esas juntas se federan entre sí y ofrecen en seguida la trama de una federación de repúblicas libres, que marcan luego en las Cortes comunes sus directivas generales. Una confederación de repúblicas fue, en realidad, la que hizo la guerra a Napoleón, y una confederación de repúblicas fue la que, a través de todo el siglo XIX, luchó por la libertad contra el absolutismo. Por la misma senda queríamos sostener en 1936 la bandera del progreso, y de la libertad, pero en esta ocasión las fuerzas centralizadoras —republicanas, socialistas y comunistas— llevaron la escisión al pueblo y lo desviaron en lo que les fue posible, del juego natural de sus Con la centralización política —importada del extranjero por reyes de otra raza y por la iglesia romana impuesta por esos reyes— tuvimos la miseria, el hundimiento, la ignorancia; con la libertad creadora, con la federación de las regiones diversas hemos sido la luz del mundo.

Todo centralismo lleva en su seno el germen del fascismo, cualquiera que sea el nombre y las apariencias que le circunden. Lo comprendió así Pi y Margall, discípulo de Proudhon, y eso es lo que hizo de ese hombre extraordinario una figura tan respetable de la vida política española. La decadencia de España en todos los sentidos comenzó con su centralización política y administrativa. De ahí provienen las desdichas y miserias que vamos arrastrando, como grilletes a los pies, a través de los siglos que siguieron. España había sido, antes de los Reyes Católicos, el foco más brillante de la civilización europea, el emporio de la industria mundial. La centralización lo desecó todo. Los campos de cultivo quedaron yermos; más de cuarenta Universidades famosas en el mundo de la cultura quedaron convertidas en antros de penuria mental; los centros fabriles desaparecieron y la indigencia ocupó el lugar de las antiguas prosperidades y de las antiguas grandezas. Llegó a reducirse nuestra población a poco más de 7 millones de habitantes donde habían vivido más de cuarenta.

La llamada dominación árabe no había sido nunca una dominación centralizadora; se hizo de su liquidación una cuestión religiosa ante la posteridad, olvidando que su arraigo y su éxito en España se debían a la circunstancia de no significar sino una fortificación del propio espíritu ibérico, bereber. Se dejó la máxima autonomía a cada región e incluso una admirable tolerancia religiosa en que cristianos, árabes y judíos convivían sin molestias y sin celos, practicando cada cual sus ritos, a veces en el mismo templo, pero trabajando todos por el engrandecimiento y el bienestar en el suelo común. España era espejo y vanguardia de todos los países, que envidiaban sus adelantos, sus letras, su ciencia, su industria, su agricultura. Todo ello quedó agostado en los regímenes monárquicos unitarios. Tal nos prueba perfectamente la historia y de ahí nuestra desconfianza ante toda centralización política y nuestro apoyo a toda reivindicación autonómica y foral.

El centralismo fue causa principal de la muerte del impulso que había derrotado a los militares en gran parte de España, y sin la acción y la inspiración de ese genio del pueblo, cuando el terror y la violencia impusieron la centralización, militar, administrativa, política, de propaganda, etc., el coloso del 19 de Julio se redujo a la medida de un Indalecio Prieto o de un Negrín, y con esa medida no cabía esperar otros resultados que los que hemos obtenido, de derrota vergonzante e infamante. No brilla justamente España por la categoría de sus dirigentes; si hay algo permanentemente grande y digno de admiración es su pueblo. Pero ese pueblo, por instinto racial, si podemos usar la palabra, está en oposición irreductible a todo centralismo, y para que ocupe el puesto que le corresponde, hace falta otro aparato que el de una burocracia central incomprensiva e incapaz; hace falta la federación tradicional de las regiones y provincias y la libertad de su iniciativa fecunda y de su decisión valerosa.

En ningún país se ha perseguido con tanto ensañamiento como en España a las organizaciones gremiales de los trabajadores; pero en ninguna parte han echado tanto arraigo como allí. En ninguna parte, tampoco, se combatió con tanta tenacidad la instrucción del pueblo como se hizo en España por la Iglesia y por el Estado, y a esa condición de ignorancia celosamente custodiada se deben muchos absurdos y también muchos excesos en nuestro pasado, donde encontramos a un pueblo amante apasionado de la libertad y haciendo simultáneamente ídolos de los mas repugnantes tiranos.

Uno de los hombres de la primera República, Fernando Garrido, ha referido en 1869 en las Cortes Constituyentes, un episodio típico de los tiempos de Isabel II, pero común, a fuerza de repetirse, en todas las épocas: se trataba de una especie de catacumba en la ciudad de Reus, donde se reunían, con todo misterio, para aprender a leer y a escribir, aritmética y otros conocimientos, los jóvenes obreros de aquella localidad. Para asistir a las lecciones tenían que burlar la vigilancia policial y mantener en secreto el centro instructivo, considerado un gravísimo delito. Estaba la enseñanza en manos de la Iglesia y bajo su censura rigurosa. ¿Y qué podía esperarse de gentes que proclamaban con el P. Alvarado: ¡Más queremos errar con San Basilio y San Agustín que acertar con Descartes y Newton!, y que declaraban a la filosofía «la ciencia del mal», como un vicario de Burgos en 1825, García Morante?

Se ha hecho popular la frase del ministro Bravo Murillo, cuando le pidieron que legalizase la escuela fundada por Cervera, un maestro popular admirable, en Madrid, para enseñar a los obreros a leer y escribir: «Aquí no necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen».

Los que han historiado los gremios medioevales, de los cuales el moderno sindicalismo español es una fiel continuación, aunque la resurrección de ideologías fundadas en ese sentido natural de asociación de los explotados en Francia y en otros lugares haya puesto en circulación esa palabra para caracterizarlos, no han podido menos de admirar el tesón y la habilidad con que se ha manifestado, en todas las épocas, el espíritu solidario y combativo del obrero y del campesino español en defensa de sus derechos. No obstante la esclavización moral y material por la iglesia y por las clases dirigentes del Estado, los trabajadores y los campesinos supieron organizarse y mantener sus relaciones a la luz pública o en la clandestinidad, arrostrando todas las consecuencias. Signos de ese espíritu son las rebeliones de los payeses de remensa en el siglo XV, las germanias (hermandades) de Valencia y Mallorca en 1519-22, de los comuneros en 1521, de los nyeros catalanes del siglo XVI, uno de cuyos últimos jefes, Pero Roca Guirnarda, aparece en las andanzas de Don Quijote. Y la misma obra de Cervantes, escrita en un período de prosperidad de las fuerzas anti-populares, ¿no está sembrada de referencias a otros tiempos mejores, que situaba en el pasado, en la edad de oro de libertad y de justicia?

En todo el siglo XIX se cuentan por decenas las rebeliones armadas de los obreros y los campesinos para reconquistar la libertad perdida y por la implantación de un régimen social justiciero. Lo que han visto nuestros contemporáneos en las gestas del movimiento libertario, lo vieron las generaciones anteriores en los hombres de la Internacional, nombre adoptado desde 1868 hasta pocos años antes de fin del siglo, y en numerosas y variadas manifestaciones anteriores de un anhelo sofocado, pero no exterminado nunca de nueva vida, de renovación espiritual y de transformación económica en sentido progresivo. Y la combatividad fue siempre la misma. El general Pavía, un López Ochoa de otra época, dijo, refiriéndose a las luchas que hubo de sostener en Sevilla contra nuestros precursores, que los internacionales se batían como leones.

La rebelión proletaria fue un fenómeno constante en España, tan constante como la reacción, de las fuerzas que se oponen al progreso y a la luz. Ha pasado a la historia la huelga general de Barcelona en 1855 para reivindicar el derecho a la asociación contra la dictadura del general Zapatero. Recuérdense los movimientos insurrecionales de 1902, que llenaron de asombro al proletariado mundial por la sensación de disciplina, de organización y de combatividad de que dieron muestras los obreros de Cataluña, citados como modelos en toda la literatura social moderna. Recuérdese la rebelión de Julio de 1909 contra el matadero infame de Marruecos, que no servía para colonizar y conquistar aquella zona africana, sino para justificar ascensos inmerecidos en las filas de un ejército pretoriano, formado por la monarquía para uso y abuso de la monarquía misma. Esos acontecimientos dieron ocasión a la Iglesia católica para deshacerse de las escuelas Ferrer, un Cervera del siglo XX, que amenazaban convertirse en un gran movimiento de liberación espiritual. Recuérdense los movimientos insurreccionales de agosto de 1917, en los cuales la clase obrera hizo saber a la monarquía borbónica su decidida voluntad de luchar por su emancipación. Recuérdense las conspiraciones continuas en el período de Primo de Rivera, y los golpes de audacia de los anarquistas en Barcelona, en Zaragoza y en otros lugares, golpes de audacia que si no llegaban al triunfo, al menos mantenían la llama sagrada de la rebelión.

La primera república, «más en el nombre que en la realidad», según Salmerón, uno de sus presidentes, se estrelló en su lucha contra el avance social, y no queriendo dar satisfacción a las exigencias del pueblo y entrar abiertamente por el camino de las reformas, de la vuelta a la soberanía de la auténtica España, se entregó a la tarea de buscar por esos, mundos un rey dispuesto a la tarea de cargar con la corona vacante. En 1868 como en 1931, los centralistas, aunque se dijesen republicanos, se hicieron dueños de la situación, y los centralistas estaban más cerca, entonces y ahora, de la monarquía o de cualquier otro sistema de reacción que de un régimen francamente republicano y social, federativo. Mientras en la primera República se conspiraba abiertamente, incluso desde el Gobierno, por la monarquía, se combatía a muerte a la Internacional, se prohibía la organización obrera y se perseguía a sus afiliados con procedimientos que recuerdan la fórmula que se hizo valer muchos años más tarde, para llegar a resultados parecidos: «¡Tiros a la barriga!» y «Ni heridos ni prisioneros».

Nuestras guerras civiles han estado casi siempre matizadas por preocupaciones sociales dominantes. No han sido, como las de otras naciones, guerras de carácter esencialmente político en el sentido de mero, predominio de individuos, de dinastías o de clases. Fueron luchas entre la reacción y la revolución. Vence, la reacción y se proclama brutalmente, como en el decreto del 17 de octubre de 1824, que se persigue la finalidad de hacer desaparecer «para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona» (Fernando VII). Si vence la revolución crea de inmediato los instrumentos para afirmar la libertad, las juntas, la federación de las provincias y regiones, restableciendo la soberanía popular.

La primera República no surgió solamente de la descomposición de una dinastía caduca, degenerada y nefasta, sino, sobre todo, de las exigencias de las fuerzas liberales, revolucionarias que querían dar un paso hacia adelante en todos los terrenos.

El advenimiento de la segunda República impidió el estallido de una revolución popular profunda que se consideraba incontenible. Pero no dio solución a ninguno de los problemas planteados y se desprestigió desde los primeros meses por los vicios de origen de su esterilidad y de su carácter anti-proletario. El pueblo, que la aclamó un día en las urnas, había querido dar un paso efectivo hacia su bienestar y hacia ese mínimo de liberación y de reconquista de su soberanía que los filósofos y estadistas republicanos no supieron, no quisieron o no fueron capaces de restaurar. Ha querido montar la República, con escasísimo acierto, el andamiaje de una tercera España, equidistante de las dos Españas que tradicionalmente, desde hace muchos siglos, vienen pugnando por orientar la vida y el pensamiento en la Península Ibérica. Fracasó totalmente. Nada peor que los términos medios, los pasteleos, las ambigüedades en las grandes crisis históricas.

El rey se fue y los generales quedaron —La dictadura frustrada de Gil Robles —La conspiración militar

Uno de los tantos focos de la guerra civil a mediados del siglo XIX, el constituido por la Junta de Zaragoza en 1854, decía en un interesante manifiesto a la nación, abogando por amplias reformas en las ideas, en las instituciones y en las costumbres: «El imperio militar no es elemento de libertad ni la ignorancia germen de prosperidad». Los republicanos de la segunda República se olvidaron —como se habían olvidado los de la primera— de esos postulados, y continuaron la obra que hubo de interrumpir, para evitar males mayores, la monarquía desprestigiada y descompuesta.

Se fue el rey y quedaron sus generales, pues si algo supo crear la monarquía borbónica fue un ejército propio, para su defensa, lo que no supo hacer la República. Con los generales de la monarquía, servidores del altar y del trono, quedó intacto el poder de la Iglesia, y la ignorancia popular fue tan esmeradamente cultivada como lo había sido en todos los tiempos. En abril de 1931 había más de un 60 por ciento de analfabetos en España; las escasas escuelas estaban infectadas por las supersticiones religiosas y por el odio milenario de la iglesia a toda cultura.

La guerra de Marruecos, después de los desastres coloniales, ha consumido millares y millares de vidas y millares de millones de pesetas, no habiendo servido más que para incubar una casta militar en la que tuvo su hogar favorito la doctrina del despotismo.

La casta militar, educada en la monarquía y para la monarquía, no podía sobrellevar resignadamente el cambio de régimen, y, en cuantas ocasiones se presentaron después del 14 de abril de 1931, manifestó ostensiblemente su disconformidad, enseñando sus garras. La conspiración de Sanjurjo, el 10 de agosto de 1932, y otras tentativas abortadas ulteriormente, fueron tratadas por los republicanos en el poder con manos enguantadas, en contraste con lo que ocurría cuando la rebelión y la protesta eran de los de abajo, de las masas obreras y campesinas cansadas de sufrir humillaciones, engaños y miserias.

Pocas semanas antes del levantamiento militar se produjo la tragedia de Yeste, en Extremadura, donde fueron asesinados 23 campesinos y heridos más de un centenar por haber cortado algunos árboles de uno de los grandes feudos territoriales extremeños. El ministro de Gobernación, se apresuró a felicitar a la guardia civil, autora de aquella bravísima defensa de los privilegios anti-republicanos y antiespañoles.

Los hombres de la segunda República son caracterizados por la anécdota siguiente:

Había un reducido núcleo de militares jóvenes y valerosos que se habían dispuesto a luchar por un nuevo régimen social, para lo cual el primer paso tenía que ser el derrocamiento de la monarquía. Trabajaban con calor y con audacia, entrando en contacto con las figuras representativas de los partidos de izquierda y con las organizaciones obreras y mintiendo a unos y a otros para comprometerlos. Comunicaban confidencialmente, por ejemplo, al partido A que los del partido B estaban ya listos y que el ejército estaba disponible. Nadie quería quedar totalmente desligado de una conspiración que aún no existía y entraron en ella elementos del más variado origen e incluso monárquicos hechos y derechos. Los compromisos se fueron adquiriendo poco a poco y los conspiradores contra la monarquía se encontraron contra su voluntad en un terreno al que íntimamente no habrían querido ir.

Tuvieron los militares aludidos una idea para precipitar los acontecimientos. Se trataba de apoderarse del gobierno en pleno, desde el Presidente de ministros, liquidarlo en pocos minutos y llevar luego la rebelión a la calle. El procedimiento adoptado era el siguiente: Se disfrazarían de ordenanzas de la presidencia unos cuantos de los conjurados y se presentarían a los domicilios de los ministros a citarles de parte del rey a una reunión extraordinaria urgente. El uniforme de los ordenanzas hacía eludir toda posible sospecha.

Por lo demás ese era el procedimiento de la citación extraordinaria y urgente a los miembros del gabinete. Cuando el ministro bajase a tomar el coche, los complotados lo ultimarían a balazos y tratarían de desaparecer y ocupar su puesto en la agitación de la calle que habría de seguir.

Se comunica la idea a Azaña, cuyo prestigio intelectual imponía respeto a los jóvenes militares. Este se mostró casi indignado, diciendo que esos hombres estaban cumpliendo con su deber y que no aprobaba de ninguna manera su muerte.

Reflexionó un poco y propuso otro ardid. Cuando bajase el ministro respectivo, a tomar el coche, para dirigirse a la presidencia, los conjurados matarían al chófer y se llevarían al ministro en rehén, amordazado, a donde no pudiera ser descubierto.

El método propuesto era más complicado, pero además, preguntaron los complotados: -¿Es que el chófer no está cumpliendo también con su deber?-

Esa mentalidad, que revela vivos resabios de herencia aristocrática, que mide a los hombres por la posición social o de privilegio que ocupan, es la que explica la política suicida de la segunda República. Para unos: «Tiros a la barriga», para los otros el máximo respeto, aunque el delito de la rebelión contra el régimen del 14 de abril de 1931 fuese el mismo.

Gran parte de la burocracia de la República, la inmensa mayoría, tanto en el orden civil como en el militar, era la burocracia que había servido fielmente a la monarquía borbónica. El cambio político de 1931 no rozó en lo más mínimo su epidermis. En los altos puestos y en los puestos subalternos siguió primando el mismo criterio, la misma rutina, la misma repugnancia a todo lo que fuese vida real, dinamismo, comprensión de las nuevas realidades. Y la burocracia nueva que añadió la República no hizo otra cosa más que adquirir los vicios de la vieja administración monárquica.

En esas condiciones, las intenciones y propósitos de los ministros de matiz republicano tenían que estrellarse ante la resistencia pasiva y el sabotaje consciente del funcionario.

Cualquiera que haya tenido algún contacto con las dependencias diversas del Gobierno central habrá comprobado, lo mismo que nosotros, que los gabinetes de gobierno tenían que fracasar en la impotencia, cualesquiera que fuesen sus intenciones, ante el muro macizo de una burocracia que simpatizaba con el enemigo mucho más que con la llamada República leal.

Lo mismo que se pagó cara la tolerancia de la República con el militarismo y el clericalismo reaccionarios, tenía que pagarse cara la acogida, en los cuadros burocráticos del llamado nuevo régimen, de los funcionarios nacidos y educados en la monarquía y para la monarquía. Vino nuevo, si es que la República era vino nuevo, en odres viejos.

Este capítulo de la conspiración fascista, monárquica, ultra-montana permanente desde las oficinas públicas y desde los puestos de comando y de administración de las fuerzas armadas, no podía llevarnos a otra parte que al precipicio en que nos hemos despeñado. Nos vienen a la memoria las palabras de un militante obrero que escribía en El eco de la clase obrera, un periódico que se publicó en Madrid en 1855: «Toda revolución social, para ser posible, ha de empezar por una revolución política, así como toda revolución política será estéril si no es seguida de una revolución social».

Estas ideas eran corrientes en los medios obreros y entre las filas liberales de la España del siglo XIX. Pero los hombres que tomaron las riendas de la segunda República se habían olvidado completamente de ellas. Ocuparon algunos de los puestos de relieve, que no quiere decir que sean los puestos de mando efectivo, y dejaron las cosas tal como estaban.

En recompensa por esa conducta traidora a las esperanzas populares, la casta militar, unida estrechamente al clericalismo, se volvió cada vez más agresiva y exigente, haciendo de la República la tapadera de todas las inmoralidades y vicios del viejo régimen. Hasta nos atreveríamos a reconocer que, en los políticos de la República, la incomprensión o la mala fe ante los verdaderos problemas económicos y sociales de España eran, en mucho, superiores a los del viejo conservatismo social.

La política antiobrera o de reconocimiento y apoyo a un solo sector de la clase obrera, fue agudizada despiadadamente, y el puntal más firme del nuevo régimen, es decir, los trabajadores, poblaron las cárceles en masa y acabaron por considerar que no valía la pena ningún sacrificio en defensa de unas instituciones que no habían cambiado de esencia con el cambio de bandera nacional.

Especialmente contra nosotros el ensañamiento no tuvo límites. Hemos llegado a tener cerca de 30.000 compañeros presos en cárceles y presidios. Los viejos políticos de la monarquía tuvieron la habilidad de hacer ejecutar la represión por los partidos y los hombres que se llamaban izquierdistas y hasta obreristas. La pugna tradicional entre marxistas y anarquistas fue cultivada con esmero, tanto por los marxistas mismos como por sus adversarios.

Los llamados serenos de Orobón Fernández y los nuestros mismos fueron totalmente desoídos y mal interpretados, hasta llegar a mayo de 1936, cuando al fin se acepta la idea de un pacto entre las dos grandes centrales sindicales, pacto que en sus desarrollos ulteriores hubiese rechazado Orobón Fernández como lo hemos rechazado nosotros, sus primeros propulsores.[6]

Las deportaciones a Bata y las condenas monstruosas por delitos de huelga y de prensa superaron a lo que se había conocido en los tiempos del pasado inmediato.

Los trabajadores revolucionarios que pesan seriamente en la población española desde hace por lo menos tres cuartos de siglo, al llegar las elecciones de noviembre de 1933, después de dos años de persecuciones, de deportaciones, de episodios inolvidables como el de Casas Viejas, no quisieron acudir a las urnas para fortificar, desde ellas, a los hombres y a los partidos responsables del primer bienio republicano de sangre y de luto proletarios.

Una violenta campaña antielectoral se desarrolló en todo el país, por parte de nuestras organizaciones, que habían intentado en Figols a fines de 1931 y en diversos lugares de España en enero de 1933, fijar su posición frente a la República, señalando el camino de históricas reivindicaciones sociales. Naturalmente, aquella abstención dio el poder a los conservadores de orientación monárquica, al militarismo y a la iglesia, enemigos también de la España legítima, cuya base principal estaba constituida por los obreros y campesinos españoles, única continuidad histórica de la raza y del espíritu ibérico.

Los republicanos no quisieron aprovechar la lección ni comprender que los trabajadores revolucionarios, que la España del trabajo, eran un poder de progreso auténtico y que, sin ellos, no podía establecerse ningún régimen más o menos liberal o social y, contra ellos, no se podía gobernar más que en nombre de la reacción.

«Poco a poco se había afianzado, dentro de la República, la tendencia francamente restauradora que encabezaba Gil Robles con el apoyo del Vaticano y del capitalismo internacional. En diciembre de 1933, después del triunfo de las derechas en las recientes elecciones, se produjo el levantamiento anarco-sindicalista que tuvo bastante intensidad en Aragón, Rioja, Extremadura y Andalucía. Significaba ese levantamiento que lo mismo que los trabajadores rechazaban a los republicanos del bienio rojo de 1931-33, rechazaban a sus sucesores, igualmente nefastos para el progreso y la justicia en España.[7]

Los partidos de izquierda sabían perfectamente lo que significaba la tendencia de Gil Robles y no querían consentir que esa corriente restauradora entrase abiertamente en el poder, aunque consentían en ver mediatizado ese poder por su influencia y sus grandes recursos. Amenazaron. De esa amenaza surgió el movimiento de octubre de 1934, cuando el jefe de la C.E.D.A., Gil Robles, entró en el gabinete presidido por Alejandro Lerroux, de antecedentes bien dudosos en tanto que republicano de la República.

La insurrección de octubre pudo haber sido un movimiento triunfante si los republicanos llamados de izquierda hubiesen sido tales y no se hubieran rehusado a dar satisfacción a las clases productoras, que no habían recibido de la República ningún motivo para sentirse solidaria con ella. Pero tampoco se quiso ver la situación real de España y se fue a un movimiento insurreccional prescindiendo de nosotros, y en algunas regiones, como en Cataluña, mucho más contra nosotros que contra las huestes de Gil Robles.[8]

La preparación famosa de los nacionalistas catalanes Dencas y Badia tenía por objetivo primordial la guerra de exterminio contra nosotros. Las consignas dadas a sus «escamots», que salieron a las calles de Barcelona en la tarde del 5 de octubre, eran las de hacer fuego contra la F.A.I., «producto de España». El consejero Dencas y su lugarteniente en la jefatura de los servicios de orden público, Badia, habían, reeditado, con la complicidad y el silencio de la Generalidad en pleno, los horrores de Martínez Anido y de Arlegui y no podían, por consiguiente, ser factores de unidad y de colaboración en la lucha contra el fascismo que se adueñaba legalmente del poder. Posición singular. Nos acusaban los separatistas de ser productos de España; nos acusaban los centralistas de estar al servicio de los separatistas; propalaban los monárquicos que éramos un cuerpo y un alma con los republicanos, y divulgaban los republicanos que obrábamos al dictado de los monárquicos.

No podíamos hacer otra cosa que eludir los zarpazos de las derechas y de las izquierdas y, sin nosotros, el seis de octubre no fue en Cataluña más que un propósito que cayó en el ridículo, dominado a las pocas horas por un par de compañías escasas de soldados del general Batet, fusilado por los militares facciosos en julio de 1936 en Burgos, en pagos quizás a su lealtad a la abstracción republicana en octubre de 1934.

La seguridad de que la F.A.I. no intervenía en la lucha dio aliento a las fuerzas represivas para imponer una hegemonía que nadie les disputaba seriamente. Recordamos a un capitán de la guardia civil en la plaza de la Universidad de Barcelona, desesperado por unos paqueos que no lograba localizar.

– ¡Cobardes! —decía— si fuesen hombres de la F.A.I. lucharían frente a frente, dando la cara.

Si en Asturias adquirió aquel movimiento la aureola que tuvo, resistiendo algunas semanas al ejército leal, al Gobierno Lerroux-Gil Robles, desleal entonces al pueblo, como lo fue en julio de 1936, fue porque allí los trabajadores han sido más fuertes en su deseo de acuerdo que los políticos que pretendían desunirlos y lanzarlos a unos contra otros. Cayó Asturias, al fin, derrotada y pagó con millares de víctimas y con torturas indescriptibles su resolución de oponerse con las armas en la mano al advenimiento del fascismo.[9]

Al bienio memorable republicano-socialista sucedió otro bienio no menos sangriento de Lerroux-Gil Robles. La casta militar y la casta eclesiástica se afirmaron poderosamente en España. Cada iglesia y cada convento lo mismo que cada cuartel y cada Capitanía general, se convirtieron en focos activos de conspiración. La República estaba en manos de sus enemigos declarados. Y había de tocarnos a nosotros, por simple razón de autodefensa, prolongar su vida...

El imperio de las frases hechas, de los ritos consagrados, no es una realidad sólo en los ambientes de la rutina cotidiana, perezosa y conservadora. Incluso en los movimientos revolucionarios aparece más a menudo de lo que uno se imagina, dirigiendo de una manera tiránica a los individuos y a las colectividades. Generalmente no se reflexiona, no se medita cuando se habla y cuando se obra. El peso del ambiente, los hábitos mentales, los automatismos adquiridos realizan la función que debería corresponder en todo instante al pensamiento libre y alerta.

Cuando se preparaban las elecciones de febrero de 1936 nos encontramos ante un dilema que la rutina habría solucionado sin estremecimiento alguno, pero que, con un poco de cordura, ofrecía un panorama preñado de consecuencias gravísimas. Se había celebrado un pleno de regionales de la C.N.T. en Zaragoza y nos habíamos sentido alarmados por algunos de sus acuerdos en el sentido de propiciar una intensa campaña antielectoral y abstencionista.

Sí reafirmábamos nuestros abstencionismo dábamos, sin duda alguna, el triunfo a la dictadura propiciada por Gil Robles, en torno al cual se había divulgado ya la frase consagrada: ¡Los jefes no se equivocan nunca! Y dar el triunfo a Gil Robles equivalía a sancionar la prosecución de las torturas de octubre y el mantenimiento de treinta mil hombres en las cárceles. Teníamos, según la actitud que adoptásemos, las llaves de las prisiones y el porvenir inmediato de España en las manos. Con el triunfo de Gil Robles entrábamos en un período de fascismo con apariencia legal, volveríamos a las delicias del Angel Exterminador de la primera mitad del siglo XIX y a otros espectáculos semejantes. Si nos declarábamos partidarios de acudir a las urnas para aumentar las perspectivas del triunfo de las izquierdas, se nos habría podido acusar, por los incapaces de comprender, de hacer dejación de nuestros principios. Las izquierdas, en su ceguera permanente, no habían advertido que éramos nosotros la clave de la situación. Lo comprendieron perfectamente las derechas, que intentaron por todos los medios alentarnos en el abstencionismo, llegando el caso, como en Cádiz, según hizo público luego Ballester, uno de nuestros mejores militantes andaluces, asesinado por la facción militar, en que las derechas se acercaron con medio millón de pesetas para que realizásemos la propaganda antielectoral de siempre.

En noviembre de 1933 habíamos arrancado el poder, utilizado en la República para reafirmar los privilegios de clase existentes en la monarquía, a los responsables de Casas Viejas; para ello empleamos el arma política de la abstención, abstención que era una verdadera intervención en la contienda electoral en forma negativa. No es que tengamos que deplorar la lección dada a los presuntos republicanos del 14 de abril; pero en las circunstancias que se nos presentaban, la abstención era el triunfo de Gil Robles, y el triunfo de Gil robles era el triunfo de la restauración de los viejos poderes monárquicos y clericales.

Tuvimos la feliz coincidencia del buen acuerdo entre algunos militantes cuya opinión pesaba en nuestros medios, en los grupos de la F.A.I., en los sindicatos de la C.N.T., en la prensa. Por primera vez, después de muchos años, nos atrevimos todos a saltar por sobre todas las barreras infranqueables de las frases hechas. Se tuvo la valentía de exponer la preocupación que a todos nos embargaba, coincidiendo en no oponernos al triunfo electoral de las izquierdas políticas, porque al hundirlas a ellas nos hundíamos esta vez también nosotros mismos.

Una opinión parecida a la nuestra había surgido independientemente en otras regiones, y la voz de los presos se hizo sentir elocuente y decisiva. Algunos de nosotros, como Durruti, que no entendía de sutilezas, comenzaron a aconsejar abiertamente la concurrencia a las urnas.

Evitamos la repetición de la campaña antielectoral de noviembre de 1933, y con eso hicimos bastante; el buen instinto de las masas populares, en España siempre genial, acudió a depositar la papeleta del sufragio en las urnas, sin otro objetivo que el de contribuir, de este modo, a desalojar del Gobierno a las fuerzas políticas de la reacción fascista y el de libertar a los presos. En otras ocasiones se habría podido obtener el mismo resultado con la abstención, en esta ocasión era aconsejable la participación electoral.

Ha pasado bastante tiempo ya y sin embargo no vacilamos en reivindicar aquella línea de conducta, y en afirmar como exactos nuestros puntos de vista de entonces. Sin la victoria electoral del 16 de febrero no hubiéramos tenido el 19 de julio. Los esfuerzos de algunos pseudo-puritanos para contrarrestar nuestra manera de ver, fueron frustrados fácilmente. Dimos el poder a las izquierdas, convencidos de que en aquellas circunstancias, eran un mal menor. Por eso pudo continuar existiendo la República, de la que sabíamos bien lo que podíamos esperar.

Teníamos también el peso de las frases hechas en la lucha contra el fascismo. Nosotros conocíamos ese morbo de cerca y nos parecía pequeña toda ponderación del peligro que representaba. En las reuniones, plenos y congresos era uno de nuestros temas favoritos, sin hallar en los demás camaradas el eco deseable. Incluso habíamos tropezado con militantes de relieve que proclamaban en sus conferencias que el fascismo era una creación caprichosa de los antifascistas. Habíamos visto esos movimientos de revalorización de toda barbarie en varios países y sosteníamos que no era una cuestión racial, sino de clase, de defensa de los privilegiados, una contrarrevolución preventiva, y que si el proletariado no se defendía a tiempo, también en España sería una realidad.

No se nos escuchaba de buena gana, y esto nos alarmaba, porque podía darse el caso de que el fascismo asumiese cierta pose demagógica y fuese implantado sin darnos cuenta. De ahí nuestra alegría enorme cuando, un par de semanas antes del 19 de julio, vimos a los compañeros en su puesto, esperando la hora de las jornadas que se presumían inminentes.

Vueltas las izquierdas al poder, gracias a nosotros, las hemos visto persistir en la misma incomprensión y en la misma ceguera. Ni los obreros de la industria ni los campesinos tenían motivos para sentirse más satisfechos que antes. El verdadero poder quedó en manos del capitalismo faccioso, de la Iglesia y de la casta militar. Y así como las izquierdas prepararon el 6 de octubre, con muy poca capacidad, los militares se pusieron febrilmente a preparar un golpe de mano que quitase por la fuerza, a los republicanos y a los socialistas parlamentarios, lo que estos habían conquistado legalmente en las elecciones del 16 de febrero.

La conspiración militar incontenible —Nuestro enlace con la Generalidad —Las jornadas de i9 de julio en Barcelona.

Tiene el mes de Julio en la historia política moderna de España un puesto de honor. En la noche del 6 al 7 de Julio de 1822 intentó Fernando VII un golpe de mano sangriento contra la Constitución que había aceptado y contra la milicia popular a la que debía la recuperación del trono.

No tuvo entonces éxito debido al comportamiento heroico de los milicianos que batieron a la Guardia real; pero al año siguiente pudo ejecutar su programa enlutando y martirizando a España hasta su muerte.

Fue en Julio de 1854 cuando el pueblo de Madrid vivió las jornadas imborrables de su lucha contra la dictadura del general Fernández de Córdoba, episodios que nada desmerecen de otros que también pasarán a la inmortalidad, las escenas del asalto al cuartel de la Montaña, en Julio de 1936.

A mediados de Julio de 1856 tuvo lugar el golpe de Estado de O’Donnell, traidor desde antes de la cuna, nuevo Narváez por su ferocidad, que impuso al país de varios años de terror y de absolutismo bajo el amparo de Isabel II, logrando el desarme de la milicia, armada dos años antes para que defendiera la libertad de España.

En Julio de 1909 se rebeló el pueblo de Barcelona contra el matadero de Marruecos, luchas heroicas y sangrientas que terminaron con la victoria de la reacción, pero que dejaron hondas huellas en el recuerdo de la gran ciudad industrial y prepararon las jornadas de 1936.

La sublevación militar que se venía fraguando en los cuarteles, en la solidaridad más perfecta con el poder eclesiástico, tan importante en España, y con las fuerzas dirigentes del capitalismo industrial y de las finanzas, aparte de los apoyos buscados más allá de las fronteras, se hizo de día en día más eminente y más incontenible. Hasta los más indiferentes en materia política comentaban en público los preparativos que se llevaban a cabo en las filas del ejército, de ese ejército que había originado tantos desastres y que se había convertido en un instrumento de opresión de todas las libertades.

Se da como hecho probado que los generales complotados y figuras representativas de la restauración monárquica y del espíritu de la reacción, habían negociado de antemano con Italia y Alemania a fin de conseguir apoyos materiales y diplomáticos. Se mencionan alijos de armas que tienen ese origen y que llegaron con bastante anticipación para los primeros choques. Nos atenemos a lo que han divulgado escritores favorables y adversarios al movimiento militar.

Se han dado a la publicidad los acuerdos convenidos, por ejemplo, con Mussolini. Y los documentos encontrados por nosotros y publicados bajo el título de El nazismo al desnudo, revelan el hábil espionaje hitleriano. La red italiana y sus ambiciones relativas a nuestro país no eran menos peligrosas.[10] Los generales que se levantaron contra España en maridaje indisoluble con los obispos no hicieron más que seguir la tradición de todos los que, a través del siglo XIX, merodeaban en torno a los gobiernos de Francia e Inglaterra, implorando su ayuda militar y financiera para restablecer el absolutismo en España.[11]

Y no debe olvidarse tampoco que la primera República, para aplastar la comuna de Cartagena en 1873, tuvo la ayuda de la escuadra inglesa y de la alemana. En el hecho del levantamiento militar contra el régimen republicano no tendríamos nada que objetar si no concurriesen factores de una inmoralidad que asquean. No negamos a nadie el derecho a la rebelión contra lo que se juzga inapropiado para asegurar una convivencia más justiciera y más digna. Nosotros mismos nos hemos rebelado contra la República en varias ocasiones, y desde antes de su proclamación habíamos manifestado nuestra entera independencia, sabiendo por anticipado que no sabría ni podría dar solución a los eternos problemas del país.

Pero los militares no estaban, sin embargo, en nuestro caso. Nosotros no habíamos jurado ni empeñado nuestra palabra de honor, ni adquirido ningún compromiso de fidelidad al régimen republicano. Los militares, que se rebelaron habían jurado esa fidelidad, estaban en cargos de la máxima responsabilidad a sueldo de la República. La conspiración tenía su primer peldaño en la traición a los propios compromisos; y tenía su segundo peldaño en la admisión de tropas de potencias extranjeras. Para obtener esa ayuda extranjera tenían que vender la independencia del país o comprometer territorios o enajenar las riquezas minerales y demás. Su triunfo del momento no podía lograrse más que a cambio de esclavizar y de empobrecer a las generaciones españolas del porvenir. No puede siquiera establecerse un paralelo entre las brigadas internacionales que lucharon del lado de la República con las tropas organizadas, equipadas y armadas por potencias extranjeras; aquéllas se componían de voluntarios que se sentían en buena parte solidarios con la lucha de los combatientes de un lado de las trincheras; las otras eran agentes de penetración de países con intereses especiales y en pugna con los intereses de España.

En la tradición española, la palabra de honor empeñada es inviolable. Los militares sublevados han faltado a esa palabra, y por ese solo hecho no lograrán borrar, a pesar de su victoria, el calificativo que se aplica a todos los que rompen arteramente los compromisos contraídos libre y espontáneamente. Hubo excepciones, una pequeña cantidad de hombres de la monarquía que se negaron a reconocer la República y se manifestaron siempre sus adversarios. Para ellos, en resistencia pasiva o en rebelión, todo nuestro respeto de enemigos.

Mucho puede obtener el triunfo, pero lo que no podrá obtener es la subversión de valores morales fundamentales de nuestra historia, de nuestro temperamento y de nuestra educación de españoles.

Volvamos al pronunciamiento de Julio.

Nosotros, sabedores de lo que nos amenazaba, éramos los más vivamente afectados y los que más interés teníamos en oponernos al golpe militar en preparación. Esta vez no era una militarada como la de Primo de Rivera, ante la cual se podía uno cruzar filosóficamente de brazos, en espera del fin natural de esas aventuras. Teníamos por delante la experiencia viva de otros países y el recuerdo de heridas abiertas en el corazón del mundo progresivo por la era en boga de los dictadores.

Unos días antes del 19 de julio de 1936, cuando habría sido ya torpeza imperdonable o suicidio la duda sobre la inminencia de la sublevación, precipitada por la muerte de Calvo Sotelo, el Gobierno de la Generalidad de Cataluña —sintiéndose en absoluto impotente para afrontar los acontecimientos próximos, y no existiendo en la región autónoma ninguna fuerza organizada capaz de oponerse a la rebelión militar fuera de la que representábamos nosotros—, optó por la única solución honrosa que le quedaba: la de plantearnos con toda su crudeza la verdad de la situación, que conocíamos, y sus posibles alcances.

Habíamos sido hasta allí la víctima propiciatoria del espíritu inquisitorial que se ha transmitido en la política gubernamental, central y regional, desde hace siglos. Hacía pocos meses que había caído en las calles de Barcelona uno de los últimos verdugos del proletariado catalán, Miguel Badía, digno sucesor del general Arlegui o del barón de Meer, y su muerte se atribuía a camaradas nuestros. Las prisiones de Cataluña estaban otra vez repletas de obreros revolucionarios, a pesar de la amnistía que habíamos logrado a consecuencia de las elecciones del 16 de febrero.

Ante la amenaza, esta vez común, olvidamos todos los agravios y dejamos en suspenso todas las cuentas pendientes, sosteniendo el criterio de que era imprescindible, o por lo menos aconsejable, una colaboración estrecha de todas las fuerzas liberales, progresivas y proletarias que estuviesen dispuestas a enfrentar al enemigo. Para la lucha efectiva de la calle, para empuñar las armas y vencer o morir, claro está, era nuestro, movimiento el que entraba en consideración casi solo. Se constituyó un Comité de enlace con el Gobierno de la Generalidad, del que formamos parte con otros amigos bien conocidos por su espíritu de lucha y su heroísmo.

Además de propiciar la colaboración posible, pensábamos que, dado nuestro estado de ánimo y dada nuestra actitud, no se nos rehusarían algunas armas y municiones, puesto que la mejor parte de nuestras reservas y algunos pequeños depósitos habían desaparecido después de diciembre de 1933 y en el bienio negro de la dictadura Lerroux-Gil Robles había desaparecido mucho de lo obtenido en octubre de 1934, cuando los «escamots» abandonaron las armas de que habían sido provistos. Con ese propósito hicimos todos los esfuerzos imaginables.

Largas y laboriosas fueron las negociaciones y, en todo momento, se nos respondió que se carecía de armas. Sabíamos que la mayoría de la población combativa era la que respondía a nuestra organizaciones; no pedíamos veinte mil fusiles para los hombres que esperaban en nuestros sindicatos y en lo puntos de concentración convenidos, sino un mínimo de ayuda para comenzar la lucha. Pedíamos solamente armas para mil hombres y nos comprometíamos a impedir con ellas que saliese de los cuarteles la guarnición de Barcelona, y a forzar su rendición. Nada. Pero con armas o sin ellas nuestra gente estaba dispuesta a combatir y a dar el pecho.

La acción directa logró lo que no hemos logrado nosotros en las negociaciones con la Generalidad. El 17 de julio por la noche, tuvo lugar el asalto organizado por Juan Yague a las armerías de los barcos surtos en el puerto de Barcelona, y el 18 el desarme de los serenos y vigilantes de la ciudad. Así pasaron algunas pistolas y revólveres, con escasísima munición a nuestro poder.

La iniciativa de Juan Yague merece ser recordada. Se trata de un hombre del pueblo, pasta de héroe, toda abnegación y espíritu de sacrificio. Su campo de acción y de propaganda era la zona del puerto, donde había logrado suscitar grandes simpatías y merecer la confianza de los marinos y portuarios. Sabía que todos los barcos de ultramar llevan a bordo algunos fusiles Mauser con una pequeña dotación para eventualidades, y cuando se enteró del poco éxito de nuestras gestiones, resolvió tomar otro camino y al poco rato las armas de los barcos estaban en nuestro poder, en el Sindicato del Transporte. El Gobierno de Cataluña tenía un rescoldo de esperanza en que los militares desistirían de sus propósitos y dio orden de recoger las armas requisadas. Fue rodeado por las fuerzas de orden público el Sindicato del Transporte.

Para no provocar una carnicería que hubiese malogrado la unidad de acción que creíamos indispensable, una parte de los fusiles tomados en los barcos fue devuelta a las autoridades policiales gracias a la intervención personal de Durruti y García Oliver, que corrieron en ese momento el mayor de los riesgos entre la actitud de la guardia de asalto y la de los obreros del transporte que se aferraban a los fusiles, con una pasión conmovedora. Se zanjó la cuestión con la entrega de algunas de las armas, quedando las otras en nuestras manos para la lucha contra la sublevación militar.

Recordamos que en las noches pasadas en vela en el Departamento de Gobernación eran continuas las llamadas de las diferentes Comisarías comunicándonos la detención de camaradas a quienes se pretendía quitar la pistola e incluso procesar por portación ilícita de armas. Hemos intervenido en centenares de casos y, aunque hemos llegado siempre a acuerdos amigables, no por eso es menos doloroso el hecho que, en vísperas del 19 de Julio, hayamos tenido que dedicar tantas energías a lograr que fuesen respetadas las pocas armas que teníamos para luchar contra el fascismo.

Si esa era la actitud del Gobierno de Cataluña, que sabía que sin nuestra intervención toda resistencia a las tropas de cinco cuarteles era imposible, el comportamiento de los gobernadores del Frente popular en casi toda España, aleccionados por el Gobierno de Madrid, que negaba los hechos y la verdad de la sublevación, es de imaginar. Con días suficientes de antelación fue el aviador Díaz Sandino a Madrid con amplia documentación probatoria de lo que iba a acontecer y no fue escuchado. Las informaciones que tenemos, por ejemplo, de León, Vigo y Coruña, cuyos gobernadores civiles han sido fusilados después, nos demuestran la enorme ceguera de las gentes de la República, más temerosas del pueblo que de los enemigos del pueblo y que, por eso, se negaron terminantemente a entregar a los combatientes populares las armas de que se disponía para vencer a los sublevados.

El 18 de Julio por la noche se respiraba ya el aire de la tragedia próxima por todos los poros. Insinuamos en el local que se había convertido en cuartel general, el Sindicato de la Construcción, a un grupo de compañeros la conveniencia de asegurar vehículos de transporte. Una hora más tarde circulaban ya por las Ramblas coches particulares requisados, con las iniciales «C.N.T. — F.A.I». escritas con yeso en las partes más visibles. El paso de esos primeros vehículos, significando que se jugaba el todo por el todo, hizo prorrumpir al público en aclamaciones a los anarquistas.

Eran las cuatro o cinco de la madrugada del 19 de Julio cuando se dio, en los centros oficiales, la primera noticia de la salida a la calle de las tropas rebeldes de la guarnición de Barcelona.

La proclamación del estado de guerra por los militares había llegado a nuestro poder. No dejaba lugar a muchas ilusiones. Lo comprendieron así todos los partidos y organizaciones, satisfechos de constatar que estábamos allí nosotros para sacar las castañas del fuego. El plan trazado por los rebeldes era una especie de paseo militar para ocupar los puntos estratégicos, los centros de comunicaciones y los edificios gubernativos.

No se podía dudar, por parte de los que hasta allí habían abrigado algunas dudas, de la verdad de la rebelión. Parecía que hasta la respiración había quedado interrumpida. Solo nuestra gente se agitaba febrilmente entre las sombras y corría al encuentro de las columnas rebeldes.

No despuntaban aun los primeros rayos del sol cuando vimos aglomerarse en torno al Palacio de Gobernación a muchedumbres del pueblo que clamaban insistentemente por armas. Hubieron de ser calmadas a medias desde un balcón. Vimos allí los primeros gestos de fraternización entre los guardias de asalto y los trabajadores revolucionarios. El guardia que tenía arma larga y pistola se desprendía de la pistola para entregarla a un voluntario del pueblo.

Con un centenar escaso de pistolas corrimos al Sindicato de la Construcción. En pocos segundos fueron repartidas a hombres nuestros que alargaban las manos ansiosas y que desaparecían veloces para lanzarse con ellas en la mano contra las tropas.

Fueron asaltadas algunas armerías, en las que no había ya más que escopetas de caza, pero incluso estas fueron utilizadas en los primeros momentos.

Los fusiles de los barcos, las pistolas y revólveres de los serenos y vigilantes de Barcelona, los restos de nuestros pequeños depósitos y el centenar de armas cortas proporcionadas por la Generalidad, era todo lo que teníamos contra el embate de 35.000 hombres de la guarnición. No teníamos seguridad alguna en la fidelidad de las fuerzas de orden público, sobre todo de la guardia civil, muchos de cuyos oficiales y tropa habían firmado la adhesión a la rebelión, adhesiones que habían llegado en parte a las autoridades de Cataluña. El armamento era enormemente desigual y la perspectiva de triunfo insignificante o nula. Puede ser interesante destacar que mientras unos acudíamos con un sentimiento del deber, pero sin optimismo ni esperanza, otros estaban plenamente convencidos de que la victoria sería nuestra. Aún estamos viendo el gesto de rabia y de desesperación de Francisco Ascaso en la noche del 18 de Julio, cuando se hablaba de que los militares desistirían de salir a la calle. Por nuestra parte habríamos preferido no tener que entablar la lucha desigual a que nos veíamos obligados, y de la cual no podíamos esperar otro fin que el de la muerte en la lucha o el fusilamiento subsiguiente a la derrota. Pero cualquiera que fuese el estado de ánimo, tenemos la satisfacción de constatar que no hemos visto una sola deserción. Los combatientes de la F.A.I. ocupaban todos su puesto. Los que no tenían armas, iban detrás de los que las tenían, esperando que cayesen para tomarlas a su vez. Aparecieron dos o tres fusiles ametralladoras ligeros. Detrás de los que les manejaban se formaban colas de envidiosos que quizás deseaban todos en su fuero interno la muerte del camarada privilegiado que podía luchar con un arma de esa especie. Era conmovedor el espectáculo.

Las fuerzas armadas leales se vieron de tal manera alentadas por el ejemplo de nuestros militantes que cumplieron realmente con su obligación y lucharon de veras. El enemigo se proponía cortar las comunicaciones de los diversos barrios de la ciudad, enlazar sus fuerzas y aislar los diversos focos de peligro, conforme a un plan bien meditado.

Las tropas de Pedralbes, las más nutridas, llegaron a la Plaza de la Universidad, a la plaza de Cataluña, a las Rondas, ocupando los edificios más sólidos, la Universidad, el Hotel Colón, el edificio de la Telefónica. Durante el trayecto habían sido vivamente tiroteadas, pero no se detuvieron. Al llegar por la Diagonal al Paseo de Gracia, tuvieron el choque más violento con fuerzas de asalto.

En la Plaza de la Universidad un contingente de soldados, fingiéndose amigos, entraron en contacto con los grupos allí estacionados y repentinamente se descubrieron y tomaron numerosos prisioneros, entre ellos a Angel Pestaña, a Molina y a muchos otros. La lucha se volvió de minuto en minuto más terrible. Se atacaba por todas partes y cada paso de las columnas rebeldes era contrarrestado con rápidas maniobras de nuestra gente, que aparecía por todas partes y no daba la cara en masa en ninguna. En uno de esos tiroteos furiosos, los soldados que bajaban por la calle Claris dejaron en medio de la calle varias piezas de artillería para resguardarse en los portales. En un abrir y cerrar de ojos, algunos elementos populares se lanzaron sobre las piezas, apuntaron a la columna que avanzaba, sin afirmar los cañones, y dejaron la calle sembrada de anímales muertos y de destrozos. Rendidos los soldados de los alrededores y desarmados, con varias piezas de artillería en nuestras manos, el efecto moral no podía tardar en manifestarse.

Salió el regimiento de caballería de Santiago y la barriada de Gracia le obligó a replegarse y a refugiarse otra vez en sus cuarteles. Los de Sans se encargaron de inutilizar el de Lepanto.

Se disparaba desde iglesias y conventos intensamente y alrededor de ellas se fue estableciendo un cerco de hierro y de fuego.

El cuartel de artillería ligera de montaña tenía la misión de llegar a Capitanía general y enlazar con las tropas de Pedralbes, ocupando la zona portuaria, las estaciones ferroviarias y los edificios del gobierno de Cataluña. Las tropas de los cuarteles de San Andrés no lograron salir a muchos pasos de sus bases y fueron prontamente cercadas por gestos indescriptibles de heroísmo anónimo.

Nuestros camaradas de la Barceloneta, con ayuda de algunas compañías de asalto fueron los primeros en saborear las alegrías del triunfo. A las nueve de la mañana el cuartel de su circunscripción tuvo que rendirse, vencido en los primeros encuentros. Los fardos de pasta de papel que había en los depósitos del puerto se transformaron instantáneamente en barricadas seguras y móviles. Con ese pilar del plan rebelde en nuestras manos, se derrumbó una gran esperanza de la conspiración. Pronto comenzaron a verse combatientes populares con cascos de acero de los soldados, con fusiles Mauser y correajes, con ametralladoras a cuestas para que se les enseñara el manejo. A pesar de la violencia del ataque, los primeros encuentros, si no habían aclarado la situación, dieron ánimo a los que combatían y a los que presenciaban la lucha.

En las primeras horas estábamos solos, con las fuerzas de asalto que había distribuido hábilmente el comandante Vicente Guarner. De nueve a diez de la mañana vimos engrosar considerablemente las filas de los luchadores del pueblo. Oleadas de obreros de los sindicatos se unían a los grupos de la F.A.I. que llevaban la iniciativa en toda la ciudad.

Quedaba el enigma de la posición que adoptaría la guardia civil. El general Aranguren se había establecido en el Palacio de Gobernación con el jefe del tercer tercio, coronel Brotons. El comandante Guarner logró reunir la tropa de los dos tercios existentes en Barcelona delante de balcones del Palacio de Gobernación y pudo entonces respirar tranquilo. Se dio orden al 19 tercio de atacar la plaza Cataluña, donde se habían hecho fuertes los militares. Sin duda alguna, la guardia civil era un cuerpo férreamente disciplinado.

En oposición a la acción popular irregular e impetuosa, y a la guardia de asalto, mezclada ya con el pueblo en perfecta fraternidad, avanzaron las fuerzas del 19 tercio con el coronel Escobar a la cabeza a cumplir el cometido que se le había asignado. Desfilaron desplegadas, con ritmo lento, sin que el tiroteo hubiese hecho perder el paso a un solo hombre.

Nuestra gente flanqueaba esa columna entre desconfiada y recelosa. ¿Sería verdad que iba a enfrentarse con los militares? La plaza Cataluña hormigueaba ya desde las bocas del subterráneo, desde las calles adyacentes. Se iba a dar el asalto al hotel Colón, a la Telefónica, y a los otros refugios de los rebeldes. Tomó serenamente posiciones la guardia civil, inició un recio tiroteo y se comenzó a oír el tronar de las piezas de artillería tomadas poco antes en la calle Claris. Segaban las ametralladoras de los rebeldes avalanchas de gente del pueblo, pero al cabo de media hora de lucha, con la plaza cubierta de cadáveres, se vieron aparecer banderas blancas de rendición en aquellos focos de resistencia. Casi simultáneamente se rindió también el Hotel Ritz, otro de los baluartes improvisados de la rebelión.

Alentados por esa gran victoria, que proporcionó un regular armamento, con la fiebre del olor de la pólvora, fue tarea fácil la limpieza de la plaza de la Universidad, liberando a los presos que esperaban allí el peor destino.

Para algo valían todos los preparativos orgánicos anteriores, la idea de la lucha moderna. Mientras unos luchaban en la calle, otros se consagraban a instalar hospitales de sangre para los heridos y otros corrieron a las fábricas metalúrgicas a preparar material de guerra, sobre todo bombas de mano. A medio día la fiebre popular era ya incontenible; se luchaba en las Rondas y habían quedado cercados todos los cuarteles. El cuerpo de Intendencia se había pasado íntegramente con su jefe, el comandante Sanz Neira, a las fuerzas leales al gobierno. En el aeródromo del Prat estaba Díaz Sandino, que logró también imponerse después de no pocas alternativas.

Mucho se había adelantado hacia el mediodía; pero no se había obtenido ni mucho menos la victoria. En previsión del contraataque y sin grandes recursos para defender nuestro cuartel general en el Sindicato de la Construcción, almacenamos explosivos en abundancia sacados de las canteras de Moncada, para volar el edificio antes de caer prisioneros.

Cada barriada o cada núcleo popular importante atendía a un objetivo concreto. Aunque habían sido desbaratados algunos cuadros, todavía quedaba la mayor parte de la guarnición disponible.

El Sindicato del Transporte, en las Ramblas, con Ascaso, Durruti y muchos otros compañeros, estableció el cerco al cuartel de Atarazanas, uno de los centros más tenaces de la resistencia. Inmovilizados los otros cuarteles por cercos análogos, quedaba la posibilidad de operar seguramente. En las primeras horas de la tarde se dio la consigna de atacar a la misma capitanía general, donde se encontraba el general Goded, jefe militar de la rebelión, que había llegado en hidroavión desde Mallorca. No era tarea sencilla. La oficialidad se defendía bravamente; pero el pueblo que se había concentrado no quería reconocer obstáculos. Se había entablado la lucha y las balas enemigas no eran capaces ya de contener la combatividad de Barcelona. Hacia Capitanía se dirigieron las piezas de la calle Claris, al mando del obrero portuario Manuel Lecha, antiguo artillero. Cuando el general Goded se dio cuenta de los preparativos, habló por teléfono al Palacio de Gobernación para pedir nada menos al general Aranguren nuestra rendición.

El general Aranguren, el coronel Escobar y el coronel Brotons han sido fusilados por Franco. Sobre el primero se lanzaron algunas injurias respecto de su actitud con Goded. El comportamiento de Aranguren ha sido de una cortesía quizás fuera de lugar. Cuando Goded habló a eso de las cuatro de la tarde a Gobernación para intimar la rendición, pues, de acuerdo a sus informes, la jornada le había sido, favorable, Aranguren respondió sin una sola palabra subida de tono, respetuosamente.

– Mi general, lo siento mucho, pero mis informes son opuestos a los suyos y me dicen que la rebelión está dominada. Le ruego que haga cesar el fuego, donde aún se mantiene, para evitar más derramamientos de sangre. Además pongo en su conocimiento que hemos resuelto darle a Vd.

Media hora para rendirse; al expirar ese plazo nuestra artillería comenzará a bombardearle.

Goded ha debido responder de mala manera, pero Aranguren, con su vocecita de anciano, sencillo, sin inmutarse, sin el más leve asomo de irritación, comunicó nuevamente la orden de rendimiento con garantías para la vida de los sitiados.

Comenzó el ataque al expirar el plazo fijado. Más de cuarenta disparos de artillería sobre el sólido edificio hacían saber a los sitiados que el pueblo disponía ya de armamento. El fuego nutrido de fusilería cada vez más próximo no podía dejar lugar a dudas. Capitanía estaba totalmente aislada y en peligro de ser asaltada por los sitiadores. Aparece una bandera blanca. Desde Gobernación se comunica al general Goded que irá a hacerse cargo de los prisioneros un oficial leal del ejército, el comandante Sanz Neira. Al acercarse este, habiéndose suspendido el fuego por nuestra parte, las ametralladoras emplazadas en Capitanía volvieron a tronar furiosamente. No hubo más remedio que reiniciar la lucha y disponerse al asalto. Estaban a punto de caer las puertas de acceso cuando nuevamente apareció la bandera blanca. Traicionados una vez, los sitiadores, entre los cuales se veía al comandante de artillería Pérez Farraz, entraron a viva fuerza en el Palacio y tomaron prisioneros a sus ocupantes. Hubo que realizar verdaderos esfuerzos para defender al general Goded contra la muchedumbre. No habrían sido necesarios de haber atendido la invitación del general Aranguren y a no haber disparado después de haber sacado bandera de rendición.

El general rebelde fue llevado a la Generalidad en calidad de prisionero, los otros oficiales que le acompañaban, fueron internados en otras prisiones, especialmente a bordo de barcos surtos en el Puerto. El general Llano de la Encomienda, que se encontraba prisionero en Capitanía, resultó herido por equivocación y quedó en los departamentos privados del Palacio hasta que se repuso y luego ocupamos nosotros el edificio en nombre del ejército del pueblo, las milicias.

Se ha acusado a Goded de cobardía por haber comprobado desde la emisora de la Generalidad que la partida estaba perdida y que quedaban libres de todo compromiso los que se habían complotado para acatar sus órdenes. No era Goded hombre para comportarse cobardemente. Lo hemos visto siempre sereno y consciente de su destino y le hemos visto avanzar a la muerte con una entereza viril que imponía respeto. Ha disfrutado el general vencido por nosotros de todas las consideraciones que merecía; ¿por qué no habría de merecerlas también el general Aranguren, que trató al compañero derrotado con una cortesía y una caballerosidad intachables?

La rendición de Goded produjo su efecto, naturalmente. En unos por desmoralización, en otros por el doble aliento recibido. Continuó el tiroteo a los focos de resistencia todo el día y el cerco se hizo más sofocante durante la noche. Los cuarteles de San Andrés fueron tomados por asalto y lo mismo ocurrió con el Parque de Artillería, a la madrugada del 20. A la entrada en los cuarteles de San Andrés se tropezaba con abundantes botellas de vinos finos con los cuales se había procurado infundir valor a los soldados engañados. Un espectáculo singular lo dio el convento de los carmelitas, desde donde se hizo largo tiempo fuego de ametralladoras por oficiales y monjes. Se rindieron al fin y se vio a uno de los religiosos arrojar a la muchedumbre que rodeaba el convento monedas de oro para aplacarla y ver si de esa manera era posible una fuga. ¡Pero no se compraba al pueblo del 19 de Julio con monedas de oro!

La entrada en la mayoría de los cuarteles proporcionó abundantísimo armamento, en especial fusilería, aunque los militares habían tenido la precaución de esconder los cerrojos de más de veinte mil fusiles que había en el Parque.

Fueron licenciados, como primera providencia, los soldados vencidos y hechos prisioneros los oficiales.

El día 20 de Julio solamente nos quedaba en Barcelona el cuartel de Atarazanas, pero no podía quedar sin decisión la lucha por mucho tiempo. Defendían los sitiados su vida y su posición con bravura, pero los combatientes del pueblo aumentaban su decisión de vencer. Díaz Sandino hizo intervenir algunos de sus aviones disponibles para bombardear el cuartel. Teníamos ya las baterías de costa y las piezas de artillería de la guarnición de la ciudad. La fortaleza sería arrasada de prolongarse la resistencia. Pero no se advertía ninguna señal de rendición. En esto, Francisco Ascaso, que disparaba un fusil certeramente detrás de un obstáculo, recibió un tiro en la cabeza y quedó muerto instantáneamente. Corrió la noticia como un reguero de pólvora y enardeció a los sitiadores para el asalto final. Se dio éste con empuje incontenible y nuestra gente entró en el cuartel como una tromba. Uno de los primeros, si no el primero, fue Durruti.

Barcelona quedó totalmente en manos de los combatientes de la F.A.I. y particularmente los cuarteles, que conservamos hasta que se resolvió después entregar algunos de ellos a los partidos y organizaciones que deseaban organizar milicias para la guerra iniciada contra las fuerzas fascistas.

Tuvimos pérdidas sensibles, naturalmente, y algunas de ellas han tenido gran influencia en el desarrollo ulterior de los sucesos. Muchos de los hombres que habían probado su temple en años y años de lucha y de sacrificios, contribuyeron con su sangre y su vida a la gran victoria. Y aparecieron en nuestras filas, en cambio, gentes que no siempre podían compararse a los caídos, aunque dijesen enarbolar la misma bandera.

No obstante los rudos golpes sufridos, no podíamos sustraernos a la honda satisfacción por el triunfo obtenido, aunque comprendíamos la grave responsabilidad que caería en lo sucesivo sobre nosotros.

La cárcel de Barcelona, repleta de compañeros nuestros, fue abierta y los presos pasaron a engrosar las huestes combatientes.

Barcelona celebró con júbilo nunca visto el magno acontecimiento. Espectáculos como el del 20 de julio, después de la caída de Atarazanas, se ven pocas veces en la vida de una generación, y los registra raramente la historia.

¡Con qué sinceridad se fraternizaba! No había partidos, no había organizaciones, aun cuando se circulaba bajo la insignia roja y negra de los vencedores. ¡Había solamente un pueblo en la calle! Un pueblo con un sólo pensamiento, con una sola voluntad, con un sólo brazo. Cuando se ha llegado a ese ideal, se siente como una caída vertical, como una catástrofe irreparable todo lo que tiende, por el mecanismo de los partidos, de los programas, a hacer de un pueblo otra vez un conglomerado de núcleos hostiles.

¡No hay programa de organización, no hay declaración de principios y de partido, no hay teoría superior a la del 20 de Julio!

Barcelona se convirtió en un pueblo armado orgulloso de su victoria y consciente del poder adquirido.

Los focos aparentemente neutrales de la región, aunque en el fondo enemigos, como la guarnición de Tarragona, el regimiento de ametralladoras de Mataró, etc. etc., se rindieron sin resistencia. Cataluña había sido libertada. ¿Qué ocurría en el resto de España?

Luchó bravamente el pueblo de Madrid también, como en 1808, como en muchas otras ocasiones en el siglo XIX, habiéndose centralizado la resistencia enemiga en el Cuartel de la Montaña. En Levante apareció un intento de Martínez Barrios para constituir nuevo Gobierno ofreciendo alguna carteras a los generales facciosos. La guarnición quería aparecer neutral, hasta ver el desenlace de la lucha.

La rebelión dominaba Marruecos, las islas Canarias, las Beleares, Andalucía, Navarra, Castilla la Vieja, Galicia, León y Oviedo, esta última ciudad gracias a la estúpida creencia de los socialistas asturianos en la lealtad de Aranda. Vizcaya, Cataluña, el Centro, Levante y parte de Extremadura, casi toda Asturias, parte de León, estaban en manos nuestras. ¿Habíamos triunfado? El mapa de la península nos decía que todavía faltaba mucho para ello. Nos alarmó sobre todo la rápida comprobación de que las principales factorías de armas y municiones estaban en manos del enemigo. Y nos alarmó la euforia excesiva de muchos llamados dirigentes, que no querían darse cuenta de que las primeras jornadas, por brillantes que fuesen, todavía no significaban la victoria. Habría podido quedar asegurada en casi toda España y haber debilitado las posibilidades de reorganización de los militares rebeldes si los hombres de la República hubiesen tenido un poco mas de capacidad y un poco mas de ligazón espiritual con el pueblo. La mayor parte de la flota estaba con nosotros; la aviación propiamente no contaba por la exigüidad de los aparatos de que disponíamos.

Liquidada la revuelta en Cataluña, el presidente de la Generalidad, Luis Companys, nos llamó a conferencia para saber cuáles eran nuestros propósitos. Llegamos a la sede del gobierno catalán con las armas en la mano, sin dormir hacía varios días, sin afeitar, dando por la apariencia realidad a la leyenda que se había tejido sobre nosotros. Algunos de los miembros del gobierno de la región autónoma temblaban pálidos mientras se celebraba la entrevista, a la que faltaba Ascaso. El palacio de Gobierno fue invadido por la escolta de combatientes que nos había acompañado.

Nos felicitó Companys por la victoria. Podíamos ser únicos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalidad e instituir en su lugar el verdadero poder del pueblo; pero nosotros no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros y no la deseábamos cuando la podíamos ejercer nosotros en daño de los demás. La Generalidad quedaría en su puesto con el presidente Companys a la cabeza y las fuerzas populares se organizarían en milicias para continuar la lucha por la liberación de España. Así surgió el Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, donde dimos entrada a todos los sectores políticos liberales y obreros.[12]

Se ha hecho excesivo escándalo por la quema de iglesias y conventos. La duquesa de Atholl informa aristocráticamente que ha sido obra nuestra o de agentes enemigos infiltrados en nuestras filas. Y pone de manifiesto que, en cambio, los comunistas no han hecho nada de eso y han propiciado el respeto a los templos. ¿De dónde ha sacado semejantes patrañas?

Nosotros teníamos algo más importante que hacer y que pensar que en la quema de iglesias y conventos. Mientras Gil Robles denunciaba en el Parlamento incendios de iglesias en el período que media entre el 16 de febrero y el mes de julio, ¿ha señalado, un solo caso de Cataluña, donde nuestro predominio era bien conocido de todos? No hemos impedido que las iglesias y conventos fuesen atacados como represalia por la resistencia hecha desde ellos por el ejército y los siervos de Dios. En todos encontramos armamento o hemos forzado la rendición de las fuerzas parapetadas en ellos. El pueblo, por propia iniciativa, tomó sus venganzas bien comprensibles. Pero lo hizo tratando de salvaguardar las obras de arte, las bibliotecas, los tesoros y ornamentos de valor. Ni la C.N.T. ni la F.A.I. dieron aliento a esa acción estéril, de mera revancha. Lo decimos porque esta es la verdad, y si no hubiésemos procedido así, tampoco habría sido un delito como para arrepentirnos.

Recordamos unas palabras de Mariano de Larra en su folleto «De 1830 a 1836», publicado en París, refiriéndose precisamente a excesos populares semejantes: «Tales escenas de incendio y carnicería podrán ser terribles, pero su explicación es justa y sencilla.

Es fuerza no olvidar que los conventos no podían menos de ser mirados en España como otros tantos focos naturales de la guerra civil, y los frailes como sus tesoreros. La guerra civil es la llaga más dolorosa de la península, y la que está al alcance de todo el mundo; de aquí el desencadenamiento general del país contra los conventos y sus habitantes: herirles es herir a la facción y a don Carlos, y por ahí se empieza, porque ahí esta el peligro, y la sociedad acude siempre a lo más urgente. Las consecuencias podrán ser sangrientas, pero confesemos al menos que siempre es consolador pensar que si se examinan las cosas a fondo, esas escenas mortíferas no son, como se quiere suponer, efectos de feroces caprichos y de un instinto ciego y desordenado, sino la consecuencia llevada al extremo solamente del derecho de defensa que tiene toda sociedad al verse acometida, y la exageración indispensable en tales momentos del sentimiento de conservación de cada individuo que la compone”...

Sobre la significación de la iglesia en España y su alianza permanente con la tiranía, nada más definitivo que los juicios del conde de Montalambert, católico militante francés, cuyo libro sobre nuestro país merecería ser reeditado.

Bástennos estas cifras del poder eclesiástico de España y sus dominios en 1580 (reinado de Felipe II):

Arzobispos 58
Obispados 684
Abadías 11.400
Capítulos eclesiásticos 936
Parroquias 127.000
Conventos de frailes 46.000
Conventos de monjas 13.000
Hermandades y cofradías 23.000
Clérigos seculares 312.000
Diáconos y subdiáconos 200.000
Clero regular 400.000

Pasaba el personal eclesiástico, con sus servidores, sacristanes, santero, etc. de 1.500.000 personas, es decir un individuo por cada 45 habitantes.

El aumento o disminución de las personas consagradas a la Iglesia católica en España ha tenido el siguiente movimiento:

Población Clero secular Frailes Monjas Año
7.500.000 168.000 90.000 38.000 1700
9.300.000 143.800 62.000 36.000 1768
10.300.000 134.500 56.000 34.000 1797
13.300.000 75.784 37.363 23.552 1826
13.500.000 65.000 31.000 22.000 1835

Las rentas eclesiásticas han consumido la parte de león del producto del trabajo del pueblo. Sus propiedades y empresas y privilegios eran causa principal del atraso de España. Su alianza permanente con todas las causas del absolutismo señalaron a la iglesia como un enemigo público número I. Era cuestión de vida o muerte para el país el cercenamiento del poder y de la riqueza de la iglesia.

Olozaga y Cortina destruyeron por decisión gubernativa en 1834, gran cantidad de conventos de Madrid. Todavía quedaba, sin embargo, en 1835, setenta y dos. Se hablaba de un pueblo fanáticamente católico, y sin embargo acudieron a los derribos de conventos muchos más brazos de los necesarios y los responsables ministeriales de esas medidas, como Olozaga, podían presenciar entre el público, aplaudidos, la obra de saneamiento emprendida.

Pocas veces se tomó desde el gobierno, como en tiempos de Mendizabal, la iniciativa de una restricción del poder y de la riqueza eclesiásticos. Generalmente ha sido el pueblo mismo el que tuvo que acudir a la acción directa para librarse del peso aplastante de la explotación inhumana en nombre de la religión. En ningún país del mundo se han quemado tantas iglesias y conventos como en España, y eso en todas las épocas. La resurrección de España ha tropezado siempre con la negra barrera del clericalismo. Los incendios de Julio de 1936 entran perfectamente en la tradición del pueblo que busca la destrucción de los símbolos de su miseria y de su esclavitud. No hace falta que una organización o un partido asuman la responsabilidad de esos hechos; el único autor e inspirador es el instinto del pueblo mismo.

Respondemos de que ni oficial ni oficiosamente ha salido de las organizaciones libertarias de Cataluña la idea de la quema de iglesias y conventos; pero estaríamos por asegurar que tampoco ha partido la iniciativa de los otros movimientos y partidos.

El comité central de milicias de Cataluña —Expediciones hacia Aragón —Calumnia, que algo queda —La colaboración política y revolucionaria

Henos aquí triunfantes sobre la militarada. No hemos sabido nunca a qué precio de muertos y heridos. En aquellas jornadas no se medía la magnitud del sacrificio; lo que importaba era el triunfo. Lo habíamos obtenido y los que tuvimos la suerte de quedar en pie, no teníamos tiempo ni siquiera para llorar a los muertos, entre los cuales estaban los amigos, los hermanos más íntimos y los colaboradores más eficaces de viejas contiendas. Resultado de aquella victoria fue una euforia popular raramente vista. Había pasado todo el poder a la calle, el poder moral por la parte esencialísima cumplida por los luchadores del pueblo en los sangrientos combates, y el poder material, de la fuerza, de las armas. Los cuerpos coercitivos del viejo Estado habían quedado fundidos en la masa popular; por lo demás su fuerza no podía tampoco ser ya contrapeso en el renacimiento de España a sus destinos. En esas primeras semanas posteriores al 20 de Julio ni siquiera los partidos y organizaciones controlaban a sus afiliados. Se había constituido de repente algo superior a los partidos y tendencias; se había formado un pueblo y ese pueblo sentía y obraba como tal. ¿No era el momento de renunciar a todo partidismo para sumarse a ese pueblo, cada cual con sus fuerzas y sus iniciativas, su inteligencia o su heroísmo? Llegará un día en que será preciso resumir las lecciones de la experiencia de nuestra revolución; entonces no podrá menos de calificarse con dureza la escisión del pueblo del 20 de Julio en fracciones rivales, en conglomerados hostiles, en banderines de facción.

No nos acusamos de haber hecho nada en ese sentido; después de la victoria nos parecía pequeño, todo el viejo tinglado partidista, nos parecía estrecho hasta el propio organismo a que pertenecíamos y al cual se debía la victoria; el único cuadro que nos parecía a la altura del momento era el pueblo, ese pueblo embriagado por el triunfo, pero capaz ya de todos los sacrificios, de todas las decisiones y sobre todo capaz de construir el nuevo mundo a que aspirábamos. La España eterna se había levantado de su esclavitud secular y se hacía presente con las cadenas rotas. Para llegar hasta allí habían sido necesarios partidos y organizaciones, doctrinas, programas; ahora no hacía falta más que llevar cada cual lo que tuviese al pueblo, empuñando las armas o trabajando en las fábricas, investigando en los laboratorios o cultivando la tierra.

Se nos comunicaba que algunas bandas pertenecientes a la rebelión derrotada seguían cometiendo desmanes bajo disfraces diversos, que había habido descargas alevosas sobre grupos de milicianos, que circulaban coches fantasmas. Nada de eso pudimos comprobar. Habiendo pasado el armamento a manos del pueblo, quedaba absolutamente descartado por muchos meses todo intento de reorganización de las fuerzas enemigas. Pero una gran ciudad como Barcelona alberga siempre elementos que no son capaces de fundirse en la gran comunión popular. La ruptura de tantas barreras y la subversión de tantos valores habían producido un desborde de las grandes masas, desborde con el que comenzaban ya a hacer su agosto los demagogos irresponsables, pero eso no podía inquietarnos mientras esas grandes masas pertenecían al pueblo laborioso, de un sentido moral y de una conciencia de su responsabilidad siempre alerta.

Desde 1808-1814 el pueblo español no había vuelto a tener en sus manos la iniciativa, reducida entonces a la lucha contra las huestes de Napoleón. Era justo que vibrase de júbilo, que se sintiera feliz en la aurora gloriosa de la tierra de promisión. Pero no todo era población laboriosa que escucharía el primer llamado que se hiciese a su razón y a su sentimiento; había estratos que no comprendían la grandeza de la hora y temíamos que la victoria que nos había costado tanto fuera mancillada por inconscientes o por malvados.

Se constituyó el Comité de Milicias Antifascistas cuando todavía no se había disipado el humo de la pólvora, expresión auténtica del triunfo popular. Por voluntad nuestra, sobre todo, entraron en ese Comité representaciones de todas las fuerzas políticas y sindicales antifascistas, más con el propósito de que se fusionaran en una sola voluntad que para que, al calor de la representación, se dedicasen a reivindicar intereses partidistas. Quedó sin representación directa el «Estat Catalá», considerando que la Esquerra de Cataluña y el Gobierno de la Generalidad tenían calidad suficiente para representar a la región autónoma, como tal.

Dimos a la U.G.T. catalana, no obstante la exigüidad de sus fuerzas, la misma representación que a la C.N.T., mayoritaria, lo que produjo asombro incluso entre los delegados de la organización obrera rival, que no esperaban ese gesto. Hemos puesto así de manifiesto que queríamos colaborar como hermanos y que deseábamos que en el resto de España, y en las regiones donde fuésemos minoría eventual, se nos tratase con la misma consideración y respeto que nosotros tratábamos a todos los que habían cooperado más o menos a la victoria.

En la primera reunión despachamos algunas delegaciones a cerciorarse del estado de la región en dirección a Zaragoza y a buscar informes sobre las posiciones del enemigo, y como circulase con insistencia el rumor de una columna organizada al otro lado del Ebro para atacar a Barcelona, dimos la orden de minar todos los puentes de carreteras y ferrocarriles para impedir el avance de columnas motorizadas. Las delegaciones, que podían caer de improviso en focos enemigos, no llevaban ninguna documentación, lo cual puede haberles salvado la vida no obstante fue muerto uno de los emisarios, pero se les retuvo prisioneros por sospechosos.

Sin esperar los informes, resolvimos perder el menor tiempo posible. El Comité de Milicias fue reconocido como el único poder efectivo de Cataluña. El gobierno de la Generalidad siguió existiendo y mereciendo nuestro respeto, pero el pueblo no obedecía mas que al poder que se había constituido por virtud de la victoria y de la revolución, porque la victoria del pueblo era la revolución económica y social. Iniciamos allí una colaboración de tendencias y sectores que se desconocían la víspera y que, luego, en el contacto cotidiano y en el esfuerzo común, han podido revelarse en su verdadero carácter.

Aun cuando las aristas eran bastante disimuladas, si algún momento pudimos dudar de la bondad del camino emprendido, fue por la conducta, nunca leal, que manifestaban poco a poco y con timidez en los primeros meses, los representantes del comunismo moscovita. Con las fuerzas republicanas y liberales hemos podido mantener siempre una vinculación cordial y amistosa que no nos ha hecho arrepentir del contacto establecido.

Nuestra primera declaración publicada fue un Bando a la población, con indicaciones sobre la conducta a seguir. Decía así:

«Constituido el Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña de acuerdo con el decreto publicado por el Gobierno de la Generalidad en el «Boletín oficial» de hoy, ha tomado los siguientes acuerdos, cuyo cumplimiento es obligatorio para todos los ciudadanos:

1º. Se establece un orden revolucionario para el mantenimiento del cual se comprometen todas las organizaciones integrantes del Comité.

2º. Para el control y la vigilancia, el Comité ha nombrado los equipos necesarios para hacer cumplir rigurosamente todas las órdenes que de éste emanen. Con tal motivo los equipos llevarán la credencial correspondiente, que atestiguará su personalidad.

3º. Estos equipos serán los únicos acreditados por el Comité. Todo aquél que actúe al margen será considerado faccioso y sufrirá las sanciones que el Comité determine.

4º. Los equipos nocturnos serán rigurosos contra los que alteren el orden revolucionario.

5º. Desde la una a las cinco de la madrugada la circulación quedará limitada a los siguientes elementos:

  1. A todos los que acrediten pertenecer a cualquiera de las organizaciones que constituyen el Comité de Milicias.

  2. A las personas que vayan acompañadas por alguno de estos elementos y que acrediten su solvencia moral.

  3. A los que justifiquen el caso de fuerza mayor que les obliga a salir.

6º. A fin de reclutar elementos para las Milicias Antifascistas, las organizaciones que constituyen el Comité quedan autorizadas para abrir los correspondientes centros de alistamiento y de adiestramiento. Las condiciones de este reclutamiento serán detalladas en un Reglamento interior.

7º. El Comité espera que, dada la necesidad de constituir un orden revolucionario para hacer frente a los núcleos fascistas, no tendrá necesidad, para hacerse obedecer, de recurrir a medidas disciplinarias».

Y firmaban, en nombre de la Esquerra, de los Partidos de Acción republicana y de Izquierda republicana, de la Unión de Rabasaires, de los partidos marxistas, —el staliniano y el más o menos trotskista—, de la C.N.T. (Durruti, García Oliver y Asens), de la F.A.I. (Santillán y Aurelio Fernández), los delegados titulares.

Se hizo una primera división del trabajo: una secretaría general de carácter administrativo, a cargo de Jaime Miravitlles, una sección de organización de milicias, subdividida en milicias de Barcelona (a nuestro cargo) y en milicias de comarcas —subdivisión que luego se evidenció impracticable quedando unificada esa labor en nuestro departamento; una sección de operaciones (a cargo de García Oliver), un departamento de investigación y de vigilancia (a cargo de Aurelio Fernández, José Asens, Rafael Vidiella y Tomás Fábregas), un departamento de abastecimientos (a cargo de José Torrents), y otro de transportes.

Dependientes de cada jefatura general se crearon otras secciones, por ejemplo una de estadística, que dependía de la secretaría general; acuartelamiento y municionamiento, dependientes de la jefatura de milicias; censura y radiodifusión, cartografía, escuela de guerra y escuela de transmisiones y señales, dependientes del departamento de guerra y operaciones, etc.

La tarea principal y más abrumadora recayó, naturalmente, sobre nosotros como representantes de la parte más numerosa y activa del proletariado de Cataluña. Asumimos los cargos de mayor responsabilidad, pero también aquellos en que el agotamiento físico por el esfuerzo enorme tenía que amenazarnos más pronto. Más de veinte horas diarias de tensión nerviosa incesante, resolviendo millares de problemas cada día, atendiendo a multitudes que se agolpaban con las exigencias más variadas en torno a nuestras oficinas eran ambiente poco propicio a una meditación serena.

Procuramos normalizar la vida de la gran ciudad en un plazo extraordinariamente breve y hacer comprender que no se podía aprovechar para fines particulares la situación creada después del aplastamiento de la rebelión ni tomar venganzas privadas, por justificadas que fueran, ni derrochar las existencias de víveres sin atender urgentemente a reponer los depósitos. Indudablemente algunos excesos fueron inevitables; explosión de tantas iras concentradas y la ruptura de cadenas que parecían irrompibles no podían ocurrir sin consecuencias. Para atender a los combatientes se habían improvisado algunos comedores el 19 y 20 de Julio, requisando los alimentos; después de la lucha seguían en pie esos comedores, bajo los auspicios de todos los partidos y organizaciones. Los cuarteles mismos se habían convertido en hoteles populares donde se daba comida gratuita a los milicianos improvisados que hacían guardia en controles, barricadas, etc. Con no pocos esfuerzos logramos cerrar los comedores populares gratuitos, desalojar los cuarteles, levantar las barricadas y reanudar el trabajo en las fábricas y en los transportes. Ocho días después del levantamiento, Barcelona no ofrecía más espectáculo nuevo que el de los uniformes de milicianos y el de las patrullas y controles armados de fusil. Fue por iniciativa nuestra que se comenzó a cultivar toda la tierra disponible, aun en plena ciudad. Y los grupos que salían los primeros días a buscar víveres por los pueblos campesinos, hubieron de establecer un sistema de intercambio, llevando los productos industriales de que disponían en pago de lo que recibían de los trabajadores de la tierra.

Hicimos advertencias serias con vistas a reprimir, todo exceso, y por si llegaba a creerse que esas advertencias no alcanzaban a todos, fusilamos a algunos compañeros y amigos nuestro que se habían extralimitado. Así cayó J. Gardeñes, al cual no salvó el arrepentimiento de los hechos de que se confesó lealmente autor, sabiendo que habíamos declarado que no los consentiríamos; así cayó también el presidente de uno de los más grandes Sindicatos de Barcelona, el de la Alimentación, a quien se acusaba de haber incitado a una venganza particular y al que no valió de nada su condición de antiguo y probado militante.[13]

La F.A.I. y la C.N.T. obraban así hasta con los propios afiliados y compañeros y con eso advertían que la revolución no podía ser deshonrada y daban fuerza al Comité de Milicias para obrar con el mismo criterio de rigor en defensa del orden revolucionario. Hemos intervenido en millares de casos delicados y solamente nos bastaba aludir a la justicia pronta contra los que atentaban al orden revolucionario establecido para calmar las impaciencias y dominar los instintos ancestrales que pugnaban por salir a flote.

Y hemos de dejar constancia que raramente nos encontrábamos con miembros de nuestras organizaciones incursos en los hechos punibles en cuya represión habíamos de intervenir. Se recibían millares de denuncias y los organismos coactivos que habíamos creado tenían que comprobarlas, y así fueron detenidas y puestas a disposición de los tribunales populares muchas personas de antecedentes dudosos.

Pero bastaba la más mínima defensa, la menor garantía para recuperar la libertad. Y en los casos de persecución y de abusos contra gentes del antiguo régimen, muy raramente hemos encontrado en los promotores a compañeros nuestros.

Desde el veinte de Julio tuvimos guardias improvisadas en Bancos, cajas de socorros, casas de empeño, etc. y evitamos muchísimos hechos de represalia o de venganza. Pero una convulsión de tal hondura lo había removido todo y había puesto en libertad fuerzas primarias que carecían del autodominio que tienen los revolucionarios conscientes, de cierto nivel de cultura, de una sólida moral y de una conciencia clara de los objetivos perseguidos y de los medios conducentes a esos objetivos.

No conocíamos la verdadera situación del enemigo, pero era posible que intentase atacarnos, ya que se había hecho fuerte en Aragón y en Navarra. Los republicanos antipopulares como Martínez Barrios se esforzaban por crear un Gobierno en Valencia y en mantener la guarnición de aquella ciudad en sus cuarteles sosteniendo que era leal. Nosotros no teníamos ninguna garantía de ello y un ataque de improviso sobre Cataluña y una adhesión activa a la rebelión por parte de las tropas de Valencia podía significar una catástrofe.

Tuvimos que amenazar con el envío de columnas de milicianos a Valencia si la antigua guarnición no era desarmada, y en cuanto a la amenaza por parte de Mola y de Cabanellas, resolvimos adelantarnos y declarar la guerra a los facciosos en sus reductos para vengarnos de la matanza de obreros revolucionarios y de hombres de izquierda, republicanos y socialistas, que habían hecho en Zaragoza y en todas las comarcas de la Rioja.

Fijamos una fecha y una hora, el 24 de Julio a las diez de la mañana. El punto de concentración era el Paseo de Gracia. Durruti y Pérez Farraz, como jefe político uno y jefe militar el otro, saldrían al frente de la primera expedición. Habíamos calculado necesarios para entrar en Zaragoza unos doce mil hombres.

Unas horas antes no hubiéramos sabido asegurar de donde iban a salir los milicianos, ni las armas, ni los medios de transporte; pero la columna salió en dirección a Zaragoza el día y a la hora fijados. Mientras comenzaban a concentrarse los milicianos llamamos a algunos oficiales y sub-oficiales que se habían distinguido el 19 de Julio, a nuestro lado o que eran conocidos por su conducta antes de esa fecha. Encontramos restos del Regimiento de Alcántara en los cuarteles del Parque y a nuestro requerimiento, se ofrecieron voluntarios, con el comandante Salavera a la cabeza, para integrar la expedición con algunas ametralladoras y morteros. Fue la única fuerza organizada que desfiló aquél día entre aclamaciones entusiastas por las calles de Barcelona.

No obstante la fiebre general, la columna Durruti y Pérez Farraz no llegó ni con mucho a la cifra proyectada. Fue ya un principio de incomprensión. La guerra debía absorberlo todo hombres, armas, trabajo, pensamiento, vida, todo. Se creyó que la primera columna expedicionaria tenía exceso de combatientes y que su tarea no encontraría obstáculos. Los tres mil milicianos voluntarios que salieron lo hicieron con una alegría, un orgullo y un espíritu inenarrables.

Alguien que no puede figurar entre los vencedores de Julio ha calificado de tribus que asaltaban camiones a esos primeros guerrilleros alegres que lo iban a sacrificar todo para asegurar a España y al mundo un porvenir mejor, el porvenir que otros de los suyos habían comenzado a perfilar en las fabricas, en las tierras, en las minas, en las escuelas. Felizmente para Cataluña y para Castilla, esas tribus asaltantes de camiones se multiplicaron y, en lugar de esperar que el fascismo atacase al pueblo libre, buscando las mejores posiciones estratégicas, le obligaron a parapetarse al otro lado del Ebro.

En pocos días se inscribieron más de ciento cincuenta mil voluntarios para luchar donde fuera preciso contra la rebelión militar. Y para organizar medianamente esa masa ingente no contábamos con ningún vestigio del viejo ejército. Nosotros mismos habíamos sido antimilitaristas consecuentes toda la vida y enemigos irreductibles de la guerra. Entramos por primera vez en un cuartel cuando se rindieron sus defensores, símbolos de un pasado que deseábamos muerto para siempre. Pero la fuerza de voluntad y la buena disposición de la gente del pueblo fueron tales que movilizamos tantos hombres como fusiles pudimos encontrar para darles y los enviamos al frente estructurados por centurias, una especie de compañía ágil a cuyo frente procurábamos poner hombres de cierta autoridad moral. Después de la primera columna que estableció su cuartel general en Bujaraloz, enviamos otra al Sur Ebro, estableciendo su cuartel general en Caspe; salió otra para Tardienta, otras dos para Huesca, etc.

A los dos meses teníamos formado en tierras de Aragón un frente de más de trescientos kilómetros, con treinta mil milicianos armados, dependientes de varias columnas, que realizaron operaciones con buen éxito, capturaron material y prisioneros al enemigo y no dieron un paso atrás. Los únicos triunfos de consideración antes de Guadalajara fueron los del frente aragonés, formado y sostenido por nosotros. Simultáneamente sosteníamos las expediciones a Mallorca, las que salieron con el capitán Bayo y las que fueron con Juan Yague, el obrero marítimo, organizador de la columna Roja y Negra. Esas operaciones de Mallorca desembarcando en las islas y presionando al enemigo en dirección a Palma, impedían la consolidación del triunfo en las Baleares y evitaban que la ayuda italiana hiciese de ellas una base naval y aérea contra la Península.

Llegó a Barcelona en los primeros días que siguieron a la victoria de Julio, el coronel navarro Jiménez de la Beraza, que había logrado pasar la frontera hacia Francia a tiempo para no caer en manos de los raquetés y de las fuerzas de Mola. Se le preguntó qué opinión le merecía todo lo que se hacía y respondió con una perspicacia única:

– Militarmente esto es el caos, pero es un caos que funciona. ¡No lo perturbéis!

Y se puso a nuestro lado, junto a los escasos militares profesionales que nos ayudaban, con su consejo y su apoyo, organizando las baterías disponibles para el frente, buscando oficiales leales para ellas. No todos los militares han tenido la misma intuición. Los estatólatras de los diversos partidos y los deslumbrados por las fantasías cinematográficas sobre el ejército rojo ruso, trabajando por todos los medios contra la obra del pueblo y el «caos» se convirtió, gracias a los rusos que llegaron a los tres o cuatro meses, en «orden», al menos desde la «Gaceta», y el orden en derrota.

Desde que las milicias se transformaron en «ejército», en ejército sin cuadros de mando y sin el espíritu que se había quebrantado en las jornadas de Julio, no hemos vuelto a tener más que desastres. Los nuevos dirigentes de la guerra no estaban en condiciones, o lo estaban demasiado, de comprender que no se podía luchar simultáneamente contra la rebelión militar y contra el pueblo. Emprendieron la lucha simultáneamente y perdieron primero al pueblo y luego la causa que querían defender.

Aunque no contase con nuestra aprobación, se fueron constituyendo dentro de las milicias, que debían ser una sola y única manifestación del pueblo en armas, las secciones de partido y organización. Y fueron las tendencias marxistas, —stalinistas y llamadas trotskistas—, las que primero escindieron al pueblo antifascista para ponerlo bajo sus consignas de partido. Una columna apareció en el frente con el nombre de Carlos Marx. ¿Que tenía que ver Marx con nuestra epopeya? Nosotros bautizamos una columna que salió hacia Huesca con el nombre de Francisco Ascaso, el héroe de las jornadas de Barcelona, muerto ante el cuartel de Atarazanas, pero no con un propósito partidista, sino simplemente para honrar el heroísmo y la revolución. Los catalanes tuvieron su columna Macías-Companys, los federales hicieron sus secciones dentro de las columnas organizadas por el Comité de Milicias, los trotskistas tuvieron sus milicias propias. En el frente no todo era armonía entre todas esas fuerzas de partido. Indudablemente había que evitar ese exceso de partidismo. La única columna organizada por la C.N.T. y la F.A.I. fue una que propuso y llevó al frente García Oliver, Los Aguiluchos. Todas las demás se debían a la organización del Comité de Milicias y

Respondían a su autoridad, a la que, por lo demás, también se sometieron Los Aguiluchos.

Se habló mucho de los anarquistas en el frente como de modelos de indisciplina, de desorden. Hemos de hacer constar que las fuerzas mejor organizadas y más disciplinadas fueron siempre las libertarias y, en el período que nosotros estuvimos al frente de las milicias, las únicas regularmente constituidas, abastecidas y dirigidas. Y hasta después de constituido el ejército y de ser derrotados por las huestes de Franco, se ha visto entrar en Francia, vencidas, en perfecta formación militar, a las divisiones más caracterizadas como compuestas de anarquistas, con mandos anarquistas, hecho que hasta la prensa enemiga supo destacar entonces.

Se resolvió proporcionar a cada tendencia representada en el Comité de Milicias un cuartel para su reclutamiento y adiestramiento. Los cuarteles habían sido asaltados y tomados por militantes de la F.A.I. y de la C.N.T., que los conservaban hasta que dispusiésemos lo más conveniente.

En cumplimiento de ese acuerdo del Comité de Milicias entregamos Montjuich a la Esquerra, el cuartel de Lepanto al Partido Obrero de Unificación Marxista, el del Parque al Partido Socialista Unificado de Cataluña, un antiguo convento al Partido federal ibérico, a condición de que en todos ellos seguiría siendo la autoridad suprema el comité de Milicias. Quedaron para la C.N.T. y la F.A.I. los cuarteles de Pedralbes, los de San Andrés, el de caballería de Santiago, el de la Avenida Icaria, el de Ingenieros. Los cuarteles de Intendencia y el Parque de artillería eran considerados como sin ingerencia partidista alguna, a causa de la función que desempeñaban. Los marxistas comenzaron a poner nombres de su predilección a los cuarteles de que habían sido provistos, llamándole a uno Carlos Marx y a otro Lenin. Entonces no quisieron ser menos los hombres de la F.A.I. y de la C.N.T. y bautizaron a uno de los cuarteles con el nombre de Miguel Bakunin, a otro con el de Salvochea, a otro con el de Espartaco, etc.

Nombrados un jefe político de cada cuartel, atendiendo a las sugerencias del respectivo partido que lo regenteaba, y un jefe militar, éste sin ninguna distinción partidista, aun cuando, sobre todo los marxistas, se las componían para que el nombramiento lo hiciésemos en personas de su confianza y de su partido. Por lo demás, hemos logrado buena armonía en esas funciones y teníamos una inspección de cuarteles que diariamente los recorría para subsanar cualquier deficiencia y poner coto a cualquier abuso.

Para atender al abastecimiento de la población constituimos como núcleo de trabajo autónomo un Comité de abastos, independiente del propio Comité de milicias, que había de consagrarse exclusivamente al abastecimiento y vestuario de los milicianos del frente y de la retaguardia.

Seguimos organizando columnas expedicionarias y atendiendo en lo posible a las exigencias de todos los frentes. En setiembre enviamos refuerzos a Madrid, una columna de guardias civiles al mando del coronel Escobar, y una de milicianos, cerca de 3.000 hombres, provistos de fusilería, de ametralladoras y de algunas baterías. Ya al partir la segunda columna para Aragón chocamos con la interpretación de algunos militares más destacados de las propias organizaciones libertarias. Mientras nosotros sosteníamos que los compañeros de más capacidad y popularidad debían partir para el frente al mando de centurias, batallones y columnas, se impuso el criterio de que había que conservar para la postguerra a los militantes más destacados; que habíamos tenido sensibles pérdidas en las jornadas de julio, lo que era verdad, y que si las luchas del frente nos privaban de los que quedaban, nos encontraríamos en situación de inferioridad con respecto a los otros partidos y organizaciones. Veíamos que primaba el propósito del reparto de la piel del oso, antes de darle caza. Quizás porque teníamos mejor información, quizás porque hemos visto más exactamente la situación, ese criterio nos produjo una pena tan honda que se nos saltaron las lágrimas, de rabia o de tristeza.

La caída de los compañeros más populares no nos debilitaría para el porvenir, sino al contrario. Y después de todo, no era cuestión de cálculos, primero había que vencer al enemigo, luego discutiríamos, los que quedásemos vivos, o los que quedasen en condiciones de hacerlo. ¡No se había advertido el peligro ni la magnitud de las posibilidades que tenía a su favor el enemigo! Teníamos prisa por llevar la guerra a todos los rincones de España, antes de que los militares rebeldes pudiesen montar la ofensiva. ¿Es que en las recientes jornadas, cuando se trataba de vencer o morir, habíamos hecho cálculos sobre el futuro y sobre nuestra actuación en él? Las jornadas de Barcelona no habían decidido la situación; todavía era preciso luchar con la misma entereza y la misma resolución tranquila y heroica de vencer o morir. ¿Por qué ahorrar elementos que hacían tanta falta en los puestos de combate? ¿Por qué dejar partir las columnas sin jefes a la altura de su misión, teniendo que dar los mandos un poco al azar, con lo cual decrecía tanto su eficacia?

Eran pocos los militares de que disponíamos y éstos llenaban sobre todo las funciones de estado mayor y de asesores técnicos. Además los milicianos no querían a los militares profesionales, y desconfiaban de ellos, desconfianza natural después de lo que acababa de pasar.

Pero la preocupación de casi la totalidad de la plana mayor de los dirigentes de nuestras organizaciones, era la preocupación de los dirigentes de todos los partidos, ninguno de los cuales ha querido enviar al frente a sus figuras mas representativas, juzgando con el mismo mal entendido que había que estar alerta para el reparto de la piel de oso. Surgió así en retaguardia una politiquería de predominio capaz de asquear a los profesionales de la vieja política.

Lamentamos tener que presentar la visión de esas minucias en un momento histórico tan trágico y ante el ejemplo de un pueblo tan digno y tan noble; pero no podemos silenciar actitudes de propios y extraños que nos imposibilitaron lo que era aconsejable y lo que prometía victorias definitivas en los primero meses de la guerra; el envío al frente de fuertes contingentes de maniobra y de operaciones, ya que lo que teníamos en Aragón, por ejemplo, no era más que una débil línea de observación. Treinta mil fusiles, veinte o veinticinco baterías, muy escasas ametralladoras, no era material para una línea tan extensa.

No podemos callar el hecho que mientras en el frente de Aragón sólo teníamos 30.000 fusiles, en retaguardia, en poder de los partidos y organizaciones, había alrededor de 60.000, más munición que en el frente, donde estaba el enemigo.

No una, decenas de veces planteamos al movimiento libertario la necesidad de entregar el armamento de guerra de que disponía. Si no se quería entregar el armamento, que acudiesen los hombres que lo manejaban. Para asegurar el orden en la retaguardia bastaban ya las mujeres, los niños, las piedras. Se argumentaba que no podíamos desarmar a los propios, mientras los otros partidos y organizaciones se preparaban para atacarnos por la espalda. Discutíamos esa actitud. El día que los propios compañeros, poseedores de la mayor cantidad de armamento, resolviesen entregarlo o ir el frente, ese día comenzaríamos el desarme de todos los demás partidos y prometíamos utilizar para esa misión a los que mostraban más desconfianza sobre el cumplimiento de esa promesa. También desarmaríamos o encuadraríamos para el frente a los diversos institutos de orden público y fiscal, guardia civil, guardia de asalto, carabineros. Pero no podíamos tener base moral para proceder contra los demás mientras no comenzásemos por adoptar un acuerdo en ese sentido nosotros mismos.

El peligro de la contrarrevolución a que se aludía, para nosotros estaba representado principalmente por esos 60.000 fusiles en la retaguardia de un frente que sólo tenía 30.000 y que había de paralizar sus actividades por falta de lo más indispensable para combatir, pues la mayor parte del tiempo los fusiles carecían de munición.

Las quejas de los combatientes eran continuas, ruidosas y justificadas. Durruti, cada vez que llegaba a Barcelona y veía tantas armas por la calle, rugía como un león. Un día supo que en Sabadell había ocho o diez máquinas ametralladoras. Las pidió de buen grado y se las negaron. Entonces organizó una centuria y la envió a Sabadell a buscar por la fuerza lo que no se quería entregar a la guerra voluntariamente. Como al mismo tiempo nos comunicaba su resolución, pudimos adelantarnos y evitar una lucha sangrienta, haciendo ceder, ante la amenaza de sumarnos a las fuerzas de Durruti que iban a llegar, algunas máquinas.

Esas ametralladoras estaban en manos de elementos comunistas, pero en Barcelona había quizás cuarenta máquinas en manos de los propios compañeros. En todo el frente de Aragón no teníamos tantas. Y no contábamos las que había en poder de los otros partidos y organizaciones.

No tenemos compromisos más que con la verdad, y faltaríamos a ella si no relatásemos los sentimientos que nos embargaban y las fallas que a nuestro juicio habían de ser fatales.

Se gritaba por los partidos que habían comenzado a conspirar ya desde el veinte de julio, que las armas largas habían de ir al frente, pero escondían las propias y compraban en el extranjero las que podían, privadamente. Sólo que esa actitud les hubiese valido poco si las organizaciones libertarias, es decir los dirigentes de esas organizaciones, hubiesen resuelto seriamente la entrega de todo el armamento de guerra y el envío de sus mejores hombres al frente. Veinticuatro horas más tarde, habrían procedido lo mismo, de grado o por fuerza, todos los demás. Y la guerra habría sido ganada en pocos meses.

La obra del Comité de Milicias no puede ser descrita en breves notas fugaces. Establecimiento del orden revolucionario en retaguardia, organización de fuerzas más o menos encuadradas para la guerra, formación de oficiales, escuela de trasmisiones y señales, avituallamiento y vestuario, organización económica, acción legislativa y judicial; el Comité de Milicias lo era todo, lo atendía todo, la transformación de las industrias de paz en industrias de guerra, la propaganda, las relaciones con el gobierno de Madrid, la ayuda a todos los centro de lucha, las vinculaciones con Marruecos, el cultivo de las tierras disponibles, la sanidad, la vigilancia de costas y fronteras, mil asuntos de los más dispares.

Pagábamos a los milicianos, a sus familiares, a las viudas de lo combatientes, en una palabra, atendíamos unas cuantas decenas de individuos a las tareas que a un gobierno le exigían una costosísima burocracia.

El Comité de Milicias era un Ministerio de guerra en tiempos de guerra, un Ministerio del interior y un Ministerio de relaciones exteriores al mismo tiempo, inspirando organismos similares en el aspecto económico y en el aspecto cultural. No había expresión más legítima del poder del pueblo. Había que fortificarle, apoyarle para que llenase más cumplidamente su misión, pues la salvación estaba en su fuerza, que era la de todos, la que podía sumarse, mucho más en el fortalecimiento de la fuerza de los partidos y organizaciones, que debía restarse la una de las otras. En esa doble interpretación, nosotros quedamos aislados frente a los propios amigos y compañeros.

Sostenía el gran Dorado Montero que el legislador o el ministro que suprimiese los abogados prestaría un gran servicio al país. Consideraba que la abolición de esta institución parasitaria y corruptora es indispensable a una sana administración de justicia.

Nosotros hemos impuesto la reanudación de la vida productiva con una premura indiscutible; hemos puesto en marcha todas las instituciones, iniciativas, elementos que podían sernos de utilidad para la guerra y para la reorganización de la nueva vida económica y social. Cuando se nos presentaba algún caso grave, nos reuníamos en consejo y fallábamos. Un día, media hora después de un pequeño accidente en el puerto a una de nuestras unidades de guerra, formamos consejo sumarísimo al capitán y lo destituimos del mando, dándoselo a los propuestos por la propia marinería. No se nos había ocurrido que para esas cosas hacían falta abogados y jueces. Los escritos de Joaquín Costa y de Dorado nos habían aleccionado muchos años atrás sobre la esterilidad de esa profesión.

¿Por qué se nos ocurrió poner en funciones el Palacio de Justicia, que estaba clausurado desde los días de la revuelta y nadie intentaba abrirlo? ¿Qué tenía que hacer un poder judicial en la nueva vida que se organizaba? Angel Samblancat apareció un día en nuestro cuartel general para que le facilitásemos la ocupación del Palacio de Justicia, que había de pasar a depender del Comité de Milicias.

No teníamos tiempo para reflexionar sobre lo qué podíamos hacer con ese instrumento de toda opresión, pero Samblancat, aunque abogado, nos merecía toda la confianza y extendimos una orden de allanamiento de sus dependencias, custodiadas por retenes de la guardia civil, con el pretexto de hacer un registro en busca de armas. Franqueada la entrada por la guardia, los milicianos que acompañarían a Samblancat se quedarían allí.

Así se abrió el Palacio de Justicia y así comenzó a organizarse la llamada justicia revolucionaria. Se formaron tribunales populares que entendían en los delitos de rebelión y de conspiración contra la República y contra el nuevo derecho. Una vez reconocida la función, en la primera circunstancia favorable se sustituiría a los jueces populares por los antiguos jueces profesionales, más expertos en el oficio y se pondría al servicio de la contrarrevolución estatal un instrumento revalorizado inconscientemente por nosotros mismos.

Ni por el aparato judicial, ni por el aparato policial hemos tenido jamás gran simpatía. ¡Qué mala ocurrencia hemos tenido al permitir el funcionamiento de los llamados tribunales revolucionarios, cuando el mismo Comité de Milicias podía cumplir esa tarea de juzgar los delitos de la contrarrevolución con mejor criterio y más garantías! Habíamos asumido con el Comité de Milicias una función de poder popular total; ¿por qué dividir ese poder y entregar funciones tan esenciales y privativas de la labor que teníamos encomendada?

Los jueces, aunque fuesen de la F.A.I., los policías, aunque perteneciesen a la C.N.T., nos eran poco gratos; eran funciones esas que nos causaban un poco de repugnancia. Por eso no vimos con simpatía tampoco la formación del cuerpo denominado Patrullas de control. Deseábamos liquidar todos los institutos coactivos de retaguardia y enviarlos al frente. Sobre las Patrullas se tejió en seguida una leyenda terrorífica. La mayoría de los milicianos eran compañeros nuestros y constituían un peligro, en tanto que tales, para posibles proyectos de predominio político. Se aspiraba a la supresión de esas fuerzas y lo primero que había que hacer era desprestigiarlas.

Es posible que entre los 1.500 hombres con que contaba en Barcelona, alguno se haya excedido en su función y se hubiese hecho reo de delitos condenables; pero aún en ese caso, no en mayor proporción de lo que era habitual en las otras instituciones represivas. No defendemos la institución de las Patrullas, como no hemos defendido a la guardia civil ni a la guardia de asalto. Pero tenían aquellas un sentido de humanidad y de responsabilidad que las mantenían fieles al sostenimiento del nuevo orden revolucionario.

Con el tiempo quizás habrían sido solamente un cuerpo policial más, pero las difamaciones de que eran objeto carecían de justificación. Partían principalmente esas difamaciones de los comunistas, y su actuación posterior con las tchekas, los asesinatos de los presos, las prisiones clandestinas, han descubierto que el móvil de sus críticas no eran ningún deseo de superación de eventuales deficiencias. Libres de todo pasionismo, un tanto hostil a las patrullas cuando las propias organizaciones las acataban sin críticas, hemos sido sus defensores cuando las mismas organizaciones las abandonaron los dictados represivos del poder central, y por muchos que fueran sus errores y sus excesos, propios de la función policial, no queremos que se compare su actuación con la de los que ocuparon su puesto, antiguos guardias de asalto y policías o nuevos agentes de investigación al dictado de Moscú.

En numerosas ocasiones hemos tenido que intervenir para que fuesen puestas en libertad personas de cuya neutralidad política nos daban garantías, y hemos podido observar que a los detenidos se les trataba como no habíamos sido tratados nosotros nunca: como seres humanos. Había conspiradores en nuestra retaguardia y es natural que no se les dejasen las manos libres para dañarnos.

Pero la población que ha vivido los primeros diez meses de la revolución en Cataluña podrá testimoniar la diferencia desde el punto de vista de los métodos represivos con lo que vino después, al amparo del «orden» establecido por Prieto, por Negrín, por Zugazagoitia, con los antros de tortura del Partido Comunista o de la Dirección General de Seguridad, que eran la misma cosa, con los horrores del S.I.M., donde se perpetraron bestialidades que ni la guardia civil de la monarquía habría podido imaginar.

Y la calumnia que se difundía contra las Patrullas de control se iba extendiendo contra los hombres de la F.A.I. Tampoco queremos afirmar que no haya habido algún exceso y algún abuso. Aún tratándose de la propia organización, estamos lejos de aplaudir todo su comportamiento.

Ni siquiera la F.A.I. nos ayudó en nuestra insistencia para que las armas fuesen al frente; hay que decirlo; pero en cuanto a las calumnias y difamaciones de que se llenó al mundo contra nuestra gente, hemos de decir con orgullo que de todos los partidos y organizaciones, la que tiene en su haber un comportamiento más generoso y humano a partir de la cesación de la lucha violenta el veinte de julio, es la F.A.I. En pleno Comité de Milicias, que lo recuerden los republicanos, los socialistas, los comunistas, se nos presentaban con irritación salvoconductos firmados por la F.A.I. y por las Juventudes libertarias a favor de monjas, frailes y curas para que pudieran salir al extranjero, sin dejar de hacer constar la condición de los titulares. No es nada extraño. Justamente el sector más avanzado del movimiento revolucionario español era el más indiferente en materia religiosa y el odio al clericalismo, que en España tiene siempre toda la razón de su parte, apenas era conocido entre nosotros.

Revísese toda la literatura nuestra editada en el último cuarto de siglo; revísese nuestra prensa y se advertirá lo escasamente que se encuentra el tono anticlerical. En otros países, en Francia misma, los anarquistas han tenido publicaciones contra la mentira religiosa.

En España no hemos encontrado nunca ambiente para ellos. Tal vez esa indiferencia religiosa haya sido un error mientras la potencia del clero era tan grande y su espíritu político regresivo tan marcado; pero es un hecho y hay que constatarlo.

Se privó a la Iglesia por el triunfo de Julio de sus riquezas y de sus funciones ¿para qué perseguir a sus servidores? Manifestaban deseos de salir al extranjero las monjas y los frailes y no veíamos motivos para retenerlos contra su voluntad; así solían caer en manos de controles de otros partidos salvoconductos para emigrar en manos de religiosas y religiosos que no querían sumarse espontáneamente a la obra del pueblo.

¿No era mejor que se fuesen y no que se quedasen en permanente conspiración? ¡Cuanta gente se nos ha presentado para decirnos que tenían a sus parientes, curas, frailes o monjas, en casa y a pedirnos consejo! ¿Es que en un sólo caso habrán oído de nosotros una palabra o un gesto de contrariedad? ¿No hemos dado a todos las máximas garantías de respeto siempre que no se inmiscuyeran en las cosas del nuevo orden revolucionario?

En cierta ocasión nos comunica un grupo de ferroviarios que había detenido a ocho curas jóvenes, perfectamente armados y que al preguntárseles para qué llevaban las armas, respondieron altaneramente que al servicio de Cristo-rey y del fascio. Acudimos de inmediato con la intención de hacernos cargo de los detenidos antes de que les sucediera algo inevitable. Al llegar, uno de ellos nos preguntó si le dejaríamos rezar un padrenuestro. ¿Por qué no? Después de la oración, se encaró con nosotros diciendo: «Sois mejores que nosotros, porque nosotros ni eso os hubiésemos permitido».

Habiendo ido con la intención de salvarles, el gesto airado y odioso de que hacían gala, nos hizo dar media vuelta y volver a nuestro trabajo. No sabemos qué fue de ellos.

En el ataque al cuartel de Simancas, en Gijón, ocurrió un caso parecido. Desde algún escondite seguro partían disparos certeros hacia los milicianos. Se registraron algunas casas sospechosas y fue hallado un cura con el arma humeante en la mano. Comprendió que había llegado su última hora y dijo serenamente a los que le capturaron:

– ¡Voy tranquilo, he matado a nueve de los vuestros!

Una iglesia que combate así por las peores causas no tiene nada que ver con la religión y no puede ser defendida contra las iras del pueblo. Pero una organización revolucionaria como la F.A.I. no ha considerado, ni antes ni después del 19 de Julio, que debía intervenir contra ella, una vez privada de sus instrumentos de opresión espiritual y material. Respetaba las creencias de todos y exigía un régimen de tolerancia y de convivencia pacífica de religiones y credos políticos y sociales.

Entre los jefes militares que hemos tenido, el general Escobar, antiguo coronel, jefe del 19 tercio de la guardia civil, héroe de las jornadas de Julio, era profundamente religioso. Ante cualquier decisión el «Si Dios quiere» no se le caía de los labios. Le oían los milicianos de la F.A.I. con asombro, primero, y luego se encariñaban con aquél hombre que luchaba a su lado y sentía sinceramente sus creencias religiosas.

En cuanto a la comodidad de atribuir a gente de la F.A.I. hechos repudiables, queremos recordar dos asuntos que descubren un poco el velo. Aparte de la seguridad de que cualquiera de los nuestros que se hubiese hecho culpable de crímenes vulgares no habría conservado mucho tiempo la cabeza sobre los hombros.

Un control de milicianos nuestros de Casa Antúnez, en la falda de Montjuich, había observado que pasó dos o tres veces un coche con milicianos, según las apariencias, y un individuo de porte aburguesado entre ellos. Sus papeles estaban en orden y se les dejaba libre el paso.

Alguna vez volvía el individuo aburguesado que iba con ellos y otras, no. Al segundo o tercer viaje les hicieron bajar del coche para conocer su verdadera identidad. Resultaron delincuentes comunes que habían salido aquellos primeros días de la cárcel. Aprovechando la bandera rojo y negra y la pose de milicianos y algunos papeles que pudieron agenciarse para sacar dinero a comerciantes mediante la amenaza de muerte, e incluso matándoles después de haberles sacado el dinero, para evitar denuncias. Al ser reconocidos como delincuentes vulgares, los miembros de aquél control les fusilaron allí mismo y acompañaron a su casa a la víctima propiciatoria que llevaban.

En otra ocasión, meses después de las jornadas de Julio, en Pueblo Nuevo, zona enteramente controlada por gente de la C.N.T. y de la F.A.I., un gran coche en donde flameaba la bandera libertaria, se detuvo ante una casa de buen aspecto. Los ocupantes penetraron en ella; no llamó la atención de nadie y la gente ha podido suponer que se trataba de alguna misión oficial. Al pasar por un puesto de Patrullas, fue detenido el coche para comprobar la documentación. Todo en regla.

– «Somos de la F.A.I.». —Dijeron los que iban dentro.

Precisamente eran de nuestros grupos los patrulleros en cuestión y esa declaración espontánea les hizo concebir inmediatamente sospechas. Encañonaron sin más vacilación a los ocupantes del coche y les hicieron bajar, les desarmaron, encontrándoles objetos de valor al parecer recientemente robados. Investigaron su personalidad y comprobaron que eran afiliados al Partido Socialista Unificado de Cataluña, el principal agente de la difamación nacional e internacional contra nosotros.

Averiguaron de dónde procedían los objetos que les habían hallado encima y a la madrugada siguiente los asaltantes aparecieron en la cuneta de la carretera de Moncada. Mucho tiempo después de hecha esa justicia sumaria, supimos los detalles del hecho. Nuestra indignación no tuvo límites.

Nuestra gente se había enfurecido al oír encubrirse con la F.A.I. sin pertenecer a ella, luego por lo hecho en una casa de Pueblo Nuevo, por fin al saber que pertenecían a un Partido declaradamente inconciliable con nosotros. No quisieron privarse del placer de hacer la justicia por su propia mano.

Y como al dar cuenta del hecho, habrían tenido que entregar los detenidos, lo silenciaron. Entraba en juego también el hábito de las luchas revolucionarias y de la moral de todo movimiento clandestino y conspirativo, que impide denunciar aun a los enemigos. Pero en este caso, había que comprenderlo, si nosotros hubiésemos tenido a disposición los delincuentes, habríamos podido dar una merecida lección al Partido a que pertenecían y que se complacía en acusarnos de cuanto desmán se llevaba a cabo. Y tampoco habrían escapado a la pena que les correspondía, pero impuesta con toda la publicidad del caso por los órganos responsables. En la forma en que procedieron las patrullas de Pueblo Nuevo, tuvimos que callar y tragar saliva.

¿Qué es lo que no se ha dicho de Antonio Martín, jefe de la vigilancia de frontera en Puigcerdá? Martín había sido contrabandista y había logrado pasar algún armamento de Francia ya desde el período de Primo de Rivera. Conocía la frontera como pocos y juzgó que en ninguna parte como allí podían sernos útiles sus servicios. Su permanencia en aquel puesto hacía imposible la vida a los traficantes. No pasaba nadie por su zona más que con una misión responsable, o debidamente autorizados. ¡Cuantas historias de sumo interés ha descubierto Martín en la frontera, algunas que alcanzaban a encumbrados personajes! Se comenzó a difundir una leyenda terrorífica contra él.

Además ha cumplido nuestra orden de impedir la entrada en España de voluntarios para las llamadas brigadas internacionales, orden dada por nosotros, que no necesitábamos hombres para la lucha, sino armamento. Hizo un viaje a Barcelona para informarnos, para informar a los amigos y a los compañeros, no a las autoridades. Se puede mentir ante las autoridades, pero no a los compañeros, cara a cara. Nos explicó la verdad de todo lo que ocurría; se trataba simplemente de negociar con la frontera por parte de determinados sectores; de ahí la oposición que se le hacía.

En cuanto a la fama de «asesino» que le habían adjudicado, nos confesó a nosotros que no había sacado la pistola del cinto desde el 20 de Julio. Era la verdad, pero la calumnia siguió su curso y un día que acudía a aplacar los ánimos de un pueblo de la Cerdaña, al que había reducido sus tradicionales negocios de contrabando, fue asesinado con toda la alevosía propia de los cobardes. Hemos hecho algunas visitas oficiales, en nombre del Gobierno de Cataluña, a la Cerdaña, alguna vez en compañía de J. Tarradellas.

Del comportamiento rectilíneo de Martín tuvimos siempre amplios testimonios.

Otras veces intervenían elementos extraños que sabían tirar la piedra y esconder la mano. Hemos tropezado, por ejemplo, con los efectos de los acuerdos de las Logias masónicas. De sus rivalidades y pugnas internas ha resultado la prisión de Barriobero y su abandono en manos de Franco, sin contar otras desapariciones misteriosas. Habían quedado también algunos militares o jefes de los cuerpos de orden público sobre cuya lealtad no teníamos ninguna constancia, pero que se nos hacían sospechosos por su repentina demagogia. Esos elementos, hicieron asesinar una noche a uno de nuestros colaboradores íntimos, el comandante Escobar, y a su capitán ayudante Martínez. Nos informaba Escobar sobre la personalidad de los jefes y oficiales del antiguo ejército y de la guardia civil que nos proponíamos utilizar para las milicias.

Dos años más tarde hemos conocido a los autores materiales de esos asesinatos: se les había hecho creer que Escobar Martínez eran traidores y desempeñaban un doble papel. Tuvimos enseguida la intuición del origen verdadero y no nos habíamos equivocado. Cuando nos disponíamos a proceder y a castigar a los culpables, dejamos las milicias y el asunto quedó muerto, con el consiguiente disgusto nuestro, que sabíamos que alrededor de muchos organismos antifascistas aparecían demagogos de una peligrosidad mayor que la de los eventuales partidarios de Franco, y que no vacilaban en azuzar irresponsablemente a elementos que no se daban cuenta de la doblez.

Ninguna dictadura ha sido jamás creadora ni podrá serlo tampoco, sobre todo en países como España, aunque fuese ejercida por nosotros. Una revolución debe suscitar energías y dejar campo libre a todas las iniciativas fecundas; no debe ser una fuerza de regimentación y de tiranía si quiere afirmarse en la senda del progreso social.

Los hombres que detentan un poder cualquiera tienen propensión natural a abusar de la fuerza de que disponen; y el abuso de esa fuerza se emplea siempre en la supresión de los que no piensan ni sienten como los que mandan, o contra los que tienen intereses divergentes.

Nosotros hemos quedado dueños de la situación en Cataluña después de Julio; lo podíamos todo y no hemos utilizado las posibilidades incontrastables que teníamos más que para hacer obra efectiva en la guerra y en la construcción revolucionaria. No hicimos del poder un instrumento de opresión más que contra el enemigo a quien habíamos declarado la guerra. Nadie podrá acusarnos de haber sido colaboradores desleales ni de haber utilizado nuestra influencia para oprimir o exterminar a ninguna de las tendencias que hacían promesas de fe antifascista.

Habremos cometido más de un error y más de una equivocación; no hemos tenido empacho en denunciar nosotros mismos los que hemos reconocido. Pero el mayor error de que se nos acusará ha de ser el de haber sido leales y sinceros en toda nuestra actuación pública, incluso mientras se afilaba en las sombras el puñal de la traición de los que se sentaba a nuestro lado. Solamente que en ese error volveríamos a incurrir mañana.

La industria, el transporte, la tierra en manos de los trabajadores —La revolución en la economía —Las colectividades agrarias —La revolución en la cultura —Guerra y revolución.

Sobre algunos aspectos, que nosotros mismos no callamos, podrán los vencedores de la contienda española injuriar al pueblo del 19-20 de Julio, pero la historia y el recuerdo vivo harán perdurar, como una adquisición definitiva, la gran capacidad constructiva de la España eterna, capacidad única en el mundo y sobre todo en países de la tristísima trayectoria del nuestro. Hasta para los más creyentes en las virtudes de nuestro pueblo ha sido una revelación inolvidable.

¿De qué fuentes misteriosas de inspiración surgían espontáneamente tantas maravillas de buen acuerdo, de construcción económica eficiente, en la industria, en la tierra, en las minas, en los transportes, en todas partes? Indudablemente en esa España eterna, aplastada siglos y siglos por extrañas dominaciones políticas y religiosas, se había hecho una siembra intensa de semillas de resurrección, pero el motor central ha sido el espíritu popular mismo, ennoblecido por el dolor de una mortífera servidumbre. Y se había hecho esa siembra a ras de tierra, de corazón a corazón, de hermano a hermano y de padres a hijos.

Los oropeles de las llamadas generaciones literarias han arraigado muy poco en el alma del pueblo; en cambio, habría pocos campesinos andaluces, aún analfabetos, que no tuviesen, aun que fuera de oídas, algo de la memoria, del anhelo, del apostolado de un Fermín Salvochea.

Esa España que no brillaba en la bibliografía, que no tenía destellos parnasianos en el parlamento, que no tenía representantes más que en apóstoles anónimos víctimas de las más atroces persecuciones y de los más inhumanos martirios, era desconocida. Muy pocos extranjeros llagaban a esas fuentes, y muy pocos también de los representantes conscientes e inconscientes de la anti-España europeizante, de derecha o de izquierda, sabían algo de lo que germinaba a costa de ingentes sacrificios en el alma española. Todas las regiones, todas las localidades importantes, todos los oficios e industrias han tenido su Fermín Salvochea, héroe y mártir de una resurrección presentida del genio de la raza.

Que injurien y que maldigan todos los enemigos la epopeya de Julio de 1936 a marzo de 1939; pero aunque lo quieran, no podrán desconocer que se entró por intuición y por convicción en el verdadero camino de la reconstrucción económica y social, que la capacidad de organización y la eficiencia del trabajo organizado en la industria y en la agricultura no habían sido superadas antes y no serán superadas jamás si no es volviendo a la ruta marcada, la ruta de Julio, que encontró tanta incomprensión y tanto encono en la República del 14 de abril de 1931 como en la rebelión militar.

Nuestra victoria tuvo por consecuencia obligada el desalojo de la dirección de la economía y de la vida pública, de esta al menos en los primero tiempos, de los hombres que representaban los intereses del capitalismo ligado a la rebelión militar.

La mayoría de los representantes de la alta industria, los terrateniente, los grandes financieros habían huido al extranjero, encontrándose en las cuentas corrientes de los Bancos una fuga de más de 90.000.000 de pesetas en las dos semanas que precedieron al levantamiento militar, prueba de su connivencia y de su conocimiento de lo que se preparaba.

A las seis de la mañana el 19 de Julio ocupamos nosotros la casa de Cambó y el Fomento del Trabajo, verdadera fortaleza, cuando vimos el peligro de un avance de los facciosos desde el Paseo de Gracia, para enlazar con los cuarteles de Avenida Icaria y Capitanía General. Todas las dependencias habían sido totalmente desalojadas, hasta de la servidumbre. Los grandes capitalistas habían huido con anticipación, unos por su significación y su pasado, otros porque temían los estragos de la guerra civil que habían subvencionado.

Los trabajadores se posesionaron de toda la riqueza social, de las fábricas, de las minas, de los medios de transporte terrestre y marítimo, de las tierras de los latifundistas, de los servicios públicos y de los comercios más importantes. Se improvisaron en todas las empresas Comités de control obrero en los que colaboraban manuales y técnicos, y en muchas ocasiones, los antiguos dueños que reconocían la nueva situación y querían ser, dentro de la nueva economía revolucionaria por darle un nombre que la distinguiese de la anterior, empleados, obreros o técnicos como los demás.

Es difícil imaginar la complejidad de problemas que esa convulsión significaba con la ruptura de todas las viejas relaciones y la creación de una nueva forma de convivencia. Y eso simultáneamente con el mantenimiento de una guerra que nos había hecho enviar al frente de Aragón treinta mil hombres, sin contar con las fuerzas auxiliares de retaguardia. La presencia de treinta mil hombres en el frente implicaba el esfuerzo, en la industria y en la agricultura, de doscientos mil. Todo ese mecanismo hubo de ser creado y organizado de la nada, careciendo de lo más indispensable, en las condiciones peores que uno puede tener presentes.

Algunas industrias se pusieron más rápidamente que otras en estado de eficiencia. Por ejemplo, cabe destacar la organización magnífica del transporte urbano, del transporte ferroviario y del marítimo. Con la vieja administración no hubiésemos contado con esos servicios en la forma tan perfecta, exacta, que se llevaban a cabo. Aparte de la buena organización existía la buena voluntad, la adhesión consciente a la causa que defendíamos y una emulación general que no podía lograr el viejo sistema a base sólo de mejores salarios.

Es preciso notar, además, que de todos los trabajadores, los obreros ferroviarios, los tranviarios y los marinos, por ejemplo, eran los peor pagados de España, y que conservaron sus salarios de miseria, a pesar del trabajo infinitamente más intenso que se habían impuesto voluntariamente, hasta muchos meses después de haber tomado la gestión de sus industrias en las propias manos. Y aun al llegar al fin de la guerra, cuando la desvalorización de la peseta había elevado los precios en proporciones enormes, las tarifas de transporte, por ejemplo en los tranvías, siguieron siendo las mismas de antes de la guerra.

Si la industria total de los transportes no funcionó al día siguiente del triunfo con la misma intensidad que la víspera o con ritmo más perfecto, bajo la nueva dirección obrera y revolucionaria, no fue porque hubiese faltado la capacidad para ello, sino por la necesidad en que nos veíamos de ahorrar el carbón para los transportes de guerra.

Y toda la flota, mercante y la de guerra, en manos de los marinos y de los técnicos, ha demostrado una capacidad de rendimiento ilimitada. No había obstáculos para ella; mientras los marinos de nuestra flota de guerra tuvieron el control de los barcos, el mar fue nuestro, la ofensiva y la iniciativa estaban en nuestras manos. Cuando, por obra de los rusos y de sus agentes en el gobierno central, se quiso poner «orden» en la marina, perdimos el dominio del mar. En la marina mercante no sólo el heroísmo ha rayado a las mayores alturas, sino también la precisión con que podían ser utilizadas todas las naves al servicio de la nueva España.

Y mientras los transportes daban pruebas suficientes de capacidad y de responsabilidad al pasar de la dirección de los antiguos empresarios a la dirección de los trabajadores y técnicos mismos, se estructuraba, con una velocidad pasmosa, la transformación de las industrias de paz en industrias de guerra. Es sabido que una guerra moderna tiene por condición imprescindible el respaldo de una gran industria en funcionamiento permanente.

El mecanismo de la nueva economía era sencillo: cada fábrica creaba su nuevo organismo de administración a base de su personal obrero, administrativo y técnico. Las fábricas de la misma industria se asociaban en el orden local y formaban la Federación local de la industria. La agrupación de Federaciones de todas las industrias constituía algo así como el Consejo local de economía, donde estaban representados todos los centros de producción, de relaciones, de intercambio, de sanidad, de cultura, de transportes. Se unían esos Consejos locales de economía en el orden regional y se unían las Federaciones locales de cada industria también regionalmente luego se establecía una vinculación de las regiones por industria y por sus Consejos regionales de economía.[14]

El espíritu capitalista más atrevido y su organización más perfecta no han podido llegar nunca, en los países adelantados, a un grado tal de eficacia, aprovechando al cien por cien todas las posibilidades de cada industria, en el orden local, en el regional y en el nacional.

Para un gran número de gente la revolución es el acontecimiento de la calle, la lucha de las barricadas, la vindicta popular y todo lo que significa un trastorno grave en la rutina de los siglos.

Nosotros no hemos confundido nunca la escenografía revolucionaria de los primeros pasos con la esencia de la revolución y creemos haber señalado, sin vacilaciones, la orientación precisa para hacer realmente la revolución que estaba en los labios de las grandes masas y en sus anhelos más hondos y que contaba, también, con amplias simpatías en sectores de la población no proletarios.

Para nosotros la revolución era, ante todo, creación de riqueza y distribución equitativa a toda la población, aumento del bienestar general por el aporte y la estructuración armoniosa y eficaz del esfuerzo común, obra de justicia. No queríamos una transformación social para seguir en la miseria, sino para disfrutar, todos, de un nivel de vida superior; y ese nivel de vida a que aspirábamos tenía que ser conquistado, no con las armas de guerra, sino con las herramientas de trabajo en las fábricas, en las minas, en la tierra, en las escuelas.

La guerra era una fatalidad funesta, una dificultad en el camino, una necesidad impuesta por la defensa de los privilegios en peligro, no un elemento creador de la verdadera revolución.

Nos encontramos desde el primer día, ante la penuria alarmante de materias primas y en una región que escaseaba en minerales, fibras textiles, carbones. Carecíamos de carbón para la industria y el transporte. El consumo normal de Cataluña era de cinco a seis mil toneladas diarias, y las únicas minas que se explotaban, de carbones pobres, apenas nos daban, intensificando el trabajo, trescientas toneladas. En pocos meses hemos hecho llegar esta cifra a un millar; pero, con todo, la escasez de carbón era una tragedia constante, en particular de los carbones para la metalurgia.

Asturias podía haber cooperado grandemente, pero uno de sus dirigentes, Amador Fernández, ha respondido a nuestras propuestas que prefería que el carbón de Asturias quedase en bocamina o en el Musel a que fuese a parar a manos de los catalanes; y en cambio, carecía Asturias de tejidos que a nosotros nos sobraban y de otros elementos de que nos ofrecíamos a proveerla.

Propusimos y dimos los primeros pasos para la electrificación de ferrocarriles, sin ignorar todas las dificultades que se presentarían, pero conscientes de la gran riqueza de energía eléctrica y de la rápida amortización de todos los gastos que esa electrificación entrañaba. Si un día España, bajo cualquier régimen, quiere dar un paso decisivo en el sentido del progreso y de la civilización, la electrificación de sus ferrocarriles, que supone un alivio enorme, una baratura del transporte, y la creación de numerosas centrales eléctricas nuevas, y por consiguiente obras de riego, fábricas, etc., etc., será uno de los primeros pasos.

Iniciamos la transformación de fibras textiles no aprovechadas hasta entonces para sustituir con ellas una parte del algodón que nos faltaba; algunas de esas iniciativas quedarán ya permanentes en España, cualquiera que sea su régimen político. Instalamos grandes establecimientos para algodonar el lino, para utilizar el cáñamo y el esparto, la paja de arroz, la retama.

Instalamos grandes fábricas de celulosa a base de materia prima nacional, y en cuento a la industria metalúrgica y a la industria química, lo hecho en plena revolución y en plena guerra, ha tenido que producir asombro incluso a nuestros enemigos, que se han encontrado con un instrumental industrial considerablemente acrecido, sino duplicado en muchos aspectos. Se ha fabricado por primera vez en España sodio metálico, dinotronaftalina, ácido pícrico, dibromuro de etilo, oftanol, bromo...; se han sustituido numerosos medicamentos específicos de origen extranjero. Fábricas de nueva planta y ampliación de las fábricas existentes se encontraran en buen número en Levante y especialmente en Cataluña, por obra de los sindicatos de industria o por iniciativa de las instituciones creadas para regularizar la producción de guerra.

Aparte de lo nuevo, se verá en casi todas las ramas de actividad un perfeccionamiento insospechado de todo el aparato industrial. ¿Qué es lo que no ha logrado con su concentración y especialización, por ejemplo, el ramo de la madera, que comenzaba con el corte de los árboles en los bosques y terminaba en los depósitos de venta, estableciendo el trabajo racionalizado, la cadena, y aprovechando así no menos de un cincuenta por ciento más el esfuerzo humano?

¿Es que no ha de reconocerse lealmente, para no citar mil otras más, la organización de la industria láctea en Barcelona, que no dejaba nada que envidiar a los establecimientos más modernos del mundo, obra toda de la revolución? Y el día que por iniciativa del estado o del capitalismo, privado se logre algo equivalente en organización y eficiencia a la Federación Regional de Campesinos de Levante, con el trabajo de tierra en todas sus especialidades, con la elaboración de los productos, con su distribución en los mercados con sus laboratorios de ensayos, con sus granjas experimentales, con sus escuelas de administradores de colectividades agrarias, etc. etc. podremos reconocer que al mismo resultado se puede llegar pon otros caminos que el propiciado por nosotros. Y hay que llegar a ese objetivo, por obra de quien pueda, para que España se ponga en condiciones de volver a ser el emporio de riqueza, de bienestar y de cultura que ha sido en tiempos pasados.

En ciertas industrias hemos tardado más tiempo en llevar el aliento de la organización moderna del trabajo, pero al fin había ya bases poderosas. Por ejemplo, en la confección. Tuvimos al principio dificultades para responder a los encargos hechos para el ejército, no faltándonos la tela ni el personal; pero los tropiezos no fueron sino escuela y también esa rama, tradicionalmente representada por los pequeños establecimientos y por el trabajo a domicilio, había logrado ponerse en condiciones de responder a todas las exigencias.

Echamos las bases del aprovechamiento de las riquezas naturales del país y de las riquezas del subsuelo, que no son grandes en Cataluña, pero que pueden permitir un rendimiento respetable. Grandes yacimientos de plomo fueron puestos en explotación, organizando toda la industria del plomo y vendiendo mineral aun en plena guerra. Se extrajo mineral de cobre, se fundió e inició su electrolisis; se explotaron minas de manganeso en las que nadie había pensado. Hasta se inició alguna perforación con trenes de sondeo anticuado e inapropiado en busca de petróleo.

No se han removido nunca, en tan breve período tantas iniciativas. La elaboración sistemática de todas ellas nos iba poniendo en camino de una economía coordinada, dándonos al mismo tiempo a conocer lo realizado en todos los aspectos y lo que era posible realizar. Pocos han intervenido en la vida política, como profesionales de la función de gobierno, con pleno conocimiento de las posibilidades económicas del país. Incluso en nuestras filas revolucionarias se ha trabajado mucho más intensamente y con más preferencia en el sentido de la preparación insurreccional que en el sentido de una verdadera preparación constructiva.

De ahí las dificultades y sinsabores de todos los primeros pasos. Entendimos que nuestra misión no era de la política al uso, la del afianzamiento del propio partido y la ubicación en las oficinas gubernativas de los propios partidarios; hemos creído que habíamos de consagrarnos, sobre todo, al aumento de la riqueza y a la movilización de todas las fuerzas y de todas las inteligencias en torno a la obra de la revolución.

Por sobre toda preconcepción particular, se iba formando poco a poco una magnífica unidad de hombres de todas clases y de todos los partidos que comprendían, como nosotros, que la revolución es algo distinto de la lucha en la calle y que, en una revolución verdadera, no tienen nada que perder los que se sienten en disposición de ánimo y con voluntad para aportar su concurso manual, intelectual, administrativo o técnico a la obra común.

El movimiento espontáneamente generalizado de incautación de la riqueza social por sus gestores manuales, administrativos y técnicos, para ponerla al servicio exclusivo de la sociedad, tuvo una expresión legal, el 24 de octubre de 1936, en el decreto elaborado por el Consejo de economía de Cataluña sobre la colectivización. Ese decreto tuvo luego otros complementarios que ofrecen un cuadro aproximado de la nueva economía en Cataluña.

Así como el Comité de Milicias, al principio obligado a tratarlo y a resolverlo todo, se fue convirtiendo cada vez más en un Ministerio de la guerra en tiempos de guerra, para descargarle de funciones que no podrían menos de estorbar su preocupación fundamental, creamos un Consejo de economía de Cataluña, cuyos acuerdos no podían ser rechazados por el Consejero titular del Departamento de Economía. Funcionaba bajo la presidencia del Consejero del ramo en el Gobierno de la Generalidad, y se constituyo también por representaciones de todos los partidos y organizaciones. De allí surgió toda la legislación de carácter Económico durante la guerra y la revolución en la región autónoma.

Dividimos el trabajo, abarcando los siguientes aspectos: Combustibles y fuerzas motrices, industrias textiles, industrias metalúrgicas, industrias de la construcción, artes gráficas y papel, finanzas, banca y bolsa, redistribuciones del trabajo, industrias químicas, sanidad, etc.

La obra de ese Consejo de economía fue vasta y meritoria, aunque nosotros no pertenecíamos a los que se imaginaban que la legislación de Estado pudiese crear nada duradero. Mientras nos fue posible, por nuestra intervención, hemos procurado que su labor se concretara a dar fuerza de ley a lo que la práctica económica iba elaborando diariamente, propiciando el máximo respeto al legislador supremo, que era el pueblo mismo. En ese Consejo figurábamos al comienzo nosotros en la sección de combustibles y fuerzas motrices, y en esa función presentamos, ya en agosto o septiembre de 1936, la proposición de crear una reserva eléctrica imbombardeable para Cataluña, cuyas centrales principales estaban siempre en peligro de perderse; a pesar de haberse aprobado, y de haberse votado los créditos para ello, nuestros sucesores habrán creído que nuestra preocupación era excesiva y dejaron muerto el asunto, siendo esa falta de energía eléctrica uno de los factores de la pérdida de la guerra. Allí figuraba Andrés Nin en la sección de industrias textiles, en la mejor armonía con nosotros y siempre a nuestro lado en todas las actitudes.

Pero con ser importante, más que lo estudiado y legislado por el Consejo de economía, lo fue la obra creadora de los trabajadores y los campesinos mismos. Se comenzó por cultivar el primer año de la revolución un cuarenta por ciento más que en años anteriores de la superficie cultivable. No quedó un trozo de tierra sin roturar, por ínfima que fuese su calidad.

Lo más inesperado en materia de construcción económica fueron las colectividades agrarias. Se formaron espontáneamente en toda la España republicana, en Cataluña como en Aragón, en Levante como en Andalucía o en Castilla. Nadie, ningún partido, ninguna organización dio la consigna de proceder en ese sentido; pero el campesinado avanzó resueltamente por esa vía con una seguridad y una decisión que ha llenado de asombro y de admiración incluso a los que esperábamos mucho del espíritu popular español.

Y hay que advertir que en esa práctica del trabajo colectivo, de la asociación de esfuerzos, de animales, de tierras, de máquinas, no hubo socialistas y anarquistas; todos han procedido de igual manera y han competido en emulación y en comprensión.

Los laboratorios de ensayos y de experimentación de la Federación de Campesinos de la Región Centro eran superiores a los del Ministerio de agricultura, y el mismo Gobierno tenía que recurrir a nuestros agrónomos y a su consejo. La famosa Reforma agraria de la República quedó arrumbada como una antigualla y solamente prosperaron las colectividades formadas por los campesinos mismos, uniendo tierras o incautándose de los latifundios cuyos dueños se habían fugado, o pertenecían al bando rebelde.

Las mejoras en la tierra, las obras de riego, las nuevas plantas de edificios para vivienda y depósitos y fábricas, todo eso habrá quedado testimoniando la obra de los campesinos, su sorprendente salto progresivo, su capacidad de organización y de esfuerzo.

Tuvimos a un sólo enemigo tenaz de las colectividades agrarias: los rusos y sus agentes del Partido comunista español. Llegaron, incluso a crear organizaciones de campesinos disidentes para deshacer en Levante la obra de las colectividades, dándoles todo el apoyo del Ministerio de agricultura. Fracasaron rotundamente, porque los campesinos de la Unión General de Trabajadores y los de la Confederación Nacional del Trabajo tenían los mismos intereses y las mismas aspiraciones; su alianza hizo frustrar los planes comunistas. Se calumnió sin tasa ni medida, arguyendo que se había empleado la violencia para obligar a los pequeños campesinos a organizarse en las colectividades. Oficial y oficiosamente hemos intervenido en casos de denuncias de esa especie y hemos visto de cerca la verdad y hemos tenido que defender a los campesinos contra los calumniadores de su obra.

No obstante se dio orden de facilitar la salida de las colectividades, con su parte de tierras y de implementos, agrícolas, semillas y ganados, a quienes así, lo deseasen. Nadie ha salido, muy al contrario. Y como fruto del esfuerzo de disgregación del campesinado, este dato: la colectividad campesina de Hospitalet de Llobregat, con unas 1.500 cabezas de familia, propuso la separación de los descontentos, con las tierras y los instrumentos de trabajo, puesto que las colectividades no podían constituirse más que con voluntarios. De 1.500 se separaron cinco, y esos cinco no habían sido campesinos, sino jornaleros del campo; los antiguos dueños de tierras no quisieron separarse de la colectividad. Y los cinco que se separaron hubieron de asociarse a su vez para trabajar en común la tierra que se les había proporcionado.[15]

El colectivismo agrario, a cuya historia en la teoría y en los hechos dedicó Joaquín Costa un gran volumen, se evidenció consubstancial con el espíritu popular español. Las colectividades aragonesas, que abarcaban la casi totalidad de la población campesina del Aragón Libertado, aplastadas a sangre y fuego por las divisiones comunistas en una provocación irritante, pero a la cual, sin embargo, no se ha replicado en el tono merecido, se rehicieron de inmediato, demostrando que la auténtica voluntad del campesinado era eso. En Aragón, todas las colectividades se habían, formado por afiliados y simpatizantes de la C.N.T. y, como en ellas era imposible intervenir como partido político, y como un día la organización económica había de absorber y liquidar la existencia misma de los partidos, e incluso liquidaría también la diferencia entre la C.N.T. y la U.G.T. para dar vida a un sólo partido y a una sola organización: España dueña de sus destinos y de su voluntad, el odio de los aspirantes a dictaduras partidarias contra la creación del pueblo español que las excluía para siempre, se manifestaba con una virulencia terriblemente dañina.

Sosteníamos desde muchos años antes del movimiento de julio que una revolución, para ser provechosa y asentar sólidamente en el terreno de las realizaciones positivas, debe acercar la ciudad al campo, el obrero industrial al campesino.

Considerábamos después del 19 de julio que no debían escatimarse esfuerzo ni sacrificios para resolver en una unidad armónica ese largo divorcio histórico.

En muy pocos momentos, y para encontrar algún vestigio hay que remontar muchos siglos de historia, han tenido los campesinos una posición dominante en la dirección de la vida económica, política y social de los pueblos. Generalmente los trabajadores de la tierra —como siervos, como gleba, como medieros, como rabasaires, como esclavos propiamente dichos— han constituido una subclase una casta de parias con múltiples deberes, con muy escasos derechos.

Se puede interpretar la historia de muchas maneras, y hay en boga interpretaciones para todos los gustos. Una de ellas podría ser la que nos explicase el pasado en función de la esclavitud campesina y de los esfuerzos espasmódicos realizados para sacudir el pesado yugo.

El campesino fue, y lo sigue siendo en gran parte, una bestia de trabajo desde el punto de vista económico, un contribuyente sumiso para el erario del Estado, un proveedor de carne de cañón para los ejércitos de los reyes y de los capitalistas. ¿Es que ha de seguir siendo eso? ¿Es que el 19 de julio no había de significar la superación del divorcio tradicional entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura?

Por solidaridad humana, por justicia, por la comprensión de la trascendencia de esta cuestión, los anarquistas estábamos en la obligación de hacer todo lo que nuestras fuerzas consintiesen para que la ciudad y el campo se hermanasen en una sola aspiración de libertad y de trabajo, fecundo y digno. Sabíamos muy bien que sin llegar a ese resultado no habría revolución justiciera posible y que el barómetro del progreso social estaba en la adhesión y en la simpatía con que los campesinos se situasen ante las nuevas realidades y ante las nuevas ideas.

Podemos conquistar ministerios, tener puestos públicos de relieve, contar con el cien por cien de los obreros industriales. Si nos olvidamos de la conquista de la voluntad y del corazón del campesino, todo ello resultará inútil, y el progreso económico, social y político será solamente una fachada, una ilusión, un engaño.

A los campesinos, se les ha tenido sistemáticamente olvidados en su terruño. Ni siquiera el socialismo moderno ha irradiado, hacia ellos algo de luz, a excepción de la España meridional, como la irradió en los focos de la gran industria. Los balbuceos de definiciones e interpretaciones del problema del campo en las doctrinas socialistas, son inseguros. No vale la pena mencionar el comportamiento del régimen capitalista y del Estado capitalista, monárquico o republicano. Y cuando no se ha olvidado a los campesinos, se ha pensado en ellos para explotar su ignorancia y su buena fe, para exprimirles más y mejor en beneficio de las castas dirigentes. Se ha pensado en los campesinos para envenenarles desde la cuna a la tumba con el opio de la religión y de la vida ultraterrena; se ha pensado en ellos como manantial dócil de impuestos y tributos, de diezmos y primicias; se ha pensado en ellos para quitarles los hijos mozos y llevárselos a servir al rey o a otras abstracciones estatales; se ha pensado en ellos para arrancarles, a bajo precio, el fruto de su trabajo sin límites ni condiciones.

Eso es lo que ha visto el campesino de toda la civilización, de todo el progreso, de toda la cultura que nos enorgullece: el cura que le embrutecía y le engañaba; el recaudador de contribuciones que le llevaba todos los ahorros; la guardia civil que le aterrorizaba. Y todavía hay quien se queja de que el campesino sea desconfiado y de que haya heredado esa desconfianza ante todo lo que llega de las ciudades. ¡Aun cuando de las ciudades les llegue la libertad y la justicia, los que se han visto tantas veces traicionados y engañados tienen razón para mirar con recelo a la justicia y a la libertad mismas!

No son ellos los culpables de ese recelo, de ese instinto heredado de desconfianza. La culpa es de los que hemos huido del campo para disfrutar en las grandes urbes de los placeres banales o de los goces superiores de la cultura, o para elevar el propio nivel de vida; la culpa es de los que, pudiendo y debiendo hacerlo, no hemos hecho entre los obreros de la tierra, la obra de propaganda y de persuasión que se hizo entre los obreros de la industria; la culpa es de todos los que hemos tolerado la expoliación permanente de los campesinos en nombre de Dios, del Rey, de la República, sin habernos interpuesto, como lo hacíamos cuando se trataba de la explotación y de la represión contra los obreros industriales.

Teníamos que cosechar los frutos del olvido en que hemos dejado al campesino. Es decir, no habiendo sembrado cuando era la hora propicia, no podíamos tener la esperanza de ricas cosechas.

La revolución tendría que sufrir las consecuencias del dualismo que hemos señalado.

Múltiples pueden ser las causas del fracaso o del éxito de una revolución. Una de las más importantes es la política agraria que realice. Si no se obra de modo que los campesinos presten su adhesión activa, entusiasta, a la nueva situación, la revolución se pierde irremediablemente. Y para que presten su adhesión no se ha de olvidar en ningún momento que hay desnivel entre la preparación del obrero de la industria y la del campesino; que las mismas palabras tienen distinto significado o son interpretadas diversamente en la ciudad y en el campo, que los hechos que de un lado son favorables pueden ser nocivos en el otro.

En general, frente al campesino receloso y desconfiado, por que tiene sus justos motivos, hay que emplear un instrumento de propaganda que no falla nunca en su eficacia, aunque sea aparentemente más lento: el ejemplo, la persuasión por la práctica de cada día. Por los caminos de la violencia perderemos siempre la partida, aun logrando el aplastamiento de toda resistencia ostensible de los campesinos.

Sin la simpatía y el apoyo activo de la población agraria, toda revolución económica, política y social se estrellará en la impotencia. ¡Aunque se crea más fuerte con sus cuerpos armados, aunque se envalentone por la facilidad relativa con que puede suprimir cualquier foco de descontento! La historia de todos los tiempos y de todas las revoluciones nos enseña que, en el camino del progreso, no se llega efectivamente más que hasta allí donde los campesinos son capaces de llegar por propia voluntad.

De una manera casi espontánea, por todas partes, sin esperar consignas, acuerdos, recomendaciones, hemos visto surgir colectividades agrarias compuestas, en su gran mayoría, por hombres del campo a quienes habían llegado de algún modo las ideas revolucionarias o que conservaban latentes en la memoria y en la tradición antiguos recuerdos de prácticas de trabajo común. Fueron tomadas las tierras de los propietarios facciosos, se puso en cultivo toda el área cultivable yerma, pero en lugar de repartir todo eso más o menos equitativamente, esas tierras fueron puestas en común con los respectivos implementos de trabajo, máquinas y ganados.

Era el verdadero comienzo de la revolución en la agricultura. Se produjeron casos aislados de disgusto; conatos de coacción. No lo hemos comprobado de cerca, muy al contrario, pero no tenemos ningún inconveniente en darlos por acontecidos. Eran incidentes inevitables la mayor parte de las veces. Se han dado siempre, y siempre se darán en los primeros pasos de una gran transformación social.

Los campesinos, de quienes menos esperábamos, fueron mucho más allá de todas las previsiones. Hay que destacar que de todas las regiones de la España llamada republicana. Cataluña fue la que vio en menor escala esa agrupación de campesinos, con ser muchas y muy importantes y bien administradas las colectividades agrarias en su territorio. ¿Que temor podíamos tener al porvenir, a la contrarrevolución republicana o comunista, cuando el campesino, de formación socialista o de formación libertaria, se había constituido en fuerza irrompible en el camino de la verdadera revolución?

Las colectividades querían demostrar una cosa; que el trabajo en comunidad era más descansado y que, cuando las circunstancias permitiesen aplicar el maquinismo en gran escala a la agricultura y poner en práctica los resultados adquiridos por la ciencia moderna con su selección de semillas, con sus abonos adecuados, con los riegos correspondientes, no solamente las tareas del campo, hechas en común, serían más sanas y holgadas, sino infinitamente más renditivas y provechosas.[16]

Necesitábamos un instrumento para predicar con el ejemplo en el campo: ese instrumento lo formaron espontáneamente las colectividades agrarias. Hacía muchos años que habíamos llegado a una conclusión parecida. Preocupados por este problema, comprendiendo perfectamente la psicología del obrero de la tierra, constatando la ineficacia de la mera propaganda doctrinaria, proponíamos la instauración o el establecimiento de focos de trabajo agrícola comunitarios, aún a costa de comprar la tierra, aún dentro de la economía capitalista.

De esta manera, con el ejemplo, tal era nuestra posición, llegaríamos a conquistar la población campesina, convirtiéndonos simultáneamente en factores progreso, de bienestar y de cultura.

El instrumento propiciado lo teníamos allí, fecundo y promisor. No había porque acelerar el paso más de lo debido. Las colectividades harían de la subclase de los campesinos en pocos años, el puntal más firme y más sugestivo de la nueva edificación económica y social.

¡Había que ver esas colectividades en Cataluña, en el Aragón libertado, en Levante, en la parte de Castilla emancipada del fascismo! Se encontraban en ellas hombres entusiastas, llenos de fe, que no aspiraban a ocupar altos cargos públicos, que no intrigaban para vivir a costa del Estado; que se preocupaban de la siembra y de la cosecha; que lo esperaban todo de su trabajo y de su dedicación; que amaban la tierra como se ama a la madre o a la novia.

En contacto con esos precursores de la nueva era, se olvidaban muchas miserias, se refrescaba el ánimo abatido y se abordaba con más confianza y más seguridad el trabajo para el porvenir.

Para dar una idea de la amplitud de ese movimiento de colectivización en la tierra, daremos algunos datos del congreso colectividades campesinas de Aragón, celebrado en Caspe a mediados de febrero de 1937. He aquí el resumen de la lista de organizaciones comarcales representadas:

Estuvieron representadas en el congreso de Caspe 275 colectividades agrarias, correspondientes a 23 comarcas de Aragón, con un total de 141.430 afiliados. Pero hay que hacer notar que se trata, por lo general, sólo de cabezas de familia. Más de un 70 por ciento de la población campesina de Aragón se había asociado en las colectividades agrarias. El congreso de Caspe, tenía por objeto constituir una federación.

Regional de colectividades y marcar algunas líneas generales de conducta y fijar sus aspiraciones. La federación debía, según los acuerdos adoptados, «coordinar la potencialidad económica de la región y dar cauce solidario a las colectividades en las normas autonómicas y federativas que nos orientan».

Las colectividades debían realizar una estadística veraz de la producción y del consumo, remitirlas al comité comarcal respectivo, el cual la transmitiría al Comité regional, constituyendo esa estadística la «única forma de establecer la verdadera y humana solidaridad».

He aquí de qué manera proyectaban los campesinos de Aragón orientar sus esfuerzos:

«1º. Procede ir con toda urgencia a la creación de campos experimentales en todas las colectividades de Aragón para, con ellos, poder efectuar los estudios que se crean necesarios para intentar nuevos cultivos y obtener así mejores rendimientos e intensificar la agricultura en toda la región. Al propio tiempo debe destinarse una parcela, aunque sea pequeña, para el estudio de los árboles que más pueden producir y mejor se aclimaten al suelo de cada localidad.

«2º. Debe irse igualmente a la creación de campos de producción de semillas; para ello puede dividirse Aragón en tres grandes zonas y en cada una de ellas instalar grandes campos para producir las semillas que son necesarias en cada zona, y al propio tiempo, producir para otras colectividades, aunque no pertenezcan a la misma zona. Tomemos, por ejemplo, el cultivo de la patata: debe producirse la semilla de esta planta en la zona de más altitud de Aragón, para luego ser explotada por las colectividades de las otras zonas, ya que esta planta, en la parte alta no es atacada por las enfermedades que le son características si la producimos y cultivamos siempre en la parte de poca altura, o sea en terreno Húmedo y cálido.

«Esas tres zonas procederán al intercambio de las semillas que las necesidades aconsejen en cada caso, según los resultados de los estudios que se realicen en los campos experimentales, pues estos deben estar en armonía unos con otros e intervenidos al propio tiempo por técnicos agrónomos para estudiar y hacer todas las pruebas que se crean de provecho y necesidad...».

Como misión de la federación de colectividades, fundada en el mencionado congreso, se señalan puntos como los siguientes:

La misma preocupación, el mismo anhelo, la misma comprensión de las necesidades se observan en los acuerdos de todos los congresos campesinos, comarcales, regionales y nacionales, realizados durante los años de la revolución y de la guerra.

Véase qué línea de conducta se fijaba en aquel congreso de Caspe para con los reacios o los adversarios que se apartaban de las colectividades:

1º. Al apartarse por propia voluntad los pequeños propietarios de las colectividades, por considerarse capacitados para realizar sin ayuda de los demás su trabajo, perderán el derecho a percibir nada de los beneficios que obtengan las colectividades. No obstante esto, su conducta será respetada siempre que no perjudique los intereses colectivos.

2º. Las fincas rústicas y urbanas, y demás bienes de los elementos facciosos que hayan sido incautadas, serán usufructuados por las organizaciones obreras que existían en el momento de la incautación, siempre que esas organizaciones acepten las colectividades.

3º. Todas las tierras de un propietario que eran trabajadas por arrendatarios o medieros, pasarán a manos de las colectividades.

4º. Ningún propietario podrá trabajar más fincas que aquéllas que le permitan sus fuerzas físicas, prohibiéndoles en absoluto el empleo de asalariados.

Las federaciones campesinas regionales, de Aragón, Cataluña, Levante, Centro, Andalucía, formaron una Federación Nacional Campesina, que coordinaba, en el orden nacional, todas las iniciativas, conocimientos, informes e intereses de todos los campesinos afiliados, más de un millón y medio al perderse la guerra, en los primeros meses de 1939.

Las colectividades de Aragón fueron arrasadas por las tropas comunistas con una odiosidad repulsiva. Pero su arraigo había sido tal en tan poco tiempo de existencia, que hubo forzosamente que consentir luego que revivieran exactamente en la misma forma y con las mismas aspiraciones que antes. Y cuando España quiera abordar decididamente la solución de su problema agrario, tendrá que volver a la línea marcada por los campesinos mismos desde julio de 1936 a comienzos de 1939.

El socialismo internacional, nacido al calor de la concentración de la industria, no ha comprendido el alma del campesino. El obrero industrial no siente cariño ni a su herramienta ni a su fábrica. Cambia de fábrica y de oficio sin dolor ni pena. No se siente unido íntimamente en su obra. La mayoría de las veces ni siquiera advierte la finalidad de su trabajo, aunque ese sentimiento no era ya el que primaba en las fábricas colectivizadas, en las empresas fundadas por nuestros sindicatos, donde se advertía el sentido de la propiedad colectiva. El campesino ama la tierra que cultiva; y porque la ama, la quiere suya. La suprema ilusión del campesino que trabaja tierras ajenas, como arrendatario, rabasaire, mediero, etc., es la posesión de esas tierras, no por especulación capitalista, no por el ansia de enriquecerse, sino porque esas tierras forman parte de su personalidad y las quiere como a sí mismo, como a su mujer y a sus hijos.

Es deseable que el concepto de la propiedad varíe sustancialmente, porque la propiedad privada de la tierra es un obstáculo al progreso y a la justicia y no beneficia, como tal, ni a los propietarios mismos que las trabajan a costa de sacrificios inmensos. Esa transformación no puede ser obra de veinticuatro. Horas; requiere su período de gestación y de plasmación.

El proceso no podía menos de ser acelerado con el ejemplo viviente de las colectividades agrarias. Sería un error atravesar arbitrariamente esa etapa de transformación de los conceptos de la propiedad, a fuerza de decretos o a fuerza de terror.

No tiene la culpa el campesino, olvidado en su terruño, de la fuerza que en él poseen los sentimientos de propiedad de la tierra que cultiva. Además de ser algo natural, es también fruto de una herencia que no hemos hecho nada por combatir a la luz de la cultura.

Personalmente opinábamos que, con las colectividades agrarias, habíamos llegado al buen camino para actuar en el campo. Por eso no nos impacientábamos, pues cuando se está en el buen camino y se trabaja con fe se llega seguramente a la meta.

Nuestras colectividades no eran lo que habían sido los viejos conventos medioevales de las órdenes religiosas. No se aislaban, sino que entrelazaban su existencia, sus intereses, sus aspiraciones, con los de la masa campesina entera, al mismo tiempo que con la industria de las ciudades. Eran el vehículo por el cual se unirían eficazmente la ciudad y el campo.

Aunque partidarios del trabajo colectivo de la tierra, sin violencia alguna para forzar la inclinación de los reacios o de los incomprensivos, no hemos de olvidar una cosa: la experiencia de todos los países, en particular de los más intensamente agrícolas, demuestra que la productividad de la tierra cultivada familiarmente no es inferior a la de la que se trabaja en colectividad. Desde el punto de vista del rendimiento, la existencia del cultivo familiar, tan arraigado en los campesinos, es perfectamente tolerable. Lo que importa aquí más es la especialización. No es recomendable que un campesino o que una colectividad agraria, se dediquen a toda suerte de cultivos. Deben especializarse en determinada producción y llegar en la rama elegida, al mayor perfeccionamiento.

La desventaja mayor del trabajo familiar, que absorbe a todos los miembros de la familia, al padre, a la madre, a los niños, a los abuelos, es el esfuerzo excesivo. El campesino en esas condiciones, no tiene otra preocupación que la tierra, el cuidado de la siembra, el crecimiento de los frutos, la cosecha, etc. No hay horarios, no hay límite al desgaste físico. Proporcionalmente puede obtener de su tierra, al menos en los primeros tiempos, más provecho incluso que el que correspondería al cultivador de las colectividades. Pero es que el campesino no debe llevar hasta el extremo su sacrificio y el de sus hijos. Es preciso que le quede tiempo, reserva de energía para instruirse, para que se instruyan los suyos, para que la luz de la civilización pueda irradiar también en sus hogares.

El trabajo de las colectividades es más aliviado y permite a sus miembros leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su espíritu y abrirlo a los vientos de todas las innovaciones progresivas.

Por ese derecho y ese deber de reposar, de no gastarse enteramente encorvados sobre la tierra de sol a sol, y más todavía, el régimen de trabajo colectivo es superior y debe ser estimulado, sobre todo después de la grandiosa experiencia española. Pero mientras los campesinos no lo entiendan así voluntariamente, mientras no se dejen convencer por el ejemplo, el cultivo familiar, la pequeña explotación agrícola que no requiere fuerzas extrañas de trabajo, debe persistir y ser respetada.

Pero la revolución, si es verdadera, no es nunca unilateral. Es un proceso totalitario que lo abarca todo y que lo conmueve todo.

Inspirados por la tradición de renovación espiritual y educacional que tenía un pasado tan brillante en la obra de Francisco Ferrer y de sus continuadores directos e indirectos, se formó, en los primeros días del movimiento, por decreto del 27 de julio de 1936, el Consejo de la Escuela Nueva Unificada (C.E.N.U.), en donde colaboraron también todas las tendencias políticas y sociales que coincidían en la apreciación de los problemas de la escuela y del niño.

El esfuerzo del C.E.N.U. ha dado frutos preciosos, realizando en pocos meses una obra que no había podido realizar la república en cinco años completos de existencia.

Los niños que concurrían a las escuelas oficiales de Barcelona antes del 19 de julio, eran 34.000; a los cinco meses del movimiento revolucionario asistían a las escuelas 54.758. La creación de escuelas ha continuado en una progresión jamás igualada. La población escolar de Cataluña casi se ha triplicado, sin contar los perfeccionamientos del material y de la orientación pedagógica.

En medio de esa fiebre de creación en el terreno militar, en el económico, en el cultural, no eran todas satisfacciones y alegrías, sino que también abundaban los sinsabores y las amarguras. La política de partido y de organización fue escindiendo poco a poco al pueblo de Cataluña y transformándolo en facciones enemigas.

Nosotros queríamos unificarlo todo en la guerra y hacer del triunfo la base de toda construcción futura, sin que eso implicase ninguna detención arbitraria, pues, por ejemplo, la reorganización de la dirección económica y su estructuración para obtener el máximo rendimiento de ella, era también condición para la victoria. Todos los apetitos y concupiscencias salieron a flote. Apareció una empleomanía morbosa. Hemos regenteado un departamento del gobierno de la Generalidad, con 250 funcionarios; de esa cifra, honestamente, sobraba la mitad. Nuestros sucesores, que seguramente no tuvieron ninguna preocupación de carácter constructivo, y que no pugnaron por llevar a la práctica ninguna iniciativa nueva, elevaron la cantidad de funcionarios a más de 900.

Las líneas de fuego quedaban demasiado lejos, gracias a nuestra premura en contener cualquier embate faccioso, y el tronar de los cañones y el dolor y las penurias de las trincheras no perturbaba las digestiones de la retaguardia feliz. Se hizo política desde todos los sectores, y el divorcio entre las necesidades del frente y las apetencias de la retaguardia fue cada día más palpable y la distancia cada vez mayor. Cuando la política y el ejemplo corruptor y desmoralizador del gobierno central hizo su aparición en Cataluña, los defectos que nosotros señalábamos en los primeros tiempos en la retaguardia, se multiplicaron y se intensificaron de una manera espeluznante

Cataluña y el resto de España — El gobierno central contra Cataluña — La política contra la geografía

Sin el triunfo de julio en las calles de Barcelona, la rebelión militar se habría impuesto en casi toda España con escaso derroche de municiones, porque el triunfo de Madrid habría quedado excesivamente circunscrito, y Madrid no contaba con las posibilidades de defensa de Cataluña. Las guarniciones que no salieron a la calle, aunque se encontraban complicadas en el movimiento, fue por esperar en un ambiente hostil el curso que tomasen los acontecimientos en el resto del país.

Esa pausa fue aprovechada para forzar la rendición de la de Levante, que estaba a la expectativa, alentada quizás por los ensayos de Martínez Barrio para constituir un gobierno que sirviese de enlace entre la República y la rebelión. En otras partes se combatió enérgicamente, pero con éxito variable. Los gobernadores del Frente Popular azañista, se negaron a facilitar las armas de que disponían a las organizaciones obreras y dieron a los enemigos oportunidades suficientes para concentrarse y tomar la ofensiva, en la cual no respetaron ni siquiera a esos gobernadores republicanos a quienes debían el triunfo. Una absurda confianza de los dirigentes socialistas asturianos en la lealtad del coronel Aranda, motivó la pérdida de Oviedo, y con Oviedo, fue inmovilizada Asturias en sus posibilidades de expansión y de ofensiva. Y si no cayó toda la región en manos de la pequeña guarnición de Oviedo, fue porque nuestros compañeros tomaron por asalto los cuarteles de Gijón y la iniciativa popular directa logró limpiar de enemigos la mayor parte de la heroica zona minera.

La lucha en las calles de Sevilla duró varios días, pero el pueblo fue vencido.

Encarnizadamente se combatió en Madrid, donde el socialismo madrileño arrancó al ministro de la guerra una orden para que fuesen entregados mil fusiles, orden que luego fue rectificada, pero cuya rectificación fue desobedecida. La toma del cuartel de la Montaña es uno del episodio glorioso del pueblo madrileño, como el 2 de mayo de 1808, o como el derrocamiento de la dictadura del general Fernández Córdoba.

Pero no nos proponemos describir el 19 de julio en toda España. Lo que nos interesa destacar es que, sin el ejemplo de Barcelona y de Cataluña entera, los militares se habrían apoderado de todo y habrían impuesto la dictadura que ambicionaban en toda España, pues habían quedado con las guarniciones mejor nutridas, con casi todas las fábricas de pólvoras y cartuchos, y con los depósitos de Marruecos, que no debían tener menos de 60 millones de cartuchos al estallar la rebelión.

No solamente hemos dado el tono desde le punto de vista de la lucha armada, sino también en lo relativo al contenido económico y social del movimiento antifascista. Aunque con resistencias y obstáculos múltiples, los trabajadores y campesinos del resto de la España leal, hicieron lo que habíamos hecho en Cataluña: tomar posesión de los latifundios, de las fábricas, de los medios de transporte, de los hospitales, de las escuelas, etc., etc.

Comprendimos desde los primeros momentos que no era antifascismo todo lo que relucía como tal y que una buena parte de los que tenían que manifestarse a la luz pública satisfechos de nuestro triunfo, en su fuero interno tenían más preocupaciones, y estaban más alarmados por el peligro revolucionario que implicaba la guerra popular al fascismo, que por el peligro que representaba, para todas las libertades, la sublevación militar. Si en el pueblo la satisfacción era indescriptible, en los políticos profesionales la satisfacción era sólo de labios afuera, a regañadientes, y el triunfo de las masas populares era considerado como un mal necesario e inevitable en la quiebra total de todos los resortes defensivos del Estado.

En la conducta del Gobierno de Madrid, hemos confirmado incesantemente esa impresión. Se sucedieron varios gabinetes de diverso colorido político, pero la actitud de todos ellos fue la misma: la de hostilidad no disimulada a todo lo procedente de Cataluña, que representaba tanto la guerra sin cuartel al fascismo, como un trasformación profunda de las condiciones económicas y sociales.

En respuesta a la incomprensión y al sabotaje sistemático de nuestro esfuerzo, como a la intención bien evidente, desde la primera hora, de oponerse con más energía a un avance social justiciero de las masas productoras que al enemigo del otro lado de las trincheras, pudo haberse declarado la independencia de Cataluña, para avanzar con el ritmo propio que se había dado a partir de los acontecimientos de julio.

La idea fue mas o menos alentada por ciertos sectores y, en algunas ocasiones, no se disimuló como amenaza, pero el hecho de tener el oro del país a disposición del gobierno de Madrid y la circunstancia de ser Cataluña una zona industrial que había de ser abastecida de materia prima extranjera, unido todo esto a las dificultades crecientes de los intercambios internacionales, hizo que se viese con claridad que una independencia política en aquellas condiciones no podía ser, de hecho, más que una solución estéril o bien una entrega de la región autónoma al protectorado francés, sin cuyo soporte no habría podido sostenerse la economía catalana y, por tanto, la guerra.

A pesar de todo lo que habíamos sacrificado en iniciativa y en posición de predominio, faltaba una cantidad importante de materias primas, como por ejemplo, el algodón, el carbón, metales, aceites pesados y esencias. No podíamos desarrollar las industrias de guerra, sin depender de los aceros extranjeros, que habían de ser pagados en divisas; sin la importación de cobre, de cinc, etc., etc., y para todo ello el gobierno central, era el único que disponía del oro del Banco de España.

Los aceros vascos exigían también divisas, y lo mismo en Euzkadi que en Asturias, no hemos encontrado más que dificultades y obstáculos para proveernos de las materias primas que a esas regiones sobraban. Recurríamos a operaciones comerciales raras. Por ejemplo, negociamos con una poderosa firma inglesa, proveedora de aluminio y de cinc, la adquisición de esos metales a cambio de naranjas, y con ese objeto contratamos toda la naranja de Almería y de Murcia y cargarnos un primer barco.

Pagábamos la naranja a los agricultores levantinos, y, en cambio, recibiríamos aluminio de Inglaterra. Intervino el gobierno central, y como la naranja había de ser cargada en puertos sometidos a su control, impidió la operación, retuvo el barco semanas y semanas y, cuando quiso resolverse a vender directamente el cargamento, ya estaba echado a perder. Otras veces recogíamos aceite de oliva, se vendía en Francia y se importaban máquinas a cambio; pero estas operaciones se podían hacer porque disponíamos de la frontera y de los puertos catalanes, donde teníamos que desconocer las medidas decretadas por el gobierno central para impedirnos ese mínimo de abastecimiento para nuestras fábricas. Sin embargo, no eran esos los procedimientos capaces de atender a las necesidades de la economía catalana en tiempos de guerra.

Hacían falta divisas, hacía falta tocar el oro del Banco de España.

Una política financiera audaz consiguió vencer los obstáculos de los primeros meses mediante incautaciones en los establecimientos bancarios de Cataluña; pero esas incautaciones tenían un limite en las existencias precarias, y llegó el instante en que, para hacer frente a necesidades urgentísimas, hubo que recurrir a emisiones propias de las que no respondía el tesoro nacional.

Así llegamos a este dilema: o gestionábamos, por un lado, una entente con el Gobierno central para que sufragase los gastos de guerra, o bien habíamos de decidirnos a establecer un régimen de independencia política que, probablemente, habría sido poco viable durante la contienda y, después de ella, habría sido un mal para España y para Cataluña.

Existía la solución del buen acuerdo federativo, como aconsejó, siempre la historia y la geografía de la Península, pero también la España republicana era continuación de la España de los Austrias y de los Borbones y, en lugar de federación, solo quiso hablar de sumisión, de entrega a la burocracia centralista de toda iniciativa, de entrega al Estado Mayor central de los destinos de la guerra que habíamos declarado cuando ese Estado Mayor mismo no existía. «Un rey y una ley» — decía Felipe V, y una ley proclamó la segunda república, que había sido forzada a dar una apariencia de autonomía a Cataluña y a Euzkadi, pero que, no obstante, siguió apegada a la tradición centralista de la historia antiespañola.

¿Hicimos bien o hicimos mal? En holocausto a la guerra hemos cedido, nosotros que teníamos más razón y que teníamos un arma de que el Gobierno central carecía: la adhesión activa del pueblo. ¿Pero era posible ganar la guerra sin contar con el pueblo? ¿Y cedería el pueblo con la amargura y la resignación con que habíamos cedido nosotros?

En los últimos días del gabinete Giral, que sucedió el funesto Casares Quiroga, a cuya miopía se debía el levantamiento militar, fuimos con Díaz Sandino, no por primera vez, a exponer al Gobierno de Madrid la situación de Cataluña, sus necesidades y sus posibilidades. Desde la primera hora el Gobierno central había rehusado categóricamente toda ayuda a nuestra empresa en Aragón y en las Baleares. Pero no podíamos menos de tocar todos los resortes para hacer comprender a los políticos de Madrid que Cataluña tenía en sus manos el triunfo en la guerra y que era un crimen contra España y contra la cultura amenazada por la bota militar, no poner a su disposición los elementos que le faltaban para terminar la contienda en muy pocos meses.

Más de ciento cincuenta mil hombres se habían inscrito voluntariamente en nuestras milicias para salir al frente y luchar contra el enemigo que no había organizado todavía la resistencia. Carecíamos de armas, carecíamos de municiones y carecíamos de materias primas para dar vida a una industria de guerra naciente, que había de ser la garantía más sólida de las futuras posibilidades antifascistas en la Península.

Pasamos toda una tarde discutiendo con el Presidente de Consejo de Ministros, un hombre que estaba muy mal informado y muy mal asesorado, pero que nos pareció sincero.

Hablamos con el corazón en la mano, expusimos el instrumento poderoso de que disponía Cataluña, la capacidad de heroísmo de su población, haciendo resaltar que, en una guerra moderna, no se puede triunfar si no se está respaldado por una fuerte industria y, en este caso, no había en España más que la industria catalana en condiciones de rendimiento, con un equipo técnico de primer orden.

Expusimos nuestras posibilidades militares, destacamos la importancia del frente de Aragón para ligar económicamente a la región catalana con la industria pesada de Euzkadi y con la zona carbonífera de Asturias. Recordamos haberle dicho que nuestra guerra estaría ganada el día que las fuerzas del frente aragonés enlazasen con las regiones metalúrgicas y mineras del norte de España. Le explicamos que nos bastábamos, si se nos ayudaba con los recursos financieros de que carecíamos, para aplastar al enemigo, deplorando que el Gobierno central, por un odio insensato a Cataluña y por miedo a la revolución del pueblo, que era el representante de la verdadera España, pusiera obstáculos a nuestra obra, que entrañaba la victoria y la salvación para todos.

Pedimos un pequeño anticipo de divisas para implementos de aviación y para adquirir algún armamento que se nos ofrecía. Giral pareció persuadirse de que nos asistía la razón y dio orden de que nos fuera facilitado el dinero requerido. Pero las órdenes del gobierno central tenían una efectividad muy limitada. Se cumplían las que no contradecían los planes de quienes se habían puesto la República por montera y no consideraban republicano más que lo que a ellos o a su política beneficiaba.

Hablamos largamente también sobre el oro del Banco de España, que estaba en peligro, y cuyo traslado inmediato aconsejábamos. Le mencionamos antecedentes de otros países durante la guerra mundial y le hicimos ver que en Madrid no estaba seguro y que la responsabilidad histórica del Gobierno de la República si dejaba caer oro del Banco de España en manos del enemigo, sería incalculable. Giral hizo llamar a sus consejeros financieros para que discutiesen con nosotros ese punto. Se trataba de viejos funcionarios que podían tener algún conocimiento técnico en la materia, pero que, sobre todo, demostraban preocuparse por la seguridad de sus empleos.

Uno de los que llevaba la voz cantante terminó por aprobar nuestra sugerencia del traslado de la riqueza nacional a lugar más seguro, pero a condición de que fuesen trasladados también los empleados del Banco para que no quedasen sin ocupación.

Dejamos al presidente de Ministros en la convicción de que habíamos tocado alguna cuerda sensible y de que las futuras relaciones entre Madrid y Cataluña no serían tan ásperas, ahorrándonos el sabotaje sistemático en la forma en que se nos había hecho hasta allí.

Al poco tiempo cayó el Gobierno Giral y, de todo lo hablado y tratado, no quedó más que el recuerdo que guardamos nosotros. Largo Caballero sucedió a Giral; pero siguió la misma vieja política de desconfianza hacia Cataluña, negando el agua y la sal al frente de Aragón, que era realmente el frente que podía precipitar el fin de la guerra.[17]

Poco importaban las disposiciones favorables o no de los ministros si la ejecución de sus órdenes había de depender de funcionarios militares o civiles que las cumplían hasta allí donde les daba la gana. Hemos tenido en el gabinete de largo Caballero cuatro ministros, tres de ellos catalanes y conocedores de la situación por que atravesábamos, pero la realidad siguió siendo la misma. El verdadero Gobierno no era el que tenía la responsabilidad oficial.

También visitamos con Díaz Sandino al presidente de la República, Manuel Azaña, en el antiguo palacio real de Madrid. Era en los días de pánico que siguieron a los desastres de Talavera. Azaña nos esperaba a las diez de la noche. La escolta presidencial destacaba sus brillantes uniformes, ante los cuales quedaban deslucidos los nuestros, de milicianos.

Le expusimos nuestra situación en Cataluña y nuestras necesidades apremiantes y le dimos cuenta de las conversaciones con Giral y de la acogida que creíamos haber tenido en nuestras gestiones. Pedimos a Azaña que interviniese personalmente a fin de que no se frustrasen las promesas que nos habían sido hechas. Azaña nos dijo que era como un prisionero, que la Constitución no le permitía intervenir en nada y que su función consistía en dejar la palabra a los que, legalmente tenían que gobernar, con el apoyo de los partidos o del parlamento. Le exhortamos a que utilizase el prestigio de que disfrutaba dentro y fuera de España. Su silencio y su pasividad, bajo el amparo de la Constitución o sin él, era como un delito en la hora que atravesábamos, y su actitud, cruzándose de brazos ante la tragedia, no podía ser nunca bien interpretada.

En el curso de la conversación tuvimos la impresión de que aquel hombre no simpatizaba con el fascismo, pero que simpatizaba menos aún con la revolución y con la intervención directa del pueblo en la vida pública, sin respetar las barreras preestablecidas por los partidillos republicanos que nacieron al advenimiento de la República.

En un momento dado, Díaz Sandino tuvo la franqueza de decirle que su política era culpable de la sublevación militar y que la indecisión de la democracia y de los presuntos republicanos que no habían estado a la altura de su misión, nos había llevado al resultado que ahora palpábamos. Tenía sus motivos para hablar así nuestro compañero de delegación. Había sido uno de los puntales de la conspiración contra la monarquía, y poco antes del levantamiento había hecho un viaje en balde a Madrid a demostrar documentalmente lo que se preparaba, sin ser escuchado. Azaña, que parecía carecer de nervios ante la tragedia que estábamos presenciando, hizo la comedia de sentirse profundamente herido y de no querer tolerar la verdad que acababa de oír junto a su mismo trono. De tal manera se revolvió airado el prisionero de la Constitución que creíamos oportuno ponernos de pie y buscar la salida sin despedirnos del jefe del Estado. El hombre reflexionó un poco, bajó el tono de su fingida indignación y terminamos hablando de las condiciones de nuestro frente aragonés.

Con hombres como Azaña era fatal la conspiración fascista y fatal la pérdida de la guerra.

La peregrinación de todas las regiones leales hacia Cataluña era conmovedora. Las milicias populares, siguiendo nuestro ejemplo, se habían lanzado en todo el territorio adepto, a una guerra desigual a causa de la calidad del armamento; pero la voluntad de vencer era tan grande que, por poca ayuda que se les hubiese prestado, antes de las complicaciones internacionales que se sucedieron, nuestra victoria habría sido fulminante.

Acudieron numerosas delegaciones de los combatientes improvisados al Gobierno de Madrid para obtener algún elemento de defensa y de ofensa; y desde Madrid, descorazonados y amargados, acudían a Barcelona a contarnos su desesperación, a exponernos sus planes de lucha, a relatarnos sus experiencias y sus fracasos con el Gobierno de la República.

Nosotros, parte integrante del pueblo de donde hemos salido y del cual no nos hemos separado, comprendíamos el inmenso dolor de los que habían de volver hacia sus compañeros en todos los frentes con las manos vacías, a decirles que el Gobierno de la República se negaba a auxiliarles.

Uníamos nuestra desesperación a la suya, pero el espíritu de solidaridad que habíamos cultivado tanto, hacía que los combatientes de las otras regiones viesen en nosotros, por lo memos el deseo sincero de estar a su lado. Hemos entregado armas y municiones a todos los frentes: a Córdoba, a Málaga, al Centro, a Levante, a Irún, etc.; hemos proporcionado algunas piezas de artillería a los frentes del Sur al mismo tiempo que sosteníamos la campaña de Mallorca y nuestra empresa de reconquista de Aragón. Sin contar material sanitario, ambulancias, camiones, víveres, ropas, obuses de artillería de todos los calibres, que habíamos comenzado a fabricar en gran escala.

Nos apenaba hasta las lágrimas el no disponer de material de guerra para repartirlo a un gran pueblo que estaba dispuesto a jugarse por entero en defensa de su libertad y de su porvenir. Pero, no obstante la situación en que nos encontrábamos, no han vuelto nunca con las manos vacías los que llegaron a nosotros en demanda de socorro.

A la Misma defensa de Madrid hemos contribuido desde Cataluña con unos diez mil hombres armados y hemos prometido, en todo instante, que si el Gobierno central se comprometía a proporcionar las armas, nuestra ayuda en hombres sería ilimitada.

Ha trascendido en todo el mundo y se ha comentado con acritud la caída de Málaga y la entrega de Bilbao a las divisiones italianas. En el primer caso era Ministro de la guerra Largo Caballero, y ese acontecimiento y los sucesos sangrientos de Barcelona fueron aprovechados para derribarle del gobierno y poner en su lugar otros más dóciles a la victoriosa estrategia de Moscú.

Fueron encarcelados algunos altos mandos, entre ellos el general Asensio, pero después de diez meses de investigación hubieron de ser puestos en libertad sin ir a juicio, porque el mismo Partido acusador habría tenido que ser llevado a la picota. Por la pérdida de Bilbao y de todo el norte de España, resultado ya de la brillante actuación de los consejeros rusos en nuestra guerra, no se han perdido responsabilidades, y los que oficialmente llevaban la dirección de la guerra, no se han visto en la cárcel, porque esta vez no había hecho más que cumplir al pie de la letra las indicaciones del Kremlim. Pero la pérdida del Norte de España tiene un primer peldaño en la pérdida de Irún, posición estratégica magnífica para las relaciones del enemigo con Francia.

Contrariamente a Bilbao, cuya entrega ha sido premeditada, porque no se ha defendido y porque el gobierno central, ya en Valencia, no ha puesto a disposición de los combatientes la aviación de que entonces se disponía y sin la cual no creían posible la defensa, Irún se defendió heroicamente hasta el último cartucho de pistola, hasta la última bomba de mano. Los trabajadores en armas de aquella comarca dieron muestras de una bravura extraordinaria. Si a Irún se le hubiese ayudado no habría cedido sin antes haber dado cuenta de buena parte de las tropas de Franco.

Irún no pedía aviación, ni artillería; pedía solamente fusiles, algunas ametralladoras, municiones. Nos llegaron algunas delegaciones para exponer la situación angustiosa en que se encontraban los combatientes de aquella región por falta de armas y de municiones. Nos aseguraban que Irún no caería si se les facilitaban medios para defenderse. Todas las tentativas que habían hecho ante el Gobierno de Madrid para obtener algún armamento habían sido estériles y los emisarios dirigieron sus pasos hacia Cataluña en demanda de auxilio.

Aun teníamos relaciones telefónicas y era un clamor tan intenso, y tan sincero el que nos llegaba que no podíamos permanecer indiferentes. No podíamos abastecer a las milicias de Aragón que reclamaban en vano el envío de municiones. Se planteó algunas veces el problema de Irún en el Comité de Milicias; pero nuestras disponibilidades se habían agotado por completo.

Comprendimos que Madrid abandonaba a ese bravo pueblo norteño y que nosotros, por muchos sacrificios que hiciésemos, no podríamos salvarle. Pero las llamadas telefónicas no podían quedar en el vacío. El parque de artillería estaba exhausto y nos dirigimos, como en otras ocasiones, a los Comités de defensa de la C.N.T. y de la F.A.I. Nos entregaron algunos centenares de fusiles y algunas ametralladoras e hicimos partir de inmediato ese cargamento en camiones, vía Francia.

Los vehículos tuvieron percances en el trayecto, pero aún llegaron a tiempo a manos de la Federación Local de Sindicatos Únicos de Irún, que nos acusó recibo. Mientras los camiones rodaban aceleradamente hacia su destino con la preciosa carga, pudimos recoger con pena treinta mil cartuchos, con los cuales, nos aseguraban los combatientes de Irún, rechazarían la ofensiva fascista que amenazaba aniquilarles y esperarían otro material que estaba por llegar de un momento a otro. Se trataba de que también la munición llegase a tiempo. Nos era preciso un aparato que pudiera cargar algunas toneladas de cartuchería.

Nuestro aeródromo no disponía de ninguno. Apelamos al Gobierno de Madrid, al Ministro de marina y aire, a los jefes de aviación. Llamamos a todas las puertas exponiendo la urgencia del envío de aquella munición que habíamos reunido con tantas dificultades y privando de ella a nuestros combatientes.

Nadie quería hacerse responsable de nada. Nosotros lo habíamos preparado todo, las fuerzas populares de Irún custodiaban todavía el aeródromo esperando ansiosas la llegada de la munición salvadora. El Ministerio de marina y aire nos prometió el envío de un Douglas e hicimos depositar el cargamento en el campo del Prat para no perder un sólo minuto.

Las llamadas de Irún eran cada vez más urgentes y el Douglas no llegaba. Gritamos, insultamos en todos los tonos a los que, desde las poltronas ministeriales de Madrid consentían flemáticamente en la pérdida de una población donde algunos millares de hombres y mujeres estaban dispuestos a sacrificarlo todo para conservar la posición preciosa en nuestro poder.

Todo fue inútil. Madrid no nos facilitó el medio de transporte necesario y prometido, tal vez sin ánimo de cumplir la promesa, ni quiso ayudar por su cuenta con munición alguna a los luchadores del Norte. Irún cayó en manos del enemigo después de una lucha desesperada y ejemplar.

Cuando pensamos en el sacrificio, de las milicias de Irún no podemos menos de crispar los puños de rabia por la actitud, que se califica sola, de las altas esferas del Gobierno central.

Todos los jefes del frente aragonés nos enloquecían con sus reclamaciones continuas de armas y municiones. Con más insistencia y más tenacidad que nadie, Durruti, que había establecido su cuartel general en Bujaraloz. Nos improvisaba una filípica diaria con todo lo que necesitaba para hacer la guerra y salir triunfante en la empresa.

Nada podíamos darle a él ni a nadie, porque nada teníamos. En una ocasión y ante la energía de sus reclamaciones, no sabiendo ya de qué manera aplacarle, le dijimos que todo lo que pedía era inútil, porque la posición que él había ocupado era la menos adecuada para la toma de Zaragoza, y que estaba condenado, después de haber sido el primero en salir, a ser el último en entrar en la ciudad apetecida, donde tantos amigos nuestros habían sido masacrados y cuya venganza se había propuesto ejecutar él.

Todavía nos parece estar oyéndole bramar al otro lado de la línea telefónica. Era el desafío más grande y la ofensa más hiriente que se le podía hacer. Pero era también la verdad; los puentes del Ebro, habían sido volados y Durruti no podía atravesar el río sin que antes estuvieran a las puertas de Zaragoza las columnas del Sur Ebro o las que habíamos enviado hacia Huesca.

Acudió a Barcelona, le hicimos el relato de todas nuestras aventuras y desventuras con el Gobierno de Madrid; le comunicamos nuestra impresión de que Madrid nos abandonaba en absoluto, y que no había que contar con su ayuda para nada mientras nuestro predominio en el frente de Aragón y en la región catalana fuese un hecho real. Le hicimos ver todo lo que nos faltaba y cuánta era nuestra miseria para hacer la guerra.

Habíamos desarmado a muchos de nuestros propios camaradas de Barcelona y de las comarcas para darle algunos fusiles, pero todo ello era una gota de agua en el mar, si no se conseguía un verdadero desarme de la retaguardia, aún cuando, al poco tiempo nos encontraríamos también con la falta de cartuchos.

Convencidos de nuestro fracaso en las gestiones con el Gobierno central, en las que habían tomado parte poco a poco todos los miembros del Comité de Milicias, le propusimos que fuese él mismo a probar fortuna como jefe de un importante sector del frente. Partió Durruti para entrevistarse con Largo Caballero. No sabemos cuáles han sido las palabras precisas de Durruti al jefe del gobierno, pero estamos seguros de que ha defendido nuestra causa con la energía de que era capaz.

Llevaba algunas propuestas de venta de armas que nos habían hecho comisionados extranjeros. Salió de Madrid con buenas promesas y regresó lleno de júbilo a Cataluña para incorporarse a su puesto de lucha, esperando el cumplimiento de las promesas. Hemos compartido de buena gana su júbilo y nos sentimos por un momento reanimado por la esperanza. Pero pasaron las semanas y pasaron los meses y de las promesas hechas a Durruti, como de las hechas anteriormente a tantos de nosotros, no quedó ninguna traducción en hecho positivos.

Durruti fue enviado algunos meses más tarde por nosotros a defender a Madrid, cuando más grave era la situación y más peligro corría de ser ocupado por el enemigo. En lugar de las armas prometidas para el frente de Aragón, todavía tuvimos que despojarnos de algunas decenas de ametralladoras y de varios millares de fusiles, con tres o cuatro baterías, para contribuir a la defensa de aquella ciudad, cuya caída habría significado, por la repercusión moral e internacional, el fin de la guerra, Y murió allí, después de haber dado magníficos ejemplos de heroísmo.

Se compraba algún material por intermedio de los rusos que habían comenzado a llegar a España y por intermedio de una comisión de compras del Gobierno. Se habían impartido órdenes de que ninguno de esos cargamentos tocase puertos catalanes.

Esa actitud nos indignaba mayormente. Incluso cuando se prometía que tal o cual cargamento serían para nosotros, nada nos llegaba. Se nos ofrecía material, pero había que pagarlo, y siempre terminábamos en la impotencia por no disponer de divisas. Puede ser que de cien ofertas, 99 fuesen dudosas, pero la verdad es que nosotros no hemos podido comprobar si lo eran o no, porque nunca pudimos cumplir ni siquiera los primeros compromisos. Hasta se nos hicieron ofertas de Alemania, con el pago, que había que garantizar previamente, al llegar el materia al puerto de Barcelona. ¿Qué hacer? Más aun: se han recibido en París ofertas de aviación italiana. ¿Había de ser la nuestra la primera guerra que se perdiera por falta de armamento cuando había en el tesoro nacional con qué comprarlo?

Mientras tanto el enemigo, después del desastre de Talavera, avanzaba sobre Madrid de un modo peligrosísimo. Se concibió el proyecto de tomar lo que nos correspondía. El tesoro del Bando de España no podía ser dejado al albur de un Gobierno que no acertaba una y que estaba perdiendo la guerra. ¿Fracasaríamos nosotros también en la adquisición de armamento? Por lo menos, de lo que estábamos seguros, era de no fracasar en la adquisición de materias primas y de máquinas para nuestra industria de guerra, y el armamento lo haríamos nosotros mismos.

Con muy escasas complicidades, se alentó la idea de trasladar a Cataluña una parte al menos del oro del Bando de España. Se sabía de antemano que habría que recurrir a la fuerza y fueron situados en Madrid alrededor de 3.000 hombres de confianza y preparados todos los detalles del transporte en trenes especiales. Bien ejecutado el plan, era cuestión de poco tiempo, y antes de que el Gobierno tomase las medidas del caso, se habría salido hacía Cataluña con una parte del oro nacional, la mejor garantía de que la guerra podía entrar en un nuevo cauce. Solo que, al llegar a los hechos, no se quiso cargar por parte de los promotores del plan con la responsabilidad del gesto que habría de tener una gran repercusión histórica. Fueron comunicados los propósitos al Comité nacional de la C.N.T. y a algunos de los compañeros más conocidos.

El plan produjo escalofríos de espanto en los amigos; el argumento principal que se opuso en la negativa a dejar hacer lo proyectado, lo que se iba a llevar a cabo de un instante a otro, fue que con ello sólo aumentaría la animosidad que reinaba contra Cataluña. ¿Qué se podía hacer?

Era imposible enfrentarse también con las propias organizaciones y hubo que desistir. El oro, pocas semanas más tarde, salió de Madrid, pero no para Cataluña, sino para Rusia; más de 500 toneladas cayeron en manos de Stalin y han servido para perder nuestra guerra y para reforzar el frente de la contrarrevolución fascista mundial. Y salió para Rusia sin que el Gobierno lo supiera, por decisión de uno o dos ministros que estaban a las órdenes del Kremlin, uno de ellos el famoso Dr. Negrín. ¿No habría sido otro el destino de la tragedia española si una parte al menos del tesoro nacional hubiese salido para la región donde había posibilidades, condiciones y voluntad para llevar la guerra a un término victorioso?

Nuestra penuria en cartuchería era más que dolorosa. Treinta mil hombres nos reclamaban constantemente munición para combatir y no podíamos satisfacer ese anhelo legítimo.

El Gobierno central nos rehusaba todo auxilio y cuando nos cedió alguna pequeña partida, se la hemos devuelto con hombres y todo. O nos ha cedido material que no querían en otros frentes, como 600 famosas ametralladoras Colt, deshechadas por el ejercito norteamericano antes de 1914, y que en los otros frentes tampoco podían ser utilizadas, por anticuadas e ineficaces.

En uno de esos períodos de escasez extrema, una de las columnas nuestras que operaba en los frentes del Centro halló manera de desvalijar un convoy del Gobierno central, y así llegaron a nuestro poder setenta u ochenta mil cartuchos, que nos vinieron oportunamente.

Nos habíamos informado que en el castillo de Mahón, leal al Gobierno de Madrid, había un par de millones de cápsulas que no tenían allí ninguna utilidad. Las pedimos amistosamente decenas de veces y nos fueron rehusadas. Las pedimos al Ministerio de marina y aire, y así supo este de su existencia. No era una cantidad extraordinaria; nosotros las cargaríamos y podíamos solucionar nuestra situación durante un par de semanas. La negativa o la indiferencia fueron la única respuesta siempre.

Un día se pidió urgentemente a Cataluña el envío de gasolina a Mahón; aprovechamos esa circunstancia para volver a reclamar las cápsulas vacías. No había manera de convencer a las autoridades de aquella isla y al Gobierno de Madrid de que era un crimen negarnos ese material.

Dimos orden de cargar la gasolina solicitada, pero comunicamos a Mahón que el barco no zarparía hasta que llegasen a nuestro poder las cápsulas.

Intervino el Gobierno central, intervino la Dirección de la C.A.M.P.S.A., pero mantuvimos la orden de no zarpar sin la condición apuntada.

La necesidad de la esencia en Mahón debía ser muy grande, pero no se quería ceder a nuestro pedido. No disponiendo el Gobierno central de medios coactivos contra nosotros, al fin salimos triunfantes y, después de quince días de forcejeos, llegaron a nuestro poder las cápsulas y salió el cargamento paralizado en nuestro puerto hacia Mahón.

Si algo hemos conseguido, siempre en pequeña escala, del Gobierno de Madrid, fue a costa de procedimientos parecidos o cuando decidíamos por propia cuenta.

Nos volvía a perder el centralismo.

Al chocar con el sabotaje sistemático del Gobierno central a todas nuestras proposiciones, y sabiendo además, firmemente, que el centralismo político nos llevaba al desastre en la guerra y a la muerte de la revolución popular, que no podía tener otro cuadro que el de la solidaridad en la federación, habíamos expuesto desde las primeras semanas a algunos representantes autorizados de la región levantina y de Aragón la necesidad de constituir con esas regiones y Cataluña una especie de federación defensiva y ofensiva para obligar al Gobierno de la República a ponerse a tono con la nueva situación. Más tarde se constituyó el Consejo de defensa de Aragón, pero no pasó de ser como una delegación del Gobierno central, y Levante permaneció en completa dependencia de Madrid, siendo Valencia desde noviembre de 1936, capital de la República.

La solución política mas acertada y la más eficaz habría estado en una España federal, en la que cada región tuviese la mas completa autonomía para expresar libremente su sentido de la solidaridad nacional, como en todas las ocasiones solemnes de la historia. Esa idea no ha prosperado, o no fue comprendida en los días de fiebre y de acción que se vivían. No existía preparación previa para ella y eso nos confirma en nuestra tesis de que una revolución no da realmente más frutos que los que llevan ya en sus entrañas los pueblos en relación a su grado de cultura.

Si hubiésemos constituido, con la parte de Aragón reconquistada, y todo Levante en nuestro poder, juntamente con Cataluña, una especie de mancomunidad solidaria, la burocracia fascistizante del Gobierno central no habría encontrado tantos caminos abiertos para dañar la guerra y poner trabas a la revolución. Y el dominio político, militar y policial de los rusos, no habría podido llegar al grado a que ha llegado para nuestro mal.

Después de varios meses de lucha y de incidentes sin salida con el Gobierno central, reflexionando sobre el pro y el contra de una independencia política de Cataluña, interesados, más que nadie, en el triunfo de la guerra que habíamos iniciado con tanto ardor y tanta fe, al decírsenos reiteradamente que no se nos ayudaría mientras fuese tan manifiesto el poder del Comité de Milicias, órgano de la revolución del pueblo, por grande que fuese nuestro afecto a esta institución creada para responder a las exigencias de una situación social y política nuevas, no teniendo otro dilema que ceder o empeorar las condiciones de la contienda, puesto que tampoco se quería recurrir a procedimientos de fuerza para obtener lo que nos correspondía, nosotros, que teníamos más razón, hubimos de ceder.

Nos mostramos dispuestos a disolver el Comité de Milicias, es decir a abandonar una posición revolucionaria que nunca había tenido el pueblo español hasta entonces. Todo para conseguir armamento y ayuda financiera para continuar con éxito nuestra guerra.

Sabíamos que no era posible triunfar en la revolución si no se triunfaba antes en la guerra, y por la guerra lo sacrificábamos todo. Sacrificábamos la revolución misma, sin advertir que ese sacrificio implicaba también el sacrificio de los objetivos de la guerra.

El Comité de Milicias garantizaba la supremacía del pueblo en armas, garantizaba la autonomía de Cataluña, garantizaba la pureza y la legitimidad de la guerra, garantizaba la resurrección del ritmo español y del alma española; pero, se nos decía y repetía sin cesar, que mientras persistiéramos en mantenerlo, es decir, mientras persistiéramos en afianzar el poder popular, no llegarían armas a Cataluña ni se nos facilitarían divisas para adquirirlas en el extranjero, ni se nos proporcionarían materias primas para la industria. Y como perder la guerra equivalía a perderlo todo, a volver a un estado como el que privó en la España de un Fernando VII, en la convicción de que el impulso dado por nosotros y por nuestro pueblo no podría desaparecer del todo de los cuerpos armados militarizados que proyectaba el Gobierno central y de la vida económica nueva, dejamos el Comité de Milicias para incorporarnos al Gobierno de la Generalidad en la Consejería de Defensa y en otros departamentos vitales del gobierno autónomo.

Por primera vez en la historia del movimiento social moderno, los anarquistas entramos a formar parte de un Gobierno con toda la responsabilidad inherente a esa función. Pero no porque hayamos olvidado las propias doctrinas u olvidado la esencia del aparato gubernativo. Circunstancias superiores a nuestra misma voluntad nos llevaron a situaciones y a procedimientos que nos repugnaban, pero que no podíamos eludir.

Una revolución popular no se hace desde el Estado ni por el Estado. A lo sumo, y ese puede ser el aspecto positivo de nuestra intervención, el Estado puede abstenerse de poner excesivos obstáculos a las nuevas creaciones populares; pero confiar la revolución al Estado, aunque fuésemos únicos en él, sería tanto como renunciar a la revolución. No hemos confiado en la revolución por decreto.

Las grandes trasformaciones económicas y sociales son siempre obra de la acción directa del pueblo, de las masas trabajadoras de la ciudad y del campo. Son ellas las que han de hacer la revolución, son ellas las que han de crear los órganos revolucionarios de la nueva convivencia, y es con ellas con las que hay que estar para cumplir cualquier avance revolucionario.

En plena guerra se podía avanzar mucho socialmente, ¿qué duda cabe? Pero ese avance, esa transformación, ese progreso se harían al margen o contra el Estado, como siempre. Lo que se puede hacer desde el gobierno, y no es siempre fácil, pero es posible mientras las masas populares mantienen alerta su espíritu y su iniciativa, es allanar la legalización, el reconocimiento, la sanción oficial de la revolución hecha fuera, en las fábricas, en los campos, en las costumbres.

El poder de la revolución no ha estado ni estará nunca en los ministerios; está abajo, en el pueblo que trabaja, en la capacidad constructiva que sepa ese pueblo poner de relieve.

No podíamos atribuir al Estado, aunque estuviésemos representados en él, ninguna función de utilidad revolucionaria.

Si se hubiese tratado solamente de la revolución, la existencia misma del Gobierno habría sido, no un factor favorable, sino un obstáculo a destruir; pero nos encontrábamos ante las exigencias de una gran guerra encarnizada, de proyecciones internacionales, ligados por fuerza al mercado mundial, a la relación con el mundo estatal circundante y, para la organización y dirección de esa guerra, en las condiciones en que nos encontrábamos, no teníamos un instrumento que hubiera podido sustituir al viejo aparato gubernamental.

Una guerra moderna no se puede hacer como se hacían las viejas guerras civiles e incluso internacionales. Requiere la existencia de una gran industria que trabaje para ella a todo vapor, y esa industria presupone, en los países que no tienen plena autarquía económica, vinculaciones políticas, industriales y comerciales con los centros del capitalismo mundial que monopolizan las materias primas.

Toda Europa se había puesto en guardia contra nosotros, cuando no intervenía con hombres y armas del lado de nuestros enemigos. Los enemigos de enfrente y los amigos dudosos de al lado habían hecho circular leyendas terroríficas sobre nuestra actuación. Se decía que habíamos levantado guillotinas en la Plaza Cataluña y que esas guillotinas funcionaban sin descanso.

Mientras nos esforzábamos sin perder un minuto, organizando las milicias para la guerra, intensificando el trabajo en las fábricas, poniendo a contribución todos los recursos accesibles, se nos describía en el extranjero como monstruos sedientos de sangre y que no pensaban en otra cosa más que en la venganza y en el terror. Las matanza ordenadas a sangre fría por los militares rebeldes, eran necesidades de su acción militar, que no podía consentir elementos dudosos o tibios en su retaguardia; las sanciones impuestas por parte de la República, eran asesinatos bestiales. Ante ese ambiente, el capitalismo internacional que lo había gestado, nos hubiese impedido todo desarrollo con sólo negarnos las materias primas esenciales para la industria.

No se ha disuelto el Comité de Milicias sin meditar en todo esto; pero no encontrábamos otra solución, porque, a la hostilidad del extranjero, se unían una hostilidad no menos irreductible y peligrosa en la burocracia militar y civil, y el morbo centralizador del gobierno de la República.

No es el último sacrificio el que hemos hecho con la disolución del Comité de Milicias para demostrar nuestra buena voluntad y nuestro deseo dominante de ganar la guerra. Pero cuanto más hemos cedido en beneficio de ese interés común, más nos hemos visto atropellados por la contrarrevolución encarnada en el poder central. ¿Con qué resultado? No en beneficio de la guerra, ciertamente, o por lo menos en beneficio de la victoria contra el enemigo.

La mayor parte, por no decir todas, las fábricas de guerra estaban en la zona facciosa. Entre lo poco que nos quedaba, lo más importante eran las fábricas de cartuchos de Toledo, sobre las cuales tenía dominio el Gobierno de la República, que las dejó perder ignominiosamente.

Cataluña era una región industrial importante, pero no precisamente en lo relativo a las industrias de guerra. Carecía de aceros, de cobre, de cinc, de carbón. No se habían fabricado en ella más pólvoras que las de caza. Sin embargo se emprendió, desde las mismas jornadas de julio, la tarea de edificar una industria bélica propia, sin contar para ello más que con la voluntad firmísima de salir triunfantes en la empresa. Los técnicos podrán darse cuenta de lo que significaba ese esfuerzo en un momento en que faltaba lo más indispensable en materia prima y en dinero para adquirirla más allá de las fronteras.

A la ausencia de toda preparación industrial previa para esa clase de producción, hay que unir la circunstancia de no contar con personal directivo experimentado, ni con obreros que hubiesen hecho esa labor alguna vez. Todas las fábricas metalúrgicas se pusieron a trabajar para la guerra, haciendo cada cual lo que se le ocurría, blindaje de camiones, bombas de mano, ambulancias, etc.

A primeros de agosto se constituyó la Comisión de Industrias de guerra, para coordinar esos primeros esfuerzos espontáneos y atender a la formación de una poderosa industria de armas y municiones en Cataluña. A ella pertenecieron técnicos como Giménez de la Beraza, espíritus emprendedores como José Terradellas, miembro del Comité de Milicias, obreros destacados como Eugenio Vallejo, de la metalurgia, y Marti, de las industrias químicas, uno de los primeros artilleros del pueblo, en la mañana del 19 de julio en Barcelona.

Fueron destinadas centenares de fábricas metalúrgicas y químicas a producir ordenadamente el material más urgente, obuses de artillería, bombas de aviación, cartuchos, máscaras contra gases, ambulancias, carros blindados, etc., etc.

Por rivalidades y odiosidades políticas de ínfimo formato, se han sostenido campañas virulentas contra las industrias de guerra catalanas, en las que trabajaban cientos cincuenta mil hombres. Se perseguía el propósito de hacerlas depender todas del poder central, y en cuanto dependía de éste, no hizo más que poner dificultades, negando divisas, materias primas, etc.

Aún así, a comienzos de diciembre de 1937 se habían producido en las fábricas catalanas más de 60 millones de vainas para cartuchos de máuser, y desde el comienzo hasta setiembre del mismo año, se llevaban producidos 76 millones de balas. Muchas dificultades hubieron de ser vencidas antes de llegar a la fabricación de cartuchería, dificultades aumentadas por la negativa de todo apoyo por parte del gobierno de la República; pero la cartuchería catalana fue lo único que quedó al fin para sostener la guerra. Habiendo comenzado a fabricar en setiembre de 1936 proyectiles de artillería, en número de 4.000 por mes, llegó en abril de 1937 a la cifra de 900.000. Y hasta el 30 de setiembre de este último año se habían fabricado ya 718.000 proyectiles de cañón.

Cerca de 600.000 espoletas se habían fabricado en Cataluña hasta el 30 de setiembre de 1937, lo cual dice mucho a los que saben lo que una espoleta significa. Se montó una fábrica de pólvora con capacidad para mil kilos diarios, y gracias a la metalurgia de Cataluña pudo aumentar considerablemente su producción la fábrica de pólvoras de Murcia, única con que contaba la República. En setiembre de 1936 se fabricaban ya trilita, tetralita, dinitronaftalina y ácido pícrico. En el primer año de trabajo se produjeron 752.972 kilos de tetralita. A fines de agosto de 1936, un mes después del triunfo sobre el levantamiento militar, se cargaban en Cataluña bombas de aviación con trilita fabricada en fábricas propias.

Hemos asistido al nacimiento y al desarrollo de las industrias de guerra de Cataluña y podemos decir que raramente se podrá presentar un ejemplo semejante de improvisación, porque raramente se volverá a encontrar un acuerdo tan perfecto y una pasión tan unánime entre las autoridades políticas, las autoridades técnicas y los obreros de todos los oficios de un país. Técnicos militares extranjeros que vieron de cerca esa obra nos aseguraban que lo realizado por nosotros en muy pocos meses era superior a cuanto se había logrado, con muchos más medios, por países mejor equipados, como Francia, en los dos primero años de la guerra de 1914-18.

Se comenzó en agosto de 1936 a instalar una fábrica de octanol, obteniendo en la misma también cloruro de metilo y tetraetilo de plomo puro, la primera de España y una de las pocas de Europa.

Pero no sólo se fabricaba material de guerra, se fabricaban las máquinas necesarias para obtener ese material. Fueron construidas a partir de julio de 1936, 119 prensas (112 de 30 toneladas, 2 de 250 toneladas, una excéntrica de 250 toneladas, etc.), 214 tornos (178 paralelos, 6 tornos revólver, 30 especiales para agujerear y rayar cañones de fusil), 28 fresas, 18 máquinas taladradoras, 6 máquinas rectificadoras, 4 limadoras, 7 máquinas especiales para enderezar cañones, 16 máquinas especiales para recortar y ranurar vainas de máuser, etc., etc.

Para evitar rozamientos y satisfacer ambiciones de mando y de administración, Cataluña cedió las fábricas de guerra, a excepción de las montadas de nueva planta por la Generalidad, y no todas, porque también parte de las nuevas fábricas fueron cedidas a la Subsecretaría de Armamento, institución creada por Prieto para demostrar cómo se puede sabotear la guerra por exceso de recursos financieros y de facilidades para toda gestión en manos de burócratas ambiciosos, pero incompetentes o traidores.

Tenía la Comisión de Industrias de Guerra de Cataluña algunas fábricas en instalación cuando hubo de ceder al Gobierno central una máquina industrial de producción bélica que en tiempos normales habría consumido muchos años en su montaje. Una de las empresas en construcción era una fábrica con capacidad para 20 toneladas diarias de celulosa a base de esparto. Ha quedado, al llegar la catástrofe final, en función, con grandes cantidades de materia prima acumulada. Otra era una gran factoría de explosivos en Gualba, capaz por sí sola de abastecer a todas las necesidades de la Península aún en tiempos de guerra. Pero la historia de las nuevas construcciones tiene notas cómicas por no decir inmensamente trágicas. Eran tantas las dificultades opuestas a esos trabajos por los funcionarios del gobierno de la República, que era preciso robar el cemento en connivencia con los comités obreros de las fábricas, recoger trozos de hierro, viejo y empalmarlos laboriosamente, realizar mil contrabandos de toda especie para no paralizar las obras.

Allí ha quedado todo esto, como han quedado modernas fábricas de gases, instaladas desde el principio de la guerra, en previsión de ataques de esa especie. Faltará el personal para la mayoría de las industrias de precisión y químicas, instaladas durante los años de la revolución y de nuestra guerra, pues de lo contrario esos establecimientos habrían podido en esta eventualidad, constituir poderosos factores de trabajo para la Europa en armas.[18]

En una de las tantas negociaciones con el gobierno central, nuestros delegados propusieron que se nos cediese una de las fábricas de cartuchos de Toledo, en peligro de destrucción por los continuos bombardeos. Tenía el Estado en esa ciudad tres fábricas de cartuchería. Dos de ellas trabajaban; la tercera estaba paralizada desde hacía varios años por ser de modelo anticuado y no ser ya renditiva la producción en ella.

Toledo se encontraba en situación angustiosa; el enemigo se defendía aún en el Alcázar y se sabía de antemano que la ciudad corría peligro, porque aquel frente era todavía el más desorganizado y el enemigo avanzaba con fuertes contingentes.

No pedíamos ninguna de las fábricas que trabajaban, aunque las veíamos en peligro y hubieran estado mucho más seguras y habrían dado mejores frutos si se hubiesen trasladado, incluso con su personal especializado y técnico, a una zona como Cataluña; pedíamos solamente la que estaba paralizada y no prestaba ningún servicio.

El odio y el recelo contra Cataluña eran tan grandes que se nos rehusó categóricamente aquella fábrica paralizada y, pocas semanas más tarde podía vanagloriarse Queipo del Llano de que las fábricas que no se habían querido entregar a Cataluña estaban produciendo cartuchería para los rebeldes.

Hechos de esa naturaleza podríamos narrarlos en cantidad. Si desde el principio se hubiese propuesto el gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona perder la guerra, no habría obrado de una manera más inteligente a como lo ha hecho en esa dirección.

Desde un punto de vista estrictamente económico hacíamos en setiembre de 1938 esta consideración final a un informe privado:

«Pero sobran todos los datos, porque el más ilustrativo es este: aun siendo insuficiente todo el mecanismo industrial de la España leal para abastecer a nuestros frentes, podemos constatar que no se utiliza ni siquiera un 50 por ciento de los motores, máquinas, etc., etc., y lo que se utiliza no rinde un 50 por ciento de sus posibilidades, por desmoralización del personal que trabaja sin las debidas condiciones de alimentación, por la incompetencia que ha tomado las riendas de las cosas de la guerra, por la ingerencia de intereses extranjeros y por consideraciones de baja política partidista.

Así no pueden continuar las cosas. Y si continúan con nuestro silencio o nuestra pasividad, de ninguna manera podremos quitarnos de encima la complicidad en la pérdida de la guerrera y en los fabulosos negocios de los traficantes de la sangre de nuestro pueblo».[19]

Hacíamos allí, en nombre del Comité peninsular de la F.A.I. las proposiciones siguientes:

1º. Propiciar con carácter de urgencia la transformación de la Subsecretaría de Armamento en Ministerio de Armamento.

2º. Correrá a cargo de ese Ministerio la adquisición de armas y municiones, de maquinaria y de materias primas, y la fabricación en la España leal de toda la producción de guerra posible.

3º. El Ministerio de Armamento estará controlado y asesorado por dos cuerpos mixtos constituidos en la forma siguiente:

  1. Control de operaciones comerciales. Se constituirá a base de un miembro de cada partido integrante del Frente Popular. Sin el visto bueno de ese organismo el Ministerio no podrá hacer ninguna adquisición de armas y materiales de guerra.

  2. Consejo Superior de Industrias de guerra. En todo lo relativo a la producción de guerra en la España leal será asesor y determinante este Consejo constituido por las Federaciones de industria: Luz y fuerza y Combustibles, Químicas, Sidero-metalúrgicas, Transportes y Construcción, de la C.N.T. y de la U.G.T.

4º. Los partidos y organizaciones serán hechos responsables y sancionados por la conducta de sus delegados en esos organismos y en los casos de cobro de comisiones, de malversaciones y de sabotaje a la producción de guerra.

5º. Se investigará y someterá a los Tribunales de justicia la actuación de las Comisiones de compras y de la Subsecretaría de armamento».

Esas propuestas de reorganización dicen algo del fondo obscuro de la cuestión.

La diplomacia internacional ― Falsos cálculos británicos. ― Los sucesos de mayo de 1937 ― La guerra en peligro — Situación política y desastres militares

No es nada nuevo la intervención extranjera en la política interna de España, principalmente desde Roma, desde París y desde Londres. Pero tampoco fue la primera vez, en 1936, cuando Alemania metió baza en el juego. Agentes diplomáticos secretos o intervenciones armadas han sido nuestra pesadilla desde hace siglos, desde que terminó la hegemonía del derecho y de las tradicionales españolas para quedar a merced de las concupiscencias, ambiciones y combinaciones de las potencias europeas. La misma no intervención franco-inglesa de 1996-39 fue una manera bien manifiesta de intervenir.

Roma con el Papado, después de las invasiones del Imperio Romano, luego en fecunda combinación Papado o Imperio; París con el Rey Sol o con la Santa Alianza, con Chateaubriand, con Thiers o con Guizot; Londres desde mil factores y vehículos ostensibles o invisibles ha tenido en los últimos tres o cuatro siglos la mano sobre los asuntos españoles, en asociación o aisladamente.

Confesaba una vez Guizot: «Francia e Inglaterra han observado hasta hace poco una equivocada política en España, siendo aquél generoso país víctima de las rivalidades y querellas de las dos grandes potencias... Pero el gabinete de Saint James y el de las Tullerías se han puesto al fin de acuerdo acerca de su conducta en España ...»

Sin embargo, el hecho de ponerse de acuerdo sobre el modo de intervenir, no significaba renuncia a la intervención. ¡Cuántos gobiernos, cuántos pronunciamientos, cuánta sangre ha corrido por iniciativa, o con el apoyo de París, de Londres o de Roma!

Lord Palmerston manifestó en plena Cámara de los Comunes, el 10 de marzo de 1939, el deseo de que hubiera una España española, en vez de una España austríaca o francesa. No sabemos hasta qué punto ha mantenido Inglaterra alguna vez, en su política hacia nuestra Península, esa actitud.

El casamiento de Isabel II fue resultado de una larga y apasionada batalla de muchos años entre Nápoles, París, Roma y Londres. En esa ocasión no se quiso siquiera aludir a un posible enlace principesco con Portugal, por temor a una reconstrucción de la unidad ibérica, que podría hacer de la Península un foco de prosperidad y aguar muchas fiestas de expansión imperialista o de rapiña.

La Francia de Chateaubriand interviniendo en favor del absolutismo en España y la Francia de León Blum resolviendo la no intervención respecto del régimen legal menos absolutista, es la misma Francia interesada en el aplastamiento económico y político de España. Del ultramontanismo al socialismo, la línea de conducta es siempre idéntica en relación con el vecino del otro lado de los Pirineos.

Hemos asistido de cerca, en cierto grado, a los comienzos de la intervención rusa en España. Se nos colmaba de elogios. En el Manchester Guardian apareció el 22 de diciembre de 1936 una entrevista con Antonov Ovsenko, una especie de homenaje a nuestro esfuerzo ante el mundo. Contra nosotros, personalmente, se inició una especie de persecución a fuerza de banquetes, de promesas, de halagos. ¿Qué se pretendía? Eramos un obstáculo para una intervención que fuese más allá de lo conveniente, de lo aconsejado por una legítima solidaridad. Había que tantear nuestra resistencia. Antonov Ovsenko y Stajevsky, con la plana mayor militar, aérea y naval, y con los técnicos industriales que nos había enviado Rusia para poner bien de relieve la superioridad de los militares y de los técnicos españoles, no nos dejaban un instante de sosiego.

Por iniciativa suya iban a Barcelona, Negrín y Prieto, por su iniciativa nos hacían mantener relaciones. Por su iniciativa fue derribado Largo Caballero, divulgando en Cataluña que, mientras él estuviese en el Gobierno, no tendría armamento el frente de Aragón, mientras que la negativa de armamento a nuestro frente era cosa exclusivamente rusa, como se vio claramente más tarde. Por su iniciativa hubimos de dejar nosotros las malicias, el último gran obstáculo que se presentaba a sus proyectos de intervención y de control de la guerra y de las políticas españolas.

Para inspirarnos confianza se nos hizo llegar alguna pequeña cantidad de armas y municiones, advirtiéndonos que era por imposición suya y bajo nuestra garantía personal. Armamento pésimo, anticuado, inservible la mayoría de las veces. En cierta ocasión nos fueron entregados nueve mil rifles, pero por su intervención los hemos devuelto al frente de Madrid con nuestros hombres.

Interesan poco los pormenores de aquellas conversaciones. Nos alarmaba ver en qué poco tiempo disponían aquellos hombres recién llegados de las cosas de España, de los hombres del Gobierno, como si fuésemos una colonia bajo su tutela.

Eran ellos los que resolvían quién había de detentar el Gobierno y cómo había que gobernar. Teníamos que negociar por fuerza con el Gobierno de Valencia, en demanda de divisas o de materias primas. Stajevsky, insinuante, nos había advertido que contásemos con él para conseguir que prieto y Negrín accediesen a lo que nosotros solicitásemos. Y así hubimos de hacer algunas veces para no encontrarnos con las puertas cerradas.

Se nos propuso la venta de los tejidos de Cataluña estando nosotros en el Gobierno autónomo y nos rehusamos porque la operación nos parecía ruinosa; se nos pidió la eliminación de Andrés Nín y su Partido y nos negamos a esos favores.

Por lo visto no éramos pasta maleable, no podíamos figurar en el elenco de los instrumentos de Rusia, como habían consentido en serlo Prieto y Negrín, el primero por deshacerse de Largo Caballero, el segundo por simple irresponsabilidad de aventurero, a quien Prieto había forjado la escala de sus fantásticos ascensos y había dejado las manos libres para sus geniales innovaciones de hacendista, cuyo primer gesto fue entregar a los rusos la mayor parte del oro del Banco de España, y el segundo crear un astronómico ejército de carabineros para uso particular.

No hemos palpado directamente las formas de la intervención italiana y alemana en la España llamada nacionalista. Habrá sido tan manifiesta, pero no más que la intervención rusa en la España leal. Con la diferencia que del otro lado se tenía la justificación de la ayuda efectiva, y de nuestro lado no había tal ayuda, y el dominio ruso lo controlaba todo, desde las finanzas hasta los más insignificantes nombramientos.

Como argumento máximo para esa tolerancia de todos los partidos y organizaciones ante la ingerencia rusa irritante, se decía que era Rusia el único país que nos hacía entregas de armamento y municiones. No lo hacía gratis, claro está, sino a precios de usura enormes, y llegase o no llegase el material a nuestros puertos.

El propio Prieto confiesa[20] que ha consentido en firmar recepción de materiales que no habían llegado a España y cuenta, entre otros, un curioso entredicho por la firma en blanco, sin saber para qué destino, de un cheque por 1.400.000 dólares. Pero las armas rusas, aparte de caras, eran de la peor calidad, y además escasas, y por sobre todo distribuidas con un partidismo desmoralizador, a trueque de rendir homenaje al genio de Stalin. No podían resolver las necesidades de la guerra y nos cerraban el camino para negociaciones con otros países, hostiles a Rusia, y que no querían saber nada de una España en manos de los emisarios o de los agentes soviéticos.

El primer incidente con los rusos lo tuvimos en materia comercial, y desde entonces nuestros recelos, fueron en aumento. Nos querían comprar los tejidos, como hemos dicho, y ya por entonces habíamos hecho tentativas diversas de venta de potasas a Francia e Inglaterra, con el resultado, siempre, de ver embargados los pequeños cargamentos de prueba. Propusimos a los rusos que fuesen ellos los compradores de nuestra potasa, una gran riqueza que podía financiar una parte de la guerra.

Los barcos que llegaban a España desde Odessa podían volver cargados de potasa. Rusia se negó a esa compra argumentando que pertenecía al trust de la potasa, en el cual Alemania tiene la parte principal. Se era más fiel al trust de la potasa que a los sentimientos tan cacareados de solidaridad con lo España republicana. Se prefería comprar la potasa necesaria al trust y no comprar la nuestra, de alta calidad. Francia e Inglaterra prestándose al juego del embargo de mercaderías y Rusia negándose a adquirir la potasa y a pagarla como quisiera, en otra materia prima cualquiera o en armamento, han procedido de igual manera.

Se equivocada, sin embargo, Rusia con España, si es que había llegado con el propósito de establecer un intervencionismo duradero y no obraba ya en connivencia con el Estado mayor alemán y con los intereses alemanes; terminada la guerra, se habría liquidado su predominio y su ingerencia, que rechazaba en absoluto el pueblo español, aunque haya habido suficientes traidores para comprar sus ascensos y su hegemonía de una hora a cambio de una profesión de fe staliniana no sentida. El día siguiente de la guerra habría sido el primero de la liquidación del moscovitismo en España, si triunfaba la República; lo fue, desgraciadamente, pero a través del triunfo de Franco, que fue más afortunado con sus aliados de lo que lo ha sido la República con los suyos.

Pero no sólo se equivocó Rusia; se equivocaron grandemente Francia e Inglaterra. Y la nueva gran guerra de 1939... Es desgraciadamente el pago de esa equivocación funesta.

La trascendencia de la guerra civil española, a causa del carácter diametralmente opuesto a las aspiraciones de los combatientes, preocupó hondamente, desde la primera hora, a la diplomacia internacional.

La derrota del fascismo militar español podía tener una verdadera repercusión en la vida económica y política europea. La guerra que habíamos declarado al enemigo, dentro de las fronteras nacionales, era una guerra de espíritu y de realizaciones revolucionarias, era una guerra que destronaba a las viejas clases privilegiadas y anulaba el régimen de la economía capitalista, como régimen dominante.

Una España en manos de los trabajadores, de los campesinos, de los técnicos habría sido un factor poderoso, un estimulante incontenible para las clases proletarias de todos los países, y un motivo de desequilibrio en la economía del viejo mundo, porque España, sobre los cimientos de su materia prima abundante, habría podido convertirse en una potencia industrial, en un país feliz, en cuya órbita habría vuelto a caer, como una región histórico y geográfica más, Portugal, con lo cual la hegemonía de Francia e Inglaterra habrían podido sufrir serios quebrantos. Y el predomino que teníamos en esos acontecimientos aumentó la inquietud y la alarma en los guardianes y en los usufructuarios de absurdos privilegios.

Nos dábamos perfecta cuenta de lo que significaba nuestro triunfo, el triunfo de la causa antifascista; por eso, en oposición a quienes se entretenían en resolver pequeños conflictos de retaguardia, en satisfacer vindictas por pasados agravios, en llevar la corriente a los enemigos emboscados y simulados en las organizaciones que teníamos como aliadas, no nos cansábamos de repetir que lo primero, lo más importante, lo fundamental era ganar la guerra y que la revolución era una consecuencia natural de ese triunfo, sino un pueblo en armas, nosotros mismos.

Teníamos prisa por superar los obstáculos que se oponían a la victoria total, porque presentíamos que una guerra dilatada en el tiempo tenía que transformarse fatalmente en una guerra internacional, aunque su escenario por el momento quedase restringido a España.

En tanto que el capitalismo y el estatismo internacional, sin distinción de colorido político, concordaban en la aspiración de sofocar ante todo nuestra revolución en España, los trabajadores del mundo que simpatizaban con nosotros no supieron ponerse de acuerdo para una acción decisiva en defensa de nuestro derecho a disponer de los propios destinos. La diplomacia internacional pudo maniobrar con las manos enteramente libres, y las voces asiladas de protesta no significaron para ella coacción alguna que pudiera hacerle variar de opinión y de métodos.

Vimos a los pocos meses que se nos abandonaba como se había abandonado a Abisinia, como se abandonaba a China, a pesar de los múltiples intereses internacionales que encierra, y comprendimos que el deseo de impedir la guerra mundial era lo que justificaba esa pasividad, incluso la de nuestros propios amigos. Pero así como las viejas guerras balcánicas de 1912 gestaron de manera irremediable la catástrofe de 1914-18, la invasión italiana en Abisinia, por un lado, y la guerra de España contra el fascismo, por otra, con la guerra chino-japonesa, eran preludios que no podían desestimarse de la próxima hecatombe mundial.

Los proyectos de la diplomacia internacional de sofocarnos por todos los medios encontraron eco y calor en multitud de gentes a quienes habíamos lesionado en sus intereses materiales mal entendidos, o en sus viejos hábitos adquiridos de preponderancia política.

No habíamos hecho nunca de la fuerza popular con que contábamos un trampolín para escalar posiciones de privilegio y de mando; repentinamente, frente al problema de la guerra, no vacilamos en asumir todas las responsabilidades, desplazando del aparato gubernamental la influencia que habían tenido hasta allí, en nombre de partidos muchas veces inexistentes, hombres que habían hecho de su intervención en las cosas del Gobierno una profesión lucrativa.

El miedo que habíamos inspirado con nuestro ascendiente popular indiscutible, miedo que otros hubieran transformado de inmediato en una dictadura férrea de partido o de organización, encontró una salid, tímida en su comienzo, pero de día en día más ostensible, en le viejo odio del stalinismo contra nosotros, sus verdaderos enemigos irreconciliables.

Mientras nosotros teníamos el pensamiento fijo en la guerra al enemigo de enfrente, sacrificándolo todo a la guerra, amparados por Rusia se movían, se organizaban y se complotaban los secuaces de una dictadura comunista, para los cuales, cualesquiera que fuesen las consignas públicas, no había más que un objetivo: desplazarnos por todos los medios de la posición dominante a que habíamos llegado por el amplio camino del más grande de los sacrificios.

Mientras por un lado de la barrera se veneraba a Hitler y a Mussolini como encarnación suprema de un ideal de esclavización humana, por el otro se rendía idéntico culto a Stalin. Entre esos dos extremos que se tocaban, estábamos nosotros, dispuestos a volver por los fueros del derecho español y de la tradición española, sin entregarnos a ninguna potencia extrajera.

Esa disidencia dentro de la República era inconciliable y estaba dando ya sus frutos de violencia todos los días. Desde febrero a mayo de 1937 cayeron asesinados en Madrid y sus alrededores por los métodos de las tchekas organizadas por los rusos más de ochenta miembros de la Confederación Nacional del Trabajo. El 7 de enero de 1937 denunciaba Solidaridad Obrera de Barcelona que en Mora de Toledo habían sido ya asesinadas sesenta personas, hombres y mujeres que pertenecían a la C.N.T. y no habían cometido más delito que el de condenar a los comunistas y sus métodos de terror y de sangre.[21]

Mr. Chamberlain y Mr. Eden, las figuras supremas de la política visible de Gran Bretaña durante nuestra guerra, se equivocaron, sin embargo. Por peligrosa que pudiese aparecer ante el mundo una experiencia revolucionaria en nuestro suelo, España no era un país agresor, con pretensiones imperialistas, y aunque fortalecida en su industria y en su agricultura, habría tenido que depender de la economía internacional y por consiguiente de los mercados europeos y americanos. No tenía la solución de aislarse ni era de temer su expansión agresiva en busca de espacios vitales.

En el orden nacional, las formas de la economía capitalista privada serían desplazadas, pero el fascismo tampoco respeta el capitalismo privado, pues, o bien lo suprime en aras del capitalismo de Estado, o bien reduce a los capitalistas a la categoría de funcionarios sin ninguna independencia, es decir, ataca la raíz misma de la economía capitalista. Y la diferencia de régimen político y de estructura económica en España, no habría significado ninguna ruptura en la economía europea, porque nosotros estábamos dispuestos a tolerar el régimen que se diesen otros países, siempre que también fuese tolerado el nuestro, y a mantener buenas relaciones de vecindad con todas las potencias. En cambio, la derrota del fascismo.

Sin quererlo y sin proponérnoslo, luchábamos por la paz de Europa, por el predominio de las potencias llamadas democráticas contra sus adversarios, los totalitarismos fascistas y comunistas.

Se prefería el sacrificio de un millón de españoles a la pérdida de quince millones de europeos en una guerra que parecía inevitable. Era la tesis inglesa, seguida al pie de la letra en todos los países supuestamente democráticos. No era verdad que el sacrificio de un millón de españoles pudiera evitar el de 15 millones de europeos, y no era verdad que la venta de armas y municiones a la España leal significase la guerra. Los fascismos se mostraron agresivos mientras no tropezaron con ninguna resistencia, y luego, cuando esa resistencia fue efectiva, era ya demasiado tarde para retroceder. Los primeros triunfos fáciles sobre Checoslovaquia, sobre Austria, sobre Albania, les dio aliento para invadir a Polonia y desencadenar la guerra.

Si la España leal hubiese triunfado, ni Austria ni Checoslovaquia, ni Albania habrían caído, ni habría sido invadida Polonia, y sin todo ello la guerra, donde morirán quince millones de europeos, no se habría dado. Los señores Chamberlain y Eden, Blum y Daladier, recogen para sus compatriotas la siembra que han hecho con su no-intervención en España, donde además se hicieron los más audaces experimentos de los métodos y las armas de la guerra moderna.

Se habla ahora del derecho de las pequeñas nacionalidades a darse el régimen que les plazca y se exhibe con orgullo el ejemplo de Finlandia en su primera resistencia contra los rusos invasores. Por no haber querido reconocer ese derecho a España, ha estallado la nueva guerra europea. Tenemos, pues, nuestros motivos de agravio y de resentimiento por la conducta seguida con nuestro pueblo, vilmente entregado a sus agresores italianos y alemanes, aun reconociendo como reconocían los técnicos militares franceses, el peligro de nuestra derrota podría tener para las futuras relaciones de Francia con sus colonias.

El poderío financiero inglés calculaba que Franco, vencedor, tendría tarde o temprano que caer a sus pies. Y entonces sería la hora de las condiciones, como ha ocurrido en buena parte con Italia. Pero las finanzas inglesas juegan en eso con fuego y nada augura que acierten más que sus políticos y sus diplomáticos.

De origen inglés es la tendencia a restaurar la monarquía en España, y si la guerra actual no terminase con el desgaste franco-británico, lo mismo que con el germano-ruso, quizás saliese adelante con sus planes, como en Grecia. Eso no le impedirá volverse a adherir al principio de la autodeterminación de las nacionalidades, como en 1918, para desprestigiarlo como lo ha hecho con su Sociedad de Naciones.

Naturalmente, todo pudo ocurrir como ha ocurrido, también, por tener la República en sus puestos de comando, hombres inmensamente miopes o abiertamente traidores a la guerra. Con otros hombres y otro espíritu, ese juego habría podido ser frustrado.

Una vez comprobada la indiferencia y el abandono de que éramos objeto por parte de las potencias llamadas democráticas, desde que supimos que la mejor garantía de independencia la habíamos puesto en manos de Rusia, al entregarle más de 500 toneladas de oro del Banco de España; al ver agotados todos nuestros recursos y constatar la ayuda eficaz en hombres, armas y municiones a nuestros enemigos, no quedaba más que una política internacional a desarrollar: una especie de ultimátum a Inglaterra, Francia, Rusia, sobre la cuestión española. Si en un plazo determinado no se disponían a auxiliarnos eficazmente con víveres, armas y municiones, la guerra se perdía irremisiblemente.

Quedaba entonces la salida de tratar directamente con Alemania y con Italia la liquidación de la contienda. En ciertos momentos hubo posibilidades de hacerlo, comprando el retiro de esas potencias aliadas contra nosotros, a un precio que quizás no habría convenido a Inglaterra y a Francia. Eso en política internacional, en cuanto a la política de guerra, nos quedaba el recurso de hablar claro a nuestro pueblo y de llevarlo voluntaria y espontáneamente a todos los sacrificios.

Cifrar la resistencia en un ejército inexistente, desmoralizado, mal equipado, hambriento, era consagrar la propia derrota de un modo inevitable. El pueblo, fuera de toda formación regular, podía continuar la lucha y desgastar las fuerzas enemigas irresistibles en sus procedimientos ofensivos gracias a su elevada moral de reiteradas victorias, y a su armamento superior. Pero esos procedimientos sólo podían emplearse en la guerra regular; en la guerra de guerrillas, que era la nuestra, carecían de aplicación su aviación, su artillería, sus tanques, sus cuadros de mando italianos, sus técnicos alemanes.

Y quedaba también el recurso de elegir algunas plazas estratégicas, fortificarlas de veras y encerrarse en ellas dispuestos para un asedio de larga duración y para la muerte. El gobierno de la resistencia, en cambio, no quería estar lejos de la frontera y de los aviones.

Con otros hombres, de otro temple, de otra moral, de cierto sentido de responsabilidad, el fin de la guerra, en todo caso, habría sido muy diverso, aun perdiendo la partida.

Pero volvamos a sucesos anteriores, preparados en buena parte también por la intervención extranjera en las cosas de España: los sucesos de mayo de 1937. Nos concretaremos a referir nuestra intervención en esos hechos, lo que hemos visto, observado, tocado de cerca, Sobre el desarrollo de esa tragedia y algunos de sus orígenes han escrito otros.[22] Pero lo que nosotros hemos luchado para apaciguar aquella contienda furiosa es menos conocido.

Se preparaba una gran operación militar de envergadura, que tendía el corte de la España de Franco en dos zonas. La mayoría de las tropas que habían de intervenir estaban ya en su puesto. Faltaban solo algunos detalles, la intervención de la aviación y de los tanques y el cambio de algunas unidades probadas en el frente de Madrid por otras más bisoñas, a fin de asegurar la operación. Al mismo tiempo debía producirse un levantamiento en Marruecos. Quizás, todo ello no definiría la guerra, pero tendría enormes consecuencias tácticas, estratégicas y de repercusión moral e internacional.

Negaron los rusos la aviación y hubo de postergarse la fecha. El éxito de lo proyectado habría significado un triunfo irresistible para Largo Caballero, y a Largo Caballero había que alejarle del poder. Repentinamente estalla una lucha intestina virulenta en Barcelona, con furor más concentrado aún que el 19 de julio. Esta vez luchaban fuerzas libertarias populares contra los comunistas y sus aliados. ¿Cómo se produjo aquella lucha sangrienta en retaguardia?

Nosotros, disgustados por diversas causas, estábamos un poco al margen; no interveníamos en las asambleas, ni teníamos contacto oficial con nadie, ni siquiera con las propias organizaciones, algunas de cuyas actitudes no compartíamos. Repentinamente nos encontramos al proletariado de Barcelona levantando barricadas, montando guardias, empuñando las armas y concentrando elementos bélicos.

En la calle nadie supo darnos explicaciones de lo que acontecía, pero el hecho nos pareció algo monstruoso y nos marchamos de la ciudad a un pueblecito próximo donde residíamos. Con lo visto la víspera, era ya imposible quedar en calma. Volvimos a Barcelona al día siguiente.

Un tiroteo infernal hacía difícil la circulación. Nos pusimos al habla con el consejero de Gobernación, Artemio Aiguadé, con la Generalidad. Todo eran disculpas, por un lado, y acusaciones para los que luchaban. No había motivos para tanto. Simplemente se trataba de que fuerzas de la Dirección General de Seguridad habían ido a ocupar el edificio de la Telefónica, para tenerlo en manos del Gobierno, no en manos de los obreros y empleados, que interceptaban conversaciones y mensajes comprometedores y hacían de oído alerta contra los que conspiraban para reducir los derechos del pueblo.

En la Telefónica, las fuerzas policiales habían ocupado de improviso el piso inferior, pero en los superiores habían quedado los obreros y empleados dispuestos a la resistencia con bombas de mano y ametralladoras.

En nuestro paso por la ciudad habíamos comprobado que todos los partidos y organizaciones habían tomado las armas. ¡Había que impedir la matanza, a toda costa! Propusimos declarar el estado de guerra y sacar las milicias a la calle, a restablecer el orden.

Contra las milicias no se habría atrevido a disparar ningún sector, por las consecuencias que habría tenido. Se nos replicó que el Consejero de defensa había abandonado su puesto y que, por lo demás, no inspiraba confianza a los diversos sectores políticos y sindicales. Volvimos a atravesar la ciudad, en medio de un tiroteo incesante, para llegar, primero a la Casa del Comité Regional de la C.N.T. y de la F.A.I. y enterarnos de los motivos reales de la lucha y de las condiciones de su paralización. En las reuniones habidas, se puso como condición para cesar el fuego la separación de sus cargos del Director General de Seguridad de Cataluña, el comunista Rodríguez Salas, y del consejero de Gobernación, Aiguadé, de Ezquerra republicana.

Con esas condiciones nos dirigimos a la Generalidad, distante pocos centenares de metros. Nunca hemos sido tan intensamente tiroteados como ese día en ese breve trayecto. Pero llegamos al Palacio del Gobierno de Cataluña sanos y salvos. Con nosotros acudían también, en representación del Gobierno central, García Oliver, Ministro de Justicia, y en representación de la C.N.T. y de la U.G.T., mariano R. Vázquez y Hernández Zancajo, llegados en avión desde Valencia.

Presentamos las condiciones exigidas por las organizaciones libertarias de Cataluña para suspender el fuego. Companys replicó que estaban demás, puesto que el Gobierno había cesado de existir, que los representantes de la C.N.T., habían hecho abandono de sus puestos, y que la situación creada no tenía arreglo. No obstante se comprometieron los miembros del Gobierno allí presentes a cooperar con nosotros en la paralización de la espantosa lucha intestina. Junto a Companys estuvo en esos días Comorera, una de las personalidades dirigentes e inspiradoras de la acción contra los anarquistas en Cataluña. Propiamente hemos recibido la impresión de que no se creía en la posibilidad de dominar a las masas en la calle y por eso no se vaciló en seguir nuestras sugerencias.

Las fuerzas populares libertarias dominaban las barriadas extremas, y los focos de resistencia comunistas y de Ezquerra estaban reducidos a un centro en la calle Claris y Diagonal, a diversos edificios del paseo de Gracia y de la Plaza de Cataluña, a la Puerta del Angel y a la sede del gobierno catalán.

Mientras unos hablaban por radio a la población clamando unánimemente ¡alto el fuego! Nosotros nos entendíamos con los Comités de barriada y con los elementos que sabíamos tenían influencia en las masas combatientes. En pocas horas se comenzó a sentir el efecto de nuestra intervención. Nos comprometimos a no abandonar ni de día ni de noche nuestro puesto hasta que todos hubieran depuesto las armas. Y en la Generalidad hemos estado, al pie de los teléfonos, dos días y dos noches consecutivas, hasta dejar constituido un nuevo Gobierno y el fuego en suspenso.

Nos acusamos de haber sido causa principal de la suspensión de la lucha. No con orgullo, sino con arrepentimiento, porque a medida que fuimos paralizando el fuego por parte de los nuestros, hemos visto redoblar las provocaciones de los escasos focos de resistencia comunistas y republicanos catalanes. ¿Quiénes tenían interés en proseguir la matanza? Puede ser efecto de la nerviosidad que a todos nos embargaba y de la vergüenza que todos sentíamos por el trágico suceso, pero tuvimos la impresión, de hora en hora, que los sucesos habían sido hábilmente provocados, y que a ciertos sectores, y a ciertos hombres les disgustaba que hubiéramos dominado nuestras masas.

¿Es qué Companys obraba por nerviosidad o por complicidad con los comunistas? Tenía suficiente ascendiente en su gente, más tal vez que nosotros en la nuestra, para que también por parte de los que le respondieran cesase el fuego y cesasen las provocaciones. Intentamos hacer reanudar el tráfico de tranvías en la ciudad y los coches tuvieron que volver a las cocheras o ser abandonados en la calle, tiroteados desde los centros comunistas y desde los de Ezquerra y Estat Catalá.

En el curso de la contienda habían sido detenidos por unos y por otros, elementos diversos, algunos millares. La barriada de Sans había detenido y desarmado a 600 guardias de asalto y guardias civiles, y en todos los centros combatientes se habían acumulado los presos de los partidos beligerantes opuestos. Entre los presos, nuestra gente de la barriada del Centro, tenía ocho mozos de escuadra de la Generalidad.

Pero en la misma Generalidad había centenares de detenidos, la mayoría de nuestras organizaciones, y se nos advertía telefónicamente que la vida de esos detenidos valía tanto como la vida de los detenidos comunistas o catalanistas que conservaban en los propios locales. Companys se nos presentó con un mensaje de los mozos de escuadra de la Generalidad; quería decir, en resumen, que no respondía de la disciplina de esos elementos y que nos hacían a nosotros responsables de lo que pudiese ocurrir a sus ocho compañeros detenidos por la gente de la barriada del Centro. ¡Era una amenaza! Habíamos observado ya bastantes cosas que nos iban disgustando. No éramos de talla como para sentirnos amenazados, y más con el comienzo de arrepentimiento que ya sentíamos. Con calma estudiada, respondíamos a una llamada telefónica de las baterías de costa:

– No disparéis; estamos aquí nosotros. Pero llamad cada diez minutos. Si en alguna de esas llamadas no respondemos, obrad como querráis.

Pedimos una reunión urgente de Comapanys, Comorera, Vidiella, Terradellas, Calvet, todos ex consejeros de la Generalidad, para tomar una decisión. Hemos debido reflejar por todos los poros una satisfacción diabólica. Era la respuesta a la amenaza que nos había transmitido Companys. Explicamos que las baterías de costa tenían el tiro regulado sobre la Generalidad, que uno solo de sus disparos bastaría para caer todos entre los escombros del edificio y que estábamos, todos, condenados a seguir la misma suerte. Nadie saldría de la casa, ni nosotros ni nadie, hasta terminar la lucha en las calles, seguida ya solo por comunistas y gentes afectas a la Ezquerra de Cataluña.

En fin, estábamos cansados de hacer un papel que no nos correspondía, pues mientras todos eludían una actuación cualquiera, nosotros no habíamos dormido en dos días, poniendo todo el prestigio y jugándolo todo para paralizar el fuego. Había que nombrar un Gobierno que se hiciese cargo de la situación.

Lo del tiro regulado de las baterías de costa produjo un efecto sedante maravilloso. Mientras lo explicábamos, volvieron a llamar los artilleros y repetimos la orden. El que más y el que menos se figuraba ya entre los escombros del viejo edificio. Se formó un nuevo gobierno, con los secretarios de las dos regionales de la C.N.T. y de la U.G.T., con los campesinos y con la Ezquerra. Dejamos fuera a Comorera. No había más remedio que acatar nuestras proposiciones, porque de no acatar las nuestras habría que acatar el fallo decisivo de los artilleros de Montjuich.

Por desgracia, mientras el secretario de la U.G.T. catalana, Antonio Sesé, acudía a la Generalidad, a hacerse cargo de su puesto, fue muerto a tiros por el camino. Un contratiempo grave; pero no podíamos consentir que se deshiciesen por eso los acuerdos tomados. Señalamos a Rafael Vidiella para sustituir a Sesé. Y así se realizó. Así formamos el Gobierno; que obrase como tal si sabía y podía hacerlo y que asumiese en lo sucesivo la consiguiente responsabilidad.

Hicimos traer los ocho mozos de escuadra detenidos, para demostrar nuestra buena voluntad. No teníamos nada que hacer en el Palacio del Gobierno. Pero mientras tanto un decreto de Valencia se incautaba del orden público en Cataluña y nombraba al coronel Escobar para ese cargo. El coronel Escobar era un hombre que nos inspiraba confianza, pero era militar y no podía menos de obedecer.

Al ir a ocupar su puesto fue mortalmente herido. Se nombró entonces un sustituto provisorio, el teniente coronel Arrando; con él seguimos tratando de sofocar los últimos restos de la rebelión callejera.

Y en tanto hacíamos esto, avanzaban sobre Cataluña algunas columnas de guardias de asalto y de carabineros en tono de guerra; pero el jefe de las mismas, coronel Emilio Torres, era amigo nuestro, Y no sólo se había hecho cargo el gobierno de Valencia del orden público en Cataluña, sino que decretó el paso de las milicias de Aragón a su control, nombrando para tal empresa al general Pozas. Cuando el subsecretario de la Consejería de Defensa, Juan Manuel Molina, el único de los altos funcionarios que había permanecido en su puesto, luchando a brazo partido contra las milicias que querían intervenir en la lucha, y deteniendo una gran columna motorizada que se había improvisado en el frente de Huesca para acudir a Barcelona, al mando de máximo Franco, nos pidió consejo sobre la conducta a seguir, tuvimos la intuición repentina de la pérdida total de la autonomía catalana y de la pérdida de la guerra como consecuencia. Era hora todavía de oponerse a ese desenlace y de dejar a las cosas mejor situadas.

No nos faltaba la fuerza material. Estábamos en condiciones de devolver a Valencia al general Pozas y su escolta con nuestro rechazo de su nombramiento, y estábamos a tiempo para detener las columnas, de fuerza de asalto y de carabineros, que llegaban con el coronel Torres. Pero nos faltaba confianza en los que se habían erigido en representantes de nuestro movimiento; no teníamos un núcleo de hombres de solvencia y de prestigio a quien echar mano, para respaldar cualquier actitud de emergencia. Y aconsejamos a Juan Manuel Molina que diera posesión al general Pozas de Capitanía general y del mando de nuestras milicias.

¡Qué derrumbamiento! En un momento dado, después de convenir ya el cese de la lucha, se nos comunica que uno de los locales de las Juventudes libertarias, —sede de una exposición artística— había sido ocupado por comunistas y se negaban a de volverlo. Hablamos a la U.G.T. catalana. Nos enteramos de que había sido nombrado secretario general el jefe de la columna Carlos Marx, José del Barrio; en el momento que telefoneábamos se había retirado a descansar, pero en su puesto estaba el teniente coronel Sacanel, jefe de estado mayor de la misma columna.

Así confirmamos la denuncia que se nos había hecho, de que la columna Carlos Marx, casi en pleno, había llegado antes de los sucesos a Barcelona con sus jefes y oficiales, y al saber esto, fue cuando Máximo Franco formó a su vez una fuerte columna que Molina logró detener, tras ímprobos esfuerzos, en Binefar.

Un escritor argentino, González Pacheco, llegado aquellos días a Barcelona, nos participó que estando en la Embajada española de Bruselas oyó una conversación del embajador Ossorio y Gallardo en la que se complacía en asegurar que el peligro del dominio de la F.A.I. en Madrid se había superado y que de un momento a otro se daría la batalla en la misma Barcelona. Esto, unido a la presencia de varias unidades de guerra francesa e inglesas en las afueras del puerto el mismo día en que comenzaba la lucha, el tres de mayo, nos hizo pensar en una provocación de origen internacional. Y que en esa provocación estaban los comunistas, nos lo atestiguaba la presencia de sus fuerzas de Aragón en Barcelona.

Había que reaccionar, había que volver por nuestros fueros. Todavía teníamos la fuerza para ello, y si en lugar de una salida espasmódica, desorganizada, intentásemos algo dando la cara y tomando la orientación de la lucha, como el 19 de julio, de poco valdrían las fuerzas que estaba situando en Cataluña el gobierno de Valencia, ni las maniobras de sus aliados.

Unos días más tarde se provocó la famosa crisis de mayo en el Gobierno central. Salieron del Gobierno los representantes de la C.N.T. y cayó Largo Caballero. Se formó el Gobierno Negrín-Prieto.

Por disgustados que estuviésemos al ver la conducta de los compañeros propios que hacían funciones de dirigentes, no era posible cruzarnos de brazos. Nos reunimos en un primero cambio de impresiones con el secretario general de la C.N.T., Mariano R. Vázquez, y con García Oliver. De esas primeras impresiones, después de lo acontecido, dependía la actuación a seguir. Expusimos nuestro juicio sobre los sucesos de mayo; habían sido una provocación de origen internacional y nuestra gente fue miserablemente llevada a la lucha; pero una vez en la calle, nuestro error ha consistido en paralizar el fuego sin haber resuelto los problemas pendientes. Por nuestra parte estábamos arrepentidos de lo hecho y creíamos que aun era hora de recuperar las posiciones perdidas. Fue imposible llegar a un acuerdo. Se replicó que habíamos hecho perfectamente al paralizar el fuego y que no había nada que hacer, sino esperar los acontecimientos y adaptarnos lo mejor posible a ellos.

Entonces nos retiramos, doblemente vencidos. No queríamos iniciar una oposición pública y nos concretamos a manifestar individualmente y en privado nuestro criterio divergente.

Se inició una represión policial y judicial contra un partido comunista no staliniano, el P.O.U.M., y contra millares de nuestros propios compañeros. Se cometieron villanos asesinatos, y nosotros mismos hemos ido a ver dieciséis cadáveres mutilados de las Juventudes Libertades de San Andrés y otros lugares, llevados una noche al cementerio de Sardañola por una ambulancia. Los signos de mutilaciones y de torturas eran bien evidentes. Llevaban en sus cuerpos las marcas de fábrica de los asesinos. Los sucesos de mayo no costaron menos de un millar de muertos y varios millares de heridos en Barcelona. La situación que siguió era sencillamente intolerable. Se podía contar siempre con las masas de la F.A.I. y de la C.N.T., pero no ya con sus Comités llamados responsables.

Fuimos a visitar al Cónsul general ruso; no teníamos ninguna duda de que la cosa había sido fraguada en Moscú.

Nos felicitó por nuestros esfuerzos en las jornadas de mayo. Justamente sobre ellas queríamos hablar. Se sabía que sin nuestra intervención los sucesos de mayo habrían dado resultados muy distintos a los esperados. Por nuestra parte, estábamos apenados por haber intervenido para apaciguar la lucha, al contemplar el espectáculo que siguió. No hacía falta que hiciéramos resaltar nuestra sinceridad. Antonov Ovsenko la conocía. Pues bien, quedaba treinta mil fusiles en manos de la población de tendencia libertaria, bombas de mano en cantidad ilimitada, ametralladoras y hasta artillería. Y los que habíamos expuesto la vida por suspender el fuego estábamos tentados a exponerla otra vez para reanudarlo, pero para reanudarlo y llegar al fin.

Era imposible soportar más tiempo lo que acontecía. ¡No era todavía hora para la contrarrevolución!

Realmente estábamos indignados y no podíamos simular nuestro estado de ánimo. En otras condiciones habríamos planeado orgánicamente una acción de defensa y de ofensa. Dimos aquel paso, porque sabíamos que era allí y no ante las autoridades supuestas de la República, ante las que se debía protestar. Y lo dimos individualmente, sin respaldo alguno de organización. Antonov Ovsenko dio muestras de comprensión. Realmente no podían ser exterminados los anarquistas, por su número, por su acción en la guerra y por el peligro que aun representaban. Dos o tres días más tarde llegaron indicaciones de Moscú en el sentido de suspender la represión en la forma provocativa que se realizaba. ¿Fue resultado de nuestras amenazas o de otras indicaciones similares?

Según todas las noticias, Ovsenko ha sido fusilado en Rusia por sus relaciones con los anarquistas y los catalanistas. En el fondo Ovsenko nos ha parecido que tenía simpatías por nosotros, que nos quería, aun cuando, por otro lado, fuese fanático de las consignas de Stalin. Le acusaron los comunistas españoles por su informe al Kremlin.

Públicamente no se notó nada todavía de la disconformidad interna. Y para no dar armas eventuales al enemigo, nos retiramos de toda actividad, en silencio. La C.N.T. mantuvo en la crisis de Gobierno de mayo de 1937 una actitud digna y valerosa, al menos hacia fuera, en las declaraciones. Sostenía entonces que no podía quedar en pie de igualdad con el partido comunista en un Gobierno, porque:

  1. El Partido comunista había provocado la crisis;

  2. El Partido comunista no ha colaborado en la obra de Gobierno con la lealtad de la C.N.T.;

  3. El Partido comunista no representa ni mucho menos lo que la C.N.T. para el pueblo ni para el proletariado español.

En un informe presentado por el Comité nacional de la C.N.T. a la propia organización sobre la tramitación de la crisis de mayo se transcriben las cláusulas de la consulta evacuada con el Presidente de la República, que dicen así:

«1º. La C.N.T. patentiza claramente que no es responsable de la situación planteada, considerándola de todo punto improcedente e inadecuada en relación a los intereses de la guerra y del frente antifascista, y declina la responsabilidad de los derivados que la misma pudiese producir.

«2º. Que no prestará su colaboración a ningún Gobierno en el que no figure como Presidente y Ministro de Guerra el camarada Francisco Largo Caballero.

«3º. Que este Gobierno ha de tener como base las representaciones obreras manteniendo la colaboración de los sectores antifascistas».

En la nota referente a la gestión hecha por el Dr. Negrín para que la C.N.T. le secundase en el Gobierno, se leen actitudes claras y contundentes como éstas:

«La C.N.T. no presta colaboración, directa ni indirecta, al Gobierno que pueda constituirse por el camarada Negrín. No se trata de oposición al Ministro dimisionario de Hacienda.

“Es la línea de conducta trazada. No provocamos la crisis, desacertada, inoportuna y lesiva para la guerra y el bloque antifascista. Conformes con la actuación leal del presidente y Ministro de la guerra en el gabinete Largo Caballero, no podemos sumarnos a posiciones partidistas que prueban escasa nobleza y falta de colaboración. La C.N.T., ponente y disciplinada, confía en que la reflexión impida se sigan cometiendo desaciertos que agraven aun más la situación difícil provocada por la insensatez».

Y la posición pública es fijada en el manifiesto: Frente a la contrarrevolución. La C.N.T. a la conciencia de España.

Los militantes de la F.A.I. no tuvieron nada que objetar a esa posición altiva y clara. La que correspondía. Solamente los que estábamos más interiorizados le dábamos una significación diferente, y dudábamos de que esas palabras, que para la gran masa confederal eran la única línea aceptable, fuesen para los improvisados dirigentes de la gran organización de idéntico valor. Esos dirigentes, en pugna con el espíritu, los intereses y las aspiraciones de la masa obrera y combatiente, después de haber hecho pública adhesión a la política de Largo Caballero, fueron a comunicar a Prieto que estaban con él y cuando, a pesar de ese apoyo, cayó también Prieto del Gobierno, se ligaron con Negrín hasta más allá de la derrota.

La guerra entraba en su fase de descenso y de derrota. No era posible cerrar los ojos. Cuando cayó Bilbao en manos del enemigo, Juventud Libre, órgano de las Juventudes libertarias, publicó un artículo con este título: «La caída de Bilbao significa el fracaso del Gobierno Negrín». Ese artículo se reprodujo en muchos millares de ejemplares y se distribuyó por toda la España leal. En uno de sus párrafos, valientes de sinceridad y de verdad, leemos:

«Por toda la España leal un solo clamor, un solo grito cruza campos y ciudades: ¡Fuera el Gobierno Negrín! ¡Fuera el Partido comunista, causante de todas las derrotas! ¡Exigimos un Gobierno con representación de todas las fuerzas antifascistas que imponga una auténtica política de guerra!

«Pero el Gobierno Negrín, a pesar de la crisis latente en que se halla, intenta mantenerse en el poder.

“Los mismos métodos de la República del 14 de abril se están poniendo en práctica. Se censura la prensa, se clausuran las emisoras, se impide por todos los medios que se manifiesten libremente las organizaciones obreras, se suspenden los mitines, no se hace caso de la voz del pueblo que pide una cambio radical de política que nos lleve al triunfo guerrero y revolucionario».

Las comunicaciones del 10 de agosto de 1937 del Comité Nacional de la C.N.T. al Presidente del Consejo de Ministros, continúan la trayectoria digna de mayo. Quizás se haya pecado por demasía de prudencia, de tolerancia, de evitación sistemática de la respuesta que merecían los provocadores que buscaban el exterminio de nuestra obra y de nuestros hombres. Pero los documentos aquellos son todavía, en la letra, exponentes de dignidad.

Se protestaba contra la censura al servicio del Partido comunista, censura que consentía la injuria y la difamación contra nosotros, pero no la respuesta a los calumniadores. Se protestaba contra aquella racha de procesos por la acción popular contra los fascistas en los sucesos de julio.

Cualquier familiar que había perdido alguno de sus miembros prestaba denuncia y era admitida, sin pararse a averiguar si el muerto pertenecía o no al bando de la rebelión. Se comprendió, sin embargo, que hacer el proceso a los actores de aquellas jornadas era hacer el proceso a la revolución, cosa que correspondía a Franco en caso de triunfo, y después de algunas bestialidades jurídicas se dio marcha atrás, pues entre otras comprobaciones se hizo ésta: la sanción contra los asesinatos irresponsables habría tenido que caer en primero lugar contra los que propiciaban las persecuciones mucho más que contra los miembros de cualquier otro sector.

En otra carta de la misma fecha se habla de la guerra y se acompaña un documento de crítica serena y bien intencionada. Recordemos algunos párrafos:

«Desde que el actual Gobierno se constituyó, cuantas operaciones militares han tenido lugar, se han visto acompañadas de continuos desaciertos. Ni una sola posición hemos conquistado; en cambio millares y millares de milicianos han caído; cantidades enormes de material se han perdido y todo de una forma estéril por incompetencia en la dirección de la guerra...»

Refiriéndose a la operación de Brunete se observa esto:

«Esta operación no era militar, sino política, y en la guerra no es posible realizar operaciones políticas, ya que todas tiene que atenerse a una técnica y a una realidad de fusiles y posiciones que están por encima del interés político...»

Se denuncia el partidismo exacerbado, la persecución contra los individuos de unidades no comunistas. Se mencionan atentados como el realizado contra Cipriano Mera, se habla de fusilamientos ilegales, se condena la labor partidista del comisariado. En una palabra, se resumen allí las críticas que nosotros habíamos hecho antes y que hemos seguido haciendo después, porque ninguno de los males allí denunciados ha sido superado más que en su proporcionalidad.

Tan grave era la situación que el Comité Nacional de la C.N.T. se preguntaba con razón sobrada:

«Todo esto que sucede nos obliga a hacernos algunas preguntas. ¿Adónde vamos? ¿Es que se lucha y se persigue sólo y exclusivamente perder la guerra? ¿Es que se pretende sembrar de recelos la vanguardia y la retaguardia, producir inquietud al pueblo y situar las cosas de tal forma que llegue un momento en que sólo piensen todos en terminar la guerra, facilitando de esta manera los propósitos de mediación que persiguen algunas potencias extranjeras? ...

¿No ha llegado ya el momento de que cese la línea de actuación partidista, de una etapa desacertada, y de que nos dispongamos inmediatamente a examinar todos, con honradez y lealtad, la situación, llegando a la conclusión de trazar una línea, en lo que a la guerra se refiere, cuyos resultados no puedan ser los desastres que hasta la fecha se repiten, e impida que prosperen ciertas actuaciones absorbentes que llegará un momento en que habrán de ser cortadas, con la violencia, por quienes no pueden seguir tolerando que a España se le quiera convertir en un país de autómatas sumisos a la dictadura? ...»

Aun cuando no con la misma prosa, aquellas inquietudes las compartíamos nosotros entonces y las hemos seguido compartiendo con mayor razón, después de la pérdida de todo el norte de España, después de la ruptura de la España leal en dos zonas, después de los derrumbes de los frentes del este, Levante y Extremadura, viendo cómo se han multiplicado todos los defectos y todos los males que se denunciaban poco después de los sucesos de Mayo.

En le orden militar, el Comité nacional de la C.N.T., en acuerdo con la F.A.I., presentó al Gobierno un balance sobre la gestión de los sucesores del Gabinete Largo Caballero en materia de guerra. Se hace crítica en ese informe de la operación hacia Segovia, que nos costó tres mil bajas en un total de 10.000 combatientes. Se detallan las operaciones que siguieron en la frente del Este, desastrosas en mayor grado. Se hace la debida crítica a la operación de Brunete, operación política, no militar, que nos costó 23.000 bajas y en la cual hubo brigadas que perdieron el 70 por ciento de sus efectivos. El mismo juicio severo y acertado merecen en ese documento las operaciones del frente de Teruel con las consiguientes fallas de orden técnico y político. He aquí algunas conclusiones de ese informe:

1º. La entrada del Gobierno de Negrín halló encuadrados 550 mil hombres en el ejército regular, debidamente estructurados, con una masa de maniobra dispuesta para actuar sobre los puntos por todos reconocidos como los más sensibles del enemigo, estratégicamente hablando.

La operación de Extremadura «fue malograda negando la aviación los elementos rusos que la mandan para derrumbar al anterior Gobierno, y en esto pueden hallarse las responsabilidades de la caída de Bilbao».

3º. Fallado el objetivo internacional con vistas al cual se provocó la crisis, todos los esfuerzos de la orientación de la guerra se han encaminado a dar la impresión falsa de triunfos que, por su envergadura, debían de ser fáciles, pero que, por su dirección, fueron otros tantos fracasos. De ese género fueron las acciones sobre Segovia y Aragón.

4º. La operación recientemente fracasada en el Centro era ya un disparate estratégicamente considerada.

8º. Ausencia de toda coordinación entre las actividades de las fuerzas de tierra y de aire.

9º. Indisciplina en los mandos.

10º. La operación de Brunete ha sido una operación exclusivamente política que no servía los intereses de la victoria sobre el fascismo, pretendiéndose que sirviera los intereses del Partido comunista en detrimento de las otras organizaciones.

17º. Se impone el cambio fulminante de la política de guerra que nos evite el desastre a que iríamos de perseverar en ese camino.

En vano buscaremos una rectificación cualquiera en la política de guerra, mientras fue Prieto ministro de Defensa Nacional o cuando le sucedió Negrín, como para justificar el apaciguamiento de todas las reservas, observaciones y juicios críticos de la burocracia dirigente de la C.N.T.

Pero lo cierto es que fue cesando toda crítica, se proporcionó a Negrín, después de muchos esfuerzos y humillaciones, un Ministro, elegido por él, y no quedó frente al derrumbe casi en todo el año 1938 más que nuestra voz, individual, y el Comité peninsular de la F.A.I.

Habiendo cometido el grave error de paralizar el fuego en Mayo de 1937, sin conseguir más que fortificar la posición de los rusos y de sus aliados en España, se imponía una rectificación, una acción defensiva enérgica, que fue rechazada como un crimen en el circulo intimo de los militantes más conocidos; habiendo cometido nuevamente el error de no haber replicado a las provocaciones que siguieron a la pacificación de Mayo, habría que haber derribado al Gobierno cuando se perdió el Norte de España o cuando se hizo la fantástica operación de Brunete y cuando se puso de manifiesto el método de los asesinatos en el frente y en la retaguardia de los que no seguían la línea moscovita.[23] No faltaron motivos diarios para una rebelión de la dignidad española contra un Gobierno que nos llevaba al desastre. Pero la entrega total de la burocracia de la C.N.T. al Gobierno Negrín y a las consignas comunistas hizo que la rebelión que habría debido estallar cuando era hora de obtener algún resultado, se produjese en el Centro y en Levante cuando la guerra estaba totalmente liquidada. Por entender que lo hecho en Marzo de 1939 en Madrid y en Levante nos correspondía haberlo hecho en Cataluña por lo menos en marzo de 1938, si no en mayo o junio de 1937, nos hemos desligado de toda responsabilidad en la dirección de las cosas confedérales; pero la F.A.I. sola, sin llevar a la calle su disidencia fundamental, no podía ya encauzar la rebelión contra el Gobierno, que habría sido facilísima en acuerdo con la C.N.T.

Ante la historia tendremos que responder de la pasividad y de la complicidad en la pérdida de la guerra, y por eso dejamos sentados antecedentes tan pocos gratos como esos, que nos duelen, pero que es preciso destacar, porque las masas de la C.N.T. no tienen ninguna culpa del engaño de que fueron víctimas de la guerra española. Pudieron llevar a cabo su obra fatídica gracias a los ministros españoles, a los partidos españoles, a los militares españoles, a los policías españoles, a los escritores españoles que se pusieron a sus órdenes. Que el que pueda se libre de esa mancha, pero Prieto no puede quedar limpio de culpa. No tuvo la audacia que tuvo Largo Caballero en el rechazo de las injerencias del Kremlin ni en su posición desde dentro y desde fuera del Gobierno.

Un primer escalón en la dominación del país por la minoría de generales, coroneles, almirantes, cónsules, agentes comerciales, embajadores, polizontes, etc. que invadieron, a la España republicana bajo las órdenes de Stalin, que no sabemos si ya entonces obraba de acuerdo con Hitler, fueron las brigadas internacionales.

Su formación y su admisión en España dieron el argumento apetecido para intervenir del otro lado a los italianos y a los alemanes; sólo que mientras del lado de la República las brigadas internacionales no fueron eficaces más que como instrumento de dominación de los comunistas, de parte de Franco la ayuda italiana y alemana tenía por objetivo el triunfo militar, y fue, por su cantidad y su calidad, un factor decisivo de ese triunfo.

Entre nosotros las brigadas famosas fueron un factor inconsciente de derrota, ya que hicieron posible la obra antipopular de los rusos y del Gobierno al servicio de los rusos.

Había una realidad que no podíamos ignorar los revolucionarios españoles: contábamos con la adhesión activa de muchos trabajadores y rebeldes de todos los países que deseaban acudir a nuestro lado y luchar con nosotros, por nuestra causa, que era una causa universal de la libertad contra la tiranía. No podíamos negarles la satisfacción de luchar y morir con nosotros. En nuestro frente de Aragón combatieron desde la primera hora muchos italianos, alemanes, franceses, etc.

Pero una cosa era esa adhesión y otra cosa era la intención política de los creadores de las brigadas internacionales con reclutas de diversos países. Han llegado a España, entre esos reclutas, algunas personalidades ante quienes nos descubrimos con respeto, y han acudido simples obreros sin trabajo a quienes una propaganda especial supo engañar con atractivas promesas. Acudían a España, no a morir en la guerra, sino a vivir de ella, como los viejos soldados mercenarios. Pero por parte de los iniciadores y figuras de primer plano de esas brigadas, los propósitos eran distintos.

La verdad es que el Gobierno de la República, en Cataluña como en el Centro, en Levante como en Extremadura, no disfrutaba de simpatía popular. Los rusos, hábilmente, comprendieron que el Gobierno no podía gobernar sino al servicio del pueblo, respondiendo a las exigencias y a las aspiraciones del pueblo. Juzgaron que había que poner freno a las masas españolas, disciplinarlas, someterlas a un poder central de hierro, cambiar el temperamento y el alma españoles. El pueblo luchaba heroicamente contra la rebelión militar, pero no era un instrumento dócil en manos del Gobierno y de la burocracia del Ministerio de la guerra.

Para tener un primer instrumento de dominación en la mano, el Gobierno central, asesorado por la diplomacia rusa, dio entrada a las llamadas brigadas internacionales, con el pretexto infame de que las milicias no sabían batirse ni obedecían. ¡No obedecían a quienes no debían obedecer!

Las milicias sabían batirse y obedecían tan bien como las brigadas internacionales; sólo había una diferencia: las brigadas internacionales recibían armamento moderno y eficaz, y los milicianos del pueblo solían ir descalzos, con armas primitivas y en la mayoría de los casos sin municiones, y eran perseguidos por un sabotaje permanente de la burocracia centralista de la República.

Nos opusimos a la constitución de esas brigadas y dimos orden a los delegados de frontera para que no permitiesen el paso a esos voluntarios. Nos visitaron personalidades que habían entrado a saco en España al amparo de los rusos, como André Marty, para que consintiésemos el paso por Cataluña de esos hombres que querían luchar con nosotros. Sosteníamos que nos sobraban hombres, que en lugar de introducir en España esas brigadas, lo que había que hacer era ayudarnos con armas y municiones; considerábamos una injusticia y un crimen dejar a nuestros milicianos, que no tienen par por su bravura y su espíritu, inermes y formar simultáneamente grandes cuerpos de ejército extranjeros, dotados de todo lo necesario y tratados con favor. Hemos llegado a tener detenidos en la frontera franco‑española más de mil de esos voluntarios y, al ser rechazados, eran embarcados en puertos franceses y llevados por mar a puertos donde el Gobierno de la República tenía autoridad.

En una de esas ocasiones, uno de nuestros barcos de defensa de costas, el «Francisco», detuvo un cargamento de armas con destino a esas brigadas internacionales. Lo hicimos descargar en Barcelona y comprobamos que se trataba sólo de deshechos in­útiles de antes de la guerra de 1914‑18, pagados sin discutir precio por el Gobierno central.

De tan mala calidad era todo que no tuvimos ninguna objeción que hacer a su entrega, cuando nos fue reclamado. Los aventureros franceses que figuraban al frente de la organización de las brigadas internacionales, hacían, como se ve, magníficos negocios con el Gobierno de la República.

Tuvimos que dejar la jefatura de las milicias catalanas por actitudes de esa especie, hábilmente retorcidas por los rusos, y luego los llamados voluntarios pasaron sin más inconveniente por tierras de Cataluña.

No teníamos todavía una noción clara del peligro que representaban esas brigadas a disposición del gobierno central, y estamos seguros que muchos de sus combatientes, los que no eran meros aventureros, no se habrían prestado al juego que hacían si se hubiesen dado cuenta de que no eran las necesidades de la guerra las que motivaban su creación, sino una política desleal, de partido y la necesidad, por parte de los aspirantes a dictadores, de apoyarse en una fuerza dócil, puesto que el pueblo español se empeñaba en declararse mayor de edad.

Posteriormente, y cuando la misión para la cual habían sido llamados estaba ya cumplida, hemos expuesto nuestra opinión a muchos de los luchadores de las brigadas internacionales, y nos han dado plenamente la razón; pero era demasiado tarde para reparar la labor funesta realizada inconscientemente.

No queremos referirnos a las prisiones clandestinas, a los asesinatos libremente perpetrados entre los voluntarios no afectos al stalinismo. Según parece, el maquiavelismo de los rusos ha calculado que al calor de la simpatía que había despertado la revolución española, podría librarse, mediante la organización de las brigadas internacionales, de sus adversarios trotskistas, libertarios, socialistas independientes, etc., que habrían de concentrarse en ellas. En parte, no les ha fallado el cálculo.[24]

No sabemos qué cantidad de hombres han entrado del extranjero a esas brigadas. Pueden ser de veinte a veinticinco mil. Pero la verdad es que a los pocos meses, y ya en los tiempos en que Indalecio Prieto era Ministro de la guerra, la mayoría de los combatientes de las brigadas internacionales eran españoles obligados a servir en sus filas, bajo el comando de comunistas rusos y de otras nacionalidades. Las filas de esas brigadas, más raleadas muchas veces por las deserciones que por la metralla enemiga, eran cubiertas por las quintas movilizadas de soldados españoles.

Ni en la formación de esas brigadas internacionales, ni después en la creación del fantástico ejército de carabineros, creemos que haya habido más oposición que la del pueblo mismo, cuya voz no tenía ya ninguna repercusión en la política de guerra. En las esferas oficiales, nuestra acción directa ha quedado sin eco y sin continuidad.

El partido comunista en su acción nefasta —Las «tchekas» rusas en España — Nuestra escuadra

Siempre que hemos deplorado el suicidio a que nos llevó la burocracia de las propias organizaciones en la revolución y en la guerra españolas, la de las propias organizaciones, porque la que actuó en las demás, de modo absolutamente idéntico, nos importa menos, se nos ha replicado que de esa manera nos evitábamos ante la historia la acusación de haber perdido la guerra por causa de nuestros gestos de rebeldía o de justicia.

Es posible que una actitud enérgica de represalia contra las injerencias extranjeras en nuestro territorio y una firme voluntad de defender los derechos del pueblo español contra sus enemigos complotados desde las esferas gubernativas de la República como desde las esferas del Gobierno de Burgos, habría acelerado el fin de la guerra. Con ello habríamos caído en nuestra ley, nuestro pueblo habría acortado su martirio estéril y es posible que la misma matanza que ha seguido al triunfo de Franco hubiera sido menor. Los traidores a España del lado de la República habrían podido enlodarnos en el primer instante, pero el tiempo habría vuelto a poner las cosas en su lugar y habría demostrado que la guerra la teníamos perdida después de caer el Norte de España.

No nos hemos movido, hemos obedecido y hemos callado, entregando los destinos de millones de proletarios españoles a la alegre despreocupación de un Dr. Negrín; hemos soportado injurias y un trato que no habíamos soportado jamás. No ha sido cordura, no ha sido sensatez; ha sido cobardía burocrática y ha sido traición a nuestro pueblo. No se nos acusará de haber perturbado los planes del Gobierno republicano‑comunista, pero se nos puede acusar por no haberlos perturbado, y ante el porvenir esta acusación pesará mucho más.

Ante el mundo no tenemos valor para justificar la conducta seguida; se ha vendido al pueblo por un plato de lentejas ministeriales. Tampoco es ninguna disculpa el que hayan hecho todos los partidos y todas las organizaciones lo mismo.

Nosotros no teníamos el derecho a hacer lo mismo, teníamos el deber de obrar de otra manera, de no haber vacilado en nombre de un absurdo sentido de la responsabilidad. ¿Responsabilidad ante quién? ¿Ante los Monipodios de la República? ¿Y por qué no responsabilidad ante los destinos de un pueblo del cual éramos los legítimos representantes?

Individualmente sólo nos acusamos de habernos equivocado en las jornadas de Mayo, siendo la impotencia ulterior para rectificar el error una consecuencia lógica de aquella equivocación funesta. El destino de la guerra y el destino de nuestro pueblo habrían sido muy distintos si en lugar de exponer la vida para sofocar el fuego de la rebelión provocada por nuestros enemigos, la hubiésemos expuesto para dar orientación y sentido a aquel levantamiento.

Aunque ya un primer paso de descalabro se tuvo en la hora aquella en que los que habían de ponerse a las órdenes del negrinismo, impidieron, por el mismo sentido funesto de la responsabilidad, que una parte del oro del Banco de España fuese a parar a Cataluña en lugar de ir a parar a Rusia.

No basta eso del sentido de responsabilidad y de la sensatez ante las continuas provocaciones para absolver a quienes han sido factores de sometimiento ciego de las grandes masas confederales; ese sentido de responsabilidad y esa sensatez pueden traducirse mejor por complicidad o por cobardía ante enemigos a quienes debíamos habernos sentido tan poco ligados como al franquismo.

Se tomaban acuerdos, bajo la presión de abajo, del pueblo, pero los que cumplían tan al pie de la letra los acuerdos tomados en combinación con el Gobierno, hacían todo lo que estaba en su mano por evitar que fuesen puestos en práctica los tomados bajo la presión popular. Escribíamos en un informe de la F.A.I.[25]:

«La acción del Partido comunista en la guerra, en el orden revolucionario y político, ha merecido el más absoluto repudio por parte del movimiento libertario, llegando éste a tomar acuerdos de la máxima energía.

En el pleno de Regionales de la C.N.T., celebrado en Valencia a mediados de abril de 1937, se nombró una ponencia para estudiar la manera de neutralizar la descarada ofensiva desencadenada por el partido de las consignas contra las organizaciones libertarias, propiciándose medidas diversas, entre otras éstas:

  1. Trabajar intensamente para conocer sus organizaciones secretas de represión y propaganda malsana y el modo como funcionan, para poder aprovechar, con oportunidad, todos los «affaires» en que intervengan o pretendan mediar. Toda esa labor debe llevarse con prudencia para evitar contratiempos perjudiciales y para sorprenderlos cuando tengamos necesidad de utilizarla.

  2. Seguir con atención y minuciosidad la actuación de los que ocupen cargos oficiales, procurándose la mayor cantidad de datos respecto a sus actividades, que nos permitan demostrar la obra partidista que efectúan y la incapacidad de que puedan dar pruebas.

  3. Dedicarse con afán a conocer en detalle el desenvolvimiento económico del Socorro Rojo Internacional, teniendo en cuenta que en nosotros existe el convencimiento fundado de que las cuantiosas recaudaciones que llevan a cabo, sirven exclusivamente para sus propagandas, estando ausente de su ánimo toda intención solidaria de la que públicamente hacen gala».

El pleno de Regionales de la C.N.T.‑F.A.I.‑Juventudes Libertarias, de Mayo de 1937, ha tomado acuerdos que dicten:

«Se acuerda: Atacar al Partido comunista en el orden nacional. Atacar en el plano local a quienes se hagan acreedores a ello, por su comportamiento en la localidad, provincia o región».

Glosando el contenido del manifiesto famoso Frente a la contrarrevolución. La C.N.T. a la conciencia de España, el Comité, Nacional de la C.N.T. ha hecho públicos algunos manifiestos de aguda crítica al Partido comunista, con títulos significativos: «El Partido de la contrarrevolución»,

«Procedimientos democráticos», «Los cuervos de la revolución», «Por sus obras los conoceréis», «Por encima de todo, la alianza revolucionaria de la clase obrera», etc.

Nuestro acuerdo entonces y ahora con aquella actitud no ha sido regateado. Estábamos plenamente identificados. Defendíamos nuestro movimiento contra sus más irreconciliables enemigos.

¿Hace falta mencionar la invasión de Aragón por tropas adictas al Partido comunista y su devastación de la obra constructiva y ejemplar de los campesinos aragoneses? Nosotros tenemos sobradas razones para afirmar que, sin la invasión de Aragón por las Divisiones de Lister y compañía, no se habría tenido la invasión posterior de los ejércitos fascistas.

¿Nos hemos olvidado de infamias como la de la nota del Bureau político, del Partido comunista el 31 de julio de 1937? El partido de la máxima irresponsabilidad no puede estar a nuestro lado y ser tratado de igual a igual. ¿Es que ha cambiado de procedimientos, de moral, de propósitos?

¿Y aquellos artículos de Frente Rojo contra nuestra obra económica y militar en Aragón? Comenzaba así, uno de ellos (14 de octubre de 1937): «El Gobierno del Frente popular ha hecho una entrada verdaderamente triunfal en Aragón. Los campesinos los saludaban alborozados y llenos de esperanzas. Aragón comienza a respetar y a sentir los beneficios de la nueva administración. Ha terminado, sin duda, una época odiosa y triste».

El lodo arrojado a espuertas por el Partido comunista y por su prensa contra nosotros hizo que nuestras organizaciones se cuadrasen enérgicamente exigiendo un mínimo de decencia y de responsabilidad. El Comité nacional de la C.N.T. Rompió sus relaciones con el Partido comunista hasta tanto fuese rectificado el artículo en que se ensalzaba la criminalidad de Lister en Aragón y se echaba por tierra el esfuerzo gigantesco de los hombres de la C.N.T.

Hubo una larga serie de notas, de réplicas y contrarréplicas, pero en resumidas cuentas el Partido de las consignas no dio las explicaciones debidas ni desautorizó el contenido de la campaña de calumnias e injurias contra nosotros.

Sin embargo éramos un sector demasiado respetable para que nacional e internacionalmente pudiese aparecer como verídica la fortaleza de un Gobierno que no contase con la aprobación, el visto bueno o la adhesión del movimiento libertario.

Sin rectificar una sola de sus posiciones de hostilidad irreducible, el Partido comunista se preocupó de captar a los dirigentes de la C.N.T. para su política de apoyo al Gobierno, a fin de manipular y hacer cotizar esa adhesión de sellos de goma para su propia política de hegemonía. Y fue en la medida en que los camaradas del Comité Nacional de la C.N.T. dieron pie a esas sugestiones que el Comité peninsular de la F.A.I. se encontró en discrepancia cada vez mayor con la dirección del organismo confederal.

Suponemos que tampoco se habrá olvidado por la militancia libertaria el pacto de octubre de 1937 entre la C.N.T. y la U.G.T., desbaratado por los comunistas que lo interpretaron como «un pacto de lucha contra los Partidos políticos y el Gobierno» (resolución de la cuarta conferencia provincial de Valencia del P. C.).

Aquel pacto era una auténtica manifestación proletaria y revolucionaria. Había que echarlo abajo, porque entre otras cosas, significaba la desaparición o la decadencia irremediable del Partido comunista. Era preciso establecer otro que no fuese ni chicha ni limonada, que no diese ni frío ni calor, y ligarnos además al cadáver del Frente popular para que nuestra independencia fuese más hollada y ante el mundo se pudiera esgrimir la leyenda de la subordinación total de la España leal a su Gobierno supuestamente del Frente popular y a los trece puntos.

Toda esa serie de porquerías políticas, de abrazos y de unidad de acción en la sola línea del apoyo al Gobierno Negrín, no impide, por ejemplo, que el Partido comunista lance a las comisiones del partido la consigna de trabajar dentro de la C.N.T. para desmembrarla, llevar la descomposición a sus filas, influenciar a algunos compañeros de más o menos representación, etc., etc.

Es verdad que el Comité Nacional de nuestra sindical ha denunciado esa maniobra, pero solamente en el papel. En la conducta cotidiana no se advierte la energía con que se reaccionaba en otros tiempos contra esa morbosidad. Y nuestras disidencias han crecido en la medida que vimos seguir a la C.N.T. la línea de conducta trazada por el Partido comunista.

Creemos que la incompatibilidad entre los objetivos y los métodos del Partido comunista y los del movimiento libertario es absoluta y que debe romperse toda relación con esos agentes del gobierno ruso causantes de nuestros mayores desastres.

Enumeramos algunas de las razones por las cuales hemos de delimitar perfectamente nuestra posición y declarar, como hemos pedido en vano al Comité Nacional que lo hiciera, que la C.N.T., que el movimiento libertario tienen un ideal y un método perfectamente definidos y no tienen nada de común con la política dictada desde Rusia al Partido comunista, considerándola contrarrevolucionaria y nociva para la buena marcha de la guerra:

  1. El Partido comunista ha combatido de una manera abiertamente contrarrevolucionaria la obra emprendida por las organizaciones obreras, pretextando que lo primero era ganar la guerra, sin advertir que al quitar a la guerra el calor popular, de cosa propia, tenía irremediablemente que dar los frutos que estamos viendo desde mayo de 1937.

  2. El Partido comunista apoyó desvergonzadamente a los sectores políticos que habrían debido desaparecer después de Julio, buscando aliados y neófitos en los sectores de origen más dudoso desde el punto de vista antifascista.

  3. El Partido comunista es enemigo de la autonomía de los sindicatos y les niega personalidad para intervenir como tales en la ordenación y en la transformación de la sociedad, misión que, según el, incumbe a los Partidos, a él mismo.

  4. El Partido comunista ha empleado los medios más desleales para acrecentar las filas de la U.G.T. a fin de poder maniobrar desde ella con fines escisionistas y esterilizar también la obra directa de los Sindicatos.

  5. Ha creado organizaciones amarillas para especular en su competencia con los socialistas por el dominio de la U.G.T. Ahí tenemos el caso de la Federación provincial de campesinos de Valencia.

  6. El Partido comunista ha obstruido el desarrollo de las colectividades agrarias e industriales y ha utilizado todos los medios, las fuerzas de orden público, incluso el ejército, para destruir las que se habían creado y prosperaban. Ha aprovechado su entrada en el Ministerio de agricultura para negar créditos, abonos y semillas á las colectividades de la C.N.T. Ha utilizado la Unión de Rabassaires para sembrar la cizaña en el campo catalán.

  7. El Partido comunista ha esgrimido el chantaje de la ayuda rusa para producir los cambios políticos que consideraba más convenientes a su desarrollo en detrimento de los otros sectores.

  8. El Partido comunista ha utilizado el aparato burocrático y represivo del Estado para eliminar a sus adversarios políticos con grave daño para la causa antifascista. Baste recordar los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, la persecución y la anulación del P.O.U.M. y el asesinato de militantes como Andrés Nin.

  9. Han hecho del ministerio de Estado un apéndice diplomático de las relaciones exteriores de la U.R.S.S., con evidente desprestigio para España, que se ha visto así aislada del mundo.

  10. El Partido comunista ha intervenido en los Comités de enlace para anular la acción de la U.G.T. como sindical que había de verse forzosamente impulsada por nosotros en base a la unidad de intereses y de aspiraciones del proletariado.

  11. El Partido comunista ha explotado inicuamente a nuestro país con el negocio de las armas en las condiciones más desventajosas y ha facilitado la adquisición de nuestros stocks de mercaderías a precios irrisorios, sin contar el robo por el espionaje ruso de nuestros secretos de fabricación industrial.

  12. El Partido comunista ha paralizado y castrado por todos los medios la iniciativa creadora del pueblo español para que tengamos forzosamente que ser tributarios del comercio exterior ruso.

Es inútil que prosigamos en esta enumeración repulsiva. El Partido comunista ha sido el mayor enemigo de la revolución en España y no ha vacilado en el empleo de los medios más reprobables y más criminales, el asesinato, la difamación, las persecuciones y las torturas, para poner obstáculos a nuestro avance social. Todo esto es bien sabido del movimiento libertario. Lo que importa es deducir las enseñanzas y obrar en consecuencia...».

Sobraban hechos y argumentos todos los días para justificar la rebelión armada o por lo menos la delimitación de responsabilidades frente al Gobierno Negrín. No los callábamos esos hechos y esos argumentos, pero la Celestina de la guerra, como la llamó Largo Caballero, servía para ocultar todas las infamias, todas las complicidades, todas las cobardías.

Uno de los aspectos que más nos sublevaba era la introducción de los métodos policiales rusos en nuestra política interior. Las torturas, los asesinatos irresponsables, las cárceles clandestinas, la ferocidad con las víctimas culpables o inocentes estaban a la orden del día. Era imposible tolerar y aplaudir a un Gobierno que había superado los tradicionales rigores de la Guardia civil contra los perseguidos. Hasta en ese aspecto nos igualábamos al enemigo a quien combatíamos, pues también allí la Gestapo alemana y la Ovraitaliana habían impuesto sus procedimientos de persecución y de eliminación de adversarios. En la España leal, en lugar de la Gestapo y la Ovra, teníamos la G.P.U. rusa. Nombres diversos y una sola bestialidad verdadera.

Lo ocurrido en las tchekas comunistas de la España republicana cuesta trabajo creerlo. En el Hotel Colón de Barcelona, en el Casal Carlos Marx, en la Puerta del Angel 24, y en la de Villamajor 5, todos de Barcelona, como en el Convento de Santa Ursula en Valencia, en el castillo de Castelldefels, en Chinchilla, etc., etc., se perpetraban crímenes que no tienen antecedentes en la historia de la inquisición española, que tiene bastante que contar, sin embargo. ¿Íbamos nosotros a silenciar esos hechos, asumiendo ante la historia la mancha de complicidad o de cobardía? A Ministros en ejercicio del Gobierno Negrín hemos dicho con todas las letras el juicio que merecía su pasividad y su ceguera voluntaria. Se ha deshonrado la revolución española y la guerra al fascismo con los procedimientos policiales desde la Dirección General de Seguridad, desde el Servicio de Investigación Militar, desde las tchekas privadas, de partido. Se ha herido lo más sagrado del alma popular y se ha puesto a la España eterna contra un régimen que auspiciaba o toleraba esos horrores.

El ayuntamiento de Castelldefels tuvo que protestar por la serie de cadáveres que dejaba en la carretera todas las noches la tcheka del castillo. Hubo días en que se encontraron 16 hombres asesinados, todos antifascistas, pero contrarios al comunismo.

1º. «Hemos denunciando una de las mil monstruosidades, la del asesinato de 80 personas en Turón, Andalucía.[26] He aquí el caso:

2º. «Desde hace tiempo vienen recibiéndose denuncias más o menos concretas sobre la actuación de los elementos comunistas en toda la región andaluza, y especialmente en los sectores ocupados por unidades militares bajo el mando del Partido comunista.

Uno de los sectores más afectados es el ocupado por las fuerzas del XXIII Cuerpo de ejército, el cual se halla bajo el mando del conocido comunista teniente coronel Galán. El mencionado sector se distingue por la facilidad pasmosa con que desaparecen allí los elementos no afectos al Partido, elementos que unas veces pueden calificarse de indiferentes y otras de francamente izquierdistas. Tal el caso de un socialista del pueblo de Peters, elemento de viejo historial revolucionario, al cual le fue aplicada la ley de fugas (junto con otros cinco detenidos del citado pueblo) por Bailén, capitán de información del citado Cuerpo de ejército, individuo de pésimos antecedentes que, con anterioridad al movimiento, se dedicaba a cobrar contribuciones como agente ejecutivo, siendo el peor de toda la región, y que en la actualidad se dedica a limpiar la zona de los elementos que pueden comprometerlo.

El fusilamiento antes mencionado se llevó a cabo por orden del jefe del XXIII Cuerpo de ejército, a pesar de la intervención del Comité provincial socialista de Almería, del Gobernador civil de la misma y del coronel Menoyo, el cual llegó a hablar directamente con el Ministro de Defensa (Prieto), quien dio orden de detención directamente contra el citado capitán.[27] En la actualidad el Partido comunista está trabajando activamente por echar tierra al asunto, valiéndose de todos cuantos medios tiene a su alcance».

Este caso, con ser muy grave, es poca cosa comparada con el que vamos a relatar a continuación:

«Un buen día se recibe en las brigadas pertenecientes al XXIII Cuerpo de ejército una orden de éste para que cada brigada mandase un pelotón o escuadra de gente probada como antifascista. Así se hace y se le dan instrucciones completas para que marchen a Turón, pueblecito de la Alpujarra granadina de unos 2.500 habitantes. Se les dice que hay que eliminar a fascistas para el bien de la causa. Llegan a Turón los designados por cada brigada y matan a 80 personas, entre las cuales la mayoría no tenía absolutamente porque sufrir esa pena, pues no era desafecta y mucho menos peligrosa, dándose el caso de que elementos de la C.N.T., del Partido socialista y de otros sectores mataron a compañeros de su propia organización, ignorando que eran tales y creyendo que obraban en justicia, como les habían indicado sus superiores. También hay casos de violación de las hijas para evitar que sus padres fuesen asesinados. Y lo más repugnante fue la forma de llevar a cabo dichos actos, en pleno día y ante todo el mundo, pasando una ola de terror trágico por toda aquella comarca. Se estaba construyendo la carretera de Turón a Murtas y los muertos fueron enterrados en la caja misma de la carretera. Se pretendió silenciar la cosa, pero ante la presión de la opinión pública, el Tribunal permanente del Ejército de Andalucía no pudo permanecer impasible y se ordenó la instrucción de las primeras diligencias. Se desenterraron 35 cadáveres, renunciando a desenterrar el resto, pues ello suponía la destrucción total de la carretera en que estaban enterrados.

Ese Tribunal empieza a tomar declaraciones y al comprobar que las ordenes partieron del jefe del XXIII Cuerpo de ejército, Galán (especie de virrey de Andalucía) que era, todo obra del mismo, suspendió sus actuaciones para comunicar al Gobierno lo que había y pedirle instrucciones».

Era Ministro de Defensa Nacional el Dr. Negrín, y la prueba del caso que habrá hecho a denuncias de esa especie, es que dio a Galán, en ocasión de la increíble provocación de marzo de 1939, uno de los mandos más importantes en su proyecto de golpe de Estado en la región Centro y Levante, después de la caída de Cataluña.

Fue nuestro compañero Maroto, enérgico militante de la región murciana, contra el cual se desataron tan furiosas invectivas, el que más enérgicamente ha pedido a las propias organizaciones su intervención para aclarar los asesinatos de Turón y obrar luego en consecuencia con los asesinos.

De un folleto dado a la publicidad a fines de 1937, entresacamos los fragmentos que siguen, como apéndice a una descripción minuciosa de los horrores de Santa Ursula en Valencia:

«El cinismo y la crueldad de la G.U.P. staliniana supera a cuantos métodos represivos se han conocido hasta la fecha. Jamás tuvieron en cuenta la condición de los detenidos. Sanos o enfermos, hombres o mujeres, fascistas o antifascistas, todos eran lo mismo para la brigada especial. Y lo peor del caso es que todos aquellos sacrificios no servían para nada. Una vez obtenidas las declaraciones deseadas y firmadas y rubricadas, los presos eran abandonados y olvidados en los sombríos dormitorios de Santa Ursula. Los procesos no acababan de llegar jamás.

Y es comprensible. La policía sabía demasiado que las víctimas denunciarían ante los Tribunales los atropellos y los crímenes cometidos, que rechazarían el atestado firmado entre contorsiones de dolor, que se transformarían en acusadores implacables.

Pero Santa Ursula no podía conservar el secreto indefinidamente. Ni podía albergar tanto dolor. La verdad acabaría por filtrarse a través de las paredes más gruesas y de las puertas mejor cerradas.

Los relatos trágicos y sangrientos llegaron a las organizaciones obreras y a la publicidad. La prensa clandestina de los núcleos revolucionarios y la prensa obrera del extranjero publicó versiones de los atropellos cometidos en Santa Ursula. El Gobierno se vio precisado a intervenir. Pero una intervención tardía y débil. No iba al fondo del asunto. Los stalinistas continuaban en el Gobierno y no era cuestión de plantear una ruptura demasiado pronto. Además: ahí estaban los expedientes y los atestados falsificados y arrancados a la fuerza, como es natural, para tapar las bocas indiscretas y los espíritus demasiado suspicaces.

Pero el Gobierno ignora hasta la fecha que una gran parte de sus propios proveedores de material de guerra, de sus técnicos industriales y militares han sido detenidos en Santa Ursula y otros han desaparecido para siempre. Vinieron a España con todas las garantías, personales y económicas. En la Embajada de París les facilitaron todas las credenciales, papeles y contratos necesarios. Y hoy han desaparecido. El Gobierno les cree en el extranjero. Pero cometieron el delito de ser concurrentes especializados de la Rusia amiga. Y la brigada especial se encargó de suprimirlos.

A Santa Ursula acudieron a menudo comisionados del gobierno e incluso representantes de las organizaciones obreras. Una vez, Irujo, el Ministro de Justicia, en persona... «Nunca han visto los visitantes ni la cueva de los cadáveres, ni los «armarios», ni los presos maltratados».

Típico es el relato de un muchacho de la F.A.I.; J. H. Trafalgar, miliciano de las primeras filas del frente de Aragón, a quien conocíamos. Se le acusó de haber atacado un Centro de Estat Catalá a pistola y bombas de mano, en los días de mayo de 1937. Dos veces herido en el frente. Fue detenido meses más tarde y llevado a una tcheka de la calle Córcega, donde hacía de jefe un tal Gaspar Dalmau Carbonell, comunista. Pasó allí 28 días, los primeros ocho sin probar un bocado.

No pudiendo achacarle nada, se dio orden de ponerlo en libertad, pero al llegar a la Jefatura de policía, esperaba un coche con agentes de la tcheka que lo devolvieron a la calle Córcega. En los papeles figuraba su libertad; ahora estaba en manos de sus verdugos sin ningún contratiempo posible. Dejemos la palabra a la víctima:

«Por la noche, poco más o menos a las doce, fui trasladado al piso superior para sufrir un interrogatorio. Primero y muy atentamente se me comunicó que la denuncia anterior había sido retirada y que ahora se me acusaba de haber tomado parte directamente o por lo menos en la preparación del atentado contra Andreu, el presidente de la Audiencia de Barcelona.

Expliqué dónde había pasado el día del atentado, afirmé que nada sabía del mismo y que lo condenaba como lo hacía la organizaciones a través de la Solidaridad Obrera.

De nada sirvieron mis afirmaciones. Los policías de la tcheka decían que yo estaba en el secreto del atentado. Que si «cantaba» sería puesto en libertad, conducido al extranjero y que se me pagaría espléndidamente. Que si era un poco inteligente debía delatar a los que había tomado parte en el hecho o por lo menos a los que podían haber intervenido en el atentado. En caso contrario se me amenazaba con el consabido «paseo».

Las preguntas que comenzaron en tono cordial y dulzón fueron agriándose poco a poco. El ambiente teatral a más no poder estaba en consonancia con el carácter del interrogatorio. A mi alrededor Dalmau con su sonrisa sarcástica, Calero jugando con un puñal, y otros varios, en diferentes posturas. En la mesa, a poco más de un metro de distancia un potentísimo foco luminoso orientado hacia nosotros. El resto de la habitación completamente a obscuras.

Los policías preguntaban todos a coro y sobre diferentes cuestiones. Al mismo tiempo en la oscuridad y detrás de un biombo una voz acusadora afirmaba haberme visto el día del atentado en un coche particular frente al Palacio de Justicia. A mis continuos requerimientos de que diese la cara, se negó a salir alegando el temor a una futura venganza mía.

El espectáculo era capaz de triturar los nervios al más fuerte. El cansancio, la debilidad, las preguntas, los insultos, el foco eléctrico, el puñal se mezclaban en mi cerebro bailando una danza de locura. Al final, desesperado, convencido de que acabarían por matarme, deseoso de terminar aquella pesadilla cuanto antes, confesé: «Sí, he sido yo». Pero la declaración no interesaba a los policías.

Sabían perfectamente que no había tomado parte. Lo que a ellos les interesaba era saber el nombre de los verdaderos autores. Y continuaron insistiendo, en ese sentido. Mi respuesta fue contundente: «Sí; he sido yo, con Azaña y Companys». Era el hundimiento de sus esperanzas. Tuvieron que darse por vencidos. Había llegado el momento de cambiar de procedimientos.

Dalmau se levantó. «Ya sabéis lo que tenéis que hacer», dijo a sus subordinados. Los policías sacaron las pistolas y pusieron la bala en la recámara. Aquello era el principio del fin. Calero intentaba esposarme las muñecas a las espaldas. Mi reloj pulsera impedía la maniobra. Tranquilamente me desabrocho el reloj y se lo entrego a Calero: «Toma, para que me des el tiro de gracia lo antes posible».

Bajamos al segundo piso. Me hicieron entrar en el cuarto de baño. Supuse que querían evitar que el ruido de los disparos llegase a la calle. Pero los policías no parecían tener prisa. Echaron una pastilla de jabón a la bañera y abrieron los grifos. El jabón era de marca francesa. La pastilla era grande.

Pesaría un kilo al menos. Yo contemplaba la escena sin llegar a comprender las verdaderas intenciones de aquellos hombres. El ruido fuerte y monótono del agua al caer en la bañera golpeaba sobre mi cansancio contagiándome unas ganas locas de dormir.

Terminados aquellos preparativos, recomenzó el interrogatorio. Una mezcla de amenazas y de consejos. «No seas tonto, confiesa, que te quedan ya pocos minutos de vida». La idea de la muerte estaba en todas las palabras. Yo deseaba que aquello terminase de una vez. Tenía un verdadero deseo de sentir sobre mis sienes el frío contacto de las pistolas de los policías. Pero mis interrogadores tenían intenciones más refinadas. ¡Cómo no lo había comprendido antes! A la media hora el agua había llenado la bañera por completo. Después de una última pregunta, se dirigió a sus compañeros: «Habrá que meterlo, ¿no os parece?». Y me vi en el aire, la cabeza hacia abajo y los pies hacia el techo. Comenzaba la verdadera tortura. Una nueva pregunta, mientras la cabeza rozaba la superficie del agua. Como es natural, la respuesta fue idéntica a las anteriores. Y pocos recuerdos claros me quedan ya. Mi cabeza fue sumergida hasta llegar al fondo de la bañera.

Recuerdo que las muñecas, hinchadas por la presión de las esposas, me dolían extraordinariamente. Debí haber realizado estúpidos e inconscientes esfuerzos para soltarme. En el fondo de la bañera traté de resistir lo indecible. Aguanté la respiración unos segundos que parecieron siglos. Después ya no pude aguantar más. Me faltaba aire. Empecé a tragar agua. Por todas partes. Por la boca, por la nariz, por los oídos. Tuve la sensación de que el agua me llegaba al mismo cerebro. Perdí el control de la voluntad. Solo quedaba ya el instinto de conservación defendiéndose brutal y apasionadamente.

Tengo el obscuro recuerdo de que comencé a golpear con todo el cuerpo, con la cabeza, los hombros, los brazos. Perdí el conocimiento. No puedo imaginarme el tiempo que pasé en esa situación. Cuando volví en mí estaba fuera del agua y echado sobre una silla tapizada, colgando las piernas por un lado y la cabeza por otro. Había vomitado extraordinariamente.

El jabón era un excelente vomitivo. Todo el cuerpo me dolía. La cabeza me daba vueltas como si estuviera beodo. Cuando las ideas comenzaban a articularse de nuevo, los policías volvieron a atropellarme con sus preguntas... Ante el fracaso del interrogatorio fui metido otra vez en la bañera en medio de las injurias y de los juramentos de los policías. Esta vez tardé pocos segundos en perder el conocimiento. Cuando volví a recobrarlo estaba vomitando, echado sobre la silla. Los policías habían perdido también el control de sus nervios y se mostraban con toda la brutalidad de que eran capaces.

Me golpeaban a puñetazos y a puntapiés con frases groseras...

Un poco más apaciguados continuaron sus monótonas preguntas. Yo estaba tan destrozado por dentro y por fuera que no podía contestar siquiera. Dispuesto a terminar de una vez para siempre, recurriendo a las pocas fuerzas que me quedaban, me levanté y me dejé caer pesadamente en la bañera. Era preferible morir ahogado que seguir soportando aquel tormento.

Cuando volví a recobrar el conocimiento estaba en otra habitación. Los policías me habían desnudado y echado sobre un colchón. Se llevaron las ropas y los zapatos. Así permanecí cuatro días. En ese tiempo no pude comer y tardé ocho días en levantarme de la cama. Tal era mi lamentable postración física. Los policías no se dieron por vencidos. Durante esos ocho días se presentaban cada hora o cada media hora a mi habitación a tomarme declaración. Creo que desfilaron todos los agentes de la tcheka, con preguntas parecidas y con el mismo corolario: el cuarto de baño.

En el transcurso de aquel desfile pude comprobar que los policías se habían repartido mis mejores prendas de vestir y mis objetos personales. Uno llevaba mi pulsera, otro mi sortija, un tercero el cinto, un cuarto alumbraba sus cigarros con mi mechero...

No había duda, además de verdugos eran unos vulgares ladrones...

Un poco más restablecido fui nuevamente llamado al tercer piso para declarar. El hecho se repitió otras dos veces. Vivía los nervios en punta, convencido de que aquellas declaraciones acabarían fatalmente en el cuarto de baño. Afortunadamente me equivoqué. Una noche me mandaron subir a un coche particular. Íbamos, según los policías, a verificar un careo con mi acusador. Comprendí bien. El coche enfocó por la calle Salmerón y se dirigió hacia la Rabasada. Fuera de Barcelona encontramos otro coche parado en medio de la carretera. Seguramente nos estaba esperando. Me obligaron a descender. Me llevaron a la cuneta; la carretera estaba a obscuras. Los focos de los coches iluminaban el lado opuesto. Vi claramente que había llegado mi fin.

Del coche delantero descendieron tres hombres que se dirigieron hacia nosotros. Uno de ellos dijo haberme visto el día del atentado desde un coche particular que estaba parado frente al Palacio de Justicia. Los policías sonreían satisfechos. Era el testigo que yo había exigido para declararme reo. Dándome un golpecito en la espalda, me dijeron: «Puedes prepararte a morir». Respondí con toda violencia. Podían matarme cuando les viniese en gana. La organización sabría luego lo que tendría que hacer.

Al pasar por los calabozos de la Jefatura había encontrado compañeros y había podido avisar a la Comisión jurídica y a mi grupo.

No me importaba morir. La pérdida de mi persona tenía poca importancia para el movimiento.

Además estaba seguro de que no tardaría en ser vengado.

Me ofrecieron la última oportunidad para salvar la vida: delatar a los autores o cómplices míos, como decían. Si me rehusaba, se verían obligados a pegarme un tiro, a matarme como a un perro.

Me mantuve impertérrito. Si había llegado hasta allí, bien podía llegar hasta el final.

Me obligaron a subir nuevamente al coche y regresamos. Habían encontrado la fórmula: «Te vamos a dar un día mas para recapacitar»...

Algo se supo hacia afuera, por diversas caminos. Era imposible matar a ese hombre sin provocar venganzas de los amigos. Fue rodando por varias cárceles y luego cayó de nuevo en la de Barcelona, donde quedó retenido gubernativamente y donde escribió el relato transcrito, que circuló clandestinamente con otros documentos por el estilo, pero del cual se enviaron copias a las autoridades.

Con motivo de un violento incidente con el comunista Cazorla, —Consejero delegado de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, el mismo personaje que, siendo gobernador de Guadalajara, ha motivado una posición de incompatibilidad de todos los partidos y organizaciones contra sus funciones, inspirador de la brigada especial de Santa Ursula—, nuestros compañeros del Centro hablaron con claridad meridiana y sacaron a relucir las infamias que se cometían con los presos, resucitando los métodos de Martínez Anido y Arlegui, las detenciones de antifascistas no comunistas, los secuestros, los asesinatos. Se declaró una vez que no había presos gubernativos, en la fecha en que el mencionado Cazorla era Consejero de orden público, y los hombres del movimiento libertario dieron cifras concretas de las prisiones de Ventas, de San Anton, de Porlier, de Duque de Sexto, de Alcalá de Henares. Había en esas prisiones:

30 de enero de 1937 2.727 presos gubernativos
10 de febrero de 1937 2.587 presos gubernativos
26 de febrero de 1937 1.761 presos gubernativos

Y además, el 10 de febrero del mismo año, 348 mujeres, el 26 de febrero 255.

También se dan cifras concretas de los presos evacuados de las prisiones de Madrid, ignorándose su destino, en la seguridad de que fueron ultimados. Pero no se crea que se trataba de presos fascistas; había tantos antifascistas no comunistas como partidarios notorios de la rebelión militar. Si hubo un trato diferente, fue en favor de los presos fascistas, protegidos y mimados mientras podían comprarse el trato de favor e incluso la libertad.

Que defiendan esos procedimientos policiales los que los han aplicado. Nosotros denunciábamos que por ese camino no podíamos llegar más que al triunfo de Franco, porque nos privábamos del auxilio y de la adhesión del pueblo. Y no nos hemos equivocado. Si algo concreto se supo sobre esos métodos, fue por obra nuestra. Los demás partidos y organizaciones, aun disgustados, han callado, porque, decían, así lo exigía la guerra. Nosotros entendíamos que la guerra exigía todo lo contrario: la terminación de esos horrores enseñados y organizados por los comunistas rusos y el castigo fulminante de cuantos se habían prestado, desde puestos directivos o como simples instrumentos, a deshonrar nuestra guerra y a deshonrar nuestra revolución.

No es ningún atenuante el que en la zona de Franco las cosas hayan sido más horribles aun; las descripciones que se han hecho,[28] parten el alma; pero el empleo de los mismos procedimientos bajo la bandera de la República nos llena de vergüenza, aun cuando no hemos pecado ni siquiera por el delito del silenciamiento de esos crímenes.

La mayor parte de la escuadra quedo en poder del Gobierno de la República, no ciertamente por obra de ese gobierno, sino de la marinería. Existía ya en la marina, en cada barco, un pequeño núcleo clandestino, que enlazaba, con los núcleos de los otros barcos, constituyendo un Consejo central con sede en el crucero «Libertad».

Esos núcleos eran compuestos por cinco o diez cabos de mar y marineros, socialistas y anarquistas, sobre todo, cada cual en relación con sus respectivas organizaciones nacionales.

Ya el 12 de julio se previno a esos grupos clandestinos sobre un probable levantamiento militar para el 20 del mismo mes. Esa noticia motivó, una reunión de grupos el día 13 en El Ferrol, con la asistencia de representaciones del «Libertad», «Cervantes», «Cervera», «España», «Velasco», Arsenal y Escuelas de marinería. Los acuerdos fueron comunicados al «Jaime Iº», que se encontraba en Santander, y a la flotilla de destructores que había en Cartagena.

Estalló el 17 de julio la rebelión en Marruecos y, el Gobierno de la República, sin tener informe alguno sobre la actitud de la escuadra, hizo salir de El Ferrol dos cruceros hacia el Sur. Los barcos no se perdieron porque la marinería estaba al corriente de lo que iba a pasar y se apoderó de los cruceros deteniendo a su oficialidad comprometida, órdenes que habían recibido por radio, siempre al margen del Gobierno, por iniciativa del radiotelegrafista Balboa. Con las unidades de la escuadra que había en El Ferrol, esa base pertenecía a la causa antifascista, pero al salir los dos cruceros hacia el Sur, las dotaciones del «Cervera» y del «España» quedaron indefensas.

Del Arsenal salió una compañía a la calle al mando del maestre Manso; pero El Ferrol era una plaza fuerte con 8 regimientos de guarnición, y el «Cervera» y el «España» no pudieron hacer uso de su artillería por encontrarse el primero en dique seco, y el segundo por carecer de munición. El «Canarias» y el «Baleares», que estaban a punto de ser terminados, quedaron también allí. Esa gran base naval pasó a manos de los rebeldes.

Como quiera que sea, la marinería salvó una buena parte de la escuadra, quedando en posesión de un acorazado, el «Jaime 1º», tres cruceros, 10 destructores, 12 submarinos (6 tipo B y seis tipo C), los buques auxiliares Lobo, Tofiño, Artabro, 3 torpederos, 4 guardacostas, etc. La flota rebelde tuvo un acorazado, 3 cruceros, un destructor, 2 torpederos, submarinos alemanes e italianos.

Al principio se tenía la ventaja del dominio del estrecho, a causa de los dos cruceros enviados a reprimir el levantamiento de Marruecos, aunque faltaban bases adecuadas próximas. Pero después el Gobierno hizo salir hacia el Norte las unidades que guardaban el estrecho y el enemigo se posesionó de él desde sus bases de Cádiz y de Ceuta. Cuando la escuadra estaba en manos de la marinería y de los técnicos leales, se pidió al Ministro de Marina, Indalecio Prieto, que fuese fortificada Málaga como base para las operaciones navales sobre el Estrecho; no fueron atendidos, y hubo que llegar a Cartagena.

No habíamos quedado, pues, en situación desfavorable; equilibrábamos con ventaja nuestra flota con la del enemigo. Con la diferencia a nuestro favor del sano heroísmo y la audacia de los nuevos jefes de la escuadra, fervientes revolucionarios, capaces de todos los sacrificios.

Tenía el movimiento libertario una representación mayoritaria en la marina. Se inició en seguida una cruzada contra los que habían salvado del enemigo las unidades con que contábamos. Se les fue desplazando poco a poco, y ya desde mediados de 1937 se les desembarcaba abiertamente, quedando a bordo casi exclusivamente comunistas y comunizantes, no obstante tener Prieto a un Comisario de la flota de su confianza.

Los rusos hicieron desde el primer día presa en la escuadra. El Ministro de Marina, que no disponía tampoco de personal asesor, quedó descartado de hecho y se obró como convino a los planes de dominio moscovitas, que pusieron en todas partes los mandos de su elección.

Fuera de los primeros instantes, no tuvimos nunca iniciativa en el orden naval, y sólo fuimos de descalabro en descalabro, hasta quedar en situación de inferioridad. Se nos habló de indisciplina cuando los barcos estaban en manos de sus salvadores, pero toda la historia de nuestra escuadra durante la guerra fue un rosario permanente de arbitrariedades y de errores garrafales. Perdimos las mejores unidades por desobediencia de los rusos y de sus paniaguados (caso del «Ciscar» en el Musel, que narra Prieto mismo, Ministro de Defensa), por sabotaje de los elementos fascistas mil veces denunciados y, sin embargo, protegidos por los rusos y por el Gobierno de la república (caso del acorazado «Jaime 1°»), por incompetencia y cobardía de los mandos, por órdenes absurdas de las autoridades de la marina («J. L. Diez»).

Bajo la protección de los rusos —ocho eran los que actuaban de una manera más destacada, uno en el Estado Mayor de la base de Cartagena, otro en el Ministerio de Marina de Valencia, otro en la flotilla de destructores, etc., etc.—, y de los agentes de Prieto, abanderados de la «disciplina», quedaron en la escuadra, en los servicios de la base de Cartagena, en la administración naval, etc., mas elementos afectos a los rebeldes que en el mismo ejército de tierra. Pero para que esos elementos quedasen operando al servicio del enemigo fue preciso descartar casi totalmente la influencia que la vieja marinería del 19 de julio tenía en los barcos, y con más razón tenían que estorbar los oficiales antifascistas no comunistas. El 15 de diciembre de 1938 el Estado Mayor de la marina estaba completamente compuesto por comunistas, a excepción del segundo jefe, el comandante J. Sánchez, buen técnico en materia naval. He aquí la composición de ese Estado Mayor a las órdenes del ruso «Nicolás»:

Jefe: Pedro Prados, teniente de navío, habilitado de Coronel; Manuel Palma, auxiliar de oficinas, habilitado de coronel; José Santana, auxiliar de oficinas, habilitado de comandante; Tomás Martín, auxiliar de oficinas, habilitado de comandante, López Rugero, auxiliar de oficinas, habilitado de comandante; Mariano Pérez, fogonero, habilitado de comandante; Magallanes, cabo de artillería, habilitado de comandante; etc., etc.

Como se ve, el argumento esgrimido contra la dirección de los barcos por la marinería era demasiados flojo, puesto que se ha elevado al Estado Mayor de la marina a auxiliares de oficina habilitados de coroneles y comandantes, a fogoneros, etc.

Un oficial de marina, antifascista libertario, ha hecho el 5 de setiembre de 1938 este resumen de la actuación de la escuadra: «La escuadra ha tenido las siguientes fases:

Los primeros meses del movimiento combatió eficazmente y con intensidad. El Cantábrico, el Atlántico, el Mediterráneo, fueron completamente suyos. Tuvimos la fatalidad de que nos faltase el Estado Mayor organizado y competente o un Ministro que supiese lo que traía entre manos.

La pequeña flota que tenían los facciosos no la podían desplazar del Cantábrico, cosa que, si hicieron luego, fue debido a que en el transcurso del tiempo la fortalecieron, terminando de reparar el acorazado «España», luego hundido, y el «Canarias», reforzándola mucho después con un crucero que mejoraron los alemanes en Cádiz y que se llamaba «República» (hoy «Navarra») y con tres destructores cedidos por Italia, el «Sanjurjo», el «Melilla» y el «Teruel». Estos, con el destructor «Velasco» y el crucero «Almirante Cervera», componían las flotas de combate rebelde, más los submarinos que Italia y Alemania ponían a su disposición.

En aquella primera etapa la flota no se empleó racionalmente, y así veíamos a unos buques operando aislados en el Estrecho, a otros en África, a otros en pleno Mediterráneo o en el Cantábrico, queriendo abarcar todos los frentes del mar y no rindiendo labor positiva en ninguno, aparte de las operaciones de castigo y de vigilancia, que se efectuaban sin ton ni son. Se nos ocurre preguntar: Si a los dos meses escasos del movimiento el acorazado «Jaime I», los cruceros «Cervantes», «Libertad» y «Méndez Núñez», los diez destructores que teníamos y los buques auxiliares con tropas se hubieran empleado un buen día a fondo sobre Mallorca ¿sería esa isla de los rebeldes y de los italianos? En menos de veinticuatro horas, Mallorca, que se encontraba indefensa, se hubiera rendido o no hubiese quedado piedra sobre piedra... Pero no caigamos en el análisis de los errores pasados, ya que no conseguiremos poner de relieve más que la incapacidad de nuestros políticos dirigentes.

Se reorganiza la flota en Cartagena al cabo casi de un año de guerra; se dio el mando de la misma a un tal Buiza, en unión de unos cuantos rusos y de Bruno Alonso. Crearon una ola de terror contra los «indisciplinados», pero la flota no actuó ni poco ni mucho. Su estancamiento y su desorientación fue mucho mayor que cuando ninguno de esos elementos había pisado todavía la cubierta de los barcos, aun a pesar de haber reforzado su potencialidad con cuatro destructores que había en construcción. Se consagró la escuadra a acompañar convoyes que venían de Rusia o del Norte de África, pero sin tomar ninguna otra iniciativa. Dos factores intervinieron en esta situación: el miedo y la incompetencia de los dirigentes y la manifiesta incapacidad de los marinos rusos. De ese estancamiento no salió hasta que Buiza y los rusos fueron privados de los mandos en la flota y desembarcados. El actual jefe de la misma, Luis González Ubieta, puso en práctica la batalla del Cabo Palos, donde el enemigo perdió el crucero «Baleares». Después la escuadra volvió a Cartagena, hace ya seis meses, y no ha vuelto a actuar. ¿Qué ha pasado aquí? Petróleo tenemos, municiones tenemos, torpedos tenemos, dotaciones igual. El enemigo está ahí, más debilitado por la pérdida del «Baleares» ¿Por qué, no se combate? ¿Por qué no se persigue y destruye al enemigo? No será porque éste se halle escondido. Actúa a diario. En el corte de Levante por Vinaroz nuestra escuadra no salió de Cartagena y la enemiga fue libremente empleada. El día de la toma de Castellón por el enemigo, nuestra escuadra estaba anclada en Cartagena y la fascista estuvo en su puesto de lucha.

Nuestras fuerzas de tierra rebasaron Motril y nuestra escuadra no salió de Cartagena para cooperar en la operación. La escuadra facciosa bombardea Rosas, Valencia, Barcelona, y nuestra escuadra sigue inmóvil en su base. ¿Culpa de la escuadra? ¿Culpa de su jefe? No. La escuadra va donde se le manda, aunque sea al sacrificio total. La culpa, pues, no es de la escuadra. ¿Quién está por encima de ella? El Estado Mayor de Marina en Barcelona. ¿Quién tiene la jefatura de ese Estado Mayor? Pedro Prado Mendizábal, comunista, protegido por la embajada rusa, el más inepto de todos los oficiales de la marina. Estuvo de comandante en el «Méndez Núñez» una corta temporada, y lo convirtió en una célula comunista. Estuvo en Rusia en comisión y en pago de su fidelidad staliniana le vemos de repente convertido en Jefe del Estado Mayor de la Marina. No puede extrañar que gente de esa calidad no sepa qué hacer con la escuadra. Sólo se la emplea para trasladar oro y plata de Cartagena a Barcelona».

La escuadra ha servido finalmente para la fuga de numerosos responsables de la política naval, aérea y terrestre, cuando los numantinos del Gobierno Negrin fallaron en su último ensayo de continuar su obra de destrucción en la zona de Levante y del Centro, después de haber aniquilado a Cataluña.

Numerosas fueron las sugerencias para que volviese a nuestras manos la iniciativa naval, para mejorar la situación en la escuadra y darle más eficiencia. Los rusos hicieron en este dominio lo mismo que en la aviación y lo mismo que en el ejército de tierra: buena obra de captación política para su política de hegemonía partidista, pero ninguna en cuanto a afrontar al enemigo victoriosamente.

La descomposición política de la república — Irresponsabilidad financiera — La figura de Negrín

Al constituirse, siguiendo los planes del delegado «comercial» ruso Stajevsky, el gobierno Prieto-Negrín, después de la famosa crisis de mayo de 1937, cuando la política de Moscú derribó a Largo Caballero impidiéndole realizar la ofensiva preparada para cortar la zona rebelde en dos partes, provocando en Barcelona los sucesos sangrientos que no supimos apreciar entonces en su verdadera significación ni aprovechar para volver a situar la guerra y la revolución sobre sus verdaderas bases populares, entonces, repetimos, no estábamos enteramente solos en una oposición que juzgábamos vital para los intereses del pueblo español.

La C.N.T. mantuvo una oposición manifiesta y clara, negándose a colaborar dentro del nuevo gobierno.

Conocida la personalidad de Indalecio Prieto, más enemigo de la revolución y del socialismo que de la rebelión militar, inspirado mucho más por sus pasioncillas personales que por los intereses de la España del progreso y de la justicia en peligro; vistos ya los propósitos y la psicología alegre del Dr. Negrín; puestas de manifiesto en mayo de 1937 las fuerzas que obraban desde las esferas gubernamentales contra la revolución iniciada el 19 de julio de 1936, la C.N.T. hacía bien en no entregarse sin garantías. Y en esa posición le acompañaba con entusiasmo la F.A.I. Representaba la Confederación la fuerza obrera organizada, más potente y más independiente de España, el polo del progreso, de la emancipación del trabajo, la obra del sacrificio de varias generaciones de combatientes heroicos y abnegados. Conservando su personalidad se mantenía viva una gran esperanza, pero sumada a un gobierno como el de Prieto-Negrín, entregado a la diplomacia rusa y a los más escandalosos negocios, difícilmente la salvaría.

Sin embargo, tampoco esa actitud, originariamente tan altiva, se mantuvo muchos meses. A medida que aumentaban los desastres en el frente, cada uno de los cuales habría tenido que llevar al pelotón de ejecución a los dirigentes políticos y militares responsables: las operaciones de Brunete, la pérdida del Norte de España, el derrumbamiento del frente de Aragón, nuestro aislamiento fue en aumento. En ocasión del derrumbamiento de Aragón, que no fue entonces el fin de la guerra porque todavía existía un pueblo dispuesto voluntariamente al sacrificio y capaz de librarse de su funesto Gobierno, la F.A.I. hizo toda la oposición que le fue posible en las reuniones con Negrín y con los partidos. Esa oposición fue ahogada por la ampliación del llamado Frente Popular, y poco después por la limosna de un Ministerio entregado a la C.N.T., con lo que nuestra voz discordante quedó anulada, y las posibilidades de una acción conjunta eficaz de todo el movimiento libertario, quebradas por largo tiempo.

Ascendían los jefes militares con cada nueva derrota que apuntaban en su haber, y consolidaban su posición los políticos a cuya actuación se debían esos desastres. Partidos y organizaciones rivalizaban en incienso a los héroes de los desastres, en servilidad, en incondicionalidad.

Prieto se retiró del Gobierno después del derrumbe del frente de Aragón, donde se puso de manifiesto bien claramente cuáles eran los métodos que nos llevarían a la victoria... de Franco. Toda su ambición consistía en conseguir alguna embajada, alguna misión especial en América, lejos de la contienda. Así pudo encontrarse en la hora final, a la que tanto había contribuido, a buena distancia del teatro de los sucesos.

Cesó toda crítica, toda observación. La objeción más insignificante fue tachada de derrotismo. La prensa, la radio, los servicios de orden público, la magistratura, todo se dedicó a fortificar la autoridad del gobierno. Y lo que no lograba la persuasión, lo lograba el terror, las persecuciones bestiales, la inmovilización, cuando el interfecto no se rendía al soborno y la corrupción. Las Cortes republicanas, los partidos y organizaciones fueron domesticados con una unanimidad sorprendente y única en nuestra historia. Y los escasos individuos a quienes no se pudo doblegar, fueron aislados como perros sarnosos. Muy escasos militantes socialistas, anarquistas y republicanos, se cuentan, por desgracia, entre esos casos de excepción. Nos referimos a las personalidades conocidas, no al grueso del pueblo español, a las grandes masas que no pecaron más que por exceso de fe en sus dirigentes.

La guerra no podía tener una salida victoriosa con los procedimientos empleados en el terreno militar y con la dirección dada al ejército y la moral existente en la retaguardia. Además un movimiento surgido de una gran pasión popular, apoyado en las transformaciones económicas y sociales operadas de un modo espontáneo, era yugulado sistemáticamente desde el Gobierno, con el visto bueno, el silencio o la pasividad de todos los sectores llamados antifascistas. Fuimos nosotros los únicos opositores a los 13 puntos de Negrín, ensalzados como la síntesis de todas las aspiraciones de España.

Nosotros proclamábamos por todos los medios a nuestro alcance, y esos medios no eran muchos, pues con la prensa no podíamos contar, tanto a causa de la censura oficial como por el tono a que había descendido, que si habíamos de volver a las condiciones de antes del 19 de julio, o peores seguramente, porque el supuesto gobierno de las antifascistas nos había colocado ante el deber de reconocer la significación liberalísima de un Primo de Rivera; si el fin de la guerra había de ser nuestro aplastamiento, es decir, el aplastamiento de las aspiraciones que habían dado origen a la guerra, la victoria de Negrín tenía que equipararse a la victoria de Franco desde el punto de vista de los auténticos intereses de España, del pueblo español laborioso. Las obras reeditadas o dadas a luz por nuestra Editorial y ampliamente difundidas en tirajes de más de 5.000 ejemplares que se agotaban de inmediato, explicaban las cosas de Rusia, el mito ruso, los métodos rusos e italianos o alemanes y hacían ver la similitud, el parentesco entre una España fascista y una España comunista del tipo moscovita.

En estas consideraciones ad posteriori no decimos nada que no hayamos dicho, escrito, consignado de alguna manera, durante la guerra misma. Nos sentimos, pues, con pleno derecho a decir en la emigración lo que sosteníamos antes de la emigración, en pleno imperio de la euforia negrinista, sin haber conseguido, por desgracia para tantos centenares de millares de españoles engañados y traicionados, que se nos escuchase o que se aplicasen los oportunos remedios.

El gobierno Negrín y su equipo de todos los colores habían juzgado que la contrarrevolución podía facilitar la victoria en la guerra contra el fascismo. Así ha disociado al pueblo de las fábricas y de los campos de su interés vital en la guerra, cuando nosotros sosteníamos justamente lo contrario, que la guerra al fascismo, privada de su contenido social, era la derrota segura.

No damos a las leyes y a los decretos un valor absoluto como criterio de realidad. La historia de un país hecha a través de su legislación sería, indudablemente una historia en exceso incompleta. Sin embargo, así como la Generalidad de Cataluña se había visto obligada a encauzar legalmente la nueva realidad económica, aunque luego se haya valido de esa legalidad para contribuir por su parte también a la contrarrevolución, el Gobierno de la República se mantuvo absolutamente reacio a todo reconocimiento que no se ajustase a las leyes anteriores al 19 de julio, como queriendo decir que allí no había pasado nada.

He aquí fragmentos de una carta de la Dirección general de Industria del Ministerio de Hacienda, respondiendo a unas aclaraciones pedidas por nosotros:

1º. Sólo el Gobierno tiene facultad para efectuar incautaciones; por tanto, todas las llevadas a cabo sin previo acuerdo del mismo, son nulas, y las industrias deben devolverse a sus antiguos dueños, salvo si se trata de facciosos, en cuyo caso pasan a la Caja de reparaciones (Decretos del 17 de marzo de 1938).

2º. Toda transmisión de bienes entre españoles está prohibida, requiriéndose, para ser válida, la autorización del Ministerio de Hacienda (Decreto del 14 de agosto de 1936). Por tanto, ningún organismo oficial puede reconocer validez a actas, escrituras notariales, contratos de compraventa o cesión, etc. referente a bienes de propiedad de españoles, si no van acompañados de la correspondiente autorización ministerial.

3º. El primer acto de toda intervención industrial, es citar al propietario legítimo de la empresa. Si éste se presenta o un apoderado legal, el Interventor de minas, industrias, comercio, agricultura, abastecimientos, etc. no tiene más remedio que reconocerlo...

... En ningún caso, hasta el presente, se ha reconocido validez a documento alguno ni a propiedad alguna distinta de la que era tal antes del 19 de julio de 1936. Si ésta resulta facciosa, pasa a la Caja de reparaciones». (El Director general de Industria, Barcelona, 26 de octubre de 1938).

Es incomprensible que, a pesar de constataciones como esas, los partidos y organizaciones que se habían formado en la lucha por una organización económica y social como la que se inició con el aplastamiento de la rebelión militar en Cataluña, en Levante y en el Centro, apoyasen sin objeción a un gobierno que desconocía todas las conquistas proletarias y que se rehusaba a considerar que el 19 de julio se había abierto un nuevo capítulo en la historia de España. Tampoco encontramos explicaciones plausibles del olvido de los objetivos fundamentales por las propias organizaciones nuestras, que también aparecían uncidas al séquito del Dr. Negrín, el César de la segunda República.

En un informe previo del Comité peninsular de la F.A.I. para explicar la necesidad y la urgencia del Pleno nacional de Regionales del movimiento libertario, decíamos (Barcelona, 4 de agosto de 1938):

«Nos hemos elevado nuestra voz, aunque habríamos tenido el derecho de hacerlo, y el deber de hacerlo, contra la participación en el gobierno. Vivimos circunstancias extraordinarias y no siempre podemos aplicar el cartabón de los períodos normales a los excepcionalmente trágicos. Pero se puede participar en el gobierno de varios modos:

  1. Para afirmar una política, una personalidad social dadas.

  2. Para hacernos cómplices de la política ajena.

En los momentos actuales hay que examinar algunos puntos en relación con nuestra participación gubernamental:

1º. ¿Significa nuestra participación en el Gobierno un cambio cualquiera de orientación y de métodos en el aspecto militar, en el económico, en el diplomático, en todo lo que es esencial para la buena marcha de la guerra?

2º. ¿Ha de medirse la utilidad de nuestra participación en el gobierno por el criterio de los nuevos funcionarios beneficiados con ello o bien ha de aplicarse un criterio social, oyendo la opinión de los que trabajan y de los que luchan?

Afirmamos que no se ha operado ningún cambio de orientación y de métodos en la política de guerra del gobierno Negrín desde que estamos complicados en su gestión, y sostenemos que son los que trabajan y los que luchan los que han de decirnos qué utilidad han advertido desde que la C.N.T. ha vuelto al poder. Que digan los numerosos presos antifascistas si están más contentos hoy que ayer, cuando no formábamos parte del Gobierno. Que digan los millares de compañeros encuadrados en el ejército si sienten la existencia de la C.N.T. en el Gobierno por alguna diferencia favorable. Que digan las Colectividades agrarias y los Sindicatos si sus facultades de gestión han sido mejoradas»...

Declarábamos en ese informe también que «la política del Dr. Negrín no es la política de la victoria..., el gobierno Negrín no es el Gobierno que exige la guerra»...

Como contrapeso a la participación del movimiento libertario en el Gobierno exigíamos estas condiciones:

Moralización de la política de abastos, control de la gestión financiera, responsabilización de todos los agentes de compras y de sus mandatarios, supresión de la política monopolista de determinado partido en el orden militar y en el policial, revisión de la política exterior y su orientación de acuerdo con las necesidades y conveniencias de la España popular, etc., etc. También reclamábamos que cesase por completo la política unipersonal y absolutista que caracterizaba al gobierno de Negrín, donde el amo del cotarro hacía y dejaba de hacer según su soberano capricho, sin escuchar razones, sin dar explicaciones de nada fundamental, ni siquiera a sus ministros, menos aun al pueblo que soportaba esa política a regañadientes, por la traición de sus jefes.

¡Pedíamos peras al olmo! Se había caracterizado al Gobierno Negrín en mayo de 1937, en común acuerdo con todo el movimiento libertario, como «gobierno de la contrarrevolución». Unos meses mas tarde, cuando la contrarrevolución no era una tendencia sino un hecho generalizado, sólo muy pocos quedábamos fieles a las propias convicciones. Sea dicho esto también como descargo eventual; esta vez la oposición era movida por tan pocos individuos que el gobierno podía darla por casi inexistente. Las grandes masas no eran accesibles más que a las consignas oficiales y habían sido hábilmente mantenidas en la disciplina orgánica por sus dirigentes responsables, que pudieron mentirles sin temor a las consecuencias.

En la guerra mundial de 1914-18 hemos visto la quiebra del internacionalismo obrero, la entrega absoluta de los grandes partidos y organizaciones sindicales de trabajadores a sus respectivos gobiernos y a los intereses de esos gobiernos en la guerra capitalista e imperialista.

De esa quiebra, hábilmente explotada, hicieron su fortuna política los bolchevistas rusos, que instauraron una dictadura férrea en el antiguo imperio de los zares. Creíamos nosotros que nuestras organizaciones, inspiradas en otros ideales y en otra táctica, no podrían incurrir en semejante desviación. Sus métodos tradicionales de lucha, la superioridad moral y la fe revolucionaria de sus militantes servirían de barrera a toda degeneración de ese género. Pero desgraciadamente nos iba a tocar ver de cerca un espectáculo parecido: el de nuestras queridas organizaciones compitiendo en celo gubernativo con los demás partidos y organizaciones, consintiendo voluntariamente en servir de meros instrumentos pasivos á disposición del Dr. Negrín, el taumaturgo inigualado.

Parece una fatalidad que sólo la minorías restringidas sean capaces de mantener la fidelidad a sus principios, a sus ideales. Cuando una minoría de selección, abnegada, militante, se transforma en gran masa, cuando se convierte en una organización de millares, de centenares de millares de afiliados, cae fatalmente, por las necesidades mismas de su administración, en manos de la burocracia, y la burocracia obra poco a poco según sus propios intereses, sin ser siquiera la sombra de lo que han sido los fundadores, los abanderados de esa organización en sus comienzos.

¿Es que no hay manera de eludir ese círculo vicioso? Nos esforzamos unos años o algunas generaciones en dar vida a un potente instrumento de lucha social progresiva. Cuando creemos tenerlo a punto, acrecida su potencia por sacrificios sin fin, cuando el enemigo no lo deshace a fuerza de persecuciones, de sangre y de terror, ese instrumento en manos de la burocracia surgida de su seno, se convierte en casi un enemigo de sus ideales anteriores, o por lo menos en un obstáculo para el logro de los objetivos mismos a los que debe su existencia.

Estúdiese la trayectoria de las grandes organizaciones obreras de todos los países, de los partidos y movimientos revolucionarios y se advertirá siempre la distancia moral e ideológica entre los núcleos fundadores y los funcionarios aprovechadores de los previos esfuerzos y sacrificios ajenos.

No es para nosotros ningún motivo de orgullo, sino expresión de una gran tragedia íntima, el tener que reconocer nuestro aislamiento durante la revolución y la guerra de España. Si contamos tan parcamente a los que compartieron nuestro criterio de poner los intereses del pueblo español por encima de los intereses particularistas de partidos y organizaciones y sobre todo por encima de una banda de aventureros sin escrúpulos, es para que la magnífica pasta de que se compone el fondo, la base de nuestro movimiento revolucionario, recupere su personalidad y afirme, sobre las duras experiencias sufridas, su voluntad de supervivir.

Indudablemente un primer acto de esa afirmación tiene que ser el repudio de la trayectoria seguida pasivamente, por engaño, durante la guerra, por las grandes masas de los afiliados, y activamente por su burocracia, convertida nolens volens en palafrenera del Dr. Negrín, el afortunado. En segundo lugar hay que someter también a una revisión concienzuda si el régimen democrático, de administración y de orientación de una gran colectividad, es aplicable a las grandes organizaciones obreras en tiempo de paz y en tiempo de guerra, o si se trata de un mero sofisma, de una concepción inconsistente e inaplicable en los períodos de cierta turbulencia. No es este el lugar para esas consideraciones. Pero si en tiempos de pasión, de revolución y de guerra el mecanismo democrático de orientación y de administración ha de cesar en sus funciones, entonces se corre el riesgo siempre de perder en pocos años lo obtenido en decenios de paz, de trabajo, de esfuerzo y de lucha.

El 11 de agosto de 1938, Negrín volvió a presentar a la aprobación de sus ministros unos decretos que ya habían sido rechazados por diversas consideraciones. Entre ellos uno sobre la justicia, otro sobre centralización de las industrias de guerra. Con ambos se atentaba a la autonomías regionales, sin ningún beneficio para la guerra, con el sólo propósito de acrecentar la autoridad del Estado central y la dominación de los agentes rusos. Dos ministros, Jaime Aiguadé y Manuel Irujo, catalán el primero, vasco el segundo, presentaron su dimisión. El presidente Azaña se negó a poner su firma sobre todo en el decreto relativo a la justicia.

Conocida las primeras referencias de los decretos, fijamos nuestra posición así, enviando copia de nuestra disconformidad a todos los sectores políticos, a la prensa, a los miembros del Gobierno:

«El Comité peninsular de la F.A.I. ante el momento político actual.

«La guerra de independencia en que estamos empeñados desde hace más de dos años contra las potencias coaligadas del fascismo internacional, no puede servir de motivo ni de cobertura para constantes retrocesos en el orden político, tanto más cuanto que la propia historia española nos demuestra cómo en los períodos más agitados interior y exteriormente, hemos alcanzado los más admirables progresos políticos, morales e intelectuales. La primera guerra de la independencia contra los ejércitos hasta allí invencibles de Napoleón, se caracteriza como despertar del pueblo y de las fuerzas del progreso a la conciencia de sus destinos. Todo el siglo XIX de guerras civiles ha tenido por corolario el aplastamiento del absolutismo y el afianzamiento de la vida constitucional y del movimiento obrero revolucionario. Ha sido justamente en los períodos de mayor calma interior cuando los poderes tenebrosos de la reacción han dominado más arbitrariamente.

Esta guerra no puede constituir una excepción, después de haber asombrado al mundo con el genio constructivo de nuestro pueblo y con su disposición admirable y única para llegar a todos los sacrificios en el frente y en la retaguardia en defensa de sus derechos y de sus libertades.

En el consejo de ministros del día 11 del corriente fueron aprobados tres decretos de gran importancia por su significación liberticida, como atentado a instituciones y a creaciones populares y democráticas que ofrecen un mínimo de garantía contra las corrientes demasiado palpables hacia la dictadura de un partido»...

Nos referíamos después al contenido de los decretos, según había llegado a nuestro conocimiento, y decíamos respecto de uno de ellos:

Decreto de incautación por el Estado de todas las industrias de guerra, referido sobre todo a las de Cataluña, creación popular no igualada, y a las que se deben en buena parte las posibilidades de resistencia de nuestros milicianos y de nuestros soldados. Aparte de lo que ese decreto pueda significar como lesión injustificada de sentimientos legítimos, como obreros y como revolucionarios destacamos el hecho del atentado a unas industrias que podían ser exhibidas con orgullo por los trabajadores libertarios, sin ninguna garantía de que en la nueva administración puedan seguir mejores derroteros que los seguidos por las industrias ya dependientes del Estado y que no ofrecen ejemplos alentadores.

Examinada la situación, el Comité peninsular de la F.A.I., exponente de una idea y de un movimiento de hondo arraigo histórico en España, organización que, sin asumir ninguna responsabilidad de gobierno, ha evidenciado hasta aquí que sabe sacrificar todo lo sacrificable al objetivo supremo de ganar la guerra, declara que:

1º. “Los decretos aprobados por el Consejo de Ministros del 11 del corriente significan un atentado a las libertades y a los derechos del pueblo español.

2º. Exhorta a todos los partidos y organizaciones para quienes los intereses generales se sobreponen a las propias ambiciones particulares, a manifestar su repudio de la política que esos decretos supone».

Al declararse la crisis se hizo llegar a los partidos y a las organizaciones del Frente popular una nota alarmante del Servicio de Investigación Militar sobre un probable levantamiento faccioso en la zona leal. Maniobra política burda que denunciamos en seguida, en otro ambiente más digno habría producido un efecto enteramente contrario al esperado, pero en la técnica dominante de la cobardía de partidos y organizaciones, hizo el efecto de un poderoso sedativo. A la nota alarmante se hizo seguir un despliegue de fuerzas inusitado, la circulación de carros de asalto por Barcelona, la concentración de fuertes contingentes de carabineros, de aviación, la toma militar de las calles y carreteras, etc., etc. Mientras ocurría esto en Barcelona, el presidente del Consejo de ministros aprovechó la oportunidad para una de sus numerosas incursiones de placer por el extranjero.

Los esfuerzos que hicimos durante los días que duró la crisis para inclinar a los Comités superiores del movimiento libertario, que se empeñaban en mantener un ministro estéril en el gobierno Negrín, ministro elegido por el propio Negrín, al que no se consultaba y al que nada se informaba referente a las cosas de interés vital, no son para descritos.

El acopio de razones, de informes, de datos que hemos expuesto para hacer comprender lo perjudicial que nos era la colaboración en semejante gobierno y lo funesto que éste era para una solución honrosa de la guerra, habrían debido hacer reflexionar un poco más a los reacios al pensamiento. Nada, sin embargo, hemos conseguido. Se declaró previamente que, cualesquiera que fuesen nuestras razones, nada se modificaría en su actitud.

La C.N.T., o los presuntos representantes de la C.N.T., se mantuvieron firmes en sus trece, a pesar de todas las humillaciones de que fueron objeto incluso durante la tramitación misma de la crisis, y los otros partidos y organizaciones se sintieron atemorizados por el aparato represivo en tensión para reprimir... un absurdo levantamiento faccioso en la zona leal. Volvimos a quedar, como en tantas otras ocasiones, absolutamente solos. La crisis se solucionó con dos nuevos ministros comunistas o comunizantes en el Gobierno en lugar de los ministros regionales Aiguadé e Irujo, dimisionarios.

Mucho antes ya de la crisis habíamos intentado en diversas ocasiones condicionar la adhesión del Frente popular al Gobierno. Habíamos hablado de irregularidades administrativas, de escándalos financiaron graves, de la necesidad de saber cómo estaba la hacienda pública.

A cada tentativa en esa dirección recibíamos el repudio unánime de los partidos y organizaciones nacionales integrantes de esa entelequia, que no se ha formado con nuestro consentimiento. Sin embargo, procurábamos suavizar el lenguaje, buscar argumentos, que no eran los nuestros, hacer el papel de un simple partido liberal en medio de la quiebra total de todo liberalismo y de todo espíritu democrático. La sola idea de aparecer ligados a un gobierno como el que se atribuía la representación de los españoles de la zona llamada republicana, nos producía asco y vergüenza. Y no es que fuésemos exigentes en nuestras demandas. Pero el gobierno Negrín era una banda de Monipodio, y a medida que aumentaba la sumisión de esa banda a los rusos, aumentaba también nuestro sentido de lo español y nuestro orgullo nacional.

He aquí una proposición que hicimos al Frente popular nacional en nombre de la F.A.I. sobre mantenimiento de los órganos democráticos de fiscalización y control de la obra de gobierno. ¡Que atrevimiento! La misión del Frente popular consistía en obedecer y callar, en secundar la obra del gobierno y no en examinarla y en criticarla.

Tal era la tesis de los supuestos creyentes en el parlamentarismo. ¿Para eso habíamos hecho el 19 de julio, para eso habíamos combatido a Primo de Rivera, cuya dictadura no había llegado en el camino del absolutismo a una cuarta parte de la negrinista, y cuya honradez financiera no podía ser tomada siquiera como base de comparación con el despilfarro irresponsable y clandestino del señor Negrín y su equipo?

Decíamos en aquella proposición, que se rechazó con un categórico «no ha lugar a discutir», una razón de peso aprobada por los representantes políticos y sindicales de España, en tanto que los partidos y organizaciones pueden representarla a través de su burocracia.

«Reafirmando los propósitos finalistas del Frente popular de realizar la revolución democrática dentro de las normas que le trace la Constitución de la República, nos permitimos hacer las siguientes observaciones”:

1º. Siendo la República española, por definición, una República democrática, es preciso que no carezca en ningún instante —organizados de acuerdo a las circunstancias— de los órganos que caracterizan la democracia y que la misma Constitución determina.
En un régimen democrático el control, la fiscalización y la crítica de la obra de Gobierno son imprescindibles. Ese control, esa fiscalización y ese derecho a la crítica han sido la gran conquista del progreso social, económico y político del siglo XIX contra las pretensiones absorbentes del absolutismo. Y precisamente España ofrece magníficos ejemplos de ello. La famosa Constitución de 1812, única en su género, ha nacido en plena guerra de la independencia y, puede decirse, bajo la metralla de la escuadra napoleónica. Durante los años más turbulentos de nuestras guerras civiles, no sólo tuvieron vida las Cortes, sino que se han convocado elecciones y Constituyentes como la de 1837. En una palabra, nuestra guerra popular de la independencia, primero, y nuestras guerras civiles del siglo XIX, después, fueron germen, no de retrocesos políticos, sino de francos avances democráticos y liberales.
La obra de fiscalización, de control y de crítica de la actuación del gobierno ha estado en todos los tiempos del régimen llamado constitucional en la opinión pública, en la prensa, en el derecho de reunión y de asociación, en las instituciones parlamentarias.
Una república democrática no puede existir sin esas instituciones democráticas constitucionales. Aun cuando el gobierno fuese el más auténtico representante del pueblo, la democracia prescribe aun el control y la fiscalización de sus actos, un examen de su línea de conducta, una sanción aprobatoria.
Es constitucional la disminución transitoria y la supresión circunstancial de las garantías y de las libertades individuales; puede ser restringida la libertad de palabra, de reunión y de prensa, aun cuando esos procedimientos se han evidenciado en todos los tiempos estériles paliativos y cómodos recursos de los gobiernos que no se sienten fuertes y que temen la manifestación del juicio público; pero la renuncia al control, a la fiscalización y a la crítica de la obra de gobierno es equivalente a la renuncia a la República democrática.

2º. Hay el derecho a mantener el secreto de las operaciones, cosa que nadie puede poner en duda: pero la crítica de las operaciones realizadas ha sido un factor importantísimo en todas las guerras. Un crítico militar francés ha dicho: «la guerra es un asunto demasiado importante para dejarlo en las manos exclusivas de los militares». Una batalla perdida ha significado siempre una remoción más o menos honda de mandos, incluso un cambio de gobierno por razones de orden práctico y por razones de orden psicológico.
Una república democrática no puede silenciar, sin dejar de serlo, la voz de la crítica, aun cuando en períodos excepcionales sea sólo a través de órganos de partido y de organización adecuados.
El impunismo en el orden militar o el rigor solamente para los soldados rasos, es una aberración, un descubrimiento de nuestra guerra, pero no tiene antecedentes en ninguna guerra y en ningún país en todo el siglo XIX y en lo que llevamos del XX.
La acción o la inacción militares, sin el aguijón y el estímulo de la observación, de la vigilancia atenta, del control popular directo o a través de sus órganos representativos, no puede conducir a ninguna victoria, ni es admisible en una república como la española que lucha contra el fascismo precisamente porque se opone al totalitarismo político y quiere reafirmar la democracia, que además de una mentalidad antifascista, antidictatorial, es también un régimen político en donde el pueblo interviene de diversas maneras en la resolución de todos los asuntos que le incumben.

3º. En el orden financiero nada se sabe de la verdadera situación. Operaciones tan delicadas como la compra de armas y provisiones, base de todos los abusos, de todos los horrores de la especulación desenfrenada, se han venido haciendo fuera de todo control y de toda fiscalización, y la crítica es la que circula sin ninguna responsabilidad, sin saber de donde parte y con qué propósitos se ejerce.

No pretendemos cortar de raíz los abusos y los excesos a que esas operaciones se han prestado en todas las guerras, pero sostenemos que pueden disminuirse. Una dictadura del Ministerio de Hacienda no es constitucional ni es democrática, como no es democrática ninguna dictadura; además no favorece de ningún modo a la guerra.

El examen del presupuesto ordinario y de los gastos extraordinarios, los balances del Banco de España, del Banco exterior de España y de la Campsa-Gentibus (monopolio de hecho de nuestro comercio exterior) deben estar en manos de todos los partidos y organizaciones que apoyan esta guerra. El control y la fiscalización de la situación financiera de la República no puede ser retardada más que en daño y en descrédito de todos.

En todas las guerras, incluso en la guerra de 1914-18, esa fiscalización y ese control han existido. Clemenceau y Poincaré han gobernado durante la guerra haciendo frente en Francia a las oposiciones. Guillermo II tenía que recabar del Reichstag la concesión de créditos militares y el mismo zar ruso ha convocado a la Duma, donde, con todas las restricciones imaginables, lo mismo que un Karl Liebknecht en Alemania pudo rehusar su voto a la política del emperador, algunos representantes, por ejemplo Miliukof, se atrevieron a significar su descontento.

El reciente Congreso de la paz de París[29] ha acordado en principio un empréstito a favor de la España republicana. Ese empréstito que, según el presidente de las Cortes, puede dar la suma de cinco millones de libras esterlinas, tiene de hecho la garantía del Frente popular español, como la de los Frentes populares de todos los países, y eso nos obliga a una fiscalización de su empleo.

Por todo esto, que podemos ampliar con antecedentes de todos los países, pero que no puede siquiera ponerse en discusión desde el momento que el Frente popular nacional se declara partidario de un régimen democrático de gobierno, proponemos el siguiente acuerdo:

1º. Comunicar el Presidente de la República, al Jefe del Gobierno, al Presidente de la Cortes que el Frente popular, para hacer más eficaz su apoyo, desea que se restablezca el principio democrático de la fiscalización y del control de la obra del gobierno en materia financiera, de guerra, de política exterior y de política interior.

2º. Que el Frente popular se estructure para llenar ese cometido». ¡No lo hubiéramos hecho! La pretensión de controlar las cosas del gobierno, de saber cómo andábamos con las finanzas, de esclarecer algo de lo que había tanto interés en ocultar, produjo verdadera o fingida indignación. Una vez más quedábamos solos ante un bloque solidario al cien por cien.

Hablábamos, sin embargo, un lenguaje propio de cualquier senador vitalicio y conservador. ¡Ni aun así!

Teníamos sobrados informes para poder afirmar que una rendición de cuentas era imposible, y que si el Gobierno Negrín hubiese tenido que responder de su gestión política, económica y financieramente habría tenido que terminar ante el pelotón de ejecución.

Por eso el interés en proseguir la guerra hasta el desastre definitivo. No nos extrañaba esa actitud en los principales responsables del descalabro financiero más grande que registra la historia española, pero ¿es qué todos los partidos y organizaciones temían de igual manera un poco de luz? El tiempo, quizás, esclarezca lo que nosotros no acertábamos a explicarnos entonces, ni hora mismo.[30]

Esa propuesta coincidía con otra del Embajador español en Washington. Fernando de los Ríos, pidiendo el nombramiento de una Comisión investigadora, ante la cual poder rendir cuentas los que hubiesen administrado dineros de la República.

Araquistain explica en su carta a Martínez Barrios, presidente de las Cortes, el resultado de su proposición. Negrín siguió contando con la solidaridad de los partidos y organizaciones, con la entelequia de las Cortes y de su Diputación permanente, a la que, con Araquistain, solo ha renunciado Álvaro de Albornoz. O la responsabilidad de los miles de millones evaporados alcanza a todos, o hay excesiva facilidad en los hombres de nuestra generación para dejarse corromper y comprar con los dineros de España, vendida a vil precio.

Si nuestro silencio en España ante los crímenes, excesos, latrocinios, errores y dislates del Gobierno de la República hubiese dado norma por un solo instante, hoy no tendríamos el valor para acusar como lo hacemos.

Es natural que desde el extranjero y una vez fuera de sus puestos de privilegio la banda de asaltantes de los dineros públicos, surjan adversarios y críticos del Gobierno Negrín por todas partes y en nombre de todas las organizaciones y partidos. Ahora se condenará como se merece la política de farsa y de tragedia del Gobierno... de la victoria y se le atribuirá el mérito bien justificado de haber liquidado la República en un festín ininterrumpido de las más bajas pasiones.

Nosotros hemos hablado cuando todos callaban y hemos intentado salvar a España de la vergüenza y de la indignidad a que había sido llevada por sus novísimos pastores. No hemos logrado materializar en hechos colectivos nuestros propósitos, porque la corrupción lo había contaminado todo. Pero no nos hemos hecho cómplices del Gobierno Negrín ni hemos silenciado sus infamias. Y hoy podemos contentarnos con reproducir materiales de la época en que ese gobierno actuaba y se valía de todos los medios para acallar la voz de los adversarios.

En ocasión de un pleno nacional del movimiento libertario, hemos presentado la semblanza que sigue del Dr. Negrín, en la esperanza de descubrir su verdadera personalidad y hacerle caer de su pedestal de sangre y lodo. ¡Otro desengaño! Como los enamorados pasan por sobre los defectos de la persona objeto de sus ilusiones y de sus amores, así se quiso cerrar los ojos hasta en los sectores de auténtico abolengo revolucionario, sobre la personalidad moral y política del Dr. Negrín.

He aquí de qué manera lo presentábamos[31]:

Se han puesto en manos del Dr. Negrín los destinos de España, y nuestra C.N.T. no ha querido constituir una excepción. ¿Tiene calidad ese hombre para merecer una confianza que hemos rehusado sistemáticamente a otros políticos de mayor altura moral y de más capacidad intelectual?

Negrín procede de una familia reaccionaria. Tiene un hermano fraile y una hermana monja.

Esto no es un delito, ciertamente; pero la verdad es que sus antecedentes están muy lejos de habernos persuadido sobre sus condiciones políticas antifascistas. ¿Sabe alguien cómo piensa Negrín, qué ideas tiene, qué objetivos persigue?

Lo único público de la vida de este hombre es su vida privada, y esta, sin duda alguna, dista mucho de ser ejemplar y de expresar una categoría de personalidad superior. Una mesa suntuosa y súper abundante, vinos y licores sin tasa, y un harem tan abundante como su mesa, completan su sistema.

Ha conquistado una cátedra de fisiología en la Facultad de medicina de Madrid, cátedra que desempeñó algunos años. ¿La conquistó por sus conocimientos y por sus méritos bien cimentados? Las malas lenguas dicen que supo deslumbrar al tribunal y desconcertarlo con su facundia insinuante. Había estudiado en Alemania y es posible que tuviese algunas nociones bibliográficas poco comunes entonces en España. Ese simple hecho, que no revela por sí solo ningún conocimiento como fisiólogo, parece ser el que le abrió las puertas de la cátedra. No escribió nada, ni sobre temas de su supuesta profesión ni sobre ningún otro problema. Muy a menudo solía presentarse en clase sin saber una palabra de la lección que pretendía explicar y en condiciones de inferioridad ante sus alumnos. Los estudiantes de medicina de San Carlos saben que pertenecía a los profesores a quienes se silbaba por su incompetencia y su despreocupación.

Ha vivido siempre de la lisonja, de la amabilidad estudiada, de la captación personal. Cuando entró en la Facultad de medicina, su ojo clínico señaló al Dr. Recasens, una vieja autoridad de aquella casa. Fue tan insinuante y meloso que el pobre Recasens cayó en el lazo, y poco a poco fue haciendo de Negrín su principal valido. Aprovechó éste la sombra del decano para convertirse en una especie de amo de la Facultad, poniendo en juego intrigas, favoritismos, corruptelas, dominio en el cual hay que reconocerle verdadera maestría.

Intervino con el mismo método en la Ciudad Universitaria. Para ello se hizo el cortesano de Floristan Aguilar, y a su sombra creció su influencia y aseguró su puesto en las cosas de esa desmesurada empresa primoriverista.

Políticamente no tenía inclinación alguna. Se acercó a un hombre de prestigio intelectual como Araquistain, pensando quizás que, a su amparo y sin ningún esfuerzo, podría adquirir una cultura de que carecía. Era una especie de lacayo gratuito de ese escritor. Cuando Araquistain reingresó en el Partido socialista hacia 1930, Negrín pidió también el ingreso, no por convicciones socialistas, sino por seguir al hombre por quien parecía tener un culto servil. Si Araquistain hubiese entrado en la Unión Patriótica, Negrín hubiera entrado también en la Unión Patriótica.

Cuando se proclamó la República, el Partido socialista carecía de hombres para las numerosas candidaturas y presentó a Negrín en la lista de los Diputados por Madrid. Nadie le conocía fuera de los alumnos de San Carlos que solían silbarle, y como socialista, el futuro carcelero de Largo Caballero, era un ilustre desconocido también. Entró en las Cortes en el elenco del Partido. Y en las elecciones de 1936, diputado por Canarias, fue vice-presidente de la Comisión de presupuesto.

Lo mismo que en la Facultad de Medicina con Recasens, lo mismo que en la Ciudad Universitaria con Floristan Aguilar, lo mismo que con Araquistain en la vida intelectual y pública de los primeros años, se hizo la sombra de Indalecio Prieto y envolvió a este en sus red de lisonjas, de genuflexiones y de adhesión personal.

Cuando Largo Caballero pidió en septiembre de 1936 al Partido socialista tres nombres para constituir gobierno, Prieto dio el propio, el de Negrín para el Ministerio de Hacienda y el de Anastasio de Gracia. Y tenemos a Negrín convertido en ministro. ¡Con tan pocos esfuerzos y con tan escasos méritos difícilmente habrá llegado un hombre tan alto y en tan poco tiempo!

Ni es una persona de inteligencia ni es un hombre de trabajo. No pasa de ser un experto en gramática parda, y en gramática parda canaria, que es la peor de las gramáticas de ese estilo.

Su arrimo a Prieto le cubría como una capa protectora, y una serie de complicidades y de negocios comunes le dieron carta blanca para proceder en Hacienda. Hay que reconocer que no ha desaprovechado el tiempo. Tenía la llave de la caja y lo primero que se le ocurrió en materia de finanzas fue crearse una guardia de corps de cien mil carabineros. No hemos tenido nunca 15.000 carabineros cuando disponíamos de tantos millares de costas y de fronteras, y el Dr. Negrin, sin fronteras y sin costas, ha creído necesario —¿para asegurar su política fiscal?— un ejército de cien mil hombres. El delito de los que consintieron ese desfalco al tesoro público merece juicio severísimo. Y los que han tolerado sin protesta esa guardia de corps de un advenedizo sin moral y sin escrúpulos, también deben ser responsabilizados, por su negligencia o su cobardía, de ese atentado al tesoro y a las conquistas revolucionarias del pueblo, que a eso se reducía, en última instancia, esa base organizada y bien armada de la contrarrevolución.

Los aduladores hablan en algunas ocasiones del dinamismo del Dr. Negrin. Negrin es, al contrario, un holgazán. Su dinamismo se agota en ajetreos inútiles, en festines pantagruélicos y harenes sostenidos por las finanzas de la pobre República para solaz del novedoso salvador de España. Este hombre no ha trabajado nunca, y ahí está su vida estéril para demostrarlo, ni tiene condiciones para concentrarse un par de horas seguidas sobre un asunto cualquiera. Por lo demás, ese ministro universal y dinámico necesita la ayuda de los inyectables para su vida misma de despilfarros y de desenfrenos.

Intelectualmente es una nulidad, moralmente es un nuevo rico que se gasta en disipación y en abusos de toda índole; políticamente no sabemos de él más que lo que hemos dicho y lo que estamos palpando todos los días.

Sobre todos los aspectos de su gestión tiene que depender en absoluto del criterio de los que le rodean. Y procura rodearse de gentes que no rayen a más altura que él. Así van las cosas de esta pobre España leal. ¿Leal a qué?

Ha iniciado este personaje funesto, y este es su título auténtico, una política de clandestinidad sistemática. Repetimos que su vida privada es lo único que se hace pública. Su vida pública es un misterio, no sólo para el pueblo que lucha, que trabaja y que paga, sino en el seno mismo del gobierno.

Tiene el arte maquiavélico de corromper a la gente, y es esa corrupción que le rodea lo que permite el secreto de la política que practica, política que, a causa de la inmoralidad y de los derroches en que se apoya, no puede ser más que secreta, como el arte del atraco. La clandestinidad, sin embargo, en asuntos como los financieros, no tiene antecedentes en ningún país. El propio Mussolini, ídolo de Negrín, tiene que acudir al parlamento para que apruebe sus presupuestos y vote los créditos para sus hazañas. La dictadura negrinesca en ese aspecto es más absoluta que la de Hitler y la de Mussolini, pues no necesita ni considera necesario dar cuenta a nadie, ni siquiera a sus ministros, de los miles de millones de pesetas evaporados.

Esa política de manos rotas para corromper individuos de todos los colores y matices políticos, ha hecho posible operaciones como la del traslado de gran parte del oro del Banco de España a Rusia, sin saber en qué condiciones, y la apertura de depósitos cuantiosos de centenares de millones en el extranjero para la presunta ayuda a los futuros emigrados de la España republicana.

De todo esto no se ha dado cuenta ni siquiera al Gobierno. En este sentido Negrín es un innovador, pues ha hecho con la tapadera de la guerra lo que ningún gobernante, ni siquiera la monarquía absolutista, había podido hacer en España»...

Cuando Negrin era amo de la España republicana, y cuando todo el mundo estaba rendido a sus pies, decíamos eso, con el propósito de mover a los propios amigos a que no apuntalasen con su presencia en el Gobierno a un hombre que nos llevaba a la ruina y al desprestigio. Nada tenemos que quitar ahora a esa semblanza. Continúa a costa de los dineros robados a España su vida de ostentación y gasta medio millón de francos en un solo viaje a Estados Unidos, mientras medio millón de hombres, mujeres y niños mueren de hambre y de desamparo en los campos de concentración ofrecidos por la hospitalidad francesa.

Tal era la figura representativa de la España republicana.

¿Podía tener la guerra otro desenlace que el que ha tenido? ¿No había que deplorar, como deplorábamos nosotros, la sangre derramada, las ruinas originadas por la guerra?

Lo que decíamos en agosta de 1938 al gobierno de la república sobre la dirección de la guerra —Resumen crítico-militar

Los que no habían contraído ningún compromiso secreto para que la guerra terminase en un desastre, es decir, las gentes honestas, de espíritu liberal y progresivo, de mediana capacidad de reflexión, los que habían conservado un mínimo de personalidad independiente, comprendían que la situación era grave, que no se podía continuar mintiendo a la opinión, que urgía un remedio eficaz en la orientación política general y en la dirección de la guerra en particular. No podíamos conformarnos con manifestar a nuestros militantes una realidad que había tanto interés en ocultar. No nos era posible apelar a las grandes masas para que ellas presionasen de mil modos sobre el gobierno. La tentativa que había hecho un año antes Largo Caballero le había llevado a una condición de prisionero en su domicilio. No es que a nosotros nos asustase esa u otra peor perspectiva, pero en el régimen imperante ni siquiera un sacrificio personal lograría nada positivo.

En más de una ocasión, la prensa gubernamental, y casi toda lo era, insinuaba que por menos motivos que los dados por nosotros, había muchas personas en la cárcel o habían ido al fusilamiento. Y se atribuía a generosidad gubernativa el que pudiésemos circular por la calle.

Efectivamente, por menos motivos habían ido a la cárcel o habían sido fusilados muchos españoles dignos. También lo denunciábamos como una de las tantas razones para un procesamiento y una ejecución del peor gobierno que ha conocido España en muchos siglos.

Lo que nosotros decíamos en nuestras publicaciones, lo que comunicábamos a nuestros militantes, lo que comentábamos en cenáculo de amigos, lo decíamos también claramente al gobierno mismo. El 20 de agosto de 1938, transmitimos al jefe del gobierno un informe que habría debido ser tenido en cuenta o al menos habría debido significar nuestro encarcelamiento inmediato.[32] Se nos respondió con elocuente silencio.

Ese documento fue remitido además, a título de información a los ex-ministros de la guerra, a jefes militares, a los partidos, organizaciones que apoyaban al gobierno. No obstante el silencio de la mayoría, eran nuestros argumentos y críticas tan incontrovertibles que se creyó por muchos en la inminencia de los cambios por nosotros auspiciados.

Que se nos permita transcribir algunos párrafos de la correspondencia recibida con motivo de la aludida memoria.

Largo Caballero (1 de septiembre) nos decía: ... «El documento me parece bien, y muy especialmente las conclusiones propuestas, las cuales firmaría sin duda alguna».

Indalecio Prieto, otro ex-ministro de la guerra, decía: «He leído el documento con profunda atención. Es, desde luego, interesantísimo. Quienes ahora tienen la responsabilidad de la dirección de la contienda, deben meditar sobre las observaciones que en sus páginas se formulan.

«La serenidad reflejada en el estudio de los arduos problemas de la guerra y la alteza de miras con que se contempla tan vasto panorama, son dignas de loa. Conste con mi gratitud mi felicitación»... (4 de septiembre).

El propio general Rojo, jefe del Estado Mayor central, que se ha sentido hondamente afectado por nuestras observaciones, tenía que reconocer: «... Indudablemente el documento es de sumo interés y aunque ya tenía conocimiento por habérmelo dado para informe el Sr. presidente, les agradezco mucho que se hayan acordado de mí para remitírmelo. De él, solamente les diré, que suscribo muchos de sus apartados, cuya orientación estimo justa y beneficiosa para la guerra, y muchos de los cuales ya han sido repetidamente formulados por este Estado Mayor en algunas propuestas”... (1 de septiembre).

Luis Araquistain (31 de agosto) nos decía entre otras cosas: «Felicito a su autor o autores por la competencia técnica que el trabajo revela y por el acto cívico de denunciar crímenes, anomalías y abusos tan funestos e intolerables que si no se corrigen rápidamente, nos llevarán, como Vds. dicen muy bien, al desastre fatal. Es lástima que tan magnífica exposición de inteligencia y españolismo bien entendido, no llegue a conocimiento de todos los españoles antifascistas y de alma independiente».

El coronel Díaz Sandino (2 de septiembre): «He leído el documento y, sinceramente, me es muy grato manifestarle que no se ha escrito nada más correcto en crítica honrada, ni más cierto ni más verídico. No puedo menos de felicitarles. Era necesario que una organización o partido tuviera la gallardía de poner las cosas en su punto, y siendo de Vds. la iniciativa, no regateo mi aplauso»...

El coronel Jiménez de la Beraza (3 de septiembre): El informe al gobierno «me ha proporcionado la emoción de conocer el recio valor moral que supone en Vds. el análisis de las actuaciones políticas que han sido causa principal de nuestras malandanzas guerreras y de la inactividad en que se mantiene a hombres de alguna eficiencia militar y de absoluta confianza y lealtad”...

El coronel Emilio Torres: «Muchas de las sugerencias que hacéis coinciden con sugerencias mías, orales y escritas, siendo de esperar que tengan, por parte del gobierno, y en lo que sea factible, la favorable acogida que su buena intención requiere». (11 de septiembre).

El general José Asensio: «... De completo acuerdo. Mi aplauso por las conclusiones, que encierran un programa completo, sin partidismos y sin otra finalidad que vencer al enemigo para ganar la guerra y, con ella, no sólo la independencia de España, sino la libertad, la justicia y el derecho, que son las bases de la organización y el bienestar del pueblo». (15 de septiembre).

La correspondencia relativa a ese documento es numerosa. Hemos destacado algunos párrafos centrales de personalidades políticas y militares bien conocidas y que no pueden ser catalogadas como sospechosas de compartir nuestro ideal revolucionario. Y ahora, resumiremos el contenido del informe, ya que su extensión no permite su trascripción entera.

Comenzábamos por reconocer que los progresos militares del enemigo habían sido constantes en los dos años de lucha que llevábamos, habiéndonos sido conquistados por las armas, territorios extensísimos y capitales importantes de nuestras provincias.

«Podemos decir que nuestro ejército no ha hecho hasta la fecha más que resistir con mayor o menor fortuna, y las reacciones ofensivas que ha emprendido, han sido neutralizadas casi siempre por el enemigo, el cual en la mayor parte de las ocasiones, ha reconquistado con creces el terreno perdido en ellas, gracias a una masa importante de maniobra que nosotros necesitaríamos formar, para ganar la guerra, con doble efectivos que los de nuestros enemigos...

«Es indudable que la dirección que hemos dado a la campaña en nuestro campo, adolece de serios defectos y nuestro ejército popular y sus mandos, poco competentes y en su mayor parte minados por la política partidista, poseen esos defectos también.

«No vale, pues, engañarnos a nosotros mismos. Por el contrario, creemos que vale la pena señalar los propios errores en documentos no destinados a la publicidad y afianzados en la experiencia que hemos vivido en nuestra campaña con el propósito de verlos corregidos. De lo contrario solo podemos esperar una solución internacional de mediación en nuestro pleito, mediación que sería seguramente poco favorable para la república. O esto o la espera del consabido milagro que nos salve de un fracaso definitivo»...

Luego mencionábamos las causas por las cuales se había llegado a tan difícil situación militar.

a) Influencia absurda y perniciosa de la política en la guerra.

Primeramente, al estallar el movimiento militar y ser dominado en algunas grandes ciudades, en Barcelona sobre todo, en lugar de tener por todos la visión exacta de la realidad, se creyó, por la mayoría de los partidos y organizaciones que la contienda estaba ganada o poco menos, que era una cuestión de pocas semanas o de pocos meses y, en consecuencia, cada cual se comenzó a preocupar del porvenir, de afirmar sus posiciones de predominio. No se quiso centrar en la guerra todo el material humano y bélico disponible. La infiltración de elementos dudosos en las filas del antifascismo, contribuyó también a perder los primeros meses en que era posible nuestra iniciativa.

«Posteriormente, la política de hegemonía partidista en la retaguardia dio aliento a los que pugnaban por defender las llamadas conquistas de la revolución, descuidando lo esencial, que era la guerra, forzosamente guerra revolucionaria. Partidos y organizaciones se consagraron a recoger armas para la retaguardia, a fin de predominar en la post-guerra que creían inmediata, arrebatando esas armas de unos frentes endebles, poco organizados y carentes de los elementos que se les restaban».

Enmendados en parte esos primeros errores, «aparece en primer plano un partido político de escasa fuerza popular, que, apoyado en la política de una potencia extranjera, después de efectuar intensa propaganda en las filas del ejército y en las instituciones de orden público, ofreciendo el cebo de ascensos y de cargos, lo que le proporcionó neófitos de no muy limpios antecedentes antifascistas y de deficiente moralidad, a los que se amparó en muchos casos otorgándoles carnets de 1933, se lanzó sin ningún recato a hacer del ejército popular una hechura de partido».

El proselitismo mediante lo corrupción, el halago, los ascensos, los favores, las coacciones de todas clases, hasta en las mismas trincheras, creó un ambiente de descomposición y de disgusto que debilitó la combatividad y la eficiencia del aparato militar.

Con los métodos, más repulsivos se apoderaron esos elementos obedientes a los dictados de una potencia extranjera de las secciones de información de los Estados Mayores y se dedicaron a la calumnia contra los militares no afectos a su ideología partidista, consiguiendo desplazarles por elementos de su partido. «Y como la pertenencia a ese partido no proporciona por ese solo hecho patente de aptitud, se ha dotado al ejército de la república, a ciencia y paciencia de sus dirigentes, de buen número de mandos que carecen de condiciones personales y de conocimientos técnicos para el manejo, que a veces se les ha confiado, de grandes unidades.

«Algunos de esos mandos han introducido la bravuconería y el trato descortés como procedimiento de dirección. A pesar de tener constantemente la palabra «camarada» en los labios, jamás la han sentido en sus corazones, pues incluso han resucitado en el ejército el castigo corporal, haciéndolo en ocasiones extensivo a jefes y graduados para desprestigio de la revolución. Y han llegado también, pese a la formación y constitución de tribunales militares adecuados, al fusilamiento y a la depredación en forma clandestina contra toda ley militar.

«La intromisión de la política en la guerra ha llegado al extremo de interrumpir operaciones que hubieran sido de efectos culminantes para la salvación del Norte, en épocas en que el enemigo no poseía la masa de maniobra ítalo-alemana y marroquí que posee en la actualidad. Con ello se impidió la obtención de un éxito que habría significado para algún personaje un verdadero caudal político sin detenerse a pensar si ese procedimiento perjudicaría a la causa de los españoles, que no puede ser patrimonio de un partido determinado ni estar sujeta a zancadillas y a personalismos.[33]

Puede decirse que todo lo que se ha emprendido, posteriormente, en particular con la designación de unidades y de mando ha sido intervenido exclusivamente por la política; en tales condiciones sigue nuestra guerra»...

b) El Comisariado de Guerra

Cuando estalló la rebelión militar y tomamos de improviso la organización de la guerra y los resortes militares en nuestras manos, sin saber cuáles eran los elementos profesionales a quienes, confiar nuestras columnas, recurrimos al nombramiento de jefes políticos o comisarios que, acompañados de militares más o menos afines y de confianza, llevasen la dirección de las operaciones.

Era el único procedimiento aconsejable en aquellas circunstancias. No podíamos dejar el mando en manos de un personal a quien no conocíamos y hubimos de limitar las atribuciones a los jefes que se habían declarado en favor del pueblo en armas. Era una medida circunstancial, hasta tanto la situación se esclareciese. Luego, de nuestras escuelas de guerra fue saliendo una oficialidad de origen popular y revolucionario, y en el frente mismo se revelaron entre los milicianos, excelentes jefes, como Durruti en Cataluña, Cipriano Mera en el Centro, Higinio Carrocera en Asturias, etc. La intervención del doble aparato, político y militar, se hizo inútil, cuando no perjudicial, sin contar el veneno del proselitismo a que dio pábulo y vehículo.

Decíamos al gobierno de la república:

«En buena doctrina militar el que manda debe serlo todo para el soldado, el cual ha de ver en él un amigo paternal, un fiel administrador, un maestro que le guía en todo (y que incluso le enseña a leer), proporcionándole un aprendizaje de cultura y de convivencia social. Si un oficial no tiene esas condiciones debe ser separado de las filas del ejército, pero no está la solución en poner a su lado un comisario para que las cumpla, o como ocurre casi siempre, para que no las cumpla tampoco.

El soldado ha de ver en el que manda un hombre superior que puede conducirle acertadamente en el momento trágico y terrible de la lucha. Ha de ver en el oficial un modelo y un ejemplo para poner en sus manos el supremo sacrificio de la vida. La vida no puede ser puesta arbitrariamente en juego, por muy justa que sea la causa que se defienda. El sacrificio debe ser coronado por la victoria, es decir, por la ocupación del objetivo designado por el mando. El mando dual no ha existido jamás en la historia, pues aun en las épocas del Senado romano, los dos cónsules que se nombraban lo ejercían alternativamente...

«Como se ha señalado en notas oficiales, han ocurrido en la presente campaña verdaderos desastres a causa de absurdas injerencias del comisariado, es decir de la política de partido, en todos los extremos que abarca el radio de acción del mando militar.

Algunas operaciones militares fueron perturbadas en su desarrollo por las ideas absurdas sobre las mismas que exponían comisarios inconscientes. Otras veces ha informado el comisariado acerca de los mandos militares con notoria ligereza y llevado por rencores y ambiciones de partido...

«Con el comisariado ha sido creada en nuestro ejército, sin manifiesta utilidad, una enorme y fantástica máquina burocrática...

«Nos quejábamos antes del enorme peso que representaba para el país un efectivo de 22.000 oficiales. Calcúlese lo que representará en el porvenir la agregación, a los 45.000 oficiales que poseeremos, de otros 45.000 comisarios...

«Este organismo, por lo tanto, no sólo no contribuye en su forma actual al éxito de la campaña, sino que llega a perjudicarle con sus injerencias, con el proselitismo político que efectúa a favor de un partido y con su carencia de tacto y de conocimientos militares...

«En ciertas unidades se ha visto a los comisarios reunidos con oficialidad de determinada ideología y con las células que se han formado en todas partes para repartirse los mandos de la unidad. Además han intervenido comisarios en ejecuciones practicadas a espaldas de las leyes militares, extremo que debieran precisamente evitar, como celadores del cumplimiento de lo ordenado»...[34]

c) Los consejeros militares de la U.R.S.S. y el empleo de la aviación.

No queríamos entrar a discutir la ayuda famosa de la U.R.S.S. Esa ayuda se ha pagado al contado y sin regatear precios, ni siquiera la calidad del material enviado. Bien, pero eso, a lo sumo, no exige más que puntualidad en los pagos y todo el agradecimiento que se quiera.

«Sin embargo, decíamos al gobierno, estimamos que nuestra personalidad no debe ser hipotecada y que la república y nosotros, los españoles, no debemos abandonar la dirección de nuestra política y de nuestra guerra. La U.R.S.S. ha enviado a nuestro país numerosos equipos de técnicos militares más o menos hábiles y discretos y de mayor o menor competencia profesional. Algunos de ellos han llegado a exigir que se les obedezca y otros han trabajado para colocar en mandos y Estados Mayores a jefes de nuestro ejército pertenecientes a determinado partido afín, para poderles dictar órdenes; además de demostrar preferencias y complacencias con unidades que consideran de su ideología, proscribiendo a las que estiman influenciadas por otros partidos u organizaciones.

En prueba de ello existen en nuestro ejército divisiones de ideología comunista que poseen más artillería, que disponen de un batallón de ametralladoras, de otro de fusiles ametralladoras, de mejor armamento, hospital y equipo quirúrgico propio y manos libres para sus jefes para procurarse elementos de toda clase.

«La parte que afecta al comisariado está muy acertada y ojalá se tomara en consideración, puesto que el comisario ha olvidado la función que le pertenece y todo por querer servir al partido que le proporcionó el nombramiento. Muchas veces estas actuaciones partidistas han dado resultados nefastos para la unidad del ejército». (Hilario Esteban, Sección Coordinación del Comité Regional de Cataluña de la C.N.T. (1º de septiembre).

El comisario de la 72 división, Antonio Barea, nos decía: «Por lo demás, estoy completamente de acuerdo; tan de acuerdo que al leer algunos de sus párrafos (por ejemplo los que se refieren al comisariado, a los consejeros rusos, al S.I.M.) me ha parecido que leía un escrito hecho por mí». (18 de septiembre).

Ese es el secreto de que resistan más que las otras unidades análogas. Operaciones que han constituido grandes fracasos han sido dictadas y llevadas por algunos de esos consejeros de la U.R.S.S., de los cuales creemos sinceramente que pueden solicitarse apoyos morales y materiales e incluso opinión técnica, pero en cuyas manos, no siempre aptas —aunque los componentes del partido comunista, con un provincialismo admirativo, crean lo contrario— no debe ser puesta la dirección de la campaña...[35]

El teniente coronel Jover, sostenía que «de ninguna manera podemos conformarnos con ser desplazados por gente forastera... Con nuestra actuación serena, debemos obligar a todo el que quiera luchar contra el fascismo, a nuestro lado, a comportarse como español y serlo; después, ya veremos

Por nuestra parte hemos tratado numerosos miembros del equipo militar de la U.R.S.S. y hemos podido apreciar su pesadez de concepción, su escasísima vivacidad para resolver problemas imprevistos. Por eso, generalmente, cuando una operación no resultaba como ellos habían propuesto, se desconcertaban y dejaban al azar las medidas susceptibles de contrarrestar el fracaso. Y en cuanto a los coroneles y generales que nos enviaron como técnicos en el arte de hacer la guerra, no pasaban, y es mucho decir, del nivel medio de cualquiera de nuestros capitanes medianamente formados.

«La aviación la tenemos por completo en manos de jefes de la U.R.S.S., extremo fácilmente comprensible por las condiciones especiales de las fuerzas aéreas, distintas de las del ejército, aun habiendo llegado a formar contingentes numerosos de magníficos pilotos españoles, y a fabricar varios aparatos por semana en nuestras factorías. Sin embargo la aviación que poseemos no se utiliza con acierto, pues no se ha constituido la aviación de cooperación con los ejércitos y cuerpos de ejército, tal vez por insuficiencia de efectivos.

“Podemos afirmar que nuestra infantería no se siente jamás suficientemente apoyada por la fuerza aérea, que no enlaza nunca con tierra, en contraste con la forma en que se ve actuar a la aviación de nuestros enemigos. No se hace nunca verdadera observación aérea, ni existen expedientes fotográficos, ni se ponen al día los planes directores, ni se vigilan a diario los progresos de la fortificación enemiga, ni se efectúa, en resumen, el verdadero trabajo que deben llevar a cabo las fuerzas aéreas en la guerra moderna.

«La aviación es, según la frase consagrada, «el ojo del ejército» y el «puño izquierdo para el boxeo del mando». Y es lamentable convenir que desde este punto de vista nos hallamos en el ejército popular muy próximos a la ceguera total y que nuestros mandos sólo pueden utilizar para el boxeo sus puños derechos constituidos por la artillería».[36]

d) Actuación recelosa en torno a los mandos militares

«Se ha tendido a crear inconscientemente, por murmuraciones de comisarios y de comités locales, de agentes del servicio especial de investigación, de agentes de los partidos, etc., etc., una atmósfera de verdadero recelo en torno a numerosos mandos militares. Puede afirmarse que nuestras secciones de información saben muy poco del enemigo, pero conocen en cambio abundante chismografía, la mayoría de las veces sin fundamento, con respecto a jefes del ejército no pertenecientes al partido que predomina en esas secciones de información o entre los informantes. Un Napoleón Bonaparte apolítico mandando una gran unidad de nuestro ejército popular, fracasaría seguramente con un comisario y una célula de cierto partido en su cuartel general. Como contrapartida se han fabricado con individuos profanos e ignorantes falsos prestigios militares, precisamente a base de la complicidad de células y comisarios.

«En estas condiciones se ha producido un clima moral que dista mucho del ambiente sano, noble y de ejemplar compañerismo en el combate que debería reinar entre la oficialidad leal, y en ello hay que buscar la causa de muchas evasiones, de muchos fracasos y de la inexistencia de buenos mandos”...

Si los expedientes instruidos contra los jefes y oficiales no comunistas pudiesen ser leídos ahora, fríamente, se revelaría una maquinación monstruosa e irresponsable que hizo de nuestro ejercito un conglomerado sin alma y sin consistencia.

e) Emboscados y moral de retaguardia

«Abundan en demasía afanosas intrigas y recomendaciones para no ir al frente, y personalidades ultra revolucionarias de la retaguardia hacen lo imposible por eludir sus obligaciones militares al ser llamados sus reemplazos”.[37]

Y entre comisarios, personal destinado a servicios pseudo-industriales, auxiliares, etapas, etc., etc., queda fuera de filas más de un treinta por ciento de las levas.

Y no son esas las únicas formas de eludir los deberes militares.

En mayo de 1937 contábamos con una gran masa de maniobra, un verdadero ejército de reserva que hoy, a pesar de haber llamado varios reemplazos, no tenemos. Se han aumentado desproporcionalmente los contingentes en la retaguardia para servicios de orden público y fiscal que pueden realizar otras organizaciones no marciales. Estas unidades de gente joven y comprendida en la movilización deben agruparse en los frentes y constituir dos ejércitos de reserva.

«Las exenciones de servicio en los frentes, por razones de índole política, los llamados indispensables en la administración civil, los afectos a las industrias de guerra, los que estando comprendidos en quintas movilizadas prestan servicios en carabineros, cuerpo de seguridad y uniformados, S.I.M. (Servicio de investigación militar), y en la policía, producen un malestar grande entre los combatientes y sus familiares. Debe ser enmendado todo ello con mano dura y de forma imparcial. Un ejemplo: hace pocos días, el sub-secretario de propaganda, al servicio del Partido comunista, ha sido movilizado como perteneciente a industrias de guerra, y es que desde allí sirve al partido lanzando toneladas de propaganda comunista».

También la comprobación en retaguardia de que sólo come el que tiene dinero o el que pertenece a algunas unidades caracterizadas por su adhesión al gobierno o a la U.R.S.S., tiene que obrar como factor de desmoralización.

Nos referimos luego a la mentira del apoliticismo del ejército y a la manera escandalosa como se controla por el Partido comunista y por los consejeros rusos casi todo lo que es fundamental para la dirección de la guerra. Y a continuación se hace un resumen de lo hecho por Cataluña en favor de la guerra y en fabricación de material de guerra, contra la campaña de desprestigio llevada por la prensa moscovita, señalando que ese desconocimiento de un esfuerzo inigualado tiene que hacer sentir amargura y recelo en una región vital para el porvenir de la contienda.

Dedicamos un apartado a la dirección de las operaciones militares, a la crítica de la operación de Teruel, iniciada en circunstancias en extremo desfavorables para nosotros. Había división a la que le faltaban 3.000 hombres, y baterías que no contaban más que con una pieza. Se aprovechó la sorpresa, lo reducido del terreno de la acción, y el hecho que el dispositivo ofensivo del adversario estaba enfocado en aquellos momentos hacia Guadalajara, pero ante la contraofensiva, las deficiencias de la dirección de las operaciones se pusieron de manifiesto en el aspecto general y en los detalles. La desmoralización de las unidades que cedieron condenaba también la política militar seguida hasta allí.

f) Olvido de la idiosincrasia del pueblo español

«Ya hemos esbozado lo que debe ser un ejército del pueblo, no de un partido o fracción. Ahora queremos aludir a otra forma de lucha armada que en todos los países se designa como guerra a la española o guerrilla. Incluso la palabra guerrilla ha pasado a todos los idiomas como expresión de la guerra irregular. Son los chinos los que actualmente han vuelto a poner de manifiesto las grandes perspectivas de esa forma de guerrear.

«La guerrilla es consustancial con el temperamento español, con su terreno quebrado, con sus montes y sus sierras y sus fortificaciones naturales. Las milicias creadas en los primeros meses de la contienda tenían esa finalidad; pero la falta de un ejército regular hizo que hubiésemos de emplearlas como fuerzas regulares y de ahí, en buena parte, el fracaso de su acción y el fracaso de sus mandos. Las milicias como partidas libres, autónomas, de voluntarios audaces, sin otra disciplina que la impuesta por la acción a desarrollar, habrían podido hacer por el triunfo tanto o más quizás que el ejército. Habrían preparado con su actuación victorias decisivas a las fuerzas regulares, habrían estado en todas partes, hostilizando al enemigo por sorpresa, interrumpiendo sus servicios, causándoles bajas inesperadas, sembrando en sus filas el desasosiego y la intranquilidad.

“El Gobierno de la República habría podido organizar mejor ejército si desde el primer momento no hubiese tenido que emplear las fuerzas organizadas en operaciones para las que no tenía bastante preparación. Una cooperación directa o indirecta, libre, de guerrilleros y fuerzas regulares habría dado otro cariz a esta guerra. Los guerrilleros o cuerpos francos han sido estimulados en todas las guerras y por todas las escuelas militares. La revolución rusa pudo defenderse de sus enemigos, no por el ejército rojo, en embrión, sino por los guerrilleros valerosos como Machno, Tchapaief y millares más, menos conocidos. El primer caso de su supresión absoluta lo tenemos en nuestra guerra actual.

«Pero si los guerrilleros y cuerpos francos han sido mimados por las autoridades militares y civiles en todos los tiempos y en todos los países, en ninguna parte como en España han jugado un papel tan decisivo. Fueron los guerrilleros voluntarios y populares los que decidieron la suerte de los ejércitos napoleónicos en nuestro territorio; y fueron los guerrilleros los que resolvieron la primera guerra carlista de siete años a favor del sistema que al pueblo le parecía menos despótico y retrógrado.

«La supresión a rajatabla de las milicias populares, que habrían podido prestar servicios auxiliares en retaguardia y habrían centrado su acción principal en los golpes de mano, en las infiltraciones en territorio enemigo, en mil acciones esporádicas, pero inquietantes para los invasores, nos ha privado de un soporte popular activo y nos ha quitado de las manos un instrumento precioso de cooperación eficaz con el ejército».

Hasta aquí la parte critica de nuestra exposición. En lo sucesivo apuntábamos algunas soluciones. Cuatro medidas urgentes y preliminares:

De todo lo expuesto, presentábamos estas cuatro medidas urgentes y preliminares a tomar:

«1º. Cambio completo en la dirección de las operaciones militares y en la política de guerra. Mientras no se lleve a cabo la retirada de voluntarios que propicia el Comité de No Intervención, se nombrarán jefes españoles para controlar las Brigadas internacionales. Ningún extranjero podrá ocupar cargos de mando y responsabilidad en el ejército, en la aviación y en la flota. Los consejeros rusos cesarán en su labor independiente y pasarán a ser miembros de los Estados Mayores, subordinados al mando español. Los intérpretes serán facilitados por el Gobierno.

«2º. Restablecimiento de la disciplina militar en toda su pureza. Ello lleva como consecuencia el castigo fulminante de actos ilegales y de ineptitudes de los mandos, hállense amparados o no por determinado partido político.
«Por ejemplo, hay que sancionar al jefe que pistola en mano obliga a un grupo de artillería a tirar a cadencia superior a la que permite el material, ocasionando la inutilización de varias piezas; al que roba y saquea el país que ocupa; al que fusila ilegalmente; al que se excede en sus atribuciones y al que no estudia y se capacita para el mando a que se le destina, sin perjuicio de las sanciones que marca el código por traición y cobardía para todos los componentes del ejército.

«3º. Justa fijación de las funciones del comisariado de guerra, que no podrán nunca mermar las atribuciones y responsabilidades del mando militar.

«4º. Reforma radical del S.I.M. Este servicio de investigación militar merece párrafo especial:

Es indudable que incurre en crueldades inútiles, que son las que reprochábamos justamente a Martínez Anido, implantando sistemas «para hacer hablar» desechados por todas las policías del mundo. También es cierto que incurre en los defectos del mal policía que para detener a un ladrón encarcela a todos los habitantes de una calle. A pesar de algunos éxitos de este servicio, es patente su ineficacia. La 5ª columna existe en toda su plenitud, el espionaje enemigo de la Gestapo y la Ovra, actúa libremente en nuestro territorio, y del adversario lo desconocemos todo en absoluto...

«Es notorio que este servicio de extraordinaria finura y habilidad espirituales, desde que estallo la guerra no se hallo en manos suficientemente aptas, pues teniendo en cuenta que la retaguardia enemiga ofrece ambiente favorable para esa labor y la facilidad que poseemos para introducir agentes de idéntico idioma en el territorio faccioso, hubiera podido ser perfectamente factible la realización de vastos planes análogos a los que los servicios secretos realizaron durante la guerra mundial.

«El terror poco inteligente no es un arma que pueda favorecer nuestra causa. La elección de agentes ignorantes e inexperimentados no puede conducir más que a justificar sueldos con servicios de mero chismorreo y apartados por completo de la gran tarea a realizar»...

Acción a desarrollar para ganar la guerra. Lo sabía el Gobierno tan bien como nosotros, pero no obstante creíamos necesario manifestarlo: «Una solución victoriosa, estrictamente militar y lograda totalmente por las armas en los campos de batalla no se divisa hoy por hoy ni es dable imaginarla teniendo en cuenta nuestros medios, nuestras dificultades, nuestros errores y teniendo en cuenta también que hacemos la guerra con movilizados que son padres de familia o verdaderos niños, contraponiéndolos a moros, a legionarios, a aventureros y a fanáticos que el enemigo utiliza como fuerzas de choque y maniobra» ...

Pero si una victoria militar era imposible, el enemigo tenía su talón de Aquiles vulnerable, que era su retaguardia propensa a descomponerse y a desmoralizarse. Naturalmente, una rebelión de esa retaguardia no era dable esperarla por una simple acción de propaganda. Había que combinar varios factores, aparte de esa acción, por ejemplo una labor equivalente en Marruecos y una acción militar de resonancia y de efectismo y un mayor empleo de la guerra irregular.

Para nosotros no era problema introducir en territorio enemigo una red de agentes, hablando el mismo idioma, conocedores de la vida política y militar del país, de la psicología nacional, capaces de levantar contra los invasores al proletariado y a los sectores llamados democráticos, sembrando la inquietud por una hábil difusión de noticias y por actos de sabotaje reiterados. Proponíamos estas operaciones:

1º. División del territorio faccioso en zonas de trabajo.

2º. Asignación de agentes para cada zona.

3º. Sistema de entrada de esos agentes y su afiliación en los partidos del otro bando.

4º. Asegurar la transmisión de los informes, órdenes y noticias en territorio enemigo y desde el mismo a la España leal.

5º. Cada zona debería poseer por lo menos un agente director, uno o varios por cada partido político encargados de informar y de ejecutar órdenes, propaganda, etc., etc., un centralizador de informaciones y transmisor de las mismas, uno o varios saboteadores.

6º. En cada división del ejercito rebelde se debería contar por lo menos, con un agente de nuestro servicio secreto, y si fuera posible con uno en cada periódico, ministerio o entidad importante.

Los cinco primeros incisos los considerábamos aplicables a Portugal e incluso deberían extenderse a Italia.

Una acción coordinada de propaganda y de rebelión en la zona facciosa, coincidiendo con algo equivalente en Marruecos y con alguna victoria militar ruidosa nuestra, podrían facilitar el triunfo de nuestra causa.

Proponíamos introducir fermentos de descomposición y de desmoralización en la zona del protectorado de Marruecos también, en Ifni y en el Sahara español, teniendo presente cómo el mundo islámico está siempre propenso a la exaltación y a la revuelta contra sus opresores. «Las cábilas del Marruecos Norte están empobrecidas, exhaustas y con numerosas víctimas causadas por la guerra.

La xenofobia impera siempre entre los musulmanes y particularmente entre las tribus del bloque rifeño. En cuanto a las regiones próximas al desierto o en el desierto, sus habitantes se ven perpetuamente dominados por ardientes y místicos fervores, aparte de ser la guerra y el merodeo ocupación habitual de los indígenas, por lo que creemos muy fácil lanzarles a un levantamiento contra el extranjero, halagando a la par que los sentimientos religiosos y la xenofobia de las masas, las pequeñas ambiciones de los hombres más influyentes en las Yemas o asambleas”...

Destacábamos la importancia estratégica del Sahara y del Sur marroquí para las comunicaciones con América del Sur, y proponíamos un acuerdo previo con Francia para esa labor, y con el Comité panislámico de Ginebra, con los altos medios sionistas de Londres y París, con el elemento hebreo marroquí, con las principales cofradías religiosas y con los prestigios locales.

Indicábamos la conveniencia de establecer en Uazzan, Fez, Tazza y Uxda, para el Norte, y en Marraquex, Agadir y San Luis del Senegal, para el Sur, núcleos de agentes hábiles y de buenos arabistas que tendieran:

1º: a informar; 2º: a esparcir noticias y rumores propicios entre las tribus; 3º: a trabajar para atraernos personajes influyentes; 4º: a impedir la recluta y trabajar las unidades indígenas; 5º: atentados y sabotajes; 6º: a introducir alijos y a repartir armamento; 7º: a levantar el país en rebeldía y caer sobre las organizaciones y plazas facciosas.

El reparto de dinero, de armas y de municiones eran los medios más adecuados a utilizar.

Combinábamos esa acción en la retaguardia facciosa y en Marruecos con una operación de poco costo y de éxito seguro para nuestro ejército. Reconocíamos que no contábamos con medios y efectivos para golpes como el de la recuperación de las regiones de Lérida, Gandesa o Vinaroz, para el corte de las comunicaciones de Teruel con Guadalajara, para la rectificación del frente de Madrid, para recuperar el Valle de la Serena, con vistas a ocupar posteriormente el nudo de comunicaciones de Mérida, para la reducción de las bolsas de Bujalance o Alcalá la Real, a fin de alcanzar posteriormente Granada. Nuestro objetivo era más accesible y se encontraba a distancia del Ebro y Levante, donde el enemigo había concentrado sus reservas. Era el sector de Pozoblanco.

«En la zona elegida se halla la cuenca minera de Peñarroya, objetivo de extraordinaria importancia en todos los órdenes, cuya posesión nos permitiría amenazar a Córdoba muy de cerca y dificultar extraordinariamente las comunicaciones de esta provincia con Extremadura.

«La situación de las tropas que el enemigo se ha visto precisado a reunir en esa región es poco favorable en el orden táctico por los emplazamientos que ocupan y por la facilidad con que podrían quedar aisladas, batiéndose con un río a la espalda (el Guadiato), y encajonadas en su cauce... En el aspecto estratégico el enemigo ocupa la pared septentrional de un verdadero callejón sin salida, formado por el Guadiato, que de Noroeste a Suroeste se extiende detrás de sus posiciones, desde el Calderín sobre el pantano, pasando por la Sierra de Chimorra, Sordo, Alcornocosilla, Cabeza Mesada y posiciones ante Hinojosa. La pared meridional del callejón sólo ofrece comunicación hasta Villaviciosa.

El resto es completamente infranqueable para las retiradas o los aprovisionamientos de los facciosos, los que tienen que transitar forzosamente por la carretera de Córdoba-Villaharta-Belmez y Peñarroya, que recorre el mismo callejón del río. Por el flanco Noroeste se comunica fácilmente el enemigo con Extremadura y por el Suroeste con Córdova.

«De las dos únicas maniobras que utiliza la estrategia exclusivamente, consistentes en la ruptura y en el envolvimiento, dentro claro está, de las numerosas facetas y matices con que la táctica y el arte militar las adornan, sólo puede ser aplicada en esta ocasión, ante la situación estratégica planteada, el envolvimiento”...Sigue luego el desarrollo de esa operación en sus detalles, las necesidades que su ejecución implica.[38]

Hemos de advertir al respecto que en el planeamiento de las acciones a desarrollar no pretendíamos que se siguiesen al pie de la letra nuestras sugerencias, sino marcar soluciones posibles que quizás nosotros mismos habríamos modificado al ponerlas en práctica de acuerdo a la situación variable cada día.

Volvíamos luego a destacar lo que podría significar una guerra de guerrillas en la retaguardia facciosa, combinada con la acción en Marruecos Norte y Sur, con una operación de efecto como la que planeábamos, con un buen servicio de propaganda, de información y de sabotajes en la zona enemiga.

Resumíamos lo que habría de ser una sana política militar.

«La política militar tiene que ser de carácter únicamente técnico, estableciendo una unidad de acción y de voluntad para lograr la mayor eficiencia en el empleo y coordinación de las fuerzas de mar, de tierra y de aire.

Concretamente, esa política se ha de referir al empleo de las fuerzas militares, elección de los teatros de operaciones, distribución de fuerzas y elementos entre ellos y sistema de guerra a emplear en cada caso, sin que intervengan para nada, como no intervienen en las investigaciones científicas o en las aplicaciones técnicas, los idearios y la política de los partidos, ni las aspiraciones de clase».

Y entre las medidas prácticas proponíamos las que resultaban imprescindibles del desarrollo mismo de nuestras observaciones críticas, entre ellas la reducción al mínimo preciso de las fuerzas de orden público y las de orden fiscal, Cuerpo Único de seguridad y Carabineros, pasando a depender del ministro de la guerra todos los miembros de ellas comprendidos en las quintas movilizadas. Tampoco podrían tener personal sujeto a la movilización los demás cuerpos armados que prestaban servicios en policía, prisiones, campos de trabajo, carreteras, etc. También apuntábamos la necesidad de una «política de responsabilidades personales y colectivas de cuantos intervengan en la vida pública como funcionarios o como representantes de partidos y sindicatos».

No poníamos ninguna traba ante los sacrificios, privaciones, severidades impuestas por la guerra; pero nos oponíamos a una política absurda que se inspiraba mucho más en torpes ambiciones de predominio partidista que en el objetivo mismo de la contienda. Terminábamos con estas palabras:

«Más de dos años de experiencia bastan y sobran para poder asegurar cual es el camino de la derrota militar. Hemos intentado señalarlo. Proponemos la necesaria corrección.

«Enemigos de la política de partido en estas cuestiones, y sobre todo cuando está en peligro nuestra existencia como nación independiente, no queremos nada, no pedimos nada que no pueda ser suscrito por todas las fuerzas políticas y sindicales.

«Nos hemos levantado en julio de 1936 los primeros para impedir la implantación de una dictadura. Seguimos pensando que la dictadura no puede ser un instrumento de progreso y de bienestar para España y que tampoco puede proporcionarnos la victoria en la guerra. Proponemos una democratización del poder público con exclusión de toda hegemonía partidista. Proponemos que no se renuncie, por los españoles leales, a la dirección de la guerra y de las fuerzas que la ejecutan. Una España sin personalidad propia no puede luchar con todo el potencial de que es capaz por la propia dignidad y por la propia independencia».

Repetimos lo que hemos dicho en otras ocasiones. No es con vanagloria, sino con vergüenza y con profundo dolor como sacamos hoy a relucir la posición de la Federación Anarquista Ibérica, en la tragedia española. Parece increíble que nos hayamos encontrado enteramente solos en una actitud que no tenía nada de extremista, sino, todo lo contrario, quizás pecase de demasiado moderada. No pedíamos nada por nosotros y para nosotros. Sólo queríamos ganar la guerra, ver la causa del pueblo español mejor comprendida y mejor defendida.

Si particularmente, de hombre a hombre, se nos daba la razón, en tanto que partidos y organizaciones, se nos volvía la espalda y se hacía causa común con los estrategas de la derrota. ¿Miedo? ¿Complicidad? Que cada cual esclarezca los móviles que le han guiado en su incondicionalidad ante un personaje como el Dr. Negrín, sin antecedentes y sin cualidades, señalado por el índice popular como un simple instrumento de la política exterior de una potencia supuestamente amiga, pero en realidad sepulturera de la guerra y de la revolución españolas.

Memoria presentada en septiembre de 1938 al movimiento libertario llamando la atención sobre la dirección de la guerra y sobre las rectificaciones obligadas por la experiencia

Nos habíamos dirigido a los militantes anarquistas (julio de 1938), expusimos al gobierno sin tapujos lo que pensábamos de la situación en general relacionada con la guerra (agosto, 1938) y nos quedaba aún el recurso de informar a todo el movimiento libertario, Confederación Nacional del Trabajo, Federación Anarquista Ibérica, juventudes Libertarias; lo hicimos en septiembre del mismo año, aprovechando un Pleno nacional de las tres ramas, celebrado en Barcelona.[39] Desde nuestras publicaciones habíamos insistido ampliamente sobre el doloroso contraste de una masa popular superior por sus cualidades, por su comprensión, por su capacidad constructiva, a sus representantes. Habíamos hecho esa constatación cuando estalló el movimiento y la habíamos confirmado en su desarrollo, tanto en el aspecto militar, como en el económico, constructivo.

Desde un punto de vista de dirección, parecía a los recién llegados un poco caótico; pero la pasta humana era tan excelente que raramente se apelaba al sentimiento y a la razón del pueblo en armas sin conseguir el máximo resultado. Se subsanaban los errores cuando eran mostrados sincera y honestamente a los que los cometían.

La lógica del pueblo no siempre coincide con la lógica de sus directores. Como resultado de la victoria de julio, el pueblo quedó a su merced, dueño de sus destinos, de su voluntad. Si esa liberación pudo llevar el pánico a los gobernantes profesionales, si dio origen a algunos excesos particulares, si al amparo de esa libertad brotaron también, junto a las buenas, algunas malas semillas, la grandiosidad del espectáculo sublime no por eso desmerece. Mientras el pueblo tuvo la iniciativa, rebasando a sus jefes, políticos, militares, sindicales, no se dio un paso atrás en el campo de batalla. En la medida en que se fue privando al pueblo de su iniciativa, decayó el espíritu constructivo en economía, la combatividad y el heroísmo en el frente, el funcionamiento apasionado de todos los resortes de la vida, del trabajo, de la creación.

El Pleno de Regionales del movimiento libertario nos ha causado profunda tristeza, no porque se hayan pasado por alto nuestras observaciones y nuestros deseos, sino porque nos puso en evidencia, una vez mas, la distancia moral que había entre el gran movimiento popular agrupado bajo nuestra bandera y quienes pretendían representarlo, valiéndose de las artes bien conocidas en todos los países y en todas las organizaciones cuando el liderismo se convierte en una profesión y la posesión de los lugares de comando se considera el supremo objetivo.

Las llamadas exigencias de la guerra habían suprimido el funcionamiento democrático de los órganos populares de gestión, de crítica, de orientación. ¿En beneficio de la guerra? No, en beneficio de los que al calor de esas disposiciones podían ostentar cargos, sinecuras, funciones para los que no estaban preparados y que de otra manera habrían podido perder.

Consideramos un deber la reproducción de estos documentos tanto para destacar una actitud que nos ha valido el aislamiento y el rencor de aquellos a quienes anatematizábamos, como para que sean conocidos por las víctimas supervivientes de una política suicida, realizada y afianzada presuntamente en su nombre.

Quizás se encuentre más de una repetición de hechos y de observaciones ya conocidos por otros documentos. Era el mismo espectáculo y la misma pasión quienes lo inspiraban todo.

¡Cuanto hubiéramos deseado ser nosotros los equivocados! Y hemos de confesar que más de una vez, al comprobar la esterilidad de nuestros esfuerzos, al vernos frente al muro macizo y solidario de los representantes de todos los partidos y organizaciones, hemos sentido como un relámpago de duda en nosotros mismos. ¿Quizás éramos nosotros los que estábamos en el error? Que juzgue ahora el que pueda hacerlo por encima de todas las pasiones suscitadas en torno a esa polémica agria. Nosotros no podemos ser jueces y parte. Por eso dejamos que hablen los documentos de la época, expresión de nuestro descontento y de nuestra visión de cada instante.

Consideraciones generales.

«No pretendemos hacer un recuento de los propios errores en materia de guerra y de política de guerra. Todos tenemos en lo acontecido una parte de responsabilidad, desde el frente o desde la retaguardia, por acción o por inacción, en el giro que tomaron los acontecimientos y en la pérdida de nuestras posiciones de gestores principales de esta guerra y sus primeros organizadores.

Había surgido de improviso, como por encanto, el instrumento más eficiente y adecuado de la guerra irregular, de la guerra a la española: las milicias populares de los primeros meses. La falta de un ejército organizado nos obligó a emplear esas fuerzas en operaciones y en funciones de ejército regular. A esa contradicción se añadió la falta de armas y municiones, el sabotaje ejercido desde el primer instante, por parte del Gobierno de la República, contra esas formaciones populares surgidas al calor de la victoria de Julio.

Se imponía la creación del ejército, pero ¿se imponía igualmente la supresión de las milicias? ¿no habrían podido coexistir como en tantos otros períodos, las dos formaciones, que entrañaban modalidades distintas pero complementarias de hacer la guerra?

La supresión de las milicias ha sido un error político desde el punto de vista revolucionario y ha sido un error militar desde todos los puntos de vista. Lo que vino después no ha sido más que una concatenación lógica y forzosa de ese primer error grave.

Sin nuestro apoyo, la militarización no habría sido posible. La sola presión o los decretos del Gobierno no habrían bastado para acallar el descontento y reducir el espíritu de resistencia instintiva a una militarización que tenía otros propósitos que el de la mera disciplina, como se vio claro más tarde.[40] Nos faltó visión para proponer las dos formaciones, la regular del ejército y la irregular de las milicias del pueblo. Pusimos así nuestros destinos, los destinos de la España revolucionaria y los destinos de la guerra, en manos de nuestros enemigos naturales e irreconciliables, los usurpadores de la llamada ayuda rusa, que no fue tal ayuda, sino un escandaloso negocio de venta de algunas armas, muchas veces de pésima calidad, y una hipoteca vergonzante de la dirección de la política española y de la guerra.

Comenzó en las filas del ejército una obra de aplastamiento de las mejores cualidades del combatiente español. Se quiso imponer una disciplina brutal por el terror. Para asegurarla se crearon grandes ejércitos de orden público, los de Carabineros, los Guardias de Seguridad y asalto, Policía, Servicio de investigación militar, etc. Había en todo el territorio español, en 1930, 694 jefes y oficiales de carabineros, 14.526 hombres de tropa de infantería, 350 de caballería. Compárense esas cifras con los 100.000 carabineros actuales en un territorio tan restringido que sólo equivale a una quinta parte de nuestro país. En lo relativo a las otras fuerzas de orden público, la proporción del aumento es más o menos equivalente. ¿Se pensó en las necesidades de la guerra o se tuvieron en cuenta más bien las apetencias políticas de predominio cuando se dio vida a esos cuerpos monstruosos de retaguardia que fracasaron rotundamente siempre que se pusieron en contacto con el enemigo del otro lado de las trincheras?

Fueron fusilados, asesinados, postergados, castigados, procesados numerosos de entre los mejores combatientes por atreverse a resistir de alguna manera la dictadura impuesta al dictado de Rusia en las filas militares, sus desaciertos, sus operaciones catastróficas con derroches de vidas y de sangre para objetivos de mera especulación política.

Llevamos casi dos años de militarización. Desde que la dirección de la guerra quedó en manos de los usurpadores de la llamada ayuda rusa, no hemos conocido más que derrotas en el orden militar, desaciertos ruinosos en el orden económico, desprestigio en la esfera internacional y una desmoralización de los combatientes que no puede dar mas frutos que los que ha dado ya en el derrumbamiento del frente de Aragón y en los posteriores de Levante y Extremadura.

Del informe que eleva el compañero Gil Roldán, nombrado recientemente Comisario de los ejércitos de Cataluña, al Comisario general, entresacamos los siguientes párrafos:

«Puede afirmarse responsablemente que nuestros soldados no son tratados adecuadamente... El soldado está muy mal atendido y la lucha se desenvuelve para él en un plano de crudeza que no lo determina solamente el enemigo. Nada de extraño tiene que en estas condiciones la capacidad de sacrificio disminuya y que el hombre vacilante vacile un poco más; es por ello que la urgencia en remediar estos males que están en nuestra propia mano, es cada vez mayor.

«Es muy difícil que a un hombre que no ha comido en dos días y no tiene ropa ni calzado le pueda bastar, para conformarse, una conferencia o un discurso político» ...

En un informe del Subcomité Nacional de la C.N.T., fechado en Valencia, 21 de julio del presente año, leemos lo siguiente:

«El Ejercito de Extremadura ha sido estos dos años terreno abonado para la política del Partido comunista, que se resume en un descarado favoritismo en los mandos y en el proselitismo entre la tropa. No sólo la totalidad de los altos mandos, desde jefe de ejército a jefe de brigada, eran feudo de los comunistas, sino que en ellos se ejercía, a presión del Partido, una rápida rotación del personal, en satisfacción de ambiciones... Así, brigadas como la 91, cambiaron en seis meses más de seis jefes.

Pero lo peor de la moral del soldado ha sido el cansancio y la desmoralización de dos años seguidos de trincheras, el divorcio espiritual con la oficialidad, debido a un trato cuartelero de viejo estilo que llegaba corrientemente al insulto grosero hasta a los hechos (testimonio los hechos ocurridos en las brigadas 20 y 109). Añádese, respecto de los perseguidos por el Partido comunista, una horrible justicia extraoficial, consistente en homicidios encubiertos con el pretexto de que el perseguido quería pasarse al enemigo. Se asesinó así a soldados en la misma retaguardia, a más de 50 kilómetros del frente, bajo el pretexto de que querían pasarse a los fascistas[41]; se llegó al punto que oficiales no gratos (un capitán de la C.N.T. de la 109, y un teniente de la 20 brigada), se rehusaran sistemáticamente a bajar al puesto de mando durante la noche por sentirse amenazados de asesinato y otras barbaridades por el estilo.

Otro factor de desmoralización ha sido la conducta privada de los altos jefes. Se reprochaba, por ejemplo, al jefe de la 37 división en Castuera, teniente coronel Cabezudo, que llevaba una vida lujosa de sibarita, hasta recibir visitas de autoridades civiles con su querida sentada en las rodillas, ídolo de lujo con esclavinas en los tobillos. Las queridas, las juergas y las riñas entre el jefe de ejército y el de la división en la misma vigilia de la catástrofe.

Naturalmente toda actividad del alto mando se quedaba reducida a un papeleo burocrático»...

¿Cómo hemos reaccionado contra todo ello? Con alguna gestión de compromiso o con algún escrito para salvar las apariencias, sin una verdadera decisión de poner límite a ese estado de cosas, o con el silencio, con la aprobación de la política del Gobierno, con el silenciamiento de toda crítica, con la abdicación de toda personalidad revolucionaria, dispuestos a dar la razón a los perseguidores contra los perseguidos, a los que nos conducen a la derrota contra los que quieren oponerse a ella, a los que estrangulan la revolución contra los que quieren defenderla.

No pudimos tolerar más tiempo este estado de cosas y hemos apelado a la militancia libertaria para que resuelva y marque la línea a seguir. El Comité peninsular de la F.A.I., a partir del verano de 1937, comenzó a hacer observaciones fraternas al Comité nacional de la C.N.T. para que, puesto que habíamos dejado a la organización confederal la iniciativa en materia política, iniciase un viraje en el sentido de recuperar nuestra personalidad para frenar en lo posible la calda vertiginosa de la España de la revolución. Tenernos que declarar que nuestros esfuerzos no fueron coronados por el éxito y las discrepancias de la discusión cotidiana en torno a nuestra conducta colectiva se agudizaron hasta el punto de ser imposible una orientación única, una misma apreciación y una misma solución a los diversos problemas de la guerra, de la economía, de la política nacional e internacional, etc. Confiamos sinceramente que este Pleno tenga la virtud de unificar el movimiento libertario sobre la única base posible, la defensa del propio movimiento para tener siempre un instrumento insuperable al servicio de la guerra y de la revolución.[42] Habiendo sido los promotores principales de esta guerra y sus primeros organizadores, la militarización de las milicias, la creación del ejército y del comisariado nos han quitado toda influencia eficaz en la marcha de la conflagración. A partir del gobierno Prieto-Negrín y luego de Negrín solo, nuestro desplazamiento de la guerra fue casi absoluto. A pesar de tener un cuarenta por ciento de los combatientes en primera línea, no tenemos un cinco por ciento de los mandos, y la proporción no es diversa en el Comisariado, sin contar que los resortes totales de la guerra están en manos más preocupadas del propio partido que de la causa común.

No obstante, para taparnos los ojos, se dice que ganamos posiciones,[43] que estamos mejor que ayer. Aparte del error que significa el suponer que el nombramiento de algunos mandos, el logro de algunos ascensos, la colocación de algunos comisarios, que no pueden pesar en ninguna determinación fundamental, equivale á ganar posiciones, tampoco es verdad desde el punto de vista numérico, pues del predominio indiscutible que teníamos en la dirección de la guerra al fascismo hemos pasado a la categoría de simple carne de cañón. La proporción de nuestros mandos y comisarios es irrisoria respecto a nuestra representación popular y al número de nuestros camaradas combatientes.

El chantaje comunista.

Desde que comenzó la especulación con la ayuda rusa, el Partido comunista inició su obra de captación en las filas del ejército y entre las fuerzas de orden público, corrompiendo a individuos de baja moral, prometiendo ascensos a los vacilantes y estableciendo un trato de preferencia para los inscriptos en sus filas. Por esa causa el ejército no ha podido convertirse todavía en una realidad. Es un conglomerado sin alma, a quien se mantiene en ciertos límites de disciplina por un terror desconocido en España, en esta España que ha probado la Inquisición y las dictaduras militares y civiles más despóticas. Asesinatos, prisiones, postergación, castigos, hasta castigos corporales[44] persecuciones, todo se ha puesto en juego contra los hombres del movimiento libertario y de otras organizaciones, hombres abandonados a la propia suerte, sin que hasta aquí se haya tenido gesto alguno eficaz de energía en su defensa o de solidaridad con las víctimas.

La ayuda rusa se convirtió así en principal factor de desmoralización y de derrota, porque ha servido para destruir las raíces populares de nuestra guerra y para sofocar el espíritu revolucionario que la animaba.

El Comité peninsular de la F.A.I. ha denunciado repetidamente en circulares, en boletines y por todos los medios a su alcance el peligro que, para la revolución y para la guerra, representaba el Partido comunista, compuesto en su mayoría de elementos dudosos, antiguos miembros de la Unión Militar Española y de organizaciones de derecha o de simples caballeros de industria, sin antecedentes revolucionarios, para quienes el porvenir de España les importaba un bledo. Ese partido es, de todos los actualmente existentes en nuestro país, el de composición más variada y origen más obscuro. No significa una doctrina, una orientación, un rumbo; significa el saqueo del erario público para fines particulares y la explotación de un chantaje infame.

Cuando fue invadido Aragón por las divisiones comunistas, como para preparar así la invasión de esos territorios y de Cataluña por las divisiones de Franco, hemos protestado públicamente contra los crímenes, depredaciones y acciones contrarrevolucionarias de un Lister, por ejemplo. Hemos publicado un informe de la Regional aragonesa de la C.N.T. en el que se destacaba la reconstrucción económica llevada a cabo por los campesinos, obra que la brutalidad de los invasores moscovitas destruía de una manera caprichosa.[45]

Una política de favoritismos y de ascensos inmerecidos destruyó el ejército de la monarquía. Una política equivalente en el ejército popular ha impedido hasta ahora que ese ejército reúna las condiciones necesarias para enfrentarse triunfalmente con el enemigo.

El Partido comunista ha conseguido controlar el ejército y todos los resortes de la guerra con fines de absorción, de golpe de Estado, de dictadura, pero no ha conseguido articular un aparato de resistencia contra el fascismo. Todo su mecanismo tiende a someter la retaguardia, a asegurar sus posiciones contra la voluntad del propio pueblo, no a obtener la victoria sobre el enemigo. Y esto se hace con el silencio o con la pasividad orgánica del movimiento libertario, al cual estamos desviando de su función específica al sugerirle continuamente que deje toda su iniciativa en manos de sus Comités superiores. Los ascensos de los mandos comunistas ofrecen un espectáculo escandaloso. De una sola vez, la II división ascendió por méritos de guerra, sin méritos, a 49 tenientes, haciendo lo mismo la 46, la 27 y otras divisiones comunistas.

En la 27 división hubo en 15 días (mayo de 1938, D. O. Nº III, 120, 122) 1148 ascensos de cabos, sargentos, tenientes y capitanes. Así se preparan los mandos para las divisiones no comunistas.

Con tales mandos y con el criterio que prima en la dirección de la guerra, no es de extrañar que, por ejemplo, en la 38 brigada mixta se haya producido hace poco 1.100 bajas en una operación absurda, y que los proyectos de pase del Segre hayan terminado con la destrucción de dos batallones de la 153 brigada, de origen libertario, sin que el jefe de ese sector, un comunista, haya sido sancionado por la incorrección con que fueron ejecutadas esas operaciones. Esa exención, sin embargo, no significa nada cuando un teniente coronel Gallo, jefe de un cuerpo de ejército, huye a Francia dejando sus fuerzas abandonadas y vuelve a ocupar puestos de responsabilidad.

Elocuentísimos son también los siguientes casos:

El general Sarabia, fracasado en el Ejército de Levante, en lugar de ser procesado, recibe el «mando» de los ejércitos de Cataluña.

El coronel Antonio P. Cordón, actual subsecretario del ejército de tierra, siendo alumno de la Escuela superior de guerra fue desaprobado y demostró su incapacidad en la jefatura del Estado mayor del ejército del Este, hasta su derrumbamiento. Para continuar su obra fue encargado de la jefatura de la sección Operaciones del Estado mayor central, de donde salió para ocupar el cargo actual.

El coronel Ricardo Burillo, jefe del ejército de Extremadura desde noviembre de 1937, no ha sido capaz de tomar ninguna medida para la reorganización de sus fuerzas, habiéndose preocupado sólo de servir los intereses de su partido. A los ocho meses de su mando en dicho ejército sobreviene la ofensiva enemiga en aquel sector y perdimos en pocos días 1200 kilómetros cuadrados de territorio. En lugar de ser procesado como responsable o en averiguación de responsabilidades, pasa a disposición del Ministro de gobernación.

El teniente coronel Trueba estuvo a punto de ser fusilado en ocasión de las operaciones del vedado de Zuera, en septiembre de 1937, por su manifiesta incapacidad. Se le quito el mando de unidad, pero los manejos de su partido han permitido que volviera á ostentar mandos y que tenga actualmente el de una unidad del décimo cuerpo de ejército.

He aquí el testimonio del subcomisario general de guerra, compañero González Inestal, en un informe dirigido a la organización confederal el 7 del corriente mes:

«Se viene realizando una política de ascensos arbitraria. Desde las operaciones de Teruel se ha ascendido a elementos comunistas y a otros que integraban ciertas camarillas. En cambio se niega el ascenso sistemáticamente a elementos de probada capacidad y diligencia. Ejemplos: Matilla, Guarner, Casado y bastantes otros que no son del caso. Se da el caso de que un teniente de la C.N.T. que forma parte del Estado mayor, es propuesto, con varios otros, para ascenso. Ascienden incluso a todos los de su promoción. A dicho compañero, que por lo demás es muy entusiasta, diligente y competente, se le concede la medalla del deber».

En el mismo informe se habla del «monopolio» de los altos mandos por parte de los comunistas en los ejércitos de la zona catalana, mencionando como prueba la Agrupación de ejércitos del Ebro, con Modesto, el quinto cuerpo de ejército con Lister, el quince con Tagueña, el doce con Etelvino Vega, el dieciocho con del Barrio, el once con Galán.

En cambio, se observa, de nada valió a la 26 división el haber sido la que mejor resistió y la que más compáctamente se retiró a raíz del último hundimiento del ejército del Este, ni a Sanz ser su jefe.

Se asesina ilegalmente.

En todas las unidades del ejercito, no obstante tener nosotros, como hemos dicho, el cuarenta por ciento de los combatientes, funcionan células de partido con una red de relaciones que siembran el disgusto y la desconfianza entre los soldados y los mandos. Nosotros, que no somos partidarios de un ejército de partido, sino de un instrumento bien organizado y coordinado para la liberación del país, hemos rehusado y obstaculizado la formación de nuestros núcleos de organización, de control y de lucha para contrarrestar toda maniobra y toda extralimitación posibles. Y sin embargo estamos convencidos de que en ese terreno nuestra actuación no podría ser igualada, porque contamos con la experiencia de muchos años de conspiración revolucionaria y se encuentran a nuestro lado los hombres más valerosos y abnegados.

Con fecha 25 de junio de 1938, el Comisario delegado de guerra de la 43 división, Máximo de Gracia, presentó al Ministro de defensa y al Comisario general del ejército de tierra un largo informe sobre la obra de los comunistas en dicha división cuando se encontraba en los Pirineos, atribuyendo a esos manejos el derrumbe final. Se habla en ese informe de asesinatos, de peligro de asesinato para oficiales y soldados no comunistas, de violación de correspondencia, de inmoralidades, etc., etc. Nada se ha hecho hasta el momento para depurar responsabilidades. Se lee, por ejemplo, en el mencionado informe: «En mis conclusiones hago como remate consideraciones que son, a juicio mío, la cosecha de una experiencia sincera. Si estas experiencias no se recogen por los que con su autoridad deben de advertir los peligros que se ciernen, no tardará mucho tiempo en que la fatalidad nos depare escenas de violencia que nos puedan llevar a estados pasionales nefastos para los fines de la guerra... Los hechos acaecidos en la 43 división son tan graves que deben ser meditados por la superioridad, con la imparcialidad objetiva de un hecho que es consecuencia de una gestión política que, con una mano extiende su apoyo al Frente popular, y con la otra recoge frutos que por ser prematuros nos llevan a la conclusión terrible de estados de descomposición que amenazan la unidad de un ejército que, para resistir, según la consigna certera del Jefe del gobierno, necesita una inquebrantable unidad y un respetuoso concepto para todas las ideologías que forman el antifascismo del Frente popular».

Todavía estamos esperando una decisión del Gobierno y las sanciones necesarias para reparar los males denunciados. Hay que hacer constar que, por parte de numerosos núcleos de compañeros de la C.N.T., se han hecho denuncias graves también respecto a la 43 división, denuncias que corroboran, aclaran y amplían lo denunciado por el socialista Máximo de Gracia.

De un informe firmado por un grupo de mandos de la mencionada división desde el castillo de Figueras, 13 de julio de 1938, entresacamos los párrafos que siguen:

«Por pertenecer a la C.N.T. fue muerto por la espalda el alférez de municionamiento de la 72 brigada y constantemente perseguido, por igual motivo, el capitán de la misma unidad, Pedro Ucar y otros. La fobia se exterioriza contra los elementos del Partido socialista obrero español y la C.N.T. Durante la permanencia de la 43 división en los Pirineos se dio el caso de ser fusilado por el actual comandante del batallón 287 un teniente del cuerpo de carabineros que ignoraba el paradero de su unidad, así como fueron fusilados sin formación de causa varios individuos de la 21 brigada (extremo que puede ser comprobado mediante declaraciones de los actuales componentes de la misma), táctica que se hubiera seguido contra los mandos de la 102 brigada en el caso de haberse presentado estos en el lugar que se les indicara».

La presentación de que aquí se habla fue impedida por el comisario Máximo de Gracia, cuyo presentimiento le hizo recomendar a los camaradas la desobediencia para no exponerlos a un inútil sacrificio.

Nuestras organizaciones conocen hechos numerosos de esta especie. Sin embargo estamos esperando que se reaccione de alguna manera digna en defensa de la vida y de la dignidad de los combatientes.

El teniente José Fortuny, de la 43 división, 72 brigada, 286 batallones, miembro de la C.N.T. y de las Juventudes libertarias, dice en una declaración de la que tenemos copia:

«Cuando llevaba aproximadamente un mes ejerciendo el cargo que me había sido asignado, y en ocasión de ir con el teniente A. Gallardo, fuimos requeridos por el comisariado, en donde se nos informó de la necesidad, según decían, de que entrásemos a formar parte del Partido comunista, cosa a la que ambos nos negamos rotundamente, por lo que desde entonces se nos hizo la vida imposible en dicho cuartel general. Nuevamente fuimos invitados en otra ocasión a ingresar en el mencionado partido, persistiendo por nuestra parte en la negativa. En vista de ello se nos prometió que si ingresábamos en el, se nos daría la plantilla de oficiales de Estado mayor, rehusándonos”...En la misma declaración se describen las penurias y persecuciones de que han sido objeto por no querer abandonar a la C.N.T. y a las Juventudes libertarias para pasar al Partido comunista, oficiales de nuestra organización. Menciónanse los nombres de varios oficiales de la «Esquerra» y republicanos que, con menos valor personal que nuestros camaradas, tuvieron que darse de alta en el Partido comunista para no verse postergados, vejados y perseguidos.

Del informe del capitán Pedro Ucar, brigada 72, entresacamos lo que sigue:

«Últimamente tenían organizada una pequeña tcheka. El jefe de esa partida de asesinos es el teniente Moisés García. Este elemento no tiene mando alguno y fue él quien asesinó al compañero Puertas, alférez y perteneciente a nuestra organización. Se trataba de un buen compañero, de Campo (Huesca), cuyo delito no fue otro que el de ser perfecto anarquista. Al enterarse del hecho pedí explicaciones al comisario de la brigada, el cual me manifestó que era cierto que había sido fusilado, por pretender pasarse al enemigo. Como quiera que esto no pudiera satisfacerme, hice averiguaciones y logré saber que su ejecución se llevó a cabo dentro de un coche.

El tal Moisés García, jefe de la tcheka, le disparó dos tiros en la sien al mismo tiempo que le decía: «Toma, cabrón, para que no molestes más». El hecho se llevó a cabo en la carretera de Ainsa a Bielsa, el día 6 o 7 de abril. Su cadáver fue enterrado en La Fortunada, un pueblecito del valle de Bielsa. Un buen testigo de este hecho es el comisario de compañía Augusto Sánchez, pues el propio matador el dio cuenta de la hazaña”...

Lo que aquí cuenta el camarada Pedro Ucar, puede ser multiplicado enormemente. Es un procedimiento demasiado corriente para que haya de quedar impune y para que nosotros, los que no estamos en el frente, pero tenemos una misión que cumplir, nos crucemos de brazos, cooperemos con los asesinos de nuestros camaradas y dejemos librados a su suerte a los que han sido, son y serán la base auténtica de nuestro movimiento.

Confirman los hechos nefastos de la política comunista en la 43 división, los capitanes de la 102 brigada Francisco Santos Molina, Francisco Gálvez Medina, Eusebio Llorente Sala, Agustín Gómez Núñez, todos pertenecientes a la C.N.T.

EL compañero Carrillo, en informe a la Sección defensa del Comité Regional de la C.N.T. de Cataluña, dice lo siguiente:

«Tengo a bien poner en vuestro conocimiento los hechos ocurridos en el frente de Aragón el día 13 de abril a las 7 de la noche (1938). Una compañía de la 26 división, de unos 80 hombres con cuatro oficiales, al pasar por la carretera de Doncella, frente a la base del Batallón disciplinario del XI cuerpo del ejercito, fue invitada por gentes a las ordenes del comandante Palacios, jefe de ese batallón, a que pasase por dicha base para que les hablase el comandante.

«Al llegar a dicha base los oficiales fueron invitados a subir a la oficina del comandante y al entrar en ella fueron desarmados, para lo cual el comandante hizo formar a los soldados y les hizo un discurso con palabras bastante groseras. A continuación hizo pasar la compañía de cinco en cinco y rendir armas. Después dijo a los soldados que siguieran su camino hacia su base. Un sargento de la compañía, al ver que no salían los oficiales, preguntó al comandante si quedaban a sus órdenes y éste le dijo que se hiciera cargo de la fuerza hasta llegar a su base. Los oficiales, tres tenientes y un comisario, el 14 de abril de 1938, a las 4 o 5 de la mañana, fueron pasados por las armas sin consejo de guerra, y se supone que por el solo delito de pertenecer a la 26 división. Al día siguiente el comisario de la 26 división telefoneó al batallón disciplinario para preguntar por los detenidos y el comandante le dijo que habían sido juzgados por consejo de guerra sumarísimo y que Galán les daría la contestación».

Sostiene dicho compañero que no hubo tal consejo de guerra, que los oficiales fueron pasados por las armas por pertenecer a la 26 división.

El camarada Baztán, militante del Centro, ha escrito un informe sobre las operaciones efectuadas en los Montes Universales, en las que intervino el primer batallón de la 70 brigada mixta y otras fuerzas. Estaban estos combatientes en situación apurada y se les envió una compañía de refuerzo al mando del capitán Francisco Montes Manchón, comunista, con orden de introducir su gente en la posición de manera que no fuese excesivamente vista por el enemigo. Ese capitán llevó sus hombres en fila india, desoyendo las órdenes recibidas. Al llegar a su destino, el comisario del batallón de la 70 brigada, camarada José Gómez Álvarez, se encontraba arengando a los soldados para estimularles a la resistencia heroica. El capitán Francisco Montes le disparó un tiro por la espalda, matándolo en el acto, como asimismo a un soldado, hiriendo a un cabo de la misma brigada y despotricando luego contra los oficiales por ser confedérales (palabras textuales que constan en el parte dado por el mayor de la agrupación, Ramón Poveda). Este informe, con otra serie de hechos interesantes, lleva la fecha del 18 del mes de agosto pasado.

No nos costaría ningún esfuerzo extraordinario la mención y comprobación de un millar de casos parecidos a los que aquí denunciamos y de los cuales han sido víctimas preferentemente camaradas de la C.N.T., de la F.A.I. y de las Juventudes libertarias.

Estos hechos no los ignora ni el Comité nacional de la C.N.T., ni el Comité peninsular de las Juventudes libertarias. El actual ministro de Instrucción pública, camarada Segundo Blanco, ha elevado el 25 de marzo de 1938 un informe al ministro de Defensa en nombre de la Sección defensa del Comité Nacional de la C.N.T., en donde denuncia una cantidad de hechos escandalosos y en donde se pone de manifiesto al Dr. Negrín lo que sigue: «Nuestra advertencia es seria y nuestra disposición para que se haga justicia firmemente categórica»... No sabemos hasta qué grado era seria y categórica la actitud ante los crímenes cometidos impunemente en el frente. Lo cierto es que hechos de la misma naturaleza se siguen cometiendo y que hasta ahora no se ha aplicado ninguna sanción por ellos. Y el propio firmante de la denuncia de la criminalidad comunista forma parte del Gobierno que la ha tolerado y la tolera si es que no la estimula a través de sus ministros, consejeros rusos y mandos adictos.

En el informe a que aludimos más arriba se cita una reunión de células comunistas tenida en Torralba de Aragón, el 16 de marzo de 1938, con los nombres de los concurrentes y el resumen de sus consignas de eliminar violentamente a todo el que se opusiese a la ejecución de los proyectos del Partido. El jefe del Estado Mayor de la brigada 142, A. Merino, resume la opinión de los asistentes con estas palabras: «El que estorbe, en una visita a las trincheras o a los trabajos, se pierde un tiro y él se lo encuentra. Si no, le lleváis a las alambradas y ¡cuarto tiros!, parte de deserción y ya procuraremos que la cosa o trascienda».

Todavía no se ha esclarecido la responsabilidad pertinente por el asesinato del delegado político de la compañía de transmisiones de la 141 brigada mixta, José Meca Cazorla, y del soldado de la misma, José Hervás Soler. Tampoco han aparecido los asesinos del soldado Jaime Trepat, de esa misma unidad, aun cuando las averiguaciones hechas por iniciativa del compañero Molina, comisario de cuerpo de ejército, hayan dado bastantes indicios para que esos crímenes fuesen rápidamente esclarecidos y sancionados. Prueba de la seriedad y la solvencia de esas averiguaciones es que fueron transmitidas por la Sección defensa del Comité Nacional de la C.N.T. al ministro de Defensa nacional por su actual ministro de Instrucción pública, Segundo Blanco.

No vale la pena que sigamos haciendo esta relación macabra. Basta resumir diciendo que muchos compañeros activos del frente tienen más temor a caer asesinados por los aliados comunistas que a morir en lucha con el enemigo del otro lado de las trincheras.

Tal estado de cosas no es accidental, sino endémico, desde que los agentes de Moscú se han infiltrado en las filas del ejército. Colaborar con ellos, con el pretexto de que la guerra lo exige, es algo más que pecar de tontos.[46]

Proselitismo y corrupción en el ejército:

No opinaremos nosotros al hablar del proselitismo y de la corrupción en el ejército por obra del Partido comunista, que lleva su inescrupulosidad a todos los terrenos. Que hablen los propios informes no desmentidos que obran en poder de nuestros Comités superiores.

Por ejemplo, el Sindicato de Sanidad e Higiene de Barcelona, el 18 de julio de 1938, nos comunica, entre otras cosas graves, lo que sigue:

«En los hospitales militares hay un problema latente. Es este: se hace la más baja, la más rastrera de las políticas; y a los enfermos, a los hermanos heridos, se les hace blanco de ella. Se cotiza su dolor y sus heridas, se condiciona su bienestar de enfermos a su afiliación política». El mismo Sindicato denuncia la manera de emboscar comunistas por supuestas enfermedades y hace declaraciones que no pueden pasar por alto sin desdoro para la propia organización confederal que tolera todo ello desde fuera y desde dentro del Gobierno en que participa.

El afiliado número 13653 de la Agrupación socialista madrileña dice en un largo informe sobre la actuación del partidismo en el ejército y la descomposición de éste a causa de la inmoralidad y del terror reinante en él:

«En el Estado mayor (de la 33 brigada mixta, febrero de 1937) se había formado una célula que era la que determinaba los trabajos y las tareas que habían de efectuarse para ir colocando en todos los puestos destacados y de responsabilidad o dirección a los afiliados al Partido comunista.

«Recordamos perfectamente que poco antes de las operaciones de Brunete, estos elementos se reunieron para sancionar severamente —como decían— a unos cuantos de ellos por el delito de haber facilitado los salvoconductos y los medios de fuga del marques de Fontalba que se encontraba detenido en El Escorial, pero todo quedó luego misteriosamente oculto, ya que se pudo averiguar, y en aquella reunión se demostró, que todos ellos estaban complicados en esos delitos y se guardó el oportuno silencio mediante el correspondiente reparto del botín que obtuvieron como rescate» ...

En el mismo informe vemos cómo se destituye a un militar, jefe de una brigada, la 33, por no haber querido ingresar en el partido comunista, y cómo se nombra a un elemento fascistoide, Cabezos, a quien denunciaron como tal y como amigo personal de Queipo del llano y de Doval, los propios soldados, sin que se haya tomado ninguna medida para no poner la suerte de algunos millares de hombres en manos tan dudosas...

Los Comités regionales de la C.N.T. y la F.A.I. de Cataluña (sección defensa) han enviando un documento de tallado sobre la actuación partidista dentro del ejército en obras y fortificaciones, al ministro de Defensa nacional, con fecha 2 de octubre de 1937, sin lograr ninguna reparación.

Allí se hacen denuncias sobre el proselitismo y las maniobras del Partido comunista que no pueden obtener otro resultado que el de la desmoralización y la descomposición de la filas combatientes...

De los 19 batallones de transporte existentes en la actualidad, se hallan diez o doce en manos de mandos comunistas, y só1o uno o dos en manos de compañeros nuestros, a pesar de que el 70 u 80 por ciento del personal que los compone es de la C.N.T. y la F.A.I. Aprovechamos la ocasión para mencionar esta situación inexplicable en los salarios: en el ejército se pagan 15 pesetas, en la aviación 12, en los carabineros 25 y en la Subsecretaria de armamento 30, por el mismo trabajo.

En poder de nuestras organizaciones obran los informes del compañero Baztán, de mediados del año en curso, sobre sus viajes en los frentes de Levante y del Centro. También encontraréis en ellos abundantes pruebas de cuanto decimos.

La delincuencia partidista no está solo en los mandos subalternos, está también arriba, en los mandos superiores.

Leemos en un informe del secretario de la Sección Defensa del Comité regional de Cataluña, 11 de junio de 1938 cómo los compañeros «se van desengañando de nuestra organización, porque los deja desamparados y a merced del Partido comunista y porque no ven, que, por nuestra parte, se haga algo efectivo en su favor; la depresión de los soldados, coaccionados continuamente para que se afilien al Partido comunista, al Socorro rojo, etc... En el ejército hay que variar fundamentalmente la línea de conducta. Hay que depurar profundamente los mandos, depurar el S.I.M., los tribunales, la sanidad, las transmisiones, los transportes, el cuerpo de ingenieros, los mandos de cuerpos de ejército y el de algunas divisiones; resolver el problema del comisariado, etc., etc. Y sobre todo evitar que nuestros compañero sean perseguidos, carne de todas las maniobras y víctimas continuas de toda clase de tropelías»...

No es por falta de denuncias concretas, no es por falta de conocimiento de la verdad en los Comités superiores de nuestras organizaciones por lo que no se ha hecho nada para mejorar el actual estado de cosas. Los Comités de nuestras organizaciones saben lo que ocurre. La unanimidad de criterio, pues, parecería natural y la respuesta única. Sin embargo no hemos logrado coincidir ni siquiera en la necesidad y en la urgencia de una defensa de la vida de nuestros militantes en el frente y en la retaguardia.

En un informe bien concebido y realizado sobre la situación del ejército del Este por un oficial de la 26 división, después de exponer con lujo de detalles la situación militar y moral, y después de explicar la razón de muchos fracasos y desastres, se nos hacen advertencias como éstas:

«Creemos que se puede y que se debe exigir respeto y el valor que cada uno en sí representa, y nuestro movimiento, tanto por sus individualidades como por su organización, debe exigir e imponerse si es preciso para evitar que sus hombres se vayan desanimando y desalentando por no estar respaldados por el movimiento libertario al cual se deben y al cual no deben renunciar bajo ningún concepto, por muy crítica que sea la situación y por muchos obstáculos que encuentren en el desarrollo de su cometido como hombres de responsabilidad»...

A estas horas podríamos señalar ya algunos casos de compañeros nuestros que, sin defensa en la organización, acorralados en sus puestos de primera línea, han optado por aceptar el carnet del Partido comunista. Lo que nos parece síntoma de excesiva gravedad.

Nuestros compañeros tienen la impresión de que no se les atiende, de que se deja libre curso a la política nefasta del Partido comunista. No se trata de unos cuantos casos, sino de millares y millares de camaradas que confiesan que sienten más temor a ser asesinados por los adversarios de al lado que a ser muertos en lucha con los enemigos de enfrente.

El Comité peninsular de la F.A.I. ha propiciado la defensa activa y enérgica de nuestros compañeros, ha denunciado casos concretos y no ha logrado encontrar el apoyo y el calor necesarios en los demás Comités superiores para una acción conjunta decisiva. Hasta que llegó el momento en que la tolerancia no podía ser otra cosa que complicidad y ha resuelto obrar por propia cuenta, denunciando la verdadera situación a los militantes y exhortándoles a la propia defensa. En ese sentido hemos dirigido a la militancia anarquista algunas circulares. Y está en nuestro propósito apelar a ella e impedir que les sean vendados los ojos.

Con fecha 20 de agosto hicimos llegar también al Jefe del Gobierno un documentado informe en el que poníamos de relieve lo desastroso de la política militar que se practica, y en el que, además, apuntábamos los remedios para mejorar la situación, reclamando un cambio fundamental en todos los procedimientos arbitrarios y criminales, que se practican actualmente.

Por otra parte, el propio Comité nacional de la C.N.T. ha dicho en una carta al Dr. Negrin, con fecha 14 de mayo de 1938, que «será tanto mas imposible que se mantenga la colaboración de todos los antifascistas cuanto más preponderancia adquiera un sector frente a los otros, ya que esa preponderancia le puede hacer perder la cabeza, determinando que intente dominar la situación por su cuenta, con lo que se producirá el choque violento que romperá la unidad antifascista».

El Comité nacional reconoce, pues, la gravedad de la situación, y la denuncia al Jefe del Gobierno. No se trata de una opinión aislada del Comité peninsular de la F.A.I. Sólo que nosotros, como en todos los tiempos, creemos que la verdad que conoce el Comité nacional de la C.N.T. y le hace obrar de una manera determinada, debe conocerla también la militancia, para que sea ella, la que resuelva en definitiva en asuntos de tanta trascendencia.

Muchas veces hemos oído de labios de compañeros que se atribuyen un don especial de responsabilidad: «Si los compañeros supiesen la verdad de lo que ocurre, la continuación de la guerra seria imposible». El mismo criterio, sostenía Federico el Grande de Prusia: «Si mis soldados supiesen leer, no quedaría nadie en las filas». No, nosotros conocemos la situación y no rehuimos la contienda. Y no estamos hechos de pasta distinta a la de los compañeros que luchan en el frente o trabajan en la retaguardia. Todos tenemos el común denominador de la naturaleza humana. Si el Comité nacional de la C.N.T. conoce la verdadera situación y no huye de su puesto, no tiene por qué suponer que los militantes procedan distintamente. En cambio, tendríamos la ventaja de la acción conjunta posible para reparar los desastres de una dirección funesta de la guerra, con lo cual continuaríamos la contienda, no como hasta ahora, sin perspectivas, sino con garantías de eficacia y de victoria.

El secretario de la Sección defensa del Comité nacional de la C.N.T. ha elevado a éste una memoria fechada el 29 de julio del año en curso, sobre la propaganda política en el ejército. Coincidimos con su contenido y hacemos resaltar que no somos los únicos que encaramos la crítica a la dirección actual de la guerra en la forma que lo hacemos. Un camarada de la competencia de Miguel Yoldi, escribe: «Es deprimente comprobar el menosprecio con que se trata a los militares que, por no carecer de las cualidades profesionales y de la contextura moral indispensables para salir airosos en su gestión, no precisaron catalogarse entre los que, a falta de inteligencia y de valor personal, buscaron en la doblez y en las posturas acomodaticias inherentes al oportunismo de la política, sinecuras, distinciones y respeto... De hombres inteligentes con empleos sedentarios o paseantes de honor refractarios a consignas de partido, puede ofrecerse un álbum bien nutrido».

Se describe luego las operaciones desastrosas de Brunete, «operación eminentemente política, no militar». 25.000 bajas tuvimos en aquella operación sin ningún objetivo estratégico y sólo para salvar al Gobierno que había expulsado de su seno a las sindicales. Se ha conocido en manifiesto en que se atribuye previamente el éxito problemático de Brunete a determinada fracción, salvadora de España. Con el mismo criterio de partido se hicieron las operaciones del frente de Aragón a mediados de 1937, habiendo designado antes de las mismas incluso el alcalde de la Zaragoza reconquistada. «Ocioso es señalar más casos, se lee en dicho informe, para demostrar que el ejército se ha empleado en ocasiones como arma política y al servicio de la misma en detrimento de la propia guerra... «El ejército es más partidista que nunca, nuestros soldados y oficiales jamás rendirán lo que se espera de su valor y saber mientras el empleo de sus cualidades se supedite a una dirección política determinada y se persista, desde el órgano directriz de la guerra en alimentar influencias y mirar los problemas de la misma a través de sus alternativas de matriz.

«Colofón de todo ello es lo acaecido en el ejército de Extremadura, donde su jefe se ha dedicado exclusivamente a conseguir adeptos y a distribuir los mandos sin tener en cuenta sus cualidades, relegando a un término secundario la instrucción de fuerzas, la organización del terreno y la competencia de los jefes... La destitución caprichosa, los atropellos y la supeditación de las unidades a los intereses de partido fueron la pauta de la conducta de un jefe que llevó a la descomposición el ejército»... Coincidimos también con esta apreciación final: «Estos hechos son de tal volumen y gravedad, por las consecuencias que de los mismos se derivan, que silenciarlos por nuestra parte y aun soslayarlos por el Gobierno es delinquir”... La consigna de la resistencia.

Hablemos un poco de la resistencia, de la consigna de resistir siempre.

No somos los anarquistas los que hemos de aflojar, ni aun terminada la guerra, por la cuenta que nos tiene. Pero no queremos tampoco hacernos culpables de la aprobación de una consigna que no dice nada o que no se practica por los mismos que la pregonan.

No queremos entrar a detallar si los que hablan de resistir al enemigo van a resistir efectivamente hasta el final, o si hablan cuando tienen el avión disponible, ni queremos tampoco exponer nuestras legítimas dudas sobre la sinceridad con que se pregona por ciertos sectores esa resistencia «a outrance», mientras se apartan centenares de millones para colonizaciones en América con fugitivos. No queremos discriminar si los que tanto alardean de la resistencia tienen ya sus familiares y sus recursos contantes y sonantes en el extranjero, ni siquiera queremos saber si los autores de ese truco han gestionado en las cancillerías diplomáticas europeas algo que no concuerda con esa famosa resistencia. Pero la política de la resistencia impone algunas condiciones previas que no podemos silenciar y sobre las cuales la visión de nuestros militantes que luchan y mueren no debe ser obscurecida con faramalla retórica.

1º. Para resistir a las potencias ítalo-germánicas que proveen de armas y de técnicos, de materias primas y de hombres, nos hace falta una posibilidad de sostén económico. Ahora bien, los dos largos años que llevamos de guerra y la concentración de la población antifascista en las zonas leales han agotado absolutamente todos los recursos propios del país. No tenemos, pues, lo necesario para subsistir económicamente y para alimentar, con todas las restricciones imaginables, a la población de nuestro territorio. El hambre comienza a hacerse sentir de una manera angustiosa y todo indica que en el invierno que se avecina el malestar será de tal magnitud que dificultará en mucho la continuación de la guerra. La ayuda extranjera, después de haber agotado nuestras reservas financieras, es solamente una hipótesis, y con una hipótesis no podemos andamiar una resistencia que tiene que ser también resistencia física, de la población llamada al sacrificio.

2º. Para resistir nos hace falta, igualmente, armamento o el instrumental y las materias primas imprescindibles para fabricarlo. No tenemos armamento ni municiones para una larga campaña ni tenemos fábricas ni materias primas para abastecernos por nuestra cuenta. La interrupción del tráfico más o menos clandestino que se hace con la España leal en lo relativo a esta mínima provisión que nos llega, podría adquirir contornos de catástrofe irreparable e inmediata. No hay una sola garantía de que esa resistencia de que tanto se alardea podamos cimentarla, la en un estado de cosas que ofrezca perspectivas seguras.

3º. Nada se sabe si queda o si se han agotado totalmente las reservas oro del Banco de España. Pero hacer un hecho que habla con elocuencia: Rusia ha adquirido los tejidos almacenados en Cataluña y otros productos por valor de muchos centenares de millones de pesetas, y se sospecha con razón que esas adquisiciones sirven como garantía de pagos. La política financiera del Gobierno de la República se ha llevado, desde que estalló la guerra, en un secreto que no se había conocido jamás en la historia, ni siquiera en los regímenes del despotismo imperialista. Nosotros, y suponemos que tampoco ningún partido político de los que intervienen en la cosa pública, no sabemos absolutamente nada de lo que acontece con nuestras finanzas, de su situación aproximada. Y para comprometernos sin objeciones en una consigna de absoluta resistencia, lo primero que habíamos de haber conocido y estudiado es la propia situación financiera. Con unas finanzas en quiebra, sin una cobertura metálica, en una palabra, sin oro, nuestro crédito comercial, debilitado ya por la hostilidad del mundo fascistoide, ha terminado, y con ello nuestras posibilidades de proveernos desde el extranjero.[47]

4º. La política de predominio comunista, más atenta a la dominación interna que a la consecución de eficaces victorias contra el enemigo, nos ha hecho llegar a esta situación sin contar con un ejército organizado, sin tener mandos capacitados para la gran misión que les incumbe en esta hora trágica. Habiendo sembrado la desmoralización y la desorientación en las filas de los combatientes por las injusticias continuadas y por los atropellos convertidos en ley en daño de los que no llevan el carnet de agente ruso, a estas alturas no tenemos un ejército organizado más que en la «Gaceta». Solamente señalamos un hecho: mientras se ha organizado y equipado con las armas mas modernas a contingentes extraordinarios para servicios de orden público —carabineros, guardias de seguridad— la zona catalana no dispone de un ejército de reserva, lo que hace temer que una nueva ruptura del frente, sin tener a qué echar mano, para contenerla, pueda significar el fin de la guerra.[48]

El Comisario del grupo de ejércitos de la zona catalana, dirige con fecha 25 de agosto del año en curso, una larga exposición al Comisario general del ejército de tierra, de la que extraemos esta opinión y esta exhortación impregnada de sentido humano y de realismo: «Que los partidos y organizaciones se preocupen de manera fundamental de dar solución adecuada al problema del abastecimiento de la población civil. La mala organización actual tiene hondas repercusiones en el frente. Los soldados piensan que en sus hogares están pasando hambre y esta preocupación hace bajar su moral”...Un problema sin cuya solución no se puede ni se debe embarcar a este gran pueblo a ciegas en esa llamada política de resistencia, cuya debilidad hemos apuntado.

Auténticos partidarios de que la lucha continúe hasta lograr un fin victorioso, hacemos resaltar los puntos precedentes para evidenciar que son precisamente los cantores de la resistencia «a outrance» los que no crean las condiciones necesarias para que ésta sea posible.

Queremos que, al menos en nuestra militancia, curada de espanto por lo templada que está en la lucha, no adquiera categoría de mito una consigna derrotista como la de la «resistencia» a secas, y, concediendo crédito excesivo a los que la patrocinan, pierda la oportunidad de imponer las modificaciones imperiosas que exige nuestra causa para que la guerra termine de manera satisfactoria.

Nuestra situación ha de mejorar y mejorará, pero a condición de que no nos entreguemos o sigamos entregados con los ojos vendados a los que, a falta de capacidad y buena conducta en su gestión, nos pretenden engañar con tópicos infantiles.

Los consejeros rusos

Una de las desgracias mayores para la buena dirección de nuestra guerra ha sido la invasión de los llamados técnicos militares o consejeros rusos. Tienen un total desconocimiento del terreno, una cultura militar que no rebasa la de un mediocre teniente alemán o francés, nociones más políticas que técnicas. Ante nuestros oficiales profesionales del término medio están muy lejos de sobresalir, y ninguno de esos consejeros admite una comparación con oficiales nuestros de cierta categoría.

Entre los informes de nuestras Secciones de información, podemos leer lo siguiente:

«Un oficial de aviación (omitimos el nombre que figura en el informe, por razones de prudencia), con motivo del desarrollo de las operaciones que dieron por resultado la pérdida de Teruel, cursó una denuncia en la que demostraba que la inhibición de nuestras fuerzas aéreas durante aquellas operaciones podía ser calificada de traición. La denuncia recibida por Prieto fue cursada a una comisión militar que, previa una amplia información acerca de los mandos de aviación, dictaminó que la inhibición de nuestras fuerzas aéreas en aquellas operaciones, había sido motivada por órdenes cursadas por los técnicos rusos enquistados en el comando supremo de las fuerzas del aire. Teniendo en cuenta que había aparatos suficientes para haber actuado, nuestro informante cree que los comunistas, especulando con la guerra para sus fines políticos, intentaron producir el descalabro para que, repercutiendo en el ministerio, produjese la caída vertical de Prieto».[49]

Respecto a los mandos de la aviación y cómo estaba al servicio de una política extraña a la guerra, citamos uno de los casos que hemos presenciado de cerca. Fuerzas de la división Carlos Marx ejecutan con buen éxito un golpe de mano y se apoderan de la Ermita Santa Quiteria, una posición estratégica desde la cual se dominaba Almudevar, y con cuya posesión era posible una inmediata rectificación a vanguardia del frente de Aragón. El éxito de la operación inicial no era más que el preludio de grandes triunfos militares subsiguientes.

El enemigo se dio perfecta cuenta de la importancia de la pérdida que había experimentado, y se dispuso a reconquistarla a todo precio, con ayuda de la aviación, de la artillería y de sus fuerzas de choque. Se llamó a nuestra aviación en auxilio de los ocupantes de la Ermita. Tratándose del triunfo de una fuerza de orientación comunista, ese apoyo se daba por descontado. En cambio, la aviación sale de Sariñena, pero se dirige a Valencia, según órdenes recibidas. La Ermita hubo de ser, abandonada. Recordamos la indignación de los comunistas de la columna Carlos Marx. Ante nuestras quejas, el cónsul ruso Antonov Ovseenko nos declaró que el comandante ruso de los aparatos que habían negado su concurso había sido fusilado; pero no fue así.

La verdad es que la significación de la toma de Santa Quiteria y las operaciones inmediatamente posibles habrían significado una ruidosa victoria para los combatientes del frente de Aragón, con lo cual se afianzarían unas posiciones políticas cuyo asalto se estaba preparando.

Se ha puesto la dirección de la guerra en manos de esos emisarios. Nuestros mandos superiores y Estados Mayores tienen que obrar casi al dictado. Y las derrotas sucesivas, los derroches estériles de vidas humanas no han puesto coto aún a esa intervención extraña en nuestra guerra. ¿Hasta cuándo se quiere esperar para que ese elemento de corrosión y de derrota no siga adelante?

Los intereses de partido se crearon y desarrollaron sobre el chantaje de la ayuda rusa son tan grandes y decisivos que el cambio de la dirección de la guerra supone instantáneamente la caída vertical y definitiva de todo un andamiaje político cuya aspiración totalitaria repugna al pueblo español.

Nadie está más agradecido que nosotros y nadie reconoce más generosamente la ayuda que los no españoles nos han ofrecido. Pero el caso de la ayuda rusa no es tal ayuda, es un negocio desde el punto de vista de la venta de armas, y es una intolerable hipoteca desde el punto de vista político. Podemos continuar el negocio, que interesa tanto a Rusia como a la España leal, pero la hipoteca no puede continuar, porque Rusia ha cobrado en oro todo lo que nos ha enviado, sin tener necesidad de regatear en cuanto a los precios. Hemos pagado todo lo que nos ha exigido. Quizás nos ha cobrado cien por lo que sólo vale diez. Pero este es otro asunto.

Los consejeros rusos no tienen calidad técnica para dirigir nuestra guerra, teniendo como tenemos militares españoles leales que pueden dar buenas lecciones de táctica y de estrategia a los generales, coroneles, comandantes y demás que nos ha enviado Stalin para enseñarnos a ganar batallas como la de Brunete, la de Teruel, la del derrumbe de los ejércitos del Este, Levante y Extremadura.

La dirección de la guerra

Recomendamos la lectura del informe escrito por el jefe de la Sección información de la 26 división, R. Busquets, 20 de abril de 1938, sobre el desarrollo de la ofensiva enemiga en los frentes del Este y sobre la situación derivada de la misma. Desde la primera a la última línea se deduce una lección terrible: «Nuestras unidades, nuestra organización militar y sus dirigentes, no tienen la necesaria agilidad mental ni material... La solución está en dotar urgentemente a nuestro ejército de elementos, de medios, de mandos y dirección, al menos equivalentes en calidad a los soldados»...

El mismo Comité nacional de la C.N.T., en documento elevado al gobierno por iniciativa nuestra, el 15 de marzo de 1928, hace resaltar esta deficiencia y lo poco que se hacía para remediarla.

Tenemos una masa de soldados que son superiores a sus jefes, y si no se repara esa situación, la guerra no puede terminar con nuestra victoria.

Por parte del Subcomité nacional de la C.N.T. se han elaborado en los días de la ofensiva facciosa en dirección a Sagunto y Valencia, unos informes militares que revelan conocimiento, comprensión y buena información. Leemos en uno de ellos:

«¿Qué posibilidades tenemos en nuestro ejército para contrarrestar la acción ofensiva del enemigo y neutralizar su acción bélica llevándolo al terreno a que nos interese llevar la lucha? De material y de hombres nunca estuvimos tan bien preparados como ahora, pero nunca tampoco se hizo un empleo tan desastroso de todo ello como de dos meses a esta parte. Unidades enteras, como divisiones y brigadas relativamente bien armadas, se las emplea, cuando el enemigo ataca, de una manera frontal en sus ejes de marcha y muchas veces estas unidades son colocadas en terreno que no reúne las características de un terreno preparado para la defensa. Esas unidades así empleadas se desgastan totalmente a los tres o cuatro días de intervenir en el taponamiento de los ejes de acción del enemigo. Ni una sola vez se emplearon divisiones y brigadas de reserva en el contraataque del flanco enemigo. Cada acción del enemigo se ha prestado maravillosamente a un contraataque por uno de los lados para cortar la marcha progresiva de los ejes principales del ataque».

Esos errores no los atribuye ese informe al propósito de perder la guerra, «más bien creemos, dice, en la incapacidad de las cabezas rectoras de este ejército”...

Este mismo criterio es el que se deduce de millares de informes de mandos, jefes de Estado Mayor, comisarios, que obran en poder de nuestras organizaciones. Los consejeros rusos, únicos que tienen potestad en España para opinar y resolver en torno a la vida de centenares de millares de soldados españoles, son de un simbolismo infantil. Cuando una operación no resulta como ellos lo concibieron, se desconciertan, renuncian a toda iniciativa, y sólo la improvisación en el frente mismo de lucha resuelve en ocasiones la situación.

Y las doctrinas, los métodos, las órdenes de los consejeros rusos son las que traduce para nuestras unidades el general Rojo, jefe del Estado mayor central. El general Rojo no es un hombre a la altura de su misión y de su cargo. Y después de los desastres que tuvieron lugar desde que lleva ocupando la jefatura que detenta, era hora oportuna de una destitución fulminante, sin que eso implicase una delimitación de sus responsabilidades.

Sin embargo, basta por ahora. No hemos tocado sino una milésima parte de lo que sería preciso decir sobre la guerra, sobre su dirección y sobre las condiciones que son inevitables para ganarla. Pero lo dicho, no por nosotros, sino por documentos no rechazados que obran en los archivos de nuestras organizaciones, es suficiente para tomar una decisión. Y si la argumentación no fuese bastante elocuente, que se repase el mapa de la península y se verán los millares de kilómetros cuadrados que se perdieron durante la gestión dirigente de los actuales responsables de la política de guerra, y la cantidad enorme de ciudades que pasaron al enemigo, entre las cuales abundan algunas de suma importancia: Bilbao, Santander, Gijón, Lérida, Castellón, Teruel, Caspe, Alcañiz, Morella, Vinaroz, Balaguer, Tremp, Castuera”...

Proponíamos al Pleno mixto a continuación la creación de una Comisión de orientación y de acción militar, integrada por el Comité peninsular de la F.A.I., por El Comité nacional de la C.N.T. y por las Secciones de defensa de las Regionales.

Esa Comisión orientaría sus trabajos en el siguiente sentido:

  1. Propiciará un cambio completo de la dirección de la guerra y una remoción de los mandos que han intervenido en los desastres del gobierno Prieto-Negrin y luego del gobierno Negrin.

  2. Trabajará el retiro inmediato de los consejeros rusos y su subordinación a los mandos españoles.

  3. Propiciará la selección de mandos militares entre los comisarios y la restricción del comisariado, al cual habrían de dársele atribuciones más concretas.

  4. Reforma radical del S.I.M., sin perjuicio de exigir las debidas responsabilidades a los autores o inspiradores de crímenes horrendos que han traspasado las fronteras y son comentados en las cancillerías europeas. El S.I.M. será empleado con preferencia en la zona facciosa y en Marruecos.

  5. Serán revisados los ascensos y las sanciones aplicadas a partir de mayo de 1937.

  6. Se gestionará la inmediata utilización de los mandos militares por su capacidad y no por su adhesión a un determinado partido.

  7. Los mandos y comisarios que han ingresado en los partidos y organizaciones después del 19 de julio de 1936 serán forzados a optar entre la destitución y la renuncia a su afiliación.

  8. Serán puestos a disposición del Ministerio de defensa nacional los carabineros, guardias de seguridad, agentes del S.I.M. en la retaguardia, emboscados de los partidos políticos, etc., que pertenezcan a los reemplazados pedidos.

  9. Se crearán cuerpos de reserva con los organismos excesivos de retaguardia, batallones de retaguardia, etapas, fuerzas de orden publico, etc.

  10. Serán separados los extranjeros de los puestos de responsabilidad en el ejército y en las fuerzas de orden público y servicios de información.

  11. Se procederá a una inmediata depuración de los mandos de todas las unidades del ejército y del orden público.

  12. Se organizará la guerra irregular como complemento de la guerra de los ejércitos regulares.

  13. Se exigirán severa sanciones para los causantes o inspiradores de los asesinatos cometidos en el frente y en la retaguardia por motivos de partidismo.

  14. Se trabajará por la intensificación de las fortificaciones, utilizando, si es preciso, contingentes de trabajadores pertenecientes a la población civil.

  15. Se velará porque el reparto del armamento y los servicios auxiliares del ejército se hagan equitativamente a todas las unidades.

  16. Coordinará los mandos del ejército de tierra, de las fuerzas del aire, de la flota y de los tanques.

  17. Sobre estas bases y esta orientación, una Comisión mixta puede asegurar la unidad de acción y de interpretación de nuestro movimiento y dar un mínimo de satisfacción a los camaradas que luchan y mueren por la causa antifascista.

Leído a distancia, fuera ya del teatro de la guerra, que hemos perdido, parece imposible que el cúmulo de acusaciones graves que resumíamos en este informe, no haya merecido decisiones radicales, un cambio de la línea de conducta, una negativa de todo apoyo al gobierno que inspiraba o consentía ese estado de cosas en el ejército. Hasta tal punto se había hecho de la mentira, de la simulación, un arma política, que cuando se presentaba a los dirigentes de los partidos y organizaciones la verdad desnuda, se tapaban los ojos voluntariamente para no verla. Política de avestruces. Nuestros propios amigos temían la verdad y prefirieron dejarse adormecer por los cantos de sirena del negrinismo. Continuamos solos, una minoría restringida apenas al Comité peninsular de la F.A.I., al que sólo sostenía la persuasión de que la gran masa combatiente estaba con nosotros, de que el pueblo de la retaguardia pensaba como nosotros pensábamos. Pero a la altura a que habíamos llegado nos faltó la fuerza necesaria para afirmar con hechos nuestra actitud; todo vehículo hacia la gran masa nos había sido cortado por la presunta política de guerra, y hacia afuera, hacia el mundo exterior, hacia los que no podían adivinar nuestros esfuerzos, participando incluso en el equipo gubernamental de Negrin, la impresión de la unidad, del acuerdo armónico y solidario de todas las tendencias políticas y sociales, no dejaba lugar a ninguna duda.

Con la publicación de estos documentos queremos restablecer la verdad. No hemos derribado al gobierno Negrin porque no tuvimos la fuerza necesaria para ello, porque la confusión había debilitado a nuestro movimiento y lo había disgregado y dispersado, y porque aquellos hombres de otros partidos que coincidían con nosotros en la urgencia de un cambio de los timoneles del gobierno y de la guerra, se encontraban en las mismas condiciones que nosotros, aislados, vigilados como prisioneros, fuera de todo contacto con el pueblo e incluso con sus propios organismos de partido o de organización. Para todos ha sido la tragedia española de una crudeza espantosa, pero ha sido mayor aun para nosotros, que no hemos vivido con los ojos cerrados y nos hemos desgañitado anunciando el escollo hacia el cual nos dirigíamos a todo vapor, alegremente, en nombre de la política de la resistencia y en nombre de una victoria final próxima.

Las condiciones políticas y militares antes de la última ofensiva franquista en Cataluña — Documentos y consideraciones

Seguro de sus posibilidades bélicas cada día mayores y mas probadas, informado de nuestra debilidad interna a causa del cansancio, de la política antiespañola, antipopular y del exceso de privaciones sin objetivo, comprensible, el enemigo anunció con meses de anticipación su ofensiva sobre Cataluña, la que había sido baluarte improvisado de la guerra y foco constructivo y ejemplar de la revolución.

Se trataba de la ofensiva final para liquidar la conflagración, que duraba ya treinta meses y había perdido todos los resortes iniciales gracias a la intervención de Rusia y de sus métodos en la llamada España republicana. En esa ofensiva se tuvo en cuenta por parte del franquismo, tanto la contundencia indiscutible de su gran armamento, de su artillería y de su aviación, como la moral depresiva de nuestras tropas y de nuestra retaguardia. La caída de Cataluña, donde se habría estrellado el ejercito más poderoso en otras condiciones políticas, económicas y morales, fue una operación del tipo de las ejecutadas por las potencias totalitarias contra Austria, el 12 de marzo de 1938; contra el territorio de los sudetes, el 1° de octubre del mismo año, y después contra Bohemia y Moravia, el 15 de marzo de 1939; contra el territorio de Memel, contra Albania. La propaganda previa del enemigo rompe todos los resortes morales de la resistencia y, cuando llegan las tropas de la conquista y de la ocupación, apenas tienen necesidad de disparar un tiro.

Teníamos el presentimiento, y lo manifestábamos sin ambages, de que la ocupación de Cataluña, en el desmoronamiento moral en que se encontraban el ejército y la retaguardia de la España republicana, sería, un simple paseo militar. Disponíamos de fuerzas, aun sin el auxilio de armamento esencial, para oponer una resistencia adecuada en una guerra de movimiento, para quebrantar el empuje enemigo, fijarlo en defensas naturales abundantes y gastarlo en varios meses de forcejeos sin trascendencia. Es el hombre todavía el centro de la guerra, y el hombre había sido destruido por la política staliniana, hasta llegar al punto de no querer batirse y de aceptar el destino amargo de la emigración y el anatema de la derrota. La única organización de ascendiente popular y de prestigio que quedaba incorruptible frente a los nuevos amos era la F.A.I., pero todos los partidos y organizaciones se habían coaligado, para imposibilitar su acción, al revés de lo que ocurría en la otra zona con la Falange, mucho menos numerosa y aguerrida, pero considerada siempre como un factor indispensable en la guerra contra nosotros.

Con más de ocho meses de anticipación ofrecimos al gobierno la organización de la defensa de Barcelona en un radio de una cincuentena de kilómetros, independientemente de las líneas de defensa y de resistencia proyectadas por el Estado mayor central. El coronel Claudin, uno de los jefes de la defensa de costas, sobre la base del terreno y de las escasas entradas naturales que tiene la capital de Cataluña proyectó unas obras de defensa que comenzaban en el Perelló, pasaban por los Bruchs y enlazaban cerca de Manresa. Para su ejecución se preveía el voluntariado, lo mismo que para la ocupación de los parapetos, trincheras, nidos de ametralladoras, bases de fuegos de artillería, etc. Nos comprometíamos a tener en pocos meses preparada esa línea Maginot de Barcelona, para la cual no pedíamos más que la autorización consiguiente y el material a emplear en las fortificaciones. Todo el resto sería prestación voluntaria y gratuita. Intervinieron también el general Asensio, el coronel Pérez Farraz, otros militares y políticos. Visitamos en delegación al presidente de la Generalidad, Luis Companys, para exponerle el proyecto y sugerirle que recabase del Gobierno central la organización, por Cataluña misma, en la forma que nosotros estimábamos necesaria, de la defensa de Barcelona, con la contribución directa de los hombres que más podían mover la opinión de la población catalana.

Nuestra oferta, quizás porque era nuestra, y había la consigna de impedirnos todo movimiento, no fue aceptada por el Gobierno Negrín y por sus instrumentos y tuvimos que contentarnos con seguir cruzados de brazos, anunciando el derrumbe del frente si no se acudía a poner remedio urgente y radical al estado de cosas que imperaba en los combatientes. Habíamos visto el desmoronamiento de los frentes del Este y de Extremadura como consecuencia de la dirección rusa de la guerra y no pretendíamos ser profetas cuando sosteníamos que las mismas causas en pie, tenían que seguir produciendo los mismos efectos.

Si la iniciativa por nosotros presentada a los Gobiernos de la República y de Cataluña hubiese tenido otro origen, es decir, si hubiera sido presentada por hombres de determinado partido, habría sido tenida en cuenta, probablemente, pero nos habíamos sumado a ese proyecto algunos militares y paisanos que queríamos realmente asegurar un desenlace un poco digno a la guerra y no queríamos comulgar con los festines sardanapalescos de Negrín. De ahí el cierre hermético de todas las puertas.

La población estaba extenuada, el desconcierto y la inepcia se cubrían dificultosamente con la censura, las persecuciones a los descontentos, los tonos estereotipados de la prensa y la radio, el coro rufianesco de los partidos y organizaciones. El dominio de los rusos, sin embargo, era sentido como una carga intolerable. Se constataba el saqueo en regla de toda la riqueza española y había que callarse. Los tejidos de Cataluña fueron objeto principal de su codicia. Desde los comienzos de su intervención pusieron los ojos en esa gran riqueza.

Se transportaron igualmente fábricas enteras con destino, a Rusia, maquinaria especial, etc., sin contar la apropiación de secretos de fabricación que tenían algunas empresas en diferentes industrias, para lo cual organizaron desde el primer instante una red de espionaje que penetró en todos los lugares vitales de la economía, como se había hecho en el ejército, en la marina, en la aviación.[50].. No se tomaba ninguna decisión sin contar con los rusos, sin que éstos dieran su visto bueno. Lo mismo en la guerra que en la economía, en las finanzas o en la política internacional.

Favorecidos Por el chantaje de la ayuda staliniana, que no fue tal ayuda, sino un desvalijamiento escandaloso de nuestras finanzas y de nuestra economía por los delegados comerciales rusos, los comunistas españoles, insignificantes en número, tan insignificantes como en calidad, al estallar el movimiento de julio,[51] se atrajeron poco a poco a todos los que no tenían cabida en los otros partidos y organizaciones a causa de sus antecedentes dudosos e impusieron su predominio en todas las esferas de la vida pública. Adhesión popular espontánea no tenían ninguna.

Si por nuestra parte no habríamos sabido elegir entre la victoria de Franco y la de Stalin, por parte de la población políticamente indiferente, se prefería ya el triunfo de Franco, en la esperanza vaga de que lo haría mejor, de que el sufrimiento al menos no sería más duro y que las persecuciones y las torturas no serían más salvajes.

Y por odio a la dominación rusa que se tenía que soportar en la España republicana, se minimizaba el hecho que del otro lado la dominación italiana y alemana no eran más suaves ni distintas esencialmente por sus procedimientos y sus aspiraciones

El pueblo se había distanciado espiritualmente de la guerra, no sabía ya por qué se luchaba, veía la bacanal de los privilegiados del momento, y no podía concebir que al otro lado de las trincheras pudiese haber algo peor. Y sin la adhesión activa del pueblo, la guerra estaba perdida, irremisiblemente perdida. La confianza, la absurda confianza en una ayuda de las llamadas potencias democráticas, mantenida como latiguillo de efecto por aquellos mismos que se habían entregado a la dominación rusa, nadie la abrigaba sinceramente, después de todo cuanto se había visto a través del célebre Comité de no intervención. Ahora bien, si la alianza con Rusia no nos significaba nada fundamental en cuanto a llegada de armamento y de víveres, si las democracias estaban resueltas a abandonarnos, no quedaba más que una carta: la del pueblo, olvidada en el sucio juego de la guerra y de la diplomacia republicana y comunista. El pueblo tiene siempre recursos cuando quiere apasionadamente una cosa. Y hubiese encontrado medios para desbaratar los ejércitos enemigos sin contar con nada de lo que distingue a la guerra moderna. ¿Cómo? Con los métodos mismos, entre otros, del 19 de julio. Barcelona bastaba y sobraba, en la forma en que podía haberse combatido, para consumir los ejércitos de Franco y hacer inútiles todos sus arsenales.

Pero para volver a contar con el pueblo como factor activo de la contienda era preciso, en el orden político, un cambio de gobierno, sobre todo el alejamiento del doctor Negrin y de su criado para la política exterior, Alvarez del Vayo, agentes de Rusia, dictadores al dictado de los comunistas, y en el orden militar se imponía una reorganización a fondo de los cuadros de mando, una revalorización de la personalidad del combatiente, la utilización de los jefes y oficiales postergados y perseguidos a pesar de su historial antifascista y de su competencia, la supresión de los crímenes que se perpetraban constantemente en las filas del ejército por motivos de predominio partidista...

No hemos conseguido hacer pesar ninguna de las reivindicaciones que proponíamos, por la cobardía de los unos, y por la complicidad de los otros con el tinglado de corrupción que se había montado como pedestal del Gobierno de la victoria.

Estudiamos incluso la apelación a la fuerza, las posibilidades de un golpe de mano, nuestro armamento; pero comprendimos que, dada la ligazón de la mayor parte de los dirigentes de partidos y organizaciones con la política del doctor Negrin, considerado el hombre providencial de la resistencia, no habríamos podido obrar con unanimidad y habríamos perdido la partida, aumentando inútilmente el número de víctimas. De haber logrado el acuerdo necesario entre todas las ramas del movimiento libertario, los sucesos que tuvieron lugar en la zona central y en Levante, después de la caída de Cataluña, se habrían producido en Cataluña misma, por iniciativa y bajo la responsabilidad de la F.A.I., la única organización de tipo español que se había resistido a obrar al servicio de potencias extranjeras y que representaba un nexo auténtico de relación con los sentimientos populares.

Nosotros, internacionalistas de toda la vida, éramos los únicos representantes de la independencia de España, los únicos defensores sinceros de la fórmula: ¡España para los españoles!

Si hay que señalar, a consecuencia de la guerra, un cambio en nosotros, es quizás el haber sido, cada día más, no los presuntos antipatriotas doctrinarios de antaño, sino los únicos patriotas verdaderos, dispuestos a sacrificarlo todo por el porvenir de España. Mientras nosotros pensábamos así, los nacionalistas de siempre no se cuidaban más que de asegurar fondos en el extranjero para después de la derrota, y en primer lugar los famosos predicadores de la resistencia hasta la victoria...

Aunque sólo sea para servir a la verdad, es necesario que digamos cual ha sido nuestra posición, cual nuestra actitud en una guerra que se debía a nuestras batallas contra la conspiración militar. Si la historia ha de juzgarnos, y en este caso, y por ahora, la historia escrita por los vencedores, que nos juzgue por nuestros hechos y por nuestros propósitos, pero no en una solidaridad que no hemos sentido con un Gobierno al cual debe Franco su victoria.

Queremos responder de lo nuestro, bueno o malo, y de nuestras intenciones, que han sido las mejores, pero independientemente del Gobierno de la República y de los agentes rusos. Ni hemos sido republicanos ni hemos callado ante la dominación comunista. Las circunstancias nos obligaron a tener contacto con gentes cuyos objetivos eran opuestos a los nuestros y cuya conducta merecía bien el fusilamiento, pero hemos conservado nuestra personalidad y no hemos perdido el rumbo, aun cuando nos haya faltado la fuerza material para servir a España más eficazmente.

El 7 de diciembre de 1938 fue convocado el Frente popular por el Gobierno de la victoria en uno de los palacios suntuosos de Pedralbes. Acudieron Mije y Pasionaria por el Partido comunista, Cordero y Lamoneda por el Partido socialista, Rodríguez Vega y Amaro del Rosal por la U.G.T., Mariano Vázquez y Horacio Prieto por la C.N.T., Baeza Medina por Izquierda republicana, Mateo Silva por Unión republicana, Herrera y Santillán por la F.A.I. como informe confidencial a las Federaciones Regionales de la F.A.I.:

«Comienza Negrin manifestando que el objeto de la reunión es simplemente dar cuenta a los partidos y organizaciones del Frente popular de la situación actual. En principio —según manifestó—, se pensó convocar a una reunión conjunta al Frente popular nacional y al Frente popular de Cataluña; pero por falta de local apropiado para reunir tantas personas, ha decidido convocarles por separado. Esto le obligará a repetir las manifestaciones que va a hacer en esta reunión, en la que tendrá con el Frente popular de Cataluña.

Da explicaciones acerca de las operaciones del Ebro, remontándose al mes de junio en que fueron concebidas e iniciadas. Señala las causas que determinaron esas operaciones —necesidad de desbaratar la ofensiva del enemigo y de descongestionar su avance arrollador sobre Sagunto y Valencia, con grave peligro para esa zona, aun aceptando todo el riesgo que suponía y que ya se previó de antemano—. Considera que se ha superado con mucho el éxito previsto cuando las operaciones se comenzaron, y que gracias al temple de nuestros soldados y a la fortaleza adquirida por nuestro ejército con su disciplina y su buena organización, se ha infligido un enorme quebranto al enemigo y se ha ganado un tiempo precioso que ha permitido mejorar el ambiente internacional. Estima por tanto que ha sido una operación meritoria, digna de todos y que aun cuando nos ha ocasionado bastantes bajas, han sido superiores las que ha tenido el enemigo. Además, las nuestras, entre muertos y desaparecidos e inútiles totales, se ven compensadas por los prisioneros que hemos hecho.

Se refiere después a las angustias pasadas cuando era forzoso pensar en la retirada de nuestras tropas a la parte de acá del Ebro. Dice que esto ha sido planteado mucho antes de realizarse, lo que prueba la capacidad de nuestro espíritu de resistencia. Señala que organizaciones y partidos, con muy buena voluntad, le han remitido proyectos sobre operaciones militares a realizar, modificaciones a las proyectadas, etc., sugerencias todas valiosas que han sido aprovechadas en la medida de lo posible y que entre ellas alguna hablaba de una manera apremiante de la necesidad de ordenar la retirada antes de que se produjese un desastre. Informa que la retirada ha sido algo maravilloso, llevada con un tacto y un acierto tan extremado que él mismo se ha visto sorprendido, máxime cuando ya se había resignado a que la retirada resultase bastante cara en hombres y en material, y en cambio se ha producido sin pérdidas considerables.

Se extiende en consideraciones sobre la situación del enemigo, señalándola como muy grave para la otra zona, ya que el descontento de su retaguardia aumenta, internacionalmente pierde crédito y económicamente se encuentra apuradísimo. Todo esto le obliga a preparar una gran ofensiva que le permita algunos éxitos militares con que reponer su crédito demasiado quebrantado. Parece ser que están a punto de realizar una gran ofensiva, según acusa la gran acumulación de fuerzas y de material en algunos lugares. Advierte que siendo una operación preparada con tanto lujo de fuerzas, tiene que producirnos algún quebranto momentáneo. Desde luego, estima que no será nada extremadamente grave, ya que están tomadas las medidas pertinentes para evitar una catástrofe. Cree que se perderá algo de terreno, pero no se perderán nudos vitales, y no tendrá todo ello consecuencias desfavorables si todos estamos prevenidos y dispuestos a sostenernos.

En estas circunstancias, considera imprescindible el mantenimiento de la moral en la retaguardia y en el Ejército. El Ejército ha dado suficientes muestras de moral y de capacidad, tanto para resistir como para atacar. La retaguardia también ha demostrado que tiene callos y sabe sufrir con estoicismo toda clase de privaciones. Sin embargo, en estos momentos considerados difíciles, tienen que preocuparse todos los sectores antifascistas de mantener la unidad de acción y de pensamiento, aplazando disputas y aspiraciones particulares.

Señala que en el orden de los abastecimientos, si bien hemos atravesado una época dificilísima, parece que hemos vencido la curva de gravedad y que iniciamos una etapa de superación. Aun cuando no se puede considerar resuelto el problema, sí podemos decir que va mejorando considerablemente. Siendo así, todos hemos de hacer lo posible para mantener la moral del frente y de la retaguardia, ambas necesarias, ya que la de un lado influye considerablemente en el otro. Por todo esto desea que los partidos y organizaciones que controlan la opinión, tengan a ésta al corriente, en forma discreta, desde luego, de lo que pueda suceder, para que no haya alarmas excesivas e inmotivadas...

A continuación manifestó que no teniendo víveres para todos y no pudiendo invitarnos a comer, nos ofrecía una copa de champagne en un salón anexo.

Esta es la reseña de cuanto aconteció en la entrevista que Negrín tuvo con los partidos y organizaciones del Frente popular. Fue una reunión de tipo informativo única y exclusivamente. Su carácter no fue considerado apropiado para que los sectores representados planteasen cuestiones en pro o en contra de la política del Dr. Negrín, como lo demostró el silencio por todos observado. A nadie le pidió Negrín adhesión a la política del Gobierno, ni nadie por tanto la pudo dar. Como dato significativo de nuestra conducta como delegación, señalamos que, inmediatamente de pasar de la sala de reunión a la del convite, decidimos ausentarnos sin participar en el obsequio ni en las conversaciones de corrillo que se iniciaron. Correcta, pero fríamente nos despedimos del jefe de Gobierno y salimos precipitadamente Santillán y yo. En la puerta del jardín pude darme cuenta de que Negrín había bajado detrás de nosotros conversando con Santillán desde la mitad de la escalera, donde le alcanzó, teniendo así nueva ocasión de despedirnos. Arriba quedaron el resto de los representantes de los partidos y organizaciones, ignorando si en nuestra ausencia habrán tratado alguna otra cuestión».

Mientras hablaba Negrin, una palabra pugnaba violentamente por salir de nuestros labios: ¡Impostor! Era una mentira todo cuanto decía. Mentira lo de las escasas pérdidas de la batalla del Ebro, pues nos ha costado alrededor de 70.000 hombres entre prisioneros, muertos y heridos, y una enorme cantidad de material pesado y ligero, las únicas reservas. Se evitó el avance hacia Valencia, es verdad, pero a costa de las mejores posibilidades de resistencia en la zona catalana. Era mentira lo del ejército disciplinado, lo de la resignación estoica de la retaguardia, lo de nuestra situación internacional mejorada y el empeoramiento de la situación del enemigo. El cuento tártaro no nos ha convencido de ninguna manera, aunque pudimos constatar que los representantes de los demás partidos y organizaciones se mostraban satisfechos y orgullosos. Incluso hemos visto días después circulares internas de algunas de las organizaciones asistentes en donde se transmitían como propios los argumentos y los informes dados por Negrin en la aludida reunión. Un caso tal de esclavización voluntaria no lo habíamos visto jamás.

En cuanto a material bélico, contábamos en aquellos momentos con diez aparatos de bombardeo, carecíamos de artillería, pues la que nos enviaban los rusos, en más de cincuenta calibres, era tan deficiente que a los pocos disparos las piezas quedaban inutilizadas. Fusilería y máquinas ametralladoras se habían perdido en la batalla del Ebro en proporciones enormes.[52]

No volvió a ser interrogado, pues uno de los compradores del material, el ginecólogo Otero, hombre funesto para la República, era el Subsecretario de la Comisión de Armamentos y municiones y por sus manos habían pasado casi todas las operaciones de compra.

Al día siguiente de la reunión convocada por Negrin, se reunió el Frente popular para encontrar el modo de apoyar eficazmente al Gobierno en relación con la próxima ofensiva. Nos habíamos esforzado desde hacía varios meses por plantear a fondo la cuestión de la dirección de la guerra y de la descomposición moral del ejército. Por fin logramos que los sordos voluntarios del Frente popular, esa mistificación de tipo moscovita en que nos vimos involucrados bien a nuestro pesar, resolviese poner a la orden del día una proposición nuestra. Copiamos el relato hecho para servir de información interna a las organizaciones regionales de la F.A.I.[53]:

«Después de despachar algunos asuntos de trámite se resolvió en cuanto a la incompatibilidad declarada por el Frente popular de Guadalajara con el Partido comunista y con el Gobernador de aquella provincia, Cazorla, que cada partido u organización recabase informes directos para completar la información recibida y que no ofrece bastantes elementos de juicio para tomar una decisión. Una vez en posesión de más detalles se adoptarán acuerdos al respecto.

Relativamente a la política de abastos propuesta a estudio por la delegación de la C.N.T., se informa por secretaría que el Director General de Abastecimientos no había respondido aún a la nota que con ese motivo se le dirigiera y por consiguiente ese punto quedaba a la orden del día para próximas sesiones.

Se entra, pues, a discutir la proposición de la F.A.I. sobre la política militar y el problema de la intervención de los partidos y organizaciones en el ejército.

Informamos en el sentido que se resume a continuación:

Padecemos en las filas del ejército, como en muchos otros aspectos de la vida nacional, de la fiebre excesiva de los neófitos de los partidos constituidos después del 19 de julio de 1936. Corresponde a la psicología de todo nuevo adepto de una doctrina el abuso de su celo y el agigantamiento de su sectarismo, con un desconocimiento y un desprecio olímpico de lo que no pasa por el tamiz de su organización o partido.

A esa psicología agresiva e intolerante del neófito se agrega, en estas circunstancias, la composición del origen más dudoso de determinados partidos que no vacilaron en la recluta de su gente, fiando muchos más en el número que en la calidad.

Si examinásemos las listas de los adherentes a cada uno de los partidos y organizaciones aquí representados, no serían pocas las sorpresas con que tropezaríamos y no sería difícil que llegásemos a la conclusión de que, bajo numerosos carnets de apariencia antifascista, operan a sus anchas los representantes de Franco. Por su parte, la F.A.I. no tiene ningún inconveniente en abrir de par en par las listas de sus afiliados y en agradecer de antemano a quien pudiese señalarle la actuación de algún individuo de origen sospechoso en su seno; aunque podemos afirmar que la inmensa mayoría de sus elementos, casi todos de origen auténticamente proletario, eran militantes ya mucho antes del 19 de julio.

Otro de los fenómenos que más nos han llamado la atención en la política de guerra que se sigue en el curso de los últimos dos años, es la cantidad considerable de militares profesionales de primera categoría en cuanto a capacidad técnica y también en cuanto a convicciones antifascistas que quedan relegados o son perseguidos.

Sus puestos suelen ser ocupados por personajes recién llegados sin saber de dónde y la mayoría de las veces sin antecedentes técnicos que los acrediten para ello. Podemos afirmar altamente que los militares de más prestigio, los más seguros para la República, los de formación más acabada, los que más podrían rendir en esta guerra, se encuentran postergados, disponibles e incluso perseguidos, cuando no han sido asesinados.[54] Nos referimos, sin necesidad de nombrar a nadie, a algunos casos de acuerdo a las armas de que proceden.

Sabido es de todos que nuestra carencia de mandos superiores es considerable. Sin embargo, nos encontramos con mandos de infantería y jefes de Estado Mayor disponibles y postergados que son verdaderas notabilidades de nuestra milicia, desde los oficiales de más baja categoría en el escalafón a los jefes más altamente graduados. Si se quiere que mencionemos algún nombre, no tendremos inconveniente en hacerlo para testimoniar la verdad de lo que decimos.

Por las calles de Barcelona ambula uno de los grandes maestros de la artillería española. Su actuación a partir del 19 de julio es inigualada y los méritos como técnico y los antecedentes antifascistas son ampliamente conocidos. Tiene en su haber dos cadenas perpetuas, una por su actuación contra la monarquía, otra por los sucesos de octubre de 1934. Este hombre se ha ofrecido incluso para el mando de una batería como simple capitán, pues no se resigna a dejar de prestar hasta el último momento todo lo que puede en esta guerra. Su ofrecimiento generoso ha sido rechazado.

Tenemos presente la figura de una de las glorias más reputadas de la aviación española. Sin su intervención quizás ni la misma República hubiese sido una realidad, y eso que no contamos su participación en la lucha contra los rebeldes el 19 de julio. Este aviador, coronel, se ha ofrecido igualmente hasta para el mando de una sección de infantería como simple teniente y se le ha respondido desde el Estado Mayor, que no había vacantes en nuestro Ejército. Se trata de un hombre de larga historia militar y cívica y recorre decepcionado las calles de la capital actual de la República sin esperanza de poner sus conocimientos y su nombre al servicio de la guerra. Sin embargo, se utiliza a toda clase de gente en el cuerpo de aviación, sin pararse demasiado a examinar de dónde proceden y quiénes son. Uno de los altos cargos de las fuerzas del aire es ocupado por uno de los aviadores que ametrallaron a los obreros asturianos en 1934, y tal ha sido su comportamiento entonces que obtuvo la medalla del mérito militar por aquella hazaña del prefascismo.

Días pasados se pasó al enemigo el capitán ayudante del ex subsecretario del aire Camacho, con un aparato de la República, y cuanto denuncia desde la radio de Teruel sobre la aviación republicana está muy lejos de poder ser desmentido. El contraste entre la figura gloriosa de la aviación a que nos hemos referido y hechos como la fuga del capitán Carrasco y otros que ocurren todos los días, no pueden ser un factor de moralidad en las filas combatientes y en la retaguardia de la España leal. Recordamos, a propósito, que hemos puesto de manifiesto en algunas ocasiones las sospechas que abrigábamos sobre la conducta de ciertos hombres, entre ellos el capitán Carrasco, que se sumó en Barcelona el 20 de julio al movimiento triunfante, mientras el 19 había rendido honores al general Goded, que llegaba de Mallorca para asumir la jefatura de la rebelión.

Hechos de esta naturaleza, unidos a la política de ascensos que se pone en práctica, significan un peligro enorme para la unidad del Ejército y para el éxito de la guerra. No hay que olvidar que el Ejército de la monarquía fue descompuesto y desmoralizado por los ascensos extraordinarios; si ahora incurrimos nosotros en los mismos errores que la monarquía, no podremos evitar los mismos seguros resultados. Queremos referirnos también a otros aspectos demasiado reiterados para que puedan pasar desapercibidos: por ejemplo, los asesinatos de elementos de determinados sectores, principalmente del sector libertario, en el frente. No queremos acusar a ningún partido de esos crímenes.

Estamos convencidos de que han de ser repudiados por todos sin excepción; pero se da la coincidencia de que las víctimas son casi siempre soldados y oficiales de la C.N.T. y de la F.A.I., y los asesinos suelen cubrirse con el carnet del Partido Comunista. Estamos convencidos de que esa gente obra al dictado de los generales de la facción y sirve a sus planes. Por eso estimamos que el Frente popular debe tomar en consideración estas denuncias y procurar que esos hechos cesen de inmediato para evitar consecuencias que después tendríamos que deplorar todos.

Narraremos un hecho solamente, el más reciente de los que han llegado a nuestro conocimiento. Pero hechos parecidos podríamos documentarlos a centenares.

Un teniente que nos es personalmente conocido y que ha estado enrolado como voluntario desde agosto de 1936, fue detenido en Barcelona. No nos interesa la causa. Después de una temporada en un cuartel de esta ciudad, donde un boxeador famoso ha sido encargado de los interrogatorios, fue trasladado a Pons con un grupo de soldados. Allí se les comunicó que eran puestos en libertad y que serían reintegrados a sus unidades de origen. El teniente aludido pertenece a la 153 brigada, los soldados a la 26 División. Se les recomendó el buen comportamiento, la disciplina y la obediencia para no volver a incurrir en las faltas que habían originado su detención. Se les hizo subir a un camión, detrás del cual marchaba un coche turismo de la escolta de un jefe comunista, antiguo guardia civil. Al llegar a cierto punto se les dijo que por un sendero que se les mostraba encontrarían las respectivas unidades. Apenas habían vuelto la espalda oyeron una descarga cerrada de fusiles ametralladoras desde el coche turismo que les había seguido. El teniente tuvo súbitamente el presentimiento de que se les asesinaba y se echó a tierra al sonar los primeros disparos. Cayó a tiempo, porque instantáneamente rodaron encima de él dos de los acompañantes, y los demás, en número de seis u ocho cayeron también a los pocos metros. Se apearon del coche los asesinos, comprobaron que sus víctimas estaban muertas y no advirtieron que una de ellas, el teniente, no había sido herido siquiera. Una vez realizada la hazaña aleve volvieron a seguir su camino y el que felizmente pudo contarnos la historia logró llegar a Barcelona a pie, desde Mollerusa, donde tuvo lugar la ejecución. Y en Barcelona se encuentra actualmente, sin ánimo alguno de volver al frente, donde hay que tener más cuidado de los aliados del flanco que de los enemigos del otro lado de las trincheras. Está a disposición del Frente popular, por si éste quiere tomar el caso concreto que señalamos como índice de un estado endémico en las filas del ejército republicano.

Nos ha dicho Negrín en la reciente entrevista a que nos ha convocado, que nuestros éxitos se deben más a la fuerza moral que nos anima que a las armas y al material, de que carezcamos. Nosotros pensamos de igual manera, y por eso sugerimos las condiciones necesarias para que esa moral se mantenga y para que esa fuerza no se desmembre, dando origen a un derrumbamiento excesivamente peligroso ante la ofensiva que se nos anuncia.

En todos los países y en todas las guerras, cuando se suceden desastres militares, se opera automáticamente una remoción de mandos. Esto tiene un efecto psicológico bien probado y hace mover con esperanza a los combatientes, en la suposición que los mandos nuevos han de proceder mejor que los depuestos. Es precisamente en nuestra guerra cuando advertimos el fenómeno opuesto. Cuantos más desastres militares tiene en su haber un mando o un alto cargo, más ascensos y más condecoraciones recibe. No queremos puntualizar aquí la calidad de determinados altos cargos, pero sí que su permanencia en los puestos que ocupan no beneficia al buen fin de la guerra.

Y hemos de advertir que es precisamente nuestra organización, sin derecho de asilo más allá de las fronteras, la que tiene el máximo interés en que esta guerra no termine con una catástrofe. Nosotros sabemos que nuestro puesto está aquí, que de aquí no debemos movernos, y por el número de nuestros militantes en las filas del ejército y en los lugares de trabajo de la retaguardia, nos creemos con derecho a exigir que se tengan en cuenta las condiciones básicas en las cuales debemos fundar nuestra moral combativa.

En resumen: Propiciamos que se corten las alas rápidamente a los excesos de los neófitos de los partidos, que muchas veces dan la impresión de obrar al dictado del enemigo con sus abusos y sus procedimientos.

En segundo lugar, exigimos la utilización, según su capacidad, de los militares injustamente postergados, y el examen de la actuación de los que ocupan altos cargos de responsabilidad sin que técnica y políticamente estén capacitados para ello.

También exigimos el cese radical de los asesinatos que vienen sucediéndose en el frente y una remoción de altos mandos que lleve a los soldados la esperanza de que los nuevos jefes lo harán mejor y con más éxito que los antiguos.

Resumimos diciendo que, sin esas condiciones y en las circunstancias en que se encuentra nuestro Ejército, no auguramos nada bueno en la ofensiva que se nos anuncia y que parece ha de ser la batalla final...

La delegación de la C.N.T. tomó la palabra para sostener que el Frente popular podía tener en cuenta, para su transmisión al Gobierno, el asunto de los asesinatos, como asimismo la utilización de los militares que pudiesen señalarse como carentes de empleo adecuado. Respecto al número de éstos podría ser tan elevado como exponía la delegación de la F.A.I. o menos nutrido, pero la verdad es que hay militares postergados y que esa situación no es aconsejable si no hay causa mayor que la determine.

Se refiere igualmente la delegación de la C.N.T. a la política contraproducente de los ascensos, que ha suscitado numerosos resquemores y disgustos. Pero no se puede hablar de la responsabilidad del Gobierno en este caso, como tampoco en los asesinatos y en los ascensos indebidos, y convendría sugerir la formación de un organismo en que interviniesen todas las fuerzas políticas y sindicales para que los ascensos fuesen siempre equitativos y no inspirados en partidismos extremos.

La delegación de Izquierda republicana insiste sobre todo en la verdad del proselitismo que se hace en el Ejército por el Partido comunista y señala los peligros que entraña. Alude directamente al caso del jefe del C.R.I.M. número 16, coronel Pedro Las Heras, republicano, contra el cual se ha establecido una verdadera conspiración para desalojarle de ese cargo. También hizo historia de la significación del coronel Díaz Sandino y de la postergación de que ha sido objeto un hombre de su historial político y militar. La delegación socialista puntualizó su criterio sobre atribuciones del Frente popular y recomendó moderación, haciendo pequeñas objeciones y aclaraciones.

Se entabló vivo debate en torno a nuestras consideraciones e informes, sobre todo con relación a las alusiones al general Hidalgo de Cisneros, militar que procede del cuerpo de Intendencia y es ahora general del Ejército, lo que significa un salto inadmisible, pues no es siquiera sargento de infantería. En los reglamentos tácticos, un simple sargento de infantería toma el mando de una Gran Unidad cuando no quedan otros oficiales del Ejército, y en cambio no puede hacer lo mismo un general de Intendencia.

La delegación de la U.G.T. declara que esa central sindical no tiene conocimiento de que ninguno de sus afiliados haya sido asesinado en el frente, y da a entender su duda sobre la veracidad de nuestras denuncias.

Volvemos a insistir, en nombre de la F.A.I., sobre las arbitrariedades y los peligros de la política de los ascensos. Relativamente a los asesinatos, no deseamos otra cosa sino que el Frente popular quiera hacerse cargo del examen de los casos que podernos presentar para averiguar si los ejecutores son simplemente fanáticos de partido u obedecen órdenes superiores o sugerencias directas del enemigo. Recordamos al Frente popular que la tolerancia de las víctimas puede tocar un día a su fin[55] y entonces no recaerá sobre nosotros ninguna responsabilidad de lo que acontezca. Hace unos años, con la ayuda de las autoridades civiles y militares de Cataluña, la Patronal hizo surgir los pistoleros de los llamados Sindicatos libres que nos causaron bajas sensibles en Barcelona entre los militantes más activos de nuestro movimiento. Hasta que la paciencia llegó a su límite y se resolvió, después del asesinato de Salvador Seguí, hacer frente de una manera decisiva a los instrumentos gratos a Martínez Anido y Arlegui. La batalla duró muy pocas semanas y terminó desalojando a los asesinos a sueldo de su efímero reinado en Barcelona.

Tardaría más o menos, pero el final habría sido el de la acción directa contra los rusos y sus aliados, hasta su exterminio en España o el aniquilamiento de los anarquistas. El ciego gubernamentalismo de algunos elementos que se habían dejado captar por los oropeles de los altos cargos, no podía tardar en ser desbordado por la gran masa de adeptos que se mantenía en disciplina ante las consignas de sus comités dirigentes sólo a costa de un verdadero esfuerzo. Lo que ha ocurrido posteriormente en Madrid con la Junta de Defensa se habría producido indefectiblemente en Cataluña si la guerra hubiese durado algunos meses más.

No quisiéramos que la unidad antifascista se convirtiera en un campo de Agramante. Pero es preciso que no se olvide que no estamos dispuestos a tolerar más asesinatos, y en esto no nos importa la filiación de las víctimas. Nuestra actitud sería la misma si los que caen de esa manera son republicanos, socialistas o compañeros nuestros.

Finalmente se acuerda que para la próxima reunión se hagan algunas precisiones, entre otras, una declaración contra el proselitismo exacerbado en el Ejército, firmada por todos los partidos y organizaciones.

La delegación de la C.N.T. hace resaltar que no considera que la discusión de estos problemas signifique una invasión de la esfera gubernativa; que es misión de todos los partidos y organizaciones fortalecer al gobierno y no se produce ninguna extralimitación cuando se señalan a ese Gobierno algunos asuntos que hayan podido pasarle desapercibidos.

La representación comunista reconoce que puede haber algunos abusos entre los neófitos demasiado celosos y que es preciso que el Frente popular se limite a prestar su apoyo al Gobierno sin invadir su jurisdicción. Lamenta que la delegación de la F.A.I. se haya referido tan poco amistosamente al caso de Hidalgo de Cisneros, y niega que el dominio del Ejército por su Partido sea una cosa efectiva.

Tales son los puntos más importantes tratados en la reunión... En lugar de tener presente la gravedad de nuestras, denuncias, los partidos y organizaciones del llamado Frente popular encontraron mas cómodo ponerse de acuerdo para que no trascendiera nuestra actitud y para sabotearla, desviando siempre las discusiones del objetivo principal. De poco valía nuestra desesperación, nuestra insistencia en señalar la responsabilidad en que se incurría. Llegamos a persuadirnos de que todos coincidían a sabiendas de lo que iba a pasar, pues no queremos negar a los representantes con quienes chocábamos sistemáticamente, el mínimo de inteligencia necesaria para comprender el resultado de la política negrinista. Pero no hemos logrado percibir el provecho que querían o creían sacar del desastre a que nos encaminábamos más velozmente de lo que hubiera sido deseable.

De conformidad con los acuerdos adoptados, hemos enviado al Frente popular nacional, en nombre de la F.A.I., las siguientes precisiones:

En cumplimiento del acuerdo recaído en la última reunión del Frente popular, resumimos a continuación algunos de nuestros puntos de vista a fin de cooperar más estrechamente en la labor del Gobierno, señalando las deficiencias que se advierten en la política de guerra:

1º. Investigar por el Frente popular, proporcionando al gobierno el resultado de esa investigación, los excesos, abusos y coacciones del proselitismo para que, de acuerdo a las disposiciones legales vigentes y a las órdenes circulares del Ministerio de Defensa nacional, e incluso de acuerdo a los 13 puntos del Gobierno Negrín, el ejército sea purificado de todo partidismo. Se dejará al criterio del gobierno la aplicación de las sanciones que las violencias partidistas y las coacciones de esa especie merezcan.

2º. Investigar por el Frente popular casos concretos de asesinatos de soldados y oficiales del Ejército popular y poner los resultados de la investigación a disposición de las autoridades competentes.

3º. Comunicar al Gobierno de la República los nombres de algunos de los jefes y oficiales del Ejército destacados desde hace muchos años por su capacidad técnica e irreprochables desde el punto de vista de sus convicciones antifascistas, postergados o sin empleo alguno o fuera del puesto que corresponde a su capacidad e historial.

Entre estos nombres, la F.A.I. menciona los siguientes (siguen los nombres de un general, de 10 coroneles, de 9 tenientes coroneles, de 7 comandantes, de algunos capitanes. Y agregábamos a la lista estos comentarios):

Mencionamos sólo aquellos que son en su especialidad legítimas autoridades en el Ejército y de cuyos antecedentes no necesitamos hablar, por sobrado conocidos. Algunos de ellos ocupan empleos secundarios y ajenos totalmente a su capacidad de rendimiento; otros no tienen absolutamente ninguna labor a su cargo.

4º. Ante la ofensiva que se anuncia y como medio para elevar la moral de los soldados y de la retaguardia, procede sugerir al Gobierno los efectos saludables de una remoción de altos cargos en el Ejército, por las razones siguientes:

  1. Por haberse gastado en cerca de dos años de desgracias militares y no suscitar la necesaria confianza en los combatientes (caso del general Rojo).

  2. Por su exacerbado partidismo, propio de todo neófito de una organización o partido (caso del subsecretario del ejército de tierra, coronel Antonio P. Cordon).

  3. Por sus antecedentes y por fenómenos recientes que suscitan la desconfianza (caso del ex subsecretario del Aire, coronel Camacho, jefe del sector aéreo Centro-Sur, laureado por su intervención como aviador en octubre de 1934 contra los obreros asturianos, y cuyo capitán ayudante acaba de pasarse al enemigo con planos e informes valiosos sobre nuestras fuerzas de aviación).

Mientras nuestras mejores aviadores y los más fieles carecen de destino o se encuentran en cargos muy inferiores a su jerarquía y a su capacidad, manda la aviación del Norte una persona que no es observador ni piloto, Reyes; es subsecretario de aviación el coronel Núñez Maza, capitán al empezar el movimiento, y es jefe del Estado Mayor del aire el coronel de Intendencia Luna, capitán al empezar el movimiento, y cuyo comportamiento en Asturias ha dejado mucho que desear.

También se encuentra, por ejemplo, un teniente coronel Quintana, con tres empleos. Es la misma persona que días antes del movimiento hizo un viaje a Mallorca con el comandante Fanjul, hermano del general fusilado con Goded, entrevistándose allí con éste. Otra persona con tres empleos es el jefe de la región de Madrid, que rindió honores a Goded el 19 de julio en la Aeronáutica naval de Barcelona, lo mismo que el capitán Carrasco.

No mencionamos la gran cantidad de militares que no ascendieron desde que estalló el movimiento, ni siquiera por vía del ascenso correspondiente a su lealtad al régimen.

Sin una remoción de altos mandos y cargos, nuestra fuerza principal, la fuerza moral, no puede constituir el valladar que todos deseamos contra las fuerzas de la invasión.

No pretendemos que el Frente popular se convierta en órgano ejecutivo, pero sí queremos que contribuya a esclarecer ante el gobierno situaciones que pueden llevarnos a realidades más duras y definitivas... Tal era el tono del lenguaje de la F.A.I., en el Frente popular, el nexo político en que decía apoyarse el Gobierno.

Como primera respuesta, la prensa se dedicó a exaltar la figura de aquellos a quienes señalábamos en nuestras precisiones como merecedores por los menos de destitución de su empleo. Y tras cortinas los lacayos del doctor Negrín se han frotado las manos por el triunfo que había logrado su oposición a nuestros puntos de vista. Nos han vencido porque, en nombre del propio movimiento, se hacía causa común con nuestros enemigos de al lado, no menos nefastos que los enemigos de la otra parte de las barricadas; pero la sofocación de nuestras reivindicaciones en la red de complicidades en que se sostenía el Gobierno, no quería decir que la razón no nos asistiese en todo.

Reproducimos esos documentos, y otros muchos que ni siquiera mencionamos podría ser también reproducidos si hiciesen falta, para que cada cual cargue con la parte de responsabilidad que le toque en la pérdida vergonzosa de la guerra.

Propusimos también el nombramiento de un general en jefe de los Ejércitos de la República, pues era la primera guerra en que se actuaba desde hacía dos años y medio sin un jefe responsables. Aportamos testimonios de todas las guerras; llevamos como prueba los Reglamentos tácticos para el empleo de Grandes Unidades, etc., para que toda duda sobre la necesidad de dar cumplimiento a nuestra petición fuese disipada. Se nos respondió con la aprobación de todos, que nosotros hacíamos la guerra de otra manera, que las cosas estaban bien como estaban y que así llegaríamos a la victoria.

Si Franco hubiese querido debilitar nuestras fuerzas, desmembrarlas, desmoralizarlas, preparar el terreno para su victoria, no habría podido encontrar mejores instrumentos que los órganos dirigentes de los partidos y organizaciones de la España republicana. Esos organismos hicieron posible el sostenimiento de un gobierno profundamente antipopular y antiespañol como el de Negrín. ¡A cada cual lo suyo! Los vencedores de la guerra debieran premiar a todos sus servidores, dentro o fuera de las filas llamadas nacionalistas. La guerra duró tanto tiempo porque no fue posible vencer antes al pueblo, debilitarlo y desmoralizarlo por parte de hombres como Prieto y Negrín y sus satélites numerosos.

Decepcionados, amargados, concluíamos por milésima vez en la esterilidad del Frente popular para otra cosa que no fuese aplaudir al Gobierno y aplastar la voz de la crítica de los descontentos.

Mientras nosotros manteníamos nuestro criterio, algunos de los ilustres representantes de los partidos y organizaciones de la España republicana, pronunciaban en voz baja la palabra derrotismo. ¿Derrotistas nosotros porque queríamos suprimir las condiciones evidentes de la próxima derrota? Pero si no utilizábamos el Frente popular ¿adónde acudir con nuestro descontento, con nuestra verdad, si la prensa estaba sometida a la censura comunista, y el muro de las restricciones a toda libertad de expresión y de crítica era infranqueable? ¿Volver a los periódicos clandestinos? ¿Retirarnos a nuestra vida conspirativa de siempre? Era ya la única salida que nos quedaba.

En la historia de España no se conoce una servilidad ante la tiranía como la puesta en evidencia ante el Gobierno Negrín. Algunos pálidos antecedentes podrían encontrarse, en la historia, en la época de Fernando VII, pero se trata de un fenómeno distinto. Como caso de corrupción y de servidumbre voluntaria, difícilmente encontraremos otro ejemplo en muchos siglos.

Las noticias del frente confirmaban cada día nuestros temores y presunciones. La desmoralización del Ejército era completa. Las únicas unidades donde se mantenía la disciplina y la voluntad de resistencia, por motivos ajenos a la propaganda gubernamental, o precisamente porque en ellas la propaganda y la acción corrosiva del Gobierno no podían operar, eran aquellas donde nuestro predominio era más o menos completo.

Nuestra inseguridad sobre la situación militar era compartida por los que no habían querido dejarse sobornar por los amos de la hora, agentes de los turbios planes de Stalin. Nos agitábamos para que se buscasen salidas honrosas, si es que no se querían aceptar las que nosotros propiciábamos, de cambio de Gobierno y de honda remoción de los mandos militares y de los altos cargos en el Ejército y en la administración. ¡Inútil esfuerzo!

En compensación por cuanto hacíamos para preservar a España del fin trágico y vergonzoso a que se avanzaba velozmente los agentes de Moscú tomaron la medida heroica de desterrar al general Asensio a Washington, ordenaron detenciones que no podían llevarse a cabo sin producir serios disgustos, se decretaron algunos asesinatos que no se cumplieron por la rapidez, del derrumbe del tinglado militar y policial staliniano, y porque no habría sido tampoco empresa de gran felicidad y sobre todo porque habrían tenido una repercusión de consecuencias imprevistas. El asesino de Andrés Nin y los efectos morales que ese crimen ha tenido, ha salvado muchas vidas.

Cerrado el Frente popular a todo lo que fuese la más mínima objeción al Gobierno Negrín, cerrados también los otros caminos de la publicidad, resolvimos dirigir un memorial al Presidente de la República, Manuel Azaña. No podíamos apelar al Parlamento, entregado, lo mismo que los partidos y organizaciones, a la política de Moscú; no podíamos utilizar a ningún representante del Gobierno para expresar nuestra disconformidad, porque no lo teníamos; no podíamos utilizar la prensa, la propaganda para hablar al pueblo y decirle la verdad de lo que pasaba en la guerra y en el mundo. Que supiera, por lo menos, el Presidente de la República, que nosotros no formábamos en el coro de la adulación y del servilismo, que rehuíamos toda responsabilidad ante la derrota inminente.

Con García Birlan y Federica Montseny visitamos a Azaña a comienzos de diciembre. Era la primera vez que acudíamos a exponer, en nombre de la F.A.I., nuestro criterio político al jefe del Estado. Nos habíamos decidido a romper una tradición de abstención total en vista del grave momento que atravesaba España.

Pedíamos a Azaña, en resumen, lo siguiente:

En el orden político general: Formación de un Gobierno de significación española, que no llevase de hecho y de derecho, como el actual, el sambenito de su dependencia de Rusia, compuesto por hombres libres de responsabilidad en la gestión desastrosa e irresponsable que caracteriza al presente Gobierno.

Una política clara, de solvencia financiera, que levante la confianza y la moral de la retaguardia y del frente, en contraposición a la política clandestina y unipersonal que hoy impera.

En el orden militar: Nombramiento de un general en jefe de los Ejércitos de la República.

Utilización de los militares postergados, perseguidos, por no someterse a la dictadura del Partido comunista, y depuración de los mandos.

Remoción de altos cargos en el Ejército, la aviación y la flota, a causa del desprestigio en que han caído después de dos años consecutivos de derrota y de desconcierto.

Supresión de toda política de partido en el ejército.

Integración de las fuerzas monstruosas de orden público, comprendidas en las quintas movilizadas, en los cuadros del Ejército regular.

Saneamiento de la administración de las industrias de guerra, para permitir un mayor rendimiento. Política internacional: independencia de la actuación de nuestra política exterior de manera que no aparezca la España republicana como simple apéndice de la diplomacia soviética.

No es todo, pero eso era lo esencial de nuestras reivindicaciones. Sin cumplirlas, declinábamos por nuestra parte toda responsabilidad en el hundimiento inevitable.

El Presidente de la República, comunicativo ese día como pocas veces, expuso ampliamente su criterio coincidente, y los esfuerzos que había hecho para llevar las cosas por el curso que nosotros propiciábamos.[56] Nos recordó lo que nosotros sabíamos también, que constitucionalmente no tenía más remedio que someterse al Parlamento o a los partidos y organizaciones integrantes del Gobierno. Las Cortes habían manifestado reiteradas veces su adhesión unánime a Negrín y a su política, y del Frente popular, la única voz de excepción éramos nosotros, pues los demás partidos y organizaciones, cuando los había llamado para tener un apoyo en ellos, manifestaban su conformidad completa con el Presidente de Ministros. ¿Qué hacer?

La verdad legal era ésa. La responsabilidad eventual de Azaña en la conservación del Gobierno Negrín tiene que ser compartida por los hombres que se atribuyeron en el Parlamento o en el Frente popular la representación de la opinión y de la voluntad del pueblo español. Sin embargo, España entera estaba, hasta más allá de todo límite tolerable, cansada y asqueada del Gobierno Negrín y de su equipo militar, financiero, policial comunista y comunizante. Pero los únicos que se atrevían a exponer, en nombre de una organización, ese sentimiento popular auténtico, éramos nosotros. ¡Pobre estructura democrática, inútil mecanismo de acción que no puede eludir los métodos de las dictaduras!

Un gesto de Azaña habría tenido inmensa repercusión, incluso en ese momento final, cuando se iba a iniciar la ofensiva enemiga que el gobierno irresponsable aseguraba poder contener.

Hemos advertido a Azaña que por nuestro conocimiento del frente, de la situación de las tropas, del descontento entre los oficiales, del desorden y de la ineptitud reinantes, de la moral popular en la retaguardia, nos considerábamos obligados a declarar que la ofensiva no sería contenida y que la guerra estaba virtualmente liquidada, sin un cambio inmediato de Gobierno, de procedimientos, de objetivos.

Si nuestras peticiones eran realizadas, todavía teníamos recursos y reservas, más que ninguna otra fuerza política ó sindical, para pesar seriamente en los acontecimientos, pero sólo en esa forma, con otro gobierno, con otros procedimientos políticos, con otros objetivos de guerra.

Negrín tuvo conocimiento, horas más tarde, de nuestra entrevista con Azaña, de nuestras reivindicaciones. Pero no ha debido inmutarse, porque nuestra independencia, nuestro sentido de dignidad, nuestra resistencia a la corrupción, eran contrarrestadas ampliamente por la actitud de todos los demás partidos y organizaciones, uncidos a su carro victorioso. Teníamos la seguridad de ser los únicos que aun podríamos galvanizar la voluntad de las masas trabajadoras y campesinas, tanto por la cantidad como por la calidad de nuestros militantes, y por saberse que no habíamos sido contaminados por la política negrinista.

Además, porque siempre se nos había visto predicar con el ejemplo, y se daba el caso peregrino de que casi todos los predicadores de la resistencia hasta la victoria eran gentes comprendidas en las quintas movilizadas, exentos de sus derechos militares a cambio de su adhesión incondicional al doctor Negrín, gentes además que se habían gastado ante las masas por sus desaciertos, por sus errores reiterados, por su infantilismo, si es que hay que atribuir a infantilismo y no a traición verdadera y propia el móvil de su conducta.

De nuestras proposiciones fundamentales, de aquellos puntos que considerábamos ineludibles para contener la ofensiva enemiga, ninguno fue puesto en práctica. El gobierno se mantenía inconmovible. Era lo único inconmovible en la España republicana, donde la República misma se hundía a ojos vistas.

Se llegó a una apariencia de entente con los Gobiernos autónomos de Cataluña y de Euzkadi, según las notas de la prensa, después de sendos banquetes entre los personajes representativos de esas tendencias. Para satisfacer a los unos, se creó el Comisariado de cultos, se oficiaron misas, se hicieron entierros religiosos. Volvió a la Subsecretaría de Estado, para contentar a los otros, Quero Morales, dimitido en ocasión de la última crisis. El acuerdo, por arriba, por la cima, parecía, pues, completo. El Gobierno Negrín era un Gobierno fuerte, sostenido por la opinión oficial de los partidos, de las organizaciones sindicales, de los Gobiernos autónomos. En ese concierto faltaba nuestra pobre voz, que representaba algo más que una organización de lucha y de ideas, representaba a España, a la España del trabajo y de la guerra, a la España popular, de la que nadie se acordaba.

Pero ¿habíamos de cruzarnos de brazos, encerrarnos en una torre de marfil, quedar pasivos ante tanta infamia y ante semejante tragedia? Volvimos nuevamente a la carga, a proponer al Gobierno, el 7 de diciembre, una intervención nuestra, en tanto que combatientes independientes del mecanismo militar creado y al que no reconocíamos las virtudes que ensalzaban en vano los periodistas y los políticos de la solidaridad gubernamental.

Decíamos al Gobierno, entre otras cosas:

Consideramos que es preciso, vista la inferioridad de material bélico con que nos encontramos, ahorrar el material humano de que aun disponemos, incomparable como masa combatiente, pero agotable, y buscar la manera de enfrentar el hombre con el hombre...

Después de la batalla del Ebro, cuyas consecuencias no se nos escapan, y en vista de la situación internacional, estimamos que una de las formas más eficaces de la ofensiva contra la invasión consiste en la acción coordinada, sostenida por todos los medios, en la zona llama rebelde, es decir, en la guerra a la española ...

La F.A.I. no ha escatimado ni escatimará ningún esfuerzo en la dirección de la guerra al fascismo nacional e internacional. A ella se debe en buena parte la existencia misma de esta guerra, por su participación defensiva en el aplastamiento de la rebelión en Cataluña, y a ella se debe la primera resistencia organizada que se hizo en la España leal, sin armas ni recursos financieros...

Por nuestro conocimiento del país, por la permanencia de muchos de nuestros compañeros en resistencia activa o en resistencia pasiva en la España rebelde, nos consideramos en condiciones insuperables para organizar en la retaguardia enemiga un frente de lucha de incalculables consecuencias como factor de descomposición de la otra zona y de rebelión activa contra la invasión. Tenemos la plena seguridad de que en ese aspecto somos la única fuerza de acción eficaz...

Luego detallábamos el plan de acción en la retaguardia enemigo, donde habríamos infiltrado algunos millares de nuestros hombres probados, solicitando para ello el visto bueno y el apoyo material del gobierno.

El Jefe del Estado Mayor central, general Rojo, informó favorablemente desde el punto de vista de la eficacia militar, pero Negrín nos hizo comunicar por su servidor Zugazagoitia que todo lo que nosotros proponíamos se estaba haciendo ya, por iniciativa del Gobierno, y que le participásemos, con anticipación, nuestros pasos en ese sentido.

Sabíamos que era mentira lo que se nos decía, sabíamos cómo se cargaba y dónde era quemada la propaganda oficial para la zona de Franco, sabíamos que se habían creado algunos servicios que no habían logrado otra cosa que situar a sus hombres en buenos hoteles franceses e informar desde allí de lo que decía la prensa.

Nosotros manteníamos relaciones con la zona franquista, no como los vascos, en complicidad con las autoridades enemigas, sino corriendo todos los riesgos, atravesando las dobles líneas republicanas y nacionalistas. Nuestros agentes entraban en Zaragoza, en Pamplona, en todas partes. Lo que queríamos era hacer esa infiltración en mayor escala, con mayores recursos, con un criterio más amplio, buscando contactos probables y actuando en pequeños núcleos de guerrilleros.

Con algunos altos jefes militares y con algunas personalidades políticas en oposición, junto con nosotros, al Gobierno Negrín habíamos considerado el alcance de esa acción en la retaguardia nacionalista, que habría podido quizás convertirse en una acción independiente, contra la invasión italiana y alemana, pero también contra la invasión rusa, bajo la bandera que nosotros enarbolábamos: ¡España para los españoles!

Propiamente nuestra pretensión, hemos de confesarlo, no consistía en ayudar al triunfo de un régimen que no merecía nuestra defensa y que había terminado en una bacanal de pícaros afortunados, sino en situar en un terreno de acción independiente a nuestros hombres, contra los unos y contra los otros, al lado del pueblo español y en defensa de sus intereses y de sus destinos.

En lugar de aceptar nuestras sugerencias, se resuelve convocar dos nuevas quintas. Nos opusimos a ello, otra vez solos. Hicimos observar que con las quintas movilizadas, si se aprovechaba su personal debidamente, sobraba gente para el reducido frente que nos quedaba. Señalamos que en el arma de aviación, con diez aparatos de bombardeo, y unos cincuenta o sesenta aparatos de caza, había 60.000 hombres. Y de su calidad se tiene una muestra elocuente en el hecho que sigue: habiendo pedido de entre sus siete mil jefes y oficiales voluntarios para el Ejército de tierra, se presentaron solamente un teniente, un capitán y un coronel. En el cuerpo de carabineros, en el de asalto y en otros servicios inútiles de retaguardia se cobijaba un porcentaje enorme de movilizados. Que se utilice todo ese aparato nocivo para la guerra en su forma actual y luego se podrán llamar las quintas que sean precisas.

Calculábamos que se podrían extraer de esas fuerzas de orden público y fiscal, sin debilitar los servicios necesarios, más de cien mil hombres. ¡Predicábamos en desierto!

En nuestro completo aislamiento, teníamos la impresión de estar rodeados de enemigos, no de aliados.

Aquellos dirigentes de partidos y organizaciones en absoluto acuerdo siempre, y sobre todo cuando se trataba de hacer frente a nuestras observaciones críticas, ¿trabajaban mancomunados por la derrota? ¿Eran sinceros en su actitud supina ante el gobierno? ¿O se trataba simplemente de idiocia personal o de deformación psicológica y moral a causa del cargo que desempeñaban? ¿Éramos nosotros los equivocados? ¿Era posible que nosotros y algunos militares y políticos aislados, fuésemos la única excepción? El criterio universal es uno de los criterios de veracidad, dicen los filósofos católicos.

Cuanto más abatidos estábamos en una lucha sin esperanzas contra la banda de los agentes rusos, comenzaron a llegarnos del frente testimonios de adhesión. No eran numerosos, pero eran significativos y nos alentaban a continuar en el camino marcado como único camino de resistencia y de dignidad. Pero el mecanismo de dirección de los partidos y organizaciones se taponó los oídos y se vendó los ojos a toda modificación. ¿Un golpe de Estado? Se llegaría a él, forzosamente, si duraba la guerra, por la obra de los núcleos clandestinos que habíamos comenzado a organizar en todas las unidades, y por el descontento creciente de algunos mandos no atacados por el moscovitismo. Pero por el momento los puestos de mando principales los tenían los incondicionales de Stalin, o figuras dóciles y flojas, y las unidades nuestras, orgánicamente adscritas a una Gran Unidad, tácticamente dependían la mayor parte del tiempo de formaciones comunistas.

Se inicia la ofensiva enemiga el 23 de diciembre, tanteando todas las posiciones del frente. El ataque fue rudo. Se vio cuál era el sector de la resistencia y cuál el que cedería. Donde las fuerzas eran de predominio libertario, por ejemplo en la zona del Norte, la combatividad fue admirable y las posibilidades de avance enemigo se redujeron a muy poca cosa. La ofensiva franquista sería quebrantada y contenida allí. La antigua columna Durruti, uno de cuyos flancos era cubierto por carabineros que cedieron en las primeras jornadas, tuvo cinco mil bajas, pero mantuvo sus posiciones y su honor. En cambio, cedió el frente en toda la línea que ocupaba el famoso ejército rojo del Ebro, de absoluto predominio comunista en los mandos, bajo las órdenes del llamado coronel Modesto y del teniente coronel Lister. Por ese sector se inició el avance. La gran esperanza de la dictadura staliniana en España, la Agrupación de Ejércitos del Ebro, no hizo más que retroceder a marchas forzadas hacia la frontera francesa, lo que obligó al repliegue del sector del Norte.

El Gobierno y los dirigentes de la guerra vieron que habían fallado todos sus cálculos. ¿O qué todos sus cálculos se cumplían al pie de la letra?

Se propuso la creación de batallones voluntarios de ametralladoras para contener de una forma desesperada al enemigo, y se pidió nuestro concurso. ¿Con la moral reinante? ¿Con el ejército regular en fuga? ¿Entregar nuestros hombres a un gobierno inepto, si no francamente traidor? Volvemos a poner en claro nuestro criterio: no tenemos confianza en el gobierno, no tenemos ninguna fe en los mandos superiores del ejército, siguen siendo asesinados nuestros compañeros. Si se nos ofrecen las debidas garantías, el nombramiento de los mandos por nosotros mismos, la utilización de esas fuerzas bajo nuestro control directo, daremos batallones voluntarios. Sin esas garantías, no, y no habrá voluntariado.

Un clamor de indignación bien estudiado de todos los partidos y organizaciones fue la respuesta a nuestra actitud. ¿Pedir garantías al gobierno? Lo que había que hacer era obedecer y callar.

Pero por no obedecer y callar habíamos salido a la calle el 19 de julio de 1936. Y éramos los mismos de ayer.

Se ensaya el voluntariado sin nuestro concurso, y fracasa, como habíamos previsto. En vista de ello se movilizan diez quintas más, en medio de un desconcierto enorme. Las quintas no responden más que en una proporción insignificante, a pesar del terror empleado.

Nos decidimos entonces a crear batallones voluntarios por nuestra cuenta, en tanto que Federación Anarquista Ibérica. Ya veríamos luego en qué medida actuarían en acuerdo con el gobierno o contra el gobierno. Estábamos decididos a no admitir más que mandos propios y a no acudir con los ojos cerrados a donde se nos quisiera llevar. Lo que queríamos era disponer de una fuerza organizada propia, responsable, por eventualidades que pudieran presentarse. Incluso en esa última hora nos hemos visto trabados por una parte de los propios amigos que, en nombre de la C.N.T., seguían ciegamente las indicaciones del gobierno y se consagraban a enviar carne humana al matadero, mientras por nuestra parte estimábamos que había que salvar el mayor número de camaradas y que el gobierno era un obstáculo para la guerra y debía ser eliminado y desobedecido.

Propusimos, en reunión conjunta con la C.N.T. y las Juventudes Libertarías, la constitución de una Junta de Defensa, pero la iniciativa fue rechazada. ¡Con Negrin hasta la victoria!

Sólo una verdadera decisión popular podía salvar ya la situación. Se tuvo miedo al pueblo, más miedo que a Franco, y la tragedia final se presentó ya inevitable.

El avance enemigo fue cada día más brillante. Ninguna fuerza se oponía a su marcha. Cayó el 5 de enero Borjas Blancas, el 14 Valls, el 15 Reus y Tarragon...

Cuando el cuartel general de Sarabia se trasladó a Matadepera, al norte de Tarrasa, a mediados de enero, se nos reveló un aspecto que habíamos presentido, pero que no nos habíamos atrevido a expresar. El gobierno abandonaba la lucha, porque abandonaba la zona industrial de Cataluña, abandonaba Barcelona. La guerra se había dado por perdida.

Habíamos renunciado ya a todo diálogo con los palafreneros y usufructuarios del gobierno Negrin. Nos habíamos negado a concurrir al Frente popular. Pero en reuniones privadas y de la F.A.I. expusimos la situación militar. Barcelona era abandonaba por el Gobierno... de la victoria. Dimos las razones. Algunos amigos, inclinados todavía a esperar milagros de la taumaturgia misteriosa del hombre de la resistencia y a informarse de la verdad en los partes oficiales, fueron a interrogar a los organismos representativos de las organizaciones gubernamentales. Se les calmó con buenas palabras. ¿Abandonar Barcelona? ¡Qué disparate! Nosotros veíamos visiones, éramos derrotistas, se nos tendría que fusilar. Lo mismo que siempre. La resistencia era posible, el momento era grave, pero no desesperado. Y vuelta a la noria. Artículos inflados en la prensa, discursos vacíos por radio, proclamas, declaraciones, mentiras que ni siquiera eran piadosas. Burocracia solamente.

Cae Manresa el 24 de enero. Al llegar el enemigo a Tarrasa hay el peligro de un corte por Granollers a Mataró, dejando a Barcelona encerrada. El famoso Gobierno de la victoria y su equipo de decenas de millared de funcionarios advenedizos, huye el 25 en dirección a la frontera. El bravo González Peña, heroico, se sitúa a cuatro kilómetros de Francia.

La F.A.I. convoca a una reunión a medianoche del 25 de enero. En Barcelona no quedábamos más que nosotros y los que, llevados aun por las seguridades del Gobierno hacía unas horas, no sabían que las bandas negrinistas habían huido ya de la ciudad.

Informamos de la gravedad del momento y de las posibilidades.

El enemigo ha pasado las costas de Garraf y se encuentra en Casteldefels. Puede entrar en Barcelona, si así lo estima conveniente, a la madrugada. Ningún obstáculo le cerrará el paso.

También avanza por la carretera de Martorell y estará en breve en la falda del Tibidabo, sin contar el peligro del cierre de la salida hacia el Norte por el corte de Granollers a Mataró.

¿Medios para la resistencia? Como habíamos dicho muy a menudo, el ejército creado en la «Gaceta» no existía en la realidad. Las fuerzas de orden público estaban minadas por el pánico, unas, y por la propaganda enemiga, otras. Las que se sentían complicadas de alguna manera, habían salido también de la ciudad. Habíamos de contar solamente con las propias fuerzas y las que pudiéramos improvisar al calor de la lucha que no podría tardar en iniciarse en la entrada misma de las calles de Barcelona, si nos disponíamos a resistir.

Carecíamos de artillería, y la munición había sido transportada hacia el Norte de la región desde hacía más de una decena de días. La defensa de una ciudad es asunto militarmente bastante simple y seguro, supuestas estas condiciones: la evacuación de la población civil inútil, mujeres, ancianos y niños; la existencia de víveres para el asedio, y la abundancia de municiones.

Con un millón y medio de personas en la ciudad, sin víveres para más de quince días, sin artillería, con escasas armas y municiones, ¿valía la pena ofrecer más sacrificios? ¿Debía la F.A.I. asumir la responsabilidad de prolongar por su cuenta una resistencia que no podría decidir ya la guerra a nuestro favor y en cambio sería interpretada y usufructuada en el extranjero por los traidores del gobierno como un inesperado caudal político?

No, en las condiciones en que nos habían abandonado, no debíamos contribuir a que se produjese una sola víctima más de la guerra. Podíamos destruir fábricas, incendiar media ciudad. ¿Para qué? Nos negamos a una venganza de impotencia, cuyas consecuencias habrían sido un empeoramiento de la situación de los que quedaban.

Nuestras noticias, aunque nada nuevo se esperaba ya, produjeron consternación. Parecía increíble que la perspectiva que habíamos venido anunciando como irreparable desde hacía dos años si no se producía un viraje a fondo en la política nacional e internacional, fuese ahora una realidad palpable.

En un último resto de esperanza, salieron emisarios en diversas direcciones a comprobar algunos de nuestros informes, sobre todo lo concerniente a la proximidad de las tropas de Franco. ¡Todo era exacto! Los dirigentes de los partidos y organizaciones, que hasta hacía pocas horas habían estado proclamando las consignas de la resistencia hasta la victoria, resistieron toda la noche sin dormir, pero en dirección apresurada hacia Gerona como primer punto de descanso...

A medianoche nos telefonea el general Asensio. La guerra estaba perdida, pero el fin no ha podido ser más vergonzoso. ¿Qué pensábamos hacer nosotros? ¿Podía contar con nuestra ayuda para ofrecer, con el propio sacrificio, un ejemplo y salvar el honor de Barcelona? Si podía contar con nosotros, pediría al gobierno fugitivo el mando de la ciudad.

Vacilamos. La resistencia era inútil. Habríamos durado lo que durasen la escasa munición y los víveres más escasos aun que nos habían dejado los héroes de la resistencia hasta la victoria. Y después, nada. El factor humano no nos habría faltado y se renovaría una oleada de combatividad y de heroísmo en el momento en que se supiera por las masas populares que la F.A.I. se hacía cargo de la defensa de Barcelona, pero había que hacerlo, naturalmente, en rebelión contra el gobierno en fuga. Nos importaba poco ya vivir o morir. Era un estado de ánimo un poco generalizado. Si antes se veía acudir la gente a los refugios, ahora se contemplaba con indiferencia la llegada de la aviación italiana y cada cual seguía su ruta en medio de la alarma y del estruendo de las bombas. Para nosotros había terminado con una derrota que no merecíamos, el principal resorte de nuestra voluntad de vivir.

– Sí, general Asensio, puede contar con nosotros.

Si obtenía el mando de la plaza y se recuperaba algún material de guerra, pero sobre todo una parte de la munición que se había transportado hacia el Norte, nos quedábamos. La respuesta nos la traería personalmente, a la madrugada del 26 de enero si era positiva. Si era negativa, también él se marchaba.

En la jornada del 26 la aviación no daba un minuto de descanso; no se sabía cuando sonaba la alarma y cuando era levantada. La D.E.C.A. se había retirado. Toda vida y todo tráfico habían quedado muertos en Barcelona. Los que se movían, lo hacían en busca de vehículos para seguir la ruta del gobierno valeroso. De Asensio ninguna noticia. ¡Se le había rehusado el mando de la ciudad, aun después de abandonada!

Podíamos tomar nosotros el mando, naturalmente, nadie nos lo habría impedido, y menos el teniente coronel Carlos Romero, que ejercía nominalmente de comandante militar, sin más fuerzas que algún batallón incompleto. En la noche del 24 al 25 se habían marchado casi todos los elementos responsables. Quedaba un pueblo, en parte contento por ver terminada la guerra, en parte aterrorizado por la verdad de una situación que había ignorado hasta ese instante. En esos momentos supremos, las horas, los minutos, son definitivos. Todavía el 25 de enero se podía haber organizado la defensa de la ciudad. El 26 se habría estrellado en la indiferencia toda tentativa, incluso la nuestra. El enemigo no entró ese día en Barcelona, porque ha debido considerar preferible la evacuación.

Calculamos que nos quedaba tiempo para recorrer los pueblos próximos, en los que nadie había pensado, y donde excelentes compañeros podían quedar de improviso cercados. Eso hicimos. Unas horas después de atravesar Granollers, semidestruido por la aviación ítalo-alemana, llegaban las tropas de Franco y al mismo tiempo entraban en Barcelona sin disparar un solo tiro.

Tal fue el premio de la política rusa en España.

Mientras ocupaban Barcelona los ejércitos de Franco, el alegre presidente del gobierno de la victoria, declaraba a la prensa extranjera: «La República dispone ahora de combatientes organizados en una forma perfecta, de material de guerra en abundancia... Puedo asegurar hoy, categóricamente, que salvaremos la situación».

Y el cinismo negriniano era coreado por ese pobre ministro de Estado, Alvarez del Vayo, amanuense de Litvinoff, que hacía publicar en la prensa extranjera estas palabras, el 28 de enero: «El gobierno está absolutamente decidido a continuar la lucha».

¡Numantinos con aviones!

¿Hablar de incidentes, de crímenes, de nuevas tentativas de chantaje, mientras todo un pueblo a pie por las carreteras, en coches o camiones, en carros, en barcas, se encaminaba presa del pánico hacia la frontera francesa, dando un espectáculo de que la historia no conoce otro ejemplo? Imagínese cuál sería el cuadro de carreteras y caminos con 600.000 fugitivos, por lo menos.

En aquel éxodo terrible meditábamos en la esterilidad del sacrificio de tantas vidas preciosas el 19 de julio de 1936 y después, en los frentes, durante treinta meses, y en el derrumbe de toda nuestra vida de fe y de lucha. No solamente había terminado la guerra, había terminado también un mundo de nobles esperanzas de bienestar y de justicia para todos.

Nos venía a la memoria, sin querer, el espectáculo de un movimiento de masas, dos años antes, también hacia la frontera. Al anochecer de un día de fines de septiembre, si no nos falla la memoria. El acorazado enemigo «Canarias» bombardeó la bahía de Rosas. Las autoridades de aquellos contornos temieron un desembarco y nos comunicaron sus inquietudes, reclamando auxilio. Se veían otras unidades navales por las inmediaciones.

En aquel inolvidable Comité Central de Milicias de Cataluña, verdadero órgano de la guerra y de la revolución del pueblo, resolvimos dar la voz de alarma y comunicar por teléfono a las poblaciones más importantes que estuviesen alerta, que vigilasen las costas, que controlasen el tráfico por carretera, pues se temía un desembarco enemigo. No hemos empleado media hora junto al teléfono. Y en ese lapso de tiempo, como si todo el mundo hubiese estado instruido, treinta o cuarenta mil hombres armados se pusieron en marcha, se establecieron controles en calles y carreteras, se organizaron caravanas. Los que no disponían de otro armamento ocuparon en toda Cataluña los lugares estratégicos con bombas de mano.

Viendo la magnitud de la movilización hubiéramos querido contener la avalancha, pero nos fue imposible, pues mientras en unas localidades lográbamos que la gente en armas quedase en situación de alerta, tomando posiciones en dirección a la costa, y esperando órdenes, en la mayoría de los casos las caravanas se dirigieron espontáneamente hacia Rosas, en busca del enemigo. Desde Tortosa hasta Rosas fue todo una línea de fuerzas populares armadas y decididas a la lucha a cuchillo, si era preciso. Hubo pueblos, como Sallent, que se nos presentaron con 500 hombres armados con fusiles, ametralladoras, morteros, bombas de mano, en pequeña columna motorizada.

Habían comenzado ya las maniobras de los agentes rusos para mermar nuestra influencia en el pueblo, acusándonos de cuantos excesos se cometían. El espectáculo de esa noche memorable de la alarma por el bombardeo de Rosas les hizo comprender que todavía no había llegado su hora. Éramos aún el pueblo obrero y campesino de Cataluña en armas, y ese pueblo estaba dispuesto a todos los sacrificios a la menor señal que diésemos para asegurar un nuevo orden social de justicia para todos. Se calculó que en mayo de 1937 la situación era más favorable.

En dos años de predominio comunista y republicano, lo único que se ha logrado fue hacer mayor el éxodo, pero esta vez, no hacía el enemigo, corro en septiembre de 1936, sino hacia la frontera que se había imaginado la tierra de promisión, juzgando falsamente también que al llegar a Francia habrían terminado todos los horrores, sinsabores y privaciones de una guerra que no se sabía a que objetivos perseguía, y que ventajas podía reportar al pueblo que la soportaba con lágrimas y sangre.

Conclusión

Ha terminado la guerra española, gracias a la poderosa ayuda ítalo-alemana prestada a nuestros enemigos, en hombres y en material bélico, y gracias también a la complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la farsa inicua de la no-intervención. Ha terminado la guerra española, pero el mundo, que nos aisló de toda posibilidad de lucha con pretextos fútiles y cálculos falsos, tiene ahora que pagar los platos rotos de la nueva hecatombe.

Burgueses y proletarios de todos los países estuvieron unidos en la cómoda interpretación de que nuestra guerra sólo a nosotros, beligerantes, nos incumbía. Cuando no cometieron el gravísimo delito de ayudar a nuestros enemigos —el paraíso del proletariado, Rusia, enviaba a Italia la nafta con que la aviación fascista nos bombardeaba, destruyendo ciudades y masacrando poblaciones civiles—, bloqueándonos a nosotros hasta hacernos sucumbir. Francia e Inglaterra se encuentran por eso ante la realidad que les habíamos señalado tantas veces como inevitable. ¡No intervención o intervención unilateral a favor de los facciosos! Tal ha sido la posición ante la cual nos hemos estrellado.

El fracaso del fascismo en España era el primer peldaño del derrumbe del fascismo en Europa y en el mundo. Comprendemos la trágica situación de Inglaterra, que ha sostenido al fascismo italiano desde que comenzó a despuntar como instrumento liberticida, puesta ante la obligación, atendiendo al propio interés, de ayudar al antifascismo español. Los acontecimientos que estamos viviendo nos muestran que optó a favor de Italia y contra nuestra España, contra esa España a la que en 1808 creyó de su deber auxiliar en su lucha contra Napoleón, y lo hizo esta vez en propio daño.

Si en la presente contienda bélica salen airosos los aliados franco-británicos, habrán tenido que satisfacer, previamente, la deuda contraída con su actitud ante nuestra guerra. ¡No hay plazo que no se cumpla!

Terminó la lucha en España como no hubiéramos deseado que terminara, pero como habíamos previsto que terminaría si no se operaban determinados cambios en la dirección y en la política de la guerra: con una catástrofe militar —por derrumbamiento de los frentes y de la retaguardia— y con una bacanal sangrienta a costa de los vencidos. Dos libros informan sobre esa fase final: uno del coronel Segismundo Casado, The Last Days of Madrid, y el otro de J. García Pradas: Cómo terminó la guerra en España. Confirman ambos, punto por punto, desde su escenario de acción en la región del Centro, lo que nosotros hemos querido reflejar a través de lo observado en Cataluña. La misma intervención funesta de los emisarios rusos y de sus aliados españoles, tan blandos y accesibles a la corrupción, los mismos crímenes contra el pueblo, la misma conspiración contra España, la misma descomposición moral por obra de una política que no tenía más alcances que el predominio de partido en el aparato de Estado.

De las tres causas que nosotros señalamos como causantes fundamentales de nuestra derrota: a) la política franco-británica de la no intervención... unilateral; b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras, sólo en este tercer aspecto señala nuestro relato una variante esencial.

Pero esos dos volúmenes sobre el final de nuestra guerra, nos eximen de referirnos a acontecimientos en los que no hemos tomado parte —y no por falta de deseo o de identificación con ellos— y de describir ambientes en los que no hemos vivido.

Nos consideramos ya fuera de combate por la derrota y por haber descubierto más de lo que convenía el velo de la clandestinidad en que se había desarrollado siempre nuestro movimiento. Por eso podemos hablar del pasado y sostener que, en lo sucesivo, cada cual cargará con la responsabilidad que le quepa en la tragedia de España. Nosotros hacemos bastante con cargar con la propia.

Representábamos la más vieja organización de tipo político-social de la España moderna. La Federación Anarquista Ibérica es la misma Alianza de la Democracia Socialista fundada en 1868 en Madrid y en Barcelona y extendida luego por toda la Península, incluso Portugal. Núcleo íntimo de propaganda, de organización obrera y de lucha, todavía sigue preocupando a los vencedores su liquidación, al comprobar por múltiples signos cotidianos que ni el terror ni los fusilamientos han logrado hacerlo desaparecer. El desenlace de la guerra ha puesto a muchos millares y millares de nosotros, vencidos, fuera de combate. Pero con nuestra exclusión no está asegurado el desarraigo de nuestro movimiento. Otros han ocupado ya el puesto de los caídos y de los supervivientes en el exilio, supervivientes que equivalen igualmente a bajas definitivas, porque una supervivencia fuera de nuestro clima geográfico, político y social equivale a la muerte. Para reanudar la historia española no hay más que un terreno propicio: ¡España!

A ese movimiento clandestino de recia contextura combativa y moral se debe la orientación, el desarrollo y la defensa de las organizaciones obreras revolucionarias de España, sus luchas heroicas, su resistencia inigualada a todos los métodos de la inquisición política de derechas y de izquierdas, sin interrupción desde la turbia época, de Sagasta. ¡Cuántos negros períodos de amargura desde entonces! ¡Cuántas generaciones de militantes aplastadas en esa brega! Le tocó ahora a nuestra generación caer. Y ha caído en su ley. Por eso resurgirá, y está resurgiendo ya, la misma veta roja de nuestra historia y se continuará la batalla por la justicia. ¿Qué puede importar a nadie que no seamos ya soldados de esa cruzada?

La acción progresiva y justiciera de casi tres cuartos de siglo ha pesado considerablemente en el desarrollo de la moderna historia española. En más de una ocasión, frustrados los otros medios posibles, los de la propaganda y la presión sindical, simple, fue preciso recurrir a procedimientos más enérgicos y expeditivos. Torturadores y verdugos del pueblo eran perseguidos siempre por la sombra de la acción vengadora anónima. Algunos hechos individuales de represalia y algunas insurrecciones armadas, las últimas, en diciembre y enero de 1933 y en octubre de 1934 contra la exótica República misma, y el funcionamiento invisible, pero permanente, de nuestros grupos dispersos en todos los ambientes, han hecho hablar mucho de nosotros, tejiendo una leyenda y un mito. Ese mito y esa leyenda se vio en Julio de 1936 que correspondían en buena parte a la realidad en ciertos aspectos.

Fuera de la cooperación apasionada del socialismo revolucionario, madrileño, con el que compartimos el triunfo sobre la militarada en la capital de España, en el resto de las regiones donde los militares fueron derrotados, el esfuerzo fue casi exclusivamente nuestro. Y no se ha triunfado en toda España porque nuestra gente carecía de armamento y el Gobierno de la República había prevenido el 18 de julio a los Gobernadores civiles para que no entregasen armas al pueblo.

A fines de 1937 figuraban en nuestras filas 154.000 inscritos. Eran menos, es verdad, antes de la guerra, pero su influencia alcanzaba a millones de trabajadores industriales y de campesinos. Muchas veces partidos y organizaciones de izquierda se creían directores de acontecimientos de que no eran más que juguetes, dóciles a un ambiente que habíamos preparado para dar un paso más en la senda del progreso económico, político y social del país. Hemos mencionado, por ejemplo, cual ha sido la causa de que hayamos arrojado en 1933 del poder a las izquierdas, y cuales fueron los motivos que, en febrero de 1936, nos movieron a devolvérselo.

Podemos ahora hablar de muchas cosas que nos atribuyen sin razón, y de las que no nos atribuyen, porque se ignora cuales han sido sus fuentes y determinantes.

Ningún Partido de los que se disputaban el Parlamento o el Gobierno tenía una organización tan sólida como la nuestra, ni tanta fuerza numérica y tanto arraigo en el pueblo, a cuyos intereses y aspiraciones hemos permanecido y permanecemos fieles. Por fidelidad a ese pueblo, que no a su Gobierno, hemos pretendido hasta la última hora entrar plenamente en juego, a nuestro modo, y no se nos ha consentido.

Nunca habíamos tenido contacto ni vinculaciones con ninguna otra fuerza organizada, fuera de la Confederación Nacional del Trabajo, nombre nuevo, que sólo data de 1911, de la vieja organización obrera sostenida desde 1869 por nuestro movimiento. Cuando estalló la guerra como resultado de nuestro triunfo sobre una serie de guarniciones del ejército sublevado, creímos necesario dar públicamente la cara y coordinar el máximo de voluntades en torno a la contienda que se iniciaba. Se nos acusa por algunos de haber pensado más en la guerra que en la revolución. No teníamos más posibilidades de instaurar y asegurar una nueva organización económica y social que triunfando en la guerra. ¿Dónde se quería que hiciésemos una revolución si el territorio estaba en manos del enemigo en su mayor parte? ¿Es que se hacen revoluciones sociales en las nubes? No hemos triunfado, hemos perdido el terreno sobre el cual una gran transformación económica y social era posible, porque obreros y burgueses de todos los países coincidieron en sofocarnos, cruzándose de brazos o trabajando para nuestros enemigos. Y la revolución que se esperaba en España, de acuerdo al clima y a la preparación del pueblo llamado a realizarla, no según cartabones dogmáticos de partido, fue liquidada por quién sabe cuantos años.

El balance de la contienda iniciada el 19 de julio de 1936 y terminada como verdadera guerra internacional de España contra las potencias militaristas más agresivas de Europa, en abril de 1939, no se puede olvidar ni menospreciar. Sólo pueden acusarnos y pedirnos cuentas y aleccionarnos los que estén dispuestos a imitar aquella epopeya y a pagar por sus ideales el mismo precio que han pagado los revolucionarios españoles por los suyos. Hubo no menos de dos millones de muertos de ambos bandos, y hubo más de cien mil fusilados y asesinados en España después del triunfo fascista. Y se añaden a esas cifras un millón de prisioneros en los campos de concentración españoles y medio millón de refugiados en los campos de concentración de Francia y Norte de África, calculando en 60.000 la cifra de los que murieron en el éxodo y en el exilio de hambre, de frío y de tristeza.

Esas cifras dicen algo de la epopeya popular más grandiosa de los tiempos modernos. Ni siquiera la derrota disminuye su gloria y su trascendencia histórica. Esos cadáveres abonan la vitalidad de la España eterna, que resucitará de sus cenizas, más pujante e invencible que nunca.

El valeroso Gobierno de la victoria, hechura de Moscú, disponía en el extranjero de ingentes recursos financieros como para atender a las víctimas del éxodo gigantesco. Pero lo mismo que nosotros no hemos logrado en España, desde el Frente popular, que se rindiese cuentas de la situación de nuestra hacienda, tampoco se logró en el extranjero, en la entelequia de la Diputación permanente de las Cortes, reunida en París, que los aprovechados atracadores del tesoro nacional, diesen la menor explicación de sus dilapidaciones. Algo vino a saberse más allá de los círculos íntimos, por la separación ruidosa de Prieto y Negrín, cada uno de los cuales alegaba derechos a administrar el botín de la guerra en provecho propio y de sus amigos y cómplices. Pero la luz queda por hacer.

A la atribulación del fracaso, uno de cuyos factores fue la política de la intervención rusa en España, quizás ya en buen acuerdo con la Alemania hitleriana, se une para las grandes masas la comprobación del engaño en que han vivido y luchado y el descubrimiento de la catadura moral de los dirigentes y usufructuarios de nuestra guerra. El mito de la resistencia con pan o sin pan, con armas o sin ellas, era sólo la ambición de disfrutar después del desastre, solos, del botín logrado con nuestra derrota, que era su victoria.

Y con esos millones de la España despojada y escarnecida, se comprarán conciencias y plumas que, por encima de tanta tragedia y de tanta suciedad, elevarán a los afortunados un pedestal de héroes. También se quiere llegar a eso. Alguien ha escrito y nosotros esperamos que así sea: “Quieren pasar a la historia en mármoles y bronces y han de contentarse con un estercolero”.

Sólo queda un héroe para hoy y para siempre, mártir y puro: el pueblo español. No podremos estar en lo sucesivo a su lado más que con nuestra simpatía y nuestro cariño. Es la única grandeza ante la cual nos descubrimos con respeto. Sólo nos avergüenza y nos intriga el hecho de que hayan podido salir de ese gran pueblo tantos traidores, en nombre de los más opuestos ideales.

Casi tres siglos duró el aplastamiento del espíritu ibérico después de la derrota de los comuneros de Castilla y de los agermanados de Valencia por el emperador Carlos V, y de la liquidación de las libertades de Aragón por Felipe II. ¿Quién podía figurarse que nuestro pueblo estuviese todavía vivo en 1808? En aquella gesta gloriosa de seis años volvió España a entrar en la Historia. Pero en 1823, el tirano abyecto Fernando VII, creador de escuelas de tauromaquia, logró imponer de nuevo su despotismo sobre ríos de sangre y martirios infinitos. Desde aquella época hasta julio de 1936, entre guerras civiles, rebeliones populares y períodos de cansancio y de agotamiento, un intervalo de poco más de un siglo, ¿cuántos profetas anunciaron la muerte de España? En 1936 se mostró nuestro pueblo otra vez tal como es, heroico en la lucha y genial en la reconstrucción económica y social, recuperando en pocos meses de libertad el propio ritmo. La derrota de 1939 durará más o menos; pero sólo a costa del exterminio total del pueblo español podrá cambiar definitivamente el espíritu de ese gran pueblo y se logrará sofocar la esperanza de la nueva vida, de la nueva aurora.

Buenos Aires, 5 abril 1940.

[1] Sin mencionar otros escritos, nos preguntamos sinceramente qué opinión pueden formarse de las cosas españolas los lectores ingleses de la duquesa de Atholl, cuyo libro, Searchlight en Spain, (364 págs., Penguin Books, Harmondsworth), impreso en centenares de millares de ejemplares, ha sido compuesto en base sobre todo a las informaciones de los comunistas y del equipo comunízate del gobierno Negrín. Se refiere a menudo a nosotros, pero a si como ha visitado a personalidades de todos los partidos, no ha creído necesario informarse en las fuentes directas sobre nuestra conducta y nuestras aspiraciones.

[2] Decimos eso de los más, pero no de todos. Una de las causas de la política de la resistencia se debía a la imposibilidad en que se encontraba el Gobierno de la República de rendir cuentas de su gestión financiera, como veremos.

[3] Hemos tropezado, en cambio entre los vencidos por nosotros, ejemplares de españoles auténticos, que sabían morir con la misma entereza que han muerto en manos de Carlos V, los Padilla o los Maldonado, o los Riego, Mariana Pineda o Torrijos en manos de Fernando VII, o los Fermín Galán y García Hernández en manos de Alfonso XIII. Hombres que luchaban y morían por una causa que creían salvadora para España. Reconocíamos en tantos enemigos condenados por nuestros Tribunales verdaderos hermanos nuestros, y en cambio veíamos con desconfianza y con repulsión a muchos que estaban con nosotros, que decían sostener nuestras ideas. Espectáculos de esos fueron los que nos han hecho clamar, a los pocos meses del 19 de julio, contra las penas de muerte, quizás la única voz que se ha hecho sentir en aquel torbellino, en toda España; pero estamos seguros de que no hemos sido los únicos en pensar y en sentir lo mismo. ¿Qué ganaba España con matar de un lado y de otro a los mejores de sus hijos, convencidos de un lado y de otro de las barricadas de sostener la mejor bandera para el bienestar y la prosperidad del país? Véase un testimonio de esas manifestaciones contra las penas de muerte y las cárceles en el apéndice a la traducción inglesa del libro nuestro Aíter the Revolution, (Green Publisher, New York, 1937).

[4] A. Fernández de los Ríos: Estudio histórico de las luchas políticas en la España del siglo XIX, tomo I, Pág. 153. Madrid 1880.

[5] Jacinto Toryho: La independencia de España, Barcelona, 1938.

[6] El pacto C.N.T.-U.G.T. Prólogo de D. A. de Santillán, ETYL, Barcelona 1938, 160 págs. Colección de antecedentes, recuerdos y documentos.

[7] Quedaron traspapelados y perdidos los originales de una memoria sobre esos sucesos, redactada por nosotros en colaboración con Juanel y M. Villar, y con el apoyo de elementos magníficos que actuaron bravamente entonces, entre otros Máximo Franco y Angel Santamaría, dos héroes cuyo nombre no habría de desaparecer.

[8] Los anarquistas y la insurrección de octubre, por D. A. de Santillán; en diversos idiomas, diciembre de 1934. Las memorias de Diego Hidalgo, ministro entonces de la guerra, transmiten interesantes detalles al respecto.

[9] Hemos descrito los horrores que siguieron al triunfo del poder central en el libro: La represión de Octubre. Documentos sobre la barbarie de nuestra civilización, Barcelona, 1935; varias ediciones.

[10] C. Berneri: Mussolini a la conquista de las Baleares (1937).

[11] Detalles sobre esos antecedentes de la conspiración militar, pueden encontrarse en Robert Brasillach y Maurice Bardéche, Histoire de la guerre d’Espagne. (París, Plon). —Duchess of Atholl: Searchlight on Spain (Harmondsworth, Penguin).— Genevieve Tabouis: Blackmail or War (id. id.). J. Toryho: La independencia nacional, Barcelona, 1938.

[12] En el primer aniversario de las jornadas de julio apareció un volumen recopilando trabajos que dan una impresión de la lucha en diversas ciudades y regiones de España: De Julio a Julio. Ediciones Tierra y Libertad, Barcelona, 1937. De esa recopilación hecha a iniciativa de «Fragua Social» de Valencia, fue extraído el folleto Como se enfrentó al fascismo en toda España, Buenos Aires, julio de 1938.

[13] Quizás hubo exceso de rigor en la Federación local de Barcelona. La verdad es esta: ese camarada, de Velilla del Ebro, había sido denunciado años antes por sus ideas y sus actividades, por un matrimonio de su pueblo y había sufrido torturas, persecuciones y prisiones sin fin. Cuando estalló el movimiento del 19 de julio encontró a ese matrimonio en Barcelona y juzgó que no podía menos de vengarse. Ese matrimonio llevaba ya el carnet de la C.N.T.

[14] Sobre las líneas generales de la nueva economía regida por los obreros, empleados y técnicos de cada industria, habíamos escrito en 1935 el libro El organismo económico de la revolución. Como vivimos y como podríamos vivir en España. (Barcelona, 1936; tercera edición, 1938). El Pleno ampliado de carácter económico celebrado en Valencia por los organismos de la C.N.T., en enero de 1938 ha llevado al detalle las líneas generales de organización que habíamos previsto.

[15] Agustín Souchy ha escrito algunas obras resumiendo sus visitas a las colectividades agrarias: Colectivizaciones. La obra colectiva de la revolución española, Barcelona, 1937; Entre los campesinos de Aragón, el comunismo libertario en las comarcas liberadas, Valencia, 1937.

[16] Uno de los grandes talleres metalúrgicos de Barcelona, montado por el esfuerzo del Sindicato Único de la metalurgia, dedicado a la fabricación de fusiles ametralladoras y de bombas de aviación y de obuses de todos los calibres, había preparado ya los planos y buena parte de las matrices para iniciar al día siguiente de la terminación de la guerra la fabricación de tractores para la agricultura. Y de estas iniciativas, las había a millares en todas las industrias para lograr, después de la guerra, en pocos años, un resurgimiento económico e industrial de España capaz de situarla entre las grandes potencias europeas. La pérdida de la guerra ha frustrado todas esas esperanzas. Franco ha ganado la Partida, pero ha perdido al pueblo español y ha quebrado su magnífico despertar.

[17] Después de salir Largo Caballero del Gobierno, en su primer y último mitin público, 17 de octubre de 1937, explicó muchos entretelones trágicos de las maniobras y deslealtades comunistas. Se acusaba al ministro de la guerra de no entregar el armamento de que se disponía a los combatientes. Y cuando más arreciaba esa campaña, el ministro de la guerra disponía de 27 fusiles. ¿Había de proclamarlo públicamente para responder a la campaña que se hacía contra él? Fue hacia la misma época cuando se hizo, por iniciativa de los rusos, una venenosa campaña contra la inactividad del frente de Aragón. ¿Habíamos de declarar, para que lo supiera el enemigo, que ese frente estaba paralizado porque no disponíamos de un solo cartucho?

[18] Por la Comisión de Industrias de Guerra de Cataluña se ha hecho un Report d’actuació (confidencial), un grueso volumen mimeografiado, con fecha de octubre de 1937. Dice Terradellas, su presidente, en un breve prólogo: «La industria catalana, durante estos catorce meses, ha realizado una verdadera epopeya de trabajo y de profunda inteligencia, y Cataluña habrá de agradecer para siempre a todos estos trabajadores que con su entusiasmo, con su esfuerzo y muchas veces con el sacrificio de su propia vida, han trabajado para ayudar a nuestros hermanos que luchan en el frente»... Luis Companys, presidente de la Generalidad, resumió los datos más salientes de su informe, en su carta polémica del 13 de diciembre de 1937 a Indalecio Prieto. Se ha publicado en Buenos Aires, por el Servicio de Propaganda España (agosto 1939) un pequeño volumen: De Companys a prieto. Documentación sobre las industrias de guerra de Cataluña (91 págs.) con datos extraídos del Report confidencial, y otros documentos auténticos.

[19] Informe sobre las comisiones de compras, la subsecretaría de armamento y el despilfarro escandaloso de las finanzas de la República. Por la creación del ministerio de armamento, Barcelona, septiembre de 1938: Al pleno de regionales del movimiento libertario.

[20] Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en España. París, 1939.

[21] Rudolf Rocker: Extranjeros en España (un vol. De 177 págs. Ediciones «Imán», 1938), comentó la intervención extranjera en España y sus propósitos manifiestos de sofocar la voluntad del pueblo español.

[22] A. Souchy: La verdad sobre los sucesos de la retaguardia leal. Los acontecimientos de Cataluña. 64 pags. Buenos Aires, junio de 1937. Informe presentado por el Comité Nacional de la C.N.T. sobre lo ocurrido en Cataluña, Valencia, 13 de mayo de 1937. General Krivitzky: Stalin’s hand on Spain, en The Saturday Evening Post, Filadelfia, 15 de junio de 1938.

[23] “Negrín pretende restar importancia a la cosa. Pero entonces el compañero Zugazagoitía exclama, en un alarde de sinceridad: Don Juan, vamos a quitarnos las caretas. En los frentes se está asesinando a compañeros nuestros porque no quieren admitir el carnet comunista”. (I. Prieto: Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa nacional, pág. 31).

[24] Es una de las explicaciones que da el ex general del ejército rojo, jefe de los servicios secretos en Occidente, Krivitzky.

[25] Pleno de Regionales del Movimiento libertario: Sobre la necesidad de reafirmar nuestra personalidad revolucionaria y de negar nuestro concurso a una ­obra de Gobierno necesariamente fatal para la guerra y para la revolución, por el Comité Peninsular de la F.A.I., septiembre de 1938.

[26] Informe sobre la intervención del partidismo en las cosas de orden público y anormalidades de esos servicios, por el Comité peninsular de la F.A.I., septiembre de 1938. Anexo

[27] Seguramente ha logrado lo que con su orden de detención del «Negus», un maestro comunista, comandante del ejército, que andaba visitando los cuarteles generales para incitarles a una rebelión contra Prieto. El Partido Comunista amparó a su afiliado, se comprobaron todos los cargos que le hacía el Ministro de Defensa, y no obstante, la orden de detención no fue cumplida. Véase el informe de Prieto, Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en España, Pág. 23.

[28] Antonio Bahamonde y Sánchez de Castro: Un año con Queipo. Memorias de un nacionalista. Buenos Aires, 1938. — Ruiz Vilaplana: Doy fe... Un año de actuación en la España nacionalista.

[29] Se trataba del congreso organizado por el Ressemblement universal pour la paix, al que acudió una nutrida representación española, en mayo ó junio de 1938, no obstante saber de antemano que era una simple operación comunista.

[30] Una tentativa del mismo género que la nuestra en el Frente popular, hizo Araquistain en la Diputación permanente de las Cortes, reunida en Paris 1º de abril de 1939, después de la caída total de la República. Proponía Araquistain “que a toda colaboración entre la Diputación permanente y el titulado Gobierno Negrín, preceda una labor de fiscalización de la Comisión que se nombre al efecto, para que dicho Gobierno rinda cuenta de su gestión”.

[31] Comité peninsular de la F.A.I.: Informe sobre la necesidad de reafirmar nuestra personalidad revolucionaria y de negar nuestro concurso a una obra de gobierno necesariamente fatal para la guerra y para la revolución. Barcelona, septiembre de 1938. El título de la memoria dice ya bastante sobre su contenido.

[32] Observaciones críticas a la dirección de la guerra y algunas indicaciones fundamentales para continuarla con más éxito. Informe que presenta el Comité peninsular de la F.A.I. al Gobierno de la república. Barcelona, 20 de agosto de 1938. 24 páginas in folio.

[33] Se tiene presente, sobre todo, la operación del corte de la España rebelde en dos zonas, por Extremadura, planeada mientras era ministro de la guerra Largo Caballero. Esa operación y las contingencias a que dió lugar, sería tema suficiente para un libro. La caída de Largo Caballero tuvo su causa principal en esa proyectada operación, a la que negó su concurso la aviación rusa.

[34] El capitán de artillería Manzana, ayudante de Durruti desde el primer día de la revuelta, luego su sucesor en Aragón, nos escribía refiriéndose al comisariado: «En el aspecto técnico-asesor no cumple ninguna misión, pues malamente podrá discutir una operación quien no conoce lo que es una orden de operaciones, así como tampoco tiene la menor idea de lo que es táctica, logística, estrategia, fortificación, tiro, etc... En la fase en que ha entrado la lucha, prefiero un cañón bien servido o un avión bien tripulado a un buen comisario, la inteligencia de que actualmente resulta más barato lo primero que lo segundo» (septiembre de 1938).

[35] Respecto a los consejeros militares rusos, nos escribía el capitán Manzana: «Tengo la impresión, al menos los que he tratado, de que son tan malos consejeros como pésimos militares. Véase sino el trazado actual de nuestras líneas y el fracaso de cuantas ofensivas han proyectado y dirigido estos consejeros» (septiembre de 1938).

[36] Al comentar con algunos aviadores españoles el hecho de seguir la aviación en manos de los rusos o de sus testaferros y la escasa eficacia de un arma tan decisiva en manos del adversario, se llegaba a la conclusión de que la aviación republicana se mantenía sobre todo para una fuga eventual precipitada de los elementos más responsables. Se atribuye al presidente Azaña una frase, de cuya autenticidad no respondemos. Rebatiendo la política negrinista de la resistencia, Azaña habría dicho: «Considero que el período de los heroísmos extremos y estériles ha pasado. Sin embargo, estoy dispuesto a una nueva Numancia, pero... sin aviones».

[37] En una de las sesiones del Frente Popular Nacional, el órgano supremo de la política negrinista, en cierta ocasión en que nosotros nos oponíamos al llamado de nuevas quintas pudimos constatar que la mayoría de aquellos entusiastas partidarios del envío de carne humana al frente, estaban comprendidos en los reemplazos alistados y habían hallado el modo de hacerse declarar imprescindibles en la retaguardia. Imprescindibles para secundar la política de la derrota.

[38] Una operación muy semejante, a iniciativa del general Asensio, se llevó a cabo algunos meses más tarde, aunque no con los medios y la preparación previstas en nuestra memoria. Nos escribía este general (15 de septiembre): «Estoy conforme con las líneas generales de las acciones para ganar la guerra, pero no en los detalles, que deben ser de quien tenga la responsabilidad de la ejecución. Como orientación son admisibles y los juzgo de primordial interés».

[39] Pleno de Regionales del movimiento libertario: Informe sobre la dirección de la guerra y rectificaciones a que obliga la experiencia, por el Comité Peninsular de la F.A.I., Barcelona, septiembre de 1938. 17 páginas in folio.

[40] Las revelaciones del general Krivitsky sobre la política staliniana en España muestran un poco de luz sobre los móviles de la militarización, de la creación de las Brigadas internacionales y de todo el tinglado burocrático y militar inspirado por los emisarios rusos. (The Saturday Evening Post, 15 abril 1939, Filadelfia).

[41] Entre centenares de casos, citamos los nombres de dos muchachos de 20 años, pertenecientes a la 66 brigada mixta, Felipe de Mingo Pérez, del Sindicato gastronómico de la C.N.T. de Madrid, y Antonio García Menéndez, de la U.G.T. madrileña, los dos combatientes voluntarios desde que estalló el movimiento. Fueron fusilados el 14 de diciembre de 1937 en Chinchon.

[42] Vanas ilusiones. En casi una quincena de días de discusión y de cansancio, la política del Gobierno de la victoria apenas fue rozada en algunos párrafos de los acuerdos adoptados por aburrimiento. Unas leves concesiones en el papel no llevaron a la práctica ninguna modificación en la conducta. Los que asumían la representación de la gran sindical española, han conseguido mantenerla uncida al carro triunfal del doctor Negrín, hasta más allá de la derrota.

[43] Pondríamos citar esa expresión a través de numerosas circulares del Comité Nacional de la C.N.T., que engañaba así a sus organismos.

[44] Aprovechando una pausa de 24 horas, unos soldados de la 31 brigada mixta, se llegaron a Madrid por unas horas, a ver a sus familiares, el 2 de Enero de 1938. Al regresar se ordenó su detención, se les cortó el cabello al acero y se les hizo pasear por el pueblo El Vellón (próximos a Madrid), con unos carteles alusivos a su falta, acompañados por soldados armados. Se indignó el vecindario, y dos hombres protestaron contra ese espectáculo de infamia, indigno del llamado régimen republicano, diciendo que los carteles injuriosos habrían de ser colgados al cuello de los que los ordenaron. Por ese delito fueron detenidos y pasados por las armas de inmediato, sin ninguna formalidad procesal. Uno de ellos era apodado «El Chato», del Sindicato de la Construcción de la C.N.T., y el otro se llamaba Pedro Calvo, del Sindicato Metalúrgico de la U.G.T. Murieron con el puño en alto y gritando «¡Viva la República!».

[45] Habiendo perdido toda nuestra documentación, son muy pocos los datos concretos que podríamos dar sobre esa obra gigantesca de las colectividades agrarias en Aragón, sobre las experiencias hechas y los resultados obtenidos. Esas empresas están por encima de todo elogio, y si no hubiese otras razones, ellas solas justificarían nuestra revolución estrangulada y la harían perdurar a través de los tiempos en la memoria de los que la vivieron. Ascensos.

[46] En otro de los informes presentados a ese Pleno mixto de regionales del movimiento libertario, nos referíamos concretamente a ese aspecto de la inconveniencia de contribuir con nuestro apoyo al sostén de un gobierno necesariamente fatal para la guerra y para la revolución.

[47] Por habernos considerado factor secundario se produjo el descalabro de octubre de 1934; por haber supuesto que la guerra podía hacerse sin nosotros, sin nuestro apoyo entusiasta y al margen de nuestras sugerencias y de nuestras observaciones, se fue derechamente a la catástrofe. Hay políticos, gobiernos, métodos, que se gastan en la acción. Y el gobierno Negrin estaba más que gastado al nacer, estaba podrido. Lo que nosotros sabíamos por un conocimiento aproximado de la situación, lo adivinaba el pueblo, que consideraba al equipo Negrin como un equipo de ladrones del tesoro público, responsables de una política de asesinatos inmotivados e irresponsables. De cualquier forma, incluso para la continuación de su política insensata, era preciso un cambio de los hombres que se habían destacado por su ligereza, por su insensibilidad, por su ineptitud, por sus francachelas de nuevos ricos. Pero además había que cambiar la orientación política totalmente, en el orden internacional y en política interior, y para ese cambio se requerían hombres de otro temple, de otra tradición y de otro prestigio.

[48] En el «Boletín del militante», del Comité peninsular de la F.A.I., hemos insistido en diversas ocasiones sobre ese hecho grave de la ausencia de toda fuerza de reserva. Pronto iban los acontecimientos a evidenciar de una manera definitiva que nuestros temores se confirmarían al pie de la letra y les sobrepasarían incluso en la realidad.

[49] Prieto había acabado por considerar molesta la intromisión de los rusos y se le atribuían propósitos de hostilización a esa ingerencia perniciosa. Eso no le exime de la responsabilidad de haber hecho posible el predominio ruso por su odio inveterado a Largo Caballero, a Cataluña a todo lo que no se le sometía.

[50] Un ejemplo entre muchos: el de las fábricas de papel de fumar. Es sabido que el papel de fumar español, de Levante y de Cataluña, tenía un mercado mundial seguro. Los rusos, cuando las fábricas de papel tenían que cerrarse por falta de materia prima, ofrecieron ésta, sueldos extraordinarios y víveres a sus obreros y técnicos para trabajar sin descanso con destino a Rusia. De esa forma el stalinismo comenzó a hacer suya la clientela de esa producción y sus técnicos industriales se pusieron en condiciones de trasladar a Rusia esa especialidad, llevando, en algunas ocasiones, hasta las máquinas de las fábricas. Cuando España vuelva a ponerse en situación de continuar la fabricación del papel de fumar, se encontrará con una competencia hasta ahora desconocida: la de Rusia.

[51] En las jornadas del 19 de julio en Barcelona, se nos informó, como una novedad extraordinaria, que había sido visto en la calle un comunista, antiguo obrero metalúrgico de la C.N.T.

[52] El coronel de artillería Jiménez de la Beraza, el alma de las industrias de guerra de Cataluña, fue llamado una vez a consulta por la Subsecretaría de Armamento para investigar cuál podría ser la causa del escaso rendimiento de la artillería, que se inutilizaba a los pocos disparos. Se hablaba por unos de la calidad de las pólvoras, por otros de sabotage de los artilleros, etc. El coronel Jiménez de la Beraza sostuvo que la causa de las deficiencias señaladas se debía al hecho que no habían sido fusilados los que compraban el material.

[53] F.A.I. Comité Peninsular: Circular N° 57 (confidencial), 19 de diciembre de 1938. Barcelona.

[54] Jacinto Toryho: La independencia de España, Barcelona, 1938, Capítulo sobre «los militares republicanos sin apoyo del gobierno»; páginas 144-49.

[55] En vista de la situación, se había comenzado a crear grupos afines de defensa en todas las unidades del Ejército en el frente de Cataluña y no tardaría en manifestarse su acción ante la política monopolista y absorbente de los agentes rusos. Aun sin contar con la unanimidad del movimiento libertario, una parte de cuyos comités superiores hacía gala del más cerrado gubernamentalismo, alentábamos la formación de esos núcleos clandestinos, para que la defensa de nuestros soldados y oficiales ante el enemigo del flanco fuese una obra coordinada y no obedeciese a gestos de irritación, sin la preparación debida, como ocurrió en la 153 brigada, donde fue muerto el comisario staliniano Rigabert, originando una represión masiva y espectacular.

[56] «Hace ya muchos meses que un Ministro, el de Estado, que no será precisamente un Talleyrand en el talento político, pero que por lo menos se le parece en el amor casi morboso a la exhibición política, anunció que se podía perder toda España, pero que ellos, Negrín y su equipo de geniales estadistas, continuarían gobernando desde Francia. Y ahora quieren cumplir el vaticinio. Sólo esa fascinación hipnótica, casi patológica, del poder, explica que, en un momento dado del año 1938 en que Azaña pensó acaso cambiar de política y, por tanto, de Gobierno, Negrín, con esos desplantes de niño grande, en el fondo débil y sin carácter, pero que por un esfuerzo de simulación quiere aparecer como hombre truculento y terrible le dijera a boca de jarro: «Usted a mí no me destituye, y si lo intenta, resistiré, poniéndome al frente de un movimiento de masas y del ejército, que están conmigo». A Vd. mismo, señor Martínez Barrio, le he oído esta lamentable anécdota, como escuchada por Vd. de labios del propio Azaña que, por lo visto, toleró el ex abrupto, verdadero golpe de Estado, sin hacer detener en el acto al insolente ni tampoco dimitir entonces, que fué el momento oportuno». (Luis Araquistain, carta a Martínez Barrio, presidente de las Cortes, 4 de abril de 1939, París).


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