Durand, al salir de su palacete con una sonrisa de satisfacción en los labios, dio un pequeño respingo al leer un minúsculo cartel:
Entonces rió con sarcasmo y gritó al conserje: «Quite usted esas idioteces pegadas en la puerta». Y recuperó su tranquila sonrisa cuando percibió, gloriosos en su nulidad, a dos agentes que hacían la ronda. Mas se detuvo, al mismo tiempo que ellos, por otro lado. Algunas etiquetas rojas destacaban sobre la blanca crudeza del muro:
Los guripas se desgastaron las uñas arrancando los carteles y Durand se marchó preocupado. Cuando, al final de la avenida, un ruido de cornetas y tambores se hizo sentir y a lo lejos aparecieron dos batallones, se sintió protegido y soltó un suspiro de alivio.
La tropa pasó ante él, Durand se descubrió; en aquel momento, como un revuelo de mariposas, flotó en el aire una multitud de cuadraditos de papel; con aire indiferente, leyó:
Algunos de aquellos papeles volaron sobre los soldados, otros les cayeron encima; la obsesión asaltó de nuevo a Durand, se sintió como aplastado por aquellas ligeras mariposas.
No bien se hubo sentado en su lugar ordinario para tomar el block o el habitual aperitivo, sobre la mesa vio desplegada otra etiqueta:
Rió con sarcasmo, pero esta vez no amontonó platillo sobre platillo. Se levantó, se dirigió rápidamente hacia la esquina de la calle X, en la que los explotadores contratan obreros, y maquinalmente buscó con los ojos su cartel de reclamo; estaba escondido y decía:
Meneó la cabeza y se dirigió a su oficina. En una placa podía leerse: «Durand y Cía., sociedad con capital de 2 millones», pero debajo la exasperante crítica expresaba su palabra.
Lo arrancó rápidamente. Despachó algunos asuntos y, para distraerse, pensó en ver a su amante. De camino, compró un ramo de flores que le ofrecieron.
Ella sonrió, viendo entre las flores algo así como un delicado billete: «¿Y ahora versos?», dijo.
La amante le arrojó el ramo a la cara y lo echó. Avergonzado, fatigado, Durand volvió a su casa; la puerta había recuperado su aspecto ordinario.
Pues bien, al entrar en el salón, su mujer le dijo: «Mira este jarrón que acabo de comprar, una oferta». Lo cogió, lo giró, lo volvió a girar; cayó un papel:
Y aquel ¡Viva la anarquía! y aquellas acerbas reclamaciones revolotearon a su alrededor, y aquella noche no fue al encuentro de su mujer por temor a hallar, en un lugar discreto y frondoso, una etiqueta en la que hubiese leído: